Sueños olvidados - Editorial Minúscula · 2015-11-08 · te de fuera de la puerta del armario y...

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SueñoS olvidadoS

Tour de force, 10

leonor de Recondo

Traducción de Palmira Feixas

Sueños olvidados

editorial minúsculaBARCELONA

Título original: Rêves oubliésCopyright © Sabine Wespieser éditeur, 2012

© de la traducción: 2015 Palmira FeixasRevisión: Marta Hernández

© 2015 editorial Minúscula, S. l. Sociedad unipersonal av. República argentina, 163 - 08023 Barcelona [email protected] www.editorialminuscula.com

Primera edición: noviembre de 2015

diseño gráfico: Pepe Farimagen de la cubierta: © Pepe Far

Cet ouvrage a bénéficié du soutien des Programmes d’aide à la publication de l’institut français/Ministère français des affaires étrangères.esta obra se ha beneficiado de los Programas de ayuda a la publicación del institut français/Ministerio francés de asuntos exteriores.

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

Preimpresión: addenda, Pau Claris, 92, 08010 Barcelonaimpresión: Romanyà valls

iSBN: 978-84-943539-6-3depósito legal: B-25.119-2015

Printed in Spain

Para Felix y Hector,con el fin de que los recuerdos de uno

alimenten la memoria del otro.

el amante demoníaco

No había dormido bien; desde la una y media, después de que Jamie se fuera y ella se metiera lánguidamente en la cama, hasta las siete, cuando se permitió levantarse y prepa-rar café, había dormido mal, se había estado despertando por los nervios, quedándose con los ojos abiertos en la pe-numbra, recordando una y otra vez, sumergiéndose a cada rato en un sueño febril. estuvo casi una hora con el café —iban a desayunar como es debido en el camino— y después, a no ser que quisiera vestirse antes de tiempo, no tenía nada que hacer. lavó la taza e hizo la cama, mientras repasaba con cuidado la ropa que había planeado ponerse, preocupándo-se innecesariamente, desde la ventana, por si haría un buen día. Se sentó a leer, pensó en escribirle una carta a su her-mana, y empezó, con su mejor letra: «Queridísima anne, cuando recibas esta carta, me habré casado. ¿No te parece divertido? Ni yo misma puedo creerlo, pero cuando te cuen-te cómo sucedió, verás que es aún más raro...»

Sentada, con el bolígrafo en la mano, vaciló sobre qué decir a continuación, leyó las líneas que había escrito y rom-pió la carta. Fue hasta la ventana y vio que era un día inne-gablemente bonito. Pensó que quizá no debía ponerse el vestido azul de seda; era demasiado sencillo, casi serio, y ella

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quería estar dulce, femenina. empezó a buscar ansiosa en-tre los vestidos del armario y dudó ante uno estampado que ya había llevado el verano anterior; era demasiado juvenil para ella, y tenía el cuello de volantes, y todavía era pronto para ponerse un vestido estampado, pero aun así...

Colgó los dos vestidos uno al lado del otro en la par-te de fuera de la puerta del armario y abrió las puertas de vidrio que estaban cuidadosamente cerradas ante el peque-ño armario que era su cocina. encendió el quemador de debajo de la cafetera y fue hasta la ventana; hacía sol. Cuan-do la cafetera comenzó a hacer ruido volvió y se sirvió un café, en una taza limpia. Me dolerá la cabeza si no como algo sólido pronto, pensó, todo este café, demasiado tabaco sin haber desayunado nada. dolor de cabeza el día de su boda; fue a buscar la caja de aspirinas al armario del cuarto de baño y lo metió en su bolso azul. iba a tener que usar el bolso marrón si se ponía el vestido estampado, y el único bolso marrón que tenía estaba gastado. Se quedó mirando con impotencia el bolso azul y el vestido estampado, y lue-go dejó el bolso, fue a buscar el café y se sentó junto a la ventana, bebiendo café y escudriñando el apartamento de un solo ambiente. Tenían pensado volver allí aquella noche y todo debía estar en su lugar. Con súbito horror, se dio cuenta de que se había olvidado de poner sábanas limpias en la cama; acababa de recibir la ropa de la lavandería y co-gió unas sábanas limpias y fundas de almohada de la estan-tería superior del armario y deshizo la cama, actuando con rapidez para evitar pensar a conciencia por qué estaba cam-biando las sábanas. era una cama plegable, con una funda para darle aspecto de sofá, y después de hacerla nadie sabría que acababa de poner sábanas limpias. Cogió las sábanas y las fundas de almohada sucias y las llevó al cuarto de baño,

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las metió en el cesto, y también metió en el cesto las toallas de baño y puso toallas limpias. Cuando volvió, el café esta-ba frío, pero se lo bebió de todos modos.

