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Tarea de Verano – 2018 IB Spanish 5 ¡Hola! Uds. necesitan hacer unas tareas para estar bien preparados para la clase de Español 5BI. Estas tareas son para el primer día de clases, el 13 de agosto. Hagan lo siguiente: Parte 1: 1. Lean el cuento corto que corresponde a su nombre. 2. Llenen el organizador “mapa para una historia/cuento/drama” con toda la información requerida. Llenen cada caja completamente. 3. Llenen el organizador “Vocabulario Nuevo del cuento” con palabras, expresiones, y términos nuevos del cuento con su definición en inglés. 4. Estén listos para hablar sobre el cuento con la clase. Parte 2: 1. Busquen en internet un artículo en español sobre uno de los siguientes aspectos del tema troncal Relaciones Sociales: Celebraciones/acontecimientos sociales y religiosos Comportamiento y posturas sociales Relaciones (Amistad, trabajo, familia) Sistemas educativos Tabúes y lo socialmente acceptable *El artículo tiene que ser entre 400 – 700 palabras 2. Llenen el organizador con información del artículo que habrán leído. 3. Hagan una lista original de 50 palabras acerca del mismo tema de que se trata el artículo en inglés y tradúzcanlas al español. **Todo estará escrito en español. **Todo esto es para el primer día de clases, 13 de agosto 2018

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Tarea de Verano – 2018

IB Spanish 5

¡Hola! Uds. necesitan hacer unas tareas para estar bien preparados para la clase

de Español 5BI. Estas tareas son para el primer día de clases, el 13 de agosto.

Hagan lo siguiente:

Parte 1:

1. Lean el cuento corto que corresponde a su nombre.

2. Llenen el organizador “mapa para una historia/cuento/drama” con toda

la información requerida. Llenen cada caja completamente.

3. Llenen el organizador “Vocabulario Nuevo del cuento” con palabras,

expresiones, y términos nuevos del cuento con su definición en inglés.

4. Estén listos para hablar sobre el cuento con la clase.

Parte 2:

1. Busquen en internet un artículo en español sobre uno de los siguientes

aspectos del tema troncal Relaciones Sociales:

• Celebraciones/acontecimientos sociales y religiosos

• Comportamiento y posturas sociales

• Relaciones (Amistad, trabajo, familia)

• Sistemas educativos

• Tabúes y lo socialmente acceptable

*El artículo tiene que ser entre 400 – 700 palabras

2. Llenen el organizador con información del artículo que habrán leído. 3. Hagan una lista original de 50 palabras acerca del mismo tema de que se

trata el artículo en inglés y tradúzcanlas al español. **Todo estará escrito en español. **Todo esto es para el primer día de clases, 13 de agosto 2018

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Anthofer – Corbridge Aceite de Perro Coutelle – Epp Don Paciano Feltovic – Hobbs El Juego Hornak – Maleszka La Niña Que No Tuve Markov – Ruth La Noche de los Feos Schwab – Wyatt Las Moscas

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RISING SENIOR SUMMER PACKET

Anthofer - Corbridge

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Coutelle – Epp

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Feltovic – Hobbs take

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Hornak - Maleszka

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Markov - Ruth

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Schwab – Wyatt Take this packet

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El escritor Víctor M. Jiménez Andrada ha elegido para esta sección el relato corto “Aceite de perro”, de Ambrose Bierce, porque “más allá del rechazo que pueda provocar por su carácter macabro, es una narración en la que el bien y el mal se confunden en la precepción del personaje, como tantas veces ocurre en la naturaleza humana”.

ACEITE DE PERRO, un cuento de Ambrose Bierce

Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos en uno de los más humildes caminos de la vida: mi padre era fabricante de aceite de perro y mi madre poseía un pequeño estudio, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los no deseados. En la infancia me inculcaron hábitos industriosos; no solamente ayudaba a mi padre a procurar perros para sus cubas, sino que con frecuencia era empleado por mi madre para eliminar los restos de su trabajo en el estudio. Para cumplir este deber necesitaba a veces toda mi natural inteligencia, porque todos los agentes de ley de los alrededores se oponían al negocio de mi madre. No eran elegidos con el mandato de oposición, ni el asunto había sido debatido nunca políticamente: simplemente era así. La ocupación de mi padre -hacer aceite de perro- era naturalmente menos impopular, aunque los dueños de perros desaparecidos lo miraban a veces con sospechas que se reflejaban, hasta cierto punto, en mí. Mi padre tenía, como socios silenciosos, a dos de los médicos del pueblo, que rara vez escribían una receta sin agregar lo que les gustaba designar Lata de Óleo. Es realmente la medicina más valiosa que se conoce; pero la mayoría de las personas es reacia a realizar sacrificios personales para los que sufren, y era evidente que muchos de los perros más gordos del pueblo tenían prohibido jugar conmigo, hecho que afligió mi joven sensibilidad y en una ocasión estuvo a punto de hacer de mí un pirata.

A veces, al evocar aquellos días, no puedo sino lamentar que, al conducir indirectamente a mis queridos padres a su muerte, fui el autor de desgracias que afectaron profundamente mi futuro.

Una noche, al pasar por la fábrica de aceite de mi padre con el cuerpo de un niño rumbo al estudio de mi madre, vi a un policía que parecía vigilar

atentamente mis movimientos. Joven como era, yo había aprendido que los actos de un policía, cualquiera sea su carácter aparente, son provocados por los motivos más reprensibles, y lo eludí metiéndome en la aceitería por una puerta lateral casualmente entreabierta. Cerré en seguida y quedé a solas con mi muerto. Mi padre ya se había retirado. La única luz del lugar venía de la hornalla, que ardía con un rojo rico y profundo bajo uno de los calderos, arrojando rubicundos reflejos sobre las paredes. Dentro del caldero el aceite giraba todavía en indolente ebullición y empujaba ocasionalmente a la superficie un trozo de perro. Me senté a esperar que el policía se fuera, el cuerpo desnudo del niño en mis rodillas, y le acaricié tiernamente el pelo corto y sedoso. ¡Ah, qué guapo era! Ya a esa temprana edad me gustaban apasionadamente los niños, y mientras miraba al querubín, casi deseaba en mi corazón que la pequeña herida roja de su pecho -la obra de mi querida madre- no hubiese sido mortal.

Era mi costumbre arrojar los niños al río que la naturaleza había provisto sabiamente para ese fin, pero esa noche no me atreví a salir de la aceitería por temor al agente. “Después de todo”, me dije, “no puede importar mucho que lo ponga en el caldero. Mi padre nunca distinguiría sus huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que pudiera causar el reemplazo de la incomparable Lata de Óleo por otra especie de aceite no tendrán mayor incidencia en una población que crece tan rápidamente”. En resumen, di el primer paso en el crimen y atraje sobre mí indecibles penurias arrojando el niño al caldero.

