SOBRE EL HUMOR, AQUIrice, aquí Apolo, aquí la Harpía. Lo bello y lo sublime son creaciones...

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Los Cuadernos de Literatura SOBRE EL HUMOR, AQUI Gonzalo Torrente Ballester E n sus «Meditaciones del Quijote», se pregunta una vez don José Ortega: «¿De quién se burla Cervantes?», y no acierta a responder, porque la cosa no está cla- ra. ¿Del personaje, de la cultura española, del país entero? ¿O es que salta su burla más arriba y hay que considerarla trascendente? Según mi interpre- tación, bastante más modesta, de quien se burla Cervantes es del lector: no de todos los posibles sino de aquellos que no entran en el juego y caen en la trampa... precisamente por no haber en- trado. Don Miguel conocía a sus paisanos, y, por supuesto, las relaciones establecidas entra la risa y la seriedad, tal y como pueden verse, por em- plo, en aquel gran maestro (inimitable: no incu- rráis en el error) de la prosa don Francisco de Quevedo, para el que la cara estaba en su sitio, la cruz en otro y el canto no existía: rma en serio la cruz, y por eso se ríe de la cara, que no es la cruz, naturalmente, que no está implícita en ella, sino discriminada. Seriedad y carcajada son es- crupulosamente correlativas' jamás se pueden coundir, jamás se debe, sea el escándalo de los escándalos, el acabóse. ¿Habrá algo en común entre don Pablos y Tomás de Villanueva? ¿Son, por lo menos, hombres? Lo parecen, acaso, pero no pasa de mera consión. En uno y otro se acumulan y polarizan elementos contrapuestos e irreductibles, que los distancian, que los distin- guen, que los apartan en los órdenes del ser. El pícaro es la cara; el santo es la cruz, Dios en el medio (o el diablo) con espada tajante: no es lícito pensar que Cristo ha muerto igualmente por el uno y el otro. ¿De veras creían los españoles, creen aún, en una Redención universal? Traeré a cola- ción un chiste muy moso con ánimo de comple- tarlo: A un visitante recién llegado al Paraíso, holandés de nación y protestante, le estaban ense- ñando los cielos, y al ir del monte al valle, del 46 jardín a los bosques, pasaban y repasaban por un lugar amurallado al que no hacía el guía referen- cia. El visitante acabó interrogando. Y le fue res- pondido: «Ese es el cielo de los españoles, porque al creer que sólo ellos son a salvarse, para no desencantarlos, se les aísla, se les deja en la igno- rancia, y quedan tan felices». Lo que sabía el autor del chiste es que no todos los españoles convergían en aquel huis-clos, sino sólo «los de siempre», como corrigió con fortuna Antonio Mingote a su debido tiempo. Son, por supuesto, los de la seriedad y la carcajada, fúnebres y escar- necedores, incapaces de comprender la persona, especialistas en tipos, y otras abstracciones: «Yo soy un baile de criada X de horteras...». Geniales o zopencos, ¿qué más da? Aquí no estamos tra- tando de crítica. literaria, sino de la mentalidad dogmática. En España no hay sentido del humor porque el dogma. está detrás de todos, religioso o político. Algo my serió y muy prondo se con- movió de alegría en este país cuando Jean Paul Sartre condenó el humorismo: como que se sintie- ron justificados, no sólo en la intolerancia moral, sino en la inflexibilidad intelectual. Definir el hu- mor como una aportación de la clase burguesa, además de una escapatoria, es como dejarlo inerme en medio de la plaza, blanco de tronchos y de. huevos podres: pues, si es históricamente así (que no lo sé muy bien), habría que dar las gracias a la clase burguesa por tan útil invención, por tan ilustre instrumento. Como por muchos otros. ¡ Pues no ltaba más! No cabe la menor duda de que Miguel de Cer- vantes se ríe de nosotros. Cómo y por qué, no se entiende; pero de eso de la risa hay vehementes sospechas, y no de hoy. Cuando los lectores de la edad clásica se hartaron de carcajadas en la creencia de que se reían de un loco, visto que no daba para más, decidieron olvidarlo, y si no llegan de era los ingleses a decir que era un libro im- portante, y después los románticos, lo habríamos aumbado y nos hubiéramos sacado para siempre un buen peso de encima... ¡Reírse de un imbécil estando í el inferior, y el enemigo, y el que no piensa igual, y el que piensa lo mismo, reír de todo hasta de Dios bendito, aunque a hurtadillas y sin que el mismo Dios se entere como desahogo de esta impotencia, de esta rabia, de este ror inconfesos! ¿El «Quijote»? Pues, ¿para qué nos sirve -salvo como pretexto de un tipo de vanidad

