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1 TALLER DE PRODUCCIÓN DE CONTENIDOS Y NARRATIVAS GRÁFICAS – cátedra I EJEMPLOS DE PERFILES Y SEMBLANZAS (2) Alberto Laiseca El maestro que espera junto a la puerta del viento Los sorias, una novela de mil cuatrocientas páginas, es algo más que una excentricidad en la literatura latinoamericana contemporánea. Piglia, Fogwill y Aira no dudaron en calificarla de “extraordinaria”. Ese mismo aire extravagante tienen las apariciones públicas y los talleres de su autor. Se trata de Alberto Laiseca, un escritor rabiosamente singular para quien la heterodoxia ha sido una forma de vida y una apuesta literaria. Por Cristian Vázquez (publicado en la revista Letras Libres, Nº 204, México, diciembre de 2015, pp. 62-67). Podemos imaginarlo: en algún punto perdido de la Pampa húmeda, el hombre —un gigante de casi dos metros de altura y unos mostachos descomunales— saca los ojos de las páginas de la Odisea y los lleva al cielo estrellado, y siente, una vez más, que el pedazo de carne que se asa a un metro de él es, además de su cena, una ofrenda para los dioses. El trabajo en la cosecha es durísimo, pero el hombre está feliz de haber dejado la universidad y haber ido al campo en busca de su destino. Destino de escritor: el que el argentino Alberto Laiseca había elegido para sí, el que creyó que tenía que comenzar de aquella manera. Con los años forjaría una consigna de hierro para todo aquel que quiera dedicarse a escribir: leer más, escribir más y sobre todo vivir más. Vivió todo lo que pudo. Fue empleado de limpieza, operario telefónico, corrector en un periódico, narrador de historias en la televisión, maestro en talleres literarios, actor de cine. Y escritor, claro. Su obra es vasta y, como él, singular e inclasificable. Cuando uno lo ve, tiene la impresión de que se halla ante una impostura, que esa mezcla rara de genio alucinado y ogro bueno tiene que ser una máscara, un personaje. Pero no. Se puede aplicar a su persona la definición que él da para su estilo, tan propio que se encargó hasta de ponerle nombre: realismo delirante. “La realidad es delirante. La realidad está muy bien y el delirio está muy bien, pero por separado no sirven. Si los juntamos, tenemos la verdadera realidad y el verdadero delirio”, me dice desde el reposo que hoy, a sus 74 años, le exige su salud. Le pregunto si, pese a todo lo vivido, le queda la sensación de que, según su propia consigna, hubiera debido vivir más. “Tendría que haber vivido mucho más”, dice. “Mucho me queda de reproche. Igual algunas cosas hice, por suerte”. Inmediatamente después, de repente, se pone a tararear una melodía. A que no sé cuál es, me desafía. En efecto, no la sé. “El himno de la Unión Soviética”, dice y estalla en una carcajada. La realidad es delirante. Entre las “algunas cosas” que Laiseca sí hizo está Los sorias, una novela mítica de casi 1.400 páginas. La pergeñó desde niño, desechó tres versiones previas, tardó diez años en escribir la definitiva y dieciséis en conseguir que se la publicasen. Y si lo logró fue, en buena medida, gracias a que algunos de los escritores más prestigiosos de su generación —Ricardo Piglia, César Aira, Fogwill— habían leído sus manuscritos y coincidían en calificarla de

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TALLER DE PRODUCCIÓN DE CONTENIDOS Y NARRATIVAS GRÁFICAS – cátedra I

EJEMPLOS DE PERFILES Y SEMBLANZAS (2)

Alberto Laiseca

El maestro que espera junto a la puerta del viento

Los sorias, una novela de mil cuatrocientas páginas, es algo más que una excentricidad en la

literatura latinoamericana contemporánea. Piglia, Fogwill y Aira no dudaron en calificarla de

“extraordinaria”. Ese mismo aire extravagante tienen las apariciones públicas y los talleres de

su autor. Se trata de Alberto Laiseca, un escritor rabiosamente singular para quien la

heterodoxia ha sido una forma de vida y una apuesta literaria.

Por Cristian Vázquez (publicado en la revista Letras Libres, Nº 204, México, diciembre de 2015,

pp. 62-67).

Podemos imaginarlo: en algún punto perdido de la Pampa húmeda, el hombre —un

gigante de casi dos metros de altura y unos mostachos descomunales— saca los ojos de las

páginas de la Odisea y los lleva al cielo estrellado, y siente, una vez más, que el pedazo de

carne que se asa a un metro de él es, además de su cena, una ofrenda para los dioses. El

trabajo en la cosecha es durísimo, pero el hombre está feliz de haber dejado la universidad y

haber ido al campo en busca de su destino. Destino de escritor: el que el argentino Alberto

Laiseca había elegido para sí, el que creyó que tenía que comenzar de aquella manera. Con los

años forjaría una consigna de hierro para todo aquel que quiera dedicarse a escribir: leer más,

escribir más y sobre todo vivir más. Vivió todo lo que pudo. Fue empleado de limpieza,

operario telefónico, corrector en un periódico, narrador de historias en la televisión, maestro

en talleres literarios, actor de cine. Y escritor, claro.

Su obra es vasta y, como él, singular e inclasificable. Cuando uno lo ve, tiene la

impresión de que se halla ante una impostura, que esa mezcla rara de genio alucinado y ogro

bueno tiene que ser una máscara, un personaje. Pero no. Se puede aplicar a su persona la

definición que él da para su estilo, tan propio que se encargó hasta de ponerle nombre:

realismo delirante. “La realidad es delirante. La realidad está muy bien y el delirio está muy

bien, pero por separado no sirven. Si los juntamos, tenemos la verdadera realidad y el

verdadero delirio”, me dice desde el reposo que hoy, a sus 74 años, le exige su salud. Le

pregunto si, pese a todo lo vivido, le queda la sensación de que, según su propia consigna,

hubiera debido vivir más. “Tendría que haber vivido mucho más”, dice. “Mucho me queda de

reproche. Igual algunas cosas hice, por suerte”. Inmediatamente después, de repente, se pone

a tararear una melodía. A que no sé cuál es, me desafía. En efecto, no la sé. “El himno de la

Unión Soviética”, dice y estalla en una carcajada. La realidad es delirante.

Entre las “algunas cosas” que Laiseca sí hizo está Los sorias, una novela mítica de casi

1.400 páginas. La pergeñó desde niño, desechó tres versiones previas, tardó diez años en

escribir la definitiva y dieciséis en conseguir que se la publicasen. Y si lo logró fue, en buena

medida, gracias a que algunos de los escritores más prestigiosos de su generación —Ricardo

Piglia, César Aira, Fogwill— habían leído sus manuscritos y coincidían en calificarla de

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extraordinaria. “Extraordinaria en el sentido más literal de la expresión, una obra increíble”,

me dijo Piglia, que tuvo el privilegio de ir leyendo los borradores a medida que se gestaban.

“Laiseca llegaba con todos los papeles, escribía a mano y tenía copias muy difíciles de una

novela interminable”. Según Piglia, la primera impresión era “la de alguien que está haciendo

un cachivache”. Pero con la lectura todo cambiaba. “Me di cuenta de inmediato de que con

ese libro estaba pasando una cosa muy importante. Asocié a Laiseca con escritores que a mí

me interesan mucho, como Thomas Pynchon o Philip K. Dick”. Cuando por fin se publicó, en

una edición de lujo de 350 ejemplares numerados y firmados por el autor, el propio Piglia se

encargó del prólogo, en el que acuñó un elogio reiterado mil y una veces: “Los sorias es la

mejor novela que se ha escrito en la Argentina desde Los siete locos” (de Roberto Arlt,

publicada en 1929). No es poca cosa.

