Sipán Guía de Hoteles Inventados

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Guía de hoteles inventados

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EditaDepar t amen t o De pu bl ic ac io n esDIPUTACIÓN DE BADAJOZ

TextoÓscar Sipán SanzIlustracionesÓscar Sanmartín Vargas

Diseño y preimpresiónXXI Estudio Gráfico, Puebla de la Calzada (Badajoz)ImpresiónGráficas Romero, Jaraíz de la Vera

Depósito LegalCC-241-06ISBN84-7796-490-4

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Guía de hoteles inventados

Texto ÓSCAR SIPÁN SANZ

IlustracionesÓSCAR SANMARTÍN VARGAS

IX EdiciónModalidad Adultos

Primer Premio

DIPUTACIÓN DE BADAJOZDepar t amen t o De pu bl ic ac io n es

2006

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Tras la fatiga de un viaje nocturno, al final de la madrugada,

con pocos y entrecortados momentos de sueño entre febril

y escalofriado, entraste en el vestíbulo oscuro y desierto del hotel.

Qué vacío el de esa hora que antecede al alba;

qué mundo increado o extinto el que se mira entonces.

LUIS CERNUDA

Es el mundo de las palabras el que crea el mundo de las cosas.

JACQUES LACAN

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SE NECESITAN DOS PUENTES para fijaruna ciudad como Alesia. Una ciudad derectos bulevares para reprimir revoluciones

que nunca llegan, de tabernas ruidosas donde for-jarse una leyenda jugando a la ruleta rusa y desombríos jardines de magnolias, crisantemos yjacarandás, escribe en su cuaderno de viajeLudovic Sindone. El tranvía está casi vacío. Unamujer, que se debate entre cruzar o no la fronte-ra de la vejez, mira al frente con un niño sentadoen su regazo; el niño inventa estrofas de una can-ción sobre una luna rellena de serrín. El conduc-tor se masajea las sienes en una parada, comointentando amortiguar el peso de septiembre. Enel asiento posterior un padre le dice a un hijo:Muchacho, desconfía de las mujeres pecosas; poralgo las ha marcado Dios. La avenida principal des-emboca en el Obelisco de los Cobardes y es allídonde Ludovic Sindone se apea con su maleta.

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Consulta el mapa. El Hotel Stauros se encuentraa tan sólo tres manzanas. Es una ciudad peque-ña, que huele a acuario olvidado y a laurel. Deun puente a otro, cuarenta mil almas y tres hote-les: el Stauros, El Vällim y el Tzmisce. Caminadistraído, interiorizando que las ciudades perte-necen a los holgazanes sin reloj, que el mundogira porque hay gente que se detiene, cuando lesorprende la lluvia. Y no es una lluvia cualquierala de Alesia: un zumbido en el cielo y hay quebuscar abrigo de inmediato. Por toda la ciudadse han habilitado refugios para guarecerse de lastortugas clérigo. Las nubes vierten su extrañapropaganda y Ludovic Sindone sonríe en sole-dad, conmovido ante la belleza de lo que otrosven como castigo. Tan sólo dura un instante. Enla temporada de lluvias se refuerza drásticamen-te la plantilla de limpiadores municipales parapoder afrontar con eficacia y rapidez la retiradade las tortugas clérigo, pequeños bultos des-orientados sobre el pavimento.

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El Hotel Stauros es un edificio de ladrillo geor-giano combinado con piedra, balcones demalaquita azul y enormes ventanas con maine-les y travesaños, flanqueado a su vez por dostorreones que le otorgan un disfraz de fortifica-ción. A la entrada una inscripción reza: TEMORDE DIOS. Los mendigos, emboscados a amboslados de la puerta giratoria, dificultan el paso ysuplican una limosna, por caridad con las palmasde las manos extendidas, recibiendo bastona-zos del portero que defiende su propina y seensaña con los mutilados y los pobres de espí-ritu. La propina es la única bandera que saludanlos porteros, el único lenguaje que comprenden,piensa Ludovic Sindone. No le da ni una solamoneda. La puerta giratoria le deposita en unvestíbulo, elegante y decimonónico, de cómo-dos sofás modernistas donde leer la prensaextranjera y de un color que recuerda a las flo-res amarillas del muérdago, revestido de már-mol portugués y de madera noruega, con unsuelo de baldosas que van disminuyendo de

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tamaño para crear una falsa sensación de leja-nía y de una lámpara de araña que ilumina hastael último recoveco. Un botones, que abando-na la adolescencia para no volver a recuperar-la, como un soldado en las playas de Normandía,recibe órdenes de una dama que tiene la belle-za por castigo y que viaja con un séquito debaúles de doble cerradura, maletas de diseñoexclusivo, cajas con frascos de perfume y som-brereras de múltiples formas.

Un corresponsal, cuyo periódico lleva cerradomás de diez años, pregunta en recepción poruna carta importante que no ha llegado; la ansie-dad, aparentemente encriptada, da paso a ladecepción. La mayoría de casilleros guardan sullave y tan sólo en dos se aprecia un aviso, unanota urgente o una carta de amor, quién sabe.Ludovic Sindone deposita su pasaporte falso enel mostrador. El recepcionista, que fue cornetade un ejército derrotado, de venas protuberan-tes y llenas de sangre, apunta una serie de datos

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y pronuncia, en un tono de voz que roza el fal-sete, un Si es tan amable el señor…, empujandoel libro de registro hacia Ludovic Sindone, queestampa una firma elegante, recreándose en lasformas, deposita la pluma junto al tintero y sedebate entre tomar una última copa o subir a lahabitación para descansar. Es fácil justificar sudecisión: elige la vida. El Gran Salón, con sucúpula de cristales multicolores, cargado de exi-lio y nicotina, envuelto en un delicioso aburri-miento de burguesía decadente y principioslibertarios, camareros con librea abrazados asus bandejas y vendedoras de cigarrillos de ojostristes, parece el marco ideal para tener unaaventura con la dama de compañía de unaduquesa armenia o arrancarle un terrible secre-to a un lanzador de cuchillos. Ludovic Sindonetoma asiento junto al piano, en el que reposauna pajarera vacía y un foulard olvidado, y pideun whisky de centeno. Un notario de provin-cias, de anteojos torcidos sobre una nariz agui-leña, descendiente de una larga tradición de

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cómicos de circo, filosofa sobre el infortunio quevive en nuestro interior, mientras espera la nochepara soñar. Junto a la chimenea dorada, un anti-quísimo mascarón de proa cuelga del muro,roído por la sal y las inclemencias del tiempo.Según se puede leer en una placa, representa aNeptuno en actitud furiosa y perteneció alAdventure, uno de los barcos de la segundaexpedición del Capitán Cook a los Mares delSur. Observa tres tipos de hombres: los aver-gonzados, que sólo son un cruce de caminos yque llevan las decepciones sentimentales comoesas cicatrices que provocan las minas a cieloabierto en la montaña, los desafiantes, anarquis-tas con una bomba en la cabeza, y los adulado-res, mentirosos compulsivos con los labiosmanchados de mermelada susurrando palabrashuecas al oído de las recién llegadas, que decli-nan educadamente la invitación de subir al cuar-to mientras beben a sorbitos una copa deabsenta con almíbar y sueñan con entregarse aun alférez de uniforme. El hombre moderno está

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compuesto de ostentación, miedo y mentira, refle-xiona Ludovic Sindone.

No muy lejos de allí, en la habitación 97, unselecto grupo de europeos y americanos iniciauna sesión de espiritismo cerrando los postigosde las ventanas para secar la luz del día. Setoman de las manos, en silencio, formando uncírculo perfecto. La luz trémula de la vela ilumi-na vagamente los rostros de la Baronesa MaudVon Thyssen y del Príncipe Alexis Mdivani; deljefe de la mafia Lucky Luciano, con el pelo unta-do de brillantina, y su lugarteniente, ChristianStefani, emparentado por parte de madre con elgran Enrico Caruso; de la coleccionista de artePeggy Guggenheim; del playboy dominicanoPorfirio Rubirosa, que arrastra la leyenda dehaber mantenido relaciones sexuales en mil cienjardines y que acompaña en su gira mundial a lassiamesas Daisy y Violet Hilton, con las que man-tiene una aventura, pálidas y hermosas, quetoman sulfato de quinina para combatir la fiebre

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alta, incubando la gripe de Hong Kong que lasmatará; del escritor español Carlos Castán, quecorrige un manuscrito titulado Frío de vivir aña-diendo frases preciosas y sufriendo la lluvia de lasciudades imposibles; y de la médium rumana,experta en mundología y ocultismo, hija de unpremio Nobel de Física y de una prostituta, queintentará contactar con la camarera que se suici-dó vestida de novia el año anterior, en esamisma habitación: Doria Manfredi, la cabezarubia ladeada hacia la puerta mostrando la sonri-sa de los débiles, las venas abiertas a cuchilla yuna foto dedicada de Porfirio Rubirosa flotandoen la bañera con patas de león.

El reloj de péndulo marca las cinco en punto dela tarde. Concentrados y expectantes, invocan elespíritu de la joven, escuchando el sonidoangustioso de los radiadores al enfriarse.Cuando empiezan a mascar el fracaso de lasesión, el péndulo, rompiendo los tejidos ner-viosos del aire, se detiene y ya no hay lugar para

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la conjetura: la habitación 97 queda teñida departículas no vivas y de fluido espectral. Sin atre-verse a mirar están presenciando la rebelión delo inanimado. El olor a gangrena y a fósforo, aextremaunción burlona y a promesa incumplidalo impregna todo. Las paredes trasudan almasen pena y demonios bipolares, que cruzan lapuerta sin puerta y se adueñan del pánico de lospresentes. Es una sensación como nadar entreahogados, confesará alguien en la cena unashoras más tarde.

