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Sesión V. Pretendo presentarles a Uds. el punto quinto del programa, que verán que dice, ni más ni menos: “Una nota histórico- sistemática sobre el problema radical de la antropología filosófica occidental: la relación entre el cuerpo y el espíritu del hombre”. Ya solamente la formulación impresiona un poco, verdad, y tener que desarrollar esta cuestión en una sesión, como pretendo, pues puede ser muy atrevido. Y sin embargo voy a intentar hacerlo porque me parece que es muy conveniente a efectos de lo que aquí queremos hacer, que es, por así decirlo, situar a Freud en su lugar histórico de fondo. Y para situar a Freud con perspectiva histórica de fondo, es preciso contar con la historia no sólo las ideas, sino de la sociedad misma occidental, y ello desde la referencia que vamos a tomar, desde su paradigma clásico pagano, hasta el momento mismo en que Freud lleva a cabo su obra. Y dicha historia, en cuanto que historia de las ideas, es ante todo la historia de las concepciones relativas a la relación entre el cuerpo y el espíritu del hombre. Así pues, en la clase de hoy, cogeremos aire y volveremos hacia atrás, olvidándonos por el momento un tanto de Freud, para intentar alcanzar una mirada histórica que tenga la suficiente amplitud y profundidad como para que podamos luego nuevamente recuperar la obra de Freud y situarla como decía sobre su fondo histórico adecuado. Pues lo cierto que en la obra de Freud puede decirse que culmina, de un modo a su vez muy especial, una cierta imagen del hombre que, en vez de entender a éste desde la idea clásica platónica según la cual el cuerpo es la cárcel de alma, más bien ahora podría decirse que el alma humana es la cárcel del cuerpo. Entonces, sobre el arco histórico abierto entre estos dos polos versará en muy buena medida la clase de hoy. Como ya decíamos en la clase anterior, la obra de Freud forma parte de una familia de ideas, de la que seguramente Schopenhauer es su prototipo, según la cual, y a diferencia de la idea platónica clásica, ahora es el cuerpo el que es visto como padeciendo la prisión del alma. Antes de concebir la escena de la seducción como una fantasía desiderativa originaria, todavía podíamos decir de aquellos hombres que de niños habían sufrido un acoso sexual por parte de algún mayor de su entorno 1

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Sesión V.

Pretendo presentarles a Uds. el punto quinto del programa, que verán que dice, ni más ni menos: “Una nota histórico-sistemática sobre el problema radical de la antropología filosófica occidental: la relación entre el cuerpo y el espíritu del hombre”. Ya solamente la formulación impresiona un poco, verdad, y tener que desarrollar esta cuestión en una sesión, como pretendo, pues puede ser muy atrevido. Y sin embargo voy a intentar hacerlo porque me parece que es muy conveniente a efectos de lo que aquí queremos hacer, que es, por así decirlo, situar a Freud en su lugar histórico de fondo. Y para situar a Freud con perspectiva histórica de fondo, es preciso contar con la historia no sólo las ideas, sino de la sociedad misma occidental, y ello desde la referencia que vamos a tomar, desde su paradigma clásico pagano, hasta el momento mismo en que Freud lleva a cabo su obra. Y dicha historia, en cuanto que historia de las ideas, es ante todo la historia de las concepciones relativas a la relación entre el cuerpo y el espíritu del hombre.

Así pues, en la clase de hoy, cogeremos aire y volveremos hacia atrás, olvidándonos por el momento un tanto de Freud, para intentar alcanzar una mirada histórica que tenga la suficiente amplitud y profundidad como para que podamos luego nuevamente recuperar la obra de Freud y situarla como decía sobre su fondo histórico adecuado. Pues lo cierto que en la obra de Freud puede decirse que culmina, de un modo a su vez muy especial, una cierta imagen del hombre que, en vez de entender a éste desde la idea clásica platónica según la cual el cuerpo es la cárcel de alma, más bien ahora podría decirse que el alma humana es la cárcel del cuerpo.

Entonces, sobre el arco histórico abierto entre estos dos polos versará en muy buena medida la clase de hoy. Como ya decíamos en la clase anterior, la obra de Freud forma parte de una familia de ideas, de la que seguramente Schopenhauer es su prototipo, según la cual, y a diferencia de la idea platónica clásica, ahora es el cuerpo el que es visto como padeciendo la prisión del alma. Antes de concebir la escena de la seducción como una fantasía desiderativa originaria, todavía podíamos decir de aquellos hombres que de niños habían sufrido un acoso sexual por parte de algún mayor de su entorno familiar que en ellos la norma moral que les constituye había quedado episódicamente violada por parte de alguno de aquellos que se la habían implantado. Pero una vez que concibe dicha escena desiderativa como una fantasía originaria que forzosamente ha de ser reprimida, ahora será humanidad misma aquélla cuya constitución implica la corrupción de la propia norma moral que la constituye a la par que la renuncia de su propio cuerpo desiderativo. Desde este momento Freud ya comienza a formar parte de esa familia de ideas que por ejemplo Max Scheler tipificó en su obra fundamental El puesto del hombre en el cosmos como las “teorías negativas del hombre” contemporáneas, y dentro de las cuales sin duda incluyó a Freud, todas esas teorías que en efecto giran sobre la idea de que la humanidad sólo se constituye, o forja su condición singular espiritual, o sea su condición de apertura (cognoscitiva y estimativa) al mundo, sobre la base o a resultas de una renuncia, la renuncia a su propia corporalidad desiderativa, como si aquello que constituye nuestra singular condición espiritual de apertura ontológica al mundo tuviese que implicar no menos constitutivamente una violencia o un sangrado de nuestra propia corporalidad. Se trata, como estamos diciendo, de una imagen del hombre que viene a ser como la contrafigura de la imagen clásica platónica según la cual era el alma espiritual humana aquella que quedaba encarcelada, o si se quiere violentada o reprimida, por el cuerpo. Es como si se hubiese operado una suerte de reversión contrasimétrica entre ambas figuras, pero en todo caso, obsérvese, una reversión que se mantiene siempre, por así decirlo, dentro del mismo curso o carril de ideas, un carril en efecto

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según el cual el cuerpo y el espíritu mantienen siempre relaciones mutuamente desequilibradas o desquiciadas, relaciones de mutuo encarcelamiento, o de mutua represión, o de renuncia del uno debido al otro, de suerte que o bien es el cuerpo la cárcel del alma, que queda así como reprimida por el cuerpo y en cierto estado de renuncia debido a él, o bien es el alma la cárcel del cuerpo que es ahora el que queda reprimido o en estado de renuncia debido al alma. ¿Qué ha pasado en la historia de las ideas de occidente como para pueda desenvolverse dicho carril y tener lugar semejante reversión dentro de él? Y, por lo demás, ¿este carril reversible de ideas es el único que ha conocido nuestra tradición occidental? Porque lo cierto es que no es así. Es aquel un carril que tiene su origen ciertamente en la antigüedad clásica pagana, por eso hablaremos del “paradigma clásico”, y que luego reaparece en lo que aquí voy a llamar la “degeneración moderna”, veremos en qué sentido vamos a hablar de degeneración. Y que a su vez más adelante, como consecuencia de dicha degeneración, y precisamente como secuela de la misma, viene justamente a experimentar su reversión en el sentido que acabo de indicar. Pero lo cierto es que entre medias o entre tanto en la sociedad occidental ha ocurrido históricamente otra cosa, otra cosa que, precisamente en la medida en que cualquiera de nosotros pueda estar ahora preguntándose por ella, en esta medida es que nos hemos olvidado ya de lo que, sin embargo, ha constituido la médula espinal de nuestra tradición occidental, que es el cristianismo, o sea la teología cristiana vieja, católica, que fue precisamente la única tradición (filosófica por teológica) que pugnó tenazmente por sostener una concepción equilibrada de las relaciones entre la condición carnal y la espiritual humana, y ello precisamente gracias al dogma teológico de la Encarnación. Así pues, hay, o ha habido, otro carril, aunque se nos haya olvidado, y que ha sido justamente el que constituye nuestra médula espinal, la médula espinal de nuestra civilización. Y entonces la historia de estos dos carriles, en buena medida siguiendo cursos independientes, pero también influyéndose de diversos modos, y asimismo entrecruzándose polémicamente, es aquello cuyo dibujo quisiera yo aquí esbozar en esta clase. Se tratará naturalmente, dada la amplitud y complejidad del asunto, de un esbozo por fuerza muy en escorzo y esquemático, pero espero que lo suficientemente sistemático y con la perspectiva lo suficientemente adecuada como para se vea lo que quiero mostrar.

Bien. Vamos a ver, el punto 1, lo que he llamado el “paradigma clásico”, y que he glosado diciendo: depreciación del cuerpo en el mundo helénico, el cuerpo como cárcel del alma. Vamos a tomar dos referencias que no pueden ser más clásicas, Aristóteles y Platón, y vamos a empezar por Aristóteles, pero vamos a empezar por Aristóteles para poner de manifiesto cómo un autor como Aristóteles que es, sin duda, el canon de la voluntad de equilibrio, no casualmente sino por eso es por lo que después fue sistemáticamente explotado por la tradición de la teología católica escolástica a partir de Santo Tomás, porque en Aristóteles está sistemáticamente presente la voluntad de equilibrio, no obstante esto, ni el mismo Aristóteles, pese a su voluntad de equilibrio, pudo conjugar, vamos a decirlo así, el cuerpo con el alma, precisamente con el alma específicamente humana, es decir, con el intelecto. Eso, como digo, no obstante haber sido el autor que de una manera ejemplar, absolutamente perenne, dibujó en sus tratados biológicos, por antonomasia en su tratado Acerca del alma, dibujó la concepción de la unión funcional substancial hilemórfica del cuerpo y el alma de los organismos o seres vivientes, tanto de los vegetales como de los animales. Pues bien, cuando llegó a la cuestión humana, cuando llegó a tratar el alma específicamente humana que era el intelecto, Aristóteles, se vio, y es preciso reconocer que no gratuitamente, se vio llevado a separar de algún modo el intelecto del cuerpo. El hilemorfismo biológico aristotélico hace crisis en efecto respecto del intelecto y precisamente en su tratado biológico, en su De Anima, en el que quiere tratar de todos los seres vivos, y por

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tanto también de ese ser vivo que es el hombre, ese ser de la Physis, de la naturaleza, que lo quiere tratar en principio desde una perspectiva naturalista, y por tanto desde el punto de vista de la unidad funcional hilemórfica entre el cuerpo y el alma del ser viviente. Sin embargo, al tratar del intelecto humano, y por razones que en todo caso no son arbitrarias y que yo aquí voy a esbozar, el propio Aristóteles se ve llevado a que su concepción hilemórfica de la unidad funcional entre el cuerpo y las operaciones anímicas del cuerpo, que esto es el alma, entre en crisis. De manera que si ya en Aristóteles hay crisis a propósito de esta cuestión es porque el problema es desde luego cualquier cosa menos trivial.

Quiero tomar a Aristóteles como referencia para, a continuación, volver por un momento la mirada a Platón para comprobar que lo que en Aristóteles era por así decirlo una crisis, la crisis de su concepción hilemórfica del ser vivo en relación con el hombre, en Platón era más bien la norma. Entonces, esta referencia a Platón me van a servir para transmitirles a Uds. la idea de que el mundo greco-pagano, que sin duda constituye un momento y un componente histórico indiscutible de la formación de nuestra civilización, estuvo sin embargo enteramente infiltrado por… vamos a decirlo así, de una manera muy gruesa, por ideologías orientales, “asiáticas” – que diría Chesterton, verdad – que se infiltraron a través de la tradición órfico pitagórica, y que recibe enteramente Platón, ideologías éstas en las que hay siempre una característica tendencia a despreciar el cuerpo, precisamente en aras del espíritu, una tendencia incluso a sacrificar o a anular, si fuese posible, la condición carnal humana en aras del espíritu. ¿Qué les voy a decir, verdad?, como prototipo de lo que estoy diciendo podríamos recordar aquel famoso aforismo de Buda, que tanto le gustaba citar, y elogiosamente, a Max Scheler, por cierto un Max Scheler que está siguiendo enteramente esta línea oriental que atraviesa completamente toda su antropología, en fin, aquella idea de Buda que decía: “es maravilloso poder contemplar todas las cosas, pero es horrible tener que ser una de ellas”. Ya se ve que a Buda le daba cierta grima, verdad, tener que formar parte de esas cosas que se contemplan. En fin, lo que quiero ahora decir es simplemente que en la filosofía pagana griega, y precisamente en cuanto que pagana, hay siempre una cierta tendencia, más o neos acentuada según los casos, a la depreciación del cuerpo en beneficio del espíritu. Depreciación ésta que nos parece que es ejemplar en el caso de Platón, pero que incluso llega hasta Aristóteles. Así pues, diré aquí algo sobre Aristóteles y luego haré una mínima referencia a Platón. En fin, cómo contarles a Uds., en algo así como en quince minutos, la substancia del tratado biológico Acerca del alma de Aristóteles, verdad, que es fundamental para entender las razones, en todo caso no gratuitas, como decía, por las que se desequilibran las relaciones cuerpo-alma en relación o a propósito del hombre, en relación con el alma específicamente humana que es el intelecto, en fin, pues lo haré como Dios me dé a entender, o sea, de la siguiente manera:

Miren Uds., en efecto, el tratado De Anima, tomándolo aquí como el tratado biológico por antonomasia de la obra de Aristóteles, pues hay otros, Aristóteles… yo sostendría que es de los filósofos clásicos pre-cristianos el que ha tenido una mirada naturalista por antonomasia, es un completo naturalista, que sabe observar los seres vivos al menos con la misma acuidad con la que luego lo harán los mejores naturalistas modernos, que por cierto tampoco son la misma cosa que lo que luego serán los profesores especializados de biología Me atrevería a conjeturar, siquiera como hipótesis razonable, que toda su ontología esta conformada según un modelo viviente, no es el modelo del artesano, como se dice, sino algo anterior, el modelo del organismo viviente, y es esta mirada a los seres vivos lo que le permitió a Aristóteles sentar las bases de las concepciones no mecanicistas de la vida que —y es un hecho doxográfico— , que de una u otra manera han pervivido afortunadamente a través toda la historia de la filosofía y de la ciencia occidentales. Es decir, el saber biológico

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comienza con Aristóteles y comienza con el mejor tino posible. Esto hasta el punto de que no sería gratuito considerar, como digo, que toda la metafísica aristotélica está formateada o modelada desde la idea de los organismos vivientes; por eso, y sin perjuicio naturalmente de la importancia de otros tratados, lógicos, metafísicos o éticos, a mi me parece que los tratados biológicos de Aristóteles, y el De Anima por antonomasia, aunque los otros también… Sobre la generación y la corrupción, Sobre los animales, Sobre la memoria y la imaginación… tienen una importancia decisiva, y ya no solamente por lo que toca a haber sentado el origen y el canon de la tradición no mecanicista de los saberes sobre la vida, sino porque de alguna manera constituyen el modelo de la ontología aristotélica, y esto es algo importantísimo, puesto que este modelo reincorpora a toda la Naturaleza y llega incluso hasta la idea de Acto Puro, que es un Ser Vivo al que se le ha sustraído su soporte material, que retiene las funciones de la vida pero retirado su soporte material orgánico, pero que sigue siendo un ser vivo por lo que toca a sus funciones. Es un Acto Puro, una forma que se actualiza a sí misma, interminablemente. Es un ser vivo al que se la ha retirado el cuerpo. De ahí que en Aristóteles siempre está la biología detrás, también detrás de la idea misma de Dios, bien, lo cual no es ninguna tontería, como luego veremos, porque la teología tiene que pensar siempre a Dios como Ser Viviente, bien, luego hablaremos de ello… y esa es la ganancia de Aristóteles, que su Dios mantiene las funciones de la vida.

Entonces, lo que les quería decir, la biología aristotélica. Pues bien, su idea es una concepción enteramente funcional del organismo, es decir, que las entidades vivientes son aquellas entidades de la Physis, de la Naturaleza que se caracterizan justamente por el modo de llevar a cabo sus funciones, sus acciones, sus operaciones. Son acciones y acciones específicas o propias del ser vivo y, por tanto, su cuerpo es justamente su capacidad o potencialidad para poder ejecutar esas acciones vivientes, de manera que un ser vivo es un compuesto hilemórfico de funcionamiento, cuyo cuerpo es capaz de efectuar esas acciones vivientes, que no pueden o no son capaces de efectuar otros seres o cuerpos no vivientes, y esas acciones vivientes, o mejor su principio: su entelequia, es la forma o naturaleza misma del ser vivo, la puesta en acto formal de esa capacidad de un cuerpo. ¿Cuáles son esas funciones vivientes?, pues son las siguientes, hay una generalísima a todos los seres vivos, que es la función de generación y corrupción, y luego está la función de desarrollo y crecimiento y la función de nutrición ,que son las funciones que tienen las plantas, pero que también tienen los animales, aunque los animales además de estas funciones tienen las funciones de movimiento y sensibilidad, o sea, los animales son sensorio-motrices sobre ser vegetativos. Estas son las funciones del ser vivo, por tanto en Aristóteles no puede haber ningún desquiciamiento o dislocamiento entre el cuerpo y el alma, porque el cuerpo viviente es una estructura capaz de poner en acto estas funciones. Y la vida es la puesta formal en acto de estas mismas funciones, la de la generación y la corrupción, la nutrición, el crecimiento y el desarrollo, la sensorialidad y el movimiento. Funciones, ésta dos últimas, asimismo enteramente vivientes para Aristóteles, funciones de un cuerpo que se mueve y que siente y, ligadas a ellas, como veremos, las funciones del apetito y la voluntad, y asimismo de la memoria y la imaginación.

