Sobre La Huella De San MartíN

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Sobre la huella de San Martín A 192 años de la victoria en Chacabuco, el gobierno de San Juan conmemoró, por quinto año, el Cruce de los Andes por el paso de Los Patos. LNR estuvo entre los 82 expedicionarios que, durante seis días de cabalgata, reconstruyeron el histórico recorrido hacia Chile A la señal del clarín los jinetes, en su mayoría con más entusiasmo que experiencia, partimos desde Manantiales, a 3046 metros de altura. Las cómodas camionetas, la ruta, la civilización, abandonadas. El latido de nuestros cuerpos, las emociones, en contacto con nuestro recién descubierto amigo: el caballo. El cronograma indicaba cuatro horas de marcha hasta llegar al primer campamento en Trincheras de Soler. Impulsados por la ansiedad, al comienzo nos desparramamos por el terreno. A medida que el camino se estrechaba y aparecían los desniveles y ascensos entre el borde de la montaña y el precipicio, nos fuimos alineando, más por imperativo de la naturaleza que por voluntad consciente. Era aún el primer día y, aunque hubo algunos leves accidentes (lluvia, granizo y frío intenso), no imaginábamos lo que la montaña nos tenía reservado. A últimas horas de la tarde llegamos a Trincheras de Soler. Rodeados de una luz gris hielo, un pico nevado luminoso y algunos guanacos en sorprendente equilibrio sobre las paredes terracota de las montañas, miembros de gendarmería nos aguardaban con las carpas y la comida listas.

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Sobre la huella de San MartínA 192 años de la victoria en Chacabuco, el gobierno de San Juan conmemoró, por quinto año, el Cruce de los Andes por el paso de Los Patos. LNR estuvo entre los 82 expedicionarios que, durante seis días de cabalgata, reconstruyeron el histórico recorrido hacia Chile

A la señal del clarín los jinetes, en su mayoría con más entusiasmo que experiencia, partimos desde Manantiales, a 3046 metros de altura. Las cómodas camionetas, la ruta, la civilización, abandonadas. El latido de nuestros cuerpos, las emociones, en contacto con nuestro recién descubierto amigo: el caballo. El cronograma indicaba cuatro horas de marcha hasta llegar al primer campamento en Trincheras de Soler.

Impulsados por la ansiedad, al comienzo nos desparramamos por el terreno. A medida que el camino se estrechaba y aparecían los desniveles y ascensos entre el borde de la montaña y el precipicio, nos fuimos alineando, más por imperativo de la naturaleza que por voluntad consciente. Era aún el primer día y, aunque hubo algunos leves accidentes (lluvia, granizo y frío intenso), no imaginábamos lo que la montaña nos tenía reservado.

A últimas horas de la tarde llegamos a Trincheras de Soler. Rodeados de una luz gris hielo, un pico nevado luminoso y algunos guanacos en sorprendente equilibrio sobre las paredes terracota de las montañas, miembros de gendarmería nos aguardaban con las carpas y la comida listas.

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Amanecimos rodeados de blancura. Había nevado toda la noche y la temperatura nos obligó a superponer todas las prendas de abrigo que llevábamos. Casi nadie había pegado el ojo y algunos ya sentíamos dolor de cabeza. La aclimatación nos estaba poniendo a prueba; se presentaban los primeros síntomas de apunamiento. Si bien al final de la jornada arribaríamos al refugio ubicado a menor altura, antes debíamos sortear los 4825 metros en el Portezuelo del Espinacito. No fue fácil. Como decía mi tío el poeta, "vivir para contarlo".

Durante la subida tomé conciencia cabal de lo que significaba una pendiente de 45° y de que mi único guía, y mi mejor compañero, era mi caballo blanco. ¿Sería parecido al que montó el Libertador? Me sentía totalmente vulnerable, por momentos aterrada y al mismo tiempo seducida por la belleza que se imponía a toda otra sensación, aun a las de mayor peligro..., que las hubo.

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La llegada a la cima fue un alivio. ¡Al fin un espacio donde podíamos romper filas! Fotos, risas, liberación de adrenalina. A un lado, el Aconcagua; al otro, el Mercedario. En una visión de cercanía ilusoria se alzaban los Penitentes curioseando nuestros escasos gorritos de lana. Y llegó el descenso. Fue más duro que la subida. Otra vez en hilera de a uno en fondo, sin espacio entre animal y animal, con miedo de resbalar, y tensos, todos muy tensos y en silencio, concentrados en el viboreo de la angosta senda de piedras irregulares. Vivíamos sensaciones cambiantes entre el asombro y el miedo; entre la vanidad de participar en algo reservado para pocos y a la vez saber que sólo éramos un puntito perdido en medio de la inmensidad. Entonces, entendí claramente que la belleza también duele.