al mirar por fin el reloj, vio que eran más de las nue-ve y empezó a darse prisa. Se bañó, usó una de las toallas limpias, la metió en el cesto y la reemplazó por otra limpia. Se vistió con cuidado, con ropa interior limpia y la mayor parte nueva; metió todo lo que había usado el día anterior, incluyendo el camisón, en el cesto. una vez lista para po-nerse el vestido, se quedó dudando frente a la puerta del armario. el vestido azul era, sin duda, recatado, y sobrio, y muy favorecedor, pero ya se lo había puesto varias veces para salir con Jamie, y no tenía nada que lo hiciera especial para un día de boda. el vestido estampado era más que bonito y Jamie no lo conocía, pero un estampado así con el año recién comenzado era adelantarse a la temporada. al final pensó, hoy es el día de mi boda, me puedo vestir como quie-ra, y descolgó el vestido estampado. Cuando se lo puso por la cabeza, sintió su frescura y ligereza, pero cuando se miró al espejo recordó que los volantes del cuello no le quedaban muy bien, y la falda con tanto vuelo parecía hecha irresis-tiblemente para una muchacha, para alguien que la hiciera correr libremente, bailar, contonearse con las caderas al an-dar. Mientras se miraba al espejo pensó con asco, es como si estuviera intentando estar más bonita de lo que soy, solo por él; pensará que quiero parecer más joven porque se está casando conmigo; y se quitó tan rápido el vestido estampa-do que rompió una costura bajo el brazo. Con el viejo ves-tido azul se sentía a gusto y cómoda, pero insulsa. lo im-portante no es lo que llevas puesto, se dijo con firmeza, y se volvió desalentada hacia el armario para ver si encontra-ba algo más. No había nada que ni remotamente pudiera

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ser apropiado para casarse con Jamie, y por un instante pen-só en salir disparada a alguna tienda cercana a comprar un vestido. entonces se dio cuenta de que ya eran casi las diez, y no tenía tiempo más que para peinarse y maquillarse. el cabello no tenía complicación, se lo iba a recoger hacia atrás y atar a la altura de la nuca, pero el maquillaje implicaba un equilibrio delicado entre tener el mejor aspecto posible y engañar poco. No podía intentar ocultar el tono cetrino de su piel, o las líneas de alrededor de los ojos, hoy, porque habría parecido que solo lo hacía para su boda, y sin em-bargo no podía evitar imaginarse a Jamie llevando al altar a alguien ojeroso y arrugado. después de todo, tienes trein-ta y cuatro años, se dijo a sí misma con crueldad frente al espejo del baño. Treinta, decía en el carnet de conducir.

Faltaban dos minutos para las diez; no estaba satisfe-cha con su ropa, su cara, su casa. Calentó el café otra vez y se sentó en la silla junto a la ventana. ahora ya no puedo hacer nada, pensó, no tiene sentido intentar mejorar nada en el último momento.

Reconciliada, convencida, intentó pensar en Jamie pero no pudo ver su cara con claridad ni oír su voz. Siempre su-cede lo mismo cuando amas a alguien, pensó, y pasó del hoy y el mañana a un futuro más lejano, en el que Jamie se había consolidado como escritor y ella había dejado su trabajo, la futura casa dorada en el campo que habían estado preparan-do la última semana. «antes era una gran cocinera —le había asegurado a Jamie—, con un poco de tiempo y práctica po-dré recordar cómo hacer un pastel de ángel. Y pollo frito —dijo, consciente de que estas palabras quedarían fijadas en la mente de Jamie, con cierta ternura—. Y salsa holandesa.»

las diez y media. Se levantó y se dirigió decidida ha-cia el teléfono. Marcó, y esperó, y la voz metálica de la chi-

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ca dijo: «...son las diez y veintinueve minutos». atrasó su reloj un minuto casi inconscientemente; estaba recordando su propia voz la noche anterior, mientras decía, de camino a la puerta: «entonces a las diez en punto. estaré lista. ¿Todo esto es de verdad?»

