Separata del Bicentenario · Separata del Bicentenario Antonio Nariño. El Juramento de la Bandera...

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Separata especial 20 de julio de 2010 Distribución gratuita Bogotá, Colombia Separata del Bicentenario Antonio Nariño. El Juramento de la Bandera de Cundinamarca, Francisco Antonio Cano, tríptico al óleo, 254 x 564 cm. 1913. Museo Nacional de Colombia.

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Separata especial 20 de julio de 2010 Distribución gratuita Bogotá, Colombia

Separata del Bicentenario

Antonio Nariño. El Juramento de la Bandera de Cundinamarca, Francisco Antonio Cano, tríptico al óleo, 254 x 564 cm. 1913. Museo Nacional de Colombia.

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Comité Ejecutivo CUT Bogotá-Cundinamarca

Fraydique Alexander Gaitán (Presidente); Maria Doris González (Vi-cepresidenta), Responsable de las actividades de la Niñez, el menor Trabajador y la Juventud; Manuel Téllez González (Secretario General); Miguel Ángel Delgado Rivera (Fiscal); José Meyer Álvarez (Departa-mento Tesorería y Finanzas), Carlos Raúl Moreno (Departamento de Comunicaciones, Relaciones Públicas, Publicidad y Propaganda); Raúl Alfonso Soto Ariza (Departamento Derechos Humanos, Solidaridad y Relaciones Internacionales); Oscar Gustavo Penagos (Departamento De Recursos Naturales y Medio Ambiente); lfonso Ahumada Barbosa (Departamento Salud en el Trabajo y Seguridad Social); July Gonzá-lez Villadiego (Departamento De La Mujer), Nohora Bulla Gutiérrez (Departamento de Educación, Formación, Investigación y Proyectos); Alfredo Manchola Rojas (Departamento de Organización, Planeación y Trabajadores informales); Héctor Bermúdez Rojas (Departamento de Relaciones Laborales, negociación Colectiva y Asuntos Legislativos y Jurídicos; Winston Francisco Petro (Departamento de Asuntos rela-cionados con las Empresas Transnacionales y Responsabilidad Social Empresarial); Carlos Arturo Rico Godoy (Departamento de Relaciones con los Sectores Sociales).

Consejo editorial

Carlos raúl Moreno (director del departamento de Comunicaciones),

Fraydique alexander Gaitán (Presidente) Miguel Ángel delgado (Fiscal),

Óscar Penagos (dept. recursos naturales y Medio ambiente ), nohora Bulla

(dep. de educación), jorge e. Charry (asesor editorial).

avenida Caracas nº 44-54 of. 402

teléfonos: 2455966 / Fax: 2 456432

Bogotá d.C. Colombia

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[email protected]

issn: 1900-0898

diseño y diagramación:

Éditer estrategias educativas, [email protected] / 2329558.

Caricaturas: internet. Fotografías: jorge Becerra, Manuel a. Mora,

Manuel télles y tomadas de internet.

asistencia editorial: Yolanda rodríguez.

edición: 20.000 ejemplares.

tarifa postal reducida Ministerio de Comunicaciones.

Las opiniones expresadas en los artículos son de exclusiva

responsabilidad de sus autores.

Presentación

Ponemos a disposición de los trabajadores, de nuestros sindicatos filiales y de la opinión pública, la compilación de una serie de artículos que sobre el tema del Bicentenario aparecieron publicados durante los últimos veintidós meses en el Informativo CUT Bogotá Cundinamarca, los cuales

son de la autoría del profesor Miguel Urrego, quien juiciosamente, mes tras mes, contribuyó con el propósito que nos hicimos de aportar, desde el movimiento sindical, a que sobre esa etapa de la historia del país se ventilen opiniones diferentes a la historiografía oficial. En la separata, que hoy editamos, aparecen también artículos de José Fernando Ocampo, Sergio de Zubiría, Oscar Murillo, July González quienes igualmente de-sarrollan una posición progresista y avanzada de la historia nacional.

En estos largos años de historia republicana y, particularmente, en el período neoliberal que se inauguró a comienzos de los años noventa del siglo pasado, las fuerzas más avanzadas de la sociedad colombia-na, entre ellas la clase obrera, han tenido que soportar esa especie de conspiración en el conocimiento de la historia, que pretende desterrar el debate o someter a trabajadores y a las nuevas generaciones a no tener referentes históricos o reducir la memoria histórica a la interpre-tación oficial. Por lo que difundir otra visión de la historia sobre los he-chos que ahora se rememoran refuerza la construcción democrática de nuestra nacionalidad.

Los trabajadores colombianos, sus organizaciones y el conocimiento de los episodios que contribuyeron a la forja de la nación, constituyen baluartes de la nacionalidad colombiana, fundamentales en el camino de nuestra construcción autónoma y progresista, por lo que ayudar a que estos participen en esta discusión bicentenaria, constituyó un compromiso de la CUT con el desarrollo de una opinión crítica, la cual debe contribuir a recoger las lecciones que permitan juntar a todos los sectores que hacen parte de la nación y de su historia para culminar la inconclusa tarea de las transformaciones democráticas que requiere el país, particularmente, su desarrollo autónomo y soberano.

Debemos agradecer al profesor Miguel Urrego, Doctor en historia del Colegio de Méjico, profesor del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo quien, de la manera más comprometida, asumió este propósito y posibilitó que desde este medio alternativo, de manera sistemática y ordenada, se ventilaran tempranamente, desde hace veintidós meses, los principales temas de debate sobre el Bicentenario. El profesor Urrego ha publicado nume-rosos artículos y varios libros entre los que destacamos: La crisis del estado nacional en Colombia, una perspectiva histórica. Intelectuales, nación y estado en Colombia. Motines, revueltas y levantamientos po-pulares en la historia de Colombia. Orden político, nación y modernidad en Colombia. La revolución en marcha Colombia 1934-1938.

Para el Comité de Redacción, el Departamento de Comunicaciones y para el Comité Ejecutivo de la CUT Subdirectiva Bogotá Cundinamarca, que inspiraron, apoyaron y construyeron este aporte a la historia de la nación y a nuestra propia historia, para las organizaciones sindicales, que con su colaboración, hicieron posible esta publicación y para to-dos nuestros afiliados, es un orgullo presentar al país este aporte a la celebración del Bicentenario.

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UPECOUnión Nacional de Pensionados

de las Comunicaciones

Carlos Fuentes

Tomado de LecTuras de eL Tiempo

La conTinuidad deL ideaL de La independencia hispanoamericana hasTa ahora.

La vocación independiente de His-panoamérica nace muy pronto. Los hijos del conquistador Hernán

Cortés se rebelaron contra la Corona, in-tentaron fundar un México independiente, fracasaron y lo pagaron con la cárcel y el destierro.

Si este ánimo de independencia se ma-nifestó tan pronto, los 3 siglos siguientes lo consolidaron mediante el mestizaje de europeos, indígenas y afroamericanos, la elaboración de una cultura popular y otra literaria, la formación de clases so-ciales y, a la postre, el contagio de las revoluciones francesa y norteamericana. Fueron estos factores los que condujeron al Conde de Aranda, Ministro de Carlos III, a proponer una comunidad hispana de naciones, comparable al Commonwealth británico, con reinos en Lima, México y Santa Fe, asociados a la monarquía española.

La expulsión de los jesuitas por Carlos III en 1767 acentuó la distancia. Los jesuitas, desde Roma, desde Londres, comenzaron a hablar de 'naciones' hispanoamericanas. Sin embargo, la liga con España se man-tuvo gracias a la formación de 'Cortes' par-lamentarias en Cádiz, con representación hispanoamericana, declarando incluso, una nueva Constitución para España y las Colonias. La invasión napoleónica a España en 1808, la imposición del trono de José Bonaparte ('Pepe Botella') y el exilio de Carlos IV y su hijo y sucesor, Fernando VII, condujo a las Colonias, en 1810, a proclamar la independencia. La feroz reacción del monarca español restaurado, Fernando VII, rompió para siempre el lazo de gobierno entre España y las Américas.

La independencia, a partir de 1821, reveló los intereses contradictorios de los acto-res sociales. Los criollos o descendientes de europeos. El campesinado. La clase obrera. Los reclamos de las provincias. Todos se manifestaron, llegándose a la formación de minirepúblicas en Argentina y el alto Perú. La unidad nacional fue el camino para superar estos separatismos locales, aunque sin dar lugar a una unidad hispanoamericana. El debate se trasladó a la forma de gobierno: imperio (Iturbide en México) o república. Y si república, federal o unitaria.

A partir de estos conflictos de la inde-pendencia y sus derivaciones, se forma-ron las repúblicas hispanoamericanas. La fachada legal escondía a menudo la realidad social. Hacer que coincidiesen sociedad y legalidad fue el propósito de presidentes como Juárez en México y Sarmiento en Argentina. La revolución mexicana introdujo el factor social en la Constitución. Otros caminos -la demo-cracia liberal en Colombia, la democracia popular en Chile, el corporativismo en Brasil- buscaron comprometer la justicia con el desarrollo.

La Guerra Fría interrumpió este proceso. Gobiernos militares aliados a los EE.UU. de América reprimieron a la democracia en nombre del anticomunismo. El fin de la Guerra Fría reanudó el movimiento de la democracia, al grado de que, hoy, la mayo-ría de nuestros gobiernos son producto de elecciones confiables. Contamos con ejecu-tivos acotados, congresos independientes, prensa libre, sindicatos y pluripartidismo.

Mero la mitad de la población sigue vivien-do en diversos grados de la miseria. La democracia debe acelerar su ritmo social a favor de los pobres. De lo contrario, las mayorías buscarán refugio en la promesa demagógica y, aun, en el regreso a la dictadura militar con la esperanza de que la demagogia o la dictadura resuelvan los problemas. No lo harán: el autoritarismo crea un progreso ilusorio.

El mandato es que la democracia se ex-tienda al trabajo, la educación y la salud de los millones que aún carecen de ellos en la América Latina. madrid, 2010

El contagio de Francia y EE. UU.

Subdirectiva Bogotá Cundinamarca

Esta edición contó con el apoyo de las siguientes organizaciones

de los trabajadores:

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July González Villadiego

dpTo. mujer cuT BogoTá cundinamarca

El 20 de julio de 1810 se promulgó el “grito de la Independencia”; en distintos países se celebran estos doscientos

años, que han dado cuenta de la participación de los hombres en su papel determinante en la conquista de la libertad. Sus hazañas, victorias y derrotas, las encontramos en los libros de his-toria que tradicionalmente estudian los futuros ciudadanos y ciudadanas. Pero muy poco o casi nada, encontramos en la historia contada a través de estos libros, sobre las heroínas de la Independencia.

En la celebración del Bicentenario, queremos dar a conocer y resaltar el papel de muchas mujeres que lucharon mano a mano junto a esos hombres, que también dieron su vida por la Independencia y que después de 200 años, el aporte de muchas de ellas, aún sigue en el anonimato. En esta edición, queremos referir-nos a algunas mujeres de las muchas heroínas de la Independencia, que han tenido cierto reconocimiento en la historia, pero también de aquellas que no han tenido, hasta ahora, el reconocimiento que merecen, y ocuparemos otras ediciones sucesivas para dar a conocer el papel de las mujeres en este proceso de lucha libertaria.

Mencionamos a las heroínas de la indepen-dencia Americana de España como testimonio sobre la participación y aporte femenino en este proceso: Juana Azurduy, Manuela Sáenz, Bartolina Sisa, Gertrudis Bocanegra, Luisa Cáceres, Policarpa Salavarrieta, las valientes de la coronilla en Bolivia, Manuela Gandarilla, Manuela Rodríguez, las hermanas Juana y Lucía Ascui, Rosa Soto y las hermanas Parrilla cuyos nombres no han podido ser establecidos. Recordamos también a Mercedes Tapia, María Pascuala Orepeza, Manuela Saavedra de Fe-rrufino, Lucía Alcocer León de Chinchilla, María Isabel Pardo de Vargas, María Teresa Bustos y Salamanca de Lemoire, María del Rosario Saravia y Luisa Saavedra de Claure.

Resaltamos igualmente que las mujeres de clase social alta del siglo XIX no solo eran educadas para realizar las labores domésticas, si no que eran alfabetas, educadas y literatas, lo que las ayudaba para realizar uno de sus principales papeles en la Independencia: Ser espías. Pero además de desempeñar las ac-tividades de espionaje, combatieron también al lado de los varones con ardor y coraje, corriendo con ellos las mismas contingencias de la lucha. Podemos mencionar algunas de esas provincianas valerosas: Agustina Mejía, guerrillera y espía en Guapotá; Juana Ra-mírez, Evangelina Díaz y Fidela Ramos, de Zapatoca; Engracia Salazar, de la guerrilla de La Niebla; Tránsito Vargas, guerrillera de Guadalupe; Manuela Uscátegui, Leonarda Carreño, mujeres valientes sacrificadas todas en el cadalso.

Luisa Cáceres fue la heroína mas conocida en Venezuela (1799-1866), esposa del general Juan Bautista Arismendi; fue hecha prisionera por su actividad estando embarazada y luego sometida al destierro. Resaltamos también el papel de Bartolina Sisa (1753-1782) heroína aymara y esposa de Túpac Katari (Julián Apa-za), quien movilizó a 40 mil indígenas contra

el poder español en el Alto Perú (hoy Bolivia), comandó batallones y fue una gran estratega al sitiar las ciudades de Sorota y La Paz. Fue cruelmente vejada y torturada, antes de ser ahorcada.

En México hubo importante participación de mujeres entre las tropas, así como en el ejército colombiano; y en la subregión andina fueron incorporadas mujeres de comunidades indíge-nas, al quehacer de la guerra.

Es importante mencionar la participación de Mi-caela Bastidas (1745-1781), esposa de Túpac Amaru II (José Gabriel Cóndor), quien partici-pó en la rebelión que encabezó su esposo en Perú. Ambos fueron ejecutados el mismo día, junto con Tomasa Condemayta, capitana de un batallón de mujeres que ganó batallas a las fuerzas españolas.

Manuela Sáenz, empezó con su rol de mujer independentista en el año 1819, antes de co-nocer a Bolívar y colaboraba con los patriotas en el Perú. Se unió a las huestes que comba-tían a los españoles y fue condecorada por San Martín como la “Caballeresa del Sol”, junto a otras 112 mujeres y ascendida al grado de Coronela. Peleó al lado del Mariscal Sucre en la batalla de Ayacucho. Ascendió montañas y vadeó ríos con el ejército patriota, peleando junto a los suyos en las batallas de Pichincha y Junín.

La historia la ha reconocido como la “amante del Libertador” desconociendo, de esta manera, su verdadero papel en la lucha por la Independen-cia. Manuela es una de las pocas mujeres más recordadas de la historia de América, no por su relación con Bolívar, sino por su temple y calidad de liderazgo, que no solo fue capaz de participar en el proceso libertario, sino también de salvarle la vida al Libertador en dos ocasiones.

Papel de la mujer en la Independencia de Colombia

En esta edición queremos resaltar la participa-ción de mujeres reconocidas en la historia, quie-nes estuvieron acompañadas de otras mujeres que se encuentran en el anonimato. Mujeres como Polonia Salavarrieta y Ríos, conocida como Policarpa, quien actuó como enlace de los revolucionarios en el período de la reconquista española. Era una costurera en Bogotá, oriunda del Valle del Cauca; su actividad fundamental fue la de espionaje y contraespionaje y trasla-daba los mensajes anticoloniales camuflados en naranjas. Por esta razón fue fusilada el 10 de noviembre de 1817.

El historiador Pedro María Ibáñez, reseña el nombre de algunas de esas mujeres de la cual la historia no se ha ocupado, pero que apor-taron en el proceso de la Independencia; son ellas: Eusebia Caicedo, Carmen Rodríguez, Josefa Lizarralde, Andrea Ricaurte, María Acuña, Joaquina Olaya, Melchora Nieto, Jua-na Robledo, Gabriela Barriga, Josefa Baraya, Petronila Lozano, Josefa Ballén y Petronila Nova, quienes fueron las capitanas de la insu-rrección mujeril. Algunas heroínas regionales como María Águeda Gallardo y Concepción Loperena de Fernández de Castro, también tuvieron una importante participación en las Juntas de Pamplona y Valledupar respecti-vamente.

Nos ocuparemos en próximas ediciones de seguir resaltando el papel de las mujeres en la

Las heroínas de la Independencia

lucha por la Independencia, no como un reco-nocimiento más, sino para llamar la atención también, en la deuda que la historia tiene en el reconocimiento de su liderazgo, aporte y lucha

en las gestas libertarias. Y, por hoy, termino con estos interrogantes: ¿Realmente alcanzamos la Independencia? ¿Nos corresponde seguir luchando por ella?

Manuelita Sáenz. Bartolina Sisa.

La “Guera” Rodríguez. Juana Azurduy.

Gertrudis Bocanegra. Luisa Càceres de Arismendi.

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José Fernando Ocampo T.

hisToriador, asesor de Fecode

I

El movimiento de independencia de 1810 a 1819 nos liberó de la dominación co-lonial de España. Significó un cambio

profundo de las instituciones, de la política y de la economía. Fue una auténtica revo-lución violenta. Fueron ejecutados grandes dirigentes por el dictador Morillo, murieron en el campo de batalla jóvenes promesas de la Nación, cayeron en la lucha miles de cam-pesinos, indígenas y esclavos incorporados al ejército libertador. Nueve años de lucha, de batallas, de cárcel, de sufrimiento y de gloria. Y lo fue también de confrontación in-terna. No toda la población estaba a favor de la independencia. La alta nobleza criolla pro española, el alto clero, grandes terratenientes de concesiones realengas, se mantuvieron con el dominio español hasta el final. Y entre los grandes dirigentes de la revolución hubo división ideológica, desacuerdos tácticos, hasta guerra civil. Pero triunfó la constancia, el acuerdo, la persistencia y la visión de que había que liberarse de España. En medio del enfrentamiento interno predominó la unidad final que llevó al triunfo de la revolución.

No puede dudarse que se operó un cambio radical de la sociedad neogranadina. Fene-ció el régimen colonial. Acabó la dominación política. Se acabó el virreinato. Los virreyes y los administradores y los funcionarios que representaban a España tuvieron que salir. Y los habitantes de cada nueva nación pudie-ron escoger sus gobernantes y los pudieron cambiar y los pudieron juzgar. Así mismo tu-vieron la capacidad de definir su economía, de organizar su producción, de tomar posesión de sus recursos naturales y de su riqueza. Y esto hay que decirlo, cualquiera haya sido su posterior desarrollo. Si no hubiera sido así, hubiera sido imposible poner las bases de un Estado-Nación. Las divisiones de la colonia no definían nacionalidad. Los límites no tenían carácter de nación. En el momento del grito de independencia surgieron distintas declaraciones y constituciones que denotaban la ausencia de cohesión nacional. Cartagena, Santa Marta, Antioquia, Chocó, Socorro, Ca-sanare, Neiva, Mariquita, Pamplona y Tunja, se dieron juntas de gobierno independientes o constituciones propias, todas en lo que en-tonces se llamaba Nueva Granada. No sería fácil unirlas, cohesionarlas, integrarlas en una sola nación, hoy llamada Colombia.

Cambió la estructura del poder político. Se derrotó al Rey y a los Virreyes. Dejó de tener autoridad la monarquía extranjera. El pueblo se rebeló contra el rey que era el represen-tante de Dios en la tierra. Su autoridad era divina. La transformación ideológica que significó que se derrumbara la concepción arraigada profundamente en la conciencia popular sobre el origen divino de la autori-dad real tomó un siglo. Tuvo que surgir en el mundo la gigantesca obra iconoclasta de la Enciclopedia en Francia, y abrirse paso la revolución protestante en Norteamérica en la mente de los ideólogos y combatientes de la independencia de Estados Unidos, y rugir

sobre el mundo las ideas de la Revolución Francesa con sus ideólogos y combatientes, y expandirse por las escuelas la teoría de la licitud del tiranicidio en la conciencia religiosa de la época que se enseñaba en el Colegio de San Bartolomé, para que los dirigentes di-rigieran la revolución y el pueblo se atreviera a rebelarse contra el poder político de la mo-narquía y la jerarquía eclesiástica.

Quienes dirigieron la revolución fueron cons-cientes de que se imponía una transformación radical de la educación. Sin lograrla no podría reconstituirse un nuevo país. Apenas se inicia-ba el gobierno independiente, el vicepresidente Santander, que reemplazaba a Bolívar mientras se desarrollaba la campaña del sur, introdujo la enseñanza del filósofo positivista Bentham para reemplazar la escolástica, entregarle al Estado el control educativo y formar los nuevos maes-tros laicos. Era lógico. Se había logrado el poder político con la derrota de la colonia, pero no se había consolidado el triunfo sobre las mentes del pueblo. En eso constituyó la genialidad de Santander. Y la luchó hasta su muerte.

La independencia nacional es soberanía. Y la soberanía democrática es la libre determi-nación de una nación para definir el carácter del Estado en sus constituciones y para esco-ger su sistema de gobierno sin interferencia extranjera. El movimiento de 1810 inició una larga lucha de diez años en Colombia y de casi quince en el resto de América Latina para lograrla y consolidarla. Después de dos siglos ese objetivo de la lucha de 1810 sigue vigente. En una lucha dos veces centenaria Colombia ha sufrido dos atentados directos contra su soberanía, el robo de Panamá de 1903 y la entrega de la bases militares que acaba de hacer el gobierno de Uribe a Estados Unidos. No importa cómo se disfracen. Hoy como hace dos siglos la lucha por la soberanía es objetivo prioritario de la defensa de la Nación.

II Una lucha de liberación

nacional

El grito de independencia de América constituyó todo un proceso ideológico y político que no surgió de la nada. Ese

20 de julio se forjó durante más de treinta años y, de pronto, desde mucho antes, con numero-sas rebeliones indígenas contra la dominación española, la más famosa de las cuales fue la de Tupac Amaru en Perú, y por movimientos comu-neros como el de 1781 en Colombia. Nunca fue fácil rebelarse contra la monarquía. Nunca fue fácil separarse de las creencias eclesiásticas. Esa conjunción entre autoridad religiosa y mo-nárquica derivaba de los Papas y se distribuía a los soberanos católicos. A la autoridad civil le correspondía el nombramiento de los obispos en nombre de Dios y del Pontífice. Por eso le adjudicaban un origen divino. No es extraño que los primeros levantamientos de 1810 y 1811 no apuntaran contra la autoridad real, sino contra la mala administración de virreyes y funcionarios de las colonias. El rey todavía era intocable. El Memorial de agravios de Camilo Torres y demás rebeldes lo respetaba y lo acataba. En Caracas, el levantamiento de abril de ese año lo que recla-maba era la restauración de la monarquía feudal de Carlos III después de haber sido destronado por el ejército napoleónico.

1810: La Independencia, dos siglos de lucha

Que Antonio Nariño publicara el texto de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en julio de 1795, cinco años después de que fueran proclamados en la Revolución Francesa y quince años exactos antes del levantamiento de 1810, constituyó un hecho subversivo para los gobernantes coloniales. A Nariño lo some-tieron a juicio, destruyeron los ejemplares de la publicación, lo enviaron preso a España y montaron una muralla ideológica contra el pe-ligro de todas las revoluciones del momento. La Real Audiencia que lo juzgó consideró su defensa más agresiva que la misma declara-ción sobre los derechos humanos. Fue a dar a las mazmorras de Cádiz por sus ideas. La his-toria de Nariño resulta impresionante. Se fugó de Cádiz, regresó a Santafé en 1797, allí fue encarcelado en el cuartel de caballería hasta 1803, por precaución las autoridades lo envia-ron a una de esas mazmorras espantosas de

Cartagena en 1809 hasta diciembre de 1810. En seguida tomó la dirección del movimiento revolucionario, organizó un ejército, se puso al frente de la campaña liberadora de 1813 y 1814, fue derrotado y echo prisionero en Pasto y enviado a España. No regresó sino hasta 1820, después de seis años de prisión, para estar presente en el Congreso de Cúcuta de 1821 y ser nombrado vicepresidente. Mo-riría un 13 de diciembre, dos años más tarde, en Villa de Leyva. Nariño nunca cedió sus principios revolucionarios, nunca se amilanó antes las adversidades, nunca abandonó su decisión de liberar a Colombia del yugo co-lonial. Se constituyó como “precursor” en un baluarte ideológico de la revolución y como “actor” del proceso independentista en un luchador invulnerable.

A Nariño lo acompañaba una generación que había recibido la iluminación de la Expedición

El Juramento de la Bandera de Cundinamarca (detalle), Francisco Antonio Cano, tríptico al óleo, 254 x 564 cm. 1913. Museo Nacional de Colombia. Bogotá.

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6 Separata especial/ 20 de julio de 2010bicentenario

Botánica del sabio Mutis. También fueron es-tremecidos por la Revolución Norteamericana y la Revolución Francesa. El mismo año de 1795 en que Nariño publicaba los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aparecieron pasquines sediciosos en Santafé de Bogotá y se formó toda una conspiración criolla ins-pirada por discípulos de la Expedición, entre los cuales se encontraban Francisco Antonio Zea y Sinforoso Mutis que seguirían siendo fieles a sus ideales de liberación y actuarían en el levantamiento de 1810. Mutis fue más que un sabio en botánica ordenador de la flora de América que ya de por sí lo lanzaba a la his-toria nacional. Defendió las teorías científicas de Galileo, Copérnico y Newton –rechazadas como herejía por la Iglesia– sobre el lugar de la tierra en el universo, sobre el papel de la ciencia en la sociedad, sobre el origen del uni-verso, sobre la relación no contradictoria entre religión y ciencia. Su rebelión contra la Inquisi-ción fue quizás el más extraordinario ejemplo proporcionado a la juventud neogranadina de que podía levantarse contra la dominación y la opresión. Con el pensamiento de Mutis se quebró el dogma, se resquebrajó el silogismo, se agrietó el dominio religioso, se desmitificó la monarquía, se abrieron las mentes a las nuevas ideas. Todo fue posible. Eso fue lo que lo convirtió con su Expedición Botánica en precursor de la Independencia.

A Mutis y a Nariño los persiguió el gobierno virreinal por sus ideas, porque fueron un ba-luarte de una nueva concepción de la socie-dad y de la política, cada uno a su manera y en su momento. Se trató de un impresionante movimiento ideológico que se expandió con una rapidez inconcebible para una época sin medios de comunicación. Defendieron una nueva concepción del mundo y una nueva forma de gobierno. Mutis sobre el mundo,

y abrió las mentes a nuevas concepciones. Nariño sobre el gobierno, y abrió la aspiración de independencia. No al control de un pueblo sobre otro, ni político ni económico. Ni directo ni indirecto. Ni por protección ni por defensa. No al control ni al dominio. Ese fue el verda-dero sentido del movimiento del que Mutis y Nariño fueron precursores. Una lección. Ni la globalización ni el intercambio ni las comuni-caciones pueden desvirtuar la independencia y la soberanía de las naciones para que la dominación y la protección disfrazada de unos países sobre otros mantengan la pobreza y el hambre sobre el mundo.

III La lucha política

En las grandes transformaciones polí-ticas siempre surgen y se desarrollan tendencias ideológicas contrapues-

tas o complementarias. Así sucedió en el movimiento de 1810. Y sus contradicciones ideológicas y políticas no solamente condu-jeron a enfrentamientos en el terreno de las ideas, sino que produjeron luchas armadas. No pensaban igual Nariño y Torres, ni Bolívar y Santander, ni Vargas y Caldas, para men-cionar los más identificados dirigentes de la revolución de independencia, a pesar de que no se manifestaban en forma organizada de partidos. La guerra de la mal llamada Patria Boba entre los ejércitos de Nariño y Torres no planteaba sino una diferencia fundamental en torno al carácter de nación unitaria o confe-deración de pueblos. Se trataba de un punto estratégico para el futuro de lo que sería la sociedad colombiana.

