Serie Contra La Servidumbre Voluntaria Vff.
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Serie Contra la servidumbre voluntaria
Hace más de veinte siglos, alguien dictaba: “Conócete a ti mismo”. Otro obedecía y tallaba el escueto aforismo
en una arcada de piedra. Uno era un ciudadano, un integrante de la polis, quizá un filósofo. El otro ni siquiera un
hombre, apenas un esclavo, una –como gustaba definir Aristóteles- “herramienta parlante”, en este caso, un
cincel parlante. Semejante sentencia era ¿un precepto? ¿una prescripción? ¿un método? ¿un problema…
insondable, insoluble?
La humanidad es una rara cosa que en nada se mete sin salir modificada. Su despliegue no se da sin
plegarse, sin re-plegarse otra vez sobre sí. Dicho de otro modo, no actualiza sus potencias sin engendrar otras y,
al mismo tiempo, sin olvidar algunas de ellas. Si ha de tener una esencia, será, sin dudas, la de la metamorfosis.
Y por eso aquel proverbio no sólo no ha sido respondido de modo claro y distinto sino que se ha modificado,
enredado, vuelto más complejo. Entonces, si bien podemos decir que seguimos rumiando ese mismo problema,
veintipico de siglos no han sido en vano, ya que al par de los cambios de la humanidad misma, dicha
problemática se ha ido reformulando. O sea, que el problema al que nos abisma esa primitiva máxima sigue
vigente pero no es el mismo. O mejor, es y no es el mismo.
Entre las cuestiones que sí han cambiado, podemos inmediatamente advertir que ya no somos un
mundo dividido en ciudadanos y herramientas que parlan. Es esto causa y efecto del largo proceso de
secularización que genéricamente se denomina “modernidad”. En esta época, la humanidad, como si despertase
de un largo sueño, encontró en sus propios impulsos la fuente para producir su vida entera y empuñó la fuerza
de su razón para asumirse amo de todo lo que la rodea. En este viaje secular, se transforma la noción de ciencia,
se trastoca la organización política y se trastornan las concepciones de qué es lo humano y quiénes merecen ese
título. Con la pretendida omnipotencia de la razón y con un ciego convencimiento de que la historia, sea como
sea, siempre progresa, también se re-creaba el viejo apotegma para devenir un clamante mandato: Sapere aude!
(¡Atrévete a saber!). Y he aquí otra de las diferencias, ya que el grito de la razón no apelaba a un grupo reducido
de selectos ciudadanos sino que convocaba a la humanidad toda, sin las distinciones de otrora, a la mayoría de
edad. Ya no había un cielo al cual ir tras nuestro paso terrenal, ya no había un dios-padre que nos esperara para
juzgar lo hecho y lo no hecho en el mundo sensible, ya no había un “más allá”. Parecía que todo estaba
dispuesto para hacer el paraíso en la tierra, el jardín de las delicias.
Pero tan cierto es que siempre que llovió, paró… como que siempre vuelve a llover. O como pintaba
Francisco de Goya, el sueño de la razón produce monstruos. La modernidad enuncia con todo brío: ¡Libertad!
¡Igualdad! ¡Fraternidad!... Pero a pesar de todo el universalismo que se arrogan estas palabras, la división y la
desigualdad continúan estando: ¡Propiedad! El concepto de igualdad humana que despliegan sesudamente
muchos filósofos y políticos hasta el día de hoy, no se da sin plegarse en torno a la condición histórica que la
hace posible: la igualdad de todos los trabajos humanos corporizado en esos enigmáticos seres que son las
mercancías. Y esa igualdad de trabajos se acrecienta inusitadamente cuando la “igualdad humana” se torna una
huera formalidad ante la des-igualdad real entre los propietarios de los medios para producir y aquellos que
sólo pueden vender su capacidad de trabajar. El capitalismo, pues. O sea, ya no nos dividimos entre ciudadanos
y herramientas que hablan, pero la división y la des-igualdad no se han ido, persisten.
Con todo, el antiguo aforismo no sólo gana universalidad, en tanto que los sueños de la razón son para
todxs, sino que se torna más denso, opaco, esquivo, escurridizo, sutil, en tanto que la razón tiene también
pesadillas. Ante este cuadro, para algunos filósofo-políticos el problema clave es cómo la instancia estatal puede
encarnar el bien común, cómo puede reconciliar a los individuos que, cada uno egoístamente focalizado en la
consecución de su propio interés, se enfrentan en el mercado. De ese modo, se van derechito al
perfeccionamiento de la igualdad formal, en el mismo movimiento que soterran la desigualdad real.
En cambio, otros toman por las astas la aparente igualdad para entrometerse directamente con la
efectiva desigualdad que la funda y para tratar de comprender cómo es posible que se perpetúe. Se eluden los
planteos del problema que nos hablan de una división entre malos y buenos, fuertes y débiles, lúcidos y
estúpidos o pérfidos e inocentes, ya que estos binomios sólo conducen a la moral y a la religión. El camino
elegido, contrariamente, va a la raíz del problema y prueba su fertilidad filosófica y política, cavilando
doblemente. A un lado, se pregunta: si somos iguales, si la libertad es absoluta o no es, ¿cómo explicar la
persistente desigualdad? Si ya no se puede culpar cómodamente ni a la naturaleza ni a los dioses, si todos los
caminos conducen a mostrar el nervio de la desigualdad como humano, demasiado humano, ¿qué otra cosa puede
la humanidad señalar, como la causa de cualquiera de las opresiones que la atraviesan, que no sea sí misma?
Perpleja y genialmente encontramos este problema en la formulación de Spinoza cuando se pregunta porqué
peleamos por nuestra servidumbre como si fuese nuestra libertad. De este modo, el “Conócete a ti mismo” deja su
ropaje normativo para convertirse explícitamente en una pregunta, en un programa de investigación. A éste lo
llamamos el problema de la servidumbre voluntaria. Pero la cosa no termina allí, porque por otro lado, el rumiar
continúa con el cuestionamiento: si la desigualdad es “cosa de humanos”, ¿qué decir, entonces, de la
emancipación? Que es auto-emancipación o no es. Que es una obra colectiva o no es. Sin dudas. Pero, ¿cómo?...
Con esta serie de textos, pretendemos aportar a esa doble labor.