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LEER y releer No. 35 – Sistema de Bibliotecas Universidad de Antioquia – Abril de 2004 El lector infrecuente Por George Steiner y releer Leer

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LEER y releer No. 35 – Sistema de BibliotecasUniversidad de Antioquia – Abril de 2004

El lector infrecuente

Por George Steiner

y releerLeer

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Ilustraciones:Pinturas de José Fernando Muñoz

Portada:HorizontalesAcrílico sobre lienzo

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Nota prescindible

Del volumen Pasión intacta: Ensayos 1978-1995, de George Steiner(París, 1929), donde el autor discurre por apasionantes y a vecespolémicos temas contemporáneos, Leer y releer entrega a sus lec-tores el capítulo “El lector infrecuente”, una detectivesca reflexiónsobre el lector y la lectura (animal bifronte no siempre manso,no siempre digerible al primer vistazo) a partir de un cuadro (LePhilosophe lisant), la representación iconográfica del lector en unya lejano siglo XVIII. Por ese motivo, reproducimos el cuadro alu-dido por Steiner, a la vez que acompañamos toda la lectura, comoes costumbre, con una obra original, en este caso once acrílicosde José Fernando Muñoz, artista de la Facultad de Artes de laUniversidad de Antioquia.

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El lector infrecuente (1978)

Por George Steiner

Le Philosophe lisant, de Chardin, fue terminado el 4 de diciembrede 1734. Se cree que es un retrato del pintor Aved, un amigo de

El filósofo leyendo. Jean-Baptiste Chardin, 1734

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Chardin. El tema y la composición —un hombre y una mujerleyendo un libro abierto sobre la mesa— son frecuentes. Ambosforman casi un subgénero de los interiores domésticos. La com-posición de Chardin tiene antecedentes en las iluminacionesmedievales, en las cuales la figura de san Jerónimo o de algúnotro lector ilustra en sí misma el texto que ilumina. El tema con-tinúa siendo popular hasta bien entrado el siglo XIX (sirvan comoprueba el celebrado estudio de Courbet sobre Baudelaire leyen-do o los lectores retratados por Daumier). Pero el motivo de lelecteur o de la lectrice parece haber sido objeto de mayor atencióndurante los siglos XVII y XVIII, y constituye un vínculo —del quetoda la obra de Chardin fue representativa— entre el gran pe-ríodo de los interiores holandeses y el tratamiento de los temasdomésticos de la escuela clásica francesa. En sí mismo, por tan-to, y en su contexto histórico, Le Philosophe lisant no deja de con-sistir en un tema frecuente realizado de forma convencional(aunque por la mano de un maestro). Considerado en relacióncon nuestro tiempo y con nuestros códigos de percepción, sinembargo, esta representación «corriente» apunta, en casi cadauno de sus detalles y significados, a una revolución de valores.

Consideremos en primer lugar el traje del lector. Es sin lugar adudas formal, incluso ceremonioso. La capa y el sombrero depieles sugieren el brocado, una sugestión que nace del brillo matepero áureo de la coloración. Aunque evidentemente se encuen-tra en su casa, el lector aparece “cubierto”, una palabra arcaicaque implica la obligada nota de lo que casi sería una ceremoniaheráldica (que la forma y el tratamiento del sombrero forradode pieles derive casi con toda seguridad de Rembrandt es unmotivo de interés sólo histórico-artístico). Lo que importa es laelegancia enfática, la deliberada importancia que el traje tieneen ese momento. El lector no se encuentra con el libro vestidode manera informal o desaliñada; está vestido para la ocasión,una forma de proceder que dirige nuestra atención hacia la cons-trucción de valores y hacia la sensibilidad en el sentido tanto dela “vestidura” como de la “investidura”. La primera característica

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del acto, de la autoinvestidura del lector ante el acto de la lectu-ra, es una característica de cortesía, un término representado sólode forma imperfecta por “cortesía”. La lectura aquí no es un actofortuito o casual. Se trata de un encuentro cortés, casi cortesano,entre una persona privada y uno de esos «invitados importantes»cuya entrada en la casa de los mortales es evocada por Hörderlinen su himno «Como en un día de fiesta», y por Coleridge en unade las glosas más enigmáticas que añadió a La balada del viejo ma-rinero. El lector se encuentra con el libro con una obsequiosidadde corazón (eso es lo que cortesía significa), con una obsequiosi-dad, una atención y una actitud acogedora, de las cuales la man-ga bermeja, quizá de terciopelo o velludillo, y la capa y el sombreroforrado de pieles son los símbolos externos.

El hecho de que el lector lleve sombrero tiene claras resonan-cias. Los etnógrafos todavía nos tienen que decir qué significa-dos generales pueden aplicarse a la distinción entre aquellasprácticas religiosas y rituales en las que el participante debe ircon la cabeza cubierta y aquellas en las que éste debe ir con lacabeza descubierta. Tanto en la tradición hebraica como en lagreco-romana, el adorador, el que consulta el oráculo o el inicia-do llevan la cabeza cubierta cuando se acercan al texto sagradoo al augurio. Lo mismo sucede con el lector de Chardin, como siquisiera dejar claro el carácter numinoso de su acceso y poste-rior encuentro con el libro. El sombrero forrado de pieles —y esen este punto en el que el eco de Rembrandt puede ser perti-nente— sugiere de forma discreta el tocado del erudito cabalistao talmúdico que busca la llama del espíritu en la fijeza momen-tánea de la carta. Visto en conjunto con el traje de pieles, el som-brero del lector implica precisamente esas connotaciones de laceremonia intelectual, del tenso reconocimiento del significadollevado a cabo por la mente, que induce a Próspero a vestirseelegantemente, antes de abrir sus libros mágicos.

Fijémonos ahora en el reloj de arena que aparece junto al cododerecho del lector. Una vez más nos encontramos ante un moti-

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vo convencional, pero con uno tan cargado de significado queun comentario exhaustivo debería comprender casi una histo-ria del sentido occidental de la invención y la muerte. El reloj, taly como Chardin lo coloca en el cuadro, establece la relación entreel tiempo y el libro. La arena corre rápidamente a través del es-trecho paso del reloj (un correr cuya tranquila finalidad Hopkinsinvoca en un punto clave de la turbulencia mortal de «El naufra-gio del Deutschland”). Pero al mismo tiempo el texto perdura. Lavida del lector se cuenta en horas; la del libro, en milenios. Éstees el primer escándalo triunfal proclamado por Píndaro: «Cuan-

Urbanos. Acrílico sobre lienzo. 24 x 24 cm

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do la ciudad que celebro haya muerto, cuando los hombres aquienes canto se hayan desvanecido en el olvido, mis palabrasperdurarán». Es éste el concepto al que el exegi monumentum deHoracio dio expresión canónica y que culmina en la suposiciónhiperbólica de Mallarmé, según la cual el objeto del universo es leLivre, el libro final, el texto que transciende el tiempo. El mármolse rompe en pedazos, el bronce se deteriora, pero la palabra escri-ta —aparentemente el más frágil de los medios— sobrevive. Laspalabras sobreviven a quienes las engendraron. Flaubert se que-jaba de esta paradoja: mientras él moría como un perro sobre lacama, esa «zorra» de Emma Bovary, su criatura, nacida de unasletras sin vida garabateadas en una hoja de papel, continuaba viva.Hasta ahora, sólo los libros han escapado a la muerte y han con-seguido lo que Paul Eluard definió como la principal compulsióndel artista: le dur désir de durer (los libros pueden incluso sobrevivirsea sí mismos, y saltar por encima de la sombra de su propio origen:existen traducciones vivas de lenguas muertas hace mucho tiem-po). En el cuadro de Chardin, el reloj de arena —una forma do-ble que sugiere el símbolo del toro o el número ocho del infinito—oscila, exacta e irónicamente, entre la vita brevis del lector y el arslonga de su libro. Mientras lee, su propia existencia se extingue. Sulectura es un eslabón en la cadena de la continuidad performativaque suscribe (un término al que merece la pena volver) la super-vivencia del texto leído.