Camilo Torres representó una tendencia filosófica que no lo desligó de España, a pesar de haber sido condenado al patíbulo por Morillo. En el fondo siguió adherido a la

escolástica que había recibido en las aulas de religiosos y a una tradición monárquica de la que no se liberó. A Pedro Fermín de Vargas lo estremeció la liberación mental a que lo condujo la rebelión filosófica de Mutis. Fue el más enciclopedista de los precursores en su ideología y en su posición política. Nariño no publicó la declaración francesa sobre los derechos del hombre por una curiosidad in-telectual, sino por un convencimiento político que lo llevó a la cárcel y a la lucha militar con-tra el gobierno colonial. En Santander influyó como en ningún otro la gesta emancipadora de Estados Unidos, que perduraría en su concepción sobre el Estado y la República, a la cual unió el pensamiento revolucionario de los positivistas ingleses, Locke y, princi-palmente, Bentham, al que acudiría para la nueva educación neogranadina. Bolívar fue más ecléctico. Pasó de la escolástica a los enciclopedistas de ahí a los filósofos de la Revolución Francesa hasta los monárquicos ingleses. Por eso dudó de la democracia y se inclinó por regímenes dictatoriales o monár-quicos. No consideraba al pueblo que había llevado a la independencia, preparado para un gobierno de elección popular.

La lucha revolucionaria de independencia aglutinó cuatro tendencias ideológicas: 1) Los enciclopedistas democráticos, opuestos al control eclesiástico sobre las mentes como a la unidad de religión y estado, con una nueva mentalidad sobre la sociedad y el poder políti-co; entre ellos sobresaldría Pedro Fermín de Vargas. 2) Los liberales democráticos influidos por la Revolución Norteamericana y la Revo-lución Francesa con su sistema de gobierno democrático del que los estadounidenses fueron vanguardia mundial con su liberación de Inglaterra en 1782 y los franceses contra la monarquía; Nariño y Santander partieron

de allí. 3) Los liberales monárquicos, radi-cales en su lucha contra el colonialismo, no convencidos de la democracia o influidos por regímenes europeos exitosos por entonces, con influencias de los revolucionarios fran-ceses, temerosos de la experiencia gala de excesos y dubitaciones; allí estaría Miranda y se encuadraría también Bolívar con su cons-titución boliviana y su tentación monárquica con los ingleses. 4) Los escolásticos radicales, ceñidos a la fe católica, con fidelidad a la mo-narquía, unas veces con tendencia a unirse a España como provincia otras empeñados en la separación definitiva, unas inclinados a la construcción nacional otras partidarios de confederación de pueblos y regiones; podrían señalarse a católicos fervorosos como Torres y Caldas partidarios de esta alternativa como resultado de la lucha de 1810.

No era fácil unir en un solo movimiento re-volucionario tendencias tan disímiles, no era fácil llevarlos a una guerra contra la potencia todavía la más poderosa del mundo, no era fácil aglutinar un ejército sin recursos, sin armamento moderno, sin militares experi-mentados. Eso fue lo que logró Bolívar. Unió, aglutinó, suavizó las diferencias, perseveró, mantuvo el ánimo guerrero, señaló el objeti-vo fundamental, aprovechó los recursos del medio, entendió el ánimo del pueblo, dirigió la revolución. Bolívar es el Libertador.

IV El Libertador Simón Bolívar

Se ha escrito tanto sobre Bolívar que puede resultar fatuo o presuntuoso dedicarle dos o tres columnas en esta

serie sobre la Independencia. Pero no hacerlo sería un desconocimiento imperdonable. Bolí-var dirigió esta revolución. Bolívar la luchó cen-tímetro a centímetro. Entre 1812 y 1824 recorrió América de Caracas a La Paz una y otra vez, no en automóvil, ni en tren, y menos en avión, sino a caballo, con un contingente de soldados criollos, mulatos, indios, negros esclavos, mal equipados, mal trajeados, mal alimentados, que derrotarían un ejército de Morillo llegado a Colombia con más de quince mil soldados. Hoy, siglo veintiuno, no es fácil atravesar la cordillera oriental de Casanare a Boyacá. Lo logró con llaneros de tierra ardiente hasta la batalla del Puente de Boyacá el 7 de agosto de 1819 y siguió hacia el sur hasta coronar su misión libertadora en 1824. Biografías, histo-rias de la lucha de independencia, bibliografía inmensa, recopilación documental, alusiones permanentes, artículos, columnas de periódico, todo un arsenal medio infinito. Visiones contra-puestas sobre su vida, la de Madariaga o la de Waldo Frank, o la de Liévano Aguirre, o la de Arciniegas, o la de Manzini, o la de Masur, o la de García Márquez, o más recientemente la de John Lynch o Juvenal Herrera, y un archivo documental en América y Europa, inagotable. Fue que Bolívar derrotó en esta tierra la que todavía se consideraba la primera potencia colonial de la época, España.

No importa mucho para la historia su origen fa-miliar, su origen racial, su herencia terrateniente. Bolívar partía de esa realidad colonial. Hasta in-tentos de biografías psicológicas y psiquiátricas se han intentado de él. En cambio la educación de Simón Rodríguez y Andrés Bello lo marcarían en su primera juventud y en los principios de la revolución. Pero sus contactos en Europa lo pu-sieron al tanto de la Ilustración, de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, de la Carta a los españoles americanos, de las

Rendición de Berreiro, J. N. Cañarete. Óleo sobre tela. Museo Nacional de Colombia.

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teorías sobre los derechos naturales y el con-trato social. En Europa se transformó su mente con las ideas revolucionarias de la burguesía que ascendía al poder político y económico. Su transformación ideológica lo llevó a la decisión fundamental de su vida, la de dedicarse a la liberación de la América española. Y tuvo que sufrir derrotas, destierros, confiscaciones, trai-ciones, hasta coronar su ideal y su obra. En esas condiciones, en ese terreno, en ese momento histórico, su lucha fue una epopeya.

Resulta trascendental entender que Bolívar fue un unificador. Si no hubiera sido así, la lucha independentista hubiera fracasado. Unificó las ideologías. Unificó las creencias. Unificó las ambiciones. Unificó la lucha. Unificó el ejército. Unificó los generales. Unificó el pueblo. Hoy parece fácil. Pero la lucha ideológica y políti-ca llegó a ser tan aguda que Nariño y Torres se trenzaron en la guerra de 1812. Y Bolívar mandó apresar a Miranda y entregarlo a los españoles. Y Sucre fue asesinado. Y también Córdova. Las cuatro tendencias ideológicas que orientaron a los grandes dirigentes de la revolución independentista no eran superfi-ciales, tanto que condujeron en el siglo XIX a cuatro guerras civiles nacionales de gran envergadura. Por eso el papel unificador de Bolívar fue estratégico y fundamental. Unir a monárquicos y a católicos y a enciclopedistas y a demócratas radicales y a quienes buscaban convertir estas tierras en parte de la metrópoli, constituyó una labor titánica e histórica.

Bolívar fue un batallador incansable por un ideal, el de la independencia. Sufrió crisis, afrontó derrotas, superó traiciones, pero con su ejército obtuvo triunfos definitivos en las batallas del Pantano de Vargas, Puente de Bo-yacá, Carabobo, Maracaibo, Pichincha, Junín, Ayacucho. De él dice Germán Arciniegas: “Esa guerra (la de la independencia) consagró a Bolívar como el guerrero del siglo, más atrevi-do que Washington, más digno de admiración

que Napoleón”. La historia se escribe así, con dirigentes, con héroes, con visionarios, con pueblo, con ingentes sacrificios, con entera con-sagración, con denodada decisión. Ya desde la fecha de 1810, hace dos siglos, Bolívar se había comprometido con el movimiento desde Caracas y comenzaría con el viaje a Londres de ese año su trabajo por la liberación nacional de la colonia. Sus viajes, sus contactos políticos e ideológicos, su lucha en todos los terrenos, lo llevarían a la dirección de la revolución y al triunfo definitivo de la independencia.

V Qué significa la Independencia

¿Por qué Bolívar, Nariño, Santander, Var-gas, Torres y tantos otros, se revelaron contra la colonia? ¿Por qué en América

Española la mayoría de la población estaba con la corona? ¿Por qué tuvo tanta fuerza la conversión de América en una provincia de España con los mismos derechos de los de la metrópoli? ¿Por qué la monarquía española se apresuró a darle garantías a sus colonias en un intento de impedir su separación? ¿No resultaba mejor para la economía una rees-tructuración de las relaciones metrópoli colo-nia que la independencia completa? ¿No era un riesgo inconmensurable una separación sin tener ni siquiera una unidad económica ni un cálculo de las consecuencias que sobreven-drían para la población dispersa y aislada? ¿Simplemente la corriente independentista que se fue radicalizando buscaba asegurar sus intereses de clase afectados por el ré-gimen colonial? ¿Acaso la separación de la metrópoli resolvió la esclavitud y la opresión y la desigualdad y el porvenir de la población pobre y explotada? En esta meditación sobre la independencia es necesario responder y resolver estos interrogantes.

Aquí está en juego el significado de soberanía. Y, además, el significado del desarrollo político

y económico. Y, por supuesto, la utilidad de la separación de la metrópoli, es decir de la inde-pendencia política. Por supuesto, la soberanía implicaba que se constituyera el Estado-nación. Unos límites definidos, un determinado sentido de unidad política, una constitución, una orga-nización estatal, una definición de poderes, un sistema de gobierno. Ahí estaba la soberanía. A pesar del poder virreinal y de una autoridad colonial, no existía la conciencia de nación, por-que no se daban los lazos que la definieran. Ya se ha hecho alusión a la proliferación de gritos de independencia, de Juntas de Gobierno y de diversidad de constituciones, unas mo-nárquicas, otras democráticas, unas a favor de la metrópoli, contra Napoleón, a favor de Fernando VII. De todo. Sin nación, no puede haber soberanía. La defensa de unos límites definidos ¿acaso no determina la constitución de nación? ¿y acaso no determina el sentido de soberanía? Bolívar y la mayoría de los héroes de la independencia hubieran podido aceptar la posición de anexión a España con igualdad de derechos, es decir, anexarse al imperio español. Prefirieron luchar a muerte por la separación. Y esta significaba la cons-titución del Estado-nación, es decir, de la so-beranía. Sin soberanía no hubiera sido posible el desarrollo de la Nación colombiana, ni la venezolana, ni la ecuatoriana, ni la peruana, ni la boliviana. Fue la decisión de la mayoría de los dirigentes de la revolución independentista por la soberanía lo que le dio significado a la lucha del 20 de julio de 1810 hasta 1826.

¿Cuál es el sentido del desarrollo económico? Eliminar la pobreza, garantizar una mínima igualdad en las condiciones materiales de vida para toda la población, garantizar la acumu-lación social en beneficio de la colectividad, lograr las condiciones del mercado interior sobre la base de la industria pequeña, me-diana y pesada, no sin antes satisfacer las necesidades mínimas de una digna supervi-vencia. La clave del desarrollo es el mercado

interior. Y está determinado por la producción de bienes de capital. Hicimos una revolución política y nos quedamos a medio camino de la revolución económica.

VI El dilema del Libertador

Simón Bolívar

El gran dilema de Bolívar fue el sistema de gobierno que debía adoptar para las naciones recién liberadas del yugo

colonial. Su revolución victoriosa había sido hija de la Revolución Norteamericana, de la Revolución Francesa y de las ideas liberta-rias de la escolástica radical enseñada en las aulas de las instituciones educativas de en-tonces. Pero su íntimo contacto con el pueblo por años de lucha y de recorrido por el norte de Suramérica lo habían llenado de dudas profundas sobre las condiciones concretas de un gobierno eficaz que reconstruyera estas naciones. De allí salió un proyecto de consti-tución para Bolivia, aristocrático y dictatorial; impuso una dictadura en Perú; entabló un gobierno autocrático en Bogotá. No era extra-ño. México había declarado su independencia como monarquía. Brasil importaría un príncipe portugués. San Martín se inclinaba también por la monarquía. Miranda había quedado embelesado con las cortes europeas que había recorrido incluyendo el ejército francés al mando de emperador Bonaparte. Se había logrado la liberación de España pero no había acuerdo sobre el sistema de gobierno para los nuevos países. En realidad, los discursos de Bolívar y su correspondencia más conocida, desde la Carta de Jamaica hasta su discurso en el Congreso de Angostura en 1819, dejan un marcado acento monárquico y autoritario. Su admiración por Inglaterra y su sistema de gobierno superaba todos los límites. Y en sus últimos cinco años de gobierno y de vida man-tuvo contactos con los ingleses a favor de una monarquía para la Gran Colombia.

Bolívar mantuvo correspondencia con los de-legados ingleses en estos países, en la que declaró su admiración por la corona y sus intenciones monárquicas. Sus declaraciones a favor de Inglaterra y de la corona son nume-rosas. Como dice Arciniegas: “Lo de Bolívar e Inglaterra es una historia melancólica, dra-mática.” Con la pasión americanista que fue su enseña, añade: “Puso el Libertador toda su esperanza en una potencia extraña a Améri-ca, con mal pasado colonial, y ni ella misma lo escuchó”. (En Bolívar y la revolución, pág. 75). Bolívar negoció la traída de un príncipe inglés con los siguientes cónsules enviados del secretario de relaciones exteriores britá-nico, Mr. George Canning: capitán Thomas Maling en Lima; el comisionado británico en Lima y Bogotá, Patrick Campbell; Alexander Cockburn, ministro plenipotenciario británico en Bogotá; William Turner, ministro embajador en Bogotá. Su correspondencia con Maling y Campbell no deja dudas sobre su tendencia monárquica y pro inglesa. Al capitán Maling le escribe en 1824: “Ningún país es más libre que Inglaterra, con su bien reglamentada monarquía; Inglaterra es la envidia de todos los países del mundo y el modelo que todos desearían seguir al formar un nuevo gobierno o dictar una nueva Constitución… Deseo que usted tenga la plena seguridad de que yo no soy enemigo ni de los reyes ni de los gobiernos aristocráticos…”. Y a Campbell le responde sobre su propuesta de un príncipe inglés en 1825: “Inglaterra es, una vez más, nuestro

Batalla de Tacines. José María Espinosa (1845-60), óleo sobre tela. Museo Nacional de Colombia.

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ejemplo, cuán infinitamente más respetable es vuestra nación, gobernada por reyes, lores y comunes que aquella que cifra su orgullo en una igualdad que no alcanza a suprimir la tentación de ejercerla en beneficio del Estado. … Si hemos de tener un nuevo gobierno, que tenga por modelo el vuestro, y estoy dispuesto a dar mi apoyo a cualquier soberano que In-glaterra quiera darnos”. (En J. Fred Rippy, La rivalidad entre Estados Unidos y Gran Bretaña por América Latina (1808-1818).

A finales de 1829, muy cercana su renuncia y su muerte, Bolívar continúa con su idea mo-nárquica, a pesar de la dudas de que su acep-tación de un príncipe inglés no le fuera a traer más resistencia en Bogotá y más enemistad de los estadounidenses. Le dice a Campbell: “Es-toy muy lejos de oponerme a la reorganización de Colombia según el modelo de la esclarecida Europa. Por el contrario, sería muy feliz y pon-dría todas mis fuerzas al servicio de una obra que podría llamarse de salvación”. Es en ese contexto cuando Bolívar escribe esa famosa frase contra Estados Unidos, enviada al repre-sentante de la monarquía inglesa, nada menos, lleno de temores de una oposición democrática que crecía contra su dictadura, de que fuera a instaurar la monarquía: “¿Qué oposición no sería ejercida por todos los nuevos Estados americanos? ¡Y por los Estados Unidos, que parece destinado por la Providencia a desatar sobre América una plaga de sufrimientos en nombre de la Libertad!”. Se trata, pues, de una frase monárquica, utilizada por tirios y troyanos contra Estados Unidos, en ese momento van-guardia de la democracia y de la revolución burguesa mundial –todavía a casi un siglo de convertirse en la potencia imperialista que se llevaría a Panamá– mientras Europa se llenaba de monarquías que buscaban la restauración del régimen feudal. No es extraño, entonces, que al dejar el gobierno, desilusionado y an-gustiado, fuera sucedido por Urdaneta y fuera aprobado por unanimidad en su Consejo de Ministros, la traída de un príncipe inglés. Eran los bolivarianos radicales, autoritarios y dicta-toriales, fundamentalistas, que pondrían las bases de guerras civiles y enfrentamientos sin fin hasta la guerra de los Mil Días. Por fortuna el gobierno inglés nunca estuvo interesado, al final, en la monarquía colombiana soñada por Bolívar, muy posiblemente debido a sus acuerdos estratégicos con los estadouniden-ses sobre América por la “doctrina Monroe”, ni en el príncipe que le solicitaba el gobierno de Urdaneta, porque no les merecía ninguna atención. Con la caída del gobierno y la muerte de Bolívar, terminarían en Colombia las ten-dencias monárquicas.

VII La llamada Doctrina Monroe

y la independencia de Colombia

Referirse a la llamada Doctrina Monroe en la historia de América es como levan-tar una gran polvareda de tendencias,

contradicciones, posiciones, enfrentamientos, de una historia de dos siglos. En ella se pue-de sintetizar la historia moderna de América. Pero eludir su significado puede implicar que se ignore el sentido de la independencia de un pedazo del mundo que pasó por tres siglos de dominación colonial y arriesgar la comprensión de su historia contemporánea. Son varias las dificultades que enfrenta la posibilidad de hacer un planteamiento histórico acertado. Una, la po-lítica estadounidense en Colombia desde el robo de Panamá hasta el presente. Otra, la influencia de la historiografía mexicana y cubana posterior

a sus dos revoluciones, determinada por las intervenciones de Estados Unidos. Y, además, el cambio histórico operado por Estados Unidos, de vanguardia de la revolución democrática mundial del siglo XIX en una potencia poderosa y agresiva del siglo XX.

Se trata de las relaciones de Estados Unidos con Colombia, sobre las que se pueden distinguir cuatro etapas. La del período de la guerra de independencia de relativa indiferencia hasta el reconocimiento de la soberanía de Colombia en 1822; la del período republicano de alianza es-tratégica en el siglo XIX, sin interferencia alguna significativa; la del robo de Panamá hasta el final de la Segunda Guerra Mundial con el control del petróleo, el Tratado de Comercio de 1935 aten-tatorio contra la soberanía y una modernización adecuada a sus condiciones de intervención económica; y desde allí hasta el presente, de do-minio sobre la economía nacional en especial por planes de desarrollo de endeudamiento externo, el dominio del capital financiero y la injerencia política permanente hasta el tratado reciente de utilización de las bases militares. Las dos primeras no tienen carácter colonialista o imperialista. Las dos últimas definen el proceso y el ejercicio de dominación indirecta por medios económicos y hasta de posibilidades de una dominación direc-

ta. Distinguir el carácter de esta relación con sus características profundamente diferentes, permite comprender el sentido de la Doctrina Monroe.

El debate entre los historiadores colombianos ha sido agudo. Y, en mucho, distingue sus orien-taciones políticas y su visión sobre la realidad colombiana contemporánea. Indalecio Liévano Aguirre inspiró toda una tendencia de la llamada “nueva historia”, desde la defensa de Bolívar mo-nárquico hasta la del régimen feudal de Núñez. Germán Arciniegas se mantuvo en una posición americanista que no le perdona a Estados Uni-dos su transformación en potencia imperialista. Por eso Arciniegas se separa tanto de Liévano Aguirre sobre el carácter de la Doctrina Mon-roe. Liévano coincide con los historiadores de la revolución mexicana como Carlos Pereyra y José Vasconcelos, para quienes la Doctrina fue siempre un instrumento del expansionismo estadounidense, con lo cual tergiversan su sen-tido histórico de defensa continental por más de medio siglo, que sí acoge Arciniegas.

Fue Santander, y no Bolívar, en el mensaje que dirige al Congreso de 1824 en calidad de vicepresidente, quien comprendió el sentido del mensaje del presidente Monroe al Congreso de Estados Unidos: “Semejante política consola-dora del género humano,” dice, “puede valer a

Colombia un aliado poderoso en el caso de que su independencia y libertad fuesen amenazadas por las potencias aliadas. El Ejecutivo no pudien-do ser indiferente a la marcha que ha tomado la política de los Estados Unidos, se ocupa eficaz-mente en reducir la cuestión a puntos terminantes y decisivos”. Se había formado en 1815 la Santa Alianza de dos potencias feudales europeas y se había recompuesto por la Cuádruple Alianza de Austria, Prusia, Rusia e Inglaterra, a la que se uniría pronto España. Surgía en América el temor y la sospecha de una verdadera alianza de las potencias europeas por la reconquista de América. Por eso Sucre le escribe a Bolívar en medio de la campaña del sur: “En este año vere-mos el desenlace de Europa, el cual va más que nada a decidir de la América. Todo colombiano debe ahora poner un ojo en el Perú, y otro en la Santa Alianza. Esta maldita coalición de los Reyes de Europa me hacen temer mucho de la existencia de nuestras instituciones; no puede negar usted que más cuidado me da de ellos que de los godos del Perú… Creo que usted cuenta más que demasiado con los ingleses; estos serán como los demás, amigos de tomar su parte, y lo único que harán por su poder será tomar la mejor parte…”. (En Arciniegas, Bolívar y la revolución, pág. 130).

En diciembre de 1823, fecha del discurso del presidente Monroe al Congreso sobre la defensa de América, la posibilidad de una reconquista eu-ropea no estaba descartada. Pero poco a poco, una tras otra, las potencias europeas fueron re-conociendo la realidad de la independencia ame-ricana. Y hacia mediados del siglo la historia de América tomó otro giro, una vez alejado el peligro de la reconquista. En América del Norte la recom-posición de Estados Unidos con la incorporación de Florida, Louisiana y las provincias de México. En América Central la división en pequeños paí-ses después de separarse de México y Colombia. En América del Sur con guerras y transacciones que reestructuraron los límites heredados de la Colonia. Pero al llegar el cruce de los dos siglos, la guerra hispano-norteamericana y el robo de Panamá por Estados Unidos determinan su transformación en una potencia imperialista que se lanza a la conquista de mercados de capital, una vez en el mundo se ha agotado la posibilidad de nuevas anexiones territoriales.

La Doctrina Monroe, entonces, cambia de ca-rácter, se incorpora al del Destino Manifiesto, al de la Enmienda Platt, a la de las invasiones en América Latina. Así lo declaraba Teodoro Roose-velt en su mensaje al Congreso un año después de Panamá: “Un mal crónico, o una impotencia que resulta en el deterioro general de los lazos de una sociedad civilizada, y en el hemisferio occidental, la adhesión de los Estados Unidos a la Doctrina Monroe, puede forzar a los Estados Unidos, aun sea renuentemente, al ejercicio del poder de policía internacional en casos flagran-tes de tal mal crónico o impotencia”. (Mensaje al Congreso, diciembre de 1904). De allí resultarían las intervenciones de Estados Unidos en Cuba, Puerto Rico, República Dominicana, México, Guatemala, Panamá, Granada. Y así prepararía las condiciones de su dominio económico con mi-siones económicas, tratados de comercio, planes de defensa continental y protección de su área de influencia estratégica. Como diría Arciniegas al concluir su artículo sobre Monroe: “Cerrándole el paso al imperialismo yanqui, y colocados en el mismo nivel los Estados Latinoamericanos, se volvería al pensamiento original que de Angos-tura pasó a Bogotá y de Bogotá a Washington, cuando de norte a sur y de sur a norte lo que se buscaba era una definición continental, hecha con los ingredientes de la república, del gobierno representativo, de la libertad. Es decir: la indepen-dencia continental”. (Op. cit., pág. 136).

Bolívar natural de Carácas. Pedro José Figueroa. 1820. Óleo sobre tela. Museo Nacional de Colombia.

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Sergio De Zubiría Samper

proFesor deparTamenTo de FiLosoFía universidad de Los andes

En los movimientos sociales y discusio-nes académicas empieza a debatirse con fuerza el sentido de la conmemora-

ción del Bicentenario. En el último mes se han llevado a cabo importantes foros universitarios y reuniones de las organizaciones populares, atravesadas por dos interrogantes principales: ¿tiene algún valor y significado conmemorar el proceso de la Independencia de América?, ¿cuál debe ser la actitud de la izquierda lati-noamericana frente a este suceso histórico?

Aunque la polémica apenas se inicia y es complejo sistematizar su riqueza, ya empie-zan a vislumbrarse distintas posiciones en el seno de las organizaciones populares y partidos políticos. Podemos ubicar, por lo me-nos, tres perspectivas diferentes de análisis para abordar las dos inquietantes preguntas anteriores.

La primera postura sostiene que es necesario rechazar cualquier tipo de conmemoración, porque la denominada “independencia”, sig-nificó simplemente el establecimiento de una nueva forma de dominación. La élite criolla pri-vilegiada se estableció como clase dominante. Para esta posición, no puede denominarse independencia a los procesos históricos con-tinentales de 1809 a 1815. Esta perspectiva de análisis enfatiza, que ni todas las clases sociales ni las etnias colombianas, deben celebrar el momento de la independencia. Por tanto, para quienes sostienen esta tesis, no existe nada que conmemorar desde una posición de izquierda.

La segunda perspectiva plantea que la divul-gada noción de “segunda independencia” es una estrategia para la desvalorización del fe-nómeno de la independencia. Un cierto rasgo “nihilista” que ha caracterizado a la izquierda latinoamericana, desde el sesquicentenario, al leer los trascendentales hechos de inicios del siglo XIX. Para esta visión, existe una tenden-cia en el pensamiento crítico latinoamericano a deslegitimar y devaluar las primeras inde-pendencias. A no reconocer ningún aporte

substantivo de la independencia en los órde-nes de la vida social y cultural.

En el fondo, estas dos posiciones interpre-tativas expresan actitudes polarizantes. La primera, desvaloriza plenamente el fenómeno histórico de la independencia e identifica la noción de conmemoración con festividad o “celebración” acrítica. La segunda, sobredi-mensiona las transformaciones sucedidas en la primera independencia y destaca sólo los elementos positivos de este hecho histórico. Tenemos que encontrar un camino más se-reno y equilibrado para juzgar los sucesos de nuestra historia; que no pacte con una lectura maniquea del proceso independentista.

Un equilibrio reflexivoEn las conclusiones de su obra Los Inconfor-mes, Ignacio Torres Giraldo, formula unas te-sis que pueden orientar ese sendero reflexivo de apropiación de la historia. Con ánimo enu-merativo, la llamaremos la tercera perspectiva o hacia un equilibrio reflexivo con la historia. La primera tesis, del investigador colombiano, es reconocer que “una delgada capa distin-guida, vinculada al señorío feudal, a los altos núcleos mercantiles pro-ingleses, a la vieja cultura teológica y al bizarro militarismo bo-napartista, sea en realidad la que comanda el triunfo de la extraordinaria guerra de liberación nacional”. La segunda, “sin embargo, nadie con razón podría negar la importancia de las mínimas reformas consumadas a raíz de la Independencia, porque el hecho mismo de la emancipación de España es de tal magnitud que imprime sello y grandeza a los actos”1.

Por tanto, es innegable el carácter de clase del fenómeno de la independencia, pero al mismo tiempo, “nadie con razón” puede ne-gar la importancia de ciertas reformas reali-zadas en la primera independencia. Son de indudable importancia las transformaciones político-administrativas, la preocupación por la enseñanza pública, la creación de proce-sos intelectuales ilustrados, las disputas por la construcción de la nación, las reformas económicas, la victoria de los ejércitos repu-blicanos, entre muchas otras.

Subrayar el establecimiento de un nuevo bloque de clases en el poder, no conlleva

desconocer las transformaciones desencade-nadas por esa nueva correlación de fuerzas sociales. Ubicar las relaciones de dominación establecidas, remite a una nueva fase de la lucha de clases.

El sentido profundo de una conmemoración histórica para el pensamiento crítico, no tiene nada que ver con lecturas higiénicas o tran-quilizantes de la historia. El recorrido histórico de occidente está colmado de barbarie, explo-tación, dominación y sufrimiento. Tal vez, por ello, Marx y Engels, preferían hablar de la pre-historia de la humanidad. Para estos pensado-res, aún no hemos ingresado en la verdadera historia. La conmemoración en sentido crítico, remite a nociones como amnamesis y catarsis, que nunca remiten a celebración acrítica. Es-tos términos de raíz griega, se acercan más a memoria colectiva, purificación liberadora, diá-logo con lo suprimido, retorno de lo reprimido, prestar la voz al sufrimiento.

El pensador Walter Benjamin, utilizó la metá-fora de ̈ historia a contrapelo”, porque recono-cía que la memoria histórica profunda no es cualquier memoria. La fuerza de la memoria moral, para el filósofo Reyes Mate, heredero de Benjamin, consiste en abrir expedientes que la historia oficial o el derecho daban por definitivamente cerrados. La memoria no se arruga ante términos como prescripción, amnistía o insolvencia, pues tiene la mirada puesta en las víctimas, las injusticias y los oprimidos. Si hubo una injusticia pasada y no ha sido saldada, la memoria profunda procla-ma la vigencia de esa injusticia.