Extramuros la tarde cae sobre Alesia, las lombri-ces oxigenan la tierra, el viento vuela sombrerosy bate contraventanas, un niño arroja al estan-que oscuro un barco con un gatito para verlonaufragar.

La presencia de lo que fue Doria Manfredi, toda-vía vestida de novia, besa por última vez loslabios de Porfirio Rubirosa y un viento gélido quenace de todas partes y de ninguna desprende la

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cortina, que flota durante varios segundos sobrela mesa para luego caer, sumiendo la habitación97 en un grito velado que se evapora para rea-parecer en otra dimensión.

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Si existe un Dios, otorga extrañas cualidades asus hijos, piensa Ludovic Sindone rechazando losservicios de un falsificador de firmas, que se pre-senta como Tom Ripley y que le regala unademostración en un sobre amarillento. Abandonael Gran Salón mareado por la bebida y se dirigea tomar el aire; los doscientos peldaños de unaescalera de caracol le depositan en la azotea.Hace una de esas noches en la que los místicosse plantean banalidades, los cobardes se bebenla sangre de los héroes, los bohemios sueñancon un trabajo estable, los imitadores con unaidea original y los censores con las faldas plisadasde las colegialas. En un tejado próximo, un gatoatigrado devora una paloma mensajera. Lasestrellas despuntan entre las nubes, la noche searma en medio de un silencio penitenciario.Asomado a la barandilla Ludovic Sindone vuelvela vista hacia su interior: su examen de concien-cia le muestra a un tipo demasiado perezosopara las hazañas, con algunas acciones de méri-to y varias muertes violentas con la que cargar el

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resto de la vida. No puede infundir tanta melan-colía una ciudad recién bombardeada, escribirámás tarde.

En el vestidor del restaurante, entrega su abrigode astracán y su gorra y se dispone a cenar.Elige una mesa en el fondo de la sala.Comprueba, a golpe de vista, que la obesidades un síntoma de salud social y de rica vida inte-rior. Los comensales, con las servilletas anuda-das bajo la papada, se relamen ante la llegada deunos platos abundantes y exquisitos. El jefe decocina flirtea abiertamente con un lavaplatoscubano, de pañuelo en la frente y manos nudo-sas, al que todos llaman Tony Montana. En unamesa próxima, el grupo formado por laBaronesa Maud Von Thyssen y el Príncipe AlexisMdivani, el jefe de la mafia Lucky Luciano y sulugarteniente, Christian Stefani, la coleccionistade arte Peggy Guggenheim, el playboy PorfirioRubirosa, las siamesas Daisy y Violet Hilton, elescritor español Carlos Castán y la médium

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rumana comparten sus experiencias con undiplomático belga y su joven esposa, nacida enAlappuzha, en la costa india de Malabar, entre elmar de Arabia y la albufera de Vembanad, unade esas bellezas obreras que dejan el alma encuarentena y que niegan el futuro, la flor quenace en los suburbios, un egiptólogo aburridode jeroglíficos y una vieja estrella del cine mudoacompañada de un tipo al que presenta comoMédico especialista en las enfermedades relacio-nadas con la suerte.

Es una sensación como nadar entre ahogados,intenta explicar la Baronesa Maud Von Thyssenen un tono de voz devastado por el pánico, sinlevantar los ojos de la mesa. Se ha tomadomedio frasco de pastillas para los nervios. No seatreve a compartir el terrible secreto que le hasido revelado: en el plazo de un año, el PríncipeAlexis Mdivani perderá la vida en un accidentede tráfico y ella quedará desfigurada. Se lo hasusurrado la voz de su prima Irina, ahogada en el

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río Maravillas a la temprana edad de siete años.A juicio de los asistentes, la sesión puede sercalificada como espeluznante, lo que viene a sig-nificar que ha sido un éxito. Para olvidar lo ocu-rrido charlan sobre temas irrelevantes (bouti-ques de nueva apertura, rumores de separación,galerías de arte), haciendo ruido para no pensar. En la breve presentación entre Porfirio Rubirosay la mujer del diplomático belga, camufladoentre las fórmulas de cortesía y educación, hasurgido una complicidad con sabor a sexourgente que se ha trasladado bajo los faldonesde la mesa. Como buen coleccionista de orgas-mos o de auroras boreales, Porfirio Rubirosaansía desabotonarle el vestido mientras busca lasal del cuello, arrancarle la ropa interior a dente-lladas y gritar y derramarse con los ojos abiertos.Y ella, tentada por un demonio que no deja declavarle las falanges en la entrepierna y de ense-ñarle posturas deliciosas, termina aceptando: laesterilidad de Porfirio Rubirosa aumenta su libidoy disminuye el pecado. Nada de esto pasa des-

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apercibido para Daisy y Violet Hilton que leen,impotentes y resignadas, el alfabeto del deseo yla tiranía de la carne.

Ludovic Sindone estudia los platos recorriendola elegante tipografía de la carta con el dedoíndice de la mano derecha y acariciándose labarba de cuatro días con la izquierda, y se deci-de por un calamar gigante con ostras y una sopade musgo caramelizado, además de una botellade vino blanco español. En una mesa próxima,una pareja brinda con champagne, tomándosede las manos y jurándose amor eterno a la luzde las velas. A Ludovic Sindone la escena leprovoca envidia y lástima al mismo tiempo. Enotra época solía comparar el hecho de estarenamorado con una intervención quirúrgica:tras la operación, el enfermo abría los ojos enun cuarto extraño desorientado y dolorido. Aesa altura de la vida, comenzar una relaciónsentimental despierta en él una profunda pere-za. Pensar en las mujeres a las que decepcionó

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y en las mujeres que le decepcionaron le quitalas energías. El esfuerzo le angustia. LudovicSindone se siente como un alpinista hastiado desubir montañas.

Sobre el edredón de la cama, una de esascamas barrocas de hierro forjado que guardansecretos e infidelidades, cinco rosas rojas dan labienvenida a Ludovic Sindone. Las coloca en lacómoda de estilo provenzal francés, en unjarrón de porcelana, y deshace la maleta. Lahabitación está tapizada en un color pastel conmotivos campestres y algo inquietantes: un bau-tizo multitudinario en un río ante una manchaoscura que emerge, una cacería de animalesdomésticos, un agricultor asustado sembrandocon una escopeta cruzada a la espalda, una ban-dada de estorninos se posa en un camposantonevado, una hoguera sin gente que arde en elclaro de un bosque. Ludovic Sindone se detie-ne ante el espejo: la piel que muda el viajeroqueda atrapada en los espejos de hotel. El pen-

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samiento le provoca un escalofrío y se aleja deinmediato. Un baño de espuma y media horade lectura serán más que suficientes para des-encadenar los mecanismos del sueño. De cami-no a la habitación, atravesando un hormiguerode pasillos afelpados y desiertos, en los que unose plantea si no habrá muerto, se ha topado conla Sala de Lectura, de color azul turquesa,techos altos decorados con relieves de estuco yuna librería de finales del siglo XIX, con tresanaqueles visibles a través de las puertas acrista-ladas, tomando prestado un ejemplar deConcesiones al demonio de O.S.

Duerme mal Ludovic Sindone en su primeranoche en Alesia. En pleno novilunio, los galgosasilvestrados no dejaron de aullar hasta mediadala madrugada, las gatas en celo aseguraron lacontinuidad de la especie y las siamesas Daisy yViolet Hilton discutieron violentamente conPorfirio Rubirosa, que terminó durmiendo en unsillón del vestíbulo. Pasó toda la noche oyéndo-

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las sollozar, arrastrando los pies por el cuarto ymaldiciendo la desgracia nodriza que las alimen-taba y que las había convertido en las artistas decirco mejor pagadas de América. Y en las mássolitarias.

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Por la mañana, al descorrer las cortinas de ter-ciopelo negro, la luz de septiembre le hiere laspupilas. La ciudad parece inmersa en la pande-mia de melancolía que provocan los años bisies-tos; sin duda, Alesia es un buen lugar donde dila-pidar una fortuna en sesenta noches y en lasesenta y una arrojarse desde uno de los puen-tes. Sin afeitarse, se da una ducha de agua tem-plada y se viste con un traje cómodo. Abre lapuerta de su habitación y Ludovic Sindone creever el cielo y la condenación eterna en la cara deuna camarera pelirroja, uniformada con cofia ydelantal, que regresa de una verbena de sujuventud y le da los buenos días. Por supuesto,no es ella. Intenta desplegar su encanto de anti-cuario, pero sólo alcanza a preguntarle por elservicio de lavandería. Almuerza en el jardín, uncafé Excelso de Medellín, zumo de naranja y pande sésamo con algo de fiambre, protegido porlas pérgolas invadidas de rosales, contemplandolos rododendros maduros, los espléndidoscedros del Líbano y las plantas trepadoras envol-

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viendo un santuario para pájaros. Pide un perió-dico al camarero y lo ojea con interés y sin prisa.El mundo se desmorona y a nadie pareceimportarle. Se había inaugurado una cadenahotelera en honor a los antipapas de la historia;Gregorio XVII, el Papa Clemente, daba nombreal primer hotel. La industria farmacéutica plane-aba comercializar la bondad a corto plazo. Uncientífico había realizado un minucioso estudiosobre los fallecidos por caídas de rayo, llegandoa una conclusión: lo merecían. Sube a hacer lamaleta, con la esperanza de volver a ver a lacamarera pelirroja, pero sólo encuentra a lagobernanta que, con un nivel alto de perfidia ensangre, le mira mal. Paga la cuenta y sale.