Generación y corrupción, la cosa no es ninguna banalidad, verdad, generación y corrupción… todos los seres vivos, si lo son, precisamente se generan y corrompen, en el mundo sublunar, verdad, son seres que no sólo experimentan genéricamente el paso de la potencia al acto de los otros seres físicos no vivientes, sino que mueren y nacen, es decir, que se corrompen, esto es, que mueren, y en la medida en que se corrompen o mueren, para proseguir siendo, tienen que volver a engendrarse. ¿Y por qué mueren? Aristóteles, naturalmente, no le voy a citar porque voy a intentar esbozarlo en veinte minutos, Aristóteles

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ha visto que el secreto de la vida, como, por ejemplo, luego dirán muchos biólogos en el XIX (entre paréntesis, sería fascinante hacer un análisis a fondo y en forma de la realimentación hermenéutica que puede hacerse entre Aristóteles y los contenidos y los problemas de la biología de nuestros días… es entonces cuando Aristóteles precisamente gana y se alza como un gigante, no estoy aquí invitándoles a hacer una especie de lectura pura o plena del texto aristotélico, desde “la quinta dimensión” o desde “cero”, cosa que es absolutamente imposible o al menos a mí no se me alcanza, sino que justamente lo estamos ya analizando desde los contenidos y problemas de la biología actual, y es entonces cuando Aristóteles nos ofrece unas posibilidades que precisamente no podrían haberse encontrado desde otras perspectivas históricamente anteriores; todo esto está ejercitado en mi discurso, naturalmente no está representado, sería objeto de un curso de nueve meses), pero iba diciendo que naturalmente Aristóteles ya ha visto, cosa que después han visto todos los biólogos, al menos desde la idea de medio interno de Claude Bernard en adelante, que vivir es ejercer un conjunto de operaciones o de funciones mediante las que se modifica el propio medio al que se expone el organismo para preservar la constancia de funcionamiento del propio organismo, es decir, para preservar las condiciones mismas de su propio funcionamiento, que es lo que constituye justamente la clave de la idea aristotélica de entelequia, y que, por tanto, que de alguna manera vivir es, para decirlo de forma dramática, que vivir es estar ininterrumpidamente resistiendo a la muerte (como dijera Bichat), y esto antes o después se paga, y se paga muriendo, es decir, que se paga con la descomposición o “corrupción” del cuerpo, o sea de la estructura misma que soportaba la recurrencia de esas funciones. Pero entonces la única forma de pro-seguir viviendo es engendrarse, es decir, que Aristóteles ya ve que el engendramiento va ligado a la corrupción, o sea que sólo pueden engendrarse, para proseguir viviendo, seres que mueren, y entonces que engendrarse o volver a nacer es algo preciso u obligado entre los seres que mueren. Pero engendrarse no es a su vez ya cualquier cosa, es engendrarse unos organismos a partir de otros, a partir de los que van a morir y, por tanto, ya allí está… naturalmente Aristóteles no tenía – cómo lo iba a tener – el menor conocimiento de lo que es la herencia, de lo que luego llamaremos herencia, y no digamos del código o la codificación genética, pero sí que tiene, por así decir, la cartografía lógico-conceptual, el lugar conceptual en la que se encuentra la idea de herencia. En efecto, porque los organismos en cuanto que se engendran a partir de otros organismos que mueren, se replican y al replicarse se dotan, luego ya está aquí el lugar lógico del concepto de “dotación”, se dotan de la capacidad o de la potencia, o sea de la materia, o sea de la estructura disposicional para ejercer hacer sus funciones. O sea que ya tiene el lugar lógico conceptual de la idea de dotación (de donación y de dotación). Se (donan y) dotan unos a otros al engendrarse de la capacidad para efectuar en vida sus funciones, que son justamente – además de la generación y corrupción – para empezar las de desarrollo y crecimiento, es decir, ya no cualquier cosa, sino desarrollo y crecimiento, vinculadas a su vez a la nutrición, que son las solas capacidades que tienen las plantas, y los animales, además de éstas, tienen actividad motora y sensación. Crecimiento y nutrición no son como digo cualquier cosa, porque el crecimiento no hay que entenderlo como un mero aumento o multiplicación cuantitativa de tamaño, como un globo que se infla, sino que hay que entender el crecimiento en términos de genuino desarrollo, o sea en términos de morfogénesis, de un crecimiento que implica la formación genética de las formas, y una morfogénesis que, por tanto, implica ya una estructura disposicional peculiar del organismo en cuanto que viviente, una estructura – como dice Aristóteles – que es un compuesto o complejo de partes-órganos heterogéneas que van desarrollándose o formándose, o sea con-formándose mutuamente, como una determinada con-formación, y a su vez no al margen de la nutrición, sino nutriéndose, claro, y esto quiere decir que es

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Aristóteles, mucho antes que cualquier posible doctrina ulterior sobre la herencia, el que ya tiene prevenida cualquier concepción geneticista, o preformista, del desarrollo, porque la materia corpórea viviente habrá que entenderla sin duda como potencialidad, o sea como posibilidad para el desarrollo, pero de suerte que aquellas posibilidades no están preformadas de un modo clausurado, sino abierto en cuanto que siempre en relación dependiente con el medio, si quiera sea en virtud de la nutrición —y no digamos después, en el caso de los organismos senorio-motores, en razón de su sensación, y por ello de su memoria y de su imaginación. Por tanto, en Aristóteles están sentadas las bases ya para la des-substancialización de la idea de substancia, según la cual idea puede ser que se haya pensado otras entidades ontológicas en otros contextos de su obra (con lo que habría una tensión constitutiva en torno a la idea de sustancia en su obra). Dicho muy rápidamente: una substancia que se alimenta, ya no es una substancia, ésta es la cuestión. Y una sustancia que además percibe, recuerda e imagina es menos aún una sustancia.

Pero todos los seres vivos aristotélicos en efecto se nutren, y los sensorio-motores, como ahora veremos, además perciben y recuerdan e imaginan, y en este sentido son ya entidades intrínsecamente heterodependientes del medio, y por tanto son ya, por así decirlo, unas substancias muy desubstancializadas. Por tanto está aquí ya obrando la idea de una entidad “substantiva”, como luego dirá Zubiri, como un modo de pensar en efecto la entelequia aristotélica, pero ya no propiamente substancial. Y tan es así que precisamente es sobre la base de las diversas formas de nutrirse los dos grandes grupos de seres vivos que Aristóteles reconoce, los vegetales y los animales, hoy diríamos los organismos autótrofos y los heterótrofos, como Aristóteles ha discernido con una precisión implacable el hecho de que los seres vegetales no necesiten de capacidades sensorio motoras, pero los animales sí que necesiten de estas funciones anímicas. De manera que, de nuevo, aunque Aristóteles no tiene ni puede tener, conocimientos, en fin, histológicos bioquímicos de la nutrición, no tiene la menor idea por ejemplo de lo que puedan ser las macromoléculas proteínicas, sin embargo, sí que tiene la cartografía conceptual que incluye el lugar lógico de la idea de metabolismo. Es decir, tiene la idea de que el organismo ha de reponer la materia orgánica de la que va careciendo o que va perdiendo en el cumplimiento de sus funciones, y esa reposición no puede hacerla sino nutriéndose, es decir, de algún modo tomando dicha materia la del medio. Y en segundo lugar, aunque no tiene la menor idea bioquímica, claro está, de la distinción de entre el metabolismo autótrofo y el heterótrofo, sin embargo sí tiene la cartografía lógico conceptual de estas dos grandes formas funcionales de nutrición.

En Aristóteles y lamento tener que exponerlo de manera tan brutal, tan comprimida, se diría que en Aristóteles… alguien podría decir, queriéndolo criticar, bueno, lo único que hace es una mera “biología de superficie”. Pero resulta que a lo mejor lo que llamamos “superficie” en biología es el “fondo” o la esencia misma de la biología, si es que la biología no es un saber científico en el sentido de los efectivos saberes científicos fisicalistas ((o sea un saber de lo que para Aristóteles son sólo las causas materiales y eficientes del ser vivo)), sino hermenéutico, porque es un saber fenomenológico-descriptivo ((o sea un saber de su modo formal de actuar, o sea de sus causas formales y finales, que justamente son las accesibles a la “inspección de superficie”)). Porque de alguna manera conocer a un ser vivo es participar del modo como vive, de su “forma de vida” ((“forma de vida” en la que consiste su modo formal de actuar, su forma y su fin)), porque uno, el que conoce, está a su vez actuando biológicamente, al conocer, de alguna manera como el propio ser vivo que conoce; a diferencia de lo que hace, por ejemplo, cuando conoce electrones mediante un ciclotrón. De ahí que la biología sea un saber como digo fenomenológico-descriptivo o hermenéutico ((y ello sin perjuicio de los conocimientos bioquímicos actuales, que lo son,

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desde el punto de vista aristotélico, del “soporte estructural”, o sea material y eficiente, de sus propias formas de organización funcional, o sea de la forma y el fin del ser vivo. En este sentido, lo que los indudables conocimientos bioquímicos actuales estarían haciendo es, digamos, añadir “decimales”, respecto del soporte material y eficiente del ser vivo, a una “cifra”, de orden formal y final, cuyo dibujo básico ya había alcanzado Aristóteles). Cuando uno tiene que hacer biología de un orangután, pero también de la humilde garrapata que por ejemplo tan admirablemente estudiara von Üexkull, de alguna manera está participando mediante sus propias operaciones orgánicas en las operaciones del organismo estudiado, y entonces, a lo mejor, resulta que la biología es un saber como digo hermenéutico y por eso, justamente, Aristóteles al hacer una biología “de superficie” dio con el “fondo” o con la esencia misma de la biología —con la “esencia”, en efecto; o sea con la naturaleza formal y final del ser vivo. La idea positivista de que la biología es una ciencia positiva en el mismo sentido en que lo son por ejemplo la física, la química o la geología, puede que sea uno más de los muchos mitos oscurantistas que tenemos pacientemente que soportar en estos tiempos nuestros iluminados por la luz de la Ilustración y del positivismo.

Pero, en fin, volviendo a dónde estábamos. Aristóteles tiene la cartografía de los dos grandes tipos de funciones tróficas. Aristóteles dice en De Anima, lo dice él, él, no Ramón Turró, ni yo. Dice: los organismos vegetales están en contacto o en presencia inmediata con las substancias de que se nutren, no sabe de qué substancias se trata, pero sabe que tienen, de alguna manera, que absorber realidades, substancias, del medio extrasomático, y reponer su propio soporte estructural material, o sea eso que, de alguna manera, consume en el ejercicio mismo de sus funciones. Vamos, que tiene enteramente dibujado el contorno esencial de la idea de metabolismo, aunque no conozca exactamente por ejemplo la explicación bioquímica del catabolismo y el anabolismo, pero sabe que hay metabolismo. Como el ser vegetal, dice, está en presencia inmediata con las cosas de que se alimenta, las absorbe en su integridad, “en su materia y en su forma”, nos dice, y por tanto al absorberlas en su integridad no necesita moverse, desplazarse, tener movimiento local para acercarse a ellas, ni por lo mismo necesita hacer abstracción sensible de ellas. Ahora bien, nos sigue diciendo, los seres animales, como no están en presencia inmediata de las cosas de las que se alimentan, les es necesario el movimiento local, la actividad motora. La actividad motora es una cosa muy seria, el que no se dé cuenta de que el conocimiento es inherente a la actividad motora, seguramente es un profesor de filosofía de nuestro tiempo, de los que luego vamos a hablar, pero desde luego no es el caso de Aristóteles. Entonces, la idea de Aristóteles es que, precisamente, a los animales, en cuanto que tienen que recorrer las distancias que los separan de sus fuentes de alimentación para acercarse a ellas y apoderarse de ellas, les es necesario el movimiento, el desplazamiento motor, y por ello mismo les es necesario el conocimiento, como dice él, la abstracción sensible de las cualidades sensibles de los objetos que están a distancia, y solamente cuando el animal logre esa abstracción sensible es cuando podrá organizar ya de un modo cognoscitivo su movimiento, de ahí la importancia funcional vital del conocimiento como una operación que sólo tiene sentido, sentido funcional, en función del movimiento. ¿Qué quieren que les diga?, si tuviera tiempo, que no lo tengo, otros cursos lo he hecho, lo tengo escrito, el que quiera que lo lea, no sólo se puede, es que se debe reconstruir esta idea aristotélica desde la bioquímica de la que actualmente disponemos relativa a las funciones tróficas de los organismos autótrofos y heterótrofos. Rapidísimamente, para que vean Uds. si afinaba o no Aristóteles, hoy sabemos que los seres vegetales son criaturas autótrofas, es decir, criaturas que sintetizan substancia orgánica a partir de elementos inorgánicos de su entorno, es decir, que sintetizan macromoléculas proteínicas, que son los bloques básicos de su propia sustancia orgánica, a partir de elementos no proteínicos que toman de su medio: a partir del nitrógeno,

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oxígeno, hidrógeno y carbono. A partir del agua del suelo, del carbono contenido en el anhídrido carbónico de la atmósfera, y del nitrógeno del suelo, elementos inorgánicos éstos con los que están en contacto al menos con la suficiente frecuencia como para absorberlos y luego con la colaboración del calor y la luz solares poder sintetizarlos en substancias ya orgánicas, en sus propios bloques proteínicos. En consecuencia, una planta semoviente sería un auténtico disparate ontológico, un absurdo, la planta debe estar plantada, arraigada, verdad, no necesita moverse, pero entonces al no necesitar moverse no necesita conocer. Ahora bien, sabemos que los seres heterótrofos, pero ya desde los protozoarios o unicelulares, son criaturas deficitarias, o heterodependientes, desde el punto de vista de su metabolismo nutricional, porque no pueden sintetizar substancias orgánicas a partir de elementos inorgánicos, sino que tienen que obtener substancias que ya son ellas mismas orgánicas, es decir, animales o plantas, o ambas cosas, que yacen en el medio a distancia de sus cuerpos, y que tienen que comérselos. Algo tan grosero como comérselos, la planta es mucho más sutil desde el punto de vista de su quimismo trófico, por eso la planta es autosuficiente tróficamente, pero por eso mismo no llega a tener movimiento, ni por ello sensación o conocimiento. El animal es mucho más tosco desde el punto de vista trófico, el animal necesita literalmente comerse otros seres vivos, animales o vegetales o ambas cosas, que yacen a distancia de su cuerpo, con lo cual tiene que recorrer las distancias que los separan de su propio cuerpo en movimiento para apoderarse de ellos, pero entonces la presencia a distancia de lo que está a distancia, esto es justamente la presencia de las cosas en cuanto que conocidas. No lo puedo explicar más.

De manera que entonces, vean Uds. la manera tan sutil como Aristóteles ha derivado constructivamente el conocimiento del movimiento, y el movimiento a su vez de la forma heterodependendiente, menesterosa, heterótrofa decimos hoy, de nutrición. Es decir, sólo pueden y deben conocer los seres vivientes que se desplazan en un medio entorno respecto de objetos remotos, porque el conocimiento es la presencia misma de lo remoto en cuanto que está remoto y, por tanto, sin movimiento local no tiene el menor sentido funcional el conocimiento. No digo más. Aristóteles deduce de aquí no sólo el conocimiento, sino asimismo el apetito y la voluntad: sólo tiene sentido en efecto que se desee, o se tema, aquello con lo cual todavía el cuerpo vivo no está en contacto. Por tanto la tensión desiderativa o apetitiva sólo puede serlo de lo que se conoce, y a su vez sólo tiene sentido funcional la voluntad, o sea el movimiento voluntario, porque no hay más voluntad que la voluntad motora o el movimiento voluntario, respecto de cosas que aún están distantes respecto del propio cuerpo en movimiento, y por eso son susceptibles de ser conocidas y apetecidas. De modo que Aristóteles diseña ya, y lo hace funcionalmente, con la mirada de un escrupuloso biólogo, ni más ni menos que las tres grandes facultades del alma, las que después serán la facultades de la Psicología racional, verdad, conocimiento, apetito y voluntad, las tres facultades sobre las que por ejemplo luego se montarán las tres críticas kantianas, y las diseña escrupulosamente a partir del movimiento. En efecto, esto del movimiento una cosa muy seria, porque no estamos hablando de cualquier movimiento, no estamos hablando del mero crecimiento ni del desarrollo, estamos hablando del desplazamiento local, o sea de un movimiento en que la totalidad del cuerpo debe ocupar posiciones en el espacio que lleguen a ser enteramente externas a las anteriores, se trata por tanto de un movimiento de traslación. Es un movimiento translaticio, en efecto, por lo tanto de un cuerpo que no puede estar enraizado al terreno, y sólo cuando hay movimiento traslaticio de la totalidad del volumen corpóreo tiene sentido funcional que haya conocimiento, y con ello apetito y voluntad. Esto es una cosa impresionante, porque yo he hecho la experiencia de… a colegas y compañeros míos que seguramente saben mucha más

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filosofía que yo, al menos doxográfica desde luego, seguramente mucha más filosofía moderna que yo, y entonces simplemente al recordarles que el conocimiento, el apetito y la voluntad, sólo pueden entenderse como unas funciones ligadas al desplazamiento motor de la musculatura, te miran como diciendo, bueno, eso es algo grosero, será alguna una idea positivista propia de biólogos científicos, algo filosóficamente extraño o irrelevante, algo ajeno a nuestra tradición, ¿no?, y cuando les recuerdas el De Anima entonces empiezan a hacer una especie de reciclado doxográfico y acaban reparando en que ya lo decía Aristóteles, ése que también forma parte de su tradición doxográfica profesional de profesores de filosofía. Bien, pues exactamente, sí, lo decía Aristóteles.

Así pues, el animal sólo puede llegar a tener sensaciones en la medida en que se mueve, lo que quiere decir que el animal no sólo conoce porque se mueve, sino que asimismo va conociendo según se mueve. Lo que quiere decir a su vez que el animal va alcanzando cognoscitivamente aquellos estratos de sus alrededores a los que a su vez puede alcanzar mediante su acción motora, esto es, que el radio de acción sensorial perceptiva y el radio de acción motora de un animal deben de estar, por así decirlo, inexorablemente acompasados, lo que nos pone fehacientemente de manifiesto hasta qué punto las operaciones anímicas deben estar radicadas en la morfología corporal, y en particular hasta qué punto las operaciones sensoriales deben acompasarse con la morfología motora. A título ilustrativo, para que vean lo que estoy diciendo, imagínense Uds. estas dos figuras con las que vamos a hacer una composición abortiva, para ver el monstruo ontológico que resultaría de dicha composición. Imaginen en efecto un humilde gusano de la seda, cuya vida es sin duda sencilla y consiste básicamente en ascender, movido por el hambre, de la parte baja a la parte alta de un árbol, orientado por los contrastes de claro-obscuro que percibe visualmente según va moviendo sus patitas, verdad, de suerte que solamente porque se mueve puede tener campo visual que tiene a la vez que su campo visual va variando según se mueve, aunque se trate de un campo visual y de unas variaciones visuales muy sencillas, leves contrastes de claro-oscuro, pero eso le sirve para alcanzar la comida, y luego para bajar y descansar ocupando posiciones más bajas. Ahora imaginen Uds. un águila real que es capaz desde las cumbres de una montaña de tener un campo visual de tal amplitud y profundidad que le permite discernir los corderos que están en las laderas o en los valles de las montañas, pero – claro – es que este águila real tiene asimismo una morfología motora mediante la cual es capaz de bajar volando, apresar con sus garras a un cordero, subirlo a las cumbres de la montaña y allí devorarlo, un cordero que puede pesar varias veces más que el águila. Y ahora hagan Uds. imaginariamente la siguiente combinación y díganme si no resulta un monstruo ontológico, pero precisamente muy significativo. Mantengan la perspectiva visual del águila real según baja en vuelo a la ladera en busca del cordero, y por hipótesis colóquenle de repente la morfología motora del gusano de seda, y entonces Uds. verán si le sobra o no le sobra campo visual para ese cuerpo, o si le falta o no le falta cuerpo para ese campo visual; y ahora asimismo por hipótesis dótenle al humilde gusano de seda, con su morfología motora, del campo visual de un águila, o al revés, imaginen que se mantiene su campo visual pero dotado de la morfología motora del águila. Ya se ve de qué modo están indisociablemente acompasados el conocimiento sensorial y la morfología motora. Hace falta estar totalmente atrapados por Descartes para no verlo. Pues bien, a partir de la idea de sensación, que por su parte ha deducido, como hemos visto, del movimiento y éste de la forma de nutrición, Aristóteles deducirá asimismo las ideas de memoria e imaginación. Porque la acción motora, en efecto, debido a las distancias que debe recorrer, no puede de dejar de estar continuamente introduciendo variaciones en el medio percibido, de suerte que se hace funcionalmente necesario el recuerdo de las variaciones que fueron exitosas, frente a otras posibles variaciones alternativas que no lo fueron, ante cada

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nueva situación que se presente en algún sentido semejante a situaciones pretéritas; pero también se hará no menos funcionalmente necesaria la imaginación, que sin duda implica el recuerdo, pero que no se reduce al mero recuerdo, sino que es una suerte de combinatoria innovadora de recuerdos que puede adelantar algo que aún no haya sido objeto de experiencia precisamente ante cada nueva situación en lo que ésta puede tener de diferente respecto de situaciones anteriores. Y esta posibilidad de adelantarse a las novedades mediante la imaginación es algo que a su vez debe entenderse como funcionando de un modo inherente a la propia acción corporal motora sensorialmente orientada, puesto que es dicha acción motora la que siempre puede alcanzar, tanteando mediante la imaginación, novedades que previamente no tenía. Así pues, para Aristóteles el movimiento, el conocimiento o la sensación, y la imaginación y la memoria son propiedades funcionalmente necesarias de un cuerpo viviente motor, son las funciones mismas necesarias de ese cuerpo motor en cuanto que es motor.