Al día siguiente, un poco para mi sorpresa, mi padre, frotándose las manos con satisfacción, nos informó a mí y a mi madre que había obtenido un aceite de una calidad nunca vista por los médicos a quienes había llevado muestras. Agregó que no tenía conocimiento de cómo se había logrado ese resultado: los perros habían sido tratados en forma absolutamente usual, y eran de razas ordinarias. Consideré mi obligación explicarlo, y lo hice, aunque mi lengua se habría paralizado si hubiera previsto las consecuencias. Lamentando su antigua ignorancia sobre las ventaja de una fusión de sus industrias, mis padres tomaron de inmediato medidas para reparar el error. Mi madre trasladó su estudio a un ala del edificio de la

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fábrica y cesaron mis deberes en relación con sus negocios: ya no me necesitaban para eliminar los cuerpos de los pequeños superfluos, ni había por qué conducir perros a su destino: mi padre los desechó por completo, aunque conservaron un lugar destacado en el nombre del aceite. Tan bruscamente impulsado al ocio, se podría haber esperado naturalmente que me volviera ocioso y disoluto, pero no fue así. La sagrada influencia de mi querida madre siempre me protegió de las tentaciones que acechan a la juventud, y mi padre era diácono de la iglesia. ¡Ay, que personas tan estimables llegaran por mi culpa a tan desgraciado fin!

Al encontrar un doble provecho para su negocio, mi madre se dedicó a él con renovada asiduidad. No se limitó a suprimir a pedido niños inoportunos: salía a las calles y a los caminos a recoger niños más crecidos y hasta aquellos adultos que podía atraer a la aceitería. Mi padre, enamorado también de la calidad superior del producto, llenaba sus cubas con celo y diligencia. En pocas palabras, la conversión de sus vecinos en aceite de perro llegó a convertirse en la única pasión de sus vidas. Una ambición absorbente y arrolladora se apoderó de sus almas y reemplazó en parte la esperanza en el Cielo que también los inspiraba.

Tan emprendedores eran ahora, que se realizó una asamblea pública en la que se aprobaron resoluciones que los censuraban severamente. Su presidente manifestó que todo nuevo ataque contra la población sería enfrentado con espíritu hostil. Mis pobres padres salieron de la reunión desanimados, con el corazón destrozado y creo que no del todo cuerdos. De cualquier manera, consideré prudente no ir con ellos a la aceitería esa noche y me fui a dormir al establo.

A eso de la medianoche, algún impulso misterioso me hizo levantar y atisbar por una ventana de la habitación del horno, donde sabía que mi padre pasaba la noche. El fuego ardía tan vivamente como si se esperara una abundante cosecha para mañana. Uno de los enormes calderos burbujeaba lentamente, con un misterioso aire contenido, como tomándose su tiempo para dejar suelta toda su energía. Mi padre no estaba acostado: se había

levantado en ropas de dormir y estaba haciendo un nudo en una fuerte soga. Por las miradas que echaba a la puerta del dormitorio de mi madre, deduje con sobrado acierto sus propósitos. Inmóvil y sin habla por el terror, nada pude hacer para evitar o advertir. De pronto se abrió la puerta del cuarto de mi madre, silenciosamente, y los dos, aparentemente sorprendidos, se enfrentaron. También ella estaba en ropas de noche, y tenía en la mano derecha la herramienta de su oficio, una aguja de hoja alargada.

Tampoco ella había sido capaz de negarse el último lucro que le permitían la poca amistosa actitud de los vecinos y mi ausencia. Por un instante se miraron con furia a los ojos y luego saltaron juntos con ira indescriptible. Luchaban alrededor de la habitación, maldiciendo el hombre, la mujer chillando, ambos peleando como demonios, ella para herirlo con la aguja, él para ahorcarla con sus grandes manos desnudas. No sé cuánto tiempo tuve la desgracia de observar ese desagradable ejemplo de infelicidad doméstica, pero por fin, después de un forcejeo particularmente vigoroso, los combatientes se separaron repentinamente.

El pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban pruebas de contacto. Por un momento se contemplaron con hostilidad, luego, mi pobre padre, malherido, sintiendo la mano de la muerte, avanzó, tomó a mi querida madre en los brazos desdeñando su resistencia, la arrastró junto al caldero hirviente, reunió todas sus últimas energías ¡y saltó adentro con ella! En un instante ambos desaparecieron, sumando su aceite al de la comisión de ciudadanos que había traído el día anterior la invitación para la asamblea pública.

Convencido de que estos infortunados acontecimientos me cerraban todas las vías hacia una carrera honorable en ese pueblo, me trasladé a la famosa ciudad de Otumwee, donde se han escrito estas memorias, con el corazón lleno de remordimiento por el acto de insensatez que provocó un desastre comercial tan terrible.

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DON PACIANO

Ramón Pérez de Ayala Ésta es una de las jornadas que componen el libro deLo trágico cotidiano. En ella explícase cómo doña Telesfora, virgen vetusta y de piedad notoria, suprimió su afección vespertina, y ahuyentó durante una noche de la calle Santa Susana, las dulces sombras del sueño con fuerza de clamar por don Paciano, desaparecido. Llamábase don Paciano ese singular personaje por su similitud con un canónigo, tiple además, en ciertas particularidades.

Hay en Pilares, ciudad noble, corte de reyes en los albores de nuestra Reconquista, tres mozos, porque el más aventajado en años anda por treinta, que de público tienen reputación de ser listos, sabios como Merlín, y, al propio tiempo, los tres seres más inútiles entre todos los oradores. Son tres eminencias frustradas. Pedro, escultor; Pablo, escritor; divagador. Santiago. Han pisado mucha tierra, y no estirándose lo menguado del peculio para más correr han vuelto a Pilares; pero sus sueños van del lado de allá de las fronteras nativas. Comprenden que han vivido cuanto tenían que vivir: “¡Aquella Amy!”. “¡Aquella Elin Jansen!”. “¡Aquella Bridget!”…. Ostentan en sus personas esa nobleza opaca que nace del tedio, cuando el tedio nace del pesimismo: ojos nebulosos, voz con sordina, además perezoso. Han ahondado en el concepto de la eternidad que el cauce del tiempo es eternamente profundo, cada minuto eternamente profundo. Y ésa es la uva más dulce y generosa de la viña materna: no tiene manos que la cuiden: ojos que, con zozobra, miren si razona: sécase en el parral, y ha sido inútil su rica entraña roja. Porque Pedro, Pablo y Santiago hubieran dado lustre a su patria, si no hubieran nacido en España. Eso es lo trágico cotidiano.

La casa de Pedro está en la calle de Santa Susana, que es la más alta del pueblo. Tiene un huerto a la espalda, desde donde ve Pilares, enhonillado, acurrucándose en torno a la Catedral. Los tres amigos han adquirido el hábito de reunirse, a las horas postmeridianas, en el huerto del escultor.

Hoy ha llegado Santiago el primero. Atraviesa una carpintería, que está en el piso bajo, y sale al huerto. Pedro baja a poco. Túmbase en la tupida hierba

pulcra, a pie de un rosal trepador de rosas té. Es un día de septiembre, asoleado, limpio, insinuante; parece recordar el estío, disipado ya, y prevenir para el invierno presunto.

Y dice Santiago:

–Ves ahí la Catedral; parece un estilete con los que los bárbaros quisieron desgarrar el vientre del cielo para ver qué secretos guarda dentro de sus heréticas vísceras, como el niño hace con el muñeco.