A Ludovic Sindone, alérgico a las gramíneas y a loscrucigramas, lo que más le gusta de las ciudades escallejear sin rumbo hasta despertar el hambre;sigue a rajatabla la consigna de Jules Renard de huircomo de la peste de los principales monumentos.Las calles están más animadas que el día anterior.

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La ciudad de Alesia era conocida por sus fuentestermales y por la longevidad congénita de sushabitantes. Unos niños juegan a explorar elAmazonas en un jardín próximo. Le entrega unamoneda a un músico callejero y éste le regala unhallazgo: algunas canciones contienen respuestas.Mirando las buhardillas de los edificios no puededejar de pensar en artistas divorciados de susmusas dejándose morir de hambre por una idea.Un vagabundo, afectado por esa enfermedad quevuelve transparente el pasado, que tuvo mujer ehijos, secretario personal formado en laUniversidad de Oxford y casa de campo con cotoprivado de caza, apura una colilla bajo la marque-sina de un cine de Arte y Ensayo. Un centenar depersonas alzan la vista hacia la sexta planta de unedificio de oficinas donde un anciano desnudo,que había soportado estoicamente trece fechas deejecución en el pasillo de la muerte, amenaza conarrojarse desde la cornisa. Grita, con el fervor delos visionarios, que no puede conciliar el sueñodesde hace diez días con sus noches y que ya no

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aguanta más. Y todo por el monstruoso ruido quehacen las termitas devorando las vigas del tejado.Sus ojos se vuelven de vidrio antes de saltar, peroLudovic Sindone ya no se encuentra allí.

El mundo está trenzado de casualidades o depequeños milagros, porque a la vuelta de unaesquina, a escasos cien metros del Obelisco delos Cobardes, la encuentra:

los labios rojos,los ojos grandes,la elegancia visible e invisible,los hombros diseñados para convertir un

vestido de saldo en alta costura, Zelda Poulsen,el sueño de todo hombre libre. El corazónempieza a latirle desbocado, como si supiesealgo que el cuerpo ignoraba. Los recuerdos,deportados en su mente a la Siberia de los queno regresan, afloran de las profundidades. Sutemperatura aumenta en dos grados. Y, por unmomento, es agosto en septiembre.

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Pésimo estratega en las distancias cortas,Ludovic Sindone evita, por primera vez en suvida, los meandros innecesarios: suelta la maletay la estruja entre sus brazos. Sigue oliendo atarde de domingo entre las sábanas de una pen-sión. Se separan sin dejar de mirarse. Tiene unasortija de oro blanco en la mano izquierda. Ya hallegado la nieve al Fujiyama, bromea ella refirién-dose a las canas que moldean su peinado, conesa voz de peligro y regaliz que nace quebradade la garganta y que la hace parecer mayor, cua-renta años mayor. Le toca la cara con el envésde la mano, un gesto de otro tiempo, de unaépoca convulsa de bombas y clandestinidad, desexo trágico y militancia, y luego se toma unalicencia para sonreír. Cuando el silencio comien-za a hacerse incómodo se despiden, dejando ensuspenso las preguntas importantes (viaje de pla-cer o de negocios, casado o soltero, persegui-dor o perseguido), con la promesa de verse enun restaurante, unas horas más tarde.

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Aunque en realidad son dos, el Hotel Vällim y elHotel Tzmisce parecen formar parte de unmismo edificio. Un edificio de piedra gris y deestilo neogótico, construido sobre las cenizas deun convento, cuyo armazón se divisa a varioskilómetros de distancia, como un olivo viejoplantado en mitad de una tarta. Los clientes deambos hoteles conviven año tras año con losandamios, los obreros y el polvo, ya que el edifi-cio está perpetuamente en obras por culpa delos directores que los gestionan, jugadores com-pulsivos que apuestan a los dados, el uno contrael otro, al caer la noche; según las rachas desuerte, sus hoteles ganan o pierden habitaciones.Sacar el cinco deseado en el tapete de terciopeloverde y ver la cara de tu enemigo, hundido, deses-perado, queriéndose morir, sólo es comparable atocar el piano a cuatro manos con una desconoci-da después de haber intercambiado fluidos sobreun chaise longue, confiesa a sus íntimos BernardBinoux, director gerente del Hotel Vällim.

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Ludovic Sindone atraviesa la entrada del HotelVällim. Una jauría de abogados de países neutra-les, (aunque de todo el mundo es sabido que noexisten los países neutrales), fríos como mauso-leos, capaces de extraditar a la tierra al arcángelSan Gabriel para juzgarle por sedición, se regis-tran en el hotel antes de encerrarse diez horasen un despacho a redactar el testamento de unsultán o a lavar el dinero sucio de un narcotrafi-cante. Una oleada de desprecio nace en su inte-rior. Esa gente sólo utiliza el corazón para bom-bear sangre, piensa. Pide una habitación, pero elrecepcionista, con unos mofletes tan desarrolla-dos que bien podrían haber pasado treinta añossoplando vidrio en una fábrica o una trompetaen un club de jazz, le comunica que el hotel seencuentra completo. En el Tzmisce tiene mássuerte. Con un aire de psiquiátrico de la clasealta, arrastraba una leyenda negra debido a lacantidad de accidentes que se produjerondurante su construcción, su estructura de hierroprovenía de un botín de guerra: miles de espa-

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das ensangrentadas y cientos de cañones fundi-dos. Bajo la bóveda del vestíbulo cuatro sillonesLuis XVI de imitación acompañan a las veintiunailustraciones que William Blake realizó para elLibro de Job y a una vitrina Art Decó, de broncey cristal, que contiene incorrupto el ramo derosas rojas que Howard Hughes envió a AvaGardner, el animal más hermoso del mundo, porsu veintisiete cumpleaños; estuviera dondeestuviera el excéntrico multimillonario se lasarreglaba para hacerle llegar un ramo con susiniciales escritas en una tarjeta: H. H. Desde quela Princesa Anita Delgado y el Maharajá deKapurthala, casados a los diecisiete y treinta ycuatro años respectivamente, lo pidieran en suluna de miel y debido a los numerosos famososy personajes ilustres que se alojan, el HotelTzmisce ofrece a sus clientes, además de pelu-quería y masaje corporal con aceite de adormi-dera, un servicio de disfraces para evitar a losmolestos paparazzis y a las nubes de curiososque se arremolinan a la entrada.

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La sala, de suelo ajedrezado, desemboca en unaescalinata de mármol con barandilla de maderaenrejada, rematada con diez bustos de filósofosgriegos. Ludovic Sindone cree reconocer aSócrates, auque apenas le presta atención:Zelda Poulsen ha abierto una puerta y ahora losrecuerdos entran sin llamar. Un ascensorista, alque dejó sordo la escarlatina, imprescindiblepara manejar una maquinaria compleja y obsole-ta, con visera y unos dedos recubiertos de esamembrana que permite volar a los murciélagos,le deposita en la cuarta planta. Recorre el pasilloenmoquetado con forma de ele y alcanza suhabitación. Enciende un cigarrillo y, sin levantarlas persianas, se deja caer en la cama de matri-monio, arrojando contra la pared su reloj suizo:Ludovic Sindone necesita desesperadamenteque el tiempo pase rápido.

Zelda Poulsen se presenta a la cena con un vesti-do tan escotado que deja al descubierto el mapade la China comunista y la parte oculta de la luna.

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Se besan en la mejilla. La sortija de oro blanco yano está allí. El camarero les guía hasta un reserva-do. Un biombo con escenas de caza les separadel resto de los comensales; los farolillos de papelle dan un ambiente íntimo y las velas aportan elmisterio necesario para que sucedan cosas. Pidenuna ensalada vienesa para el centro, unas broche-tas de carne de res con salsa de ciruelas y unabotella de absenta de su marca favorita. La con-versación fluye con normalidad. Sigue siendo unade esas mujeres que ensanchan el mundo.Brindan por los viejos tiempos, por los héroesmuertos y por las excomuniones. LudovicSindone agradece profundamente que no saque arelucir el Informe Malatesta. En un arranque denostalgia, con premeditada naturalidad, busca suslabios rojos. Y el hada verde de la absenta hace elresto. Ella no ofrece ninguna resistencia, tan sólose separa un instante, como preguntando si estánhaciendo lo correcto. Vivir es tener la posibilidadde recaer; los muertos no se equivocan, le contes-ta mentalmente. Y vuelve a besarla.

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Construido sobre las cenizas de un antiguo con-vento, el imaginario popular asegura que lasnovicias se aparecen en el Hotel Tzmisce for-mando pequeños grupos al caer la medianoche,avergonzadas, silenciosas, renengando de suvocación, ciegas de odio hacia un Dios que noquiso protegerlas de las llamas. A Zelda Poulseny a Ludovic Sindone les hubiera gustado con-templar sus figuras ectoplasmáticas pero, borra-chos de absenta y de deseo, cierran la puerta sinmirar al fondo del pasillo.

Cuando despierta al alba, ella se ha marchado.Sin promesas. Sin notas de despedida. Sin falsasesperanzas. En el ideario de Ludovic Sindoneestá más justificado profanar una tumba que unrecuerdo. Durante largo tiempo abrazará aZelda Poulsen, una Zelda Poulsen que muypronto llevará un hijo suyo en las entrañas, bajouna manta, desnudos y felices, escuchando laextraña percusión de las tortugas clérigo golpe-ando los tejados. Nadie le puede quitar eso.

