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Tela de araña Premio de Literatura «Manuel José Othón» 2009

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Tela de araña

P r e m i o d e L i t e r a t u r a

«Manuel José Othón»

2009

Tela de araña

por

Gerardo Cruz-Grunerth

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Dentro de la 58a edición de los Premios 20 de Noviembre, convocados por el Gobierno del Estado de San Luis Potosí, la obra Tela de Araña de Gerardo Rafael Cruz González obtuvo el Premio de Literatura Manuel José Othón 2009 de Narrativa por decisión del jurado calificador integrado por Thelma Nava, Paola Velasco y Alberto Villarreal.

Tela de arañaD.R. © 2011, Gerardo Rafael Cruz-GrunerthD.R. © 2011, Gobierno del Estado de San Luis PotosíD.R. © 2011, Ficticia S. de R.L. de C.V.Primera Edición: noviembre 2011

Por el Gobierno del Estado de San Luis Potosí / Secretaría de Cultura

Fernando Toranzo FérnandezGobernador Constitucional del Estado

Fernando Carrillo JiménezSecretario de Cultura

Armando Herrera SilvaDirector General de Desarrollo Cultural

José Armando Adame DomínguezDirector de Publicaciones y Cultura

Secretaría de CulturaDirección General de Desarrollo Cultural / Dirección de Publicaciones y Literatura(Casa del Poeta Ramón López Velarde)Vallejo Núm. 300 / Barrio de San Miguelito / C.P. 78330Tel. 01 (444) 814 07 58 [email protected]

Por Ficticia EditorialEditor: Marcial FernándezDiseño de la colección: Rodrigo Toledo CrowFotografía de la portada: Miguel Ángel MerodioFormación de planas: Paulina Ugarte ChelénCuidado editorial: Mónica VillaConsejero editorial: Raúl José Santos Bernard

Foto del autor: Saúl Molina

Sierra Fría 220, col. Lomas de Chapultepec, C.P. 11000, México DFwww.ficticia.com [email protected]

Ficticia Editorial es miembro fundador de la AEMI(Alianza de Editoriales Mexicanas Independientes)

Todos los derechos reservados. ISBN: 978-607-7693-27-7Impreso y hecho en México

A Julio Cortázar, in memoriam

Hete aquí preso en mis redes; cuanto más te agitesy te crispes, más te enredarás y te perderás

en el dédalo inextricable de mi espíritu y de mi cuerpo.

Nikos Kazantzaki

¿Encontraría a Cortázar?Tantas veces le había bastado con asomarse parada en el

vano de la puerta del Cafe des Phares, mirando hacia la Pla-ce de la Bastille, para creer que él aparecería; apenas la luz de los calentadores en la terraza la dejaba distinguir las formas de algún hombre que al aproximarse era descartado por no parecer ni un poco al de las fotografías de los diarios; cada fracaso la hacía desear que todo este sobretejido plan se su-mergiera en el Sena, para así no tener que soportar más el aire helado de febrero en sus dedos que se congelaban. Sin em-bargo, recitaba el final del primer párrafo del libro que sa-bía de memoria, y se obligaba a esperar un poco más, a entrar al café y pedir cualquier otra cosa, otra vez observar ir y ve-nir por los pasillos a Jacques, el mesero, quizá ya su amigo, su único amigo en la ciudad. Era su cuarta semana en París. Daba un sorbo a su taza y los ánimos volvían lento, como el humo de cigarrillo que se espesa junto a los focos en las lám-paras. Cualquier instante era el preciso para encontrarse sin citas, sin conocerse, porque ella había visto unas cuantas fo-tos de él, pero nada más; se reconvencía de que era posible encontrarlo y gastar una tarde de charla; era todo lo que pre-tendía, la posibilidad se fortalecía cada vez que, como una ple-garia, sus labios exhalaban: “La gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo del dentífrico”.

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Ariadna había hecho el vuelo de México a París por ser una escala obligatoria para llegar a Argelia, donde la espe-raban en la embajada mexicana; llamó a la representación y argumentó contratiempos, imposibilidad de completar el viaje, hasta una fuerte enfermedad. No le importaba el re-traso, de cualquier manera ella se toparía con Julio Cortázar para beber un café o lo que fuera. Cuatro semanas habían pasado desde que aterrizó en la capital gala, y aunque los pretextos para quedarse un par de semanas los tenía pensa-dos desde que le ofrecieron la permuta de Los Ángeles a Argel como agregada cultural, jamás pensó que la coartada pudiera ser insuficiente, que las mentiras, en abstracto, pu-dieran agotarse.

