Semáforos que cobran vida (crónica). (Ed. 176)

2
6 · Bucaramanga, del 1 al 14 de febrero de 2010 6 · Ciudad En las ciudades grandes e intermedias del país la economía informal se hace notar en los semáforos. Ventas de agua, comida, revistas, actos de malabarismo y todo tipo de formas de ‘rebuscarse’ la vida, se hacen presentes. Un día entre el rojo y el verde Por Diana Cantillo [email protected] Aunque Bucaramanga es una de las ciudades con menos tasa de desempleo en Colombia con un 9,5%, se ha producido un aumento considerable en la llamada economía informal, o de ventas ambulantes. Una de las tantas modalidades de esta práctica económica es la comercialización de cualquier cantidad y variedad de productos en los semáforos. A continuación, el día a día de dos mujeres, madre e hija, que para sobre- vivir venden agua en un semáforo de la capital santandereana. Está cayendo un aguacero. Últimamente llueve a deshoras en Bucaramanga, al menos eso dice Mery, como si la lluvia tuviera horario y esa imprudencia no se justificara porque “siempre que se suelta el agua es cuando uno menos lo imagina”. Tal vez es porque para ella la lluvia no es un aliado en su trabajo: deja pérdidas y mayor cansancio; sin embargo, al sol o al agua Mery vende, en la esquina de un semáforo, refresco de tamarindo y agua en bolsa. Por eso a las seis de la mañana, hora en la que se despierta todos los días, ella busca, mirando a través de la ventana de la habitación donde vive, un signo, una nube gris o un radiante sol que le prediga el resultado de la venta de hoy. Le preocupa que no alcance a recoger como mínimo los ocho mil pesos diarios que debe pagar por la residencia y los dos mil pesos para la comida y el desayuno de la mañana siguiente. Entonces, con el presagio de un día soleado, se alista con cierto descuido y ligereza. Un pan- talón a la rodilla y una camisa blanca están bien. Ni gota de maquillaje y una única pasada de la peinilla por su cabello rubio, largo y ensortijado. Después de arreglarse despierta a su hija Jessica, de 13 años, para que la acompañe a trabajar. Y mientras la pequeña se baña y se viste con una chaqueta licrada que le protege sus brazos del sol, un bluyín de desgastes na- turales y una blusa transparente por el uso, su mamá hace tinto en la cocina comunitaria de la residencia, en la que cada huésped tiene su turno y tiempo limitado para cocinar. Después, sale a la calle y compra a Carmen, conocida como “la de los tintos”, dos panes de queso de quinientos pesos. Ya “desayunadas”, las dos mujeres cogen camino de la carrera 15 con calle 19, donde está ubicada la residencia, dos cuadras arriba hasta llegar al negocio de don Saúl, el hombre que les deja en consignación 30 bolsas de agua, cada una a 300 pesos, y 40 refrescos de tamarindo en bolsa, a 400 pesos la unidad. La madre y la hija separan las bolsas de agua de las de los refrescos y embarcan los dos grupos en un temo rojo y en otro más grande que está en un carrito de rodachinas. Al salir del negocio Mery pide a su hija que se vaya “en pura” hasta la calle 41 con carrera 22, a una cuadra del parque ‘Simón Bolívar’, donde está el semáforo, mientras que ella va hasta la oficina de ‘la doctora’, en el barrio de La Universidad, como lo ha hecho todos los lunes, martes, miércoles, jueves y viernes desde agosto de 2007, año en el que la vida de ella y la de su familia dio un giro de 180 grados y que es el motivo por el cual tuvo que recurrir a la venta informal para sobrevivir. Semáforos que cobran vida En el trayecto, Mery se debate entre el sen- timiento de abandono, la debilidad por su mal comer y la preocupación de que cuando llegue Jessica al semáforo, éste tenga otro dueño. Alrededor de la venta ambulante en los semáforos existen rivalidades y disputas territo- riales entre los ‘semaforizados’ por el espacio, el mejor semáforo y el mismo derecho a vender mercancía, permiso que en algunos de la ciudad se consigue si se paga una cuota diaria al señor ‘X’ como arriendo de los 8 o 6 metros de ancho que tiene la esquina donde haya un aparato de esos. Cuando llegaron a vender por primera vez en un semáforo cercano a la avenida Quebra- daseca, Mery y Jessica, por no conocer cómo era “la movida”, fueron sacadas “en bombas” por un hombre sin nombre ni apellidos, al no acceder a