Los sorias es la obra maestra de Laiseca, el sol en torno al cual orbitan sus otros veinte

libros. Su gran tema es el poder. Y sus derivados: la ambición, las obsesiones, los delirios, las

mentiras, los usos y abusos del poder, la soledad. Cuenta, básicamente, una guerra feroz

entre tres superpotencias: Soria, la Tecnocracia y la Unión Soviética. Ahora, después de

escucharlo tararear su himno, le digo que a él no le caían bien los soviéticos. “Y siguen sin

caerme bien”, apunta. En la novela son los malos. “Pero también Soria —me aclara—. Y hasta

los tecnócratas en un determinado momento. El mal está repartido, m’hijo, no está

concentrado en unos pocos”. En muchas entrevistas, al hablar de su niñez, Laiseca también se

refirió a “la dictadura soviética” de su padre. “Ah, sí”, me dice ahora. “Papá fue el fundador

del PCUS, el Partido Comunista de la Unión Soviética. Y eso que toda su vida fue

anticomunista. Si llega a resucitar y me escucha, me mata”.

* * *

Laiseca nació el 11 de febrero de 1941 en Rosario. Pero nunca vivió allí: su infancia la pasó en

Camilo Aldao, un pequeño pueblo de la provincia de Córdoba. Cuando tenía tres años sufrió la

muerte de su madre, y fue entonces cuando comenzó “la dictadura soviética”. El padre lo

obligaba a cumplir órdenes contradictorias, lo sometía a castigos absurdos, lo hacía sentir el

último orejón del tarro. Cuando en una entrevista le preguntaron qué lo asustaba más de

niño, Laiseca respondió: el monstruo que vivía abajo de la cama. “Cosa curiosa, o no tanto, mi

monstruo era in abstractum, porque era mi padre. Tardé décadas en darme cuenta de que era

mi padre. El subconsciente no quiere deschavarse, no quiere admitir la realidad. ‘Papá es

bueno, no puede ser el monstruo que vive abajo de la cama’. Pero era él”.

Sin embargo, en la oscuridad de esa etapa hay un momento de luz, un día en que el

padre se presentó en su cuarto y le dijo: “Mirá, Alberto, creo que podrías leer este libro, a lo

mejor te gusta”. Era El fantasma de la ópera, de Gaston Leroux. “Mi padre tuvo muchísimas

cosas malas que a mí me hicieron un enorme daño, pero me estimuló la lectura y la lectura

me salvó la vida”. A lo largo de su vida, sus lecturas no siguieron, está claro, los consejos del

canon. Laiseca forjó sus propios derroteros, a partir de sus posibilidades materiales y sus

fascinaciones. Devoró páginas y páginas sobre el antiguo Egipto, la China imperial, la guerra, el

esoterismo, la magia. Se convirtió en, como escribió la periodista Flavia Costa, en un

verdadero “erudito en cosas raras”. Y un especialista, también, en el fantástico y el terror.

Todavía en Camilo Aldao, el pequeño Alberto tenía prohibido visitar a unas viejitas a las

que les gustaba contar historias de miedo. Pero se escapaba y las iba a ver igual. “Yo creía en

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todas esas historias y me cagaba de susto —recuerda tantos años después—. Ese fue mi

primer contacto con el terror”. Las historias de miedo le llegaron después a través de algunos

de los autores que él menciona entre sus principales influencias, como Edgar Allan Poe, Bram

Stoker, Gustav Meyrink y Stephen King. Muchos años después, Laiseca se convertiría él mismo

en contador de historias de miedo, en un ciclo televisivo que se emitió a comienzos de la

década del 2000 y que hoy ya es de culto. Se lo puede ver en YouTube: un ambiente oscuro,

con una única y débil luz que llega desde arriba, las aspas de un ventilador girando lentas en el

techo, siempre en la boca el cigarrillo encendido y toda la maestría en la narración para rendir

homenaje a aquellas viejitas de Camilo Aldao.

Después de unos años Laiseca dejó la tele, pero siguió narrando cuentos de terror en

centros culturales y reuniones literarias. En diciembre de 2010 lo invitaron a hacerlo para los

niños de la que había sido su escuela, en Camilo Aldao. Les contó “El gato negro”, de Edgar

Allan Poe. En esa ocasión recibió dos galardones: el título de ciudadano ilustre del pueblo y la

Medalla de Cuero’e Sapo. “Qué vivo que sos, ¿eh? Te vamos a dar una medalla de cuero ’e

sapo”. Esa era “una burla sangrienta” que Laiseca recordaba de su niñez, de modo que se

propuso rehabilitarla y les pidió a unos amigos que le entregasen una medalla de cuero’e sapo

de verdad. “Me puso muy contento”, reconoce. Tiempo atrás le habían preguntado qué

premios que creía merecer no había ganado aún. Dijo tres: el Nobel, el Cervantes y la Medalla

de Cuero’e Sapo. Ahora ya solo le faltan dos.

* * *

“La de los Talleres Literarios es una vieja tradición china, de modo que Lai inauguró uno”. Ese

pasaje de su novela La mujer en la Muralla se puede copiar y pegar en su propia biografía. Los

talleres que Laiseca dicta desde hace más de veinte años, en centros culturales y en su casa,

se fueron convirtiendo en un auténtico semillero. Algunas de las voces más destacadas del

panorama joven de la literatura argentina se han formado allí: Leonardo Oyola, Selva Almada,

Sebastián Pandolfelli, Gabriela Cabezón Cámara o Leandro Ávalos Blacha son algunos

ejemplos. Como no podía ser de otro modo, sus talleres también tienen un estilo muy

personal.

“Muy oriental”, dicen sus discípulos, que a él lo llaman, sin excepción, Maestro. Durante

la primera etapa del aprendizaje, Laiseca casi no da indicaciones, no señala errores, no insiste

en la corrección. “Es como el señor Miyagi”, dice Pandolfelli, en alusión al personaje de Pat

Morita en Karate Kid. “Te hace pintar la cerca y pulir y encerar, y llega un momento en que

decís: ‘¿Qué onda?, yo venía acá a escribir un par de cuentos, pero vos no me corregís una

coma durante meses, me decís qué lindo, flaquito, y encima voy a hacerte los mandados’.

Pero después llega un momento en que te das cuenta de que el aprendizaje viene por otro

lado, que va más allá de lo literario”.

Almada, por su parte, reconoce haber sentido “la ansiedad que siente mucha gente

cuando vas y te dice ‘está bien’ y te estimula pero no te marca errores en el texto”. Pero aun

en esos momentos confiaba en su criterio: “Sabía que quedándome iban a mejorar, sentía que

mis textos estaban mejorando aunque él no me marcara defectos o errores”. Alejandro Millán

Pastori, alias el Rusi, otro de sus discípulos, cuenta que, con el tiempo, “entre los mismos

integrantes del taller se empieza a producir un ambiente medio raro, y después te das cuenta

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de que terminaste escribiendo como escribís vos realmente. Te encontrás a vos mismo

escribiendo”.