Sin embargo, no sólo era la Rayuela la que fungía como promotora de no bajar la guardia, de permanecer una tarde más caminando medio París para que alguien le diera el domicilio de Julio. La ciudad misma era un ente que la abra-zaba para dar un poco de calor cuando terminaba de caer la nieve, la zona donde Apollinaire gastó sus zapatos era aho-ra la misma que cobraba, como siempre, sus derechos con el consumo de las suelas. París valía su fama sobre los encuen-tros amorosos, los documentados, los olvidados e, incluso, los ficticios. Y aunque no era la pretensión de Ariadna una búsqueda amorosa, mucho menos con el escritor argenti-no, cada callejón le decía con la voz duplicada de sus zapa-tillas que este era el lugar en el que debía estar. Ya Paz había encontrado a María José, la había encontrado como algo perdido y no como algo nuevo de nuevo; había sucedido, de-cía el poeta, por una suerte de azar electivo, usando el tér-mino empleado por André Bretón, por un juego de casua-lidad-elección, en el que el deseo y lo fortuito se combinan.

Ariadna caminó desde la puerta hasta su mesa; el café se había enfriado. Jacques se acercó y preguntó si le traía un

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café más; ella aceptó. Antes de volver a la barra, colocando su rostro junto al hombro de la chica, dijo:

—Julio se acerca.Ella dirigió su mirada hacia las ventanas cercanas a la en-

trada del lugar, lo vio de perfil, sólo le faltaba caminar junto a la mesilla de la terraza más próxima al pórtico; Jacques se apresuró para recibirlo mientras él se quitaba el abrigo. Ariadna sonrió cuando Julio miraba hacia donde ella se encontraba, sabía que podría traer noticias de Cortázar.

—Ariadna. Me ha telefoneado Julio —dijo Julio Silva.Ella no pudo evitar que algunas lágrimas resbalaran por

sus mejillas hasta la barbilla. Habían sido cuatro semanas esperando oír esas palabras, aunque no fueran esas, no im-portaba que se entregaran con otras palabras. Ariadna se volvió para encontrar a Jacques, que abría los brazos para hacerle saber que la espera tenía resultados; su cita con el argentino tendría fecha, pensaba ella, aunque no podía es-tar segura; lo dicho por Julio no llevaba ningún compromi-so; ¿y si el escritor, el famoso escritor Julio Cortázar era un ególatra patán que se había negado a verla como lo había pensado muchas veces? El mesero dejó de ver a la chica al sentir en su perfil la mirada de Silva, a quien preguntó qué querría tomar esa mañana.

Afuera comenzaba a caer la nieve. El olor del café que Jacques le llevaba a Julio Silva en la charola traía recuerdos próxi-mos, aunque él los sentía como lejanos, como si estas cuatro semanas fueran por lo menos tres años que habían pasado desde el día que la chica latina le causó una mezcla de lás-tima y ternura, incluso a ratos la tachaba de boba porque a diario, a primera hora, a mediodía, a media tarde y por la noche, asistía al negocio para preguntar si el señor Julio andaba por ahí, si alguno de los amigos del escritor habían llegado. Por supuesto que el mesero jamás dio información,

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sino hasta que, luego de una charla de tono paternal, vio la ingenua pretensión de la señorita. Al llegar junto a Silva, dejó sobre la mesa la taza con café, una mancha oscura re-velaba el momento en que tuvo un tropiezo en el recorrido. Jacques se apenó por ello pero nada pudo hacer; su cliente ya daba sorbos al contenido. El mesero sabía que había sido un grave descuido al transportarla, desde que salió de la ba-rra con dirección a la mesa había comenzado a recordar la fría tarde en que se atrevió a preguntar a Ariadna por qué tan-ta insistencia en ver al escritor.

—Llegué el 2 de febrero. Me instalé en un hotel de Boule-vard de la Chapelle, muy cerca de la Gare du Nord. Un taxis-ta árabe me llevó hasta la puerta.

—Pero si ese no es el mejor barrio para una chica —vo-ciferó Jacques, moviendo los brazos y las manos para apre-tar después los labios delgados.