Hacia la segunda independencia

Sostenemos que la categoría de “segunda independencia” contiene tres movimientos necesarios para evaluar adecuadamente nuestra historia social. El primero, logra ante la historia no sobrevalorar ni desvalorizar el movimiento de la Independencia. Es necesa-ria una segunda independencia por los límites, ambigüedades y contradicciones de la desen-cadenada en el siglo XIX. Al mismo tiempo reconoce, que la primera contiene elementos de independencia, al otorgarle el estatuto de “primera”. El segundo movimiento, posibilita

retomar ciertas promesas incumplidas de ese fenómeno. Al no caracterizar el fenómeno de la independencia como algo completo y con-cluido, nos permite rememorar los proyectos aún no realizados. El tercero, nos impele a abrir horizontes de otros sueños y sociedades posibles. La historia no terminó con las luchas independentistas y otras tareas más allá de las consignas del XIX, son necesarias para construir el presente y el futuro.

El bicentenario desde una perspectiva de se-gunda independencia nos interpela con rigor a rememorar sus mayores promesas incumpli-das. Tal vez, cuatro de ellas son devastadoras en nuestra época. La primera, es la imposibili-dad de realizar la integración latinoamericana desde la perspectiva de Martí y Bolívar. La segunda, es la construcción de verdaderas y soberanas repúblicas en toda la región de Nuestra América. La tercera, la consolidación práctica de Estados-nación de naturaleza no excluyente, multiétnicos y multiculturales. La cuarta, la configuración de una democracia efectiva con igualdad material.

El bicentenario, desde una perspectiva crítico-emancipatoria, nos obliga a elevar la profundidad de nuestros sueños y utopías. Tres horizontes de expectativas se ubican en esa agenda crítica de América Latina. El primer horizonte, es la emergencia de una nueva generación de derechos ecológico-políticos. La responsabilidad latinoamericana de amar nuestra biodiversidad y la soberanía sobre esa incomparable riqueza natural. Los pueblos americanos se alzan en la defensa soberana de los derechos de la madre tierra. El segundo, la recreación del proyecto socia-lista latinoamericano para derrumbar el capi-talismo. La posibilidad concreta de reformas no-reformistas que conduzcan a revoluciones anti-capitalistas. El tercer horizonte, la refun-dación de una teoría de la justicia social más allá del liberalismo. Una justicia social que atienda la redistribución de la tierra, el ingreso y la riqueza, pero también que escuche las peticiones del reconocimiento de la diversidad a través del poder político.

1 Torres Giraldo, I. Los Inconformes. Bogotá: Editorial Latina, 1978. Tomo I. p. 229.

Bicentenario y segunda independencia

Batalla de los Éjidos de Pasto. José María Espinosa (1845-60), óleo sobre tela. Museo Nacional de Colombia.

Jaspe, Generoso. Fusilamiento de los próceres de Cartagena. Ca. 1886. Litografía en color (Tinta litográfica/papel

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«Es otra vez como la noche de San Juan de Payara», dijo. «Sin Reina María Lui-sa, por desgracia».

José Palacios conocía de sobra aquella evo-cación. Se refería a una noche de enero de 1820, en una localidad venezolana perdida en los llanos altos del Apure, adonde había llegado con dos mil hombres de tropa. Había liberado ya del dominio español dieciocho provincias. Con los antiguos territorios del virreinato de la Nueva Granada, la capitanía general de Venezuela y la presidencia de Quito, había creado la república de Colom-bia, y era a la sazón su primer presidente y general en jefe de sus ejércitos. Su ilusión final era extender la guerra hacia el sur, para hacer cierto el sueño fantástico de crear la nación más grande del mundo: un solo país libre y único desde México hasta el Cabo de Hornos.

Sin embargo, su situación militar de aquella noche no era la más propicia para soñar. Una peste súbita que fulminaba a las bestias en plena marcha había dejado en el Llano un reguero pestilente de catorce leguas de caballos muertos. Muchos oficiales desmo-ralizados se consolaban con la rapiña y se complacían en la desobediencia, y algunos se burlaban incluso de la amenaza que él había hecho de fusilar a los culpables. Dos mil soldados harapientos y descalzos, sin armas, sin comida, sin mantas para desafiar los páramos, cansados de guerras y muchos de ellos enfermos, habían empezado a deser-tar en desbandada. A falta de una solución racional, él había dado la orden de premiar con diez pesos a las patrullas que prendieran y entregaran a un compañero desertor, y de fusilar a éste sin averiguar sus razones.

La vida le había dado ya motivos bastantes para saber que ninguna derrota era la última. Apenas dos años antes, perdido con sus tro-pas muy cerca de allí, en las selvas del Orino-co, había tenido que ordenar que se comieran a los caballos, por temor de que los soldados se comieran unos a otros. En esa época, se-gún el testimonio de un oficial de la Legión Británica, tenía la catadura estrafalaria de un guerrillero de la legua. Llevaba un casco de dragón ruso, alpargatas de arriero, una casaca azul con alamares rojos y botones dorados, y una banderola negra de corsario izada en una lanza llanera, con la calavera y las tibias cruzadas sobre una divisa en letras de sangre: "Libertad o muerte".

La noche de San Juan de Payara su atuen-do era menos vagabundo, pero su situación no era mejor. Y no sólo reflejaba entonces el estado momentáneo de sus tropas, sino el drama entero del ejército libertador, que muchas veces resurgía engrandecido de las peores derrotas y, sin embargo, estaba a punto de sucumbir bajo el peso de sus tantas victorias. En cambio, el general español don Pablo Mori-llo, con toda clase de recursos para someter a los patriotas y restaurar el

orden colonial, dominaba todavía amplios sectores del occidente de Venezuela y se había hecho fuerte en las montañas.

Ante ese estado del mundo, el general pas-toreaba el insomnio caminando desnudo por los cuartos desiertos del viejo caserón de hacienda transfigurado por el esplendor lunar. La mayoría de los caballos muertos el día anterior habían sido incinerados lejos de la casa, pero el olor de la podredumbre seguía siendo insoportable. Las tropas no habían vuelto a cantar después de las jor-nadas mortales de la última semana y él mismo no se sentía capaz de impedir que los centinelas se durmieran de hambre. De pronto, al final de una galería abierta a los vastos llanos azules, vio a Reina María Lui-sa sentada en el sardinel. Una bella mulata en la flor de la edad, con un perfil de ídolo, envuelta hasta los pies en un pañolón de flores bordadas y fumando un cigarro de una cuarta. Se asustó al verlo, y extendió hacia él la cruz del índice y el pulgar.

«De parte de Dios o del diablo», dijo, «¡qué quieres!»

«A ti», dijo él.

Sonrió, y ella había de recordar el fulgor de sus dientes a la luz de la luna. La abrazó con toda su fuerza, manteniéndola impedi-da para moverse mientras la picoteaba con besos tiernos en la frente, en los ojos, en las mejillas, en el cuello, hasta que logró amansarla. Entonces le quitó el pañolón y se le cortó el aliento. También ella estaba desnuda, pues la abuela que dormía en el mismo cuarto le quitaba la ropa para que no se levantara a fumar, sin saber que por la madrugada se escapaba envuelta con el pañolón. El general se la llevó en vilo a la hamaca, sin darle tregua con sus besos balsámicos, y ella no se le entregó por deseo ni por amor, sino por miedo. Era virgen. Sólo cuando recobró el dominio del corazón, dijo:

«Soy esclava, señor».

Fragmento Del libro De gabriel garcía márquez

El General en su laberinto«Ya no», dijo él. «El amor te ha hecho li-bre».

Por la mañana se la compró al dueño de la hacienda con cien pesos de sus arcas em-pobrecidas, y la liberó sin condiciones. Antes de partir no resistió la tentación de plantearle un dilema público. Estaba en el traspatio de la casa, con un grupo de oficiales montados de cualquier modo en bestias de servicio, únicas sobrevivientes de la mortandad. Otro cuerpo de tropa estaba reunido para des-pedirlos, al mando del general de división José Antonio Páez, quien había llegado la noche anterior.

El general se despidió con una arenga bre-ve, en la cual suavizó el dramatismo de la situación, y se disponía a partir cuando vio a Reina María Luisa en su estado reciente de mujer libre y bien servida. Estaba acabada de bañar, bella y radiante bajo el cielo del Llano, toda de blanco almidonado con las enaguas de encajes y la blusa exigua de las esclavas. Él le preguntó de buen talante:

«¿Te quedas o te vas con nosotros?»

Ella le contestó con una risa encantadora:

«Me quedo, señor».

La respuesta fue celebrada con una carcaja-da unánime. Entonces el dueño de la casa, que era un español convertido desde la pri-mera hora a la causa de la independencia, y viejo conocido suyo, además, le aventó muerto de risa la bolsita de cuero con los cien pesos. El la atrapó en el aire.

«Guárdelos para la causa, Excelencia», le dijo el dueño. «De todos modos, la moza se queda libre».

El general José Antonio Páez, cuya expre-sión de fauno iba de acuerdo con su camisa de parches de colores, soltó una carcajada expansiva.

«Ya ve, general», dijo. «Eso nos pasa por meternos a libertadores».

El aprobó lo dicho, y se despidió de todos con un amplio círculo de la mano. Por últi-mo le hizo a Reina María Luisa un adiós de buen perdedor, y jamás volvió a saber de ella. Hasta donde José Palacios recordaba, no transcurría un año de lunas llenas antes de que él le dijera que había vuelto a vivir aquella noche, sin la aparición prodigiosa de Reina María Luisa, por desgracia. Y siempre fue una noche de derrota.

A las cinco, cuando José Palacios le llevó la primera tisana, lo encontró reposando con los ojos abiertos. Pero trató de levantarse con tal ímpetu que estuvo a punto de irse de bruces, y sufrió un fuerte acceso de tos. Permane-ció sentado en la hamaca, sosteniéndose la cabeza con las dos manos mientras tosía, hasta que pasó la crisis. Entonces empezó a tomarse la infusión humeante, y el humor se le mejoró desde el primer sorbo.

Simón Bolívar. Nieves Martínez.1830. Hilo seda sobre papel. Museo Nacional de Colombia.

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Óscar Murillo Ramírez

hisToriador universidad nacionaL de coLomBia

El 8 de diciembre de 1824, frente a las tropas americanas en Ayacucho, Anto-nio José de Sucre profirió las palabras

que definían la importancia de aquello que ocurriría: “De vuestros esfuerzos depende el destino de Sudamérica” (Lynch/2009/260). Para entonces, el paso de los Andes, los encuentros y desencuentros entre San Mar-tín y Bolívar, los amores de este último con Manuela Sáenz, las luchas intestinas entre centralistas y federalistas, el creciente peso de los caudillos, eran algunos elementos consu-mados en la epopeya independentista.

El derrumbe colonial en la América hispá-nica fue un largo y continental proceso que marcó sus puntadas iniciales hacia el ocaso del siglo XVIII y los albores del XIX. Lejos de lo que pudiera pensarse, las abdicacio-nes de Carlos IV y Fernando VII en Bayona el 10 de mayo de 1808, que permitieron a Napoleón proclamar a José rey de España y las Indias, no fue lo que permitió la inde-pendencia americana, pero precipitó la crisis gestada y posibilitó una nueva experiencia: la creación de nuevos cuerpos políticos en las Juntas, la incógnita sobre la aceptación o no del poder colonial en ausencia del rey, el replanteamiento de idearios políticos, la definición sobre la conveniencia o no del centralismo y el federalismo.

Así, estamos frente a un escenario complejo que incluyó la apropiación y reelaboración de las ideas ilustradas, la resistencia criolla al esfuerzo español de reafirmar los lazos colo-niales a través de las reformas borbónicas y la emergencia de una opinión pública que, a tra-vés de los impresos, se convirtió en una de las esferas de producción de lo político. Aspectos estos que han sido minimizados y ocultados en la celebración del Bicentenario de la Inde-pendencia, en gracia con un discurso de la Se-guridad Democrática que acentúa el carácter militar de la conmemoración, por encima de los hechos que definieron el pasado común de América Latina ahora olvidado.

El carácter político de la Memoria

A diferencia de la Historia como orden del conocimiento, la Memoria es clave en la iden-tidad política y social, puesto que los límites de ésta se definen por recuerdos y olvidos que son fundamentales en la elaboración de mitos políticos. La memoria como producto colectivo, sostiene Maurice Halbwachs, es-tablece una relación política entre memoria y conmemoración como un acto representativo de los grupos sociales.

En una mirada sobre la significación de la memoria durante la transición política des-pués del franquismo, Reyes Mate afirmaba que la memoria tiene un potencial subversivo a nivel conceptual y político, pues cuestiona la autoridad de lo factual. Es decir, señala no

sólo lo que fue, sino también lo que pudo ser y, por tanto, proyecta una utopía.

Mate, retomando las nociones de Walter Benjamin, quien consideraba la experiencia del sufrimiento y al sujeto que sufre como los elementos de la memoria, plantea sintética-mente que “la propuesta política de la me-moria es interrumpir esa lógica de la historia, la lógica del progreso, que si causó victimas en el pasado, hoy exige con toda naturalidad que se acepte el costo del progreso actual” (Mate/2006/46).

Por lo anterior, el Bicentenario de la Indepen-dencia es un momento histórico importante en donde se observa a través del retrovisor del tiempo la construcción del futuro de nuestras naciones y su inscripción geopolítica en el mundo actual. Así, la Independencia cobra su sentido en la preocupación presente por nuestro pasado como nación y define nuestra identidad como cuerpo sociopolítico.

La violencia como discurso en la memoria oficial

Si concebimos la memoria como un aspecto capital de la definición identitaria de la socie-dad, entonces no es menos importante los discursos que la construyen. Bajo el gobierno de Álvaro Uribe, el discurso oficial sobre la figura de Simón Bolívar y la celebración del Bicentenario, se observa una constante aso-ciación entre los acontecimientos pretéritos

con las necesidades políticas de legitimar un proyecto político. Por ello, la asociación de la figura de Bolívar con el orden y la autoridad, así como una narrativa particular sobre la violencia como frustración histórica, tienen como corolario la invocación de la seguridad como tarea histórica por realizar.

Desde el inicio del gobierno Uribe, en el uso público de la historia y la figura de Bolívar, se encuentra la asociación orden-autoridad/seguridad-ley. Este discurso esta presentado en función del panorama político creado por la crisis del proceso de paz, y la figura de Bo-lívar es puesta de acuerdo con los avatares de la dinámica política contemporánea: “Para reposo del Libertador recuperemos el orden, que unifique esta Nueva Granada disgregada hoy en repúblicas de facto de organizaciones violentas” (El Tiempo/08/08/2002). Resalta allí la denominación de la nación actual con los caracteres de la época colonial.

Un ejemplo de la lógica militarista impuesta al Bicentenario por la Seguridad Democrática, estuvo en la denominada Ruta Libertadora, que inició en Pore el 20 de julio y culminó el 7 de agosto en el Puente de Boyacá con la pretensión de posesionar allí al nuevo ministro de defensa. El énfasis, tanto en los discursos como en los actos de celebración, ha estado sobre los hechos representativos de la campaña militar antes que en el carácter político que inicialmente tuvo la independencia americana.

Historia y memoria en el Bicentenario de la Independencia

En la celebración del Bicentenario es necesario restituir aquello que “(…) tenga algo que ver con la nación o con su historia”, tal como señalaba Francisco Mosquera y construir lo que metafó-ricamente denominaba un pastel con nuestra masa. Implica ello que se concreten las tareas históricas de la Independencia, la integración real y en condiciones de igualdad de amplios sectores en una ciudadanía política capaz de pensar un proyecto democrático en Colombia.

Batalla de Boyacá Ca. Darmet, J. M. 1824. Grabado en cobre (tinta de grabado/papel).

Testamento de Simón Bolívar. 10.12.1830. Manuscrito (tinta/papel).

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12 Separata especial/ 20 de julio de 2010bicentenario

Óscar Murillo Ramírez

universidad nacionaL de coLomBia

La Seguridad Democrática (SD) surgió a partir de dos acontecimientos a través de los cuales cimentó su legitimidad: el

ataque a las Torres Gemelas el 11 de septiem-bre de 2001, evento que significó la asunción del discurso antiterrorista y la doctrina de la Guerra Preventiva como estrategia geopolí-tica mundial; por su parte, en Colombia, se produjo un desgaste en la sociedad producto de la dinámica del conflicto armado y, particu-larmente, de las negociaciones con las Farc en el Caguán.

La SD, como discurso político, ha reconfi-gurado gran parte de los asuntos públicos. Define los amigos y enemigos en la política, es un elemento substancial de las políticas públicas urbanas y rurales, está presente en un amplio margen del discurso ciuda-dano, satura los medios de comunicación noticiosos y de entretenimiento. Pero ello no es todo: en tiempos de la efeméride del Bicentenario de la Independencia, la SD ha ideologizado la historia y establecido, por esa vía, un proyecto hegemónico de la cul-tura nacional.

Nacionalismo autoritario y hegemonía cultural

El 25 de octubre, en El Espectador, tuve la sorpresa de encontrar un editorial bien particular: “Uribe el historiador”. Se refería a la intervención realizada por el primer mandatario en el encuentro internacional de historia realizado en Cartagena: un discurso centrado en la historia política del siglo XIX y XX que resaltaba las benéficas acciones de las diversas administraciones de este país, y las limitaciones que produjo, en todos lo casos, la existencia de la violencia.

En un breve rastreo a los discursos de Ál-varo Uribe, en diversos eventos y contex-tos, encontré referencias similares. He aquí algunos ejemplos. En el Congreso Nacional de Seguridad Privada: “Una Patria que ha tenido buenos gobiernos, pero ha tenido no tan buenos resultados. Y la tragedia ha sido la violencia. Violencia en la conquista, en las guerras de la Independencia, violencia entre los propios” (SP, octubre de 2009).

Refiriéndose al conflicto con Venezuela, se-ñaló: “(…) yo he estado tratando de hacer una pedagogía nacional llamando la atención de los colombianos para ver la parte buena de cada gobierno de la patria, incluso de los gobiernos de la Patria Boba, y llegar a la conclusión que la violencia le afectó mucho la posibilidad de prosperar a un país como el nuestro” (W Radio, noviembre de 2009).

Días antes, en el marco del Consejo Comuni-tario en San Juan de Rioseco, Cundinamar-ca, aparece la misma lógica discursiva: “En

dos siglos, apenas Colombia ha disfrutado medidamente 47 años de paz: 7 años en el siglo XIX, y 40 años en el siglo XX. Cómo nos ha hecho de daño esa violencia” (SP, octubre de 2009).

Podría afirmarse que, en el marco de la SD, asistimos a una versión de la “Historia Patria”, la cual pasó del clásico modelo nacional-heroico del siglo XIX, basado en las vidas de los principales protagonistas de las gestas independentistas, a una historia cuyo eje na-rrativo es la violencia y sus efectos –más que sus causas–, en donde se articula un escueto nacionalismo apoyado en valores como la “pasión”, el “trabajo”, los utensilios de la vida rural y la iconografía religioso-cristiana, todo ello en función de un proyecto cohesionador de la comunidad política.

¿Qué encarna la afirmación: “el siglo XX no nos trajo más de 40 años de paz, el resto, fueron años de violencia”? Construye una narrativa hegemónica de la historia, cuyo hilo tejedor es la violencia, que se presenta como endémica, constitutiva de la colombianidad, referencial de la identidad nacional, y de la cual se concluye, desde dicha perspectiva, que se requiere la “seguridad” y el “orden” como únicos elementos validos para confi-gurar la sociedad y legitima, desde allí, ésta y muchas reelecciones más.

titucionalizada en la Ley de Justicia y Paz, evidencian una realidad distinta a la formu-lación del papel.

Por otra parte, los resultados de la política económica demuestran que la presunta “prosperidad”, como resultado de la SD, está lejos de ser igual para todos. Por ejemplo, impacto social, el sector financiero aumentó en un 35% sus ganancias para 2009.

Como corolario, aunque ha existido periodos de violencia en la historia de Colombia, la de finales del siglo XVIII e inicios del XIX, co-rrespondió a la batalla social por fundar un orden anticolonial y democrático a partir del cual se creó una cultura política que permitirá la construcción de las instituciones políticas durante el largo proceso del siglo XX.

Este debate resulta trascendental para comprender la complejidad de la historia de Colombia, su riqueza sociopolítica, para comprender que la violencia no ha sido lo único existente y que, en muchos casos, ésta obedeció a procesos históricos continentales y mundiales; igualmente, permite comprender que, quiérase o no, existe hoy un orden ins-titucional democrático forjado históricamente que se encuentra amenazado. De allí la im-portancia del Estado de derecho, las cortes y organismos de control que representan una molestia para el proyecto de Álvaro Uribe.

Seguridad Democrática y nueva historia patria

El “desquite” del siglo XXI: ¿Para quién y en función de qué?

El uso público de la historia obedece a la necesidad política del actor hegemónico de legitimar un proyecto a partir del cual organi-za el conjunto de la sociedad. Por ello, no es gratuito que Uribe concluya de su particular perspectiva histórica: “Este siglo tiene que ser el siglo de la seguridad para que sea el siglo del desquite, apreciados compatriotas” (SP, octubre de 2009).

En otra oportunidad, con mayor contunden-cia, afirmó: “Tenemos, compatriotas, que afianzar la seguridad. Tiene que ser un valor del siglo XXI. Este siglo tiene que ser el siglo del desquite, el siglo de la prosperidad. Por-que en los dos siglos anteriores, Colombia pudo haber ganado más prosperidad, de no haber tenido ese sino de la violencia” (SP, noviembre de 2009).

Sin embargo, esta triada de conceptos: valores-seguridad-prosperidad, se encuen-tra en función de un proyecto esencial-mente antidemocrático; veamos. La SD se definió como “(…) comprometida con el respeto de los derechos humanos, el plura-lismo político y la participación ciudadana” (Atehortúa/2007/49). Hechos como los “Fal-sos positivos”, interceptaciones a periodistas y políticos de oposición, y la impunidad ins-

Anónimo. Antonio Nariño y Francisco Antonio Zea en la imprenta. Ca. 1920. Fotolitografía (Tinta de impresión/Papel fotográfico).

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Óscar Murillo Ramírez

universidad nacionaL de coLomBia

“Muchas veces le vi lleno de ira, o más bien sufriendo indecible tormento, con la lectura de un artículo escrito contra él en algún despreciable papelucho. Puede esto no ser característico de una alma grande, pero sí manifiesta gran respeto a la opinión pública” (Lynch, 2009, p. 391).

El retrato que recrea el anterior fragmento remite a la imagen de Simón Bolívar, poco antes

del Congreso de Cúcuta en 1821, realizado por Daniel O´leary.

Y la ira de Bolívar tenía sentido, puesto que para aquellos que par-ticiparon del proceso histórico de la Independencia, los impresos eran mucho más que simple informa-ción: eran el mecanismo que per-mitió construir un ideario político en tiempos de transición hacia la Re-pública. En la disputa de ideas que se inauguró con la crisis colonial, las imprentas fueron iguales o más importantes que las armas, de allí la pugna por obtenerlas y defender su libertad (Garrido, 1993, p. 347).

En América, la naciente opinión pú-blica –a través de su base material en los impresos– se convirtió en la fuente de legitimidad, proveía por la voluntad de los sujetos, y, más aun, se transformó en un espacio social que estableció un modo jurídico de verdad y aprobación o rechazo de conductas sociales (Palti, 2007, p. 163).

En la Nueva Granada, los periódicos aparecen a finales del siglo XVIII y se constituyen en medios de producción y movilización de nuevos idearios políticos. La primera publicación in-formativa fue el Aviso del Terremoto de 1785. Posteriormente apareció El Papel Periódico de Santafé de Bogotá (1791-1797), editado por el cubano Manuel del Socorro Rodríguez. A inicios del siglo XIX, hubo una amplia-ción de publicaciones que circularon en Santafé: el Correo Curioso (1801), El Redactor Americano (1806-1809), el Semanario de la Nueva Granada (1808-1810), entre otros. Igualmente se publicaron en otras provincias del reino periódicos como El Argos Ameri-cano de Cartagena en 1810 y 1811; El Argos de la Nueva Granada de Tunja (1813-1815); La Aurora y el Boletín del Ejército del Sur de Popayán (1814), y La Gazeta Ministerial de la República de Antioquia (1814-1815).

En los impresos de la época, se consideraba el público como repre-sentante de un espacio social que, además de su valor, se invoca como

Opinión pública y prensa durante el período de la Independencia

portador de las grandes virtudes en donde los “hombres de luces” y desinteresados por el bien común intervienen. Al ser la opinión pública un centro de la disputa política, se recurría a la polémica como meca-nismo configurador del naciente cuerpo político y su forma organizativa, tal como se observa en la prensa de tipo centra-lista o federalista.

Durante los años 1811, 1812, la prensa de tipo centralista y federalista, consideraba crítica la situación de las pro-vincias y el reino en general, lo cual hacia necesario movilizar la opinión pública hacia la unidad de todas las provincias, como seña-laba Antonio Nariño, o hacia la creación de una “administración interior” con un “congreso gene-ral de las provincias”, tal como señalaban los federalistas.

En El Argos Americano, de orientación federa-lista, observamos en el prospecto que daba inicio a su publicación, la ne-cesidad de igualar ideas entre la opinión pública a través de la prensa: “Nos hallamos en una crisis peligrosa, en que nada conviene tanto como uni-formar las ideas. No hay conductor mas seguro para comunicarlas, y fijar la opinión pública, que los papeles periódicos” (El Argos Americano. Sept. 10 de 1810, p. 1.).

En La Bagatela, editada por Antonio Nariño entre 1811-1812, encontra-mos el mismo aspecto planteado en la “Carta a un amigo”: “Tu sabes que es imposible propagar la instrucción y fijar la opinión pública sin papeles periódicos, que siendo cortos y co-menzando a rodar sobre las mesas, obligan en cierto modo a que se lean”. (Suplemento a La Bagatela. N 4. 4 de agosto de 1811, p. 1).

Aunque existieran diferencias so-bre el carácter de la época, puesto que para los federalistas el periodo era de “regeneración de la patria“, y para Antonio Nariño era de una “sociedad naciente”, lo cierto es que, para ambas concepciones,

la opinión pública era la fuente de legitimidad de su propio proyecto político y requerían de la prensa como un medio de circulación de sus idearios políticos. Entre los di-versos idearios que circulaban, po-demos identificar tres: bien común, libertad e igualdad. Veamos.

En El Correo Curioso, editado por Jorge Tadeo Lozano en 1801, el bien común es entendido como aquello que facilita el alcance de la prosperidad material, el orden social y la felicidad moral. El bien común aparece relacionado con atributos que deben poseer todos los ciudadanos: inclinación por las artes y ciencias útiles (agricultura, industria, comercio), buen gusto o ejercer con criterio la sensibilidad, facultad de la buena crítica y una

profunda devoción por el territorio neogranadino o patriotismo.

Por su parte, Antonio Nariño, quien había traducido los Derechos del Hombre y el Ciudadano en 1793, contribuyo a través de La Bagatela a forjar una definición de época sobre la libertad. En La Bagatela, se divul-gaba que la libertad es la condición que permite al hombre la dignidad y el desarrollo de sus talentos para alcanzar la felicidad. Esa libertad individual, sin embargo, dependía de libertad colectiva y el fin de la condición colonial.

Por último, hacia 1808, la igualdad es expuesta por Francisco José de Caldas en el Plan de una Escuela Patriótica, en donde se observa que la educación es la base para el nue-vo ciudadano. En la escuela, aduce, todo debe ser “igualdad y fraternidad” y construir unión por lazos de amistad sin importar la condición económica y social. El Plan apareció en El Sema-nario del Nuevo Reino de Granada, periódico que además de difundir el pensamiento científico de los criollos neogranadinos buscaba estimular va-lores y principios para construir una nueva sociedad.

Antonio Nariño. José María Espinosa. Ca. 1825. Carboncillo y lápiz sobre papel de carta blanco. Casa Museo del 20 de Julio.

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14 Separata especial/ 20 de julio de 2010bicentenario

Por Miguel Ángel Urrego

insTiTuTo de invesTigaciones hisTóricas universidad michoacana de san nicoLás de

hidaLgo [email protected]

El propósito de esta com-pilación es proponer una breve interpretación de lo

que comúnmente se denomi-na la Independencia, período fundamental en la historia del continente americano y base sobre la cual se construirán los Estados nacionales a lo lar-go del siglo XIX. Los artículos fueron escritos pensando en aquellas personas inquietas y en los jóvenes que requieren una explicación precisa. Con ello no pretendimos dirigirnos a lectores superficiales, por el contario, quisimos dialogar con quienes sólo tienen unos breves momentos para informarse. Sin embargo, el lector que desee hacer una lectura crítica en-

contrará que los textos recogen el debate de los historiadores y que se exponen unas interpretaciones muy personales surgidas de un trabajo en archivos y diversas fuentes que usualmente los académicos emplea-mos.