Y Pedro:

–¡Calla! ¡Calla!

Y una pausa larga. Y Santiago:

–La horizontalidad es la postura normal del hombre. ¿No has advertido cómo la cenestesia o sentido corporal difuso, así que adoptas la horizontalidad, parece decir: “¡Bien vuelto a tu idónea y natural postura, oh cuerpo, a tu admirable y antiquísima calidad de cuadrúpedo!”. Como el anciano hijo al hijo pródigo: “Bienvenido seas a casa de tu padre!”.

Y Pedro:

–¡Calla! ¡Calla! Cada palabra es una llave de las infinitas estancias sombrías del corredor de la conciencia. Yo, por mantenerlas cerradas. Tú, haciendo cantar de continuo al odio llavero. ¡Anulémonos! ¡Anulémonos!

Y una pausa larga. Sobreviene Carlos. Se acerca sonriente, con un paquete en la axila derecha. Sus amigos le miran asombrados. “¿Por qué sonríe este?”.

Y dice Pablo, solemnemente:

–¡Vamos a matar el tiempo! He aquí la máquina de Mater el tiempo –mostrando el paquete.

Y los otros dos incorporándose:

–¡Muera el tiempo! Es una pistola. ¡Bah!

Y Pedro:

–Eso sirve para matar hombres, pero no fantasmas.

Y Santiago:

–Matando al hombre, matas el tiempo, que es una categoría de la razón pura.

Y Pablo:

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–Entonces, ¿qué? ¿El suicidio colectivo?

Y Pablo:

–¡Si fuera el suicidio cósmico! Un tiro al blanco.

Se ponen a hacer blancos. Cánsanse presto. Se tumban nuevamente. Larga pausa. Y Pedro incorporándose:

–¡Chist! Don Paciano.

Sobre el muro aparece la cabezota rubia de un gato, después el gato entero, con toda dignidad, y se sienta al sol. Su lomo es pelirrojo, como si le recubriese un ornamento aúreo.

Y Pedro:

–¿Quién tira?

–Tira Pablo que acaba de acreditar pulso entero.

Psss… silba el balín. El gato cae al huerto pirateando por el aire; mas así que toca tierra rompe a galopar y va a guarecerse en la espesura de una mata de frambuesa. Los tres amigos se acercan de puntillas.

Y Santiago:

–Otra vez. ¡A la cabeza!

Psss. Silencio. Se acercan con precaución. Bufa el gato y las tres eminencias retroceden. Otro tiro. Sale el gato frenético hacia las tapias, que en vano intenta escalar. Ahora se ha refugiado detrás de unas ortigas.

–Va herido.

–Ya lo creo. De muerte.

El balín psss… El gato, fff…

–Tres vidas le quedan aún.

Nuevo disparo. Sale huyendo el gato. Va como loco: se filtra por detrás de unos tablones. Los tres amigos escuadriñan, con cierta precaución.

–¿Lo ves? Ten cuidado, que se tiran a los ojos.

–Sí, allí está. Allí. ¡Cómo le fosforecen los ojos! De rabia.

–No, de dolor. Pide merced.

–Veamos. Desde aquí no se puede tirar. Es preciso hacerle salir.

Buscan una pértiga. El gato se resiste.

–¡Duro con él!

Al fin se pone a tiro. Otro balín, otro, otro… hasta veinte.

–¿Está muerto?

–Creo que sí.

Hurgan a don Paciano. Fff… frenéticamente.

–¡Es un mortal!

–Ahora veremos.

Varios disparos. El gato no rechista. Llaman al carpintero, quien, levantado algunos tablones, deja mayor espacio saca al animal exánime, por el rabo. Sus ojillos de color ópalo están abiertos y húmedos –del hocico rosado cuelgan filamentos de sangre. Cuentan las heridas; entre ceja y ceja, en el cuello, en una oreja, por las costillas, por todas partes.

Cae el sol. Se oye una charanga en el parque.

Y Pablo.

–Vamos al paseo.

De que salen a la calle, oyen un grito de infinita agonía:

–¡Don Paciano! ¡Don Paciano!

Llegan al paseo. Danse de bruces a primeras con un burgués.

–¿Qué hay, pollos? ¿Se ha trabajado?

Y Pedro:

–Hemos muerto un gato.

Y Santiago:

–Hemos muerto un día.

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“Ajedrez”, de Kjell Askildsen Antonio Sánchez, propietario de la librería El Buscón (Cáceres), especializada en libros nuevos y de segunda mano, ha elegido el cuento breve “Ajedrez“, de Kjell Askildsen, un maestro de la narrativa breve que cada vez va teniendo más lectores en España. “Ajedrez” está incluido en la antología de cuentos Últimas notas de Thomas F. para la humanidad(Premio de la Crítica noruega, 1983), publicado en España por Lengua de Trapo.

Un cuento sobre ajedrez de Kjell Askildsen

El mundo ya no es lo que era. Ahora, por ejemplo, se vive más tiempo. Yo tengo ochenta y muchos, y es poco. Estoy demasiado sano, aunque no tenga razones para estar tan sano. Pero la vida no quiere desprenderse de mí. El que no tiene nada por que vivir tampoco tiene nada por que morir.

Tal vez sea ese el motivo.

Un día hace mucho, antes de que mis piernas empezaran a flaquear seriamente, fui a visitar a mi hermano. No lo había visto desde hacía más de tres años, pero seguía viviendo donde fui a visitarlo la última vez. “Sigues vivo”, dijo, aunque él era mayor que yo. Me había llevado un bocadillo y él me ofreció un vaso de agua. “La vida es dura –dijo–, no hay quien la aguante”. Yo estaba comiendo y no contesté. No había ido allí a discutir. Acabé el bocadillo y me bebí el agua. Mi hermano miraba fijamente hacia algún punto situado por encima de mi cabeza. Si me hubiera levantado y él no hubiese desviado la mirada antes, se habría quedado mirándome directamente, pero sin duda la habría desviado. Mi hermano no se encontraba a gusto conmigo. O dicho de otro modo, no se encontraba a gusto consigo mismo cuando estaba conmigo. Creo que tenía mala conciencia o, al menos, no buena. Escribió una veintena de novelas muy largas, y yo solo unas cuentas, y además breves. Está considerado como un escritor bastante bueno, aunque un poco guarro. Escribe mucho sobre el amor, sobre todo el amor físico, no pregunto dónde lo habrá aprendido.