Y a Jamie riendo bajando hacia el vestíbulo.a las once ya había cosido la costura rota del vestido

estampado y había guardado con cuidado la caja de costura en el armario. Con el vestido estampado puesto, estaba sen-tada junto a la ventana tomando otra taza de café. Me po-dría haber vestido con más calma, al fin y al cabo, pensó; pero ya era tan tarde que podía aparecer en cualquier mo-mento, y no se atrevió a cambiar alguna cosa sin empezar con todo de nuevo. No tenía nada para comer en casa, ex-cepto la comida que había ido guardando para la vida en común que iban a empezar: un paquete de beicon sin abrir, una docena de huevos en su caja, un pan sin abrir y una mantequilla sin abrir; era para el desayuno del día siguien-te. Pensó en bajar corriendo a la tienda a buscar algo de co-mer y dejar una nota en la puerta. Pero decidió esperar un poco más.

a las once y media se sentía tan mareada y débil que tuvo que bajar. Si Jamie hubiera tenido teléfono, lo habría llamado. en vez de eso, abrió el escritorio y escribió una nota: «Jamie, he bajado a la cafatería. vuelvo en cinco mi-nutos.» la pluma le manchó los dedos y fue al lavabo y se lavó, usó una toalla limpia que reemplazó. Pegó la nota en la puerta, inspeccionó el apartamento una vez más para comprobar que todo estuviera perfecto y cerró la puerta sin llave, por si él venía.

en la cafetería se dio cuenta de que no tenía ganas de nada salvo de más café, pero lo dejó a medias porque pensó

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que Jamie debía de estar arriba, esperando, impaciente, an-sioso por ponerse en marcha.

Pero arriba todo estaba preparado y tranquilo, tal y como ella lo había dejado, su nota en la puerta sin leer, el ambiente un poco rancio de tantos cigarrillos. abrió la ventana y se sentó junto a ella hasta que se dio cuenta de que se había quedado dormida y de que era la una menos veinte.

entonces, de pronto, se asustó. al despertarse inespe-radamente en la habitación donde había estado esperando y preparándolo todo, ahora limpio y sin tocar desde la diez de la mañana, se asustó, y sintió una necesidad urgente de apresurarse. Se levantó de la silla y cruzó la estancia casi co-rriendo hasta el baño, se lavó la cara con agua fría, y usó una toalla limpia; esta vez volvió a dejarla sobre la repisa descuidadadamente sin cambiarla, ya habría tiempo después para eso. Sin sombrero, aún con el vestido estampado y un abrigo por encima, con el inapropiado bolso azul con la as-pirina dentro en la mano, cerró la puerta del apartamento tras de sí, sin dejar una nota en esta ocasión, y corrió esca-leras abajo. Tomó un taxi en la esquina y le dio la dirección de Jamie al conductor.

era muy cerca; podría haber ido caminando si no se hubiera sentido tan débil, pero una vez en el taxi se dio cuen-ta de que era muy imprudente por su parte presentarse des-caradamente ante la puerta de Jamie con exigencias. Por eso le pidió al conductor que la dejara en la esquina, cerca de casa de Jamie, y, después de pagarle, esperó a que se alejara antes de empezar a caminar hasta el bloque. Nunca había estado allí; el edificio era agradable y antiguo, y el nombre de Jamie no estaba en ninguno de los buzones de la entrada ni en los timbres. Revisó la dirección; era correcta, y acabó

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llamando a un timbre donde decía «Conserjería.» al cabo de un minuto o dos sonó el zumbido de la puerta y ella abrió la puerta y se adentró en el vestíbulo oscuro, donde vaciló hasta que se abrió una puerta y alguien dijo «¿Sí?»

en ese preciso momento supo que no tenía ni idea de qué preguntar, así que avanzó hacia la figura que estaba es-perando a contraluz en la puerta abierta. una vez muy cer-ca, la figura repitió «¿Sí?», y vio que se trataba de un hom-bre en mangas de camisa, que no podía verla con más cla-ridad de la que ella lo veía a él.

Con súbita valentía, dijo: —estoy buscando a alguien que vive en este edificio

pero no puedo encontrar el nombre fuera.—¿Cómo se llama? —preguntó el hombre, y ella se

vio obligada a responder.—James Harris —contestó—. Harris.el hombre se quedó en silencio un momento y luego

repitió «Harris». Se volvió hacia el interior de la habitación desde el umbral iluminado y dijo:

—Margie, ven un momento.—¿ahora qué sucede? —gritó una voz desde dentro,

y después de una espera lo bastante larga como para que al-guien que está plácidamente sentado se levante, una mujer se reunió con él en la entrada, frente al pasillo a oscuras.

—esta señora —dijo el hombre— está buscando a un tipo que se llama Harris, vive aquí. ¿Hay alguien con este nombre en el edificio?

—No —respondió la mujer. Su voz sonaba sorpren-dida—. aquí no hay nadie que se llame Harris.

—lo siento —dijo el hombre. Y mientras estaba ce-rrando la puerta, dijo—: Se equivoca de casa —y bajando un poco la voz añadió—: o de chico. —Él y la mujer se rieron.