Aunque la forma del reloj sea binaria, su valor es dialéctico. Laarena que cae por el reloj habla tanto de la naturaleza que desa-fía al tiempo de la palabra escrita como del poquísimo tiempodel que se dispone para leer. El lector más empedernido sólopuede leer una fracción de minuto de la totalidad de textos quehay en el mundo. El que no haya experimentado la fascinaciónllena de reproches de las grandes estanterías llenas de libros noleídos, de las bibliotecas nocturnas de las cuales Borges es elfabulador, no es un verdadero lector, un philosophe lisant. No esun lector quien no ha escuchado en su oído interior la llamadade los cientos de miles, de los millones de volúmenes conteni-

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dos en los fondos de la Biblioteca Británica o de la BibliotecaWidener, que piden ser leídos. Porque en cada libro hay unaapuesta contra el olvido, una postura contra el silencio que sólopuede ganarse cuando el libro vuelve a abrirse (aunque, en con-traste con el hombre, el libro puede esperar siglos el azar de laresurrección). Todo lector auténtico, según el esbozo de Chardin,arrastra consigo el eco regañón de la omisión, de las estanteríasde libros por las que ha pasado a toda prisa, de los libros sobrecuyos lomos ha pasado los dedos con ciego apresuramiento. Yome he dejado escurrir una docena de veces por la gigantescahistoria de Sarpi sobre el Concilio de Trento (uno de los traba-jos capitales en el desarrollo de los argumentos político-religio-sos de Occidente), o por las opera omnia de Nikolai Hartmannlujosamente encuadernadas; nunca conseguiré leer las dieciséismil paginas del diario (profundamente interesante) de Amielpublicado recientemente. Hay tan poco tiempo en «la bibliote-ca que es el universo» (en la mallarmeana frase de Borges). Loslibros no abiertos, sin embargo, nos llaman de forma tan silen-ciosa e insistente como el correr de la arena del reloj. Que elreloj de arena sea una clave tradicional de la Muerte en el arte yla alegoría occidental destaca la doble significación de la com-posición de Chardin: la vida del libro después de la muerte, labrevedad de la vida del hombre sin la cual el libro yace enterra-do. Repetimos: las interacciones de significado que se producenentre el reloj de arena y el libro son tales que en ellas se basagran parte del contenido de nuestra historia interior.

Fijémonos a continuación en los tres discos de metal que apare-cen frente al libro. Casi con toda seguridad, son medallas debronce que utilizaban para mantener estirada la página (en losfolios, las páginas tienden a arrugarse y a levantarse en sus bor-des). No creo que sea extravagante pensar que estas medallasporten retratos, divisas o emblemas heráldicos, función ésta pro-pia del arte numismático desde la antigüedad hasta la acuña-ción conmemorativa o las medallas de hoy. En el siglo XVIII, comoen el Renacimiento, el escultor o grabador utilizaba estas pe-

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queñas circunferencias para concentrar en ellas (hacer incisivo,en su sentido literal) una celebración de renombre cívico o mili-tar, para otorgarle un valor alegórico, lapidario, moral, mitológi-co y duradero. Así, en el cuadro de Chardin encontramos laexposición de otro importantísimo código semántico. El meda-llón es también un texto. En este texto pueden fecharse o re-componerse palabras e imágenes de gran antigüedad. El relieveo grabado de bronce desafía la mordaz envidia del tiempo. Igualque el libro, está sellado con un significado. Puede haber vueltoa la luz —como las inscripciones, los papiros, los Rollos del MarMuerto— tras una larga vida en la oscuridad. Esta textualidadlapidaria queda muy clara en el duodécimo de los Mercian Hymnsde Geoffrey Hill:

De la serie Quién vigila II. Acrílico sobre lienzo. 135 x 135 cm

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Monedas tan bellas como las de Nerón, pesadas y de buen metal.Offa Rex de plata resonante, y los nombres de sus acuñadores. Mo-nedas acuñadas con gran tacto. Podrían alterar el rostro del rey.

La exactitud del dibujo impedía la falsificación; mutilación paraquien, ante esto, no se detenía. Metal ejemplar, maduro para elcomercio. Valioso para unos pocos, avaros y aves de rapiña.

Pero el «metal ejemplar», cuyo peso, cuya gravedad literal man-tiene sujeta la página frágil que quiere levantarse, es, como dijoOvidio, efímero, poco resistente al paso del tiempo, si lo compa-ramos con las palabras de la página. Exegi monumentum: «He le-vantado un monumento más duradero que el bronce», dice elpoeta (recuérdese la incomparable paráfrasis de Pushkin sobrela frase de Horacio), y al colocar las medallas delante del libro,Chardin invoca exactamente la antigua pregunta y la paradojade la longevidad de la palabra.

Esta longevidad queda afirmada por el mismo libro, que consti-tuye el foco y centro compositivo del cuadro. Es un infolio,ornado de forma que ofrece un sutil contrapunto a las vestidu-ras del lector. Su presentación es majestuosa (en la época deChardin es muy probable que un infolio fuera encuadernadoespecialmente para su propietario y que llevara la divisa de éste).No es un objeto apropiado para llevar en el bolsillo o para elvestíbulo de un aeropuerto. La posición del segundo infolio, si-tuado detrás del reloj de arena, sugiere que el lector está exami-nando un obra de varios volúmenes. El trabajo serio, a veces,requiere varios tomos (los ocho volúmenes, no leídos, sobre lagran historia diplomática de Europa y la Revolución Francesa,de Sorel, me persiguen). Otro infolio asoma por detrás del hom-bro derecho del lecteur. Los valores y hábitos constitutivos de lasensibilidad son evidentes: comportan grandes formatos, unabiblioteca privada, el encargo y posterior conservación de la en-cuadernación, la vida de la letra en forma canónica.

