Secreto 1910 - Leopoldo Mendivil Lopez

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Foto: Archivo Editorial Gustavo Casasola.

El líder de la Revolución Triunfante Francisco Madero conversa con BernardoReyes, quien fuera en varias ocasiones candidato a la presidencia (1911).

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Para todas las mujeres y los hombres de todas las naciones que creen en el poder de la libertad

Para la mamá más maravillosa del mundo, Patricia López Guerrero, porque me has ayudado

en todo momento y en forma magnífica en toda parte de este proyecto, con tu increíble

inteligencia, percepción y empuje inquebrantable

Para mi princesa, por tu hermosa visión y capacidad de organización para ayudarme a realizar

y propagar este proyecto

Para mi padre —mi Gran Maestro—, para mi tío —mi socio creativo—

y para mis preciosas hermanas

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Nota

La presente obra fue posible gracias a la consulta de la obrade investigación histórica de M. S. Alperovich, ArtemioBenavides, José Fuentes Mares, Friedrich Katz, EnriqueKrauze, Francisco Martín Moreno, Lorenzo Meyer, AlfonsoReyes, B. T. Rudenko, José Juan Tablada, Berta Ulloa,Francisco Vázquez Gómez, Jamie Bisher, Jonathan CharlesBrown, Adolfo Castañón, Carlos Manuel Cruz Meza, LisaBud-Frierman, María Teresa Franco, Josefina G. deArellano, Andrew Godley, Kenneth J. Grieb, Manuel PerlóCohen, Edith O’Shaughnessy, William Schell, John Skirius,Yolia Tortolero Cervantes y Judith Wale.

La obra de estos autores conforma las columnas quesostienen lo que conocemos sobre la Decena Trágica, eseepisodio crítico y fascinante del pasado de México queocurrió entre el 9 y el 22 de febrero de 1913, y cuyasúltimas raíces continúan sin ser decodificadas.

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Este trabajo también fue posible gracias a la informaciónhistórica en posesión del autor, en virtud de su descendenciadirecta del general Bernardo Reyes, uno de los protagonistasde la Decena Trágica, y cuya versión de la verdad apenascomienza a darse a conocer.

Fotografías, documentos, mapas adicionales y claves parala decodificación del enigma, se encuentran en www.psi-code.com/secreto1910.htm.

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El origen: hace doscientos años

A finales del siglo XVIII la mayor parte del continenteamericano estaba en manos de dos imperios: el español y elbritánico.

En julio de 1776, en ese mismo continente, trece coloniasbritánicas declararon su independencia respecto a Inglaterra,y se hicieron llamar Estados Unidos de América.

En la década de 1810, una gran parte de las coloniasespañolas en América se rebelaron contra España ydeclararon su independencia. Entre ellas se encontraba laNueva España, que hoy llamamos México.

* * *

Por el momento, aquellos países [las colonias de España enAmérica] se encuentran en las mejores manos, sólo temo queéstas resulten demasiado débiles para mantenerlos sujetoshasta que nuestra población progrese lo suficiente para ir

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arrebatándoselos, parte por parte.

THOMAS JEFFERSON Tercer presidente de los Estados Unidos

Carta a Archibald Stuart, 25 de enero de 1786

Noticiándome el señor Luis de Onís, en carta del primero deenero de este año, los movimientos hostiles que observa enFiladelfia […], me expone que, en su concepto, se dirigen afomentar la revolución de este reino [la Nueva España] conel objeto de unirlo a aquella Confederación [los EstadosUnidos], y que sabe de positivo que reside aquí un agentedel referido gobierno, llamado Poinsett.

VIRREY FRANCISCO JAVIER VENEGASCircular de emergencia, 3 de abril de 1812

Nuestra máxima fundamental debe ser: jamás permitir laintromisión de Europa en este lado del Atlántico.

THOMAS JEFFERSON Carta a James Monroe, quinto presidente

de los Estados Unidos,

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24 de octubre de 1823

Habremos de considerar cualquier intento por parte de lospoderes europeos para extender su sistema a cualquierporción de este hemisferio como un peligro para nuestra pazy nuestra seguridad. No podremos ver ninguna interposicióndirigida a controlar [a cualquiera de las naciones reciénindependizadas de este continente americano] por parte decualquier potencia europea, sino como la manifestación deuna disposición hostil hacia los Estados Unidos.

JAMES MONROE Declaración del 2 de diciembre de 1823,

semilla de la llamada “Doctrina Monroe” y del “Destino Manifiesto”

Si la Gran Bretaña busca dividirnos o crear un partidoeuropeo en América, su ministro no podría quejarse sinosotros nos valemos de nuestra influencia para derrotar suspropósitos.

JOEL ROBERTS POINSETT Primer embajador de los Estados Unidos en México

Octubre de 1825

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[La misión de Poinsett es] embrollar a México en una guerracivil para facilitar por este medio la adquisición por losEstados Unidos de las provincias al norte del Río Bravo[Texas, Nuevo México y California].

SIR H. G. WARD Embajador de Gran Bretaña en México

Octubre de 1825

He dedicado cada instante de mi tiempo al gran propósito decrear el Partido Americano [la Gran Logia masónica delRito Yorkino en México, auspiciada por la Gran Logia deFiladelfia].

JOEL ROBERTS POINSETT Carta a Johnson, 10 de noviembre de 1826

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La colisión de los imperios: hace cienaños

Para 1910, México y las otras naciones reciénindependizadas en América Latina llevaban casi un siglo deser las trincheras de los Estados Unidos en una guerrasecreta contra las potencias de Europa por controlar elcontinente y sus vastos recursos.

En aquel entonces el Imperio español ya era sólo unasombra de su antigua gloria. La guerra de intereses por eldominio de América se libraba entre Inglaterra, el Imperioalemán, Francia y los Estados Unidos.

Los estadounidenses emprendieron una agresiva campañade infiltración, espionaje y control político clandestino enlos gobiernos latinoamericanos para detener la incursión delas potencias europeas. Esta maniobra se basó en la“Doctrina Monroe” —resumida en la expresión “Américapara los americanos”— y en el “Destino Manifiesto”, la

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creencia de que los Estados Unidos habían sido designadospara dominar el continente americano.

Para lograr sus propósitos, los Estados Unidosintrodujeron en los países latinoamericanos logiasmasónicas del Rito Yorkino, que expulsaron a las logias delRito Escocés vinculadas con Europa. Las logias yorkinaslograron absorber y organizar a toda la clase política en esasnaciones.

La guerra entre los Estados Unidos y Europa por eldominio de América provocó la mayoría de las guerras quesufrió México desde su Independencia en 1810 hasta elgolpe militar que colocó a Porfirio Díaz en la presidencia dela República en 1877.

Poco antes, durante la guerra civil de los Estados Unidos(18611865), Francia aprovechó para apoderarse delterritorio de México y colocar a un príncipe austrohúngarocomo emperador: Maximiliano de Habsburgo. Mientrastanto, la Gran Bretaña apoyaba secretamente a los estadosdel sur de los Estados Unidos para que se crearan dospaíses, ya que la Unión Americana amenazaba conconvertirse en una gran potencia que le disputaría a Europael control final del mundo.

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Terminada su guerra civil, los Estados Unidos expulsaronde México al enviado de Francia y apoyaron al nacionalistamexicano Benito Juárez para asumir el poder. A cambio deello, Juárez debía otorgarles el control ferroviario del nortede México y del Istmo de Tehuantepec, lo cual se establecióen los tratados McLane-Ocampo.

Francia se llevó sus tropas ante la inminencia de unaguerra de gran escala contra Alemania. Este conflicto bélicoacabaría para siempre con la grandeza francesa y convertiríaa Alemania en la mayor potencia militar.

El intento del protegido pronorteamericano Benito Juárezpor reelegirse generó oposición en México. Tras su muerteen 1872, su incondicional Sebastián Lerdo de Tejada asumióla presidencia y también intentó reelegirse en 1876, lo queirritó al país y detonó la rebelión armada de Porfirio Díaz,cuyo lema fue: “Sufragio efectivo, no reelección”.

Al asumir la presidencia de México, Porfirio Díaz seenfrentó con tremendas presiones por parte de las potenciasinternacionales, incluyendo a los Estados Unidos, quesecreta y constantemente financiaron a grupos subversivospara derrocarlo. Para detener estos proyectos dedesestabilización, Díaz otorgó grandes concesiones a los

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consorcios industriales de los Estados Unidos y de la GranBretaña para explotar la riqueza de México, específicamentelos minerales, las vías ferroviarias y una nueva fuente deenergía que cambiaría la historia: el petróleo.

A partir de 1902, el descubrimiento de grandesyacimientos petrolíferos en México despertó la codicia delas grandes potencias y rompió el delicado equilibrio y larelativa paz que habían prevalecido durante tres décadas.

En octubre de 1909, el presidente de los Estados Unidos,William Howard Taft, convocó a Porfirio Díaz a unaentrevista confidencial en El Paso, Texas. El contenido de lareunión ha sido un misterio absoluto hasta el día de hoy. Unaño después, en noviembre de 1910, barcos de guerranorteamericanos rodearon las costas de México, y en mediode condiciones que aún permanecen ocultas, inició elderrumbe de Porfirio Díaz y comenzó la Revoluciónmexicana.

Hoy los mexicanos creen que la Revolución la ideóFrancisco Madero.

* * *

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México es, por el momento, la única fuente de dondepodemos extraer grandes cantidades de petróleo; es la fuenteque nos ofrece las mayores ventajas entre las que hastaahora han sido localizadas en el mundo.

EDWARD LAURENCE DOHENY Dueño y presidente de la Mexico Petroleum Company en 1910

Informe al gobierno de los Estados Unidos

Para nadie es un secreto que la Casa Blanca, junto con losliberales, preparó la Revolución de 1910. Más aún, existenhechos comprobados de que la Revolución fue proyectadapor el Departamento de Estado de los Estados Unidos.

JUAN PEDRO DIDAPP Cónsul de México en Norfolk, Virginia, Estados Unidos

Declaración hecha durante el estallido de la Revolución mexicana

México ya no es más que una dependencia de la economíade los Estados Unidos. Toda la región de México hacia elsur, hasta el Canal de Panamá, ya forma parte deNorteamérica.

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JAMES SPEYER Presidente del banco Speyer and Company de Nueva York

Carta a Paul von Hintze, embajador alemán en México,octubre de 1904

La verdadera amenaza para nuestra república [los EstadosUnidos] es el gobierno invisible que, como un pulpo gigante,expande su pegajosa largura a través de nuestra nación. A lacabeza está un pequeño grupo de casas bancarias.

JOHN F. HYLAN Alcalde de Nueva York en 1911

La prensa europea ha publicado información sobre planesmaquiavélicos del Departamento de Estado de los EstadosUnidos en conexión con el grupo de los banqueros yanquees.Obtuve dos cartas privadas de un agente llamado Hopkins.Si no convocas a elecciones, el secretario de Estado Knoxtendrá el pretexto para intervenir militarmente Nicaragua sinque el congreso americano tenga que autorizarlo. Mr.Hopkins dice también que ya se está negociando untratamiento similar para el caso de México.

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CRISANTO MEDINA Embajador de Nicaragua en París en 1910

Carta confidencial al presidente nicaragüense José Madriz

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TIEMPO ACTUAL

Haces de linternas se cruzan en la oscuridad. Recorren unpasillo oscuro que huele a metal oxidado. Es un lugarprohibido, al menos para ellos.

Son tres: uno de veinticinco años, otro veintiuno, y unomás de diecinueve.

Avanzan rompiendo telarañas con sus caras. Uno de ellosse sacude agitando mucho las manos.

—¡Quítenmelas! ¡Quítenmelas!—Calma, güey. Alguien te va a oír.El que va más adelante se detiene frente a una puerta de

madera. Alza la linterna y bajo la luz ve las venas de lamadera. Arriba descubre un letrero metálico que dice:“BÓVEDA MÁXIMA”.

—Oh, Dios, es aquí.—¿Aquí?—Es aquí, pendejos. Ya llegamos.

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Se acercan los otros dos y acarician la madera. El dediecinueve años les pregunta:

—¿Y qué se supone que vamos a encontrar aquí?El de veinticinco recorre la madera con la palma y le

dice:—Un cartucho.—¿Un cartucho? ¿Un cartucho de qué?—Metal. Aluminio dorado. Tiene estampados un águila y

dos serpientes enroscadas.—¿Y por eso nos metiste a este lugar? ¡Nos van a llevar a

la cárcel!El de veinticinco no lo voltea a ver. Sigue acariciando

lentamente la puerta con la palma.—Lo que importa es lo que hay dentro del cartucho.—¿Qué hay?—Algo extremadamente importante.El de diecinueve voltea a ver al de veinticinco.—¿Extremadamente importante?—Un papel.—¿Un papel?—Algo capaz de cambiar el futuro de México para

siempre. Son las instrucciones para convertir a México en la

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sexta potencia del mundo.—¿Estás loco?—Prepárense para entrar. Pásenme los explosivos.—No, no, espera un momento. Yo no sabía que se trataba

de hacer todo esto. Éstos son los sótanos del edificio másimportante de México. ¡Nos pueden someter a un juiciopolítico por atacar la seguridad nacional!

—No trabajamos en el gobierno, tonto. Lo más que nospueden hacer es darnos cadena perpetua. En lugar dequejarte —respira hondo lentamente—, disfruta lo queestamos a punto de conseguir. Lo que vamos a llevarnos valemás que todo el oro de México, más que el calendarioazteca. Podemos cambiar el futuro. Es más, creo quedebemos llamar a Bisa antes de tronar esta puerta.

Saca el celular del bolsillo y comienza a marcar.—¿Habrá señal aquí? —mira hacia arriba—. ¿Bisa?

¿Bisabuelo? Ya estamos aquí.Se escucha ruido de estática y viento, como si al otro lado

estuviera una estación de la Antártida.—Sí —contesta un anciano al otro lado.—Ya estamos frente a la puerta, bisa. En el laberinto

subterráneo, tal como nos lo dijiste.

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—Bien, ahora derríbala.El chico se mete el celular en el bolsillo y levanta un

hacha.—Probemos esto antes de los explosivos. Primos, nos

aproximamos al secreto más profundo de nuestro país. Si loencontramos nada volverá a ser igual.

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1913: TRES AÑOS DESPUÉS DEL ESTALLIDO DE LA REVOLUCIÓNMEXICANA

LA ÚLTIMA NOCHE NORMAL

Yo soy Simón Barrón, el bisabuelo de esos chicos, peropara entender lo que están haciendo esta noche, deboremontarme al pasado.

El sábado 8 de febrero de 1913 fue una noche mágica.Nadie supo entonces lo mágica que fue.

Los faroles de luz eléctrica recién colocados por laSamuel Pearson and Son echaban una luz violeta, rosa yamarilla que nadie había visto nunca antes sobre la plazacentral de la ciudad de México. La hacían ver como un

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bosque de luciérnagas bajo las estrellas.Había pianistas en las esquinas, también hombres

elegantes —sombreros altos, rostros empolvados y bigoteserizados con vaselina— que tocaban sus relucientesorganillos. Había parejas bailando al compás de esa músicade luz que se proyectaba hasta el cielo. Decenas, cientos deparejas bailaban esa noche. Junto a uno de los organilleroshabía dos carros, uno de castañas y otro de morasacarameladas.

Vi a una mujer hermosa que tenía la cabeza inclinada y laboca semiabierta. Con los ojos bien abiertos observaba elespectáculo de luces. Era mi esposa. Todos los reflejos deesa noche estaban en sus ojos. En sus brazos mecía a unniño, mi hijo Bernardo.

Cuando me le puse enfrente se sacudió de espanto, pero alverme me sonrió. Lentamente la abracé con nuestro pequeñoen medio y bailamos suavemente, casi sin mover los pies.Todo en el Zócalo nos envolvió. La luz y la música crearonun esplendor que existe solamente en los sueños.

Se celebraba algo, el aniversario de la promulgación dela Constitución del 57 o algo así, pero a nadie le importabaeso. Ni entonces ni ahora eso le ha importado a la gente real.

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Lo único importante somos nosotros.Ésa fue la última noche normal en México.—No te preocupes, mi niña —le dije a mi esposa—.

Duerme tranquila. El golpe será pacífico. Mañana, cuandodespiertes, México tendrá un nuevo gobierno. Comenzaráuna era maravillosa, la mejor de todos los tiempos.

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Yo soy soldado.Mi nombre es Simón Barrón, leal a las fuerzas del general

Bernardo Reyes.En aquel tiempo era alto, flaco y moreno, y a algunos les

molestaba que tuviera los dientes grandes y proyectadoshacia afuera. No era mi problema. Gracias a ese defectosiempre les sonrío a todos, aun en los momentos másmalnacidos, como el que estaba por ocurrir esa madrugada.

Todo comenzó a las 3:15, en la hora más fría yfantasmagórica de la noche. Una carroza tirada por caballosazotó las piedras de la oscura vía de San Juan de Letránhacia el norte, rumbo a los silenciosos confines de la ciudad.

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La seguían dos autos de motor Ransom Olds, negros los dos.Los tres vehículos se detuvieron sigilosamente a los pies

de la prisión militar de Santiago Tlatelolco. De la carrozabajó una figura cubierta por mantas blancas, rodeada porotros hombres con mantos negros. La carroza arrancó y seperdió en el camino, seguida por los autos. Enseguida lossujetos se aproximaron a la puerta de la fortaleza, donde dosoficiales los recibieron erizando sus bayonetas paracerrarles el paso.

El de las mantas blancas alzó el brazo con un ademán quepareció sacramental y les dijo:

—Ego habeo informatio magna.A continuación las puertas se le abrieron.

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Al otro extremo de la ciudad, a las afueras del lado suroeste,el pueblo de Tacubaya estaba en calma. Entre la espesura deárboles, el frío edificio de la zona militar era un coloso depiedra dormido. El silencio era casi mortal.

Un sujeto con un palillo en la boca cuidaba la puerta

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mientras dormitaba en su silla. Repentinamente, detrás de élapareció una mano con un cuchillo que le rebanó la garganta.

—Duerme bien, Pedro.En los dormitorios se escuchó el canto de un búho. Se

levantaron diez y mataron a cinco selectos. Se uniformaronrápidamente y despertaron a los demás.

Haciéndolo todo sin ruido, se alinearon a lo largo delpasillo entre las literas. Ya sumaban cientos en las barracas.Afuera los esperaba un hombre huesudo que se notababastante nervioso. Salieron trotando y en el patio sealinearon frente a él. Para ese momento varios mandos deledificio ya estaban muertos, amontonados en dos de losbaños.

Las líneas de teléfonos y telégrafos acababan de sercortadas.

El hombre en el patio caminó tieso frente a los soldados,sonando las botas contra las losas. Se le salían los pómulosde su rostro esquelético. Sus arqueadas y tupidas cejasnegras, junto con sus bigotes retorcidos hacia arriba, hacíanun ocho acostado en su cara, dentro del cual dos ojosdiminutos destellaban como los de un ratón.

—¿Listos? —les gritó—. ¡Los quiero con la sangre

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hirviendo y felices, dragones, porque este día es el másimportante en todas sus malditas vidas, y también en lasvidas de todas las personas a quienes aman!

Golpeando sus talones y azotando sus rifles contra suspechos, los soldados gritaron:

—¡Honor y lealtad!El general Manuel Mondragón les dijo:—¡A partir de este instante no hay regreso! ¡Por el general

Bernardo Reyes! ¡Por México y por la paz! ¡O morimos enla banqueta o engendramos en este amanecer el país quesoñaron nuestros ancestros!

Los quinientos hombres del primer regimiento decaballería y del segundo y quinto regimientos de artilleríaemprendieron su marcha en silencio.

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Mucho más al sur, la ciudad también dormía.En el lejano poblado de Tlalpan, el empedrado edificio

de la Escuela de Aspirantes del Ejército estaba tambiénsumido en una quietud sobrenatural.

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El aire chifló entre las ramas como un rechinido.Los alumnos dormían en sus literas, excepto uno, quien

extrajo de una negra caja su trompeta, la limpió con un pañohasta sacarle brillo y la besó. La llevó a sus labios. Infló loscachetes para soplar, pero se detuvo. Con el mismo paño selimpió el sudor salado que le mojaba los ojos.

“Dios nos ayude. Honor y lealtad”, se dijo a sí mismoA continuación sopló con toda su fuerza e hizo sonar la

trompeta en forma ensordecedora.De las cobijas emergieron jóvenes que ya estaban

empuñando las armas. Algunos nunca antes habían estado encombate.

—¡Despierten, cadetes! —les gritó el de la trompeta—.Es hora de hacer algo por su país. Como nos dijo el generalBernardo Reyes, para dormir tenemos la eternidad.

A la velocidad del relámpago los pantalones azules, lascamisas blancas y los sacos rojo sangre se acomodaron enlos cuerpos, y las piernas entraron en las botas.

Las literas se convirtieron en agitación y bullicio.Morrales abriéndose, hebillas, cinturones, crucifijosbesados y regresados al pecho, granadas ensartadas en loscintos.

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—Hoy es tu día de gloria, Tino —le sonrió un chico aotro, mientras se colgaba el máuser al hombro y seenfundaba la bayoneta en el cinto.

—De gloria o de muerte, pendejo —le contestó Tino—.Sólo Dios sabe en qué mierda nos estamos metiendo.

—¿De qué estás hablando?—De traición.—¿Qué?El de la trompeta les gritó:—Por última vez se los digo, cadetes: aquel que no quiera

hacer esto, vuelva a su cama y duerma. No habrá represaliasde ningún tipo. El general Reyes así lo ha ordenado. Suúnico castigo será el haber estado en la cama mientras suscompañeros cambiaban el destino de su país. Para los quevengan, les prometo peligro y tal vez la muerte, y tal vezconvertirse para la historia en los hombres que salvaron aMéxico de este caos incontrolable de violencia y guerrillasen que nos tiene sumidos Francisco Madero. Ustedes seránlos que traerán paz y un futuro lleno de justicia y gloria paraMéxico y sus familias —hizo una pausa, los revisó a todoscon los ojos y agregó—: sólo les pido que no hagan esto amenos que estén completamente obsesionados.

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Se formaron líneas de jóvenes de ojos brillantes, tronandosus botas, con la sangre caliente agolpada en las venas,capaces de destruir y construir una nueva era.

—¡Honor y lealtad! —gritaron todos repetidamentemientras trotaban hacia el exterior de la fría noche.

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Mientras tanto, en la fría cumbre de una pequeña montañadentro de la capital de México, en el interior del sombríoCastillo de Chapultepec, el presidente Francisco Madero —de sólo treinta y nueve años— dormía junto con su esposaSara.

Los protegía una filosa muralla de rejas puntiagudassituada alrededor de la montaña, además de otra queacorazaba la cima. Guardias del Ejército resguardaban elcamino espiral que ascendía hacia la fortificación, así comoel perímetro debajo. Francotiradores ocultos vigilabancualquier movimiento inusual en la montaña desde lospeñascos y las ramas de los árboles.

Sara se despertó sobresaltada a mitad de la noche.

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Empapada en sudor miró el azul estrellado del cielo porla gigantesca ventana. Luego miró a su esposo con los ojoscerrados y le acarició la cara. Se veía tierno como un bebé,a pesar de la frente calva y la barba de candado. No seatrevió a despertarlo por un simple sueño, aunque fuera unapesadilla.

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En el gélido interior de la prisión militar de SantiagoTlatelolco, los cuatro soldados que custodiaban la celda máspeligrosa escucharon ruidos al otro extremo del oscuropasillo. Al fondo percibieron una figura fantasmagórica quecaminaba hacia ellos, cubierta en mantas blancas. Tras ellavenían más hombres envueltos en mantos negros. Lossoldados tragaron saliva cuando los tuvieron a todos a unosmetros de distancia. Bajo la luz, las sábanas tapabancompletamente los rostros.

La entidad envuelta en mantas blancas sacó su mano y laondeó suavemente frente a los cañones de los rifles que leapuntaban. Les dijo:

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—Ego habeo informatio magna.Los soldados bajaron sus armas y las golpearon contra el

piso.—Bienvenido, señor embajador, el general Reyes lo

espera —indicaron y le abrieron la rechinante puerta.Al entrar, el embajador vio a dos personas, una de las

cuales era yo —un soldado muy joven— y la otra era unhombre de sesenta y dos años con una barba muy larga. Erael general Reyes. Con la mano metida en el bolsillo, estabaparado junto a la ventana mirando hacia fuera a través de loshierros. Sonriente volteó a ver al embajador.

—Almirante —dijo y luego miró de nuevo hacia fuera.El embajador se quitó las mantas y me las dio a mí —

indudablemente adivinó que yo era el gato de Reyes.El general susurró lentamente:—Almirante, pensaron que todo iba a estar bien con

Madero, que todo iba a estar mejor —se adhirió más a laventana y levantó las cejas—. Tenemos una guerrillaapoderándose de todo el sur de México y la rebelión dePascual Orozco aterrorizando a la gente en el norte. Medicen que los guerrilleros de Zapata tomaron el control deCuernavaca y que ya llegaron al sur de la ciudad de México

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—miró al embajador y agregó—: convulsión, este gobiernoha creado un estado de convulsión.

El embajador frunció la boca y le dijo:—Madero es un buen hombre, Bernardo.—Sí, exactamente, un buen hombre. De hecho, un gran

hombre. Un joven idealista que logró su sueño de serpresidente. Pero se necesita más que eso para gobernar unanación de quince millones de seres humanos.

El embajador se volvió hacia mí como si le estorbarapara hablar con el general Reyes. Con una mirada les ordenóa los soldados de afuera que cerraran la puerta y que sealejaran de la celda, junto con la escolta del propioembajador cubierta de negro.

Como una pantera, el almirante caminó de un lado a otroen la celda con los ojos fijos en Bernardo Reyes.

—General, me es difícil verlo en un lugar como éste —observó las paredes húmedas de la prisión—. Usted es elhombre que se iba a convertir en presidente de Méxicodespués de Porfirio Díaz… si el dictador no lo hubiera vistocomo un rival.

Reyes no le respondió. El embajador siguió:—Usted es el hombre que lo tiene todo: las ideas sociales

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de Madero, como lo probó con su ley del trabajo enMonterrey, pero también posee el dominio militar paraasegurar la paz y la gobernabilidad de este país.

Reyes lo miró entrecerrando los ojos. El embajadorsiguió, en su español tortuoso:

—Usted es el hombre que pacificó todo el norte deMéxico para Porfirio Díaz. Usted creó y perfiló la líneafronteriza con los Estados Unidos tras largas guerras ynegociaciones con caciques sangrientos e indomables. Díazlo llamó su hijo predilecto.

—Sólo soy un soldado —respondió el general y me guiñóun ojo.

Yo estaba nervioso porque en pocos minutos vendrían losregimientos a sacarnos de la prisión para llevarnos a dar elgolpe de Estado.

El embajador siguió:—General, todos recuerdan que el dictador lo envió a

usted a luchar contra los indios yaquis de Sonora, y cómousted no sólo los pacificó sino que los hizo sus aliados paraenfrentar juntos a los apaches de los desiertos del norte.Comandó un ejército con guerreros yaquis que lo vieroncomo a su líder.

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Don Bernardo sonrió.—Fue un honor pelear al lado de Cajeme —le dijo el

general al embajador e hizo un signo en espiral con el dedo—: Tu’i hiapsek o’ow. Todos somos la misma persona.

El almirante permaneció en silencio y comenzó a caminardentro de la celda.

—Cuando Díaz lo nombró secretario de Guerra y Marina,usted transformó el Ejército, erradicó la corrupción y loconvirtió en un sistema militar capaz de hacer sufrir a laspotencias. En tan sólo dos años duplicó el Ejército sinnecesidad de gastar un centavo adicional del presupuesto,por medio de la segunda reserva, como lo había hechoAlemania con la Landwehr. Llamó a los jóvenes a enlistarsecomo voluntarios, y acudieron miles, docenas de miles, nopor dinero, sino por un ideal, por una pasión, por el sueñoque usted les hizo soñar.

—No es para tanto, señor embajador —le sonrió Reyes—. Todo joven es el potencial modificador del mundo, elloslo saben —me guiñó el ojo de nuevo.

Yo me ajusté el uniforme muy orgulloso. El embajador meignoró y siguió:

—General, ellos estaban ahí por usted. Los hizo creer en

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ellos mismos, los hizo creer en México. Después, cuandousted se estaba volviendo un ídolo de los jóvenes, Díaz loenvió de regreso al turbulento Nuevo León, a poner en ordena esos separatistas, y usted logró ponerlos a trabajar. Ustedgobernó ahí y convirtió a ese abandonado territorio feudalde bandoleros en el centro industrial más importante delpaís. Monterrey es hoy un núcleo financiero comparable conLondres y Chicago e impacta en las bolsas del mundo.

—Todo lo que se necesita es impulsar a la industria,almirante. Tuve el honor de apoyar a hombres visionarioscomo Isaac Garza Garza y Lorenzo Zambrano. Tengo aquí lafórmula para modificar un país y convertirlo en algocompletamente diferente —Reyes acarició algo oculto en subolsillo.

—El país entero lo aclamó a usted para que se postulara yfuera el próximo presidente de México. Miles gritaban enlas calles “¡viva Reyes!” con claveles rojos en las solapas.Ya no querían a Díaz. Usted era la nueva esperanza.Fundaron cientos de clubes reyistas en todo el país paraproyectarlo hacia la presidencia.

—Lo cual me ganó el odio de Díaz —dijo don Bernardo yse aferró de un barrote de la ventana, mirando la oscurecida

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calle—: a nadie le gusta que lo suplanten.Enseguida el flaco embajador de rostro duro replicó:—Los soldados lo amaron a usted porque nunca dejó de

ser un soldado. En las batallas siempre iba al frente sinimportar las heridas que recibía, sin importar lasprobabilidades, sólo seguir y seguir siempre hasta el final,sin detenerse hasta alcanzar el triunfo. Por eso nunca tuvouna derrota.

El general sonrió para sí mismo, acariciándose la muñecaderecha, rota y astillada una vez por una bala.

—Lo que quede de ti —le dijo al embajador—, así seasólo tu mano arrancada, debe seguirse arrastrando sin pararhasta la victoria.

El rostro del embajador se iluminó.—Ya no hay generales así. Usted pudo haber convertido a

México en un Monterrey gigantesco, una potencia financierae industrial del mundo, un nodo del planeta, una potenciamilitar. México estaría ahora en la ruta para entrar en elpequeño círculo de las naciones que dominan al mundo.

Reyes frunció el ceño y clavó la mirada en el embajador,quien lo atenazó:

—¿Por qué no lo hizo entonces, general? ¿Por qué no se

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postuló como candidato? ¡La gente lo estaba aclamando!—El presidente tenía otro candidato.—Sí, un mediocre. ¿Por qué no desafió al dictador? ¿Por

qué tenía que obedecerlo?—Honor y lealtad, embajador. Hay valores superiores.—¿Lealtad? —se enfureció el embajador—. ¿Lealtad a

quién? ¿A un dictador que no le fue leal a usted? Díaz lotraicionó. Fue la envidia lo que lo hizo elegir a un hombremediocre y mandarlo a usted a Francia. Usted se dejó. Ustedle dio la espalda a quienes lo seguían, los dejó abandonadosa la ira de Porfirio Díaz.

—Le fui leal a un ideal, embajador. A México —Reyessacudió un dedo frente a sus ojos—. Si en ese momentohubiera desafiado al presidente, se habría desencadenadouna guerra civil. Eso no es lo que quiero para mi país.

—¡Pero la guerra civil ocurrió de todas maneras!—Pero no la hice yo. La provocaron personas que no

están en este país —don Bernardo miró fijamente alalmirante—: ellos financiaron al joven Madero para quehiciera lo que le ordenaran, sin importar lo que conviniera aMéxico. Le proporcionaron el armamento y entrenaron a susrebeldes por medio de agentes cuyos nombres él y su familia

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han mantenido en secreto. El chico nunca había matado a unhombre. Jamás habría levantado una revolución sin el apoyode alguien, y ahora dejó de funcionarles.

—¿Quiénes son ellos, general?—Me agrada su visita, almirante, ¿pero qué es lo que

hace usted aquí a las tres de la mañana?—¿Quiénes son ellos?Bernardo Reyes se apoyó contra la ventana.—Intereses oscuros se ciernen sobre todos nosotros,

sobre mi país e incluso sobre usted y sobre su propio país.Es obvio que el Gran Patriarca ya no quiere a Madero. Tanfácil fue ponerlo como ahora quitarlo. Existe un plan nefastopara derrocarlo en trece días.

El embajador peló los ojos.—¿Gran Patriarca? ¿Quién es el Gran Patriarca?Se hizo un silencio. Yo, simple soldado, los veía a uno y a

otro sin decir nada, sólo alarmándome.—Nos movemos entre sombras, señor embajador. Lo que

vivimos hoy es el enfrentamiento de dos imperios.—¿Qué imperios?—No me refiero a dos naciones. Son dos imperios

financieros.

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7

Muy lejos de México, en un enorme salón rojo de columnasy bóveda dorada, debajo de dos misteriosas aves de yeso,tres hombres miraron sus respectivos relojes y se sonrieronentre sí.

—El asunto de México está por empezar —se ufanó elmás joven de ellos, el artífice.

Lo dijo en su idioma.Este joven de treinta y nueve años después sería

increíblemente famoso en la historia, aunque no por esto.Hasta ahora nadie sabía de su participación en los hechosque relato.

8

En la celda, el general Reyes le dijo al embajador:—Colocaron a Madero en el poder y ahora lo quieren

quitar. No obedeció lo que se le ordenó. Ahora el GranPatriarca quiere instalar a otro títere en la presidencia para

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explotar los recursos de México. Yo no lo voy a permitir.El embajador me miró a mí como deseando que me

largara. Hasta sentí su tiesa mirada haciéndome levitar yflotar hacia la puerta. El general le dijo:

—Almirante, le presento a Simón Barrón, el más leal demis soldados. Un joven de la nueva generación. Un potencialmodificador del mundo.

Me enderecé muy orgulloso y el hombre me miró dearriba abajo como a un insecto.

—Ajá —dijo el embajador sin ninguna emoción mientrasyo le sonreía estúpidamente, luego se dirigió nuevamente adon Bernardo—: ¿quién es el Gran Patriarca? Necesito esainformación para transmitírsela inmediatamente a migobierno.

—Usted debería saberlo, almirante, usted es el embajador—sonrió don Bernardo—. Al parecer le han fallado susfuentes de inteligencia.

El delgado y duro embajador de cuarenta y ocho añosrespiró hondo.

—Ya no hay voces confiables ni aquí ni en Berlín, ni enLondres ni en Washington. Todos los canales estáninfiltrados o comprados. Todo está contaminado. Pareciera

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que todo estuviera armado para encubrir lo que estápasando. Usted ocupó la posición más alta en la hermandadmasónica de este país. Fue el instructor supremo de la GranLogia del Valle de México. Si sabe algo, le ruego que me lodiga. Es mucho lo que está en juego aquí, no sólo para supaís, sino también para el mío.

Reyes se aferró de los barrotes de la ventana con ambasmanos y recargó su frente entre los hierros fríos.

—Sólo soy un hombre, embajador. Al final eso es loúnico que somos y seremos, simples hombres.

El embajador me miró con una furia indescriptible. Fuecuando le dijo al general Reyes:

—¿Podemos hablar a solas, general, sólo usted y yo?—No —le contestó—. Simón Barrón es mi hermano de

trinchera, y como ve, esta trinchera es bastante fea.Individuo y cuerpo. Cuerpo e individuo. No tengo nada queocultarles a mis hombres. Simón Barrón se queda.

Yo le hice al embajador la señal con el dedo que le habíahecho el general, la espiral de los yaquis.

—Todos somos la misma persona, almirante —dije y lesonreí.

Él no me sonrió.

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—Ajá.Reyes lo volteó a ver.—¿Qué lo trae a esta oscura celda esta madrugada,

almirante Von Hintze?El embajador volvió a respirar hondo y le dijo:—Me trae aquí usted y la increíble ola silenciosa que está

levantando. Sé lo que planea, general. Ya lo saben todos,hasta sus enemigos. Usted se encuentra en una situación deenorme peligro.

—Son las únicas que me gustan, almirante. Usted deberíacomprenderme mejor que nadie. Hace ocho años usted pusoen peligro su vida para proteger al zar de Rusia cuando fueembajador allá.

—¿No teme usted por su familia? —preguntó elembajador en su rudo y rasposo tono alemán.

Reyes le sonrió.—Hace tiempo decidí dejar de vivir para temer. Yo vivo

para la acción, para modificar el mundo.—Un golpe es perfecto o no se da, general. Todos están

enterados de que en unas horas piensa derrocar a Madero.—O lo derroco yo, e instauro el gobierno que México

merece, o lo derrocarán otros que obedecen al patriarca

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financiero. Ellos piensan asesinarlo. Yo voy a proteger suvida en cuanto lo aprehenda. Respetaré a su esposa y a sufamilia. Les otorgaré condiciones privilegiadas para quetengan una vida serena y feliz.

—General, su oportunidad fue antes y usted ladesperdició por obediencia a Porfirio Díaz. Ahora sólo estáponiendo su vida en peligro, junto con las de los cientos desoldados que lo sigan en un par de horas.

—Ahora o nunca.—El ahora ya pasó. Nos encontramos ya en la región del

nunca.—Nunca estamos la región del nunca. Cada instante puede

modificar el futuro.El almirante Von Hintze miró hacia un lado y hacia el

otro, pensando.—Diablos —murmuró—. Si verdaderamente ésta es su

decisión, el Imperio alemán está listo para apoyarlo military políticamente.

Reyes alzó los ojos. Von Hintze continuó:—El káiser Guillermo II le tiene en la más alta estima. Me

ha dicho que hombres como usted hacen falta no sólo enAmérica sino en el mundo entero.

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—Un momento, embajador —el general agitó las manos.—El Imperio alemán lo apoyará siempre y cuando, una

vez que sea presidente de México, le otorgue condicionespreferenciales al Deutsche Bank, autorice al Ejército alemánpara entrenar al Ejército mexicano y para suministrarle elfuturo armamento, y transfiera los privilegios de explotaciónde petróleo de las actuales compañías americanas e inglesasa la Rheinisch-Westfälisches ElektrizitätswerkAktiengesellschaft.

Reyes hizo un gesto adusto y golpeó un barrote.—No, no, embajador Von Hintze. Usted no ha entendido

cuál es mi guerra. Yo peleo por México, soy mexicano. ¿Estan difícil de entender? El petróleo en este subsuelo —señaló hacia abajo— es de los mexicanos, y con esa riquezavamos a financiar nuestra conversión en la sexta potenciaglobal. Tendremos un Ejército superior, un sistema deinteligencia que penetre todas las naciones y una industriamasiva que exporte más que Inglaterra y Francia. Luego, connuestra cultura, nuestra música y nuestra magia inundaremosel mundo.

—Dios… —suspiró el almirante—. No dudo de susplanes. De lo que dudo es de su plan para el día de hoy.

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—La suerte está echada.—En ese caso acepte el apoyo de Alemania. Mi embajada

tiene un servicio especial para situaciones paramilitares,cuente con ellos para dentro de unas horas.

—No puedo aceptarlo. No acepto cheques por cobrar.—General, en pocos meses Inglaterra se aliará con Rusia

para declararle la guerra al Imperio alemán y es probableque Inglaterra busque el apoyo de los Estados Unidos, si noes que ya lo tiene. México tiene que apoyar al káiser. Si lohace, el káiser les enviará refuerzos militares parareconquistar los territorios que los Estados Unidos lesrobaron en 1847: Texas, California, Arizona y NuevoMéxico.

Bernardo Reyes se le acercó y lo miró duramente a losojos.

—Ya le dije para quién trabajo, embajador. Serépresidente de México y gobernaré para México según lo queordenen los mexicanos, no otras potencias, y menos el GranPatriarca. Yo no compro zapatos, almirante. Me losofrecieron y les escupí en la cara. Usted sabe a qué merefiero.

—No sé a qué se refiere, dígamelo.

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—Tenemos las mayores reservas que se han descubiertohasta hoy. Todos quieren nuestro petróleo, incluso ustedes,Alemania. No lo tendrán. Nos lo comprarán, y con esedinero forjaremos nuestra conversión en potencia.

—¿Quién es el Gran Patriarca, general? ¡Dígamelo!Don Bernardo metió la mano en el bolsillo de su chaleco

y sacó su reloj de plata. Miró la hora. Tomó una linternametálica que tenía sobre su escritorio y la colocó en laventana, entre los barrotes. La encendió con un cerillo y lalámpara emitió una potente luz roja hacia la calle. Era unaseñal. La señal.

Le sonrió a Von Hintze.—Hoy cambiará todo.

9

Para ese momento, los guardias de guante blanco quecustodiaban la majestuosa reja de hierro que rodeaba lamontaña del Castillo de Chapultepec escucharon el aullidode un lobo. Miraron la luna creciente por encima de losárboles. El aullido lo había producido un ser humano.

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Doce de ellos, ubicados en posiciones estratégicasalrededor de la fortificación, sacaron trapos de franela desus bolsillos y también frascos de triclorometano. Mojaronlos trapos y se aproximaron a los compañeros que teníanmás cerca.

—Disculpa —le dijo uno a su compañero—, ¿mepermites tu encendedor?

Al meter la mano en su bolsillo, el guardia recibió eltrapo empapado en su cara, y su compañero lo presionó paraque el líquido entrara a su nariz. El forcejeo fue inútil y durópoco. En el suelo, su amigo le dijo:

—Gracias, pero olvidaste que no fumo.Le quitó las armas y trotó hacia el siguiente puesto de

vigilancia.—Ninguna muerte innecesaria —les dijo a sus

compañeros, y les distribuyó granadas de gas adormecedorque segundos antes había recogido del tronco hueco de unárbol—. ¿Quién tiene las máscaras?

Uno de ellos les lanzó máscaras a los demás y les dijo:—Huelen feo cuando se las ponen, son usadas —miró al

primero—. El comando número cuatro ya nos abrió lapuerta.

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—Excelente.Alineados, trotaron hacia la puerta de hierro de la muralla

presidencial.En lo alto del castillo, tras una ventana sombría, el

presidente Madero dormía. Su esposa Sara no.

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Mientras tanto, bajo la misma luna creciente, una temiblecolumna de quinientos hombres armados y decenas decaballos avanzaba en la noche oscura, a trote rápido, sobrelos adoquines de la recién inaugurada avenida del Paseo dela Reforma.

Igual que el resto de la ciudad, el pavimento olía a asfaltonuevo. Las máquinas asfaltadoras estaban a los lados, en lasaceras. Una buena parte del suelo estaba pegajosa.

La columna dio vuelta a la derecha en la avenida SanFrancisco, el corazón latente de la ciudad de México. A esahora, el tumulto de los lujosos restaurantes y el bullicio delparque de la Alameda no eran más que silencio. Sólo se oíael zumbido como de insecto de los nuevos arbotantes

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garigoleados de la Samuel Pearson and Sons (SPS).Los golpistas torcieron a la izquierda en la calle de Soto y

vieron el imponente muro del Cuartel de la Libertad.—¡Rifles! —gritó el general Manuel Mondragón,

acompañado al frente por el general Gregorio Ruiz. El gritose fue pasando hacia atrás mientras los soldados deadelante, trotando, se descolgaban sus máuseres de loshombros y los golpeaban sobre sus pechos, aferrándolos conambas manos.

—¡Armar! —les gritó el esquelético Mondragón, batiendosus bigotes. Acto seguido, los soldados desenvainaron susbayonetas y las ensartaron en sus rifles.

Una vez al pie del cuartel, el general les gritó:—¡Cercar!Se detuvieron al instante y rápidamente formaron una

línea doble frente al edificio. Se hincaron sobre una rodillay sobre la otra apoyaron sus armas, con los ojos nerviososadheridos a las mirillas, cada grupo apuntando a una puerta,una ventana y un torreón específico.

Silencio.El general Mondragón se colocó al frente y gritó hacia lo

alto del edificio:

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—¡Montaño!Su voz hizo ecos siniestros en las paredes de la calle

oscura. No pasó nada.Segundos después, las puertas del cuartel se abrieron

rechinando y salieron de ahí dos líneas de soldados gritandocomo un rugido “¡honor y lealtad!”

Se sumaron a la columna los hombres del capitán JuanMontaño y ahora todos marchaban a trote hacia el norte,hacia la prisión militar de Tlatelolco, donde estábamosnosotros.

Su misión: sacar de ahí al general Bernardo Reyes paraconvertirlo en el nuevo presidente de México.

A esa hora, los alumnos de la Escuela de Aspirantes deTlalpan se encontraban a pocos kilómetros de esta columna.

Trotaban la larga calle de San Antonio Abad hacia elnorte, directamente hacia la gran plaza central de la ciudadde México, donde hacía apenas unas horas yo me despedí demi esposa y mi hijo.

Su misión: apoderarse del Palacio Nacional, sede delgobierno mexicano.

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Dentro de su celda, el general Reyes estaba aún conmigo ycon el embajador Paul von Hintze, que no se iba.

Tras los barrotes de la ventana escuchábamos quellegaban autos, luego arrancaban y se perdían en laoscuridad de la calle. Los soldados de afuera interrumpían acada rato para entregarle al general reportes, regalos, cartasde apoyo de políticos. Incluso le trajeron una espada querepasó con los dedos mientras esbozaba una expresión desatisfacción.

—Bueno —le sonreí—, al parecer todo el mundo ya seenteró de esto, general. Mire nada más cuántos regalos.

Don Bernardo me devolvió la sonrisa y colocó labrillante espada sobre la cama. Los otros regalos estabanapilados contra el muro e incluían toda clase de objetos,joyas, armas de metales preciosos, cheques y otras cosasque el general no tuvo tiempo de rechazar por estar en unaprisión.

—¿Quién es el Gran Patriarca, Bernardo? ¡Dígamelo! —le preguntó Von Hintze bastante desesperado.

Reyes reacomodó la linterna roja que ardía en la ventana

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y miró hacia la calle. Aún no veía a nadie aparecer por lasentradas de los callejones.

—Es tiempo de irse, almirante. En pocos minutos estelugar va a ser tomado por una facción rebelde del Ejército,puede haber disparos.

Von Hintze lo tomó fuertemente del brazo.—No lo haga, general. Lo van a matar.

12

A esa hora —poco antes de las 4:30 de la mañana— elgrueso de los alumnos de Tlalpan trotó dentro de la plazacentral de México, conocida como el Zócalo. Sentían el fríohasta los huesos pero estaban sudando. Todos apretaban lasarmas para que no se oyera el metal.

Los pianos que hacía horas sonaban junto con arpas yorganillos estaban ahora metidos en los locales de lasesquinas. La luz rosácea amarilla de los faroles SPS

parpadeaban y producían ruidos que parecían de una mosca.Los cadetes hicieron una alineación de cerco frente a la

anchísima fachada del Palacio Nacional. Silenciosamente se

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hincaron y apuntaron alto hacia los blancos estratégicos deledificio según el plan.

La guardia de francotiradores que patrullaban la azotea ylos balcones era parte del complot. Eran nuestros.

En el interior se encontraban el hermano del presidente,Gustavo Madero, y el secretario de guerra, Ángel GarcíaPeña. La misión de este escuadrón era tomar el palacio yaprehenderlos a ellos. No para matarlos, por supuesto. Seles enviaría a Francia o a algún otro sitio agradable juntocon el presidente.

Todo estaba planeado.Frente al balcón central, uno de los cadetes extrajo de su

cinto un cilindro rojo, le frotó la mecha contra el suelo yestiró el brazo en lo alto, apuntando el tubo hacia el cielo.De ahí salió una ráfaga de fuego rojo que subió muy porencima del edificio. Arriba estalló como una catarata decentellas que iluminó toda la plaza.

Entonces los soldados de la azotea les apuntaron con susrifles a los cadetes. Fue un momento muy desconcertante.

—¿Qué está pasando? —preguntó uno de los de abajo.El cadete de al lado estaba chorreando sudor.—No sé.

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Por detrás de los alumnos se oyeron pasos y armas.—No, Dios, nos traicionaron, esto ya valió madres.Voltearon y vieron a una centena de soldados que se

aproximaban y los señalaban con sus ametralladoras.—¡Honor y lealtad! —exclamaron esos hombres.Se abrieron las tres puertas del Palacio Nacional.Los hombres les gritaron:—¡Entren y preparen la sede para un nuevo gobierno!

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Todo iba viento en popa.A pocos metros de la prisión militar de Tlatelolco, donde

estábamos nosotros, en la casa del mayor Jesús Zozaya, laesposa del general Bernardo Reyes —que no había dormido— estaba amarrándole calzas de manta al caballo delgeneral, para que no hiciera ruido con el galope.

El mayor Zozaya le dio una palmada al caballo en lasnalgas y le dijo:

—Anda, Lucero, te espera el próximo presidente.Se despidió de la señora y le dijo:

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—No tema nada, señora, no se derramará sangre. Ningunamuerte innecesaria.

Salió de la cochera con el caballo trotando a su lado.En la esquina opuesta a la prisión, escondidos detrás del

borde agrietado de un edificio, estaban el hijo mástempestuoso del general Reyes, Rodolfo —un político desangre caliente igual que su padre—, y el político SamuelEspinosa de los Monteros, hombre totalmente incondicionalde don Bernardo.

Estaban entumidos ahí, con los ojos clavados en ladistante luz roja que salía de entre los barrotes de la celdadel general.

El momento en que la lámpara se moviera de un lado aotro significaría peligro o una señal para abortar el plan.

Un hombre siniestro se les acercó por detrás y los empujócon la intención de asustarlos. Al verlo le dijeron:

—No hagas eso, pendejo.—Bromear no mata a nadie —les dijo el general Cecilio

Ocón, dueño de varios hoteles en la suntuosa avenida SanFrancisco, frente al parque de la Alameda.

En su camino hacia la prisión para encontrarse connosotros, los mil hombres que ya eran la fuerza militar de

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los generales Manuel Mondragón y Gregorio Ruiz sedividieron en dos rutas.

Gregorio Ruiz y sus soldados se dirigieron hacianosotros, mientras que Mondragón se dio vuelta hacia laizquierda sobre la calle de Mosqueta. Se encaminaba haciael este, hacia las afueras de la ciudad, hacia la lejanapenitenciaría de Lecumberri.

Su misión ahí: liberar a otro general preso que tambiénera parte de la conspiración, el arrogante general Félix Díaz,de cuarenta y cuatro años, un sobrino del dictador PorfirioDíaz que Madero había derrocado apenas hacía dieciochomeses.

El problema para todos nosotros era que a esas horasnegras también había un hombre despierto, mirándolo tododesde su ventana, fumando un puro, torciendo la boca yfrunciendo las cejas de gusto. Se llevó un vaso de whisky ala boca. Era otro embajador, el de los Estados Unidos. Éltenía un plan secreto que ninguno de nosotros conocía. Laverdad es que él estaba controlándolo todo.

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En nuestra celda, el general se asomó una vez más por laventana. Sabía que su hijo estaba afuera, mirando la lámpararoja. Reyes se ajustó el traje y se puso encima una capa grisclara, era un abrigo muy largo. Tomó su quepis y se locolocó en la cabeza.

La hora se aproximaba y yo estaba muy nervioso.Von Hintze no se iba, seguía insistiendo.—Deténgase, general, no lo haga, lo van a matar.El general le sonrió sin parpadear.—Lo sé.Eso me hizo pelar los ojos.—¿Perdón? —le pregunté, bastante alarmado.El almirante Von Hintze se mordió el labio y susurró:—Esto es peor de lo que imaginaba. ¿Aun así lo piensa

hacer? ¿Qué cree que ganará con todo esto?Reyes enfundó su plateada espada y le dijo:—Alguien lo tiene que hacer. Tengo un deber de

nacimiento para con mi país.Entonces el embajador me miró a mí.—¿Tú también, chico?—Verá, señor, el problema de los que no tenemos

voluntad propia es que seguimos a los que sí la tienen —

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respondí.El general se aproximó a Von Hintze y le dijo:—Estamos ante el principio de algo mucho más terrible,

embajador. Hay poderes monstruosos por encima de todoesto.

—¿Cuáles? —Von Hintze abrió los ojos—. ¿Quién es elGran Patriarca?

—Yo no compro zapatos, almirante.—¿Zapatos? No entiendo.—¡Yo tampoco! —le grité asiendo mi máuser y

temblando.—Ellos van a matar a Madero en trece días y van a

implantar un régimen que va a destruir a mi país si no loimpido ahora —dijo el general.

—¿Quién? —se agitó Von Hintze.—Todo esto empezó hace tres años —respondió el

general—, el 17 de octubre de 1909, en la entrevistaconfidencial que tuvieron en El Paso, Texas, Porfirio Díaz yWilliam Taft, el presidente de los Estados Unidos. Fueentonces cuando inició lo que está por desencadenarse.

—¿Qué pasó ahí?—Averígüelo y resolverá todo. Además de ellos, en esa

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reunión hubo otra persona. Búsquela, busque la Conexión H.—¿Conexión H? ¿De qué está hablando?Reyes insistió:—Pertenecemos a una época que está a punto de terminar,

almirante, si no hacemos algo para salvarla. La época delhonor. Pronto las máquinas serán mucho más importantesque las personas. El dinero valdrá más que la gente. Elmundo será una industria gigantesca donde la vida no tendrávalor. Siga al embajador de los Estados Unidos. Busque laConexión H. La clave de todo es H. Octubre de 1909. Eso lollevará a la Conexión Y.

—¿Conexión Y? ¿Esto es un juego, general?—Son ellos los que quieren esta guerra en mi país, y

pronto en el mundo entero. La guerra contra Alemania va aser provocada por las mismas personas que están moviendotodo esto en México. Es una misma cosa. No son un país.Son un conglomerado financiero. El Gran Patriarca.

—¿Quiénes? ¿El gobierno de los Estados Unidos? ¿Elpresidente William Taft?

—El presidente de los Estados Unidos es sólo un peón delos poderes reales que están moviendo al mundo. Paraentender quién quiere derrocar a Madero primero hay que

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averiguar quién derrocó a Díaz para imponer a Madero.Ocurrió lo mismo en Nicaragua, Panamá, Cuba y en muchasotras partes del planeta. El Patriarca está colocando suspiezas en el tablero mundial, en preparación del juego final.

—¿Quién es el Gran Patriarca, por Dios?—La Conexión Y.—¿La Conexión Y?—El Club de la Muerte.Von Hintze me volteó a ver y luego a don Bernardo.—¿El qué?—Usted debería saber quiénes son.—¿Club de la Muerte? ¿Es algo masónico?Reyes sacó del bolsillo de su saco un cartucho cilíndrico

verde metálico adornado con serpientes doradas que ledaban vueltas en espiral. En medio había un águila con lasalas abiertas.

—¿Qué es eso? —inquirió el embajador.—Sí, ¿qué es? —pregunté yo.El general alargó el brazo y se lo ofreció a Von Hintze.—Tómelo. Necesito que usted lo lleve a su destino.Fue un momento muy extraño. Von Hintze estaba muy

confundido. Tomó el pequeño tubo y lo miró estupefacto. Le

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dio vueltas con los dedos.—¿Qué es esto?—Si muero, le pido que lo entregue al gobernador de

Coahuila, Venustiano Carranza, para que lo vuelva realidad.Si vivo, entréguemelo a mí esta tarde en el PalacioNacional.

—¿Qué es?—Las instrucciones para cambiar el futuro.—¿Qué?—El plan para convertir a México en la sexta potencia

del mundo. El Plan de México.—Oh, Dios.—Sé que usted no lo abrirá porque es un hombre de honor

alemán. Ahora váyase.Von Hintze apretó el cilindro y asintió varias veces,

frunciendo las cejas. Miró fijamente al general Reyes y ledijo:

—Ich werde euch wiedersehen —dijo el embajador einclinó la cabeza.

—So es sein wird, mein freund —contestó el general.Quisieron decir “nos volveremos a encontrar” y “así será,

amigo mío”.

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Von Hintze me hizo un gesto para que le devolviera susmantas y se las puso encima. Luego golpeó la puerta y leabrieron los guardias. Oímos sus pasos alejarse en elpasillo.

El general me miró silenciosamente y me sonrió. Laverdad, yo me sentí muy ofendido porque no me dio esecartucho de aluminio a mí, siendo ese Von Hintze unextranjero y yo su hermano de trinchera, y además mexicano,pero me quedó muy claro por qué lo hizo.

Yo iba a morir ese mismo día junto con Reyes, y elembajador no, como tampoco Venustiano Carranza.

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Lo que siguió fue la tempestad.La anunció el ruido de miles de botas aproximándose por

la calle. Reyes se pegó a la ventana para escuchar.Las pisadas se volvieron más y más ruidosas. Se oían

también caballos y una trompeta a la que le contestaba otramás lejana.

El general me volteó a ver con los ojos brillantes.

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—Ya llegaron —me dijo.Me asomé y los vi entrar por los edificios. Abajo estaba

el esquelético general Mondragón con sus bigotes parados ydetrás de él las filas de sus dragones.

Por el otro lado trotaban hacia la explanada de la prisiónel emocionado Rodolfo Reyes, el señor Samuel Espinosa delos Monteros y el general Cecilio Ocón. Enseguida venía elmayor Jesús Zozaya arreando el enorme caballo del generalReyes, sonriendo hacia la ventana donde estábamosnosotros. Y detrás de él, otro montón de jóvenes, los cadetesde la escuela militar de Tlalpan que sobraron cuandotomaron el Palacio Nacional. Se detuvieron en la explanada,todos mirando hacia arriba, hacia nuestra ventana, y hubo unsilencio de varios segundos.

Entonces el general Mondragón dio unos pasos hacia elfrente y gritó con todos sus pulmones:

—¡Rifles! ¡Armar!En el acto, los cientos de soldados empuñaron sus armas,

las sostuvieron con una mano y con la otra desenvainaronsus bayonetas. Con un solo ruido magnificado las ensartaronen los máuseres y las aferraron contra sus pechos.