entregar la mitad de sus ganancias a este estafador de pobres. “Al primer semáforo que yo llegué me dejaron vender las agüitas el primer día, al siguiente una mujer, de muy buena gana, me advirtió: ‘no busque una mala hora. Si no puede dar la plata mejor váyase, no busque que la insulten o la maltraten’. Y pues sin más ni más yo me fui, porque yo me puse a pensar: a mí y a Jessica nos maltrató el ejército matando a Carlos y nos obligó a estar acá; el papá de ella me maltrató, y por eso nos dejamos, y todos los días me maltrata la vida. Entonces, dígame, ¿qué hacía yo allá, esperando qué?”, dice. En cambio Jessica, sin que las condiciones en las que vive opaquen su alegría y picardía de niña, se va campante con el carrito de rodachinas y la nevera de icorpor al hombro. Durante las 28 cuadras que aproximadamente debe caminar aprovecha para vender la mercancía a algún Los productos que comercializa en los semáforos son obtenidos en consignación; por cada bolsa de agua o refresco de tamarindo vendido se gana 100 pesos. /FOTO JAVIER FERREIRA J. transeúnte e incluso quitarle clientes a los otros vendedores de los semáforos, quienes en varias ocasiones la han hecho salir corriendo. Jessica parece jugar a conocer la calle como una Alicia en el país de las desigualdades. Mery llega a la oficina de ‘la doctora’, su abogada, quien lleva el caso del asesinato de su hijo Carlos, un ‘falso positivo’. De tantas visitas que ha realizado la mayoría terminan en un “espere”, “la Fiscalía no ha comenzado a investigar”, “vamos a escribirle al fiscal que lleva el caso” o “tiene que llenarse de paciencia”. Sin embargo, ir todas las semanas a esta oficina a que le digan lo mismo para Mery es una forma de combatir la impotencia de no poder hacer nada para que haya justicia por la muerte de su muchacho y para que alguien, quién sabe quién, le ayude a pagar los dos millones y medio que debió prestar, y aún debe, para traer el cuerpo desde Hacarí, Norte de Santander. “A mi el gobierno me tiene que explicar por qué me mataron a mi hijo. Él era un muchacho bueno y trabajador que me ayudaba a mi y a la niña. Yo no merezco este dolor y este sufrimiento que me ha hecho envejecer 20 años en sólo dos”, reclama esta madre cabeza de hogar, a quien la vida la obligó a enterrar a su hijo rompiendo el orden lógico de la muerte: primeros los padres y después los hijos. Mery se despide agradecida, de la misma manera como lo hace todos los días. “Cualquier cosa llámeme, doctora, que Dios me la bendiga”, y coge rumbo desde la calle 10 con carrera 23 hasta la 22 con calle 41. A las 10:00 en la 41 con 22 Jessica llega al semáforo. Por fortuna está en las mismas condiciones en las que ella y su mamá lo dejaron ayer a las cinco de la tarde, hora en la que cerraron “el chuzo”. Pero a la niña en sus adentros le hubiera gustado que estuviera ocupado, así podría descansar por lo menos uno o quizás dos días en esta semana. Pues en este intenso trabajo no hay vacaciones a menos que sean forzadas por el robo del semáforo y en las que no se deja de caminar, esta vez por toda la cuidad, en busca de otro sitio. Son las 10 de la mañana. Jessica descarga en el piso la nevera de icopor que traía colgada al hombro y el carrito de rodachinas lo recuesta al poste del semáforo que da paso hacia la derecha. De una de las “fresqueras”, como así las llama, saca una bandeja de color azul claro que está desportillada en sus dos esquinas y la limpia estirando desde su estómago la chaqueta licrada que trae puesta. Después acomoda a lo largo del recipiente cuatro bolsas de agua y a lo ancho otras cuatro de refresco. Se acomoda a la cadera el ‘canguro’ en el que guarda las monedas y echa mil pesos de plante para los vueltos de las primeras ventas. A pesar de que el año que lleva expuesta al sol han hecho mella en su cara pequeña y cuadrada, que está tiznada y con pecas, se pone una cachucha de un amarillo desteñido, con visos negros de mugre y polvo, adornada con la cara de Bugs Bonny, el conejo de la suerte. El semáforo está en verde. Jessica tiene 40 segundos para recostarse, quedar parada en una sola pierna, la cual turna con la otra cada vez que hay luz libre, para que descansen una por una del trajín de estar de pie todo el día, sin sentarse un momento. También aprovecha para deslizar una