Pero por esto mismo es por lo que no va a ser gratuito que en Aristóteles entre en crisis su concepción hilemófica del ser vivo al tratar precisamente del entendimiento humano. Muy rápidamente, la perspectiva que Aristóteles quiere en principio mantener al tratar del hombre en su tratado biológico Acerca del alma es desde luego la perspectiva que quiere seguir contemplando al hombre como un zoon, como un animal, como un cuerpo viviente animal. Sin embargo, la diferencia específica del alma de este animal va a radicar en su intelecto, y aquí van a empezar desde luego los problemas. Aristóteles comienza por definir al intelecto, al nous, de un modo que en cualquier caso es sin duda plenamente significativo, diciendo que el intelecto es la capacidad y la puesta en acto de conocer todas las cosas según su naturaleza, todas las cosas y según ellas son. Aquí ya está presente, pues, la idea de totalidad y además de totalidad de la realidad, es decir, está ya la idea por tanto de lo que vamos a llamar totalidad universal. Por decirlo en unos términos heideggerianos que en todo caso son muy relevantes al respecto, podríamos decir que para Aristóteles el intelecto es capaz de abrirse a la totalidad de la realidad. Se trata, en efecto, de la idea de “apertura ontológica”, o sea de la idea del hombre como ese lugar en el que tiene lugar la apertura ontológica, y si “ontológico” significa algo será por referencia a la totalidad universal; los organismos animales tienen a su disposición, mediante su acción, micro-mundos o micro-totalidades en torno a sus cuerpos —como diría Heidegger, “el animal es pobre de mundo”—, pero sólo el hombre es capaz de acceder a la totalidad de la realidad, a la totalidad universal, al Mundo a secas.

En todo caso, Aristóteles ha detectado que el nous, es decir, el alma intelectiva específicamente humana, consiste en conocer todas las cosas según ellas son, por tanto ya no se trata del mero conocimiento de “lo otro de sí” respecto del cuerpo, como diría Zubiri, sino de lo otro según es “de suyo”, como también nos dirá Zubiri. Conocer las cosas según ellas son, la totalidad de las cosas y como son. Pero es justo entonces cuando comienza a producirse la quiebra del hilemorfismo biológico, y según una argumentación que en todo caso no es en modo alguno gratuita. El argumento de Aristóteles es en efecto el que sigue: si el intelecto es, nos dirá, la capacidad y el acto de conocer todas las cosas según ellas son, entonces el intelecto no puede tener él mismo ninguna naturaleza, porque de tenerla interferiría con las naturalezas de la cosas que conoce, dado que es lo mismo la ciencia en acto que su objeto, y por ello mismo no puede estar mezclado ni compuesto con el cuerpo de ninguna manera y tiene que obrar separado del cuerpo. El argumento tiene, como decía, su lógica, porque, como antes hemos visto, la apertura cognoscitiva sensorial de los animales a su medio entorno se encuentra siempre acompasada con su radio de acción motora, lo cual quiere decir que dicha apertura se encuentra siempre circunscrita por aquellos alrededores a

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los que el radio de acción sensorial y motora del cuerpo del animal puede alcanzar. O dicho de otro modo, que los animales sin duda conocen, pero no ya precisamente todas las cosas según ellas son, sino sólo aquellos aspectos (sensoriales) de aquellas cosas con las que, mediante su acción, y su acción motora, pueden llegar a establecer contacto y que por ello pueden resultarles vitalmente útiles. Aristóteles no ha dejado en efecto en ningún momento de pensar la actividad anímica de los seres vivos desde el punto de vista funcional de su utilidad vital. Pero, por ello mismo, y en contraste con ello, si el intelecto es capaz de conocer, según se nos ha dicho, todas las cosas y según ellas son, ello quiere decir que dicho conocimiento, por así decirlo, se desprende de toda posible circunscripción respecto del cuerpo, es decir, respecto de todo posible radio de acción sensorial y motora del cuerpo, y asimismo respecto de toda posible utilidad o funcionalidad vital. Se comprende entonces, en efecto, que el intelecto, como se nos ha dicho, no tenga ninguna naturaleza, salvo la de las cosas que en cada caso conoce esencialmente —“es lo mismo la ciencia en acto que su objeto”— y que por tanto deba actuar separado del cuerpo, sin mezcla alguna con él. Así pues, la idea misma de apertura a totalidad de la realidad implica, en la argumentación aristotélica, el desprendimiento de dicha apertura respecto de la corporalidad porque implica el desbordamiento de todo posible entorno circunscrito al cuerpo y de las meras cualidades (sensibles) de dicho entorno que pueden ser vitalmente útiles para la supervivencia de dicho cuerpo.

El argumento aristotélico es, entonces, como digo, cualquier cosa menos gratuito, y ello nos pone de manifiesto que el problema de cómo recuperar la “unidad de funcionamiento” de la apertura ontológica humana con su condición carnal es desde luego cualquier cosa menos algo inmediatamente evidente.

Desde luego, desde el punto de vista de la lógica pagana no va a ser posible, faltan nuevos elementos con los que determinar la idea misma de apertura a la totalidad universal para poder recuperar una carnalidad que fuera ella misma no algo respecto de lo cual se desprende dicha apertura sino condición de la misma. Habrá que establecer determinaciones de esta “totalidad de la realidad”, o de ese “todas las cosas según ellas mismas son”, que desde luego no figuran en el mundo pagano, en el cual no pueden figurar, por ser pagano, justamente, y que sólo van a empezar a figurar en la teología católica, ésta es la cuestión.

Claro, si ya en Aristóteles, que busca siempre el equilibrio, encontramos esta crisis del hilemorfismo, ¿qué ha habrá podido pasar antes con Platón? Tomamos a Platón como paradigma, al Platón que nos dice que “el cuerpo es la cárcel del alma”, o más aún que “es la tumba del alma”. Es verdad que a veces amigos míos me han hecho ver que quizás “sema” aquí signifique “signo”, porque es cierto que la palabra griega que se utiliza para referirse a las tumbas es la misma que se utiliza para referirse a los signos, de ahí por ejemplo la palabra “semántica”, y entonces el cuerpo sería el “signo del alma”, lo que supondría totalmente lo contrario de lo que aquí estamos diciendo, sería algo muy parecido a la idea de que “la cara es el espejo del alma”. Sin entrar ahora a debatirlo, creo que por el sentido general de la filosofía de Platón no es gratuito pensar que para Platón el cuerpo no es ni mucho menos el signo o espejo del alma, sino que es en efecto su tumba, o su cárcel, precisamente por sus componentes órfico-pitagóricos, y ello hasta el punto de que se podría pensar que toda la dialéctica platónica es algo que se debe a la condición limitante finita corpórea del hombre, es decir, que toda la lógica de ascenso desde las sensaciones a las estructuras ideales y el descenso desde éstas a las sensaciones, toda esta dialéctica incesante es debida a la limitación finita corpórea, el arduo trabajo de la dialéctica es una señal de nuestra frágil finitud corpórea. Se comprende entonces que el alma humana aspire a la muerte, como nos dirá el propio Platón, o sea a liberarse de esta tumba canal que la tiene apresada o sepultada en vida,

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al objeto de liberarse de los arduos trabajos de la dialéctica y encontrar al fin la plenitud cognoscitiva. Idea ésta platónica de factura, obsérvese, enteramente “asiática”—que diría Chesterton, el cual también dijo que por alguna razón Platón era el padre de todos los lunáticos —, y que en modo alguno debe confundirse, por cierto, con la idea cristiana, porque si el anhelo de un cristiano es morir, es morir para resucitar, y por tanto para volver a tener cuerpo, no se olvide. La diferencia es esencial, el platónico quiere morir para liberarse del cuerpo, mientras el cristiano quiere morir para volver a tener cuerpo, y cuerpo eterno, esta es la diferencia. El anhelo del hombre asiático-pagano es liberarse del cuerpo, y liberase del cuerpo además para alcanzar la plenitud cognoscitiva meramente contemplativa, pero el anhelo de un cristiano es precisamente recuperar el cuerpo como cuerpo eterno, y ello para poder tener precisamente una “vida perdurable”, una vida que, como en ocasiones ha dicho con notable sutileza Julián Marías, si es vida ha de seguir siendo dramática, o sea tener argumento, y no limitarse por tanto a ser una mera contemplación cognoscitiva. La diferencias son esenciales, como más adelante iremos viendo, razón por la cual, por cierto, no pasa de ser una mera pedantería el que se haya hablado de Platón, y precisamente desde el cristianismo, como del “divino Platón” —mucho mejor es identificarle, con Chesterton, como “el padre de todos los lunáticos”, o sea como el padre de todas las utopías racionalistas colectivistas supra-corpóreas, y aun contra-corpóreas, razón por la cual no es desde luego de extrañar que haya fascinado tanto a los islamistas como a los comunistas.

Y la cuestión es que debido al formato idealista supracorpóreo del racionalismo platónico, dicha formato ya contiene, como una posibilidad interna suya, justamente la reversión en las relaciones entre el cuerpo y el alma que con el paso del tiempo acabará por tomar carta de naturaleza en las “teorías negativas” del hombre, esa reversión según la cual por la misma razón por la que el cuerpo puede ser pensado como “cárcel del alma”, también el alma puede llegar a ser pensada asimismo como “cárcel del cuerpo”. Y así, en efecto, en un momento de su República podremos ver que Platón prefigura enteramente ni más ni menos que a Freud. Se trata en efecto del fragmento en el que Platón nos dice:

“Me refiero a aquellos apetitos que se despiertan cuando la razón o sea lo humano del hombre está dormido. Entonces la bestia salvaje que habita en nuestro interior, harta de carne y bebida, se despierta y habiéndose espabilado se lanza a satisfacer sus deseos y no hay locura o crimen por inconcebibles que sean, sin exceptuar el incesto, cualquier otra unión anti-natural, el parricidio, o la ingestión de comidas prohibidas, nada en fin que, en ese momento en que se ha prescindido de toda vergüenza y sensatez, ese hombre no sea capaz de cometer”

Como se ve, si el control que la razón ejerce sobre el cuerpo, sobre su tumba o cárcel corpórea, se desvanece o relaja, entonces la fiera que emerge no es ya el cuerpo de un humilde animal más, no, sino que emerge entera y exactamente la misma fiera freudiana. Aquella fiera que, de poder, violaría ni más ni menos que las normas morales mismas básicas que la constituyen, o sea que cometería incesto, o cualquier otra unión anti-natural, así como parricidio, y asimismo se daría a la ingesta de comidas prohibidas, entiéndase canibalismo. Es decir, que te sale la bestia freudiana enterita, con todos y cada uno de sus muy especiales atributos, criatura incestuosa, parricida y caníbal, es decir, y repárese en ello, con todos y cada uno de aquellos atributos que precisamente consisten en la negación o violación misma de las normas morales básicas que nos constituyen.

Lo que estoy queriendo entonces decir, entonces, es que lo que estoy llamando “reversión” en la relación entre el cuerpo y el espíritu humanos es precisamente la ley

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potencial del propio racionalismo idealista, es decir, de aquella concepción de la razón que por haber sido pensada de entrada de un modo supra-corpóreo y aun anti-corpóreo contiene ya como una posibilidad interna suya —como si de tratase en efecto de una Gestalt reversible— una idea del cuerpo como algo asimismo concebible como lo contrario a la razón. La idea de la razón como algo pensado a la contra del cuerpo contiene ya como una posibilidad interna suya la idea del cuerpo como algo pensado a la contra de la razón. De ahí que el “divino Platón” contuviera ya enteramente prefigura a la bestia freudiana. Como más adelante veremos, volverá a ser la gnoseología del racionalismo idealista moderno kantiano la que técnicamente constituya el umbral mismo de la reversión que dará lugar a las teorías negativas modernistas del hombre.

Ahora bien, precisamente, y éste es el segundo punto que quiero considerar en la clase de hoy, en Occidente tuvo lugar también, aunque hoy nos parezca mentira, el cristianismo, es decir, el despliegue de una teología, y por ello de una filosofía, sistemáticamente basada sobre el dogma de la Encarnación del Verbo divino, que es el dogma nuclear de la teología cristiana vieja o católica. Y la cuestión es que puede que sólo este dogma sea el que nos pueda proporcionar las pistas para comenzar a montar filosóficamente sobre sus quicios adecuados la relación entre la apertura ontológica del hombre y su condición carnal.

El dogma de la Encarnación, vamos a ver cómo … en unos pocos minutos, un par de comentarios previos. Para empezar, es preciso decir que se trata de un dogma teológico que sólo puede ser percibido desde las otras teologías del Libro, la hebrea y la islámica, que son también grandes teologías desarrolladas a partir del fondo filosófico heleno, como una completa herejía, y aun como una blasfemia. Ya decía Chesterton que después de todo el cristiano es aquella persona extrañísima que se atreve a decir que Dios mismo tiene, en la figura de Jesucristo, la misma carne del hombre, ésta es la cuestión, y que ésta es la verdadera superstición, la más grande que se haya podido pensar justamente desde el punto de vista de las demás teologías. Y así es, desde la perspectiva hebrea e islámica la idea de Dios encarnado en la carne misma del hombre es percibida con auténtica e insuperable repugnancia. Permítanme esto, que no sólo es una broma, yo propondría un test infalible para detectar judíos, es decir, judíos constitutivos, culturales, que por tanto tengan la ideología que tengan, sean de derechas o de izquierdas, empiristas o racionalistas, o del Atlético o del Madrid, o también confesionales o ateos, verdad, una persona es constitutivamente judía – tiene la estructura teológica judía –… el test es facilísimo verdad, es como un test proyectivo, como el test de Rorschard en el que se ofrecen unas figuras para que la persona se delate al interpretarlas. No hay más que pedirle a una persona que concentre su atención en la persona, pero en la persona carnal humana, de Jesucristo, y además sufriendo en La Cruz, verdad, y entonces, una vez que se haya imaginado con cierta concentración la persona carnal humana de Jesucristo sufriendo en La Cruz, entonces inmediatamente recordarle que esa carne humana que sufre y que es humillada es la de Dios mismo, y si en ese momento muestra inevitablemente respuestas pavlovianas ansiógenas, entonces es que judío, así de sencillo, pero respuestas de verdadera ansiedad insuperable: si se le empieza poner la carne de gallina, se le reseca la garganta, se le contrae la musculatura y enseña los dientes, y además como respuestas involuntarias y por tanto incontrolables que es lo característico de las respuestas pavlovianas, y por eso es un test infalible, verdad, entonces es que judío. ¿Qué decirles?, por ejemplo, un autor de la sutileza intelectual y de la elegancia cosmopolita de Steiner, que por cierto aquí entre nosotros hemos leído tanto. El gran crítico literario George Steiner, en su autobiografía Errata. Vean Uds. el momento en que considera la idea de un Dios encarnado, un hombre de su delicadeza intelectual y personal y de su cortesía cosmopolita, verdad, de universitario cosmopolita, pues sencillamente pierde el temple. Cuando Steiner habla de la

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idea de un Dios Encarnado, la parece algo profundamente blasfemo y repugnante. Y ahora un test para islámicos, verdad, en este caso ya no se trata tanto del cuerpo humano de Dios como de la idea de familia divina, es decir, la idea de Trinidad, ahora se trata de recordar que Dios es Uno y Trino, que son Tres personas distintas, verdad, cada una de las cuales tiene la plenitud de Dios. La Idea de Tres Personas Divinas, le produce las mismas respuestas pavlovianas a un islamista. Entonces, algo tiene esta idea que precisamente resulta espiritualmente insufrible o no asimilable por las otras grandes tradiciones teológicas (y tanto que puede que sus civilizaciones respectivas sean en efecto inmiscibles por los siglos de los siglos, no obstante los progresos debidos a la Ilustración). Desde luego, en los tiempos de la Inquisición podría haber utilizado estos tests Torquemada y le habrían ahorrado mucho tiempo, porque son tests que además no tienen contraindicaciones, y el resultado es inmediato, se ve en el acto si uno es judío o musulmán. Y el último test sería el que nos permite comprobar hasta qué punto hemos dejado de ser cristianos, que es justamente el momento en que consideramos esta manera constitutivamente desequilibrada de pensar la relación entre el cuerpo y el alma, prototípica ya en Platón, y comenzamos a considerar el carril reversible abierto por esta tradición como el único posible, como algo que va de suyo, como algo que no deja más alternativas que pensar al cuerpo a la contra del alma o la recíproca. Pero si a uno todavía le viene al recuerdo la idea de la Encarnación, y por tanto, como ahora veremos, empieza a vislumbrar siquiera la posibilidad de que la carne humana misma sea la condición de apertura a la totalidad universal, y que esa apertura sea por tanto una apertura carnal, pues es que todavía somos cristianos, pero histórica, culturalmente, constitutivamente cristianos, aunque podamos ser ateos. Esta es la cuestión. ((Uno puede ir a misa todos los domingos, pero si le extraña intelectualmente la idea de Encarnación, es que no es cristiano; uno puede no ser confesional, pero si se encuentra intelectualmente “como en su casa” con la idea de Encarnación, entonces es que es cristiano))

((Entre paréntesis, y al respecto de lo anterior: un test para detectar ilustrados modernos y progresistas contumaces: en este caso el “estímulo” es la palabra, la idea o los signos de “España”: el tiempo de reacción y la intensidad y duración de la respuesta ansiógena son inequívocos. España repugna pavlovianamente al progresista, y por algo será)).