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SOBRE EL HUMOR, AQUI Gonzalo Torrente Ballester

E n sus «Meditaciones del Quijote», se pregunta una vez don José Ortega: «¿De quién se burla Cervantes?», y no acierta a responder, porque la cosa no está cla­

ra. ¿Del personaje, de la cultura española, del país entero? ¿O es que salta su burla más arriba y hay que considerarla trascendente? Según mi interpre­tación, bastante más modesta, de quien se burla Cervantes es del lector: no de todos los posibles sino de aquellos que no entran en el juego y caen en la trampa... precisamente por no haber en­trado. Don Miguel conocía a sus paisanos, y, por supuesto, las relaciones establecidas entra la risa y la seriedad, tal y como pueden verse, por ejem­plo, en aquel gran maestro (inimitable: no incu­rráis en el error) de la prosa don Francisco de Quevedo, para el que la cara estaba en su sitio, la cruz en otro y el canto no existía: afirma en serio la cruz, y por eso se ríe de la cara, que no es la cruz, naturalmente, que no está implícita en ella, sino discriminada. Seriedad y carcajada son es­crupulosamente correlativas' jamás se pueden confundir, jamás se debe, sería el escándalo de los escándalos, el acabóse. ¿Habrá algo en común entre don Pablos y Tomás de Villanueva? ¿Son, por lo menos, hombres? Lo parecen, acaso, pero no pasa de mera confusión. En uno y otro se acumulan y polarizan elementos contrapuestos e irreductibles, que los distancian, que los distin­guen, que los apartan en los órdenes del ser. El pícaro es la cara; el santo es la cruz, Dios en el medio (o el diablo) con espada tajante: no es lícito pensar que Cristo ha muerto igualmente por el uno y el otro. ¿De veras creían los españoles, creen aún, en una Redención universal? Traeré a cola­ción un chiste muy famoso con ánimo de comple­tarlo: A un visitante recién llegado al Paraíso, holandés de nación y protestante, le estaban ense­ñando los cielos, y al ir del monte al valle, del

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jardín a los bosques, pasaban y repasaban por un lugar amurallado al que no hacía el guía referen­cia. El visitante acabó interrogando. Y le fue res­pondido: «Ese es el cielo de los españoles, porque al creer que sólo ellos son a salvarse, para no desencantarlos, se les aísla, se les deja en la igno­rancia, y quedan tan felices». Lo que sabía el autor del chiste es que no todos los españoles convergían en aquel huis-clos, sino sólo «los de siempre», como corrigió con fortuna Antonio Mingote a su debido tiempo. Son, por supuesto, los de la seriedad y la carcajada, fúnebres y escar­necedores, incapaces de comprender la persona, especialistas en tipos, y otras abstracciones: «Yo soy un baile de criada X de horteras ... ». Geniales o zopencos, ¿qué más da? Aquí no estamos tra­tando de crítica. literaria, sino de la mentalidaddogmática. En España no hay sentido del humorporque el dogma. está detrás de todos, religioso opolítico. Algo ml!ly serió y muy profundo se con­movió de alegría en este país cuando Jean PaulSartre condenó el humorismo: como que se sintie­ron justificados, no sólo en la intolerancia moral,sino en la inflexibilidad intelectual. Definir el hu­mor como una aportación de la clase burguesa,además de una escapatoria, es como dejarloinerme en medio de la plaza, blanco de tronchos yde. huevos podres: pues, si es históricamente así(que no lo sé muy bien), habría que dar las graciasa la clase burguesa por tan útil invención, por tanilustre instrumento. Como por muchos otros.¡ Pues no faltaba más!

