Del Sentimiento
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FRITHJOF SCHUON
Fundación de Estudios Tradicionales
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NATURALEZA Y PAPEL DEL SENTIMIENTO
anto la cuestión de las virtudes como la de la estética evoca, con ra-
zón o sin ella, la del sentimiento: con razón, si se entiende que el sen-
timiento desempeña un papel legítimo en la moral y en el arte, pero sin ra-
zón si se añade a la noción de sentimiento un matiz peyorativo, como si se
tratara de un exceso o de una debilidad. En realidad, el sentimiento es un
estado de conciencia que no es mental, objetivo y matemático, sin duda, sino
vital, subjetivo y, por decirlo así, musical: es el color emocional que toma el
ego entero al contacto con cualquier fenómeno, incluidos los pensamientos ylas imágenes mentales, por una parte, y las intuiciones espirituales, por otra.
La calidad del sentimiento depende tanto de la del ego como de la del fe-
nómeno; si por una parte se distingue entre hombres nobles, virtuosos y con-
templativos y hombres vulgares, viciosos y superficiales, por otra se distingui-
rá entre fenómenos pertenecientes a diferentes niveles, a partir del plano físi-
co hasta el plano espiritual y, finalmente, entre diversos géneros, como los
fenómenos de orden estético y los de orden moral. Los fenómenos provocanen el ego diversas coloraciones, según una serie indefinida de gradaciones en
lo que concierne a la calidad y la intensidad, y estas coloraciones indican di-
recta o indirectamente lo que somos; el sentimiento es o bien una imagen, o
bien una modalidad de la persona, según su grado de profundidad.
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Como la inteligencia y la voluntad, el sentimiento es una facultad a la
vez de discriminación y de asimilación; si detestamos es porque el objeto nos
impide amar, es decir, sentir lo que es conforme a nuestra naturaleza y loque, por este hecho, nos permite ser en la superficie de lo que somos en pro-
fundidad. Y si en espiritualidad es importante conocer Lo que conoce y que-
rer Lo que quiere, no lo es menos amar Lo que ama.
El sentimiento puede ser diverso en su accidencia, pero es amor en su
substancia. El amor responde intuitiva y vitalmente a la belleza, a la bondad,
al bien; se alimenta de ellos, por decirlo así, y transforma y asimila el alma
despertando en el fondo de ésta la Belleza inmanente, la única que es, puesto
que es la de Dios. La belleza exterior es su reflejo, precisamente: amando
inteligente y piadosamente —o sea, de una manera contemplativa— la be-
lleza sensible, el alma se acuerda de su propia esencia inmortal; amando,
quiere convertirse en el otro, a fin de poder volver a ser ella misma.
El sentimiento, considerado en todos sus aspectos, lleva a cabo,
por su parte, una discriminación en cierto modo vital entre lo que es no-
ble, amable y útil y lo que no lo es y, por otra, una asimilación de lo que
es digno de ser asimilado y, por eso mismo, realizado; es decir, el amor
depende del valor del objeto. Si el amor prevalece sobre el odio hasta el
punto de que no hay medida común entre ellos, es porque la Realidad
absoluta es absolutamente amable; el amor es substancia, el odio es acci-
dente, salvo en las criaturas perversas. Hay dos clases de odio, uno legí-
timo y el otro ilegítimo: el primero deriva de un amor víctima de una in-
justicia, como el amor de Dios clamando venganza, y éste es el funda-
mento mismo de toda santa cólera; la segunda clase es el odio injusto, o
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el odio que no se encuentra interiormente limitado por el amor subya-
cente que es su razón de ser y que lo justifica; esta segunda clase de odio
aparece como un fin en sí, es subjetivo y no objetivo, y quiere destruirantes que reparar.