El Rusi Millán, además de discípulo, es cineasta. Y lleva un lustro embarcado en un

proyecto al que le está dando las puntadas finales: El mostro (deformación cordobesa de

“monstruo”), un documental sobre Alberto Laiseca. La idea surgió con el viaje a Camilo Aldao

en 2010. Además de momentos de esa visita, la película incluirá entrevistas, clases en sus

talleres y alguno de los cuentos de I-Sat, entre otras cosas. Para Laiseca no será su debut en el

cine. En El artista (2008), de Mariano Cohn y Gastón Duprat, interpretó a un anciano que solo

pronuncia, varias veces, una palabra: “¡Pucho!” (en argentino: “cigarrillo”).

Tres años después, los mismos directores llevaron al cine su cuento Querida, voy a

comprar cigarrillos y vuelvo. Además de participar en la elaboración del guion, Laiseca actúa

como presentador. Sentado a un escritorio, con cientos de libros custodiando sus espaldas y

los bigotes marrones de tabaco ocultándole la boca, dice: “La historia que vamos a contar se

supone que es ficción. Pero no. Nunca hubo diferencia entre ficción y realidad, porque este es

un mundo mágico y no se puede imaginar lo que no existe”. Hace de sí mismo, es él: el de los

cuentos de terror, el de los talleres, el que uno ve en persona cuando lo entrevista, el genio

alucinado, el ogro bueno. “Cuán grande es el parecido entre un Maestro de verdad y un loco

—afirma otro pasaje de La mujer en la Muralla—. La única diferencia consiste en que uno es

un loco y el otro es un Maestro”.

* * *

Laiseca cree que tendría que haberse ido antes de su pueblo. “Pero, claro, no podía. ¿Quién se

animaba a enfrentarlo a mi viejo?”. Había encontrado un recurso para, ya que no enfrentarlo,

al menos defenderse de su padre: la imaginación. Recortaba figuritas y las hacía vivir

aventuras. Las envolvía en papelitos como si fueran vendas y las guardaba, como a momias,

en cofres hechos con cajitas de fósforos. O las disponía en ejércitos y las hacía guerrear hasta

morir. Así, escribiendo sin escribir, fue como nació, en su cabeza, Los sorias. “Mucho después

me puse a escribirla. Escribí tres porquerías, tres versiones, las deseché. Y empecé de nuevo

todo por cuarta vez, a principios de los setenta, sin tomar como base el texto anterior”.

Para entonces ya había decidido ser escritor y ya se había animado, por fin, a romper

con su padre. De la única manera que podía hacerlo: a los 23 años abandonó la carrera de

ingeniería química, que había iniciado por mandato paterno, y se fue. Lejos. A trabajar a las

cosechas y a leer a Homero y ofrendar carne a los dioses. Después de dos años en el campo

llegó, para quedarse, a Buenos Aires. Trabajó como peón de limpieza durante siete años, por

sueldos de miseria. “No sabés lo que fue. No tener guita para arreglarte los zapatos que

tienen un agujero grande así. ¿Qué hacés? Le ponés cartón, para no tocar el piso con la piel

del pie. Por eso en Los sorias cuento que con las lluvias no hay pobreza que no salga afuera. Se

te mojan los cartones y ahí te quiero ver”.

Frecuentaba el bar Moderno, en la calle Maipú, reducto de poetas y pintores y otros

artistas calificados alguna vez como “los beatniks argentinos”. Él recuerda esa época como su

existencia underground. Escribía como un desaforado, pero las editoriales rechazaban sus

textos con unanimidad. Hasta que una amiga, la poeta Tamara Kamenszain, le dijo que le iba a

presentar a un par de periodistas del diario La Opinión. Bueno, respondió Laiseca, a quien por

entonces los nombres de Tomás Eloy Martínez y Osvaldo Soriano no le decían nada. Fue

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gracias a Soriano que ese diario publicó “Mi mujer”, su primer cuento, en agosto de 1973, y

que tres años más tarde Corregidor editó Su turno para morir, su primera novela.

Pero antes de eso, en algún momento de esa existencia underground, Laiseca tomó una

de las decisiones más peculiares de su peculiar vida: trató de alistarse en el ejército de Estados

Unidos para combatir en la guerra de Vietnam. Intentó obtener la ciudadanía estadounidense

y, como no se la dieron, le escribió una carta al entonces presidente Lyndon Johnson. Nunca

obtuvo respuesta. La primera vez que hablé con él le hice la gran pregunta: ¿por qué? “Tenía

un potencial de miedo que gastar. Me dije: ‘Sigo un curso ontológico rápido y gano y vuelvo

sano y salvo, o cagué fuego’. No era por una cuestión política, ni mucho menos para correr

aventuras. No soy tan estúpido. La guerra no es una aventura, sino una experiencia

trascendental en la cual usted puede perder la vida o volver mutilado. Pierde la vida si tiene

buena suerte”.

No pudo ir y esa guerra se convirtió en una obsesión. “Vietnam nunca terminó para mí.

Sigue estando. Todavía veo las colinas altas centrales, los boinas verdes, la ofensiva del Tet.

Todo eso está pasando hoy”. Sabe de las otras guerras, pero no le interesan. “Yo ya tengo con

la mía, que continúa. Saigón para mí está cayendo todos los días. Y jamás caerá. Cuando a mí

me ha ido mal con mujeres, lo sentí así: como que me echaban de Saigón con helicópteros y

todo”.

* * *

¿Cómo es ser la hija de Alberto Laiseca? “Es raro”, se ríe Julieta, la única que puede responder

esa pregunta. “Lindo, pero raro. Él es súper especial, por todo lo que sabe de cultura, de

libros, por su forma de vida, sus creencias. Es un papá fuera de serie”. En otros aspectos, sin

embargo, es un padre como cualquier otro: “Súper cariñoso, muy amoroso y muy bueno

conmigo”.

Años antes, cuando lo entrevisté por primera vez, él me había dicho que “los hijos

deben ser conquistados”. “Conquistados por el amor, se entiende: no hay otra manera de

conquistarlos. Y no es cosa fácil. Pero vale la pena”. No es cosa fácil. Lo sabe a la perfección

ese hombre cuya vida fue marcada para siempre por la dictadura soviética de su padre. Que

necesitó irse y dedicarse a trabajos durísimos, como sacrificios a los dioses, para liberarse de

su yugo. Pero que años después caminaba por el zoológico de la ciudad de Mendoza y se

cruzó por casualidad con un conocido de Camilo Aldao. “Me dijo —cuenta Laiseca— esta frase

mágica y terrible: ‘Qué viejo que está tu papá’. Eso me hizo mierda. Entonces lo fui a visitar.

Hice bien, no me arrepiento. Mucho peor hubiera sido que no le pasara bola nunca más.

Después lo hubiera tenido que pagar yo. Después, hasta su muerte, nunca dejé de visitarlo. Le

escribía para su cumpleaños, para el día del padre, esas cosas. Y me alegro. Me alegro. Me

alegro”, repite como un mantra.

Uno de los pocos recuerdos agradables que Laiseca guarda de los tiempos de la

dictadura soviética de su padre son las visitas de unos tíos que le llevaban de regalo alfajores y

libros: los Pequeños Grandes Libros de la editorial Abril y los cuentos infantiles de Constancio

C. Vigil. Ya de mayor, se propuso “recuperar” aquellos tesoros, al igual que la colección de

revistas Más Allá, con relatos de ciencia ficción, que leía en su adolescencia. Y casi lo ha

logrado, rastreándolos en librerías de usados y expertos en coleccionismo. Antes de eso se

había propuesto recuperar no los objetos sino, de otra manera, los momentos. “Tengo un

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pilón inmenso de revistas de historietas —relata su hija Julieta—. Cuando era chica y salíamos

a pasear, pasábamos por un kiosco y él me compraba tres revistas para mí. ¡Un montón! Nos

íbamos a un barcito y nos sentábamos y leíamos juntos… Es algo que él me transmitió a mí.