—¡Cercar!

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Cayeron sobre sus rodillas derechas y desde esa posiciónapuntaron hacia nuestra ventana.

No. Eso fue mi imaginación. Apuntaron hacia las azoteas,la torreta, la puerta principal y las ventanas.

Reyes sonrió. Se me acercó y me puso la mano sobre elhombro.

—Prepárate para la acción, hijo.Yo apreté mi rifle y asentí, mirando hacia la calle.—Honor y lealtad, general.Reyes me dijo algo que recordaría para siempre:—Nunca olvides por qué peleas. ¿Dónde tienes a tu

esposa y a tu hijo?—En la casa de mi madre, general.—Bien —me sonrió—, todo saldrá bien.La puerta de la celda se abrió de golpe. Los cuatro

soldados que nos vigilaban desde fuera entraron con susarmas y miraron a don Bernardo de una manera muy extraña.

Se alinearon a ambos flancos y golpearon los talones paracuadrarse.

—¡General Reyes, está usted en libertad!Don Bernardo les sonrió y se ajustó el abrigo-capa que le

había regalado el rey de España, Alfonso XIII.

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Lo saludaron los guardias con los filos de las manos enlas frentes y el general caminó majestuosamente entre elloshacia fuera. Yo lo seguí como un ratón.

—General —le dijo uno de ellos, tomándolo delantebrazo—, acuérdese de mí cuando esté en la sillapresidencial.

—Lo haré, Rodrigo.Cuando se abrió la puerta principal del edificio, había

dos líneas de soldados a cada lado, erguidos comocolumnas, saludando. El general pasó por en medio y lagente que estaba enfrente le gritó:

—¡Reyes! ¡Reyes! ¡Reyes!Él los saludó a todos en forma muy majestuosa, con brillo

en los ojos y una sonrisa controlada.Pero las cosas comenzaron a salir mal.

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Desde la ventana de su suntuosa alcoba en la embajada delos Estados Unidos, el embajador Henry Lane Wilson arrugósu ya angulosa cara y torció el bigote.

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La embajada era una auténtica mansión de treintahabitaciones y cuatro pisos en la esquina de Veracruz yPuebla, en la nueva y lujosa colonia Roma.

Era un edificio blanco-grisáceo de ventanales largos ytechos piramidales negros de tipo gótico. Parecía la casa delconde Drácula. Y lo era. Henry Lane Wilson había exigidovivir ahí cuando en 1909, al llegar a México, se le hizo pocacosa el edificio de la embajada en Buenavista 4. Alguiencomo él no podía vivir en una pocilga.

El hombre de cincuenta y cinco años —enjuto y tieso,excepto al tratar con las damas, cuando le salía el encantocaballeresco— descolgó el teléfono y metió su nudoso dedoen el dial.

Tenía el pelo ridículamente peinado hacia los lados comoun perico relamido.

Por última vez miró hacia fuera y marcó tres dígitos.Le contestó una voz, y él dijo cuatro palabras:—Avísenles. Inicien fase uno.

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Nosotros comenzábamos a comprender que las cosas iban asalir mal.

El millar de hombres de Mondragón estaba expectante,mirando al general Reyes.

Mondragón reverenció a don Bernardo y le dijo:—El Palacio Nacional está tomado, general.—¿Y el Castillo de Chapultepec?—No tengo informes aún, general. Sé que ya entraron en

la fortaleza.—Bien. Que nadie lastime a Francisco Madero ni a su

esposa. ¿Dónde está Gregorio Ruiz? ¿Ya sacó a Félix Díazde la penitenciaría de Lecumberri?

—No tengo informes aún, general.Don Bernardo se mostró inquieto por primera vez. Le

echó miradas a Mondragón, quien tenía una rara sonrisa,muy disimulada bajo sus bigotes. Los ojos le brillaban en lapenumbra.

Se le acercó su hijo Rodolfo, que era abogado, y le dijo:—Padre, está por salir el sol y no se sabe nada de Ruiz ni

de Félix Díaz.Don Bernardo alzó los ojos al cielo de tono azulado. Ya

no se distinguían las estrellas.

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—Dios, está clareando —susurró.Bajó los ojos y se le acercó a Mondragón para decirle

algo al oído.—Averigua qué diablos está pasando. Usen los malditos

teléfonos.Mondragón sacudió las manos para un oficial que tenía a

un lado, de los que usaban casco prusiano, negro y con unapunta metálica hacia arriba.

El oficial se arrodilló y puso en el suelo la caja delteléfono. Era un Martins A1001 envuelto en cuero marrón.Marcó dos dígitos y esperó. Al cabo de unos segundos miróa Mondragón muy alarmado.

—No responden.Pasaron varios minutos. Se convirtieron en dos horas. El

cielo se volvía anaranjado incandescente encima denosotros. El viento helado previo al amanecer recorrió lacalle. El joven Rodolfo Reyes era un nudo de nervios.

Los soldados murmuraban entre sí y se movían muyintranquilos de aquí para allá.

El joven Rodolfo se le acercó a su padre.—¿Qué está pasando, papá?El oficial del teléfono seguía marcando y nadie le

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respondía, ni en el Castillo de Chapultepec ni en el comandode Gregorio Ruiz.

El general miraba a un lado y a otro de la calle.Mondragón lo observaba fijamente, sin decir nada, con losbrillantes ojos negros y el bigote tapándole los labios.

—¿Qué está pasando, papá? —le insistió Rodolfo algeneral Reyes.

—Está corriendo el tiempo —dijo don Bernardo y le echóuna mirada a Mondragón—. Algo extraño está pasando enLecumberri. Vamos por Félix Díaz nosotros.

Se le abalanzó su hijo.—No, papá. Perderíamos mucho tiempo. Vamos al

Palacio Nacional. Vamos ahora.—No.—Vamos al Palacio Nacional antes de que el resto del

Ejército lo recupere. ¡Está corriendo el tiempo, papá!Reyes miró a Mondragón y le dijo:—Aliste a todos. Vamos a Lecumberri.Los rayos anaranjados del día cortaban amenazantes el

enorme cielo azul. No sabíamos qué estaba pasando en elCastillo de Chapultepec. Tampoco nos respondían los deLecumberri. Repentinamente vino de todos lados un sonido

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que nos horrorizó a todos: los pájaros.De pronto vimos la banda roja previa al sol en el

horizonte, cortada por las siluetas de los edificios. La vi enlos ojos del general, quien me susurró algo:

—Simón, ésta es la hora que odio del día. No es de día nide noche. Igual que el crepúsculo.

Marchamos hacia la penitenciaría de Lecumberri, todostrotando. El general iba en su caballo. Yo iba en otro.

Entonces vimos salir el disco rojo del sol entre dos masasde edificios.

Cuando llegamos a la penitenciaría, la luz solar ya pegabaamarilla en las crestas del edificio.

Abajo estaba la gente del general Gregorio Ruiz, que nohabía hecho nada. Eran ya muy pasadas las siete de lamañana.

—¡Cercar! —gritó Reyes.El millar de soldados de Mondragón hizo un cuadro

alrededor del edificio y en torno a la gente de GregorioRuiz, quien tenía la cara deformada y la mirada hacia abajo.El general se aproximó a él y le preguntó:

—¿Qué demonios está pasando aquí? ¿Dónde está FélixDíaz?

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Sin levantar la mirada, el general Ruiz empezó a sollozarde una manera que me dio miedo.

—Adentro —le dijo a Reyes sin mirarlo.Reyes se irguió sobre Lucero, su caballo, y gritó:—¡Artillería!Doce hombres que venían con nuestra marcha, todos de

casco prusiano y trajes ornamentados, avanzaronrápidamente hacia adelante, con dos asistentes, cada unojalando cañones.

Los asistentes giraron los pesados cañones, quebrando losadoquines del suelo, y rotaron las manivelas para elevar loscilindros hacia la prisión. Los otros asistentes introdujeronojivas expansivas dentro de las bocas. Reyes les gritó:

—¡Llamada de advertencia!Cuatro oficiales se alzaron con sus trompetas y emitieron

una sola nota muy larga que terminó con una muy corta yfuerte.

Se hizo un silencio. No ocurrió nada.De pronto un hombre salió de uno de los balcones.Reyes lo miró desde abajo y le gritó:—¡Liceaga, suelte a Félix Díaz!De nuevo se hizo silencio. Un eco del grito resonó en

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alguna parte. En ese momento el hombre del balcón se llevóel canto de la mano a la frente.

—¡Honor y lealtad, general Reyes! —le gritó desde elbalcón.

La puerta de abajo se abrió con graves rechinidosmetálicos y salió un individuo en uniforme blanco yostentoso. Era el sobrino de Porfirio Díaz. Los nuestros leacercaron un caballo blanco y lo montó.

Lo que sucedió a continuación fue mucho más confuso.Cuando pienso en ello me parece que fue un sueño, más bienuna pesadilla.

Nos llevó caros minutos regresar al centro de la ciudad,hacia el Palacio Nacional. Ya era de día y había gente en lascalles.

Entramos a la calle de Moneda, que desemboca en laplaza central. Las panaderías ya estaban abiertas. Por todoslados olía a café caliente. Los hombres de la Waters-PierceOil Company arreaban las blancas y ruidosas máquinasasfaltadoras por encima de los pavimentos, chorreándolosde pastoso chapopote.

Al fondo de Moneda vimos las torres de la catedral deMéxico y una parte de la fachada del Palacio Nacional.

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Seguimos avanzando. Desde los edificios a nuestroscostados se asomaba la gente, cargando bebés en los brazos,preguntándose qué estábamos haciendo.

Los mil hombres avanzábamos sintiéndonos apuntados porametralladoras ocultas. En el ambiente se percibía algoinvisible y atemorizante.

Desde su caballo, Reyes volteó hacia Gregorio Ruiz y ledijo:

—Confirmen la situación en el Palacio Nacional.—Al instante, general.Ruiz le dio la orden al oficial del teléfono y éste marcó

dos dígitos. Esperó con el aparato en la oreja.—No responden.Reyes apretó la mandíbula y le dijo a Ruiz:—Adelántate tú. Averigua qué está pasando ahí.Ruiz tomó una veintena de soldados y trotó hacia el

palacio.Nosotros seguimos avanzando. Ruiz simplemente ya no

regresó. Una conmoción indescriptible se apoderó de todosnosotros. La columna humana se sumió en la más horrorosaincertidumbre. No sabíamos qué estaba pasando. Paradecirlo en una palabra: nos llenó el miedo.

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Por detrás sentí pasos rápidos y luego un duro golpe enuna pierna. Volteé hacia abajo y vi a no otro que mi amigoTino Costa, quien sonrió y me dijo:

—¿Qué onda, cabrón? ¿Qué está pasando?Yo no sabía qué responderle.—Vuelve a tu puesto.—¿Cuál puesto? Nos van a matar, imbécil. Dile al general

que detenga todo esto. Tú vente conmigo.Volteé hacia el general y vi cómo sus hijos Rodolfo y

Alejandro, a caballo también, le decían que abortara todo.El general seguía avanzando, con la mirada fija en elpalacio, sin pestañear.

—¡Vámonos, papá! ¡Hay un traidor en todo esto! ¡Nostraicionaron! ¡Avisaron a Madero!

Por un instante el general jaló las riendas y detuvo aLucero. Miró a sus hijos.

—¿De qué estás hablando? —le preguntó a Alejandro.—Ruiz, papá. Ruiz estuvo en contacto con el general

Victoriano Huerta. Mondragón organizó todo. Mondragón yFélix Díaz. Victoriano Huerta trabaja para el Agens inRebus.

Reyes buscó a Mondragón con la mirada, pero ya no

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estaba. Tampoco Félix Díaz.—No te entiendo —le dijo don Bernardo—. ¿De dónde

has obtenido esta información?—Detente, padre. Te lo imploro. No sigas adelante.El general miró al cielo durante varios segundos. Luego

miró hacia el frente. Apretó las piernas alrededor de Luceroy siguió avanzando.

—¡Papá! ¡Detente! ¡Vámonos! ¡Esto es una emboscada!El general esbozó una suave sonrisa en su rostro.—Vamos, Lucero —le susurró y le acarició el sedoso y

musculoso cuello—. Que sea lo que ha de ser, pero que seade una vez.

—¡Papá! —le gritaron sus dos hijos.Reyes avanzó solo. Los demás teníamos tanto miedo que

nos quedamos tiesos en nuestros caballos. Algunos soldadosgritaron y se hizo una gran confusión. Los de atráscomenzaron a irse. Yo tenía los guantes mojados en el sudorde mis manos, y me temblaban las riendas.

Tino estaba debajo de mí, increpándome y haciendoaspavientos para que nos fuéramos.

Yo vi a don Bernardo cabalgar solo por el costado delpalacio y torcer hacia el frente del edificio.

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Cabalgué un poco y al librar la esquina me di cuenta deque lo estaban esperando dos líneas de tiradores delgobierno, unos hincados, con los rifles listos en sus rodillas,y otros pecho tierra, con los dedos en los gatillos.

Después me percaté de que varios hombres en las azoteasaguardaban a don Bernardo con ametralladoras.

—¡General! ¡General! ¡General! —le grité.Piqué los costados de mi caballo y avancé hacia él

trotando. Me siguieron unos seis cadetes de la escuela deTlalpan que nunca volví a ver. También nos siguieronZozaya, Espinosa de los Monteros y el siniestro CecilioOcón. Tras ellos venía el joven Rodolfo, derramando sudory con la cara realmente afectada.

—¡Papá, démonos vuelta! ¡Vámonos! ¡Te van a matar!Eran las 8:40 de la mañana.Reyes miró una vez más el cielo y luego a los muchos

tiradores que le apuntaban al cuello con sus rifles. Lessonrió a todos esos gatilleros y le dijo a Rodolfo:

—Pero no huyendo, hijo.—¿Perdón, papá?—Me van a matar, pero no por la espalda.Reyes apretó las piernas y siguió avanzando.

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Oí un primer disparo rechinando en el aire. Luego ráfagasy explosiones. Los caballos relincharon y saltaron entrebolas de fuego. Las ráfagas y las granadas venían de todaspartes y se sentían como rocosos costales de aire que mequerían tirar del caballo.

En tres segundos se me metió a la nariz un chorro de airecon cenizas calientes hasta la tráquea y los pulmones. Enmedio del humo sólo se distinguían destellos de fuego.

En el acto le azoté las espuelas a mi caballo para salir deese infierno. Pero de inmediato me frené avergonzado,llorando entre las explosiones. Estaba huyendo como uncobarde. Entonces me volví hacia atrás y troté a todo galopehacia don Bernardo.

—¡General! —le grité entre estallidos enceguecedores.El general Reyes estaba tirado en el suelo y todos los

demás eran sombras de humo corriendo despavoridos.Me pegaron dos tiros que derrumbaron a mi caballo. En el

humo me enderecé como pude y salí corriendo sin sentir misheridas, sin recordar mi propio nombre, sin oír nada másque mi respiración.

Entre los filos de los disparos llegué a escuchar unos ecosaterrorizantes:

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—¡Fusílenlos a todos! ¡No serán perdonados lostraidores! ¡Búsquenlos donde se escondan! ¡Busquen a susfamilias! ¡Fusílenlos con sus familias!

La historia de México acababa de cambiar, y lo peorestaba por venir.

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En la embajada de los Estados Unidos el enjuto Henry LaneWilson, pegado aún a su ventana, arqueó su espalda paraestirarse y bostezar.

Alargó la mano hacia la mesilla y tomó el vaso de whisky.Le revolvió los hielos y mojó su peludo bigote.

Hizo pucheros con los labios y frunció el entrecejo.Descolgó el teléfono y marcó tres números.

Le respondió una voz a la que le indicó:—Muy bien. Inicien fase dos.

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A esa misma hora, en las frías aguas del Nilo, en El Cairo,

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Egipto, donde el río se abre en dos anchas ramas alrededorde una gran isla de mezquitas llamada Zamalek, elespectacular yate de vapor Dahabeah Khargeh, de cuatropisos de alto y dos grandes ruedas laterales, se mecíasuavemente contra el muelle, rechinando en el atardecer.

Eran las cinco de la tarde ahí y el sol anaranjado cortabalas torres arabescas desde donde hombres con turbantesgritaban al pueblo las oraciones del ocaso, las Maghrib. Loscánticos se oían en toda la ciudad como si las voces secontestaran unas a otras.

El mesero se apresuró con el jugo de manzana verde parael señor dueño del navío. Su nombre era J. P. Morgan, quienestaba tirado en un camastro, empapado en sudor, con lasgordas piernas descubiertas. El señor emitió un leve bufidode morsa para agradecer al mesero y tomó el vaso, que teníaun arreglo de cerezas.

John Pierpont Morgan, el banquero más poderoso delmundo, se acarició la barriga y dejó salir un lento gas deolor sulfúrico por la boca. Tenía la nariz llena dedeformaciones, pústulas y lóbulos que la hacían enorme ymorada, debido a una enfermedad llamada rosácea.

No estaba solo. Todo lo contrario. Estaba dando una

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fiesta dominical en su gran navío de estilo egipcio.Alrededor de la embarcación se encontraban los yates deotros millonarios. Esa tarde el señor había alquilado todo elmuelle del Hotel Shepheard para sus invitados.

De pronto se le acercó al señor Morgan un estiradoencanecido llamado Henry Clay Pierce, el cuarto hombremás rico de los Estados Unidos, dueño de la compañíapetrolera Waters-Pierce Oil, que controlaba la mitad de ladistribución de queroseno en México y en San Luis,Missouri.

—Acabo de enterarme que comiste algo por aquí y tecayó mal al estómago, Morgan. ¿Estás bien?

Sopló una brisa fría con el olor del Nilo. Eldespanzurrado miró hacia el río. Eructó y expulsó el gasquemante con olor a huevo cocido. Miró de nuevo hacia lapiscina de la cubierta y susurró:

—Ahí viene Edgar Speyer. Míralo. Seguro viene apresumirnos que es amigo de Claude Debussy y de todosesos músicos franceses.

—Bueno —sonrió Henry Clay Pierce, afilándose el bigoteblanco con los dedos—, cualquiera es amigo de quien le dadinero, ¿no crees? Podrían amarte a ti.

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—Bah, yo no gasto mi dinero en esos huevones. Yoinvierto en cosas reales, en excavaciones aquí. Yo excavéTebas. Yo encontré los manuscritos cópticos de Khargeh.Son los papiros más antiguos alguna vez descubiertos delcristianismo, las más remotas versiones de los Evangelios.

—Sí, supe que el Papa está feliz de que se los enviaste alVaticano. Así podrá estudiar si esos textos no contradicen elpoderío de la Iglesia católica. Al parecer te espera muyansioso en Roma.

—No, voy a quedarme aquí. Hay más que excavar enKhargeh. Apenas se me quite esta maldita indigestiónregreso al Alto Egipto —Morgan observó que Edgar Speyerse aproximaba—: yo no soy como Speyer, yo excavo. Yohago las cosas personalmente. Él tiene violines Stradivariusque no sabe tocar —y se tapó la boca para expeler otraemanación con olor a huevo.

Speyer se detuvo en el barandal para saludar a otros dosmagnates que estaban ahí: Daniel Guggenheim y George JayGould. Morgan siguió diciéndole a Henry Clay Pierce:

—Speyer financió la expedición al Polo Sur donde murióel capitán Scott. ¿Crees que alguna vez fue a unirse? Lo quedefine al hombre es el carácter. Él no tiene carácter.

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En ese momento se acercó un joven alegre de veintidósaños que venía acompañado por otros dos. Era WilliamAverell Harriman, el heredero del poderoso imperioferroviario Union Pacific. Los otros dos eran un chico dedieciocho años llamado Prescott Bush, y un hombre detreinta y cinco llamado Percy Rockefeller, sobrino delpatriarca de la Standard Oil, John D. Rockefeller.

—No lo vas a creer, Morgan —le sonrió el jovenHarriman—. Acaban de encontrar el cadáver del capitánScott.

Morgan se enderezó y abrió los ojos detrás de su inmensanariz de cetáceo.

—¿De verdad?—Sí, J. P., lo encontraron en los glaciares, todo entumido

en su tienda. Y en su mano congelada había una carta,adivina para quién era.

—¿Para quién?Harriman volteó a ver de refilón al elegante Edgar Speyer

que conversaba con Guggenheim, y lo señaló con el dedo.—Para Speyer. ¿Y sabes qué dice la carta?—No, cuéntame.—“La misión está fracasando.”

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Henry Clay Pierce soltó una gran risa:—¡Eso sí que es fracasar!Pero nadie más se rió.Morgan le dijo al joven Harriman:—Chico, tú sabes lo que significan esas expediciones. Tú

acompañaste a tu padre a la expedición ártica de Alaskacuando tenías sólo ocho años. No como Speyer, que es tansólo un esnob. Tú eres un explorador.

—Así es —respondió Harriman—. Ya conoces a Percy—rodeó a Percy Rockefeller con el brazo—, controlaBethlehem Steel, Bethlehem Shipbuilding Corporation,Anaconda Copper Mining, y es director en Remington Arms.

—Sí, sí —eructó Morgan—. Joven Percy, salúdame a tutío John.

—Éste otro es Prescott Bush —dijo Harriman, y tocó almás tímido—. Prescott es el hijo de Samuel Bush.

—Sí, conozco a su padre, el mercader de la muerte, eltraficante de la Remington. Introduce armas en AméricaLatina.

—Exacto —sonrió Harriman—. Samuel trabaja con elotro tío de Percy, Frank Rockefeller, en Buckeye Steel. Ellosfabrican mis vías férreas. Percy, Prescott y yo estudiamos en

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Yale. Prescott quiere ser político.—Muy bien, chicos —les dijo Morgan—. Se necesita ya

una nueva generación que controle el mundo.—Es un honor, señor —le dijo Prescott y extendió la

mano para estrechársela.Los cánticos de El Cairo se hicieron más fuertes y el cielo

más anaranjado. Sopló un viento muy frío. Morgan seacomodó en el asiento.

—Tal vez ustedes conozcan a mi amigo Henry ClayPierce —Morgan lo miró y Henry Clay inclinó la cabezaante los chicos de Yale.

—Sí, claro —le dijo Harriman—. Henry Clay tiene unpleito muy fuerte con el tío de Percy, ¿no es así, Henry? ¿Noes cierto que quieres sacar a la Standard Oil de Waters-Pierce y quedarte con México?

—Bueno, yo y John Rockefeller tenemos un…Harriman se dirigió a Morgan:—Henry le quitó a Standard Oil sesenta por ciento de las

acciones de Waters-Pierce para quedarse como controladorúnico en México —le dijo Harriman a Morgan—. ¿Dedónde sacaste el dinero, Henry? ¿De dónde sacaste esos tresmillones de dólares?

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Henry Clay bajó la mirada, y también lo hizo Morgan, locual extrañó mucho a Percy Rockefeller. Para cambiar elrumbo de la conversación, Henry Clay le dijo a Morgan:

—Me gustan mucho tus yates —y acarició el barandal delKhargeh—. Yo también quisiera uno. ¿Cuánto cuestan?

—Si tienes que preguntar por el precio, significa que nopuedes comprarlo.

En ese momento, Speyer y Guggenheim estaban en elbarandal con George Jay Gould y Jacob Schiff, el ancianopresidente del banco Kuhn, Loeb & Co., controlador deGoldman Sachs y Lehman Brothers. Los tres miraronextrañamente a Morgan y alzaron sus bebidas. Speyer seacercó a Morgan muy sonriente, con un refrescante vaso demint julep. Tenía el cabello y los bigotes negros yenvaselinados, parecía pastelero.

—Hola, Morgan —le dijo con un elegante acentobritánico—. No te ves tan enfermo. De hecho te ves bastantebien. ¿Se trata de una de tus estrategias para alejarte de losperiodistas?

Morgan se retorció el estómago y frunció el ceño.—No, Speyer. De verdad estoy enfermo.—Bueno, gracias por invitarnos a El Cairo —dijo el

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banquero y agitó los hielos de su vaso con olor a menta—.¿Cómo están ustedes, chicos de Yale?

Harriman le contestó:—Muy bien, Speyer. No siempre se tiene la oportunidad

de estar en el río Nilo con los dos mayores banqueros de losEstados Unidos. Tal vez tú puedas explicarnos qué es lo queestá pasando en México —y sacó un telegrama de subolsillo.

—No entiendo de qué estás hablando.—Acaba de haber un intento de golpe de Estado. ¿No fue

suficiente lo de Nicaragua y Panamá? Todos sabemos que túeras el banquero de Porfirio Díaz y que Madero no te hapagado los diez millones que le prestaste.

—¿Estás loco? —Speyer miró a Morgan mientras HenryClay Pierce bajó la mirada de nuevo—. Este chico está loco.Yo no derroco a un gobierno por diez millones de dólares.Qué absurdo eres. En todo caso lo haría para recuperar losferrocarriles —sorbió de su vaso—. A todos nos afectómucho cuando Porfirio Díaz nacionalizó nuestras líneasférreas en México, ¿no es cierto? ¿No es cierto que nosafectó a todos?

Morgan cruzó miradas con Harriman y con Percy

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Rockefeller. Henry Clay Pierce se mordió los labios ycontinuó con la vista hacia abajo.

—Lo que yo no entiendo es por qué enviaste a ese pobrediablo a matarse en el Polo Sur —le preguntó Morgan aSpeyer—. Yo excavo sitios arqueológicos con mis propiasmanos, ¿comprendes? Y dime algo, si te gusta tanto lamúsica como para patronear artistas, ¿por qué no aprendistenunca a tocar algún instrumento, por lo menos la armónica?

Henry Clay Pierce soltó una gran carcajada. Fue el único.Morgan hizo una mueca por el dolor de sus intestinos y lesdijo:

—Nuestro verdadero enemigo está en Inglaterra.Todos se voltearon a ver desconcertados.—Es amigo del rey Jorge. Desde hace varios años es el

único hombre que construye obras en México. Suencomienda es quitarnos a los estadounidenses el dominiode México y convertirlo en un enclave de Inglaterra.

—¡Eso está muy mal, señor Morgan! —exclamó el jovenPrescott Bush.

—Se llama lord Cowdray. Sir Weetman Pearson —Morgan miró a Henry Clay Pierce, quien se dirigió a todos:

—Señores, hasta hace siete años los americanos

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controlábamos el petróleo de México. El 21 de junio de1906, por un acuerdo del presidente Porfirio Díaz con lacorona británica, México creó una ley que favorece aInglaterra, y los lords británicos enviaron a sir WeetmanPearson para apoderarse de la plaza. Ahora Inglaterracontrola cincuenta por ciento del petróleo mexicano, ademásde las reservas de Irán.

—Y no sólo eso —añadió Morgan—: cuando Díazexpropió nuestras líneas ferroviarias le dio a lord Cowdrayel control del consorcio gubernamental que las administra.Madero iba a hacer algo al respecto, pero al final no pasónada. Rompió nuestro acuerdo. Lord Cowdray y el rey deInglaterra lo tienen comprado. Nos quieren quitar el Canalde Panamá y ahora nos quieren quitar México. Señores, estono es una guerra entre empresarios, es una guerra entre dosnaciones, y éste es el momento de decidir si somosamericanos o no.

—Yo sí lo soy —exclamó Prescott Bush alegremente.—Yo también —sonrió Percy Rockefeller, cuyo primo

John se venía acercando junto con Guggenheim, Gould y elbanquero Jacob Schiff.

—América para los americanos —proclamó Harriman.

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—Bueno —les dijo Morgan—, entonces tenemos que serun solo cuerpo para lo que está por desencadenarse.

John D. Rockefeller júnior llegó y saludó a todos con laexpresión de un águila y una mandíbula temible. Teníatreinta y nueve años. Era el hijo del Gran Patriarca. HastaMorgan se tensó ante su presencia.

—Morgan —le dijo Rockefeller júnior—, mi padre nopudo venir, pero te envía un agradecimiento por lainvitación. Está en Washington arreglando asuntos con elpresidente Taft y con el presidente electo Woodrow Wilsonpara el cambio de gobierno. Como sabes Woodrow tomaráposesión en tres semanas

—Sí, claro, entiendo… —Morgan volteó a ver a DanielGuggenheim y a George Jay Gould, que lo miraban sinparpadear.

Guggenheim, un hombre maduro de enorme quijada ymirada amable, dijo:

—Morgan, el joven Rockefeller ya me perdonó por sacara su tío William de Asarco —y miró a Percy—. Ahoranecesito que el hijo de William me perdone.

Percy le dijo:—Ahora tienes el monopolio minero más grande de los

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Estados Unidos, Daniel. La muerte de tu hermano en elTitanic me parece suficiente venganza.

—Sí, sí —Guggenheim bajó la mirada—, Benjamin fue ungran hombre, un caballero. Ahora está en el fondo del mar.Al parecer su mejor amigo ahora es un calamar.

—Yo pude haber muerto en ese barco —gimió Morganadolorido y se acomodó en el camastro—. Me habíanconstruido la suite más grande para mí. Me salvé por estaraquí explorando el cementerio de Khargeh.

—Lástima —suspiró Edgar Speyer, mirando el atardecernaranja de El Cairo—. Me habría encantado que te murieras.

—Tal vez me muera por esta indigestión —sonrió Morgan—. Te desharás de mí antes de lo que crees.

George Jay Gould, el dueño de las líneas ferroviariasWestern Pacific y Denver-Río Grande, e hijo del corrupto ylegendario Jay Gould, autor del llamado Viernes Negro queprecipitó la gran depresión de 1869, le dijo al enfermo:

—Morgan, Egipto me parece un buen lugar para morir.Cuando yo muera, quiero hacerlo aquí —y asintió mirandohacia el Nilo, donde notó unas ruedas de agua, remolinos decuatro metros de diámetro borboteando a lo largo del río—.¿Qué son esas cosas, Morgan, esos círculos?

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—Lo peligroso de este río no son los cocodrilos, Gould,sino esos torbellinos. Te tragan hasta el fondo y no regresas.El mundo se está pareciendo cada día más a estas aguas,especialmente por la existencia de los caballeros de la MesaRedonda —Morgan volteó a ver lentamente a Jacob Schiff.

—¿Mesa Redonda? —preguntó el joven Prescott.—Son cosas que no te enseñan en Yale, joven Bush —

Morgan continuó viendo a Schiff, quien le mantuvo la mirada—. La Mesa Redonda mueve intereses muy oscuros, yreconozco a sus peones cuando los tengo enfrente. Tambiénreconozco a sus amigos, aunque disimulen —y volteó a vermuy duramente a Daniel Guggenheim—. De cualquier forma,las fuerzas ya están desatadas y esta guerra se librará apartir de este momento.

Henry Clay Pierce le puso a Morgan la mano sobre elhombro.

—Así será, J. P. —y les sonrió a todos en formahorripilante.

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Al otro extremo del espectro de la riqueza en el universo,estaba yo, el pobre soldado Simón Barrón, huyendo comorata entre ráfagas de ametralladora, explosiones de granadasy tiros de escopeta.

Durante los diez minutos que siguieron a la muerte deBernardo Reyes murieron quinientas personas y otras miltuvieron heridas de hospitalización. Los carros de la CruzRoja tuvieron que esperar el cese del fuego para auxiliar conlas camillas. Todo olía a pólvora.

Cuando entraron, el humo apenas se disipaba y todoestaba lleno de cuerpos, algunos quemados, con losintestinos y los huesos de fuera. El tufo de la pólvora y delas sustancias de los morteros ardía en las fosas nasales.

Alguien había encendido las máquinas asfaltadoras de laWaters-Pierce Oil y con esos carros extendió densas líneasde chapopote a lo largo de las calles para hacer paredes defuego.

Eran las nueve de la mañana del domingo 9 de febrero.Entre los muertos estuvo un actor muy famoso llamado

Enrique Labrada. Se dirigía al baño en calle Ancha y ahí lepegó una bala en la cabeza. Al parecer el excremento saliósin problema.

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Yo sólo tenía una cosa en mi cabeza: mi familia. Miesposa, mi hijo y mi madre. Debía ir a la casa de mi madre,recogerlos a todos, escaparnos todos juntos de la ciudad deMéxico y llevarlos a donde pudiera esconderlos de lavenganza. Ahora éramos traidores.

De tanto en tanto me detuve pegado al muro de losedificios y me encogí en el suelo como cochinilla, sintiendoel calor de las llamaradas de chapopote, aferrando mimáuser, que se resbalaba en los chorros de sudor de mismanos.

Miraba a un lado y al otro. Las calles del centro estabancompletamente desérticas, como si nunca hubiera vividonadie ahí. Sólo vacío, fuego y un humo negro apestoso quese adhería a la piel y a la ropa. Me alcé y seguí a paso lento,encogido y con el rifle abriéndome el camino. Únicamentese escuchaban las flamas y mis propias botas rompiendo laspiedras de la banqueta.

La gente se había escondido en sus casas. Los negociosestaban cerrados o abandonados por sus dueños, con laspuertas abiertas y las bebidas aún humeando en las mesas.

Pronto se oyeron ruidos detrás de las esquinas. Gritos delEjército:

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—¡Que no escape ningún traidor!—¡Fusilen a todos esos gusanos en el acto!Al final de la calle abandonada vi dos siluetas aclararse

en el humo. Dos soldados de uniforme paja y casco redondosalían con sus escopetas y me vieron. Me di vuelta paracorrer. Al otro lado vi a otros tres saliendo con susbayonetas.

—¡Agarren a ése! —gritaron ambos grupos desde losextremos de la calle—. ¡Agárrenlo! ¡Arránquenle elcorazón!

Entonces corrieron hacia mí y me apuntaron con los rifles.—¡Al suelo, traidor! —me gritaron—. ¡Las manos y las

piernas extendidas! ¡Las armas donde las podamos ver!Yo tenía mi máuser en la mano y estaba hincado.—¡Estaba con Reyes! —gritó uno—. ¡Yo lo vi con Reyes!Miré al cielo por encima del humo. Tenía un dibujo muy

especial en las nubes. Me pregunté si eso era lo que habíavisto el general Reyes hacía sólo unos minutos.

Los soldados ya estaban alrededor de mí, encerrándomeen un círculo borroso y asfixiante. No recuerdo sus caras.No sé si las tenían. Sólo vi piernas, botas, pantalones y filosde bayonetas saliendo de los rifles.

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Uno de ellos alzó su arma mostrándome la culata y me laazotó en la cara.

—Toma esto, rebelde de mierda.Sentí algo tronarse en mi cara como galleta, y luego un

líquido helado chorreándose por las mejillas. Todos se reíana carcajadas mientras yo permanecía en el suelo. Mepatearon en las piernas y en las costillas, en los brazos y enla cara.

—Tú estabas con el general Bernardo Reyes, ¿no es así,pedazo de mierda? —me gritaron. Yo apenas los distinguíarriba de mí. Eran sombras debajo del cielo. Siluetas dealgo no humano

—¿Estabas con él, rebelde traidor? —preguntó uno.—¿Qué tal si le vaciamos asfalto y lo encendemos vivo?

—sugirió otro.—¡Contesta, miserable! ¡Te vamos a cortar en pedazos y

vamos a matar a tu familia!Yo casi no podía hablar porque me habían pateado en los

pulmones y me costaba trabajo jalar aire.—¡Su nombre!Uno se acuclilló sobre mí y me revisó la placa del saco.—Simón Barrón, sargento —señaló el soldado—. Quinto

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regimiento de infantería.—Bueno, vean las listas. Encuentren a su familia y

llévenlos al Cuartel de la Libertad. Te vamos a arrastrarhasta el cuartel para que tus familiares te vean morir. ¿Esoquieres, soldado? —preguntó el sargento.

Yo sacudí la cabeza para decir que no.—No llores, soldado —me apretó las mejillas hinchadas

con sus dedos—. Tal vez estamos confundidos —sonrió—.Tal vez eres inocente. ¿Lo eres?

Yo asentí con la cabeza.—Es un cobarde… —exclamó otro de los hombres que

me tenían sometido.El sargento dijo:—Si eres inocente debería dejarte ir. Así que dime,

soldado, ¿estabas con el general Bernardo Reyes? ¿Sí o no?Me paralicé mientras ellos me veían mostrándome los

dientes podridos en sus sonrisas.Se escucharon disparos en la lejanía. Luego una

explosión.—Yo… —dije y los miré a todos, uno a uno. Los ojos se

les distorsionaban. Me faltó el aire. No pude seguir.—Busquen a su familia —ordenó el sargento.

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—No, no… Espera un momento —supliqué.El hombre se inclinó sobre mí.—¿No qué, soldado? ¿Qué quieres que espere?Miré arriba de mí, por encima de los cascos de esos

soldados, el cielo azul intenso por encima de las llamaradas.Las nubes ya formaban una imagen que parecía unaalucinación.

—Yo… —les dije.Detrás de mi muslo saqué mi cuchillo Sable y lo ondeé

con rapidez haciendo un arco de un lado a otro. En su pasopor el aire sentí cómo se agarrotó contra la garganta delsargento, luego le quebró el cartílago, las arterias, las venas,y finalmente le jaló la tráquea hasta trozarla. Entoncessobrevino una catarata de sangre sobre las piernas de lossoldados. Enseguida frené el Sable y lo redirigí por detrásde mi cabeza, abriéndole las espinillas al que tenía detrás.

—¡Mátenlo! —gritó uno de ellos—. ¡Maten al hijo deputa!

Me apuntaron con sus rifles y vi los cañones girar haciami cabeza. El cuerpo del sargento estaba cayendo encima demí, escupiéndome sus bombazos de sangre. Lo abracé y girécon él como si bailáramos en el suelo. Ni siquiera nos

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conocíamos.—¡Maten a su familia! —gritó uno de los soldados y

comenzó el fuego de los rifles.

21

A esa hora, las 9:17, el embajador de Alemania, Paul vonHintze, estaba en su oficina en la embajada, en la calleLiverpool número 54. Tenía un gis en la mano y estabaparado frente a un pizarrón negro del tamaño de la pared,donde él mismo había apuntado las siguientes frasesdesconcertantes:

Conexión H.Conexión Y.Entrevista Díaz-Taft, octubre 1909.Ellos están controlándolo todo.Club de la Muerte.Yo no compro zapatos.Matarán a Madero en 10 días.Ellos quieren esta guerra aquí, y pronto en el mundo.

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La figura del almirante, en su largo abrigo gris —su oficinaera bastante fría—, se veía bastante pequeña comparada conel inquietante crucigrama al que se enfrentaba. Se encontrabaparado ante un rompecabezas colosal cuyas piezas aisladasno revelaban más que enigma y confusión.

Con la otra mano, el embajador sintió dentro del bolsillode su abrigo el cilindro metálico que le había confiado elgeneral. Un blanquecino resplandor entraba por los tresventanales art nouveau* que se hallaban detrás de suescritorio. Dentro de su cabeza oía dos frases que serepetían una y otra vez. Una era su propia voz y la otra uneco de la de Bernardo Reyes sonriéndole:

—Lo sé.—Deténgase, general. No lo haga. Lo van a matar.—Lo sé.—General, no lo haga. Lo van a matar.—Lo sé.—¿Y aun así lo va a hacer? General, no lo haga. Lo van a

matar.—Lo sé.El embajador sintió que Bernardo Reyes estaba sentado

en el banco junto al pizarrón, con su mirada pícara, como si

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ya conociera el principio y el fin del mundo.—Todos somos la misma persona, amigo mío —le decía

el general.Von Hintze sacudió la cabeza y parpadeó varias veces.—Deténgase, general. No lo haga. Lo van a matar.—Lo sé.—¿Perdón? ¿Y aun así lo va a hacer? ¿Qué piensa ganar

con todo esto?Reyes enfundó su plateada espada y dijo algo que a Von

Hintze se le esfumaba en la memoria, pero que era la clavepara decodificar el enigma.

La imagen se fue como un crujido. Sólo estaban elpizarrón negro, el banco vacío y el silencio de la mañana.

Al fondo se oían ambulancias lejanas de la Cruz Roja ygritadores de periódico anunciando: “¡Reyes muerto,rebeldes se apoderan del depósito de armas del Ejército,gobierno decreta estado de sitio!”

Con el gis entre los dedos, Von Hintze escribió la últimafrase que juzgó crucial para deshilvanar el misterio:“Busque la Conexión H. Siga al embajador de los EstadosUnidos. Hay poderes monstruosos por encima de todo esto”.

Vio esta última pieza del acertijo y la rodeó con un

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círculo. Luego le puso flechas que venían desde “ConexiónH”, “Conexión Y”, “Octubre 1909” y “Club de la Muerte”.

El alguna vez almirante de la poderosa flota germánica,sin quitar los ojos del pizarrón, gritó:

—¡Hans!Al instante se abrió la puerta y entró un monumental rubio

uniformado de pelos parados que tuvo que inclinarse para notronar el dintel con la cabeza —medía dos veces lo que unmexicano común, ¿o estoy exagerando?

—¿Sí, señor ministro? —dijo el atlético Goliat.—Dígale a Dieterdorff que sus hombres localicen a un

soldado llamado Simón Barrón. Tráiganlo a la embajada.—Ja, Herr Von Hintze.El enorme Hans salió por la puerta y mi destino cambió

para siempre.El embajador ahora gritó—¡Gerda!Su secretaria entró con la libreta y la pluma listas para

tomar nota.Von Hintze le dijo:—Telegrama para su majestad el káiser Guillermo II:

“Situación está comenzando a cambiar en México. Anticipo

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cambio de régimen. Inglaterra, Japón o Estados Unidosiniciaron operación de desestabilización. Investigo quiénestá operando”. Mándelo urgente.

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En tanto, una figura femenina envuelta en ropajes negroscorría entre los cadáveres reventados de la plaza central,recogiéndose las chalinas contra el pecho y alzándose lacauda del vestido para que no se le empapara de sangre. Laseguían otras dos mujeres que lloraban.

Junto a ellas, varios soldados a trote gritaban:“¡Encuentren a los hijos de Reyes! ¡Encuentren a todos lostraidores! ¡Fusílenlos a todos en el acto! ¡Orden del generalVictoriano Huerta!”

Las mujeres se desencajaron. Uno de los soldados aferróa la principal del brazo y la jaló violentamente.

—¿Qué hace usted aquí, señora? Esta zona estáacordonada.

—Vengo por el cadáver de mi esposo.El soldado la miró durante varios segundos.

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—¿Su esposo? ¿Quién es su esposo?—El general Bernardo Reyes.El soldado peló los ojos y bajó la mirada. La vio de

nuevo y la soltó del brazo. Se inclinó ante ella y se levantóel casco.

—Mis respetos, señora. El cuerpo de don Bernardo lometieron al palacio. Tendrá que solicitárselo personalmenteal presidente de la República. Ahora es propiedad delEstado.

Con un ademán violento, el soldado ordenó a suscompañeros que le abrieran paso a la dama y les dijo:

—Acompañen a la señora, protéjanla con sus vidas.Flanqueadas ahora por seis soldados, tres a cada lado, las

mujeres se detuvieron a cien metros de la fachada delPalacio Nacional. Estaba forrada de soldados. Cuatro deellos se les acercaron y les cortaron el caminointerponiéndoles sus armas.

—Área acordonada, señoras. No pueden pasar.Uno de los seis que las escoltaban dijo:—Es la viuda del general Bernardo Reyes. Viene por el

cuerpo.El de la guardia del palacio miró a doña Aurelia:

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—Pase, señora —y ondeó la mano para que caminarahacia la puerta central—. Si entra, tal vez ya no vuelva asalir —sonrió.

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Di varios giros en la banqueta como si fuera un gato.Abrazado del sargento desgargantado, usaba su cuerpo comoescudo contra las balas, y sí que absorbió varias. Los ojoslos tenía caídos, y le salía saliva con sangre que alcanzó micuello.

De pronto sus compañeros lo asieron de los brazos, loalzaron y lo aventaron a un lado. Ahora me tenían a mí otravez en el suelo y me patearon.

La mitad de la cara se me había hinchado de tal forma porel culatazo que no sentía la piel, el ojo derecho lo tenía casitotalmente cerrado y en la boca se me metía sangre que mesabía a metal.

—¿Así que eres un traidor, imbécil? —me preguntó uno—. ¿Te crees muy bravo? Ábranle las piernas.

Con las filosas bayonetas de sus rifles me separaron las

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piernas y me abrieron la piel de los muslos a tajadas.Por todos lados se escuchaban sirenas de ambulancia.

También se oía el murmullo de la gente que salía a las callespara enterarse de lo que había pasado.

—Córtenle las manos —dijo el cabo.En ese instante yo sólo veía a mi esposa y a mi hijo.

Ambos me decían que me querían y se despedían desde elbalcón.

Dos soldados se hincaron para estirarme los brazos yotros dos pusieron las partes aserradas de sus bayonetassobre mis muñecas para trozar la carne y el hueso.

—¿Ya ves, imbécil? —dijo el cabo—. Ahora ya no estátu general Reyes para defenderte. Ya no eres nadie. Reyesestá muerto junto con todos sus estúpidos ideales y tú noeres nada más que un miserable traidor a la nación. Encualquier lugar serás una rata y no te podrás esconder. Notienes a dónde ir. En los postes habrá letreros con tu cara ycon la de los otros traidores para que la gente te reconozcaal pasar. Se ofrecerán recompensas para quien los entregueal gobierno, para que te fusilen y luego echen tu mierda decuerpo al drenaje junto con los de tus familiares.

—Ah, ¿sí? ¿Todo eso? —pregunté.

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Al soldado le molestó que se me salieran los dientes delos labios. No era mi culpa. Tengo dientes grandes y se mesalen hacia delante.

—¿De qué te ríes, pendejo? —me gritó. Alzó el rifle paraestrellarme la culata en la boca y quebrarme los dientes.

En ese momento su cabeza estalló encima de mí como unasandía. Me cayeron pedazos de su cerebro mojados ensangre, y piezas de hueso con carne y pelos.

Los otros soldados saltaron aterrorizados y apuntaronhacia mi derecha. Uno a uno fueron cayendo, al compás decuatro detonaciones casi simultáneas acompañadas de unalarido. Por la calle venía alguien iracundo armado con dosmáuseres, gritando como un auténtico loco:

—¡Tomen esto, hijos de sus múltiples putas! ¡Aquí está elrey de su propio universo para surtirlos de mierda!

Me enderecé sin creer lo que veía. El de los rifles era unchico morenito, bajito, delgado y rapado.

—¿Tino? ¿Tino Costa?—Sí, cabrón. ¿A poco crees que te iba a dejar morir? Te

necesito en esta mierda de vida.—¡Sobreviviste!—Claro —Tino se hincó junto a mí, tiró los rifles y

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exclamó—: acuérdate de una cosa mientras vivas: yo soyinfalible, invencible e inmortal.

—Oh, lo olvidaba.Me puso la cantimplora en la boca y me apretó las heridas

de los muslos. Mientras yo tragaba, él me dijo:—Está roto el mando, cabrón. No hay cadena de mando,

el cuerpo está roto, se acabó todo, estamos solos.Me limpié la boca y con mi cuchillo Sable me arranqué

dos trozos de pantalón para hacerme dos nudos alrededor delos muslos. Me di cuenta de que Tino tenía dos nudos en elbrazo izquierdo y otro en la pierna.

—¿Y Mondragón? —pregunté—. ¿Y Félix Díaz? ¿YGregorio Ruiz? ¿Sobrevivieron?

Tino sacudió la cabeza como si su cuello fuera un resorte.—Todos están dispersos, Simón. Se fueron, están huyendo

hacia todas partes. No hay cuerpo, se acabó, no hay cuerpo,sólo quedamos nosotros, estamos solos, no hay cuerpo.

—Sí, ya te entendí. Pero ¿Mondragón está vivo?Tino tenía toda la cara llena de sudor.—Simón, traicionaron al general. Lo traicionaron esos

hijos de puta.—¿Quién? —me enderecé sobre mis brazos.

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—Todo esto está lleno de traidores —Tino miró haciaambos extremos de la calle y respiró entrecortado—: elgeneral Huerta le pidió al presidente Madero que lonombrara jefe de la defensa de la capital.

—¿Qué? ¿El general Huerta?—El general Huerta le pidió a Madero y Madero lo acaba

de nombrar jefe del Ejército en la ciudad de México.—¿A Victoriano Huerta? ¡Huerta estaba con nosotros!—Te lo digo, se suponía que el general Huerta nos iba a

ayudar. Huerta era de Bernardo Reyes, era leal a donBernardo. Don Bernardo le dio todo, don Bernardo le diotodo. Se suponía que Victoriano Huerta nos iba a ayudar.Gregorio Ruiz era el mensajero entre Reyes y el generalHuerta para la operación de esta madrugada. Huerta loprometió, lo prometió. Lo primero que hizo hoy fue arrestara Gregorio Ruiz en el Palacio Nacional y lo acaba de matar.Sin juicio, sin abogados. Gregorio Ruiz está muerto.

—Dios mío… —suspiré—. Para que no diga nada. ¿YMondragón? ¿Qué sabes de Mondragón? ¿Está vivo?

—Mondragón y Félix Díaz se llevaron las tropas alalmacén de armas del Ejército, se apoderaron de lafortaleza, se apoderaron de la fábrica de armas, se

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apoderaron de la Ciudadela. Desde ahí van a bombardear alpresidente, pero están matando a los que estuvimos con donBernardo.

Me enderecé de nuevo.—¿Qué dices?—Son unos putos, Simón. Pinches traidores. Estamos muy

jodidos, ya no tenemos a dónde ir.—Sólo querían usar su nombre —pensé en voz alta.—¿Qué?—Sólo querían usar el nombre de Bernardo Reyes para

que los siguiera el pueblo y el Ejército. Ellos no son nadie.Ni Mondragón ni Félix Díaz. Estamos solos, tú y yo. Tú y yosomos el cuerpo ahora.

Tino sonrió y cargó su máuser.—¡Individuo y cuerpo, cuerpo e individuo! —exclamó.—Ahora vamos por nuestras familias —dije y comencé a

caminar agachado, con mi máuser cargado.—Al parecer olvidaste que mi familia está en Oaxaca y

que me odian, así que vamos a casa de tu mamá —repusoTino.

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En ese momento, el gigantesco complejo fortificado queabarca varias cuadras en la zona central de la ciudad, y queestá compuesto de varios edificios y patios interconectados,llamado Ciudadela, se estaba convirtiendo en la “sede delgobierno dos” o en el “palacio del gobierno auténtico”.

Por supuesto, los miembros del supuesto gobiernoauténtico no eran más que los golpistas que apenas iniciabansu verdadero plan de guerra.

La Ciudadela era una ciudad miniatura, amurallada portodos lados y protegida por poderosos cañones yametralladoras desde todas las azoteas. Desde ahí secontaba con la maquinaria de guerra para lanzar misileshacia el Palacio Nacional o el Castillo de Chapultepec, y asídestruir al gobierno de México.

Como Mondragón no era tonto, eligieron ese sitio porqueera el almacén de todas las armas del Ejército mexicano.Mondragón mismo había sido el jefe en ese lugar, por lo queal llegar ahí, ni él ni Félix Díaz tuvieron problema para quelos viejos subordinados del bigotón cara de calaca leabrieran las puertas.

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Numerosos oficiales vestidos con uniformes color cremase hincaron en las azoteas para armar los tripiés metálicosde las ametralladoras nuevas, las colocaron entre lasalmenas y las apuntaron hacia afuera. Varios sujetosabrieron cajas llenas de fusiles Rexter y se los aventaron alos soldados como si se tratara de pescados en el mercado.

—¡A mí dame dos!—¿Dos para qué, pendejo? Toma uno y pasa los demás.—A mí dame granadas, ¿no va a haber granadas?—¿Aquí para qué quieres granadas, idiota? ¿Nos quieres

matar a todos?Con el ruido del metal de las ruedas que tronaban el

recubrimiento de yeso de las azoteas, cañones de sistemaHotchkins fueron jalados a las esquinas de los edificios yencajados en las torretas. Iban dirigidos hacia FranciscoMadero.

—Ahora sí, jódanse —gritó un suboficial de artillería alos patanes que lo rodeaban—. Desde este instante elgobierno de México está aquí o los despedazamos.

Los patanes le respondieron con una sonrisa brutasemejante a la de un orangután. Algunos ya estabanpreparando alimentos en parrillas recién montadas en la

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azotea.Mientras le daba un sorbo a su café, uno de los elegantes

oficiales de artillería que portaban cascos prusianoscomentó:

—Esto es lo que yo llamo un campamento de primera.Había nada menos que mil quinientos hombres de tropa

dentro de la Ciudadela, protegidos por muros de piedra dedos metros de grosor y doce metros de altura, todos ellos enrebelión contra el gobierno de Francisco Madero. Seguíanlas órdenes de sólo dos seres humanos virtualmentedesconocidos para el resto de la población: ManuelMondragón y Félix Díaz.

Mondragón, un hombre flaco de ojos hundidos que carecíade carisma pero poseía un ingenio maquiavélico, letransfirió toda la estelaridad a su viejo compañero de banca,al que controlaba en el salón de clases: Félix Díaz, elflamante sobrino de Porfirio Díaz que no había hecho nadarelevante en su vida más que ser sobrino del dictador. Enoctubre pasado Félix Díaz había intentado otro golpe contraMadero, ideado también por Mondragón, pero fracasó y fuedirectamente a la cárcel.

Ahora, a las doce horas del domingo, debajo el ardiente

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rayo del sol, los dos entes, Félix Díaz en su gran caballoblanco, y Mondragón en su huesudo caballo negro —huesudo y de ojo incierto igual que él—, entraron juntos alpatio central de la Ciudadela, donde los esperaba la troparealmente ansiosa.

Félix Díaz venía en su majestuoso uniforme blanco-dorado, con el pecho inflado y el casco debajo de la axila. Asu lado, el cejudo bigotón de Mondragón parecía una momiaguanajuatense.

Los recibió una marejada de aplausos y gritos en el patio,al pie de los colosales muros de roca volcánica. La fortalezaestaba compuesta por cuatro inmensas naves en torno alpatio central, así como por cuatro grandes patios periféricosen las esquinas, formando un ajedrez de patios y naves.Alrededor de cada patio había bloques de edificiosinterconectados por arriba y a nivel subterráneo.

Cuando Díaz y Mondragón detuvieron el andar de suscaballos en medio del patio, se hizo un silencio. Félix miróhacia todos lados y percibió decenas de ojos fijos en él,todos esperaban que dijera algo. Entonces empezó a sudar ysintió que se sofocaba. Los caballos resoplaron y cambiaronde pie. Mondragón volteó a ver a Félix, el cejudo le hizo

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muecas para que abriera la boca y pronunciara algunapalabra.

Como tal cosa no ocurrió y pasaron los minutos,Mondragón le tomó la mano, la alzó en el aire y exclamó:“¡Viva Félix Díaz!” Al instante la multitud gritó: “¡VivaFélix Díaz!”

—¿Y quién es este pendejo de Félix Díaz además de serel sobrino de su imbécil tío? —preguntó un hombre cerca delos muros a su compañero de al lado, quien respondió:

—¿Prefieres a Mondragón como presidente de México?—¿Qué? Santo Niño Jesucristo y Santa Virgen María de

Guadalupe. Pero ¿qué estamos haciendo? Todo esto era paraBernardo Reyes —insistió el hombre. El otro le apretó elbrazo y le pisó con fuerza el zapato.

—No vuelvas a decir Bernardo Reyes o nos matan a losdos. El sobrino ordenó que mataran a quien dijera esenombre.

—Hijo de puta.

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En nuestro camino hacia la casa de mi madre, Tino Costa yyo nos topamos con la travesía más peligrosa que habíamosconocido en nuestras vidas.

A pesar de no ser especialmente popular en ninguna parte,me di cuenta de que muchos miembros del Ejército meconocían, al menos distinguían mi cara y la vinculaban condon Bernardo Reyes. De manera que por primera vez tuve lanecesidad de esconderme, porque por todos lados meocurría lo mismo: “¡Ese trabajaba con Reyes, agárrenlo! ¡Elotro también!”

Las balas y las granadas se nos acabaron rápido, y esoque habíamos decomisado todo lo que tenían los soldadosdel callejón. Opté por lo que siempre se hace en estassituaciones. Levanté una coladera de hierro y le señalé aTino la entrada al drenaje.

—¡No, a la mierda no! —arrugó la cara.Insistí con el dedo índice, hasta que dijo:—Bueno, está bien.Él fue el primero en brincar.El drenaje estaba formado por túneles redondos de

ladrillo, el agua fluía hasta el primer tercio y las ratascorrían a los lados. Ayudado por la luz de los eventuales

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tragaluces que daban a la calle, si uno usaba los brazos y laspiernas, era posible avanzar como araña sin mojarse lospies.

—¡Chingada! —gritó Tino—. ¡Ya se me subió la malditamierda!

De verdad no sé cómo le hizo pero ya tenía sustancia caféen todos los pantalones. Se quejó por el olor y regurgitócomo un bebé.

—Piensa que estás en el campo y es caca de caballos —ledije.

Siguió avanzando mientras asimilaba el método.—¡Tienes razón, Simón! Así no huele tan mal. Estamos en

un establo. Estamos en el campo. Éste es el olor fresco de lanaturaleza.

—Bueno, la caca que tienes en los pantalones salió de lasnalgas de los que viven en los vecindarios de arriba —ledije.

Ahora sí quiso vomitar y le tuve que gritar:—¡Da igual si la hizo un animal o un ser humano!

¡Controla tu mente!Por fortuna no estábamos solos. A cada lado avanzaba

con nosotros una veloz columna de cucarachas que teníamos

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que esquivar. Algunas se nos subieron por las botas y se nosmetieron en los pantalones.

—¡Hijas de puta! —gritó Tino y pateó la pareddesesperado para que se le cayeran—. ¡Se me estánsubiendo, Simón! ¡Me están mordiendo ahí! ¡Me estánmordiendo ahí! ¡No soy comida, cabronas!