Tanto el Corán como la Biblia admiten que hay una Cólera divina1, y
por lo tanto también una «santa cólera» humana y una «guerra santa»; el
hombre puede «odiar en Dios», según una expresión islámica. En efecto, la
privación objetiva permite o exige una reacción privativa por parte del suje-
to, y todo está en saber si en determinado caso particular nuestra conmise-
ración por esa substancia humana debe prevalecer sobre nuestro horror por
el accidente que hace al individuo detestable. Pues es verdad que desde cier-
to punto de vista es relativo y no impide que a veces se esté obligado, por el
juego de las proporciones, a despreciar al pecador en la medida en que éste
se identifica con su pecado. Una vez oímos decir que quien es capaz de des-
precio es igualmente incapaz de veneración; esto es perfectamente cierto, a
condición de que la evaluación sea justa y de que el desprecio no supere los
límites de su razón suficiente, tanto subjetiva como objetiva2. El justo des-
precio es a la vez un arma y un medio de protección; está también la indife-
rencia, ciertamente, pero ésta es una actitud de eremita que no es forzosa-
mente practicable ni buena en la sociedad humana, pues corre el riesgo de
ser mal interpretada. Por lo demás, y esto es importante, el justo desprecio se
combina necesariamente con cierta indiferencia, sin lo cual se carecería de
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1 Si, según el Islam, la Clemencia de Dios precede a su Cólera, esto significa que la prime-ra está en la esencia, mientras que la segunda se afirma en función del accidente.
2 Según Mencio, enfadarse por un insulto mezquino es indigno de un hombre superior,pero la indignación por una causa grande es justa cólera.
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desapego y también de ese fondo de generosidad sin el cual una cólera no
puede ser santa. La visión de un mal no debe hacernos olvidar su contingen-
cia; un fragmento puede o debe molestar, pero no hay que perder de vistaque es un fragmento y no la totalidad; pues bien, la conciencia de la totali-
dad, que es inocente y divina, prevalece en principio sobre todo lo demás.
Decimos «en principio», pues las contingencias conservan todos sus dere-
chos; esto quiere decir que una cólera serena es una posibilidad, e incluso
una necesidad, porque, al detestar un mal, no dejamos de amar a Dios.
*
Es importante no confundir las nociones de sentimiento, sentimentalidad y
sentimentalismo, como se hace muy a menudo a consecuencia de un prejui-
cio, o bien racionalista, o bien intelectualista. Este segundo caso es por otra
parte más sorprendente que el primero, pues si bien la razón se opone en
cierto aspecto al sentimiento, el Intelecto es neutro a este respecto, como la
luz es neutra respecto a los colores. Decimos adrede «intelectualista» y no
«intelectual», pues la intelectualidad no puede tener prejuicios.
Todo el mundo está de acuerdo en que un sentimiento que se opone a
una verdad no es digno de estima, y ésta es la definición misma del senti-
mentalismo. Cuando se reprocha justamente a una actitud que sea senti-
mental, esto no puede significar más que una cosa, a saber, que la actitud deque se trata contradice una actitud racional y usurpa su lugar; y recordemos
que una actitud no puede ser positivamente racional más que en función,
sea de un conocimiento intelectual, sea simplemente de una información su-
ficiente sobre una situación real; no puede serlo por el simple hecho de que
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despliegue una lógica, puesto que se puede razonar en ausencia de los datos
necesarios.
Del mismo modo que la intelectualidad es, por una parte, el carác-
ter de lo que es intelectual y, por otra, la tendencia hacia el Intelecto, tam-
bién la sentimentalidad significa a la vez el carácter de lo que es sentimen-
tal y la tendencia hacia el sentimiento; en cuanto al sentimentalismo, éste
sistematiza un exceso de sentimentalidad en detrimento de la percepción
normal de las cosas: los fanatismos confesionales y políticos son de ese or-
den. Si recordamos aquí estas distinciones en sí evidentes, es únicamente a
causa de las frecuentes confusiones que tenemos ocasión de observar en
este terreno —y no somos ciertamente los únicos en hacerlo— y que ame-
nazan con falsificar las nociones de intelectualidad y de espiritualidad.
*
«Dios es amor». Si esta sentencia es verdadera —y lo es por autoridad divi-
na—, el sentimiento es una dimensión normal, y por lo tanto positiva en sí,
del microcosmos humano, y todas las suspicacias a su respecto son aberran-
tes. Atmâ es Sat , Chit y Ananda: «Ser», «Conciencia» y «Beatitud», o también
«Poder», «Sabiduría» y «Bondad»; en el microcosmos, estos aspectos se con-
vierten en la voluntad, la inteligencia, y el sentimiento. Querer suprimir el
sentimiento equivale pues, ontológicamente hablando, a querer suprimir el
elemento Ananda, ni más ni menos.