—El precio era bueno. Mi papá me había dado dinero para una semana, sólo pedí dinero para conocer la ciudad por mí misma; ya antes había estado aquí dos veces, de chi-ca, con hermanos y todo.

—¿No ha tenido problemas con los árabes de la zona? —preguntó el mesero entrecerrando el ojo izquierdo para dar confianza a Ariadna, que tenía los codos recargados en la orilla de la mesa y las manos a la altura del mentón, con los dedos entrelazados—; tienen fama de molestar a las mujeres.

—Ninguno. Lo más tarde que llego es en el último viaje del metro, paso el barandal de la terminal Place de la Cha-pelle y cruzo la avenida corriendo; si está cerrada la puerta, toco con fuerza, y el sujeto de la recepción, un simpático pe-lón, abre de inmediato tras verme y recordar que soy huésped.

Jacques había pasado un año antes, a media noche, por la acera del hotel donde ahora se hospedaba Ariadna, lle-

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vaba a una pareja de noruegos a conocer la ciudad, habían decidido caminar por Boulevard de la Chapelle en direc-ción a Pigalle, le habían pedido ser su guía en una visita al barrio del Moulin Rouge. Del hueco que se formaba en una puerta, un paraguas se levantó quedando horizontal, lo que impidió el paso de los tres. Un hombre salió de la oscuridad, con una mano levantaba el paraguas y con la otra sostenía un arma de fuego; el asaltante agitaba el arma y el paraguas, la bolsa, la bolsa, repetía. El desconocido tiró el paraguas y arrebató el bolso a la noruega y huyó. Desde esa noche Jacques no volvió a caminar a ninguna hora por esa rue de día prefería tomar el metro y bajarse; si iba a Montmartre, hasta la estación Abbesses, de noche no había vuelto a ir. Fue sólo cuando Ariadna, sumida en una llorosa depresión luego de diecisiete días sin verse con Cortázar, tras haber bebido Cinzano hasta mezclar el inglés, el español y el fran-cés al hablar, que el empleado la acompañó a su hotel. Paró un taxi fuera del café cuando terminó su jornada. Al llegar, el recepcionista, un brasileño calvo, abrió de inmediato la puerta, y entre los dos llevaron a la chica a su habitación. El empleado del hotel salió del cuarto sin decir nada.

A la mañana siguiente, la chica con los ojos hinchados, se volvió y encontró el rostro del galo, ya en la madrugada lo había visto con la luz ceniza de esa hora, la nariz aguileña a contraluz resaltaba delante de la cortina; había volteado para comprobar que era su habitación. Jacques dormía hasta que lo movió por el hombro.

—Vamos por un café al lado.—Vamos —dijo Jacques con la voz desde las paredes de

la garganta seca.Al bajar a la recepción, el mulato dejó de ordenar la corres-

pondencia para llamar, con un sobre en la mano, a Ariadna.—Le dejaron este sobre, señorita.

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El membrete era de la embajada mexicana. En la prime-ra semana, a los pocos días de haber llegado a la ciudad, se había encontrado con su compatriota Carlos Fuentes, que era el embajador; la entrevista había sido formal, una lla-mada en la que ella se había presentado como miembro de la diplomacia mexicana le había abierto la posibilidad de una entrevista al día siguiente. El embajador la pasó hasta su despacho, donde charlaron del viaje, de Argel y su situa-ción política y económica, nada parecido a Francia, dijo él, y comentó la diferencia de las carreteras en ambos países, ambas con mano de obra argelina, pero el trabajo se dis-tinguía como de primer mundo en el país europeo; Fuen-tes abundó en los motivos extra laborales que los llevan a cruzar el mar.

—Como con nuestros mexicanos en los Estados Unidos, un recorrido a nado, como por el Leteo pero sin olvido, o guiados por un barquero Caronte muy siniestro —afirmó luego de buscar las palabras en la textura de la pared, tor-ciendo la boca.

Ariadna le comentó, dándole aires de confidencialidad, que entendía la situación de los inmigrantes, pero más aún la situación de los activistas, intelectuales y artistas que defendían a las minorías y, sin más, dijo tener la nece-sidad de ver a Julio Cortázar para tratar un asunto de vida o muerte con él.

—De vida o muerte —repitió Fuentes.—Espero que comprenda que no puedo decir nada más.

Yo estoy segura que el señor Cortázar entenderá y podrá dar atención a este asunto.