Escritor Kjell Askildsen Mi hermano seguía con la mirada clavada en algún punto situado por encima de mi cabeza, supongo que se sentía en su derecho por las veinte novelas que tenía en el fofo trasero. Me estaban entrando ganas de largarme sin decirle el motivo de mi visita, pero pensé que después de la caminata que me había dado sería de tontos, así que le pregunté si le apetecía jugar una partida de ajedrez. “Eso lleva mucho tiempo –

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dijo–, y yo ya no tengo mucho tiempo que perder. Podrías haber venido antes”. Debí levantarme y largarme en ese momento, se lo habría merecido, pero soy demasiado cortés y considerado, esa es mi gran debilidad, o una de ellas. “No lleva más de una hora”, dije. “La partida sí –contestó–, pero a eso habría que añadir la excitación posterior o el cabreo si la perdiera. Mi corazón, sabes, ya no es lo que era. Y el tuyo tampoco, supongo”. No contesté, no tenía ganas de discutir con él sobre mi corazón, así que dije: “de modo que tienes miedo a morir. Vaya, vaya”. “Tonterías. Lo que pasa es que mi obra aún no está concluida”. Así de pretencioso estuvo, me entraron ganas de vomitar. Yo había dejado el bastón en el suelo, y me agaché a recogerlo, quería que dejara de presumir. “Cuando morimos, al menos dejamos de contradecirnos”, dije, aunque no esperaba que entendiera el sentido de mis palabras. Pero él era demasiado soberbio para preguntar. “No ha sido mi intención herirte”, dijo. “¿Herirme?”, contesté levantando la voz. Era razonable que me irritara. “Me importa un bledo lo poco que he escrito y lo poco que no he escrito”. Me puse de pie y le solté un discurso: “Cada hora que pasa, el mundo se libra de miles de tontos. Piénsalo. ¿Te has parado alguna vez a pensar en la cantidad de estupidez almacenada que desaparece en el transcurso de un día? Imagínate todos los cerebros que dejan de funcionar, pues es ahí donde se almacena la estupidez. Y sin embargo, todavía queda mucha estupidez, porque algunos la han perpetuado en libros, y así se mantiene viva. Mientras la gente siga leyendo novelas, ciertas novelas de las que tanto abundan, la estupidez seguirá existiendo. Y añadí, un poco vagamente, lo confieso: “Por eso he venido a jugar una partida de ajedrez”. Permaneció callado un buen rato, hasta que hice ademán de marcharme, entonces dijo: “Demasiadas palabras para tan poca cosa. Pero les sacaré partido, las pondré en boca de algún ignorante”.

Exactamente así era mi hermano. Por cierto, murió ese mismo día, y no es improbable que me llevara sus últimas palabras, pues me marché sin contestarle, y eso no debió de gustarle nada. Quería tener la última palabra y la tuvo, aunque supongo que habría querido decir algo más. Cuando recuerdo lo que se irritó, me viene a la memoria que los chinos tienen un símbolo en su grafía que representa la muerte por agotamiento en el acto sexual.

Al fin y al cabo éramos hermanos.

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Rocío Romero, autora de microrrelatos como

“Indemnes” y “Hombres”, nos recomienda “El juego”,

de Patricia Esteban Erlés (Zaragoza, 1972), relato

incluido en Azul ruso (Páginas de Espuma, 2010), libro

finalista en el Premio Setenil (2010).

EL JUEGO

Patricia Esteban Erlés

Sigo castigada. Al asomarme a la puerta entornada de

mi cuarto escucho el rumor de sus voces a través del

hueco de la escalera. Mi madre solloza bajito, mi padre

sube el tono cuando habla de ese sanatorio suizo en el

que el doctor Ocampo le ha recomendado internarme.

Escucho el sonido de sus pasos, ploploplop, y su voz

acercándose y alejándose luego, porque no deja de

moverse de un lado para otro como el tigre amarillo del

zoológico. Seguramente camina con las manos a la

espalda como cuando está muy enfadado, mientras

mamá llora sentada en su sillón, con las piernas muy

juntas y un pañuelo blanco hecho una bola entre las

manos. Hay que tomar una decisión, Mercedes, le dice

mi padre, y después se hace el silencio.

Van a llevarme allí, no sé si Laurita vendrá conmigo,

pero a mí seguro que me llevan. Tú tienes la culpa, le

digo muy enfadada, girándome desde la puerta. Mi

hermana gemela Laurita sonríe, sentada sobre la cama

y encoge los hombros. Está acostumbrada a librarse de

todos los castigos; pese a que yo sólo hago lo que ella

me ordena, siempre se libra.

Me cortarán el pelo al cero en ese asqueroso colegio

para niñas malas, me pondrán un vestido de arpillera,

me encerrarán en un cuarto lleno de ratones y

cucarachas y sólo beberé el agua de lluvia que pueda

recoger en la palma de la mano, a través de los barrotes

de un ventanuco. Les he dicho la verdad y no me han

creído. Tengo miedo. Ahora lloro bajito, hihihi, como

nuestro cocker Jasper, tumbado a la sombra de su sauce

favorito cuando me acerqué a él con el trofeo de papá

en la mano. El año pasado mi padre se quedó tercero en

el torneo del club y le dieron aquel ridículo señor de

bronce, con gorra y un palo de golf levantado, que

pesaba una burrada. De verdad que yo no tenía nada en

contra del pobre Jasper, fue mi hermana Laurita, como

siempre, la que me ordenó que tomara el trofeo de la

vitrina y lo atara a un extremo de nuestra cuerda de

saltar, quien me susurró que Jasper sufría mucho por

culpa del reuma y era mejor para todos que anudara

muy fuerte el otro extremo del saltador a su cuello. Me

negué al principio, como de costumbre, pero Laurita me

dijo que entonces jugaríamos a lo de la muerte, y eso sí

que no.

Jasper estaba ciego y apenas podía mover las patitas de

atrás porque ya tenía doce años. Lloriqueó bajito

cuando me arrodillé junto a él para acariciarle sus

orejas, largas y rizadas como la peluca de un rey francés,

y no dejó de hacerlo mientras lo llevaba en brazos hasta

el borde de la piscina. Después lo vi patalear

brevemente en la superficie, tratando de mantenerse a

flote, pero enseguida le fallaron las fuerzas y se fue al

fondo. Al mirarlo allí abajo, tan quieto, pensé que ya no

daba tanta pena, porque en realidad no parecía un

perrito, sino más bien la sombra de una araña negra y

muy gorda. Al cabo de una hora Laurita y yo estábamos

tumbadas tan tranquilas sobre mi cama, leyendo a

medias un libro de Los Cinco que nos gusta mucho,

cuando escuchamos el alarido de mi madre en el jardín.

La verdad es que últimamente Laurita está muy pesada,

pero mi padre no cree una palabra de lo que digo, y

mamá se echa a llorar cuando acuso a Laurita de

obligarme a hacer cosas. Claro, ellos no tienen que

aguantar el juego de la muertita, si no también harían

todo lo que ella les pidiera. Detesto ese juego, mamita

querida, le confesé a mi madre la penúltima vez, Laurita

es mala y dice que se morirá delante de mí si no le

obedezco. Pero mamá me miró como si no entendiera,

con sus ojos abiertos como platos y algunos fragmentos

de su muñeco Otellito entre las manos, sin dejar de

susurrar una y otra vez, ¿Por qué lo has hecho, Victoria,

por qué? Ella no se imagina la pena que me dio

estampar contra el suelo el muñeco negro de porcelana

que había pertenecido a mi abuela de Cuba. Hasta tuve

que cerrar los ojos para hacerlo. Sabía que aquel bebé

de color chocolate, que tenía las manitas gordezuelas

levantadas como si estuviera muy contento y fuera a

empezar a aplaudir de un momento a otro, era el último

recuerdo que le quedaba a mi mamá de la suya. Era

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lindo de verdad, Otellito, tan lindo, sonreía con la boca

abierta y tenía los dientes muy blancos, y hasta un poco

de pelusilla negra muy rizada en lo alto de su cabecita.