No cabe la menor duda de que Miguel de Cer­vantes se ríe de nosotros. Cómo y por qué, no se entiende; pero de eso de la risa hay vehementes sospechas, y no de hoy. Cuando los lectores de la edad clásica se hartaron de carcajadas en la creencia de que se reían de un loco, visto que no daba para más, decidieron olvidarlo, y si no llegan de fuera los ingleses a decir que era un libro im­portante, y después los románticos, lo habríamos arrumbado y nos hubiéramos sacado para siempre un buen peso de encima ... ¡Reírse de un imbécil estando ahí el inferior, y el enemigo, y el que no piensa igual, y el que piensa lo mismo, reír de todo hasta de Dios bendito, aunque a hurtadillas y sin que el mismo Dios se entere como desahogo de esta impotencia, de esta rabia, de este furor inconfesados! ¿El «Quijote»? Pues, ¿para qué nos sirve -salvo como pretexto de un tipo de vanidad

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no alegremente aceptado? A fuerza de oír hablar, acabamos por sospechar lo de la burla, lo de la ambigüedad, lo del humor. .. Lo hemos creído, y aunque, por nuestra parte, hayamos puesto lo in­decible, hayamos esforzado la mente (a veces cata) para reducirlo a nuestro dogmatismo, el que fuere, y apropiárselo así, no estamos muy seguros del acierto. Sería menester la invención de un método semejante al que permite despojar al ta­baco de nicotina, para extraer de ese texto el humor: porque todo lo demás es tolerable, y, con­venientemente manipulado, hasta puede ser útil.

Como sucede a veces, para ver claramente el alcance y contenido de una invención, más que examinarla en sí, se recomienda atender a lo que se originó en ella, a lo que la amplía y desarrolla: en este caso, por ejemplo, la novela inglesa del XVIII, confesa de cervantismo, y humorista. ¿No juega Sterne con todo lo jugable, la forma inclusa? ¡Qué gran tomadura de pelo, ése su libro, que ni empieza ni acaba ni se sabe si avanza o si da vueltas! Comprendo que los partidarios de las formas concretas, de los géneros precisos, se de­sesperen y lo nieguen. ¡Hombre, claro! Si se toma la Divina comedia por modelo ... Pero, ¿por qué hemos de nacer? Nadie la admira más, y, sin embargo ... ¡Atravesar el cielo, el purgatorio y los infiernos sin una mala sonrisa! ¿No se le habrán anquilosado a Dante las facciones? Los que reían entonces eran aquellos canteros que ponían al vi­cio en picota y también a los viciosos: igual que Dante, pero al revés. Y queda siempre la sospecha de que, al revés que Dante, no estuvieran muy seguros de que algunos de aquellos pecados lo fueran realmente. Mas no conviene hacer hipóte­sis. A lo mejor le dan a uno con la palmeta en los nudillos.

El sentido del humor no es compatible con lo trágico ni con ninguna de las formas estimadas como clásicas. Luciano, el que más se le apro­xima, queda en burlón y desmitificador; pero el humorista que desmitifica, cree al mismo tiempo en el mito, y, Luciano, no. El sentido del humor se relaciona con la realidad en medida mucho ma­yor que la del poeta y la del artista clásicos, quie­nes actúan sobre esquemas abstractos, ideales, sin alcanzar a comprender que la realidad es grotesca; o, habiéndolo si acaso comprendido, la rechaza por carecer del instrumento estético que le per­mite su apropiación. El clásico, dogmático a su