La mujer miró sus zapatillas negras, buscaba más argu-mentos, alguna información vaga que no la comprometie-ra. Sin embargo, Fuentes había desconfiado de ella, se po-día leer en sus labios cada vez que los torcía y hacía tronar;

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su lenguaje no correspondía a ninguna forma diplomáti-ca; eran las palabras de cualquiera dichas en cualquier lu-gar, como en la fila del banco o pidiendo un ticket para el metro; no era ni una muestra de desesperación total ni un mensaje cifrado. Por ello, sugirió que si tenía un asunto de vida o muerte debía informarlo a la representación de las autoridades mexicanas allí, o a las autoridades francesas, formalmente.

—¿Puede contactarme con el señor Cortázar? —pregun-tó a quemarropa.

—No —dijo tajante Fuentes—. Cambió de domicilio recientemente. No. No hay dónde localizarlo hasta que él se reporte. Yo le pasaré eventualmente su mensaje, si gusta.

Lo dicho por el embajador era completamente cierto, pero sólo la primera parte. Julio había mudado su residencia por una serie de amenazas de diversos grupos que prometían, los más mesurados, raptarlo y cortarle las manos; los más creíbles, por apegados a las prácticas de la cia y la Alianza Anticomunista Argentina, la Triple a, según se les atribuían operaciones violentas contra sus detractores, consistían en casquillos de bala impactados en el cráneo, decapitaciones o entrega de explosivos a domicilio que detonaban ante sus ojos para desmembrar cuerpos indeseables. La parte ocul-ta era esta, el motivo del cambio de departamento del argen-tino, y que la cercanía de ambos escritores hacía obvia la notificación puntual de la nueva residencia.

Sin pensarlo, tomó el sobre que le entregaba el hombre de la recepción, lo abrió de prisa, podría tratarse de una cita con el argentino, su teléfono, cualquier cosa. Nada. La in-vitación a una exposición de artistas plásticos mexicanos en una galería parisina, auspiciada por la embajada, pero nada más.

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10 de enero de 1975

Sr. Julio Cortázar

A fin de evitarle males irreparables, con estas líneas le co-munico que, de seguir usted con sus reuniones russellianas y con la publicación de libros, mismos que dañan la ima-gen de… sufrirá usted las consecuencias.

Advertido queda, y tenga la seguridad de que no se trata de una simple amenaza, sino de un decidido propósito de aca-bar con su vida. Deje de interferir en asuntos que no le in-cumben, no se tolerará ni una sola vez más.

Atentamente,

Nos.

La nieve no dejaba de caer en París; para Ariadna ya era un fastidio; monótonos copos cayendo a ratos veloces por un viento feroz, a ratos amodorrados. Se formaban capas de hielo con los copos compactados por los zapatos de los transeúntes. Aún recordaba el primer “No” que recibió, el de Fuentes; el primer no, con el que comenzó una serie de negativas que se rehusó a contabilizar ya que, desde luego, hubiera sido una empresa sin sentido; sin embargo, tres semanas después se lamentó no seguir su primer impulso de contar las negativas para que le revelaran la localiza-ción de Cortázar, lo lamentó cuando conoció a Julio Silva, quien se lo preguntó al asegurarle que tanto él como su tocayo gustaban por saber este tipo de datos que, más que accesorios, eran innecesarios e intrascendentes.

Mientras ella caminaba compactando copos, dejando una resbalosa capa helada que crujía, se decía que no era posible tardar más de dos semanas en ubicar, luego de una cacería exhaustiva, a Cortázar. Pero llevaba dos semanas y días en París, ¿dónde diablos se metía su escritor de cabecera?, el autor de una colección de libros que no cambiaba ni por su prometido en matrimonio. El frío la hizo desistir de cami-nar, así que bajó al subterráneo y abordó el metro; antes de llegar a la estación Saint-Michel encontró un lugar donde sentarse, sacó del bolso uno de los libros que había llevado para su estancia de año y medio en Argel, uno de

«Tela de araña»

de Gerardo Cruz-Grunerth

se terminó de imprimir en marzo 2011 en los talleres de

Corporación Industrial Gráfica S.A. de C.V. Fernando

Soler No.50, Fracc. María Candelaria, Huitzilac, Morelos,

C.P. 62510 México

Se tiraron 1000 ejemplares