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La tentación de las soluciones rapidas Hacía frío. Nunca viví un invierno así. Todo lo que estaba fuera de la casa se congelaba: la cañería, la ropa tendida, los bigotes de mi papá. Poco antes de llegar año nuevo, un día martes por la tarde me qued é cuidando a mis hermanos debido a una urgencia de salud de mi mam á con mis cortos diez a ñ os y a diez mil kilometros de mi ciudad natal. Me sent í a todo un adulto responsable. La secuencia de peque ñ as desgracias se iniciaba como una reacci ó n en cadena. Dentro de la casa, la estufa a le ñ a se hab í a apagado. Esper é un rato y como mi padre no llegaba a ú n, decid í encenderla. Busqu é le ñ a, deposit é en el hogar los troncos e intent é encenderla sin ning ú n é xito. Entonces, se me ocurri ó una idea genial . Tom é una manguera, la puse en el interior del tanque de nafta del auto, succion é con fuerza y recog í cerca de un litro de soluci ó n r á pida para encender el fuego. Luego esparc í la nafta por encima de le ñ a, tom é un papel, lo encend í y lo tir é dentro de la sopa de gasolina y troncos. Todo ocurri ó en un instante. Un fogonazo tremendo ilumin ó todo de repente con un cierto hedor raro. El calor intenso helaba el coraz ó n con igual fuerza que el fr í o. Luego, serenidad. La casa comenzaba a calentarse. Todo iba bien, salvo por un detalle: no ten í a ni cejas ni pesta ñ as. Intentar solucionar algo por la vía rápida puede ser peligroso. Estamos repletos de soluciones rápidas: desde el niño que se copia en la escuela por no haber estudiado, a un político que en plena campaña arregla los baches de una avenida transitada. Son arreglos cosméticos pero no verdaderas soluciones. Las soluciones rápidas son tentadoras, brindan alivio inmediato para aquellas cuestiones que nos inquietan y nos molestan, pero muchas veces equivalen a echar gasolina y arrojar un fósforo, nos explotan en la cara.

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La tentación de las soluciones rapidas

Hacía frío. Nunca viví un invierno así. Todo lo que estaba fuera de la casa se congelaba: la cañería, la ropa tendida, los bigotes de mi papá.

Poco antes de llegar año nuevo, un día martes por la tarde me quedé cuidando a mis hermanos debido a una urgencia de salud de mi mamá con mis cortos diez años y a diez mil kilometros de mi ciudad natal. Me sentía todo un adulto responsable.

La secuencia de pequeñas desgracias se iniciaba como una reacción en cadena. Dentro de la casa, la estufa a leña se había apagado. Esperé un rato y como mi padre no llegaba aún, decidí encenderla. Busqué leña, deposité en el hogar los troncos e intenté encenderla sin ningún éxito. Entonces, se me ocurrió una idea “genial”. Tomé una manguera, la puse en el interior del tanque de nafta del auto, succioné con fuerza y recogí cerca de un litro de “solución rápida” para encender el fuego. Luego esparcí la nafta por encima de leña, tomé un papel, lo encendí y lo tiré dentro de la sopa de gasolina y troncos. Todo ocurrió en un instante. Un fogonazo tremendo iluminó todo de repente con un cierto hedor raro. El calor intenso helaba el corazón con igual fuerza que el frío. Luego, serenidad. La casa comenzaba a calentarse. Todo iba bien, salvo por un detalle: no ten ía ni cejas ni pestañas.

Intentar solucionar algo por la vía rápida puede ser peligroso. Estamos repletos de soluciones rápidas: desde el niño que se copia en la escuela por no haber estudiado, a un político que en plena campaña arregla los baches de una avenida transitada. Son arreglos cosméticos pero no verdaderas soluciones.

Las soluciones rápidas son tentadoras, brindan alivio inmediato para aquellas cuestiones que nos inquietan y nos molestan, pero muchas veces equivalen a echar gasolina y arrojar un fósforo, nos explotan en la cara.

Callar vez tras vez para evitar una discusión es cemento rápido para anquilosarnos en vínculos laborales o personales de los cuales preferiríamos salir.Aceptar la moira, es decir, aquello que nos tocó en suerte solo por interpretar resignadamente que las cosas son así y no pueden cambiarse, es una solución rápida para evitar maneras más efectivas y pero incomodas de salir de situaciones que nos molestan.

Las soluciones rápidas nos invitan a ver sólo aquello que aparece ante los ojos. Caemos en el precipicio por el vértigo que nos produce la inmensidad de observar el largo plazo y la angustia de sentir que una solución duradera implica aceptar la paciencia y tiempo como factores de éxito. Nos hacemos adictos a las soluciones rápidas. Una solución rápida necesita de más soluciones rápidas para sostener el sistema en el que esta nos imbuye. ¿Cuántas veces nos vemos involucrados en situaciones de las cuales parece que no podemos salir? Estos callejones sin salidas son las consecuencias directas de ciertas decisiones que fueron tomadas para satisfacer nuestra necesidad de volver a la comodidad de forma instantánea, de restablecer el equilibrio aparente que teníamos.

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Así como el silencio rápido quebraja desde nuestros adentros las relaciones que sostenemos gracias al callar, las respuestas rápidas e impulsivas pueden agrietar los vínculos importantes porque resquebrajan desde el interior del otro generando que sea él quien busque el silencio para mantener el vínculo. Tanto el silencio rápido como la respuesta abrupta y desmedida segregan a escondidas más combustible a la hoguera.

“Me enseñaron que el camino del progreso no es ni rápido ni fácil”.

Marie Curie

Las soluciones rápidas son la tentación para quienes desean sostener una imagen demostrando que todo lo pueden. Una identidad sostenida en arreglos cosméticos solo salva nuestra apariencia. Un buen líder no se tienta con soluciones rápidas ni arreglos cosméticos, piensa en el corto, mediano y largo plazo. Sabe que sus decisiones son claves para resolver de forma profunda situaciones complejas. Piensa en términos sistemáticos para saber cómo impactan sus decisiones.

En una conversación de coaching, el coach busca mediante sus preguntas una indagación profunda que permita a su cliente hacerse cargo de sí, para que encuentre soluciones en el corto, mediano y largo plazo que le permitan alcanzar aquello que desea de una forma extraordinaria.

Mi padre por fin llegó a casa. En su cara había una mirada desencajada, asimétrica, una mezcla de asombro y miedo al verme, con el flequillo otrora lacio y rubio, ahora crispado, y sin cejas ni pestañas. Con el tiempo ese hecho se convirtió en una historia graciosa que contar en la familia, pero para mí es un relato serio sobre cómo las soluciones rápidas pueden traer consecuencias inesperadas.