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modo, escinde lo real en lo ridículo y lo bello, sin contaminaciones ni relaciones mutuas, sino un abismo entre los dos, un abismo mental, claro está, porque, en realidad, marchan del brazo por la calle; van como hermanos siameses. Y a lo largo de siglos, como una Regla de Oro que lo rigiese, se mantiene la escisión, se contagia de la moral, de la incipiente sociología. ¿Habrá algo menos humorístico, más radical y tajante, que las Danzas de la Muerte? Las representaciones plás­ticas apartan con divisorias claras los buenos de los malos, los santos de los precitos, el cielo del infierno. Dante mantiene su teorema. Todavía a las puertas del Renacimiento, en nuestra Celes­tina, lo� señores pecan arriba; los pícaros y las golfas, abajo. Mientras los pecados de los unos no trascienden, los de los otros conmueven al uni­verso. El genial Francisco de Rojas, artista de la palabra y del retrato (un t�nto típico) careció de sentido- del humor. ¡Pues era un judío, según dicen, y a los judíos no les falta, según dicen también! Uno de mis primeros maestros fue Enrique Heine, mon­sieur un ríen, como él mismo bromeaba.

La realidad es grotesca, pese a quien pese: en­tiéndase como que en ella anda todo mezclado y sin fácil discernimiento, como no sea mediante una operación intelectual que desrealice y pola­rice, aquí Apolo, aquí la Harpía. Lo bello y lo sublime son creaciones mortales puras, sin co­rrespondencia en la realidad, como el logaritmo de pi. El artista con sentido de lo real, ante el héroe inmarcesible, Je tira de los calzones hacia abajo y le recuerda que de niño se meaba en la cama, de lo que resultó, ni más ni menos, su heroísmo, en virtud ,de un proceso enteramente heterodoxo, pero Verídico. Del mismo modo, al antihéroe, al personaje abyecto, le alza un poco de su miseria y le pone al descubierto aquel costado de luz que los demás se empeñan en ocultar ... en nombre de su perfección, para que, además de un perfecto mal­vado, sea un malvado perfecto. ¡A todo el mundo hay por dónde cogerlo, el héroe es una abstrac­ción, Hitler se mecaniza y nos hace reír (véase ELDictador), no hay mal que por bien no venga, la pena de muerte sólo sería tolerable en el caso de que el reo se muriese de risa (afirmación que no conviene propalar, si se recuerda que el llamado Demonio de los Andes, Francisco de Carvajal, ajusticiaba a víctimas regocijadas. Nihil no­vum ... ).

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A toda ideología puede oponerse la contraria, igual que a toda afirmación tajante, y, de hecho, la realidad las opone; a una y otra, el vacío. El llamado principio de contradicción es un ardid tramado con la finalidad de construir en el aire una ciencia o un pensamiento. El principio de tercio excluso es una falsedad flagrantf

.., . pues

justo lo que existe por sí mismo es lo que se sitúa entre el sí y el no, lo que percibe la mirada madura y avezada, lo que da consistencia a lo real. Con el otro, con el principio de identidad, quedó instau­rada e institucionalizada la esquizofrenia. «Yo soy idéntico a mí mismo», asegura; y, ¿ cómo no pre­guntarse ipso facto (ipso dicto) quién es ese mí

mismo depositario, si no ladrón, de mi identidad? ¡ Y no digamos si se trata de igualdad! Que se deriva de lo anterior y que no hace más que com­plicarlo. Todas esas garambainas se aceptan sin más crítica porque vienen atribuidas a los núme­ros, y a nadie le interesa gran cosa la verdad que se encierre en esta proposición: 323 es igual a 323. Pero, ¿y si son soldados, peras, gorriones? ¿Quién que no sea un frío estratega ( o un táctico,_ !Jlás frío todavía) se atreve a asegurar que 323 soldados son iguales a 323 soldados, cuando ni un solo sol­dado, ni una sola pera, ni un solo gorrión es igual a otro? El principio de identidad falla en el ámbifü de lo real. Nadie es idéntico a· sí mismo, porque ser-hombre es querer-ser en todo instante, y lo que se-quiere-ser no-es todavía. La respuesta más lógica la dio don Quijote, un hombre con la cabeza en su sitio y perito en lógica vitar: yo sé quién soy, quién puedo ser, no sólo Baldovinos, sino también los Doce de la Fama ( o el mismo número de Pa­res, no lo recuerdo bien ni almaceno citas textua­les en la memoria). En cuanto a la cuádruple raíz del principio de razón suficiente, si se sustituyera en su enunciado razón por sinrazón, podría tole­rarse. La dialéctica ha llegado a tal grado de per­fección que permite demostrar lo que se quiera: ésta es la causa por la que el humorista la consi­dera y hasta llega a concederle valor, pues puede serle útil en sus tareas, mentir o decir verdades, ya que para todo sirve.