Por lo demás, los adversarios del sentimiento —luego, en el fondo, del
amor— se sitúan en una contradicción a la vez existencial y psicológica con-
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sigo mismos, en primer lugar porque nada existe sin amor, y después porque
ningún hombre puede rechazar los sentimientos en su vida concreta, sea
material, sea espiritual. Todo hombre, salvo hipocresía, aspira a la felicidad yésta no tiene nada de ecuación matemática.
La cumbre de esta energía que es el sentimiento es el amor a Dios;
dicho de otro modo, esta cumbre es la fe o la devoción. La fe es el impulso
que nos hace vivir en Dios y por Dios; la devoción es el temor reverencial
que está en relación con el sentido de lo sagrado y que nos encierra en cierto
modo en un clima contemplativo de adoración y de paz.
Se nos podría objetar que el amor a Dios está por encima de los sen-
timientos y que compromete especialmente a la voluntad, que no tiene nada
de sentimental; si fuera así, no habría que hablar de amor a Dios, porque el
amor es indiscutiblemente un sentimiento; habría que elegir otra forma. El
sentimiento, exactamente como la inteligencia mental, prolonga el Intelecto
—limitándolo— y, por consiguiente, no puede encontrarse enteramente se-
parado de él; por consiguiente, no hay separación absoluta entre el amor
emocional a Dios y el Intelecto, pues éste implica necesariamente una di-
mensión de amor sobrenatural3. Si por una parte el amor espiritual no pue-
de ser una pasión ordinaria desde el momento en que su objeto es Dios y
depende de una actividad de la inteligencia y de la voluntad, o es concomi-
tante con ella, por otra parte se inspira necesariamente en su fuente sobrena-
tural, que es el Espíritu Santo y que es el Amor en sí.
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3 En este nivel, el sentimiento se encuentra superado como fenómeno psicológico, pero noen cuanto a su contenido esencial ni como fuerza cósmica.
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Existe el corazón-conocimiento y el corazón-amor; son como las dos
caras de un mismo misterio4. Es con el corazón amante con el que se rela-
cionan estas palabras de Cristo: «Porque ha amado mucho, mucho le seráperdonado»; y es asimismo al corazón, pero en su aflicción, al que se refie-
ren estas otras: «Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados».
Se habla del corazón que arde de amor, y también del que se derrite; se de-
rrite bebiendo el vino de la gracia y, al derretirse, él mismo es el vino que
bebe el Amado5.
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4 A veces se considera al corazón como la sede de la fuerza, lo que es totalmente plausible,puesto que el corazón se identifica con el Intelecto, que compendia tanto la voluntad y elsentimiento como la inteligencia, y que es así el receptáculo de todas las facultades y todaslas virtudes.
5 Omar ibn Al-Fâridh: «Hemos bebido a la memoria del Amado un vino que nos ha em-briagado antes de que fuese creada la viña».
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AMBIGÜEDAD DEL ELEMENTO EMOCIONAL
o ser «emocional»: esa parece ser en nuestros días la condición mis-
ma de la «objetividad», cuando en realidad ésta es independiente de
la presencia, o de la ausencia, de un elemento sentimental. Sin duda está jus-
tificado que la palabra «emocional» sea peyorativa cuando la emoción de-
termina el pensamiento o lo crea en cierto modo; es decir, cuando es causadel pensamiento, no su consecuencia; por el contrario, esa misma palabra ha
de tener sentido neutro cuando la emoción no hace sino acompañar, o sub-
rayar un pensamiento justo; es decir, cuando es consecuencia del pensamien-
to y no su causa. Es verdad que una opinión puramente pasional puede
coincidir accidentalmente con la realidad, pero ello no puede invalidar el
distingo que acabamos de establecer.
El elemento emocional que se combina con un pensamiento exacto,
subrayándolo «moralmente», dista mucho de ser un simple lujo; si no, la
«santa ira» sería una expresión falta de sentido, y Cristo hubiera hecho
mal en enfadarse. O sea que hay cosas que pueden e incluso deben susci-
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tar en el alma sensible —puesto que ésta existe— indignación y desprecio,
igual que hay —a priori— cosas que de modo completamente natural sus-
citan, sea respeto, sea admiración o veneración; decimos a priori, pues sevenera lo sagrado antes de despreciar lo que le es contrario. Se ama el
bien antes de odiar el mal, y esa segunda actitud ni siquiera tendría senti-
do sin la primera.