Estos 22 artículos fueron escritos entre el mes de septiembre de 2008 y julio de 2010 para publicarlos mensual-mente en el Informativo CUT Bogotá y Cundinamarca.

La Nueva Granada es el nombre que recibió el virreinato y cuyo territorio coincide en gran parte con la actual Colombia. Empleamos este término porque es el que aparece no sola-mente en todos los documentos al final del período colonial sino por-que fue el que efectivamente logró la independencia de España. Sobre esta experiencia es que se consti-tuyó, de una manera muy lenta, la nación. Por lo dicho, no hablamos de la independencia de Colombia. Cuando hablamos de República de

Independencia, Estado y naciónIntroducción

Colombia nos referimos al proyecto de unidad entre Venezuela, Quito y la Nueva Granada formulado en 1819 y realizado en 1821, generalmente de-nominado Gran Colombia, y que se extinguió en 1830. Debemos recordar

que nuestra nación adoptó el nombre de República de Colombia en 1886.

Agradezco al Comité Ejecutivo de la Central Unitaria de Trabajadores Subdirectiva Bogotá Cun-dinamarca por la invitación a escribir estos artículos. Igualmente, deseo felici-tarlos por el importante esfuerzo para superar los límites del sindicalismo y tomar la conmemoración del bicentenario de la In-dependencia para entablar un diálogo con la nación. Agradezco especialmente a Carlos Raúl Moreno, di-rector del Informativo y del Departamento de Comu-nicaciones, por su dedica-ción a la publicación de los artículos, y a Miguel Ángel Delgado, Fiscal de la CUT Bogotá Cundinamarca, por su respaldo.

14

Pola Salavarrieta en el Cadalzo. Anónimo. Óleo. Alegoría de Simón Bolívar. P. Tranquille. Grabado. Museo Nacional de Colombia.

Miguel Urrego, autor de los siguientes 22 artículos sobre el Bicentenario para el

Informativo CUT Bogotá Cundinamarca.

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Nº 69, junio de 2010 15

15 NÚMERO 1

El famoso libro del historiador francés Lucien Febvre nos permite emplear su título para introducir un planteamiento fundamental: la apropiación del pasado siempre ha sido motivo de pugna entre las diferencias fue-

ras sociales y políticas de la nación. Las mujeres y los hombres del presente no dejan descansar a los muertos del pasado con sus preguntas, con sus dudas, con sus sueños. Este hecho evidencia una de las utilidades del estudio de la historia: legitima un orden social o justifica la formulación de uno nuevo. Veamos una serie de ejem-plos de la forma cómo se ha realizado la apropiación del pasado en Colombia.

Luego de la ruptura de la Gran Colombia y la formación de los partidos políticos se desató una disputa entre libe-rales y conservadores por la interpretación del periodo colonial. Los partidos necesitaban crear mitos de origen, de combate y de destino indispensables para justificar su existencia y, más importante aún, para la construcción de la nación. Lo más inmediato fue, entonces, elaborar una historia nacional. Sin embargo, las diferencias fue-ron notables. Los conservadores percibieron que en el periodo colonial se encontraban los fundamentos de la nacionalidad, España había traído el castellano y la re-ligión católica y había construido un sistema centralista, que aunque dependiente de la Corona unificaba al país. En suma, España había incorporado a la civilización –al destino de Roma– a los pueblos de América.

El liberalismo, por su parte, diseñó una explicación en la que se acentuó el mito de tres siglos de explotación y de una madre perversa –España– que no se preocupaba por sus hijos –América–. La leyenda negra del periodo colonial se vinculó a una exaltación del pensamiento liberal euro-peo y estadounidense, de la filosofía de Bentham, de la separación de la Iglesia y el Estado, de la educación laica y del federalismo. Por supuesto, los partidos edificaron su propio héroe: Bolívar para los conservadores y el general Santander para el liberalismo.

Con el triunfo del movimiento de la Regeneración, el con-servatismo pudo imponer un modelo de Estado nacional de carácter excluyente y ultraconservador y un sistema legal (constitución, códigos, ley de prensa) que le per-mitieron aplicar la condena que la Iglesia católica había hecho al liberalismo y al socialismo, a la modernidad en últimas, con el Syllabus (catálogo de errores del pensa-miento moderno). A partir del conjunto de leyes y normas se prohibieron las sociedades secretas, se expulsaron a los profesores liberales de los colegios, se establecieron juntas de censura y se legitimo el Índice, listado de libros considerados malos que la Iglesia prohibía a su feligre-sía. Quizás el hecho de que el católico que quisiese leer el liberal Diario de Cundinamarca debía tener dispensa eclesiástica y de que el liberalismo fuese considerado un pecado, son buenos ejemplos de los extremos a que se llegó el conservatismo y la Iglesia.

El conservatismo para cerrar aún más los escasos espacios de acción del liberalismo creó la Academia de Historia y definió un texto único para la enseñanza de la historia patria (Henao y Arrubla). Lo particular de éste y otros manuales escolares fue que comenzaron a incluir al comunismo, siempre visto como resultado de una conspiración exter-na, como ajeno a la nacionalidad y razón de los conflictos sociales. El asesinato de Jorge Eliécer Gaitán fue visto, por

ejemplo, como resultado de la conspiración del comunismo internacional y tal explicación apareció consignada en el manual escolar del sacerdote jesuita Rafael María Grana-dos, de amplio uso en décadas pasadas.

Un segundo ejemplo es el de la disputa entre de grupos de izquierda de los años sesenta por encontrar la explicación más adecuada sobre el pasado colonial. La pregunta por el carácter de las sociedades latinoamericanas y, en particular, por el de la sociedad colonial alimentó una larga polémica entre los científicos sociales de los partidos de izquierda. En síntesis, el sector trotskista formuló la tesis de que las sociedades latinoamericanas eran capitalistas por hacer parte del mercado mundial capitalista. Para otros, el mer-cado no era la respuesta y por ello, sostuvieron la hipótesis de que lo fundamental era la forma cómo se producía y ante la inexistente forma salarial acuñaron el principio de socie-dades feudales o semifeudales. La importancia del debate –impulsado, entre otros, por Sergio Bagú, André Gurder Frank, Luis Vitale y Ernesto Laclau– radicaba en que del ca-rácter de las sociedades dependía el tipo de revolución que se debía impulsar: socialista o de Nueva Democracia.

Un tercer ejemplo, es la relativa reciente polémica alrededor del V Centenario. La disputa esta vez entre la acartonada historiografía oficial y sectores académicos que intentaban elaborar nuevo conceptos, como los de encuentro de cultu-ras, querían un tipo de celebración diferente. En la polémica intervino el periódico El Tiempo, personajes como Germán Arciniegas y autores de manuales escolares.

¿A qué viene este largo recuento de lo que hemos denomina-do combates por la historia? A que nos aproximamos a una coyuntura de enorme trascendencia para la vida de la nación colombiana: el bicentenario de la Independencia. Como en

los ejemplos que dimos, se produce una polémica en torno al sentido que debe adoptar la conmemoración y quienes aspiramos a una actividad alternativa a la oficial creemos necesario adelantar una profunda la-bor por lograr dos cosas fundamentales. La primera, la generación de un nuevo saber histórico que enfrente la historiografía oficial que estableció una indepen-dencia hecha por los criollos –sin indios, sin negros, sin mujeres–. La segunda, una apropiación de la con-memoración por parte de los sectores democráticos del país, pues como en el pasado, la apropiación de la historia nacional se encuentra estrechamente vin-culada con la posibilidad de emergencia de nuevos proyectos políticos.

Anticipando algunos temas de discusión habría que valorar la experiencia de la Independencia como un modelo para el accionar político en épocas de crisis de un régimen en decadencia; determinar cómo se produce la emergencia de un nuevo orden; efectuar un balance de la Independencia, de de sus logros y sus debilidades en la construcción de una república y una nación; y resaltar la presencia de mujeres, negros e indígenas como actores fundamentales del proceso.

Por la importancia de la historia para el movimien-to sindical y para los demócratas colombianos, a partir de este número el Informativo CUT Bogotá Cundinamarca da cabida en sus páginas a una sección dedicada a la conmemoración del bicente-nario de la independencia. Aspiramos con esto a fijar nuestras tesis y concepciones sobre el tema y contribuir así al movimiento nacional por la segunda independencia.

Combates por la historia. A propósito del Bicentenario de la Independencia

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16 NÚMERO 2

La historia del período colonial tiene un mito am-pliamente difundido: el imperio español controló, desde el Descubrimiento, el territorio de lo que hoy constituye Colombia. Un examen más de-tallado de este planteamiento nos brinda una

imagen distinta, la cual es fundamental para entender la existencia de diferentes tipos de intereses ante la Corona en la coyuntura de la Independencia.

El arribo de los españoles al territorio americano los obligó a enfrentar variadas formas de resistencia de los indíge-nas y a reconocer el hecho de una amplia diversidad de comunidades con diferentes estados de consolidación, sistemas religiosos y actividades económicas. La supe-rioridad militar y el aprovechamiento de disputas entre comunidades indígenas (como las que se presentaban en el centro de México contra los mexicas o aztecas) o al interior de las mismas (como la que se sucedía entre los incas) les permitieron a los españoles el sometimiento de los hombres de guerras y un control relativamente rápido de las principales ciudades.

En Colombia, los españoles encontraron comunidades indígenas de relativo tamaño –pequeñas si se compara con las mexicanas o peruanas– que se concentraron es-pecialmente en las zonas andinas, los hoy departamentos de Cauca, Boyacá, Cundinamarca, Tolima, Huila y Nariño. Por su parte las comunidades de zonas selváticas o los Llanos, de zonas calientes como comenzó a denominarse, resultaron muy belicosas y poco atractivas. Los españoles prefirieron someter aquellas que les podrían garantizar mano de obra y que contaban con sistemas políticos y religiosos “desarrollados” y centralizados.

El mito de El Dodorado y el paso por zonas relativamente despobladas o habitadas por pacíficos indígenas permitie-ron una serie de tempranas fundaciones (Pasto, Santiago de Calí (1536) y Popayán (1537) y un fugaz encuentro de Gonzalo Jiménez de Quesada, Sebastián de Belalcázar y Nicolás de Federmán en Santa Fe de Bogotá. No obstante, se estableció una disputa entre los tres hombres por el reconocimiento de la Corona a su derecho de dominar los territorios recién descubiertos. Las diferencias terminaron con el nombramiento de Belalcázar como gobernador de Popayán, el viaje al Caribe de Federmán y el regreso de Quesada en 1539, luego de su pleito en Madrid, a Santa Fe con el título de gobernador de El Dorado.

La fundación de ciudades se erigió en la forma básica de control del territorio, era una avanzada de tipo militar y el mejor medio para dominar la población indígena. Sin embargo, la historia del asentamiento español estuvo plagada de grandes tragedias militares y humanas. De los ochocientos hombres que salieron de Santa Marta acompañando a Quesada llegaron sólo 166 a lo que sería Santa Fe de Bogotá. De la expedición a los Llanos Orien-tales en abril de 1569, que también emprendió Quesada, compuesta por 400 españoles, 1.500 indígenas, 1.100 caballos y 8 sacerdotes, solo sobrevivieron 70 españoles, 4 indígenas, 2 sacerdotes y 18 animales.

De manera que la geografía nacional impuso serias limi-taciones al proceso de control del territorio. Por razones de orden simbólico, militar y práctico se abandonaron las

zonas cálidas, salvo aquellas en las cuales se encontró oro, había mano de obra indígena o servía de enlace al centro con la costa atlántica. Por ello se explican las tem-pranas fundaciones de Santa Cruz de Mompox (1537) y de Honda (1539), puntos intermedios entre Cartagena y Santa Fe. En síntesis, el dominio de la Corona sólo exis-tiría en ciudades como Cartagena, Santa Fe, Popayán y sería cuestionado por el permanente levantamiento indí-gena y el establecimiento de palenques.

Las distancias entre ciudad y ciudad, el establecimiento de la encomienda (la entrega de un territorio e indios a un español a cambio de instrucción religiosa), la consoli-dación del poder de encomenderos, la formación de diná-micas económicas muy particulares (minería, agricultura), el inexistente mercado interno, la presencia de redes de familias con la capacidad para vincular diferente tipo de in-tereses (eclesiásticos, políticos y económicos) generaron una relativa autonomía de los poderes regionales y de las regiones mismas. Por ello, tendrán la capacidad de apli-car de manera restringida la normatividad elaborada por la Corona. Las Reformas Borbónicas, a finales del siglo XVIII, fueron el último intento para someter las regiones. No obstante, radicalizaron a los criollos y alimentaron un amplio rechazo popular.

Esta configuración de las regiones estimuló la confor-mación de intereses e identidades muy diferenciadas con respecto a las autoridades de Santa Fe y España. Las regiones con concentración de población indígena,

grandes encomenderos y una gran población tributaria tendieron a evidenciar una fidelidad a la Corona, allí se expresarían mayoritariamente el monarquismo. En ciudades con vida univer-sitaria, puertos o mayor extensión del mercado se tendió al republicanismo, a la creciente sepa-ración de España.

En el primer grupo se encontraban ciudades como Santa Marta, que alentaron y financiaron el sometimiento de los independentistas de Car-tagena, que se habían levantado en 1811. En el segundo, Cartagena y Santa Fe, donde se pudo establecer una coyuntural alianza de diversos sectores sociales en torno al proyecto de ruptura total con la Corona, y donde se elaboró el mito político de los criollos: España ha explotado a América durante tres siglos, base sobre la cual se justificó, por ejemplo, el levantamiento del 20 de Julio, y luego la Independencia.

La creación de la República fue posible por la supremacía del altiplano cundiboyacense, que impuso una idea de nación que, sin embargo, no contemplaba a las otras regiones, por ello, durante el siglo XIX se cedieron a los países vecinos cerca de un millón de kilómetros cua-drados y la segregación de Panamá en 1903 no fue consideraba por las élites una pérdida de territorio.

El mito del control del territorio durante la Colonia y el desarrollo del poder de las regiones

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Las diversas formas de resistencia indígena al orden colonial (I)

s frecuente encontrar en los libros de historia la idea de ocupación pacifica de Colombia. De igual forma, que la escasa resistencia indígena al es-tablecimiento español se extinguió rápidamente durante la Colonia. Sin

embargo, el rechazo al intruso fue adelantado por la mayor parte de las comunidades indígenas. En esta primera parte, mencionaremos brevemente los capí-tulos más importantes de la guerra entre indígenas y españoles y en la próxima entrega veremos cómo las comunidades indígenas emplearon el marco jurídico de la Colonia, la resistencia pacífica y su cultura para garantizar su permanencia en el tiempo.

Los dos últimos zipas bacataes, Tisquesusa y Sagita, murieron en la lucha contra la Conquista española. El primero en combate durante el asalto español a su cercado, y su heredero tras ser captu-rado luego de una dura resistencia a los hombres de Quesada. Sagipa fue torturado hasta la muerte para que revelara el escondite del supuesto tesoro de los zipas, pues el oro encontrado a los bacataes fue muy inferior al arrebatado a los muiscas de Hunza, por lo que los españoles supusieron que lo habían ocultado.

Pedro de Añazco, lugarteniente de Belalcázar y funda-dor de Timaná, –población del actual departamento del Huila–, decidió quemar vivo en 1539 a un jefe aborigen yalcón, pues este se negaba a reconocer el dominio del español. Este acto de salvajismo generó una subleva-ción general los yalcones dirigida por la madre del ca-cique sacrificado quien, con el nombre de “La Gaitana”, condujo a la victoria a su pueblo y capturó a Añazco, para vengar de manera ejemplar el cruel asesinato de su hijo. La retaliación española fue muy cruel. Después de varios choques los yalcones se hicieron prácticamente exterminar antes que someterse.

En 1542 se rebelaron los indígenas quimbayas contra la violencia del capitán Miguel Muñoz, quien para castigarlos les cortaba las narices o los arrojaba a los perros. Fueron tan graves las acusaciones contra el capitán que el oidor Francis-co Briceño lo condenó a tres años de servicio en las galeras, el destierro perpetuo de las Indias, la prohibición de ejercer oficios públicos y la pérdida de sus encomiendas.

En 1557 se produjo una nueva rebelión en rechazo a las crueldades del capitán de Cartago Andrés Gó-mez, quien en una acción punitiva causó la muerte de 90 indígenas. En la reacción, los quimbayas sitiaron la ciudad de Cartago durante cinco días. La rebelión fue derrotada por las divisiones entre los caciques.

La guerra contra los pijaos se desarrolló a lo largo del siglo XVII. En 1606 Ibagué, que había sido fun-dada para combatirlos, fue asaltada y tras la batalla los españoles perdieron en el incendio 70 casas y tuvieron 60 muertos, la mayor parte indígenas auxi-liadores de los españoles.

La guerra del hambre fue la campaña dirigida en 1607 por Juan de Borja contra los pijaos: incendió sementeras y taló los bosques buscando eliminar las fuentes de alimenta-ción de los indios. En ese mismo año, el mohan Calarcá, el más importante cacique pijao, perdió la vida en un combate contra los europeos. La campaña de 1608-1618 fue posible por la alianza de los españoles con indígenas natagaimas y coyaimas y el desarrollo de un verdadero cerco militar. Fue tan fuerte la resistencia indígena que la ciudad de Cartago debió trasladarse de lugar en 1691. Luego de un siglo de enfrentamiento la población pijao resultó gravemente reducida.

Al igual que los indígenas de La Guajira y la Sierra Nevada, los chimilas mantuvieron ocupado al gobierno de la Provincia de Santa Marta, que fue el encargado de combatirlos, especial-mente porque estos se ubicaban en las orillas del río Magda-lena. El oidor Eslava constata la beligerancia de los chimilas cuando afirmó: “que no pasaba año en que no se contasen diez o doce muertos al aleve golpe de sus flechas”.

En 1760 se informó que el poblamiento impulsado desde Santa Marta en las riberas del Magdalena tenía como pro-pósito contener a los indígenas y realizar “salidas” contra ellos. Aún en 1789 los funcionarios hacían sugerencia sobre la manera de contener a los chimilas y guajiros. Entre las estrategias recomendadas para “civilizarlos” se encontra-ban regalar animales y promover su “mezcla” con mestizos o mulatos.

Los motilones fueron una de las comunidades que durante más tiempo resistió la dominación española. Sus acciones

llevaron a crear un mito de indígenas violentos, con lo que se justificó su sometimiento a través de las armas. Sin embargo, este método, a pesar de ser empleado durante varios siglos, no logró su cometido.

La represión contra los “bárbaros”, como denomina-ban los españoles a los motilones, comprendieron desplazamientos de militares pagados por la corona, capitulaciones a través de las cuales se concedieron “entradas y correrías” contra los indios y las denomi-nadas “rondas”, hombres armados por hacendados de la región que se dedicaban a perseguir a los indíge-nas. Pero, como en otros casos ya reseñados, hasta el final de la Colonia se conocen planes militares para “reducirlos”

La derrota militar de los motilones era importante para la corona, pues los indígenas dominaban una región que facilitaba la comunicación entre Caracas y Santa Fe de Bogotá. Los padres capuchinos fueron encargados por la corona para, como decían los documentos oficiales, lograr “(...) la reducción de indios infieles al gremios de la Iglesia y a la obediencia al Gobierno”.

Como en el caso de los motilones, los indígenas que los españoles denominaban goajiros infringían graves daños a las comunicaciones y transporte de mercan-cías debido a que sus acciones se desarrollaban en una “banda del río Magdalena” y en los caminos que comunicaban a Santa Marta y Cartagena con Mara-caibo.

La derrota militar de los guajiros, que comprendían comu-nidades de la Sierra Nevada de Santa Marta y el actual departamento de La Guajira, fue, como en otros casos, de difícil cumplimiento, pues no había “sujeto que se encargase de ella”. Otra gran dificultad de la empresa militar era el cos-to. Hacía 1771 se hizo un importante esfuerzo por someter a los indígenas de Río del Hacha con la conformación de “un cuerpo de más mil hombres” bajo el mando del coronel José Benito de Enciso, sin embargo, el militar sostuvo que necesitaba 2.000 hombres y 100.000 pesos y la ofensiva no se llevó a cabo como estaba diseñada, “dando lugar a que se ensoberbeciesen los indios, persuadidos, vanamente a que les temían los españoles”.

En la Relación de Francisco Gil y Lemos de 1789 se reconoció el poder de los indígenas goajiros y cocinas “(...) de que se dice haber diez mil hombres de armas, y siempre se vive con recelo de sus irrupciones, por su pasados resentimientos...”, y por ello se recomendó no insultarlos ni vengar el robo de vacas con “la sangre de muchos indios”.

Es necesario señalar que existieron divisiones entre los indígenas y que estas fueron aprovechadas por los españoles y, por ello, durante la Independencia hubo comunidades que defendieron el orden colonial. Sin embargo, el hecho que queremos resaltar es que las autoridades españolas permanentemente se lamenta-ron que los indígenas atacaban vecinos, dificultaban el tránsito de mercancías, impedían la labor de los mi-sioneros, “trataban” con los extranjeros y alentaban el levantamiento de los esclavos.

Monumento a La Gaitana. Timaná, Huila.

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Las diversas formas de resistencia indígena al orden colonial (II)

n el artículo anterior mencionamos que algunas comunidades indígenas no se sometieron a la dominación es-pañola y que, aún a finales del siglo XVIII, empleaban la fuerza para re-sistir las campañas militares. Ahora

queremos resaltar, por una parte, que la lucha por la tierra no era el único objetivo de la resistencia contra el orden colonial, pues también la cultura y la autonomía eran prioritarias. Por otra, que la te-nacidad de los indígenas no se expresó únicamente con el empleo de la violencia, veremos, por el con-trario, variadas prácticas encaminadas a romper las dinámicas de control, explotación y aniquilación de las comunidades.

Los indígenas, según se lo permitieron las con-diciones, se opusieron a las diferentes formas de poblamiento –del sometimiento a un espacio de-terminado– entre ellas las reducciones (unificación de pueblos en uno solo); la encomienda (usufructo del trabajo de los nativos y de los recursos que generaba la tierra y la minería a cambio de que el español asegurara la instrucción religiosa); y los resguardos. Para oponer a los mecanismos de con-trol y explotación de los españoles, los indígenas con frecuencia huyeron a los montes, recurrieron al suicidio colectivo y emplearon las normas jurídicas existentes para entablar juicios y exigir el respeto a diversos derechos.

La práctica más común para oponerse a las formas de control físico y moral fue el escape a los montes. Los distintos gobernantes de la Nueva Granada in-formaron, a lo largo del siglo XVIII, de la fuga como método para rechazar las reducciones y demás for-mas de poblamiento. Al referirse a las misiones –las cuales administraban las comunidades religiosas y tenían la pretensión de evangelizar– Francisco An-tonio Moreno y Escandón resaltó: “ya de la natural inconstancia de los indios, que a poco tiempo de reducidos a pueblo, lo abandonan retirándose a lo inculto de los montes que los circundan y en que han sido criados...”.

El conflicto por la tierra involucraba a todos los sec-tores sociales de la Colonia, por ello encontramos choques entre blancos, entre el clero y los laicos, entre las comunidades religiosas y los indígenas y, evidentemente, entre indígenas y encomenderos. Las distintas comunidades indígenas intentaron recuperar sus tierras a través de la ocupación. No obstante, en muchas ocasiones recurrieron, a pesar de que no poseían titulo de propiedad, a demandas para frenar los desmanes de los blancos, curas, encomenderos y vecinos.

Si tomamos como ejemplo a los indígenas U’was, que ocupaban las provincias de Norte y Gutiérrez

en el actual depar-tamento de Boyacá, encontraremos una larga serie de dis-putas legales, una breve lista incluiría: en 1752, a Miguel Gamboa y Antonio Lerna se les siguió un juicio por el mal trato que daban a los in-dios de Chita, a quie-nes cargaban como animales; en 1675, el protector de indí-genas abogó por los desplazados por Pe-dro Cifuentes; 1682, Agustín Méndez de Sotomayor se enfren-tó a los guaravitebas por tierras incluidas en Real Cédula; en 1694 el litigio fue entre el capitán Juan Moreno e indígenas de El Cocuy por tierras en Guacamayas; en 1698, pleito entre Agustín Núñez e indios de El Cocuy por tierras en La Puenterreja; en 1710, Juan Moreno de Padilla y los indios de Chis-cas por linderos con el resguardo; en 1764, Nicolás Olivos reclamó tierras en Chita y la expulsión de los indígenas; en 1774, comunidades de Salinas de Chita contra Salvador García por robo de ganado; y en 1797, indígenas denuncian a los españoles por robo de tierras.

En muchos de los casos mencionados, los indígenas perdieron los pleitos, se les expulsó de las tierras en disputa y, por ejemplo, se les traslado al pueblo de El Cocuy. A pesar de las derrotas en los tribunales, lo que nos muestran los casos citados es una so-ciedad rural atravesada por innumerables conflictos y una capacidad de los indígenas para emplear los recursos que estaban a su favor. Esta misma diná-mica se repitió en todo el país.

En su enfrentamiento con los blancos, los indíge-nas desarrollaron una férrea defensa de su cultura, especialmente de su cosmovisión y de sus rituales religiosos. En un informe de 1730 se señaló cómo en el pueblo de Aguablanca las autoridades colonia-les encontraron a los indios viviendo en “desorden”, como no cristianos, olvidados de las doctrinas. Se constató la existencia de un “atraso en sus costum-bres en las cuáles se dan blasfemias a la iglesia y a la ley”. Asimismo, el cura Miguel Bello informó que los indígenas mantenían las prácticas sagradas de la medicina y la llamada brujería, por lo cual ordenó que fuesen destruidos símbolos, rituales y persegui-dos sus sacerdotes.

El oidor Eslava nos presenta un ejemplo de la permanencia de los rituales indígenas a pesar de la presión militar y religiosa de los blancos, comentando la labor contra los in-dios “pintados” sostuvo que el alcalde:

(...) halló una cabeza de ciervo puesta sobre una barbacoa o mesa de cañas, y en su circun-ferencia muchas flechas e inmundicias, de que hizo remisión a S. E., y cuando por encargo suyo entendió D. Vicente Miguel Camargo hizo en la traslación de los pueblos de aquella juris-dicción, encontró por dos veces la casa en que tenían sus bebezones e idolatrías, y les puso fuego, como certifica al final de los autos de Tamalameque...

Con relación a lo que se denominaba la vida licenciosa y alejada de la religión se hicieron diversos informes. En uno que se elaboró para alertar a las autoridades sobre la manera como vivía la gente libre de la provincia de Cartagena y Santa Marta se dijo que: “(...) carecían de todo pasto espiritual y de la subordinación al cura y a la justicia, y así vivían tan licenciosamente que no ha-bía exceso que no cometieran, sin poderlos contener...”.

En resumen, la resistencia indígena a la dominación colonial se dirigió contra las for-mas que intentaban concentrar y someter a la población y por la defensa de la tierra y la cultura. Pensar que solamente los criollos ilustrados podían emplear los códigos o ela-borar formas ingeniosas para enfrentar a la corona, es un error.

Conquista. Luis Alberto Acuña, óleo sobre tela, 1940.

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Cimarrones y palenques: dos formas de resistencia de los esclavos a la dominación colonial

imarrones, palenques y levanta-mientos de esclavos existieron en las regiones económicamente más significativas de la Nueva Granada, aunque con más impacto político y social en la Costa Atlántica. El

término cimarrón se aplica a los esclavos que se fugaban a los montes y se convertían en hombres libres. Los palenques fueron los pueblos que fun-daron los cimarrones y que se constituyeron en te-rritorios autónomos dentro de la sociedad colonial. Muchas veces fueron reconocidos por las propias autoridades tras el fracaso de innumerables ofen-sivas militares.

La resistencia de los esclavos contra el orden co-lonial fue tan radical, especialmente entre 1750 y 1790, que algunos antropólogos e historiadores sostienen que el rechazo a la esclavitud adquirió las características de una guerra civil. Hipótesis, que lejos de ser exagerada, evidencia las fisuras de la sociedad colonial y la existencia de proyectos de autonomía en sectores subalternos, es decir, distintos a los criollos.