—No seas mentiroso, Tino. Las cucarachas no muerden.—Entonces, ¿cómo comen, baboso?—Son sólo cosquillas, Tino. Estás sintiendo sus patitas,

eso es todo. Las cucarachas no comen carne humana.—¿Cómo sabes eso? ¿Eres científico?—¿Alguna vez has oído de un solo caso de una persona

mordida por una cucaracha?—¡No leo el periódico! ¡Y además no ha habido un solo

caso de un imbécil antes que nosotros atravesando la ciudadde México por el drenaje!

—¡Controla tu mente, caramba! —volví a gritar—. A mítambién me están haciendo cosquillas. No es grave, lo peorque nos puede pasar es que nos transmitan infeccionesfecales a nuestras partes nobles.

—¡Perfecto! ¡Eso me parece perfecto! —exclamó Tino.Me le acerqué y le dije al oído:

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—¿No dijiste hace rato que eres inmortal e invencible ytodas esas cosas?

Tino se detuvo y asido a la pared respiró profundo variasveces. Luego dio un paso hacia adelante.

—Es verdad, Simón, una vez más tienes razón. Soy TinoCosta, soy infalible, soy invencible y soy inmortal —repitióesa frase como quince veces, cada vez más fuerte, con sueco rebotando de pared a pared hasta el final del ducto.

—Quisiera irme de aquí, Simón —me dijo—. En laescuela tenía un compañero que sabía dibujar muy bien. Undía el profesor le ordenó pasar al pizarrón para que dibujaraun celenterado, ¿y sabes qué dibujó?

—No, Tino. ¿Qué dibujó?—Dibujó una puerta, la abrió y se salió.—Dios mío.La verdad es que Tino había exagerado. No teníamos que

atravesar toda la ciudad de México, sino dos ridículoskilómetros hacia el norte por debajo de la calle de San Juande Letrán, hacia los vecindarios delincuenciales deTlatelolco, lo cual nos llevó alrededor de cuarenta y cincominutos.

Salimos curiosamente donde todo había comenzado: a

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unos metros de la prisión militar de Santiago Tlatelolco.Ver el edificio nuevamente me provocó una alteración

muy grande. Estaba incendiándose y se oían crujidos queprovenían del interior. En el techo se alzaban columnas dehumo negro y de las ventanas salían enormes llamaradas.Una estruendosa sirena se había detonado y las pequeñasbocinas de los altos postes circundantes chillaban como enuna pesadilla.

Al igual que yo, Tino miraba para todos lados sinentender lo que ocurría.

—¿Quemaron la prisión? Dios mío, ¿qué está pasando?Dejaron escapar a los presos —dijo con los ojos alarmados.

—¡Por acá! —le grité y corrí hacia la vecindad dondevivía mi mamá.

Pensé lo peor. Comencé a imaginar tipos entrando a lavecindad, acercándose a mi esposa, a mi hijo y a mi madre,todo ello con el recuerdo de una canción del circo. “No va apasar”, me decía mil veces, todo el tiempo pensando enDios y en la Virgen de Guadalupe.

Veía los ojos brillantes de mi esposa la noche anterior enla plaza central, mientras la abrazaba contra mi cuerpo y lamecía suavemente con la música de los pianos.

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“No va a pasar”, le decía a Dios, y pensé que Dios me losiba a proteger, porque yo estaba haciendo el bien, con elgeneral Bernardo Reyes. Estábamos peleando por un mundomejor, por un país más grande y más justo, por convertir aMéxico en la promesa descomunal que le fue aseguradadesde el principio del tiempo.

Dios mismo iba a proteger a mi esposa, a mi chiquito y ami mamá, no les iban a hacer daño por mi culpa, por misdecisiones. Porque si así fuera, yo mismo me arrancaría lapiel con mis propias uñas y gritaría por siempre en elinfierno.

“No, Dios mío, te lo ruego.”

26

A la delicada señora Aurelia, la viuda de don Bernardo, laescoltaron guardias presidenciales a través de las anchasalfombras rojas del Palacio Nacional que ella pudo haberrecorrido a esa misma hora de la mañana como primeradama, y la subieron por la escalera magna hasta labiblioteca. Ahí la hicieron esperar en una solitaria silla. Las

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otras señoras ya no estaban con ella, se habían quedadoafuera del palacio por miedo de no regresar.

Todo estaba callado excepto por un reloj en la pared quela bella doña Aurelia volteó a ver con sus grandes ojos. Enla puerta, junto al umbral de cortinas rojas, había un guardiamuy alto que portaba una boina roja y guantes blancos.Inmóvil y con los brazos cruzados en la espalda, el hombremiraba fijamente a la señora.

El reloj hizo un tronido. Entonces apareció detrás de lascortinas una figura blanca de vestido largo. Era Sara, laesposa del presidente. Llevaba consigo un mensaje.

27

Corrimos hacia la vecindad de mi madre y vimos que todoardía en llamas. La entrada estaba bloqueada con alambresde púas. En el piso se veían cuerpos bañados de chapopoteque burbujeaba. En los tres pisos de la vecindad, el fuegodestruía todo lo que encontraba a su paso en las minúsculasviviendas.

Grité hincado sobre mis rodillas y Tino Costa me gritó a

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mí, jalándome del cuello de la camisa. No alcancé aescuchar lo que me decía. Sólo vi que dos individuos locargaban. Con sus extremidades, Tino se sacudió comolagartija e intentó golpearlos en la cabeza, pero eran muchomás grandes que él y lo arrojaron lejos como si fuera unconejito de goma.

De repente sentí que dos pares de brazos me aferrabanpor la espalda. Una mano me arrancó el máuser con todo ycorrea, y casi me disloca el hombro.

—Todo está bien —me dijo una voz al oído, con acentode otro país.

Volteé y distinguí una cara de enorme quijada, ojos azulesy cabello rubio.

Me repitió la frase:—Todo está bien.El hombre de al lado era igual de gigantesco, pero de

cabello negro trenzado hacia atrás. Tenía barba de chivo y lamirada inexpresiva de un águila.

Me llevaron colgado como trapo y yo les di patadas en laespalda, lo cual no los inmutó.

—¡Tino! ¡Tino! —grité una y otra vez pero no huborespuesta.

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Los dos que lo habían aventado, más uno africano, todosimponentes, se sumaron a los que me llevaban.

Me puse a llorar. Quería ir hacia atrás, hacia la vecindad,a quemarme ahí con mi familia, pero no podía zafarme deestos imbéciles.

De pronto el rubio giró la cabeza y me susurró en un tonomuy dulce:

—Todo está bien, Simón Barrón. Tenemos a tu familia,están bien.

—¿De verdad? —le pregunté—. ¿Están bien? ¿Dóndeestán?

—Pronto lo sabrás.

28

Como es de esperarse, la siguiente escena ocurrió en laembajada de Alemania. Calle de Liverpool número 54. Setrataba de una enorme casa con formas ondulantes talladasen la piedra, que se torcían sin fin hacia los lados y haciaarriba como troncos de árboles enredados alrededor de laslargas ventanas. Los balcones eran barandales verdes de

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bronce, curvados hacia fuera como canastos.Toda la calle estaba arbolada y llena de edificios

magníficos de estilo art nouveau que hoy sólo aparecen enfotografías. Era el corazón de la colonia Americana, hoyllamada Zona Rosa. En aquel entonces esa colonia era lazona más exclusiva de México y ahí estaban todas lasembajadas. Recalco esto porque en esas embajadas, y en laguerra secreta que se jugó entre ellas —como contaré—, fuedonde verdaderamente se libró la Revolución mexicana,constituyendo una historia de la máxima importancia que nose conoce.

El edificio en cuestión era la sede del poder imperial deljoven e impetuoso káiser Guillermo II de Alemania, el amodel Ejército más poderoso del mundo.

—¿Dónde está mi familia? —le pregunté a Paul vonHintze en el tercer piso de la embajada.

Von Hintze estaba parado al lado de su escritorio, dondetenía una mano apoyada en forma de puño. El resplandor deldía que entraba por los tres ventanales dibujaba un contornoluminoso alrededor del embajador, quien caminó a mialrededor con las manos detrás de la espalda. Luego sedirigió hacia el desproporcionado pizarrón negro de la

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pared apretando su largo abrigo gris.Mientras observaba las anotaciones del pizarrón, me dijo:—¿Conoces el Hotel Geneve?—¿Perdón?—Es el hotel más exclusivo de la ciudad de México.—Bueno, en ese caso, no.Von Hintze se dio vuelta y me sonrió con su cara áspera.—Bien, pues en este caso, tu esposa, tu hijo y tu madre

están hospedados en una suite en ese hotel.—¿De verdad?—Sí, tienen servicio a cuarto, desayuno, comida y cena.

También lavandería y mucama. Y alberca, si así lo desean.Se encuentran bajo protección del Imperio alemán.

Me levanté y le dije:—Muchas gracias, señor Von Hintze, muchas gracias.Me hizo una seña con ambas manos para que me volviera

a sentar.—No te apresures, chico. Aún no te vas.Me senté. Ése fue el segundo momento más desconcertante

de toda mi vida.El embajador me preguntó:—¿Sabes lo que significa operación de inteligencia?

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Me rasqué los dientes con la lengua.—No, señor. No exactamente.—¿Sabes lo que significa acción de infiltración

encubierta?Reflexioné un instante.—No, señor.—Entonces eres exactamente lo que necesito —me sonrió.—No sé si le entiendo.Von Hintze caminó hacia su escritorio y colocó su palma

sobre la pila de periódicos que había en la esquinaizquierda. Tomó uno y leyó el encabezado:

—New York Times , febrero 4. Hace sólo cinco días —memiró—: “El presidente electo Woodrow Wilson no aceptarápresiones para elegir a los hombres de su gabinete”.

Enseguida tomó el ejemplar de abajo y leyó:—Febrero 3. “No estoy aquí para entretener a los

periódicos, afirma el presidente electo Woodrow Wilson.”Luego cogió otro de más abajo.—Enero 29, hace apenas once días: “Woodrow Wilson

ignorará a los hombres de poder. Los amos de las finanzasno deberán ser consultados para las decisiones de gobierno,afirma. Anuncia que su presidencia acotará el poder político

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que gozan hoy los grandes monopolios industriales,bancarios y ferroviarios”.

Von Hintze bajó el diario y me miró con la cara alzada.—¿Qué opinas de esto? —me preguntó.—Pues… Yo opino que… ¿Qué opino?El embajador frunció el ceño y continuó leyendo:—“Si el gobierno de los Estados Unidos va a hacer lo

correcto…” —se detuvo e indicó—: te estoy leyendopalabras del presidente electo Woodrow Wilson: “… elgobierno lo hará directamente a través del pueblo de losEstados Unidos y no a través de estos caballeros. No estarébajo el patronazgo de ningún consorcio, sin importar cómopuedan controlar mi vida. No podemos permitirnos sergobernados como lo hemos sido por los hombres de estaúltima generación”.

Von Hintze bajó el periódico y lo colocó sobre elescritorio.

—¿Qué opinas? —insistió, alzando la barbilla.—Pues…—¿Sí sabes quién es Woodrow Wilson, verdad? —se

impacientó.—Sí, claro, embajador.

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—Ah, bueno —suspiró mirando hacia arriba—. Mealarmaría mucho que no lo supieras. Desgraciadamente en tupaís a la masa poblacional le gusta permanecer en unaignorancia que me aterroriza.

Von Hintze se puso a caminar detrás de su silla, de unlado a otro de los ventanales.

—¿Sabes, chico? Woodrow Wilson es el próximopresidente de los Estados Unidos y tomará posesión enmenos de tres semanas, el 4 de marzo —el embajador pusolos puños sobre el escritorio—. Woodrow Wilson es undemócrata, un profesor, un intelectual. Va a sacar al gordode William Taft, que es un republicano que obedece a losindustriales. ¿Sabes lo que eso significa?

—Pues… Sí, claro. Eso es pésimo.—¿Pésimo? —se irritó.—Bueno, quiero decir, pésimo lo que hace el gordo

republicano. Quiero decir, qué bueno que el gordo se va.—Ah —me miró de soslayo.Seguro le inquietaron mis dientes salidos y mi sonrisa

echada hacia afuera porque no me dejó de ver con ciertoasco y morbosidad. Hasta me sonrió arrugando el entrecejo.

—Lo que te estoy diciendo, chico —continuó—, es que

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está ocurriendo un tremendo cambio de poder dentro de losEstados Unidos.

Von Hintze metió la mano en la pila de diarios y sacóotro.

—Éste es de hoy… Escucha. Febrero 9: “Nacimiento delátomo. La creación de un elemento con electricidadprobablemente demostrado por la aparente transmutación dehelio en el elemento neón. El sueño de los antiguosalquimistas está a punto de ser realidad”. Bueno, esto notiene nada que ver con lo que estamos hablando, ¿verdad,hijo? —se rió.

—Pues no.—En fin, también se necesitan algunas buenas noticias

para no hundirse en la depresión —siguió buscando en losperiódicos—. Esto es, mira: Nueva York, febrero 7, hacesólo dos días: “William Rockefeller pronunciará sutestimonio ante agentes del Comité Pujo de MonopoliosMonetarios del Congreso” —y tomó el de abajo—. Enero31: “El Comité Pujo recibe reportes de J. P. Morgan y delNational City Bank de William Rockefeller” —y extrajo dosde más abajo—. Febrero 3: “Standard Oil acuerdaoperación por 39 millones de dólares con Mellon” —a

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continuación leyó el otro ejemplar—: “Todos los girosempresariales fluctuando entre buenas y malas temporadascon la única excepción de la Standard Oil Company de JohnD. Rockefeller y sus subsidiarias, cuyas ganancias sólo seincrementan”.

Von Hintze regresó los periódicos al escritorio y meobservó fijamente. Yo bajé la mirada, me incliné y murmuré:

—Señor embajador, le pido que me perdone por no sabernada de finanzas.

Él arrugó las cejas y negó con la cabeza, pero sonrió.Reanudó su patrullaje pendular detrás de la silla. Con lasmanos detrás de la espalda y la cara alzada me dijo:

—Escucha con mucha atención, hijo. Desde 1911, sóloveinte entidades controlan casi cuarenta y tres por ciento delos recursos bancarios y los monopolios industriales de losEstados Unidos. Esto es lo que el Comité Pujo estáinvestigando. Se trata de la mayor y más peligrosaconcentración de riqueza que se ha dado en la historiahumana.

El dato del embajador me hizo pelar los ojos.—¿En toda la historia humana?—Nadie sabe cómo ocurrió, chico. Nadie lo sabe. Al

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parecer esto es a lo que condujo la economía industrial. Elmundo está ahora en manos de unas cuantas familias. Por loque respecta a los Estados Unidos, los principales nombresson los siguientes: el banco J. P. Morgan, el National CityBank de Nueva York, del clan Stillman-Rockefeller, y elbanco de los señores Kuhn y Loeb.

Me quedé mudo durante unos instantes.—Bueno, es una lista bastante corta —dije.—Así es. Y estos caballeros son a quienes está

desafiando y amenazando el profesor de escuela que está atres semanas de convertirse en el nuevo presidente de losEstados Unidos de América. ¿Te das cuenta del cataclismoque viene?

Ahora ambos guardamos silencio.Afuera se escuchaba la voz de la señora Gerda, la

secretaria del embajador que hablaba por teléfono. Tambiénse oía cierto movimiento en los pisos de abajo.

—¿Qué es lo que quiere que yo haga? —le preguntéfinalmente a Von Hintze.

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El embajador caminó de nuevo hacia el gran pizarrón, quepor lo visto era su área favorita en el mundo. Tomó el gis ycon un movimiento como de espadachín señaló lo que habíadentro de un círculo: “Busque la Conexión H. Siga alembajador de los Estados Unidos. Hay poderes monstruosospor encima de todo esto”.

—¿Recuerdas quién dijo estas palabras? —me preguntó.—Sí, claro, embajador.—Bien, pues tú y yo hemos recibido una misión esta

mañana. Una misión que se debe realizar a la brevedad.Von Hintze subrayó la siguiente frase: “Siga al embajador

de los Estados Unidos”.—Esto es lo que quiero que tú hagas —me dijo.Me hizo reír de los nervios.—¿Me está pidiendo que me vuelva espía?—Te estoy asignando una misión diplomática avanzada

—el embajador me miró con la barbilla alzada.—No soy espía, señor —le dije—. Lo siento, no sé nada

sobre espionaje, no tengo el entrenamiento.—Pensé que eras un hombre de retos —me dijo.—¿Perdón?—Pensé que eras como Bernardo, si serviste con él. Un

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hombre de increíbles agallas e inteligencia. No te veo elentusiasmo. No te veo la pasión. No te veo el espíritu decombate. ¿Por qué te tuvo con él? Nunca lo entenderé. Mehaces pensar que Bernardo fue el último de su especie eneste país.

—Bueno, no me manipule, embajador. No es necesario.Von Hintze me sonrió plácidamente y asintió satisfecho.

Giró hacia el pizarrón y se quedó con las manos detrásescudriñando su crucigrama de datos con las flechas queiban de un lado a otro.

—Vivimos en un mundo de enigmas, hijo.Parecía que los ojos del embajador repasaban un mapa de

guerra de los que usaba como almirante para las operacionesde los submarinos.

—¿De enigmas?—Verás, en la vida puedes tomar dos caminos —dijo Von

Hintze con gravedad—: en uno vives como los demás, sinsaber nunca de qué eres parte, sin saber nunca qué fuerzasdan forma a tu mundo, a tu vida. En el otro debes cruzar lamuralla y convertirte en un explorador, decodificar elmisterio profundo que puede cambiar todas las cosas.

En ese momento me quedé mudo ante la irradiación de su

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mirada, que ahora se dirigía hacia mí.—Tu vida y la mía fueron unidas esta mañana —el brazo

del embajador se alargó con el gis hacia el círculo dibujadoen el centro del pizarrón y agregó—: necesito que tú meayudes a decodificar este enigma. ¿Estás dispuesto?

—¿Yo?—Quiero que me digas quién está moviendo todos los

hilos. Necesito averiguar quién está operando todo esto.Quiero saber qué se está tramando en la oscuridad.

—Vaya, ¿todo eso, almirante?—Lo que inició en noviembre de 1910 en tu país no fue

una revolución —dijo el embajador con seriedad—. Deninguna manera, las revoluciones son una mentira. Son sólounos grupos de poder reemplazando a otros. Así ha ocurridosiempre.

—Pero… ¿Madero…? ¿El pueblo…? ¿La libertad…?—Los ideales de libertad y justicia no son los

detonadores de las revoluciones, eso es sólo la basura quele hacen creer a la gente tonta. La mezquindad y la codiciade los poderosos que tienen el dinero y el armamento son lasque en realidad hacen las revoluciones. Debes crecer ypensar a otro nivel. ¿Me harías ese favor, hijo?

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—Pues…—Ésa es la primera condición que te pido para la misión

que estás a punto de iniciar.—Bueno, trataré.—Hay cosas que nunca cuadraron —agregó Von Hintze.—No entiendo, ¿a qué cosas se refiere?—Lo que nos dijo Bernardo hace apenas unas horas.

Francisco Madero es un buen hombre, un idealista de treintay siete años, el nieto de uno de los hombres más ricos ypoderosos de México. Pero él nunca peleó ninguna guerra,nunca sostuvo un arma. Lo creían tonto. Se reunía conamigos alrededor de velas e invocaban espíritus de gentemuerta que les decían qué hacer.

—¿De verdad? —pelé los ojos.—¿Te parece ésa la clase de persona que arma una

revolución?—Pues…—Dime si ese chico débil iba a levantar a caudillos

maleados y darles órdenes para derrocar a una dictaduramilitar de treinta años. ¿Te tragas eso, hijo? ¿Crees que suabuelo le habría permitido ponerse contra el gobierno que lohabía hecho rico?

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—No le entiendo, almirante.—¡Piensa, chico!—¡Estoy pensando!—¿Sabes dónde estaba el joven Francisco Madero

cuando proclamó la revolución?—Pues… déjeme hacer memoria, señor.—Estaba en San Antonio, Texas. En territorio de los

Estados Unidos.—Újule.—Desde el territorio de los Estados Unidos envió el

telegrama de la rebelión a todo tu país, protegido por losEstados Unidos.

—¿De verdad?—Estuvo ahí durante cinco meses y ninguna autoridad

americana lo detuvo, a pesar de los tratados de neutralidadentre los dos países. ¿No te parece raro esto? Le dieron todolo que necesitaba. El 18 y el 19 de noviembre de 1910 elembajador de México en los Estados Unidos, FranciscoLeón de la Barra, le envió dos comunicados urgentes alsecretario de Estado americano, diciéndole que Maderoestaba en San Antonio preparando la rebelión contraMéxico, que en varias ciudades de los Estados Unidos se

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estaban concentrando hombres y armas para cruzar hacia elsur; que arrestaran a Madero en los Estados Unidos. ¿Ysabes qué hizo el gobierno de los Estados Unidos?

—Déjeme pensar… ¿Nada?—Exactamente, nada. Cualquier jefe militar del mundo te

podría decir una sola cosa al considerar cómo se dio laconcentración de hombres y armamento al norte de lafrontera en noviembre de 1910. Lo que estaba ocurriendo enMéxico no era una revolución, sino una invasión desde losEstados Unidos de América.

Von Hintze me hizo voltear a un lado. Siguió:—Y cuando el joven Madero entró a México con todos

esos hombres rudos y entrenados en la guerrilla, ¿no te haspreguntado de dónde eran todos esos piratas y mercenarios ytodas esas armas?

—Pues…—¡Piensa, chico! ¡Es tu país! —el embajador golpeó el

escritorio.—Está bien. Por la forma en que lo dice, eran güeros.—A su campamento en Texas le llegaron cajas llenas de

armas, embarques enormes a la vista de las autoridades deese estado, y no hicieron nada. A un bandolero de vacas lo

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hubieran encarcelado por acopio de armas. El día queMadero envió su telegrama de la rebelión, el 20 denoviembre, fue transmitido en forma quirúrgica a cientos depuntos estratégicos en México y el mundo. ¿Crees tú que eljovencito hacendado Madero sabía cómo hacer algo así? ¿Aqué hora aprendió a mover una revolución militar de esaescala? ¿Sabes que hubo barcos de los Estados Unidosapuntando sus cañones hacia los puertos de México el día 7de marzo de 1911, y hasta el día 14?

—¿Es cierto lo que dice, almirante?—¡Claro que es cierto! Eso fue lo que hizo renunciar a

Porfirio Díaz, no Madero. ¿Lo sabías?Von Hintze hizo que me quedara callado durante unos

instantes.—No sé qué decir… —respondí al fin—, no sabía todo

eso.—Ése es tu problema, hijo. Mientras elijas ser un idiota,

tu país permanecerá esclavizado.—¿Perdón?—Tu país tiene los recursos y la potencia para dominar en

el mundo —me señaló con el dedo—. Desde hoy depende deti y de cómo utilices tu cerebro.

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—Muy bien, pero no me regañe.—Tenía razón el general Reyes. Madero nunca hubiera

llegado al poder solo, tampoco hubiera podido comenzaruna revolución sin la intervención de alguien muy poderosodentro de los Estados Unidos.

—Dios… —me rasqué los dientes con la lengua.—Algo ocurrió en la entrevista del 17 de octubre de 1909

entre Porfirio Díaz y el presidente William Taft. Algo queredefinió a las fuerzas dominantes dentro de los EstadosUnidos para que ya no quisieran a Díaz en México.

—¿Qué, almirante?—Eso es lo que quiero que averigües. Eres mi esperanza.

Mi esperanza de que tu país es mucho más capaz de lo quetodos creen. Es tu hora de demostrarlo. ¿Serás capaz dedecodificar este misterio, por el bien de tu país y del futurode tus hijos? ¿Serás capaz de unir las piezas de este enigmao vivirás en un mundo de mentiras que les contarán a tushijos y a los hijos de tus hijos?

—Pues no —respondí de forma ambigua.—Lo que ocurrió en noviembre de 1910 —continuó Von

Hintze— fue la intervención de otro país en el tuyo paracontrolarlo con algún fin que desconocemos. Madero fue

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impuesto por un hombre de las familias que dominan elmundo. Y el mismo que lo colocó en la presidencia deMéxico es el que ahora lo quiere derrocar y asesinar.

—¿El mismo? Pero ¿por qué, si lo apoyó antes?—Eso es lo que tú vas a averiguar.—¿Y tiene usted alguna pista sobre quién puede ser?Von Hintze pasó lentamente la mano por encima de los

periódicos donde había leído los encabezados. Luego, consu veloz gis señaló una frase en el pizarrón: “Club de laMuerte”.

—Muy bien. ¿Pero quiénes conforman ese club? —pregunté.

—Vas a ser tú quien me lo diga —sonrió—, y cuantoantes…

El embajador movió su brazo hacia otra frase en elpizarrón, la que decía: “Matarán a Madero en 10 días”.

—Újule.—¿Aceptas la misión?—Bueno, considerando que usted tiene a mi familia en un

hotel y que dispone de sus vidas, supongo que sólo me lopregunta por cortesía.

—Así es.

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—Me lo imaginaba.—La cortesía es siempre mejor que la verdad, hijo,

aunque todos la conozcan. De eso se trata la vida de unembajador. Digamos que… sin la protección del Estadoalemán, las probabilidades de que tu familia sobreviva eneste país son escasas, ya que el gobierno le puso precio a tucabeza. Yo te estoy ofreciendo hasta una alberca para que serelajen. Terminado todo esto, si lo haces bien, tendránmucho más que eso.

—Bueno, no está mal lo de la alberca, aunque no sénadar. ¿Trabajaré para Alemania?

—Lo que averigües puede no sólo salvar a tu país siintervenimos a tiempo, sino evitar una confrontación mundialque principie una gran guerra en el mundo.

Las últimas palabras del embajador me hicieron arquearlas cejas.

—Bueno, sí soy hombre de retos —le dije—. Al parecersu manipulación, pero sobre todo su coerción, funcionaron.Ya soy su esclavo. ¿Qué es exactamente lo que tengo quehacer?

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El señor Von Hintze colocó una cajita de madera sobre elescritorio, redonda como un pan.

—Mañana irás a la embajada de los Estados Unidos —dijo y volteó hacia la ventana, con el dedo hizo un arco—:está detrás de todos estos edificios. Veracruz número 24,esquina con Puebla. Es esa construcción gótica y puntiagudadetrás de la avenida del acueducto de Chapultepec. Se puededistinguir por encima de los arcos, ¿la ves?

Yo me puse de pie y estiré el cuello.—Sí, señor. Ya la vi.—Bueno, ahí es donde vive el malnacido para el cual vas

a trabajar a partir de mañana.—¿De verdad?—El embajador Henry Lane Wilson. Uno de los seres más

monstruosos que he conocido. Quiero que me digas conquién se está viendo, quién va a visitarlo, con quién come,desayuna y cena; con quién tiene contacto telefónico ytelegráfico.

—¿Todo eso?—Sí, todo eso.

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—Perfecto, señor Von Hintze. Lo único que dudo es queel señor Malnacido me dé trabajo ahí. Ni siquiera sé hablaringlés.

El embajador soltó una risa, lo cual me dio gusto.—No te preocupes, hijo. Te va a dar trabajo de forma

inmediata. ¿Sabes por qué?—No, ¿por qué?—Porque le vas a ofrecer exactamente lo que él necesita.—Ah, ¿sí? ¿Qué?—Información.—¡Huy! —fruncí el ceño—. ¿Cuál?—Le ofrecerás un gran mito. La mitad de lo que le dirás

será verdad y la otra mitad será mentira, que es lo que sehace siempre para estas operaciones. Le dirás que trabajastecon Bernardo Reyes y que estuviste con él en su celda hastael último minuto, lo cual es cierto. Éste será el anzuelo quele hará tragar el resto.

—¿Y cuál es el resto?—Le dirás que Bernardo Reyes tenía un pacto con los

ingleses.—No invente.—¿Perdón? —el embajador me miró muy molesto.

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—Discúlpeme, señor, sólo es una expresión. Se dice asícuando algo es muy impresionante.

—Bueno, entonces sí invento. Escúchame bien. Es obvioque esto es un conflicto anglo-norteamericano.

—¿De verdad? —es lo único que podía preguntar.Cada minuto con el diplomático alemán me daba cuenta

de que yo era más y más estúpido por ignorar todas estascosas. Von Hintze continuó:

—Inglaterra y los Estados Unidos están viendo quién sequeda con México.

—Ah, ¿sí?—Como si las demás potencias no quisiéramos o no

contáramos aquí. Japón quiere a México para invadirinmediatamente a los Estados Unidos. ¿Lo sabías?

—¿De verdad?—Pero Japón aún no está listo. Si lo estuviera, tú ya

hablarías japonés y Japón sería en muy poco tiempo eldueño de toda la tierra continental que rodea el OcéanoPacífico, incluida toda la costa oeste del continenteamericano. Por el otro lado, Rusia está muy lejos y Franciaya no cuenta, la destruimos nosotros. Los ingleses y losnorteamericanos están en pugna por México, pero con todas

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las diferencias que tienen, se parecen en lo más importante.—Claro, el idioma.—No, hijo. Piensa—¿La raza?—No, hijo. Dije lo más importante.—Muy bien… Entonces no tengo la menor idea.—La falta de honor, hijo.—Oh.—El káiser Guillermo soñó con una gran alianza

pangermánica: Alemania, Inglaterra y los Estados Unidos,todos los pueblos de sangre germánica unidos. Habría sidocolosal, ¿no lo crees? Pero es imposible.

—¿Imposible?—Los ingleses y los norteamericanos han perdido todo

rastro del honor. Ha habido un cambio de mentalidad. Noestoy hablando de los pueblos, sino de las élites que losgobiernan. Para los ingleses y los americanos el dinero se havuelto superior al honor. ¿Y sabes por qué? —el embajadorinquirió con los ojos y yo me encogí de hombros—: porqueahora son los hombres de negocios los que controlan a susgobiernos, no la gente.

—Dios… El dinero…

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—Exactamente. Eso es algo que nunca debió pasar. Esindigno el hombre que vive para algo tan bajo como eldinero. Hay cosas muy superiores, hijo. El honor es superiora cualquier cosa. Es el fin supremo de la vida. Los valoressuperiores. Pregúntale a cualquier alemán. Pregúntale acualquier japonés.

—Habla usted como don Bernardo.Von Hintze bajó los ojos hacia el escritorio y acarició la

cajita redonda de madera que había puesto en medio deldibujo de caoba.

—Mañana por la mañana te presentarás en la embajada delos Estados Unidos. Pedirás entrevistarte con Henry LaneWilson. Te preguntarán cuál es el asunto y tú les dirás lassiguientes palabras: Ego habeo informatio magna.

Yo repetí lentamente:—Ego habeo informatio magna. Me encantaría saber qué

significa.—Tengo información crucial.—Ah, muy bien.—Te conducirán inmediatamente con Henry Lane Wilson.—¿Así de fácil?—Sí, así de fácil. A continuación le dirás que Bernardo

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Reyes tenía un pacto con los ingleses a través del ingenierosir Weetman Pearson, barón de Cowdray, quien es el másdestacado inversionista y agente encubierto británico en estepaís, y que tú estás dispuesto a decirle a Wilson todo lo quesabes a cambio de una sola cosa.

—¿Una sola cosa? ¿Cuál?—Protección para tu familia. Si te pregunta dónde está

familia, le dirás que no puedes decírselo hasta tenergarantías.

—Ah, muy bien.—Esto es importante. Si Wilson se entera dónde están tus

parientes y descubre que estás trabajando contra él,colocarás a tu familia en una situación peligrosa, ¿meentiendes?

—Entiendo.—Por ningún motivo le digas dónde está tu familia.

¿Prometido?—Prometido.—Bien.Me reacomodé en la silla que tenía asiento de piel. Mi

trasero sudado ya se había adherido y cuando lo despegué seoyó un crujido. Esto le molestó al embajador y alzó los ojos.

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Le dije:—Señor Von Hintze, hasta aquí su plan me parece

perfecto. ¿Pero qué voy a hacer cuando Wilson me diga:“Muy bien, ahora dime todo lo que sabes sobre esainformatio magna? Ni siquiera sé quién es ese señorWeetman, barón de Cowdray, lord Pearson o como se llame.

Von Hintze me sonrió y miró hacia abajo, acariciando lacajita redonda de madera.

—Lord Cowdray es uno de los hombres más poderosos enel gobierno de tu país.

—¿De mi país? ¿Un inglés? ¿De veras?—De veras —repitió con marcado acento germánico—.

El gobierno de Porfirio Díaz le dio a Cowdray los contratosde construcción más importantes de tu país: el alumbradopúblico de la ciudad de México, el sistema de desagüe, lared ferroviaria del sur. Millones de dólares. Actualmente sirWeetman es el controlador de todo el sistema ferroviario detu país, y además es el dueño de la Mexican Eagle, lacompañía de extracción y comercialización de petróleo máspoderosa en México.

—Oh, bueno, pues sí que es dueño de algunas cosas.—Por eso lo odian los capitalistas de los Estados Unidos.

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¿Me comprendes, hijo?—Creo que sí, señor.—Lord Cowdray es el contratista inglés más poderoso del

mundo y es amigo del rey de Inglaterra.—Ah, carambas.—Como comprenderás, el mayor sueño de los capitalistas

estadounidenses, especialmente de los petroleros yferroviarios, es sacar a este inglés de México y quedarseellos con el negocio. ¿Comprendido?

—Comprendido.—¿Vas entendiendo por qué se fue Porfirio Díaz?—Újule.—Bien, pues le dirás al embajador Henry Lane Wilson

que sabes que lord Cowdray está a punto de llegar a Méxicodesde Inglaterra y que tiene un plan; que llegará el próximomartes, o sea en dos días, y que sabes exactamente dónde sehospedará.

—Ah, ¿sí? ¿Y dónde se hospedará?—En el Hotel Geneve.—Oh, Dios —mi corazón se aceleró.—Se hospedará usando un nombre falso, como siempre

que viene a México. Le dirás a Henry Lane Wilson que

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tienes acceso a Cowdray, y que estás dispuesto a servirle desonda pasiva en el nido del lord.

—Un momento, señor embajador. ¿Sonda pasiva?—Wilson entenderá el término.—Pero yo no, explíqueme.—Lo que significa es que le harás creer que conoces a

lord Cowdray, y que estás dispuesto a espiarlo para despuéscomunicarle sus planes.

—O sea, ¿al Malnacido?—Exacto.—Serás los ojos y los oídos de Henry Lane Wilson en la

suite de sir Weetman en el Hotel Geneve.—Oh, Dios. Me estoy haciendo bolas.—Es sencillo, hijo. Te venderás a Wilson como espía, y

con ello te ganarás su confianza. Sólo tú sabrás que enrealidad estarás espiándolo a él para mí.

—Está medio complicado, pero me aviento.—Eso me gusta —sonrió Von Hintze—. Ahora sí honras a

Bernardo. Como diría él: “Prefiero un solo día muypeligroso y morir en él, que mil años muy mediocres y viviren ellos”.

El embajador estiró la mano hacia la ventana y señaló

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hacia fuera.—Para que veas qué cerca te va a quedar todo —agregó

—: esos dos edificios anaranjados grandes que ves allí, asólo dos cuadras de la embajada de los Estados Unidos, sonel Hotel Geneve.

—Oh, Dios… —dije estirando el cuello—. ¿Ahí está mifamilia, señor Von Hintze?

—Así es.—¿Podré ir a visitarlos ahí?—De ninguna manera. Ni lo pienses.—¿Por qué no, señor? ¿Por qué?—Vas a ser observado, hijo. ¿Acaso piensas que Wilson

no te hará seguir todo el tiempo? Aprende una cosa, ya quehoy te concierne más que ninguna otra: de quien más debesdesconfiar en este planeta es de un espía, y más si trabajapara ti, pues lo más probable es que también esté espiándotea ti, como va a ser precisamente el caso. Te seguirán todo eltiempo.

—Ah, ¿sí? Pues qué pinche horror.—¿Qué dijiste?—Disculpe, señor embajador, es sólo una expresión

mexicana.

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—¿Qué pinche horror? —repitió como si masticarahierbas desconocidas.

Me levanté muy alterado y lo señalé:—Señor, ¿cómo voy a saber que usted no me está

mintiendo y que mi familia está verdaderamente en ese hotel,si no me va a dejar verlos?

Él también se levantó muy enfurecido y violentamentesacó un objeto verde metálico del bolsillo de su largo abrigogris. Era el cartucho con ornamentos dorados que le habíadado el general Reyes. Lo apretó en su puño y me dijo:

—¿Sabes qué es esto, chico?—¡Claro, yo estaba ahí!—Es el Plan de México, escrito y concebido por el

hombre más brillante que ha vivido en este país. Y me loconfió a mí. ¿Sabes por qué? Porque soy un hombre de honoralemán.

—Sí, recuerdo la frase. Yo estaba ahí.Se llevó el cartucho a los ojos y mirándolo me dijo:—¿Sabes la importancia que tiene lo que hay dentro de

esta pequeña cápsula? ¡Podría convertir a todo tu país en unMonterrey, en un núcleo industrial del mundo! ¿Sabes cómopodría yo afectar el futuro, la historia futura, si no le

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entregara esto a Venustiano Carranza, tal como me lo pidióBernardo? ¿Sabes cuánto vale un documento como éste, enlas manos del embajador de un país?

—Pues mucho, me imagino.—¿Sabes lo que me daría el káiser Guillermo por

enviarle una copia de lo que dice aquí, antes de entregárseloa Venustiano Carranza o a cualquier otro? ¿Sabes cómo mecastigará si se entera que lo tuve en mis manos y que loentregué a otra persona sin haberlo abierto siquiera, y sinhaberle informado de su contenido al gobierno alemán,habiendo tanto en juego en este momento?

—No me imagino, señor.El embajador colocó delicadamente el cartucho cilíndrico

sobre el escritorio, a pocos centímetros de la cajita redondade madera.

—No lo abriré —me dijo—. Soy hombre de honor.Entonces se hizo un silencio de varios segundos. A

continuación me senté y él hizo lo propio.—Está bien, señor Von Hintze. Confiaré en usted.—No, chico. La pregunta es si yo puedo confiar en ti.—Eso me ofende —dije—. Yo también soy hombre de

honor. Soy un soldado del Ejército mexicano. Serví bajo la

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autoridad del general Bernardo Reyes. Honor y lealtad.Ahora he aceptado trabajar con usted. Ya le di mi palabracomo hombre, por lo cual no puedo traicionarlo. Nunca lotraicionaré.

El alemán sonrió para sí mismo viendo hacia abajo.—Desgraciadamente, hijo, vas a tener que decirles esta

misma frase a dos personas en los próximos días; a HenryLane Wilson y a lord Cowdray, y vas a tener quetraicionarlos a los dos.

La petición del embajador me hizo pelar los ojos una vezmás.

—Sí, hijo. Recordarás este momento cuando lo estéshaciendo.

—Dios…—Y tal vez también me traiciones a mí. Existe una

probabilidad cercana a cincuenta por ciento.—No, señor. Yo no soy así.—Esto rebasará todo lo que conoces, hijo. Te verás

sometido a fuerzas extraordinariamente poderosas; fuerzasque conmocionarán todo lo que has creído, todo lo que eres,todo lo que has creído que eres. Todos tratarán demanipularte y llevarte a su terreno. Te será cada vez más

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confuso todo, cada vez más difícil saber qué es verdad y quéno lo es.

—¿Tanto así, almirante?—Ésa es la esencia de un agente encubierto. Requerirás

de una fuerza mental que jamás has desarrollado. Tu vida desoldado te parecerá infantil comparada con tu nuevaresponsabilidad.

—Bueno, espero no fallar.—Más vale que no falles. La vida de tu familia pende de

un hilo —el embajador señaló el Hotel Geneve por laventana, enseguida puso las manos sobre el escritorio y conlos nudillos de la izquierda me acercó la cajita redonda demadera—: ábrela, hijo.

Yo la tomé entre mis manos y le di vuelta. La madera olíaa rosas, era palo de rosa.

—¿Qué es? —le pregunté.—Ábrela. Lo que hay adentro es lo que tendrás que usar

si fallas.

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En el Palacio Nacional, dentro de la silenciosa bibliotecadonde no se oía más que el mecanismo del reloj de la paredde madera, la señora Aurelia, vestida de negro, vio entrar ala esposa del presidente.

Sara Madero cruzó el umbral muy agitada, levantándoseel vestido blanco por los lados, pinzándolo con lasdelicadas manos de guantes blancos. Inclinó levemente lacabeza ante el guardia que la estaba esperando en el umbral.El militar de boina roja la saludó chocando los tacones desus botas y golpeándose la frente con el filo de la mano.

La esposa del presidente miró a la señora Aurelia conojos muy tiernos y ladeando la cabeza. Sara era una jovenmuy suave y muy dulce. Se acercó a la viuda lentamente y elguardia le colocó la silla para que se sentara junto a ella.

Tras instantes sin palabra alguna, Sara moviódelicadamente el brazo hacia la señora Aurelia y le puso lamano sobre el hombro cubierto de negro.

—Lo siento —dijo y entrecerró los ojos.—Yo también lo siento —dijo doña Aurelia—. Mi

esposo siempre respetó y admiró a su esposo. No fue algopersonal.

—Lo sé —afirmó la primera dama—. No tiene que

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decírmelo. Mi esposo siempre pensó lo mismo del suyo,tampoco fue algo personal.

Aurelia le sonrió. Sara le apretó el brazo y le dijo algomás:

—En un universo paralelo nuestros esposos habríangobernado juntos, y el futuro de nuestra nación habría sidototalmente diferente.

—Así es —Aurelia bajó la mirada recordando que eljoven Francisco Madero le había pedido a Bernardo Reyesque fuera su secretario de Guerra y Marina. Si hubieraaceptado, seguramente su esposo habría protegido alpresidente como el leal perro guardián que había sido conDíaz, y terminada la administración de Madero, Reyeshubiera sido su sucesor.

Doña Aurelia miró a la joven Sara y le dijo:—Fuimos nosotras las que permitimos que las mentes

malas crearan la enemistad entre nuestros esposos.—Así es —le apretó la mano la primera dama—. Llegará

el día cuando México sea un país de hombres que no sedejen dividir por las mentes malas. Ese día México serágrande.

La bella doña Aurelia dijo:

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—Pero cuide a su esposo, Sara. Esto no ha terminado.La delicada Sara asintió, arrugando la frente, con los ojos

muy abiertos. Ella sabía perfectamente lo que quería decirdoña Aurelia. Se refería a dos personas, una en cada familia,que llenaban de veneno a Francisco Madero y a BernardoReyes. El problema era que esas dos personas seguíanvivas, y que una de ellas trabajaba en el Palacio Nacional.

El guardia de boina roja las miró a ambas con un gesto defuria y desprecio, alzando el mentón y apretando las durasmandíbulas.

“En breve sabrán lo que les espera.”De pronto se escuchó un bullicio afuera de la biblioteca.

El guardia volteó a la puerta. El escándalo se hizo mayor yaparecieron varias personas detrás de las cortinas rojas. Elguardia se cuadró como si se le hubiera detonado un resortedentro del cuerpo y se llevó el filo de la mano a la frente.

Del grupo que venía, un hombre bajito caminó hacia labiblioteca, seguido por otros siete o diez, todos muycuriosos detrás de él. Ése era el presidente FranciscoMadero.

La verdad es que pasaban por ahí casualmente. Iban haciael recinto de los diputados dentro del propio Palacio

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Nacional para una reunión de emergencia del gabinete conlos líderes del Congreso.

Madero no entró en la biblioteca, se quedó en el umbral ylevantó la cortina con dos dedos. No hubo palabras.Intercambió miradas con su esposa y luego con la viuda.Madero tenía unos ojos negros muy grandes y brillantes queprovocaban ternura más que cualquier otra cosa. Su barba decandado lo hacía parecer de peluche.

Ante el morbo y el asombro de todos los que venían conMadero, la señora Aurelia se levantó y se aproximó haciaél.

—Señor presidente —le dijo—, sé que usted tiene aquí elcuerpo de mi marido, tres pisos abajo. Quisiera llevármelopara enterrarlo con la decencia que corresponde.

A Madero le tembló un párpado. Miró hacia un lado yluego hacia el otro. Su cuerpo entero sufrió sacudidasmicroscópicas, casi invisibles, como si una parte de élquisiera entrar en la biblioteca.

Volteó a ver a su esposa y la joven Sara le dijo que sí conla cabeza. Luego volteó hacia atrás, donde estaba suhermano Gustavo, un tipo relleno y cachetón, con boquita depez y pequeños lentes redondos.

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Gustavo era diputado y el brazo derecho de Francisco, aquien le susurró:

—Pregúntale para qué quiere el cuerpo.Francisco alzó la cara y preguntó a la viuda:—Señora Aurelia, ¿qué piensa hacer con el cuerpo?Sara se adelantó:—¿Francisco? —lo amedrentó con los ojos.Gustavo siguió hablándole a su hermano por detrás del

oído.—Podrían usarlo para sacar a la gente de sus casas y

enardecerla. No podemos darnos ese lujo, hermano, y menosahora. No te arriesgues —a Gustavo sólo se le movía un ojomientras hablaba, ya que el otro era de vidrio.

Francisco Madero bajó la vista y zigzagueó con la mirada.—Señora Aurelia, el cuerpo de su marido es en este

momento materia de seguridad nacional —le dijo a la viuda.Aurelia dio un paso hacia el presidente, lo miró a los ojos

y le dijo con la quijada endurecida:—Señor presidente, no le tenga miedo a Bernardo. Ya

está muerto.

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Me encontraba frente a la cajita redonda de madera quesostenían mis largos dedos.

—Ábrela —insistió Von Hintze.Lo hice. Al girar la tapa y rasparla contra la base salió un

intenso aroma del palo de rosa de la madera. Y vi lo quehabía adentro.

—¿Una pastilla? —pregunté.Era una pastilla dorada, muy bonita, encima de un

acolchonado terciopelo color café rojizo.—No me diga esto, señor Von Hintze —protesté.Él se puso de pie.—Así son estas operaciones, hijo. Si te agarran —dijo

esta palabra muy mexicana para sonar coloquial conmigo—,si llegas a ser capturado en cualquiera de los lugares adonde vas a ir, es importante que por ningún motivo digasque trabajas para mí, para la embajada de Alemania o parael Imperio alemán.

Saqué la pastilla y la roté lentamente frente a mis ojos.—Increíble —le dije—. Siento que esto ya empeoró.Lo dorado de la pastilla se me adhería a las yemas de los

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dedos como si fuera polvo.Él me dijo:—Vas a meterte con petroleros y con representantes de

consorcios mundiales, tanto de los Estados Unidos como dela Gran Bretaña. Hay mucho peligro en todo esto. Haymucho en juego. No sólo tu vida sino la de miles. Laspotencias no deben enterarse de que el embajador deAlemania está espiando al de los Estados Unidos. ¿Mecomprendes? Eso tendría consecuencias inimaginables.

—Si usted lo dice.—Sí. Sí te lo digo, hijo. Te garantizo que tu familia, tu

esposa, tu hijo y tu madre estarán seguros. Tienes garantía deello sobre mi honor, y también de que les compensaré todoesto que estás haciendo cuando todo termine.

—Bueno, gracias por la amenaza.—No lo tomes así. Algún día yo hice exactamente lo

mismo que tú estás a punto de hacer y ahora soy amigo delemperador de Alemania. ¿No te parece maravilloso? Estásiniciando una carrera en el mundo de las relacionesinternacionales.

—Bueno, eso me tranquiliza. Por un momento pensé queiba a ser un pinche espía.

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—¿Pinche? —preguntó ladeando la cabeza—. ¿Tiene algoque ver con la frase “qué pinche horror”?

—Totalmente.—Muy bueno, pues: si te agarran, tendrás que tomarte esta

pastilla.—Pero… ¿Suicidarme, almirante?—Sí, tendrás que hacerlo. Por ningún motivo debes

permitir que te capturen y te hagan confesar. No puedespermitirte la posibilidad de que te ofrezcan dinero para queles digas para quién trabajas, o que te lleven a una cámarade tortura donde ellos obtendrán la información por mediode instrumentos.

—Perdón… ¿dijo instrumentos?—No podemos correr ese riesgo, hijo, ni tú ni yo. No

podemos permitir que te lleven al terreno donde afloren tusdebilidades, el miedo y la inmoralidad, la naturaleza oscurade tu alma.

Observé cuidadosamente la pastilla entre mis dedos. Ledije:

—Bueno, no parece que tenga mal sabor. ¿A qué sabe?—No la vayas a lamer, hijo —me dijo agitando la mano

—. De hecho te sugiero que no la toques mucho, ya que la

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piel de las yemas tiene poros conectados al sistemacirculatorio.

—Ah, qué caramba —dije y la puse de inmediato en elterciopelo.

—Esto te acaba de quitar cinco años de tu vejez.—¿De verdad? —miré la maldita pastilla.—Claro que no —me sonrió.—Lo que me gusta de usted es que bromea acerca de mi

muerte.—Ése es nuestro negocio. Digo nuestro porque ya

perteneces al mismo.—Almirante, ¿habré de morder esto, meterlo a mi boca?

—toqué la cajita de madera por los bordes.—Cuando haces este tipo de trabajo, esto es a lo que estás

dispuesto. Están en juego las vidas de millones de personas.Millones de familias. Naciones enteras. Eso es másimportante que tu propia vida. Más importante que la mía.Más importante que la de cualquier agente individual. Tú yyo somos sólo agentes especiales que sirven a un fin máselevado: la paz mundial.

Eso me hizo levantar la mirada hacia sus ojos.Tocó el cartucho que le había encargado Bernardo Reyes

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y con sus dedos lo hizo rodar unos milímetros sobre elescritorio, provocando que el águila y las serpientes doradasbrillaran bajo el resplandor de la ventana.

—Este hombre lo hizo, hijo —afirmó mientras observabael cilindro verde metálico laqueado—. De ese tamaño es elsacrificio que hay que hacer por los demás.

Lo vi a los ojos y ése fue el momento en que sentí quepertenecíamos a una sola cosa. Recordé a Bernardo Reyes yla espiral que hacía con el dedo, la espiral yaqui, la espiralde Cajeme, y lo vi diciéndome con los ojos: “Simón Barrón,todos somos la misma persona”.

En un extraño espejismo vi a Von Hintze con el rostro delgeneral Reyes y a Reyes con el rostro del jefe cajeme.

El almirante Von Hintze me dijo:—En esta investigación vas a tener que abrir muchas

puertas que desearás nunca haber abierto, pero lo harás porel futuro de tu patria, de tu familia y del mundo. ¿Lo harás,Simón Barrón?

Me puse de pie y me cuadré ante el embajador.—Sí, señor, lo haré.

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PENETRANDO LA MANSIÓN DEL EMBAJADOR

Para cumplir la misión me llevé un papelito de arroz muydelgado y quebradizo que me dio el embajador Von Hintze.Decía lo siguiente:

Para que no lo olvides, debes averiguar:

1. Todas las conexiones de Wilson.2. Qué es la Conexión H.3. Qué es la Conexión Y.4. De qué hablaron Díaz y Taft el 17 de octubre de 1909 en la reunión privadade El Paso, Texas.5. Qué significa “Yo no compro zapatos”.6. Qué tienen que ver los masones en todo esto.7. Quiénes pertenecen al Club de la Muerte.

No vengas a buscarme. Yo me encargo de contactarte.Memoriza lo que dice este papel y quémalo antes de que lo vea cualquier

otra persona.

P. D.: No pierdas la pastilla. Mantenla a la mano.

Leí la lista por quinceava vez ya al día siguiente, la soleadapero fría y airosa mañana del lunes 10 de febrero, cuandoiba a la mitad de la calle.

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“Y el baboso ni siquiera me está pagando”, pensé.Arrugué el papelito entre los dedos hasta quebrarlo. Abrí

la palma y dejé caer los tres pedazos a los adoquines paraque se los llevara el viento. El asfalto de Waters-Pierce Oilya estaba duro entre los adoquines.

Me encaminé a través de la portentosa coloniaAmericana, donde el golpe de Estado de ayer parecía ya unasunto de otro planeta, puesto que los pájaros trinaban y elsol calentaba como si no hubiera pasado nada.

Me dirigía hacia la embajada de los Estados Unidos.Iba bien bañado y perfumado, cosa que hice en el hotel de

pulgas y mujerzuelas llamado Concordia, donde me pudehospedar con las dos monedas que me ofreció Von Hintzecomo viáticos.

Iba vestido como soldado, con mi uniforme. Según VonHintze, Henry Lane Wilson debía verme así, tal como lo queyo era, así no tendría razón para desconfiar.

Me detuve a unos metros de la embajada. Era un edificioespeluznante a pesar de lo soleado de la mañana. Miré porúltima vez a mi alrededor, los árboles del cruce de lascalles Veracruz y Puebla, y más allá, detrás del acueducto deChapultepec, los cuatro grandes edificios anaranjados del

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Hotel Geneve. Me puse los dedos en la boca y les mandé unbeso a mi esposa, a mi mamá y a mi hijo. Luego me persigné.

Por un momento, el recuerdo de ellos se me fue y eso medio bastante miedo. Me persigné de nuevo. Queríaacordarme de sus voces y de sus rostros, pero se escapabanen el ruido del viento. Apenas retenía los ojos de mi esposabrillando en la noche del 8 de febrero, con una música degrandes pianos que parecía de hacía mil años.

Encaré la enorme mansión gris marcada como Veracruz24, que parecía un castillo gótico al que sólo le faltabancuervos y murciélagos. Avancé.

Al cruzar la puerta terminaría una etapa de mi vida,dejaría de ser quien había sido hasta entonces.

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Aunque la colonia Americana resplandecía bajo el sol, lascalles estaban prácticamente vacías.

Al aproximarme a la embajada noté que los siniestrosarcos de piedra de la entrada tenían gárgolas que volteabanhacia abajo.

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El silencio era tal que oía mis pasos en los adoquines.Hacia los extremos del cruce de calles alcancé a ver dos

o tres personas que caminaban solitarias por las aceras yluego se metieron velozmente en los edificios.

Algo había cambiado en la capital de México.El centro lucía completamente fantasmagórico. Lo

acordonaba un cinturón de soldados del Estado Mayor, que amodo de trinchera habían instalado una larga murallametálica de partes ensamblables alrededor del núcleo de laciudad.

El presidente no estaba en la ciudad. La tarde anterior losministros del gabinete le habían recomendado abandonarla eir hacia el sur, a Cuernavaca, para encontrarse con un amigosuyo, el general Felipe Ángeles, quien estaba en esas tierrassoleadas luchando contra el rebelde Emiliano Zapata.

La idea era regresar a la ciudad de México por la tarde deese lunes, pero junto con las tropas de Felipe Ángeles, elúnico general en quien el presidente aún podía confiar. Deesta forma se emprendería un combate feroz para sacar aFélix Díaz y Manuel Mondragón de la Ciudadela, lafortaleza donde Félix ya se autodenominaba presidenteauténtico de México, y daba órdenes de gobierno a las

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secretarías.Con la medida desesperada de pedir el apoyo de las

tropas de Felipe Ángeles, Madero desprotegía gravemente aCuernavaca y le regalaba el sur del país a Zapata; pero deno hacerlo, iba a ser Félix, con el bigotón de Mondragón,quien se expandiría a través del centro de la ciudad deMéxico hasta apoderarse del Palacio Nacional.

Sin embargo, lo más grave de todo estaba ocurriendo enuna cafetería. Un inocente establecimiento situado en laflamante calle de San Francisco, con vista al parque de laAlameda, que se especializaba en pasteles finos. Se llamabaEl Globo.

En su interior se encontraba no otro sino el general FélixDíaz en su resplandeciente uniforme blanco de doradasinsignias, sacando el pecho mientras le traían su pastelito.

¿Cómo había llegado hasta ahí desde su fortaleza,burlando a la policía y al Ejército? Misterio.

Lo rodeaban veinte de sus soldados mientras se llevaba lataza humeante a la boca y se mojaba el bigote.

A su leal escudero, Manuel Mondragón, lo había dejado acargo de la Ciudadela, en calidad de virrey.

Afuera de El Globo, una caravana de vehículos del

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gobierno se aproximó en silencio por la calle San Francisco.Se detuvieron a dos locales de la cafetería para que no lospudieran ver desde el interior.

Se abrieron las puertas de los carros silenciosamente ybajaron alrededor de treinta soldados con las armas listas.Se amontonaron al filo de la ventana y algunos reptaron pordebajo con sus rifles.

—El general Félix Díaz está ahí adentro… —le murmuróun soldado a otro, que a su vez estiró el brazo al nivel delsuelo y lo ondeó hacia un lado, como señal.

De uno de los vehículos de atrás salió un hombre calvo,arrugado y de mirada vidriosa. Venía encorvado y con elceño fruncido. Tenía la boca hacia abajo y lentes redondos.Traía un largo abrigo negro y guantes también negros. Losiguieron tres hombres.

Era el general Victoriano Huerta, a quien el presidenteFrancisco Madero acababa de nombrar jefe de la defensa dela ciudad de México hacía apenas unas veinticuatro horas.

El anciano se aproximó hacia la cafetería y se paseóenfrente de la gran ventana, mirando hacia adentro. Sedetuvo en la puerta de cristal y la empujó con la mano.

Félix Díaz lo vio y se levantó de su asiento lentamente.

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Colocó la taza sobre el platito, sin ver bien dónde lo estabaacomodando. Se sorbió el café que le quedaba en el bigote.

Con los ojos bien abiertos y sus soldados paralizados, vioentrar al general Huerta con su temible escolta.

Una vez que lo tuvo de frente, el anciano generalVictoriano se encorvó y le dijo las siguientes palabras:

—Está usted arrestado por los delitos de sedición ytraición a la patria.

Félix Díaz pestañeó y miró a su alrededor. Le temblaronlas manos. Sus soldados estaban anonadados.