La emotividad «percibe» y revela los aspectos de un bien o de un mal
que la simple definición lógica no puede mostrar directa y concretamente:
son los aspectos existenciales, subjetivos, psicológicos, morales y estéticos, sea
de la verdad, sea del error; o ya de la virtud, ya del vicio. Imaginémonos un
niño que, por simple ignorancia y por tanto por falta de sentido de las pro-
porciones, profiere unas palabras en sí blasfemas; si el padre se encoleriza, el
niño aprende «existencialmente» algo que no aprendería si el padre se limi-
tase a una disertación abstracta sobre el carácter blasfemo de dichas pala-
bras. El hecho de que el padre se encolerice muestra al niño de forma con-
creta el alcance de la falta, hace visible una dimensión que de otro modo se-
ría únicamente abstracta y anodina; y lo mismo ocurre en los casos inversos,
mutatis mutandis: la alegría de los padres hace tangible al niño el valor de su
acto meritorio o de la virtud a secas. En contra de la experiencia y del senti-
do común, algunos adeptos al psicoanálisis —si no todos— consideran que
nunca habría que castigar a un niño, porque, piensan ellos, un castigo lo
«traumatizaría»; lo que olvidan es que un niño que se deje traumatizar por
un castigo justo —luego proporcionado a la falta— ya es un monstruo. La
esencia del niño normal, en cierto aspecto, es el respeto a los padres y el ins-
tinto del bien; un castigo justo, en vez de herirlo anímicamente, lo ilumina y
lo libera, proyectándolo, por decirlo así, a la conciencia inmanente de la
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norma. Desde luego, hay casos en los que los padres se equivocan y el niño
se ve traumatizado con razón, pero el niño normal, o normalmente virtuoso,
no caerá por ello en una amargura vindicativa y estéril, sino todo lo contra-rio: sacará de su experiencia el mejor partido, gracias a la intuición de que
toda adversidad es metafísicamente merecida, pues ningún hombre es per-
fecto sin adversidades.
*
Es indiscutible que la impasibilidad tiene sus derechos —en diversos grados—,
pero por sí sola no prueba la cualidad de objetividad; lo que prueba es, sea
una intención legítima de independencia con respecto a determinada mâyâ
demasiado humana o demasiado terrestre —intención dictada por un estado
espiritual, o por determinada oportunidad, o simplemente por las proporcio-
nes de las cosas—, sea por el contrario, una ostentación insolente, luego orgu-
llo o necedad. Si la dignidad natural exige también cierta impasibilidad
—manifiesta entonces el «motor inmóvil» y el sentido de lo sagrado—, no por
ello excluye los impulsos naturales del alma, como lo muestran las vidas de los
sabios y los santos; y como lo muestra ante todo la experiencia corriente.
No es que la emoción del hombre espiritual sea completamente pare-
cida a la del hombre profano; el propio término de «santa ira» indica que,
en el primero, hay un elemento santificante que falta en el segundo, a saber,
una serenidad subyacente que prolonga por decirlo así el «motor inmóvil» y
que —en terminología eckhartiana— tiene que ver con el «hombre inte-
rior», mientras que la emoción como tal se sitúa en el «hombre exterior». En
el hombre espiritual hay continuidad entre la impasibilidad interior —que
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depende de la conciencia de lo Inmutable— y la emoción: cuando el espiri-
tual se enfada, lo hace casi a partir de su impasibilidad contemplativa y no
en contra de ella, mientras que el hombre profano se encierra totalmente ensu enfado, y ello en la propia medida en que éste es injusto o desproporcio-
nado; «se encierra», es decir, se separa de su conciencia de Dios, luego de su
substancia de inmortalidad; y por eso —y sólo en ese sentido— la teología
considera la ira pecado mortal, sin por ello ignorar que hay una santa ira
que, por su parte, refleja y prolonga la Cólera divina. La emoción es profana
en la medida en que pertenece al hombre solo y que, por consiguiente, no
entra en juego el Arquetipo celestial.
Resulta de todo ello que, en la emoción del hombre espiritual, el
«centro inmóvil» permanece siempre presente y accesible. Como la emoción
depende de un conocimiento, nunca se traiciona la verdad; la mente perma-
nece lúcida, espontáneamente y sin pedantería.
