Sobre Violencia y Violentados - Pablo Robledo Vallejos-1516

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Sobre violencia y violentados Por Pablo Robledo Vallejos. Estudiante de Sociología, Universidad Alberto Hurtado. Durante el primer semestre de este 2015, el movimiento estudiantil Chileno ha retomado algo de la vida que logró durante el 2011. Si bien, la particularidad que hemos tenido los estudiantes es que no nos hemos dormido en los laureles, esta ha sido un arma de doble filo, pues la protesta estudiantil se naturalizó y se sumió en un ritual que durante el largo letargo del movimiento, ha mantenido las acciones colectivas tan sólo como una ferviente peregrinación por las calles céntricas de la ciudad. El impacto del 2011 fue magnifico, tanto así que llegó a trascender fronteras. Durante los años que siguieron a este verdadero reventón social he tenido la oportunidad de viajar por los países vecinos y conocer un sinnúmero de personas de las más diversas latitudes, y en todas las conversaciones resuena en ellos la intriga por los estudiantes chilenos: Pues ostia tio que no podeis pagar millones por algo que ayuda al país” “Pero boludo, si a los pibes les partieron el lomo a macanazos en las protestas”, “Tu tener derecha a estudiar gratismente”. Tal parece que algo de esa chispa ha venido con este 2015. Y con ello las mismas temáticas mediáticas que acompañan toda protesta social, y éstas a su vez, escoltadas de las mismas omisiones de siempre. Y es que sobran noticias y artículos sobre la violencia, los “lúmenes encapuchados”, pero falta información mediática sobre la compleja organización y discurso político que hay tras las legítimas demandas estudiantiles. La novela de nunca acabar es solo una: la criminalización de la protesta, y la tergiversación de un acto soberano y ciudadano, caracterizándolo como: violento y delincuente. Ahora resulta que el 30% de quienes nos manifestamos somos delincuentes.

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Sobre violencia y violentadosPor Pablo Robledo Vallejos. Estudiante de Sociología, Universidad Alberto Hurtado.

Durante el primer semestre de este 2015, el movimiento estudiantil Chileno ha retomado algo de la vida que logró durante el 2011. Si bien, la particularidad que hemos tenido los estudiantes es que no nos hemos dormido en los laureles, esta ha sido un arma de doble filo, pues la protesta estudiantil se naturalizó y se sumió en un ritual que durante el largo letargo del movimiento, ha mantenido las acciones colectivas tan sólo como una ferviente peregrinación por las calles céntricas de la ciudad.

El impacto del 2011 fue magnifico, tanto así que llegó a trascender fronteras. Durante los años que siguieron a este verdadero reventón social he tenido la oportunidad de viajar por los países vecinos y conocer un sinnúmero de personas de las más diversas latitudes, y en todas las conversaciones resuena en ellos la intriga por los estudiantes chilenos: “Pues ostia tio que no podeis pagar millones por algo que ayuda al país” “Pero boludo, si a los pibes les partieron el lomo a macanazos en las protestas”, “Tu tener derecha a estudiar gratismente”.

Tal parece que algo de esa chispa ha venido con este 2015. Y con ello las mismas temáticas mediáticas que acompañan toda protesta social, y éstas a su vez, escoltadas de las mismas omisiones de siempre. Y es que sobran noticias y artículos sobre la violencia, los “lúmenes encapuchados”, pero falta información mediática sobre la compleja organización y discurso político que hay tras las legítimas demandas estudiantiles. La novela de nunca acabar es solo una: la criminalización de la protesta, y la tergiversación de un acto soberano y ciudadano, caracterizándolo como: violento y delincuente. Ahora resulta que el 30% de quienes nos manifestamos somos delincuentes.

Durante la manifestación del 21 de mayo, un joven estudiante fue herido de gravedad con el disparo del carro lanza agua, y una estudiante sufrió un golpe en su cabeza, por parte de un (in)efectivo uniformado, que de milagro no acabó con su vida; otro joven sufrió graves heridas en su ojo. La cuenta suma y sigue, sin contar la arbitrariedad con que se han armado montajes y excesos policiales, con el único fin de criminalizar a los que luchan. Ante sucesos como estos es que entran a tomar tribuna las distintas voces de la ciudadanía: algunos repudian el accionar de carabineros, y otros se preguntan ´qué

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hacía un estudiante en esos lares, en lugar de estudiar´, ´que si se manifestara de forma pacífica no habría necesidad de la represión policial o control policial ´–según sea la postura-.

Independiente de las posturas que apelan a un supuesto orden y tranquilidad, el 28 de Mayo, durante la noche, las organizaciones sociales por la educación pública, gratuita y de calidad, convocaron a una manifestación nocturna, como forma de rechazo al repudiable accionar de Fuerzas Especiales. Fue bastante interesante ir caminando en la última parte de la manifestación, y conforme ésta avanzaba iba dejando estelitas brillantes, eran fueguitos de barricada que primero sirvieron para calentar las manos esa noche helada y que luego sucumbieron al caos y la desesperación. Sabemos que en toda la manifestación, sea cual fuere su convocatoria, sus hechos no giran exclusivamente en lo que pomposamente los medios de comunicación llaman desmanes o vandalismo, aun así, tampoco están exentos de éstos.

