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Sentimientoen
Blanco y Azabache
Raúl Valdivielso
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RAÚL VALDIVIELSO ÁLVAREZ - SENTIMIENTO EN BLANCO Y AZABACHE
PrólogoPor Leticia Ortiz
Periodista
“Maestro, creo que es la hora”. Apenas seis palabras sirven para romper
un silencio de esos que no solo se oyen, sino que se sienten, que se clavan hasta
lo más profundo del alma de aquel que lo sufre. Un silencio que lleva unas ho-
ras siendo casi el único compañero de quien recibe ese susurro que le saca de
sus sueños que, alguna tarde, también son pesadillas.
Hay otro acompañante que se esconde a la perfección entre la oscuridad,
entre las sombras de esa habitación en la que parece que el tiempo no pasa
esperando la hora fijada para ir a la plaza. La Tauromaquia, curioso arte que
obliga al artista a dejarse acariciar por las musas a una hora determinada y en
un lugar concreto; arte que no permite a quien lo protagoniza posponer la cita
con la inspiración: tiene que ser aquí y ahora. Un pintor podrá dejar el cuadro a
la segunda pincelada si siente en su alma de creador que no es el día. También
podrá hacerlo el que compone una obra musical. Pero no el torero... En fin, que
intuíamos, muy por encima, a ese otro compañero que tan solo se deslizaba
entre las sábanas y las cortinas, entre las estampas de aquella obligada capilla
portátil: es, ni más ni menos, que el miedo. Temor, recelo, rescoldo, aprensión,
cuidado, sospecha, desconfianza, cerote, medrana, pánico, cangui, canguelo,
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julepe, jindama, pavor, mieditis, espanto, terror, susto, horror y repullo. Así lo
recitaba Paco Rabal encarnando a aquel inolvidable Juncal, mitad golfo, mitad
señor, pero sobre todo, torero, que trataba de tranquilizar a su hijo, matador de
toros como él, antes de un paseíllo importante. Posiblemente ningún ser huma-
no, salvo aquellos que se visten de luces, sin importar si éstas son de oro, plata
o azabache, sabe a ciencia cierta lo que es citarse con la muerte cada tarde en
la que un cartel anuncia su nombre. Mirar a esa Parca, guadaña en mano, a los
ojos como quien contempla al mejor de los amigos y, a la vez también, al peor
de los enemigos. Una relación de amor y odio tan necesaria como inquietan-
te. E imposible de soportar, seguro, para quien no nació torero. Sin la muerte,
por desgracia y por suerte, no hay gloria. Y ahí radica una de las grandezas de
un arte tan efímero como atrayente, una Fiesta “hermosa y bárbara”, como la
definió Juan García, Mondeño, aquel tercero del aforismo que no paraba de
sonar en los sesenta y setenta: Puerta, Camino y Mondeño. “El toreo da mucha
gloria, pero también mucha muerte", subrayaba también Manuel Benítez, El
Cordobés, en La Maestranza, mientras Francisco Rivera, Paquirri, daba, hace
ya treinta años, su última y trágica vuelta al ruedo del coso sevillano tras con-
vertirse en leyenda en los pitones de Avispado.
Pero dejemos la desgracia a un lado, que solo mentarla parece que da
jindama. Nadie la nombrará en esa estancia en la que habíamos dejado a los
dos protagonistas de esta ceremonia entre el silencio pesado de una habitación
a oscuras. No será, por supuesto, la única superstición de un rito íntimo y pri-
vado del que apenas saben unos pocos. El amarillo, la montera sobre la cama,
la estampas, el orden de cada prenda... Quizá detalles mundanos para el que
lo contempla desde fuera, pero importantes para aquel que debe aferrarse a lo
terrenal cuando va a jugarse la vida.
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Dentro de unos minutos, todo serán gritos, besos, fotografías, autógrafos
y luz, esa luz tan especial que tiene el toreo y de la que tanto hablan los artistas
del pincel y de la cámara, genios también por ser capaces de plasmar unos ins-
tantes que nunca jamás volverán a repetirse. Otra parte de la grandeza del toreo:
si pestañeas, te lo puedes perder. Pero ahora, lejos todavía del bullicio y el am-
biente festivo de la plaza, todo es susurro, caricia, respeto, y una oscuridad no
tan opaca como cabría esperar, pues se va iluminando con la grandiosidad del
momento.