*
Por una parte, admiramos con toda razón una cosa porque la comprende-
mos; por otra, comprendemos una cosa admirable al admirarla, es decir,
nuestra admiración amplía y ahonda nuestra comprensión primera. La
emoción o el sentimiento, en este caso, es un modo de asimilación6; es, pues,
un modo subordinado de conocimiento, que interviene lógicamente a poste-
riori, pero que de hecho puede coincidir con la percepción física o intelec-
tual. Por eso la nobleza de carácter, o la virtud, es ante todo una predisposi-
ción a la adecuación casi existencial, paralelamente al conocimiento pro-
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6 Lo que nos devuelve al principio Credo ut intelligam.
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piamente dicho; lo cual significa que es una forma de ser objetivo, de ser
conforme a la realidad. Lo cual, según los casos, exige cierta abnegación; ser
perfectamente objetivo es morir un poco, hemos escrito en algún lugar.
En nuestros días, se proclama la «objetividad» de un hombre que
afirma tranquila y fríamente que dos y dos son cinco, y se acusa de subje-
tividad y emotividad al hombre que replica con indignación que dos y dos
son cuatro7; no se requiere admitir que la objetividad es la adecuación al
objeto, y no determinado modo de expresión; que el criterio de la objetivi-
dad es la realidad y no el tono ni la mímica; ni sobre todo una placidez ar-
tificial, inhumana e insolente. Sobre todo se olvida también que la emo-
ción tiene sus derechos en el arsenal de la dialéctica humana, y que éstos
—puesto que son derechos— no pueden ser contrarios a la objetividad;
hasta el pensamiento más estrictamente objetivo —intelectual o racional—
va acompañado de un factor psíquico, luego subjetivo, que es el sentimien-
to de certidumbre; si no, el hombre no sería el hombre. Pues bien, el hom-
bre está «hecho a imagen de Dios», esa es toda su razón de ser; reprobar
un rasgo natural y fundamental del hombre equivaldría a reprobar no sólo
la intención creadora, sino la propia naturaleza del Creador.
El «objetivismo» antiemocional y artificialmente impasible delata su
falsedad por la contradicción siguiente: los que se alzan en portavoces de
una racionalidad imperturbable e impertinente son al propio tiempo los que
preconizan el amor libre —no sienten ninguna afición por el ascetismo— o
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7 Es conocido el dicho popular: «Fulano se enfada, o sea que está equivocado», que siem-pre se aplica al revés. En realidad, esta frase se refiere a personas que montan en cóleraporque, al estar equivocados, se quedan sin argumentos; la ira substituye entonces a laprueba y al derecho.
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que se encienden en cuanto se habla de política, y otras inconsecuencias de
este tipo, lo que prueba que su «objetividad» no es sino error y ostentación,
que tiene que ver con el orgullo y la amargura; de ahí la propensión a ensal-zar a los hombres viles —salvo cuando da la casualidad de que son adversa-
rios políticos— y a rebajar a los hombres de bien, tranquilamente y sin pa-
sión, al menos sin pasión visible; es un ejemplo de esa moral de sentido úni-
co, tan característica de todos los tipos de hipocresía. Sea lo que fuere, hay
que reaccionar contra la opinión psicoanalítica —muy extendida— de que
tanto la indignación como el entusiasmo tienen que ver siempre con un pre-
juicio o una idea preconcebida; opinión simplista que es parecida a otro
error no menos tonto, que afirma que en una discordia nunca tiene nadie
del todo la razón, y que el que se enfada se equivoca siempre.
Es importante tener cuidado en cómo se emplean las palabras: cuan-
do se confrontan los términos «objetividad» y «subjetividad», o «racionali-
dad» y «sentimentalidad» —en el sentido de oposición cualitativa— cae por
su peso que el segundo término es peyorativo puesto que se considera que
indica una privación; pero no es peyorativo en sí mismo, pues se refiere a
priori a un fenómeno en sí neutro, luego posiblemente cualitativo. Sin duda
las convenciones del lenguaje no nos permiten hacer de la «subjetividad» o
de la «emotividad» una cualidad, como hacen con la «objetividad» o la «ra-
cionalidad»; cuando queremos expresar el aspecto positivo del sentimiento
nos obligan por el contrario a especificar el contenido, luego a hablar de
«nobleza de carácter» o de «virtud»; siendo en suma esta última el comple-
mento de la «verdad». El sentimiento que es conforme a la verdad es por
ello mismo noble y virtuoso; la nobleza es una adecuación, ya lo hemos di-
cho más de una vez; no tiene nada de arbitrario como ocurre con el senti-
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miento inadecuado o desproporcionado, y por tanto contrario a la belleza
del alma.