Delante de las medallas y del reloj de arena vemos el cálamo dellector. La verticalidad y el juego de la luz sobre las plumas

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enfatizan la función compositiva y esencial del objeto. El cálamohace cristalizar la obligación primordial de la respuesta. Este objetodefine la lectura como acción. Leer bien es contestar al texto, serequivalente al texto, «una equivalencia» que contiene los elemen-tos cruciales de respuesta y de responsabilidad. Leer bien es partici-par en una reciprocidad responsable con el libro que se lee, esembarcarse en un intercambio total («maduro para el comercio»,dice Geoffrey Hill). La doble condensación de la luz, en la página yen la mejilla del lector, nos habla de un hecho fundamental en lapercepción de Chardin: leer bien es ser leídos por lo que leemos.Es ser equivalente al libro. La obsoleta palabra «responsion», quese emplea todavía hoy en Oxford para designar el proceso de exa-men y respuesta, puede utilizarse para abreviar los diversos y com-plejos estadios de lectura activa inherentes al cálamo.

El cálamo se utiliza para escribir las notas marginales. Estasacotaciones son los primeros indicios de la respuesta del lectorhacia el texto, del diálogo entre el libro y él mismo. Son losindicadores activos de la corriente discursiva interior —laudatoria, irónica, negativa, potenciadora— que acompaña alproceso de la lectura. Las notas marginales pueden, en exten-sión y densidad de organización, llegar a rivalizar con el textomismo, y apoderarse no sólo de los márgenes propiamente di-chos, sino de la parte superior e inferior de la página y de losespacios interlineales. En nuestras grandes bibliotecas existenverdaderas contrabibliotecas formadas por las notas margina-les y por las notas marginales de las notas marginales que suce-sivas generaciones de auténticos lectores taquigrafiaron,codificaron, garabatearon o pusieron por escrito con elabora-das y floridas expresiones a lo largo, encima, debajo y entre losrenglones del texto impreso. A menudo, las notas marginalesson el eje de una doctrina estética y una historia intelectual(véanse las de Racine en su copia de Eurípides). Sin duda, és-tas pueden formar una verdadera obra de creación, como su-cede en el caso de las notas marginales de Coleridge, que seránpublicadas próximamente.

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La anotación puede aparecer también en el margen de un li-bro, pero pertenece a una naturaleza distinta. Las notas margi-nales pretenden ser un discurso o disputa impulsiva, quizáquisquillosa con el texto. Las anotaciones, a menudo numera-das, tienden más bien a ser de carácter formal o colaborador.Aparecen, cuando es posible, en la parte inferior de la página;aclaran este o aquel punto del texto, y citan a otras autoridadescontemporáneas o posteriores. El escritor de las notas margina-les es, de forma incipiente, el rival del texto que lee; el anotadores el sirviente del texto.

Este servicio encuentra su expresión más precisa y esencial en eluso del cálamo del lector para corregir y enmendar. Aquel quepasa por encima de errores tipográficos sin corregirlos no es un

De la serie Ser urbanos. Acrílico sobre lienzo. 80 x 90 cm

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mero filisteo: es un perjuro del espíritu y del sentido. Es posibleque en una cultura secular la mejor forma de definir una condi-ción de la gracia sea decir que es una en la cual el lector no dejasin corregir ni los errores literales ni los errores importantes deltexto que lee y pasará a manos de otro. Si Dios, como AbyWarburg afirma, “vive en el detalle”, la fe vive en la corrección delos errores tipográficos. La corrección, la reconstitución epigráfica,prosódica y estilística de un error en un texto válido es una tareainfinitamente más onerosa. Como A. E. Housman escribía ensu texto sobre «The Application of Thought to Textual Criticism»,de 1922, «esta ciencia y este arte requieren de quien los aprendealgo más que una simple mente receptiva; y lo cierto es que nose pueden enseñar en absoluto: criticus nascitur, non fit». La com-binación de aprendizaje y sensibilidad, de empatía con el escrú-pulo original e imaginativo que produce una corrección justa es,como dijo Housman, del orden más raro. La recompensa esimportante y ambigua: Teobaldo pudo ganar la inmortalidadcuando sugirió que Falstaff murió «hablando de tonterías». ¿Peroes justa esta corrección? El editor del siglo xx que ha sustituido«el brillo cayó de su pelo» por «el brillo cayó del aire”1 de ThomasNashe, puede estar en lo cierto, pero, sin duda, pertenece al gru-po de los condenados.

Con su cálamo, le philosophe lisant transcribirá del libro que estáleyendo. Los extractos que haga podrán oscilar entre la cita másbreve y la transcripción más larga. La multiplicación y disemina-ción del material escrito, después de Gutenberg, aumenta dehecho la extensión y variedad de la transcripción personal. Elescribano o el caballero de los siglos XVI y XVII escribe en su cua-derno, minuta de acontecimientos memorables, en su florilegiumpersonal o breviario, las máximas, «frases de oro», sententiae, gi-ros de elocución y tropos ejemplares de los maestros clásicos ycontemporáneos. Los ensayos de Montaigne son una ola vivade ecos y citas. Hasta muy entrado el siglo XIX —un hecho del

1 Hair, “pelo”; air, “aire”. (N. de la T.)

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que dan testimonio las memorias de hombres y mujeres tan di-ferentes como John Henry Newman, Abraham Lincoln, GeorgeEliot o Carlyle—, era corriente entre los jóvenes y entre los lec-tores comprometidos transcribir a lo largo de sus vidas extensosdiscursos políticos, sermones, páginas en verso y prosa, artículosde enciclopedia o capítulos de narraciones históricas. Este ejer-cicio de copia tenía múltiples propósitos: la mejora del estilopersonal, el almacenamiento consciente de ejemplos de argu-mentación o persuasión, el fortalecimiento de una memoriacertera (un punto esencial), pero, por encima de todo, la trans-cripción comporta un compromiso absoluto con el texto, unareciprocidad dinámica entre el lector y el libro.

Este compromiso absoluto es la suma de los distintos modos derespuesta: la nota, la anotación, la corrección textual, la enmien-da y la transcripción; juntos generan una continuación del libroque se lee. El activo cálamo del lector pone por escrito «un libroen contestación a» (resulta pertinente recordar la relación origi-nal entre «respuesta» [reply] y «réplica» [replication]). Esta respues-ta puede abarcar desde el facsímil —que equivale al acuerdototal— y el constante desarrollo afirmativo hasta la negación yel contraenunciado (muchos libros son anticuerpos de otros li-bros). Pero la verdad principal es ésta: en cada acto de lecturacompleto late el deseo de escribir un libro en respuesta. El inte-lectual es, sencillamente, un ser humano que cuando lee un li-bro tiene un lápiz en la mano.

Envolviendo al lector de Chardin, a su infolio, a su reloj de are-na, a sus medallones grabados y a su cálamo dispuesto, está elsilencio. Igual que sus predecesores y contemporáneos en lasescuelas de pintura de interiores, nocturnos y naturalezas muer-tas, especialmente del norte y del este de Francia, Chardin es unvirtuoso del silencio. El artista nos lo hace presente, le otorga unpeso táctil por medio de la calidad de la luz y de la textura. En elcaso particular de su pintura, el silencio es palpable: en el gruesopaño del mantel y de la cortina, en el equilibrio lapidario de la

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pared del fondo, en el brillo apagado de las pieles del ropaje ydel sombrero del lector. La lectura genuina exige silencio (enun famoso pasaje, Agustín dice que su maestro, Ambrosio, fueel primer hombre capaz de leer sin mover los labios). Leer, se-gún el retrato de Chardin, es un acto silencioso y solitario. Es unsilencio vibrante y una soledad poblada por la vida de la palabra.Pero la cortina está corrida entre el lector y el mundo (aunquegastada, la palabra clave es «mundanidad»).