La lingüística moderna, esa ciencia que intentó alzarse con la capitanía universal de las ciencias, sirvió al menos para mostrar que nada es como es, sino como se cuenta: de ahí el valor de las pala­bras y la desconfianza que causan a los espíritus dogmáticos, que intentan sustituirlas nada menos

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que por símbolos, como si no lo fuesen ya las palabras, como si a fin de cuentas no hubiera que traducir los nuevos con esos otros de tanta des­confianza. El humorista defiende la palabra, por­que únicamente ella le permite mostrar la ambi­güedad de lo real, llevar a cabo la crítica de Las Grandes Vaciedades, limar las aristas de Las Grandes Afirmaciones, formular las únicas verda­des, que son las contradictorias: jamás que «existe Dios» o que «Dios no existe», sino ambas a la vez, como sabían los que tuvieron experiencia intuitiva de eso, no los razonadores, que razonan en el aire (merced a lo cual llegan a veces a tener gracia). La palabra sirve, por ejemplo, para poner en tela de juicio lo que vengo diciendo, negarle sensatez, colgarle el sambenito de dogmatismo ... y llegar a la misma conclusión por distinto ca­mino. Claro que así no se va a ninguna parte; pero, ¿por qué hay que ir a alguna parte?, ¿quién va de veras a alguna parte? ¿El que corre tras la riqueza y la consigue? ¿El que aspira al poder y se instala? Sólo los mentecatos pueden sentirse satis­fechos del poder o la riqueza. Sería muy útil que alguien con esa sabiduría desinteresada que se inicia en el desencanto nos facilitase un buen aná­lisis del poder y de la riqueza: y donde he dicho «desinteresado» quise decir sin compromiso ideo­lógico, sin verdad previa que defender, especie de aventura en el vacío y a lo que salga. Todo lo que sostienen los moralistas al respecto oculta lo ver­daderamente interesante, y es el componente có­mico de esos modos de ser y de existir. Movién­dose entre la tragedia y el ridículo, el gran dicta­dor da pena: en vez de ajusticiarlo, que es lo que se les ocurre a los hombres sin imaginación (y sólo porque es lo que se viene haciendo), lo inteligente, lo justo, lo oportuno y conveniente para el lla­mado bien común, sería en ciertos casos rodearlo de mimos y arrumacos, en cuya falta se originan las ansias de trepar; cuando no estirarlos un poco físicamente; atiborrarlos de la vitamina del creci­miento: treinta centímetros más, y Mussolini hu­biera permanecido fiel al socialismo democrático: las cosas son así.

El análisis (ese método burgués, según leí en algún autor: con tanto éxito llevado a la práctica por Marx en su conocida obra «El Capital»), per­mite descubrir, no sólo el lado cómico de los dic­tadores y de los millonarios, sino también el de cualquier realidad del orden o de la clase que sea.