“Maestro, creo que es la hora”, repite uno de los protagonistas del rito. Y
el otro asiente, valeroso, con la convicción de quien sabe que se está preparado
para triunfar... Y para morir. La mirada de ambos se vuelve entonces a la silla,
ésa en la que reposa un tercer protagonista, inmóvil, inerte, callado, pero con la
monumentalidad que le da su significado. Su sola presencia, de hecho, llena la
habitación.
En esa silla, a poder ser de mimbre y con sabor añejo, aguarda paciente
el traje de luces, mucho más que un símbolo de una profesión, más, también,
que un simple vestido y con más fuerza, por supuesto, que un mero acompaña-
miento artístico. Es la segunda piel del torero, del artista, de aquel tocado por la
varita de Dios que, se llame como se llame y haya nacido donde haya nacido,
tiene grabado a fuego que “ser torero es muy difícil. Llegar a ser figura… un
milagro”, como reza un inmenso letrero que se encuentran los alumnos de la
Escuela Taurina de Madrid en las instalaciones en las que entrenan. En esta
ocasión, esa pieza de museo, única y con un significado especial para quien se
lo pone, es blanco y azabache. Raza y arte. Valor y estética. Pundonor y elegan-
cia. Fuerza y empaque. El vestido de torear luce ceremonioso con los ecos del
triunfo en cada remate.
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Ya están los tres protagonistas. Solos. No necesitan a nadie más para co-
menzar. Tampoco cruzarán muchas palabras entre ellos, aunque será imposible
que se digan más cosas. Torero, mozo de espadas y traje de luces se comunican
sin palabras. Se dicen todo lo que necesitan con una mirada perdida en el vacío
o con una caricia sobre los machos. Es un lenguaje propio que solo entienden
quienes lo han vivido. Y, por supuesto, va más allá de la realidad, de algo tan-
gible y físico como el cuerpo, va al espíritu, al alma.
No hay ciencia exacta en la Tauromaquia, un arte en el que o manda la
improvisación o no es nada. Así que en esta ceremonia previa tampoco hay
rigurosa disciplina. Miento. Hay el orden impuesto por las creencias, manías y
supersticiones del diestro y de su hombre de confianza. Por eso, este rito que
ahora nos permiten contemplar en las páginas de este libro es único. Porque si
el torero no fuera Iván Chávarri, “El Chava”, la ceremonia sería otra. Similar,
quizá, pero no igual. Como tampoco hay dos naturales o dos verónicas iguales.
Ni siquiera aunque las firme el mismo diestro. Un arte efímero, único e irrepe-
tible, también en las horas previas, en esos cultos escondidos que aportan aún
más grandeza a la Tauromaquia. “Se torea como se es”, decía Juan Belmonte en
una de sus citas más célebres.
La última mirada al infinito sin sentir aún el peso de esa segunda piel.
Una mirada de responsabilidad, pero también de ambición. Una mirada casi
imposible de plasmar... Pero estamos de suerte. Estamos participando de este
rito centenario a través de las páginas de este libro gracias a la sensibilidad de
otro artista que hoy ha sido testigo privilegiado del milagro que supone vestir a
un torero. Raúl Valdivielso nos va a regalar la intimidad de esa mirada profunda
de quien siempre defiende “su lucha por un sueño”. Él y su cámara rompen en
esta ocasión la soledad de esa relación entre el torero, el mozo de espadas y el
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vestido de torear. Es una ruptura de la magia dulce y armoniosa, como debe ser
el toreo. Pero en esa dualidad tan presente en esta cultura, es una ruptura que
te abofetea en la cara, como debe hacerlo el arte que sale de dentro. “El toreo
bueno es aquel que no solo se queda en el paladar, sino el que, además, te llega
al corazón y, si es preciso, te encoge el estómago”, apuntaba Antonio Chenel,
Antoñete, en una afirmación que se puede hacer extensible a cualquier arte. Y
Raúl, con el cariño y el mimo de quien también es artista, consigue entrar en esa
ceremonia para emocionar a quienes la descubran a través de las fotografías re-
cogidas en este libro. Sintiéndose y gustándose, que dirían los críticos taurinos
de una faena rotunda y redonda.