Sólo que yo no las recortaba, ni metía las figuritas en cofres”, se ríe.

* * *

Todos los libros de su biblioteca personal están forrados de blanco. Él asegura que es para que

no se los roben. Pero también se dice que es porque el blanco los protege de las malas

energías. O porque los fantasmas no pueden ver a través del blanco. “Hacen tanta leyenda

sobre mi vida que ya ni sé”, se ríe, enigmático. ¿Qué más dicen las leyendas sobre su vida?

Que era tan pobre que se llevaba el papel de las pizzerías de la calle Corrientes para escribir

Los sorias con bolígrafos que le regalaban sus amigos. Que cuando dejó de trabajar en la

limpieza y empezó a instalar cables de teléfonos aprovechaba para llamar gratis a sus amigos

desde lo alto de los postes y leerles largos pasajes de la novela que no paraba de crecer. Que a

su primer libro de cuentos, Matando enanos a garrotazos, le negaron un premio literario

debido a la inclusión de un gerundio en su título. Pero el libro se publicó, en 1982. El mismo

año también vio la luz editorial su segunda novela, Aventuras de un novelista atonal, que

contaba la historia de un escritor un poco desquiciado que, en un sucucho miserable escribe

una novela interminable. También ese año terminaba Los sorias, pero su publicación sería

mucho más difícil. “Che Lai, ¿por qué no la acortás apenas un poco para que la acepte alguna

editorial?”, le preguntaron una vez, según la leyenda, Jorge Dorio y Ricardo Ragendorfer.

“¡Mercenarios!”, respondió Laiseca furioso, “¡son unos mercenarios igual que todos!”.

Los libros tienen la extensión que deben tener. Esa es una de las máximas de Laiseca.

Otra: lo que no es exagerado no vive. Además de las 1.400 páginas de Los sorias, su

bibliografía incluye las 300 de La hija de Kheops (1989), otras 300 de La mujer en la Muralla

(1990), las 700 de El jardín de las máquinas parlantes (1993), las 600 de sus Cuentos

completos (2011) y varias centenas más. “Narrador excepcional, compulsivo, sin filtro ni

techo, absoluto dueño de los resortes de la seducción y sujeción del lector amarrado”,

describe Juan Sasturain en su prólogo a los cuentos de En sueños he llorado (2001), “Laiseca

consigue como nadie que la pregunta básica —durante y al final— no sea por qué ni para qué

sino la anterior, la que desde Sherezade halaga y desvela al contador de raza: ¿Y?”.

Es casi paradójico que un narrador desaforado como él, en las antípodas de la

hipercorrección que lleva a otros autores a la poda casi inacabable de sus textos, haya

trabajado durante diez años, tras dejar los cables telefónicos, como corrector en el diario La

Razón. “Ahí me movía con un poquito más de plata —cuenta— aunque seguía siendo medio

soviético a nivel económico. Había mucho sacrificio, muchas privaciones, pero estaba en el

paraíso respecto de lo que era antes”. Los soviéticos, otra vez. Y sin embargo, no todo son

críticas contra ellos. “Esta es mi computadora checoslovaca, de las épocas soviéticas”, me dijo

señalando la máquina de escribir en la que tipea sus textos después de escribir la primera

versión a mano. Nunca usó computadoras: igual que a los teléfonos celulares, las considera un

invento del Anti-Ser, del Príncipe de las Tinieblas. “Los soviéticos tenían cosas geniales. Acá no

entran virus, no se desploma el sistema, ¡nada! Un gran logro de los soviéticos”.

* * *

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Con su última novela, Laiseca saldó una deuda con su juventud. La puerta del viento (2014)

fue su intento de exorcizar el fantasma de Vietnam. “Yo, el Teniente Lai —dice un

conmovedor fragmento autobiográfico—, desde que tenía tres años, cuando murió mi madre

y mi padre se volvió loco, no paro de decir: ‘No sé qué hacer para salir de esta lluvia, no sé qué

hacer para salir de esta lluvia, no sé qué hacer para…’ Desde los tres años que estoy en

Vietnam. Creo ser el veterano más antiguo. No sé qué hacer para salir de Vietnam”.

“La soledad, no tener una pareja: ese es su Vietnam”, me dice Sebastián Pandolfelli, a

quien el maestro considera no solo su discípulo sino también su “lugarteniente”. Laiseca ha

vivido solo desde 2001, cuando murió la que fue su última pareja. En una entrevista de hace

un par de años, tras pedir perdón “por ser tan vulgar”, confesaba que su única cuenta

pendiente es el amor. “No estoy enojado con las mujeres —decía—. Creo que ellas en su

inmensa mayoría me quisieron todo lo que pudieron. Pero no fue bastante. En el otro mundo

voy a estar muy solo. A mis 72 años, tengo que conseguir un amor más o menos completo, o si

no voy a estar muy jodido”.

Su hija Julieta reconoce que “es algo bastante pesado para él. Creo que es lo que más le

preocupa. Tratamos de estar lo más cerca posible de él, pero no es lo mismo. Nunca es lo

mismo, obvio”. La soledad aparece retratada en un bellísimo fragmento de Los sorias. Cuando

unos científicos desarrollan unos reproductores hogareños de hologramas, un solitario

adquiere “una filmación para tener alguien con quien tomar mate”. “Exactamente a los siete

minutos de comenzada la proyección —explica la novela—, la chica decía: ‘¿Vamos a tomar

mate, mi amor?’, extendiéndole su mate desértico, inasible. A veces el tipo computaba la

máquina para que repitiese la holografía una vez y otra: cuatro, cinco veces o más. Y aquella

ilusión fantástica, en el momento previsto, repetía siempre lo mismo: ‘¿Vamos a tomar mate,

mi amor?’”.

En una oportunidad le pregunté a Laiseca si se consideraba un hombre solitario. “La

soledad es una maldición —respondió—. Hay que exorcizarla todos los días. No me gusta. Uno

tiene que iniciar grandes campañas militares para derrotar a esa señora. Tiene muchos

ejércitos. Pero, como en Vietnam, triunfaremos. Jamás nos echarán de Saigón. Mientras yo

viva, por lo menos, nunca me van a echar de Saigón”. Le señalo que antes me había pedido no

hablar más de Vietnam pero al final fue él quien lo volvió a traer a la charla. Él no está de

acuerdo. “La culpa la tiene usted, que habló de la soledad —me dice—. ¿O cree que son dos

temas distintos la soledad y Vietnam?”.

El título La puerta del viento alude a una expresión china referida tanto a un ataque

mortal como a una técnica del taichí para distribuir de forma armónica la energía por todo el

cuerpo. “Vale decir, la puerta es la vida o la muerte”. Poco después de decir que no sabe qué

hacer para salir de Vietnam, el narrador encuentra una respuesta: “De aquí solo puede

sacarte el amor de una mujer. Tuve muchas mujeres y a veces hasta me lo creí. Pero soy un

zombie. ¿Vos sabés qué es un zombie? El que nunca pudo conseguir la felicidad”. Cuando le

pregunto por esta novela, su respuesta —desde el reposo que le exige su salud— es lacónica y

definitiva. “La terminé, la entregué, gustó y me la publicaron. Fue una gran suerte, porque ya

no quiero hablar más de ese tema. No quiero hablar más de Vietnam”.