—¿Estás bromeando? —le preguntó al general Huerta.El encorvado le sonrió.—Por supuesto, señor presidente.Huerta le extendió la mano al joven Félix y éste se alegró.

Se sentaron y los soldados de Félix se sonrieron unos aotros.

—Todo va viento en popa —le dijo el general al jovenpresidente auténtico—. El embajador me acaba de asegurarque ya está en marcha la fase dos de la operación.

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Apenas me percaté de los cinco camiones de llantas gruesasque estaban estacionados afuera de la embajada. Eran verdeoscuro y no tenían ventanas. En la parte trasera y en loscostados, los vehículos exhibían letreros acoplados quedecían: “Transporte diplomático. Embajada de los EstadosUnidos de América”.

Al llegar al intimidante arco de acceso, observado desdearriba por una monstruosa gárgola, me cerraron el paso dospolicías güeros vestidos de azul, muy altos y con guantesblancos.

—¿Qué desea? —me preguntó uno y me miró hacia abajodesde su imponente estatura.

En la parte más alta de la mansión, donde sobresalíanbalcones de puntas triangulares, estaba la oficina de HenryLane Wilson.

Detrás de uno de esos balcones, parado a un lado de suescritorio y mirando por la ventana, el embajador se irguióen una pose engreída y se llevó la mano al bolsillo. Dictó asu secretaria:

—Nota personal para el general Félix Díaz: “Continúesegún lo acordado. Convenceremos a Madero de quepresente su renuncia y evite un mayor derramamiento de

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sangre”.—Okay, Henry —le dijo la hermosa joven de ojos verdes

y cabello rubio arreglado en delgadas trenzas.—No he terminado —dijo Wilson—. Nota urgente para el

secretario de Estado Philander Knox, con copia para elpresidente William Taft: “Madero es de carácter débil,dominado por parientes y tiene colaboradores inexpertos dedudosa honradez; su gobierno no es capaz de hacer respetarlas leyes. Tiende a adoptar medidas económicas absurdas yde tipo socialista. Además no hace caso de las advertenciasde esta embajada”.

—Muy bien, Henry. ¿Algo más?—Sí —frunció el ceño y el bigote—. Nota urgente para el

ministro de Relaciones Exteriores de México, PedroLascuráin, con copia para el secretario del presidenteFrancisco Madero: “En nombre de todo el cuerpodiplomático, es decir, de los embajadores de Inglaterra,España, Alemania, y de los Estados Unidos, le exijocategóricamente responderme si el gobierno del señorMadero puede o no garantizar el orden en este país, asícomo la inviolabilidad de los derechos de los ciudadanosextranjeros y su seguridad en medio del caos en que se

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encuentra esta nación”.—Listo —dijo la secretaria golpeando la pluma contra la

libreta—. ¿Algo más?—No, preciosa. Envíalos urgentes los tres.—Okay.—Espera —la detuvo con un ademán—. Agrégale una

frase al último mensaje. “Si el gobierno del señor Maderono me entrega una respuesta satisfactoria a la brevedad, iré ahacer esta misma moción ante el general Félix Díaz”.

La secretaria se sorprendió y le preguntó:—Perdón, Henry, ¿dijiste Félix Díaz? ¿No es ése el

general rebelde?Wilson le sonrió y apretó más el ceño.La chica le sonrió y le dijo:—Eres tremendo, Henry —y se salió a su escritorio a

transcribir.

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Yo, en mi uniforme de soldado, aspiré hondo y le hablédirectamente a los policías que me cuestionaban en la puerta

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de acceso.Les dije:—Ego habeo informatio magna.Se voltearon a ver muy confundidos.—Is that Spanish? —preguntó uno.—No idea. I don’t think so.El más alto me dijo:—Disculpe, ¿podría repetir lo que dijo?—Sí, claro. Ego habeo informatio magna.Como no me entendieron, les dije:—Tengo información crucial.Se voltearon a ver de nuevo, torciendo las caras. Me

sonrieron.—Discúlpenos, pero ¿de qué está hablando?Subí los ojos.—Vengo a ver al embajador Henry Lane Wilson.Me vieron de pies a cabeza y soltaron una risita. El más

alto me dijo:—Si trae correspondencia puede entregarla en la

recepción. Si desea realizar algún trámite pregunte en larecepción y un empleado lo atenderá.

—Está bien —y avancé hacia el interior, pero me

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detuvieron.—Momento —me dijo uno—. Permítame hacerle una

inspección. No se puede entrar con armas.Alcé los brazos y dejé que me manosearan. Me quitaron el

Sable y el máuser y los guardaron dentro de una caja delatón al lado del muro.

Cuando caminé por el patio hacia la puerta interior, leshicieron señas a otros dos policías para que me siguieran decerca.

Con esa guardia de rubios me metí al frío edificio yavancé hasta el recibidor, desde donde se extendían dospasillos diagonales con muchas puertas cada uno, ambosbordeaban un gran patio interior con plantas de colores quequedaba detrás de una escalera espiral.

Una señora anciana que atendía ahí se ajustó los lentespequeños y me preguntó:

—¿Qué desea?—Ego habeo informatio magna.Levantó las cejas y preguntó a los policías:—Is he disarmed?—Yes.—Who sent him?

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—I don’t know. Ask him.La señora me preguntó:—¿Quién te envía?—Nadie. Vengo por mi cuenta.Torció la boca y les dijo a los policías:—A walk-in. But how does he know the code?Los policías se encogieron de hombros. La señora

lentamente llevó su mano al teléfono. Esperó unos instantes yse escuchó una voz.

—Special shipment. A walk-in —dijo la anciana.Colgó y le pidió a los policías que me escoltaran hacia

arriba, lo cual hicieron con pistola en mano.La escalera espiral tenía flores y gárgolas en las

columnas. Se veía poco movimiento en el patio, a excepciónde tres o cuatro personas que entraban y salían por laspuertas de los pasillos laterales, todos cruzaban no más dedos palabras en inglés.

Me llevaron al cuarto piso, a un lugar especialmenteornamentado. Había espejos de gran tamaño y objetosdorados en repisas. El techo tenía candelabros y el piso erade mármol en forma de tablero de ajedrez.

A través de una puerta dorada me condujeron a un largo

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pasillo con alfombra roja y diversas esculturas. Al fondohabía otra puerta custodiada por dos policías vestidosigualmente de azul y con guantes blancos. Me abrieron yentré en un vestíbulo con el piso de mármol negro, en elcentro tenía el dibujo de una gran estrella de tono verdeoscuro. La pared era blanca y con columnas.

Observé una puerta muy grande y al lado una secretaria:una joven de ojos verdes y trenzas doradas. Tenía un vestidoblanco muy ligero, como hada.

Con las manos entrelazadas para apoyar su barbilla, miróa los policías y batió las cejas:

—What’s up? Is he the guy?—Yes.—Puedes tomar asiento —me dijo la joven y señaló los

tres sillones rojos que la rodeaban.Los policías permanecieron de pie a mis espaldas, a unos

metros de mí. A continuación la chica me preguntó:—¿Puedes adelantarme algunos detalles de la información

para que los comente con el embajador?Volteé a ver a los policías y me puse nervioso.—Mira… —le dije—. ¿Cómo te llamas?—Jessica —respondió con amabilidad.

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—Bueno, yo me llamo Simón Barrón.—¡Ja! —se tapó la boca—. Ese nombre es gracioso.—Ajá, bueno, tengo información crucial.—Sí, claro. Pero necesito los datos —y alistó la libreta

—. ¿De qué se trata?Una vez más volteé a ver a los policías. No me quitaban

los ojos azules de encima.—Verás —le dije—, serví con el general Bernardo

Reyes.—¿Bernardo Reyes? ¿El que mataron ayer?—Sí. Estuve con él en su celda hasta el último minuto. Sé

que el general tenía un pacto secreto con los ingleses.—Oh, my God —se asombró—. Creo que esto sí le va a

interesar a Henry. Permíteme un momento.La joven se levantó de su silla y muy grácilmente se

acercó a la puerta, a la que se pegó de espaldas y tocó conlos nudillos.

—Yes? —contestó una voz muy grave desde adentro.Tímidamente la chica movió la manija, entreabrió la

puerta y se metió.Sentí una dura mirada detrás de mí y me di vuelta. Eran

los policías, quienes me sonreían de una forma muy

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perturbadora. Uno de ellos se me acercó y me dijo:—Muéstrame tus documentos de identificación.Me levanté y saqué mi cárdex del bolsillo. El guardia lo

tomó y copió mis datos en su libreta. Terminado elprotocolo me devolvió el documento.

—Puedes sentarte —me dijo.Y lo hice.En ese momento escuché risas y conversaciones que

venían del pasillo. No volteé, pero sentí que los pasos quecrujían en el piso se aproximaban. Finalmente pasarondelante de mí tres personas que hablaban en inglés y seagruparon en el escritorio de Jessica. Uno era muy alto yfornido, calvo pero con melenas negras a los lados, con unacara como de payaso, con rasgos muy toscos y nariz roja debola. Le corría una cicatriz desde la frente hasta la barbilla.Tenía pantalones cortos, mallas blancas y zapatos como delsiglo XVII, una especie de pirata o cortesano gigante. Él eralíder y el que hacía más escándalo. Decía muchos chistes ytenía la voz ronca, muy ruidosa y grave.

Los otros dos eran hombres de negocios, más modosos, detraje negro y abrigo largo, uno más joven que el otro.

De pronto el payaso guardó silencio y los otros dos lo

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hicieron también. El tipo me volteó a ver como un verdaderopayaso del demonio. Soltó una risita cortada y me señaló.

Me iba a decir algo cuando salió Jessica. Saludó a losseñores muy afectuosamente y ellos la agasajaron como sifuera una princesa, todo en inglés. El payaso se inclinóvarias veces para besarle la mano, cada vez echando el otrobrazo y la pierna para atrás, en una posición muy teatral.

Ella se reía porque le daba gracia, pero se volteabaporque el señor le daba asco. Él le decía cosas en el oído ylos otros se reían porque ella se le escabullía por los lados.Jessica abrió la puerta de Wilson y le gritó:

—Henry, Sherburne and friends are here!Sin más, los tres individuos extraños se metieron y se

escucharon carcajadas, al parecer varias eran delembajador. Pero la más sonora, indudablemente, era la delpayaso.

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La joven me pidió que esperara. Asentí y se puso a leer unarevista. Transcurrieron varios minutos y las risas seguían

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detrás de la pared.—Son un escándalo, discúlpalos, son amigos de Henry —

dijo la secretaria señalando hacia atrás con el pulgar:—Sí, no hay problema.Ella siguió leyendo su revista.—¿Sabes? —me dijo—, uno de ellos es el director del

Mexican Herald, ¿lo has leído?Negué con la cabeza. Se me quedó viendo y me dijo:—¡Eres muy raro! —se tapó la boca.—¿Perdón?—Tu cara —me señaló.Me toqué la cara y se rieron los policías detrás de mí.—¿Mi cara? —pelé los ojos. Ahora ella se rió más.—Es que pareces como un esqueleto con piel.—Ah, gracias.—No, no digo que estés feo, pero es que tienes estos

huesos salidos —y se tocó los pómulos—. Pero no te vesmal, no te ves mal.

La joven miró hacia otro lado con la mano en la boca yluego continuó leyendo su revista. Los policías sonreíanmirando el techo.

Yo comencé a ver los adornos de las paredes.

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—¡Coyolxauhqui! —me gritó ella.—¿Perdón?—No, nada —y cambió de página, se concentró en el

texto.Yo me concentré en el reflejo de la ventana en el mármol

del piso. Volteé hacia atrás para ver el reflejo de la otraventana. Jessica me gritó:

—¡Coatlicue!Cuando la miré, ella hizo un gesto travieso y volvió a la

revista. Alzó la cara y abriendo mucho los labios, me dijolentamente las palabras:

—Nahui Ollin. Centzon Huitznahua.Los policías simplemente se reían de mí.—Perdón, ¿estás hablando conmigo? —le pregunté a la

secretaria.Ella me enseñó en la revista una foto de dos páginas. Eran

unas escaleras de piedra muy destruidas, con dos cabezas deserpiente, una a cada lado.

—¿No te parece increíble, niño? —me preguntó.—¿Niño?Alcé el cuello para ver y le dije:—¿Qué es?

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—¿No sabes? —y frunció el ceño, ladeando la cabezamuy sorprendida—. ¿No sabes que están excavando en lascalles de Seminario y Guatemala, cerca de la plaza central?

—Mmm… No.—¡Huy! Qué mal —negó con la cabeza—. Deberías

saberlo, es tu país.—¿Perdón?Con el dedo señaló algunas partes de la foto.—Hace trece años, cuando hicieron el colector de aguas

negras, destruyeron los cimientos de varios edificios en estaesquina, y adivina qué encontraron.

—¿Qué?—La base de la gran pirámide de Tenochtitlán.—Ah, caray.—En aquel entonces intervino un arqueólogo, Leopoldo

Batres, pero es ahora cuando están descubriendo toda laestructura.

La joven le dio vueltas a las páginas y me enseñó la fotode un arqueólogo de veinte años.

—Éste es Manuel Gamio —me dijo—. ¿No está guapo?—Pues no sé. ¿Tú lo crees?—Es el inspector general de Monumentos Arqueológicos.

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Muy joven, ¿no? Él dice que el Palacio Nacional actual fueconstruido hace quinientos años sobre cinco palaciosaztecas interconectados que aún no han sido excavados. Sonlas casas de Moctezuma, que también están conectadas conla gran pirámide por medio de un túnel secreto.

—Increíble —fingí, en realidad eso no me importaba.La secretaria retrocedió varias páginas y me enseñó una

escultura de piedra muy grande y terrorífica.—Ésta es Coatlicue, la Señora de la Falda de Serpientes

—esto último lo pronunció susurrando muy lento y con losojos bien abiertos—. La descubrieron a unos metros de esaesquina el 13 de agosto de 1790 —me acercó la revista—:mira, aquí está su falda de serpientes vivas, su cinturón es uncráneo humano. ¿Lo ves? Su collar son corazones humanos ymanos arrancadas.

—Un poco tétrico… —le dije. Me di vuelta y observéque los policías no me habían quitado la mirada de encima.

—Su cabeza son dos cabezas de serpientes besándose, ¿tefijas? Acércate para que puedas ver, no te voy a morder.

Me aproximé y olí su perfume.—Sí —le dije—, ahora que lo mencionas las veo.—Es la dualidad del universo, niño. Coatlicue es la

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madre Tierra, la madre de todos los mexicanos.—¿De verdad?—¿No lo sabes? Qué pena me das, niño.—Perdóname por ser tan tonto.La joven volvió las páginas hasta la foto de la escalinata

de piedra y me dijo:—Ésta que están desenterrando ahora es la escalinata de

Huitzilopochtli. Es la escalera principal de la gran pirámide.Sabes quién es Huitzilopochtli, ¿verdad? —ladeó la cabeza.

—Un dios. He oído hablar sobre él, pero no sé mucho.—Eres todo un caso, niño. Huitzilopochtli es el hijo de

Coatlicue. Es el dios máximo de los mexicanos, el guerrerosupremo. Tu dios.

—Bueno, mi dios es Jesucristo.—No seas tonto, estoy hablando del pasado —se inclinó

hacia mí y me susurró—: cierta vez las estrellas del cielo,llamadas Centzon Huitznahua, quisieron matar a Coatlicue.Así que prepararon un complot para despedazarla porqueestaba a punto de tener un bebé que cambiaría todo. Esebebé era…

—Huitzilopochtli.—Muy bien, niño —dijo con dulzura—. Pero entonces,

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cuando se acercaron a Coatlicue para matarla, el niño seapresuró a nacer y salió del vientre de su madre armado concuchillos de obsidiana. Con un grito cósmico la defendió ydespedazó a los conspiradores. Los rebanó a todos y losesparció por el universo… ahora son las estrellas.

—¡Vaya!—¿Sabes, niño? Eres como un hombre que fue

inmensamente rico pero que olvidó todo su pasado.—¿Qué dices?—Es como si te hubieran pegado en la cabeza. No tienes

memoria de lo que eres.La joven me hizo pestañear.—Te lo hicieron. Te borraron la mente. Si recordaras lo

que eres, todas las naciones te tendrían miedo. Los aztecaseran terribles. Un imperio. Quién sabe. Tal vez un díavuelvas a resurgir como Huitzilopochtli para defender a tuMéxico.

Me dejó callado. Nunca antes había imaginado que unachica rubia de trenzas llamada Jessica, secretaria delembajador de los Estados Unidos, me iba a poder ver pordentro, más dentro de mí que ninguna otra persona en todami vida.

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A continuación se abrió de golpe la puerta del embajadory salió el payaso pirata, mirando aún al embajador le gritó:

—So, see you tonight. Same place.Detrás del hombre salieron sus dos amigos de abrigos

negros.Al pasar a mi lado, el pirata me hizo una mueca, abrió la

boca y me sopló su aliento caliente.Luego desapareció en el pasillo avanzando a grandes

zancadas. Yo me volví hacia Jessica y le pregunté:—¿Quién es ese tipo?—No te lo puedo decir. Tenemos prohibido decir su

nombre.—¿Perdón?—Es verdad —me sonrió.—No te creo.—Ajá —asintió varias veces.—¿Y cómo lo llaman entonces?—Sin Nombre.—¿Sin Nombre?—Sí, porque cuando sabes su nombre significa que te vas

a morir.En ese momento se abrió la puerta y se asomó el hombre

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que yo venía a buscar.—Entra —me ordenó.

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Mi amigo Tino Costa se encontraba en una situación muchomás cercana a la sobrevivencia que yo. Estaba dentro de unamáquina asfaltadora de Waters-Pierce Oil. Los pies los teníapegostiados en el chapopote semiendurecido y le costabatrabajo levantar las botas, pero lo hacía cada diez segundospara no quedarse sin ellas.

Se asomaba regularmente por la ranura del tanque,sacando también la punta del cañón de su máuser. Veía pasarsoldados del gobierno trotando de un lado a otro,arrastrando cañones Chamond, cuyo diseño había salido dela mente perversa de Manuel Mondragón. Ahora esospesados cañones franceses iban a ser apuntados contra sucreador por rebelde.

A Tino le ardían los ojos por los vapores del petróleoachiclado, aun así permaneció en ese sitio deleznabledurante tres horas, que es más o menos el tiempo que yo

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estuve en sesión con Wilson.Tino sintió la esperanza de escapar cuando a través de la

ranura vio un carretón tirado por mulas que sacabacadáveres del tiroteo de la mañana anterior. Aguardó elmomento preciso, cuando dos grupos de soldados secruzaron detrás de la carreta y se dispersaron hacia loslados.

“Soy Tino Costa. Soy infalible, invencible e inmortal”, sedijo.

Nervioso como un ratón en fuga, saltó y corrió con lasbotas pegostiosas hacia el vehículo. Brincó a la canasta y setendió sobre los cuerpos. Enseguida, mecido por la carreta,se hundió entre los cadáveres que olían a jamóndescompuesto y sintió líquidos que se le metían por lospantalones.

“La situación está bastante jodida”, pensó.

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Henry Lane Wilson no me atendió rápidamente ni concortesía. La mayor parte del tiempo que estuve ahí fue para

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verlo hablar por teléfono y reírse con las personas con lasque hablaba. A veces se paraba y veía por la ventana, semetía una mano en el bolsillo y soltaba una carcajada. Luegose sentaba, subía los pies al escritorio, se dedicaba arevolver los hielos de su vaso de whisky y le daba un trago.

Incidentalmente, mientras atendía sus llamadas, me veíapor encima de su nariz, siempre con el ceño fruncido.Después me analizaba y con el dedo me daba órdenes que yono entendía. Cada vez que el embajador colgaba, yo meapresuraba para abordarlo pero volvía a sonar el teléfono,él me indicaba con los dedos que esperara y volvía a subirlos pies.

Durante esas largas horas, otro ser me miraba sinparpadear. Detrás del embajador estaba el retrato de unviejo con una expresión bastante fea. A juzgar por su ropa,se trataba de una pintura antigua. El personaje, que alzaba labarbilla con afectación, tenía unas patillas blancas ybarbosas que le bajaban por toda la quijada. Tambiénllevaba puesto un sombrero negro de hebilla que se leensanchaba en la parte superior, como si fuera un gnomomaligno. Lo verdaderamente siniestro eran los ojos, que erandos pasas amargadas al fondo de unas ojeras de muchos

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bordes.El cuadro abarcaba un gran pedazo de la pared y me

causaba malestar, especialmente porque debajo habíasímbolos, una mano con alas, un triángulo de tres puntos y lasiguiente frase: “Ens viator, Agens in Rebus, Missioperpetratum erit, Novus Ordo Seclorum”.

Traté de no ver a los ojos, pero me fue difícil porque elcuadro me estaba viendo a mí.

Escuché el golpe del auricular contra el aparato telefónicoy me asustó la voz de Wilson.

—Ahora sí —alzó el bigote de ambos lados, se echóhacia atrás con los brazos cruzados detrás de la nuca y subiólos pies al escritorio—. ¿Qué me tienes? —se columpió.

Me paralicé.—¡Andando, amigo! —me dijo y vio su reloj—. ¿Qué me

trajiste?Me acerqué hacia él, con los pies sacudiéndose debajo de

mis codos.—Señor, yo serví con el general Bernardo Reyes, y…—Eso ya me lo dijeron. Entra en materia, rapidito —me

tronó los dedos dos veces—. ¿Qué diablos es eso de unpacto con los británicos?

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Wilson se levantó violentamente y se dirigió hacia laventana sin dejar de mirarme. Se guardó las manos en losbolsillos de su chaleco y me dijo:

—¿Qué diablos puedes saber tú sobre eso? —revisó unpapelito que me leyó—. “Simón Barrón. Primer regimientode infantería” —me señaló con el dedo—. Te advierto queya me mandaron antes a muchos otros idiotas como tú, asíque dime de dónde vienes.

—¿Perdón?Se apretó el chaleco y saltó sobre sus talones.—¿Quién te envió? ¿Gustavo Madero? ¿Sánchez Azcona?

—se aproximó—. Son tan idiotas que sólo les falta mandartecon un letrero en la frente que diga “vengo a espiarte”.

—No, señor, no es así.—Entonces, ¿quién te está enviando? —y me acercó el

cuerpo; yo tenía que verlo hacia arriba. Su mirada fruncidase difuminaba con la luz del candelabro—. Te digo unacosa: conmigo no se juega. Ya entraste, vamos a ver si sales.¿Quién te está enviando a espiarme? —insistió echándomeel cuerpo.

—Nadie, señor, se lo juro.—¿Cómo supiste el código?

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—¿Perdón?—La frase que dijiste cuando entraste.—¿Ego habeo informatio magna?—Sí, ésa. Ese código no lo puedes saber si no te lo dice

alguien de una lista muy corta. Personas a las que yoconozco, y las conozco a todas. Ahora no te voy a dejar salirde aquí hasta que me digas quién te la dijo, porque meacabas de informar que tengo un enemigo y quiero saberquién es.

—No, señor, no creo que sea el caso.—Sí que lo es —golpeó mi silla con las rodillas—.

Ahora tendrás que confesarlo. ¿Fue otra embajada?—¿Perdón?—¿Fue Stronge?—¿Stronge? No sé quién es ese señor.—¿Fue Cólogan? ¿Horiguchi? ¿Von Hintze?Sentí que su mirada me estrangulaba. De pronto dijo con

toda seguridad:—Fue Von Hintze, ¿verdad?—No sé quién es ese señor.—Ten cuidado con lo que haces, amigo. En esto juegas

con fuego, pero a mí no me vas a engañar. Te puedo matar si

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es necesario.—Dios…—Entonces dime o sabrás las consecuencias. Ya tengo tus

datos y en unos minutos me van a dar el mapa entero de tuvida y de todos tus conocidos. ¿Quién te dijo el código?

—Está bien. Me lo dijo Bernardo Reyes.—¿De verdad? ¿Y por qué Bernardo Reyes te lo diría a

ti?—Pues… —tuve que entrecerrar los ojos para verlo—.

El general me pidió que si las cosas iban mal acudiera a laembajada inglesa y les dijera esa frase para que me dejaranentrar.

—Eres un mentiroso. Me acabas de decir que no sabesquién es Stronge.

—Bueno, señor, no sé todo, sólo soy un soldado.Con el ceño siempre fruncido, Wilson sacó los labios

haciendo un puchero. Caminó lentamente hacia el centro dela alfombra y se detuvo.

—Estás a punto de convencerme de que eres un idiota ytal vez también de que eres inocente, pero estoy a sólo dossegundos de descubrirte, y te aseguro que vas a llorar.¿Estás listo?

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—Ah, ¿sí?—Respóndeme esta pregunta: ¿por qué carajos viniste a

esta embajada y no a la de Inglaterra, si ésas eran tusinstrucciones? —caminó hacia mí como un energúmeno—.¡Anda, bobo! Quiero ver cómo te enredas en tu propiamentira para que yo te clave mis aguijones.

Tuve que echarme hacia atrás en el asiento.—¡Bueno, la verdad fue mi esposa! —le dije.—¿Qué dices? —se detuvo.—Me confundí, señor. Los de Reyes estamos sin saber a

dónde ir. No estaba seguro a dónde ir. La decisión la tomómi esposa.

Wilson frunció aún más el ceño y me sonrió con mediobigote.

—¿De verdad, soldado? —me preguntó—. No me digasque eres la clase de hombre cuya esposa toma tusdecisiones.

—No, no, señor, no todas, sólo las acertadas.Wilson alzó una ceja como si yo fuera de otro planeta.—Mire, señor, es que ellas tienen más instinto, ¿no cree?

La intuición —me golpeé la cabeza—, presienten cosas. Esalgo medio paranormal —advertí que el duende del cuadro

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me veía—: por eso dejo que las decisiones importantes lastome ella, para luego poder echarle la culpa.

—Bueno, eres un mentiroso, pero al menos lo haces congracia —soltó una risita, caminó hacia su silla y pasó frenteal rostro horrendo del duende maligno. Volvió a subir lospies al escritorio.

—Cuéntame —dijo—. ¿Qué es lo que me tienes?Aspiré hondo.—Señor, el británico sir Weetman Pearson, lord

Cowdray, tuvo comunicaciones con el general. Sabe queexiste un complot para matar al presidente Madero en diezdías y tiene un plan para impedirlo.

Los ojos de Wilson se ensancharon y por fin pude ver dequé color eran, ya que por lo general los tenía fruncidos.

—El señor Cowdray no quiere que los empresariosamericanos le quiten el control sobre el petróleo ni sobre losferrocarriles de México. Mañana llegará a esta ciudad desdeInglaterra y se hospedará muy cerca de aquí —le señalé elHotel Geneve por la ventana—. Le ofrezco a ustedencontrarme con él y convivir con él, y averiguar a detalletodo lo que planea hacer, e informárselo a usted. Todo ello acambio de una sola cosa.

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—Ah, ¿sí? ¿Qué cosa?—Protección para mi familia.Wilson arqueó una ceja.—¿Dónde está tu familia en este momento?—No puedo decírselo, señor. No hasta tener garantías.—A ver, mi estimado Juan Diego —dijo y me revisó con

asco de pies a cabeza—. Explícame por qué razón en esteuniverso el barón de Cowdray, que es miembro de laCámara de los Lords y uno de los más engreídos narizonesde la realeza británica, va a recibirte a ti, que no eres másque un soldado de infantería mexicano que huele a zapato.

—¿Juan Diego? —pregunté—. Me llamo Simón Barrón,señor.

—Aquí te llamas Juan Diego, y dime por qué razón, encualquier universo, el barón al que pertenece la mitad de tupaís y gran parte de Inglaterra, te explicaría sus planes a ti.

Me hizo torcer la boca y sacudir las piernas.—Bueno, tiene razón. No soy más que un soldado de

infantería, y soy un mexicano que no sabe inglés y que huelea zapato. Pero hace dos horas estaba en un hotel de ramerasy en este momento estoy hablando con el embajador de losEstados Unidos.

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Me sonrió de nuevo y asintió lentamente.

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Me contrató. Algo le agradó de mí. Tal vez la posibilidad deaplastarme después. El caso es que brincó de su asiento yme sonrió con medio bigote. Me dijo:

—Está bien, Juan Diego. Yo no tengo nada que perder y túsí, así que sé que no me traicionarás.

—No lo traicionaré, señor.“No lo traicionaré, señor.” Vi la expresión de Von Hintze

mezclada con la cabeza de Wilson, y detrás de ella, elduende del cuadro me sonrió con los ojos.

Wilson abrió el cajón de su escritorio y sacó un manojode billetes. Tomó uno y me lo sacudió enfrente. Alcancé aver la denominación: cien dólares.

—Tómalo —me dijo—. Para que comas algo.Tímidamente alargué la mano y lo tomé.—Haremos esto por etapas —me dijo—. Nos moveremos

de objetivo en objetivo según vayas avanzando. Mañana iráscon lord Cowdray —señaló el Hotel Geneve con el dedo—y veremos qué tanto puedes averiguar. Espero resultados,

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pero te digo una cosa, limpia bien tus oídos paraescucharme.

—Sí, señor.—No, límpiatelos.—¿Perdón?—¡Que te metas los dedos a las orejas y te las limpies!Lo hice bajo su implacable observación y la supervisión

del gnomo. Me miré la cera en los dedos.—En mi silla no, Juan Diego.Me tuve que limpiar los dedos en mi propia camisa.—Ahora sí —sonrió—. Por ninguna razón le hagas pensar

a lord Cowdray que vas de mi parte, o me la pagas.—Está bien, señor.—Mira —y se levantó—. A los americanos nos gusta

asegurarnos de que las cosas van a salir como queremos quesalgan. Así que te aseguro que me voy a enterar de tusmovimientos. Si dices algo inadecuado con lord Cowdrayvas a fregar mi relación con él y eso te lo voy a cobrar muycaro, ¿me entiendes?

—Sí, señor, entendido.A continuación Wilson acarició el manojo de billetes y

me dijo:

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—Tengo ojos por todas partes en esta ciudad. El cajerode la tienda, el doctor que te saca una muela, el que te vendelos periódicos en la calle, la mujer que limpia el cuarto en elhotel, todos me informan a mí, ¿ves? A todos les gusta lo quetengo en estos cajones, y tengo mucho más en las bodegas.Más de lo que te imaginas.

Extendí el billete que me había dado y vi que tenía unsímbolo masónico del gobierno de los Estados Unidos, ydebajo de eso, la frase Novus Ordo Seclorum. Volteé haciael duende y vi que las mismas palabras estaban pintadas endorado debajo de él.

—Si tiene tantos espías, ¿por qué me necesita a mí? —lepregunté.

—Eres listo, ¿no? Ahora tratas de hacer parecer que yosoy el que te pedí que trabajes para mí. Me gusta. Tal vezllegues lejos, uno no sabe —se levantó con las manos en losbolsillos de su chaleco y gritó—: ¡Preciosa, ven!

Se abrió la puerta y entró Jessica con su libreta. Se veíarealmente angelical con su vestido blanco de princesamedieval y con sus trenzas doradas.

—¿Sí, Henry? Ya envié las tres notas. Ya tenemosrespuestas de Félix Díaz y de Philander Knox —muy

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contenta, la joven le entregó los dos telegramas.Él los leyó y esbozó una gran sonrisa.—Mi buen Juan Diego, te tengo una noticia medio buena:

mi secretario de Estado acaba de ordenarle al secretario dela Defensa de los Estados Unidos que envíe buques deguerra a los principales puertos de México. Tal vez esoconvenza a tu presidente de que ponga orden aquí.

—¿Qué?—Te lo dije: siempre tienes que asegurarte de que las

cosas van a salir como tú quieres que salgan.Jessica señaló hacia atrás con el pulgar y le dijo:—Henry, aquí afuera te está esperando Enrique Cepeda.

Lleva una hora.El embajador caminó alrededor de su escritorio y me

tomó por los hombros. Me apretó con mucha fuerza y le dijoa Jessica:

—Desde hoy, Juan Diego es parte de la familia.—¿Juan Diego? —se extrañó ella y consultó su libreta—.

¿No se llama Simón?—Ya no. Quiero que le consigas unos trajes y que le

asignes un equipo lockstep. Y tú —me dio una palmada en laespalda—, tómate esta tarde libre porque mañana estarás a

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prueba y veré si me vas a servir o no. Te quiero aquí a lasnueve de la mañana. ¿De acuerdo?

—Está bien, señor.Salí de ahí con las piernas temblándome, como si flotara

sobre la alfombra. En el vestíbulo vi a un sujeto largo yesquelético. Parecía un muñeco sentado en uno de lossillones rojos, con las rodillas pegadas y atrapadas entre suslargos dedos.

—Señor Cepeda, puede pasar —le dijo Jessica.El hombre se levantó y se ajustó la camisa mientras

alzaba su portafolio. Apenas le gesticuló a Jessica al entrara ver a Wilson. A mí me ignoró por completo.

Jessica me sacudió del hombro y me dijo:—¡Muy bien, niño! Me sorprendes. Bienvenido al equipo.Volteé a verla y comprendí que la embajada de los

Estados Unidos iba a ser por lo menos mucho más divertidaque la de Alemania. Me guardé el billete de cien dólares yme persigné con la mente. Era la comida de cuatro semanasy el hospedaje durante igual número de semanas, pero encuartos libres de parásitos.

Antes de irme le pregunté a Jessica:—Disculpa, niña, ese hombre que se metió, ¿quién es?

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—¿Quién? ¿El señor Cepeda? Es el asistente personal delgeneral Victoriano Huerta.

Se me saltaron los ojos.—Gracias —le sonreí.También me quedó claro que iba ser ella, y no el propio

Wilson, quien me iba a dar toda la información sobre sujefe.

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Ahora tenía tres pistas: las tres primeras pistas de unainvestigación colosal que me llevaría hasta el salón rojo delas aves de yeso.

Lo primero que debía hacer era ir a un puesto deperiódicos, lo cual hice con la ansiedad incontenible de unniño al que se le aseguró un helado.

El problema es que ese día no hubo periódicos,precisamente por el intento de golpe de Estado y lasbalaceras. Sólo se editaron dos, y se agotaron rápidamente:e l Mexican Herald, que era en inglés, y El Imparcial, queera totalmente parcial.

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Recorrí las calles de puesto en puesto, sólo para ver quelos expendedores ya no estaban y que el viento se llevabalos papeles en las aceras desiertas. A pesar del sol, elviento se sentía bastante frío.

Me sentí en un sueño donde era el último sobrevivientedel mundo. Así transcurrió mi camino mientras seguía losarcos de piedra y avanzaba hacia el centro por la larga yancha avenida del acueducto de Chapultepec.

Cuando llegué al cruce con la calle de Balderas, pude verla muralla de la Ciudadela por primera vez ocupada por ungobierno rebelde.

En lo alto había unos tipos con rifle mirándome desde lastorretas. La calle de Balderas estaba desierta y yo era elúnico turista que se atrevía a vagar en una zona rebelde.

La verdad es que sólo por imbécil estaba ahí, en una zonadonde ser de Reyes implicaba que me acribillarían en elacto. Pero me impulsé cada vez más dentro del peligro,sabiendo que en cualquier otra parte yo era un traidor a lanación digno de fusilar por el Ejército federal.

Quería ver el edificio. Quería ver si realmente estabapasando. Avancé por Balderas hacia el norte, a lo largo delas murallas de la Ciudadela, siempre observado por los

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centinelas y los patrulladores.Me di cuenta de cuáles eran las posiciones de los

cañones. Durante varios minutos sentí las cosquillas de lasametralladoras que me apuntaban y me seguían, pero no medispararon.

Por alguna razón ese día me sentía muy fuerte. Me sentíaun dios. Sentía que Wilson me había contagiado algo. Trascinco minutos de caminar bajo francotiradores dejé atrás elfuerte titánico de Félix Díaz, y continué en busca de unejemplar del Mexican Herald.

En ese silencio pasé al lado de una hermosa iglesia derocas que era de evangélicos y me metí, siendo católico,porque al fin Jesucristo, o mejor dicho, Dios, es el mismosin importar cómo nos queramos pelear entre nosotros, unoscon otros, de manera imbécil.

Ahí me hinqué y le pedí a Dios que me acompañara, queno me dejara ser idiota ahora que tenía estas misiones. Lepedí que fuera él quien actuara, que fuera él quien movieramis manos, no yo.

Oí un paso a mis espaldas y sentí una mano caliente sobremis hombros. Volteé y vi una sonrisa, la de un señor rosadoque me estaba mirando. No me dijo nada y yo tampoco a él.

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Sólo me salí y él me siguió con los ojos.“Todos somos la misma persona”, pensé.Seguí rumbo al norte sin encontrar expendedores ni

negocios donde pudiera gastar el billete de Wilson. Se meretorcía el estómago y no había ningún restaurante abierto.

Llegué al cruce de Balderas con la avenida SanFrancisco. En la esquina estaba el restaurante alemánGambrinus, cerrado. Rocé su muro de piedra con los dedoshasta que vi aparecer frente a mis ojos la arboladísimaAlameda, al otro lado de la avenida.

Fue ahí, casi por milagro, que hallé a un vendedor deperiódicos. Troté. Al llegar me encontré que quedaban sólotres ejemplares de E l Imparcial y uno sólo del MexicanHerald.

El Imparcial tenía un encabezado que me alarmó. Decíaque Rodolfo Reyes, el hijo del general, se había suicidado.Agarré el Mexican Herald e inmediatamente busqué elnombre del director. El vendedor me dijo:

—No puede leerlo gratis.Lo miré y tenía un palo en la mano. Recordé que mi

máuser y mi Sable los había dejado en una caja de latón enla embajada. Me metí la mano al bolsillo del pantalón y

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saqué de ahí el billete de Wilson. Le pregunté al vendedor:—¿Tienes cambio de cien dólares?—No te burles, mano.—Bueno, entonces déjame leer gratis —y seguí hojeando

el periódico.—Óyeme —me dijo, agitando el palo—, te dije que no se

vale leerlos sin pagar.Fue entonces cuando vi la foto de uno de los sujetos que

había visto en la embajada, el joven.—Dame un segundo, ¿sí? —le dije—. Ahorita te atiendo.Con el dedo busqué los textos que me explicaran la

fotografía. Justo arriba de la misma decía: “Inferno inMexico, by Senior reporter William Maas”.

—¿William Maas? —murmuré. Ya tenía uno. Con el dedoseguí hacia el tope de la página.

—Te estoy hablando, mano —me dijo el vendedor.—Ya casi acabo, no me presiones.Alzó el palo y se impulsó hacia atrás para azotarme. Yo

leí las siguientes palabras: “THE MEXICAN HERALD. PRESIDENT:PAUL HUDSON . CHIEF EDITOR: WILLIAM MAAS. PRINTED IN THE

OLD TEMPLO DE SAN DIEGO”.El palo se dirigió directamente a mi cabeza. Por simple

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reflejo puse el brazo y golpeé el palo hacia fuera. Luego loatenacé con mi mano y lo jalé muy duro hacia atrás,arrebatándoselo al vendedor. A continuación lo aferré duroy se lo puse encima de la frente. Le pregunté:

—Disculpa, mano, ¿sabes dónde queda el Templo de SanDiego?

Con las manos en alto giró y me señaló con los ojos unedificio a sus espaldas, justo enfrente del parque de laAlameda. Era antiguo y de color amarillo, parecía unconvento.

—¿De verdad? —le pregunté sorprendido.Él asintió.—Por cierto, toma tu periódico, no me lo voy a llevar. No

sé inglés.Mi corazón se sobresaltó.Caminé a un costado del parque. A mi derecha se

escuchaba una sinfonía de pajaritos que se extendía por todolo profundo de la Alameda.

Al aproximarme al edificio, observé que detrás de su rejanegra, justo en el atrio hundido frente a la iglesia, entre losárboles, había camiones color verde oscuro y sin ventanas,de llantas gordas, con letreros que decían: “Transporte

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diplomático. Embajada de los Estados Unidos de América”.Les habían puesto tablones de madera en la escalera para

que pudieran bajar desde la calle hasta el atrio. Tambiénhabía columnas de rollos de papel de imprenta acomodadascontra las paredes. La iglesia no era una iglesia, sino unanave de rotativas de prensa.

Toqué la columna de piedra del pórtico de acceso y vique arriba de mi mano había un azulejo incrustado, quedecía: “Frente a este lugar estuvo el quemadero de laInquisición de 1596 a 1771”.

“Dios”, me dije.Volteé al otro lado de la calle y advertí una zona feliz del

parque donde había bancas y una fuente. En un oscurodestello, ahí mismo vi a una muchedumbre que le escupía aun tipo que ardía en la hoguera, amarrado a un poste,retorciéndose mientras un grupo de obispos le sonreía desdedonde yo estaba parado.

Escuché un alarido, un grito escalofriante que me hizotemblar y me di cuenta de que era un rechinido real. Seestaba abriendo la puerta de madera de la iglesia detrás delos camiones. Me di vuelta y descubrí a tres tipos que salíande lugar: el adulto y el joven de trajes negros que había visto

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en la embajada, así como el payaso de la cicatriz en la cara.“Válgame Dios”, me dije y me escondí detrás de la

columna.Ahora sabía los nombres de dos: Paul Hudson y William

Maas. El payaso seguía siendo el Sin Nombre.Sin pensar más que en sobrevivir corrí hacia la Alameda

y me escondí detrás de unos matorrales como cualquieranimal cobarde. Desde ahí los vi subir la escalinata. Detrásde ellos venían empleados del periódico en uniformes grisesque les pusieron los abrigos y les abrieron la reja.

El primero en salir fue el payaso. Lo siguieron el directory el señor Maas. Caminaron hacia la avenida San Francisco.El director y el señor Maas se reían por los chistes que lescontaba el Sin Nombre, quien lo hacía agitando los brazoscon aspavientos exagerados y teatrales.

Al llegar a la esquina, cruzaron la calle hacia la Alameda,es decir, hacia mí. Ahí pasaron rozando el puesto deperiódicos donde había tenido el altercado. El vendedor lesdijo algo, y luego apuntó con su palo en dirección hacia mí.Todos voltearon.

Me sumí dentro del matorral y sentí una mano que meaferró de los cabellos y me jaló muy fuerte hacia atrás, hasta

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tumbarme de espaldas contra la tierra.—Te encontré, pinche pendejo.

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—¿Tino? ¿Tino Costa? —le pregunté.—Así es. Ya estuve en la caca y con los mugres muertos.—Pensé que te habías…—Te equivocaste. Yo soy Tino Costa. Soy infalible,

invencible e inmortal.Estábamos los dos tirados en el piso de tierra. Me asomé

entre las marañas del matorral y entre sus hojas vi que elpayaso y los de traje seguían caminando tranquilos a lo largode San Francisco, sin entrar en el parque, a pesar de lo queles vociferaba el periodiquero.

—¿Con quién estás ahora, cabrón? —me preguntó Tino.—¿Perdón?—No te hagas. Ya estás en algún lado. Te estoy viendo.—No sé de qué hablas.Se me acercó y me agarró del cuello de la camisa.—Me las estoy viendo negras, maestro. Si ya estás con

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alguien, méteme, por favor.—No estoy con nadie.—Necesito unirme a un mando. Necesito un cuerpo,

pertenecer a algo, lo que sea. Ya me cansé de esconderme.Me siento como una hormiga en el culo de un elefante.

—No estoy con nadie.—Pinche mentiroso.—No estoy con nadie, te lo juro.—¿De veras me crees tan menso? Te estoy viendo que

estás en una misión.—¿Misión? —y me asomé de nuevo para seguir al trío de

la embajada.—Estás siguiendo a esos tres pendejos. ¿Quiénes son?—Tino —suspiré—, no estoy siguiendo a nadie. Estoy

tomándome un descanso. ¿No puedo estar en un parque?—Ah, bueno, ahora sí te creo. Por eso estás escondido

detrás de unas pinches plantas. Yo te salvé la vida ayer, porsi ya se te olvidó. Y tú me dejaste ahí tirado frente a la casade tu mamá, te valió madres.

—¡Me estaban llevando!Los tres amigos de Wilson se estaban alejando en San

Francisco. Con cautela me levanté y caminé entre los

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matorrales, siguiéndolos. Me di cuenta de que el vendedorde periódicos me estaba haciendo una seña obscena con eldedo.

—¿Quiénes son esos pendejos? —me preguntó Tino ytrotó detrás de mí, con el máuser en las manos. Tenía un ticcon el cuello, el cual torcía varias veces por minuto.

—¿Perdón, qué dijiste? —le pregunté.—¿Sabes? —me dijo—. Esto se va a poner feo. A las

cuatro de la tarde llega el presidente con dos mil soldadosdel general Felipe Ángeles. Ya se les sumaron los guardiasrurales de Celaya y los de San Juan Teotihuacán. Maderoestá en Cuernavaca y desde ahí le acaba de enviar aVictoriano Huerta la orden para que comience a bombardearla Ciudadela mañana a partir de las diez de la mañana.

—Ah, ¿sí? —seguí avanzando entre las plantas.—Esto va a ser zona de guerra, maestro; aquí mismo, en

la ciudad, ¿te imaginas? No sé qué van a hacer con la gente.No hay órdenes de evacuación, no hay nada. Madero lemandó un telegrama al general Aureliano Blanquet para quese traiga mil doscientos soldados desde Toluca. A las cuatrose van a reunir los diputados en la Cámara para otorgarle aMadero poderes extraordinarios.

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—¿Toque de queda?—No sé.En toda la avenida San Francisco las únicas almas éramos

seis: Tino, el periodiquero enardecido, los tres hombresmisteriosos y yo.

Los americanos caminaron toda la calle al lado de loshoteles. Sus voces y sus risas hacían eco en los muros.

—¿Por qué los vienes siguiendo? —insistió Tino—.¿Quiénes son?

—No los estoy siguiendo.—¿Ya no eres mi amigo? Honor y lealtad, chingada.

Individuo y cuerpo, cuerpo e individuo.—Esto es complicado, Tino. Por favor, déjame hacer esto

solo, ¿sí? Por favor, regrésate a… a donde quiera queestuvieras.

—No tienes madre, Simón. Yo te salvé la vida. Dime quéestás haciendo. Dame chamba.

Seguí avanzando y vi a los amigos del embajador pasarfrente a la fachada de la mansión de Ignacio Torres, elfamosísimo hacendado homosexual.

Tino me picó la espalda con el cañón de su máuser.—¡Ándale, Barrón, no seas cabrón! Déjame participar.

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Sólo me quedan cuatro centavos. Me estoy durmiendo encamiones de chapopote.

—No puedo.—Adóptame, aunque no me pagues. No me dejes solito en

esta mierda que es la vida.Me detuve y apoyé mis manos sobre mis rodillas. Lo

volteé a ver.—Tino, una pregunta, ¿me vas a estar siguiendo?—Por supuesto —me sonrió—, hasta que me adoptes.—Mira. No puedo involucrar a nadie en esto. Es una

operación de inteligencia.—¿Inteligencia?—Una investigación.Tino sonrió de oreja a oreja.—¡Adóptame! ¡Ándale! ¡Te ayudo a investigar! Te

averiguo quiénes son esos pinches putos —y los señaló.Gracias a sus gritos los gringos voltearon y nos tuvimos

que ocultar. Eso me hizo torcer el ojo por horror.—Tino, déjame, ¿quieres? —me asomé a ver por dónde

iban. Me levanté y seguí avanzando, con Tino detrás.—Por favor —se hincó y me aferró de una pierna—. No

tengo a dónde ir. Todos están dispersos. Los halcones se

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fueron a Jalisco, los troyanos a Monterrey. No hay mando,no hay cuerpo. Nos están persiguiendo a todos. Necesitopertenecer a algo, Simón. Si me muero, será tu culpa.

Avancé dos pasos más con Tino sujeto a mi pierna. Medetuve y me prensó más fuerte.

—Diablos… —dije—. En verdad eres una pesadilla.—Por favor… —me miró hacia arriba como un cachorro.—Ahora cada quien está por su cuenta, Tino. No hay

cuerpo.—Sí lo hay, eres tú —me abrazó fuerte—. Te seguiré con

lealtad y con honor aunque seas un pinche egoísta. Si noaceptas adoptarme, me pongo a gritar para que me oiganesos tres pendejos.

—Diablos… —susurré—. Está bien, te adopto.Tino me sonrió muy feliz.Ya éramos oficialmente dos: yo y mi futuro traidor.Llegamos al borde de la Alameda y los amigos de Henry

Lane Wilson pasaron enfrente del American Restaurant, queestaba cerrado.

Tras los últimos árboles del parque, bajo el sol se nosapareció el inmenso edificio en construcción del Palacio deBellas Artes, la inconclusa obra suprema de Porfirio Díaz.

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La parte de abajo ya estaba terminada en mármol peroestaba dentro de una coraza de andamios y se estabahundiendo por el peso. Lo de arriba era un armazón hueco enforma de cúpula. No había trabajadores. Las obras estabansuspendidas por el problema de la rebelión.

Enfrente de la construcción abandonada estaban PaulHudson, William Mass y el payaso. Los tres se disponían aentrar en un edificio muy elegante de cuatro o cinco pisos.La construcción era de mármol negro y tenía bandas doradasa los lados. Delante de la fachada había seis camiones sinventanas, de tono verde oscuro y con llantas muy gruesas.Decían: “Transporte diplomático. Embajada de los EstadosUnidos de América”.

—Esto comienza a ponerse raro… —murmuré.—Bueno, ya que me adoptaste, pasemos a definir mis

condiciones de trabajo —dijo Tino.—¿Perdón?Yo estaba observando los camiones. En las cabinas no

había choferes. Todo estaba silencioso. Tino siguió:—Necesito saber a qué pertenezco, jefe. ¿Qué estoy

investigando?—Espera —volteé hacia los lados.

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El edificio estaba en la contraesquina de la Casa de losAzulejos, en cuyo último piso estaban el Jockey Club y elMasonic Hall al que iban los embajadores.

—Necesito que me digas para quién trabajamos, Simón.Me tienes a ciegas.

—¿Qué dices?—¿Quién es tu jefe en esta misión de inteligencia?—No te lo puedo decir.—Ah, ¿no? Me lo tienes que decir. ¡Soy tu incondicional!—No, Tino. Me pidió explícitamente no revelar su

nombre a nadie, por ningún motivo.—Así no puedo trabajar.—Bueno, en ese caso estás despedido.—Ah, no, ni madres. De mí no te vas a deshacer.—Tino, dame un momento, ¿sí? —y miré al otro extremo

de San Francisco, por donde habíamos llegado. Al fondo seveía la cúpula del otro gran proyecto sin terminar dePorfirio Díaz: el Capitolio del Congreso; de hecho nunca seterminó y la única parte construida es lo que hoy se conocecomo Monumento a la Revolución.

—Ándale, dime con quién trabajas.—Que no, silencio.

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Tino se hincó otra vez y me rogó:—Soy tu amigo, Simón. Te lo estoy implorando, dime

para quién trabajamos.Me quedé pensando.—Pero ¿me prometes que no lo revelarás a nadie bajo

ninguna circunstancia?—Te lo juro —dijo y besó una cruz que hizo con sus

dedos—. Honor y lealtad, jefe.—Trabajo con el embajador de Alemania.—¿El embajador de Alemania? —abrió la boca.En ese instante me arrepentí.—Ya te amolaste, Simón Pedro.—¿Qué dices?—Ahora eres mi rehén. Vas a tener que hacer lo que yo te

diga o te delato.Me di vuelta y lo agarré del cuello.—Esto es muy serio. Puede morir mi familia.Lo sacudí del cuello pero no se le quitó la sonrisa. Me

dijo:—Acuérdate del entrenamiento, Simón. Cuando estás

jodido, necesitas buscarte una carta. Ahora mi carta eres tú.Ya no me puedes abandonar —y me mostró los dientes.

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—¿Qué le hice a Dios para merecer esto? —lo solté—.Vete de mi vida, nunca te invité.

—Te lo he dicho mil veces, Simón Pedro. Tu inocencia estu perdición. Ahora vamos a ver de qué se trata todo esto.Comienza la investigación.

Tino saltó a la calle y corrió hacia el edificio dondehabían entrado los amigos de Wilson:

—¡Ahí les voy, pendejos! ¡Aquí está el rey de su propiouniverso para surtirlos de mierda! —gritó.

—Hijo de perra… —y troté detrás de él.Cuando estuvimos frente a la fachada vimos un letrero de

grandes letras de oro a lo largo de la entrada:

AVENIDA SAN FRANCISCO NO. 11WATERS-PIERCE OIL COMPANY OF MEXICO

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En ese momento, el estirado y encanecido Henry ClayPierce, dueño de la compañía petrolera Waters-Pierce Oil ycuarto hombre más rico de los Estados Unidos, viajaba en

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tren desde Nueva York hasta Filadelfia.Era una noche oscura entre las montañas y el hombre veía

su cara reflejada en la ventana. Escuchaba el incesantetraqueteo de las ruedas sobre las vías y contemplaba elplaneta Venus.

Un hombre a su lado le dijo:—No te sientas mal, Henry. El gordo es así con todos.Se refería al banquero J. P. Morgan, que la mañana del

domingo se había dedicado a humillar a Henry Clay Piercefrente a los demás magnates a bordo de su yate.

—Al menos ya logramos una cosa —le respondió el viejoempresario sin quitar los ojos de las montañas—: alinear atoda América contra Weetman Pearson.

Y con los ojos nuevamente en Venus, susurró entredientes:

—Lord Cowdray…Pierce tomó de la mesa de servicio el tenedor y observó

los filos plateados debajo de la luz.—En diez días tendremos a México nuevamente en

nuestras manos. La operación está avanzando con rapidez —murmuró.

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“Son un club”, me dije en voz alta.Recordé estar con Bernardo Reyes en su celda, lo vi

sonriéndome. Pero de pronto la imagen se volvió amorfa,como si nunca hubiera ocurrido. Lo percibí distorsionado,diciéndole a Von Hintze: “Siga al embajador de los EstadosUnidos. Busque la Conexión H. Pronto el dinero va a sermás importante que las personas. Hay poderes monstruosospor encima de todo esto”.

Y me asustó como un duro golpe azotado contra micorazón.

Yo estaba con Tino escondido debajo de uno de loscamiones de la embajada, frente al edificio de Waters-Pierce Oil. Estuvimos ahí acostados hasta que se hizo denoche.

Él me contaba lo que haría si fuera millonario y yo sóloobservaba la entrada del edificio, esperando a que el payasoy los del Mexican Herald salieran para seguirlos.

Debajo de los tubos grasosos del camión todo estabaoscuro. Ya había transcurrido bastante tiempo, me asomé yel último piso de Waters-Pierce aún tenía las luces

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encendidas.De repente, a lo lejos oímos ráfagas de ametralladora y

explosiones de granada.—¿Qué está pasando? —me preguntó Tino.—No sé.Parecía como si las explosiones provinieran de diferentes

direcciones. Algunas sonaban muy fuertes y escuchécristales quebrándose cerca, lo que me indicó que lasituación empezaba a ponerse peor. Súbitamente sonó unestallido muy duro y se sacudió el piso. Segundos despuésoímos gritos de mujeres y sirenas de la Cruz Roja.

—Santo Dios… La situación está bastante jodida —dijoTino—. Pensar que hace dos días estaba lamiendo raspadosen esa esquina.

En la oscuridad distinguí un tenue brillo azulado en losojos de Tino.

—¿Te imaginabas que iba a pasar todo esto? —lepregunté.

Él miró hacia el vientre del camión americano y me dijo:—Sólo estoy seguro de una cosa, Simón Pedro: podemos

estar peor y lo estaremos. Dios nos quiere aplastar en estamierda de vida.

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Una vez más, me asomé hacia arriba. Las luces deWaters-Pierce seguían encendidas. En las entrañas tuve lasensación de que era ahí donde se estaba maquinando todo.

—¿Tino, qué harías en este momento si tú fueras elpresidente? —le pregunté.

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El presidente se encontraba dentro del solitario Castillo deChapultepec, en lo alto de la montaña rodeada por un bosquenegro. Sólo el último piso del Castillo tenía las lucesencendidas.

Madero estaba en su habitación con su esposa Sara.Mientras ella se peinaba frente al espejo, le dijo:

—Francisco, ¿es cierto que el gobierno de los EstadosUnidos está enviando barcos de guerra a México? ¿Qué va apasar?

—No te preocupes, mi amada, lucharemos hasta el final.—¿Pero qué está pasando?El joven se acercó y la acarició.—¿Estás preocupada, mi vida?

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—Sí.Él suavemente la rodeó con sus brazos y se vieron en el

espejo.—No tienes nada de qué preocuparte, cielito mío.

Recuerda que estamos aquí por un propósito divino. Si no lohubiera, no estaríamos aquí. Estaríamos en una hacienda enCoahuila, haciendo algodón.

Ella le sonrió. Él le dijo:—Ve dónde estamos ahora —y con los ojos la invitó a

mirar en el espejo la majestuosidad de la suite presidencial—. Soy el presidente de México, cielito. En esta habitacióndurmieron Maximiliano y Carlota, y también Porfirio Díaz yCarmen Romero Rubio de Díaz. ¿Te imaginabas que un díaíbamos a estar tú y yo aquí?

Ella sonrió de nuevo.—¿Ves? —dijo el presidente—. Es un milagro, ése es el

espíritu que nos protege.Sara volteó hacia su esposo y lo miró a los ojos.—¿Espíritu? —frunció el ceño—. Vida mía, tú sabes que

te amo y que creo en ti, en todo lo que haces, pero…—Espera —el joven Madero hizo un ademán con los

dedos y caminó hacia su buró junto a la cama, abrió un cajón

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y sacó un libro.Regresó con Sara y puso el texto sobre la mesa de

alabastro del espejo. Era un volumen muy antiguo cuyo forrode piel olía a viejo. La portada decía Bhagavad Gita y teníasímbolos arcaicos de la India.