Somos testigos privilegiados de un rito privado a través de los disparos
certeros y cuidadosos de un fotógrafo que no se define como aficionado a los
toros, partiendo de esa imagen que todos podemos tener en la cabeza de un afi-
cionado taurino. Quizá en eso radique su suerte y con ella, también la nuestra
por ser beneficiarios de un trabajo que, como una tarde de toros, es mucho más
que una mera labor profesional. El artista, en este caso de la cámara, hace par-
tícipe a ese espectador que tiene casi vetado el acceso a esta ceremonia previa
a la corrida de toros, de su mirada limpia de complejos y manías, de filias y fo-
bias. Una mirada que ve más allá de lo que vería un mero aficionado a los toros.
Mucho más allá. Sirva como anécdota para ilustrar las afirmaciones anteriores,
que quien firma este humilde prólogo, antes de dejarse embriagar por la belleza
de las fotografías, mirando sin ver, lo primero que preguntó al contemplar por
primera vez las imágenes fue que “qué vestido era aquel, que no lo tengo ficha-
do”. Una nimiedad ante el arte que rezumaba lo que estaba contemplando. Mea
culpa. Pero era la mirada viciada de quien cree que sabe de toros y no ve más
allá de lo normal, de lo habitual.
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Por suerte, decía, Raúl supo abstraerse de esa aparente normalidad del
aficionado, por decirlo de alguna manera, para recoger la intimidad del torero
y de su hombre de confianza. Una intimidad tan sutil que parece imposible que
quede grabada en una fotografía. ¿Y cómo se plasma la responsabilidad? ¿O
ese miedo que, tal y como decíamos al principio de este prólogo, se esconde
entre las sombras y no se deja ver? Si quieren saberlo, pasen las páginas de este
libro y se darán cuenta de que, aunque parezca imposible poder dejar grabado
eso en una imagen, Raúl lo consigue. Tres protagonistas y un testigo de excep-
ción que no le resta solemnidad al momento, sino que nos traslada a la escena,
para que también a nosotros nos pese sobre los hombros ese sentimiento y esos
pensamientos de quien se va a jugar la vida.
En casa ajena, como ocurre con este libro, quizá esté de más darse el
lujo de aconsejar al anfitrión que, en esta ocasión, es el lector. Pero, como el
sobresaliente de un mano a mano, voy a permitirme el quite del perdón, con el
tercer aviso, además, a punto de sonar. Pongan atención en los detalles de cada
imagen, porque la Tauromaquia está plena de ellos. Esos detalles que Raúl en-
grandece con su cámara. Por ejemplo, la castañeta de “El Chava” y esas manos
sabias que se la prenden al pelo. Una coleta de mentira en un mundo en el que
todo es de verdad. Desde el triunfo hasta el fracaso. Desde la gloria de la Puerta
Grande hasta el dolor de las cornadas. O las medias de seda que simbolizan a la
perfección la suavidad y la delicadeza de toda una cultura que rinde pleitesía a
toro y torero. Sin olvidarse de los machos, los tirantes y el fajín. Todo en su sitio
y ajustado como solo el torero y su mozo de espadas conocen. Y los remates
en azabache de ese traje que es compañero de viaje, segunda piel. O ese último
cigarro para aplacar unos nervios que pocos se imaginan.
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El torero se siente en el traje. Pero, a la vez, el traje siente al torero. Y
un artista, cámara en mano, nos hace partícipe de esa comunión especial. No
lo disfruten, porque eso es demasiado banal, demasiado superficial, para un
libro de estas características. Siéntanlo, como se siente una verónica de las que
paran el tiempo en el capote, de las que despintan el rosa del capote durante el
lance por su majestuosidad. Súfranlo como se sufre un natural de mano baja,
de tela al suelo y riñones encajados, de esos muletazos que te sacan un olé de
lo más dentro del alma, tan dentro que cuando sale deja ese sabor a sangre que
decían los flamencos que se queda en la boca cuando se canta con el corazón.
Tan solo disfrutar de la sensibilidad, la generosidad, la delicadeza, la pasión,
la emotividad, la sutileza, la elegancia, el empaque, la ternura y el respeto de
quien fotografía y quienes son fotografiados sería menospreciar la grandeza de
este libro y del toreo. Este libro hay que sentirlo.
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