Sin duda, las ideas más elevadas, especialmente las verdades metafísi-
cas, no implican forzosamente emociones propiamente dichas, pero confie-
ren necesariamente al alma del sujeto conociente, no sólo el sentimiento de
la certidumbre, sino también la serenidad, la paz y el gozo8.
Fundamentalmente, diremos que allí donde está la Verdad, allí está el
Amor. Cada Deva posee su Shakti ; en el microcosmos humano, el alma sensi-
ble se une al intelecto discerniente9, lo mismo que en el Orden divino la Mi-
sericordia se une a la Omnisciencia; y lo mismo que a fin de cuentas la Infi-
nitud es consubstancial a lo Absoluto.
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8 El conocimiento, en lenguaje islámico, obra en efecto una «dilatación» (inshirâh ).
9 «No es bueno que el hombre esté solo», dice el Génesis. Y recordemos que no hay jnânâ sin un elemento de bhakti .
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ALQUIMIA DE LOS SENTIMI ENTOS
ntre los modos estrictamente individuales de la inteligencia, a saber,
razón, memoria, imaginación y sentimiento, este último es el más
esencialmente subjetivo, en el sentido de que el elemento «sujeto» se mani-
fiesta en él del modo más directo. La inteligencia es en sí misma objetiva por
definición, pues su razón de ser es adecuar la conciencia a una realidad que
se sitúa empíricamente «en el exterior»; pero en su esencia —en el intellectus
increatus et increabilis —, la inteligencia se identifica con su objeto trascendente,
la Realidad pura, que es la fuente de todos los fenómenos posibles; esta Rea-
lidad es en cierto modo la substancia misma del Intelecto transpersonal, si
podemos expresarnos de forma elíptica. En otras palabras, el Intelecto lleva
en su substancia misma todo cuanto es conocimiento, un poco como cada
rayo de sol lleva consigo el sol entero, puesto que éste se refleja en toda su-
perficie capaz de reflejarlo; Dios, en su Realidad sea ontológica sea supraon-
tológica, es puro Conocimiento de Él mismo —o de Sí mismo—, y el Inte-
lecto no es otra cosa que un rayo a la vez directo e indirecto de ese inmuta-
ble Conocimiento.
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Por debajo del Intelecto puro, la inteligencia sufre en el hombre la cuádru-
ple polarización que hemos mencionado, y la sufre en virtud de la indivi-
duación. En la cúspide está la razón: es objetiva todavía, pero ya indirecta y discursiva, lo cual señala precisamente su estado de individuación con
respecto a la inteligencia como tal; viene luego la memoria, que igualmen-
te es objetiva, pero de manera más subjetiva —lo cual no es una contra-
dicción—, en el sentido de que sus contenidos no pueden ser más que ex-
periencias del individuo; en cuanto a la imaginación, no es «objetividad
subjetiva» como la memoria, sino más bien «subjetividad todavía objeti-
va», mientras que el sentimiento, por su parte, es mera subjetividad en la
medida en que tales delimitaciones son válidas en un plano en el que todo
está más o menos ligado; porque no hay que olvidar que también un sen-
timiento puede ser a su modo una especie de adecuación, puesto que pue-
de ser conforme a su objeto, sin hablar de la posibilidad de que intervenga
un elemento sobrenatural, o sea un factor de verdad y por lo tanto de obje-
tividad o de universalidad.
El ámbito del sentimiento es el de las oposiciones; su contenido
positivo, sin embargo, es el amor, cuyo objeto espiritual es Dios como Be-
lleza y Bondad; el amor a la Belleza divina evoca el amor de la esposa
por el esposo, mientras que el amor a la Bondad es análogo al del niño
por su madre.
Conjuntamente con el amor —y no de otro modo—, también el odio
puede asumir una función espiritual, sin duda secundaria y negativa, pero
sin embargo, real. Se habla corrientemente, en efecto, del odio al pecado y
del desprecio por el mundo, en función del amor a Dios. «Odia tu alma»,
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dice el Maestro Eckhart, y san Bernardo define la humildad como la virtud
por medio de la cual el hombre «se vuelve despreciable a sus propios ojos».