Yendo entonces al punto que quería… miren Uds.: la fe de Nicea, el dogma, el contenido del dogma que quedó establecido en el Concilio de Nicea en 325, a comienzos del siglo cuarto. Sobre todo en la polémica entre Arrio y Atanasio, y justamente en el momento en que la fe se fija dogmáticamente, justamente, dando la razón a Atanasio frente a Arrio. El argumento de Arrio y con él el del arrianismo, con el que la civilización occidental habría dejado desde luego de existir, habría quedado devorada por el Islám, pero si no fue devorada es porque se estableció justamente el principio de Atanasio ((la idea fuerza que les hizo resistir, frente a las otras civilizaciones, y la única que nos puede, hoy y siempre, seguir haciendo resistir frente a otras civilizaciones y frente a nuestra propia disolución)). El argumento de Arrio es el siguiente: puesto que el Verbo es increado, supuesto del que todos partían, entonces tiene que ser ingénito, es decir, no puede ser engendrado. Pensando pues en términos todavía paganos orientales, el Verbo, al ser increado, no puede ser engendrado, sino que debe ser ingénito, y entonces Jesucristo, que es engendrado, no puede tener la plenitud de Dios, Jesucristo es una persona especial pero no es Dios. El punto de vista de Atanasio, sin embargo, que es el que establece el código de nuestra fe, es que no sólo es compatible, sino que además es necesario que el Verbo, siendo increado, sea a la vez engendrado en Jesucristo. Increado y engendrado, apúntelo Uds., sí, apúntenlo, por si ya se les había olvidado, y vayan meditando sobre ello, no fuera a ser que ésta sea la pista más sabia, en realidad la única pista

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posible, para situar sobre sus quicios adecuados el problema mismo de la ontología y con él el de la antropología en la historia de la filosofía occidental, es decir, el problema de la relación entre la apertura a la totalidad de las cosas y la condición carnal de dicha apertura, no fuera a ser que resulte, así, que precisamente según se nos olvide esta guía nos veamos abocados a donde ya nos estamos viendo abocados, al nihilismo, y que según se retuviera esta vía pudiéramos, quizás, recuperar el equilibrio y resistir: a cualquier otra civilización no cristiana y a nuestra propia disolución interna. La idea de increado y engendrado, de tal suerte que Jesucristo, no ya no obstante, sino y precisamente en cuanto que engendrado, tiene la plenitud increada del Verbo, tiene la plenitud divina. Esta es la cuestión.

¿Qué puede querer decir esto?, ¿es un despropósito, una antigualla, una oscurantista y rancia superstición antigua? Quizás a lo largo de esta clase y las siguientes yo sea capaz de ponerles a Uds. de manifiesto algo del sentido y el alcance filosóficos de este dogma, que no deja de ser por supuesto un dogma, estamos aún en plena Patrística, todavía no es la Escolástica, aquí no hay todavía la concentración de filosofía que habrá en la escolástica, aunque ya hay filosofía, claro, pero lo que sobre todo hay es una sabiduría extraordinaria. El contenido de este dogma es la pista desde la cual podremos comenzar a hacer una filosofía capaz de enfrentarse a otras filosofías, que es lo que luego hizo la Escolástica, la Escolástica desde Santo Tomás de Aquino hasta Suárez, por fijar este arco… pero a otras filosofías que también son escolásticas, y que resulta que también están sujetas a otros dogmas, aunque puedan no advertirlo. Lo que estoy insinuando es que esto que llamamos dogmas, luego diré mitos dogmáticos, son estructuras ideológicas, en sentido de totalizaciones lógico-prácticas, constitutivas de las civilizaciones y de sus relaciones mutuas, y que al margen de estos mitos dogmáticos no entendemos nada de estas civilizaciones, literalmente nada, y tampoco de sus filosofías.

Que será por ejemplo teniendo a la vista estas referencias dogmáticas de las teologías islámica, hebrea y cristiana, y desde luego a las diversas variantes de cada una de estas teologías, como podremos a lo mejor comprender cabalmente a un Kant, o a un Husserl o a Max Scheler. Esta es la cuestión. Y esto es lo que se ha ido perdiendo con la modernidad, al caer la filosofía en ese espejismo que consiste en quererse saber “autónoma”, para empezar autónoma de la teología… porque lo cierto es que nunca lo es. Entonces ¿qué decir de esta idea?, del mito dogmático de Atanasio, del contenido dogmático mitológico de Nicea. Pues de momento esto, que de lo que se trata es de conjugar lo increado con lo engendrado. Y que sólo dicha idea conjugada es la que puede comenzar a darnos las pistas para pensar a su vez de un modo conjugado la apertura ontológica a la totalidad de la realidad con la condición radicalmente carnal de dicha apertura, es decir, para comenzar a pensar a esa misma totalidad universal, y en esta medida “increada”, como algo cuya apertura deba formar parte asimismo enteramente de esa realidad a la que se abre, y que por tanto deba ser “engendrada”. Se trata, por tanto, y para formularlo ya en los términos del vocabulario técnico de la filosofía, de pensar dicha totalidad universal sin duda como trascendental, en cuanto que “increada”, pero a la vez como una trascendentalidad cuya apertura tiene lugar no de un modo apriorista, sino justamente posteriorista, en cuanto que “engendrada”. Se trata por tanto de empezar a jugar con la idea de una trascendentalidad posteriorística, y no apriorística. Ahora bien, para empezar a poder jugar con la idea de una totalidad universal trascendental a la vez que posteriorística, que no deje por tanto, por así decirlo, al cuerpo a la zaga de esa apertura a la totalidad universal, es preciso a su vez comenzar a introducir determinaciones modulantes de dicha idea de universalidad, que son las que precisamente no supo introducir la filosofía pagana, y que sin embargo podemos obtener, de nuevo, a partir las pistas que nos ofrece esta vez a idea de Trinidad, inextricablemente asociada a la idea de Encarnación. Pues dichas

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determinaciones tienen que ver, ni más ni menos, que con esto: con una concepción no sólo viviente sino comunitaria de Dios mismo. Es decir, no sólo viviente, por supuesto, sino también comunitaria y lo que vamos a decir que es la antonomasia de la comunidad: su condición familiar. La Teología cristiana trinitaria ha vuelto a pensar, sí, al Dios aristotélico, a su idea filosófica de Dios, pero lo ha hecho en términos o bajo la clave de una estructura comunitaria, o sea familiar como antonomasia de la comunidad, y esto lo ha hecho mediante la idea de Trinidad. Ya decíamos que el modelo de la idea de Acto Puro de Aristóteles, es decir, de la mejor idea filosófica posible de Dios que ha dado de de sí la filosofía pagana, era un modelo viviente, pues se trataba en realidad de la idea de un ser viviente al que se hubiera retirado su soporte material y eficiente, pero que mantiene sus funciones formales y finales ((y que las mantiene eternamente, de modo que no necesita ser engendrado porque no muere)). Por lo demás, no olviden Uds. que la idea de Dios, dado ya este precedente modélico aristotélico, va a ser siempre la de un Ser Vivo. Decía por ejemplo Max Scheler, y tantos otros, a la hora de definir a Dios: la omnisciencia infinita, la omnipotencia infinita y el amor infinito… pero ciencia, potencia y amor son justamente las tres propiedades zoológicas de la conducta de un animal. Es decir las que serán después las tres facultades del alma, el saber – sólo que infinito – el afecto o el apetito – sólo que infinito – y la voluntad – sólo que infinita –. No hay manera de pensar a Dios si no es como un ser vivo, pero justamente el paganismo lo piensa con Aristóteles como un ser vivo al que se le había retirado su soporte material y eficiente, y con ello la generación y la corrupción. Ahora la teología trinitaria va a reintroducir, en la figura de Jesucristo, la vida plena del cuerpo viviente, por tanto también su carácter engendrado, y aun corruptible, aun cuando resucitado, pero además va a establecer relaciones prototípicamente comunitarias entre las Personas de la Trinidad, y ésta nos parece que es la primera clave para empezar a modular la idea de una universalidad trascendental posterior.

Pues la idea de Trinidad es en efecto ante todo la idea de unas relaciones comunitarias de orden familiar muy singulares. Pues se trata de relaciones familiares de “padre” a “hijo”, pero también de una “circulación universal” entre ellos. Se trata por tanto de una estructura familiar, como antonomasia de la comunidad, pero que además contiene la universalidad, que es lo que vamos a llamar “comunidad universal”. Y esta singular estructura relacional es desde luego cualquier cosa menos gratuita. Reparen Uds., en efecto, por un momento, en el lugar común de la historiografía de la filosofía occidental que se conoce como “el paso del mito al logos”, es decir, el paso de las cosmogonías y las teogonías arcaicas a las primeras filosofías presocrácticas. Este paso lo han dibujado muchos, Nestle y otros, claro, y Gustavo Bueno por cierto lo ha seguido en La metafísica presocrática. Pues bien, dense Uds. cuenta ahora de esto: de que se trata de mitos de sociedades civilizadas pero todavía arcaicas, que tienen muy cercana a sus espaldas, por así decirlo, a las sociedades primitivas neolíticas de las que provienen, razón por la cual los contenidos de estos mitos se articulan todos sobre las relaciones de parentesco de un modo en absoluto gratuito, puesto que son este tipo de relaciones las que tenían históricamente a la espalda de un modo estabilizado en las sociedades neolíticas de las que provienen y que son las que están comenzando a desgarrarse. Luego, el paso al Logos, ya a la metafísica presocrática, consistirá en construir cosmovisiones cuyos contenidos evacuan estas relaciones del parentesco y las sustituyen por unas nuevas relaciones racionales mucho más abstractas, que justamente abstraen dichas relaciones de parentesco, y cuyo modelo es ya matemático y en particular geométrico. Pues bien, lo que la teología trinitaria cristiana va a hacer a este respecto es, sí, en cierto sentido, volver sin duda hacia atrás, por eso es una “revolución” muy especial, porque al volver hacia atrás es una revolución restauradora. Lo que hace en efecto es volver a situar la idea aristotélica, y por

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tanto ya filosófica, de Dios, que era una idea cuyo modelo era ya viviente, nuevamente a la escala de las relaciones de parentesco, como ocurre con los mitos arcaicos de las sociedades civilizadas, pero a la vez va a retener la idea griega de universalidad, y de la universalidad potencial contenida en la idea del Dios mismo aristotélico, como estructura constitutiva de dichas relaciones comunitarias de parentesco. Ésta es, por así decirlo, su operación genial. Repárese, en efecto, en que son las relaciones sociales de parentesco que caracterizan a los contenidos de los mitos de todas las civilizaciones arcaicas las que dotaban a estos mitos de la fuerza de cohesión social que ellos tenían en sus sociedades, puesto que se trata de las relaciones comunitarias por antonomasia, que son siempre las familiares. De aquí que la idea de Trinidad sea como decíamos una idea de formato familiar, al objeto de asegurar la cohesión social; pero a la vez la idea de “comunicación universal” entre el “Padre” y el “Hijo” asegurada por el “Espíritu Santo” va a dotar a dicho formato comunitario y familiar de un alcance universal, y universal ilimitado o irrestricto, al objeto de poder actuar como una idea practica reguladora de lo que vamos llamar la “comunidad universal”. ((Toda sociedad no puede proseguir su curso, en efecto, si no se imagina a sí misma, es decir, si no se provee de un modelo imaginario ideal de sí misma, que no por ser una idealización imaginaria es gratuita, sino todo lo contrario, puesto que dicha idealización está basada en sus relaciones sociales ya existentes, a las que justamente idealiza como condición de su preservación y prosecución, de ahí su fuerza de cohesión social. Cosa ésta que ya fue vista por el mejor Comte, al ligar la mentalidad “teológica” a las sociedades clásicas que eran socialmente estables por “orgánicas”, y al ver a la mentalidad “metafísica” de la modernidad como una mentalidad crítica ligada a la condición disolvente o en crisis de dicha sociedad; pero con lo cual no fue consecuente el peor Comte, o sea el que pretendió superar la crisis moderna y restaurar definitivamente la nueva sociedad orgánica mediante el espíritu o la actitud “positiva”, que justamente anega toda imaginación y por ello toda idealización. El propio Comte intentó corregir al final esta deficiencia, de la que era consciente, queriendo ver al positivismo como una “religión de la humanidad” que recuperase la fuerza de cohesión social que siempre tuvieron las idealizaciones humanas)). Así pues, lo que la teología trinitaria ha hecho es “volver hacia atrás”, reaccionando frente a la absoluta soledad del Dios de la teología filosófica aristotélica, que vive como un pensamiento de su propio acto de pensar enteramente de espaldas al mundo, precisamente de acuerdo con el modelo pagano de razón supra-corpórea y por ello supra-comunitaria, pero a la vez conservar la universalidad potencial de dicha idea filosófica de Dios, de modo que el nuevo Dios trinitario pueda ser garante de una comunidad universal ilimitada. Así pues, la teología trinitaria va a tener el atrevimiento de pensar que, como también dijera Chesterton, no obstante la omnipotencia y la omnisciencia de Dios (del dios mismo aristotélico), su amor asimismo infinito ((Y aquí el amor sin duda es clave, la clave que faltaba en el mundo heleno: sin la caridad no tiene el menor sentido la revolución restauradora cristiana; recuérdese a San Pablo)) pide que no pueda estar solo, porque el amor tiene que tener un objeto distinto de quien ama, y por eso de alguna manera el amor tiene que hacer sociedad, pero no ya cualquier sociedad, sino una sociedad comunitaria cuya raíz es siempre familiar. De ahí que sea este amor efectivo, y por efectivo comunitario, pero a la vez universal, aquello que está siendo forjado ni más ni menos que por la teología trinitaria.

Así pues, si, como digo, la idea trinitaria contiene las claves ante todo de la idea de una “comunidad universal”, entonces será preciso desarrollar filosóficamente esta idea, racionalizándola lo máximo posible, como es obligación de la filosofía desde Santo Tomás de Aquino — racionalizar al máximo, en efecto, los cometidos teológicos revelados—. Y esto es, como vamos a ver, en efecto, lo que voy a hacer en las clases siguientes, construir siquiera la

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armadura básica de la idea de comunidad universal al objeto de modular la idea de totalidad universal de modo que dicha idea incorpore, y no deje a la zaga, a la corporalidad humana como fuente misma de apertura a dicha totalidad.

Voy a desarrollar en efecto en las próximas clases la idea siguiente: lo que llamo la estructura triposicional, y por eso tripersonal, como núcleo generador de todo el campo antropológico. Esbozado ahora a bote pronto, espetado sin consideración para con Uds. pero comprometiéndome a explicarlo en las próximas clases. Vamos a ver que la antropogénesis, la formación del campo antropológico, tiene lugar allí donde para cualesquiera dos grupos humanos posibles, cuyos cuerpos y operaciones sean mutuamente co-presentes en el espacio físico en que actúan, la prosecución de las interacciones co-operatorias que estén llevando a cabo requiere, y como condición interna para proseguir esas operaciones, contar con las operaciones de un tercer grupo que no está co-presente a las operaciones de los dos grupos de referencia, y de manera que sea la recurrencia de ese tercer grupo con el que hay que contar para proseguir las operaciones de esos dos grupos co-presentes aquello que constituye la relación triposicional misma del campo antropológico. Esta es la cuestión.

Si esto es así, entonces veremos que en el campo antropológico está ya desde el principio presente la comunidad, pero también, siquiera como contenido virtual de toda comunidad, su propagación ilimitada universal, en virtud justamente de la posibilidad de propagación ilimitada de la tercera posición o persona, esta “tercera persona” que en efecto es la contrapartida antropológica del Espíritu Santo. Lo importante es siempre, en efecto, como veremos, la tercera posición, como condición constitutiva y recurrente (o sea trascendental y a posteriori) del campo antropológico y de su propagación. De aquí que la idea de comunidad sea ciertamente compleja, porque no implica meramente proximidad copresente, un mero cuerpo a cuerpo zoológico, del cuerpo de un individuo de un grupo con el cuerpo un individuo de otro grupo, porque es, sí, una proximidad cuerpo a cuerpo, pero que implica, para proseguir sus relaciones, una tercera posición que en el momento en que se cuenta con ella no está copresente. Entre otras cosas, de ahí deduciremos, ni más ni menos, que el lenguaje, en el que cifran tantos filósofos de estirpe hermenéutica heideggeriana, y con alguna razón, la apertura a la totalidad universal. Claro que sí, claro que en el lenguaje reside la apertura a la totalidad universal, sólo que en la medida a su vez en que el lenguaje resulta una actividad, asimismo operatoria por cierto, funcionalmente necesaria en cuanto que intercalada en la totalidad triposicional en la que consiste justamente la formación de las operaciones y relaciones humanas. Por ello precisamente advertiremos y entenderemos que no haya lenguaje humano de palabras que no tenga y deba tener ni más ni menos que tres pronombres personales. Esto no es un capricho, esto es, en efecto, trascendental, o sea “increado”, y sin embargo a posteriori a la acción de los cuerpos, o sea “engendrado”. Entonces, lo que vamos a llamar la sociedad primitiva, por antonomasia neolítica, la sociedad en cierto modo “perfecta”, si bien sólo relativamente, es la sociedad en la que, sin duda, ha sido la tercera persona aquella a través de la cual se han proseguido las relaciones entre dos, pero la tercera persona todavía puede ser a su vez alternativamente conocida por cualesquiera de estas dos personas, es decir, que puede ser prójima o co-presente. Sin embargo lo que llamaremos la sociedad universal, y con ella la historia universal, va a ser aquella en que la tercera persona pudiendo no llegar a estar nunca copresente, sin embargo va a estar dirigiendo necesariamente la expansión de la comunidad. Entonces, nuestro punto de vista no será meramente el de un comunitarismo local, sino universalista, pero a su vez según un concepto comunitario de universalidad. Es decir, no se mueve dentro de la alternativa entre un universalismo abstracto indeterminado y un comunitarismo local, pues se trata de un comunitarismo que contiene virtualmente su desarrollo universal, es decir, es la propia comunidad, en cuanto que ya está