Sara bajó la mirada.—Oh, ese libro…—Sí, cariño, ¿te acuerdas cuando me lo guardaste?A ella se le tensó la cara y miró a los ojos a su esposo. Él

tocó el libro y le dijo:—He sido elegido por la Providencia para cumplir este

destino, corazón. Mis hermanos me lo han dicho, no loolvides.

—Sí, tus hermanos muertos.—La muerte no existe. No somos seres humanos viviendo

la experiencia espiritual. Somos seres espirituales viviendola experiencia humana. Somos materia infinita, somoseternos. Ellos están aquí con nosotros —Madero abrió losbrazos mirando lo que los rodeaba.

Ella torció la boca.—Supongo que te lo dijeron en esas sesiones…—Amada, una fuerza indestructible está siempre a nuestro

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alrededor. La fuerza de la vida. Yo soy su soldado. Elúltimo de los soldados de Jesús de Nazaret.

—Amor… —Sara frunció el ceño.Madero se le acercó.—No me digas que no crees…—Mi vida, tú no estás para proteger médiums.—No es eso —el joven le besó la cabeza. Ella se torció y

le dijo:—Francisco, tú mejor que nadie sabes que es el único

punto oscuro de nuestra dicha. De cualquier forma, nunca tepediría que prescindieras de tus ideales porque conozco loapasionado que eres y estoy segura de que primeroprescindirías de mí.

—No prescindiría de ti, cielito mío —y le besó la oreja.Ella se quedó mirando su cepillo de nácar y le dijo:—Estas ideas tan arraigadas son la causa de tu cambio.

Aunque tú no lo notes, has cambiado mucho, vida mía.—Cielito mío, siempre hay que tener esperanza —Madero

esbozó una sonrisa.En ese momento alguien golpeó la puerta.—¿Se puede? —preguntaron desde afuera.Sara reconoció la voz y subió los ojos al techo.

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—Tu hermano Gustavo.—Pasa, hermano, aquí estamos —dijo el presidente.Entró el abogado de rostro relleno, boquita de pez

aplastada entre los cachetes, y pequeños anteojos redondos.—Disculpen que los interrumpa —inclinó el sombrero

ante Sara, se dirigió al presidente y le dijo—: hermanito, teacaba de llegar un telegrama de Francisco León de la Barra.

El presidente torció la cara y miró hacia un lado. Surostro adquirió un tono rojizo de alteración.

—¿Qué dice?Gustavo Madero expandió el telegrama y leyó con el

único ojo que se le movía:—“Me ofrezco como intermediario entre el gobierno y los

revolucionarios”.El presidente miró a Gustavo durante unos segundos.—¿Qué significa esto? ¿Qué opinas?—Mira, hermanito —le dijo Gustavo—, León de la Barra

te hizo muy difíciles las cosas antes de que asumieras lapresidencia. Se suponía que él sólo iba a funcionar comosimple presidente interino cuando se fue Díaz, paraprepararte todo para cuando tú llegaras, pero te enredó lascosas con Zapata y con todos los demás. Te dejó el país con

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las guerrillas mucho más incrementadas. Las mismas que noshabían sembrado para que tú llegaras.

—¿Qué me estás recomendando?Gustavo se ajustó los anteojos y le dijo:—El que se ofrece como intermediario casi siempre es el

traidor.Francisco miró el suelo.—Dios… Entonces, ¿Francisco León de la Barra?—Estás rodeado de enemigos —Gustavo movió el ojo

que no era de vidrio hacia Sara.Con la mirada en su hermano, Francisco levantó el

auricular del teléfono al pie de la cama y digitó dosnúmeros. Miró su reloj y marcaba las 11:50 de la noche. Lecontestó una voz y le dijo:

—Francisco, respecto a tu ofrecimiento de ser miintermediario con los rebeldes, mi respuesta es no.

—¿No? Pero, señor presidente… —dijo la voz al otrolado de la línea.

—No habrá intermediarios, no habrá diálogo. No estoydispuesto a tratar con rebeldes.

Cuando Madero colgó, mantuvo su mano en el auricular.Gustavo le dijo:

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—Hermanito, Francisco León de la Barra pactará con losrebeldes y acordarán que renuncies. Acordarán que elCongreso convoque a nuevas elecciones y que de aquí a esaselecciones haya un presidente interino. Eso mismo lohicieron hace dos años, para que tú y yo llegáramos aquí. Loestán haciendo de nuevo. Luego te matarán.

Sara se levantó, con el corazón bombeando. Lo señaló yle dijo:

—Gustavo, no te permito que hables así sobre mi esposo—y volteó a ver a Francisco—. ¿Es cierto eso, vida mía?¿Es cierto lo que dice Gustavo?

El presidente se quedó sin palabras. Gustavo siguió:—Según la Constitución, a quien le correspondería asumir

la presidencia interina es Pedro Lascuráin, debido a sucargo como secretario de Relaciones Exteriores —afirmóGustavo.

—Pedro Lascuráin… —dijo Madero.—Ya lo tienen armado, hermanito.El presidente tragó saliva.Gustavo miró a Sara, inclinó el sombrero para despedirse

de ella y abandonó la habitación.Sara abrazó muy fuerte a su esposo, y los dos estuvieron

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meciéndose durante varios segundos, mientras veían a travésdel ventanal la Luna en la constelación de Piscis.

El presidente susurró suavemente a su esposa:—Se está repitiendo, cielito.—¿Qué, mi vida?—Todo. Los barcos, la guerrilla, la Conexión H. Todo se

está repitiendo, sólo que ahora nosotros estamos del otrolado —y la apretó más fuerte—. ¿Cuántas veces ha ocurridoesto mismo en esta recámara, cielito mío?

—¿Qué, mi vida?Madero la acarició con mucha ternura y vio la Luna.—¿Habrá sentido esto mismo Porfirio Díaz con su esposa

cuando veníamos nosotros? ¿O Maximiliano con Carlotacuando supieron que lo iban a asesinar?

Ella le apretó las manos muy fuerte.—¿Por qué dices esto, mi vida? A ti no te va a pasar

nada, ¿o sí? —y volteó a verlo, muy asustada.Él le dijo:—Amada mía, tenía razón el general.—¿El general, mi vida? ¿Qué general?Madero se vio reflejado en la ventana y le dijo:—El tiempo es sólo un espejismo, cielito. No es que una

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misma historia se esté repitiendo con distintas personas.Todos somos la misma persona.

Sara abrió los ojos ante esa frase tan perturbadora.El presidente se despegó de su esposa y observó su

propio rostro en el ventanal. Luego se inclinó a la mesa delespejo y tomó el Bhagavad Gita. Caminó hacia la puerta yla abrió pero Sara intentó detenerlo, muy alarmada:

—No, mi vida, no vayas —y se retorció para suplicarle.El presidente salió y cerró. Sara se quedó pasmada. Sabía

muy bien a dónde se dirigía su esposo: a un lugar muyoscuro del castillo que ella detestaba y que de sólorecordarlo le infundió un miedo indescriptible.

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—Bueno, si yo fuera el presidente los correría a todos —medijo Tino debajo del camión—. Luego me correría a mímismo.

—Ah, ¿sí? —le pregunté—. ¿Así resolverías losproblemas de la población?

—No, ésos los resolvería eliminando a la población.

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—Eres el peor presidente imaginario en la historia delcosmos.

Tino se echó a reír cuando el estrujante crujido de unabisagra nos sacó de esa conversación estúpida. Oímospasos. Nos asomamos por debajo del camión y nos dimoscuenta de que el payaso y los del Mexican Herald salían conotras tres personas.

Conversaron durante algunos segundos en la banqueta yles vimos los zapatos. Escuchamos un automóvil decombustión acercarse por San Francisco y se frenó justoenfrente del edificio, al lado de los camiones. Permaneciócon el motor encendido y a continuación llegó un segundovehículo.

El Sin Nombre soltó una sonora carcajada y dijo:—See you at the Macumba, guys. Henry’ll join us over

there, with George Cook. You know where the place is?—Yes. Nonphlet took us there last night.—Settled then. See you there.Se cerraron las puertas y los vehículos arrancaron.Nos quedamos en silencio.—¿Entendiste algo? —le pregunté a Tino.—No te burles. No sé inglés. Pero sí escuché una palabra:

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Macumba.—Bueno, yo también. Lo cual no nos ayuda en nada.Tino me sonrió:—Simón Pedro, ¿de veras no sabes qué es el Macumba?—Bueno, pues… —y busqué con los ojos en mi memoria.—Eres demasiado inocente, Simón. Me preocupas. Vives

en un mundo que te va a aplastar por ser tan bueno.—¿Me perdonas?—Eres tú quien no se lo va a perdonar —Tino me vio

como un lobo. Reptó fuera del camión y lo seguí. Como sifuera una brújula, con su brazo buscó el sureste.

—Es hacia allá, hacia la Merced —señaló.

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En el Castillo de Chapultepec el presidente recorrió haciaabajo, con la sola luz de una vela, la oscura escalera espiralde roca viva que se hundía en el interior secreto de lamontaña.

Se trataba de un espacio cavernoso y frío que existíadesde antes de que el castillo fuera construido. Databa de

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los siglos remotos cuando el pueblo azteca, en su periodomás primitivo, había sido enviado a esa alejada montaña porotras civilizaciones del centro de México.

Al llegar a una puerta de hierro muy oxidada que estabaempotrada contra el muro por medio de enormes tornillos deacero, Madero extrajo una llave de su bolsillo y la insertó enla cerradura. Antes de girar la llave dijo las siguientespalabras: “La muerte no existe. Somos materia infinita.Todos somos la misma persona”.

Giró la llave y al empujar recibió una ráfaga de airehúmedo que venía desde adentro.

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Debido a la rebelión, esa noche de lunes no había tranvías,ni automóviles ni mulas. Para llegar a la Merced tuvimosque caminar, y adicionalmente tuvimos que darle la vuelta atodo el centro de la ciudad, que estaba bloqueado por latrinchera metálica.

En varias de las calles oscuras que recorrimos elambiente era bastante tenebroso debido a que reinaba un

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profundo silencio y los edificios se veían muy viejos, alparecer estaban deshabitados.

Tino me dijo:—Tengo miedo, Simón —y volteó a ver hacia todos lados

—. No quiero encontrarme con Ixchel.—¿Ixchel? ¿Quién es Ixchel?—La Llorona. La mujer descarnada —y me miró con ojos

perversos.—Estás loco, Tino.—No, Simón. Ixchel se aparece por las calles en noches

como ésta, como una mujer sin piel vestida de blanco, comouna luz muy tenue, como una presencia invisible que teenvuelve. ¿No la sientes?

Miré a mi alrededor.—No, no la sientoEnseguida escuché un gemido en el aire, entre los

edificios apagados.—Diablos… ¿Tú hiciste ese ruido? —le pregunté a Tino.—Tengo miedo, Simón —masculló mientras se adhería a

mi hombro.—¿Por qué le dicen la Llorona?—Porque llora.

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—¿Y por qué llora?—Eso lo sabrás pronto…Lo miré por un instante y le dije:—El que me da miedo eres tú.Nos llevó una hora y media llegar a la Merced.Teníamos los pies hinchados y le dije a Tino:—¿Conoces estos lugares?—Sí —y me sonrió con los dientes—, pero el Macumba

sólo lo conozco por fuera. A los basuras como nosotros nonos dejan entrar.

La Merced era un escándalo alucinante. Todo retumbabade sexo, gritos y tambores africanos. De un metro a otrocambiaba la música.

Tino me dijo:—Si supieras cómo he soñado con poder entrar al

Macumba —y miró el cielo con los ojos brillantes—. Haychicas de China, de Marruecos, de Turquía —se relamió loslabios—. Dicen que adentro hay lagos de fuego.

—Yo he soñado con la paz mundial…Tino me miró con severidad. A nuestro lado pasaban

holandeses, alemanes, irlandeses, australianos, japoneses,ingleses y americanos. Entraban y salían de los tugurios con

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tarros de cerveza, cruzaban la calle en hordas mientrasgritaban y hacían señas. Un rubio alto que podría haber sidonórdico golpeó el cofre de un Lanchester con una botella yse suscitó una pelea.

La mayoría de esos sujetos eran aventureros y traficantes.Se oían todos los idiomas menos el español.

—Simón, ¿me vas a decir qué estamos investigando?—No.—¿Por qué estamos siguiendo a esos estirados?En la acera también caminaban mujeres semidesnudas que

se contoneaban en sus tacones. Según Tino, algunas eran lashijas de los habitantes de las vecindades podridas de lasperiferias.

De pronto un niño pequeño se acercó con costalitos detela cerrados con moños.

—¿Opio? —nos preguntó y alzó uno.Tardé un instante en contestar, y al fin negué con la

cabeza.—Aquí es… —interrumpió Tino y señaló hacia arriba.Vi un enorme letrero con antorchas a los lados, debajo del

cual había cuatro leones encadenados. Leí en voz alta:“Macumba”.

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Un sonido de percusiones tribales retumbaba por todaspartes.

La entrada era un arco gigantesco y detrás había un pasillode llamaradas que salían de braceros del tamaño de unhombre. Una alfombra roja conducía al fondo delestablecimiento y a cada lado había negros golpeandotambores.

—No nos van a dejar entrar —me dijo Tino.—¿Lo crees?—Sí, somos dos tristes soldados sin dinero.—Entonces, ¿por qué viniste? —le pregunté.Tino se volvió hacia mí e hizo una mueca, parecía

ofendido y consternado:—Vine por lealtad al egoísta de mi pinche jefe.—Entonces nunca digas que no se puede. Serviste con

Bernardo Reyes, todo se puede.Comencé a avanzar dentro del corredor sin que me

importaran los leones —yo tampoco les importé a ellos; dehecho estaban amodorrados en el suelo—. Tino me siguió.Caminamos y sentimos las miradas de los negros, a los quese les arrugaron las narices. Les debimos de parecerdespreciables, seguramente por nuestros uniformes de

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soldados. Desde luego, el de Tino estaba en un estadomucho más lamentable que el mío, pues tenía sangre y caca.

—Jefe, ni siquiera has tenido la decencia de explicarmequé estoy haciendo aquí. ¿Cuál es nuestra misión? —preguntó Tino.

—Tienes razón, tu primer trabajo es no dirigirme lapalabra.

—No tienes madre, Simón. Te estoy sirviendo conlealtad. ¿Así me pagas? Me las vas a pagar en el infierno.

Nos aproximamos a cuatro gigantescos africanos que eranel primer retén.

—Nos van a humillar, Simón. Nos van a sacar en hombrosy nos van a arrojar a la calle enfrente de las chicas.

Me metí la mano en el bolsillo, saqué el billete de Wilsony se lo mostré a Tino entre los dedos.

—Yo creo que no.

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Nos lanzaron al asfalto.Fuimos la risa de los extranjeros. De improviso se acercó

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un adolescente y nos ofreció la mano para levantarnos.—Considérense afortunados —dijo.Lo vimos hacia arriba, contra la deslumbrante luz del

farol SPS de la calle. Era delgadito y con mucho acné. Teníael cabello relamido hacia un lado.

Nos pusimos de pie. Encendió un cigarro y se paró en lacalle con el estilo de Casanova.

—Por lo menos los dejaron llegar hasta el túnel —continuó—, y eso sólo porque hoy no han llegado losgolpeadores.

—¿Los golpeadores? —pregunté sorprendido.Casanova llevaba traje blanco y zapatos blancos. Nos

miró por encima de la nariz y nos dirigió una sonrisasoberbia.

—A mí tampoco me dejaron entrar —se quejó y se colocóel cigarro en la boca.

—¿Qué edad tienes? —le pregunté.—Dieciséis.—¿Dieciséis? ¿Y qué haces aquí?En ese momento pasó una chica que gritó:—¡Adiós, papi!El adolescente le contestó con una sonrisa muy galante,

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con el cigarro entre los dientes. Luego le lanzó un beso conun aro de humo.

A continuación pasó otra mujer y le dijo:—Hola, pastelito, ¿dónde te has metido? Todas me están

preguntando por ti.—Diles que me esperen —sonrió—, tarde o temprano

llegaré.—Hola, precioso —le dijo otra—. ¿Cuándo vuelves a

quedarte conmigo?Tino y yo nos quedamos pasmados.—Bueno, ¿tú qué eres aquí? ¿El hijo del dueño? —

pregunté.—Ja, ja —me sonrió con la mitad de la boca—. Sólo soy

un pianista. Toco ahí —y señaló un tugurio al otro lado de lacalle, cuyo rosáceo e iluminado letrero decía “Carolina’s”.

Tino y yo cruzamos miradas.—Bueno, la verdad es que toco en todos lados —nos dijo

—. Toco donde me dejen —y volvió a chupar su cigarro—.Ustedes saben, hay que hacer ahorros. Necesito agentes,publicistas, se va a requerir toda una inversión para hacermefamoso.

Nos hizo sonreír.

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—Lo bueno es que lo tienes planeado —le dije.—Oh, claro —alzó las manos en un ademán arrogante—.

No nací para ser un cualquiera como ustedes —y pateó unabotella vacía.

—Pues yo sí —le contestó Tino con un asomo de iracontenida—, y él también —y me señaló.

El chico alzó los ojos al farolito y lentamente dejó saliruna bocanada.

—Yo nací con la luna de plata. Voy a hacer música que leva a dar vueltas al mundo —dijo con altivez.

Guardamos silencio por unos instantes. A lo lejos seescucharon los cañonazos y los disparos del centro de laciudad.

—Y ustedes, ¿con quién están, soldados? ¿Con losrebeldes o con el imperio? —inquirió el adolescente con untono burlón.

—¿Te refieres a Félix Díaz? —le pregunté.Ahora pasó una chica de cabello rojo esponjado y le dijo:—Hola, flaquito. Te espero en el Nigeria.—Okay, nena, allá te veo.Tino seguía perplejo y comentó:—Al parecer, a tus dieciséis ya tuviste más sexo que el

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que yo voy a tener durante el resto de mi vida.El púber lo tomó del brazo y caminó con él unos pasos

bajo el farol.—Mira, el secreto fue la palabra que me dijo Doris. ¿Te

fijaste cuál fue? —preguntó y se estiró hacia atrás.—Déjame pensar… —Tino frunció el ceño y pujó—.

¿Hola?—No… Flaquito.—¡Oh!—¿Y sabes por qué?—No, ¿por qué?—Mientras más flaquito eres, más grande tienes el pene.Tino y yo nos volteamos a ver.—A ver, a ver. ¿Y eso quién lo dice? —preguntó Tino

con expresión ceñuda.—Lo dice la ciencia —sonrió el joven.—Bueno, en ese caso, yo también soy flaquito —repuso

Tino.—No, tú eres desnutrido, mas no flaco por complexión.

Tienes la cabeza redonda, mira —lo señaló—. En cambioveme a mí —y se silueteó la afilada cara con los dedos—.Lo tienes pequeño.

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Tino me miró y se rió de los nervios:—¿Puedes creerle a este tipo? Le voy a romper la cabeza.—Eso no va a hacértelo más grande —convino él.—¿Cómo sabes que no lo tengo más grande que tú,

escuincle?—Lo tienes pequeño y arrugado. Es un hecho. Y este

secreto vergonzoso te ha traumado durante toda tu vida.—Pues eres un idiota y te estás ganando una paliza.Me interpuse entre ambos y le susurré al adolescente:—Tino es infalible, invencible e inmortal. De acuerdo

con sus propias declaraciones, es el rey de su propiouniverso.

—No me extraña su reacción violenta —me dijo—. Sabeque estoy diciendo la verdad. Hasta ahora nadie hizopúblico que lo tiene pequeño. ¿Estarías dispuesto a apostarconmigo? —le preguntó Tino—. ¿Tienes las agallas paraprobar que no es cierto lo que te estoy diciendo?

—¿Cómo dices?El joven sacó de su pantalón una cartera blanca y la abrió

frente a nuestros ojos. Estaba llena de billetes de ciendólares.

—Te apuesto cien dólares a que lo tengo más grande que

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tú. Si ganas, te llevas este billete. ¿Qué te parece?Tino me miró y parpadeó varias veces encrespado.—Yo apostaría —le dije—. Son cien dólares. Eres

invencible, ¿lo recuerdas? —y le sonreí.Tino tartamudeó:—¿Ves? —me dijo el adolescente—. Está dudando.Tino se le abalanzó para golpearlo pero lo detuve. El

adolescente se limpió el traje con las manos.—El invencible resulta ser, además de tullido sexual, un

incivilizado. Miren —nos dijo—, para que vean que soyjusto vamos a hacerlo los tres —y sacó un segundo billete decien dólares—. Les apuesto a que yo lo tengo más grandeque cualquiera de los dos. Si gano, me das ese billete quetienes ahí —y señaló el billete de Wilson que yo tenía en lamano—. Si ustedes ganan, le doy cien dólares a cada uno.

—Es decir, ¿doscientos? —le pregunté.—Bueno, claro —entrecerró un ojo—, todo indica que

aprendiste a multiplicar en la primaria.Me hizo pensar. Serían doscientos dólares. Sumándolos a

los cien de Wilson, tendríamos trescientos, todo en unoscuantos minutos. Pero todo dependía del tamaño del pene deTino.

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—¿Qué dices? —le pregunté a Tino.Tímidamente le echó una mirada al bulto entre sus

pantalones.—Tenemos que decidir —lo presioné—. No creo que a

los dieciséis años lo tenga más grande que nosotros.Tino me dijo:—Sólo tengo cuatro centavos, Simón.Me rasqué la barbilla y le pregunté al adolescente:—Bueno, ¿y quieres que nos bajemos los pantalones aquí

mismo?Él se irguió muy elegantemente y batió la mano.—Vamos, no te ahogues en los detalles en este momento.

Luego vemos eso. Primero define el qué y luego defines elcómo.

—Claro… —asentí varias veces.Era el momento de una decisión crucial.Detrás del adolescente, entre las llamaradas del Macumba

vi aparecer a un grupo de hombres con abrigos negroscaminando hacia nosotros. Dos de ellos me estaban viendo amí directamente. Uno de ellos era el payaso y el otro eranada más y nada menos que Henry Lane Wilson.

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En ese instante, el presidente recorría un oscuro pasadizo deroca que escurría agua por los muros. Con la luz de la velaavanzó hasta el corazón de la montaña y llegó a una cavidadque tenía goteras. El olor a moho era penetrante.

Con la vela iluminó a su alrededor y observó variosmuebles y tapices. Con la llama encendió cuatro velas másque estaban en las esquinas de un escritorio muy antiguo. Alcentro del mismo había un tablero de madera con letras delalfabeto y símbolos esotéricos. Se trataba de la ouija, unobjeto de brujería y espiritismo que había sido condenadopor la Iglesia.

El presidente caminó detrás del escritorio y se sentó en lasilla. La vela que traía la insertó en un candelero que seencontraba justo en el centro del escritorio. Extendió losbrazos sobre la helada superficie y cerró los ojos. Detrás desu cabeza lo observaba un retrato de un hombre misteriosollamado Allan Kardec, fundador de la corriente Espírita en1857, muerto de un aneurisma cerebral en 1869.

En medio de un silencio absoluto, el presidente susurró

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las siguientes palabras: “Hermanitos del mundo invisible,seres sin forma del entorno infinito, necesito que me hablenesta noche”.

A continuación un viento helado empezó a circularlentamente alrededor de la habitación. Presenciassobrenaturales se arremolinaron sin sonido en torno al jovenFrancisco y las flamas de las velas, como si fueranempujadas, se inclinaron suavemente hacia la ouija.

Los nombres de esas entidades eran Raúl y José Ramiro,muertos muchos años atrás.

El presidente abrió los ojos e hizo un gesto espeluznante.

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Nosotros estábamos aterrorizados.Yo, por ver a Wilson y al payaso venírseme encima desde

el Macumba, seguidos por Paul Hudson, William Maas y losdemás hombres distinguidos que los acompañaban.

Tino y el adolescente tenían miedo sólo porque yo se loscontagié.

Wilson se puso enfrente de mí, y detrás de su espalda

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emergió, por su enorme altura, la cara tosca del payaso decabeza calva y largos mechones negros a los lados. Elsiniestro personaje me sonrió arrugando la cicatriz que lellegaba hasta el mentón.

Wilson torció el ceño.—¿Juan Diego? ¿Se puede saber qué demonios haces

aquí? ¿Me estás siguiendo?Yo tragué saliva.Volteé a ver a Tino y al adolescente, que estaban

petrificados.—No, embajador. Sólo estamos buscando chicas —le

expliqué a Wilson.Tino le extendió la mano temblorosa y le dijo:—¿Usted es el embajador, señor? Mucho gusto. Yo

trabajo con Simón —y le sonrió—. Soy el segundo almando, por si me necesita.

El embajador lo vio de arriba abajo con asco y leextendió sólo el dedo meñique, que luego se limpió en elchaleco. Tino le dijo:

—Señor, yo admiro mucho a su país. Siempre he soñadocon conocer Alemania.

—¿Alemania? —preguntó Wilson y me fulminó con la

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mirada.Yo me quería morir.Tartamudeando, le dije a Wilson:—Señor, mi amigo está muy emocionado. Se confunde

cuando está nervioso.Wilson me puso la mano en el hombro y me atenazó muy

duro la clavícula, hasta hacerme caer sobre mis rodillas.Desde arriba me dijo:

—Eras mi esperanza, Juan Diego. Mi esperanza de quelos mexicanos fueran bien portados. Este lugar está lleno dedepravación —me sonrió—. Recuerda que mañana tienesmucho trabajo y no quiero que te desveles, ¿okay?

El embajador sacó de su bolsillo un grueso fajo debilletes doblados y se lamió el dedo para contarlos. Nos dioun billete de cien dólares a cada quien.

—Para que se diviertan, pero rápido, ¿sí? No me lodesvelen.

Yo asentí, con chorros de sudor cayéndome por loscachetes. El adolescente de traje blanco sonrió mucho y ledijo:

—Gracias, señor embajador. Por cierto —y sacó de sucartera una tarjeta de presentación que le extendió—: soy

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pianista. Me llamo Agustín Lara. Sé que el próximo sábado22 de febrero dará una recepción muy importante en laembajada, en honor de George Washington. Será un granprivilegio amenizar esa fiesta para usted.

El embajador estudió la tarjeta torciendo el bigote.—Muy bien —y se la guardó en el saco.Wilson me dio una dura palmada en el hombro y se

dirigió hacia el otro lado de la calle, en dirección al letrerorosado de Carolina’s. Los otros lo siguieron.

—Ahí es donde están las verdaderas putas —nos dijoAgustín Lara.

El payaso de mallas blancas y zapatos de hebilla,viéndome de rodillas me puso un nudillo en la cabeza y mefrotó muy duro el cráneo. Enseguida se fue detrás de Wilsondando zancadas de campana con las piernas torcidas haciafuera, sin dejar de mirarme con su horripilante sonrisa. Melatía el cuero cabelludo.

Nos quedamos mudos debajo del farolito.—¿Trabajas para el embajador? —me preguntó el

adolescente, asombrado.Me levanté y me sacudí las rodillas.—Sí.

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—Vaya, desde este momento eres mi mejor amigo. Llevoaños viendo a esos estirados en las mesas y hasta hoy pudeestrecharle la mano al señor Wilson.

—¿Sabes quiénes son los demás? —le pregunté entredientes.

—Oh, sí —dijo mientras veíamos que los hombresentraban en el Carolina’s—. Aquí todo el mundo los conoce,son la “Sociedad de amigos del embajador”. Paul Hudson,director del Mexican Herald; George Cook, encargado deprovisiones del gobierno de los Estados Unidos y presidentedel American Bank de México; Harold Walker,representante de la compañía petrolera Huasteca Petroleum;B. V. Wilson, representante de la petrolera mundial StandardOil, de John D. Rockefeller; Edward Nonphlet Brown, expresidente del Ferrocarril Nacional Mexicano yrepresentante en México de uno de los banqueros máspoderosos del mundo…

—Ah, ¿sí? —le pregunté.—Edgar Speyer… —dijo y se chupó el cigarro—.

Nonphlet Brown tiene negocios con el secretario deRelaciones Exteriores, Pedro Lascuráin. Ellos y el cirqueroEdward Orrin consiguieron los contratos del gobierno para

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fraccionar y desarrollar dos nuevas colonias, la Roma y laCondesa.

—¿Es el área donde está la embajada? —inquirí.—Así es —respondió—. Fue hace diez años. Todo lo de

abajo es una red de túneles que conecta todo.—¿Túneles?—Los hicieron por medio de dos compañías: la

Compañía de Terrenos de la Calzada de Chapultepec y laCompañía de la Colonia Condesa. Son los reyes de lacolonia Americana y del Jockey Club. En los EstadosUnidos les dicen La Mafia Tropical.

—¿Quién es el alto, el que parece payaso? —pregunté.—Bueno —Agustín torció la boca—, de ése preferiría no

hablarte.—Hazlo.—Se llama Sherburne Gillette Hopkins. El Señor H, le

dicen.—¿Señor H? —abrí los ojos.—También lo llaman Satán.—Válgame Dios.—Maneja todo aquí. Armas, opio. Todo el tráfico ilegal.

Todos aquí —y señaló a la redonda—, todos trabajan para

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él. Controla todo el opio que llega desde la India y Chinavía Acapulco. También controla el contrabando dearmamento que llega desde los Estados Unidos.

—Qué pinche horror.—Habla español como tú o como yo. Su jardín de juegos

es América Latina.—¿Jardín de juegos? ¿A qué te refieres?—Hace revoluciones.—¿Revoluciones?—Sí, mira: Panamá, 1903. Nicaragua, 1909. Cuba, 1898.

Hopkins es militar, capitán. También es abogado. Su trabajoconsiste en entrenar a guerrilleros en países para derrocargobiernos. Trabaja a las órdenes de un magnateextraordinariamente poderoso.

Tino y yo nos volteamos a ver desconcertados. El chicodejó caer la colilla de su cigarro y la aplastó con su blancozapato.

—Estuvo en Chile y en otros países… —continuó con lahistoria de Sherburne Hopkins—. Hace once años elCongreso de los Estados Unidos decretó hacer el Canal dePanamá para comunicar el Océano Pacífico con el OcéanoAtlántico. El canal representa un proyecto estratégico

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crucial para el comercio y para la guerra, para pasar losbarcos de un lado a otro del mundo. El gobierno de losEstados Unidos le dio una fortuna al presidente de Colombiapara que aprobara su construcción, y éste obedeció, pero elSenado colombiano dijo que no. Por lo cual, en verano de1903, aparecieron misteriosamente grupos guerrilleros enColombia, concentrados en la zona de Panamá. Esos gruposexigían al gobierno colombiano que Panamá seindependizara.

—Diablos —dije.—Así es, cuate. Por eso Panamá ya es un país. Es un país

artificial, creado por los gringos. Como el gobierno deColombia inició la guerra contra esos guerrilleros deHopkins, en octubre de 1903 aparecieron barcos de guerraamericanos en los puertos de Colombia, para proteger elderecho a la libertad de los habitantes de la región dePanamá.

—¿De veras? —pregunté mientras Tino permanecíaboquiabierto.

—El 3 de noviembre estalló la supuesta revolución. Eldía 4, los rebeldes declararon la independencia de Panamá.El 6, los Estados Unidos reconocieron oficialmente a

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Panamá como país autónomo. El 18, apareció un presidentepara ese nuevo país llamado Jean Buneau, que habíatrabajado con los americanos en el diseño del canal, y esehombre firmó el acuerdo para construirlo. Y así, el 9 demayo de 1904 empezó la construcción.

Al ver que Tino y yo permanecíamos callados, el jovenagregó otro dato sorprendente:

—Por si fuera poco, en 1891 Sherburne Hopkins fue elresponsable de la movilización de la guerra civil en Chile,que terminó con el suicidio del presidente Balmaceda…

—¿Cómo sabes todo esto?—Mira a tu alredor —y echó un vistazo a la redonda—.

Estás en el corazón del espionaje en la ciudad de México.Donde están las putas está la información. Sólo en lugarescomo estos afloran los secretos. Son operaciones secretas.En Nicaragua, hace cuatro años, hicieron renunciar alpresidente José Santos Zelaya. Lo hicieron huir del país ysólo el presidente Porfirio Díaz le dio refugio en México, locual enojó bastante a los Estados Unidos, que ya estabanbastante molestos con Díaz.

—Puf… —suspiré.—Los gringos tienen un proyecto para hacer otro canal

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interoceánico en Nicaragua, mucho más grande que el dePanamá, y también otro en el Istmo de Tehuantepec deMéxico, pero Zelaya quería dárselo a los ingleses, a uningeniero llamado Weetman Pearson.

—¿Sir Weetman Pearson? ¿Lord Cowdray? —pregunté.—La magia comienza en noviembre de 1909 —explicó

Agustín—, sólo un mes después de una entrevista privadaque tuvieron Porfirio Díaz y el presidente de los EstadosUnidos William Taft, cuando estalló la revolución enNicaragua.

—Dios…—Así es —prosiguió—, con armas, financiamiento

estadounidense y la supervisión del Señor H. En diciembreaparecieron buques de guerra americanos en Nicaragua. Sebajaron los marines, y el 17 de diciembre Zelaya huyó aMéxico. El 21 de diciembre los gringos plantaron un nuevopresidente llamado José Madriz, controlado por ellos, yNicaragua es ahora una colonia de los Estados Unidos.

—Es increíble… —repetí.El adolescente desenfundó su cajetilla de cigarros, se

colocó uno más en la boca y lo prendió con su encendedorplateado.

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—Hace dieciocho años lo hicieron en Cuba. Sembraronuna guerrilla y se convirtió en una guerra civil. Tres añosdespués, Cuba se independizó de España, pero ahora es unabase naval americana.

—Bueno —le dije—, eso es realmente pinche.—Así es —me dijo el puberto—. Los Estados Unidos han

hecho todo para sacar a las potencias europeas delcontinente americano. En realidad es una guerra secretacontra Inglaterra, que también quiere tener el control de estecontinente. Para no declararse la guerra abiertamente, loestán haciendo por medio de revoluciones y golpes deEstado en los países que se disputan.

—Caramba.—Todo esto lo planeó Thomas Jefferson en 1786, cuando

los Estados Unidos se acababan de liberar de Inglaterra:apoderarse de Florida y Cuba para controlar navalmente elmar Caribe; comprarle Luisiana a los franceses y Oregón yAlaska a los rusos; quitarle California, Texas y Arizona aMéxico y luego expulsar a las potencias europeas decualquier otra región del continente para dominar toda estamitad del planeta. Luego conquistar el resto del mundo. Esun plan a quinientos años.

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—¿Y qué hace ese señor Sherburne Hopkins aquí enMéxico? —preguntó Tino, que no había perdido detalle delo que decía el adolescente.

—Amigos míos, Hopkins está aquí desde 1910 —respondió—. ¿Quién creen que puso a Francisco Madero?

—¿Eh?—¿Quién creen que convirtió a Zapata, Villa y Orozco en

líderes de una revolución armada para que Madero subieraal poder?

—¿Qué estás diciendo? —pegunté admirado.—Se requiere armamento de última generación para

derrocar a un gobierno, cuate, y más a un gobierno tanpoderoso como el de Porfirio Díaz, que había durado treintaaños. Se necesitan tácticas, sistemas avanzados decomunicación para coordinar las operaciones a nivelnacional. Pascual Orozco era un cargador de minas. Zapataera un líder en una aldea, y Villa era un ladrón de vacas.Madero era el hijo de un hacendado y no sabía nada dearmamento. Alguien los tuvo que capacitar…

—Dios… ¿El Señor H?El joven aspiró su tabaco.—Hopkins puso a Madero y ahora está moviendo las

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mismas guerrillas para derrocarlo.—Esto es una locura. Si él lo puso, ¿por qué ahora lo

quiere derrocar?—Hopkins no es más que un agente. Obedece a alguien de

mucho más arriba.—¿Al presidente de los Estados Unidos?—Para nada.—¿Para nada?—Tal vez ni siquiera Taft sabe todo lo que está en juego.

Además él se va en dos semanas. El 4 de marzo entraWoodrow Wilson. El que está controlando todo es unmagnate al que llaman el Patriarca.

—¿El Patriarca? ¿Quién es el Patriarca?—Ah, eso yo no lo sé —dijo el adolescente serenamente

fumando su cigarro—. Sólo sé que hace cuatro años esehombre presionó al presidente William Taft para que tuvierauna reunión privada con Porfirio Díaz en El Paso, Texas, ypara que ahí le ordenara a Díaz algo que Díaz no quisoobedecer.

—¿La entrevista del 16 de octubre de 1909?—Exacto. Nadie sabe sobre qué hablaron en esa reunión,

pero cuando terminó, dicen que Porfirio Díaz estaba pálido.

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Un año después comenzó la Revolución mexicana.—Demonios…—Bueno —se me acercó—, en realidad hay un solo ser

humano que sabe sobre qué hablaron, debido a que estabaahí por orden de Taft y del Patriarca.

Se me abrieron los ojos.—¿Quién? —le pregunté.—Se llama Enrique Creel.—¿Enrique Creel? ¿El ex gobernador de Chihuahua?—Así es.Volteé a ver a Tino. Le dije:—Tenemos que averiguar quién es ese Patriarca —y me

volví de nuevo hacia el adolescente—. ¿Dónde está EnriqueCreel ahora? ¿Crees que podamos contactarlo?

—Lo saben los masones —y me sonrió.—¿Los masones?—Hay un secreto masónico detrás de todo esto. Busquen

al Señor Oscuro.—¿Señor Oscuro? —pestañeé consternado.—Eres un embustero —le dijo Tino—. Te imaginas

cosas, amigo. Dedícate a tu piano y deja de enredarnos entus fantasías.

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El adolescente se arremangó el saco.—¿Quieres que te parta la madre, cabezón?—Arráncate, pendejo —y Tino se arremangó la casaca.Yo me coloqué entre ellos para evitar la golpiza.—¿De dónde sacas esta información? —le pregunté al

puberto.—Mira a tu alrededor, cuate —me dijo—. Estás en la

zona roja de la ciudad de México. Todos los políticosvienen al Macumba y se acuestan con las putas. ¿Acasocrees que ellas no les preguntan cosas? Luego ellas me lasdicen a mí. Éste es el centro de espionaje de la ciudad deMéxico, mi estimado. ¿A poco crees que Enrique Creel noviene a estos lugares?

—¿Ha venido? —pelé los ojos.—De hecho acabas de ver pasar a su favorita.—Ah, caray.—La pelirroja que me dijo flaquito.—Oh, Dios. Tengo que hablar con ella. Llévame con ella.—Te la voy a poner más fácil. Por las mañanas trabaja en

la pastelería El Globo. Se llama Doris, búscala…Eso iba diciendo el pianista, cuando tronó un cañonazo en

la fachada del Carolina’s. De inmediato nos tiramos al

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suelo. Nos cayeron pedazos de muro a los lados y la nube decenizas calientes nos arrasó las espaldas. Todo se llenó deun humo negro muy espeso y no se podía distinguir lo quehabía a un metro de distancia. Alguien nos disparó conametralladoras y salimos corriendo y tosiendo en medio dela oscuridad.

—¿Estás ahí, Tino? —grité jadeando, buscándolo en laneblina.

—Sí, jefe, aquí estoy —me respondió una voz.Comenzaron los gritos y se dispararon las sirenas. La gentecorría de un lado a otro.

—¿Dónde quedó el chico? —le pregunté a Tino.—No sé, jefe… ¡Por cierto, pendejito, mi pene es más

grande que el tuyo! —vociferó.

52

A la mañana siguiente desperté y me percaté de que Tino sehabía pasado a mi cama. Estaba en posición fetal ychupándose el dedo. Lo tiré de una patada.

—No, no… ¡Los gansos no! —gritó y se levantó de un

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brinco.Nos habíamos quedado en un hotelucho a las afueras de la

ciudad. Eran las siete de la mañana—Tino Costa —le dije—, eres la garrapata más grande

del mundo —me coloqué el uniforme y le aventé el suyo—.Sólo Dios sabe por qué te puso en mi vida. Pero ahora mevas a ser de utilidad.

Tino se limpió las lagañas.—¿Simón? ¿Eres tú Simón Barrón? —bostezó.—He decidido dividir el trabajo —le dije—. Ya que

trabajas a mis órdenes, tú irás a buscar a la pelirroja delMacumba a la cafetería El Globo.

—Ah, ¿sí?—Encuéntrate con ella y véanme a las diez y media en la

fuente central de la Alameda. ¿Entendido?Se volvió a restregar los ojos y me preguntó:—¿Y tú? ¿Tú que vas a hacer?—Yo voy a buscar al Señor Oscuro.Tino se encogió de hombros y terminó por aceptar el

encargo.Abandoné el hotel. La mañana estaba muy fría y el cielo

estaba despejado. El aire olía a pólvora.

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Me persigné y caminé directamente hacia la prisiónmilitar de Santiago Tlatelolco, donde todo había comenzado.

Una vez ahí, me dirigí hacia el norte por la ancha calzadade los Misterios, hacia las montañas. Cuando pasó uncarruaje de mulas, me trepé a la canasta y me fui sobre loscostales hasta salir de la ciudad.

En las faldas del Tepeyac salté del carro y escalé hacia labasílica de Guadalupe. El aire helado soplaba con fuerza.Subí la escalinata hasta la explanada. Me arrodillé mirandoel gran templo y le dije a la Virgen: “Virgencita, esta vez novengo a verte a ti, sino a resolver un enigma, ¿meperdonas?”

A continuación corrí por detrás de la edificación. Estabaseguro de que ése era el lugar para averiguar el secretomasónico detrás de todo esto. Troté detrás de la Basílica ysubí la vereda que serpentea hacia la montaña, hasta elcementerio.

Una vez arriba, vi lo que esperaba ver. Había un grupo depersonas vestidas de negro, escuchando una misa alrededorde un féretro negro. A la redonda, en los filos de la montaña,había soldados del gobierno que les apuntaban con rifles.

—Oh, Dios mío… —y me dirigieron sus cañones.

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Me aproximé lentamente a los concurrentes. Recordé algoque me había dicho el general Reyes: “Cuando me muera,quiero que me entierren con la Virgen morena”.

Era el sepelio del general Bernardo Reyes. Ahí estaban suesposa y sus hijos Alejandro, el joven Alfonso, Amalia y lapequeña Otilia, amenazados por los federales.

Me uní al pequeño grupo. No me conocían, ni los hijos nila viuda. Inspeccioné con cuidado los atuendos de los otrosdiez hombres que estaban ahí. Tenían medallones plateadosen el cuello, con las imágenes de una escuadra y un compás,el símbolo de la hermandad masónica. Eran los llamadoscaballeros templarios.

Tambaleándome en el pasto, me aproximé detrás de laviuda. Los soldados del gobierno me siguieron con susrifles. Me coloqué detrás de uno de esos hombres y lepregunté:

—Buenos días, señor. ¿Alguien de ustedes conoce alSeñor Oscuro?

Por su expresión, comprendí que estaba cometiendo unaindecible insolencia.

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53

Tino inició el día con imprudencias.Llegó a El Globo y les dijo a las cajeras que venía de

parte del embajador de Alemania.—¿Se encuentra Doris? —les preguntó.Detrás de la puerta de la cocina apareció una mesera muy

coqueta de cabello rojo y esponjado.—Hola, preciosa. Yo soy Tino Costa, necesito que me

platiques sobre tus acostones con el señor Enrique Creel.

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Los caballeros templarios se miraron entre sí. Dos de ellosse desprendieron de la ceremonia y caminaron hacia lo altode un montículo de hierba, acosados por las miras de losfederales. Yo los seguí.

—¿Quién eres? —me interrogó el más alto.—Soy Simón Barrón, leal a las fuerzas del general

Bernardo Reyes…—¿Y buscas al Señor Oscuro?

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—Sí.El caballero que me hacía las preguntas cruzó miradas

con el otro. Luego miró a los soldados.—¿Qué es lo que necesitas del Señor Oscuro?Se me trabaron las palabras en la garganta.El menos alto le dijo:—Sé quién es este chico. Primer regimiento de infantería.

Estuvo con Bernardo en su celda durante los últimos diezdías. El domingo lo acompañó hasta el palacio.

Reconocí su rostro, él había visitado al general la tardedel sábado.

—¿Qué es lo que necesitas, hijo? —me preguntó el primercaballero. Los prismas de la luz solar le pasaron enfrente dela cara y advertí un signo masónico que le resplandecía en elcuello.

—Yo… —dije y me quedé sin habla.—¿Quién te mencionó al Señor Oscuro? ¿Para quién

trabajas ahora? —me preguntó con amabilidad.—No puedo decírselo, señor…El caballero se detuvo y me miró con severidad:—Hijo, si quieres que te ayude me lo tienes que decir —

dijo y se sentó sobre una gran roca. El otro se sentó junto a

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él y desde ahí contemplaron la vastedad del Valle deMéxico.

—Trabajaste para un gran hombre —me dijo el hombrealto—. Bernardo habría cambiado este país para siempre.Lo habría convertido en una potencia. Tenía un plan paralograrlo.

—¿El Plan de México? —le pregunté.—Así es… —respondió y sus ojos se iluminaron—.

¿Dónde está el cartucho, hijo?—¿El cartucho? —recordé el cilindro verde metálico con

un águila rodeada de serpientes, girando en las manos deVon Hintze. El hombre me dijo:

—Si estuviste con Bernardo en los últimos momentos,debes saber a quién le dio el cartucho. Dime dónde está.

Me quedé pensando.—No lo sé, señor.—Hijo, ese documento es el objeto más valioso que

existe en este país. Puede cambiar el futuro. ¿Dónde está?Tragué saliva.El caballero miró el horizonte y aspiró hondo.—Hace más de cien años, casi todos los países del

continente americano se independizaron de los imperios

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europeos. Pero sólo los Estados Unidos se convirtieron enuna potencia. ¿Sabes por qué?

—¿Por qué, señor? —torcí la boca.—Porque tuvieron un plan, lo concibió un hombre

llamado Thomas Jefferson. Bien, pues el cartucho deBernardo Reyes es el Plan de México. ¿Ahora entiendes porqué digo que el documento puede cambiar el futuro?

Me quedé pensando y al cabo de unos segundos él siguiócon su explicación:

—Cuando los Estados Unidos se independizaron deInglaterra se detonó el plan de Jefferson. México y el restode América Latina aún formaban parte de España y Portugal.Los Estados Unidos enviaron agentes encubiertos a esospaíses para que se rebelaran contra España y pudieran sercontrolados por los Estados Unidos. El plan se llamabaAmérica para los americanos.

—Dios… —dije en voz baja.—El agente que enviaron a México se llamaba Joel

Roberts Poinsett.—¿Poinsett?—En abril de 1812 el virrey Francisco Javier Venegas

escribió una carta secreta desde México al gobierno español

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que decía más o menos así: “Me reporta el ministroplenipotenciario que han ocurrido movimientos hostiles enFiladelfia, que se dirigen a fomentar la revolución de estereino, con el objeto de unirlo a la Confederación Americana,y que sabe que reside aquí un agente del referido gobiernollamado Poinsett”. Poinsett vino a México para separarlo deEspaña y someterlo a los Estados Unidos.

—Demonios…—En la embajada americana hay un cuadro de ese

hombre, justo en el despacho del embajador. Se dice que enla parte de abajo hay un código secreto en el que estáncifradas las futuras etapas del plan de Jefferson.

“¿Así que ése es Poinsett?”, al instante recordé al duendede las patillas y el sombrero de hebilla. Me esforcé porcontener el revoloteo en mi mente y guardé silencio.

—Cuando México se independizó de España —prosiguióel templario—, el presidente de los Estados Unidos, JamesMonroe, amigo de Jefferson, volvió a enviar a Poinsett aMéxico y le asignó cuatro misiones que debía mantener ensecreto.

—Ah, ¿sí? ¿Cuáles? —pregunté.—Primero, impedir la entrada de cualquier potencia

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europea en México. Segundo, forzar a México a firmar untratado preferencial de comercio con los Estados Unidos.

—¿Tratado preferencial de comercio?—Sí, el objetivo era que en México sólo se vendieran

productos fabricados en los Estados Unidos. Se trataba,pues, de establecer un impuesto para todo lo que viniera deEuropa.

—Oh, Dios.—Tercero, sembrar una rebelión en el territorio mexicano

de Texas para que ese estado se independizara de México yse fusionara a los Estados Unidos.

—No puede ser.—Cuarto, para poder llevar a cabo todo esto, crear en

México un nuevo partido masónico que destruyera a losmasones que ya estábamos aquí y que dependíamos de lospaíses europeos.

Observé nuevamente el medallón del caballero, quiensiguió adelante con las revelaciones:

—Poinsett fundó secretamente la Gran Logia NacionalMexicana y el Gran Oriente Yorkino, auspiciados por laGran Logia Yorkina de Filadelfia y por la Gran Logia deNueva York. A esta red la llamó Partido Americano y la

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utilizó para absorber y controlar a los políticos mexicanos.—Demonios… —no tenía más palabras.—De esta forma, los yorkinos emprendieron una guerra

contra nosotros, los masones del rito escocés. Primero fueuna guerra subterránea, pero pronto se convirtió en unaguerra abierta, una guerra civil en la que fueron asesinadospresidentes y murieron miles de personas durante décadas.

—Espere —interrumpí—, esto que usted dice implicaríade alguna manera que las logias masónicas se han disfrazadode partidos políticos…

—En efecto, éstos les han servido a las potencias paraentablar una disputa interminable por México, como si elpaís fuera un pedazo de carne, y lo mismo les pasó a losotros países de América Latina. La guerra continúa: unabatalla secreta entre Europa y los Estados Unidos por eldominio de América.

Miré mi bota y la restregué contra el pasto.—¿Bernardo Reyes era del rito escocés? —pregunté.—Así es —respondió y miró el negro ataúd abajo en la

colina—. Bernardo fue el Gran Inspector Soberano de lasLogias del Valle de México. Es el puesto más alto que puederecibir un masón en este país. Reyes era de nosotros.

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—¿Por eso lo traicionaron? ¿Por eso murió?Se inclinó hacia mí y me dijo:—Hijo, tienes que ayudarme a conseguir ese cartucho.—No estoy seguro de…—Ese cartucho puede cambiar la historia para siempre —

insistió—. Consíguelo y te aseguro que el Señor Oscuro terecompensará de una manera que no puedes imaginar.

Ahora yo miré el horizonte. Acto continuo, el hombrecolocó su mano con firmeza sobre mi hombro y me dijo:

—Te estaremos siguiendo, hijo. Contamos con tucooperación.

Los caballeros se levantaron, pero antes de que se fueranles pregunté:

—¿Saben dónde puedo encontrar al ex gobernadorEnrique Creel?

Se voltearon a ver.—Creel es ahora el presidente de la compañía Kansas

City, Mexico and Orient Railway. Trabaja para losamericanos —me respondió cordialmente el tipo que, enpocas palabras, me acababa de amenazar.

—Vaya —fingí indiferencia—. Otra pregunta, ¿quién es elPatriarca?

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Me sonrió y respondió:—Consigue el cartucho y te diré lo que sabemos.

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Mi siguiente compromiso era a las nueve de la mañana en laembajada de los Estados Unidos. Henry Lane Wilson mehabía citado a esa hora, y ya eran las nueve con cinco.

Crucé la puerta de hierro bajo la horrenda vigilancia de lagárgola que me veía desde lo alto del arco de piedra. Lospolicías me recibieron muy sonrientes.

—Good morning, mister Barrón.En la parte de arriba la fiesta fue mayor:—¡Felicidades, niño! —me recibió la rubia Jessica con

sus trencitas doradas y su vestido blanco de hada—. Ya eresel chico estrella en la embajada.

—¿Qué dices? —le pregunté.—Todos están hablando de ti. Henry te adora.Me quedé sin palabras. Volteé a ver a los policías

uniformados de azul del vestíbulo, los cuales me sonrieronsin parpadear.

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—¿Estás bromeando? —le pregunté—. ¿No viste cómome trató ayer, como si fuera una basura?

—Eso es bueno aquí, niño —dijo y abrió su revista—. SiHenry te trata mal, significa que le caes bien.

—Maravilloso.De la revista tomó una pequeña servilleta de papel y la

sacudió frente a mis ojos para que la tomara.—Ten, niño. Te lo dibujé para que no se te olvide.Tomé la servilleta y vi lo que Jessica me había dibujado:

las cabezas de dos serpientes, copiadas de la revista, unafrente a la otra, tocándose las bocas. Debajo decía:“Volverás a ser lo que eres, Huitzilopochtli”.

En ese instante se abrió la puerta y salió Wilson con unamano metida en el bolsillo de su chaleco. Frunció el ceño ymiró su reloj:

—Te atrasaste, Juan Diego. Te dije que no te desvelaras.El embajador me prendió de la clavícula y me metió en su

oficina. Se sentó en el borde del escritorio de cara a mí.—Corroboré lo que me dijiste, Juan Diego. Tenías razón.

Mis agentes del Hotel Geneve me acaban de informar que alas once llega lord Cowdray —miró su reloj—. Sehospedará en la habitación 450 con el nombre de John Tane

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—Wilson se levantó y agregó—: muy bien, Juan Diego, tehas ganado mi confianza.

Se paró frente a la ventana y se colocó un puro en la boca.—Su estúpida habitación se ve desde aquí —señaló hacia

afuera con el dedo—. ¿La ves?Estiré el cuello y vi los pisos superiores de los edificios

anaranjados del Hotel Geneve. Asentí con la cabeza.—Ahí va a estar ese cock-sucker —susurró—. Si vino a

arruinar mis planes, lo voy a fregar, te lo aseguro.Sentí una mirada y me percaté de que el duende del retrato

me veía con ojos escalofriantes. Ahora sabía su nombre:Joel Roberts Poinsett. Lentamente bajé la mirada hasta el piede la pintura y volví a leer el código secreto del que mehabían hablado los masones: “Ens viator, Agens in Rebus,Missio perpetratum erit, Novus Ordo Seclorum”.

“¿Y esta frase codifica las futuras etapas del plan deJefferson?”, pensé.

Arriba del texto estaba la perturbadora mano con alas y eltriángulo de tres puntos.

—¿Me estás oyendo, Juan Diego? —me preguntó elembajador, con la mueca retorcida.

—Sí, señor. ¿Le puedo hacer una pregunta?

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Wilson rezongó y asintió a regañadientes.—¿Qué significa lo que dice ahí? —señalé el cuadro.—Mira, Juan Diego —se levantó y se aproximó hacia mí

muy molesto—, si no sabes latín, yo no te voy a enseñar. Yademás, ¿quién te dio permiso de leer mis cuadros? No veasmis cosas. ¿Viniste a espiarme? Además, no te conviene verese cuadro, soldado. Te puede afectar la mente, ¿sabes?

En ese instante entró Jessica con su libreta.—Henry, ya está arreglada la reunión de los generales

Victoriano Huerta y Félix Díaz en la casa del ingenieroEnrique Cepeda, para acordar tus instrucciones finales. Esen la calle de Nápoles, a cuatro cuadras de aquí.

—Muy bien. Cuando terminen, que venga Cepeda.—De acuerdo, Henry. También está lista tu reunión con el

embajador Von Hintze y con Bernardo Cólogan paraentrevistarse con el presidente Madero en Palacio Nacional.

—Muy bien, preciosa. Hoy comienza la pesadilla delseñorcito Madero.

Se cerró la puerta y Wilson caminó detrás de mírespirándome en la espalda. Me atrapó las clavículas y mehundió los dedos.

—A ver, míralo —me dijo—. Mira el cuadro, tonto, a ver

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si se te mete en el cerebro, como a todos.El embajador me sujetó la cabeza para forzarme a ver el

retrato. El duende se volvió más y más horrendo. Los ojos lebrillaron y la sonrisa se le deformó. Mi corazón se aceleróprecipitadamente y por un momento me quedé sin respirar.Sentí que el gnomo se había salido de la pared y llenaba laoficina como una presencia paranormal que me entraba porlos poros de la piel.

—Está vivo, Juan Diego. Nunca se ha ido. Está aquíhaciéndolo todo. Y ahora se está convirtiendo en ti.

Me sacudí y vi a Wilson parado frente a la ventana.—Necesito saber cuál es tu estrategia para meterte en la

habitación de lord Cowdray.—¿Perdón?—¡Despierta, amigo! —me aplaudió—. Necesito que me

digas cómo diablos le vas a hacer para llegar a su habitacióny que te diga sus supuestos planes para fregarme.

Me quedé callado.Wilson se acercó y me dijo:—¿Eres retrasado? ¿Cuál es tu estrategia?—Bueno, aún no la tengo totalmente elaborada.—¿No la tienes totalmente elaborada? Caramba, Juan

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Diego, me pongo en tus manos y sales con esto… —elembajador fumó su puro y lanzó una bocanada hacia laventana, con sus ceñudos ojos clavados en el último piso delHotel Geneve.

—No se preocupe, señor, algo se me ocurrirá en elcamino —repuse.

—Tenías que ser mexicano. Debes planear bien las cosas,Juan Diego. Es necesario que planifiques todos los detalles,asegurarte de que todo salga como tú lo deseas.

—Bueno, señor, para empezar preguntaré por John Tane.—Eres totalmente estúpido, Juan Diego —meneó de un

lado a otro la cabeza—. Lord Cowdray es demasiadoimportante. ¿Crees que van a dejar que se le aproxime unsoldadito de quinta?

—Hoy no huelo a zapato, señor —le sonreí.—Necesito que uses tu cabeza y pienses —golpeó el

escritorio—. ¡Piensa!Me puse a pensar. Mientras tanto el duende seguía

observándome y el reloj de la pared sonaba con insistencia.—Señor, puedo decirles la misma frase que ayer me trajo

hasta usted: “Ego habeo informatio magna”.Wilson se rascó la barbilla y torció el bigote.

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—Mira, Juan Diego, en dos horas llega lord Cowdray yen este momento ya hay guardias británicos esperándolo enel hotel, ¿me entiendes? Tienen custodiados todos lospasillos, el vestíbulo, los elevadores y hasta los malditosretretes. Lord Cowdray es amigo del rey de Inglaterra y es eldueño de la petrolera más poderosa de tu país. Estáprotegido por el Servicio Secreto británico.