El trayecto de mayor peligro estaba pasando, el paisaje empezaba a colorearse. Dominaban los ocres, terracotas y verdes intensos. Comencé a disfrutar de la vista y a conectarme con una extraordinaria sensación de libertad interior. Al borde de un riacho en Vegas de Gallardo, paramos para almorzar. Cada uno de nosotros llevaba en su alforjas o mochilas el sándwich de jamón que nos habían repartido. Las mulas también se hicieron eco del alivio: pudieron recuperar el aliento y ventilar sus cuerpos sudorosos. Antes de partir aprovechamos para recargar las cantimploras en la frescura del río. Los siguientes kilómetros fueron relajados, pero se hicieron largos. Jinetes y cabalgaduras acusábamos cansancio. El refugio, al final del camino, en el valle de Los Patos Sur, parecía alejarse. Habían pasado trece horas cuando, al fin, llegamos. Los cocineros, más adelantados, ya estaban preparando el guiso. Hubo brindis y se contaron chistes a la luz de la luna. Esa noche pudimos dormir con la tranquilidad de que el día siguiente sería de descanso.

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La mañana del 12 de febrero partimos hacia la línea fronteriza. Allí, un grupo de chilenos nos recibía con sus banderas en alto para recordar la victoria que unió a ambos pueblos ese mismo día, en 1817, cuando patriotas y chilenos vencieron al ejército español. San Martín lograba abrir una puerta al mar para continuar con la campaña de independencia en el Perú. Galopamos al encuentro. El sonido triunfal de las trompetas anunciaba nuestra llegada y nuestra emoción. Entre "¡viva la patria!" y brindis, bailamos e intercambiamos banderas como símbolo de unión y amistad. Las lágrimas de algunos expresaban el orgullo grupal por haber logrado la hazaña. Nos despedimos y regresamos al refugio.

La noche fue hermosa. La Vía Láctea, sin competencia lunar, espléndida. Estrellas fugaces aquí y allá colmaban nuestro asombro. La alegría y las bromas culminaron con una serenata en plena madrugada dedicada a las ocho mujeres que integrábamos la expedición. Sin embargo, algo parecido a la nostalgia empezaba a despuntar en muchos de nosotros, ese sentimiento suave que tiñe siempre las buenas despedidas.

Al día siguiente nos esperaba la misma ruta, salvo por un atajo que nos ahorraría cuatro horas de cabalgata a cambio de un nuevo desafío: atravesar el Portezuelo de La Honda, a 4200 metros de altura. Todavía me pregunto si no hubiese preferido no ahorrarme nada. La pendiente era tan pronunciada que por momentos pegué mi pecho a las crines del caballo para no entorpecerlo en la subida. Estábamos viviendo nuestro quinto día de aventuras y creí que no habría más sorpresas. Error. Faltaba un descenso. No necesitábamos oxígeno, nuestros pulmones respondían como baqueanos, pero repentinamente sentí mi cabeza apoyada en las ancas del caballo, todo el cielo en mis ojos -cóndores incluidos- y algunos compañeros que habían decidido ¡bajar andando! Yo opté por las cuatro patas de mi noble compañero: eran más confiables que mis dos temblorosas piernas.

La sexta jornada fue de adioses. Nos íbamos despidiendo de las alturas, del planeo de los cóndores, del vértigo del abismo que nos había puesto frente a nosotros mismos como nunca antes. Nos despedíamos, sin decirlo, de nuestros compañeros y, por qué no, de nuestro caballo, al que no quise nombrar, quizá para extrañarlo menos. Al fin y al cabo, de él dependió mi vida más de lo que yo hubiese imaginado cuando di el "sí" a este encuentro. ¿Cómo habrá sido el "sí" de los compañeros del General? Seguramente fueron subyugados por la fuerza de ese hombre convencido de la meta

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perseguida. No era una travesía de seis días, ni llevaban tubos de oxígeno ni medicamentos paliativos del pánico; ni siquiera, ropa adecuada. Sabían que soñaban una patria grande y una América independiente y solidaria. Gracias a aquel sueño hoy nosotros cruzamos los Andes, cada uno con su mochila de alegrías y fracasos, con sus proyectos y temores. Yo sé que crucé mi propia Cordillera y sé que regresé más libre, dispuesta a seguir cruzando y seguir.