La resistencia de los esclavos adoptó las siguientes características: instalación de cimarrones en zonas a las cuales el blanco no podía acceder fácilmente; surgimiento de líderes con capacidad militar y polí-tica; creación de formas e instancias de poder y de cargos con funciones específicas; establecimiento de prácticas y normas de conducta alternas a la moralidad del blanco; y reconstitución de tradiciones culturales de origen africano.

En el siglo XVI se establecieron los primeros pa-lenques, ellos se erigieron lejos de la ciudad de Cartagena, principal puerto esclavista, consolidán-dose especialmente los de La Ramada (1529) y Uré (1598). No obstante, los de mayor importancia, tanto por el tamaño como por las acciones militares de resistencia a los ejércitos españoles, fueron los que se crearon a comienzos del siglo XVII, esta vez relativamente cerca de Cartagena. La historiadora Borrego Pla señala cuatro zonas de palenques: norte, Betancurt y Matubere, en Sierra de Luruaco; centro, Sierra de María, cuatro palenques, de los cuales se conocen dos: San Miguel y Arenal, cuya población es calculada entre 200 y 300 personas; sur, Serranía de San Lucas, especialmente entre los ríos Magdalena y Nechí, los palenques de Ci-marrón y Norosi.

El levantamiento más conocido fue el de Domingo Bioho, cimarrón que escapó a la ciénaga de La Matu-na (1599), a donde lo siguió un número importante de esclavos que lo hicieron “rey” y dieron forma al Palen-que de San Basilio. Según la leyenda, Bioho era un gobernante africano que había llegado a América en

compañía de la reina Wiwa y dos de sus hijos. Se dice que luego de huir le fueron reconocidos sus títulos.

En la organización político administrativa de los pa-lenques el cimarrón empleó los títulos, jerarquías y nombres de los funcionarios del gobierno colonial. Por ello podían existir alférez real, alcalde provincial, alguacil mayor, depositario general, registradores, al-caldes ordinarios, virrey, etc. Un hecho, sobre el cual los historiadores llaman la atención es que las mis-mas autoridades españolas se refirieron al palenque empleando el término república, aunque el concepto posee un contenido diferente al empleado hoy día, se destaca el reconocimiento de la autonomía. En efecto, Gerónimo Suazo en su carta al Rey en 1604 señala: “(...) supe de los designios que tenían –se refiere a los cimarrones– y de la rrepublica que yvan formando con su thesorero contador y theniente de la guerra y alguazil mayor capitan y otros oficios”.

Los españoles combatieron por casi 14 años a Bioho y a sus hombres sin lograr dominarlo, por el contrario debieron aceptar su autonomía en más de una oca-sión. En 1613 Bioho propuso la paz a las autoridades españolas a cambio de tierras para sus hombres y la autorización para entrar a Cartagena sin ser molesta-dos. Los españoles aceptaron el acuerdo, reconocieron la autonomía del palenque, sus autoridades y la posi-bilidad de que los cimarrones transitaran por la ciudad. El cronista Fray Pedro Simón recuerda este convenio y la entrada de Bioho al puerto esclavista: “(...) y el Bio-ho andaba con tanta arrogancia que demás de andar bienvestido a la española, con espada y daga dorada, trataba su persona como un gran caballero”.

Aunque Bioho murió poco después por orden del gobernador de Cartagena, este hecho no significó el fin del enfrentamiento entre esclavos y españoles. Por el contrario, a lo largo de los siglos XVII y XVIII se produjo la formación de nuevos palenques y se sucedieron varias confrontaciones armadas. Los pa-lenques de Sanaguare, Limón y Polini, en la Costa Atlántica, se levantaron en 1634 con la intención de declararse independientes. Los españoles, luego de sangrientos combates, lograron derrotarlos.

Otro levantamiento importante lo dirigió el mestizo Luis García, conocido como “El Libertador del Da-rién”. García organizó en 1732 una insurrección de indios y esclavos en contra de las autoridades y de los dueños de las empresas mineras de la zona. En 1733 el mariscal Martínez de la Vega logró someterlos gracias a una campaña militar de pacificación en la cual fue muerto García.

El último capítulo importante de las alianzas entre escla-vos y mestizos que queremos recordar fue el movimiento comunero. En efecto, José Antonio Galán declaró la libertad de todos los esclavos.

Los choques entre blancos y esclavos deman-daron, como en el caso indígena, altas inversio-nes en recursos humanos y capitales. Se lee en la Real Cédula emitida por Carlos III en mayo de 1688: “El año pasado de 1685, considerando que se iban descocando cada vez más, resol-vió levantar y enviar doscientos hombres, y por cabo de ellos al sargento don Luis del Castillo. Y habiendo avistado los palenques, les salieron a recibir los negros, obligándoles a capitular y entre tanto mataron otros al dicho sargento mayor por su mala disposición”.

Como en el caso de los indígenas, los negros esclavos desarrollaron un proceso de elabora-ción y reconstitución de símbolos para hacer de su cultura una forma de resistencia al orden colonial. En particular, los bailes, cantos, y un lenguaje propio sirvieron para negar el orden de los blancos. A pesar de esta larga historia de resistencia, las élites políticas que crearon la República instituyeron una idea –totalmente inaceptable– heredada del periodo colonial: el negro no es necesario para construir la nación.

Monumento a Benkos Biojó en el Palenque de San Basilio. Departamento de Bolívar.

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El Movimiento de los Comuneros: seis lecciones para quienes lucharon por la Independencia

l creciente mestizaje durante la Co-lonia chocó con la rígida concepción española de la pureza de raza y el sistema de privilegios que de él se derivaba, ello determinó que un cre-ciente sector de la población, que no

era ni negro, blanco o indio, fuese marginado de las redes de poder y de la propiedad.

Este hecho alimentó la resistencia de mestizos y blancos pobres contra medidas fiscales y adminis-trativas, especialmente en el período de las reformas borbónicas; y los abusos de los poderes locales, particularmente de algunas medidas tomadas por los cabildos.

El Movimiento de los Comuneros estuvo precedido por esta serie de conflictos entre autoridades locales y mestizos y criollos pobres. En julio de 1767, por ejemplo, se amotinó el vecindario de Neiva contra el gobernador de la provincia, Miguel Gálvez, para protestar contra los excesos que cometía en el cobro de los impuestos, los cuales había recargado con uno nuevo sobre el tabaco. La población asaltó la casa del gobernador con el propósito de lanzarlo en una balsa a la corriente del río Magdalena, pero el cura del pueblo impidió el castigo. Las autoridades reac-cionaron más tarde castigando con extrema dureza a los dirigentes del movimiento.

El Movimiento de los Comuneros se inició en el So-corro (Santander) contra las medidas fiscales del regente visitador Gutiérrez de Piñérez. En su prime-ra etapa, 16 de marzo a 16 de abril de 1781, tuvo el carácter de protesta popular con actos simbólicos específicos de carácter local, como la ruptura de los anuncios de nuevos impuestos.

No obstante, estas muestras de rechazo a las medidas fiscales lograron estimular levantamientos similares en otras regiones y, lo que es más importante, constituir una alianza, aunque coyuntural, de diferentes sectores de la población. A raíz de la “alianza entre patricios y plebeyos en el Socorro”, como la denomina el histo-riador John Phelan, se pudo conformar, el 18 de abril de 1781 en Socorro (Santander), la denominada Junta Comunera con el propósito de marchar sobre Santa Fe de Bogotá y obligar a las autoridades españolas a establecer un diálogo.

La Junta estuvo conformada por ricos propietarios de la región, como Juan Francisco Berbeo y Salva-dor Plata, y personalidades como Mateo Ardila, que tenían nexos familiares o personales con hombres de enorme influencia en la región. Esta variedad de intereses no fue acompañada por el reconocimiento de los intereses de cada sector, lo cual constituyó un lastre para el movimiento, pues fue evidente que algunos miembros de la Junta tenían como único objetivo protestar por la ausencia de los criollos en el gobierno del Virreinato e incluso otros, como Plata, no estuvieron de acuerdo con el Movimiento.

José Antonio Galán fue enviado por Berbeo con un destacamento comunero en persecución de Gutiérrez

de Piñérez quien huía hacia Cartagena. Al pasar por Mariquita (Tolima) en cumplimiento de su misión, Galán otorgó libertad a los esclavos de la mina de Malpaso, lo cual fue empleado por las autoridades coloniales como una de las causales para su condena a muerte. Galán llegó también a adelantar acciones para recuperar algunas tierras de los indígenas que habían sido usurpadas por los terratenientes.

Las autoridades de Santa Fe accedieron a las pe-ticiones de los comuneros y en Zipaquirá juraron sobre los evangelios cumplirlas. Al conocer José Antonio Galán las capitulaciones de Zipaquirá no las aceptó y continuó su lucha contra la opresión colonial.

A los pocos meses, las autoridades de Santa Fe declararon nulo el pacto e iniciaron la persecución de los dirigentes populares comuneros. El virrey Flórez ordenó apresar a José Antonio Galán y tras su captura fue ejecutado junto a varios de sus te-nientes el 1º de marzo de 1782.

El Movimiento de los Comuneros tiene seis carac-terísticas que le permiten constituirse en el levan-tamiento de masas más importante del período colonial. En primer lugar, hay que señalar que la movilización no se redujo a la región de Santander y, por el contrario, esta se extendió a Neiva, An-tioquia, el altiplano cundiboyacense y los Llanos Orientales. En cada región los actores varia-ron, por lo cual el sentido de la protesta tuvo un carácter particular.

En segundo lugar, el Movimiento Comunero fue el más importante de la época colonial por cuanto movilizó un amplio número de mujeres y hombres. Así por ejemplo, en el marco del movimiento de los comuneros los indígenas de la sabana de Bogotá, en número cercano a los 5.000, se levantaron y nombraron a Ambrosio Pisco como su cacique y luego se unieron a los comuneros de Santander.

En tercer lugar, el Movimiento fue resultado de una amplia alianza de sectores sociales. Participaron mestizos, criollos, indígenas y negros, cada sector tenía sus propias reivin-dicaciones y aunque estas no fueron ade-cuadamente articuladas, lo cual dificultó el logro de los objetivos propuestos, definió a la alianza de un requisito para el logro de la independencia.

En cuarto lugar, existió una estrecha relación entre los sucesos internacionales, los regionales y los locales. Las noticias del levantamiento de Túpac Amaru II en Perú (1780), por ejemplo, impactaron algunas regiones. La idea del ascenso, vía levantamiento, de un rey indio permitió a diferentes sectores de la población evaluar la relación existente con la Corona española y considerar la posibilidad de seguir al nuevo monarca inca. La rápida circulación de las noticias y la existencia de condiciones para el movi-miento explican por qué en una apartada región, como El Cocuy (Boyacá), se hiciese un pronunciamiento a favor de Túpac Amaru II.

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En quinto lugar, la manera como se sometió el le-vantamiento, especialmente la ejecución de José Antonio Galán; el destierro de reconocidos dirigen-tes; y el quebrantamiento del poder local de algunos criollos fueron factores que abonaron el terreno para el surgimiento de posturas más radicales, es decir plenamente independentistas.

Finalmente, el Movimiento de los Comuneros pudo generar, como nunca antes lo había hecho un levantamiento de esclavos o de indios, un héroe popular. José Antonio Galán se convirtió en uno de los más importantes mitos fundacio-nales de la nación, aunque posteriormente fue opacado por las élites que privilegiaron a los criollos ilustrados.

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Identidades étnicas, religiosas y locales en la Independencia de Colombia y México

La Independencia en países como México fue posible por la reivindicación que hicieron los criollos del pasado indígena, por la identificación con la grandeza de la cultura de un “México” que supuestamente existía antes del

dominio colonial. En segundo lugar, porque la religio-sidad popular justificó la ruptura de los vínculos con España y el uso de la violencia –de la guerra– para el logro de la autonomía.

En el caso colombiano no existieron comunidades indígenas que hubiesen construido monumentos importantes –pirámides, palacios– que facilitaran a la población la identificación rápida con un pasado, real o imaginario. Es cierto que algunas comunidades desarrollaron elaboradas técnicas para el trabajo del oro, pero la difícil geografía nacional y las grandes di-ferencias entre las culturas de la selva y los Andes las aisló. Por otra parte, al momento de la llegada de los españoles no había concluido el proceso de centraliza-ción en torno al poder de una comunidad –los muiscas por ejemplo– que facilitara la expansión y la unificación como, guardando las proporciones, lo habían logrado los incas. Por su parte las élites locales, los criollos, no inventaron nada con respecto a las comunidades indígenas prehispánicas, de manera que no emplearon, como en México, el pasado como argumento para la lucha por la Independencia.

El pueblo y las élites que se levantaron en la Nueva Granada no lo hicieron en nombre de la preservación de una identidad religiosa o cultural o debido a la existencia de una identidad incluyente. Aunque los sacerdotes evidentemente participaron en los bandos en conflicto y aunque la alta jerarquía eclesiástica ex-comulgó a disidentes –como Simón Bolívar– o a los mestizos que se habían levantado con el Movimiento de los Comuneros, no existió religiosidad popular en la guerra de Independencia de Colombia.

A diferencia de México, carecimos de un culto religioso que integrara a los habitantes. Los que reconocemos o practicamos hoy día fueron tardíos, del siglo XIX, como la consagración del país al Sagrado Corazón, el culto a la Virgen o al Divino Niño se hicieron naciona-les también tardíamente. En México, por el contrario, fueron los sacerdotes Miguel Hidalgo y José María Morelos los que dirigieron la guerra; se erigieron en líderes de las masas campesinas e indígenas; crea-ron una legitimidad a sus acciones, a pesar de que significaban el uso de la violencia; y, por éstos hechos, fueron ejecutados.

Pero lo más importante fue que la Virgen de Guadalupe, y de manera general la religiosidad popular, se consti-tuyó en actor del conflicto y en fuente de formación del Estado nacional mexicano. Quienes plantearon por pri-mera vez la necesidad de la Independencia señalaron que el culto a la Virgen era anterior a la colonización española, pues su aparición al indio Juan Diego se presentó el día 12 de diciembre de 1531. Señalaron, además, que existían símbolos de la cultura cristiana, la cruz por ejemplo, en culturas mesoamericanas. Es

decir, la Virgen no fue traída por los españoles y, por tan-to, la colonización, que se justificó en la evangelización, era ilegítima.

Si tenemos en cuenta estos dos elementos, la participación de sacerdotes en la dirección de la guerra y la presencia de la Virgen de Guadalupe en la justificación de la Independencia, comprenderemos fácilmente el hecho que en los campos de batalla las banderas de los insurrectos fuesen blancas y azules –los colores de la Virgen– y que gritaran consignas como la siguiente: “Viva la Virgen de Guadalupe, muerte al mal gobierno, abajo los gachupines (españoles)”.

Por supuesto, los pronunciamientos de cabildos, como el de Santa Fe de Bogotá durante el 20 de julio de 1810, tuvieron manifestaciones de fidelidad a la Iglesia católica, apostólica y romana. Por supuesto, el llamado de los sa-cerdotes o algunos empleos del culto católico debieron ser empleados en la movilización de mestizos. Es decir, debieron haber existido oraciones, rezos, plegarias para santificar armas, etc. No obstante, lo que nos interesa re-saltar es, desde la perspectiva comparativa con procesos de la guerra de la Independencia en otros países del con-tinente, que lo religioso no fue un factor determinante en la confrontación de los bandos patriotas o realistas.

El tipo de identidad más consolidada al momento de la independencia de la Nueva Granada fue la que se cons-truyó en torno a la ciudad, y éstas se diferenciaron debido a la manera cómo se caracterizó: el poder de sus élites; la población indígena o esclava; el tipo de producto que se explotaba; las condiciones geográficas o la forma como se integraba a Santa Fe de Bogotá y al imperio; la importancia de sus instituciones educativas; etcétera.

De allí la existencia de diferencias de proyectos durante las protestas de los cabildos y la consolidación de dos opcio-nes: independencia o fidelidad a España. La formulación de tales propósitos se manifestó en fuertes diferencias entre las ciudades y, por ello, encontramos guerras entre ciudades: Cartagena versus Santa Marta, una indepen-dentista y la otra realista.

En esencia, la guerra de Independencia en Colombia se hizo sin recurrir a la elaboración de mitos políticos sobre el pasado indígena y sin el empleo de la religiosidad popular, en otras palabras fue laica. Los sacerdotes o los indígenas son casi inexistentes en el panteón de los héroes nacio-nales o en los textos de historia patria, por el contrario, pululan los generales.

Las implicaciones de estos hechos en la conformación del Estado nacional fueron muchas y muy importantes. Aunque la guerra se ganó, la independencia no eliminó las diferencias entre las ciudades y las regiones que se habían manifestado en la conflagración que estalló entre las provincias durante la Patria Boba, además, estas revi-vieron en la larga lucha entre federalistas y centralistas a lo largo del siglo XIX. Por otra parte, la formación de una república solo se entendió como el territorio del altiplano, el mundo andino, por ello se perdió tan fácilmente Panamá, pues las élites bogotanas no consideraban el Istmo como un territorio importante.

La religión se hizo un aspecto determinante, especialmente desde el punto de vista de la institución, en un largo proceso

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que fue paralelo a la lucha de los partidos políticos, a las guerras civiles y a las constituciones del siglo XIX. Su consolidación se alcanzó con el movimiento de la Regeneración y, en general con la Hegemonía Conservadora, toda vez que la constitución de 1886 –que vinculó la ciudadanía con el catolicismo–; el Concordato firmado en el 1887 –que le otorgó a la Iglesia el derecho a intervenir en la educación–; y la política de misiones, la concesión a diversas comu-nidades religiosas el privilegio de administrar, educar y evangelizar a los grupos indígenas, evidenciaron que la jerarquía eclesiástica y el conservatismo ha-bían impuesto un principio: la Iglesia es el elemento fundamental de cohesión de las sociedades.

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La cultura, la ciencia y la masonería: vías para la difusión de la ideas liberales en la Nueva Granada

a sido frecuente en la modernidad, en la era de dominio de la burguesía, que la mayor parte de las transformaciones sociales y políticas han sido precedidas o acompañadas por fuertes movi-mientos en el terreno de las ideas y de la cultura. Generalmente, estos movimientos, en algunos casos verdaderas revoluciones, tienen la función

anular la legitimidad del orden anterior –valores y fundamentos– y de crear la necesidad de las transformaciones.

La Independencia no fue ajena a esta tendencia mundial y tanto el levantamiento de los cabildos como la guerra fueron precedidos por una fuerte movilización de las élites ilustradas en torno a las ideas de la modernidad, de manera más especifica a dos fundamentos de la sociedades burguesas: la ciencia y el liberalismo político.

La ciencia había sido el instrumento para la revisión de todo tipo de argumentos sobre la explicación del mundo físico, la filosofía y la religión, no en vano señala Marx que en un princi-pio las ideas que justificaron las revolucionen burguesas fueron consideradas herejías. Por ello, en la Nueva Granada hay que considerar como elementos de la crisis del orden colonial: la difusión de las ideas científicas y del pensamiento liberal y la creación de una opinión pública for-mada en la prensa, las tertulias, los panfletos y los libros.

La actividad científica tuvo un particular auge con la constitución de una comu-nidad formada en las corrientes más novedosas y que actuaban como grupo de opinión a favor del pensamiento liberal. Dos temas hay que considerar para entender la importancia que tuvo la comunidad científica en la consoli-dación de la Independencia: el arribo a la Nueva Granada de José Celestino Mutis y la organización de la Expedición Botánica y la visita de Alexander Von Hum-boldt, sobre este último hecho únicamente diremos que llegó a Colombia en compañía de Aimé Bonplant (naturalista, médico y botánico francés) y conoció el mundo académico, especialmente a Francisco José de Caldas, quien estuvo muy cerca de acom-pañarlo a visitar México.

José Celestino Mutis llegó a Bogotá en 1761 en calidad de médico del Virrey Pedro Messía de la Cerda. Pronto entró en contacto con el precario sistema educativo, dominado por los métodos medievales. En 1762 llamó la atención de la comuni-dad científica con el celebre discurso inaugural de la cátedra de matemáticas del Colegio Mayor del Rosario, al presentar los principios del sistema de Copérnico. Por la defensa de estas ideas se le siguió un juicio en 1764, y aunque la acusación fue desestimada tiempo después evidencia la represión contra la circulación de la ciencia moderna.

No obstante, a Mutis se le exalta por haber elaborado un pro-yecto educativo para Francisco Antonio Moreno y Escandón y, especialmente, por ser el artífice de la denominada Real Expe-dición Botánica (1783). Con esta empresa logró el interés de los científicos más reconocidos del mundo, como Carlos Linneo y Carlos Alstroemer; un trabajo de investigación continuo, el cual

le permitió mantener actividades hasta la reconquista española (1816); y la formación de una brillante generación de científicos (35 de ellos directamente vinculados a la Expedición) que pronto se destacarían en la investigación y en la política al vincularse muchos de ellos a la lucha por la Independencia, entre los que se destacaron Francisco Antonio Zea, Juan Bautista Aguilar, José y Sinforoso Mutis, y José María Carbonel.

La difusión de las nuevas ideas fue posible gracias a la conju-gación de una serie de recursos, entre los que se encontraban la fundación de periódicos, la organización de tertulias –como El Arcano de la Filantropía creada por Antonio Nariño para la discusión del liberalismo– y la circulación de panfletos –como la celebre traducción que hizo Antonio Nariño de la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano– y libros. Con ello fue posible la formación de lo que hoy se denomina una opinión pública. No fue extraño que una vez se produjeron las primeras manifestaciones contra la monarquía aparecieran periódicos, como El Argos fundado el 10 de septiembre de 1810 en Cartagena por José Fernández Madrid y Manuel Ro-dríguez Torices, dos exalumnos de José Celestino Mutis, que manifestaran cosas como la siguiente: “Por un efecto necesario

del bárbaro sistema del gobierno antiguo, hemos estado sumidos en la más ciega ignorancia de nuestros

intereses y derechos; pero felizmente ha llega-do la época suspirada en que los amantes

verdaderos de este Reyno puedan hablar con absoluta libertad, desentrañando las causas que han obstruido los canales de su prosperidad y engrandecimiento”.

El pensamiento liberal también fue difundido por una vía que es muy características de la modernidad: las logias masónicas. La proliferación de las sociedades masónicas en Europa fue posible por el empuje de las ideas

liberales. Durante el feudalismo, las for-mas de sociabilidad estaban ligadas a

las actividades del culto, lo usual era que la gente se reuniera para compartir prácticas

religiosas. Dada la persecución de la Iglesia a los disidentes religiosos y políticos, que en muchas

ocasiones se hizo con extrema violencia –como la per-secución a los cátaros del sur de Francia, a las brujas en toda Europa y a las ideas científicas que aparentemente negaban la fe– los hombres de ciencia y los que abogaban por el fin del feudalismo debieron organizarse en sociedades secretas. Los masones formaron una organización ampliamente vinculada a la difusión del pensamiento liberal y a la organización de la revolución de independencia en América. George Washington, Benjamín Franklin, Francisco de Miranda, Andrés Bello López, José de San Martín, Servando Teresa de Mier, Simón Bolívar, Antonio de Sucre, y muchos más, fueron masones. La primera logia que integró a latinoamericanos con ideas liberales se creó en Inglaterra (1798) por iniciativa de Francisco de Miranda y llevó por nombre La Gran Reunión Americana.

En resumen, la idea de la Independencia también fue cons-truida por los criollos, ello fue posible gracias a la formación de una comunidad científica y de opinión que puso al servicio de la idea republicana las ideas científicas más novedosas y el pensamiento liberal emanado de la Revolución Francesa, el liberalismo español y la independencia del Estados Unidos.

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Washington

Bolívar

Miranda

San Martín

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La crisis del imperio español, la invasión napoleónica y la Independencia

l capitalismo, desde sus inicios, ha impul-sado procesos de globalización, arrojando como resultado un sistema económico mundial y la unificación del destino de todas las naciones y pueblos. Lo que acontece en un lugar repercute en los de-más. Por ello, toda revolución requiere de condiciones internacionales favorables. La

revolución de Independencia fue posible en América Latina gra-cias al apoyo de Inglaterra a quienes luchaban contra España, al envío de recursos y tropas para combatir a favor de los ejércitos libertadores y al rápido reconocimiento de la legitimidad de los nuevos gobiernos y naciones.

Por otra parte, a la bancarrota del imperio español, la cual fue posible debido a su escasa capacidad para aprovechar la enor-me masa de metales preciosos provenientes de América; a la pérdida de su poderío militar y naval; a la invasión napoleónica; y al auge de las ideas liberales en España y América. Veamos con más detalles este aspecto.

La constitución del imperio español se presentó, paradójica-mente, junto a una creciente incapacidad para aprovechar la riqueza proveniente de la explotación de las minas de metales precisos en América. En efecto, España en los siglos XVI y XVII no pudo generar un proceso de acumulación que contribuyera a la consolidación del capitalismo. En primer lugar, fue uno de los territorios menos poblados de Europa y este hecho también limitó la acumulación de capital. Se sabe que el desarrollo de las fuerzas productivas requiere de una densidad de población adecuada. En otras palabras, requiere de un excedente de mano de obra que estimule a la economía a producir más, pero este factor nunca existió.

En segundo lugar, la reconquista española, la empresa militar y política que buscaba el sometimiento de la población árabe –que culminó en 1492 con la conquista del reino musulmán de Granada– y la pretensión de una pureza religiosa, que llevó no solamente al establecimiento de la Inquisición, sino a la persecución de musul-manes y judíos –a estos últimos, por ejemplo, se les amenazó en 1492 con la expulsión sino se convertían al catolicismo– impactó negativamente, por cuanto lo que hoy llamamos España, que en la época era básicamente los reinos de Castilla y Aragón, perdió una extraordinaria riqueza humana, cultural y económica.

Si tenemos en cuenta que sólo un sector de la relativa escasa población se enriqueció rápidamente, que las pretensiones de pureza religiosa y étnica empobrecieron a España y que la nobleza despreció al trabajo y las actividades productivas, comprenderemos que la clase dominante era parasitaria, con inclinaciones al consumo suntuario que no podía ser satisfecho en España y que, por lo tanto, debió comprase en el extranjero. Tal circunstancia determinó que los dineros provenientes de América terminasen en manos de ingleses y franceses.

Por último, habría que señalar que España se mantuvo en constantes guerras con sus vecinos, particularmente con las crecientes potencias europeas: Inglaterra y Francia, y general-mente salió derrotada. En 1713, España debió firmar el Tratado de Utrecht, que la despojó de sus posesiones en Europa; en 1805 sufrió una de las más importantes derrotas en la batalla de Trafalgar, que significó la pérdida de la supremacía naval en el mundo; y, el hecho más importante para nuestra historia de la Independencia se produjo en 1808, cuando Napoleón invadió a España e impuso a su hermano José I en el trono.

La lucha contra Napoleón originó una guerra que se prolongó por cinco años. Los triunfos contra los franceses generaron la constitución de nuevas formas de gobierno: las Juntas Locales y Regionales de De-fensa. Dichas Juntas se unificaron en la denominada Junta Central Suprema y el 22 de mayo de 1809 decretaron la realización de Cortes Extraordinarias y Constituyentes. La asamblea constituyente se realizó en la ciudad de Cádiz entre 1810 y 1814, por lo que se conocen como las Cortes de Cádiz.

Los hechos más significativos fueron la presencia de representantes americanos y la existencia de un sector liberal en la asamblea que abogó por la apli-cación de los principios de la Revolución Francesa. Las Cortes aprobaron en 1812 una Constitución que sancionó el fin de la sociedad estamental y el estable-cimiento de un sistema político monárquico, aunque con división de poderes. No obstante, la expulsión de los franceses permitió el retorno del rey Fernando VII y con él vino la anulación, en 1814, de lo aprobado por las Cortes, incluida la Constitución.

A pesar de la corta vida de las normas aprobada por las Cortes, especialmente de su Constitución, los debates de la asamblea impactaron notablemente a las colonias americanas y permitieron la difusión del pensamiento liberal. Los criollos ilustrados de-bieron debatir acerca del futuro de la monarquía, del

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imperio, de la suerte de las colonias, de las formas de gobierno, etcétera.

La decadencia del imperio español, al coincidir con la invasión napoleónica y el auge de ideas liberales, generó el debilitamiento de los vínculos entre las colonias y el imperio, y en los criollos la necesidad de comenzar a definir qué tipo de sis-tema político debía imperar en América y cómo debía ser la relación con España.