description

En las ciudades grandes e intermedias del país la economía informal se hace notar en los semáforos. Ventas de agua, comida, revistas, actos de malabarismo y todo tipo de formas de ‘rebuscarse’ la vida, se hacen presentes. Los productos que comercializa en los semáforos son obtenidos en consignación; por cada bolsa de agua o refresco de tamarindo vendido se gana 100 pesos. /FOTO JAVIER FERREIRA J. Por Diana Cantillo [email protected] Bucaramanga, del 1 al 14 de febrero de 2010

Transcript of Semáforos que cobran vida (crónica). (Ed. 176)

Page 1: Semáforos que cobran vida (crónica). (Ed. 176)

6 · Bucaramanga, del 1 al 14 de febrero de 20106 · Ciudad

En las ciudades grandes e intermedias del país la economía informal se hace notar en los semáforos. Ventas de agua, comida, revistas, actos de malabarismo y todo tipo de formas de ‘rebuscarse’ la vida, se hacen presentes.

Un día entre el rojo y el verde

Por Diana [email protected] Bucaramanga es una de las ciudades con menos tasa de desempleo en Colombia con un 9,5%, se ha producido un aumento considerable en la llamada economía informal, o de ventas ambulantes. Una de las tantas modalidades de esta práctica económica es la comercialización de cualquier cantidad y variedad de productos en los semáforos. A continuación, el día a día de dos mujeres, madre e hija, que para sobre-vivir venden agua en un semáforo de la capital santandereana.

Está cayendo un aguacero. Últimamente llueve a deshoras en Bucaramanga, al menos eso dice Mery, como si la lluvia tuviera horario y esa imprudencia no se justificara porque “siempre que se suelta el agua es cuando uno menos lo imagina”. Tal vez es porque para ella la lluvia no es un aliado en su trabajo: deja pérdidas y mayor cansancio; sin embargo, al sol o al agua Mery vende, en la esquina de un semáforo, refresco de tamarindo y agua en bolsa.

Por eso a las seis de la mañana, hora en la que se despierta todos los días, ella busca, mirando a través de la ventana de la habitación donde vive, un signo, una nube gris o un radiante sol que le prediga el resultado de la venta de hoy. Le preocupa que no alcance a recoger como mínimo los ocho mil pesos diarios que debe pagar por la residencia y los dos mil pesos para la comida y el desayuno de la mañana siguiente.

Entonces, con el presagio de un día soleado, se alista con cierto descuido y ligereza. Un pan-talón a la rodilla y una camisa blanca están bien. Ni gota de maquillaje y una única pasada de la peinilla por su cabello rubio, largo y ensortijado.

Después de arreglarse despierta a su hija Jessica, de 13 años, para que la acompañe a trabajar. Y mientras la pequeña se baña y se viste con una chaqueta licrada que le protege sus brazos del sol, un bluyín de desgastes na-turales y una blusa transparente por el uso, su mamá hace tinto en la cocina comunitaria de la residencia, en la que cada huésped tiene su turno y tiempo limitado para cocinar. Después, sale a la calle y compra a Carmen, conocida como “la de los tintos”, dos panes de queso de quinientos pesos.

Ya “desayunadas”, las dos mujeres cogen camino de la carrera 15 con calle 19, donde está ubicada la residencia, dos cuadras arriba hasta llegar al negocio de don Saúl, el hombre que les deja en consignación 30 bolsas de agua, cada una a 300 pesos, y 40 refrescos de tamarindo en bolsa, a 400 pesos la unidad. La madre y la hija separan las bolsas de agua de las de los refrescos y embarcan los dos grupos en un temo rojo y en otro más grande que está en un carrito de rodachinas. Al salir del negocio Mery pide a su hija que se vaya “en pura” hasta la calle 41 con carrera 22, a una cuadra del parque ‘Simón Bolívar’, donde está el semáforo, mientras que ella va hasta la oficina de ‘la doctora’, en el barrio de La Universidad, como lo ha hecho todos los lunes, martes, miércoles, jueves y viernes desde agosto de 2007, año en el que la vida de ella y la de su familia dio un giro de 180 grados y que es el motivo por el cual tuvo que recurrir a la venta informal para sobrevivir.