El amor implica la alegría y la tristeza; tanto una como otra pueden
tener un carácter activo o pasivo, según se refieran simbólicamente al futuro
o al pasado: en el primer caso, la alegría será ferviente, será confianza y es-
peranza; en el segundo caso, será sosegada y contemplativa, y será la felici-
dad de la gracia, de la saturación, de la posesión. Y lo mismo ocurre con la
tristeza: puede referirse al pasado, y entonces será el recuerdo de un Paraíso
perdido10; pero igualmente puede referirse al futuro, y entonces será la nos-
talgia de la Belleza Divina. El Paraíso maternal está detrás de nosotros, y el
Paraíso virginal, ante nosotros.
El temor y la ira están relacionados con el odio: espiritualmente, se
teme el Rigor divino y —en el mundo— las seducciones que conducen a él;
se teme el pecado porque se teme a Dios. En cuanto a la santa ira, la provo-
can la f alsedad y la corrupción del mundo; pero esta ira, ante todo, va diri-
gida al mundo en nosotros mismos, al apego del alma a los objetos de los
sentidos y a la propia gloria.
Como señaló Ghazâlî, todos aquellos que aman en Dios, es decir, que
aman al prójimo por su amor a Dios y porque es amado por Dios, también
deben odiar en Dios: odian al prójimo por su odio a Dios y porque es odiado
por Dios; pero este «odio» no tiene nada de pasional, se manifiesta tan sólo
por medio de actitudes perfectamente lógicas y saludables; por otra parte, es
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10 Este tipo de tristeza se encuentra a menudo en la poesía japonesa, donde proviene de laconsideración budista de la evanescencia de las cosas.
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así necesariamente, puesto que el Profeta dijo: «El creyente no conoce el
odio», y también: «El odio se come las buenas obras como el fuego devora la
madera». De modo que Ghazâlî tenía una intención caritativa para con lapersonalidad inmortal de todo hombre cuando dijo: «Así como se puede
odiar a un fiel (muslim ) porque desobedece a Dios, así también se puede amar
a ese hombre porque es un fiel»; y concluye que ningún hombre es amable u
odioso en todos los aspectos, lo cual es la condena misma del odio pasional
aplicado a los individuos11.
A la tristeza se la relaciona tradicionalmente con el arrepentimiento y
con el «don de lágrimas»; al estar vuelta hacia el pasado, se opone a los de-
seos, que evidentemente se proyectan en el futuro y arrastran al alma a un
espejismo todavía no realizado. Muy distinta es la tristeza natural y pasional;
en vez de oponerse a los deseos, amenaza convertirse en un fin en sí misma;
según los musulmanes, la melancolía viene del demonio, lo cual es plausible
puesto que prácticamente usurpa el lugar de la verdad y del amor a Dios12.
Pero volvamos a la tristeza espiritual: «Bienaventurados los afligidos, porque
serán consolados», dice el Evangelio; y también: «Bienaventurados los que
lloráis ahora, porque reiréis»13; y los Salmos: «Los que siembran en las lá-
grimas cosecharán en el júbilo»14.
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11 Si Cristo no duda en afirmar que hay que «odiar a padre, madre, esposa, hijos, herma-
nos y hermanas, e incluso a tu propia vida», es evidente que no se refiere a sus personasinmortales, como lo prueban por lo demás las últimas palabras, que son la negación mis-ma de todo egoísmo, luego de todo odio en el sentido corriente del término.
12 En este sentido pudo decir san Francisco de Sales: «Un santo triste es un triste santo».
13 Mt V, 4 y Lc VI, 21.
14 Salmos, CXXVI, 5.
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Para comprender bien estos pasajes, hay que tomar en cuenta la dul-
zura y la humildad de la tristeza, ésta se opone al orgullo y al odio, está pró-
xima al amor; hay que saber también que los sentimientos nobles simbolizanactitudes que se sitúan más allá del plano emocional. Así concebida, la «tris-
teza», en vez de oponerse a la impasibilidad de los sabios, es una actitud de
«gravedad espiritual», una propiedad «alquímica» que hace que nuestra
substancia se vuelva conforme a la contemplación de lo Inmutable; porque
esa gravedad tiene la misma virtud que las lágrimas —y eso es lo que impor-
ta—, es decir, excluye como éstas la dureza, la ligereza y la disipación. Si la
tristeza es una debilidad, no se encuentra rastro de ella en la Divinidad; pero
si tiene un lado positivo —y lo tiene—, se encuentra prefigurada en Dios;
pues bien, en Dios no hay ningún sufrimiento; pero sí hay en Él una especie
de dulzura grave y misericordiosa, que en el hombre no carece de relación
con el don de lágrimas.