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Con la piel marcada y oliendo a ella, decide bajara desayunar; al dejar la llave en recepción vuel-ve a sentir el pálpito, el mismo pálpito de siem-pre. Un telegrama, Señor. Antes de abrirlo yaconoce el mensaje. El papel, todavía caliente, separece mucho a su partida de defunción. Lee:

HAS RESUCITADO. DESAPARECE

Acaricia la culata de su pistola cargada y se pier-de por una puerta de servicio.

La niebla avanza sobre Alesia, primero cubriendolos puentes y luego todo, anota en el cuadernode viaje Ludovic Sindone antes de abandonar laciudad.

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LUDOVIC SINDONE pasa la noche envela, recorriendo la lista de enemigos y lade amores fugaces, en el compartimento

vacío de un tren con destino a Blonembun. Lavoz del revisor le anuncia la llegada. Se pone enpie para desentumecerse, retira el vaho del cris-tal y allí están, olisqueando los trenes bajo lamarquesina de uralita y hierro, desaliñados, ves-tidos, en algunos casos, tan sólo con el pijama oel camisón, la hiperactividad de la mente frentea la apatía del cuerpo, los ojos fijos en las hilerasde vagones cargados de libros, como guardaba-rreras dando paso con un farol invisible. Cuandoel tren se detiene, Ludovic Sindone desciendepor la escalerilla metálica (su equipaje ha queda-do en Alesia). El reloj de la estación marca lascinco y cinco de la mañana. Taciturnos, metódi-cos y alterables, de naturaleza callada y acusadonarcisismo, gafas redondas de gruesos cristalesque les aumentan los ojos hasta la parodia, pro-

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tagonistas de una ópera bufa sin argumento,acuden, renunciando a todo, como si la vidaordinaria les diese náuseas, al reclamo de lascien librerías de viejo instaladas en Blonembun,abiertas los siete días de la semana. Conformanuna hermandad de fanáticos de los libros raros,nómadas con un sistema teosófico propio a labúsqueda de datos, noctívagos enfermos debibliomanía que, como escribió Pío Baroja, esuna enfermedad incurable: encontrar el librosoñado les genera una adrenalina similar a cazarun ángel o a ser abducidos por una luz del cielo;un éxtasis en racimo que dura el tiempo de unapluma al caer. El mes ha sido largo y lleno detesoros. Ejemplares de Anticlaudianus de Alainde Lille, Sobre los dioses de Protágoras deAbdera, del Canon de Avicena, del Tratado deAlquimia del Conde de Saint Germain, la versiónde Une ville flottante de Julio Verne, publicada enJournal des débats politiques et littéraires en1870, de Periplo del Mar Rojo de Agatárquides,una primera edición autografiada de El conde de

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Montecristo de Alejandro Dumas, El puzzle blan-co de Duncan Madox, De medicis simplicibus deMateo Plateario, del Diario de William Hodges,de Historias de las provincias del Santísimo Rosariode Filipinas, Japón y China del dominico DiegoAduarte, de un testamento apócrifo titulado Bajolos ojos de Dios de Leonardo Da Vinci, de El librode los cambios de Epicuro de Samos, del CorpusHipocraticum de Galeno o del enigmático Códicede Arundel, además de algunos volúmenes de labiblioteca de Alonso Quijano, han sido recupe-rados. Se rumorea que el auténticoNecronomicon de Abdul Al-Hazrad y su traduc-ción al griego de Theodorus Philetas y el Tratadodel Equilibrio Imposible de Laszlo Blumberg pue-den llegar en un próximo cargamento. Solterosa perpetuidad, incapacitados para la vida enpareja, contemplan, con la fascinación del solda-do raso que no puede dejar de mirar las varicesdel general, el beso de dos jóvenes apoyados enuna máquina de coca-cola, uno de esos besoscicatrizantes, de reconciliación, que terminan en

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la parte trasera de un coche prestado o en losasientos arrancados de un cine. El conocimiento,reflexiona Ludovic Sindone, genera tristeza. Unatristeza en pulgones que los bibliomaníacos seencargan de alimentar mirando el vientre plate-ado de las estrellas y pidiéndoles un poco másde lo de siempre.

Los que, rendidos por el cansancio, consiguenconciliar unas horas de sueño, despiertan con losojos llenos de libros; el resto vela un cadáver sinrostro, merodeando por las calles con las manosen los bolsillos, insatisfechos, atacados por laansiedad, como paracaidistas que nunca alcanzá-sen el suelo. Debido a los sustos de muerte queprovocan a los repartidores de periódicos, quelos confunden con violadores y asaltantes, lasautoridades han optado por asignarles un casca-bel de iridio, de uso obligatorio. Ludovic Sindoneimagina a una muchedumbre arrojándoles pie-dras y azuzando los perros a su paso: son los nue-vos judíos y ésa es su estrella de David.

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El olor a higos reventados por el calor le embo-ta el cerebro. Los dos hoteles (Albatros yMaelstrom) se encuentran en la zona antigua,equidistantes a la estación, y hay que cruzar losarrabales para llegar a ellos. Blonembun es unaciudad de casas bajas al borde de la ruina, cons-truidas con frágiles tabiques de conglomeradode pino, ventanas con tela mosquitera, porchesde tarima y jardines asilvestrados con cercas amedio pintar. Planificada desde un urbanismocobarde, los camiones frigoríficos del mataderoatraviesan la ciudad en vez de circunvalarla, dedía y de noche, atropellando a su paso a todotipo de mascotas y salpicando charcos de aguasferruginosas de los socavones en el asfalto. Sushabitantes tienen la sangre tan mezclada quepertenecen a todas las razas y a ninguna. En elpatio trasero de una casa, un columpio se balan-cea como si alguien acabase de abandonarlo. Pegados a las farolas, los carteles de mujeresdesaparecidas rezan: ¡Ayúdanos a encontrarlas!En la Avenida de los Pecados las prostitutas, per-

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fumadas de melisa y mala suerte, hablan con losmaniquís de los escaparates y se suben lasmedias rotas fumando como Lauren Bacall en laconsulta del dentista. Ludovic Sindone rechazasus servicios con una sonrisa. El faro se yerguesobre Blonembun y le proporciona un ambientede ciudad portuaria sin puerto, de ciudad maríti-ma sin mar; resulta muy necesario para la genteque anda perdida. En el faro vive un inglés defor-me, con el cráneo holgadamente mayor que lacintura, la piel gruesa, macilenta y poblada decráteres y salientes, y una protuberancia carnosaen forma de trompa que se proyecta desde lanariz y el labio superior. Construye maquetas decatedrales góticas, escribe largas cartas a actricesde teatro y toca el fiscorno ante el retrato de sumadre muerta, pisoteada por un elefante en susexto mes de gestación.

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El Hotel Albatros, concebido como una grancaja de música, es un antiguo palacio racionalis-ta de estructura rectangular, adquirido en unasubasta y trasladado, piedra por piedra, desdeGrenoble, en Francia. Posee un salón de té paraseiscientas personas, una escalinata de alabastroendurecido al fuego y un solarium acompañadode un invernadero con un estanque triangulardonde permaneció, por más de una década,una extraña criatura comprada en una feriaambulante y bautizada como Azarquiel: un serpetrificado en un suspiro, sin ojos ni boca, de uncolor bermejo oscuro, vivo en su absolutainmovilidad, como una ínsula varada en mitaddel estanque.

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A la entrada, en rutilantes letras de oro, unafrase en latín da la bienvenida al viajero: INTERFAECES ET URINAM NASCIMUR (Entre hecesy orina hemos nacido). El escritor mexicano deorigen nicaragüense Guillermo Goussen reco-gió, en su novela Vas al cielo y vas llorando, algu-nas anécdotas de los tiempos de esplendor delHotel Albatros: el maharajá de Rulagadh, quecazaba tigres de Bengala utilizando bebés huma-nos como cebo, invitó a más de cuatrocientaspersonas a la boda de su perra favorita, Duna,una collie de dos años, con su adiestrador, unaustraliano aburrido de canguros; Lord Byron,durante un terrible dolor de muelas, destrozó lasuite, llamada hasta entonces, de los espejos; elcineasta Luis Buñuel tuvo que recurrir a los ami-gos para pagar la cuenta y, gracias a un númeropremiado en la lotería, el maestro y pedagogooscense Ramón Acín pudo enviarle dinero parasalir del paso, además de producirle su películaLas Hurdes, tierra sin pan; Clement Ader, uningeniero francés, precursor de la aviación, con-

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siguió volar trescientos metros con la máquinade su invención Eolo, antes de estrellarse contralas cristaleras barrocas del comedor; el podero-so Sam Giancanna, una de las cabezas pensantesde la Mafia, dirigió desde el Albatros la campañaque llevó a John Fitzgerald Kennedy a la CasaBlanca; el biólogo y mecánico Werger Adullamcruzó con éxito, salvo por una pequeña disfun-ción que convertía las alas en vestigiales, noaptas para el vuelo, su automóvil con la Victoriade Samotracia;

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Edith Piaf cantó en los pasillos Lili Marlene paraque su joven amante la perdonase y luego entróen una crisis nerviosa; o Woody Allen, en otros,que mandó llamar a un rabino a las tres de lamadrugada con el ánimo de probar un chisteantisemita en el que estaba trabajando.

Nada más traspasar el umbral, a LudovicSindone le viene a la mente un poema deCharles Baudelaire:

A menudo, por divertirse, los marineroscogen albatros, grandes aves del mar,que siguen, indolentes compañeros de viaje,al navío surcando los amargos abismos.