Semáforos que cobran vida

En el trayecto, Mery se debate entre el sen-timiento de abandono, la debilidad por su mal comer y la preocupación de que cuando llegue Jessica al semáforo, éste tenga otro dueño.

Alrededor de la venta ambulante en los semáforos existen rivalidades y disputas territo-riales entre los ‘semaforizados’ por el espacio, el mejor semáforo y el mismo derecho a vender mercancía, permiso que en algunos de la ciudad se consigue si se paga una cuota diaria al señor ‘X’ como arriendo de los 8 o 6 metros de ancho que tiene la esquina donde haya un aparato de esos.

Cuando llegaron a vender por primera vez en un semáforo cercano a la avenida Quebra-daseca, Mery y Jessica, por no conocer cómo era “la movida”, fueron sacadas “en bombas” por un hombre sin nombre ni apellidos, al no acceder a entregar la mitad de sus ganancias a este estafador de pobres. “Al primer semáforo que yo llegué me dejaron vender las agüitas el primer día, al siguiente una mujer, de muy buena gana, me advirtió: ‘no busque una mala hora. Si no puede dar la plata mejor váyase, no busque que la insulten o la maltraten’. Y pues sin más ni más yo me fui, porque yo me puse a pensar: a mí y a Jessica nos maltrató el ejército matando a Carlos y nos obligó a estar acá; el papá de ella me maltrató, y por eso nos dejamos, y todos los días me maltrata la vida. Entonces, dígame, ¿qué hacía yo allá, esperando qué?”, dice.

En cambio Jessica, sin que las condiciones en las que vive opaquen su alegría y picardía de niña, se va campante con el carrito de rodachinas y la nevera de icorpor al hombro. Durante las 28 cuadras que aproximadamente debe caminar aprovecha para vender la mercancía a algún

Los productos que comercializa en los semáforos son obtenidos en consignación; por cada bolsa de agua o refresco de tamarindo vendido se gana 100 pesos. /FOTO JAVIER FERREIRA J.

transeúnte e incluso quitarle clientes a los otros vendedores de los semáforos, quienes en varias ocasiones la han hecho salir corriendo. Jessica parece jugar a conocer la calle como una Alicia en el país de las desigualdades. Mery llega a la oficina de ‘la doctora’, su abogada, quien lleva el caso del asesinato de su hijo Carlos, un ‘falso positivo’. De tantas visitas que ha realizado la mayoría terminan en un “espere”, “la Fiscalía no ha comenzado a investigar”, “vamos a escribirle al fiscal que lleva el caso” o “tiene que llenarse de paciencia”. Sin embargo, ir todas las semanas a esta oficina a que le digan lo mismo para Mery es una forma de combatir la impotencia de no poder hacer nada para que haya justicia por la muerte de su muchacho y para que alguien, quién sabe quién, le ayude a pagar los dos millones y medio que debió prestar, y aún debe, para traer el cuerpo desde Hacarí, Norte de Santander. “A mi el gobierno me tiene que explicar por qué me mataron a mi hijo. Él era un muchacho bueno y trabajador que me ayudaba a mi y a la niña. Yo no merezco este dolor y este sufrimiento que me ha hecho envejecer 20 años en sólo dos”, reclama esta madre cabeza de hogar, a quien la vida la obligó a enterrar a su hijo rompiendo el orden lógico de la muerte: primeros los padres y después los hijos. Mery se despide agradecida, de la misma manera como lo hace todos los días. “Cualquier cosa llámeme, doctora, que Dios me la bendiga”, y coge rumbo desde la calle 10 con carrera 23 hasta la 22 con calle 41.

A las 10:00 en la 41 con 22Jessica llega al semáforo. Por fortuna está en las mismas condiciones en las que ella y su mamá lo dejaron ayer a las cinco de la tarde, hora en

la que cerraron “el chuzo”. Pero a la niña en sus adentros le hubiera gustado que estuviera ocupado, así podría descansar por lo menos uno o quizás dos días en esta semana. Pues en este intenso trabajo no hay vacaciones a menos que sean forzadas por el robo del semáforo y en las que no se deja de caminar, esta vez por toda la cuidad, en busca de otro sitio.