A raíz e la invasión de Napoleón, la preocupación más importante para los súbditos de la corona española en América fue la suerte de su monarca Fernando VII. En un comienzo, las primeras manifes-taciones de los cabildos y diversos sectores sociales en América Latina, especialmente de los criollos, fue la de proteger la unidad del imperio español, manifestar la fidelidad al monarca y pugnar por el rechazo a quienes identificaban como afrancesados. Hay que decirlo claramente: en 1810, la mayor parte de los criollos –con la excepción de los habitantes de Cartagena– no querían la Independencia, pedían mayor autonomía de los territorios, facilidades para el comercio y el reconocimiento de su poder. La Independencia se hizo idea dominante después de la Pacificación, que aniquiló a sangre y fuego a un sector importante de la intelectualidad y radicalizó los reclamos de autonomía.

Fransisco de Goya, El tres de mayo de 1808 en Madrid (El Prado).

Fransisco de Goya, El dos de mayo de 1808 en Madrid. Jacques-Louis David. Napoleón cruzando el San Bernardo.

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El 20 de julio de 1810 La confluencia de la violencia del pueblo y las ideas monárquicas de los criollos

a coyuntura política que va de 1809 al inicio de la guerra entre federalis-tas y centralistas, conocida como la “Patria Boba”, estuvo caracterizada por el choque entre proyectos mo-narquitas e independentistas. El levantamiento de julio de 1810 en Santa fe de Bogotá y el de Carta-

gena en 1809 representan estas dos tendencias.

La interpretación tradicional sobre el levantamiento del 20 de julio de 1810 señala que el levantamiento sucedió de manera espontánea y que se inició cuando algunos criollos solicitaron al comerciante español José Llorente un florero para adornar una mesa que serviría para el recibimiento del comisionado del Consejo de Regencia de España, Antonio Villavicencio. Llorente insultó a los criollos y se desató una pelea que generó un motín que culminó en la creación de una Suprema, presi-dida por el mismo Virrey. Para los historiadores tradicionales, el choque con Llorente fue preparado por los criollos, pues sabían del carácter pendenciero del comerciante y ello les garantizaba arrastrar al populacho a las acciones violentas y buscar la independencia.

El objetivo de este artículo es analizar los sucesos del 20 de julio de 1810 examinando la participación del pueblo en este suceso y destacando las contradictorias con los criollos; finalmente, plantear que ese día ninguno de los sectores participantes buscaban la independencia de España. Hemos dividido en dos partes el artículo, y corresponde a la primera el tema de la participación del pueblo.

Roberto María Tisnes institucionaliza el argumento de que los criollos prepararon minuciosamente el levantamiento del 20 de julio al sostener que el día anterior se reunieron en el Observatorio, entre otros, Camilo Torres, Miguel Pombo, Joaquín Camacho, José Acevedo y Francisco de Caldas a preparar el levantamiento y que Francisco Morales propuso la treta contra José Llorente, conocido por su carácter violento, pues “encontraría algún medio para provocarle públicamente, y ésta sería la chispa que prendería fuego a la pólvora. Se formaría una aglomeración del público, y los patriotas arras-trarían al pueblo.”

Como si fuera poco la apología a los criollos, Tisnes llevó al extremo la acción de los conspiradores al decir: “Inesperada-mente, a esos de las 12 de día, sucede lo imprevisto. Inespe-radamente y sorpresivamente para la inmensa mayoría de los ciudadanos, que no para las mayoría de los dirigentes criollos de la ciudad”. Obviamente el pueblo sólo aparece movilizado gracias a la luz que emana de las mentes patrióticas, desinte-resadas y, en un segundo lugar, una vez que ha tenido lugar la treta contra Llorente.

No obstante, José Acevedo y Gómez, el llamado Tribuno del Pueblo, en carta al Comisionado Regio para Quito, Carlos Montúfar, sostuvo luego de comentar los primeros roces con Llorente: “Yo observaba estos movimientos desde el balcón de casa, pues toda la manzana de la de Trujillo esta rodeada por el Pueblo y de soldados a quienes hicieron fuego los per-seguidores, pero no hubo desgracia”. Y más adelante dijo el mismo Montúfar: “Todo era confusión a las cinco y media: los hombres más ilustres y patriotas asustados por un espectáculo tan nuevo se habían retirado a los retretes más recónditos de sus casas”.

Pensamos que los criollos no consideraron realmente la posibilidad de una movilización de los santafereños. Si acaso, llegaron a tener en cuenta al pueblo fue en el caso de legitimar el deseo de coadmi-nistrar, lo que seguramente consistía en que la Corona les ratificara los cargos que ya ejercían (municipalidad, procuraduría, alcaldía, etc.) y en la marginación de aquellos funcionarios que no les daban todas las garantías.

Por lo dicho, creemos que el 20 de julio, como en muchas otras coyunturas, hay una doble movilización de diferente sentido, enver-gadura, radicalidad y posibilidad. Una, la del pueblo, otra, la de los criollos. Sin embargo, esta dualidad no quiere expresar, bajo ninguna circunstancia, un enfrentamiento antagónico pueblo-élites y, mucho menos, la existencia de un proyecto político, de una alternativa de poder de los de abajo.

El lapso comprendido entre las 12 y las 6 de la tarde del 20 de julio pertenece exclusivamente al pueblo, posteriormente compartió la escena con la Junta Suprema. Luego del incidente con Llorente, las masas santafereñas iniciaron la persecución de los españoles y la ocupación de las principales calles de la ciudad. Acevedo y Gómez comentó sobre el particular: “(...) no había calle en la ciudad que no estuviese obstruida por el pueblo; todos se presentaban armados y hasta las mujeres y los niños andaban cargados de piedras pidiendo a gritos la cabeza de Alba, Frías, Masilla, Infiesta, Trillo, Marroquín,

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Llorente y otras con la libertad del magistrado Rosillo.”

La violencia del pueblo se dirigió contra los más notables realistas y su persecución fue implacable. Al respecto anotó Acevedo: “Se juntó tanto pueblo que sino se refugia en casa de Marroquín [se refiere a Llorente] lo matan. En seguida, como a eso de las dos de la tarde descubrieron al alcalde toda la conspiración. El pueblo no le permitió actuar; descerrajaron la casa de Infiesta, jefe de ella, y sino le rodean algunos patriotas, brillan los puñales sobre su pecho, lo mismo sobre Llorente, a quien también sacó de su casa con Trillo y Marroquín, que escapó vestido de mujer”.

Los criollos asumieron la defensa de la vida de los españoles y a muchos de ellos los llevaron a la cárcel de la corte para salvarlos del pueblo. Sin embargo, la muchedumbre pidió el traslado de Frías y Alba a los calabozos y, además, que se les remachase un par de grillos y fuesen mostrados desde el balcón de la prisión, actitud que no agradó a quienes conformarían la Junta Suprema.

Pero no sería la única oportunidad en la que los criollos manifestaron su rechazo a las actitudes del pueblo y tampoco fue la última en la que in-tentaron controlar la beligerancia de la multitud. José Gregorio Gutiérrez, ex sindico procurador, en su relato de los sucesos del 20 de julio, logra expresar adecuadamente la impresión de los criollos ante los “excesos” del pueblo: “Yo creí que lo volvían pedazos –se refiere a Infiesta– según la furia con que se le echaban encima, procurando cada uno, como porfía, afligirlo y atormentarlo. Te digo con verdad que jamás he presenciado espectáculo que más me moviera a compasión, y hubiera deseado en aquel acto, y también ahora, proporcionarle todos los con-suelos imaginables”.

La preocupación de los criollos fue cada vez mayor. El Diario Político, por ejemplo, anotó al respecto: “Ya muchos ciudadanos ilustrados preveían las consecuencias a que serían ori-gen las reuniones frecuentes de un pueblo nu-meroso y embriagado con la libertad. Se temía que aquellos esfuerzos que al principio habían salvado la patria, le fuesen funestos en los días consecutivos, y deseaban que la suprema auto-ridad impidiese las reuniones. Otros, opinaban todo lo contrario”.

Por ello, el control del pueblo se constituyó en una necesidad para la Junta Suprema. La elimi-nación de las movilizaciones y de las propuestas radicales se pretendió a través de la labor de persuasión del clero y con la promulgación de bandos en los que se anunció la prohibición de reuniones públicas.

Los autores del movimiento de 1810 confiaron a Francisco José de Caldas la tarea de hacer un periódico para ganar la opinión pública y se encargó de la redacción del Diario Político de Santafé de Bogotá en colaboración con Joaquín Camacho.

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os criollos manifestaron su rechazo a las actitudes del pueblo y, por ello, su prioridad fue controlar su beligerancia y administrar la protesta, no obstante en esta tarea tarda-ron varias semanas. El Diario Político, periódico de Francisco

José de Caldas, anotó al respecto: “Ya muchos ciudadanos ilustrados preveían las consecuencias a que serían origen las reuniones frecuentes de un pueblo numeroso y embriagado con la libertad. Se temía que aquellos esfuerzos que al principio habían salvado la patria, le fuesen funestos en los días consecutivos, y deseaban que la suprema autoridad impidiese las reuniones”.

La eliminación de las movilizaciones y de las pro-puestas radicales se pretendió, en primer lugar, a través de la labor de persuasión del clero. En el bando del 25 de julio, la Junta Suprema notificó a los santafereños el nombramiento de personas encargadas de escucharlos en cada barrio:

(…) y para que sus clamores y cualesquiera especie de solicitudes que quieran hacer, lleguen a oídos de un modo decoroso y conveniente dándoles el lugar de preferencia que merezca en medio de las graves atenciones que hoy llaman su cuidado, se entiende precisamente en cada barrio, los de su respectivo distrito con los sujetos que se van a nombrar: en el de las Nieves con su párroco y con el vecino don Ignacio Umaña; en el de Santa Bárbara con su pá-rroco y con el doctor Manuel Ignacio Camacho y Rojas; en san Victorino con su párroco doctor Pablo Plata y con el doctor Domingo Camacho...

El historiador Roberto Tisnes señaló: “(...) todavía a comienzos de agosto correspondió al clero calmar y sosegar los populares ánimos y tratar de poner paz y calma, orden y concierto en las multitudinarias peticiones, como ocurrió el 7 de agosto”.

En segundo lugar, por medio de un bando del 23 de julio, se estableció un mecanismo para regular las peticiones del pueblo: “IV. El pueblo pedirá lo que quiera por medio de si síndico procurador general”, y además la Junta “(...) aprobará lo que sea justo, desechando con maduro examen lo que en lugar del beneficio engendre la inquietud de los ánimos, o traiga alguna consecuencia perjudicial que suele no ser bien considerada al tiempo que se hace la solicitud”.

En tercer lugar, se trató de evitar que el pueblo tu-viese acceso a las armas. Para los santafereños, por el contrario, era vital lograr el control sobre el armamento existente en la ciudad. En la misma noche del 20 de julio se iniciaron las primeras escaramuzas. En su , Francisco José de Caldas señaló: “A las seis y media de la noche el pueblo hizo tocar fuego en la Catedral y en todas las igle-sias para llamar de todos los puntos de la ciudad el que faltaba... Dos eran los objetivos de temor y desconfianza que agitaban al pueblo: el Batallón de Auxiliar y el parque de artillería”.

En una circular del 29 de julio se sostuvo, luego de desestimar las posibilidades de un ataque armado contra la ciudad: “No es ésta una revolución premeditada, no es un tumulto popular en que el desorden precede a los estragos y a la carnicería; es un movimiento simultáneo pero pacífico de todos los ciudadanos”.

Este mismo documento nos sirve además para apreciar el respeto y el apego de los criollos al virrey, pues no en vano lo nombraron presidente de la Junta Suprema, a pesar del rechazo popular. En efecto, en la propia acta de la Junta Suprema se señala que luego del juramento de varios vocales, Camilo Torres y José Acevedo y Gómez recordaron “(...) que en su voto habían propuesto se nombrase presi-dente de la Junta Suprema del Reino al Excelentísimo señor Teniente General don Antonio Amar y Borbón; y habiéndose vuelto a discutir el negocio, se hicieron ver al pueblo con la mayor energía por el doctor

Frutos Joaquín Gutiérrez, las virtudes y nobles cualidades que adornan a este distinguido y condecorado militar...”.

En cuarto lugar, la Junta Suprema intentó re-gular la oposición del pueblo contra algunos nombramientos. Acevedo y Gómez, en su carta a su primo Miguel Tadeo Gómez, nos permite apreciar la manera como el pueblo consideró al futuro virrey. En los debates alrededor de la con-formación de Junta Suprema y de la redacción del acta constitucional aconteció lo siguiente: “El Oidor quiso, dar parte al Virrey antes, y el pueblo gritó que era un traidor, pues sujetaba la sobera-nía del pueblo a la decisión de un particular. Me asombré cuando oí esta proposición en boca de gentes al parecer ignorantes. No hubo arbitrio; se instaló la Junta unida al Cabildo”.

Otro suceso que resaltamos es la actitud del pueblo ante la presencia del coronel Juan Sáma-no, traído desde la Costa Atlántica por el propio virrey y quien el 21 de julio presentó juramento de fidelidad a la Junta Suprema. Nos comenta el mismo Acevedo y Gómez: “El pueblo no creyó los juramentos de Sámano. Quito, gritaban, y el So-corro acusan a estos pérfidos. Sámano consignó el bastón muy sentido. Yo aplaque al pueblo”.

En conclusión, el levantamiento del 20 de julio de 1810 fue resultado de la confluencia de la acción de los criollos y una reacción violenta del pueblo que tenía una lista de agravios que estaba dispuesto a cobrar.

Los criollos venían siendo castigados con la dis-minución de cargos en la administración local. Con la visita general al reino que efectuó Juan Francisco Gutiérrez de Piñeres se comenzó (enero de 1778) a reducir el poder de algunas familias, se limitaron algunas actividades eco-nómicas, se persiguió a sus más destacados intelectuales, etcétera. Por ello, estaban dis-puestos a realizar una acción de fuerza contra las medidas impuestas y contra las autoridades virreinales. Por supuesto, nunca pensaron en la independencia y una vez constataron la ra-dicalidad del pueblo, prefirieron evidenciar su fidelidad a la Corona. Por ello, cuando entro el Pacificador Pablo Morillo, el 26 de mayo de 1816, lo más destacado de la élite santafereña preparó una recepción al militar español y juraron, nue-vamente, su lealtad a la monarquía.

El pueblo tenía gran resentimiento hacia el gobierno virreinal. Había sido testigo de la des-piadada represión del movimiento comunero; despreciaba los monopolios del aguardiente, el tabaco y los naipes; cada día era más difícil cumplir con el diezmo y la alcabala; aceptaba las orientaciones de algunos sacerdotes cons-piradores; y estaba dispuesto a la violencia para nivelar las diferencias. No obstante, no tenía ninguna posibilidad de realizar una transforma-ción de la sociedad, no la quería. Sólo aspiraba al retorno de un pasado impreciso de justicia.

Los criollos durante el 20 de julio de 1810: entre el miedo al pueblo y la fidelidad a la Corona

Los criollos por su parte conformaron una comisión compuesta por el contador de la Real Casa de la Moneda, Manuel Pombo, y Miguel de Pombo y Luis Rubio para hablar con el virrey Antonio Amar “(...) pidiéndole para su seguridad y por las ocurrencias del día de hoy pusiese a disposición de este Cuerpo las armas.” En el bando del 23 de julio se afirmó: “V. Vivirá persuadido el pueblo de que estamos en seguridad y que no tenemos hostilidad ni interior ni exterior que nos amenace, entendiendo que las armas de que podían recelarse están descargadas sin haber en poder de la tropa otras que las necesarias o indispensables para el servicios diario, y las demás depositadas en diputados de la Junta, hallándose también confiadas las llaves de los almacenes de pólvora en los mismos diputados.”

El criterio de los criollos se reiteró ante las movilizaciones de los días siguientes al 20 de julio, que en apoyo de los santafereños organizaron los curas de Bosa, Choachí, Sesquilé Gachetá y Ga-chancipá, movilizando alrededor de 600 hombres para Santa Fe. Sin embargo, la Junta los recibió con la orden de retirarse a sus labores diarias, pues la patria estaba segura y en caso contrario se les llamaría al menor peligro.

Pintura tomada de Internet (sin autor).

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a Independencia fue el resultado de una larga disputa, no sólo entre americanos y españoles sino también entre monárquicos e independentistas de la Nueva Granada. Dos proyectos orien-taron las fuerzas que luchaban por una nueva relación con la

corona española. A un lado estaban los monár-quicos, es decir, los criollos que querían el reco-nocimiento de su poder sin el cambio del estatus colonial. Estos fueron los criollos que protestaron el 20 de julio de 1810 en Santa Fe de Bogotá.

Al otro lado estaba el sector independentista, tam-bién denominado republicano, que agrupaba a quie-nes se identificaron con la independencia absoluta de España. En un principio era una fuerza muy pequeña y débil, pero luego se hizo dominante con el rechazo generalizado a los métodos empleados por la reconquista española, especialmente por la cruenta represión, y la conformación de un estado mayor al mando de Simón Bolívar. La expresión más temprana y clara del sector republicano se presentó en Cartagena de Indias.

Cartagena era una de las ciudades americanas más importantes del imperio español y fundamental en el comercio de esclavos. En la Nueva Granada era superada en número de habitantes sólo por Bogotá, su población era diversa, con una fuerte presencia de negros y debido a su carácter de puerto existió una frecuente circulación de noticias sobre las re-vueltas en Haití y las protestas de los cabildos en el continente. De la independencia de Cartagena hay que resaltar tres hechos: la alianza de diversos sectores sociales, la significativa presencia popular y la elaboración de una declaración de independen-cia de España.

La alianza del pueblo y las élites en la independencia de Cartagena

Los primeros encuentros entre las élites y la po-blación de origen africano o indígena se presen-taron desde la época de la invasión napoleónica a España. El arribo del Brigadier General Francisco Montes, como Gobernador, generó fricciones con los miembros del cabildo por las atribuciones que los criollos se habían otorgado. El comisionado es-pecial Antonio de Villavicencio terció a favor de las autoridades de Cartagena que exigían que Montes compartiera el poder con dos de sus delegados. En junio de 1810 el cabildo se declaró soberano, desconoció a Montes y nombró a uno de los su-yos, el coronel Blas de Soria, como Gobernador. Dichas acciones –comandadas por el pardo Pedro Romero– fueron respaldadas por la movilización del 14 de junio de negros y mulatos del barrio de Getsemaní. Además, contaron con el respaldo del Batallón Lanceros de Getsemaní.

La creación de tan significativa fuerza hizo posible la presión sobre las autoridades para que declararan la independencia de España, la cual finalmente se proclamó el 11 de noviembre de 1811. Además de

la declaración, única para aquel entonces en la Nueva Granada, el pueblo logró el destierro de algunos declarados realistas y la con-vocatoria de una asamblea constituyente para 1812.

A los líderes populares, como Pedro Romero y Cecilio Rojas, se les reconoció el derecho a participar en la Asamblea Constituyente (conformada por 36 diputados) y, por ello, aparecen firmando la Constitución de Cartagena. Años más tarde, el artesano Pedro Me-drano se incorporó al Colegio Electoral que reformó la Constitución (1814) y, finalmente, los descendientes africanos también estuvieron presentes como oficiales del ejército libertador, incluso alcanzaron altos rangos militares.

Hay que señalar que durante la coyuntura de enfrentamiento del cabildo de Cartagena con Montes se produjeron una serie de protestas del cabildo de Mompox –que se había adherido al de Cartagena– las que se agudizaron a partir del 25 de junio de 1810 con la revuelta de negros y mujeres. El 6 de agosto se proclamó su independencia del Consejo de Regencia y de Cartagena y respaldó el congreso que se había citado en Bogotá luego de los sucesos del 20 de julio.

La declaración de independencia de Cartagena

La declaración de independencia hace un recuento de tratamiento ignominioso de los españoles:

“(…) hemos sufrido toda clase de insultos de parte de los agentes del Gobierno español, que obrarían sin duda de acuerdo con los sentimientos de éste; se nos hostiliza, se nos desacredita, se corta toda comunicación con nosotros, y porque reclamamos sumisamente los derechos que la Naturaleza, antes que la España, nos había concedido, nos llaman rebeldes, insurgentes y traidores, no dignándose contestar nuestras solicitudes el Gobierno mismo de la Nación.”

Por ello, se justificaba plenamente la independencia:

“los Representantes del buen Pueblo de Cartagena de Indias, con su expreso y público consentimiento, poniendo por testigo al Ser Supremo de la rectitud de nuestros procederes, y por árbitro al mundo imparcial de la justicia de nuestra causa, declaramos solemnemente, á la faz de todo el mundo, que la Provincia de Cartagena de Indias es desde hoy de hecho y por derecho Estado libre, soberano é independiente; que se halla absuelta de toda sumisión, vasallaje, obediencia y de todo otro vínculo de cualquiera clase y naturaleza que fuese, que anteriormente la ligase con la Corona y Gobierno de España; que como tal Estado

libe y absolutamente independiente, puede hacer todo lo que hacen y pueden hacer las Naciones libres é independientes.”

El realismo y pacificación contra Cartagena

La reacción de los sectores realistas se de-sató rápidamente contra el republicanismo de Cartagena. Inicialmente fue a través de la presión que se ejerció desde Santa Marta –que desde 1809 había manifestado fide-lidad y sumisión al monarca Fernando VII, rechazado el pronunciamiento del 20 de ju-lio, reconocido la autoridad del Consejo de Regencia, y comisionado a José María Mar-tínez para comprar armas en Jamaica– más adelante se le unieron, entre otras ciudades, Sincelejo y Tolú.

A partir de 1812 estalló el conflicto entre Santa Marta y las Provincias Unidas y se organizó una doble campaña para someter este baluarte realista. Por un lado, Simón Bolívar remontó el río Magdalena para liberar pueblos como Tenerife y El Banco, aunque debió renunciar en 1815 al proyecto por falta de apoyo de uno de los sectores de la élite criolla que controlaba Cartagena. Por el otro, se produjo un ataque directo contra la ciudad.

Sin embargo, la amenaza más importan-te contra el sector republicano vino de la denominada Reconquista, empresa militar española comandada por Pablo Morillo y organizada con el propósito de retomar el control de la Nueva Granada. A partir del 20 de agosto de 1815 se inició un bloqueo y sitio a Cartagena que se prolongo duran-te tres meses. El hambre, las epidemias y las muertes masivas golpearon la moral de los cartageneros. Ante la inminente derrota algunos prefirieron escapar, aunque fueron traicionados y apresados. El castigo que impuso Morillo a la ciudad fue sangriento, por ejemplo, el 19 de febrero de 1816 varios dirigentes fueron condenados a la horca y confiscados sus bienes.

En 1821 fueron los hombres del ejército independentista los que sitiaron Cartagena. Desde enero de 1821 el general Prudencio Padilla eliminó el acceso a la ciudad. El cer-có sólo se abandonó hasta que los ejércitos españoles capitularon y entregaron la ciudad el 10 de octubre de 1821.

Varios aportes a la lucha por la independen-cia hizo el proceso vivido en Cartagena. En primer lugar, el haber configurado el cami-no que debía seguir el sector republicano: la independencia absoluta de España. En segundo lugar, el que ésta fue el resultado de una amplia alianza de diversos sociales y étnicos.

Republicanismo y alianzas sociales y étnicas, claves de la independencia de Cartagena

Cecilia Porras. Castillo de San Felipe, óleo.

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La búsqueda de un nuevo marco jurídico, la primera tarea de los republicanos (I)

a primera tarea de quienes se pronunciaron entre 1810 y 1811 contra la Corona española fue la redacción de una constitución que reflejara las nuevas relacio-nes de poder. Dicha labor permitió difundir los princi-

pios de la Revolución Francesa, el liberalismo español y la independencia estadounidense en torno a la soberanía, la ciudadanía y el sufragio. Nos queremos referir rápidamente en el presente artículo –que estará divido en dos partes– a las constituciones que se elaboraron durante los primeros años del proceso de independencia: la de Cundinamarca (1811), la Constitución de la República de Tunja (1811), la Constitución del Estado de Antioquia (1812) y la Constitución del Estado Soberano de Cartagena de Indias (1812). De igual forma al Acta de Independencia de la Provincia de Cartagena de Indias (11 de Noviembre de 1811).

La constitución de Cundinamarca (1811) expresó plenamente las contradicciones de los criollos en torno a la independencia. Ésta fue posible debido a la transformación de la Junta Suprema de Santa Fé –formada luego del estallido del 20 de julio– en Colegio Constituyente de Cundina-marca. Al cabo de 20 días de trabajo se aprobó el texto, el decreto de promulgación decía:

Don Fernando VII, por la gracia de Dios y por la voluntad y consentimiento del pueblo, legitima y constitucionalmente representado, Rey de los cundinamarqueses, etc., y a su Real nombre, don Jorge Tadeo Lozano, Presidente constitucional del estado de Cundinamarca, a todos los moradores estantes y habitantes en él Sabed: que reunido por medio de representantes libre, pacífica y le-galmente el pueblo soberano que la habita, en esta capital de Santa Fé de Bogotá, con el fin de acordar la forma de gobierno que considerase más propia para hacer la felicidad pública; usando de la facultad que concedió Dios al hombre...

El deseo de mantener el vínculo con España se percibe en la forma de gobierno propuesta: la monarquía constitucional, correspondiendo el poder ejecutivo al Rey (Título I, artículos 5 y 6 y Título III, de la Corona). Para moderar el poder del monarca se creó una representación nacional permanente, la cual expresaba el interés de los criollos en su pleno reconocimiento (artículo 4).

Dado que no se dudaba de la pertenencia a España, sólo se hicieron consideraciones en materia electoral. El título VIII estableció los mecanismos para las elecciones primarias, pa-rroquiales o de apoderados. Lo interesante es que otorgó a la Iglesia un enorme poder en la definición de los ciudadanos que poseían plenas garantías. En efecto, cada de 3 de noviembre, de acuerdo con el cura, se formaba un padrón de los parroquianos con “expresión de su sexo, estado, calidad, género de vida u ocupación; de

los que sean padres o cabezas de familia, y de los esclavos, todo con la mayor claridad y distinción posibles”. El día establecido se reunían los parroquianos y el cura, el alcalde y el que hubiere sido juez el año anterior:

(...) examinarán con la mayor brevedad posible y diligencia los que sean varones libres, mayores de veinticinco años, padres o cabezas de familia, que vivan de sus rentas u ocupación sin dependencia de otro, que no tengan causa criminal pendiente, que no hayan sufrido pena infamatoria, que no sean sordomudos, locos, dementes o mentecatos, deudores al Tesoro público, fallidos o alzados con la hacienda ajena; y los que re-sulten con aquellas calidades y sin estos defectos son los que deberán sufragar en la elección primaria.

Este artículo es de suma importancia pues, por un lado, incluye no-ciones morales para determinar el derecho al voto, que se repetirán en otras constituciones, y, por otro, instituirá uno de los elementos de pugna entre liberales y conservadores a la hora de concebir la legislación electoral durante el siglo XIX.

Sobre los derechos del hombre y del ciudadano el título XII, artí-culo 1, estableció: “Los derechos del hombre en sociedad son la igualdad y libertad legales, la seguridad y la propiedad”. Difieren de la “declaración de los derechos del hombre y del ciudadano” –traducidos y difundidos por Antonio Nariño en 1794– en que no existen referencias a su carácter de “naturales e imprescriptibles”. Adicionalmente, la constitución de Cundinamarca determinó que el uso de la libertad estaba sancionado por la ley y, nuevamente, la religión. Se definió la ley en los siguientes términos: “La ley es la voluntad general explicada libremente por los votos del pueblo

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en su mayor número, o por medio de sus repre-sentantes legítimamente constituidos”.

Contrastan las anteriores formulaciones con el Acta de Independencia de la Provincia de Car-tagena de Indias, firmada el 11 de noviembre de 1811, denominado en el documento “primero de nuestra Independencia”. Los representantes del buen pueblo, como se autodenominan en el Acta, parten de la afirmación de que el pleno goce de los justos e imprescriptibles derechos han sido “devuelto por el orden de los sucesos con que la Divina Providencia quiso marcar la disolución de la monarquía española...” Y acto seguido se expuso una seria de razones que “justifican la resolución tan necesaria que va á separarnos para siempre de la Monarquía española”. Republicanismo que no se encontró tan temprana y claramente expues-to en la Nueva Granada.