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* * *

En el cuento “Los santos”, Laiseca describe el ritual hindú de los adoradores de la planta

Tulasi. Consiste en lo siguiente: un hombre toma un puñado de tierra con una semilla de esa

planta adentro, cierra la mano, se sienta en el pasto con el brazo extendido y ya no se mueve

de allí en lo que le queda de vida. Un discípulo le lleva alimentos y agua para él y para la

planta. Cuando esta germina, invade y rodea y penetra la mano y parte del brazo, que acaban

siendo parte del vegetal. Las raíces alcanzan el suelo y la planta Tulasi llega a ser inmensa. “El

hombre sigue vivo y a su sombra, incrustado, orándole”, termina el brevísimo relato dentro

del relato.

Sebastián Pandolfelli, “lugarteniente” de Laiseca, cuenta que, sin querer, le inventó un

final a la fábula de la planta Tulasi. En ese final alternativo, el maestro muere y se incorpora

definitivamente al árbol, pasa a ser parte de él. Entonces cae una semilla, y el discípulo que le

llevaba alimentos y agua la recoge, la encierra en el puño y recomienza el culto. “Eso resume

lo que hace Lai con sus discípulos”, afirma.

Hay que tener paciencia y confiar en el maestro: otra de las máximas de Laiseca.

Siempre lo enojaron —cuentan sus discípulos— los aprendices que se ofuscan por su falta de

indicaciones en la primera parte del aprendizaje y abandonan el camino. Paciencia. La misma

con la que ahora escribe, poco a poco, una novela sobre Camilo Aldao. Cuando le pregunto si

esa también es una deuda con su juventud o con su niñez, responde con timidez: “Creo que

sí”. Como si quisiera atar los cabos sueltos de su vida. Una vida un poco delirante en la que ha

leído mucho, ha escrito mucho y sobre todo ha vivido mucho.

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Panzeri: anatomía de un periodista

Rebelde, intenso, irreverente, frontal, inconformista, fiscal innegociable. Si hubiera que salvar

del fuego una sola de sus virtudes, primero habría que rescatar su libertad. No decía lo que

quería, sino lo que creía, y por eso se llenó de prestigio y de enemigos. Un prócer gigantesco

de nuestra profesión.

Por Andrés Burgo (publicado en revista El Gráfico, 8/7/2013).

Era un pelado con actitud punk, o sea alguien único en su especie. Dante Panzeri tenía

una calvicie franciscana y una filosofía hardcore, la de un libertario en rebeldía contra una

atmósfera futbolística que, más que rodearlo, lo ahogaba.

Parapetado desde su alopecia sin maquillaje (lo que también era una manera de

exponer su transparencia, en tiempos en los que aún no se había instalado el raimiento severo

de Juan Sebastián Verón, los claritos refinados de Martín Palermo o los implantes

esponsorizados de Pablo Lunati), Panzeri fue un librepensador que militó por la abolición de la

inmoralidad, el fútbol mal jugado y los directores técnicos: desglosaba las siglas DT como “Dan

Tristeza” o “Decí Tarado”, y los trataba de “hombres de dignidad resentida” o “ladrones de

azul”.

Sus artículos debían leerse con La Marsellesa de fondo. Sus palabras fueron, según el

caso, barricadas o puntas de lanza. Su obra especuló menos que el vuelo de un meteorito.

Eligió ser mil veces más agudo que poético. Desbarrancó más de una vez, pero no le

importaba. Despotricó porque al fútbol le faltaban “dirigentes, decencia y wines”, pero su

proclama quedó incompleta: también le faltaban periodistas como él. Y 34 años después de su

muerte, le siguen faltando.

La publicación de una antología de sus mejores artículos (Dirigentes, decencia y wines,

Editorial Sudamericana, 2013, una selección a cargo de Matías Bauso), más sendas reediciones

de los libros que escribió en 1967 (Fútbol, dinámica de lo impensado, Capitán Swing, 2012,

mérito de Sebastián Kohan Esquenazi) y en 1974 (Burguesía y gangsterismo en el deporte,

Capital Intelectual, 2012), dejan una evidencia: para tener una visión completa de fútbol

argentino es necesario repasar los escritos de Panzeri, paradójicamente el periodista más

citado y menos leído. Somos los Salieri de Dante: le robamos sus textos a él.

El legado que dejó en las miles de notas y los dos libros que escribió excede su profesión

e ilumina al lector promedio, al hincha de River, Boca, Racing (su club, junto a Sportivo

Belgrano de San Francisco), Tristán Suárez o Altos Hornos Zapla: la misión de Panzeri gira

alrededor del fútbol y la honestidad, pero ante todo es una perpetua y a veces desesperada

búsqueda hacia la verdad, o al menos su verdad.

En sus textos –y en sus columnas televisivas y radiales– aparecían en primer plano la

pelota, el estado de los clubes, los dirigentes, los héroes, los antihéroes, los dirigentes y el

periodismo, pero el trazo de atrás era, siempre, la libertad. Ese fue su dogma. Ese fue,

también, su codicilo.

La vindicación de Panzeri no implica santificarlo, o tal vez sí, pero tampoco es cuestión

de suscribir sus desbordes talibanes y adherir a todos los “panzeriazos”, desde los

futbolísticos, como su minoración de Garrincha en el Mundial 62 (“No llamamos jugador cabal

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a Garrincha, sino que tomamos su habilidad, un factor individualmente importante en ciertas

ocasiones. (…) Garrincha dejó al descubierto su fútbol negativo para un equipo, brillante acaso

para el público”), hasta los políticos, como determinados guiños a las políticas deportivas del

gobierno militar que derrocó a Juan Domingo Perón (era antiperonista: “A partir de 1945, el

país perdió la personalidad ética y estética que lo había definido”) y su rol como interventor

en la Federación de Ciclismo en 1956 (“La Revolución –en referencia a la Revolución

Libertadora– que puso término a una larga noche de la vida argentina no podía prescindir del

deporte entre las actividades que imponía un revisionismo (…). Limpiar al deporte de lo sucio

que estaba –pero que aún está– fue consigna seguramente muy noble, muy bien intencionada

y muy justificada dentro de este proceso intervencionista”). Igual, es cierto, hasta el propio

Dante habría rechazado con acidez su propia canonización: “Ni el más genial de los hombres

merece ser admirable porque lo que hace como cosa difícil para los demás, es fácil para él. El

mayor genio humano fue hasta ahora Leonardo Da Vinci, y no creo que haya sido capaz de

jugar bien al fútbol, o de tejerse un pullover”.

Puntualizadas también algunas anacronías (en 1973 insistía en que lo mejor que podía

hacer un técnico era “elegir lo mejor y no hablar para otra cosa que recomendarles a los

futbolistas ‘jueguen como ustedes saben’ o ‘hagan lo que tienen que hacer’”), el medio de

Panzeri no sólo era el mensaje. Muchas veces fue magnífico qué decía, pero siempre fue

magnífico cómo decía. Si hubiera que salvar del fuego una sola de sus virtudes, primero habría

que rescatar su libertad (más que su opinión en sí). No decía lo que quería, sino lo que creía, y

por eso se llenó de prestigio y de enemigos. En la apoteosis de sus principios, hasta rechazó

agasajos para no perder independencia.