Son las 10 de la mañana. Jessica descarga en el piso la nevera de icopor que traía colgada al hombro y el carrito de rodachinas lo recuesta al poste del semáforo que da paso hacia la derecha. De una de las “fresqueras”, como así las llama, saca una bandeja de color azul claro que está desportillada en sus dos esquinas y la limpia estirando desde su estómago la chaqueta licrada que trae puesta. Después acomoda a lo largo del recipiente cuatro bolsas de agua y a lo ancho otras cuatro de refresco. Se acomoda a la cadera el ‘canguro’ en el que guarda las monedas y echa mil pesos de plante para los vueltos de las primeras ventas.

A pesar de que el año que lleva expuesta al sol han hecho mella en su cara pequeña y cuadrada, que está tiznada y con pecas, se pone una cachucha de un amarillo desteñido, con visos negros de mugre y polvo, adornada con la cara de Bugs Bonny, el conejo de la suerte.

El semáforo está en verde. Jessica tiene 40 segundos para recostarse, quedar parada en una sola pierna, la cual turna con la otra cada vez que hay luz libre, para que descansen una por una del trajín de estar de pie todo el día, sin sentarse un momento. También aprovecha para deslizar una

Page 2: Semáforos que cobran vida (crónica). (Ed. 176)

·7Bucaramanga, del 1 al 14 de febrero de 2010 ·7Ciudad

En la mayoría de los casos, la venta ambulante ‘abre las puertas’ al público desde las nueve de la mañana hasta las siete de la noche. Muchos de los vendedores no regresan a sus hogares hasta vender la mercancía del día. /FOTO PERIÓDICO 15

Los vendedores ofrecen sus productos expuestos al sol y a la lluvia, en medio de la polución producida por los vehículos y el mal genio e imprudencia de algunos conductores. /FOTO JAVIER FERREIRA

que otra vez la sandalia del pie para que el sol termine de broncearlo o de quemarlo.

Cuenta regresiva: veinte… quince… diez… nueve, ocho segundos para la primera salida al ruedo… Jessica se prepara, no va por una medalla de oro pero sí está por la dormida y la comida de esta noche, sin ningún entrenador a su lado, excepto la experiencia que ha ganado. Dobla el codo de tal manera que la bandeja queda sostenida con el hombro y su mano, después, agarra el canguro y lo hala hacia arriba como en las películas de vaqueros en las que estos envalentonados hombres acostumbran arreglar la hebilla de sus correas antes de sacar el arma.

¡Cero! Se lanza a la carretera. En sus prime-ros pasos mira hacia el asfalto tal vez para prepa-rar aquella sonrisa, como esa que tiene ahora, con la que ofrece a los choferes la refrescante agua y el ácido refresco de tamarindo. Camina en medio de las dos hileras de vehículos arriesgando su vida entre carros, motos, buses y taxis.

Grita, siempre alargando la vocal con la que termina la última palabra, “agua y tamarindo, a la ordeeeen”, “agüitas, agüitas, de la normal y la de tamarindoooo”. Con su voz trata de ganarle al ruido de la calle, al estruendo del pito prove-niente de algún carro que a bordo trae un afanado

conductor y al del radio encendido, y también de llamar la atención de quienes hablan al interior de los vehículos. Allí, en medio de la calle, Jessica parece sacarle el gusto, lo asume con seguridad y dignidad, al fin y cabo, ella es quien manda en ese semáforo, qué cuento de horarios y órdenes, si quiere trabajar lo hace. Ella verá si come o no.

Van uno, dos, tres, cuatro oportunidades de semáforo en rojo y de la venta nada. “Está pesada, está dura”, asegura. Sonríe nerviosa a la vez que sacude la mano izquierda a la altura del cuello. Decide no salir una vez más al menos por unos cinco minutos, tiempo que toma para vaciar de la bandeja el agua en la que se convirtió el hielo que estaba pegado a las bolsas de los refrescos de tamarindo. Ya casi se acercan las 12 del mediodía y a una cuadra se ve venir su madre sofocada por el calor. Jessica termina de secar y cambiar los productos que ya están calientes por unos más fríos. La niña destapa dos bolsas de agua, una para cada una. Son las únicas que toman durante el día, y aunque son regaladas por don Saúl, para ellas son 200 pesos más si las hubieran vendido.