Existen otros muchos elementos en el cuadro sobre los que sepodría hablar: el alambique o retorta, con sus implicaciones cien-tíficas y su fuerza definitiva en la composición del cuadro; la ca-lavera en la estantería, un elemento convencional en los estudios

De la serie Ser urbanos. Acrílico sobre lienzo. 80 x 90 cm

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de eruditos y filósofos, y, quizá, un icono adicional en la articula-ción de la mortalidad humana y la supervivencia textual; la posi-ble interacción (no estoy en absoluto seguro sobre este punto)entre el cálamo y la arena del reloj, arena que se utiliza parasecar la tinta de la hoja escrita. Pero incluso una mirada superfi-cial a los principales elementos de Le Philosophe lisant de Chardinnos habla de una visión clásica del acto de la lectura, una visiónque podemos documentar y detallar en el arte occidental desdelas representaciones medievales de san Jerónimo hasta las pos-trimerías del siglo XIX, desde Erasmo en su facistol hasta la apo-teosis de le Livre de Mallarmé.

¿Qué pasa con el acto de la lectura en nuestros días? ¿Cómo serelaciona con los procedimientos y valores implícitos en el cua-dro de Chardin de 1734?

El motivo de la cortesía, del encuentro ceremonioso entre el lec-tor y el libro, implícito en las vestiduras del philosophe de Chardin,más que remoto resulta irrecuperable. Si lo encontramos es enfunciones tan ritualizadas, tan inevitablemente arcaicas como lalectura del Evangelio en la iglesia o el acceso solemne a la Torá,cabeza cubierta, en la sinagoga. La informalidad es nuestra con-traseña, aunque la agudeza de Mencken es realmente venenosa:hay muchos que se creen a sí mismos seres emancipados cuandolo único que han hecho es desabotonarse la ropa.

Mucho más radicales, y de tan largo alcance que no puedenresumirse correctamente, son los cambios de los valores de tem-poralidad que se ponen de manifiesto en la forma en queChardin coloca estas figuras, que son el reloj de arena, el infolioy la cabeza de la muerte. La relación entre el tiempo y la pala-bra, entre la mortalidad y la paradoja de la supervivencia litera-ria, crucial para la gran cultura occidental desde Píndaro hastaMallarmé, sin duda fundamental en el cuadro de Chardin, hacambiado. Esta alteración afecta a los dos elementos esencialesde la clásica relación entre el autor y el tiempo, por una parte, yentre el lector y el texto, por otra.

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Es muy posible que los escritores contemporáneos sigan abri-gando la escandalosa esperanza de la inmortalidad, que siganponiendo por escrito palabras con la esperanza de que éstas so-brevivan no sólo a su propia decadencia, sino a los siglos venide-ros. El concepto, tanto en su sentido común como en su sentidotécnico, todavía resuena, aunque con su doblez característica,en la elegía a Yeats de Auden. Pero, si es cierto que esas esperan-zas perviven, no se expresan públicamente, ni mucho menos seproclaman a los cuatro vientos. El manifiesto de la inmortalidadliteraria pindárico-horaciano-ovidiano, repetido una y otra vezen el sílabo occidental, ahora chirría. La misma noción de fama,de la gloria literaria conseguida como refutación de la muerte ya despecho de la muerte, avergüenza. No hay una mayor distan-cia que la que existe entre el tropo exegi monumentum y el reitera-do descubrimiento de Kafka, según el cual la escritura es unalepra, una enfermedad opaca y cancerosa que debe mantener-se alejada de los hombres con sentido común. Sin embargo, esla propuesta de Kafka, no importa su calidad ambivalente y es-tratégica, la que mejor define nuestra percepción de la inestabley quizá patológica —tanto por su origen como por su posición—obra de arte moderna. Cuando Sartre insiste en que incluso elmás vital de los personajes literarios no es más que un conjuntode marcadores semánticos, de letras arbitrariamente colocadasen una página, quiere desmitificar de una vez por todas la fanta-sía herida de Flaubert sobre la vida autónoma, la vida despuésde su muerte, de Emma Bovary. Monumentum: el concepto y susconnotaciones (“lo monumental”) se convierten en ironía. Estepasaje está marcado, con tristeza maestra, en «This Scribe, MyHand» de Ben Belitt, por su reflexión sobre las tumbas de Keatsy Shelley en Roma, junto a la Pirámide de Cestio:

Escribo, de forma póstuma,sobre una lápida mortuoriacon la tinta de un cantero, como tú;

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una fecha de antólogo y un asterisco,un paréntesis en el gasde los constructores de las pirámides,

un obelisco rodando con Vespasen un venenoso desfile de automóviles.

Fijémonos en la exactitud de la expresión «de forma póstuma»;no la voie sacrée al Parnaso que el poeta clásico traza para susobras y, por inferencia exaltada, para él mismo. «El gas de losconstructores de las pirámides” permite, realmente invita a una

De la serie Atmósferas I. Acrílico sobre lienzo. 135 x 165 cm

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interpretación vulgar: «el aire caliente de los constructores delas pirámides», su grandilocuencia vacía. No son las abejas dePlatón, cargadas de retórica divina, las que escoltan al poeta,sino las ruidosas y contaminantes Vespas («avispas»), cuyo áci-do aguijón descompone el monumento del poeta, igual que losvalores tecnológicos de masas que encarnan descomponen elaura de su obra. Ya no vemos los libros, excepto como artificiosde mandarines, como una forma de negar la muerte personal.«Todo es precario», dice Belitt:

Un maníacoespera en las calles. Nadie escucha.¿Qué puedo hacer? Escribo sobre agua…

Esta frase desolada, por supuesto, pertenece a Keats. Una frasenegada de inmediato por la inmortalidad que asegura Shelleyen “Adonais”, negación en la que Keats confió y que, de algunaforma, anticipó. Hoy este tipo de negaciones suenan vacías («elgas de los constructores de las pirámides»). El lector participatambién de este deterioro. Para él también la idea de que el li-bro que está frente a él sobrevivirá a su propia vida, de que pre-valecerá contra el reloj de arena y la caput mortuum de la estantería,ha perdido inmediatez. Esta pérdida recorre todo el tema de laauctoritas, del status normativo y prescriptivo de la palabra escri-ta. Identificar el ideal clásico de cultura, de civismo, con el de latransmisión de un sílabo, con el del estudio de textos sibilinos ocanónicos por cuya autoridad muchas generaciones ponen aprueba y validan su conducta ante la vida (las «piedras de to-que» de Mathew Arnold), no es una simplificación excesiva. Lapolis griega se veía a sí misma como el medio orgánico de losprincipios, de las tensiones de precedentes político-heroicos de-rivadas de Homero. No es posible separar el vigor de la cultura ehistoria inglesas de la ubicuidad en esa cultura e historia de laBiblia del rey Jaime, del Libro de Oraciones y de Shakespeare.La experiencia colectiva y la experiencia individual encontraronsu reflejo en un ramillete de textos; su realización personal fue,

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en todo el sentido de la palabra, «libresca» (en el cuadro deChardin la luz cae sobre el libro abierto y se proyecta desde éste).