Como si fueran aforismos, Panzeri decía de su trabajo: “Todo periodista tiene que estar

preparado para perder amigos. La actividad no tiene por objetivo ganarlos”; “El periodista es y

debe ser un descontento”; “Ni la popularidad ni el gustar son los objetivos de la misión

periodística”; “Somos fiscales, no jueces, y debemos ser parciales a favor del bien y en contra

del mal”; “Con la verdad se vende menos pero se gana más”; “Aunque siempre muy resistida,

la verdad fue siempre respetada. La mentira es aplaudida, pero nunca respetada. Los

periodistas tenemos que meditar cuál de los dos negocios es mejor”; “El periodismo es el

cumplimiento de la obligación de enseñar a pensar a la gente”, “Yo no busco adeptos. Es más,

en algún caso me molestan”; o, cuando un lector de El Gráfico escribió que su opinión debía

ser más importante que la de la revista porque “el cliente siempre tiene la razón”, Panzeri se

negó: “El Gráfico no es una tienda ni una fiambrería. Entre el cliente y la verdad seguimos

optando por la verdad, que entendemos es la mejor manera de defender al cliente”.

No aceptaba presiones. Su libertad era más importante que su (posible) popularidad.

Primero la independencia, después la fuente de trabajo. Así se fue de El Gráfico. La historia es

conocida: era el director de la revista cuando, en 1962, uno de los dueños de la editorial le

pidió que publicara un texto del ministro de Economía, Álvaro Alsogaray. El periodista se negó,

pero el empresario insistió y la columna fue publicada (un vulgar recuadro sobre el River-Boca

de la fecha anterior). Panzeri se sintió desautorizado, renunció a su cargo y acordó retornar a

su viejo puesto de redactor, pero enseguida surgió otra incompatibilidad: ¿ante quién pasaría

a responder? ¿Quién podría estar por encima de él? “Como a la empresa se le hacía difícil

ponerme bajo tutela de nuevos rectores, se me propuso una indemnización material para

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retirarme (…). Jamás supe si aquella publicación de Alsogaray formó parte de un plan para

provocarme sabiendo de mi temperamento, pero soy un permanente agradecido de El

Gráfico”, explicó en 1964.

Su último deseo fue cumplido: que Antonio Báez, ex jugador de River y Platense retirado

hacía 8 años (y sin haber llegado a la tapa de la revista), fuera la portada del siguiente

número.

El Gráfico fue, por amplia diferencia, el medio que más disfrutó a Panzeri (tres años

como director y otros 17 como redactor). A partir de su salida pasó por varias redacciones. Se

convirtió en un trotamundo. En una golondrina. Como suscribe Bauso en su libro, una

antología de artículos panzerianos que debería ser obligatoria en las escuelas de periodismo

deportivo, “Panzeri duró poco en la mayoría de sus trabajos”. Era indomable, sañoso, cabrón y

difícil de llevar. Lo acusaban de amargo y resentido. “Y se fue quedando solo. Sin lectores, sin

colegas, sin editores”, concluye Bauso.

Hasta su muerte, en 1978, pasó por Así, El Día, El Ciclón, Crónica, Ahora, Panorama,

Noticias Argentinas, Análisis, Chaupinela, La Opinión, Satiricón, La Prensa, radio Colonia y los

canales 7 y 11. Jamás se acobardó: “Yo no participo de la comodidad del periodismo sin

opinión”, “Antes el periodista era un individuo que veía, pensaba y opinaba. Ahora oye y

después repite”, o “El grueso de la opinión no tiene opinión. Nadie sabe nada. Gusta o no

gusta de las cosas, y nada más”.

Sus notas rebalsaban coraje. En El Día coincidió con el Estudiantes tricampeón de

América y campeón del mundo, pero Panzeri, justo en el diario de mayor circulación de La

Plata, trataba al equipo de Osvaldo Zubeldía con su habitual acrimonia: “Por este camino el

fútbol se muere”; “Estudiantes es la representación de la violencia para el lucro aplicada al

fútbol”; “Insisto en llamarlo asociación ilícita para producir resultados lícitos” o “Es un imperio

de la ilegalidad futbolística”.

Ya en la década del 70 se convirtió en el único futbolero que, como Jorge Luis Borges

desde otro ambiente, criticó la realización del Mundial 78. Se enfrentó a los militares.

Tampoco a ellos les temía. En septiembre de 1976 fue a la casa de Carlos Lacoste, el

vicealmirante a cargo de la organización del torneo, y le explicó los motivos por los que

Argentina debía rechazar el Mundial. Repetía que no éramos Suiza y que existían otras

prioridades en el país: salud, vivienda y educación. “La imagen de Argentina se beneficiaría

con la renuncia. Nos haría más serios”, decía. No lo consiguió, por supuesto, y murió tres

meses antes del torneo, cuando había dejado de trabajar como periodista. “El periodismo ya

no tenía lugar para él. Vivía de hacer cobranzas en una financiera”, develó el periodista

Alejandro Wall.

Había nacido en Rosario y se crió en San Francisco, Córdoba. Fue un “self made man”:

estudió hasta sexto grado y, cuando tenía 14 años, comenzó a escribir en La Voz de San Justo,

el gran diario de la región. Trabajar en El Gráfico era más que un sueño: era su objetivo. Y

cuando cumplió 21 años, en noviembre de 1942, lo consiguió: Enrique García, crack de la

época (wing izquierdo de Racing), se lo presentó a otras dos glorias de la revista: Borocotó y

Félix Frascara, quien años después lo comparó con un terremoto: “El día que Panzeri llegó a El

Gráfico, ¡temblaron las paredes!”.

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Durante 20 años escribió notas hermosas. Marcó a una generación. Su comentario de un

amistoso entre Racing y el Santos de Pelé, en la cancha de Huracán (publicado en la edición

del 4 de octubre de 1961), es formidable. No menos brillante fue una crónica de febrero de

ese año, cuando pasó una tarde junto a un Bernabé Ferreyra “en la posdata de la gloria”.

La obra de Panzeri entrega decenas de apotegmas similares a “Fútbol, dinámica de lo

impensado”, su frase más conocida: “La gente confunde honradez con imparcialidad y

honestidad con prescindencia”; “Hemos perdido noción de lo que no se debe aunque se

pueda”; “La disposición táctica de los equipos es una cuestión moral”; “Ya no quedan mejores,

sólo quedan ganadores”; “El fútbol es un arte del imprevisto”; “La ley básica del fútbol es que

gana el que mejor engaña”; “La Copa Corruptores de América, también conocida por el

irreverente nombre de Copa Libertadores de América”; “No hay fútbol viejo o moderno, hay

buen fútbol o mal fútbol” o, en el Everest de su acritud, “Los jugadores de ahora (1974) no son

jugadores, son financistas. Tienen miedo de jugar. Tienen coraje para invertir. Con estos

jugadores no puedo hacer amigos y es más: trato de no conocer a ninguno para sentirme

mejor de salud”.

También sentía aversión por las entrevistas. “Los deportistas no tienen mucho para

decir. Hablan con su cuerpo, con su performance. Nada encuentro interesante de lo que

puedan decir (…) El reportaje es algo a lo que le tengo aberración”.

Era tan fundamentalista que, en el Mundial 1962, los enviados de El Gráfico a Chile (él

fue uno de ellos) no realizaron ninguna entrevista, lo que implica haber desistido de hablar

con Pelé, Di Stéfano, Sívori, Maschio, Puskas, Bobby Charlton, Gianni Rivera, Masopust o

Yashin.

Para combatir la violencia propuso “la Cruzada honoraria de la decencia”: los hinchas

debían delatar a quiénes cometieran desmanes, pero fracasó. No consideraba deporte al

boxeo ni al automovilismo. Cuando fue director en La Prensa, al primero lo denominaba

“Homicidio legalizado” y al otro, “actividad industrial”.