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internamente construida desde el principio, desde sus orígenes neolíticos, por la tercera persona, la que puede expandirse ilimitadamente, a través del orbe, ilimitadamente, es decir asegurando la transitividad de las relaciones comunitarias ilimitadamente ((Es decir: asegurando, siquiera la posibilidad, de que cualesquiera miembros de un marco social comunitario dado puedan establecer, alternativamente, nuevas relaciones, asimismo comunitarias —como veremos: familiares, vecinales y de oficio—, con cualesquiera otros marcos comunitarios)) . Entonces, esa va a ser la escala de universalidad en la que aquí nos vamos a situar ((escala ésta que es la contrapartida antropológica de la idea teológica dogmática de Trinidad. Y dicha escala es asimismo, por cierto, la que nos va a permitir imprimir un giro decisivo en la idea onto-praxiológica de apertura a la totalidad universal, una vez que, precisamente a partir del desarrollo de las sociedades históricas, y más en particular de su mutuo enfrentamiento, las cuestiones relativas a la “historia universal” se hayan puesto en litigio o de relieve, ese giro que consiste en pensar dicha apertura siempre en perspectiva histórica y por tanto siempre históricamente circunstanciada. De ahí la importancia a nuestro juicio decisiva del proyecto ontológico de Ortega. Se trata, en efecto, de nuevo, de circunstanciar y de perspectivizar, como es preciso hacer siempre que se trate en general de cuerpos vivientes, incluidos los cuerpos humanos, pero ahora ya no se trata de una mera circunstancia ecológica, propia de animales, ni siquiera antropológica neolítica, propia de sociedades humanas primitivas, sino justamente histórico-universal. Se trata, pues, de ver la totalidad universal como una totalidad constitutivamente histórica, o sea como siempre históricamente haciéndose (y por tanto deshaciéndose y rehaciéndose), y por tanto siempre en perspectiva histórica e históricamente circunstanciada. Así pues, el giro o la modulación decisiva que sin duda el proyecto ontológico orteguiano de una “razón vital e histórica” imprime a la idea de “totalidad universal” mantiene unas relaciones internas decisivas, aunque acaso pudieran pasarles inadvertidas a Ortega, con la idea de “comunidad universal”, y por tanto con los contenidos nucleares de la teología trinitaria cristiana vieja. La idea de “totalidad universal” se modula históricamente en efecto allí donde se inserta en parámetros comunitarios, y se desentiende de dicha modulación allí donde se desprende de dichos parámetros). Se trata por tanto de la idea de una comunidad universal virtualmente ilimitada, es decir, de una comunidad histórica y que, por tanto, no es ya desde luego una comunidad de chimpancés, ni tampoco ya sólo necesariamente una comunidad primitiva o neolítica, esto es, particular o local y cerrada y por ello aislada, sino una comunidad humana virtualmente ilimitada porque incorpora ilimitadamente lo que ya estaba presente desde el principio en la sociedad primitiva local y cerrada. Y es ésta la escala dentro de la cual podemos empezar a conjugar universalidad y corporalidad porque precisamente las relaciones comunitarias son las únicas acompasadas o proporcionadas con los cuerpos humanos existencialmente individuales, en la medida en que éstos encuentran su asidero elemental e insustituible de acción siempre en el seno de dichas relaciones comunitarias, porque incluso las terceras personas no conocidas, ni que vayamos a conocer, y con las que y por las que sin embargo obramos, tienen que ser asimismo singularidades corpóreas que su parte encuentren asimismo su asidero en relaciones comunitarias. Y obramos contando con ellas y por ellas en cuanto que queremos propagar la comunidad que no tiene sentido si no es por sus cuerpos singulares. Es decir, que al margen o abstracción hecha de la corporalidad singular no tiene sentido la propagación universal de la comunidad ((Entre otras cosas, esto quiere decir que las relaciones jurídicas, a través de las que la acción política puede y debe asegurar la propagación de la comunidad universal, aunque puedan no tener siempre como términos formales suyos de aplicación inmediata a personas corpóreas

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singulares (a “personas físicas”), sino a términos abstractos respecto de dichas personas físicas (a “personas jurídicas” no físicas), deban no obstante remitir siempre a su vez y en último término a personas físicas, como sujetos corpóreos singulares susceptibles de imputación moral o de responsabilidad)). Y de aquí precisamente que, según el dogma trinitario, el amor entre el Padre y el Hijo, o sea ese amor comunitario que pide el Amor infinito del Padre, que por su amor no quiere aunque pudiera estar solo, y cuya circulación es el Espíritu Santo, pida a su vez la encarnación humana y por tanto el engendramiento humano del Hijo, o sea su singularidad humana corpórea, como garantía de la propagación universal, representada por el Espíritu Santo, de las relaciones comunitarias entre todos los cuerpos humanos singulares posibles.

He aquí un apunte de las posibilidades de desarrollo de lo que pudiera parecer acaso antropológicamente irrelevante, gratuito, rancio, trasnochado, verdad, esto de las tres personas, la circulación del amor entre dos de ellas, y de las cuales una al menos debe tener la figura del cuerpo humano. En el misterio y el dogma de la Trinidad está virtual o idealmente contenido, lo sostengo firmemente, la idea de una universalidad comunitaria, o de una comunidad universal, la idea por tanto de una circulación universal ilimitada de relaciones comunitarias entre cuerpos humanos vivientes singulares. Y ésta es o ha sido la clave más radical precisamente de nuestra civilización… o de lo que fuera nuestra civilización, hasta que empezó lo que ahora voy a llamar la degeneración moderna.

Entramos entonces en el punto tercero del programa, que es naturalmente el de la degeneración moderna de esta concepción. Pues bien: nos parece que la clave de esta degeneración reside en el progresivo desarrollo de un proyecto teórico y práctico de universalidad, o de totalidad universal, cada vez más crecientemente abstracto-indeterminado, es decir, cada vez más abstraído o desprendido de las estructuras y las relaciones comunitarias y, con ello y por ello, de los cuerpos vivientes singulares que sólo encuentran, como decíamos, su asidero elemental e insustituible de acción en dichas estructuras y relaciones. ((Y por lo mismo se tratará, repárese, de un proyecto que buscará siempre el “fin de la historia”, esto es, anegar o cancelar y superar definitivamente la historia, y con ella toda perspectiva y toda circunstancia históricas, en una suerte de plenitud final total de los tiempos, como se corresponde en efecto con un proyecto que se ha desprendido de sus modulaciones o parámetros comunitarios. Y se tratará asimismo de un proyecto que irá dejando de ser también meta-político, para convertirse en meramente político, según vaya anegando, por su universalidad abstracta, las fuentes metapolíticas mismas, que siempre son comunitarias, de la acción política)). En semejante tipo de proyecto (teórico y práctico) reside el hilo rojo de lo que llamamos la “degeneración moderna” (como un proceso histórico real acompasado con el desarrollo de su propia autoconcepción), degeneración que lo es, en efecto, ante todo y precisamente respecto de los contenidos cristológicos y trinitarios del dogma de Nicea, y de la filosofía a la que estos contenidos pudieron ir dando lugar —que fue ante todo la filosofía que pudo llegar a encontrar su esplendor en la escolástica tomista.

Entonces, claro, ¿qué les podré decir a Uds. de esta degeneración moderna, esta degeneración que actúa, según estoy apuntando, tanto en el ámbito de las ideas, de las ideas filosóficas mismas, como en el seno del proceso histórico general con dichas ideas acompasado?. Me limitaré a lo siguiente. Voy a tomar unas referencias mínimas, unos hitos, que deberé esbozar desde luego de un modo muy abstracto y escorzado, pero creo que tienen algún significado, y que quieren referirse como digo tanto a la historia de las ideas como a la historia misma social y cultural en general.

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Empecemos por lo que toca al plano de las ideas. Voy a comenzar por el que considero que es punto de partida de la degeneración, que es la degeneración protestante, luterana, de la tradición escolástica de los tratados sobre el De Anima de Aristóteles, y que tiene lugar precisamente cuando aparece el proyecto de la Psicología, como algo ya distinto de la tradición del De Anima, con Glocenius y Freigius, los primeros sistematizadores de la nueva Psicología, y a partir de aquí voy a apuntar muy brevemente al racionalismo y al empirismo modernos, para, por fin, afrontar, y ya sé que esto es un atrevimiento pero lo voy a hacer, la síntesis que Kant ensaya de ambos movimientos filosóficos mediante su gnoseología del apriorismo trascendental, y todo ello lo haré desde la perspectiva o con las miras puestas en mostrar de qué modo precisamente es el cuerpo humano el que va quedando cada vez más eclipsado mediante una concepción a su vez cada vez más incorpórea de la razón, que es justamente, como veremos, lo que se acompasa con el desarrollo de la sociedad misma moderna.

Decía que el punto de partida es la aparición de la “nueva Psicología” frente a la vieja tradición de los tratados escolásticos “acerca del Alma”, de raigambre aristotélica. En efecto, sabrán Uds. que el término, la voz misma “Psicología” es obra de un pastor protestante, Goclenius, el cual introduce ya dicho término y su correspondiente concepto implicando una suerte de ruptura conceptual con la vieja tradición de los tratados De anima de estirpe aristotélica. Pues estos viejos tratados eran, dicho en términos actuales, tratados bio(psico)lógicos, es decir, eran tratados en los que el alma era vista como las operaciones de un cuerpo viviente, por las razones que antes hemos dicho, verdad. (No tenía por tanto el menor sentido para estos tratados bio(psico)lógicos la consideración ni de almas incorpóreas ni de cuerpos vivos desalmados). Pero ahora la nueva Psicología, la que se desplegaría en efecto de entrada como la Psicología racional de las Facultades, y de la cual es una continuación, por cierto, la psicología contemporánea presuntamente científica, pretende organizar un nuevo campo propio de conocimiento, pero esta vez no ya tanto sobre el organismo viviente, sino más bien sobre el “Sujeto”, ((esa palabreja, en efecto, que tanto acabará por gustar a la modernidad, y sobre la que girarán sin fin sus obsesiones aporéticas)). La nueva psicología querrá serlo en efecto del “sujeto”, más que del alma, es decir, que ahora en vez de ser una teoría del único y verdadero sujeto posible, que es el organismo viviente de Aristóteles, comenzará a ser una teoría de una nueva especie de sujeto que comienza a caracterizarse por estas dos notas: una, que el sujeto empieza a ser percibido cada vez más introspectivamente, o sea como susceptible de introspección inmediata, y ello precisamente en la medida, y esta es la segunda nota, en que empieza a quedar cada vez más ensombrecida o eclipsada su carnalidad y, en el límite, abstraída. Esto es muy importante, porque estamos ya en el proceso de abstracción o separación del sujeto respecto de su propia carnalidad viviente. La idea de introspección en efecto no tiene el menor sentido desde el punto de vista de la concepción aristotélica de la vida, también de la vida sensorial y motora, porque los términos o contenidos de objeto sensorialmente conocidos, y también los recordados e imaginados, a los que remite siempre el sujeto carnal orgánico mediante su acción orgánica, tanto sensorial como motora, los remite precisamente en cuanto que es la conducta motora la que puede llegar a ellos o alcanzarlos y, por tanto, sencillamente aquí no es posible ninguna introspección inmediata, puesto que se trata siempre, digamos, de una inspección en ejercicio, no de una introspección, de las cosas que están siendo dadas en cuanto que logradas o alcanzadas mediante la acción motora señorialmente orientada, y también e incluso en cuanto que están siendo recordadas e imaginadas siempre en el curso de la acción motora. Y no negamos, por cierto, que en el caso humano no quepa una cierta forma de reflexividad, y además de índole personal —lo que quiere decir tanto cognoscitiva como

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moral—, pero dicha reflexividad no es nunca originaria, o inmediata, sino siempre devenida, o mediata, y devenida entre medias de las operaciones corpóreas sociales específicamente humanas. No se trata por tanto nunca, tampoco en el caso humano, de “introspección”, sino de algo así como una “retrospección” socialmente fraguada que permite obrar con una expectativa de futuro de alcance social, una expectativa de futuro ésta que por cierto tampoco consiste en el conocimiento del futuro, que nunca existe, sino en el recuerdo de situaciones pasadas que siguieron a otras situaciones a su vez anteriores. Pero desde el momento en que la nueva Psicología comienza a pensar, como decía, una subjetividad susceptible de introspección inmediata, es decir, desde el momento en que empieza a pensar la subjetividad como una reflexividad originaria, se está por tanto procediendo a encapsular dicha subjetividad en una suerte de cápsula representacional, y en esta medida se la está ya desprendiendo del cuerpo.

De este modo, estamos ya en umbral de esa artificial idea moderna, tan cara a la tradición empirista, de la “mente”, la “mind” británica, o igualmente de esa no menos artificial idea cartesiana del “cogito”; en ambos casos estamos en presencia ya de la concepción moderna del conocimiento como una suerte de representación interna o encapsulada especulativa, en donde “especulativo” quiere en efecto decir que las representaciones, en cuanto que presuntamente internas o encapsuladas, no afectan o dejan intactas a las cosas representadas supuestamente externas a la representación. En ambos casos estamos ya perdiendo de vista eso que sólo podrá ser recuperado después mediante la idea de “intencionalidad” de Brentano, es decir , mediante la idea de la referencia a lo otro de sí de la conciencia ((y no deberíamos olvidar a este respecto que Brentano era un sacerdote católico, que buscó recuperar el sentido común aristotélico, y ello sin perjuicio de que este sentido común aristotélico fuese de nuevo desbaratado por el hebreo Husserl, a partir del apriorismo trascendental kantiano)).

Y será esta concepción moderna del conocimiento, de formato representacional encapsulada y especulativa, como digo, que ya ha eclipsado al cuerpo, la que va llevar inexorablemente, tanto en la dirección del empirismo como del racionalismo, a una serie de insalvables aporías ontológicas y gnoseológicas, todas ellas perfectamente representativas del estado “en barrena” en el que va a entrar la filosofía moderna al perder de vista el único sujeto posible de conocimiento, que es el sujeto viviente, orgánico. Dos palabras sobre el racionalismo primero, y luego dos palabras más sobre la tradición empirista.

La idea cartesiana de “cogito”. En Descartes la concepción gnoseológica representacional y especulativa del conocimiento se alía con el dualismo ontológico de las sustancias, y el resultado va a ser un callejón ontológico y gnoseológico sin salida por el que indefectiblemente van a transitar, como variaciones enloquecidas sobre un mismo tema, o sea sobre una misma aporía ontológica y gnoseológica insalvable, los diversos sistemas racionalistas. Descartes va a entender la res cogitans en efecto como una entidad substancial, que por tanto existe y actúa por sí misma, y por tanto independientemente del cuerpo, y que actúa como una pura representación encapsulada racional de un presunto mundo corpóreo externo a la representación asimismo substancial, la res extensa, un mundo externo éste que por tanto debe incluir al propio cuerpo de cada cual como algo, al parecer, obsérvese, accidentalmente adjunto a la propia razón representante, adjunto… en fin, como los antiguos adjuntos a cátedra, aquí tienen Uds., señores, les presento un adjunto a la razón, en este caso mi propio cuerpo, y un cuerpo adjunto que no es más, claro, que no puede ser más, que una estructura geométrico mecánica, porque resulta que la razón no va a hacer otra cosa más que construir representaciones geométrico mecánicas que se supone que lo son (en Descartes, al menos, después de “ganarle la partida” al genio maligno “gracias a Dios”) de la

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estructura geométrico mecánica de los cuerpos externos a la representación mental racional, y de la cual naturaleza puramente geométrico mecánica forma parte como digo el cuerpo mismo de cada cual que al parecer, como decía, está accidentalmente adjunto a esa mente o razón, razón por la cual, o sea por ser un adjunto accidental, lo mismo que está adjunto podría no estarlo, o sea que lo mismo que les presento mi cuerpo podría no presentárselo, los antiguos adjuntos a cátedra creo recordar que eran funcionarios, aquí se trata por lo que se ve de un adjunto interino, como el propio Descartes nos dice explícitamente en su Tratado del hombre, cuando dice que Dios ha querido, por razones que nos son inescrutables, que cuerpo y mente estén unidas, pero que bien podría haber un planeta en el que los cuerpos humanos funcionaran exactamente igual que los nuestros sin necesidad del cogito y a su vez los cogitos sin necesidad de cuerpos (salvo acaso, por cierto, el detalle del “lenguaje”: esos cuerpos desalmados extraterrestres seguramente no serían parlantes). ¿Cómo decirles? Se ha llegado así a esta criatura tan especial que es el “espiritualismo mecanicista”, que es verdaderamente una criatura para echarla de comer aparte, según el cual existen, como se ve, espíritus incorpóreos a los cuales se pueden adjuntar o adosar accidentalmente —interinamente, como quien dice— cuerpos mecánicos desalmados. Unos cuerpos mecánicos desalmados accidentalmente adjuntos a espíritus incorpóreos, claro está, y ésta es la fractura ontológica que va a envolver inexorablemente a la gnoseología en una aporía radicalmente insalvable, una aporía de la que sólo aparentemente vamos a salir mediante la apelación a una idea de Dios que no contiene otra cosa más que la mera petición de principio de solución de la aporía insoluble de la que partimos. Pues ahora el problema gnoseológico de la validez del conocimiento va a tener que plantearse en efecto como el problema de la posible correspondencia de las ideas geométrico mecánicas representantes con la supuesta estructura geométrico mecánica del mundo representado, que es justamente el problema acerca del cual le “echa la partida”, por así decirlo, el genio maligno al autor en las Meditaciones metafísicas. Ahora bien, si esta “partida” o este juego puede siquiera plantearse, y precisamente en los términos en que se ha planteado, o sea como una duda metódica acerca de dicha posible correspondencia, cuando sin embargo se ha empezado por reconocer que las construcciones geométricas se muestran como máximamente evidentes en cuanto que claras y distintas y por ello coherentes, esto es debido a que dichas construcciones, junto con su claridad distinción y coherencia, han sido enclaustradas de antemano en el seno de una mera conciencia representacional encapsulada, razón por la cual en efecto podemos ahora suponer la posibilidad de que otra mera conciencia, la del hipotético genio maligno, pudiera envolver a la nuestra y hacer que sus representaciones fueran justamente eso, a saber, meras representaciones encapsuladas sin correspondencia alguna con ningún mundo exterior. Mas por lo mismo, la presunta salida que se quiere buscar a este enclaustramiento, mediante la idea Dios, no hace sino reproducirlo y limitarse a pedir el principio de que la posible correspondencia de hecho se da. Todo lo que, en efecto, nos puede asegurar el contenido de la idea cartesiana de Dios, incluso supuesto que se ha demostrado la existencia del Mismo, es que, como quiera que Dios no puede ser malo, ni por tanto engañador, —como pudiera ser el caso del genio maligno si es que fuera en efecto maligno— entonces yo no puedo estar engañado y por tanto la correspondencia debe darse. Es decir, que en ningún se sale o se rompe, por medios gnoseológicos, el enclaustramiento representacional, sino que nos limitamos a deducir la correspondencia sobre a base de la bondad no engañadora de Dios.

Y lo mismo viene a ocurrir, si bien como variaciones sobre el mismo tema, en las supuestas salidas a la misma aporía, ontológica y gnoseológica, que los diversos sistemas racionalistas han ensayado para salir de ella, tanto en el caso de la armonía preestablecida como en la caso de la correspondencia ocasional. Siempre será preciso acudir a una idea de

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Dios que no contiene otro contenido más que el de la mera petición de principio de la correspondencia que se busca, pero que no se entiende, sea por armonía o sea por correlación ocasional. Y no es de extrañar que así sea, puesto que desde el principio, o sea desde su concepción cartesiana, ambas realidades que se pretende hacer corresponder, tanto gnoseológica como ontológicamente, han sido de entrada concebidas no sólo como mutuamente yuxtapuestas, sino además como yuxtapuestas por su mutua exclusión, como la cosa extensa y la in-extensa en efecto, y como una yuxtaposición por mutua exclusión que incluye además., y éste es el punto crítico, a los propios cuerpos humanos. Encapsulada la mente y yuxtapuesta por exclusión al propio cuerpo, sólo “gracias a Dios”, en efecto, podemos tener la garantía de una correspondencia que desde nuestro a nuestra propia mente no se le alcanza.