Un hombre de mediana edad pide a gritos ellibro de reclamaciones. Se lo entregan y, tras lle-nar varios renglones de quejas, se marcha con elrostro congestionado. El recepcionista, de narizoblonga y un mechón blanco engarzado enmitad de la frente, le da los buenos días y justifi-

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ca la escena explicando que, desde que murió sumujer al atragantarse con una fresa en su aniver-sario de boda, monta el mismo escándalo todoslos meses. Le entrega la llave de una habitaciónen el ala este, la más solicitada por los enfermosde bibliomanía: desde allí se puede contemplarla llegada de los trenes.

Tras caminar por angustiosos corredores delinóleo color mostaza y sortear camareras deplanta empujando carritos con zapatos y trajesplanchados, llega a su habitación. LudovicSindone cierra las contraventanas, apartando lascortinas de algodón y muselina, coloca la pistolasobre una Biblia y se duerme entre sábanasacartonadas que huelen a estupro. Sueña con elInforme Malatesta. Una vez más.

Se despierta a la hora de comer con el intensoteclear de un escritor de novela histórica que, porcontrato, debe entregar treinta y cinco páginasdiarias. Fuma en pipa, ensaya dedicatorias con una

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pluma estilográfica de coleccionista y hace tiempoque olvidó el leitmotiv de la historia: lo importan-te es terminar a tiempo el monstruoso manuscri-to de mil quinientas páginas de literatura vacua,delicuescente y florida. Ludovic Sindone se mas-turba en la ducha pensando en el striptease deuna viuda de su infancia. Se mira en el espejo y seordena el pelo con las manos; confía en que labarba le oculte muy pronto las facciones. Se ponela ropa del día anterior, todavía con el cuello de lacamisa manchado de carmín, y se dirige al restau-rante del hotel. Al salir, choca con un mozo deplanta que sube hielo en una cubitera de alpaca.En el vestíbulo, un anciano abre la corresponden-cia con un abrecartas de hueso; al pasar por sulado, se fija en que uno de los sobres lleva un sellopapal y otro un anagrama con tres flores de lis.Una mujer lee con espanto una novela tituladaRompiendo corazones con los dientes.

El restaurante, de cinco tenedores, ofrece unacarta combinando la comida tradicional y la

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nueva, además de acompañar un extenso listadode vinos del mundo. Pide un flan de arroz ade-rezado con trufa blanca, piñones y setas deltiempo y un Château d´Yquem de 1806 quesobrevivió a un naufragio en la Costa de Morte.El apetito mejora el disfrute de los alimentos yLudovic Sindone tiene un apetito voraz.Mientras espera que le traigan la cuenta un hom-bre con acento portugués, que se presentacomo Ricardo Reis, le dice desde una mesa pró-xima: ¿Sabe? Los albatros son aves oceánicas.Pueden llegar a medir tres metros y medio deenvergadura. Sólo ponen un huevo. Comen pecesy medusas y pasan parte de la noche, con la cabe-za bajo el ala, durmiendo sobre las olas. Debe seralgo bonito dormir sobre las olas.

Hay una cita de Robert Burton que dice que ahídonde Dios pone un templo, el demonio levantauna capilla. Y esa capilla se encuentra en lossótanos del Hotel Albatros: una cueva oscura yclaustrofóbica donde desear estigmas y crucifi-

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xiones, implorar perdón o consejo, rogar porlos vivos y los muertos, anular el mal de ojo oproteger cargamentos de cocaína. Un caminode velas guía a peregrinos y curiosos por unacatacumba que desemboca en la capilla; algunoshacen el camino de rodillas y sollozando. Lahumedad conserva en perfecto estado los exvo-tos que se depositan diariamente: figuras decera, ojos de vidrio, mechones de cabello adhe-ridos a fotografías, brazos tallados en madera,retablos de vírgenes paganas, ídolos de barro,libros de escayola, rosarios manchados de san-gre, dientes de leche, esqueletos de animales,hígados de metal, muñecos de santería… todoestá permitido.

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Blonembun es un lugar como cualquier otropara esperar el invierno. Un padre camina consu único hijo cogiéndole del hombro, henchidode orgullo, con grandes planes para el futuro,haciéndole comentarios soeces de cada chicaque pasa por la acera, sin saber que nunca ledará nietos y que al día siguiente se fugará con unpaleontólogo veinte años mayor. Y esta vez elhijo pródigo no regresará. Como es domingo lagente se dirige al Culto de los Misterios de laNoche, iglesia comandada por un enigmáticoniño de canas plateadas y ojos violetas; desdeque llegó, el fervor religioso ha aumentado con-siderablemente. Todas las religiones ambicionansu trozo del pastel, sentencia. Al cruzar la calle,un camión frigorífico apunto está de atropellarle.Una de esas mujeres con propensión al llanto,que abusan del maquillaje y de la sonrisa paradisimular, le pide fuego frente al escaparate deuna librería. Una terrible inquietud se apoderade Ludovic Sindone. Me están siguiendo, piensa.Y siente el impulso de esconderse. Paranoia o

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no, entra en la librería, situándose a un lado, conla mano acariciando la pistola, sin darse cuentaque el librero le mira con curiosidad; no terminade ubicarlo entre su clientela de mamíferosextraños y egoístas. La luz de septiembre secuela a través de una claraboya. Antes verlos,escucha sus cascabeles de iridio. Se muevenentre los pasillos arrastrando la malaventura, sinestorbarse, como mineros a la búsqueda de unabuena veta, con demasiadas pulsaciones enreposo, respetuosos con el trabajo de campo desus adversarios; la infusión amarga de la envidiavendrá después. Las ansias de controlarlo todohan degenerado en un estrabismo severoampliado cruelmente por los gruesos cristales desus gafas. A Ludovic Sindone le conmueve ladelicadeza con la que toman los libros de losestantes, una delicadeza que roza el sacramento,y la humildad con la que los devuelven. Librosque calzaron muebles de traperos y decorarondespachos de contables. Libros rescatados denaufragios y de escombreras. Libros sustraídos

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de mansiones decadentes. Libros hallados alderribar muros de abadías, que parecen contra-decir al poeta Benjamín Prado: algunos libros sonmás hermosos que la vida. O por lo menos deesa vida lúgubre de los enfermos de bibliomanía,que paladean sus páginas en un nirvana intelec-tual del que sólo descienden a la hora del cierre.Más tarde, en la habitación del hotel, entre suscuatro muros de las lamentaciones, boqueanatormentados, hiperventilando, como si les falta-se el aire, por la terrible negligencia de no haberrevisado el quinto estante de un determinadopasillo. Eso les provoca ataques de flato y taqui-cardias, ansiedad y neurosis de madrugada. Losque se rinden, cuando el oficio de esperar se leshace insoportable, se quitan de en medio consobredosis de barbitúricos o se cuelgan con suscinturones de las higueras centenarias, convir-tiéndose en mártires de la causa. El resto moja lacama soñando con los 700.000 manuscritos dela Biblioteca de Alejandría. Ludovic Sindone esti-ra el brazo y toma uno al azar.

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Las tapas, mohosas, con urdimbre de tela vieja,están seriamente dañadas. Se trata de un ejem-plar de Summa Daemoníaca de J.A. Fortea, unmanual de demonología y exorcismos con uncentenar de ilustraciones de O.S. Decide com-prarlo. Es curioso, le dice el librero al guardar elbillete en la caja registradora. Este tipo (señalan-do a un hombre de baja estatura con la piel aper-gaminada y el cabello ceniciento) colecciona librosde anatomía; es toda una eminencia en el tema.Su biblioteca es la más completa del mundo civili-zado. Pero nunca ha visto a una mujer desnuda.¿Cómo hacerle entender que los esquemas, lasfotografías y los dibujos no sirven para nada?¿Cómo explicarle que para saber algo de un cuer-po humano hay que tocarlo, olerlo, soñarlo? Estántodos locos. Una vez le pregunté a uno de ellosque, si tuviese que elegir, a quién salvaría entre unalibrería en llamas y una guardería en llamas. ¿Sabequé me contestó? Que no parecía muy complicadohacer niños y que, sin embargo, había libros quenunca podrían reponerse. Están todos locos.

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Le apetece tomar una copa. Un niño le describea su madre el ser espantoso que ha visto en laalcantarilla; la madre intenta tranquilizarle sinconseguirlo. Encuentra un bar en los bajos de unedificio donde una pintada asegura que la policíaestá ciega. Es un bar sin cartel y, por lo tanto, sinnombre. Cuatro tipos con camisas de franelaremangadas hasta los bíceps, que utilizan elrazonamiento aristotélico para rascarse la espal-da, dejan pasar el tiempo con una cerveza entrelas manos. Han perdido la juventud, el momen-to de comerse la vida a dentelladas. LudovicSindone deduce que son trabajadores del mata-dero y que, como el resto del mobiliario, regen-tan el local en sus horas libres. Comentan elahogamiento de una estanquera muy conocidaen Blonembun; la han encontrado esa mismamañana, flotando en un remanso del río comoun espantapájaros. Ludovic Sindone imagina unanube de libélulas sobrevolando su cuerpo hin-chado. Pide un Pernod y escribe en su cuadernode viaje: hoy es una de esas tardes en las que

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podría batir el récord de dieciocho vasos de whiskyque llevaron a Dylan Thomas a la muerte. Lapuerta se abre enérgicamente y un hombre deaspecto atractivo con un cigarrillo rubio colgadode la comisura de los labios y portando un male-tín rectangular de cuero negro se adentra en elbar sin nombre. Viste un traje sobrio, fuera de ladictadura de la moda, hecho a medida, zapatoslustrados con betún y gafas de pasta. No es nialto ni bajo. Mirando a la barra, hace un ademánde ir a la mesa de billar americano. El camareroenciende la lámpara, que tarda unos segundosen iluminar el tapete verde, accionando un inte-rruptor próximo a la máquina de café, y recibecomo premio una sonrisa sempiterna que des-prende seguridad. El hombre del traje sobrioenfila sus pasos hacia el billar con una mueca enel rostro que denota gran concentración.Desabotona la chaqueta con dedos de acordeo-nista o de experto trilero, la cuelga en la perchay abre el maletín. Ludovic Sindone y el resto delos parroquianos siguen sus movimientos con