Lo más significativo del Acta es que se insti-tucionaliza un mito político: los tres siglos de explotación española, sostuvieron los represen-tantes del pueblo que: “Apartamos con horror de nuestra consideración aquellos trescientos años de vejaciones, de miserias, de sufrimientos de todo género, que acumuló sobre nuestro país la ferocidad de sus conquistadores y mandatarios españoles…” A renglón seguido aparece otro argumento que justifica la ruptura definitiva con España: la Corona no atiende las permanen-tes suplicas de los americanos y ante el mal gobierno –que se entiende como aquel que no protege “el bien y la felicidad de los miembros de la sociedad civil”– el pueblo tiene el dere-cho de “separarse de un Gobierno que lo hace desgraciado”. Por supuesto, la suma de los argumentos de la explotación y el mal gobierno sólo podría culminar con la determinación de los “representantes del buen pueblo” de declarar a Cartagena como un Estado o nación libre, soberana e independiente.

Tres constituciones le siguieron a la de Cundina-marca y al Acta de Independencia de Cartagena, la Constitución de la República de Tunja (1811), la Constitución del Estado de Antioquia (1812) y la Constitución del Estado Soberano de Cartage-na de Indias (1812). En estas cartas se presentó un cambio fundamental en la concepción general sobre la soberanía, el pueblo y la ciudadanía, la circunstancia que explica tales cambios fue la guerra entre Cundinamarca (centralista) y las de-más provincias (federalistas), encabezadas por Tunja; la debilidad de la monarquía en España; y posturas más independentistas en sectores de criollos. Sin embargo, el rasgo característico de estas cartas es que mantuvieron posiciones contradictorias con respecto a la monarquía, utilizaron diversas fuentes teóricas e incluyeron en el articulado respuestas a los problemas polí-ticos que planteaban la guerra civil y la situación en España.

Acta de independencia de Cartagena. Tomada de: http://pr.kalipedia.com/arte/tema/

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La búsqueda de un nuevo marco jurídico, la primera tarea de los republicanos (II)

T res constituciones le siguieron a la de Cundinamarca y al Acta de Independencia de Cartagena, ellas fueron: la Constitución de la República de Tunja (1811), la

Constitución del Estado de Antioquia (1812) y la Constitución del Estado Soberano de Cartagena de Indias (1812). En estas cartas se manifestó un cambio fundamental en la concepción gene-ral sobre la soberanía, el pueblo y la ciudadanía, circunstancia explicada por la guerra entre Cun-dinamarca (centralista) y las demás provincias encabezadas por Tunja (federalistas); el auge de ideas liberales en España; y posturas más independentistas en sectores de criollos de la Nueva Granada. Sin embargo, se caracteriza-ron por mantener posiciones contradictorias con respecto a la monarquía y utilizar diversas fuentes teóricas para la formulación de las de-finiciones.

Lo primero que llama la atención es que en estas constituciones se coincide en señalar que los nexos con España y el monarca se han quebrado. Sin embargo, en el preámbulo de la de Antioquia se habla de españoles como los ciudadanos de la Nueva Granada, es decir, los criollos no ocultan su pretensión de ser españo-les y de ser iguales a los de la península. Por otra parte, hay una extraña referencia a Jacques Rousseau cuando se emplea la expresión “con-trato social”.

Cartagena elaboró una posición más radical, con claro acento francés. En el preámbulo de la Constitución se percibe la presencia del pensa-miento clásico liberal:

El cuerpo político se forma por la voluntaria asociación de los individuos; es un pacto social en que la totalidad del pueblo estipula con cada ciudadano, y cada ciudadano con la totalidad del pueblo, que todo será gobernado por ciertas leyes para el bien común.

La noción de un orden mutuamente constituido, tan fundamental en los argumentos de Thomas Hobbes y Rousseau, constituye la idea funda-mental de la noción de orden político en la mo-dernidad, es decir en el capitalismo. Por eso es muy importante que aparezca en las primeras constituciones.

El título I, de los derechos naturales y sociales del hombre y sus deberes, en su artículo 1º, reafirma el empleo del pensamiento liberal:

Los hombres se juntan en sociedad con el fin de facilitar, asegurar y perfeccionar el goce de sus derechos y facultades naturales, y de los bienes de la existencia, y de satisfacer sus deseos y conatos de felicidad...

En cuanto a los derechos del hombre hay va-rios aspectos novedosos. En primer lugar, la Constitución de Tunja se inicia formalmente con la “declaración de los derechos del hombre en sociedad”, que no es el caso en la de Cun-dinamarca. En segundo lugar, se establecen dos hechos: los derechos del hombre son una

concesión de Dios y éstos se reducen a cuatro: la libertad, la igualdad legal, la seguridad y la propiedad.

La gran novedad de la Constitución fue la delimitación de la soberanía, artículos 18 a 21. Por ejemplo en el artículo 18 quedó consignado: “La soberanía reside originaria y esencialmente en el pueblo; es una, indivisible, imprescriptible e inajenable”. El articulo siguiente comple-ta la formulación: “La universalidad de los ciudadanos constituye el Pueblo Soberano”. Más adelante señala en el artículo 21: “Ningún individuo, ninguna clase, o reunión parcial de ciudadanos, puede atribuirse la soberanía...” En adelante los liberales se reconocerán por la defensa del principio de soberanía popular, que a criterio de la Iglesia era impío.

En la Constitución de Antioquia también aparecieron los derechos del hombre en un lugar privilegiado, en el título I luego de las considera-ciones preliminares. El primer artículo es igual al de la Constitución de Tunja. La diferencia radica en que al explicar la libertad, artículo 3o., introdujo la libertad de imprenta: “La libertad de imprenta es el más firme apoyo de un gobierno sabio y liberal...” En cuanto a la noción de soberanía aparece en los mismos términos, e incluso coincide en el número del articulado.

Con la Constitución de Antioquia se produjo un avance en la formula-ción de los derechos individuales por lo cual pueden considerarse un antecedente histórico de la Constitución de 1853. En efecto, el artículo 22 estableció:

La libertad del discurso, debate y deliberación en el cuerpo legislativo es tan esencial a los derechos del pueblo, que en ningún tiempo pueden ser motivo, fundamento o materia de queja, acción, acusación, ni procedi-miento alguno en ningún tribunal, ni ante autoridad alguna.

Por su parte el artículo 28: “La libertad de imprenta es esencial a la seguridad del Estado...”. Finalmente, el 29 determinó como derecho el de tener y llevar armas para la defensa propia y del Estado.

En cuanto a la vinculación de la ciudadanía con el derecho al voto la Constitución de Cartagena estableció en su título IX artículo 2 que eran excluidos:

(...) los esclavos, los asalariados, los vagos, los que tengan causa crimi-nal pendiente, o que hayan incurrido en pena, delito o caso de infamia, los que en su razón padecen defecto contrario al discernimiento, y final-mente, aquellos de quienes coste haber vendido o comprado votos en las elecciones presentes o pasadas.

Una exclusión que se repetirá a lo largo del siglo XIX fue que no podían ser ciudadanos los que carecían de renta.

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En la de Antioquia el articulado correspondiente a las elecciones no tenía un lugar especial, se hizo mención a ellas cuando se determinaron los requisitos de la elección de un senador (Art. 7, sección segunda del título III). Todo elector podía elegir y ser elegido, los requisitos eran los establecidos en la Constitución de Cundina-marca pero se adicionaba una condición: “ser habitante de la parroquia, teniendo casa poblada, habiendo vivido en ella el año anterior, y en la provincia los dos años precedentes con ánimo de establecerse...” Como en la de Cartagena, se castigaba duramente el intento o la compra del voto (artículo 8).

Lo más destacado de la Constitución de Tunja fue la determinación la ciudadanía de dos ma-neras. La primera, por las virtudes morales. El artículo 3 del título II estableció: “Ninguno es buen ciudadano si no es buen padre, buen hijo, buen hermano, buen amigo y buen esposo. Tampoco merece tal nombre si franca y gene-rosamente no observa las leyes”. La segunda, limitó los derechos al establecer restricciones para participar en las elecciones. En el capítulo III, sección primera, artículo 7, se determinó que para ser representante:

No pueden ser miembro de esta Cámara el me-nor de veinte años, el mendigo o pordiosero, el loco, el sordo, el mudo, el demente o fatuo, el ebrio de costumbre, el deudor declarado moroso al Tesoro público, el perjuro, el falsario de mone-das o firmas, declarados judicialmente por tales, y finalmente aquel a quien se haya cohecho o intriga en las elecciones de los pueblos, o del Congreso electoral de la provincia.

Para el nombramiento de electores podían ha-cerlo los mayores de quince años, con oficio honesto y capacidad para mantenerse. Para ser elector se requería ser mayor de 20 años y, como en el caso de los votantes, no tener las limitaciones ya comentadas.

En resumen, las Constituciones que siguieron a los pronunciamientos de las Juntas fueron expre-sión de la confrontación entre ideas republicanas y monárquicas. Por ello, podemos encontrar algunas contradicciones. No obstante, lo que hay que resaltar es que a medida que se con-solida la idea de independencia el pensamiento moderno tiende a expresarse en el concepto de que el orden político es mutuamente constituido –a través de un pacto o contrato entre iguales–; el ciudadano es el sujeto de este nuevo orden; y la ciudadanía se define por un amplio número de libertades.

Los partidos políticos (Liberal y Conservador), las guerras civiles del siglo XIX y las Constituciones, que generalmente le seguían a la confrontación armada, tuvieron como razón de ser las disputas en torno a la definición de la soberanía, la ciu-dadanía y los derechos políticos. Por ello, esta coyuntura que comentamos brevemente define las fuerzas que competirán a los largo del siglo.a guerra civil y la situación en España.

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Centralistas y federalistas se declaran la guerra durante la primera etapa de la Independencia

Durante la Colonia los españoles li-mitaron su control del territorio a las ciudades, verdaderas avanzadas militares que, sin embargo, fueron acosadas por los palenques, que

jamás pudieron ser exterminados con el empleo de ejércitos, y las incursiones de algunos grupos indígenas. Además, las ciudades estuvieron separadas por una geografía agreste y difíciles condiciones para el transporte de mercancías y el desplazamiento de las personas. De manera que en cierto sentido los centros urbanos coloniales vivieron separados.

Durante el inicio de la crisis de la monarquía –debido a la invasión napoleónica y al auge de las ideas liberales– las ciudades de la Nueva Granada, a través del pronunciamiento de sus Juntas, como la del 20 de julio en Santa Fe, evidenciaron que no existía unidad entre las élites criollas, aunque la mayoría manifestó su fidelidad al monarca y el deseo de permanecer haciendo parte del imperio español a cambio de algunos beneficios, otras expresaron posturas autonomistas y con ello se generaron grandes diferencias, las que se manifestaron, en algu-nos casos, en choques armados, como los que sucedieron durante varios años entre Cartagena y Santa Marta.

El distanciamiento se radicalizó cuando la Junta de Santa Fe se proclamó Suprema del Reino, pues Cartagena respondió emitiendo un duro manifiesto (septiembre de 1810) en el que citó a un congreso general de las provincias y rechazó los propósitos de Santa Fe. En este contexto se produjeron las primeras constituciones, que institucionalizaron las diferencias, y se fueron perfilando dos bandos.

La Junta Suprema de Santa Fe citó a un Cole-gio Constituyente el 27 de febrero de 1811. Este redactó una constitución, creó el Estado de Cun-dinamarca y determinó que la presidencia fuese ejercida por Antonio Nariño, quizás el líder más lúcido en aquel entonces, quien a través de su periódico La Bagatela (1811) abogó por la unifi-cación de las distintas provincias en un régimen centralista.

La unión de Cartagena, Tunja, Pamplona, Antio-quia, Mariquita y Neiva se realizó en una reunión de representantes que adoptó el pomposo nom-bre de Congreso de las Provincias Unidas. El con-greso se inclinó por el federalismo y en octubre de 1812 eligió a Camilo Torres y Tenorio como su presidente y desconoció a Cundinamarca.

Nariño movilizó el ejército y promovió la incorpo-ración de diversos corregimientos y la provincia de Socorro a Cundinamarca, incluso intentó, a través de su comandante Antonio Baraya, el de-bilitamiento de la federalista Tunja. No obstante, ante el cambio de bando por parte de Baraya, Na-riño asumió, el 25 de junio de 1812, el mando de

la tropa y tomó sin resistencia alguna Tunja. En respuesta, la provincia del Socorro inició operaciones militares contra Cundinamarca. Era el comienzo de una larga cadena de enfrentamientos armados.

Las primeras escaramuzas contra Santa Fe se presentaron a fina-les de 1812, pero cuando los federalistas, comandados por Baraya y con cerca de 3.000 soldados, iniciaron una ofensiva para la toma de Santa Fe fueron derrotados en las inmediaciones de San Victo-rino el 9 de enero de 1813, cayendo prisionero Francisco de Paula Santander. Ante la derrota, la respuesta de Tunja fue la suspensión de la guerra y, debido a los choques con el ejército realista, aceptó el proyecto centralista. Nariño amplió sus objetivos y su ejército e inició una campaña contra los realistas del sur de la Nueva Granada,

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no obstante, en 1814 debió aceptar en Pasto la derrota y la condena a la cárcel en Cádiz.

El centralismo, en la coyuntura que comentamos, representaba la postura más adecuada en la medida en que permitía la unificación de fuerzas y recursos, facilitaba una mejor defensa ante las acciones armadas por parte de España y unificaba las élites en torno a un solo proyecto de autonomía, que era fundamental para la posibilidad de construcción de un Estado na-cional independiente. No obstante, las élites regionales dieron al traste con este importante proyecto al desatar una guerra, la que dio ori-gen a la expresión “Patria Boba”, de nefastas repercusiones.

La derrota del centralismo corrió paralela a la negativa de Pasto, Popayán y Santa Marta de abandonar la fidelidad al monarca y al imperio español y al inicio del proyecto de reconquista de la Nueva Granada por parte de España. En efecto, el monarca Fernando VII encargó a Pablo Morillo – denominado El Pacificador– el someti-miento de los separatistas, para lo cual le puso a su disposición un ejército de 15 mil hombres.

La primera campaña que emprendió Morillo en la Nueva Granada fue la toma de Cartagena. La derrota de la ciudad se posibilitó por el sitio a la que la sometió durante cerca de tres meses, de agosto a diciembre de 1815. Los estragos por el hambre y las enfermedades dejaron más de 6.000 muertos, cerca de un tercio de la pobla-ción de la ciudad. Con la victoria, Morillo tuvo el camino libre para dirigirse a Santa Fe, donde ejecutó a gran parte del liderazgo criollo, entre ellos a Antonio Baraya, Camilo Torres y Fran-cisco José de Caldas (28 de octubre de 1816). Posteriormente se encaminó a Venezuela don-de derrotó a Simón Bolívar.

Luego de estas dolorosas derrotas, los criollos aprendieron la bondad del centralismo, y tanto Bolívar como Santander se convirtieron en sus defensores. Paradójicamente, luego de la Cons-titución de Cúcuta (1821) Nariño se hizo federa-lista. Gracias a la adopción del centralismo se constituyó un mando unificado, un solo ejército y un proyecto de república.

La polémica entre centralistas y federalistas no se extinguió con el establecimiento de la República de Colombia o Gran Colombia, que se desintegró por efecto de los apetitos de las regiones y el golpe militar de José Antonio Páez en Venezuela. Una vez formados los partidos políticos y en un nuevo contexto, los liberales se inclinaron por el federalismo mientras los conservadores lo hicieron por el centralismo, nuevamente la guerra fue el instrumento para definir quién dominaba al contrario. En este aspecto, la pugna sólo se resolvió cuando los conservadores se hicieron hegemónicos e im-pusieron la Constitución de 1886.

Antonio Nariño.

Camilo Torres.

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Mujeres y hombres que se destacaron en la independencia de la Nueva Granada

Hemos hablado de la participación de esclavos, indígenas y mestizos en la independencia de la Nueva Granada, ahora queremos señalar que tal tarea fue la obra de mujeres y hombres con

nombre propio, de individuos concretos. Debido a que la historia fue escrita por hombres, pareciera que toda la gesta de independencia fue realizada por hombres y que las mujeres se quedaron en sus casas. Por el contrario, ellas participaron activamente en todo el proceso. No solamente como cocineras o enfermeras sino en la difusión de ideas y, de manera general, en lo que podría denominarse el combate político. Ya hemos ha-blado de las mujeres durante el Movimiento de los Comuneros y durante las protestas del 20 de Julio de 1810. También es sabido el impor-tante papel jugado por Manuela Sáenz, quien fue algo más que la compañera del Libertador, pues se destacó en las actividades de agitación, razón por la cual sufrió persecuciones y el exilio. Queremos, por lo dicho, comentar brevemente la presencia de Policarpa Salavarrieta y conside-rarla un caso típico de participación en la política de las mujeres.

Policarpa Salavarrieta una mujer de de ideas y acción.

Sobre Policarpa Salavarrieta existe discusión acerca de su verdadero nombre y de su fecha exacta de nacimiento. Generalmente se acepta que nación en Guaduas. La mayor parte de sus contemporáneos se refieren a ella como La Pola. Aprendió a leer y a escribir, un hecho bastante extraño para la época, aunque hay que decir que otras mujeres también sabían leer y que incluso fueron creadoras de tertulias donde se discutían las ideas liberales, como fue el caso de Carmen Rodríguez.

La Pola se destacó durante la etapa de Re-conquista española. Trabajó con el grupo que había creado guerrillas en los pueblos del norte del actual departamento de Cundinamarca para actuar contra el ejército realista. Debido a tales actividades fue apresada y condenada a muer-te en un juicio celebrado el 10 de noviembre de 1817. Fue fusilada el 14 de noviembre en la Plaza Mayor de Santa Fe de Bogotá junto a otros siete patriotas.

Antonio Nariño y Francisco de Paula Santander, hombres claves de la

independencia de la Nueva Granada

La importancia de estos dos hombres radica en que entendieron que el problema fundamental de la independencia era el de construir una nación democrática y centralista, dos condiciones sin las cuales no se podía fundar un Estado nacional moderno.

Antonio Nariño tuvo tres aciertos políticos. En primer lugar, definir que el modelo que se debía

aplicar en la América española era el de la revolución francesa. La traducción de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1794) iba en esa dirección y aunque no llegó a circular la noticia constituyó uno de los hechos políticos más importantes e influyentes para la inde-pendencia en América. Debido a la traducción que hizo, Nariño fue condenado a diez años de cárcel en Cartagena.

En segundo lugar, Nariño desarrolló una amplia actividad en el cam-po de la difusión de las ideas al fundar la tertulia literaria El Arcano de la Filantropía y al crear uno de los periódicos más influyentes de comienzos del siglo XIX: La Bagatela (1811).

Finalmente, porque Nariño defendió, incluso con las armas, el proyec-to centralista desde las páginas de su periódico y desde la presiden-cia de Cundinamarca. El centralismo constituía la única posibilidad de supervivencia del proyecto republicano, la mejor forma de sumir el inicio de la construcción de la nación y la clave en el éxito militar contra el ejército español.

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El general Francisco de Paula Santander es necesario destacarlo por varios hechos. En primer lugar, defendió el centralismo en el período de la consolidación de la guerra de independencia. Fue uno de los más desta-cados dirigentes de la independencia en la América andina; en reconocimiento a su labor fue elegido presidente encargado de la Gran Colombia. En tercer lugar, fue uno de los más decididos impulsores del Estado nacional y de la modernidad. Al promover la materialización de la Gran Colombia concibió la constitución de Cúcuta, la separación de poderes, el funcio-namiento del Congreso, el reconocimiento de la independencia en Europa y pretendió, como todo pensador moderno de su época, el imperio de la ley y una reforma educativa que formara una nueva generación de ciudadanos.

El liderazgo de Bolívar y Santander, el fin de la Gran Colombia y la crea-

ción de los partidos políticos.El liderazgo de hombres y mujeres también fue un factor que determinó el rumbo de los acontecimientos políticos de la segunda mitad de la década del vente del siglo XIX. En efecto, el enfrentamiento en torno a dos concepciones de la política, una conservadora y otra liberal y moderna, tomó la forma de choque entre dos caudillos: Bolívar y Santander. Pero, por supuesto, no se trataba de una simplemente confrontación entre dos hombres sino de dos maneras de pensar el mundo.

Con el inicio de la crisis de la Gran Colombia, debido a los pronunciamientos de José Antonio Páez y a los apetitos de los poderes regionales, dos sectores comenzaron a formarse. A un lado los sectores militaristas que se identificaban con Simón Bolívar, la constitución boliviana y la presidencia vitalicia. Al otro, los civilistas, unidos alrededor del prestigio del general Santander, que abogaban por las elecciones y la vigencia de la constitución de Cúcuta. Los primeros intentaron la dictadura y anularon las reformas liberales de Santander. Los segun-dos se propusieron derrotar a los militaristas, incluso con el empleo del atentado personal contra Bolívar.

En conclusión, los individuos también son determinantes en la historia. Sus forma de ser, cuando se trata de seres humanos que se destacan por su claridad política o por sus capacidades, cumple una función en la deter-minación de los hechos históricos. Cuando hablamos de individuos pensamos en mujeres y hombres y hay que señalar, con toda claridad, que sin las mujeres no habría sido posible la independencia. Dos hombres se destacan en la primera mitad del siglo XIX: Antonio Nariño y Francisco de Paula Santander, gracias a ellos, a sus aciertos políticos y militares, fue posible el inicio de la modernidad en Colombia.

Policarpa Salavarrieta marcha al suplicio. Anónimo. 1825, Óleo sobre tela.

Francisco de Paula Santander. Antonio Nariño.

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Las guerras y la independencia de la Nueva Granada y el mundo andino

Las guerras aparecen en la historia patria como los hechos más deter-minantes y más recordados de la Independencia y, por ello, el calen-dario cívico colombiano posee fiestas

que recuerdan estos sucesos. Las guerras generan los héroes que son venerados en los manuales escolares, los lugares públicos y los monumentos. De igual forma, son presentados como modelos de virtud que deben ser toma-dos como ejemplos por los niños, pues ense-ñan una serie de valores como el heroísmo y, fundamentalmente, el amor a la patria.

Las guerras durante el proceso de la Indepen-dencia fueron el punto culminante de una serie circunstancias de orden político, pero no los sucesos más definitivos. Por el contrario, ha-bría que señalar como hechos significativos, en primer lugar, la decisión de los criollos de incli-narse definitivamente por la independencia.

En segundo lugar, la creación de un ejército, dotado de un mando centralizado, que incluyó a militares de diversos virreinatos, con lo cual la guerra se amplió a un territorio tan extenso que el ejército realista no estaba en capacidad de controlar. Por otra parte, los hombres que integraron la dirección militar no eran simple-mente estrategas, por el contrario, se trataba de un conjunto de líderes ilustrados capacitados para construir naciones.

En tercer lugar, la decisión de los criollos de crear un frente con otros sectores sociales y étnicos fue lo que facilitó la constitución de un gran ejército. La incorporación de mestizos al ejército significó la democratización de las insti-tuciones y la posibilidad de formar ciudadanos. El llamado de Bolívar a los esclavos para que se vincularan a su ejército, a cambio de la liber-tad, facilitó el acceso de negros y mulatos a los altos cargos militares. El mulato José Prudencio Padilla, que había nacido en un pequeño pue-blo de La Guajira, participó desde muy joven al servicio de la mariana española y cuando se produjeron las primeas proclamas de indepen-dencia en Cartagena de Indias, participó acti-vamente. Luego se destacó en acciones contra naves españolas, gracias a lo cual pudo crear una pequeña flota y colocarla al servicio del ejército de Bolívar. Por sus acciones durante la guerra de independencia se le reconoce, a pesar de su origen étnico, como creador de la Armada y, por la misma razón, primer almirante de la República de Colombia.

En cuarto lugar, la independencia de la Nueva Granada y la Capitanía General de Venezuela y la de Quito, fue posible por la estrecha colabo-ración entre los líderes políticos y militares de diversos virreinatos. Tal circunstancia explica el que fuese posible la creación de un ejército libertador y que el nombre de Bolívar aparez-ca estrechamente ligado a diversas naciones suramericanas.

Finalmente, la guerra de independencia se dotó de un amplio con-junto de símbolos y mitos, y medidas de orden político que hicieron de la guerra una obra de la sociedad. Es decir, las consignas de ciudadanía y de independencia lograron, momentáneamente, la incorporación de negros, indígenas y campesinos. Incluso la Iglesia se dividió y apareció un sector que se inclinó decididamente por la causa patriota.

Por supuesto, las guerras fueron la forma visible que alcanzó la supremacía en el terreno militar de la idea de independencia y, por ello, los ejércitos libertadores se enfrentaron a los realistas produ-ciéndose grandes batallas.

La Batalla de Boyacá se desarrolló el 7 de agosto de 1819. Ella dio el triunfo al ejército comandado por Simón Bolívar, Francisco de Paula Santander y José Antonio Anzoátegui. Tras un rápido movimiento el ejército realista fue cercado y tanto su vanguardia, que pretendía llegar a Bogotá, como su retaguardia fueron sometidas; tras un día de combate, las fuerzas de Barreiro fueron derrotadas. Gracias a esta victoria se logró el control de Santa Fe de Bogotá, la capital de la Nueva Granada, aunque no se pudo captura al virrey Juan de Sámano, pues alcanzo a huir.

El triunfo en la Batalla de Boyacá permitió la formulación del proyecto de creación de la República de Colombia –o Gran Colombia, como también se le conoce– en el Congreso de Angostura de 1819. Sin embargo, la complejidades de la guerra y el hecho de que el ejército realista no había sido derrotado totalmente, ni siquiera en la Nueva Granada, obligó a postergar hasta 1821 la realización del Congreso de Cúcuta, que formalizó la nueva república, la dotó de un congreso y eligió como presidente a Bolívar y al general granadino, Francisco de Paula Santander, como vicepresidente y encargado, por ausencia de Bolívar, de la presidencia.

La de Batalla de Carabobo (24 de junio de 1821) fue el choque del ejército de la República de Colombia, comandado por Simón Bolívar

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y compuesto por cerca de 6.500 soldados, y los ejércitos españoles, dirigidos por Miguel de la Torre, que contaba con 4.279 solados. Luego del cruento enfrentamiento, el ejército realista perdió más de la mitad de sus hombres, en total 2.786 soldados. La rendición permitió declarar la independencia de Venezuela.

La batalla de Pichincha se desarrolló el 24 de mayo de 1822 en las inmediaciones de un volcán que le dio el nombre a la batalla. El triunfo militar sobre el ejército realista, confor-mado por 1.894 soldados, permitió al mariscal Antonio José de Sucre, con 2.971 soldados, entrar a Quito, aceptar la rendición del ejér-cito español e incorporar el recién territorito liberado como departamento a la República de Colombia.

La última gran batalla se realizó en la llanura de Junín, el 6 de agosto de 1824. El ejército liber-tador fue comando por Simón Bolívar quien, al frente de 8.000 soldados, infringió una derrota definitiva a los ejércitos realistas en un breve combate. Con esta victoria Perú y el Alto Perú (Bolivia) iniciaron el proceso de constitución de naciones modernas.

Una vez culminada la Independencia, las fuerzas políticas que emergieron de tal proceso institu-yeron el principio de la legitimidad de la guerra para solucionar las diferencias políticas. De allí que, simbólicamente, la guerra sea unos de los elementos que conforman la nación. Hecho de nefastas consecuencias para la vida del país.

La Batalla de Las Queseras del Medio fue una importante acción militar llevada a cabo el 2 de abril de 1819, en el actual estado Apure de Venezuela, en la cual el prócer de la independencia, José Antonio Páez, vence, acompañado de 153 lanceros,

a más de 1.000 jinetes de caballería de las fuerzas españolas, siendo la más famosa batalla comandada por Páez y en donde se dicta la famosa frase: “¡Vuelvan Caras!” (más probablemente: ¡Vuelvan Carajo!).

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La República de Colombia (Gran Colombia), origen y desaparición de un proyecto de unidad

La razón de la unidad de los “patriotas” del Virreinato de la Nueva Granada, la Capitanía General de Venezuela y la Presidencia de Quito en el proyecto de la República de Colombia, o Gran Colombia

como también se le conoce, no correspondió solamente a la genialidad de Simón Bolívar sino a razones de orden militar y político. El hecho de que el imperio colonial fuese tan extenso lle-vó a que los criollos de las distintas regiones o unidades administrativas, capitanía y virreinatos por ejemplo, se percibieran como parte de un mismo sector que luchaba contra un enemigo común: España.