—¡Oh!—Por favor, Juan Diego, necesito que pienses. Cowdray

representa los intereses globales de Inglaterra en estecontinente. Si descubren que eres un espía te van a llevar alos sótanos de ese hotel. ¿Y sabes lo que hay en esossótanos?

—No.—Catacumbas para esclavos, Juan Diego.—¿De verdad?—Sí. Te van a meter ahí, te van a desnudar y te van a

amarrar a un potro de tortura para que les digas quién teenvió a espiarlo.

Reí nerviosamente.—Y si les dices que te envié yo, tu familia lo pagará.—¿Mi familia? —pelé los ojos—. ¿Usted sabe dónde está

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mi familia?Volteó a ver el hotel y me sonrió.—Así que tu estrategia para entrar tiene que ser perfecta.

Sir Weetman Pearson no debe sospechar de ti… ni un soloinstante.

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Apenas salí, la ciudad ya estaba en guerra.Chiflaban obuses y se estrellaban contra los edificios

haciendo estallar los muros en pedazos. La calle se sacudíay llovían piedras con maderos en llamas. El aire era unacortina de pólvora que olía a residuos sulfúricos y ácidopícrico que quemaban la nariz.

Eran las 10:07 de la mañana. El Ejército del gobiernocomandado por el general Victoriano Huerta lanzababombas al fuerte de Félix Díaz, la Ciudadela. Por su parte,el gallardo joven Félix, con su siniestro cerebro Mondragón,envió grupos de artillería rebeldes a las calles que conducena la plaza central, e instaló trincheras con cañones en varioscruces, como parte de su campaña por apoderarse del

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Palacio Nacional.El presidente había decretado estado de sitio y la gente

estaba en sus casas. Las calles estaban completamentevacías. Los únicos habitantes visibles eran los soldados delas barricadas, escondidos detrás de los costales de arena.Los militares asomaban sus rifles y ametralladoras ydisparaban al otro confín de la calle a través de esosespacios fantasmagóricos.

El mejor amigo del presidente en el Ejército, el generalFelipe Ángeles, llegó la tarde anterior desde Cuernavaca einstaló sus baterías de bombardeo al norte de la ciudad, enBuenavista, cerca de la estación de ferrocarriles, apuntandoal sur, hacia la Ciudadela.

En mi trayecto hacia la Alameda para encontrarme conTino y la pelirroja Doris, me encontré con un espectáculo depesadilla. Desde la avenida del acueducto de Chapultepechasta la intersección con la calle de Balderas, dondecomenzaba la Ciudadela, todo era una zona de explosiones ymetrallas. No obstante, yo tenía que cruzar por ahí.

Horrorizado, avancé adherido a las paredes volteando deun lado a otro. Numerosas hogueras invadían las hermosascalles de la capital, la misma que alguna vez se ganó el

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nombre de “ciudad de los palacios”. Dentro de los edificiossonaban ruidos aterradores: vidrios rompiéndose, metalescrujiendo, gemidos y llantos. No podía creer que estuvieracaminando por el mismo sitio donde lo había hecho la tardeanterior.

De pronto se dispararon unas sirenas. Sentí un terror muygrande y fue entonces cuando supe que mi país estabacambiando de verdad.

Para mi total asombro, en la calle de Balderas había dosniños cojeando en medio de la niebla. Me les aproximétrotando. Estaban jugando con pedazos de granada ycasquillos de máuser usados por los dragones.

Los agarré de las orejas y los arrastré hasta el pórtico deun edificio.

—¡Métanse a sus casas, niños!—¿Cuáles casas? —me gritó uno y me escupió en la cara

—. ¡No tenemos casa, pendejo!Seguí trotando, pidiéndole a Dios que las bombas no

cayeran en el Hotel Geneve.

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Mientras tanto, el joven presidente Madero caminaba através de un largo y ostentoso corredor del PalacioNacional, escoltado por los miembros más poderosos de sugabinete, incluyendo a su hermano Gustavo y al ministro deRelaciones Exteriores, el huesudo y canoso Pedro Lascuráin.

El presidente avanzaba apresurado, con el rostro húmedode sudor.

—Mañana se rendirán los rebeldes —dijo a sus hombres.—¿Lo crees, hermanito? —preguntó Gustavo.Los miembros del gabinete intercambiaron miradas detrás

del presidente.—Tengo seis mil soldados leales a mí, hermano. Los

rebeldes tienen sólo mil quinientos. De nuestros soldados,cuatro mil son leales a toda prueba. Vamos a dominar elmovimiento.

Pedro Lascuráin y Francisco León de la Barra sesonrieron detrás de la nuca de Madero.

—Algo anda mal, hermano —señaló Gustavo.—¿Qué dices?—Hay algo extraño, ¿no lo sientes? —Gustavo giró su

único ojo orgánico hacia León de la Barra, mientras que elojo de vidrio se mantuvo inerte en el presidente.

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Madero estaba a punto de contestarle a Gustavo, cuandoun hombre que portaba diversas insignias militares lo tomódel brazo.

—No están atinando a los blancos, señor presidente.—¿Perdón? —le preguntó Madero sorprendido.—Nuestros artilleros. Están fallando las trayectorias de

los proyectiles. No están golpeando la Ciudadela.Madero abrió los ojos y le brillaron en la oscuridad del

pasillo.—Alguien les está pidiendo a nuestros oficiales que

fallen, señor presidente —dijo el hombre.

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Yo lo vi con mis propios ojos. Recorrí Balderas hacia elnorte, hacia la Alameda. Los proyectiles del gobierno caíana los lados de la fortaleza pero no la golpeaban.

Los elegantes oficiales de artillería de Félix Díaz sepaseaban en lo alto de los muros de la Ciudadela tomandocafé.

Cuando llegué al cruce con San Francisco, la Alameda

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estaba sumida en una humareda muy densa. Los extremos dela calle no se veían. Todo estaba vacío.

Atravesé San Francisco trotando. El sonido de mirespiración agitada se mezclaba con el de mis pasosmientras quebraban piedrecillas sobre los adoquines. Memetí en el parque y me dirigí hacia la fuente central.

Mi reloj marcaba las 10:40. No encontré a nadie.Esforcé los ojos fuera del parque, tratando de divisar la

cafetería El Globo. Todo estaba cerrado.Los vapores ácidos me hicieron toser y estuve cerca de

vomitar. Me senté en la tierra, junto a la fuente, y noté algoescrito sobre el borde de piedra, trazado con un lápiz labial:“Doris y yo nos tuvimos que ir. Se dieron cuenta y nos estánsiguiendo. Doris dice que nos van a matar y a ti también. Tevemos en la noche donde tú ya sabes”.

“¿Donde yo ya sé? ¿Dónde diablos es donde yo ya sé?”

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A tres mil kilómetros al norte, en Washington, EstadosUnidos, inició una reunión de emergencia en la Casa Blanca.

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Dentro del Salón Oval se encontraban el obesopresidente, William Taft; el calvo y consternado secretariode Estado, Philander Knox; el senador demócrata BenjaminTillman; el jefe del Estado Mayor y comandante de losmandos del Ejército, Leonard Wood; el secretario de lasfuerzas navales, George von Lengerke Meyer; elcontraalmirante Bradley A. Friske, y el secretario de laDefensa, Henry L. Stimson.

Pegados a la redondeada pared trasera había tres hombrescon abrigos negros, sombreros de copa y guantes. Los tresdescansaban sus bastones sobre el piso.

El presidente Taft se hundió en su asiento de cuero, querechinó por su peso, e hizo un gruñido. Knox, el secretariode Estado, leyó el telegrama que acababa de recibir delembajador Henry Lane Wilson.

Considero que aquí la situación general se ha vuelto tenebrosa, si nodesesperada. Está resurgiendo una horrorosa efervescencia revolucionaria entodo el norte de México: Chihuahua, Durango, Coahuila, Nuevo León yZacatecas. Más de la tercera parte de los estados de la República se hallansitiados desde hace dos años por el movimiento revolucionario en constanteascenso. Y esta circunstancia está desmoralizando e inquietando sobremaneraa los círculos financieros y bancarios de este país. El responsable de todo estoes Madero, quien se muestra ya impotente para remediar semejante estado de

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cosas o para tomar una decisión que conjure la tempestad que se avecina.

El presidente Taft alzó los ojos para consultar a los tresmagnates de la pared del fondo. Le sonrieron sutilmente.Uno era anciano y los otros eran jóvenes.

Afuera se oía el ruido de las cajas que estaba empacandoel personal de la Casa Blanca. Taft había ordenado unalimpieza general de la residencia oficial para la inminentellegada del nuevo presidente, Woodrow Wilson. Las cajascon las pertenencias de Taft decían: “ To New Haven,Connecticut”.

Knox siguió leyendo: “Tanto los ciudadanos mexicanoscomo los extranjeros que viven aquí ven con buenos ojos algeneral Félix Díaz. El general Díaz me ha preguntado, enforma no oficial, si puede contar con el reconocimientoinmediato de los Estados Unidos para ser el nuevopresidente de México”.

Taft torció la boca y miró a sus militares. Uno de ellos, elalmirante sentado junto al senador Tillman, le dijo:

—Señor presidente, el gobierno de los Estados Unidos nopuede ni debe respaldar a rebeldes como Félix Díaz, queamenazan la estabilidad de un país amigo. Esto generaría

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una respuesta inmediata contra nosotros por parte deInglaterra y Alemania.

Un general se inclinó hacia adelante:—Señor presidente, usted sabe que estos levantamientos

en el norte de México los provocamos nosotros mismos.Taft gruñó de nuevo y Knox siguió leyendo: “El gobierno

de los Estados Unidos debe enviar instrucciones firmes yamenazantes para ser transmitidas personalmente al gobiernodel presidente Madero. Si yo obtuviera la autoridad ypoderes en nombre del presidente Taft, podría posiblementeinducir al cese de las hostilidades e iniciar negociaciones.Es imperativo enviar los barcos”.

El almirante se inclinó hacia el presidente y le dijo:—Señor presidente, es muy peligrosa la manera en que el

embajador Wilson está manipulando las cosas. Nos estállevando a una guerra con México. El Ejército mexicano seha fortalecido mucho en los últimos años y es obvio queInglaterra va a intervenir. Sería desastroso iniciar algo deesta magnitud faltando sólo unos días para que tomeposesión el nuevo presidente. Woodrow Wilson estáabiertamente en contra de cualquier forma de intervenciónnuestra contra México.

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Detrás de los mandos militares, uno de los jóvenesmagnates le sonrió al anciano que estaba junto a él.

—Razón de más para invadir ya, ¿no crees, papá?El almirante volteó a verlos y su tono de voz se tensó:—Señor presidente, lo que está ocurriendo es

completamente contrario al espíritu de libertad y democraciaque defienden los Estados Unidos.

El senador Tillman se dirigió al cuerpo militar y les dijo:—Señores, al momento de entregar su puesto, el

presidente Taft debe ser muy cauto a fin de no comprometera los Estados Unidos en una guerra con México. En estascircunstancias, ninguna desgracia sería comparable con la deuna guerra infame.

El anciano caminó con su bastón hacia el almirante y elsenador. Mientras les acariciaba las espaldas con su negroguante de piel, dijo en un tono chillón:

—Señores, lo que el embajador Wilson y el presidenteTaft están haciendo es acorde con los intereses financierosque controlan a los Estados Unidos.

El almirante miró a Taft.—Envíen los barcos —ordenó Taft—. Tres a Veracruz y

uno al puerto de Tampico.

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—Como usted diga, señor presidente.—Y envíen tropas terrestres a la frontera.El secretario de la Defensa, Henry Stimson, le dijo:—William, el contraalmirante Badger, comandante de la

Flota Atlántica, despachará esta misma noche losdestructores Georgia y Virginia desde Guantánamo, Cuba,hasta México. El Georgia sitiará Tampico este sábado, y elVirginia cercará Veracruz el viernes por la mañana. Losacorazados Colorado y South Dakota saldrán esta noche deSan Diego y llegarán el viernes al puerto de Mazatlán. ElUSS Denver está por llegar a Acapulco con cañones dequince pulgadas y hará fuego en cuanto reciba tus órdenes.

—Muy bien —Taft le guiñó un ojo a Stimson, su amigo dela universidad. Al mismo tiempo los hombres de la pareddel fondo les sonrieron a los dos. Los cinco pertenecían a lamisma fraternidad secreta, la Orden de la Calavera.

Finalmente se rodó el sello sobre el memorándum y seenviaron buques de guerra a los puertos estratégicos deMéxico, además de cinco mil soldados de la quinta brigadaa los otros puntos estratégicos de la frontera. En Veracruz yahabía dos mil quinientos marines norteamericanos.

En su oficina, Henry Lane Wilson, con el telegrama de

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esta noticia en la mano, le sonrió a Jessica. Con el ceño bienapretado y el bigote levantado, le dijo:

—¿Ya ves, preciosa? Hacen lo que yo les digo.

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Sólo me quedaba una cosa por hacer. Había llegado la horade ir al Hotel Geneve.

Regresé a la colonia Americana escabulléndome de lasgranadas y los tiros de metralla. Volví sobre mis pasos porla avenida del acueducto de Chapultepec y me metí aDinamarca, una calle que corre hacia el norte, donde habíaun par de máquinas asfaltadoras de Waters-Pierceabandonadas en la banqueta.

Imaginé debajo de mí los túneles secretos sobre los queme había hablado el chico Agustín Lara.

Recorrí Dinamarca hasta pasar frente a la embajada delImperio alemán, en la esquina de Liverpool. El edificio seveía deshabitado y silencioso, igual que toda la calle.

Me vi tentado a tocar el timbre y buscar al embajador VonHintze, pero recordé sus instrucciones: “No me busques tú,

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yo me encargaré de contactarte”.Seguí caminando por Liverpool hasta ver los grandes

edificios anaranjados del Hotel Geneve. Me hinqué debajode un árbol y me persigné tres veces, con la cabeza en elsuelo, rogándole a Dios que no me abandonara.

Me levanté y caminé en dirección al gran pórtico delhotel. La entrada estaba custodiada por veinte guardiasrubios con uniformes navales blancos. Me siguieron con losojos mientras ascendía la escalinata de mármol hacia elvestíbulo, que era un enorme túnel de cristal con inmensascolumnas espirales de estilo art nouveau.

Al fondo había un salón cuadrado sumamente lujoso, conparedes de madera atiborradas de libros que alcanzaban unaaltura de tres o cuatro pisos. El techo, donde pendía un grancandelabro, era un vitral que irradiaba luz. En medio de laestancia había un sillón redondo coronado por flores. A loslados había mesitas y sillas muy ornamentadas.

En la recepción advertí a varios guardias británicosrodeando a tres mujeres. Al verme, sujetaron sus rifles;detrás de mí venían otros cinco que también portaban armas.

—Buenos días —tragué saliva—. Busco al señor JohnTane. Habitación 450.

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Las recepcionistas se voltearon a ver. Oprimieron unbotón y esperaron. Los cinco soldados que me escoltaban sedistribuyeron alrededor de mí y empuñaron sus rifles. Los dela puerta norte se alinearon para bloquearla. Seis másbloquearon el arco del salón cuadrado.

Llegó un hombre de uniforme gris y me miró de pies acabeza.

—Regístrenlo.Me alzaron los brazos y sentí manos en el cuerpo.

Revisaron los bolsillos de mis pantalones. Sacaron micárdex, la servilleta de Jessica y la cajita con la pastilla deVon Hintze.

—¿Qué es esto? —me preguntó el hombre de grisseñalando la cajita.

Volví a tragar saliva.Uno de los guardias leyó mi cárdex:—Simón Barrón. Soldado del Ejército Federal Mexicano.

Primer regimiento de infantería.Enseguida desdobló la servilleta de Jessica y vio las dos

serpientes. Leyó:—Volverás a ser lo que eres.Arrugó la servilleta y la tiró al piso.

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El hombre de gris abrió la cajita y vio la pastilla dorada.—¿Qué es esto? —preguntó de nuevo.—Es un dulce para mi esposa, señor.Se la colocó en la lengua y me miró fijamente.—No sabe mal.—No está armado, comandante —le dijo un guardia.El comandante asintió, regresó la pastilla a la caja y me la

entregó.—¿Para qué desea ver al señor John Tane?Me agaché a recoger la servilleta de Jessica y me la

guardé en el bolsillo.—Comandante —le dije—, ¿puedo hablar con usted en

privado?Él miró a sus guardias y se separó del grupo. Lo seguí. Se

detuvo y me miró con el rostro alzado.—Lo escucho —endureció la quijada.—Trabajo en la embajada de los Estados Unidos. Tengo

información crucial para el señor Weetman Pearson. Se estátramando un golpe contra sus intereses en México y su vidaestá en peligro.

Al comandante se le salieron los ojos.

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Henry Lane Wilson se aproximaba a las entrañas del PalacioNacional para entregarle un mensaje crítico al presidenteMadero. Detrás de él iban otros dos embajadores: BernardoCólogan, de España, y Paul von Hintze.

El corredor que atravesaban era el gigantesco pasaje de laTesorería, cuyas columnas laterales se torcían en lo altocomo costillas de una ballena.

El presidente estaba a punto de entrar en el recintoparlamentario del palacio, cuando su hermano Gustavo leempujó unos reportes.

—Hermanito, no estamos dominando a los rebeldes, mira.Están avanzando mucho más rápido de lo que pensábamos.

—¿Cómo dices? —preguntó Madero y tomó los papeles.El hombre de insignias que los acompañaba le mostró al

presidente un mapa del centro de la ciudad.—Ya llegaron a la YMCA. Ya tomaron el Parque de

Ingenieros. Acaban de apoderarse de la sexta demarcaciónde policía en Victoria y Revillagigedo, a sólo siete cuadrasde aquí.

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—Dios.—Se están acercando al palacio, hermano.Madero le arrebató el mapa al militar y le dijo:—No puedo creer que esto esté pasando.—Además, señor presidente, debemos considerar los

daños económicos que va a sufrir el país. Todos loscomercios del centro de la ciudad han cerrado. El desabastode alimentos y medicinas es inminente. Los ciudadanos notienen provisiones en las alacenas, en tan sólo cuarenta yocho horas podría surgir una terrible ola de hambre. Laslíneas de transportación de víveres están bloqueadas por losrebeldes.

Los ojos del presidente se sacudieron en el aire. Gustavocontrajo el rostro y le dijo:

—Hermano, cinco días más bajo estas condiciones, y laeconomía del país quedará destruida. Las líneas telefónicasy telegráficas fueron cortadas hace quince minutos. Laciudad está incomunicada.

—¿Las líneas telegráficas?—Señor presidente, los rebeldes lo están acorralando

aquí para capturarlo. Las esquinas del centro de la ciudadestán llenas de basura y cadáveres.

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—¿Cadáveres?Gustavo tomó del brazo a su hermano.—En dos horas han muerto doscientas personas. Se

calculan trescientos heridos. Para esta noche habráquinientos muertos y un número incuantificable dedamnificados.

—Señor presidente, los cuerpos se están descomponiendoy los líquidos se están filtrando al sistema de drenaje. Estopodría provocar un problema de salud pública mucho másgrave que las bajas directas. Las epidemias se podríanesparcir rápidamente en las próximas treinta y seis horas…

—No puedo creerlo… —el presidente miró al generalcon ojos brillosos.

—Si usted lo autoriza, los cuerpos serán trasladados a losllanos de Balbuena para incinerarlos.

—Sí, general, hágalo, lo autorizo.Al ingresar en el recinto parlamentario, Francisco Madero

vio a tres figuras que entraban por el otro lado. Eran HenryLane Wilson, Cólogan y Von Hintze. Al verlos se le fue eloxígeno de los pulmones. Los tres diplomáticos lo miraronfijamente y descendieron lentamente la escalinata.

Madero bajó temerosamente hasta la tribuna escoltado por

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Gustavo y se colocó frente a ellos. Wilson se le acercó tantoque el presidente sintió su respiración en la frente. Elembajador estadounidense lo miró hacia abajo y le dijo:

—Señor Madero, la crueldad de las acciones de guerradel gobierno son injustificadas y están amenazando a losciudadanos norteamericanos y de otras naciones en estaciudad.

Durante unos instantes Madero se quedó sin habla. Luegomiró a Wilson hacia arriba.

—Embajador, ¿me está pidiendo que deje de atacar a losrebeldes que amenazan con derrocar a mi gobierno?

—Si no hace algo, le enviaremos unos barcos de guerra—sonrió Wilson.

—¿Qué dice?—Señor Madero, las embajadas de los Estados Unidos,

Alemania, Japón e Inglaterra se encuentran en la zona defuego, expuestas a un intolerable peligro. Si algún ciudadanonorteamericano o de cualquier otra nación extranjera llega aperder la vida a causa de este desorden, mi gobierno se veráobligado a intervenir y deponerlo.

Madero observó con severidad a Wilson.—Embajador, si le parece que el edificio de la embajada

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americana se encuentra en una zona de riesgo, le ofrezco unlugar seguro en el pueblo de Tacubaya.

Wilson lo miró con asco.—La embajada de los Estados Unidos no se moverá de

donde está. Si en cuarenta y ocho horas no hay paz en estepaís, mi gobierno y mi Ejército se asegurarán de que la haya.

Madero buscó los ojos de Paul von Hintze, pero elembajador alemán estaba distraído, calculando sus propiosactos de traición.

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En el Hotel Geneve, los guardias británicos de lordCowdray me escoltaron a lo largo de un constreñido pasillode paredes rosáceas, cuya mitad inferior era madera negraque olía a brea. De los muros brotaban lámparas de luz muyoscura. Apenas se veía el dibujo de la alfombra.

Cuando alcanzamos el final del pasillo, me condujeronhacia otro más apretado. No había un solo sonido más quenuestras pisadas. Cruzamos unas puertas negras hundidas enlos muros. A continuación entramos en otro corredor oscuro

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de techo negro.Vi los números de las habitaciones que pasaban a mi lado

y mientras avanzaba toqué la pared. En una de esashabitaciones debían de estar mi esposa, mi madre y mi hijo.Quise gritarles pero me contuve y me dolió la tráquea.

Al final de ese pasillo vi un letrero que decía: “Suite delpresidente Porfirio Díaz”. A la derecha había otro corredormuy largo con las luces apagadas. Los muros desaparecíanen una inquietante oscuridad que parecía tragarlo todo.

—Camina —me ordenó uno de los guardias y me empujócon su rifle hacia la negrura.

Comencé a dar pasos en la oscuridad absoluta y sentí unmiedo indescriptible.

—¿Por qué está apagado aquí? —extendí los brazos parapalpar las paredes.

No hubo respuesta.Al instante, el filo de un arma acarició mi espalda.—¿A dónde me llevan? —pregunté con insistencia

mientras veía destellos generados por mis propios ojos en elespacio negro.

El corredor se torció hacia abajo y percibí un fuerte olora humedad.

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—¿Estamos bajando? ¿Que no se supone que la habitación450 es arriba?

—Vamos a los sótanos —me contestaron.—¿A los sótanos? ¿Por qué a los sótanos?Una vez más, no hubo respuesta. Sentí un escalofrío que

me recorría la columna vertebral. Me pusieron un rifle entrelas costillas.

Cambiamos de dirección. De pronto apareció unresplandor. Pude distinguir una escalera negra muy estrecha.Comencé a subir y se escuchó un rechinar de madera.

Arriba había un corredor muy oscuro. Caminamos hasta elfondo, donde una pequeña ventana proyectaba una luzfantasmagórica; al lado había una puerta.

—Es aquí —me indicó un guardia.Observé un letrero que decía: “450”.Cuatro de ellos me sostuvieron y otro tocó a la puerta.

Esperó. Volvió a tocar dos veces y dijo:—Lord Cowdray, the boy is here.

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Cuando la puerta se abrió vi una suite muy espaciosa. Lacama era enorme y tenía columnas.

Sir Weetman Pearson, un hombre calvo y de cabezaredonda, estaba sentado en una pequeña mesita frente a laventana. En su mano tenía una naranja. Me le aproximétemblando. No volteó. Tenía la mirada perdida en la luz quevenía de afuera. Oí el rechinido de la puerta que se cerródetrás de mí. Todo quedó en silencio.

Avancé dos tímidos pasos y me detuve. El hombreirradiaba un campo de fuerza que me mantenía a metros desu mesita.

Sin mirarme alzó la naranja en el aire, para que laempapara la luz difusa. Le dio una vuelta y me dijo:

—El espesor de la corteza terrestre mide ocho kilómetros.El diámetro de la Tierra mide trece mil kilómetros. Sicomparamos, la corteza es más delgada que la cáscara deesta naranja.

Tragué saliva. Me volteó a ver y me sonrió.—Lo que hay debajo es magma ardiendo a siete mil

grados. Energía equiparable a la de la superficie del sol.Tomó un cuchillo y rebanó la naranja por la mitad.—Con esa energía se puede alimentar a la civilización

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durante los próximos cien mil años. Ven, siéntate.Me acerqué lentamente.El lord acarició un papel que estaba dibujando y lo

deslizó hacia fuera. Era un diagrama de la Tierra conpopotes que salían del centro.

—Muy pronto dará inicio una nueva edad para la especiehumana —dijo mientras me mostraba el diagrama—, concien millones de veces más poder tecnológico que en laedad del petróleo.

Sin duda, Cowdray, tenía la misma mirada visionaria deBernardo Reyes.

Con las piernas temblando me senté en una silla.—¿Qué información me traes? —preguntó con

solemnidad.—Buenos días, lord —me aclaré la garganta—. Mi

nombre es Simón Barrón. La guerra que ha estallado en mipaís para derrocar al presidente Madero está dirigida desdela embajada de los Estados Unidos. Estoy investigando lasredes que se encuentran detrás del embajador. Quierendestruirlo a usted.

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Cowdray me sirvió té y lo revolvió con la cuchara.—Lo que me dices es muy serio, joven Barrón.—Vaya que lo es, señor, por eso estoy aquí.—Verás, el embajador Wilson es sólo un peón. Él trabaja

para un hombre mucho más poderoso llamado Guggenheim.—¿Guggenheim?—Así es, young Byron —pronunciaba de una forma

extraña mi apellido—. Henry Lane Wilson es un agente deGuggenheim. Su hermano es el senador John Wilson, líderdel Partido Republicano de los Estados Unidos. Ambospertenecen a Guggenheim. Fue Guggenheim quien lo hizoembajador.

—Entiendo.—Guggenheim es el dueño de Asarco, la American

Smelting and Refining Company. Tiene plantas de fundiciónen Chihuahua, Sierra Mojada, Aguascalientes y Monterrey.Produce zinc, plomo, cobre, carbón y plata. Es el imperiometalúrgico más grande de los Estados Unidos. En 1901Asarco tuvo ganancias por casi seis millones de dólares, ycuatro y medio de esos millones los recibió directamente

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Guggenheim. Sus subsidiarias valen aproximadamentedoscientos millones de dólares.

—Bueno, eso es mucho dinero.Cowdray soltó una carcajada.—¿Sabes quién es el único rival de Asarco en México?—No, señor.—Las fundiciones de Coahuila que pertenecen a la familia

del presidente Francisco Madero.—Vaya.—Esto es mucho más complejo de lo que imaginas, young

Byron —Cowdray me sirvió más té, se levantó, se colocófrente a la ventana y agregó—: Francisco Madero fue creadodesde el día uno.

—¿Perdón, lord Cowdray?—Lo han manejado como a un títere sin que él mismo lo

sepa.—¿A qué se refiere, lord?—Hay intereses detrás de este movimiento en México,

young Byron. ¿No te has preguntado de dónde les llegan lasarmas a los rebeldes?

—Bueno, sé que hay un señor Hopkins. Él introduce lasarmas a México.

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—Hopkins es sólo un peón. Desde este momento y por elresto de tu vida, la más importante pregunta que te deberáshacer siempre es quién está introduciendo las armas en tupaís.

Cowdray tomó de su mesita una bala dorada calibretreinta y cinco milímetros, la acarició entre sus dedos y medijo:

—Este cartucho lo encontraron en la fortaleza de FélixDíaz. Remington treinta y cinco para fusiles M8semiautomáticos. Ésos no los utiliza el Ejército mexicano.

—No, señor. Utilizamos fusiles alemanes.El lord inspeccionó la bala y me dijo:—Fabricada en Remington UMC, Bridgeport, Connecticut,

Estados Unidos. ¿No te preguntas cómo le está llegando estoa los rebeldes?

—Pues…—Lo mismo ocurrió hace tres años —colocó el cartucho

sobre la mesa y aspiró profundo—. ¿No te has preguntadoquién le suministró las armas a Francisco Madero cuando serebeló contra Porfirio Díaz?

—El señor Hopkins, lord Cowdray.—Hopkins es sólo un agente, young Byron. Si quieres

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entender quién está provocando una revolución en tu país,sigue el curso de las armas…

—Entiendo…—En 1900, varios individuos invitaron al joven

Francisco Madero a sumarse a un grupo de sesionesespiritistas. ¿Lo sabías? —preguntó en voz baja.

—No mucho.—Todo comenzó en 1900, en el desierto de Coahuila, en

el rancho de su padre. Lo invitaron a un culto creado por unhombre llamado Allan Kardec. Los miembros de ese grupo,creyentes en la comunicación con espíritus, impulsaron aMadero para que se reuniera con otros jóvenes enhabitaciones oscuras, con velas y esferas de cristal.

—¿De verdad?—En esas reuniones le hicieron creer que se comunicaba

con sus hermanos José y Raúl, quienes habían muerto hacíaya muchos años.

—Diablos.—Los siguientes ocho años, en esas sesiones Raúl y José

le aseguraron a Madero que él había sido elegido parasalvar a su país.

—No entiendo.

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—Le dijeron que había sido llamado para hacer unarevolución —Cowdray exhaló un suspiro—. Te voy aenseñar algo.

Caminó a la cama y abrió una carpeta. Me mostró unmanojo de papeles.

—“Mayo 16, 1902: pronto emprenderás un viaje a esteotro mundo y necesitas ir preparando tu equipaje” —leyó yagregó—: Raúl.

—¿Raúl?—“Mayo 21, 1902: para que los fenómenos espíritas

puedan producirse se necesita que siempre sea el mismo elnúmero de personas que asistan a las sesiones, que estaspersonas sean siempre las mismas y ocupen sus mismoslugares.” Raúl.

—Perdón, lord, ¿Raúl era uno de los hermanos muertosdel presidente?

—Sí… —siguió leyendo—: “Junio 26, 1902, Rosario,Coahuila: ya tienes tu capacidad mediumnímica bastantedesarrollada, hermanito. Si quieres, evoca al espíritu quedeseas, pero sin escribir lo que te diga, pues no convieneque se divulgue”. Raúl.

—¿No conviene que se divulgue? —repetí las últimas

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palabras.—Ya vas entendiendo, young Byron —me sonrió y

continuó—: “Octubre 21, 1907, San Pedro, Coahuila:querido hermano, la lucha se acerca. Antes de la luchapueden adquirir gran desarrollo todas tus fuerzas, a fin deque desde la primera acometida sea mortal para tuenemigo”.

—¿Tu enemigo?—Su enemigo era el presidente Porfirio Díaz —respondió

Cowdray con marcado acento inglés—. “Hermanito: séfuerte, no vayas a comprometer tu misión y hasta la mía.Piensa con frecuencia sobre la inmensa responsabilidad quepesa sobre ti. ¿Qué serás tan cobarde que sucumbas?” —memiró y susurró—: Raúl.

—Dios… —murmuré—. ¿Todo esto se lo dijo suhermano muerto?

Cowdray pasó a otra hoja:—“Noviembre 15, 1907: estás llamado a prestar

importantísimos servicios a tu patria. Ahora sí estamosseguros de tu triunfo, pero no hay que dormirte en tuslaureles. Raúl.” “Ahora sí, puedes estar seguro de tu triunfodefinitivo sobre la materia. José.”

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—Triunfo definitivo sobre la materia… —murmuré—.Esa frase me gusta.

—A mí también, pero me interesa que comprendas lo queestá urdido detrás de todo esto.

Cowdray me miró sin parpadear y siguió leyendo:—“Querido hermano: soy José. Yo he sido mexicano en

mis últimas reencarnaciones. Ya llegará el día en que sepascuál es mi verdadero nombre.”

—¿Su verdadero nombre?—Como ves, young Byron, se aprecia una evolución —el

lord colocó los papeles sobre la mesita—. Primero apareceel hermano Raúl, luego gradualmente surge José y le revelasu misión. Se observa también que en esas sesionesespiritistas se reunieron las mismas personas, pero ¿quiéneseran?

—Pues…—Eso es lo verdaderamente importante, young Byron.

Ésos son los nombres que debemos descubrir. ¿Quiénes eranlas personas que estaban en esas oscuras noches del desiertode Coahuila?

Parpadeé sin pronunciar palabra.—El padre de Madero era un hombre muy rico que había

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realizado negocios con el presidente Díaz —prosiguióCowdray—. Tenía mucho que perder. ¿Tú crees queapoyaría a su hijo, que no era más que un joven graduado,para desafiar al dictador de México?

Zigzagueé con los ojos.—Sin embargo —me dijo—, fue él mismo quien negoció

en Washington con el gobierno de los Estados Unidos larenuncia de Porfirio Díaz para que su hijo fuera presidente.El padre de Madero forma parte de la red que lo maneja.

—Oh, Dios.—¿Quiénes eran las personas que participaron en las

sesiones espiritistas, young Byron? —insistió—. ¿Quiénesconformaban ese grupo que enredó a Madero en las visionesparanormales de hacer una revolución?

—Pero, lord… —le dije—, ¿usted no cree que realmentele hablaron sus hermanos?

Cowdray soltó una risita y me miró a los ojos.—Young Byron… se ve que nunca has estado en ese tipo

de sesiones. Las voces no se escuchan. Todo ocurre a travésde médiums. Esos médiums te dicen que ellos oyen lasvoces, y tú tienes que creerles, si eres suficientementeingenuo.

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—Pues sí, ¿verdad?—Madero es una criatura, hijo. Una creación de un grupo

de hombres que planificó su revolución y el actual curso delos acontecimientos que están a punto de destruir a tu país.

—Demonios.—Hubo un enviado de los Estados Unidos en esas

sesiones del desierto de Coahuila, young Byron.—¿Quién? —estiré el cuello.—No lo sé. Por eso necesito que mañana vayas a Paseo

de la Reforma número 21.—¿Paseo de la Reforma número 21, lord?—Ahí están los que controlan a Francisco Madero.

Quiero que me digas quién los financia desde los EstadosUnidos. Si estoy en lo correcto, esa misma persona controlaal embajador Henry Lane Wilson y al presidente de losEstados Unidos.

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HACIA EL NÚCLEO OSCURO DE LA CONSPIRACIÓN

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De esta forma, en tan sólo dos días había sido contratadopor tres personas diferentes que no me habían ofrecidosueldo alguno.

A la mañana siguiente —miércoles 12 de febrero— meaventuré a través de Paseo de la Reforma en dirección alnorte, hacia el corazón del peligroso barrio de Tepito.

La mañana estaba nublada y fría. El aire olía adescomposición avanzada que ardía en la nariz. Bajo lasaceras corrían charcos de líquidos putrefactos que sederramaban en las coladeras, y en las esquinas humeabanpilas de cadáveres empapados de queroseno.

Recordé vagamente a Tino Costa y a la pelirroja Doris ylos imaginé en esos montones. La noche anterior no losencontré en ninguna parte y supuse que finalmente Tino habíamuerto, a pesar de su aclamada inmortalidad.

“Por fortuna ya me deshice de ti”, pensé.Me detuve frente a una fachada derruida y abandonada

que tenía las ventanas clausuradas y los ladrillos llenos demoho. Ése era el número 21.

Sobre la puerta había una estrella con alas que decía:“CENTRO ESOTÉRICO ORIENTAL DE MÉXICO”.

Me acerqué pisando la hierba y cautelosamente coloqué

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un ojo en la puerta, en un surco corroído de la madera.Adentro había un largo corredor oscuro que tenía estatuas alos lados. Al fondo se discernía un fulgor rojizo. Me pasópor el cuerpo una ráfaga de aire helado que gimió en lacalle.

Me persigné tres veces. Me metí la mano en el bolsillo ysaqué la servilleta de Jessica. La extendí y vi las dosserpientes aztecas besándose.

“Volverás a ser lo que eres”, leí. Sonreí. Conservé eldibujo en la mano para darme valor. Alcé el brazo y golpeéla puerta con los nudillos. Un terrible escalofrío recorrió micuerpo.

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En un contenedor de basura a siete cuadras de distanciaestaban Tino y Doris. Habían pasado la noche ahí. Aldespertar, Tino estaba muy molesto:

—¿Por qué no aceptas mi dinero? —la sacudió delhombro.

La mujer se enderezó, se arregló el esponjoso cabello

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rojizo y bostezó.—¿Dónde estamos? ¿Tú quién eres? Ay, qué horror.Tino le mostró los dólares de Wilson.—¿Por qué no lo aceptas? ¿No soy como cualquier otro

cliente? ¿Por qué no aceptas mi dinero?Ella estiró los brazos y parpadeó. Frunció la nariz por el

olor de la basura y se limpió las lagañas:—Mira, escuincle —le dijo—, nunca lo he hecho en un

basurero. Y además, el que sea puta no significa que nopueda elegir con quién me acuesto. No me gustas.

Tino bajó la redonda cabeza.—¿Estoy tan feo?Ella frunció los ojos.—Déjame en paz.—Bueno, entonces dime, ¿de verdad Agustín Lara lo tiene

tan grande como dice?Doris tomó una botella rota y se la aventó a Tino en la

cabeza. Para esquivarla, Tino se agachó al estilo militar.—¡Ya te repetí cien veces que no te lo voy a decir! —

gritó la mujer—. ¿No entiendes lo que significa secretoprofesional?

—Qué feo carácter tienes, Doris.

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—Si preguntas, es porque lo tienes pequeño. Y ve adónde me metiste, malnacido inseguro. Maldita la hora enque te conocí —y se puso a llorar.

Tino negó con la cabeza.—La situación está bastante jodida. Bueno, no hemos

tenido sexo pero ya somos un verdadero matrimonio.—Matrimonio tu abuela —le gritó ella—. Me metiste en

este problema y ahora me las vas a pagar. ¿Dónde está tuestúpido embajador? ¡Quiero ver ya a tu estúpidoembajador! ¡Voy a negociar con él directamente!

Tino suspiró:—Si supiera Simón lo que descubrimos ayer.

67

Oí ruidos dentro del edificio. Pegué el ojo a laresquebrajadura de la madera y vi una sombraaproximándose por el corredor. Sentí temor.

Sus pasos se volvieron más sonoros hasta que sedetuvieron. Estaba justo al otro lado de la puerta y lo oírespirar. Escuché su llavero moviéndose. En la hendidura

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apareció un ojo húmedo que se dirigió a mí.Salté hacia atrás.—¿Qué desea? —me preguntó. El ojo era amarillo.Titubeé un momento. Al fin dije:—Traigo un paquete de la oficina de la presidencia.—Deslícelo por debajo de la puerta.—¿Por debajo de la puerta? No cabe, señor, es una caja.El ojo se torció hacia abajo para inspeccionarme.

Introdujo una llave en el cerrojo y lo giró hasta que crujió.Luego abrió dos cerrojos más.

La puerta rechinó hacia fuera y se abrió sólo unoscentímetros. El dueño de los ojos amarillos era un hombreque asomó su frente rapada llena de venas. Era joven, perotenía la cara demacrada como un esqueleto.

—¿Qué paquete? —me preguntó, con acento americano.—Yo… —tartamudeé. Metí la mano al bolsillo y saqué la

redonda cajita de madera de Von Hintze. Se la mostré.El hombre la miró sin parpadear.—¿Qué es?—Un obsequio para el gerente.—Dígame la contraseña —exigió y alzó una ceja.—¿Contraseña? —pelé los ojos. Me puse a pensar,

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busqué dentro de mi cerebro y encontré algo—: Ens viator.Agens in Rebus. Missio perpetratum erit. Novus OrdoSeclorum —dije.

El hombre entrecerró los ojos y sacó la mano.—Démela.—¿Puedo pasar?—No.—Es que quisiera hablar con el gerente.—Yo soy el gerente. Deme el paquete.—Está bien —asentí—. ¿Sabe? Quisiera entrar. Necesito

hablar con usted.—¿De qué?Miré la calle a mi alrededor.—Quisiera hablar con usted sobre el financiamiento de

este centro.El tipo me vio muy feo y se sumió detrás de la puerta.

Justo antes de que la cerrara interpuse mi bota.—Espere —le dije—. Necesito ayuda.Golpeó la puerta contra mi bota, pero no logró moverla.—No es horario de servicio, amigo —me dijo—. Váyase.“No se tragó el anzuelo”, pensé. Miré la estrella con alas

arriba de la puerta.

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—Señor —le dije—, mi mejor amigo murió ayer en lasbalaceras. Necesito saber si está en el cielo o en el infierno.

—No tengo videntes en este momento —volvió a golpearmi bota.

—Señor, aquí es un centro espiritual —me arrodillé, sinmover la bota—. Necesito el servicio de un médium.

—Vuelva en tres meses —me pateó la bota.—¿Tres meses? —me levanté sin mover el pie—. Señor,

mi problema es urgente. ¿No hay alguien más aquí con quienyo pueda hablar?

—No —miró mi pie—. Le suplico que se vaya antes deque llame a la policía.

—¿Está usted solo en este lugar?—Vuelva en tres meses, amigo —me pateó la bota una

vez más.Introduje el brazo violentamente por el resquicio y le

agarré el cuello con la mano. Le azoté la cabeza contra lapuerta y me metí con él aferrado del cuello.

—No soy tu amigo —le dije—. Y nunca le niegues losservicios espirituales a un mexicano.

—¿Qué le pasa, imbécil? —me pateó las espinillas consus duros tacones—. ¡Voy a llamar a la policía!

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—¿Quién financia este centro? —le pregunté y caminé conél dentro del edificio a través de un sombrío pasillo que olíaa incienso y tenía estatuas que parecían ser de divinidades.

En ese instante la puerta rechinó y crujió detrás denosotros.

—¡No puede estar aquí, bastardo! —me gritó y me pateómás duro las espinillas. Me encajó las uñas en los brazos yabrió mi piel.

—¿Quién financia todo esto? —le pregunté—. ¿De dóndeviene el dinero?

A mi costado se hallaba un elefante dorado sentado en untrono, más adelante había un demonio rojo con alas ycolmillos que me siguió con la mirada. Luego me percaté dela presencia de una mujer sonriente de muchos brazos conuna pierna levantada, así como de un Buda de jade con ojostransparentes que me observaba en silencio.

—¿Quién financia todo esto? —insistí.—¡Suélteme, bastardo! —me hizo otra herida en el brazo

con la uña. Le atrapé esa mano y se me cayó la servilleta deJessica. En la oscuridad distinguí un retrato del presidenteMadero con flores negras.

—Dios mío —exclamé mientras le estrujaba el cuello al

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gerente.—¡Suélteme, idiota!—¿Quién controló las sesiones espiritistas del presidente

Madero en el desierto de Coahuila? ¿Quién es el que lo haestado manipulando con todas estas basuras?

—¡Se está metiendo en un problema!—¿Quién es el médium del presidente?En ese momento advertí varias estrellas de cinco picos

con alas y extrañas inscripciones. El hombre continuóforcejeando con desesperación.

—¿Quién le dice a Madero lo que quieren sus hermanosdifuntos? —insistí.

—Se va a arrepentir. No sabe con quiénes se estámetiendo.

—A mí no me amenaces —le apreté el cuello—. Soysoldado del Ejército mexicano y estoy entrenado para noaceptar las amenazas de un imbécil como tú.

Lo obligué a avanzar hacia el corazón del edificio.Llegamos a un templo circular bañado en luz roja que teníacolumnas espirales doradas. Al centro había un altar con unaescultura de una mano con alas. Los dedos los tenía abiertoshacia abajo como una garra.

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—Virgen María… —le susurré al gerente—. ¿Quédemonios es esa mano?

Debajo noté un texto cincelado en el mármol negro quedecía: “Ens viator”. “¿Ens viator?”, pregunté para misadentros.

En el frente del altar había letras grabadas:

First National Espirita Congress of Mexico1906

Honorary members of the Board

HENRY BAIG

Allan Kardec Circle of San Antonio, Texas

CESAR MORAN

Allan Kardec Circle of Laredo, TexasHonorary Masonic Lodges of the South

WILLIAM MAAS

Mexican Society of New YorkMexico City Banking Company Mexican Herald

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—¿William Maas? —inquirí—. ¿William Maas trabajaaquí?

—Le van a hacer pagar muy caro esta intromisión —meamenazó el gerente e intentó patearme los testículos.

—¿Qué significa la mano? —le estrujé la garganta—.¿Qué significa Ens Viator?

Sus ojos amarillos se clavaron en mí.—Entidad viajera.—¿Entidad viajera?—Los pensamientos muy intensos… se convierten en

entidades viajeras —habló entre dientes.—¿Qué estás diciendo? —le apreté más duro la tráquea.—Las entidades viajeras permanecen en el espacio

paranormal.—¿Espacio paranormal?—El tejido invisible. Tienen vida propia.—¿Estás demente? ¿De qué estás hablando?—¡Suéltame!—Contéstame. ¿De qué estás hablando?—Se incuban en nuevas personas para tomar el control.—¿Eso es lo que significa esa maldita mano?El hombre se dio vuelta como gato y se desprendió de mí.

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Se alejó varios pasos respirando entrecortado y me señaló.—¿Nunca te han llegado pensamientos de la nada?—¿Qué?—¿Nunca te han llegado imágenes a la cabeza? Los

romanos los llamaban entis viatoris. El espacio está llenode entidades viajeras.

—Esto es una locura.—Ya están dentro de ti…De pronto la cara del gerente se deformó hasta envejecer

y marchitarse como carne podrida. Los ojos se le volvierondos pasas descompuestas y se le sumieron en las cuencas. Surostro era ahora el del duende de la embajada.

Me susurró tres palabras:—Ahora soy tú… —luego soltó un murmullo muy

rechinante—: Tu fui ego eris. Agens in Rebus. Missioperpetratum erit. Novus Ordo Seclorum.

Me sacudí.—¡Qué pinche horror! —grité—. ¿Esto es lo que le han

estado haciendo al presidente Madero?—Somos uno solo, amigo —me sonrió y tomó de la pared

un báculo dorado que colgaba de una argolla.—¿Lo han estado manipulando con esta clase de

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mentiras?El hombre ondeó el báculo para golpearme y me

reprendió:—Abriste las puertas del mundo paranormal, amigo.Capturé el báculo en el aire y se lo arrebaté de un jalón.

Tomé vuelo y se lo azoté en la rodilla, que se fracturóhaciendo un crujido. El gerente cayó al suelo abrazándose lapierna y emitiendo alaridos:

—Security! There’s a fucking spy in here!De los barandales del piso superior salieron tres hombres

de raza negra bestialmente fornidos, con chalecos militares yboinas. Se abalanzaron hacia las escaleras laterales.

Me quedé paralizado.—¡Llamen a la embajada! —les gritó el gerente—.

¡Llamen al embajador!“Demonios…”, me dije, alcé el báculo y lo apunté hacia

el gerente:—¡No creo en nada de tus basuras! Creo en un solo Dios

y ése es el único poder en el universo. Tus porqueríasúnicamente pretenden atemorizar y controlar a los dirigentesde mi país.

Escuché el trote de los militares y salieron por las puertas

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laterales del templo con brazos monumentales y guantes.—Drop to the floor! —gritó uno de ellos—. Hands

behind your neck!Solté el báculo y cayó haciendo un ruido que resonó en el

edificio. Emprendí la carrera hacia la puerta de salida. Elgerente se arrastró a la pared y jaló el cable del teléfono.

—¿Jessica? —gimió en el auricular—. Tenemos unaemergencia.

68

En la embajada, Henry Lane Wilson estaba junto a laventana y le daba la luz del día nublado en la cara. Detrástenía a Paul von Hintze, el embajador de Alemania.

Ambos observaban a doscientos ciudadanos americanosque les gritaban a los guardias. Se empujaban contra lasrejas rogando que les permitieran refugiarse en la embajada.

—La conquista de una nueva libertad… —le sonrióWilson a Von Hintze—. Éste es el discurso con el queWoodrow Wilson ganó las estúpidas elecciones —yextendió el New York Times del 3 de octubre de 1912:

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Existe a través del país un profundo interés en los temas de mi campaña,porque son asuntos de vida o muerte. En el Partido Demócrata nos hemospropuesto devolver el gobierno de los Estados Unidos a la gente, porquedurante las últimas décadas el gobierno de los Estados Unidos no ha estadobajo el control de la gente. Hay algo intangible interviniendo entre la gente y elgobierno.

Durante los últimos gobiernos ha crecido el gran monopolio financiero-industrial a una escala nunca antes imaginada. ¿Está acaso la humanidadsometida por primera vez?

No habrá más carga para nuestra generación que la de organizar las fuerzasde la libertad; la de conquistar una nueva libertad.

Wilson dejó caer el periódico a la alfombra. Lo restregó conla suela del zapato.

—Nueva libertad —le dijo a Von Hintze y soltó una risita—. Sólo los idiotas creen en la libertad. El monopolio alque se refiere controla veinte mil millones de dólares. ¿Creeque puede oponerse a ese poder financiero? WoodrowWilson es un soñador idiota igual que Madero. A los dos losvan a matar.

Von Hintze miró hacia abajo.—Henry, matar es una palabra muy grave como para

decirla en una embajada. Estás hablando de tu próximopresidente.

—Hay palabras más graves, Paul, por ejemplo Abraham

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Lincoln, James Garfield o William McKinley. Todos estosestúpidos presidentes fueron asesinados por desafiar a lospatriarcas.

—Henry, Woodrow Wilson sabe lo que estás haciendoaquí en México y está muy molesto. En sólo veinte días seráoficialmente el presidente de los Estados Unidos. A pesar delas consecuencias, ¿estás seguro de que quieres continuarcon tu plan?

El embajador estadounidense aspiró hondo.—Woodrow Wilson no tiene poder. Cuando asuma el

cargo será demasiado tarde. México ya va a estar envueltoen esta guerra —dijo mientras tomaba un telegrama frescode la mesa—. El gobernador de Texas, Colquitt, acaba detelegrafiarle a Taft para exigirle la invasión inmediata deMéxico. Contamos con treinta y cinco mil soldadosamericanos listos para iniciar las operaciones. Tengo a todoel Partido Republicano en las manos. La guerra durará entresiete y diez años.

—Dios mío —exclamó Von Hintze cuando vio elhorripilante cuadro de Joel Roberts Poinsett en la pared—.Henry, estás jugando con fuego. Una guerra así dividirá a tupaís y provocará a las demás potencias que tienen intereses

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en México. Vas a traer a los poderes de Europa aquí a libraruna guerra continental contra los Estados Unidos.

Henry Lane Wilson aspiró hondo.—No soy yo quien quiere todo esto, Paul. Yo sólo soy un

humilde embajador —sonrió—. Es el Patriarca Supremoquien lo quiere.

Von Hintze abrió los ojos.—El Patriarca Supremo… —suspiró—. ¿Quién es ese

Patriarca, Henry?—Mis cartas las manejo cubiertas. Sólo puedo decirte

que quiere el control de los recursos de este país. México estan sólo una parte de un plan mucho más vasto, de magnitudglobal.

Von Hintze no pudo contenerse y le preguntó:—¿Quién es, Henry? ¿Guggenheim? ¿Morgan?

¿Rockefeller?—No sigas, Paul —advirtió Wilson con una expresión

demoniaca—. Me haces dudar de tu lealtad.“Mi lealtad es para con el Imperio alemán, miserable”,

pensó Von Hintze indignado para sus adentros, peroreprimió su molestia.

—Me ofendes, Henry. Yo soy el más leal de tus aliados

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—dijo el alemán fingiendo convicción.—Así me gusta.—¿Henry? —entró Jessica intempestivamente, con su

libreta—. Alguien acaba de meterse a Reforma 21. Medieron su descripción —y le mostró su libreta—. Es unsoldado de infantería del Ejército mexicano. Al parecertrabaja para otra embajada.

A Von Hintze le dio un ataque de tos.

69

Llegué a la puerta despavorido, respirando agitadamente.Estaba cerrada con tres pestillos. Detrás de mí, por elpasillo de los dioses horripilantes, se aproximaban los tresenormes militares de boinas y guantes.

Jalé dos de los pestillos pero para el tercero me faltabauna mano. Lo jalé y lo detuve con la rodilla. Abrí los otrosdos y empujé hacia afuera. Una mano enorme me prendió delcabello y me tiró hacia atrás; caí al suelo y me colocó surodilla en la tráquea.

—¿A dónde crees que vas, soldadito idiota?

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Miré el resplandor de la calle por el resquicio de lapuerta, que regresaba lentamente con un rechinido a sumarco. Pensé en mi general Bernardo Reyes gritándome:“¡Vuelta de gato!”

Recogí los brazos y giré como tornillo para liberarme delmilitar. Salté y me precipité hacia la puerta antes de que secerrara. La calle me dañó los ojos por la cantidad de luz.Comenzaba a llover.

Parecía que los aterrorizantes sujetos estaban dispuestos aperseguirme a lo largo de todo el Paseo de la Reforma.Mientras escuchaba explosiones y disparos, yo corrí sinvoltear ni detenerme.

En el Centro Esotérico un hombre vestido de rojo se detuvoa la mitad del pasillo, frente al retrato de Francisco Madero.Se agachó y recogió del suelo una servilleta. La desarrugó yvio el dibujo de unas serpientes besándose. Ladeó la cabeza.

“Volverás a ser lo que eres —leyó lentamente—. Estodebe de ser un código.”

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Henry Lane Wilson se puso el abrigo.—Cuento contigo, Von Hintze —y le abrió la puerta.En el vestíbulo los estaban esperando otros cinco

embajadores: Bernardo Cólogan de España, Paul Lefaivrede Francia, Manuel Márquez Sterling de Cuba, sir FrancisStronge de Inglaterra y Kumaichi Horiguchi de Japón.

Stronge, un anciano bajito y encorvado, le preguntó aHoriguchi:

—¿Sabes de qué se trata esta reunión?El elegante embajador japonés, un ex samurái y

reconocido hombre de letras, le respondió:—No tengo la menor idea —y volteó a ver su reloj.El embajador de Cuba, Márquez Sterling, de cuarenta

años, estaba notablemente inquieto, lo mismo el diplomáticofrancés. Wilson salió muy orgulloso a saludarlos, seguidopor Von Hintze, quien estaba perturbado por lo que acababade escuchar.

—Señores —les dijo Wilson—, tengo listo un transporteque nos llevará a todos al Palacio Nacional.

Se miraron entre ellos.—¿Al Palacio Nacional? —preguntó Horiguchi—. No

tengo conocimiento de ninguna reunión en el Palacio

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Nacional. ¿De qué se trata?—Esta reunión no está programada —sonrió Wilson—.

Síganme —y caminó hacia el pasillo de los espejos, rumbo ala escalera espiral—. Vamos a poner orden en este país.

Jessica se le aproximó por la espalda y le susurró:—Henry, ¿qué hacemos con lo de Reforma 21?Von Hintze la escuchó. Wilson frunció el entrecejo y dijo:—Que atrapen a ese soldado entrometido, que me lo

traigan para interrogarlo. Vamos a ver para qué embajadatrabaja —y le guiñó un ojo a Von Hintze, quien se limpiócon un pañuelo las gotas de sudor que le escurrían por lafrente.

De repente el anciano embajador inglés se apresuró consu bastón y exclamó muy emocionado:

—¡Siempre es agradable un buen paseo por la ciudad conlos amigos!

71

Yo seguía corriendo por Reforma. Detrás de mí venían losmilitares.

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—Stop, you asshole! —me gritó uno.Llegué al cruce de Reforma y Balderas y me metí

directamente en la zona de fuego, pensando que el humo y laconfusión serían el mejor medio para perder a esosmercenarios. Me volaron dos obuses detrás de la nuca yestallaron en el Convento de San Diego, en el cruce de SanFrancisco y Balderas. Cayeron las piedras a mi alrededor yel piso retumbó debajo mis botas. La bola de polvo corrióvelozmente por la calle y se me metió ardiendo a la nariz. ElMexican Herald tenía los muros derribados sobre labanqueta. Decidí atravesar la cortina de humo ácido y saltarhacia la Alameda para esconderme entre los árbolesquemados.

Justo cuando descubrí que el puesto de periódicos de latarde anterior había quedado destruido, tres obuses chiflaronen el aire y se impactaron contra la torre del convento,seguidos por una terrible ignición. La estructura tronó,rechinó y se despedazó.

Salté a los matorrales y sentí que algo se enroscó en misespinillas. Caí al suelo desgarrándome las palmas. Tenía uncordel de bolas enrollado en los tobillos. Traté dequitármelo pero uno de los militares que me perseguían se

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arrojó y me aplastó con todo su peso.—You bastard! —me respiró encima muy agitado,

chorreándome saliva—. This is the farthest you will go.El hombre iracundo levantó el brazo, y estaba a punto de

asestarme un golpe, cuando se escucharon varios disparosmuy cercanos. Mientras los otros dos militares se agacharonrápidamente para protegerse, una bala penetró de manerafulminante la cabeza de mi captor. Ahora fueron losmercenarios los que se encorvaron y huyeron aterrorizados.

—¡Soy invencible, soy infalible y soy inmortal! —gritóalguien y siguió disparándoles a los prófugos—. ¡Aquí estáel rey de su propio universo para surtirlos de caca!

Levanté la cabeza y me ensucié con el sudor de la mejilladel militar caído, cuyo pesado cuerpo seguía desparramadosobre mí.