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La comicidad subyace a todo, pero, entendámo­nos, coexistiendo. Abstraerla, hacer de lo real ca­ricaturas sin otro ingrediente que lo ridículo es una falsificación delictiva, es un peligro público; en tal caso, conviene recurrir al análisis de nuevo para mostrar y demostrar que eso o ése al que o a quien se caricaturizan, son al mismo tiempo no­bles, hermosos y emocionantes. Lo que pasa es que mostrar, con los medios del arte, esa coinci­dencia compleja de ingredientes contrapuestos en la misma realidad concreta es dificilísimo, es lo que se intenta hacer desde hace siglos, es lo que sólo parcialmente se ha alcanzado. De vez en cuando, incursas en desaliento, las artes y las letras dan las espaldas a ese compromiso con la realidad que es el humor, que sería el único rea­lismo. Abandonan la búsqueda de técnicas y mé­todos idóneos, y se refugian en las ideologías, y en las abstracciones extremas de lo bueno y lo malo, que lo dan todo hecho: son espejos que deforman lo real, e invitan a contemplar, no lo real, sino el espejo. Y como ha salido sin pensarlo esta pala­bra, como alguien pudiera suponer que lo que hago es defender lo esperpéntico y la esperpenti­zación de la literatura y de las demás artes repre­sentativas, diré inmediatamente que no, pues, como creo haber demostrado en otra ocasión (es­casamente conocida, olvidada), el esperpento no actúa sobre lo real, sino sobre la abstracción re­presentada por el héroe clásico, y no consiste tanto en representar cuanto en bombardear con palabras deformantes una realidad de segundo grado, como lo es siempre la abstracción. El que esperpentiza carece de sentido del humor. El hu­morista parte de lo real, es lo real lo que contem­pla, y, si se tercia, lo que deforma. Aunque, ¿para qué? ¿No está ya lo real bastante deformado? Lo he definido como inevitablemente grotesco.

El humorista no tiene por qué hacer reír, ni siquiera sonreír, aunque esto le salga a veces al camino como posible o como necesario. Pero conviene siempre que el avispado advierta pronto lo que bulle y barulla debajo de la seriedad apa­rente. Y digo el avispado porque los otros ya no tienen remedio. Cierta vez dí a leer a un amigo con fama de inteligente y de persona moral, aquel artículo de Swift en que propone remediar el ham­bre de los irlandeses merendándose niños. Mi amigo me devolvió el texto con repugnancia: «¿ Y no lo condenaron a muerte, a este miserable?

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¿Cómo pudo atreverse a proponer un crimen se­mejante? Y, la sociedad en que vivía, ¿cómo se lo permitió?». De estos hay muchos. Por eso tal apa­riencia y no es tácticamente recomendable en un país en que lo que se estima más es la seriedad real. Cuélguese usted una mueca en las narices, colega, aunque haga feo. De lo contrario corre el riesgo de que le elijan presidente de una sociedad recreativa o de que le contraten para llevar en un diario una sección costumbrista. Pero si nada de eso le satisface, apúntese usted a la ironía. Tiene, sobre otros métodos, la ventaja de estar bien vista por la buena sociedad, que la suele simular, y, a veces, sirve para enmascararse en ocasiones peli­grosas, de esas en que se juega la vida el que no afirma rotundamente, con banda y música, Lo que Sea Menester.

Y me he cansado ya. Acerca del humorismo se puede divagar horas y horas, y hay tiempos de razón en que se dice algo importante. Yo no creo haberlo dicho, ni puñetera falta que hace. No por desdén que sienta hacia lo tal, sino por no haber alcanzado todavía a saber lo que es: porque de lo que se me ha propuesto con ese nombre, estoy desengañado.

Estas palabras no podrán ser usadas contra mí, en juicio público ni privado. No me siento respon­sable de ellas, ni en cuanto contenidos, ni en cuanto continentes (conocidas también en el mer­cado como signos y significaciones). No sé por qué razón, esta tarde la máquina se puso a escribir sola, y no supe o no quise detenerla. No ignoro que la gente descree de estos milagros sin sangre que se seque o se licúe, pero también existen: puedo dar fe. Lo que lamento es que no hayan salido sistemáticas, convincentes y redactadas en el oportuno metalenguaje: entonces, me las apro­piaría, me sentiría orgulloso de ellas, y alcanzarían, merced al sistema, una simpática credibilidad.

También lamento que, después de haberlas leído, nadie acierte a saber lo que es el humo­rismo. Yo tampoco lo sé, nadie lo sabe: es una noción fantasma de la que echamos mano cuando ninguna de las conocidas maneras de entender y de explicar un texto fallan. Decimos, entonces, con desdén: éste debe de ser un humorista. o

Y, a lo mejor, lo es. (No se le confundacon los anarquistas, que no son lo mismo, aunque a veces también lo sean).

Bueno ...