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interés, como si tratasen de comprender elargumento de una obra de marionetas vietnami-tas muy complicada. Del maletín extrae un tacoen dos piezas, de serie limitada, marca Cuetec,con empuñadura de lino irlandés, culata brillantey antebrazo en madera de arce. Lo monta len-tamente, a golpe de muñeca, con los párpadoscerrados. Frota la tiza azul. Coloca las bolas.Flexiona las piernas y da comienzo a la exhibi-ción, dedicándoles una mirada que viene a expli-car que, tarde o temprano, el talento abandonaal que no practica. Ludovic Sindone y el resto delos parroquianos del bar sin nombre se acodanen la barra con la mirada fija en la mesa de billar,deseosos de que la partida dé comienzo. Estánconvencidos de presenciar el espectáculo de susvidas. Y no se equivocan: tras ciento treinta ycinco intentos infructuosos de carambola, desdetodos los ángulos y posiciones posibles que per-mite una mesa de billar, el hombre del trajesobrio desmonta el taco, de serie limitada,marca Cuetec, con empuñadura de lino irlandés,

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culata brillante y antebrazo en madera de arce,lo deposita en el maletín rectangular de cueronegro, se abotona la chaqueta con dedos deacordeonista o de experto trilero y sale del barsin nombre con una carcajada que, LudovicSindone y el resto de los ocupantes, no olvida-rán jamás.

Al día siguiente, Ludovic Sindone cambia dehotel. Construido con ladrillo esmaltado ymadera, el Hotel Maelstrom se encuentra en laparte norte de la ciudad, en primavera y verano,y en la parte sur, en otoño e invierno. La histo-ria del Maelstrom es la historia de un hombrecaído que supo levantarse: Mario de los Santos.Hijo ilegítimo de un capataz del matadero, a lamuerte de su madre fue acogido por una institu-ción benéfica donde intentaron inculcarle, sinconseguirlo, el odio al prójimo y la violencia gra-tuita. Sobrevivió a todo, a las repetidas vejacio-nes de internos y funcionarios, a la poliomielitisy a la fiebre de los pantanos y, nada más alcanzar

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la mayoría de edad se enroló en el Grijalba, unmercante de bandera chipriota que transportabajaulas de bambú entre la exótica Puerto Princesa,Filipinas, y la decadente Nueva Orleáns. Mediadoslos treinta regresó a Blonembun con un proyec-to y un capital para ponerlo en marcha: queríaabrir su propio hotel. Pero las cosas no resulta-ron tan sencillas. La ciudad estaba en las manosde dos familias emparentadas que poseían elmatadero, el Hotel Albatros y la mitad de laslibrerías, además de hacerse cargo de las casasembargadas y de poner o quitar políticos a sucapricho. Cuando presentó la solicitud de aper-tura de negocio, decidieron pagar el atrevimien-to de aquél bastardo redactando un decretodisuasorio por el cual el hotel no podría perma-necer más de seis meses en un mismo lugar.Mario de los Santos no claudicó. Ante el estuporde la administración corrupta y los poderes ocul-tos, en vez de venirse abajo, compró dos sola-res, construyó un hotel con ruedas y lo bautizócomo Maelstrom, en honor a esos remolinos del

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Mar del Norte que se lo llevan todo. Al mismotiempo, se casó con una mulata de sangre crio-lla, de nombre Mayra Su, ojos color madreper-la, belleza impúdica rayana con la herejía, unaauténtica catedral para los sentidos que volvíamudos a los rapsodas y habladores a los tímidos.Y nunca más volvió a estar triste.

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En el momento en que Ludovic Sindone seregistra, el Hotel Maelstrom está casi completopor la Convención Anual de Hipnólogos yMentalistas y la Convención de Micronaciones. Enlos salones, decorados con guirnaldas de papel ypizarras móviles, se han habilitado varias mesascon café en termos y pastas caseras en bandejas,además de panecillos con fiambre y jarras deagua fresca. La Convención Anual de Hipnólogos yMentalistas, en homenaje a Bohumil Hrabal,que falleció al intentar detener el avance delejército del Reich colocándose ante el primertanque que atravesó la frontera para infundir conla mente que diesen la vuelta y regresaran, habíaprovocado el desconcierto en los girasoles, losrelojes de pulsera y las brújulas; varios excursio-nistas no habían regresado. Los clientes no para-ban de quejarse en recepción.

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Por otro lado, la Convención de Micronaciones,en la que participan el Principado de Sealand,una ex plataforma marina usada como fuertenaval, de quinientos cincuenta metros cuadra-dos, a diez kilómetros de la costa de Esexx, enel Reino Unido, el Ducado de Avram, enTasmania, la República de Minerva, en las IslasFiji, el Principado de Seborga, en Italia, de cator-ce kilómetros cuadrados, trescientos sesenta ydos habitantes que se reúnen en una pizzeríapara tomar las decisiones de Estado, representa-dos por Giorgio I, jefe de la cooperativa local defloricultores, el Principado de Marlborough, enAustralia y la República de la Isla de Rose, en elmar Adriático, cuyo presidente, Arcadio Leos,acaba de adquirir el cuadro titulado Holmes,Lowell y Longfelow yacen enterrados en MountAuburn de Richard Upton Pickman para la dele-gación del Art Club que abrirá sus puertas enbreve. Aparte de soportar los comentarios delos clientes, que bromean con circos de pulgas,jardines de bonsáis y chistes de pigmeos, las

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micronaciones conspiran en secreto contra losgrandes países.

Al parecer nadie duerme en el Hotel Maesltrom.Se solidariza, primero asomándose al balcón ymirando a un faro interior donde cree distinguiruna silueta deforme tocando el fiscorno, y des-pués saliendo a dar un paseo. Deja el recado enrecepción para que lo despierten a las siete de lamañana, pero le advierten del problema con losrelojes causado por la Convención de Hipnólogosy Mentalistas. Las calles están desiertas. Caminadespreocupado, admirando el código Morse delas luciérnagas, cuando el dispositivo de peligrose enciende milésimas de segundo antes de queuna sombra traspase el quicio de un portal y leencañone con una pistola. Camina y no intentesdarte la vuelta; no volveré a repetirlo, le dice unavoz grave guiándole hacia un descampado. Es unprofesional. Ludovic Sindone sigue sus instruc-ciones al pie de la letra. La fuga es improbable,intentar escapar le parece tan absurdo como

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pescar una sirena en un lago y luego pedirle per-dón. Pero la esperanza es una península quenunca termina de independizarse; si obedecequizá pueda tener su oportunidad.

El olor a higos reventados por el calor se mezclacon los efluvios de muerte del matadero. Suparte no domesticada le pide que oponga resis-tencia, que luche y que no suplique. El juicio hasido rápido y le han declarado culpable. Piensaen la postura en la que quedará su cuerpo, en elorificio de entrada y de salida, en la masa ence-fálica desperdigada por el suelo. Piensa en floresazules sobre su tumba. Piensa en el caballo contres pies blancos que montó en su décimo cum-pleaños. Piensa en el hocico húmedo de ungalgo infestado de piojos. Piensa en los ojos deZelda Poulsen en el momento del placer. Ysobre todo piensa en el preciso instante en quedinamitó su pasado y se convirtió en un proscri-to. Ha llegado el final, siniestro, como todos losfinales, y no siente nada. Nada que no sea un

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vacío que trepa desde el perineo hasta la bocadel estómago. Los disparos sonarán como unacertijo sin respuesta. Nos vemos en tu velatorio,ironiza el sicario acercando el cañón a la nuca. Yno manches demasiado la camisa, ya sabes lo quedicen: que el cadáver sangra ante su asesino. Enese preciso instante un sonido de cascabeles lehace perder la concentración y Ludovic Sindoneaprovecha para girarse violentamente y propi-narle un codazo en la garganta que lo deja fuerade combate. Recoge la pistola y se queda miran-do con ternura a esas figuras de ojos desmesu-rados que, hiperventilando por la angustia, sin nisiquiera darse cuenta, acaban de salvarle la vida.