Y en el caso del empirismo el laberinto aporético no es menor. Aquí de nuevo lamente es concebida como albergue de una representaciones encapsuladas, pero de unas representaciones cuyos cimientos ahora van a ser unas presuntas impresiones sensoriales receptivas o pasivas sujetas a asociaciones, y entonces ahora el problema gnoseológico no va a ser el de la validez en cuanto que correspondencia de las ideas geométricas con la estructura geométrica del mundo, el problema de la posible existencia de las substancias exteriores y el de la relación causal. La idea de “impresión”, en efecto, es la unas supuestas afecciones de la sensibilidad representacional, puramente receptivas o pasivas y sometidas a asociación, lo cual llevará a plantearnos ahora el problema de si hay substancias, es decir, entidades allende las propias impresiones y asociaciones que puedan subyacer, como sujeto de inhesión, o sea que fuesen la unidad misma que subyazca existencialmente, a esas impresiones asociadas. Desde el momento en efecto en que la mente ha quedado contraída a una mero albergue representacional de un juego asociativo de impresiones pasivas, se nos ha escapado de entre las manos — y nunca mejor dicho, en efecto, porque sólo “entre las manos” podrá volverse a recuperar— toda posible unidad existencial efectiva de esos juegos de impresiones asociadas, unidad existencial que ahora sólo podrá aparecer como una mera conjetura, pero nunca como un contenido efectivo de la experiencia. Ya en Locke, en efecto, la substancia corpórea será hipotética, luego en Berkeley, excuso decirles, todavía se mantiene la substancia mental representacional, pero las impresiones ya dejan de remitirnos a una substancia hipotética porque son creaciones directas de Dios. En fin, dicho clara y crudamente, un Dios que hace un mundo tan estúpido, Uds. me dirán de qué sirve semejante Dios y semejante sandez de mundo, un Dios que lo que hace es imprimir fantasmas sensoriales en la mente, incluido el fantasma sensorial del propio cuerpo. En verdad que, vistas así las cosas, sobra Dios, sobra la mente fantasmalmente impresionable y sobra el mundo fantasmal. Un Dios que no haya hecho un mundo realísimo que no sea conocido de un modo radicalmente realista por un hombre que no forme parte realísima de ese mundo que conoce, … esto es algo que sólo puede empezar a darse en la modernidad. Ya ven Uds. la idea de Dios, del hombre y del mundo del pastor anglicano Berkeley. Anglicano, y es esto es muy importante, porque es imposible que un filósofo católico no moderno pueda llegar a semejante degeneración. Pero la cosa se hace todavía más fantasmal en Hume, el gran fenomenista moderno, en cuya gnoseología la propia mente ya se desusbstancializa, de modo que ni siquiera puede decirse ya que sea una mente re-presentacional, puesto que ahora lo único que a dicha mente le queda son meras presencias sensoriales neutrales asociadas por relaciones de coexistencia y sucesión. Ahora bien, si la mente como digo se ha desubstancializado y ha perdido con ello incluso su condición representacional es precisamente porque se ha partido de un modelo previo representacional, con el cual modelo se ha sido tan coherente, es decir, se ha sido tan coherente con la condición siempre fantasmal por encapsulada de las presuntas

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representaciones, que se les ha acabado por privar de su presunta condición re-presentacional. Se comprende entonces que a partir de semejantes asociaciones de coexistencia y sucesión la idea misma de casualidad misma sólo pueda alcanzar la condición de hipotética, pero no la condición de un dato efectivo de experiencia.

Me permito preguntar: cuando Hume veía por ejemplo a un ser humano golpeando a otro y tirándole al suelo, empujándole con su musculatura y tirándole al suelo ¿qué veía?, porque si aún le quedaba algo de cuerpo vivo no podía dejar de estar participando de lo que veía desde su propia experiencia de, por ejemplo, con sus brazos corpóreos mover, empujar o desplazar cosas. Por tanto de hacer, como un contenido fehaciente de su experiencia, la experiencia de la relación causal, la relación por ejemplo de poner las manos en el pomo de una puerta, girarlo y abrir la puerta y empujarla. Es decir, vencer las resistencias a las propias operaciones musculares, en la cual resistencia justamente consiste la existencia de las cosas como contenido asimismo fehaciente de la experiencia. Pero, claro, como el cuerpo mismo ha quedado espectralmente engullido en las meras impresiones fenoménicas neutrales, y ha quedado por lo mismo completamente evacuada la referencia de objeto de las cosas, entonces sólo puede ser hipotética la existencia misma de las cosas y su posible relación causal, pero nunca un contenido efectivo de experiencia.

No quiero parecer ni ser ofensivo, y no lo quiero de verdad, pero debo decir que la filosofía moderna, desde el momento mismo en que engulle y diluye el cuerpo propio viviente en el seno fantasmal de la concepción representacional del conocimiento entra en una suerte de laberinto espectral, o en juego de espejos o de espejismos irresoluble, que tiene ciertamente algo de maníaco o de manicomial. Ya Chesterton, en el primer capítulo de su libro Ortodoxia, titulado precisamente así, “El maníaco”, trata de maníaca a la filosofía moderna, en cuanto que, y dicho en sus propios términos, “desarraiga a la razón de su raigambres vitales” —idea ésta como se ve es la misma que la orteguiana de una razón vital— y es en este contexto es el que concluye con su célebre, y profundísima, paradoja que dice que “loco es aquel que lo ha perdido todo menos la razón”. Loco es, en efecto, me permito decir yo parafraseando a Chesterton, aquel que ha perdido el cuerpo por el camino al hacer una gnoseología representacional.

Y a una locura gnoseológica ciertamente muy refinada, la del apriorismo trascendental, es a la que va llegar a mi juicio Kant. Ya sé que es muy atrevido hablar sólo unos minutos de Kant, del que empiezo por reconocer que por la complejidad arquitectónica de su sistema y por la cantidad y variedad de los materiales que incorpora al mismo constituye a mi juicio una de las cuatro cimas, que no se pueden en modo alguno sortear, de la historia de la filosofía occidental: Platón, Aristóteles, Santo Tomás de Aquino y Kant, ni más ni menos. Pero creo que su obra debe ser criticada, y a fondo, precisamente debido al alcance enorme que ha tenido y tiene. En todo caso, me voy a limitar a la armadura básica y mínima de su gnoseología apriorista trascendental. Como se sabe, Kant intenta realizar una especie de síntesis superadora del empirismo y del racionalismo que, reteniendo el formato de la idea racionalista de razón, la libere sin embargo de sus “sueños visionarios dogmáticos” gracias a la crítica que desde el empirismo puede hacerse de estos sueños dogmáticos. Y sin embargo, nos parece que Kant no hace otra cosa más que retener lo más frágil de cada una de estas dos tradiciones y componer con estas piezas tan frágiles un imposible gnoseológico, que es justamente el apriorismo trascendental. Pues Kant verá a la sensibilidad, desde el prisma empirista, como meras afecciones o impresiones sensoriales pasivas e informes, y retendrá asimismo del racionalismo la idea de una actividad espontánea o productiva de la razón, pero enteramente desencarnada, y cuya referencia sigue siendo la de la geometría analítica o algebraica. Así pues, cuando se trata de la sensibilidad, cuya fuente no puede dejar de ser

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carnal, conceptuará dicha sensibilidad de un modo pasivo o puramente receptivo e informe o caótico, y cuando se trata de la racionalidad, la conceptuará como espontáneamente activa o productiva pero desencarnada. Con estos mimbres, Kant intentará pensar en unas formas puras y a priori respecto de la experiencia sensible, tanto de la sensibilidad como del entendimiento, a las que pretenderá a atribuir la función trascendental de actuar como condición de posibilidad de la conformación u ordenación de esa sensibilidad pasiva e informe cuyo resultado sean los objetos empíricos ya conformados u objetivados de la experiencia. Ahora bien: dichas formas son puras en la medida en que no tienen mezcla alguna con la sensibilidad, y por ello son a priori o anteriores e independientes de dicha sensibilidad, y por otro lado esa sensibilidad ha sido pensada de suyo como algo pasivo e informe. La cuestión entonces es la de cómo unas formas que de suyo son puras, o sin mezcla alguna con la sensibilidad, y por ello a priori, o sea anteriores o independiente de la sensibilidad, pueden precisamente conformar u ordenar una sensibilidad que a su vez y por su parte ha sido pensada como pasiva e informe, dando como resultado los objetos ya conformados u objetivados de la experiencia empírica efectiva. Son precisamente estos presuntos “resultados”, de los que de hecho se parte, aquellos que en modo alguno pueden explicarse precisamente como tales resultados a partir de unos presuntos componentes suyos que, tal y como han sido pensados de antemano, en modo alguno pueden precisamente resultar en ellos. Así pues, la función trascendental que se postula no pasa de ser una mera petición de principio, que, por así decirlo, gira sobre el vacío de su propia ininteligibilidad. Es dicha función trascendental misma la que en efecto no se entiende, y sigue sin entenderse incluso también cuando, como ha hecho Kant, dicha función ha querido ser sustraída respecto de todo compromiso con la realidad del conocimiento y de las cosas conocidas, mediante el expediente de pensar al idealismo apriorista como un idealismo meramente trascendental sin compromiso alguno con ningún idealismo real. Todo lo que he hecho Kant mediante semejante sustracción es escamotear o esconder, mediante un mero malabarismo conceptual —por cierto no muy lejano a las sugestiones argumentales freudianas que ponían fuera del alcance de la atención de lector aquello que se quería ensombrecer—, la estirpe y el formato racionalistas dogmáticos de los que su gnoseología (presuntamente crítica) sigue siendo deudora a pesar suyo, o se a pesar de haber pretendido liberarse de los ensueños dogmáticos del racionalismo, puesto que, en efecto, dicha presunta función trascendental no deja de seguir siendo un sueño dogmático racionalista, que como tal sólo podría justificarse “gracias a Dios”, como ocurría con las correspondencias entre las sustancias racionalistas. Un sueño gnoseológico dogmático éste, en efecto, cuya estirpe creemos que es preciso cifrar, más que en ningún otro sistema racionalista, ante todo en el ocasionalismo ontológico de Malebranche, pues en efecto las impresiones sensoriales pasivas e informes kantianas figuran en su gnoseología como “ocasiones sensoriales” para que sobre ellas actúen las formas puras a priori conformando los objetos de la intuición empírica, y de modo que, como ocurre siempre con las correlaciones ocasionales, dichas ocasiones no ofrecen el menor criterio de discernimiento para entender cómo es que a partir de ellas puedan resultar unos y no otros objetos empíricos ya conformados.

Y esta factura racionalista dogmática ocasionalista se nos devela ciertamente en cuanto que prescindimos del juego de escondite kantiano que ha sustraído su gnoseología de todo compromiso real y procedemos a “naturalizar”, o sea a atribuir realidad orgánica, a su apriorismo trascendental, cosa ésta que, como se sabe, ya hizo, siquiera por sentido común, su discípulo Shopenhauer. Hay en efecto un texto de Shopenhauer que no puede ser más significativo al respecto, me refiero a su Ensayo sobre la visión de espectros y lo que con ellos se relaciona, que forma parte de su Parerga y Paralipómena. En este texto

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Schopenhauer, que sin duda fue fidelísimo a la gnoseología kantiana, como él mismo quería, se permite argumentar, y con toda seriedad y pulcritud técnica, ni más ni menos que a favor de la posibilidad de la visión de espectros o fantasmas, y lo hace precisamente desde argumentos gnoseológicos estrictamente kantianos. Pues los espectros bien pueden, en efecto, según argumenta Schopenhauer, ser imágenes objeto de una intuición intelectiva pura enteramente indiscernibles de las que provoca u ocasiona la sensibilidad pero sin el concurso de dicha sensibilidad. Se dirá acaso que de este modo no se cumple la función trascendental respecto de la sensibilidad que precisamente Kant quería salvaguardar para las formas puras a priori, es decir, la de que dicha función quede limitada o circunscrita por la sensibilidad. Pero la cuestión es que lo que el argumento de Schopenhauer pone de manifiesto, aunque tampoco ésta fuera su intención, es precisamente lo puramente gratuito y vacío de esa pretensión kantiana de circunscripción sensorial de la función trascendental de las formas puras y apriori. Se diría, en efecto, que Schopenhauer, por fidelidad a Kant, y a pesar suyo, está procediendo a una reducción al absurdo del apriorismo trascendental kantiano, y que de este modo está develando lo que en realidad es: una construcción gnoseológica imposible, o un estricto contramodelo gnoseológico.

Ciertamente, se empieza por desencarnar la mente representacional, paralelamente se piensa a la sensibilidad como mera causa ocasional informe de la actividad espontánea de la mente desencarnada, y esta mente puede acabar en su espontaneidad desencarnada teniendo tratos con espectros indiscernibles de los objetos ocasionados por la sensibilidad. Y se ve que la razón pura, esto es, la pura razón, puede enloquecer, como ya viera Chesterton, y puede enloquecer precisamente de soledad racional. La gnoseología kantiana, en definitiva, ha perdido de vista el dogma de Nicea, es decir, se ha olvidado de la condición engendrada del Verbo increado, y de ese modo se ha acercado mucho a la herejía arriana que sólo puede pensar un Verbo increado si es ingénito —o, en el caso de Kant, con un engendramiento puramente informe, pasivo y ocasional. Pero el Dios de la teología trinitaria no puede enloquecer de soledad racional, porque tiene un Hijo engendrado al que amar, y engendrado de la misma carne de la que están hechos los cuerpos humanos, de modo que dicho amor pueda propagarse, a la escala de dichos cuerpos, por toda la humanidad, como Iglesia católica o universal. Ésta es la diferencia.

Y permítanme una última referencia, muy breve, esta vez relativa a la puesta husserliana entre paréntesis de la “actitud natural”, o sea del “índice de existencia” de las cosas, como condición para poder intuir esencias de modo de nuevo apriorista y trascendental, y poder recuperar al fin las existencias con las aquellas esencias deben necesariamente corresponderse. Pero pretender poner entre paréntesis, por muy meramente metodológica que se pretenda dicha epojé, el índice de existencia de las cosas, es querer poner entre paréntesis la resistencia corpórea de las existencias corpóreas con las que encuentra nuestro propio cuerpo en acción, y por tanto es querer poner entre paréntesis el cuerpo propio en acción. Esto es una cosa que sólo pudo pensar un “funcionario de la humanidad”, como le gustaba al Husserl reconocerse, de los pies a la cabeza hebreo, en cuyo marco teológico de fondo la figura de Dios encarnado es algo repugnante. Pero tuvo que ser un filósofo español, y por tanto católico, fuese todo lo agnóstico que fuese, llamado Ortega y Gasset, el que ya señalase que al “yo ejecutivo” no había manera de ponerle entre paréntesis. Y el yo ejecutivo es precisamente el yo corpóreo. Lo voy a decir de una manera un poco cruda y castiza: al menos a un español, en cuanto que católico, no nos pone entre paréntesis el cuerpo ni Dios, y nunca mejor dicho, porque nuestro Dios es Jesucristo, que tiene cuerpo. Será a los judíos a los que puede que su Dios les ponga entre paréntesis su cuerpo.

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Ahora bien, esta razón pura que enloquece de soledad racional sólo es posible entremedias de lo que con expresión nietzschena vamos a llamar el “desierto”. “El desierto crece”, nos dijo Nietzsche, en efecto, para referirse a la modernidad, y aquí vamos a tomar esta imagen para referirnos al desarrollo de dicha sociedad, la sociedad moderna, es decir, una sociedad cada más sólo económico-técnica, y justo en esta medida cada vez desértica de todo sentido vital. El manicomio filosófico y el desierto vital crecen en efecto mutuamente acompasados.

Pues bien, para ofrecer una idea de este desierto vital en crecimiento progresivo, voy a comenzar por proponer aquí el esbozo de una idea, que en las próximas clases fundamentaremos adecuadamente, y que es la siguiente. Frente a la imagen marxista de la infraestructura y la superestructura, vamos a proponer aquí una imagen en la que venimos trabajando, que es la idea del endoesqueleto tecno-económico y el cuerpo social de toda sociedad antropológica. Lo que vamos a pensar es esto, que en el campo antropológico, a lo largo de todo su desarrollo, las relaciones y operaciones tecno-económicas son desde luego imprescindibles, y lo son como un medio necesario de sostén o de soporte – como el endoesqueleto respecto del conjunto del cuerpo al que soporta– de la vida social, sin las cuales no es posible por tanto la vida social. Justamente por eso a las actividades tecno-económicas las vamos a conceptuar como un “endoesqueleto”, por analogía con los esqueletos de los cuerpos vivientes dotados de esqueleto interno o endoesqueleto, y vamos asimismo a pensar a las relaciones sociales que de suyo o de entrada son no económicas, sino que por el contrario son por antonomasia las relaciones comunitarias, incluyendo ya el desarrollo histórico universal de la comunidad, como el “cuerpo” social, por analogía de nuevo con el conjunto del cuerpo orgánico que un endoesqueleto sostiene. Así pues, las relaciones tecno-económicas son sin duda imprescindibles, pero en principio sólo como soporte o sostén de la vida social comunitaria a la que suponemos que en principio está integrada dicha actividad económica, como el endoesqueleto soporta la acción del cuerpo en el que está integrado. Cuando hablamos de operaciones y relaciones tecnoeconómicas nos estamos refiriendo básicamente a las operaciones y relaciones de producción, distribución, y consumo, y en su caso circulación de bienes, una vez que ya comenzado el comercio. Y cuando hablamos de relaciones comunitarias nos estamos refiriendo, por las razones que en la próxima clase veremos, a las relaciones sociales de parentesco, y con ellas a las relaciones de vecindad y ente los oficios, que conforman como veremos el tejido básico o elemental de toda sociedad antropológica. Pues bien, podemos considerar, por razones que también en su momento expondremos, que en las sociedades primitivas o neolíticas cristaliza o fragua un equilibrio relativamente perfecto entre ambos tipos de actividades, esto es, que las actividades tecno-económicas se mantienen integradas y subordinadas a la recurrencia y prosecución de las vida comunitaria, del “cuerpo” social. Ahora bien, y como también veremos, con el comienzo de las sociedades históricas, y todavía más con su desarrollo, se produce un desgarramiento de dichas relaciones comunitarias resultante del proceso de abstracción reductora y homogeneizadora de dichas relaciones por parte de las relaciones puramente tecno-económicas, es decir, el proceso por el cual el tejido comunitario empieza a destejerse y quedar metabolizado en relaciones cada más sólo económico-técnicas. Como veremos, esta situación, siempre presente ya de un modo recurrente en cualquier sociedad histórica, es la que va a dar lugar a lo que llamaremos el “drama” o el “argumento recurrente” o la “batalla de la historia”, que va consistir siempre en la tarea de restaurar, ya mediante la acción política y jurídica, aquel tejido comunitario al que todavía puedan quedar en lo posible subordinadas y

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contenidas las actividades tecnoeconómicas. Pues bien, si algún sentido histórico-filosófico tiene la expresión “modernidad”, éste no es otro que el de referirse a una nuevo tipo de aceleración histórica imprimida a este proceso de abstracción reductora y homogeneizadora por la cual las relaciones comunitarias empiezan a quedar cada vez más succionadas y metabolizadas por las relaciones abstractas meramente económico-técnicas, y en donde, por ello, la acción política va dejando de alimentarse de sus fuentes metapolíticas comunitarias para convertirse cada vez más en una mera función del desarrollo económico-técnico abstracto. Pero ello quiere decir que, al compás del este desgarramiento económico abstracto de las relaciones comunitarias, los cuerpos humanos singulares van perdiendo sus asideros elementales e insustituibles, asideros en efecto necesarios, o sea trascendentales, a la vez que posteriores a dichos cuerpos, y van quedando por ello a la deriva de unas relaciones, que en la medida en que son cada vez más sólo económico abstractas van siendo por ello cada más abstractamente incorpóreas o supracorpóreas, y cuyo manejo o trato se torna entonces cada vez más radicalmente paradójico, esto es, cada vez más sin sentido, puesto que, en vez de estar todavía subordinado en lo posible dicho trato a la reiteración de las relaciones comunitarias proporcionadas a los cuerpos, se ve envuelto en el paradójico ciclo recurrente de su mera reiteración vacía, esto es, abstracto incorpórea, en cuanto que abstraída de todo fin comunitario. Y lo que sostengo es que precisamente en la medida en que progresa este paradójico ciclo recurrente cada vez más sólo económico abstracto, y por tanto cada vez más vaciado de toda orientación comunitaria y corpórea, progresa la filosofía cada vez más incorpórea, esto es, aquella filosofía moderna que cada vez más eclipsa y anula y abstrae a la corporalidad humana a la hora de pensar el conocimiento y la estimación humana del mundo. Con el crecimiento de la abstracción económica crece acompasado en efecto una concepción cada vez mas abstracta de la razón, o sea de una razón cada vez más pura, o sea una pura o mera razón. Pues la “razón pura” no es más que la pura o mera razón, es decir, la razón cada vez más pura o mera o abstractamente económica. De aquí que en efecto “loco sea el que lo ha perdido todo menos la razón”.