—¿Tino? ¿Tino Costa?Mi viejo amigo se acercó y derrapó sus rodillas junto a

mi cara. Detrás de él venía reptando Doris, la pelirroja.—¿Tino?—Es la segunda vez que te salvo la vida en una semana,

tarado. Ayer nos dejaste plantados.

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En el piso superior del ala sur del Palacio Nacional, elpresidente se encontraba completamente solo dentro deloloroso y silencioso despacho presidencial. Había ordenadoa sus secretarias no pasarle llamadas ni dejar a nadie entrardurante los siguientes siete minutos.

Con la mirada en la puerta, colocó cautelosamente doscandiles a los extremos de la pequeña mesa de juntas paraseis. Se sentó de espaldas a la cremosa luz difusa de lapared de vidrios traslúcidos que daba al impenetrable Patiode Honor. A continuación extrajo de su bolsillo un pañocolor rojo y una pequeña esfera de cristal.

Madero desdobló el paño suavemente sobre el barniz dela madera, extendiendo la estrella de cinco picos que teníabordada en hilos de oro. Colocó la esfera al centro de laestrella y encendió las velas. Cerró los ojos y le chorrearonlágrimas por los párpados. Apretó los labios para que no looyeran las secretarias desde afuera, desde el Salón deAcuerdos.

“Hermanitos —apretó los ojos—, no me dejen solo eneste momento. Ayúdenme a entender qué pasa. ¿Qué se está

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conspirando contra mí?”El presidente esperó unos segundos y escuchó tacones

lentos detrás de la ranura de la puerta, donde estabanadheridas las secretarias. Por los pasillos del palacio seaproximaba Henry Lane Wilson con su jauría deembajadores.

“Francisco —se dijo el presidente—, soy Raúl —y sesonrió a sí mismo con los ojos cerrados—. Gracias, Raúl.Francisco, hermanito, el alma tal vez es tan pequeña comoun átomo. Lo infinito tiene duración eterna. Su existencia notuvo principio ni tendrá fin. Todas las sustancias primas osobrenaturales ya existían eternas en el mismo Dios, como tualma.”

Madero abrió los ojos y le brillaron. Lo envolvía elresplandor del espacio interminable, el sol del espíritucosmológico.

“Amado Jesús de Nazaret —se dijo—, soy el último detus soldados. Sabes lo que quiero para mi país. Dame tufortaleza en este momento de oscuridad.

”Francisco, soy José. ¿José? Sí, hermano. Sí, eressoldado de tan glorioso Ejército. No lo dudes. Póstrate antetu Dios para que te arme caballero y te cubra con sus divinas

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emanaciones contra los dardos envenenados de tusenemigos, para que ponga en tus manos la espada con la quedebes luchar sin descanso por la causa del bien, por eltriunfo de la verdad, por la regeneración y el progreso de lahumanidad.

”Gracias, José —se dijo—. Te prometo que lo voy ahacer.

”Hermanito, lo principal son tus oraciones para queatraigas fluidos benéficos que te darán fuerza para la lucha,despejarán tu inteligencia y te harán más sensible a nuestrasinspiraciones.

”Hoy necesito más inteligencia que nunca, hermanito.”Vencerás. ¿Recuerdas tu trompo? ¿Recuerdas cuando

jugabas con Gustavo y con los primos en las vías del trenbajo el sol, rodando tu trompo Nautilus?

”Sí, recuerdo el Nautilus —y lo acarició mentalmente conlos dedos.

”Libera a tu espíritu de las cadenas de la materia parasiempre. Una vez conquistada tu libertad tenderás el vuelopor el espacio con mirada de águila y comprenderás mejorel mecanismo de las sociedades.

”Está bien —y sonrió—. La materia no existe.

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”Entonces darás el golpe mortal a los enemigos de tucausa. Muy pronto serán las coronas de laurel las que ciñantu frente. En caso contrario también recogerás una corona,pero será la de espinas, la de los mártires.

”¿De los mártires? —arrugó la cara—. Tengo miedo,hermanito.

”Hermano querido: la corona la tendrás de todas maneras.Pero tus actos determinarán si será de laurel o de espinas.Ésa es la alternativa. Escoge, hermano de mi corazón.

”Gracias, José.”Ten fe, ten valor, ten constancia y vencerás. Te protege

un poder que viene de Dios.”Un sonido escalofriante despertó repentinamente a

Madero del trance. Abrió los ojos y vio la puerta abierta.Frente a él se encontraban de pie Henry Lane Wilson,Cólogan, Stronge, Von Hintze, Horiguchi y MárquezSterling, quienes lo observaban atónitos. Detrás estaban lassecretarias, mordiéndose las sonrisas.

—¿Está usted hablando solo, presidente Madero? —lepreguntó Wilson con sorna.

El presidente, con las manos temblorosas, trató deenrollar el paño rojo pero el mismo Wilson lo detuvo y

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colocó las yemas de sus largos dedos alrededor de la esferade cristal.

Las velas seguían llameando sobre la mesa. Lassecretarias se salieron y Bernardo Cólogan cerró la puerta.Wilson tomó la esfera y la vio contra la luz de las ventanas.Se volteó y se la mostró a los embajadores.

—Señores, ¿cuántos espíritus creen ustedes que caben enesta estúpida bolita?

Stronge sonrió y le murmuró a Horiguchi:—Yo tengo bolitas como ésa en mi embajada. Y también

tengo pericos.—Señor Madero —le dijo Wilson—, ¿se puede saber qué

demonios está usted haciendo?—Yo… —el presidente se levantó trepidando.—¿Qué son estas velas? ¿No es usted el gobernante de

una nación? ¿Está haciendo aquí un ritual espiritista?Madero estaba paralizado.—Señores ministros —reconvino—, no recuerdo haber

agendado una cita con ustedes.Wilson caminó alrededor de la mesa y le echó el cuerpo

encima. Lo vio desde arriba.—Señor Madero, ¿necesito una cita para hablar con

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usted? —le sonrió con el bigote—. Somos el cuerpodiplomático. Representamos a las potencias mundiales.Venimos a presentarle una enérgica protesta por laprolongación de las operaciones militares en la capital.Nuestras embajadas están en la zona de fuego, y usted estáponiendo en peligro la vida de los ciudadanosnorteamericanos y de otros países que viven en esta ciudad.

—Estoy haciendo lo que me corresponde, embajador.—No, señor Madero. Usted está haciendo rituales

paganos en un despacho presidencial y debería darlevergüenza. Desde un principio le pedimos que resolviera larebelión por medio de negociaciones y que no iniciara unaguerra civil con ametralladoras y cañones que están matandoa cientos de familias.

—El fuego lo iniciaron los rebeldes, embajador —parpadeó Madero—. ¿Usted me está pidiendo que permitaque la rebelión avance hasta este palacio? ¿Me estápidiendo que me rinda?

Wilson golpeó la mesa con la palma.—Venimos a exigirle el cese al fuego y el

restablecimiento del orden en este país.Horiguchi y Márquez Sterling estaban perplejos.

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—No puedo hacer las dos cosas —respondió Madero—.Si ordeno el cese al fuego, los rebeldes se apoderarán de mipaís, y eso no lo voy a permitir. Además, le suplico que novuelva a irrumpir en este despacho presidencial sin aviso.

Wilson le tomó la corbata y se la acarició, lo que afectómucho a Madero. Luego la sujetó con los dedos y se la bajólentamente.

—Señor Madero, tengo destructores dreadnought de losEstados Unidos ya a muy pocas millas náuticas de suspuertos. Vienen cargados con miles de marines preparadospara desembarcar e invadir este país. No es conveniente queusted le hable tan irrespetuosamente al embajador de losEstados Unidos.

—Un momento… —exclamó Horiguchi—. Señorpresidente, no todos compartimos estas opiniones…

El japonés se abalanzó detrás de la mesa. En ese instanteel enorme Cólogan y Von Hintze intentaron jalarlo por losbrazos, pero Horiguchi se los quitó con un movimiento dekendo y los miró muy extrañado.

—¿Qué está pasando aquí? —increpó.Márquez Sterling se colocó entre ellos para serenarlos

pero Cólogan lo empujó contra la mesa. Horiguchi aferró a

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Cólogan del cuello de la camisa y lo tensó en el aire.—¿Qué estás haciendo, Bernardo?Von Hintze dio dos pasos hacia atrás y peló los ojos.—Tranquilos, señores —les dijo Wilson—. Somos

hombres de la diplomacia —y les sonrió—. Debemoscomportarnos.

73

—Y eso que me dejaste plantado. Pero me imaginé quevendrías aquí a buscarme.

Mi corazón palpitaba violentamente. Tino me acercó unacantimplora con agua y bebí. Doris se hincó sobre mí.

—¿Así que tú eres Simón Barrón, el jefe de Tino? —preguntó Doris.

Estaba tan agitado que no pude contestarle.Tino me dijo:—Ahora sí tienes que decirme en qué demonios estamos

metidos, Simón Pedro. Ayer nos persiguieron toda la noche.¿Qué diablos estamos investigando?

A mi lado yacía el enorme mercenario muerto. Tenía la

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cabeza girada hacia mí y sus ojos me miraban mientras se lesubía una catarina por la boca. Le palpé el cuerpo paraapoderarme de sus armas. Tenía un cuchillo Waterville 2.75,una granada Kugel y un cordel de bolas Inuit. Me los guardé.Finalmente le revisé los pantalones y le extraje la cartera.Adentro tenía cuatro dólares y un cheque firmado por laempresa Waters-Pierce Oil, por servicios de seguridad.

—¿Waters-Pierce Oil? —murmuré. Alcé los ojos y entrelos árboles vi el edificio de Waters-Pierce al otro lado de laAlameda—. Trabaja para Waters-Pierce.

Tino me dijo:—¿Me puedes decir qué estamos investigando, chingada?

¿Por qué te venían persiguiendo estos tres monstruos?Tardé en responderle. Me agarró de las solapas y me

sacudió como a un muñeco de trapo.—¡Dime en qué estamos metidos, cabrón! ¡Mi vida está

en peligro, y también la de esta bella dama! —le sonrió aDoris, quien le contestó con una mueca.

Me levanté y me arrodillé junto al cadáver. Respirévarias veces.

—¿Qué averiguaste ayer? —le pregunté a Tino y miré aDoris—. ¿Qué sabemos ahora sobre Enrique Creel y la

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entrevista de octubre de 1909? ¿Quién es el Patriarca?Tino volteó a ver a la mujer y dijo con tono burlón:—Doris no quiere violar su secreto profesional.—Ah, ¿sí? —me dirigí a ella—. Tu país se está

destruyendo y tú no quieres violar tu secreto profesional.—Por profesionalismo no puedo hablar. Ya se lo expliqué

a tu amigo.En ese momento la tomé de los brazos y la sujeté

fuertemente.—Olvida tu profesionalismo, ¿quieres? Tu país está a

punto de estallar en una guerra civil que va a destruir todo loque conoces. ¿Quién es el Patriarca?

Doris permaneció muda. La sacudí de nuevo y ella memiró con gravedad.

—Te recomiendo no meterte con el señor Enrique Creel.Su esposa es la hija del hombre más rico de México.

—Ah, ¿sí? Pues al parecer tú te metiste con él a la cama.Y me importa un carajo quién sea su esposa.

—El señor Luis Terrazas posee veintiocho mil kilómetroscuadrados de nuestro país, una región del tamaño del estadode Puebla. Es el dueño de Chihuahua. Creel y Terrazas sonel clan más poderoso de México. Te estás metiendo con

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quien no debes —me advirtió.—¿Quién es el Patriarca? —insistí.—Llévame con el embajador de Alemania.—¿Qué dices?—No voy a entenderme con dos soldados como ustedes.

Llévame con el embajador. Si voy a hablar, quieroprotección diplomática.

Volteé a ver a Tino.—¿Le dijiste que trabajo con el embajador de Alemania?Tino se talló los ojos.—Lo siento, jefecito. Fue rapidísimo. Es que Doris es un

poco ruda.Tomé el cheque del hombre muerto y lo estiré frente a mis

ojos. Contemplé el emblema del águila de cabeza blanca yleí de nuevo las palabras “Waters-Pierce Oil”.

—¿Cómo está urdido todo esto? —pregunté en voz alta—.¿Cómo está tejido por detrás? —y miré a Doris—. ¿Cuál esla relación del Patriarca con la empresa Waters-Pierce Oil?¿Lo sabes?

—Llévame con el embajador —reiteró.—No puedo hacer eso.—Entonces no voy a hablar.

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—Tienes que hacerlo.—Bueno, consígueme cinco mil dólares —alzó la quijada.—¿Qué?—La información cuesta. Necesito lo suficiente para

abandonar el país y buscar protección.—No tengo ese dinero.—Pues consíguelo.Volteé a ver a Tino y él soltó una carcajada:—Es toda una profesional.Doris se acomodó los chinos rojos y dijo:—Sólo te informo una cosa, amiguito: tu embajador y el

embajador de Estados Unidos estuvieron ayer en laCiudadela con los rebeldes.

—¿Von Hintze? ¿Con los rebeldes?—Fue a ofrecerles el apoyo de Alemania.—Dios…Tino suspiró y me dijo:—La situación está bastante jodida.

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Los embajadores salieron del despacho presidencial peroMárquez Sterling se regresó para decirle a Madero:

—Tiene usted el apoyo de Cuba, señor presidente.Se marchó y Madero se quedó solo, viendo el piso. Las

flamas de las velas aún estaban chispeando. Tras unosminutos aparecieron dos hombres detrás de la puerta:Gustavo Madero y el asesor militar de la presidencia.

—Hermano —entró Gustavo y miró afectadamente lasvelas—, ya recuperamos la sexta demarcación de policíapero los rebeldes acaban de destruir la esquina noroeste dela prisión de Belén. Los reclusos se están escapando parasumarse a los rebeldes.

—Maldita sea.—Los zapatistas ya entraron en la ciudad por el sur y ya

han incendiado varias colonias. Se dirigen hacia nosotros.—Que alguien los detenga, por el amor de Dios.—¿Con qué fuerzas, hermano? —preguntó Gustavo y se

empujó el ojo de vidrio.—Que Felipe Ángeles bombardee la Ciudadela desde el

oeste.—Hermano, nuestros bombardeos no están funcionando.

La Ciudadela está intacta.

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El presidente se tronó el cuello.—¿Por qué ellos nos bombardean y destruyen nuestras

tropas y nosotros no podemos atacar sus puntos vulnerables?¿Qué sucede?

—Alguien les está informando acerca de nuestrasposiciones, hermano. Te pedí que no nombraras a VictorianoHuerta. Te traicionó durante el interinato de Francisco Leónde la Barra. Violó tus pactos con Zapata y lo atacó paraponerlo en tu contra para cuando llegaras a la presidencia.Zapata fue creado para tu ascenso y ahora ya no lo puedescontrolar.

El presidente se puso una mano en la frente sudorosa.Gustavo se le acercó temerosamente.

—Hermano, destituye a Huerta inmediatamente.Destitúyelo ya. ¿Cómo puedes confiarle a él la seguridad deMéxico y tu propia vida?

El presidente lo miró con una expresión horrenda.—¿En quién puedo confiar, Gustavo?Gustavo retrocedió.—¿Qué me estás diciendo, hermano?—Tú me enemistaste con Bernardo Reyes —Francisco

caminó alrededor de su hermano—. Yo había invitado a

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Bernardo para que fuera mi secretario de Guerra y tú losaboteaste todo. Tú le enviaste esos matones para que loapedrearan en su mitin del 16 de junio en la Alameda, dondeél declaraba su lealtad y su entusiasmo por colaborarconmigo.

—Hermano…—Tú hiciste que le dijeran que yo los había enviado a

matarlo si aceptaba colaborar conmigo, y ordenaste que unabanda de asesinos lo golpeara en su automóvil. ¡Tú le hicistecreer que mi ofrecimiento era una mentira y que lo queríadestruir!

—Hermano, por favor…—Bernardo y yo nos habíamos abrazado el 10 de junio en

el Castillo de Chapultepec. El día 13 publicó su manifiestodeclarando que me iba a apoyar con toda su fuerza militar.Habríamos hecho juntos un gobierno poderoso y él meestaría defendiendo ahora como ninguno de los mediocres yestúpidos militares que tenemos —Francisco hizo un granaspaviento y tiró las velas al piso.

La mesa se salpicó de cera líquida. El militar se apresuróa recoger el desastre, conteniéndose, pues el presidenteacababa de llamarlo mediocre.

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El presidente caminó hacia su hermano.—Tú sembraste todos estos odios entre Reyes y yo,

Gustavo. No querías que nadie te hiciera sombra, y menosalguien del tamaño de Bernardo Reyes. Querías el campolibre para sucederme en la presidencia.

Gustavo permaneció en silencio, se limitó a apretar suboquita de pez y ajustarse los anteojos. El presidente lehabló con firmeza:

—Bernardo Reyes me habría ayudado a crear las basesindustriales de un México nuevo, por primera vez rico ypoderoso, como lo hizo con Monterrey. Hubiéramos podidocrear un gran Ejército influyente ante los ojos del mundo,que me habría protegido en estos momentos. Después elpropio Bernardo habría sido el presidente de México. Perotú no podías permitir que eso ocurriera, ¿verdad, Gustavo?Tenías que eliminarlo como fuera. Dime qué diablos pasó el9 de febrero.

Gustavo aspiró con la nariz constipada y le respondió a suhermano:

—Sólo estoy tratando de serte útil —caminó hacia lapuerta campaneando su cuerpo y agregó—: estás cometiendoun error, Francisco.

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—Ah, ¿sí? —Francisco caminó hacia Gustavo—. Dime,¿qué error estoy cometiendo?

Gustavo volteó a verlo con su ojo que no era de vidrio.—Te estás poniendo en mi contra.La mirada del presidente se volvió oscura.

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La noche de ese miércoles se oían cañonazos yametralladoras cada minuto. La población estaba encerradaen sus casas. Además, en muchas colonias se había cortadoel suministro de agua. La gente estaba sin bañarse, y comopodía juntaba algunas cubetas junto a las puertas. Lasfamilias vigilaban las últimas piezas de pan que quedabansobre sus mesas y las cortaban en pequeños trozos paradosificárselas a sus niños.

En una de esas casas, en la colonia Cuauhtémoc, estaba latía de Doris con su esposo.

Cuando las explosiones hicieron retumbar el piso ysacudieron las ventanas, el hombre aseguró:

—El gobierno está comenzando a caer.

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—¿Cómo dijiste? —preguntó la tía de Doris.—Dicen que ya asesinaron al presidente.La señora arrugó la cara:—¿Estás tonto? ¿Quién te dijo eso?El señor le dio un mordisco a una cáscara de sandía que

chorreaba líquidos rancios.—Oye, no sabe a podrido. Sabe, digamos, dulce.La mujer lo reprendió:—Te vas a enfermar —le arrebató la cáscara y la tiró en

un basurero que estaba junto a una pared violeta donde habíaun altar a la Virgen de Guadalupe.

Él se limpió la boca con el brazo y dijo:—Guzmán me contó que en el sur de la ciudad ya se ven

las tropas de Zapata. Son como dos mil. ¿Te imaginas cómose va a poner esto cuando lleguen? —sonrió con su bocachimuela.

De pronto una bomba estalló afuera y oyeron gritos. Elpiso se sacudió. Luego escucharon llantos, alaridos ysirenas.

El hombre le dijo a la tía de Doris:—Vieja, ya se está yendo la gente. Están aprovechando

los huecos entre los bombardeos para salirse por

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Xochimilco, por Coyoacán y por San Ángel. Se estánllevando todas sus cosas en carretas de mulas. Hasta loscolchones. Los más de los muertos son esos que se estányendo, porque ahí están los zapatistas. Les están pegando losdisparos.

El señor metió el brazo en el basurero y sacó nuevamentela cáscara de sandía. La partió en dos y la repartió.

—Mientras no podamos salir, comeremos las sobras. Sinos enfermamos sólo será un problema más.

A la mañana siguiente la casa de la tía de Doris fuevolada en pedazos. A causa de un error fatal del gobierno,las colonias Juárez y Cuauhtémoc habían sido devastadas.En esas colonias sólo vivían civiles, familias que no teníannada que ver con la rebelión, pero los cañones del generalFelipe Ángeles —el único amigo del presidente en elEjército— las estaban bombardeando.

¿Por qué? Sigue siendo un misterio.Los cañones de Felipe Ángeles debían bombardear la

Ciudadela, el fuerte del rebelde Félix Díaz, pero éste no fuedestruido.

Por orden del presidente, la Ciudadela era el únicoblanco de Ángeles, y estaba justo al otro lado de las

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colonias Juárez y Cuauhtémoc, separada de ellas por doskilómetros. El general tenía los cañones al norte de laciudad, cerca de la estación de ferrocarriles de Buenavista.

Buenavista, la Ciudadela y esas colonias formaban untriángulo de aproximadamente dos kilómetros por lado, asíque los artilleros de Felipe Ángeles habían fallado por unincreíble ángulo de cuarenta y cinco grados.

No fue necesario ser un genio para comprender que FelipeÁngeles era un traidor o un imbécil. A menos que susartilleros lo hubieran desobedecido sistemáticamentedurante horas y días, Felipe Ángeles estaba traicionando alpresidente.

El triángulo de Felipe ha sido un misterio hasta ahora noresuelto, pero le costó la vida al tío chimuelo de Doris, entreotros miles de civiles. La única explicación posible era lasiguiente, como la discutí con Tino en un mapa quedibujamos sobre la banqueta: en medio de esas dos coloniashabía tres embajadas: la de Japón, la de Alemania y la delos Estados Unidos. Pero el presidente, a menos que fuera undemente, jamás hubiera ordenado bombardearlas. Esaacción habría representado la justificación perfecta para quelos americanos invadieran México y derrocaran a Madero,

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que era justo lo que quería Henry Lane Wilson. Así, la ordendebió de originarse en la embajada americana, pero con ladisposición muy precisa de que los tiros errados fuerancuidadosamente calculados para no matar a Wilson.

Por su parte, la Ciudadela no tenía un solo muroderribado. En las azoteas, los oficiales de artillería de FélixDíaz rondaban tranquilos los corredores fortificados,sosteniendo sus tazas calientes con sus guantes blancos,mientras otros soldados metían proyectiles de trinitrofenolen los cañones diseñados por Manuel Mondragón para lafirma francesa Saint Chamond.

Uno de esos proyectiles fue lanzado a dos mil metros. Consus prismáticos de plata, los elegantes oficiales de cascosprusianos contemplaron su trayectoria de arco hasta queimpactó la puerta norte del Palacio Nacional con un ángulode descenso de setenta grados, sacudiendo el edificio ymatando a un gran número de soldados de la presidencia.

—¡Bien! —se congratuló el oficial de artillería y le diouna palmada a su artillero—. Buen chico. Ajusta la escuadracuatro puntos y rectifica el arco dos punto cuatro gradospara disminuir el ángulo e incrementar el impacto. Ahoraquiero la puerta central. Démosles más.

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El cañonazo sacudió toda el ala norte del PalacioNacional y asustó sobremanera a Gustavo. No era paramenos, el hermano del presidente se encontraba bajo lasvigas de madera y los candelabros de la Galería de losPresidentes. En aquel momento se dirigía a hablar conFrancisco, quien lo había regañado unas horas antes.Gustavo iba acompañado por un escritor de treinta y un añosde nombre José Vasconcelos:

—¿Por qué los sublevados tienen tan buena puntería y encambio los nuestros nunca le pegan a la Ciudadela? —preguntó el joven tras la explosión—. ¿Por qué no asaltan yacaban en dos horas con ese manojo de ratas? Es unavergüenza que cuatrocientos hombres tengan en jaque a todauna nación que está en paz y apoya al gobierno.

Gustavo no contestó y siguió caminando. Su mirada seconcentró en el piso de madera, una enorme cuadrícula quese extendía hasta el fondo del pasillo.

Llegaron al antecomedor de la presidencia, un pequeñocuarto café con una diminuta mesa para ocho. En las paredeshabía vitrinas con objetos de cristal iluminados desdeadentro.

El presidente llegó por la puerta trasera.

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—Hermano —le dijo Gustavo y se ajustó los anteojos—,acaba de llegar desde Veracruz un cargamento de dosmillones de cartuchos para rifles y cañones.

—Gracias a Dios.—La pregunta es de dónde les están llegando las armas a

los rebeldes.—¿A qué te refieres?—Ya van cuatro días. Para estas alturas ya deberían

faltarles municiones.Francisco miró vacilante hacia un lado y al fin preguntó:—¿Has pensado en alguna teoría?—Nuestras fuerzas tienen rodeada la Ciudadela por todos

lados, hermano. Sólo puede ser nuestro propio Ejército.—¿Qué dices? —cuestionó Francisco estremecido.En ese instante, detrás del presidente apareció un hombre

de bigote blanco y mirada muy dura. Vio a Gustavo y aljoven escritor y los saludó con el sombrero. Ellosrespondieron al saludo.

El presidente les informó:—Acabo de designar comisionado para la paz a

Francisco León de la Barra.Gustavo y Vasconcelos se quedaron pasmados.

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—Él será mi intermediario con Díaz y Mondragón —agregó el presidente.

Francisco León de la Barra, que había sido presidenteprovisional justo antes de Madero, sonrió y le dijo alpresidente:

—Amigo Francisco, no te defraudaré…Inmediatamente se marchó y los hermanos y el escritor se

quedaron solos.Gustavo se acomodó los lentes.—Hermano, pero si tú habías dicho que no colocarías a

León de la Barra como mediador. El negociador siempretermina controlando el poder. Te va a traicionar. Ya estásfuera de la presidencia.

—¿Qué estás diciendo ahora?—Estás colocando a los que te han traicionado en las

posiciones clave para destruirte.El presidente bajó la cabeza y apretó los puños.—¿Qué quieres que haga? ¡No tengo otra opción! ¿Por

qué no eres tú el presidente?El escritor señaló a Gustavo y le dijo:—No tiene tu carisma.—Gracias… —contestó Gustavo.

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El presidente se tocó la frente y pidió una explicación:—Veamos, nosotros contamos con seis mil soldados y los

rebeldes sólo tienen mil quinientos. ¿Cómo es posible quenos estén ganando, Gustavo? ¿Qué estás haciendo tú paraimpedirlo? —golpeó una de las vitrinas, sacudiendo loscristales.

—Hermano, ayer Francisco León de la Barra tuvo unareunión con Felipe Ángeles. ¿Lo sabías?

—¿Eso qué quiere decir?—León de la Barra te va a traicionar, hermano. Va a

acordar con los rebeldes que tú renuncies. Convocarán anuevas elecciones y a ti te van a asesinar.

El presidente peló los ojos:—Gustavo, la traición la tengo adentro de este mismo

palacio —y lo miró con ojos alterados.Vasconcelos tragó saliva.—Creo que mejor me voy —y se retiró.Gustavo mostró preocupación llevándose una mano a las

sienes.—Hermano, esto es mucho más profundo. Alguien está

volteando a todos contra ti desde muy alto. Te puso aquí y yano te quiere en la presidencia. El Patriarca te va a eliminar.

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76

El viernes 14 de febrero, día del amor y la amistad, fue undía de odio en la ciudad de México.

Por la mañana, el ex mandatario Francisco León de laBarra entró en el despacho presidencial para rendirle alpresidente su primer informe como mediador:

—Francisco, todo terminará con tu renuncia.—¿Qué dices? —se levantó el presidente.—Hablé con los rebeldes. La confrontación terminará y se

restablecerá la paz, pero tienes que renunciar.—¿De qué estás hablando? —preguntó irritado Madero y

caminó alrededor de su escritorio. Francisco León de laBarra miró hacia abajo y sonrió detrás de sus bigotes.Madero le dijo:

—Apenas ayer te designé para que resolvieras el asunto.¿Ésta es tu respuesta? ¿Pedir mi renuncia? ¿Para eso teenvié? ¿Para que me traiciones?

Madero tomó un ejemplar de El Imparcial y se lo mostróa León de la Barra.

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—Ve esto. El general Aureliano Blanquet llegó ayerdesde Toluca con su columna y hoy tomará parte en elcombate.

—Ajá —asintió León de la Barra.—Te lo dije. Blanquet es lo que necesitamos para

resolver esto. Además, hoy llegan los novecientos soldadosdel general Manuel Rivera desde Oaxaca.

—Francisco —dijo León de la Barra—, Blanquet llegóhace ocho horas pero no entró en la capital. Acaba deinstalar su campamento en las afueras de la ciudad. No vinoa protegerte.

—¿Qué dices?—Va a esperar.—¿A esperar?—Va a esperar a que renuncies —sonrió León de la

Barra.El presidente miró hacia la ventana y sus ojos se

perdieron en el resplandor amarillento. Alguien golpeó lapuerta. Una de las secretarias se asomó tímidamente:

—¿Señor presidente? Viene a visitarlo una comisión desenadores.

—¿Perdón? —Madero abrió los ojos—. No tengo

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programada ninguna reunión con senadores, que se vayan.—Quieren verlo, señor presidente. Dicen que es urgente.La puerta se abrió y entró un grupo de quince senadores.

Francisco León de la Barra se levantó el sombrero parasaludarlos.

Los legisladores se acomodaron en un círculo alrededordel presidente.

—Señor presidente —dijo uno de ellos—, hemosdeliberado sobre el mejor curso de acción para detener laola de ingobernabilidad que prevalece en la nación, y hemosdecidido solicitarle su renuncia al cargo de presidente de laRepública.

Madero bajó la mirada y su rostro brilló en la penumbra.León de la Barra lo observó con ojos entrecerrados. Acontinuación el presidente adoptó una actitud meditabunda ydio unos pasos con la espalda encorvada.

—No me sorprende que ustedes vengan a exigirme larenuncia. Todos fueron nombrados senadores por el dictadorPorfirio Díaz, antes de mi gobierno.

—Somos los representantes del pueblo, señor Madero.—No, ustedes no fueron electos por el pueblo —

reconvino el presidente y sacudió un dedo en el aire—.

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Ustedes fueron designados por un dictador y por eso veríancon gusto mi caída, pero no voy a renunciar.

Los legisladores se volvieron a ver entre ellos.—Señor Madero, el Senado ha acordado su renuncia. En

cuanto la firme, el secretario de Relaciones Exteriores,Pedro Lascuráin, asumirá la función de presidenteprovisional y el Congreso convocará a la nación a un nuevoproceso electoral.

Francisco León de la Barra les hizo un gesto para que seretiraran. A los pocos segundos él y Madero se quedaronsolos de nuevo. El presidente apretó las mandíbulasvisiblemente.

—¿Qué sucede? —preguntó León de la Barra.—¿Me preguntas qué sucede?—Debes renunciar, Francisco. De lo contrario vendrá un

terrible baño de sangre.—¿Me estás amenazando?Los senadores se dirigían a la salida por el Salón de

Acuerdos.—Año de cambios, compañeros —comentó uno—. Lo

importante es estar del lado ganador.—Madero fue siempre un niño estúpido. Lo dejaron

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divertirse y ya destruyó nuestro país —dijo otro.—¿Qué van a hacer con él después de que renuncie? ¿Lo

van a mandar a Francia, como a Díaz?—No creo —aseguró el líder del grupo—. Si regresa, va

a armar otra revolución con sus estúpidas y grandiosasvisiones espiritistas. Tiene que desaparecer. Tenemos quehacerlo desaparecer. No va a volver a fastidiarnos jamás.Los detalles finales se afinan esta noche en el Macumba.

77

Minutos después, Gustavo Madero y Vasconcelos seencontraron con el presidente dentro de la capilla delPalacio Nacional, en medio de los jardines.

El presidente recorrió la nave de paredes blancas, debajode un enorme Cristo crucificado. Sus pasos crujiendopiedritas hicieron eco en la bóveda.

—Cuando todo esto haya pasado, cambiaré de gabinete —dijo con seguridad.

El joven escritor y Gustavo se miraron entre sí. FranciscoMadero siguió su camino. Desde la cruz lo observaba Jesús,

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con una mirada de paz; la sangre escurría por su frente demadera.

—La corona no será de laurel, tampoco será de espinas—señaló el presidente.

—¿Perdón, hermano?—Haré un nuevo gabinete con gente leal como ustedes.

Dejé a todos los porfiristas. No debí hacerlo. Lascuráin,León de la Barra… El viejo régimen que me odia. Laresponsabilidad ahora recaerá sobre ustedes, los jóvenes.

—¿Qué piensas hacer, hermano? Todo está cambiandodemasiado rápido —dijo Gustavo con voz incrédula.

—Esto se resuelve en unos días, Gustavo. Enseguidareharemos el gobierno. Tendremos que triunfar porquerepresentamos el bien.

José Vasconcelos contempló al presidente con ternura yangustia.

—Un espíritu poderoso me protege —dijo Francisco yseñaló al cielo—. Jamás renunciaré. El pueblo me haelegido, si es preciso moriré en el cumplimento de mi deber,que es aquí.

—Hermano, algo muy feo se está fraguando —advirtióGustavo—. Tal vez deberíamos prepararnos para abandonar

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el país.El presidente miró el crucifijo y les pidió:—Por favor, acompáñenme a orar.Luego se arrodilló debajo del crucifijo y cerró los ojos.—Señor Jesucristo de Nazaret, soy el último de tus

soldados, ilumíname en este momento tan oscuro… —susurró.

Gustavo y Vasconcelos titubearon pero lentamente searrodillaron detrás del presidente.

78

Yo tenía cita con Wilson para las cinco de la tarde, y laverdad es que no tenía muchos hallazgos para él, aunque símuchos sobre él.

¿Qué le iba a decir sobre lord Cowdray? ¿Que estabaplanificando un sistema de energía basado en aprovechar elcalor del magma de la Tierra? ¿Que coleccionaba las cartasespiritistas de Francisco Madero?

Lord Cowdray había sido tan astuto que no me habíarevelado una sola cosa sobre sí mismo.

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Para colmo, tuve que lidiar con Tino y Doris durante trestortuosos días en los que básicamente estuvimos escondidos.Von Hintze no me había contactado. Tampoco Cowdray ytampoco los masones. Varias veces pasé enfrente del HotelGeneve y acaricié su fachada, sabiendo que ahí estaban miesposa, mi madre y mi hijo; sin embargo el embajadoralemán nunca especificó el número de la habitación.

79

A la una de la tarde, Henry Lane Wilson levantó el teléfonoy digitó tres números. Le contestaron en la oficina delsecretario de Relaciones Exteriores.

—Pongan a Lascuráin en el teléfono —le ordenó a lasecretaria.

Quince segundos después escuchó la voz engolada dePedro Lascuráin.

—¿Henry? ¿Quieres hablar conmigo?—Sí. La opinión pública mexicana y extranjera juzga al

gobierno como el responsable de la situación existente.—Espera, Henry. ¿De qué estás hablando?

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—Están cayendo bombas de tu estúpido gobierno cerca demi embajada. Si muere un solo americano, mi país no lo va atolerar, ¿me entiendes? ¿Quieres que ordene la invasión?

—Henry, el presidente Madero te ofreció un edificio en elpueblo de Tacubaya para que lo uses mientras se resuelveesto. Está listo para que lo ocupes en cuanto lo decidas.

—Lascuráin, yo no me muevo de este edificio. Tu trabajoes contener la rebelión y detener el caos.

—Pero, Henry…—Si no inician negociaciones inmediatamente entre las

partes y se resuelve el conflicto, los infantes de Marina demi país van a desembarcar en tus puertos para poner orden.

—Henry, ¿esto es una amenaza?—Escúchame bien, Lascuráin. Quiero que convenzas a tu

presidente de que se vaya.—No, no. Espera un segundo.—No, Lascuráin. En breve voy a disponer de cuatro mil

soldados bajo mi mando personal, ¿me comprendes? Yo voya restaurar el orden aquí.

—Henry, yo no voy a solicitarle al presidente querenuncie sólo porque me lo pide el embajador de otro país.Francisco Madero fue electo por el pueblo de México. Tú

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estás actuando ilícitamente al violar la ley internacional deneutralidad.

Wilson se levantó enfurecido.—¡Yo soy el embajador de los Estados Unidos de

América! Voy a llenar tus calles de marines americanos yvoy a convertir tus ciudades en ruinas si eso es lo quequieres. ¿No entiendes que ya tengo el control de tuEjército?

Lascuráin respiró al otro lado de la línea.Wilson le dijo:—Ordénale a Madero que renuncie, y que renuncie

también el vicepresidente Pino Suárez. Que renuncien ante elCongreso mañana. No convoques a la Cámara de Diputados,convoca al Senado.

—Esto es… —Lascuráin se movió nervioso en su silla—.¿Y si no lo hago?

—Entonces prepárate para las consecuencias, y para lasconsecuencias que sufrirá tu familia.

—¿Mi familia?—Así es.Pedro Lascuráin no esperaba esta llamada. Sus ojos

saltones se ennegrecieron.

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—¿Cómo han llegado las cosas a este nivel? ¿Por quéestás haciendo todo esto, Henry? ¿Por qué nos odias tanto?—le preguntó con enfado a Wilson.

—Haz lo que te digo o tu país va a sufrir una intervenciónarmada. Esto desencadenaría una guerra civil que podríamatar a millones y destruir a la nación entera. Cuandorenuncie Madero, tú asumirás el cargo y te explicarédetalladamente los pasos que deberás seguir.

Lascuráin guardó silencio durante varios segundos.—Henry, ¿es esto lo que le hiciste a Francisco Madero

hace dos años?Wilson sonrió y subió los pies al escritorio. Detrás de él

también sonreía la figura de Joel Roberts Poinsett.

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80

A las dos de la tarde, mientras caminábamos por la calle deLiverpool, escuchamos un estallido a dos cuadras que noshizo arrojarnos al piso. Sonaron sirenas y gritos. La gentecorría despavorida.

Escuchamos cristales quebrándose y madera rechinando.Vimos fuego y bolas de humo saliendo por las ventanas deun edificio. Era la casa del presidente Francisco Madero. Laterrible explosión había ocurrido en el número 21 de la callede Berlín, en la esquina con Liverpool.

Al otro lado, a cinco cuadras, Jessica oyó el tronidodesde la embajada americana. En ese momento la secretariarecibía en el recinto diplomático a cuatro personas: dosgrandes y musculosos africanos de chalecos, boinas yguantes militares; un tipo vestido de rojo y un joven rapado yesquelético de ojos amarillos que llevaba una muleta.

Eran los hombres de Reforma 21.Jessica ondeó la cabellera rubia para acomodarse la

cascada de trencitas.

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—Señores, Henry no se encuentra en este momento, estáen la Ciudadela con Félix Díaz. Tomen asiento mientrasregresa.

Los hombres se acomodaron en los sillones rojos. Elcielo del atardecer y la columna de humo de la casa deMadero se reflejaban en el piso.

—Señores —les dijo Jessica—, Henry está muy molestoporque ustedes aún no han encontrado al soldado queirrumpió en el centro de operaciones.

—Por eso venimos aquí, señorita Glasgow, creemos queel sujeto trabaja en la embajada.

—¿Qué? —Jessica peló los ojos.

81

Dieron las cinco de la tarde y yo estaba parado frente a laembajada de los Estados Unidos. En la acera había unamultitud de americanos pidiendo asilo a Wilson. A laredonda sonaban estallidos y los guardias soltaban disparospara controlar a la gente.

También había cuatro camiones verdes que decían:

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“Transporte diplomático. Embajada de los Estados Unidosde América”. De uno de ellos se bajaron quince sujetosvestidos de blanco; llevaban cajas de madera que lucíanbastante pesadas. De inmediato los guardias de azul lesabrieron paso con pistolas para que pudieran ingresar en eledificio.

—Watch it, watch your feet! —gritó uno.—Clear, please —dijo otro a la muchedumbre.Detrás de mí, las bolas de humo de la casa de Madero

avanzaban por encima del acueducto mientras el cielo sevolvía anaranjado.

Como pude, me abrí paso entre los extranjeros y lleguéhasta la puerta de acceso. Los policías americanos meindicaron con las manos:

—Pase, señor Barrón, muy bonita tarde…—Sí, muy bonita… —respondí y miré a la horrible

gárgola que siempre me veía entrar desde lo alto del arco depiedra. “¿Cómo estás, puta?”, murmuré.

De pronto un obús explotó aproximadamente a trescuadras y el piso se sacudió. Los extranjeros gritaron y meempujaron hacia adentro.

—Take it easy, people! —les gritó un guardia,

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amenazándolos con la pistola—. Remain outside or I shootyou!

Entonces aproveché la oportunidad para preguntarle alguardia:

—¿Cuándo me van a regresar mis armas? —señalé la cajade seguridad en la pared.

—Señor Barrón, sus armas fueron decomisadas por elgobierno de los Estados Unidos porque ponen en peligro lasvidas de los ciudadanos americanos en esta embajada.

—En mi país a eso se le llama robar. Esas armas lepertenecen al Ejército federal mexicano.

Por mis costados pasaron los hombres de blanco cargandocajas y me gritaron:

—Move your ass, butthead. This is very freaking heavy.Fingí indiferencia y me metí entre ellos. Cuando llegamos

al recibidor frente a la escalera espiral, los hombres sellevaron las cajas por el pasillo diagonal izquierdo, haciauna entrada muy oscura de la que salían más tipos vestidosde blanco.

—Move away, amigo —dijo alguien detrás de mí.Me tuve que quitar.

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Me aferré del barandal y comencé a subir la escalera.Cada cinco escalones había soldados americanos con rifles.Todos me observaban con miradas adustas, lo mismo quelos murciélagos de las columnas.

Cuando llegué al último piso, caminé sobre la alfombraroja por el largo pasillo de los espejos hasta el magnovestíbulo de Jessica. Al entrar me percaté de la presencia decuatro hombres en los sillones rojos.

Jessica me vio y se levantó pausadamente de su asiento.—Hola, niño.Detrás de mí, dos policías de azul cerraron la puerta.—Acércate, Huitzilopochtli —me sonrió Jessica—. Tal

vez conozcas a mis amigos.En el instante reconocí la cabeza venosa del hombre de

ojos amarillos de Reforma 21.

82

En la calle de Moneda, a un costado del Palacio Nacional,el ministro Pedro Lascuráin caminaba nervioso hacia suautomóvil negro, un Lanchester 38HP. Lo escoltaban sus

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cuatro guaruras.Cuando llegó al vehículo, lo estaban esperando siete

individuos que tenían las caras tapadas con mallones yportaban ametralladoras. Se le acercó un octavo individuo,alto y fornido, de mallas blancas y zapatos de hebilla; teníauna larga cicatriz que le corría desde la calva hasta labarbilla. Sus mechones negros lo hacían parecer un payaso.Su nariz era un bulto rojo y deforme.

Era el Señor H.Lascuráin tragó saliva. El hombre le dijo:—Lascuráin, la casa de Madero se está incendiando —

señaló la columna de humo y soltó una risita entrecortada.Lascuráin retrocedió.—¿Qué estás haciendo aquí, Hopkins? —preguntó el

ministro y a continuación sintió fierros en la espalda. Volteóhacia sus guaruras. Le estaban apuntando con sus pistolas.

El payaso se le paró enfrente y le acarició la mejilla.—Sé buen chico, Pedro. Haz lo que te pidió Henry Lane

Wilson. Tengo hombres rodeando tu casa de Xicoténcatl conjuguetes como éste —y le enseñó una granada incendiariaMLE-47—. Tu esposa y tus hijos se encuentran ahí y laspuertas de salida están bloqueadas. No querrás que les

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prenda fuego, ¿o sí? Haz que Madero renuncie o arderán.

83

Yo estaba aterrorizado en el vestíbulo de Jessica.Me di vuelta antes de que alguien me reconociera y aferré

la manija de la puerta dorada de salida, pero los policíasrubios me atraparon la mano con sus guantes blancos.

—¿A dónde va, señor Barrón?—Tengo que ir al baño.Detrás de mí gritó Jessica:—¿A dónde vas, niño?No le contesté. Traté de girar la perilla pero me apretaron

la mano con mucha fuerza.—No, señor Barrón. El baño está justo detrás de usted,

junto al escritorio de la secretaria.—Huitzilopochtli… —dijo Jessica. Escuché sus pasos

trotando hacia mí. Me puso la mano en el hombro y mesacudió—: ¿qué te pasa, Simón Barrón? ¿Estás bien?

No me atreví a voltear.Los visitantes se levantaron y empezaron a discutir:

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—Is that a soldier?—Who’s that fucking guy?—Jessica, tengo que contarte algo —le dije sin volverme

hacia ellos.—¿Qué, Simón Barrón? ¿Qué te sucede?—Tengo que decírtelo afuera —respondí entre dientes

mientras una gota de sudor recorría mi espalda.Ella debió de haberles hecho un gesto a los policías,

porque en ese instante me soltaron la mano. Giré la manija yde inmediato salí al pasillo. Estaba aterrorizado.

—¿Qué te pasa, Simón Barrón? Detente.Jessica me tomó del brazo y caminamos juntos hasta el

final del pasillo. Entramos al segundo corredor, dondeestaba el piso de ajedrez y los grandes espejos.

—¿Qué demonios te pasa, Simón? —me preguntóalterada.

Seguí avanzando hasta la terraza de la escalera espiral.Había mucho viento y el cielo se veía rojizo. El patio debajode nosotros estaba atestado de guardias. Jalé a Jessicadetrás de una columna.

—Jessica, tengo que irme.Se oyeron dos explosiones.

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—No te vas, niño. Tienes una cita con Henry. Le chocanlas informalidades. No te lo permito. Así no actúaHuitzilopochtli.

El sol hacía que sus ojos verdes se vieran amarillos. Suslargas trenzas doradas parecían transparentes por losdestellos de luz, igual que los vellos de sus brazos desnudos.

—Jessica, ¿quién es el señor Guggenheim?—¿Perdón? —contestó sorprendida.—¿Qué tiene que ver el señor Guggenheim con la empresa

Waters-Pierce Oil?—¿Qué estás investigando, Simón? —entrecerró los ojos.—Jessica, sé que tu jefe trabaja para el señor

Guggenheim. ¿Lo conoces? ¿Conoces al señor Guggenheim?Me sonrió y frunció los ojos.—¿Qué estás haciendo, niño? ¿Estás espiando a Henry?Bajé la mirada. Ella me susurró muy lentamente:—No lo hagas, niño. Eso sería muy grave. Eso lo enojaría

muchísimo.Escuché pisadas que subían la escalera. Luego sonó una

voz muy grave. Era Henry Lane Wilson. Jessica me apretó elantebrazo.

—¿Estás espiando a Henry? —me miró fijamente.

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Wilson subió. Lo vi aparecer contra el cielo que ya habíaadquirido tonos incandescentes como llamaradas. Elembajador iba acompañado por un sujeto de traje negro ycorbata roja que cargaba un portafolio. Se trataba delhombre alto, flaco y cadavérico que yo había visto en suoficina el primer día: el ingeniero Enrique Cepeda, asistentepersonal del general Victoriano Huerta.

Me quedé impávido.—¡Contéstame! —exigió Jessica con los ojos muy

abiertos.No tuve tiempo de contestarle.—¡Juan Diego! ¡Mi gran amigo, Juan Diego! —gritó

Wilson—. ¡Ya tenía ganas de verte! ¿Qué averiguaste sobrelord Cowdray?

Wilson se acercó y me puso la mano en la clavícula, me laapretó muy duro y le sonrió a Cepeda.

—Enrique, te presento a mi gran amigo, Juan Diego. Hacecuatrocientos años subió al monte Tepeyac y ahí vio a laVirgen de Guadalupe. Luego bajó corriendo a enseñarle sufoto a un obispo. Claro que eso no es más que un cuento,¿verdad, Juan Diego? Lo inventaron los españoles paradoblegar a tu raza —le volvió a sonreír a Cepeda—. ¿No es

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igualito? —me miró orgulloso y agregó—: Juan Diego, JuanDiego… Ahora bajaste del monte para trabajar para mí. JuanDiego es mi nuevo espía con lord Cowdray. Nos va a decirsi los idiotas ingleses están metiendo las narices en nuestraoperación en México.

Wilson atenazó mi clavícula para hacerme descender.—Juan Diego, si Dios tomó un puño de fango y lo

convirtió en un hombre, yo te tomo a ti para convertirte enfango. Ven —dijo y me aventó de vuelta hacia el pasillo delos espejos, por donde se aproximaban los hombres deReforma 21.

Jessica nos siguió muy alterada. Revisó su libreta yrecorrió las páginas hacia atrás hasta encontrarse con ladescripción del intruso del Centro Esotérico Oriental.

Alzó los ojos y se detuvo.—¿Henry?Los tipos me señalaron.

84

En lo alto del Hotel Geneve, sir Weetman Pearson se

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encontraba sentado en su mesita de té frente a la ventana desu suite 450. La luz roja de la tarde iluminaba su rostromientras pelaba una naranja.

En tanto lord Cowdray contemplaba el tétrico edificiogótico de la embajada estadounidense detrás de los arcosdel acueducto, múltiples cañonazos estallaron a la redonda ehicieron vibrar los cristales. A sus espaldas, John B. Body,su brazo derecho en México, le habló con un exquisitoacento británico:

—Weetman, los americanos están atacando los dosprincipales centros de abastecimiento de petróleo delImperio británico: la Anglo-Persian Oil en Irán, y laMexican Eagle que creaste aquí bajo la protección dePorfirio Díaz y de su majestad el rey Jorge. A pesar de lasamenazas de los Estados Unidos, el presidente Madero aúnte protege. Por eso Henry Clay Pierce te quiere destruir.

A pesar de la destrucción que observaba a través de laventana, lord Cowdray seguía concentrado en abrir su frutacon aparente serenidad.

—John, Henry Clay Pierce es sólo un peón de miverdadero enemigo, que aún no ha mostrado su cara.Estamos viendo al mundo cambiar frente a nuestros ojos.

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—Weetman, sin México y sin Irán, el Imperio británico sedesmoronará, después de haber sido el más grande sobre laTierra —repuso Body—. No vamos a tener petróleo para laguerra naval contra Alemania, y los Estados Unidos van aemerger como la mayor potencia del mundo.

Lord Cowdray suspiró.—México e Irán tendrán el mismo destino. Su destino es

su petróleo. Si ellos mismos lo aprovecharan, seconvertirían en las nuevas potencias, pero no lo harán.Nunca debimos dejar crecer a los Estados Unidos. Durantesu guerra civil dejamos escapar la oportunidad dedestruirlos, partirlos en dos naciones y controlar el sur;México sería un protectorado británico. Sin embargo, ahoralos americanos están a punto de afianzar su dominio en elcontinente entero, sobre todo con el poder que ejercen enCuba y Panamá. ¿No te parece que ya es hora de iniciar elcontraataque?

Cowdray se volvió hacia Body, quien permaneciócallado. Debajo de sus papeles sacó el New York Times del8 de febrero y siguió adelante con su reflexión:

—Daniel Guggenheim está sacando a Gould y aRockefeller de la Federal Mining and Smelting Company.

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Acaba de poner a William Loeb a cargo de Asarco. AhoraLoeb trabaja para Guggenheim en Broadway 165. HenryClay Pierce acaba de quitarle a John D. Rockefeller lasacciones de Standard Oil en Waters-Pierce. Siento queGuggenheim está detrás de todo esto.

—Se están preparando para la guerra… —señaló Body yapretó los labios.

—Así es. Dentro de los Estados Unidos está ocurriendoun cambio de poder. Y el nuevo presidente, WoodrowWilson, no será capaz de hacer algo contra ese poder.

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Desde su ventana, lord Cowdray se percató de que unconvoy de automóviles negros se estacionó frente a laembajada de los Estados Unidos. El inglés extendió la manoy al instante Body le entregó unos binoculares.

—¡Se está bajando Von Hintze! —exclamó Cowdray.—¿Von Hintze, Weetman?Cowdray movió los prismáticos ligeramente hacia la

derecha.

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—Ahí está bajando Cólogan… También Márquez Sterlingy Lefaivre. Wilson debe de haber convocado a todo elcuerpo diplomático.

—Cielos, sólo Dios sabe qué estará tramando ahora —dijo Body.

—Me encantaría saberlo. Tienes que traerme al joven quevino conmigo hace unos días. Seguramente el soldado Byronestá ahí. Que venga a verme en cuanto termine esa reunión.Manda a tus hombres por él y que lo esperen afuera.

—¿Confías en él, Weetman?—Lo importante es que él confíe en mí.En la puerta de acceso de la embajada norteamericana,

los enormes escoltas de Paul von Hintze le abrieron paso enla aglomeración. En medio del bullicio, el diplomáticoalemán escuchó algo que lo intranquilizó mucho. A través delas rejas, un soldado joven y una mujer de cabello rojo lesgritaban a los guardias estadounidenses.

—¡Déjennos entrar, carajo!—¡Tenemos que hablar con el embajador Wilson! ¡Hay un

espía dentro de la embajada!Después de que Wilson me empujó, me detuve de golpe y

me quedé atónito.

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—Hey, you! —me señalaron furiosos los hombres deReforma 21 y se aproximaron de forma amenazante.

—Señor Wilson…—¡Camina, Juan Diego! —ordenó y me aventó al pasillo

—. Necesito que me cuentes qué averiguaste con el engreídode lord Cowdray. Y quiero que me des algo útil, ¿meentiendes? Estoy a punto de tener una reunión con todos losembajadores y esa información puede ser crucial.

—Señor Wilson… —le dije, pero me interrumpió.—Y te advierto una cosa, Juan Diego, si me trajiste

basura o, peor aún, si me has engañado, te voy a torturar yharé que te incineren en los quemaderos de basura deBalbuena, ¿me comprendes?

Desde atrás, Jessica llamó a Wilson:—¡Henry! —y le acercó la libreta.Decidí aprovechar la interrupción e intenté regresar a la

terraza, pero Wilson me aferró del brazo.—¿A dónde crees que vas, Juan Diego?—Señor Wilson, dejé caer el mapa en el patio… —me

palpé los bolsillos fingiendo extrañeza.—¿Qué dices?Los hombres de Reforma 21 estaban cada vez más cerca

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de nosotros.—El mapa secreto de lord Cowdray —dije—. Su plan

para salvar a Madero. Lo debo de haber dejado caer en elpatio.

—¿Mapa secreto? —Wilson frunció el ceño, miró aCepeda y luego a Jessica—: acompáñalo, preciosa. Rápido.

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Bajé por la escalera espiral con las piernas temblando. Losguardias americanos y las gárgolas de las columnas nodejaban de vigilarme. Entre tanto, el escándalo de losextranjeros en las rejas se incrementaba cada segundo.

—¿Qué está pasando, Simón? —me preguntó Jessicanotablemente alterada—. ¿Me puedes explicar qué estápasando? ¿Estás espiando a Henry? ¿Quieres que grite?

En la escalera nos topamos con varias personas quedebían de ser muy importantes porque llevaban guardiasmilitares.

—Buenas tardes, señorita Glasgow, ¿ya llegó su jefe?—Sí, señor Cólogan, los está esperando. Bienvenido,

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señor Márquez Sterling. Konnichiwa, señor Horiguchi.Good afternoon, mister Stronge. Please come in, misterLefaivre, Henry’s waiting upstairs.

Detrás de todos venía el almirante Von Hintzeacompañado por sus gigantescos escoltas Hans y Zoddan, elde la larga trenza negra. Mi cuerpo se paralizó. Von Hintzeme vio una fracción de segundo y desvió los ojos haciaJessica.

—Guten nachmittag, Jessica.El alemán siguió de largo hacia arriba y sólo le vi los

guantes blancos detrás de su abrigo gris. Me quedécongelado. Ni siquiera volteó a verme. Ni siquiera me hizoun gesto con los dedos.

De repente uno de los policías de azul subió la escalera yle dijo a otro:

—Están reportando una intrusión en la embajada. Queclausuren todas las salidas. Alerten a Schuyler y alembajador.

Von Hintze escuchó al policía y arrugó la frente. Sedetuvo en seco y volteó a vernos a mí y a Jessica.

—Jessica, ¿le puedo hacer una pregunta? —dijo ceñudoel alemán.

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—Dígame, Herr Von Hintze.—¿Qué hace Henry con los espías?—¿Qué quiere decir, Herr?—Verá, en el Hotel Geneve tengo a la familia de un espía

que atrapé en la embajada y que habló contra mí —explicóVon Hintze—. ¿Qué me recomienda hacer con su familia?

—¿Perdón? —preguntó Jessica sorprendida.—Tal vez deba preguntárselo a Henry. Pero la deslealtad

se castiga con la muerte, ¿no cree? —dijo Von Hintze y sedio la vuelta.

Nosotros seguimos bajando a gran velocidad.—¡Simón! —me gritó Jessica—. ¿Qué diablos estás

haciendo?Permanecí en silencio y supliqué que la inquietud de

Jessica pasara desapercibida para los guardias.

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Arriba, los hombres de Reforma 21 se acercaron a Wilsonapresuradamente.

—Señor, el soldado que acaba de dejar ir es la persona

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que buscamos —le informó uno de ellos—. ¡Ordene quecierren los accesos de inmediato!

La mirada de Wilson se oscureció.—¿Juan Diego? No puedo creerlo. Malnacido hijo de

perra.A continuación el mismo sujeto le mostró una servilleta al

embajador.—Encontramos esto en el pasillo del centro de

operaciones —resolló.—¿Volverás a ser lo que eres? ¿Qué diablos significa

esto? —preguntó Wilson mientras veía las serpientes queJessica había dibujado.

—Posiblemente es un código del superior que lo envió.—¿Qué esperan? ¡Aprehéndanlo! —Wilson se volvió

hacia su primer secretario, Montgomery Schuyler—: quesellen la puerta de acceso y la azotea. Alerta al cuerpo deseguridad. Quiero que encadenen a Juan Diego en lossótanos.

En ese momento llegaron a su encuentro los embajadores.

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Jessica y yo corrimos hacia el patio y nos metimos entre lasflores cercanas a la fuente. En las esquinas y en loscorredores laterales había policías con sus armas en alto. Delos barandales de los pisos superiores se asomaron quincefrancotiradores y me apuntaron a la cabeza. Afuera sonarondos explosiones que sacudieron la embajada y quebraronvarios cristales. La gente de las rejas vociferó enloquecida.