Mi abuela Silvia le había tejido el jersey y el pantalón de

punto azul celeste que llevaba, también los diminutos

patucos con botones de nácar, y mamá lavaba a mano

aquellas prendas cada semana para evitar que cogieran

polvo en lo alto del armario. Luego, mientras la ropa se

secaba a la sombra, envuelta en una toalla blanca como

si fuera un tesoro, frotaba con un paño húmedo los

brazos y las piernas de Otellito, su cara de negrito feliz,

y tarareaba una canción de cuna que la abuela Silvia le

había enseñado cuando vivían en La Habana. Yo sabía

cómo iba a dolerle encontrar a Otellito hecho trizas, que

también a ella se le iba a partir el corazón en un montón

de pedazos pequeños que nadie iba a poder

recomponer, pero Laurita se cruzó de brazos y agitó la

cabeza de un lado para otro mientras yo le suplicaba y

le ofrecía mis canicas de vidrio azul, la bañera con patas

de latón de mi casa de muñecas, hasta el guardapelo de

oro que me regaló nuestra madrina. Qué tonta eres, me

dijo, ¿para qué quiero un guardapelo que tiene dentro

un mechón mío, si puede saberse? Rompe el muñeco o

jugamos, dijo, y lo siguiente que recuerdo es que me

subí a una silla para alcanzar al inocente de Otellito, que

estaba allí, como siempre, sentado en su esquina del

armario de nogal de mis padres, tan feliz. Ni siquiera el

terrible golpe contra los azulejos consiguió quitarle la

sonrisa de los labios, tan sólo se la partió por la mitad.

Me alejo deprisa de la puerta porque escucho los pasos

cansinos de mi madre al pie de la escalera. Corro hacia

la cama y empujo bruscamente a Laurita, para que me

haga un sitio. Disimula, viene mamá, le digo entre

dientes, así es que nos sentamos a lo indio y nos

ponemos a jugar a piedra, papel o tijera. Mamá se

detiene junto a la puerta y da dos golpecitos muy

suaves. Pregunta en un susurro, ¿Estás ahí, Victoria?,

con una voz tan triste que me tiembla la garganta al

contestarle que sí, que estamos las dos, aquí, jugando

tranquilamente. Mamá ahoga un sollozo al otro lado, lo

sé, y espera un poco con la mano puesta en el tirador

antes de entrar. Laurita y yo no decimos nada cuando la

vemos aparecer, tan sólo sonreímos de oreja a oreja

para que se calme y vea que todo está bien ahora. Pero

mamá no sonríe. Parece un fantasma triste, le están

saliendo canas plateadas por toda la cabeza y ese

horrible vestido negro dos tallas más grande le queda

fatal. Se sienta en la cama de Laurita y arregla el cojín

en forma de corazón. Después me mira.

-Victoria. ¿Por qué?

Ya estamos. Sólo me habla a mí, como siempre, y la

sonrisa se borra de mi rostro. Me enfado, me enfado

mucho. Quiero que me crea y empiezo a contarle otra

vez, desde el principio lo de la muertita, para que vea

que no miento. Me estoy poniendo roja de rabia. Cierro

los ojos. Le digo que Laurita se empeñó en jugar a eso

por primera vez un domingo por la mañana, a la vuelta

de misa, y que luego insistía siempre en volver a

hacerlo. Le cuento cómo subíamos corriendo escaleras

arriba, mientras papá se quedaba leyendo el diario en la

sala de estar y ella marchaba a la cocina a supervisar la

tarea de Matilde, nuestra cocinera. Yo caminaba unos

pasos por detrás de Laura y la veía trotar hasta el

dormitorio de ellos, que era su lugar favorito para

morirse. Entonces se tumbaba en la cama de

matrimonio y levantaba el brazo para indicarme con un

gesto imperioso que entornase la puerta de la alcoba.

Así lo hacía yo, que nunca supe llevarle la contraria, a

pesar de que aquel juego me aterraba.

Mi madre me pide por favor que me calle, pero no le

hago caso. En lugar de eso le digo que no soportaba

mirar a Laurita cuando se quedaba tan quieta, pero no

podía hacer otra cosa. Me quedaba junto a la cama,

viendo flotar sus rizos negros contra el almohadón de

raso, como la cabellera fosilizada de aquella actriz

famosa que se tiró al río y salió en todos los periódicos.

Cuando mi hermana cerraba sus ojos era como si se

apagaran de pronto todas las estrellitas blancas que le

brillaban dentro. Laurita parecía más que nunca una

muñeca, y me daba miedo mirar sus fosas nasales de

adorno, sus largas pestañas disecadas en torno a los

párpados, las manitas cruzadas sobre el pecho igual que

las de la abuela Silvia cuando aquel hombre flaco de la

funeraria nos dijo que podíamos pasar a verla,

porque ya estaba arreglada. El vestido de seda azul que

mamá nos ponía a las dos los domingos dejaba de ser

idéntico al mío y se convertía en la tulipa inmóvil de una

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lamparita. Las piernas de Laura parecían dos palillos

enfundadas en sus medias blancas, y terminaban en un

par de merceditas de charol negro, muy relucientes y

con sus suelas nuevas.

Yo estaba viva y mi hermana Laurita se había muerto.

Parada junto a la cama la realidad y el juego se

mezclaban hasta convertirse en una sola cosa, yo estaba

viva y mi hermana gemela se había muerto. Me sentía

culpable de seguir de pie y de temblar como una hoja,

con los ojos llenos de lágrimas que apenas podía

contener, mientras mi hermana se quedaba quieta para

siempre y con los zapatos puestos. Eso era lo peor, sus

zapatos nuevos que nunca llegarían a gastarse.

Entonces corría hacia el armario, abría la puerta y me

escondía dentro. Me quedaba allí encogida mucho rato,

hasta que Laurita empezaba a reírse y a saltar sobre el

colchón, gritándome que era una sonsa y una cobardica,

y yo me picaba y salía hecha una furia cuando no podía

más, con las mejillas rojísimas por la falta de aire.

Ya no estoy enfadada, ahora me río acordándome de mi

cara roja como un tomate, de las ruidosas carcajadas de

Laurita señalándome, muerta de la risa y dando patadas

en la cama de mis padres. Cuando termino de contarle

todo esto a mi madre me doy cuenta de que ni siquiera

espero ya que me crea. Mamá saca del puño de jersey

su pañuelo arrugado y se seca el rastro que las lágrimas

han dejado en sus mejillas. Laurita me mira con ojos

llenos de rencor. Yo miro a mamá, expectante y

entonces ella dice, y sé que me lo dice a mí:

-Cariño, tu hermana está muerta. ¿Entiendes eso?

Pero no le contesto ni que sí ni que no. Miro a Laurita,

que ahora saca la lengua y se lleva el dedo a la altura de

la sien, dándole vueltas. Me entra la risa. Sí, claro,

muerta, qué sabrá ella.