Pues, en efecto, ¿qué es la Razón?, esa cosa que tanto defendemos los profesores de filosofía, en fin, los que habitamos en el manicomio institucional de la filosofía moderna, y más aún de la filosofía moderna académica, desde hace ya algunos siglos —precisamente desde que la filosofía se autodeterminó como autónoma, y precisamente como autónoma de la teología. Pues razón es, de entrada, proporción, y proporción en cuanto que operación de optimización de relaciones entre medios y fines; y además la razón en el sentido de la razón humana filosófica o totalizadora es cuando esos fines son de algún modo totalizadores. Proporción, verdad, razonar es proporcionar, siempre: A es a B como C es a D, una regla de tres que puede girarse en distintas dirección de relaciones proporcionales. Así pues, usar la razón es proporcionar la relación entre medios y fines, es decir, es alcanzar y disponer y usar unos medios proporcionados a unos fines, unos fines éstos que en la caso de la razón filosófica suponemos que son siempre de algún modo totalizadores. Pero ahora la cuestión es ésta: si razonar es proporcionar la relación entre medios y fines, entonces la razón tiene siempre algo, y no puede dejar de tenerlo, de razón económica, porque justamente economizar es asimismo optimizar las relaciones de medio a fin; economizar es en efecto rentabilizar, es decir, es lograr que nos sea de-vuelto un resultado respecto de una inversión que lo busca proporcionadamente; y razonar es proporcionar esa inversión. Entonces la razón, en cuanto que optimización de las relaciones medio – fin, tiene siempre como digo algo de económica. Ahora bien, la cuestión es que allí donde los fines totalizadores sigan siendo comunitarios, es decir, sigan siendo el “bien común”, entonces la razón no es ya mera o solamente económica, es decir, mientras que la razón sea la operación de racionalizar o

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proporcionar o economizar la relación entre los medios y unos fines totalizadores comunitarios, de suyo no económicos, esta razón ya no meramente económica puede avanzar a toda máquina, precisamente realimentada por sus fines totalizadores comunitarios. ((Y estos fines precisamente exigen, como se verá en la próxima clase, para su reiterada propuesta y fijación, dada ya la historia universal en curso, de una operación que ya no es racional, sino de fe, pero de una fe que precisamente polariza y realimenta a la razón. Se trata en efecto de la confianza depositada en el contenido ideal (comunitario) de una incesante (re)invención imaginada de lo que aún no se conoce, pero que polariza la acción (política): se trata en efecto de las fuentes meta-políticas comunitarias de la acción política en cuanto que una y otra vez imaginariamente reinventadas y propuestas, a partir y entre medias de las relaciones comunitarias ya dadas, como condición de la prosecución de dichas relaciones comunitarias y de la acción política que las restaure y asegure. Se trata, como ya antes decíamos, de la necesidad que toda sociedad tiene de imaginarse renovadamente a sí misma mediante un proyecto teórico y práctico totalizador como condición de su propia prosecución —eso que Comte supo ver y luego sin embargo olvidó— . Sólo bajo el imán o la polarización de semejante renovada reinvención de sí misma por parte de la sociedad, la razón, y también y precisamente la razón política, puede precisamente funcionar a toda máquina. La razón entonces nunca fluye más y mejor que cuando está polarizada por la fe. De ahí la necesidad imperiosa de la teología, y de la teología sagrada o revelada, como polarizador de la teología racional, y con ella de la filosofía con ancilla theologiae. La filosofía en efecto puede avanzar a toda máquina allí donde se encuentra subordinada a la teología, al igual que la razón humana práctica totalizadora funciona cuando se encuentra subordinada a la reiteración, primero imaginada y por ello luego real, del bien común (comunitario); pero la razón filosófica se atasca y entra en el bucle vacío de la razón pura allí donde precisamente se declara autónoma de la teología, al igual que la razón humana práctica totalizadora entra en el bucle vacío de su mera reiteración económica allí donde se desprende de las relaciones comunitarias. (Y dicho sea, por cierto, entre paréntesis dentro de un paréntesis: si la imaginación estaba ya en la raíz misma de la vida, y por cierto ni siquiera sólo de la vida animal sensorial y motora, sino incluso, siquiera en su esbozo, en la vida misma vegetal, puesto que también las funciones vegetales implican “innovaciones adaptativas” exitosas de algún modo “improvisadas” — , sigue siendo la imaginación la que acaba estando al final de la vida más evolucionada, la humana, como reinvención imaginada incesante de la propia sociedad mediante la teología) )). Pero allí donde empiece a desarrollarse el proceso característico de la modernidad, o sea el proceso de abstracción reductora económica de las relaciones comunitarias, ahora las relaciones racionales de optimización, sin duda económicas, pero subordinadas en principio a fines totalizadores no económicos, sino comunitarios, ((fines que se necesitan reinventar incesantemente gracias a la teología)), empezarán a funcionar ya como meras relaciones económicas en cuanto que subordinadas ahora a fines a su vez cada más sólo económicos, y entones, en la medida en que se estén subordinando los medios de suyo económicos a fines a su vez cada vez más sólo económicos, entonces estamos entrando en la “razón meramente económica”, que es la que está estructuralmente acompasada con la sola, o mera, o pura razón de la filosofía racionalista idealista moderna, que es precisamente la razón pensada en términos cada vez más abstractamente incorpóreos, esa razón que ya va girar sobre sí misma, como una peonza loca, sobre el vacío de su propia ininteligibilidad. Esta es la tesis, pues, que quiero sostener: que la razón moderna o racionalista, la razón del racionalismo idealista, del racionalismo abstracto incorpóreo, es la misma que la razón económica abstracta

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moderna, o sea que es la razón económica en cuanto que ya está abstrayendo reductivamente las relaciones comunitarias proporcionadas a los cuerpos. Se comprende entonces, como decía, que con la modernidad el manicomio crezca acompasado con el crecimiento del desierto.

Y entonces podemos también a comprender el significado muy profundo que tiene esa pretensión moderna de la filosofía de declararse autónoma, autónoma naturalmente frente a la teología, es decir, de romper con la antigua idea escolástica de la una filosofía que fuese ancilla theologiae, la filosofía al servicio de la teología. Porque ¿qué era la teología, y que era en particular nuestra la teología cristiana vieja, católica? La teología era una cosa muy seria, absolutamente seria, precisamente porque sus contenidos dogmáticos (y muy en particular los trinitarios) están pensados, como hemos visto, como una comunidad universalmente propagable de modo irrestricto en cuanto que a su vez son contenidos de fe, y aquí está cuestión, porque dichos contenidos de fe son sin duda contenidos imaginados, de modo que en cuanto que imaginados puedan constituir la salvaguarda precisamente de la prosecución ilimitada en este mundo de la comunidad universal. Es decir, que la teología era absolutamente imprescindible como la salvaguarda imaginario-práctica de la prosecución incesante de la comunidad universal, esa comunidad universal que es precisamente la que esta quedando vaciada y sustituida por una universalidad abstracto económica no comunitaria —la sociedad global de nuestros días, que es la globalización planetaria de la abstracción económica, y por tanto la globalización del sinsentido vital—, que es en lo que justamente consiste el proyecto moderno, un proyecto que desde luego ya no necesita de ninguna salvaguarda imaginario-práctica teológica, puesto que cree poder sustraerse a la imaginación ateniéndose a la sola razón —luego Comte nos dirá que es preciso atenerse a la “actitud positiva”, que justamente anega toda imaginación—, pero el caso es que según la sola razón extirpa de su horizonte a la fe, o sea a la imaginación teológica, de la que antes se alimentaba la verdadera razón, esta sola razón se acaba anegando a sí misma en su soledad.

Entonces, claro, las consecuencias de todo esto son muy hondas. Sólo por no dejar de apuntarlo, aunque ya me hago cargo de que la cuestión que voy a poner aquí sobre el tapete es demasiado importante como para no discutirla a fondo, pero es que el caso es que ni se nos ocurre ver el interés que podría tener su discusión, tan convencidos como estamos todos, naturalmente, de que hay que “defender a la filosofía”, por ejemplo frente a las medidas que tienden a liquidar sus estudios por parte de la administración. En fin, no sería gratuito, creo, considerar, siquiera como una cuestión problemática, la posible conveniencia de acabar con los estudios de filosofía como estudios autónomos especializados, de una manera que por cierto recuerda de algún modo, pero sólo de algún modo, lo que ya pidió Manuel Sacristán en el año 68, cuando reclamó la abolición de la licenciatura de filosofía y correlativamente de los estudios de enseñanza secundaria. Sacristán lo hizo, claro, por una mezcla de razones positivistas y marxistas, porque, por una parte, entendía que las ciencias ya habían ocupado cada una en su especialidad el saber que pretendía de un modo totalizador y puramente especulativo de la filosofía, y porque, por otra parte, pensaba que los problemas ideológicos, o sea totalizadores y prácticos, que se abordaban en el mundo de la filosofía se solventaban ya de hecho en el mundo de la acción política. No le faltaba ciertamente alguna razón a Sacristán al entender que los problemas ideológicos, o sea teórico-prácticos totalizadores, se solventan diariamente en la vida civil y política de las sociedades. Sólo que, limitado como estaba por su mezcla de positivismo y marxismo, era completamente ciego a lo que yo aquí estoy proponiendo, que es que a la hora de solventar precisamente dichos problemas lo que resulta imprescindible es la teología. De modo que lo que yo pediría es considerar, si quiera como cuestión problemática, la supresión de los estudios de la filosofía como estudios precisamente

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autónomos respecto de la teología, en cuyas facultades es donde sin embargo suponemos que precisamente se puede hacer filosofía, y filosofía no desquiciada, como la que suponemos que no podemos dejar de hacer en las facultades de filosofía. Como la cosa tiene tantas facetas y matices, prefiero no estropearla hablando de ella sólo unos minutos, y la voy a dejar aquí. Pero podrían comenzar Uds. a pensárselo un día de estos. ((En todo caso, y para moderar y modular la carga crítica contra la filosofía moderna y sus instituciones académicas que tienen las observaciones anteriores, es preciso señalar que, al día de hoy, tampoco la filosofía puede limitarse a ser sólo ancilla theologiae, como si aún estuviéramos en la Edad Media o en la Modernidad hispana de los siglos de oro, o sea como si no hubiera llovido sobre el mundo todo el fuego desertizador que ha llovido. Es asimismo preciso hacer, según lo entiendo, una filosofía de la propia teología —que no sería tanto una teodicea o justificación filosófica de Dios, cuanto una justificación filosófica de la propia teología, por tanto una filosofía del significado antropológico e histórico que tuvo, y que hoy pueda tener, la propia teología, y con ella la función subordinada de la filosofía a la teología. Dibujar el contorno y el alcance de esta tarea, cuestión ésta sumamente problemática, constituye en todo caso a mi juicio el desafío más importante de la filosofía de nuestros días, y sin duda la existencia misma de esta tarea ya sería suficiente para justificar la existencia de las instituciones académicas de la filosofía, como independientes de las instituciones académicas de la teología. Por lo demás, las propias facultades de Teología tampoco pueden ya hoy proceder ignorando la “muerte de Dios”, o sea el fuego desertizador que ha abrasado a las sociedades modernas y que, a la vez que desvinculado a la filosofía de la teología, ha reducido a las facultades de teología a poco más que meras curiosidades arqueológicas. De este modo también las facultades de teología tienen por delante, desde su propia perspectiva, la tarea inexcusable de ensayar la mencionada filosofía de la teología antes propuesta: acaso éste pudiera llegar a ser el punto de convergencia entre ambas facultades)).

Pues bien: se comprende que el desarrollo de la sociedad económico-técnica —y más aún de la sociedad económico-tecnológica industrial—, que como hemos dicho va succionado y reduciendo a las relaciones comunitarias en términos cada vez más abstractamente económico-técnicos, y con ello dejando a los cuerpos humanos singulares a la deriva de unas relaciones meramente económico-técnicas carentes de todo sentido vital, desarrollo éste acompasado con el desarrollo de una filosofía, la filosofía moderna, cuya idea de razón se va fraguando a costa de ir eclipsando cada vez más asimismo el cuerpo, se comprende, decíamos, que el desarrollo acompasado de dicho proceso histórico y de semejantes filosofías lleven a un punto en el que, por así decirlo, tanto en la teoría como en la vida misma (social, cultural, política), el cuerpo humano acuse de algún modo recibo de dicho vaciamiento y ensombrecimiento suyo, y se opere alguna forma de contrarréplica o de rebelión de sus exigencias frente a aquella abstracción suya teórica y práctica. Se trata, en efecto, de aquella constelación de ideas que, con expresión intencionadamente no demasiado precisa pero tampoco en modo alguna vaga, podemos llamar “filosofías de la vida”, esto es, aquel grupo de filosofías que de algún modo, si bien con modulaciones diferentes, buscan recuperar las raigambres vitales, y por ello corpóreas, de la razón humana, del conocimiento y de la estimación humanas —de la “apertura al mundo”, en efecto, tanto cognoscitiva como estimativa como volitiva. Ahora bien, dentro de esta constelación de ideas, se impone inmediatamente distinguir entre aquellas filosofías de la vida que van a adoptar una tendencia irracionalista, mediante el expediente de pensar de modo negativo la relación entre el espíritu y el cuerpo humano, que son justamente aquéllas que van a operar la reversión mencionada dentro del carril de ideas que siempre entendió de un modo desquiciado la relación entre el

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cuerpo y el espíritu, y aquellas otras filosofías de la vida que van buscar reinstaurar el equilibrio entre el espíritu racional y el cuerpo humano, es decir, aquellas que tenderán a ver al espíritu, a la apertura humana racional al mundo (cognoscitiva y estimativa), como algo que sólo puede tener lugar, no ya no obstante, o pesar de, o a la contra de, sino precisamente “gracias al cuerpo”, o dicho de otro modo, que van a entender que la apertura racional al mundo tiene lugar como una actividad radicalmente corpórea, como, digamos, la actividad de un yo corpóreo ejecutivo, es decir, todas aquellas filosofías que podemos poner en el carril o en la dirección de una “filosofía de la razón vital” —por decirlo una vez más con la expresión orteguiana que nos parece ciertamente impecable.

En el seno del primer grupo figura sin duda la obra freudiana, pero ciertamente no sola, como ya hemos dicho. En realidad, como ya hemos ido adelantando en esta clase y en la anterior, estas filosofías encuentran su caldo técnico de cultivo más adecuado precisamente en el apriorismo trascendental kantiano, que de este modo se constituye en su pórtico o en su umbral inexcusable. Como hemos visto, la filosofía racionalista, en el linaje a su vez de la Psicología moderna, ya abrió una brecha irremontable entre un sujeto de conocimiento activo y desencarnado y un cuerpo mecánico desalmado, y esta brecha se reproduce en el apriorismo trascendental kantiano bajo la forma de un abismo entre unas presuntas formas puras y a priori cognoscitivas y unas no menos presuntas impresiones sensoriales pasivas e informes, de modo que la función trascendental que se pretende atribuir a aquellas formas respecto de dicha sensibilidad no deja de ser una mera y vacía petición de principio que, como decíamos, gira sobre el vacío de su propia ininteligibilidad. Se comprende entonces, como ya decíamos, y esto es decisivo, que sea esta petición vacía de principio la que justamente ya está técnicamente preparada, o da pie, o se aviene sin dificultad, a su reversión negativa, esto es, a pensar con un contenido negativo dicha función trascendental, y ello precisamente en la medida en que se trata como decimos de una mera petición vacía de principio que, como tal, no puede frenar, o refutar o poner la menor objeción a lo que por otra parte no pasa asimismo de ser otra mera petición vacía de principio sólo que pensada esta vez de modo negativo. Tan gratuito es efecto pensar la función trascendental kantiana de un modo positivo como de un modo negativo, porque en ambos casos se trata de una petición vacía de principio que en ningún caso puede controlar, o discernir, lo que meramente postula gratuitamente. Y en esto va a consistir, en efecto, todo el secreto “técnico” de las filosofías irracionalistas negativas de la vida —de lo que Max Scheler llamara las “teorías negativas del hombre”—: en introducir, dentro del lugar técnico que ocupaba la pretendida función trascendental kantiana, que sin duda en Kant pretendía estar pensada positivamente, una relación de mutua negación, tan enteramente indeterminada como ya lo era la función trascendental kantiana que se quería positiva, entre la condiciones puras a priori trascendentales y los contenidos sensoriales corpóreos respecto de los que se supone que aquellas condiciones cumplen dicha función trascendental. Se trata, en efecto, como ya hemos visto, de pensar en términos de una co-definición tautológica negativa enteramente indeterminada dicha presunta función trascendental — así como en Kant ya estaba pensada como una mera codefinción tautológica positiva indeterminada. Ni más, ni menos: ésta es toda la operación.