La capacidad de leer hoy en día es difusa e irreverente. Buscaruna orientación oracular en un libro ha dejado de ser un actonatural. Desconfiamos de la auctoritas —el manuscrito o el textoreligioso, el núcleo de lo canónico en la profesión de autor clási-co— precisamente por que aspira a la inmutabilidad. Nosotrosno escribimos el libro. Incluso nuestro encuentro más intenso ypenetrante con éste es una experiencia de segunda mano. Éstees el punto crucial. El legado del Romanticismo es de un enérgi-co solipsismo, el desarrollo del yo lejos de la inmediatez. Un cre-do único de espontaneidad vitalista nos lleva desde el enunciadode Wordsworth, según el cual «el impulso de un bosque joven»vale más que la suma de bibliotecas polvorientas, hasta el eslo-gan de los estudiantes radicales de la Universidad de Frankfurten 1968: “Que desaparezcan las citas». En ambos casos la polé-mica reside en el enfrentamiento entre la «vida de la vida» y la«vida de la letra», entre la primacía de la experiencia personal ylo derivado de la emoción literaria más profunda. Para nosotrosla frase «el libro de la vida» es antinomia sofista o cliché. ParaLutero, quien la utilizó en un punto decisivo de su versión de laRevelación, y sospechamos que también para el lector deChardin, esta frase era una realidad concreta.

El mismo libro ha cambiado también como objeto. Salvo acadé-micos o expertos en el mundo antiguo, pocos de nosotros noshabremos encontrado, ni mucho menos utilizado, un libro pa-recido al que examina el lecteur de Chardin. ¿Quién tiene hoy endía libros encuadernados a mano? El formato y la atmósfera quetransmite el infolio que aparece en el cuadro sugieren la idea deuna biblioteca privada, una pared llena de estanterías, escale-ras, atriles..., el espacio funcional en el que transcurrieron lasvidas de Montaigne, de Evelyn, de Montesquieu, de ThomasJefferson. Este espacio, a su vez, sugiere relaciones sociales y eco-nómicas claras: como la que se establece entre el sirviente que

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limpia el polvo de los libros, y los engrasa, y el señor que los lee;entre la privacidad santificada del erudito y el terreno más vul-gar en el que la familia y el mundo exterior viven sus vidas ruido-sas y filisteas. Pocos de nosotros conocemos bibliotecas comoésas, y menos aún las poseemos. La economía, la arquitecturadel privilegio en el que tenía lugar el acto clásico de la lecturaestá muy lejos de nosotros (cuando visitamos la BibliotecaMorgan de Nueva York, o alguna de las bibliotecas de las gran-des casas de campo inglesas, nos encontramos, aunque en unaescala magnificada, con lo que una vez fue el marco de la aficióna los libros). El apartamento moderno, evidentemente diseña-do para los jóvenes, no cuenta con espacio, con paredes limpias

De la serie A vista de ave. Acrílico sobre lienzo. 135 x 165

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para colocar estanterías de infolios, libros en cuarto, los nume-rosos volúmenes de las opera omnia entre los cuales el lector deChardin ha seleccionado su texto. Es en verdad sorprendentehasta qué punto el mueble del tocadiscos y las estanterías paralos discos ocupan el lugar que antaño estaba reservado para loslibros (la sustitución de la lectura por la música es uno de losfactores más complejos e importantes que afectan a los cambiosproducidos en la forma de sentir occidental). Donde hay libroshabrá, en mayor o menor grado, libros de bolsillo. No puedenegarse que la «revolución del libro de bolsillo» ha sido una pie-za tecnológica liberadora y creativa que ha extendido el alcancede la literatura y permitido el acceso a áreas de conocimientoantes totalmente inaccesibles, incluso en el terreno esotérico.Pero existe la otra cara de la moneda. El libro de bolsillo es, físi-camente, efímero. Acumular libros de bolsillo no es reunir unabiblioteca. Por su misma naturaleza, el libro de bolsillo lleva acabo una tarea de preselección y recopilación en antologías queextrae de la totalidad de los textos literarios y de pensamiento.No podemos contar, o raras veces podemos contar, con las obrascompletas de un autor. No podemos contar con lo que la modadel momento considera productos inferiores. Sin embargo, sólocuando conocemos a un autor en su totalidad, cuando nos inclina-mos con especial, cuando no quisquillosa, solicitud hacia sus «fra-casos», y de esta forma construimos nuestra propia visión de suvigencia, el acto de la lectura es auténtico. Con las puntas dobladasen nuestro bolsillo, desechado en el vestíbulo del aeropuerto, aban-donado entre sujetalibros de fábrica, el libro de bolsillo es al mismotiempo una maravilla de envase y negación de la largueza de formay espíritu intencionadamente expresadas en el cuadro de Chardin.«Y vi en la mano derecha del que estaba sentado en el trono unlibro escrito por dentro y por fuera, sellado con siete sellos». ¿Pue-de un libro de bolsillo tener siete sellos?

Subrayamos (especialmente si somos estudiantes o críticos ab-sortos); algunas veces garabateamos una nota en el margen. Peroqué pocos escribimos notas marginales como las de Erasmo o

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Coleridge, qué pocos hacemos ricas y rigurosas anotaciones. Hoyen día sólo el epigrafista profesional, el bibliógrafo o el eruditotextual llevan a cabo la tarea de corregir; es decir, quien se en-cuentra con el texto es una presencia viva cuya continua vitali-dad, cuya esencia, dependen de un compromiso de colaboracióncon el lector. ¿Cuántos de nosotros estamos preparados paracorregir ni el más craso error en una cita clásica, para descubriry enmendar el más pueril error de acentuación o medida, aun-que tales disparates y erratas abunden en las más reputadas edi-ciones modernas? ¿Y quién entre nosotros se molesta entranscribir, en poner por escrito, por placer personal y por afánde memorizarlas, las páginas que se han dirigido a él de formamás directa, que le «han leído» de forma más penetrante?