Tenía una lista prolífica de gente a la que despreciaba (Zubeldía, Carlos Bilardo, Alberto

Jacinto Armando, Antonio Liberti, Rafael Aragón Cabrera, Juan Carlos Lorenzo y José María

Muñoz, entre muchos otros) y una pequeña a la que admiraba: Pelé, José Amalfitani y

Roberto De Vicenzo.

A la pelada de Panzeri sólo le falta convertirse en un icono pop.

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Truman Capote, un genio frívolo que desnudó sin piedad a la alta sociedad de su

tiempo

Su mirada de lince y su lengua de serpiente fueron la clave de una obra sin concesiones, que le

dio un éxito sin precedentes pero que también le valió una tremenda soledad. Una reciente

biografía reconstruye la tormentosa vida del gran autor estadounidense.

Por Alfredo Serra (publicado en www.infobae.com, 14/8/2017).

Vivió apenas 59 años. Fue un chico abandonado. Se crió entre las supersticiones y las

brujerías del sur profundo de los Estados Unidos. Trazó a solas y desde muy temprano su

destino literario. Un crimen en Kansas, que para el periodismo fue apenas una crónica policial,

le dictó una novela inmortal: In Cold Blood (A sangre fría). Vivió y fue estrella entre la high

society neoyorkina, que después lo condenó al exilio social. Pero el castigo que lo derrumbó

no pudo eclipsar su talla ni su gloria de escritor.

Sobre esta síntesis de apenas 304 caracteres propia de una enciclopedia (no la

británica…), la doctora en Letras e investigadora Liliane Kerjan (Francia, 1940) publicó hace

dos años el ensayo Truman Capote, en Argentina hay una edición publicada por El Ateneo.

Son 250 páginas imprescindibles, y sin duda el más profundo estudio sobre la vida y la obra

del insoslayable autor de A Sangre Fría, inauguración de la novela–testimonio, sin duda su

cumbre, pero también un maestro de la observación, de la entrevista como género mayor, y

de retratos brillantes del algo más de medio siglo que le tocó vivir.

Rigurosa en cada línea, Kerjan rastreó no sólo la obra completa de Capote –citada al

final con sus datos esenciales–: también su vida, sintetizada en una útil y completa cronología

ideal para buscadores de perlas…

Y por supuesto, recupera su voz en una colección de recuerdos de alto lirismo, como

este fragmento:

"Para mí, la dulce furia de la trompeta de Armstrong, la ronca exuberancia de sus gestos,

son en cierto modo como la magdalena de Proust: hacen que vuelvan a levantarse las lunas

del Misisipi, evocan las luces fangosas de las ciudades ribereñas y el sonido de las sirenas en el

río, que se parece al bostezo de un caimán. Oigo la embestida del agua mulata contra los

flancos del barco. Sigo oyendo el compás marcado con el pie de ese Buda burlón al tocar The

Sunny Side of the Street, para acompañar sus rugidos…".

(Nota: Sobre la entrega y la casi inmediata publicación de una nota sobre Capote, la

sección Cultura de Infobae recibió el libro de Kerjan. Los editores creyeron, con razón, que

ambos no se excluían: se complementaban. Sin duda, quienes lean la versión periodística no

se conformarán con llegar al punto final: sentirán el fuerte impulso de abordar el libro y

conocer cada resquicio de esa vida extraordinaria.)

……

Tenía apenas 16 años cuando entró –o mejor: irrumpió–en la redacción de la célebre,

refinada, intelectual revista The New Yorker, con su aspecto aniñado, su homosexualidad

evidente e indisimulada, y cierto inquietante aire de perversión. Ya había decidido "ser

escritor, ser rico y ser famoso", aunque su primer trabajo estaba lejos de augurarlo: consiguió

un modesto empleo de cadete, y su gris tarea no iba más allá de seleccionar los chistes de

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cada edición, "pero usaba traje, chaleco, y los mismos y muy caros zapatos del director,

porque así todos sabrían lo que les esperaba cuando mis cuentos cortos empezaran a

publicarse. ¿O creían que yo era realmente el cadete, y no un genio?".

Con todo, el atuendo y las ínfulas no evitaron que el poeta Robert Frost, una de las

estrellas de la revista, Gran Dama del periodismo Made in Manhattan, "por celos, me hiciera

echar dos años después. Sin embargo, no sabían con quién se enfrentaban…".

Era 1940. Correría mucha agua bajo los puentes del río Hudson antes de la gloria y los

millones. Pero la simiente floreció…

–"Tengo que irme corriendo. Pero me ha gustado mucho volver a verlo, señor Dewey.

-Yo me he alegrado también, Sue. ¡Que tengas suerte! –le gritó mientras ella desaparecía

sendero abajo, una graciosa jovencita llena de prisa, con el pelo suelto flotando, brillante.

Nancy hubiera podido ser una jovencita igual.

Se fue hacia los árboles de vuelta a casa dejando tras de sí el ancho cielo, el susurro de

las voces del viento en el trigo encorvado".

Así termina A sangre fría, la novela de Truman Capote (Truman Streckfus Persons,

Nueva Orleans, 30 de septiembre de 1924–Los Ángeles, 25 de agosto de 1984). Que, editada

por Random House New York en 1965, no sólo agotaría dos millones de ejemplares en menos

de un mes y abultaría la cuenta bancaria de T. C. en más de dos millones de dólares: crearía,

de paso, un género periodístico–literario (la non fiction), instalaría a su autor en una doble

cumbre (una fama arrasadora y un departamento de cinco ambientes en el piso 22 del edificio

United Nations Plaza, coto de millonarios), y lo convertiría en el niño mimado de la high

society neoyorkina: primero su Paraíso, más tarde su Infierno.

Alabama, 1933. Truman tiene 9 años, vaga por el bosque, y al cruzar un riacho lo pica

una serpiente mocasín de agua. Su rodilla derecha se hincha y se ennegrece. Grita. Dos

campesinos lo ayudan, pero el hospital y el antídoto están demasiado lejos, de modo que esos

ocasionales asistentes degüellan tres pollos, y a lo largo del viaje van empapando la herida

con su sangre. Se salva. La escena, junto a las oscuras historias de fantasmas y aparecidos que

cada noche le cuenta su tía Sook –una retardada mental que sólo lee la Biblia y calma los

muchos dolores de su cuerpo con morfina– y las leyendas sureñas (las mismas que oyeron

William Faulkner y Tennessee Williams), urden en su mente de genio precoz la materia de su

primera novela: Otras voces, otros ámbitos, que escribe con apenas 23 años y es aclamada

como "una fascinante obra del género gótico americano".

Pero ¿quién es Truman Capote? ¿Quién es ese escritor de aire infantil, cara de ángel

rematada por un rubio flequillo, que se hizo fotografiar sobre un diván, ataviado con un

chaleco, y que mira desafiante desde la contratapa?

Su madre, Lilly Mae Fulk, es una dama sureña que, como Amanda Winfield, la

exasperante y conmovedora madre de El zoo de cristal –la eterna pieza teatral de Tennessee

Williams–, trata de escapar de la trampa pueblerina y el recuerdo de tiempos mejores.

Amanda no lo consigue –recala en un modesto departamento de una callejuela de Saint Louis-

, pero Lilly sí. Su pasaje de salida es el vendedor Arch Persons, feo pero dueño de cierto

encanto. El matrimonio dura apenas cuatro años, genera a Truman, empuja aún más al

alcoholismo a Lilly que, además de vaciar botellas, colecciona amantes ("mi padre llegó a

contar veintinueve", recordará el escritor en un reportaje), y marca a fuego su niñez: "Mi

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madre me encerraba horas y horas, y salía de juerga. Desde entonces no soporto los cuartos

pequeños y cerrados, asfixiantes y con olor a muerte".