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la puerta ya estaba casi cerrada cuando, sola en el pa-sillo a oscuras, se dirigió a la pequeña rendija de luz que aún se veía:

—Pero yo sé que es aquí, lo sé.—Mire —contestó la mujer, abriendo un poco la

puerta otra vez—: Sucede constantemente.—No se confunda, por favor —dijo ella, y su voz so-

naba muy digna, con treinta y cuatro años de orgullo acu-mulado—. Me parece que no me ha entendido.

—¿Qué aspecto tiene? —preguntó la mujer con des-gana, con la puerta entreabierta.

—es bastante alto, y rubio. Suele llevar un traje azul. es escritor.

—No —respondió la mujer, y añadió—: ¿Puede ser que viviera en el tercero?

—No estoy segura.——Había un tipo —dijo la mujer, pensativa—. a

menudo llevaba un traje azul, vivió un tiempo en el tercer piso. los Royster le prestaron la casa mientras estaban en el norte visitando a la familia.

—debe de ser ese, pero yo pensé...—este llevaba casi siempre un traje azul, pero no sé si era

muy alto —dijo la mujer—. Se quedó más o menos un mes.—Hace un mes que...—Pregúnteselo a los Royster —dijo la mujer—. Han

vuelto esta mañana. apartamento 3B.la puerta se cerró, por completo. el vestíbulo estaba

muy oscuro y las escaleras parecían aún más oscuras. en el segundo piso había una pequeña luz de una cla-

raboya lejana. las puertas de los apartamentos estaban ali-neadas, cuatro por piso, taciturnas y silenciosas. en la puer-ta del 2C había una botella de leche.

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Se quedó esperando un momento en el tercer piso. Se oía música detrás de la puerta del 3B, y voces. Finalmente llamó, y volvió a llamar. la puerta se abrió y la música lle-gó hasta ella, la retransmisión de una sinfonía a primera hora de la tarde.

—¿Qué tal? —saludó educadamente a la mujer que le abrió la puerta—. ¿es usted la señora Royster?

—Sí, así es. —la mujer llevaba una bata y tenía res-tos de maquillaje de la noche anterior.

—Me preguntaba si podría hablar con usted un se-gundo.

—Claro —respondió la señora Royster sin moverse.—es sobre el señor Harris.—¿Qué señor Harris? —preguntó con indolencia.—el señor Harris, al que le prestaron el apartamento.—oh, Señor —exclamó la señora Royster. Fue como

si abriera los ojos por primera vez—. ¿Qué ha hecho?—Nada. Solo estoy intentando encontrarlo.—oh, Señor —repitió la señora Royster. abrió más

la puerta y dijo—: adelante. —Y añadió—: ¡Ralf!dentro la música resonaba en todo el apartamento, y

había maletas medio deshechas en el sofá, en las sillas, en el suelo. en una esquina había una mesa con los restos de una comida, y el joven que estaba allí sentado, que por un instante le pareció Jamie, se levantó y se acercó cruzando la habitación.

—¿Qué sucede? —preguntó.—Señor Royster —dijo. era difícil hablar con la mú-

sica—. la conserje, abajo, me ha dicho que el señor James Harris ha estado viviendo aquí.

—Sí —respondió—, si se llamaba así.—Creía que usted le había prestado el apartamento

—contestó ella, sorprendida.

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—No sé nada de él —dijo el señor Royster—. es uno de los amigos de dottie.

—No es uno de mis amigos —rebatió la señora Roys-ter—. No es amigo mío. —

Fue hasta la mesa y untó una rebanada de pan con manteca de cacahuete. le dio un mordisco y dijo con voz pastosa, alargando el pan a su marido—: No es mi amigo.

—Te lo trajiste de una de esas malditas reuniones —dijo el señor Royster. empujó una maleta que estaba en la silla que había junto a la radio y se sentó, mientras recogía una revista del suelo—. No intercambié con él más de diez palabras.

—dijiste que no había ningún problema en prestarle la casa —dijo la señora Royster antes de dar otro mordis-co—. Nunca dijiste nada en su contra, después de todo.

—Yo no digo nada sobre tus amigos —le reprochó el señor Royster.

—Si hubiera sido amigo mío habrías hablado mucho sobre él, te lo aseguro —contestó la señora Royster en tono amenazante.

—No quiero oírte más —dijo el señor Royster, por encima del borde de la revista—. Basta, hasta aquí.

—Ya ve. —la señora Royster apuntó con el pan con manteca de cacahuete hacia su marido—. es así siempre, día y noche.

Se hizo un silencio, solo con la música de la radio que había junto al señor Royster, y entonces ella dijo, en un tono que ni siquiera esperaba que se oyera con el sonido de la música:

—¿Se ha ido, entonces?—¿Quién? —preguntó la señora Royster, mirando por

encima del frasco de manteca de cacahuete.