La memoria es por supuesto el factor fundamental. La «equiva-lencia» con el texto, la comprensión y respuesta crítica a laauctoritas de las que nos hablan el acto clásico de la lectura y larepresentación de este acto por Chardin dependen estrictamentede las «artes de la memoria». Le Philosophe lisant, igual que loshombres cultivados que le rodean en una tradición que va des-de la antigüedad clásica hasta casi la Primera Guerra Mundial,conoce textos de memoria. Estos hombres conocen de memo-ria un considerable número de fragmentos de las Escrituras, dela liturgia, de versos épicos y líricos. En este sentido, las formida-bles dotes de Macaulay —incluso de niño se había comprometi-do a memorizar gran cantidad de poesía en latín e inglés— eransólo un ejemplo, si bien notable, de una práctica generalizada.La habilidad para citar las Escrituras, para recitar de memorialargos fragmentos de Homero, Virgilio, Horacio u Ovidio, reco-nocer al instante una cita de Shakespeare, Milton o Pope, formala estructura común hecha de ecos, reconocimiento y reciproci-dad intelectual y emotiva, en la que se funda el lenguaje de lospolíticos, las leyes y las letras británicas. La memorización de lasfuentes latinas, de La Fontaine, de Racine, de los clarines de VictorHugo, es responsable de la fuerza retórica de la estructura de lavida pública francesa. El lector clásico, el lisant de Chardin, sitúa el

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texto que lee dentro deuna multiplicidad reso-nante. El eco contestaal eco, la analogía esprecisa y contigua, co-rregir y enmendar jus-tifican un precedenterecordado con exacti-tud. El lector replica altexto a partir de laarticulada densidad desu propio acopio de re-ferencias y recuerdos.La idea de que lasmusas de la memoriay de la invención sonuna sola es antigua ypoderosa.

La atrofia de la memo-ria es el rasgo domi-nante de la educacióny la cultura de la mitady las postrimerías delsiglo xx. La mayor par-te de nosotros no pue-de identificar, nimucho menos citar, nilos pasajes clásicos másimportantes, que nosólo son la base de laliteratura occidental(desde Caxton hastaRobert Lowell, la poe-

sía inglesa ha llevado en su seno el eco implícito de la poesía ante-rior), sino el alfabeto de nuestras leyes e instituciones públicas.

De la serie Quién vigila I.Acrílico sobre lienzo. 110 x 55 cm

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Las alusiones más elementales a la literatura griega, al Antiguo yal Nuevo Testamento, a los clásicos, a la historia antigua y euro-pea, son ahora herméticas. Breves fragmentos de texto descan-san de forma precaria sobre un gran aparato de notas a pie depágina. La identificación de la fauna y flora, de las principalesconstelaciones, de las horas y tiempos de la liturgia, de los cualestan íntimamente depende, como demostró C. S. Lewis, la com-prensión esencial de la poesía, el drama y el romance occidentaldesde Boccaccio hasta Tennyson, es ahora un conocimiento es-pecializado. Ya no aprendemos de memoria. Nuestros espaciosinteriores han enmudecido o están obstruidos por estridentestrivialidades. (Que no se pida a un estudiante relativamente bienpreparado que responda ante el título de «Lícidas», que te digalo que es una égloga, que reconozca una de las alusiones o ecoshoracianos en Virgilio o Spenser que dan sentido a los cuatroprimeros versos del poema, su significado del significado. En elaprendizaje de hoy, especialmente en Estados Unidos, la amnesiaha sido planificada).

El vigor de la memoria sólo puede sostenerse allí donde hay si-lencio, el silencio tan explícito en el retrato de Chardin. Apren-der de memoria, transcribir fielmente, leer de verdad, significaestar en silencio y en el interior del silencio. En la sociedad occi-dental de hoy, este orden de silencio tiende a convertirse en unlujo. Los historiadores de la conciencia (historiens des mentalités)tendrán que evaluar la contracción de nuestra capacidad de aten-ción, la desaparición de la concentración producida por el sim-ple hecho de que nos haya interrumpido el timbre del teléfono,por el hecho subordinado de que la mayoría de nosotros, salvocuando actuamos con resolución estoica, contestamos al teléfo-no, no importa lo que estemos haciendo. Estudios recientes su-gieren que aproximadamente el setenta y cinco por ciento delos adolescentes de Estados Unidos leen con un sonido de fon-do (una radio, un tocadiscos, una televisión a sus espaldas o enla habitación de al lado). De forma creciente, los jóvenes y adul-tos confiesan su incapacidad para leer un texto serio sin un soni-

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do de fondo organizado. Sabemos muy poco sobre la forma enla que el cerebro procesa y asimila estímulos que compiten si-multáneamente como para decir cuál es el efecto que esta po-tencia de entrada produce en los centros de atención yconceptualización implicados en la lectura. Pero es al menos plau-sible suponer que la capacidad para comprender de manera ri-gurosa, la capacidad de retención y de respuesta que teje nuestroser con el ser del libro, debe sufrir un enorme desgaste. Al con-trario del philosophe lisant de Chardin, tendemos a ser lectores amedia jornada, lectores a medias.

Sería absurdo confiar en la restauración del conjunto de actitu-des y disciplinas útiles para lo que he llamado «el acto clásico dela lectura». Las relaciones de poder (auctoritas), la economía delocio y del servicio doméstico, la arquitectura del espacio privadoy la custodia del silencio, que sostienen y rodean este acto, sonmás que inaceptables para los fines igualitarios y populistas delas sociedades de consumo occidentales. De hecho, éste es elorigen de una anomalía perturbadora. Existe una sociedad o unorden social en el cual muchos de los valores y hábitos de lasensibilidad implícitos en el lienzo de Chardin son todavíaoperativos; en el cual los clásicos se leen con apasionada aten-ción; en el cual hay pocos medios de comunicación de masasque compitan con la primacía de la literatura; en el cual la edu-cación secundaria y el chantaje de la censura inducen a unamemorización constante y a la transmisión de textos de recuer-do en recuerdo. Existe una sociedad libresca, en su sentido másarraigado, que argumenta su destino mediante una constantereferencia a los textos canónicos, y cuyo sentido de registro his-tórico es a un tiempo tan compulsivo y tan vulnerable que com-porta una verdadera industria de falsificación exegética.Naturalmente, estoy aludiendo a la Unión Soviética. Y sólo esteejemplo bastaría para recordarnos perplejidades tan antiguascomo los diálogos de Platón sobre las afinidades entre el granarte y el poder centralizado, entre la cultura elevada y el absolu-tismo político.

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Pero, hasta donde nos es posible ver, en el oeste democrático ytecnológico la suerte está echada. El infolio, la biblioteca priva-da, la familiaridad con las lenguas clásicas o el arte de la memo-ria pertenecerán, cada vez más, a unos cuantos eruditos. El preciodel silencio y de la soledad aumentará. (Parte de la ubicuidad ydel prestigio de la música deriva precisamente del hecho de quese puede escuchar en compañía de otros. La lectura seria exclu-ye incluso a los íntimos). Las disposiciones y técnicas simboliza-das por Le Philosophe lisant son ya, en el sentido exacto del término,académicas. Se producen en las bibliotecas públicas, en los ar-chivos, en los estudios de los catedráticos.