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NO PUEDE SOSTENERSE, piensaLudovic Sindone contemplando el HotelSatina, un edificio abstracto, subversivo,

escandalosamente imposible; le encantaría alo-jarse en él, pero las reservas deben hacerse convarios meses de antelación. Acaba de llegar aCroatan, ciudad fría, aduanera, de casas en cha-flán y niños fotogénicos. Un limpiabotas, trasofrecerle sus servicios, le invita a tomar asientoen una silla de tijera. Le pide que coloque el piederecho sobre la caja y saca los utensilios de lim-pieza: latas de betún, un estuche con cepillos devarios tipos de cerdas, aceites para lustrar, traposde algodón bordados con sus iniciales y, porencima de todo, conversación. Los limpiabotasson sociólogos de acera, interioriza LudovicSindone, escuchando la fascinante historia deLaszlo Blumberg, un tendero de ultramarinosque renunció a una vida provinciana y gris y sereinventó, primero falsificando un expediente de

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la Escuela de Arquitectos de Yale y luego aña-diendo un currículum de ensueño: el Mercadode la Carne de Estambul, la Morgue de Ciudadde México, el Palacio de Invierno de Varsovia, elColegio Real de Médicos de Yakarta, la Pista deHielo de Nairobi, la Central Eléctrica de Tel Avivy el Obelisco de los Cobardes de Alesia. Actoseguido le fue encargado la construcción de unhotel en Croatan. Y ahí viene lo más curioso, leexplica el limpiabotas frotando con la destrezadel que sólo sabe hacer las cosas bien, Cuandoterminó la obra, renunció al dinero pactado acambio de disponer de un despacho en la partesuperior, ante el asombro del propietario que notuvo más remedio que aceptar. Allí trabajó veinteaños, como un robinsón en su isla, en su proyectomás ambicioso: el Tratado del Equilibrio Imposible.Mi abuelo, prosiguió el limpiabotas encorvadoen la banqueta de madera, lo veía salir todos losdías con aquél pesado tomo bajo el brazo, cuida-dosamente mecanografiado, sujeto con una cintaroja entre tapas de cartón rígido. Nunca se des-

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prendía de él. En el año de su inauguración,soportó sin daños un terremoto de 6.9 en laescala de Richter que destruyó media ciudad.Estudiado sistemáticamente en la mayoría defacultades de arquitectura, el Hotel Satina sehabía convertido en el icono de la ciudad deCroatan. Esther Puisac, periodista del Diario LaRáfaga, excelente nadadora con tendencia alliderazgo, en una comprobación rutinaria para elsuplemento Artes y Letras, descubrió el fraudede Laszlo Blumberg que, ante el acoso de laprensa, desapareció sin dejar rastro, llevándosetodas sus posesiones: la maqueta de un barcoinglés del siglo XIX con las velas cosidas a mano,su carpeta con bocetos a lápiz, un cosmoramaportátil, un grabado original de Goya, pertene-ciente a la serie Los Disparates y titulado Modode volar, un sello enmarcado del Ducado deAvram, un ejemplar de El Arte de la Guerra deSun Tzu y una caja metálica con un epistolarioen su interior. Y lo más importante, el esfuerzode veinte años: su Tratado del Equilibrio Imposible,

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un maremágnum de notas en sánscrito, teoríasrevolucionarias, principios incoherentes y fór-mulas matemáticas inexplicables. Sobre la mesadel despacho, una mesa de estilo imperio, detrabajada marquetería y motivos, incrustados enbronce, de cabezas de murciélagos y demoniosde Tasmania, dejó escrito de su puño y letra:Loco para los sabios, escándalo para los piadosos,molesto para el poder.

En ese marco se fraguó la leyenda de LaszloBlumberg: se decía que era adicto a la belladona,que la tomaba periódicamente para combatir losespasmos estomacales, y que ésta le provocabavisiones; que descendía de Raymond du Temple,el maestro cantero de Notre-Dame de París; quepertenecía a una sociedad de arquitectos franco-masones que descubrieron las ruinas de una civi-lización muy avanzada bajo el Hotel Satina; queel proyecto le fue dictado al oído por un demo-nio de agua dulce llamado Zabulón. Pero sóloeran especulaciones sin fundamento. Sus partida-

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rios le consideraban un iluminado, el gran popede la arquitectura moderna. Con el afán de colo-carle etiquetas a todo, le habían intentado enca-sillar dentro del art brut, también denominadopor lo nazis como entartete kunst (arte degene-rado) o Kunst in Dienste der Zersetzung (arte alservicio de la desmoralización). ¿Vanguardia ocasualidad?, tituló un periódico londinense de laépoca. Sus detractores, que han intentado emu-larle fracasando estrepitosamente, le atacan lla-mándole farsante con suerte. No son capaces dedigerir el éxito de un tendero de ultramarinostransmutado en genio autodidacta que se atrevióa desafiar a la vida y a la gravedad; en sus mentescuadriculadas no hay lugar para la quimera, el bir-libirloque y la prestidigitación. Sus días están cons-truidos de envidia insana y sólido aburrimiento,sentencia Ludovic Sindone.

Los zapatos han recuperado el brillo de su pri-mera juventud. Le entrega al limpiabotas unagenerosa propina y éste le da la mano que, de

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tanto frotar, libera una terrible descarga de elec-tricidad estática. Lo siento mucho, señor: podríaganarme la vida probando bombillas, afirma con elhumor ácido de un gondolero veneciano. Y nodeje de visitar el Museo de Celebridades. Estoyseguro que será de su interés.

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Una avenida de acacias negras le deposita a laspuertas del Museo de Celebridades. Antigua fábri-ca de lámparas situada en la periferia de la ciudad,la fachada está cubierta de hiedra. Una bandadade chotacabras se ha posado en el césped mar-chito de la entrada. Cuando se aproxima, alzan elvuelo sincronizadamente, como un escuadrónde guerrilleros, emitiendo un sonido equivalenteal de un millón de telegramas al llegar. La taquille-ra le devuelve los cambios con una mirada enig-mática y un folleto explicativo. Ludovic Sindonelee que el museo está dedicado a los Genios y alos Asesinos. Ambos, explica su fundador,Constantín Capablanca, son las dos caras de unamisma moneda: anomalías de la naturaleza queequilibran una civilización. Para no profanar lamoral, Constantín Capablanca propone un ejerci-cio de deshumanización que permita asomarse consimple curiosidad a lo sublime y a lo horrendo.Transigir o no es asunto de cada individuo.Constantín Capablanca tiene sesenta y dos añosy la boca de un oso hormiguero. El maxilar infe-

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rior, muy desarrollado, le proporcionaba un airedespótico y poco amigable; la belleza no es suprincipal virtud. Arrancando de una favela enPetrópolis, había hecho fortuna al inventar unafibra sintética denominada Orlón, cuya patente leproporcionaba unos ingresos millonarios. En losúltimos años había puesto en marcha dos pro-yectos: una cadena hotelera con los nombres delos antipapas de la historia y el Museo deCelebridades de Croatan.

Un largo pasillo desemboca en una puerta deherradura; una cita de Stefan Zweig alecciona alvisitante:

LOS MILLONES DE HOMBRES QUE

CONFORMAN UN PUEBLO SON NECESARIOS

PARA QUE NAZCA UN SOLO GENIO

Ludovic Sindone se adentra en la sala y se apro-xima a las urnas de cristal, colocadas en pedes-tales de escayola junto a unos paneles explicati-

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vos: la mano izquierda de Sergei Rachmaninov,una mano enorme, desproporcionada, quepodía cubrir más de trece notas (casi dos octa-vas) o estrangular a dos personas al mismo tiem-po, acompañada del piano mudo que utilizabapara ensayar en sus largas travesías en barco porel Atlántico. Todo aquél que contemplaba lamano por primera vez soñaba con ella durantetrece días consecutivos, uno por cada nota queabarcaba; la almohada manchada de sangre deAntón Chejov; una onza de vello púbico de lamusa Kiki de Montparnasse; un pañuelo perfu-mado de Oscar Wilde; la boina de FedericoFellini y el sombrero blanco de Bob Dylan; lapartida de nacimiento de los hermanosMontgolfier; uno de los cuadernos Gran Jefe deIgnatius J. Reilly; los setenta centavos ahorradospor Billie Holiday en el momento de su muerte;las cadenas de Harry Houdini; el pezón izquier-do de Margaretha Geertruida Zelle, tambiénconocida como Mata-Hari; la espátula con la queesculpía sus figuras Alberto Giacometti; el cor-

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dón umbilical de H. R. Giger; los guantes deboxeo de Sugar Ray Robinson tras la pelea conJake LaMota; un diente de leche de Om Kalsum,el ruiseñor del Nilo; los zapatos desgastados deRobert Walser; el pene incorrupto de Rasputín;el sombrero de hombre de Marguerite Duras;un lápiz gastado de Walt Disney; el parche delojo izquierdo de James Joyce; un collar de pie-dras de Virginia Wolf; el ataúd-cama de BelaLugosi; y la nota manuscrita de Laszlo Blumberg.

Por otro lado, en la sección de Asesinos encuen-tra el bisturí empleado por Jack el Destripadorcon Mary Ann Nichols el treinta y uno de agos-to de 1888, crimen que determinó, una vezanalizado por Scotland Yard, que era zurdo yversado en anatomía; las babuchas doradas delpakistaní Jaud Iqbal, exterminador de un cente-nar de niños; la bata impoluta del DoctorMengele; el libro de derecho civil de Ted Bundy;la corbata del maestro de escuela AndreiChikatilo, más conocido como el Anibal Lecter

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ruso; la vesícula de Ed Gein; el anillo de oro delCardenal Richelieu; una foto dedicada deCharles Manson y un mechón de pelo deSharon Tate; las botas que llevaba el naziHeinrich Himmler cuando se suicidó enLüneberg; una grabación de la voz afeminada ytímida del caníbal japonés Issei Sagawa compa-rando el sushi con un bocado de muslo huma-no; el bastón con el que el zar Iván IV, conocidodesde entonces como El terrible, mató a su hijoIván Ivanovich; los tirantes del alemán BrunoLudke, asesino confeso de ochenta mujeres; elinmaculado traje de comunión del argentinoCarlos Eduardo Robledo, apodado el Ángel de laMuerte; un espejo de mano encontrado en elprostíbulo que regentaban Delfina y MaríaGonzález, las asesinas múltiples más famosas deMéxico.

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Al terminar la visita, entra en la tienda delmuseo donde se venden catálogos de la expo-sición, biografías de los personajes, postales,agendas y almohadas mullidas de cabello deasesino. Ludovic Sindone no supo decir si todoaquello formaba parte de una estrategia comer-cial o de la mente perturbada de ConstantínCapablanca.