Son las 12 del día, hora crítica en la conta-minación provocada por los vehículos, es más

espesa y abundan los conductores impacientes. Mery corre a vender sin tener suerte, el turno es para su hija. Jessica sale y en el penúltimo carro en hilera de la izquierda, a unos 100 metros del semáforo, un taxista le compra un refresco. Jessica se lo vende a 600 pesos, pero normalmente es a 500; sin embargo, “el precio lo pone la sed del cliente. Es mi lema. Yo siempre le digo a mi mamá que tiene que ser así”, asegura la niña.

Al intentar llegar al andén, de una camio-neta con rines de estilo burdo y ‘traqueto’, en la que el conductor que escucha un vallenato melcochudo que aviva aún más el calor al escucharlo, aparece una figura puesta frente al volante con una mano afuera de la ventana. Posa como para una fotografía y por poco atropella a la niña, quien tuvo que retroceder corriendo sin darle el tiempo de observar si algún carro venía, “Hijueputa”, le grita Jessica, pero asegura ya estar acostumbrada a este tipo de cosas. Por ejemplo, hace un mes la atropelló una moto y el conductor tuvo la responsabilidad y la compasión, que otros no tendrían, de llevarla al Hospital Universitario de Santander. Jessica muestra las cicatrices en las piernas que le dejó el accidente.

El primer comprador fue un taxista. Es de esos clientes “enamorados”, dice Jessica, que siempre que una carrera lo obliga a pasar por aquí “no cacha en comprarme una bolsita de tamarindo”. Pero aunque diga que es un simple enamoradizo, el conductor aprovecha cada minuto para sacarle una radiografía a sus pequeños senos y tocarle con la mirada su cola parada y abultada, mientras que Jessica hace el malabar, que sólo lo podría hacer una mesera o una cajera experimentada, de sostener la bandeja con una sola mano sin dejarla siquiera tambalearse y con la otra recibir la plata, abrir el cierre del maletín que tiene en su cadera, sacar las monedas, devolver sin dar de menos o de más los vueltos y cerrar el ‘canguro’ para que no se le caiga el dinero al cruzar corriendo la calle para llegar al andén.

Y es que hay de toda clase de clientes en la calle. La mayoría de taxistas y buseteros son enamoradizos, aunque no falta el morboso. Está el grosero que responde con insultos; el tramposo que paga con un billete de dos mil o cinco mil falsos una bolsa de agua y que además forma el trancón mientras que Jessica completa las “vueltas”; el insensible que parece como si no la viera, el que se perturba al verla pero que prefieren subir rápidamente la ventana del carro e incluso cambiar de hilera; aunque también está el motociclista que al darse cuenta de que a la niña se le cae una moneda ladea la moto, se agacha, la recoge y la devuelve.

Así pasa la vida de estas dos mujeres, entre los avatares de la contaminación, el tráfico, los accidentes, los conductores malgeniados, los billetes falsos, la pobreza y el abandono total del Estado. Hoy, lunes, a pesar de que prome-tía ser un día soleado, empezó a llover. Son apenas las dos de la tarde y hace una hora y media que no venden ni una bolsa de agua. No han almorzado y si quiera tienen la mitad de la plata de la residencia. Hoy, al parecer, no se come y mañana no se desayuna. Hay que hacer algo y lo mejor es buscar otro semáforo, ¿cuál? No saben. Pero mañana se saldrá a mirar para dónde ir. A ellas les gustaría uno que quedará sobre la carrera 15 para que les quede cerca de la residencia y porque creen que en aquel sector podrán vender más.

Esta vez Mery lleva el carrito de roda-chinas y Jessica el termo rojo al hombro. Se van con la seguridad de que mañana no van a volver y talvez deben buscar nuevos rumbos. Caminan hacia el negocio de don Saúl a pagarle lo poco vendido y a devolver la mercancía que sobró. Por esas mismas calles, que les robó la pena que al principio sentían al vender agua y refresco de tamarindo, se alejan con la lluvia.