Y el primero que llevaría técnicamente a cabo dicha operación fue, claro está, Arturo Schpopenhauer, y precisamente en la medida que prosiguió con toda fidelidad la lógica de la gnoseología kantiana. Dos palabras sobre esta operación llevada a cabo por el fiel discípulo de Kant. Se trata ahora en efecto de jugar con las ideas de voluntad y de representación, con las ideas del mundo “como voluntad” y “como representación”. Para ello, Schopenhauer comienza por asumir el dualismo representacional cartesiano entre la representación mental y el mundo supuestamente representado, dualismo que a su vez codifica en los términos del

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apriorismo trascendental kantiano, al que a su vez, y para hacerlo de algún modo inteligible, intenta “naturalizar” en términos biológicos (muy ingenuamente cerebrales, por cierto, y de ningún modo corpóreo-operatorios). De estas coordenadas generales, Schopenhauer va a tomar ahora el noúmeno kantiano, que sólo podía ser racionalmente pensado, no empíricamente conocido, y pensado tan sólo negativamente justo como lo empíricamente incognoscible, cuyo acceso empírico por tanto no es facilitado sino velado por el fenómeno, y esto justamente en la medida en que el fenómeno se supone que viene conformado u objetivado de un modo puro a priori, y a su vez nos dirá que ese noúmeno no es sino la voluntad misma, que obra por detrás de todas las representaciones fenoménicas relativas al mundo, como al parecer nos consta íntimamente a quienes somos los sujetos de dichas representaciones. Y en el momento de pensar esa voluntad ya podrá hacerlo justamente operando la reversión negativa de la función transcendental kantiana a la que antes nos hemos referido, esto es, pensará dicha voluntad como lo constitutiva y permanentemente insatisfecho o reprimido por las representaciones fenoménicas, a la vez que pensará dichas representaciones como lo constitutiva y permanentemente represor o frustrador de aquella voluntad. Ya está aquí funcionando, como se ve, la pura circularidad negativa indeterminada, el puro vaciado negativo, como si se tratarse de un espejo frente a otro sin nada por medio que reflejar, entre la voluntad y la representación. La voluntad, en efecto, en cuanto que condición de posibilidad de las representaciones empíricas del mundo es lo frustrado por dichas representaciones a las que posibilita, las cuales a su vez no son sino son las frustradoras de su condición misma de posibilidad. Ya hemos dicho que Schopenhauer se veía a sí mismo como el más fiel seguidor de Kant, y sin duda a mi juicio lo era, acaso más incluso de lo que él mismo podía llegar a creer, porque lo cierto es que reproduce todos los defectos del apriorismo trascendental del maestro y lo hace en la clave revertida negativa a la que dichos defectos pueden perfectamente dar lugar porque no pueden frenar o controlar. Sólo, en efecto, cuando se ha partido de pensar el fenómeno como re-presentación (la falla representacionista radical de todas las gnoseologías modernas, racionalistas y empiristas, que se alejan del viejo realismo según van ensombreciendo el cuerpo), y precisamente como representación presuntamente conformada u objetivada de un modo puro a priori (o sea la manera kantiana de llevar al límite esa falla y hacerla ya ininteligible, intratable), lo cual justamente es lo que nos obliga a postular la idea de un noúmeno como lo fenoménicamente incognoscible, sólo entonces se está justamente en condiciones de jugar el juego de espejos puramente circular y negativo indeterminado entre el noúmeno y la representación pensados ahora como voluntad y representación. Y pensados, en efecto, como digo, como “voluntad” y “representación”, es decir, entendiendo ahora al noúmeno como voluntad precisamente en la medida en que la concepción re-presentacional especulativa del conocimiento ha dejado desquiciada o dislocada a la voluntad respecto del conocimiento. Pues el error gnoseológico radical del representacionismo especulativo moderno, en efecto, que consiste en desencarnar las representaciones y en esta medida en dejarlas mentalmente encapsuladas dentro de sí mismas, trae como consecuencia a su vez, repárese, el desquiciar o dislocar mutuamente las operaciones de tres facultades del alma, el conocimiento, el afecto y la voluntad, que quedan en efecto como tres facultades mutuamente dislocadas en cuanto que se las concibe como meramente representacionales, cosa ésta que ya viera Dilthey por cierto con meridiana claridad. En algún lugar de su obra, en efecto, y para mostrar este mutuo dislocamiento entre las facultades del alma que implica la concepción representacional de dichas facultades, Dilthey alude al ejemplo de un supuesto soldado cuya mente representacional bien podría estar representándose los acontecimientos de una batalla en la que su propio cuerpo participase sin quedar afectados por ellos sus afectos ni su voluntad. Sólo a una mente

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representacional especulativa, en efecto, las cosas se le podrían ofrecer como un escenario meramente contemplativo o especulativo, dislocado o desvinculado por tanto de la estimación y la voluntad, a su vez concebidas representacionalmente. Pero a un cuerpo en acción, a un cuerpo sensorial y motor en acción, las cosas conocidas no se le pueden presentar jamás como dadas en un escenario meramente contemplativo, sino como un escenario en el que la acción de su cuerpo no deja en ningún momento de estar implicada, y por tanto como un escenario práctico, o sea como un ámbito en el que las cosas se van presentando no sólo como cosas conocidas, sino también como “quehaceres” (que diría Dilthey), o sea como “asuntos e importancias” (que diría de nuevo Ortega), y por tanto como inexcusables móviles de su voluntad. Así pues, cuando se ha partido de una concepción representacional encapsulada del conocimiento, entonces tanto el conocimiento como la voluntad están ya preparados o dispuestos, en cuanto que mutuamente dislocados, para poder llevar a cabo ahora la maniobra schopenhaueriana, es decir, la maniobra que consiste en poner la voluntad del lado del noúmeno, ocupando el lugar lógico-concpetual que éste ocupaba en la obra kantiana, de modo que, sin dejar a su vez de cumplir dicha voluntad ahora, en cuanto que fondo subjetivo de la facultad representante, las funciones trascendentales kantianas, pueda ser vista en definitiva como la condición trascendental de posibilidad de aquellas representaciones que a su vez necesariamente la frustran. Pero obsérvese que dichas representaciones se supone que lo son “del mundo”, que es a la postre voluntad, de manera que todo lo que nos está diciendo Shopenhauer es que el mundo es en su fondo voluntad y que esa voluntad es a su vez la condición subjetiva de posibilidad de la representación empírica de mundo —de la representación de sí misma, por tanto—que necesariamente frustra dicha voluntad. No es gran cosa, a la postre: se trata, como se ve, de una mera petición negativa de principio absolutamente gratuita, en la cual se sustancia y se agota a la postre toda la filosofía técnica de Shopenhauer, o sea toda esa especie de ontología (u ontopraxiología) del lamento, que va a ser el modelo o el prototipo filosófico del pesimismo moderno, o mejor modernista. ((Y además una ontología del lamento de corte significativamente preventivo, o defensivo (en lo que también prefigura paradigmáticamente a Freud), pues toda la estrategia vital que le queda al hombre es siempre la de la mera precaución defensiva, es decir, contar por adelantando con el sufrimiento, con la frustración de la voluntad, limitándose a tomar precauciones para disminuirlo o aminorarlo, cosa ésa que en el caso de Schopenhauer sólo podrá hacerse enclaustrándose en las propias representaciones puramente teoréticas o intelectivas (o también estéticas) para poder desvincularlas de toda voluntad: contemplando sólo intelectualmente de modo que se pueda no querer lo que se contempla, cosa que, eso sí, parece que sólo está reservada al alcance de los “espíritus superiores”)).

Y esta especie de ontopraxiología pesimista del lamento, cuya base filosófica técnica es tan menesterosa y poco menos que ridícula, aun cuando por lo general Shopenhauer la desarrolle de un modo muy brillante, sobre todo en sus escritos “mundanos”, y que en todo caso en su filosofía cursa asociada a la pretensión de una suspensión intelectual o contemplativa de la vitalidad (de la voluntad) para prevenir o ahorrar el sufrimiento o la frustración inexorable de dicha voluntad, es lo que también ha dado lugar, y sobre todo cuando su influjo se aúne con el de la obra freudiana, a un clima cultural de presunta rebeldía vital asociada a toda suerte de banalidades contraculturales, a veces, sencillamente ridículas. Pues el pesimismo del discípulo de Kant está sin duda detectando y acusando en todo caso un clima cultural de insatisfacción que sin duda tiene que ver, como decíamos, con el vaciado de vida efectiva al que el cuerpo humano está siendo sometido tanto en la filosofía a como en la sociedad. Y dicho clima de insatisfacción fue sin duda el que pudo cursar, en una de sus

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variantes, justamente a través de las filosofías de la vida irracionalistas negativas; pero entonces, como también hemos dicho, dicha rebeldía no pasa de ser una rebeldía de “rebeldes sin causa”, tan vacía a la postre como vaciado está ya el modelo de razón humana frente al que se rebelan. Pues se trata en efecto ahora de pensar esa vitalidad que pretende tomarse como plataforma de rebeldía como un mero vaciado en negativo de aquella razón no menos vaciada o desencarnada a su vez frente a la que pretende rebelarse. Se trata en efecto de una rebeldía de rebeldes sin causa, que busca atenerse a suerte de “nuda vita” tan vacía como su propia rebeldía, que ya diera el tono de mucho rebelde modernista, y que más adelante aparecerá, mediada ya la influencia de Freud, y sobre todo reciclado éste por el negativismo frankfurtiano, bajo esa forma tan pueril como ridícula de los movimientos contraculturales sesentaiochistas. Permítanme, no es el momento, pero en fin viene a cuento…, hace bastantes años, uno de los movimientos, en fin, rebeldes de aquí, de la facultad, ha habido tantos…, qué mejor caldo de cultivo, claro, de rebeldes sin causa que una facultad actual de filosofía, … me acuerdo que llenaban la facultad de enormes cartelones en los decían “vamos a hacer una nueva cultura” y entonces la palabra cultura la ponía con la letra “k”. La primera vez que lo vi, pensé, bueno, vamos a ver de qué va esta nueva cultura, con k, pero algún tiempo después se vio que todas las aportaciones de esta nueva cultura no habían pasado de poner la palabra “cultura” con la letra “k”, en esto consistía toda la nueva y rebelde y contracultural nueva cultura, en poner con la letra “k” la palabra cultura, ya ven ustedes qué pedazo de rebelión…. para reír por no llorar ((Y no se olvide que es este negativismo del fiel seguidor de Kant el que obra también detrás, junto con el negativismo freudiano, del negativismo frankfurtiano, que fue sobre todo el que dio pie a la rebeldía contracultural de los niños-bien sesentayochistas. Cada “hijo-de-papá” malcriado lleva consigo siempre en efecto un rebelde contracultural. La rúbrica de “hijo de papá malcriado”, por cierto, puede que sea una categoría antropológica, de orden psicohistórico, acaso mucho más potente de lo que pudiera parecer: nos permitiría entender muchas cosas esenciales de la filosofía de muchos autores negativistas modernistas: no sólo de Shopenhauer; también, por ejemplo, entre otros muchos, del propio Nieztsche —cuya filosofía, por cierto, aunque parece presentarse de entrada, y a diferencia de la de Schopenhauer, como una afirmación incondicional de la vida y de su “eterno retorno”, como una arrojada e incesante afirmación de la experimentación vital y de la improvisación productiva, no deja de estar formateada en el fondo, y en el linaje de su maestro, el “educador” Schopenhauer, a partir de la mera yuxtaposición negativa vacía entre las figuras apolíneas (representacionales) y las fuerzas dionisíacas (de la voluntad), de suerte que dicha afirmación de la vida no deja técnicamente de ser un mero apósito externo gratuitamente yuxtapuesto a lo que de suyo ya es la yuxtaposición negativa gratuita propia de las filosofías de formato negativo tautológico indeterminado. La filosofía de Nieztsche, tan impresionante de entrada, da a la postre también bastante poco de sí, enteramente envuelta como está a fin de cuentas por el marco kantiano frente al que pretende rebelarse. Lo único que la hace interesante es su visión intuitiva del desierto vital en el que se ha convertido la modernidad, aunque carezca enteramente de las coordenadas y de los registros técnicos para aprehender el contenido y el sentido de dicho desierto)).

Pero no quiero ahora seguir por aquí, pues ahora sólo quiero señalar, ya para terminar, que sin duda la obra de Freud se inserta plenamente en esta tradición que ha operado una reversión negativa de las relaciones entre el cuerpo y el espíritu dentro del carril histórico de ideas que siempre pensó de forma desquiciada dichas relaciones, y que lo ha hecho, asimismo, como ya hiciera Schopenhauer, tuviera la conciencia académica o doxográfica que

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pudiera tener de ello, precisamente a partir del formato del apriorismo trascendental kantiano, imprimiendo un preciso y muy determinado giro de signo negativo a dicho formato. Pues como ya vimos, en efecto, no otro era, cuando se lo sabe formular con precisión, el formato teórico de la idea de fantasía desiderativa primordial, que era el núcleo del complejo de Edipo, y desde luego no otro es el formato teórico ya plenamente desarrollado de la idea del complejo de Edipo: Dicha idea supone en efecto que las estructuras parentales, en cuanto que formas puras y a priori del deseo constituyen la condición misma de posibilidad de la formación del deseo empírico, constitutivamente quebrado, de los padres empíricos u ocasionales. Ni más, ni menos. Así pues, Freud ha sabido dar, y con total precisión, fueran cuales fueran sus influencias formativas, con el formato mismo del apriorismo trascendental, para revertirlo negativamente. Y lo ha hecho además, y ésta es sin duda su diferencia crítica o específica con respecto a la tradición negativa apriorista de la que forma parte, escogiendo asimismo con total precisión el rasante socio-cultural humano donde aplicar dicho formato negativo apriorista. Pues ha aplicado dicho formato ni más menos que a las relaciones familiares, al objeto de poder ampliarlo luego indefinidamente al conjunto de la cultura —como presunta sustitución compensatoria de la represión originaria edípica. Es decir, ha elegido a lo que suponemos que constituye la piedra angular de las relaciones comunitarias, y con ellas de toda posible civilización que no quiera aniquilarse, que son a su vez las que justamente se encuentran en proceso crítico de desmoronamiento en el momento de realizar su obra como consecuencia del desarrollo de la sociedad crecientemente económico-tecnológica abstracta. Ciertamente, si antes dijimos que la idea trinitaria, comunitaria por familiar y la vez universal, constituye una salvaguarda teológica de la prosecución de la comunidad universal, bien podremos asimismo decir ahora que la idea de Edipo constituye una suerte de rebelión o contrarréplica “negra” —en el sentido de las misas “negras” satánicas que revierten el orden de las misas canónicas— de la propia Trinidad. El Edipo freudiano constituye ciertamente una subversión “negra” de la Trinidad, y de este modo quiere venir a dar la puntilla a la raíz misma de la humanidad, a esa raíz que en efecto se encuentra en proceso histórico de desmoronamiento en el que momento en que Freud desarrolla su obra.

Esta obra viene a ocupar, pues, un lugar muy preciso y significativo en la historia de la ideas y en la historia misma de nuestra civilización, y lo que he querido en esta clase es dibujar el bosquejo de dicho lugar histórico. En las próximas clases intentaremos hacer algo más que dibujar dicho bosquejo.

Por fin, y antes de terminar, no quiero dejar de decir sólo un par de cosas de ese otro ramal de las filosofías de la vida que busca moverse en la dirección de lo que con expresión orteguiana podemos llamar filosofía de la razón vital, y que es sin duda el que a mi juicio nos plantea las exigencias de toda filosofía que a la altura de nuestro tiempo quiera ofrecer resistencia al desierto vital y al manicomio teórico en el que la modernidad ha convertido a la vida y a la filosofía. Sólo quiero decir esto, adelantando, como en una especie de telegrama, los contenidos que van a ocuparnos las siguientes clases, y con ello termino ya ésta. En primer lugar, quiero señalar que es tarea inexcusable de una filosofía de la razón vital la de montar sobre sus quicios adecuados, esto es, corpóreos, la idea de la apertura humana (cognoscitiva, estimativa y volitiva) a la “totalidad universal de la realidad”. Dicha apertura sólo puede tener lugar en efecto como apertura corpórea del, y al mundo, esto es, como una apertura efectuada como actividad corpórea sensorial y motora, ejecutada por tanto mediante la morfología sensorial y operatoria. El rasante corpóreo, en efecto, inmediatamente adecuado y proporcionado de dicha apertura no es el cerebro, ni la actividad neurofisiológica, sino como digo la actividad sensorial y operatoria de la morfología sensorial y operatoria del cuerpo humano. Lo cual implica, a la recíproca, que dicha actividad operatoria y sensorial no es ya

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cualquier cosa, y que no es en particular una actividad reductible a la escala zoológica, puesto que ella tiene ya lugar a la escala espiritual, o “neumática”, implicada por dicha singular apertura. Pero ello quiere decir también que es preciso entonces modular la idea de totalidad universal a una escala acompasada con esa singular forma de actividad de los cuerpos humanos, lo que quiere decir a una escala histórica, es decir, es preciso entender esa apertura a la totalidad universal de un modo siempre históricamente circunstanciada y en perspectiva. Sólo de este modo podremos en efecto desarrollar filosóficamente la guía dogmática contenida en el credo de Nicea, esto es, la idea de un Verbo a la vez increado y engendrado, y hacerlo bajo la forma de una ontología histórica que sea a la vez trascendental y posteriorística. Pero para modular históricamente la idea de totalidad universal como una totalidad histórica trascendental y posterior es preciso asimismo volver a tomar la guía de Nicea, esta vez la idea de Trinidad, y poder de este modo parametrizar la idea misma de historia en términos comunitarios, es decir, en los términos de una comunidad universal históricamente en marcha de un modo ilimitado, es decir, negativamente in-finito. Por fin, una genuina filosofía de la razón vital e histórica, precisamente por ser eso, por vital e histórica, no puede incurrir en el significativo olvido en que el precisamente no ha podido dejar de incurrir, debido a su condición mera o abstractamente racional (racionalista), y por ello reductora o aniquiladora de la vida y de la historia, el proyecto ilustrado moderno y todos sus diversos ramales, que es el olvido de la imaginación totalizadora y práctica como condición necesaria de recurrencia de la propia vida histórica y social. Como ya he adelantando y veremos con más detalle en las siguientes clases, toda sociedad histórica debe imaginarse una y otra vez a sí misma, según un formato totalizador y práctico, y ello como condición necesaria de la prosecución de su propio curso histórico. Y es la teología sin duda la que precisamente desde siempre no ha podido dejar de venir a cumplir dicha función en las sociedades históricas. Pero es que además, tratándose precisamente de la prosecución de la comunidad histórica universal, que es la única sociedad histórico-universal posible, ya no puede tratarse de cualquier teología, sino justamente de aquélla que, por su diseño cristológico y trinitario, es la que única que puede actuar, y de un modo perenne, como garantía práctica de la prosecución de dicha comunidad histórica universal. Se comprenden entonces las razones por las que, como decíamos, sin perjuicio de la importancia decisiva que le reconocemos al proyecto orteguiano de una filosofía de la razón vital histórica, a Ortega no acabaran nunca de salirle las cuentas a la hora de cuadrar dicho proyecto. Y no le salieron en efecto estas cuentas porque nunca fue capaz de componer su idea de una ontología histórica, y por tanto siempre en perspectiva y circunstanciada, en primer lugar con los obligados parámetros comunitarios de dicha idea —era demasiado “cosmopolita” para ello—, y en segundo lugar con el no menos obligado reconocimiento de la factura inexcusablemente teológica (y además por fuerza católica) de la necesaria invención renovada del proyecto social (del “proyecto sugestivo de vida en común”) —estaba demasiado “secularizado” para ello—.

En las próximas clases voy a intentar ofrecer al menos la armadura básica de una antropología filosófica y de una ontología, si se quiere de de una ontopraxeología, diseñadas desde el proyecto de una filosofía de la razón vital e histórica a la que sí le salgan esas cuentas. Y voy a hacerlo al objeto de terminar por apresar y clavar, como el entomólogo clava a la mariposa en su mesa de estudio, el lugar histórico de la obra freudiana, lo que desde nuestro punto de vista quiere simplemente decir su lugar. Veremos.

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