Pide una ensalada de algas, sopa de armadillo yconfit de pato con salsa de frambuesa en un res-taurante céntrico y luego toma café en unaterraza acristalada junto a un jardín botánico conmás de dos mil plantas, apuntando frases sintimón en su cuaderno de viaje. Un hombremaduro, de cejas anchas y grises, con el aspectoinmisericorde de un juez pierde la billetera yLudovic Sindone la recoge y se la entrega.Muchas gracias, ya no queda gente así. ¿Puedohacer algo por usted?, le pregunta. En otra oca-sión, responde Ludovic Sindone atusándose unabarba cada vez más tupida. Disculpe, le increpa,

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¿le conozco de algo? Su cara me es familiar. Lodudo, señor, me debe estar confundiendo con otrapersona, dice Ludovic Sindone.

En la puerta de Hotel Malkavian hay un granpelícano de piedra con el pico cerrado. Deplanta triangular, lo que le permite tener tresfachadas, dos de ellas de privilegiadas vistas aljardín botánico, y con un estilo rusificado y ele-gante, inspirado en las montañas del Cáucaso,el Malkavian dispone de una pequeña bibliote-ca, la Sala del Cronófono y la habitación 536, lamás demandada por los recién casados en lunade miel: la fecundidad está garantizada. Unahabitación que da fe a los estériles, que ven enella una nueva Lourdes o una nueva Fátima. LaPrincesa Anita Delgado y el Maharajá deKapurthala fueron los primeros en utilizarla.Escribieron en el libro de honor del Malkavian:Nunca imaginamos que la habitación 536 nosharía tan felices. Durante toda la noche soñamoscon espermatozoides gigantes y óvulos acogedo-

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res. No nos cabe la menor duda de que, muypronto, engendraremos un hijo. Nueve mesesdespués nació Ajit.

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Su propietario, Dominique Leyva, tras la pérdi-da del amor de su vida, Lydia Alexandrovna,que se fugó con el playboy dominicano PorfirioRubirosa, regresó a Croatan para empezar denuevo y encargó la construcción del hotel a unamigo, Vincent Lachen, que volvió de la guerracon un disparo en el vientre y una melancolíacongénita. Ludovic Sindone entrega el pasapor-te en recepción y alquila una caja de caudalesdonde deposita un sobre. Un niño de pelorizado, vestido con corbata y pantalón corto,entre pucheros y lágrimas, reprende a sus tuto-res violentamente, amenazándoles con hablarcon su padre para que los despida; éstos, pormiedo a importunarlo, guardan silencio. El pasi-llo central lleva el nombre de PerspectivaNevski. Un mozo de planta, con chaleco dora-do e intenciones transparentes, le abre la puer-ta esperando una propina. Nada más entrar,retira las cortinas para que entre la luz en lahabitación. Los días se caen del calendario yCroatan, con sus jardines de plantas aromáticas

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y sus setos de hibiscos, con sus colectores deagua de lluvia y ese frío que tarda en quitarsecuatro cafés con leche y una copa de coñac,viene a ser su nuevo hogar.

Sobre la cómoda encuentra una bombonera deplata, con bombones de licor y de dulce deleche, una lámpara con forma de atlante y hojasde papel. Dicen que las cartas escritas con mem-brete del Hotel Malkavian son las más tristes delmundo. Pero Ludovic Sindone no puede revelarsu paradero. Y tampoco tiene a quién escribir.

Cena temprano y regresa al hotel. Los clientesdel Hotel Malkavian tienen derecho a una horadiaria en la Sala del Cronófono. Al abrir la puerta,los gritos ahogan El mar de Debussy. …porque lateoría de la evolución no tiene ninguna base cien-tífica: ¡Darwin no es más un sucio mono enviadopor Belcebú!, argumenta el hombre maduro alque Ludovic Sindone ha devuelto la billetera.Una decena de caballeros con pipa y una seño-

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ra de mejillas encarnadas con abanico completanel cuadro. En el momento en que un joven bar-bilampiño, apenas un muchacho, en un arran-que visceral cuyo único objetivo es lucirse antela dama, le llama creacionista el ambiente setensa hasta un punto sin retorno: aquél asuntodebe dirimirse con las armas. No existe ofensaque no pueda ser reparada con un duelo. En losúltimos años, Croatan había experimentado unimparable ascenso de los duelos a pistola. Laesgrima exigía un estudio paciente, una rarahabilidad y una notable forma física y, sin embar-go, con las armas de fuego desaparecían todoslos impedimentos: la diferencia de edad, la disci-plina, las taras físicas. Además, era un arte muydifícil de dominar y siempre sometido a la dicta-dura de la suerte: un juego sin posibilidad derevancha. Quisiera que fuese mi padrino, le pideel hombre maduro con el aspecto inmisericordede un juez. Ludovic Sindone, lamentando elmomento en que ha decidido entrar en la Saladel Cronófono, no puede negarse; de lo contra-

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rio le ofendería. Y no tiene ninguna intención debatirse en duelo al amanecer, con pistolas, encamposanto.

Esa noche sueña con la mano izquierda deSergei Rachmaninov.

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El camposanto de Croatan es un espacio abier-to, alegre, de lápidas torcidas de piedra caliza ygranito y panteones familiares que refractan laluz del amanecer. Ludovic Sindone lee algunosepitafios empapados de humor negro (No mefui, me trajeron; Fallecido por la voluntad de Diosy la ayuda de un médico inepto) y otros más mis-teriosos (Volveré y arderán; SMAISMRMILMEPO-ETALEUMIBUNENUGTTAUIRAS). También en-cuentra numerosas referencias a los duelos(Muerto en duelo por mera antipatía y ofensasconstantes; por no haberse puesto en pie ante unadama; por haber dicho en broma que era miedo-so; por haber propinado una bofetada a un librerode Blonembun).

El duelista más joven, apenas un muchacho, sacadel bolsillo interior del abrigo una petaca devodka y echa un largo trago para infundirse valor.El más maduro, inexpresivo, con el aspectoinmisericorde de un juez, estira los músculos delcuello y se ajusta las botas. El Hotel Satina se

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levanta en el horizonte como un curioso espec-tador. Se posicionan en el centro del caminoque, como la vida misma, divide el camposantoen ricos y pobres. La tierra cruje a su paso. Laspistolas, con anagramas de la corona inglesa yempuñadura nacarada, ligeras como la piedrapómez, son examinadas por Ludovic Sindone yel otro padrino, cuya misión es vigilar el cumpli-miento de un protocolo caduco y obligatorio.Los duelistas se colocan espalda contra espalda,reciben las armas cargadas y comienzan los vein-tiocho pasos en línea recta por suelo bendito.Ludovic Sindone, toma sus precauciones y sepone a cubierto tras la lápida de un domador decirco. Al alcanzar el paso número veintiocho, sedan la vuelta ofreciendo el perfil derecho, apun-tan de arriba abajo y disparan a la de tres.

Las detonaciones levantan el vuelo de una ban-dada de chotacabras de pico curvo que, desde elosario, han contemplado esa secuencia en múl-tiples ocasiones.

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En un principio, cuando se disuelve la nube depólvora, parece que los duelistas han errado eldisparo, pero el de más edad se tambalea, esco-rándose como un viejo ballenero, hasta desplo-marse, un disparo que produce un agujero nomás grande que un garbanzo, a la altura delcorazón, ése músculo ultrajado y orgulloso queno necesita nada para desarrollarse, ni luz nicariño, que maltrata y es maltratado, completan-do una escena dramática con tintes de comediay viceversa. Ludovic Sindone se inclina ante elcaído. Éste, le mira sin ver, en tránsito hacia algu-na parte, el brillo céreo del rostro se va tornan-do blanquecino, los labios se amoratan, los ojos,en pleno proceso de cristalización, se asoman yse esconden en las cuencas, con un sistema quese asemeja a las uñas retráctiles de los gatos, seacerca a la desembocadura embalando recuer-dos en cajas de cartón, imágenes vivificadas quese transforman en el último momento de lucidezdel moribundo que, boqueando sangre, pro-nuncia: Informe Malatesta...Y fallece.

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El ganador, purificado, pletórico de estar vivo,disfruta, como un cartógrafo en un planetanuevo, de una adrenalina peligrosa y traicioneraque, tarde o temprano, puede convertirle enduelista reincidente. Y entonces quizá la suertele sea esquiva.

El médico certifica la defunción y los dos padri-nos firman el documento oficial; LudovicSindone con el nombre falso de un muerto. Lasautoridades avisarán a la familia y ésta organizaráun velatorio público que terminará, según marcala tradición, cinco años más tarde, cuandosaquen la caja de la tumba y la eleven en globo,durante un día entero, sobre los tejados deCroatan.

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Nada más llegar a la recepción del Malkavian,vuelve a sentirlo:

Unos señores acaban de preguntar por usted…

Extraño destierro el de Ludovic Sindone, conde-nado a vagar por hoteles que no existen.

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Estelibro de cuentos, Guía de

Hoteles inventados, escrito porÓscar Sipán Sanz e ilustrado por Óscar

Sanmartín Vargas, ha sido editado por elDepartamento de Publicaciones de la Excelen-

tísima Diputación Provincial de Badajoz, al haber-le sido otorgado el primer premio en la novenaedición del Concurso de Cuentos Ilustrados, moda-lidad adultos. El diseño y la preimpresión se hicie-ron en XXI Estudio Gráfico de Puebla de la Cal-

zada, y la impresión y encuadernación enGráficas Romero de Jaraíz de la Vera, dán-

dose por terminado el miércoles vein-te de diciembre del año dos

mil seis.

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