Tal situación facilitó que en las tareas de conformación de un ejército, formación de un estado mayor y diseño de las batallas fuese definitiva la unidad más amplia de los criollos. Además, la necesidad de derrotar al ejército español, ubicado en diferentes lugares, y la toma de sus cuarteles y las ciudades impuso el hecho de que solamente con la derrota total de los europeos se podía garantizar la cons-trucción de las repúblicas, por ello la necesi-dad de la derrota del ejército realista en todo el mundo andino.

La guerra exigió transformaciones políticas, la más importante fue el inicio del proceso de construcción de las naciones. Sin embargo, la victoria contra los españoles se definió tras una larga cadena de batallas –iniciada en el Pantano de Vargas en 1819 y culminada en Junín en 1824– lo cual impuso como principio la unidad entre la capitanía de Venezuela, la Presidencia de Quito y el virreinato de la Nueva Granada. El surgimiento de la República de Colombia fue el resultado de esta necesidad política y militar.

La unidad había sido expuesta desde muy tem-prano debido a que los hombres y mujeres que dirigían las batallas y la acción política contra España habían recorrido las principales ciuda-des de Venezuela, Quito y la Nueva Granada y tenía un objetivo común. Una de las ocasiones en que la unidad fue formulada claramente fue en el Congreso de Angostura de 1819, allí se acordó: la creación de la República de Colom-bia, conformada por Cundinamarca (Nueva Granada), Venezuela y Quito, con capital en Bogotá; el que Simón Bolívar fuese presidente y Francisco de Paula Santander vicepresiden-te; y citar a un nuevo congreso.

El Congreso de Cúcuta se instaló el 6 de mayo de 1821 bajo la presidencia del granadino Félix Restrepo. Luego de varios meses de trabajo se firmó la Constitución el 12 de julio; los aspectos más destacados de la nueva carta fueron: la creación de un congreso bicameral, compues-to por senado y cámara; el nombramiento de Bolívar y Santander como presidente y vicepre-sidente de la República de Colombia; la forma-ción de un Consejo de Gobierno conformado

por 5 secretarios (ministros) y un miembro de la alta corte de justicia; la libertad de partos; la libertad de imprenta; y el que Bogotá fuese la capital de la república.

La República de Colombia se for-taleció a medida que se produjeron los triunfos del ejército comandado por Bolívar. Panamá se declaró independiente y proclamó su in-corporación a Colombia el 28 de noviembre de 1821. Luego de la victoria del ejército patriota en la batalla de Pichincha (24 de mayo de 1822) Quito se integró a Colombia (29 de mayo).

El fortalecimiento de Colombia con la integración de Panamá y Quito y la victorias militares de su ejército generaron las condiciones para el funcionamiento del congreso establecido en la Constitución de Cúcuta de 1821. La primera sesión del congreso se realizó el 2 de enero de 1823 con 15 senadores y 46 representantes a la cámara. Los principales acuerdos tomados por los congresistas fueron: la supresión de la contribución directa; la autorización de empréstitos; apoyar la reforma instruccionista impulsada por el general Santander;

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la autorización para conceder tierras a extran-jeros inmigrantes; y la creación de un museo y una escuela de matemáticas y minas.

Sin embargo, construir una república con fuer-tes apetitos de las oligarquías regionales y ge-nerales dispuestos a organizar levantamientos al menor pretexto era imposible. El inicio del fracaso de la República de Colombia se en-cuentra en la rebelión del general venezolano José Antonio Páez. Condenado a quedar sin funciones por el Senado por imponer reclu-tamiento forzoso, Páez decidió realizar una rebelión en la ciudad de Valencia (30 de abril de 1826) que contó con apoyo de los hombres de poder de la región. Bolívar debió regresar a Venezuela y restituir en el poder al general golpista, quien asumió el mando anunciando que Venezuela rechazaba la unión con estados con escasa afinidades y se pronunció a favor de una monarquía.

Aunque Bolívar se entrevistó con Páez –res-tituyéndole sus títulos con el argumento de defender la unidad de Colombia– la república estaba herida de muerte, pues no solamente Páez atentaba contra su existencia sino que el propio Bolívar al regresar a Bogotá con un proyecto dictatorial acabó con el proyecto del general Santander que no era otro que el de creación de una república moderna. El cho-que entre lo dos generales se formalizó en la Convención de Ocaña (9 de abril de 1828), que había sido citada para reformar la Cons-titución de 1821, cuando los partidarios de Bolívar abandonaron la reunión y anunciaron la dictadura del general.

En noviembre de 1929 Venezuela descono-ció la autoridad de Bolívar, decidió retirarse de Colombia, constituirse en república inde-pendiente y nombrar como presidente al ge-neral Páez. Al año siguiente, el 13 de mayo, el departamento del Sur (Quito) declaró su independencia y comenzó a denominarse Re-pública del Ecuador. Ante la desaparición de la República de Colombia, se adoptó en 1832 el nombre de República de la Nueva Granada para identificar al antiguo departamento de Cundinamarca y a Panamá.

La experiencia de la República de Colombia fue fundamental para el logro de la indepen-dencia de Colombia, Venezuela, Ecuador Perú, Bolivia y Panamá y el general Francisco de Paula Santander dio los pasos necesarios para la construcción de un Estado nacional y fue el encargado de implementar los prin-cipales proyectos de modernización política, económica y educativa. No obstante, la dic-tadura de Simón Bolívar, un regionalismo po-líticamente miope y los delirios de un militar enloquecido por el poder, José Antonio Páez, fueron las causas que explican el fin de la Republica de Colombia.

Mapa de la Gran Colombia.

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Las limitaciones del impacto de la independencia de la Nueva Granada

LLos últimos artículos de la presente serie estarán dedicados a la realiza-ción de un balance sobre la indepen-dencia de la Nueva Granada y del recorrido hecho por la República en

las primeras décadas del siglo XIX. Inicialmente nos detendremos en los aspectos que consi-deramos incompletos o negativos.

La contraofensiva de las élites luego de la Independencia

Aunque el ejército republicano había recurrido a la incorporación de sectores populares –in-dígenas, campesinos y esclavos– la alianza no se materializó en avances o un conjunto de reformas que beneficiaran a los sectores subalternos. El primer hecho que evidencia tal circunstancia fue el mantenimiento de la esclavitud hasta 1851, a pesar de que el pro-pio Simón Bolívar había prometido la libertad a cambio de la incorporación de los esclavos al ejército.

En segundo lugar, la ausencia de un proceso de constitución de ciudadanos. Aunque la rup-tura con España se había hecho a nombre de los ideales del liberalismo y el republicanismo, donde la ciudadanía se constituía en el factor de cohesión de las sociedades, muy pronto se eliminaron aquellas libertades y derechos que estaban vinculados a las nuevas ideas y al imperio de la ley. Las primeras constitucio-nes, por ejemplo, tendieron a limitar la ciuda-danía a aquellos individuos que eran cabeza de familia, sabían leer y tenían propiedades. De igual forma dejaron en manos del sacer-dote del pueblo la confección de la lista de electores, de aquellas personas que tenía el derecho a votar.

Finalmente hay que señalar que existió una contraofensiva de los propietarios agrícolas para eliminar cualquier posibilidad de que los campesinos accedieran a la tierra y a la pro-piedad. Los sectores populares que apoyaron a las élites criollas pronto se vieron sin acceso a recursos y fueron condenados a constituir la fuerza de trabajo.

La razón de estos retrocesos radica en la vic-toriosa contraofensiva de los conservadores, con Simón Bolívar a la cabeza, contra la obra realizada por Francisco de Paula Santander para dotar a la República de Colombia de una estructura jurídica y política que le permitiera desarrollarse plenamente. Tal victoria supuso no solamente la dictadura de Bolívar y la ex-pulsión del país del general Santander sino, lo que es más importante, la destrucción de Colombia –o Gran Colombia– y el abandono de las reformas educativa, política y econó-mica, garantía del proceso de modernización del país.

El encierro de las élites en sus pueblos

Las élites conservadores y pueblerinas prefrieron encerrase en sus pueblos y pequeñas ciudades y abandonar el proyecto de mo-dernización. De allí que únicamente les interesase la suerte que corría el mundo andino, particularmente el centro de Colombia, y más adelante, con el desarrollo de la economía cafetera, Antioquia. Tales regiones gobernaron el país contra los intereses nacionales, despreciaron las regiones consideradas de tierra caliente y perdie-ron cerca de un millón de kilómetros cuadrados de territorio, entre ellos a Panamá, la zona estratégica más importante del mundo en el siglo XIX.

Los efectos del encierro de las élites fueron la imposibilidad no solamente de la unidad entre Estado y territorio, que se manifestó desde entonces en la ausencia de un mercado interno y la articula-ción de las distintas regiones. No extraña, entonces, que gran parte del país tuviese un estatuto especial, el de territorios nacionales,

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y sólo hasta hace muy poco se comenzaran a trazar carteras y aeropuertos.

La carencia de símbolos y mitos modernos

La Independencia, como toda revolución triun-fante que llevó a la creación de una nación, se alimentó de una enorme producción de símbolos, imágenes y mitos con el propósito de dotar a sus habitantes de una cultura, o como también se denomina de una cultura nacional. El propósito de esta elaboración es crear en los habitantes un sentimiento de pertenencia y el saberse miembro de un destino común. Tal sentimiento se elabora a través de la institucionalización de un calendario cívico, el culto a los héroes patrios, la edificación de plazas, monumentos y museos y la elaboración de la historia patria.

Sin embargo, en la Colombia del siglo XIX se constituyó una concepción clerical, conservadora y pueblerina de la cultura en la que era indispen-sable ejercer el catolicismo para ser ciudadano de la nación. Los sectores conservadores logra-ron elaborar tal idea durante la contraofensiva contra el general Francisco de Paula Santander y la hicieron dominante durante la Hegemonía Conservadora.

La violencia y la derrota de la República

Las élites que emergieron de la Independencia instituyeron la violencia como un elemento que definía la política. El establecimiento de la guerra civil como un recurso legítimo de la acción política eliminó la necesidad de construir ciudadanos y de elaborar una producción simbólica en torno a la nación. En el ejercicio de la guerra las éli-tes establecieron formas extremas de violencia que incluía la consideración de los civiles como blanco de ataques, la transformación de niños en soldados, las masacres, el desplazamiento de la población y la resolución temporal del conflicto a partir de acuerdos entre las élites y sin que el pueblo tuviese ni representación ni fuese bene-ficiario de los acuerdos.

Tal concepción, que inicialmente correspondía a las élites liberales o conservadoras, logró hacer parte de la cultura política colombiana y en el siglo XX se reprodujo con la acción de la insurgencia y el paramilitarismo, grupos herederos de las con-cepciones de liberales y conservadoras sobre la política y la violencia.

En síntesis, el hecho más negativo de la Inde-pendencia fue que su impacto se minimizó debido a la ofensiva de las élites pueblerinas y conser-vadoras y a que las reformas, que suponían la realización de una nación desde una concepción liberal, fueron abandonadas. De allí la fragilidad del desarrollo del capitalismo y de la nación en Colombia.

El general Tomás Cipriano de Mosquera, al frente del Ejército del Norte, ingresa a Bogotá el 3 de diciembre de 1854, acompañado por el coronel Enrique Weir, los generales Tomás Herrera y Camilo Mendoza y el coronel Agustín Codazzi.

Litografía de Celestino Martínez sobre un dibujo de Ramón Torres Méndez, 1855. Museo Nacional de Colombia, Bogotá.

Ilustración sobre la expulsión de los monjes franciscanos.

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Autonomía, democracia y nación: los aspectos determinantes de la Independencia

Ll propósito del presente artículo es evaluar los aspectos positivos de la independencia de la Nueva Grana-da. Este hecho es muy importante en la medida en que la historiografía

más reciente tiene una mirada muy negativa o poco equilibrada sobre este proceso histórico. Lo usual es que se diga que la Independencia se inició en España en 1808 y no en América; que la guerra –el enfrentamiento de grandes ejércitos– es un hecho secundario y que es más significativo, por ejemplo, el liberalismo español; que no existe continuidad entre el Movimiento de los Comuneros y la ruptura con España, pues se trata de dos procesos diferentes; que los sectores populares no participaron en la creación de la nueva Repú-blica sino que estuvieron encerrados en sus pueblos o simplemente fueron movilizados por los criollos, etc. Estos planteamientos nos parecen incorrectos y pertenecientes a una concepción conservadora sobre la Inde-pendencia. Por ello, es necesario resaltar los logros del proceso y destacar las condiciones en la que se realizó la ruptura del dominio español.

A pesar del enorme poderío del imperio espa-ñol la Independencia fue alcanzada, recorde-mos que se trataba del imperio más poderoso del momento con colonias en la mayor parte de América, el Caribe y Filipinas; la guerra fue compleja pues el virreinato era pobre y poco comunicado; la población de la Nueva Gra-nada era relativamente escasa; y el ejército fue conformado por soldados sin experiencia militar, a pesar de lo cual se logró el triunfo, el cual se extendió a un basto territorio del que décadas más tarde emergerían cinco Repúblicas.

La Independencia trajo consigo autonomía total en la conducción de los destinos de la nación, esto significó que las élites dominantes locales fueron las únicas que determinaron los rumbos de la nación y no hubo potencia extranjera que definiera algún aspecto de la vida nacional. Esta situación cambió a mediados del siglo XX cuando se cayó en una relación neocolonial con Estados Unidos y tanto la política exterior como las orientaciones económicas y políticas comenzaron a depender de los intereses de la nueva gran potencia.

La derrota de España supuso, además, una reordenación del dominio imperial en el mun-do, pues España entró en decadencia e Ingla-terra inició su camino de ascenso como gran potencia. La Independencia fue un capítulo de la pugna entre estos dos imperios, por ello existió un apoyo de los ingleses a las acciones de Francisco Miranda o Simón Bolívar a través de sociedades masónicas, recursos, soldados y armas.

En tercer lugar, se logró la creación de un proyecto de integración, la República de Colombia o Gran Colombia, único en su momento y de enorme posibilidades políticas, económicas y culturales. Colom-bia fue el instrumento que permitió congregar intereses regionales opuestos; unificar los ejércitos, dotarlos de un mando único y unificar la estrategia de la guerra; fue la forma en que se reconoció la nece-sidad de conformación de las naciones en Suramérica; y el proyecto de integración estuvo vigente por cerca de una década.

En cuarto lugar, la República de Colombia en su conjunto, élites y pueblo, se vio obligada a discutir sobre el carácter de la democracia que se debía construir. La Independencia obligó a las distintas fuer-

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zas sociales y políticas a elaborar proyectos de conducción del Estado, por ello el sector repu-blicano, por ejemplo, hizo la traducción de los Derechos del Hombre y difundió el liberalismo europeo, en particular el mito de la revolución francesa. La importancia de este debate se materializó décadas más tarde en la creación de los partidos políticos y en la elaboración de una historiografía que fabricó una explicación sobre el pasado colonial que se diferenciaba según los partidos políticos.

En quinto lugar, las reformas impulsadas por el general Santander para dotar a Colombia de unas leyes, el Congreso, una educación moder-na e instituciones, constituyeron el hecho más importante de la Independencia. Dicho de otra manera, el que el general Santander dotara a Colombia de un conjunto de leyes, separación de poderes y ciudadanos era el mecanismo para crear una República democrática. El futuro de la Independencia era, ni más ni menos, la creación de un Estado nacional de acuerdo al modelo que la burguesía impulsaba, reto que se le impuso a todos los procesos de indepen-dencia de América.

Evidentemente este proceso fue truncado por al dictadura de Bolívar, la expulsión del país del general Santander bajo la acusación de haber organizado el atentado contra Bolívar, el levantamiento de las élites regionales en Vene-zuela y Ecuador que destruyeron la República de Colombia, la consolidación de los sectores conservadores y el clero en la Nueva Granada y el abandono del proyecto modernizador del general Santander.

Naturalmente existían limitaciones profundas para la realización del proceso de constitución del Estado nacional, principalmente la pobre-za del virreinato, unas élites pequeñas y de limitado poder, escasa población y la inexis-tente articulación de las regiones. Todo esto imposibilitaba la modernización de la Nueva Granada.

A la hora de realizar un balance general sobre la Independencia deben destacarse el logro de la autonomía y el que la construcción de la democracia y la creación del Estado nacional se constituyeran en los temas centrales de la vida política nacional. Por ello, la Independen-cia es fundamental en la historia de la nación y pesan más los aspectos que hemos definido como positivos.

Para terminar esta serie de artículos sobre la Independencia analizaremos en la próxi-ma entrega la forma en que las izquierdas y las derechas han venido conmemorando este acontecimiento. En una nueva serie de artículos estudiaremos el proceso de formación y crisis del Estado nacional en Colombia.

Francisco de Paula Santander de José María Espinosa Prieto. Óleo/Tela, 1853.

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Problemas de la historiografía reciente sobre la Independencia

Los historiadores, en las últimas dos décadas, han venido revisando profun-damente la interpretación acerca de la independencia de las colonias españo-las en América. Algunos han formulado

una serie de explicaciones, muchas novedosas e interesantes, pero otras, creemos, consolidan un punto de vista conservador. Cuatro aspectos pueden resumir dicha postura: las transformacio-nes sociales son realizadas por hombres letrados de las élites; los procesos históricos carecen de relación con dinámicas mundiales; la política se caracteriza por la ausencia de contradicciones y conflictos (que no necesariamente son sinónimo de violencia), es más, éstos se consideran una perversión; los sectores sociales actúan motiva-dos por sus pasiones.

Sobre el comienzo de la Independencia

Los historiadores han venido considerando la invasión napoleónica a España (1808) y el movi-miento juntero, que llamó a la elección de repre-sentantes de las colonias americanas, como la coyuntura en la que se inicio la Independencia. La razón que se esgrime es que la coincidencia de estos dos momentos –la invasión y las juntas– obligó a los criollos a pensar en un nuevo tipo de relaciones con España.

Creemos, por el contrario, que el inicio de la cri-sis del orden colonial hay que encontrarla en el Movimiento Comunero y que el argumento de los historiadores según el cual la Independencia y levantamiento serian dos momentos distintos, no es adecuado. El hecho de que coincida con otra insurrección, la de Tupac Amaru en Perú, y el re-chazo a políticas imperiales en la Nueva Granada evidencian que algo andaba mal en las colonias. Por otra parte, el Movimiento pudo generar una alianza entre el pueblo y sectores ilustrados en aquellos lugares donde existió sublevación; los campesinos e indígenas consideraron la toma de Santa Fe de Bogotá y el diálogo con las autorida-des virreinales como las claves para el logro de sus objetivos; y el Movimiento dotó de una expe-riencia en la lucha política a importantes sectores sociales. De allí que, tras la invasión de Napoleón a España, estos aspectos se manifestaron nue-vamente en la lucha que subalternos y criollos desataron en la Nueva Granada contra la corona española. Por otra parte, la idea de independencia fue de lenta construcción y se hizo dominante tras la reconquista española.

Los sectores populares no tuvieron una participación importante en la lucha

por la Independencia

Se dice que la independencia fue el resultado de la acción de las élites ilustradas y que los secto-res populares se caracterizaron por su pasividad,

respondiendo básicamente a los llamados de los criollos. Algunos his-toriadores son más radicales y sostienen que los subalternos no veían más allá de los límites de su pueblo y, por tanto, estaban incapacitados para pensar los problemas de la construcción de la nación.

El planteamiento tiene una debilidad y es que supone que la acción política solo es posible en el mundo de los letrados, en los criollos ilus-trados, y nunca en los analfabetos. Los estudios sobre movimientos populares y sociales han demostrado que, por el contrario, los secto-res populares están en capacidad, en todas las épocas, de elaborar conceptos, liderazgos y en establecer una dirección a sus acciones. La imposibilidad de la corona española para someter los esclavos cimarro-nes –que construían palenques– y comunidades indígenas indómitas y las permanentes referencias a la iniciativa de los subalternos –negros esclavos, indios y mestizos– que caracterizan el final del siglo XVIII en la Nueva Granada muestra su gran capacidad política.

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Esta visión sobre los subalternos no permite superar las valoraciones que la historiografía tradicional ha consagrado en la que pulula-ban adjetivos despectivos y consideraciones clasitas y racistas sobre los sectores subal-ternos.

La guerra no fue determinante

Una tercera hipótesis que encontramos en la historiografía más reciente señala que la guerra fue un hecho secundario en la independencia de América. Pretende resaltar los cambios políticos en España, y el hecho de que el movimiento juntero fuese un proyecto liberal antimonárquico que estimuló reclamos de autonomía por parte de los ayuntamientos, las dinámicas políticas locales, las relaciones de poder en los cabil-dos, etcétera.

No obstante, hay que considerar que la exis-tencia de un ejército de la envergadura del que conformaron Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander constituyó una de las claves para el triunfo sobre España; que dicho ejército facilitó el ascenso social, la circulación de hom-bres y mujeres y contribuyó a la elaboración de mitos políticos fundamentales en la construcción simbólica de la nación.

Ausencia de caracterización de la Independencia

Aunque en las décadas del sesenta y del se-tenta en América Latina la historiografía se había caracterizado por un gran esfuerzo con-ceptual y metodológico, a raíz de la aplicación del marxismo y el estructuralismo, los estudios actuales sobre la Independencia carecen de un vínculo con las tradiciones académicas de décadas anteriores y obvian la ubicación de la Independencia en las dinámicas mundiales, es decir, no hay una caracterización de este proceso histórico. Por ello, muy pocos señalan sus nexos con el desarrollo del capitalismo y el proceso de formación de naciones, y lo que esto conlleva.

Esta debilidad impide elaborar un balance equi-librado sobre la Independencia y, por el contra-rio, lo que se produce es una exaltación de lo negativo, es decir en resaltar las inconsistencias de los criollos, las ausencias de reformas so-ciales, etc.; y ocultando los logros, con lo que se pierde de vista: lo que este proceso arrojó como resultado de la derrota del mayor imperio mundial de ese momento.

Con estos comentarios no pretendemos desca-lificar toda la producción historiográfica sobre la Independencia, solamente alertar sobre algunas interpretaciones que consolidan una visión con-servadora sobre esta etapa histórica.

Mujeres de la Independencia. Eusebia Torres de Arboleda, María Josefa Sanz de Santamaría de Montoya, Antonia Ricaurte de Osorio, Antonia Santos, María Josefa Ricaurte de Portocarrero, Susana Sanz de Santamaría de Elbers, María

Josefa Domínguez de Roche, Manuela Sanz de Santamaría.

La Pola en capilla. José María Espinosa. Óleo. Concejo de la Villa de Guaduas.

Page 36: Separata del Bicentenario · Separata del Bicentenario Antonio Nariño. El Juramento de la Bandera de Cundinamarca, Francisco Antonio Cano, tríptico al óleo, 254 x 564 cm. 1913.

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Izquierda y derecha en la conmemoración del bicentenario de la independencia

LLas interpretaciones sobre el bicente-nario de la Independencia han venido evidenciando grandes diferencias no solo como resultado de la presencia de

diversas corrientes teóricas y metodológicas, un hecho casi natural a las ciencias sociales y en particular a la historia, sino porque las distintas fuerzas políticas han manifestado su particular punto de vista sobre esta etapa tan significativa. En el presente artículo analizaremos brevemente qué plantean y cuáles son las limitaciones de las interpretaciones de la derecha y la izquierda sobre el Bicentenario.

La extrema izquierda y el Bicentenario

Tres son los argumentos de una lectura que podemos calificar de extrema izquierda sobre el Bicentenario. En primer lugar, el acentuar la lucha de clases. Quiere decir esto que el énfasis es puesto en aquello que expresa con-flicto y violencia en un claro afán por mostrar una continuidad con el presente de las luchas sociales o para sostener que lo fundamental de la conmemoración es mostrar el choque entre sectores sociales. Como recientemente se utiliza por los historiadores del continente la expresión revolución de independencia y se califica a esta etapa como una guerra civil, pues americanos y peninsulares españoles eran miembros de una misma “nación”, se institucionaliza la idea del carácter revolucio-nario del pueblo colombiano o de una supuesta herencia revolucionaria.

Obviamente la Independencia constituyó una gran alteración, con uso de la violencia, del orden político y social, pero lo fundamental de esta etapa histórica fueron los debates sobre la construcción de un Estado moderno, sobre la manera de avanzar en el proceso de formación de la nación y, por supuesto, el lo-gro de la autonomía para el país. De manera que la lucha de clases y la guerra misma son secundarias.

En segundo lugar, la izquierda ha venido pri-vilegiando a los sectores populares sobre otro tipo de actores sociales. Se parte del supuesto de que la visión histórica más avanzada es res-catar la presencia de los sectores populares y sus luchas. Por ellos los historiadores de cierta izquierda intentan demostrar el rasgo popular de la Independencia. Una derivación de este argumento es el rescate de las mujeres.

Por supuesto, el problema no es rescatar a los sectores populares o a las mujeres, de hecho lo hemos hecho en esta serie de artículos. Este rescate se convierte en un problema cuando se convierte en lo fundamental de la explicación y cuando se olvida que la Independencia era una

tarea que interesaba, considerando las dinámicas mundiales, a la naciente burguesía. En otras palabras, la Independencia fue una realización de las élites ilustradas y, por ello, no deja de ser revo-lucionario tal acontecimiento. El denominado pueblo tuvo iniciativa política, cierto, pero no podía tener un papel protagónico en esa etapa histórica.

Finalmente, se tiene una visión de extrema izquierda en historia al considerar que Simón Bolívar fue el precursor del antiimperialismo. Sostienen algunos que Bolívar al criticar que Estados Unidos hacía una férrea defensa de sus intereses, en frases como Los Estados Unidos parecen destinados por la Providencia para plagar la Amé-rica de miseria a nombre de la libertad, estaban evidenciando una actitud imperialista de dicho país. Son varios los errores en esta idea. En primer lugar, Estados Unidos no había concluido ni su formación como nación, la cual sólo se consolida con el fin de la guerra civil, ni el capitalismo era dominante. En segundo lugar, el imperialismo es un fenómeno económico y político de comienzos del siglo XX. Finalmente, lo que manifiesta Simón Bolívar es una posición atra-

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sada en términos de la política mundial. Lo más avanzado, lo más revolucionario si se quiere, en el mundo a comienzos del siglo XIX era el proceso que se vivía en Estados Unidos y en ese momento su fortaleza como nación ayuda-ba a los procesos de independencia en el resto del continente. Por otra parte, la consolidación de su democracia, como Marx lo señaló varias veces, era digna de ser tomada como ejemplo. En resumen, había que estar con el proceso que se vivía en Estados Unidos.

Una secuela de la defensa del carácter an-tiimperialista es sostener que Bolívar es el hombre fundamental de esta etapa histórica. Obviamente sin demeritar la enorme capacidad política y militar del Libertador hay que aclarar que existen dos etapas en la vida de este im-portante personaje, dividas por su pretensión de convertirse en dictador, y que la segunda es francamente reaccionaria. Por el contrario, el general Francisco de Paula Santander fue un férreo defensor del imperio de la ley y el constructor del proyecto de Estado moderno, a pesar de su fracaso, debido a la ruptura de la república de Colombia o Gran Colombia, y a su expulsión del país, acusado de fomentar el atentado contra la vida de Bolívar, el balance de su obra debe resaltar su presencia.

La derecha y el Bicentenario

La interpretación de la derecha sobre el bicen-tenario de la Independencia ha tenido al menos tres características. En primer lugar, la reduc-ción del proceso a un tema de farándula, lo cual supone que las actividades conmemorativas tienen el propósito de banalizar la interpretación del proceso histórico. De lo que se trata es de limitar las implicaciones que se derivan del aná-lisis histórico y aprovechar la audiencia.

En segundo lugar, una apropiación del conte-nido a través de la institucionalización de las actividades, a través de, por ejemplo, una ce-lebración “oficial” en la cual no existe diálogo ni con la comunidad académica ni con diversos sectores sociales.

Finalmente, la derecha no cambia los conte-nidos tradicionales de la denominada “historia patria”, elitistas y racistas, en las que el proceso de independencia fue el resultado de las accio-nes de unas élites ilustradas y patriotas que conducen a un pueblo ciego por el camino de la construcción de la nación.

En conclusión, una conmemoración crítica del bicentenario de la independencia debe consi-derar el alejamiento de los mitos políticos de la izquierda y la derecha y propender por un análi-sis riguroso y documentado. Una interpretación crítica es lo que más le conviene a las nuevas generaciones.

Jesús María Zamora. Bolívar y Santander en la Campaña de los Llanos (Detalle), Óleo sobre lienzo. Museo Nacional Bogotá. 1915.