Los peligros son obvios. No sólo gran parte de la literatura grie-ga y latina, sino numerosos textos europeos, desde la Comediahasta «Sweeney Agonista» (un poema que, como otros muchos

De la serie A vista de ave.Acrílico sobre lienzo. 45 x 65 cm

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de T. S. Eliot, es un palimpsesto de ecos), han dejado de estar anuestro alcance natural. Tema de conversación del erudito y dela consulta ocasional y fragmentaria de estudiantes universita-rios, obras en otro tiempo presentes en la memoria literaria,ahora llevan la vida melancólica y agonizante de los mudosStradivarius en las vitrinas de la Colección Coolidge de Washing-ton. Nadie reclama largos tratados que una vez fueron materiafértil de estudio. ¿Quién sino el especialista lee a Boiardo, a Tassoo a Ariosto, ese engranado linaje de la épica italiana sin el cuallos conceptos de Renacimiento y Romanticismo no tienen de-masiado sentido? ¿Ocupa Spenser el lugar prominente que enel repertorio del sentimiento ocupó para Milton, Keats o Tennyson?Las tragedias de Voltaire son, literalmente, un libro cerrado; sólo elerudito puede recordar que estas obras dominaron el gusto y elestilo declamatorio durante casi un siglo; que es Voltaire, y noShakespeare o Racine, quien domina los escenarios de Madrid aSan Petersburgo, de Nápoles a Weimar.

Pero la pérdida no es sólo nuestra. La esencia del acto absoluto dela lectura es, como hemos visto, una esencia de reciprocidad diná-mica, de respuesta a la vida del texto. El texto, al margen de suinspiración, no puede tener una vida significativa si no se lee (¿quéclase de vida tiene un Stradivarius que no se toca?). La relaciónentre el verdadero lector y el libro es creativa. El libro tiene necesi-dad del lector igual que éste la tiene del libro, una paridad de expec-tativas que aparece fielmente reflejada en la composición del cuadrode Chardin. Es en este sentido tan concreto en el que todo acto delectura genuino, toda lecture bien faite, colabora con el texto. Lecturebien faite es un término definido por Charles Péguy en su incompa-rable análisis sobre la verdadera ilustración (en el Dialogue de l´histoireet de l’âme païenne, de 1912-1913):

Une lecture bien faite... n’est pas moins que le vrai, que levéritable et même et surtout que le réel achèvement du texte,que le réel achèvement de l’oeuvre; comme un couronnement,comme une grâce particulière et coronale... Elle est ainsi

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littéralement une coopération, une collaboration intime,intérieure... aussi, une haute, une suprême et singulière, unedéconcertante responsabilité. C’est une destinée merveilleuse, etpresqu’effrayante, que tant de grandes oeuvres, tant d’oeuvres degrands hommes et de si grands hommes puissent recevoir encoreun accomplissement, un achèvement, un couronnement de nous…de notre lecture. Quelle effrayante responsabilité, pour nous.2

Como dice Péguy: “Qué aterradora responsabilidad”, pero tam-bién qué inconmensurable privilegio, saber que la superviven-cia de incluso la más grande de las obras literarias depende deune lecture bien faite, une lecture honnête. Y saber que este acto de lalectura no puede dejarse bajo la sola custodia de los todopode-rosos especialistas.

Pero ¿dónde encontrar verdaderos lectores, des lecteurs qui sachentlire? Confío en que sabremos formarlos.

La posibilidad de crear «escuelas de lectura creativa» es una ideaque siempre me acompaña («escuela» es una palabra demasia-do pretenciosa; una habitación silenciosa y una mesa bastarán).Tendremos que empezar por el nivel de integridad material mássencillo y, por tanto, más preciso. Debemos aprender a analizarfrases y la gramática de nuestro texto, porque, como RomanJakobson nos ha enseñado, no es posible acceder a la gramáticade la poesía, al nervio y a la energía del poema, si permanece-mos ciegos a la poesía de la gramática. Tendremos que volver aaprender la métrica y aquellas reglas de escansión que eran fa-

2 Una lectura bien hecha no es otra cosa que el cierto, el verdadero y sobretodo la cabal realización del texto, la cabal realización de la obra; comouna coronación, como una gracia particular que pone el punto final...Así, es literalmente una cooperación, una colaboración íntima, interior...Y también una elevada, una suprema y singular, una desconcertante res-ponsabilidad. Es un destino maravilloso y casi aterrador que tantas gran-des obras, tantas obras de grandes hombres y de hombres tan grandes,aún puedan recibir una culminación, un acabamiento, una coronaciónpor parte nuestra… de nuestra lectura. Qué responsabilidad tan aterra-dora para nosotros.

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miliares para los escolaresilustrados de la épocavictoriana. Tendremosque hacerlo no por pe-dantería, sino por el he-cho abrumador de queen toda poesía, y en unagran proporción de obrasen prosa, el metro es lamúsica que controla elpensamiento y la sensibi-lidad. Tendremos quedespertar los entumeci-dos músculos de la me-moria, redescubrir ennuestros vulgares yos losenormes recursos de me-morización precisa; y elplacer que procuran lostextos que hemos aloja-do para siempre en nues-tro interior. Buscaremosaquellos rudimentos dereconocimiento mitológi-co y escritural, de recuerdo histórico compartido, sin los cualeses casi imposible —salvo con el apoyo constante de notas a piede página cada vez más elaboradas— leer correctamente unalínea de Chaucer, de Milton, de Goethe o, para dar un ejemplodeliberadamente modernista, de Mandelstam (uno de los maes-tros del eco).

Una clase de «lectura creativa» tendría que proceder paso a paso.Empezaría con el grado próximo a la dislexia de los actualeshábitos de lectura. Intentaría obtener el nivel de competenciainformada prevaleciente entre las personas cultas de Europa y

De la serie Quién vigila I (detalle)

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de Estados Unidos, digamos que en las postrimerías del sigloXIX. Aspiraría idealmente a ese achevèment, a esa realización ycoronación de las que habla el texto de Péguy, y de las cuales losactos de lectura absolutos llevados a cabo por Mandelstam so-bre Dante, o por Heidegger sobre Sófocles son ejemplares.

Las alternativas no son tranquilizadoras: la vulgarización y elruidoso vacío intelectual, por un lado, y la retirada de la literatu-ra hacia las vitrinas de los museos, por otro. El «perfilargumental» chillón o la versión predigerida y trivializada de losclásicos, por un lado, y la ilegible edición anotada, por otro. Lailustración debe luchar por recuperar el termino medio. Si no loconsigue, si une lecture bien faite se convierte en un artificio confecha de caducidad, nuestras vidas se verán invadidas por ungran vacío, y nunca más experimentaremos la tranquilidad y laluz del cuadro de Chardin.

Tomado de Pasión intacta: Ensayos 1978-1995. Ediciones Siruela, Grupo EditorialNorma, Bogotá, 1997, (pp. 19-48). Traducción de Menchu Gutiérrez.

George Steiner

¿Por qué George Steiner es una de las figuras clave de la crítica y de lashumanidades de nuestro tiempo? ¿Cómo un filósofo del lenguaje y profesorde literatura comparada llega a tener esa influyente presencia, ese poderpara guiar y orientar la conversación de la cultura? ¿Qué dicen libros como:En el castillo de Barba Azul, Tolstoi o Dostoievski, La muerte de la tragedia, Lenguaje ysilencio, Después de Babel, Antígonas, Presencias reales? ¿Cómo definir esa fusióninimitable de rigor intelectual, erudición simultáneamente especializada,sentido estético, integridad moral y vivacidad imaginativa?