Muerte que dos veces vuelve a rozarlo. Una: apendicitis aguda, cirujano ausente,

operación ejecutada por un especialista en caballos. Resultado: una brutal cicatriz. La otra:

borrachera –la inaugural– con el perfume Evening in Paris, predilecto de Lilly y odiado por

Truman "porque se mezclaba con el aliento a alcohol de mi madre, fanática consumidora del

cóctel Old Fashion. Una tarde, como venganza, me tomé todo el frasco…".

Lilly sigue su huida y –con Truman–se muda a New York, conoce a Joseph García Capote,

un cubano rumboso y perpetuo protagonista de negocios tan audaces como frágiles, se casa

con él, se hace llamar Nina Capote, vive unos años dorados (cruceros, bailes, copas) y en 1953,

cuando Joseph va a parar a la cárcel por desfalco, se suicida.

A lo largo de ese loco periplo, Truman es una víctima. Mientras la pareja se divierte, él

queda encerrado en cuartos de hotel, llorando.

Esa cruel etapa le dicta, años después, reflexiones amargas. "Siempre he pensado que

soy un vagabundo en este planeta, un turista en el Sahara, que se acerca en la oscuridad a

tiendas y fogatas del desierto alrededor de las cuales acechan peligrosos nativos atentos a los

ladridos de sus perros. Me parece que he pasado mucho tiempo domesticando o eludiendo a

nativos y perros, y el contenido de este libro casi lo prueba. Como reza el proverbio árabe, los

perros ladran, pero la caravana sigue".

El libro que "casi lo prueba" es Los perros ladran, una colección de relatos breves en los

que muestra su arte, su garra, su feroz capacidad de observación (un escalpelo), que alcanza

su desiderátum en "El duque en sus dominios": la más perfecta radiografía de Marlon Brando,

escrita después de una entrevista en un hotel de Kyoto, Japón, mientras Marlon

filmaba Sayonara, que arrancó a las siete y media de la tarde y terminó pasado el mediodía

siguiente.

Todo lo demás (Desayuno en Tiffany´s, Música para Camaleones, A Sangre Fría) fueron

los peldaños que lo llevarían a la fortuna, a coleccionar celebridades –los Onassis, los

Kennedy, los Vanderbilt, los Niarchos, los Radziwill, todas las estrellas del cine de su tiempo–,

a los colosales escándalos, a las memorables peleas con Norman Mailer y Gore Vidal, a los

tribunales, y los amantes ocasionales y la promiscuidad sexual a la que se lanzó luego de

romper su larga historia de amor –más de tres décadas- con el escritor Jack Dunphy.

Aquel famoso "Soy borracho, soy drogadicto, soy homosexual, soy un genio" es apenas

el lugar común, la estampilla, el sello de goma de cuanto en materia de shock produjo su

pequeño cuerpo –1,55–, su filosa lengua, su voz chillona y gangosa, su espíritu burlón.

Abramos el álbum: "Todo abstemio es, en principio, sospechoso… Sé patinar sobre hielo, leer

al revés, andar en patineta, meterle una bala 38, en el aire, a una lata, correr en Maserati a

doscientos setenta kilómetros por hora, escribir –a mano y con lápiz– sesenta palabras por

minuto, zapatear y cocinar un maravilloso soufflé Furstenberg –queso, verdura y seis yemas–,

pero soy horrible para las matemáticas… Faulkner jamás salió de su pueblo, Salinger tuvo que

esconderse para ser famoso, Hemingway nunca hizo mucho más que perseguir toros y

toreros, y Norman (Mailer) me plagió: tardé siete años en investigar y escribir A Sangre Fría, y

él escribió La Canción del Verdugo en unos pocos meses y con recortes de diarios… ¿Gente

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importante? Muy poca: la única gente importante es la que consigue cincuenta millones de

dólares cash con sólo levantar un teléfono".

Amado por la alta sociedad neoyorkina, invitado de honor a sus mansiones, taumaturgo

de la inolvidable fiesta Black and White en el hotel Plaza (28 de noviembre del 66), que le

costó 150 mil dólares y en la que obligó a todos a "vestirse de blanco y negro, y usar sólo

diamantes", no tardó en cruzar el más peligroso de los límites: creer que príncipes y

multimillonarios estaban a sus pies, y traicionar las reglas de juego.

De pronto, cuando el Paraíso parecía conquistado para siempre, empezó a

escribir Plegarias atendidas, una novela de la que sólo llegó a completar tres largos capítulos –

acaso el más famoso de los libros inconclusos–, pero que le explotó como una granada cuando

sus acólitos se vieron reflejados de la peor manera en “La Côte Basque”, cuarenta páginas –

publicadas inicialmente por la revista Esquire– en las que reveló vida, milagros, misterios,

miserias y adulterios de esa dorada corte.

La reacción fue tan previsible como brutal, y Truman, niño mimado ayer y enfant terrible

desde ese día, fue expulsado de ese mundo y condenado a la muerte civil. Se defendió ("¿Qué

creían, que estaban con un bufón contratado para divertirlos? No: estaban con un escritor, y

pagaron el precio") y duplicó sus disparos con sangrientas burlas contra John y Jackie

Kennedy… and company: toda la pléyade.

Las otrora dulces damas pasaron a ser "arpías, vulgares, estúpidas y de mal gusto", y los

grandes capitanes del dinero, "cornudos, homosexuales encubiertos, drogadictos, gángsters".

Los siete años que siguieron fueron una larga pesadilla de desenfreno, enfermedades y

aridez literaria. Truman vivió borracho y drogado día, noche y trasnoche, cayó preso por

estrellar su auto contra un bar (seis heridos), fue expulsado del Towson State College por

presentarse a una conferencia tambaleante, con una botella de vodka en la mano y

mascullando incoherencias, mientras mil quinientos estudiantes que pagaron cinco dólares el

asiento esperaban sus palabras, y su cuerpo fue martirizado por cirrosis, flebitis, insomnio,

insoportables dolores en las piernas y ataques de epilepsia.

En julio del 84 viajó a Los Angeles, se refugió en la casa de Joanne Carson, la única amiga

que le quedaba, y en el atardecer del 25 de agosto le dijo: "Estoy muriendo. No llames al

médico. Sólo abrázame".

Dijo tres veces "Mamá", y se fue.

Su libro Plegarias atendidas, mortal vuelta de tuerca, tomó su nombre de una cita de

Santa Teresa de Jesús: "Se derraman más lágrimas por plegarias atendidas que por no

atendidas". Nadie mejor que Truman lo supo. Su plegaria mayor fue ser escritor, rico y

famoso. Lo logró, pero murió en soledad y entre lágrimas.

Sin embargo, su autodestructiva vida, que no alcanzó las seis décadas, es apenas el

olvidable telón que jamás eclipsó (ni eclipsará) su genio literario. Si sólo hubiera escrito A

sangre fría, nacido de una breve noticia aparecida en The New York Times que recortó con la

chispa de inspiración de los grandes escritores y se lanzó a la investigación del bestial y

gratuito crimen de la familia Clutter hasta el final (la muerte en la horca de los dos asesinos),

Truman Capote sería lo mismo que fue y que aun es: un escritor colosal.

Cualquiera de sus capítulos, cualquiera de sus líneas, lo instala en la leyenda. Y en ella

seguirá para siempre.