Suspiros de Héroe
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Suspiro de Héroe
Kepa Garmendia se mostró
vulgar: amasijo de sangre, placenta y
grasa. Un ser inicialmente escuálido y
amoratado, que, en su hacer por la vida,
desencadenaba una fuerza comparable a
la de un océano embravecido, si se tenía
en cuenta la relación de su esfuerzo con
su dimensión chaparra, de no más de 35
centímetros al nacer.
Como un animal acorralado,
luchó contra el cordón umbilical que le
oprimía el cuello en sentido equivocado,
pues cuanto más intenso era su espasmo
por desembarazarse de semejante
aprieto, más se ceñía esa soga al tubo, ya
marcado, que le comunicaba con sus
pulmones.
Por fin, sin apenas ayuda, dejado
a su suerte por el descuido, y tras horas
de destino incierto, una madre
abandonada y moribunda salvó la vida
de Kepa antes de su primer amanecer,
dejando la suya en el intento. Desde el
esfuerzo, recordaría no muchos años
más tarde, en rápida ráfaga y antes de
caer en un profundo sueño, la dura luz
del artificio hospitalario con que se
abren las ventanas de nuestras caras al
mundo.
El orto clavó sus agujas con los
primeros brillos, prolongando la
canícula hasta la asfixia. Ese día sin fin,
con un proceder brutal, más de un
pulmón se despidió del oxígeno que le
ponía en movimiento. Mientras, Kepa
reclamaba su primer pecho con un
pequeño lagrimeo, al instante convertido
en legaña, y un grito estridente y
continuo que le dejó sin oxígeno: su
cabeza iba y venía en un tornasol, del
color rosáceo al violeta grana y de éste
al rosáceo.
Las imágenes de sus primeros
días se confundían con las de su recién
cumplidos 26 años, en un aturdimiento
surgido del ruido de su parabellum y la
vista del cuerpo, todavía con vida, que
yacía a sus pies, con un tiro en la nuca.
No tenía unas horas y su primera
fatiga cincelaba en Kepa un rictus
desesperado, con la boca entreabierta, el
labio superior curvado hacia el lado
derecho, y una exagerada línea
prematura que, partiendo de ese lado,
desfiguraba su cara desde la comisura
de los labios hasta el lagrimal del ojo.
El sonido de la
bala al cruzar el silenciador le devolvió
al primer momento en que tuvo
conciencia integral de sí mismo, cuando
a sus quince años, Kepa Garmendia,
trémulo por el intercambio de golpes -
"otra vez, este jodido dolor de oídos"- y
gruesas palabras con su padre, rasuró el
incipiente bello de su cara tortuosa, ante
el espejo roto de su adolescencia.
Con un impacto
seco, la cabeza que tenía frente a sí
parecía querer salir de su lugar. El
movimiento elástico y lento del cuello
hizo un vaivén de asentimiento
desbocado, junto a un cuerpo que
parecía querer morir de risa doblándose
sobre sí, antes de desplomarse en el
asfalto.
Un hilo granate salió por el
orificio que acababa de hacer en el
occipital de su víctima, dejando un
rastro perplejo e inhibitorio en Kepa.
Inició el paso sin una dirección
predeterminada, sin concierto, con
tranquilidad autómata, hasta perderse
en una de las bocas del metro de la
ciudad.
Bajo tierra, entre la indecisa luz
del vagón del tren, Kepa Garmendia
dejó vagar su mente con el compás de
las gotas que manaban del entresijo de
su cabellera revuelta. Se asió de uno de
los agarraderos próximos a un asiento
libre, y notó como el frío metal le
postraba con el recuerdo de aquél día
lejano en que cogía un arma por
primera vez, cuando Txiqui, el de
Zarautz, le llevó a Donosti y en lo alto
del monte Igueldo, sin previo aviso, le
puso entre sus manos la vieja
parabellum.
Aquél día el sol blandía su
impotencia. En el recogimiento de la
bahía de La Concha, las nubes bajas
rezumaban un ligero aguacero recibido
con indiferencia por una mar gris. –
"Cómo pesa", fue todo lo que dijo.
Un tic rápido de su mano
derecha le llevó a la penumbra de su
ahora. Su pistola estaba allí y nada
importaba, ni el quién, ni el por qué. El
plan se desarrollaba como estaba
previsto, aunque a contrapelo de su
memoria, tan empecinada como su
escasa conciencia del otro, del próximo,
del hermano.
Un Kepa confundido con el ayer
resentía aquéllos sudores dulces del
desierto argelino, donde robando al
sueño, corría en la noche no exenta de
riesgo hacia el contacto sedoso de una
mujer, que paliaba el duro
entrenamiento físico bajo el sol, el
aprendizaje de tiro con distintas armas,
los estudios sobre explosivos con carga
real, y las soflamas excesivas en ideales
nacionalistas para jóvenes cargados de
vanidad y ansia de reconocimiento
social entre los que consideraba suyos.
No huvo tiempo
para más. Una mano cayó con fuerza
sobre su hombro, mientras que el brazo
del otro lado era atrapado y doblado
hacia atrás con igual intensidad,
obligándole a levantarse con el tronco
paralelo al suelo y a pegar su cabeza
contra la ventana del vagón en que se
encontraba.
- "¡ No intentes nada, so cabrón, o te
rompo el brazo aquí mismo. Ya la has
cagao, hijo puta !".
No tuvo tiempo ni para un
suspiro. Cuando ya se empezaba a creer
seguro, pero sin tiempo para hacer
desaparecer el arma del delito, fue
detenido. El corazón le apretaba el
pecho produciendo a Kepa Garmendia
Fernández un agudo dolor, similar al de
la traición evidenciada por la forma en
que le atraparon.
Se debatía entre la traición y el
destino al que se enfrentaba encerrado,
pero con el apoyo de la falsa
trascendencia de sí mismo, el equívoco y
minoritario reconocimiento de lo que
sus correligionarios consideraban una
hazaña, y empezándose a creer la
propia heoricidad de su acto cobarde,
sin saber que la violencia no es más que
la manifestación extrema de la negación
propia, que conduce al encuentro con la
nada.
En su adiós, Kepa mostró el lado
oculto de sus ojos. Despertó de su
recuerdo con un sobresalto ante la
realidad de su boca seca, abierta, e
incapaz de emitir ruido alguno. El
lagrimeo casi seco y aquélla muestra de
su primera infancia en su cuello,
fundieron definitivamente su ayer con
su hoy. Y es que esta vez, la soga, si, era
cierta.
Madrid, 28 de mayo de 1997.
© Samier.