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Pilar Fernández Bravo, gran lectora, autora de cuentos y co-coordinadora del blog de literatura Cinco a las cinco, nos recomienda “El otro hombre”, de Miguel Delibes. Pilar lo recomienda por su calidad y porque es una de esas narraciones de Delibes que, quizá por el mucho tiempo pasado desde su publicación (1954), ha caído en el olvido, de donde merece ser rescatado.

EL OTRO HOMBRE, un cuento de Miguel Delibes

Si nevaba en la ciudad, se originaba, en cada esquina, un próximo riesgo de romperse la crisma. La nieve caída y pisoteada se endurecía con la helada nocturna y las calles se transformaban en unas pistas relucientes y vítreas, más apropiadas para patinar que para transitar por ellas. Para los chicos, el acontecimiento era tan tentador que bastaba, incluso, para justificar sus ausencias de la escuela.

Y en estas cosas menores, en que caiga la nieve y la helada la endurezca, en un resbalón y una caída aparatosa, están escondidos muchas veces el destino de los hombres y los grandes cambios de los hombres; a veces su felicidad, a veces su infortunio. Tal le aconteció a Juan Gómez, de veintisiete años, recién casado, usuario de una vivienda protegida de fuera del puente. Hasta aquel día ella no se había dado cuenta de nada. De que le amaba, no le cabía la menor duda. Y, sin embargo, si era así, nada justificaba aquel extraño retorcimiento, algo blando como un asco, que aquella mañana constataba en el fondo de sus entrañas. Que a Juan le faltasen las gafas no justificaba en apariencia nada trascendental, ni había tampoco nada de trascendental en la forma de producirse la rotura, al caer en la nieve la tarde anterior de regreso de la oficina. Y no obstante, al verle desayunar ahora ante ella, indefenso, con el largo pescuezo emergiendo de un cuello desproporcionado y con el borde sucio,

mirándola fijamente con aquellas pupilas mates y como cocidas, sintió una sacudida horrible.

—¿Te ocurre algo? ¿Tienes frío? —dijo él.

La interrogaba solícito, suavemente afectuoso, como tantas otras veces, mas hoy a ella le lastimaba el tonillo melifluo que empleaba, su conato de blanda protección.

—¡Qué tontería! ¿Por qué habría de ocurrirme nada? —dijo ella, y pensó para sí: “¿Será un hijo? ¿Será un hijo este asco insufrible que noto hoy dentro de mí?”.

Se removía inquieta en la silla como si algo urgente la apremiase y unas manos invisibles la aplastasen implacables contra el asiento. Detrás de los cristales volvía a nevar. Y a ella debería servirle ver caer la nieve tras la ventana, como tantas veces, para apreciar la confortabilidad del hogar, su vida íntima bien asentada, caliente y apetecible. Pero no. Hoy estaba él allí. Juan migaba el pan en el café y mascaba las sopas resultantes con ruidosa voracidad. De repente alzó la cabeza. Dijo:

—Dejaré las gafas en el óptico antes de ir a la oficina. No en Pérez Fernández. Ya estoy escarmentado. Ese lo hace todo caro y mal. Se las dejaré a este de la esquina. Me ha dicho Marcelino que trabaja bien y rápido. Me corren prisa.

Ella no respondió. No tenía nada que decir; por primera vez en diez años le faltaban palabras para dirigirse a Juan Gómez. Sí, no tenía ninguna palabra a punto disponible. Estaba vacía como un tambor. Acumuló sus últimas fuerzas para mirar los ojos romos de él, desguarnecidos, y, por primera vez en la vida, los vio tal cual eran, directamente, sin ser velados por el brillante artificio del cristal. Experimentó un escalofrío. Aquellos ojos evidentemente no eran los de Juan. A ella siempre le gustaron los hombres con lentes; las gafas prestaban al hombre un aire adorable de intelectualidad, de ser superior, cerebral y diligente. Y los de Juan, amparados por los cristales, eran, además, unos ojos

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fulgurantes, descarados, audaces. Por eso se enamoró de él, por aquellos ojos tan despiadados que para contenerles era necesario preservarles con una valla de cristal. “Estoy pensando tonterías”, se dijo. “Lo más seguro es que esto sea un niño. Todas dicen que cuando va una a tener un niño se notan cosas raras y ascos y aversiones sin fundamento.” La voz de él frente a ella la asustó.

—¿Qué piensas, querida, si puede saberse?

El tono de voz de Juan era ahora irritado, suspicaz.

Ella sacudió la cabeza con violencia, y sintió una extraña rigidez en los miembros, algo así como una contenida rebelión. Dijo:

—No sé, no sé lo que pienso. Tengo muchas cosas en la cabeza.

No podía decirle que pensaba en sus ojos, que pensaba algo así como que él no era él: que su personalidad era tan menguada e inestable que desaparecía con las gafas rotas para transmudarle en un pelele. De repente ella se avergonzó de estar conviviendo tranquilamente con aquel hombre. ¿Qué diría Juan, su Juan, cuando regresase del óptico con las gafas arregladas y su mirada fulgurante, descarada y audaz? Volvía él a escrutarla maritalmente, con sus ojos insípidos, mientras sus dientes trituraban ferozmente el panecillo empapado en café con leche. Ella sintió que las pupilas de un extraño buceaban descaradamente bajo sus ropas, tratando de adivinar su escueta desnudez. “Este hombre no tiene ningún derecho a interpretarme así”, pensó. “Esto es un atrevimiento desvergonzado. Lo denunciaré, lo denunciaré por allanamiento de persona”, se dijo en un vuelo fantástico de la imaginación. Pensó en todo el horror y vergüenza de un adulterio y se puso de pie con violencia. Sin decir palabra dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta, pero él se incorporó de un salto y la tomó por la cintura:

—Ven, criatura, dame un beso; me marcho ya.

Ella veía los dos ojos inexpresivos a un palmo de los suyos, dos ojos fofos, como empañados de un vaho indefinible. Y un surco pronunciado, seco como un hachazo, en la parte más alta de la nariz. Cerró los ojos al notar el cuerpo de él junto al suyo, tratando de serenarse. Luego los volvió a abrir. No, decididamente, aquél no era Juan, su Juan, Juan Gómez, de veintisiete años, con sus gafas siempre limpias, impolutas, y un destello vivaz en las pupilas. Era otro hombre; un hombre extraño, que se aprovechaba de la nieve endurecida sobre el pavimento, y de la caída, y de la rotura del cristal. Sintió un vértigo y gritó fuerte. Pero su resistencia avivaba en Juan Gómez una glotona sensualidad. Y Juan Gómez, al besar los labios de su mujer, se dio cuenta de que ella pendía inerte de sus brazos, de que se había desvanecido. Pero no se le ocurrió pensar en estas cosas menores: en que caiga la nieve y la helada la endurezca, en un resbalón y una caída aparatosa, se esconden muchas veces el destino y los grandes cambios de los hombres.

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LA NIÑA QUE NO TUVE,

un gran relato corto de Rodrigo Rey Rosa

A los ocho años, había sido condenada a muerte. Una extraña enfermedad, cuyo nombre no quiero repetir, la disolvería en menos de ciento veinte días, según varios doctores. El médico que me dio las malas nuevas lo hizo cuan humanamente pudo, pero eso no bastó. Tuvo que ser cruel, con la crueldad particular que se desarrolla en esa profesión. Le pedí que describiera las etapas de la enfermedad, y él precisó punto por punto –«con un margen de dos o tres semanas»– la descomposición de mi niña. Como, terminada la descripción, él añadió: «Me temo que no hay nada más que nosotros podamos hacer», le dije que si lo que aseguraba no era cierto, yo lo maldecía.