En cuanto a la alegría, es esperanza, confianza, paz o beatitud; tam-
bién aquí hay modos y grados, los más elevados de los cuales son indepen-
dientes del sentimiento, sin excluir sin embargo, concomitancias sentimenta-
les, según los casos. No hay que confundir nunca el sentimiento, que es un
hecho natural, con los excesos de la sentimentalidad, o sea cuando substituye
a la inteligencia y la verdad; ésta puede determinar el sentimiento, y no a la
inversa. La alegría, por su parte, es como una huella terrena de la beatitud;
pero mientras que ésta es una felicidad intrínseca que se basta a sí misma, el
sentimiento de alegría, como todo sentimiento natural, tiene causa externa y
carácter de opuesto. En las Escrituras los sentimientos son como ejes que
van de lo humano a lo Divino, y que no excluyen así ningún nivel: «Me re-
gocijaré y exultaré en Ti, cantaré Tu Nombre, oh Altísimo», dice el Salmis-
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ta, y también: «¡Regocijaos en Yahvé y estremeceos de gozo, oh justos, lanzad
gritos de alegría todos los que tenéis el corazón recto!»; «En Él está la alegría
de nuestro corazón, en su santo Nombre ponemos nuestra confianza»15.
El conocimiento está más allá de los sentimientos; pero éstos pueden
ser modos de conocimiento indirecto, según la realidad de sus contenidos; es
necesariamente así puesto que el elemento «conocimiento» lo impregna to-
do, igual que el éter está en todas partes presente en el orden de los elemen-
tos sensibles.
*
Odio al mundo y amor a Dios; pero hay un grado que está por encima de
ellos, que es la certidumbre de la Realidad. La certidumbre, al ser un aspec-
to del conocimiento, se sitúa más allá del ámbito sentimental, pero no por
ello deja de poseer, en su aspecto propiamente individual, un perfume que
permite considerarla un sentimiento. Igualmente puede hablarse de un sen-
timiento de duda; la duda, por su parte, no es otra cosa que el vacío dejado
por la certidumbre ausente, ese vacío que fácilmente se abre a la falsa pleni-
tud del error.
En la certidumbre, conviene distinguir dos modos o grados; la certi-
dumbre de la verdad y la certidumbre del ser; la primera se refiere a un co-
nocimiento sin duda directo con respecto a la razón, pero todavía indirecto
con respecto a la unión; a ésta se refiere la segunda certidumbre. Es ilógico
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15 Salmos IX, 3; XXXII, II; XXXIII, 21.
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querer oponer a esta certidumbre —e incluso a la anterior, que también es
infalible— elementos de certidumbre fenoménica y pasional; es como si los
«accidentes» quisiesen discutir con la «sustancia», como si las gotas quisiesenenseñar al agua en qué consiste el ser de las gotas. La certidumbre del Inte-
lecto proviene del hecho de que éste «es» lo que él conoce; nadie podría
añadir cosa alguna a su esencia, ni quitar de ella la menor partícula.
La gnosis está por encima de la mente y, con mayor razón, de los sen-
timientos; esta superioridad resulta de la función «sobrenaturalmente natu-
ral» del Intelecto, a saber, la contemplación de lo Inmutable, del «Sí», que es
Realidad, Conciencia y Beatitud; las gotas perdidas de esta Felicidad, caídas
en nuestro mundo de cristalizaciones separadas y pasajeras, se convierten en
el amor y la dicha de las criaturas terrenas. Querer estar por encima de los
sentimientos por ambición es lo más contrario que existe a la verdad y a la
contemplación, aparte de que el desprecio por los sentimientos es algo sen-
timental —pues la sentimentalidad frígida no es más intelectual que la cáli-
da—, es contradictorio querer escapar a la individualidad en un contexto
individualista. En metafísica, no hay ni prejuicios ni ambiciones; se pone ca-
da cosa en su lugar, según la ordenación del «Gran Arquitecto del Universo»
y se trata menos de saber lo que somos que lo que es Dios; la primera inves-
tigación no tiene sentido más que en función de la segunda. Si «conocerse a
sí mismo es conocer a su Señor», es porque el puro «ser» de los fenómenos
reduce éstos a sus raíces universales; ad majorem Dei gloriam.
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