Sin embargo, quisiera centrar el asunto de estas palabras, en la otra violencia, esa que gatilla estas acciones de descalabros y caos –y que por lo demás nadie se da el tiempo de mencionar o analizar en los canales comunicativos cotidianos–. Dejemos por un momento el asunto del clásico encapuchado, que rompe y destroza, y analicemos el macro entorno sobre el cual estos sujetos se erigen como personas: caractericemos al sistema en general, para entender estas acciones y otras de distinto calibre. Para ello quiero referirme a tres casos –son muchos más e incontables, pero trataré estos por ser inmensamente cotidianos y cercanos a quien sea que este leyendo estas palabras– en donde podemos apreciar una violencia estructural sobre las personas, y que precisamente la hemos naturalizado a tal forma que no solo se acepta, sino que en algunos casos de defiende de forma muy fanática.

El día. ¿Cuánto vale nuestro día? ¿Uno, dos, cuarenta? ¿Vale cien mil o un millón? ¿Cuánto valen esas veinticuatro horas? ¿Cuánto vale esa vida que dura solo un día? ¿Cuánto vale ese día que es una vida? En este punto seré más breve porque considero que la violencia ejercida es mucho más evidente cuando se comprende: ¿Podría alguien comprar un día de vida? ¿Una hora? ¿Un segundo siquiera? En simple, nuestro día vale más que todo el dinero que podríamos llegar a tener, vale más que todas las monedas y divisas del mundo. Y todos los días lo vendemos, ¿a cuánto? Una persona que percibe el sueldo mínimo vende cada hora suya a unos $1300 pesos chilenos. A lo menos violento.

Transporte Masivo. En primer lugar comencemos por desmentir algunas mentiras semánticas: No tiene por qué llamarse transporte

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público, pues no es público, es uno más de los tantos aspectos privatizados en nuestro día a día… A excepción de que claro, ya todo lo público esté privatizado a día de hoy y esto ya sea natural para todos nosotros. Tampoco podríamos llamarlo locomoción colectiva, pues a pesar de que nos movilizamos juntos -o más bien unos sobre otros- no es una acción colectiva, sino tan solo una suerte de soledad acompañada.

Pero, el punto interesante del mal llamado transporte público, tiene que ver con la pregunta, ¿por qué las personas se mueven y circulan en una ciudad? Fijemos la vista en el día a día de nuestras vidas, y nos daremos cuenta que las personas se movilizan para cumplir su rol como sujetos funcionales al sistema. Se mueven porque van a trabajar en la mayoría de los casos –o a estudiar–; nos movemos porque somos engranajes que ayudan a que la máquina siga funcionando. Entonces, ¿por qué es necesaria una forma de transportar masivamente a las personas? Pues, porque así el engranaje gira más y de mejor forma.

Tengamos en cuenta que la gente se mueve esencialmente para ir a su lugar de trabajo, prueba de ello es la existencia de la enajenante hora punta. El asunto es que el concepto de movilizarse para trabajar, se promociona como un servicio, y en tanto que es un servicio, se debe pagar por él. Sin embargo, ¿es realmente un servicio para quienes lo utilizan? Bueno, si los usuarios lo utilizan, podríamos pensar que efectivamente es un servicio para ellos. Pero hilemos un poco más fino este entramado social y cotidiano, y veamos el acto violento que se encuentra enmarañado:

Cuando una persona es contratada para un trabajo, sea cual fuere, la persona vende su trabajo, y su tiempo a cambio de dinero –asumamos que se beneficia por ello– pero el mayor beneficiado es quien contrata, ya que el trabajo del otro le es de vital necesidad para aumentar su capital financiero –por algo contrata a esa persona, si no fuera de su conveniencia no lo haría–. ¿Quién es realmente el beneficiado de que los sujetos se muevan a trabajar? Aquél que le paga al trabajador por su propio trabajo.

El acto violento radica en que el servicio de mover al trabajador a su lugar de trabajo beneficia al dueño de la empresa, burgués, empresario, jefe, comerciante, como deseen etiquetarlo. Y sin embargo, es la propia persona la que paga por ello. En palabras concretas: día a día pagamos por hacer más millonarios a los millonarios, a costa de nuestro trabajo.

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Nomofobia. La nomofobia es un miedo absurdo, y por lo demás dependiente, a salir de la casa sin el celular. Creo que es evidente hasta que nivel el desarrollo tecnológico se ha hecho parte de nuestro día a día, pero muchas veces preferimos omitir cuan esclavizante ha sido para nosotros. Nunca en la historia de la humanidad habíamos tenido la posibilidad de decir tanto y a tantas personas, pero bueno, hemos cambiado el decir verdaderamente comunicativo por el imperio del ‘xd’ y el emoticón –ups, ¿parece que ahora se llaman ‘stickers’?–, que pretende expresar nuestro pensar y sentir con un rostro prefabricado. ¿Es violenta una forma de comunicación que precisamente se basa en la des-comunicación? A mi parecer, sí. Sin embargo, esto queda a juicio de cada quien. Claro, unos argumentan que el acceso a tecnologías, comunicación e información no ha sido nunca en la historia. ¡Pero por la cresta! ¡Candy Crush no es para nada una fuente de información!, y mucho menos lo es Facebook si es que se utiliza desde el celular como herramienta para ejercitar los pulgares y no como un arma útil para socializar información, conocimientos y vivencias. Lo que hay más bien en estas redes des-socializantes es el ejercicio de sujetar a las personas dentro de un marco de qué es lo que se debe hacer y cómo deben hacer. O acaso creen que es casualidad que la red social pregunte: ¿Qué estás pensando?