No basta recordar que Steiner, nacido en París en 1929, en el seno de unafamilia judía esmeradamente cultivada y naturalmente políglota, se educó endiversos colegios y universidades europeos y norteamericanos. Tampoco re-sulta sencillo explicar cómo se combina su ejercicio de la crítica textual conuna aguda sensibilidad de la condición trágica del hombre y de la cultura eneste siglo XX marcado por la prueba devastadora del Holocausto, la Shoah, laguerra y el inquietante fenómeno del nazismo, ni es fácil expresar la profun-

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didad con que libros como Después de Babel, Sobre la dificultad, Presencias reales,han dado sendos giros al debate crítico sobre la creación artística y filosóficade nuestro tiempo. Quizás su condición cosmopolita nos ayude a definir sufigura, si por cosmopolitismo se entiende no sólo una familiaridad con diver-sos lenguajes y naciones (el inglés, el francés, el alemán) sino una pluralidadde registros y educaciones: la literatura, el teatro, la poesía, la filosofía, lamúsica, la historia, la mitología y las creencias religiosas, el pensamientopolítico, el psicoanálisis, la lingüística son algunos de los ámbitos en los que,sin perder nunca de vista el eje moral y ético, el meollo humano de la crea-ción, Steiner evoluciona con soltura. La idea de la cultura como un santuariode la humanidad y del crítico y lector como el custodio y depositario de unagrave responsabilidad ante la historia pasada, presente y futura —cuyo pro-yecto profundo no deja de tener alguna afinidad con la de Franz Kafka—alienta en los ensayos y ficciones de este escritor imprimiéndole un peso yuna autoridad moral poco frecuentes en nuestros días agobiados por la con-fusión mercantil y el culto a la banalidad. Autor de una obra propia como

Urbanos (políptico). Acrílico sobre lienzo. 24 x 24 cm cada pieza

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escritor, George Steiner en sus narraciones, como por ejemplo en los relatosde Anno Domini, hace reaparecer la urgencia trágica del diálogo entre loshombres, urgencia enmarcada por los horrores de la guerra y de la cual él esdolorosa y agudamente consciente. A partir de esa conciencia del desampa-ro, Steiner cobra conciencia de la necesidad de una crítica capaz de restable-cer el sentido y de abrir las puertas de la memoria y de la comunicación.

Adolfo Castañón en La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, México. No. 332,agosto de 1998.

José Fernando Muñoz

Como en un poema de pocas palabras, pero de ricas atmósferas y de durablesevocaciones, las pinturas de José Fernando Muñoz se nos presentan permi-tiéndonos apenas adivinar lo que falta en ellas, lo que estando ahí, en unaapariencia esquiva, nos seduce y finalmente nos atrapa. Ello debería ser, ade-más, una constante en todo el arte: que la relación de aprehensión de la obracon el espectador, y viceversa, se presentara como el producto de una elipsisdonde el lenguaje del que se prescinde, el que en apariencia no se encuen-tra presente, en últimas, fuera el lenguaje de más fuerza, centro nodaldesencadenante del sentido de la obra. Es una de las maneras con que cuen-ta la inteligencia sensible, tan importante en la concepción de la obra de arte,para desterrar las agobiantes incursiones del arte educativo, del arte concep-tual, del arte que nunca llega a decirnos nada por su pedante pretensión dedecirlo todo.

Estas pinturas nos ayudan a sostener la idea de la vigencia de la pintura, porla razón elemental de ser buenas; de tocar, por fondo y por forma, la sensibi-lidad del espectador. “Atmósferas” se llaman algunas, y “Paisajes urbanos”otras, donde resuenan ecos de un Luis Fernando Peláez, lo cual no obsta supresencia singular, porque el asunto con las influencias es asumirlas bien,entendiendo cabalmente la obra que precede, y no haciendo burdas adapta-ciones o supuestas innovaciones.

Soledad, vacío, fragmentación, ambigüedad y paisaje son algunos de los facto-res que juegan un papel en estos acrílicos, puestos, sí, con una gran dosis desensibilidad pictórica, refrescante, dueña de una verdad interior, subjetiva,que, sin embargo, contagia y da en el blanco de quien los mira; porque, a suvez, esa verdad le pertenece íntimamente.

Luis Germán Sierra J.

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Se terminó de imprimiren la Imprenta Universidad de Antioquia

en el mes de abril de 2004

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Poemasy cantaresEnrique Buenaventura

2004. 17 x 24 cm. 422 pp.RústicaISBN: 958-655-762-6$38.000 - US$18http://www.editorialudea.com/novedades/poemasycantares.html

Proyecto Obra completade Enrique Buenaventura

I: Poemas y cantaresII y III: Historia, teoría y práctica teatralIV: Teatro para niñosV: NarrativaVI: Teatro inéditoVII: Versiones de sus propias obrasVIII: Adaptaciones, traducciones y versiones de obras teatralesIX: Teatro

Enrique Buenaventura

Nació en Cali en 1925 y fue un destacado protago-nista de la cultura colombiana del siglo XX y undramaturgo reconocido en el escenario internacio-nal. Su labor como autor, director y maestro tuvo ungran impacto en la creación y en el desarrollo delteatro en Colombia. A la diestra de Dios Padre, Lospapeles del Infierno, La orgía y El menú son ya pie-zas clásicas del teatro nacional. Otro de sus aportesal teatro fue la elaboración del famoso Método deCreación Colectiva. En este campo fue pionero enAmérica Latina ya que sistematizó un lenguaje tea-tral y creó una metodología para el montaje y ela-boración de textos; muchos teatreros colombianos ylatinoamericanos acudieron a este método para pro-ducir sus propios montajes. Su producción comopintor y poeta tiene una gran calidad estética y fuesimultánea a su trabajo de director del Teatro Expe-rimental de Cali (TEC), grupo que creó y con el quetrabajó desde 1955. El teatro, la pintura, la narrati-va y la poesía fueron los medios utilizados por elautor caleño para dialogar con su entorno y consi-go mismo.

Enrique Buenaventura murió en Cali el 31 dediciembre de 2003.

Poemas y cantares es el primer volumende la Obra completa de Enrique Buenaventura.Esta obra revela al autor atento al paisaje y pre-ocupado por temas filosóficos y existenciales, ypor el amor y la muerte como vivencias persona-les. Algunos poemas recogen la memoria de susamigos y de eventos y personajes que le dejaronuna honda huella; en otros condensa en formaproverbial los interrogantes que lo asediaron. Ensu ars poética cuestionó la validez del arte y dela palabra, y reafirmó que el lenguaje lírico es�jardín� donde cosechó �orquídeas robadorasde savias ajenas�, �maneras y giros invisibles�;legado y �arsenal� con el que luchó en una �es-grima de sables y cuchillos�, pues necesitaba�decir algunas cosas�. Esta idea fue elaborada entodo su quehacer artístico, porque Buenaventu-ra concibió el arte como un proceso de re-crea-ción colectiva, de recuperación y actualizaciónde temas y de estilos con los que analizó al ser ysus circunstancias.

Coedición Programa Editorial Universidad del Valle