Llegué a casa con pensamientos fúnebres mezclados con accesos de esperanza: pero la niña estaba tendida en su camita, pálida y temblorosa, pues era la hora de los ataques.

La niñera salió del cuarto en silencio, y yo me arrodillé al lado de la niña.

–¿Cómo te sientes? –le pregunté, y le besé la frente.

–Mal –dijo, y agregó–: voy a morirme, ¿verdad? Por un descuido mío, una semana antes ella había leído una carta del doctor acerca de la posibilidad de su muerte.

–No creo –le dije–. De niño yo también estuve muy enfermo varias veces y sobreviví.

–Yo también quiero sobrevivir –dijo con una seriedad conmovedora–. Pero papi, si voy a morirme, si los doctores piensan que me voy a morir, dímelo, no me engañes.

Me miraba fija, intensamente, y no pude mentir.

–Según el doctor que ha estado viéndote, podrías morirte dentro de cuatro meses. Pero yo no le creo.

–¿Cuatro meses? –se puso a contar, primero mentalmente y luego, para asegurarse, con los dedos–. Eso sería en febrero.

Asentí con la cabeza. Tomé su mano, sudorosa, y la apreté. Y ella se quedó dormida, o, con su delicadeza de pequeña, fingió que se dormía.

Al día siguiente me levanté temprano, le hice el desayuno y le preparé el baño. Por la mañana, parecía una niña sana, y por un momento olvidé que había sido condenada. Salí de compras. Era una esplendorosa mañana de noviembre, de modo que, al volver a casa, le propuse que saliéramos a pasear después de comer.

–¿Adónde quieres ir? –me preguntó.

–A donde tú quieras. Dijo inmediatamente:

–A un lugar al que nunca hayamos ido.

Eran tantos los lugares a los que no habíamos ido, pensé. Había sido un error que yo la concibiera, yo, que siempre tuve miedo a la descendencia. Pero no me opuse a los deseos de su madre con suficiente determinación, y la niña nació. Su madre me abandonó hace tres años, y aquí estamos.

Cuando salíamos, al cruzar la doble puerta del vestíbulo, un hombre alto y pálido que aguardaba la ocasión, se introdujo furtivamente en el corredor.

–Un drogadicto –dijo ella, y el hombre pudo oírla.

–Tal vez –dije.

En la calle, me recriminó:

–Claro que era un drogadicto. Por qué dices tal vez.

–Tal vez te oyó.

–Y qué, es la verdad.

–A la gente no le gusta oír lo que uno piensa de ella, –Me miró, entre decepcionada y comprensiva, y dijo–:

–Supongo que no.

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En la esquina del Bowery y la octava, me tiró de la mano.

–¿Por qué no vamos a Times Square?

Tomamos el subterráneo en Astor Place, con su telón de fondo kitsch. Abajo, en el andén, una bandada de poetas daba un tono intelectual y hasta elegante a ese agujero del grand gruyere. La cosa sería evacuar la ciudad, demolerla por completo de una sola vez, darle la espalda al sitio y reintegrarse a la realidad. Subimos al tren, ingresamos en el túnel. El carro dio un bandazo, y los pasajeros que estaban de pie fueron lanzados unos contra otros, pero los cuerpos con caras grises se mantuvieron de pie, con un movimiento pendular, como si colgaran de sus ganchos en un matadero prolongado. Cadáveres de todas las edades.

El cemento era tan duro en la calle 42 y el aire helado hería de la misma manera que diez años atrás, cuando caminé por primera vez en esta ciudad, pero el lugar había cambiado.

En la antesala de la muerte, hubiera sido de esperar que cada quien buscara el placer del prójimo como el suyo propio, pero suele ocurrir lo contrario. Así, en lugar de un jardín de las delicias de fin de siglo, la ciudad era una morgue suprema.

Dimos una vuelta por Times Square. Y así, entre aquel torbellino de gente muerta y un ejército de criaturas de Walt Disney, perdimos una de las ciento veinte tardes que le quedaban a mi niña.

Volvimos a casa decaídos al atardecer. Llegué al séptimo piso como siempre, sin aliento. Las luces de un pequeño rascacielos entraban, en lugar de la luz de las primeras estrellas, por un ventanastro en el otro extremo de nuestro apartamento. Me acerqué a la ventana. Era como arena erizada al lomo de un imán, aquel paisaje.

Preparamos juntos la comida y cuando nos sentamos a comer ella me dijo:

–Perdimos el tiempo esta tarde. Debí quedarme leyendo o estudiando. No tengo tiempo que perder.

–Pero linda, hacía un día hermoso.

–Sí, lo sé. Sé que tratas de hacerme feliz porque tengo poco tiempo. Pero no trates demasiado, ¿está bien?

Me quedé callado un momento, mientras ella miraba por la ventana el pequeño rascacielos.

–Claro, preciosa –dije después–. Perdona, pero nadie es perfecto –me encogí de hombros, y creo que, si hubiera tenido rabo, lo habría escondido entre las piernas.

Ella cerró los ojos, y luego me miró de una manera extraña. Me atemorizó.

–Papi –me dijo–, antes de morirme, quiero saber lo que es el sexo.

Levanté las cejas y tragué saliva y se me cortó la respiración. Habría oído algo en la escuela, pensé, era lo natural. Me pregunté fugazmente si no habría fantasmas pornográficos flotando todavía por la calle 42. Recordé al ratón Mickey, a Pluto, a Clarabella.

–Sí, mi niña –dije con una sonrisa confundida–, un día de éstos te lo explicaré.

–¿Me lo prometes?

Asentí con la cabeza.

–No –insistió–, quiero que lo digas. Dije que se lo explicaría. Miré el reloj que estaba sobre el televisor.

–¿Cuándo? –preguntó.

–Ya son la siete, cómo corre el tiempo –le dije–. Desde luego, hoy no.

Hizo una mueca.

–Sí –dijo–, ya lo sé, comienzo a sentir los temblores. La acompañé a su cuarto, le puse el pijama y la acosté. Le di a tomar sus medicinas: tantas gotas de esto, tantas de aquello, tantas de lo otro.

–La luz –dijo.

Apagué la luz, y nos quedamos juntos en la penumbra esperando los ataques.

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José Sánchez Rincón, a quien ya conocemos por microrrelatos como “El sacrificio de Abraham” y “La centinela” y “La botella“, nos recomienda el cuento “La noche de los feos”, de Mario Bendetti, autor de cuentos imprescindibles como “Los pocillos“.

LA NOCHE DE LOS FEOS

Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.

Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.

Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas. Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.

Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.

Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.

La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.

La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.

Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.

“¿Qué está pensando?”, pregunté.

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Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.

“Un lugar común”, dijo. “Tal para cual”.

Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.

“Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?”

“Sí”, dijo, todavía mirándome.

“Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida.”

“Sí.”

Por primera vez no pudo sostener mi mirada.

“Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo.”

“¿Algo cómo qué?”

“Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad.”

Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.

“Prométame no tomarme como un chiflado.”

“Prometo.”

“La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?”

“No.”

“¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?”

Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.

“Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca.”

Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.

“Vamos”, dijo.

2

No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.

Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.

En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.

Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.

Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.

Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.

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El uruguayo Horacio Quiroga (1878-1937) es uno de los padres del cuento latinoamericano, que él enfocó desde un prisma modernista. Sus cuentos, como su vida, estuvieron marcados por la tragedia. Quiroga, enfermo de cáncer de próstata, se suicidó con cianuro en 1937.

LAS MOSCAS, un cuento de Horacio Quiroga

Al rozar el monte, los hombres tumbaron el año anterior

este árbol, cuyo tronco yace en toda su extensión

aplastado contra el suelo. Mientras sus compañeros han

perdido gran parte de la corteza en el incendio del

rozado, aquél conserva la suya casi intacta. Apenas si a

todo lo largo una franja carbonizada habla muy claro de

la acción del fuego.

Esto era el invierno pasado. Han transcurrido cuatro

meses. En medio del rozado perdido por la sequía, el

árbol tronchado yace siempre en un páramo de cenizas.

Sentado contra el tronco, el dorso apoyado en él, me

hallo también inmóvil. En algún punto de la espalda

tengo la columna vertebral rota. He caído allí mismo,

después de tropezar sin suerte contra un raigón. Tal

como he caído, permanezco sentado -quebrado, mejor

dicho- contra el árbol.

Desde hace un instante siento un zumbido fijo -el

zumbido de la lesión medular- que lo inunda todo, y en

el que mi aliento parece defluirse. No puedo ya mover

las manos, y apenas si uno que otro dedo alcanza a

remover la ceniza.

Clarísima y capital, adquiero desde este instante mismo

la certidumbre de que a ras del suelo mi vida está

aguardando la instantaneidad de unos segundos para

extinguirse de una vez.

Esta es la verdad. Como ella, jamás se ha presentado a

mi mente una más rotunda. Todas las otras flotan,

danzan en una como reverberación lejanísima de otro

yo, en un pasado que tampoco me pertenece. La única

percepción de mi existir, pero flagrante como un gran

golpe asestado en silencio, es que de aquí a un instante

voy a morir.

¿Pero cuándo? ¿Qué segundos y qué instantes son éstos

en que esta exasperada conciencia de vivir todavía

dejará paso a un sosegado cadáver?

Nadie se acerca en este rozado: ningún pique de monte

lleva hasta él desde propiedad alguna. Para el hombre

allí sentado, como para el tronco que lo sostiene, las

lluvias se sucederán mojando corteza y ropa, y los soles

secarán líquenes y cabellos, hasta que el monte rebrote

y unifique árboles y potasa, huesos y cuero de calzado.

¡Y nada, nada en la serenidad del ambiente que

denuncie y grite tal acontecimiento! Antes bien, a través

de los troncos y negros gajos del rozado, desde aquí o

allá, sea cual fuere el punto de observación, cualquiera

puede contemplar con perfecta nitidez al hombre cuya

vida está a punto de detenerse sobre la ceniza, atraída

como un péndulo por ingente gravedad: tan pequeño es

el lugar que ocupa en el rozado y tan clara su situación:

se muere.

Esta es la verdad. Mas para la oscura animalidad

resistente, para el latir y el alentar amenazados de

muerte, ¿qué vale ella ante la bárbara inquietud del

instante preciso en que este resistir de la vida y esta

tremenda tortura psicológica estallarán como un

cohete, dejando por todo residuo un ex hombre con el

rostro fijo para siempre adelante?

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El zumbido aumenta cada vez más. Ciérnese ahora

sobre mis ojos un velo de densa tiniebla en que se

destacan rombos verdes. Y en seguida veo la puerta

amurallada de un zoco marroquí, por una de cuyas hojas

sale a escape una tropilla de potros blancos, mientras

por la otra entra corriendo una teoría de hombres

decapitados.

Quiero cerrar los ojos, y no lo consigo ya. Veo ahora un

cuartito de hospital, donde cuatro médicos amigos se

empeñan en convencerme de que no voy a morir. Yo los

observo en silencio, y ellos se echan a reír, pues siguen

mi pensamiento.

-Entonces -dice uno de aquéllos -no le queda más

prueba de convicción que la jaulita de moscas. Yo tengo

una.

-¿Moscas?…

-Sí -responde-, moscas verdes de rastreo. Usted no

ignora que las moscas verdes olfatean la

descomposición de la carne mucho antes de producirse

la defunción del sujeto. Vivo aún el paciente, ellas

acuden, seguras de su presa. Vuelan sobre ella sin prisa

mas sin perderla de vista, pues ya han olido su muerte.

Es el medio más eficaz de pronóstico que se conozca.

Por eso yo tengo algunas de olfato afinadísimo por la

selección, que alquilo a precio módico. Donde ellas

entran, presa segura. Puedo colocarlas en el corredor

cuando usted quede solo, y abrir la puerta de la jaulita

que, dicho sea de paso, es un pequeño ataúd. A usted

no le queda más tarea que atisbar el ojo de la cerradura.

Si una mosca entra y la oye usted zumbar, esté seguro

de que las otras hallarán también el camino hasta usted.

Las alquilo a precio módico.

¿Hospital…? Súbitamente el cuartito blanqueado, el

botiquín, los médicos y su risa se desvanecen en un

zumbido…

Y bruscamente, también, se hace en mí la revelación.

¡Las moscas!

Son ellas las que zumban. Desde que he caído han

acudido sin demora. Amodorradas en el monte por el

ámbito de fuego, las moscas han tenido, no sé cómo,

conocimiento de una presa segura en la vecindad. Han

olido ya la próxima descomposición del hombre

sentado, por caracteres inapreciables para nosotros, tal

vez en la exhalación a través de la carne de la médula

espinal cortada. Han acudido sin demora y revolotean

sin prisa, midiendo con los ojos las proporciones del

nido que la suerte acaba de deparar a sus huevos.

El médico tenía razón. No puede ser su oficio más

lucrativo.

Mas he aquí que esta ansia desesperada de resistir se

aplaca y cede el paso a una beata imponderabilidad. No

me siento ya un punto fijo en la tierra, arraigado a ella

por gravísima tortura. Siento que fluye de mí como la

vida misma, la ligereza del vaho ambiente, la luz del sol,

la fecundidad de la hora. Libre del espacio y el tiempo,

puedo ir aquí, allá, a este árbol, a aquella liana. Puedo

ver, lejanísimo ya, como un recuerdo de remoto existir,

puedo todavía ver, al pie de un tronco, un muñeco de

ojos sin parpadeo, un espantapájaros de mirar vidrioso

y piernas rígidas. Del seno de esta expansión, que el sol

dilata desmenuzando mi conciencia en un billón de

partículas, puedo alzarme y volar, volar…

Y vuelo, y me poso con mis compañeras sobre el tronco

caído, a los rayos del sol que prestan su fuego a nuestra

obra de renovación vital.

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Vocabulario sobre el tema Relaciones Sociales 2018 verano

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