Jessica me clavó los ojos muy perturbada:—Dime quién eres realmente, Simón Barrón. ¿Viniste a

espiar a Henry? ¿De dónde vienes? ¿Quién te envió?Miré hacia los balcones y apreté los puños. Sentí que los

antebrazos y las piernas me hormigueaban.—Jessica, tienes que ayudarme… —murmuré lentamente.—¿Qué dices?—¿Qué harías si tu país estuviera a punto de ser llevado a

una guerra civil?—¿Qué estás diciendo?Por un momento contemplé los dos dragones de la fuente

que escupían agua; los chorros irradiaban la luz roja del sol.Como si hubiera tiempo para pensar, buscaba las palabrasadecuadas para convencer a Jessica.

—Jessica —susurré de nuevo—, ¿qué harías si supieras

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que toda la gente que amas morirá si tú no haces algo porimpedirlo?

—¿De qué estás hablando? ¿Dónde está tu supuestomapa? ¿Quién te envió a esta embajada?

—Jessica, ¿ahí tienes los teléfonos? —señalé la libreta ensu mano.

—¿Teléfonos? —arrugó la cara—. ¿Por qué lo preguntas?—Están desestabilizando a mi país. Necesito hablar con

el señor Guggenheim. Es la única forma de detener todoesto.

Los policías se aproximaron con las piernas dobladas ylos rifles apuntando hacia mí.

—Estás loco, Simón —dijo Jessica con un tono burlón—.El señor Guggenheim es uno de los hombres más poderososdel mundo, nunca tomaría tu llamada. Ni siquiera a Henry lecontesta personalmente, lo hacen sus secretarios.

—Últimamente todos me contestan, Jessica. Es más, túnos vas a servir de intérprete.

—¡Estás loco, Simón Barrón! —soltó una risotada—. ¿Yqué le vas a decir?

—Le daré información crítica. Mi país enfrenta el peorpeligro de su historia. Tienes que ayudarme.

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Wilson se dirigía hacia el vestíbulo rodeado por losembajadores. A su derecha iba el almirante Von Hintze,quien se esforzaba afanosamente por ocultar su nerviosismo.

A unos metros, Montgomery Schuyler aceleró el paso paradarle alcance al grupo.

—Henry, me están reportando una alerta desde la puertade acceso —dijo Schuyler visiblemente agobiado—: dospersonas se filtraron entre la multitud y nos informan que hayun espía dentro de la embajada.

—¿Cómo dices? ¿Quiénes? —preguntó Wilson y le lanzóuna mirada a Von Hintze.

—Son un soldado y una chica pelirroja. Dicen que alparecer el espía trabaja para otro embajador.

Von Hintze palideció.—Seguramente es el mismo idiota de Juan Diego. Como

te he dicho, Schuyler, llévalo a los sótanos y asegúralo en elpotro; que nadie entre ni salga hasta que lo tengasencadenado. Quiero que lo interroguen y averigüen quién lo

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envió.Desde luego, en ese instante Von Hintze se arrepintió de

haberme contratado. Tal vez el almirante pensaba: “Toma lapastilla, Simón, éste es el momento”.

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—¡Nos mentiste, Simón! ¡Le mentiste al embajador de losEstados Unidos! ¡Eres un maldito espía! —me reclamóairadamente Jessica.

—Espera, déjame explicarte… —balbucí.Por la escalera se asomaron los soldados del Centro

Esotérico y me señalaron.—That’s the guy! —gritó uno.—That’s the fucking guy! —agregó otro.Se dejaron venir corriendo hacia el patio. Jessica me miró

con una expresión de vergüenza y disgusto.—Simón, me hiciste confiar en ti, no puedo creerlo.No contesté, estaba aterrorizado. Sentía alfileres dentro

de las manos y los dedos me palpitaban.Tras unos instantes de ofuscación, tomé a Jessica de la

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muñeca y le dije:—Tienes que ayudarme —luego la jalé hacia el corredor

de la derecha y le pregunté—: ¿a dónde se llevan las cajas?¿Hay respiraderos en las bodegas?

Ella se sacudió violentamente.—¡Suéltame, Simón! Acabas de cometer el error más

grande de tu vida, te van a torturar y hoy mismo te matarán.Se nos vinieron encima los hombres de Reforma 21,

ondeando sus cuchillos Waterville y un juego de esposas.Los africanos de los chalecos militares me rodearon y elhombre de rojo se paró frente a mí:

—Olvidaste esto en mi edificio, imbécil —vociferó yextendió el brazo para mostrarme la servilleta de Jessica.

Jessica ladeó la cabeza, tomó suavemente la servilleta yvio sus serpientes besándose.

—Volverás a ser lo que eres… —murmuró y alzó los ojoshacia mí—: no tienes perdón, Simón. ¡Aprehéndanlo!

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En el vestíbulo, Wilson se colocó en medio de los

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embajadores.—Señores, al parecer uno de ustedes mandó una rata a

espiarme —dijo irritado—. Tengo a un maldito Judas entreustedes.

Todos se miraron entre sí desconcertados.—¿Qué estás diciendo, Wilson? —preguntó Horiguchi.Von Hintze bajó la mirada y sintió cómo se le humedecían

los guantes detrás de la espalda.—Voy a interrogar a esa maldita rata —les advirtió

Wilson—, y voy a descubrir al traidor que lo envió. Quienme esté espiando es un enemigo de los Estados Unidos y lova a pagar muy caro.

—No nos amenaces, Wilson —se molestó Horiguchi—.Esto es una falta de respeto para los ministros de lasnaciones que estamos aquí.

—Yo también tengo ratas en mi embajada —sonrió sirFrancis Stronge sobre su bastón y arrugó su nariz peluda—.Y en verano también se llena de mosquitos y cucarachas…

—Además, todos aquí sabemos lo que estás tramando —le dijo Horiguchi a Wilson—. Has excedido todas lasatribuciones que te corresponden como embajador y estástransgrediendo los tratados internacionales de neutralidad.

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—Te equivocas, Horiguchi, yo soy el embajador de losEstados Unidos de América y me respaldan poderes másgrandes de lo que puedes imaginar.

Wilson se metió las manos en el chaleco y se colocófrente a los ventanales que reflejaban el cielo rojo en el pisode mármol.

Afuera estallaron dos cañonazos y las bocinas deemergencia se dispararon. Enseguida se detonó una ráfagade ametralladoras y debajo de la embajada explotaron tresgranadas que rompieron los vidrios del primer piso ybambolearon el edificio. Los gritos de la gente perforaronlos oídos de los diplomáticos. También se escucharonambulancias y chiflidos de obuses que cruzaban el cielo yreventaban bolas incandescentes en la ciudad.

—¿No es hermoso, señores? —preguntó Wilson con unsuspiro—. Ésta es la sinfonía del cambio.

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El hombre de rojo desenfundó su revólver y me ordenó:—Arrodíllate.

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Desde los pasillos de arriba me apuntaban treintaescopetas. Miré a Jessica. No había muchas opciones. Mellevé las manos a la nuca y descendí sobre mis rodillas.

En el acto, el hombre presionó la punta del revólvercontra mi garganta. Lo miré a los ojos con un gesto de dolor.

—Ustedes no son médiums —le dije—. Son unaorganización de desestabilización que se ha infiltrado en mipaís y está manipulando a mi presidente…

En cuanto el tipo parpadeó, golpeé la pistola con la palmapara desviarla. Con una mano tomé su muñeca y la torcí; conla otra sujeté el revólver y le troné el dedo índice con elgatillo. Jalé y ya tenía el arma en mis manos. Cargué elmartillo y le apunté a la cara.

—Arrodíllate tú, imbécil —me levanté lentamente—. Porcierto, gracias por la pistola. Arrodíllense todos o ledisparo.

El hombre jadeó, agarrándose el dedo fracturado.—¡Simón! —gritó Jessica.Desde arriba los policías de azul me advirtieron:—¡Suelte el arma o disparamos!Por un momento me quedé paralizado con el arma

temblándome en la mano. Todos me miraban fijamente.

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—Jessica… —murmuré y dirigí mi vista a los balcones—, tú me lo dijiste.

—¿Qué? —preguntó ella.—Algún día nacerás de nuevo y saldrás del vientre de tu

madre como Huitzilopochtli, para salvarla cuando esté apunto de ser despedazada. Ese momento es ahora.

Como cangrejo, caminé de lado hacia el corredor de laderecha, por donde habían metido las cajas. Jessica mesiguió y me pidió con firmeza:

—Simón, por favor, baja el arma, no quiero que tedisparen.

Los hombres gritaron una vez más desde lo alto:—¡Suelte el arma o disparamos!—Por favor, Simón, baja el arma.—Pero…—¡Bájala, con un demonio! —sus ojos verdes se abrieron

como si se tratara de una fiera.—De cualquier forma, hoy mismo me matarán, tú misma

lo acabas de decir.—¡Hagan fuego! —ordenó uno de arriba, pero Jessica

agitó los brazos hacia los francotiradores:—¡Esperen! ¡No disparen! —y se me acercó

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cautelosamente—. Simón, dime quién eres.—Lo que soy no importa más. El 9 de febrero dejé de

existir. Pero volveré a ser lo que soy. Adiós, Jessica —medespedí y caminé hacia el corredor empuñando el arma.

Ella me miró y alzó las cejas como una niña.—¿Por dónde piensas salir? ¿Por una coladera?—Siempre hay una salida.—¿Te volveré a ver otra vez, Simón Barrón?—Me verás saliendo del vientre de la Tierra, del seno de

Coatlicue —respondí con gallardía.Ella torció el ceño y me sonrió.—¿En las excavaciones? ¿En la escalera de

Huitzilopochtli?—¡Apártese, señorita Glasgow! —exclamaron los

francotiradores—. ¡Vamos a disparar!Jessica se quedó paralizada. Entonces la tomé suavemente

de la muñeca y le susurré:—Es mejor que me acompañes —y la jalé conmigo.—¿Qué dices? ¡Suéltame! —Jessica sacudió el brazo

pero se lo apreté más fuerte.—Voy a tener que abrazarte pero no te voy a lastimar —le

advertí y pasé mi brazo alrededor de su cuello. Le coloqué

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la pistola en la cabeza.—¿Qué estás haciendo, Simón?—Estrategia militar número uno —le dije al oído—: si no

tienes una carta fuerte, consíguete una. Ahora eres mi rehén.—¡Simón!—¡Bajen las armas o la mato! —exclamé.—¡Simón! —pataleó Jessica.La aferré del cuello y nos dirigimos hacia el corredor de

las cajas blancas, donde la obligué a meterse en el túnel.Desde ahí les grité a los guardias:

—¡No nos sigan o la mato!

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El túnel terminaba en una rampa de madera que bajaba haciaotro pasadizo más oscuro.

Con la pistola en su cabeza caminamos debajo de unalarga hilera de arbotantes de luz violeta. Volteé hacia atrás ytres policías de la embajada nos venían siguiendo. Disparécontra ellos y uno se desplomó lanzando alaridos.

—¡Les dije que no nos siguieran!

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Del cinturón me arranqué la granada Kugel, le quité elseguro con los dientes y la lancé hacia atrás. A los cincosegundos reventó y derribó un pedazo del techo. Losescombros y la nube de polvo con carne llegaron hastanosotros.

Jessica gritó como una loca en mis brazos. La empujéhacia adelante.

—No pasa nada, Jessica. A ti no te voy a hacer daño, te loprometo.

—¿Por qué haces esto, Simón? Déjame ir, por favor.—¿Dónde hay algún respiradero? —le pregunté—. ¿A

dónde conduce este corredor?—Estás demente, Simón Barrón. No sabes en lo que te

acabas de meter. Henry te va a perseguir hasta encontrarte.Tiene espías en toda la ciudad.

—¿A dónde llevan estos corredores?—A los sótanos.—¿Qué hay en los sótanos?—Eso lo maneja Schuyler.—¿Quién es Schuyler?—No se lleva muy bien con Henry. Déjame ir, Simón.Llegamos al fondo del pasillo y había otra escalera que

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daba vuelta con rampas de madera acopladas con clavos.Muy cerca se escuchaban máquinas y voces. Me detuve

pegado al muro, por donde se filtraba una luz amarilla.—¿Qué es esto, Jessica? ¿Quiénes trabajan aquí? ¿Son

guardias?—No sé. Suéltame o grito.—Grita y te disparo —le presioné la pistola en la cabeza,

su cara se entristeció y se puso a temblar, así que la abracé yle susurré en el oído—: no te quiero disparar, Jessica.Necesito que me ayudes. Vamos a entrar en esta área y mevas a ayudar a encontrar un respiradero, ¿de acuerdo?

Ella se aspiró la nariz y asintió lentamente.—De acuerdo…Avanzamos unos pasos y me detuve:—Quiero que actúes normal —le dije—. Explícales que

debemos hacer una inspección por orden de Wilson.—Si quieres que actúe normal, ¿no crees que deberías

soltarme?—Tienes razón, pero ¿prometes que no vas a hacer nada

para delatarme?Jessica torció la cara:—¿Y luego qué?

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—Luego me vas a comunicar con el señor Guggenheim.—Simón, estás realmente loco.Nos metimos en el área de luz amarilla, donde las

máquinas sacudían el piso. Olía a tinta, era una imprenta.Los hombres nos voltearon a ver, fijaron la vista en Jessicay se lamieron los labios.

—Bueno, pero ¿quién es este bombón? —preguntaron ysoltaron risas grotescas.

—Es la secretaria del embajador Wilson, pendejo —respondió uno.

—¡Van bien, muchachos! —les gritó ella—. ¡Henry losquiere muy apuraditos, vamos, vamos!

Algunos trabajadores fumaban mientras rodaban lasmanivelas. Tenían los brazos aceitados y usaban guantescompletamente ennegrecidos por los líquidos.

En el piso había volantes tirados, recién impresos ypegostiosos. Tenían la fotografía de Madero y decían:“Traidor a la patria. México se está desangrando por tuculpa. Queremos un gobierno que asegure paz para nuestrasfamilias. Los mexicanos estamos con el presidente auténtico,Félix Díaz”.

—Vaya —dije—, ahora sé lo que verdaderamente se hace

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en esta embajada.—Yo también —murmuró Jessica.—Pregúntales a dónde se llevaron las cajas.—¿Cuáles cajas?—No te hagas, pregúntales.—Señores, ¿a dónde se llevaron las cajas?Los hombres señalaron una puerta al otro extremo. De

pronto, entre el ruido de las rotativas, se escuchó unacampana de teléfono.

—Debe de ser Schuyler —dijo Jessica—. Los va a alertary te van a detener.

Alisté la pistola. El teléfono sonó y sonó pero nadie locontestó. Alguien dijo:

—Cómo fastidian esos pendejos de arriba. Si quierenalgo que vengan —y siguió rotando el cigüeñal.

Entramos por la puerta que nos indicaron y nos metimosen otro corredor oscuro. Lo seguimos y llegamos a unaescalera de rampa de tablas que nos condujo a otro pasadizomucho más tenebroso, donde se sentía mucho frío y olía aqueroseno. Se escuchaban goteras. En el techo habíaarbotantes de luz roja encerrados en canastas de hierro. Losmuros eran de roca y apenas se distinguían en la penumbra.

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Al avanzar, percibí un fuerte olor a petróleo quemado. Alos lados alcancé a ver varias máquinas asfaltadorascubiertas de grasa, que estaban apoyadas contra las paredes.Los aparatos tenían el emblema del águila de cabeza blancay decían: “Waters-Pierce Oil”.

—Aquí es donde torturan a la gente —me dijo Jessica.—¿Qué?Mi pregunta rebotó en las paredes.—Los amarran en sillas y los mojan con asfalto caliente

hasta que se endurece. Quedan como esculturas horribles.—Dios mío, ¿a quienes torturan?—A los espías como tú. A los sembrados.—¿Sembrados? ¿Campesinos?—No, tonto. Los sembrados son gente que trabaja aquí

pero que en realidad ha sido enviada desde otras embajadaspara espiarnos. Cuando Henry los descubre, él mismo vienea verificar la tortura. A veces siguen vivos y él les prendefuego con su puro para ver cómo se derriten mientras gritan.

—Santa Virgen de Guadalupe.—Eso te van a hacer a ti, niño. Hace dos semanas aquí

asfaltaron al cocinero.—¿Al cocinero?

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—Sí. Hacía buenos mariscos. A ése lo envió Stalewsky.—¿Stalewsky? ¿Quién es Stalewsky?—El embajador ruso. Los rusos creen que los americanos

ayudamos a los ingleses para provocar la guerra entre Rusiay Japón. El cocinero quería encontrar pruebas con Henry.

—¿De esa guerra?—Los japoneses ganaron y ahora Rusia se está

desmoronando. Pronto va a caer el zar.—Dios… ¿y los ingleses provocaron esa guerra?—Los japoneses ganaron gracias al respaldo de los

bancos ingleses de Kuhn, Loeb y Rothschild, que controlanel petróleo de Rusia, pero el zar Nicolás está haciendo todolo posible para obstruirlos porque quieren derrocarlo. Loque pretenden es provocar una revolución en Rusia.

—No puedo creerlo. ¿Por qué hacen estas cosas?—Así es este negocio, niño, todos nos espiamos a todos.

Todos estamos en el contraespionaje, y ganará el que sepamás sobre el otro. Por desgracia, las circunstancias actualesapuntan hacia el inicio de una guerra mundial.

—¿Guerra mundial?—Ay, se ve que no lees los periódicos… —dijo Jessica

con un tono irónico—. Lo que está ocurriendo en México

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forma parte de un proceso más complejo. En tan sólo unosmeses, los mismos embajadores reunidos allá arriba, estaránen guerra unos contra otros. La guerra está estallando entodos lados: en Bosnia, en Irán, aquí en tu país…

—¿Bosnia? ¿Irán?—Bosnia e Irán se parecen a México. Son las fronteras de

colisión entre las potencias. El control de esos países esclave para definir quién dominará el mundo.

—Santa Virgen de Guadalupe.—¿Quieres que te diga cuál es el verdadero motivo de

esta guerra?—Sí.—Alemania.—¿Alemania? ¿Por qué Alemania?—Hace cincuenta años Alemania ni siquiera existía. Eran

treinta y nueve reinos separados que llevaban siglospeleándose entre ellos. El amo del mundo era Inglaterra. Losbritánicos tenían colonias en todos los continentes y eran elimperio más grande que había existido. Pero hace cincuentaaños Alemania se unificó y creció de una manera muypreocupante para Inglaterra. En sólo treinta años losalemanes cuadruplicaron su producción industrial en todos

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los ramos. ¿Sabes lo que eso significó para Inglaterra?—Algo muy malo, supongo.—En este momento Alemania es la mayor potencia

industrial de Europa. ¿Crees que eso les gusta a losbanqueros ingleses? —Jessica negó con la cabeza—.Alemania acaba de confederarse con el Imperioaustrohúngaro y ya se apoderó de Camerún, Namibia, Togoy Papúa Nueva Guinea. Está construyendo un imperioplanetario. Ahora se pelea el dominio de Irán con Inglaterra,y el de Bosnia con los rusos. Si los ingleses no destruyeninmediatamente a los alemanes, Alemania se apoderará deInglaterra, Rusia y los Estados Unidos.

—Ah, qué carambas.—Va a ser el mayor imperio del mundo en muy poco

tiempo y todos vamos a tener que hablar alemán.—Dios, ¿y eso será malo?—No me gusta el alemán —sonrió Jessica—. Pero si la

guerra la gana Inglaterra, se volverá demasiado poderosa ytratará de adueñarse nuevamente de los Estados Unidos.

—Vaya…—Tenemos que ser muy listos, no podemos dejar que

ninguno de ellos gane. Por eso México es tan importante en

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este juego.—Ah, ¿sí?—Ay, niño, tienes que usar más la cabeza.Finalmente salimos de ese malnacido sótano y llegamos a

un túnel iluminado de dimensiones espectaculares. Eraaltísimo y no tenía fin. Había columnas que se doblabanhacia el centro, como costillas; la columna vertebral teníaburbujas de cristal que emitían una luz color crema. A loslados se veían otras burbujas luminosas que parecían losadornos de un gran salón de baile.

—Santo Señor Jesucristo —exclamé—. ¿Quién construyótodo esto debajo de mi ciudad?

—Debe de medir varios kilómetros —exclamó Jessicaasombrada.

De pronto noté que en el piso de mármol había huellas dellantas. Me volví hacia atrás y vi automóviles Ford-Testacionados contra la pared. Los vehículos tenían toldos delona y remolques adosados a las cajuelas, donde estabandispuestas las misteriosas cajas blancas.

—Las cajas… —le dije a Jessica y me aproximé a losremolques—. ¿A dónde se llevan estas cajas? ¿Qué tienenadentro?

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—No lo sé, te repito que esto lo maneja Schuyler.Me trepé a un remolque y toqué las cajas.—Voy a ver qué demonios hay aquí adentro.En eso estaba, cuando se escucharon voces en el corredor

del que veníamos.—Ya te atraparon, Simón Barrón —dijo Jessica—. Te

recomiendo que te rindas. Puedo interceder con Henry paraque no te torturen mucho.

Las voces se hicieron más fuertes y se convirtieron entrotes pesados. Bajé del remolque, sujeté a Jessica de lamuñeca y la jalé hacia la cabina del vehículo.

—¿Sabes manejar? —le pregunté.—¿Ahora quieres que sea tu chofer?—Súbete —abrí la puerta, la empujé y corrí hacia el otro

lado.—¿Qué haces?—Muy bien —di un salto adentro del auto—. ¡Ahora

arranca!—¿En qué me estás metiendo, Simón?Jessica presionó el botón de ignición y la máquina se

sacudió. Saqué el revólver por la ventana y lo apunté haciaatrás.

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—¡Arranca! ¡Acelera!Jessica pisó el pedal y avanzamos lentamente. Del

corredor salieron cinco guardias de la embajada ydispararon. Supongo que querían darle a las llantas perosólo le atinaron al remolque. Volvieron a tirar y reventaronel vidrio trasero.

—¡Dios mío! ¡Nos van a matar! —gritó Jessica.—¡Tú acelera!—¡Estoy pisando a fondo!—¿No puedes ir más rápido?Disparé y uno de los guardias cayó. Al fin el auto tomó

velocidad. Dos de los guardias se subieron a otro vehículo ylo encendieron.

—¿A dónde conduce este túnel, Jessica?—Ni siquiera sabía que existía este túnel.—No mientas. Dijiste que no sabías qué había en los

sótanos, y luego me contaste que ahí asfaltaron a uncocinero.

—Sólo sé que este túnel corre por debajo del acueducto.Lo construyeron cuando Pedro Lascuráin urbanizó la coloniaRoma con el amigo de Henry, Edward Nonphlet Brown.Todo esto lo opera Schuyler con el señor Hopkins.

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—¿Sherburne Gillette Hopkins? ¿El Sin Nombre? ¿El quearma las revoluciones en América Latina?

Detrás de nosotros venía a toda máquina el auto de lospolicías y nos volvieron a disparar.

—¡Acelera, Jessica! ¡Sólo me quedan cuatro balas!—¡Simón Barrón, es obvio que ya le avisaron a los que

están al otro lado de este túnel! ¡Nos van a estar esperando!Saqué el revólver por la ventana e hice fuego contra el

Ford que nos seguía.—Lidiaremos con eso cuando lleguemos. Me quedan tres

balas —y cargué el martillo—. Ahora entiendo una cosa,Jessica. Por eso Wilson no quiere moverse de estaembajada. No quiere que se descubran estos túneles.

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A esa misma hora, mientras las estrellas comenzaban abrillar en el cielo y una banda roja cruzaba el horizonte, elautomóvil Lanchester de Pedro Lascuráin se estacionó frentea una casa. Era el número 38 de la calle San Fernando.Desde ahí se podía apreciar cómo subían columnas de humo

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en varios puntos de la ciudad.Cuando Lascuráin descendió del auto y los sirvientes le

abrieron las rejas de la casa, se escucharon tres estallidos alo lejos, seguidos de ráfagas de ametralladora. Después,como si fuera una secuencia inevitable, se oyeron gritosescalofriantes y sirenas.

Lascuráin penetró el pórtico y se encontró con un grupo desenadores que lo esperaban en la sala.

—Buenas noches, señor ministro —lo saludaron y alzaronsus copas. En ese instante un cañonazo hizo retumbar la sala.

Lascuráin se aproximó a los legisladores. Se trataba deSebastián Camacho —el dueño de la casa—, Jesús FloresMagón, Guillermo Obregón, el general Luis Curiel, RicardoGuzmán, Emilio Rabasa, Rafael Pimentel, TomásMacmanus, Víctor Manuel Castillo y Juan Fernández.

En medio de ellos estaba Francisco León de la Barra,quien saludó a Lascuráin con un ademán teatral.

—Pedro, sé que hablaste con Henry Lane Wilson y conSherburne Hopkins —le dijo—. ¿Cuál va a ser tu decisión?

Lascuráin aspiró profundo.—Haré lo que me toca en esta comedia detestable. Le

pediré al presidente que renuncie y asumiré el cargo como

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presidente provisional, igual que tú hiciste con Porfirio Díazhace dos años. Ahora me toca a mí desempeñar el papel detraidor. La historia se está repitiendo.

León de la Barra se giró hacia él, copa en mano, y lesonrió detrás de su bigote:

—No es que la historia se esté repitiendo, Pedro. Aún nolo entiendes. Todos somos la misma persona. Todos somosel mismo. Yo soy tú.

—¿Qué dices?—Tu fui ego eris. Ens Viator ego sum —sonrió León de

la Barra.Lascuráin miró a los senadores y sus caras se

distorsionaron como plastas con un sonido difuso de copas yvoces ininteligibles. Lascuráin sintió haber vivido esemomento antes, en un sueño remoto y recurrente, siendo élcada uno de ellos alguna vez en el tiempo.

León de la Barra tenía ahora el rostro de un hombre viejocon sombrero de hebilla y patillas largas, que susurraba:“Agens in Rebus”.

95

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En lo alto del Castillo de Chapultepec, el presidente Maderotenía la frente pegada a la ventana mientras contemplaba laLuna. Su esposa estaba sentada ante el espejo, con los ojosperdidos en un relicario de oro que descansaba en susdedos.

Detrás del presidente se encontraba Gustavo.—Hermano, alguien acaba de cambiar la guardia del

Palacio Nacional por soldados de Aureliano Blanquet.—¿Y eso qué?—Hermano, se está preparando un complot para matarte.

Blanquet se quedó con sus tropas afuera de la ciudad en vezde apoyarte aquí contra los rebeldes. Tienes que destituirloinmediatamente, y también a Victoriano Huerta. Te van aderrocar. Llama al Palacio Nacional y diles que restituyan laguardia que tenías hace una hora. El golpe será de unmomento a otro.

Francisco volteó a verlo.—Gustavo, estoy harto de tus intrigas.—¿Cómo dices, hermano? —Gustavo se ajustó los lentes

y notó que Sara estaba aterrada.—Quieres que vea enemigos en todos lados —le dijo el

presidente—. Así me hiciste para que odiara a Bernardo

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Reyes hace dos años. Siempre tu maldita envidia. Ahora lohaces de nuevo, me estás usando como siempre, malditotraidor…

—Hermano —Gustavo se limpió la nariz con el brazo—,las órdenes vienen desde muy arriba, desde el Patriarca. Esprobable que ya tengan comprada a la guardia militar de estecastillo. No puedes confiar en tu personal de seguridad. Tematarán aquí mismo en tu recámara.

Sara se levantó de un salto y le gritó:—¡No hables así, Gustavo! —y se puso a sollozar—. ¿Es

cierto, Francisco?—Salte —le dijo el presidente a su hermano y le señaló

la puerta—. Estoy cansado de tus enredos y traiciones.—Hermano, estás cometiendo un error. Los rebeldes están

recibiendo armas a través de nuestros cercos militares.¿Cómo es posible que les lleguen esas municiones?Deberías preguntarte sobre la lealtad de Felipe Ángeles.

—¿Ahora también Felipe Ángeles? ¡Lárgate! —Franciscotomó el reloj de cerámica que estaba sobre el quicio de laventana. Lo arrojó contra su hermano pero Gustavo seagachó y el reloj se estrelló contra la puerta.

—¿Acaso no lo entiendes? —gritó el presidente—. ¡No

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me va a pasar nada! ¡Tengo una misión designada por Dios!¡Aryuna no tuvo miedo! ¡Jesucristo no tuvo miedo! ¡Estoyprotegido por poderes superiores que están por encima de lamateria!

Gustavo apretó los labios.—¿Cuáles poderes, hermano? ¿Los que invocas allá abajo

en las grutas de esta montaña?—En estas grutas —se le acercó el presidente— está la

fuente del poder más grande del mundo. Es el manantial deCentéotl. La boca de Cincalco. Es la puerta del Inframundodesde hace miles de años. La gente no debe saber sobre suexistencia.

—No, hermano. Es hora de regresar a la realidad. Se estápreparando un golpe de Estado y en unas horas te van aderrocar. Si no cambias tus mandos, nos van a asesinar atodos en esta familia.

Sara se tapó la boca y empezó a llorar. El presidente miróel piso y pateó una pelusa.

—Lárgate…Gustavo se dio vuelta y caminó hacia la puerta,

esquivando los pedazos del reloj. Antes de salir le dijo alpresidente:

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—Hermano, en este momento yo podría estar en Japónasumiendo el cargo de embajador, con Carolina y los niños.Me están esperando en Monterrey y les dije que losalcanzaría ahí para tomar el tren a San Francisco y subirnosal barco. Me quedé aquí sólo para estar contigo, para noabandonarte justo cuando me necesitas. Tal vez ya no vuelvaa ver nunca a mi familia.

Gustavo permaneció inmóvil y en silencio un momento.Finalmente se marchó y cerró la puerta. Sara corrió hacia sumarido.

—¿Es cierto, Francisco? ¿Es cierto lo que dice Gustavo?¿Nos van a matar a todos?

El presidente respiró hondo. Sonó el teléfono y tomó elauricular.

—¿Sí? —y miró a Sara.—Señor presidente, lo llama el ministro Pedro Lascuráin.—Enlácenlo.Se escuchó la voz de Lascuráin.—¿Señor presidente?—Sí, Pedro, te escucho.—Señor presidente, me apena mucho lo que le voy a decir

pero es preciso que considere su renuncia.

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—¿Qué dices?—He convocado al Senado para que sesione mañana a las

diez de la mañana y se oficialice su dimisión. El Congresoha acordado esta medida.

El presidente se quedó mudo y colgó el auricular. Caminótambaleándose hacia su esposa y la rodeó tiernamente conlos brazos. La besó en el cuello y le habló suavemente aloído.

—Bella mía, tienes que confiar en el resultado final deesta lucha.

—Pero Francisco…—Siente el poder de esta montaña, amada mía. Siente la

vibración de Cincalco. ¿No la sientes? —y la volvió aapretar con los brazos.

—Francisco, tienes que cambiar tus mandos —Sarafrunció el rostro—. Corre a Huerta y a Blanquet y a esehipócrita León de la Barra, te lo ruego. Todos te estántraicionando.

—No, amor. El odio no conquista nada. Ten la seguridadque yo tengo de que los acontecimientos siguen el curso queles ha trazado la Providencia —Francisco la abrazó con másfuerza.

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—¿La Providencia, mi vida?—Cielito, ve cómo no se me nota lo grandes que son los

asuntos que me preocupan —y le sonrió—. De nada sirveestar meditabundo y triste. Es mejor distraerse para que elespíritu esté descansado y lúcido. Siente la energía de lacaverna.

—Vida mía, no quiero que te pase nada. No quiero que tefusilen como a Maximiliano —Sara imaginó al emperadorMaximiliano atado a un poste en una colina mientras loacribillaban—. ¿Por qué no renuncias?

—¡Silencio! —Francisco la soltó de golpe y la miróhorrorizado—. No va a pasarme nada. Los sucesos se estándesarrollando según los designios de la Providencia. ¿Porqué poner en duda esa intervención? ¿Únicamente porque undetalle no resulta como lo esperábamos?

—¿Un detalle, mi vida?—Hay que tener esperanza siempre, cielito —el

presidente besó a Sara en una mejilla y la abrazó de nuevo—. ¿Quién es el hombre más enamorado del mundo? Meencanta tu olor, ¿lo sabes? Me encanta tu piel. Eres tandelicada. Eres tan dulce. Todo va a salir bien, cielito mío.Te lo prometo.

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En un abrir y cerrar de ojos entraron tres guardias conametralladoras.

—Señor Madero, varios diplomáticos están reunidos enla embajada de los Estados Unidos. Tenemos la orden decaucionarlo.

96

En la embajada, Paul von Hintze, Bernardo Cólogan, FrancisStronge, Márquez Sterling, Kumaichi Horiguchi y elembajador de Chile estaban sentados alrededor de la mesade juntas de Wilson.

Afuera, en los edificios a la redonda había diecisieteagentes de lord Cowdray ocultos esperándome.

Wilson estaba con los pies sobre el escritorio y tenía aSchuyler enfrente. Colocó el auricular sobre el escritoriopara que su secretario escuchara la vocecilla.

—Ya está hecho, Henry —le informó Pedro Lascuráin.—¿Renunciará mañana ante el Senado?—No me dijo que sí, pero estoy seguro de que lo hará.Wilson agarró violentamente el auricular y se encaramó

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enfurecido.—¿No te dijo que sí? ¿Qué demonios te dijo?—Me colgó.—Eres un idiota, Lascuráin. Te pedí una cosa y

fracasaste. Tenías que ser mexicano. ¿Qué demonios tengoque hacer para que hagas exactamente lo que yo te digo?

—Henry…—Escúchame bien, y límpiate las malditas orejas para

que me oigas con todo detalle. ¿Ya lo hiciste?—No te entiendo, Henry.—¡Que te limpies las malditas orejas!Lascuráin guardó silencio. Wilson le dijo:—Quiero que firme su renuncia, ¿me entendiste? La

quiero firmada mañana por la mañana ante el Senado y antela prensa. Si no lo hace, tú serás el responsable ante lospoderes que represento y pagarás las consecuencias.

—Sí, Henry, me dedicaré exclusivamente al propósito dehacer que el presidente renuncie.

—Así me gusta. Tú eres Pedro y sobre esta piedraedificaré mi iglesia —dijo Wilson fanfarronamente y colgóel teléfono, luego le sonrió a Schuyler y añadió—: meencanta que me obedezcan. ¿Por qué soy tan bueno?

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Schuyler alzó los ojos y percibió la mirada del duendeJoel Roberts Poinsett. Debajo vio el triángulo masónico detres puntos, la mano con alas y el código “Ens viator, Agensin Rebus, Missio perpetratum erit, Novus Ordo Seclorum”.Sabía que en esa frase se cifraba el futuro del mundo segúnel plan de Thomas Jefferson, pero desconocía la clave parainterpretarlo. Por un momento Schuyler sintió que Poinsett yWilson eran la misma persona y se le heló la espalda.

Wilson se dirigió a la mesa con los embajadores.—Señores —les dijo—, acabo de recibir una llamada de

Pedro Lascuráin. Me acaba de informar que el Congreso hadecidido exigirle su renuncia al señor Madero.

Kumaichi Horiguchi se levantó muy alterado.—¿De qué estás hablando, Wilson? He hablado con

varios diputados durante estos días y nadie quiere larenuncia del presidente.

Wilson lo miró con el ceño fruncido.—Por la ley de este país, el ministro Pedro Lascuráin

asumirá la presidencia de forma provisional y el Congresoconvocará a nuevas elecciones. El movimiento estádecidido.

Márquez Sterling de Cuba lo miró fijamente.

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—Wilson, todos sabemos que tú, Cólogan y Von Hintzehan estado visitando a los rebeldes en la Ciudadela. ¿Acasono crees que ya sabemos, y también nuestros gobiernos, quetú estás manipulando todo? Estás desestabilizando a México,lo cual constituye un delito contra el código internacional deneutralidad.

El embajador de Chile se levantó y se dirigió a todos:—Señores, yo no voy a respaldar esto. Se está

perpetrando un golpe de Estado contra México. El pueblo deChile admira al presidente Madero y a sus ideales delibertad y democracia.

Wilson tronó los dedos hacia atrás.—¿Schuyler?—Sí, señor Wilson.—Reparte las carpetas.Schuyler murmuró para sí mismo: “No soy la secretaria”,

pero distribuyó las carpetas. Los embajadores las fueronabriendo y Wilson les dijo:

—Señores, necesito que firmen este documento.Horiguchi abrió la carpeta y leyó:Señores Francisco Madero y José María Pino Suárez: los

integrantes del cuerpo diplomático, con la intención de

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salvaguardar la paz en este país y de detener la terribleescalada de violencia y anarquía que se está propagando através del territorio, les solicitamos a ambos sus dimisionesa sus cargos de presidente y de vicepresidente de laRepública, con objeto de evitar mayor derramamiento desangre y mayores complicaciones internacionales.

Horiguchi cerró la carpeta y la azotó contra la mesa.—Yo no voy a firmar esta basura.Wilson le dijo:—Estimado amigo ex samurái, ¿quieres que se incendie

este país? ¿Quieres que mueran millones de personas? ¿Tehaces responsable? Madero es el culpable de este caos.

—Yo no voy a firmar algo de esta magnitud sin laautorización de mi gobierno. Nadie de nosotros puedehacerlo —Horiguchi volteó a ver a todos enfadado—. Estoes un intento repugnante de manipularnos y de hacernosromper los códigos formales de la diplomacia. Tenemos queconsultar a nuestros gobiernos antes de firmar una porqueríaasí.

Wilson señaló a la ventana para que oyeran lasexplosiones.

—Señores, este país se está destruyendo. No tenemos

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tiempo para someter una decisión tan urgente a los procesosde autorización de nuestros gobiernos. Podrían demorarmeses y para entonces este país va a ser sólo ruinas, igualque sus recursos.

Horiguchi se acomodó la corbata.—Yo me largo. Los que estamos aquí sabemos tú has

manipulado todo —y señaló a Wilson—. El próximopresidente de los Estados Unidos tomará posesión en sólodieciocho días y te va a llamar a cuentas judicialmente porel delito de desestabilización. Woodrow Wilson detesta loque estás haciendo en este país y acaba de enviarte uninspector para informarle sobre tus asquerosas maniobras.

Wilson peló los ojos.—¿Inspector? —volteó a ver a Schuyler, quien se encogió

de hombros—. ¿De qué inspector estás hablando,Horiguchi?

—Eres una deshonra del servicio diplomático, Wilson.Wilson se metió las manos en el chaleco.—Yo no trabajo para presidentes, Kumaichi. No me

preocupa el profesor de escuela Woodrow Wilson. Lospresidentes duran poco y acaban asesinados.

—¿Ahora hablas de asesinato? ¿Te refieres al presidente

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electo de los Estados Unidos?—Los presidentes sólo son piezas en el ajedrez del

mundo, mi amigo. Yo trabajo para quien quita y pone a lospresidentes… —a Wilson le brillaron los ojos.

Horiguchi sacó de su saco una brillante pluma, abrió lacarpeta que le había dado Schuyler y tomó el documento. Seinclinó e hizo un gesto como si fuera a firmarlo pero le diovuelta y en la parte trasera, que estaba en blanco, dibujó unenorme pescado de líneas rectas, semejante a una piraña, alque encerró dentro de un rectángulo abierto por debajo.

Alzó el dibujo y se lo enseñó a los demás embajadores.—Bet Digg, Bet Dagon —les dijo en antiguo cananita,

uno de los idiomas más antiguos del mundo—. Señores, éstees mi llamado para ustedes y para sus gobiernos. Es hora decambiar las cosas.

Horiguchi arrojó el dibujo sobre la mesa y se fue.Márquez Sterling y el embajador de Chile se levantaron y sefueron detrás de él. Von Hintze, Cólogan y Stronge miraronel dibujo y tragaron saliva.

Stronge tocó el diseño y parpadeó varias veces.—Yo tengo lindos peces como éste en mi embajada. Y

también tengo canarios.

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Wilson se apoyó sobre la mesa y les dijo:—Señores, se está consolidando el imperio financiero

más poderoso en la historia de este planeta. Los que no esténconmigo estarán contra él.

Los embajadores que se quedaron comenzaron a firmar eldocumento. Von Hintze escuchó a Wilson cuchichearle aSchuyler al oído:

—Averigua quién es el inspector al que se refiereHoriguchi.

—Sí, señor.—Y tráeme a Jessica y a ese estúpido traidor de Juan

Diego… —Wilson se le adhirió más a la oreja—: ycomunícame con Guggenheim.

Von Hintze peló los ojos y los desvió hacia abajo. Miróel dibujo del pescado y lo sustrajo de la mesa. Se lo metióen el bolsillo y alzó la vista discretamente para ver aSchuyler, quien a su vez lo observaba con los ojosentrecerrados mientras movía los labios casiimperceptiblemente: le estaba deletreando al almirante laspalabras Cuicuilco-Plan R.

Von Hintze asintió levemente y de nuevo miró haciaabajo. Schuyler salió.

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Jessica condujo el automóvil como una loca. Con granhabilidad serpenteó por el túnel a toda velocidad paraesquivar los tiros de los policías del vehículo de atrás.

—¡Me queda una bala, Jessica! —le grité.—¿Y qué quieres que haga? ¿Que vuele?—No sería mala idea —dije y me asomé hacia atrás para

disparar. Apunté por encima de las cajas de nuestroremolque para atinar directamente a la cabeza del conductor.

El copiloto me disparó y la bala me pasó por el hombrocomo un cuchillo caliente.

—Diablos… —metí la mano—. ¿No puedes ir másrápido?

—¡Estos motores son muy frágiles, Simón! ¿No ves cómose mueve la montura? ¡Es una simple lámina de hojalata!

Me estaba chorreando el brazo y me lo tapé con la mano.“Estos motores son muy frágiles”, pensé.—Se me ocurre una idea —le dije a Jessica.—¿Ahora qué?

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—Cuando cuente hasta tres, quiero que frenes a fondo ymetas reversa.

—¿Estás loco?—Sí, alista el embrague y prepárate para un impacto

medio fuerte.—¡No, Simón!—Una… —miré hacia atrás y el copiloto estaba sacando

nuevamente su pistola—. ¡Acelera a fondo, Jessica! Dos…—recibimos un tiro que partió el toldo como navaja—.¿Estás lista, Jessica?

Su nerviosa mano apretó la palanca de cambios.—¡Tres!Jessica pisó el freno hasta el fondo y rechinamos

torciéndonos hacia un lado como un trompo. El vehículo deatrás se nos estrelló contra el remolque de las cajas y nosempujó hacia delante arrojándonos contra el parabrisas. Elremolque se nos incrustó, destruyó la carrocería por detrás yescaló por el asiento trasero hasta rozarnos las cabezas.

Nuestro vehículo se elevó de costado y resbalé sobre elcuerpo de Jessica. Me respiró muy agitada en la cara.

—¿Estás bien? —le pregunté.—Creo que sí —y me miró a los ojos—. Sólo que me

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estás aplastando.Eché un vistazo hacia atrás y descubrí que el Ford de los

policías estaba convertido en un acordeón. El motor se habíadestrozado y humeaba dentro de la cabina mientras lesprensaba las piernas. El conductor tenía el volante dentrodel tórax.

—¿Ahora qué, Simón?—Ahora vámonos, arranca de nuevo.—¿Con el coche volteado?—Sí, con el coche volteado.Jessica aferró el volante, presionó el botón de ignición y

pisó el acelerador. El cigüeñal comenzó a girar y la llantatrasera se derrapó sobre el mármol. No pudimos movernos.Teníamos el remolque encajado en el vehículo y prontopercibimos un olor a llanta quemada.

En ese instante volvieron a abrir fuego contra nosotros yquebraron el vidrio derecho.

—¡Nos siguen disparando, Simón!El copiloto seguía vivo y todavía le quedaban balas. Me

trepé al asiento y asomé los ojos por encima del remolque.Saqué el revólver y le apunté a la cabeza.

—Adiós, imbécil —disparé, troné su parabrisas y le abrí

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la frente. Me dejé caer sobre Jessica—. Ahora sí, cerobalas.

Escuchamos bocinas y me asomé hacia atrás.—No es posible, Jessica. Vienen más.—Te lo dije, Simón. Es mejor que te rindas.—Yo no me rindo —y oprimí el botón de ignición—.

¡Acelera!—¡Ya voy, tirano!La llanta se derrapó y giramos de un lado a otro como un

péndulo. Se oyó un crujido y el remolque crujió. Caímos degolpe y me lastimé la espalda. Tan pronto las dos llantasalcanzaron el piso salimos disparados contra el muro. Meestampé la cara contra el parabrisas.

—¿Qué estás haciendo, Jessica?—Espérame, niño. Déjame meter la reversa.Detrás de nosotros, más o menos a quinientos metros de

distancia, venían los tres Ford pitándonos con las bocinas.Jessica pisó el pedal y retrocedimos haciendo chirriar elremolque. Torció el volante y aceleró a toda potencia haciael fondo del túnel.

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—¿Estoy formalmente secuestrada? —me preguntó.Miré hacia atrás. Los vehículos se aproximaban.—No te estoy secuestrando, Jessica. Te estoy invitando a

colaborar conmigo.—Secuestrada por un soldado mexicano… ¿Quién lo

hubiera imaginado? Algún día voy a escribir mis memorias.—Acelera, ¿sí? —y miré hacia la bóveda del túnel. Había

respiraderos cada cincuenta metros. Debían de subir hasta elacueducto y luego a la calle pero no había escalerillas parallegar a ellos.

—Eres un dictador, Simón Barrón. Por eso dicen que losmexicanos son machistas.

—Yo no soy machista. Amo la libertad y la democracia,pero me encuentro bajo cierta tensión, por si no lo habíasnotado.

Al fondo del túnel vimos una pared. A los lados habíafilas de autos Ford estacionados con sus remolques. Enmedio había una puerta.

—¿A dónde llegamos, Jessica? ¿Qué es este lugar?—No tengo la menor idea.

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—¿Por qué me mientes, Jessica? ¿Qué demonios es estelugar?

—Te lo juro por Coatlicue que no lo sé —y me sonrió.Nos estacionamos frente a la puerta y bajé del automóvil

de un salto. Jessica estaba aferrada al volante. Caminé haciasu puerta y la abrí.

—Vámonos, Jessica —le extendí la mano pero ella no semovió—. ¿No te quieres bajar?

Jessica no volteó. Se apretó más duro al volante. Los tresFord ya estaban a doscientos metros de nosotros. Entendípor qué Jessica no se movía. Yo ya no tenía balas.

Respiré hondo.—Comprendo, Jessica. Si deseas quedarte aquí, lo

entiendo. No te voy a forzar. Regresarás a tu escritorio yseguirás tu vida como siempre. Yo sólo necesitaba que meayudaras para algo que es muy importante.

—Sí, Simón, te deseo toda la suerte —dijo y se asió delvolante.

—Jessica, sabes que tienes que ayudarme. Te lo suplico.Ella desvió sus ojos verdes hacia mí y torció los labios.—¿Me estás pidiendo que me convierta en una fugitiva?

¿Me estás pidiendo que traicione a la embajada de los

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Estados Unidos? ¿A mi propio país?—No, Jessica. Te estoy pidiendo que salves a un pueblo.La tomé de la mano y la jalé suavemente hacia fuera. Pisó

el estribo y saltó. Permaneció frente a mí observándomefijamente.

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Entramos por la puerta en un pasadizo muy estrecho quealumbraban linternas sostenidas por alambres.

—Eres todo un caso, niño Huitzilopochtli —me dijoJessica.

—Ah, ¿sí? ¿Por qué?Los automóviles Ford se estacionaron afuera y oímos las

puertas abrirse y cerrarse. Las pisadas rápidas de lospolicías se aproximaron mientras Jessica y yo trotamos en elinterior del pasadizo.

Me zafé del cinturón el cuchillo Waterville y lo alistépara cualquier eventualidad. Le besé la hoja y le dije:

—No eres mi Sable pero ahora eres mío.—¿Le hablas a las armas, Simón Barrón? —preguntó

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Jessica burlonamente.Llegamos a una rampa de madera que subía hasta otro

conducto apuntalado con vigas. El piso estaba cubierto contablones de madera.

—¿Qué es aquí, Jessica? Por favor, dímelo.—No sé, caramba…Al final del túnel había otra rampa que subía hacia una

especie de bodega. La rampa brillaba con una luzblanquecina que le llegaba desde arriba. Subimos yentramos en una inmensa nave subterránea de piedra, dondehallamos una cantidad incalculable de cajas blancasformando hileras de columnas que alcanzaban el techo. En loalto, de lado a lado había un surco con coladeras de hierropor donde entraba luz.

Tomé a Jessica de la mano y la jalé dentro de eselaberinto.

—¿Qué hay adentro de las cajas, Jessica?—Creo que estás sordo, Simón. ¡No sé! —gritó y de

inmediato se tapó la boca. Giró los ojos hacia atrás denosotros para ver si la habían oído.

La jalé y zigzagueamos silenciosamente entre las torres decajas. Llegamos a un lugar donde comenzaba una estructura

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piramidal y decidimos escalarla. Nos detuvimos en elprimer borde que daba al pasillo y nos ocultamos. Miréhacia abajo. Un policía de Wilson sondeaba el pasillo consu revólver.

Jessica movió la rodilla y la madera rechinó. El policíasubió el arma y se puso al acecho.

—Perdón, Simón —me susurró Jessica con la carafruncida.

Empuñé el Waterville y lo alisté tensamente por encimade mi cabeza. Se reanudaron los pasos. Me asomé concautela y vi que el hombre se había metido en otro corredor.Pegué la boca al oído de Jessica y le susurré:

—Vamos arriba —y le señalé las cajas que subían hacialas coladeras.

Con gran cuidado seguimos ascendiendo en ese castillo decajas. Mi objetivo eran las coladeras del techo. Seguramentedaban a la calle, porque se veía la Luna.

Cuando finalmente dimos alcance a la cima, pudimos verhacia abajo los edificios de cajas. Eran miles. Parecía unaciudad de torres y montañas en la oscuridad. Observamos aun policía que aparecía y desaparecía en esa red decorredores, y luego oímos un ruido que hizo ecos en el otro

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extremo. Aferré una sección de la coladera y le dije aJessica:

—Ahora sí, la libertad… —empujé hacia arriba pero fueinútil, la parrilla estaba soldada.

Los policías se aproximaban peligrosamente por lospasillos.

—That section is clear. They must have climbed up thesepiles.

—Okay, try that heap. I’ll check this one.Uno de ellos comenzó a escalar hacia nosotros.—Ven, Jessica —la jalé por encima de las cajas,

siguiendo la línea de las coladeras. Avanzamos a gatas,hasta que nos topamos con una parrilla rota. Nos colocamosdebajo y traté de doblar las barras trozadas. Intenté meter lacabeza pero no pasaba entre los barrotes. De pronto advertíque arriba de nosotros había un patio cuadrado con enormesparedes de roca volcánica donde varios oficiales de cascosprusianos caminaban de un lado a otro.

—No… —murmuré impávido.—¿Qué pasa?—Yo he estado aquí, Jessica… Ésta es la Ciudadela.Ella peló los ojos.

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—¿La Ciudadela?—Estamos debajo de la Ciudadela.Jessica torció los labios.Empuñé el Waterville y encajé el filo en la ranura de la

tapa de la caja que tenía adelante. Moví el puñal paraaflojarla y la levanté medio centímetro por las dos esquinas.Metí los dedos debajo de la madera y empujé hacia arriba.Rechinó con los clavos y crujió.

Me detuve aterrorizado. Volteé hacia Jessica.—Shh… —me susurró y se tapó la boca con un dedo.Le sonreí. Me asomé por debajo de la tapa y distinguí

cientos de cajitas rojas. Introduje el brazo lentamente ysaqué una. Era de cartón y tenía el logotipo de un águila decabeza blanca. Abrí la pestaña y vi diez brillos metálicos.Eran las puntas de diez balas de rifle. Saqué una y lacoloqué debajo de la luz de la luna. En un costado tenía ungrabado en letras muy pequeñas:

.35 REMINGTON UMC AMMUNITIONTHE UNION METALLIC CARTRIDGE CO.BRIDGEPORT CONNECTICUT USA

Negué con la cabeza y le susurré a Jessica:

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—Demonios… Tenía razón lord Cowdray—¿Qué pasa, Simón?—Me lo dijo clarito: la pregunta más importante que

deberás hacerte por el resto de tu vida es quién introduce lasarmas en tu país.

—No te entiendo.—Están introduciendo armamento ilegalmente en mi país.

Por eso usan camiones de la embajada. El gobierno nopuede inspeccionar vehículos que tienen inmunidaddiplomática.

—Diablos —dijo ella y bajó la mirada.—Wilson está dándole armamento a los rebeldes. El

Ejército mexicano no usa rifles Remington. Wilson estáprovocando la revolución.

—No sé qué decirte, niño.—Tu embajada está a punto de iniciar una guerra civil en

mi país.Oímos una voz y reptamos hacia el borde de la montaña

de cajas. Nos dejamos caer sobre la hilera inferior y desdeahí vimos que en la pared opuesta había una toma de airecon las rejas abiertas. Jessica me tomó del brazo y me jalóhacia su boca. Me pegó los labios al oído y me susurró:

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—Simón Barrón, encontraste tu respiradero. Te voy aayudar a hacer tu llamada.

100

Por la mañana, Gustavo Madero, escoltado por veinteguardias presidenciales, se dirigió en forma decisiva haciael Salón Verde del Palacio Nacional.

En ese salón se encontraba el general Victoriano Huertaen una reunión con los mandos militares de la nación. A suderecha estaba Enrique Cepeda, quien llevaba un portafolio.El anciano general de rostro simiesco, boca hacia abajo yanteojos redondos, que traía puestas todas sus medallasmilitares, les susurró a los comandantes:

—La operación se consumará hoy a las trece horas —ymiró su reloj—. A esa hora llegará a este palacio el generalAureliano Blanquet con sus tropas. Quiero que para esemomento me tengan aquí, en este mismo salón, al tenientecoronel Teodoro Jiménez Riveroll y al mayor RafaelIzquierdo con treinta soldados del vigésimo noveno batallón.

—Pero general —murmuró un comandante de ojos

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brillosos—, la guardia presidencial no nos va a permitirintroducir al batallón sin la autorización previa delpresidente. De inmediato le informarán a él y también a suhermano Gustavo.

—Van a informarme a mí —le sonrió Huerta—. Yo soy elcomandante en jefe del Ejército de la capital. Yo lesautorizaré el acceso. Y también me encargaré de traer a estesalón al señor presidente.

Gustavo Madero llegó con su escolta pero la puerta delsalón estaba cerrada. De pronto una explosión en el alaponiente sacudió al palacio y provocó que el hermano delpresidente y sus hombres se arrojaran al piso.

101

—El plan de Huerta está bien calculado —sonrió HenryLane Wilson—. Hoy es el día del cataclismo —y miró haciala calle a través de la ventana de su mortuorio Cadillac. Ibaen el asiento trasero con Montgomery Schuyler.

Los artilleros federales estaban montando corazas decañones en la calle de Niza, a una cuadra del tenebroso

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edificio de la embajada.—Estos estúpidos van a lastimar mi edificio —le dijo a

Schuyler.—Espero que no, señor.—¿Qué me tienes sobre el supuesto inspector que envió

Woodrow Wilson según el idiota de Horiguchi?—Nada, señor. Tal vez lo envió en forma encubierta.

Puede ser cualquiera. Tal vez reclutó a alguien de la propiaembajada.

—Woodrow Wilson es un imbécil —dijo Wilson con losdientes apretados—. Ya es muy tarde como para que detengamis planes. Hace dos horas inició la batalla en Matamoros.Tres mil habitantes están huyendo a Brownsville como ratas.Te lo digo, mi estimado Schuyler, si las cosas se planeanbien, todo sale perfecto —sonrió.

—Sí, señor Wilson —el secretario desvió la mirada.—El que me preocupa es el gobernador de Coahuila.

Tenemos que hacer algo al respecto con ese VenustianoCarranza.

—¿Le preocupa Venustiano Carranza, señor Wilson?—Carranza es un cachorro de Bernardo Reyes. Reyes lo

impulsó desde un principio para controlar Coahuila. ¿Sabes

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lo que eso significa?Schuyler entrecerró los ojos y vio edificios

bombardeados y cuerpos que se quemaban en los cruceros.—¿Qué significa, señor Wilson?—Carranza no es como los demás idiotas de este país. Es

alguien de quien debemos preocuparnos. Desde el martespasado comenzó a negociar préstamos secretos en NuevaYork. Está reacomodando sus tropas en Coahuila y va arebelarse contra nosotros.

—Demonios, señor Wilson.—Algo horrible se está gestando, mi estimado Schuyler.

Hoy cayeron las bolsas en todo el mundo.—Diablos. Es por los anuncios de la guerra. El asunto de

Bosnia. Las hostilidades entre Rusia y el bloque germano-austriaco por el control de los Balcanes.

—No, mi estimado Schuyler.—¿No? ¿Es por la amenaza de Inglaterra de derribar

aeronaves alemanas que sobrevuelen su territorio?—No, mi estimado Schuyler, es porque nuestro amigo J.

P. Morgan está enfermo; alguna basura insalubre comió enEl Cairo. Así que las acciones globales cayeron.

—Dios, ¿cómo puede caer el mercado bursátil a escala

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planetaria sólo porque un hombre se ha enfermado?—La economía es un juego de espejismos, mi querido

amigo. Lo que importa es quién que va a comprar lasacciones ahora que los precios cayeron al piso. Todo tieneque ver con transferencias, Schuyler. En pocos días una solapersona tendrá el control de gran parte de lo que llamasmundo.

—Oh, Dios. ¿Quién, señor Wilson? ¿El propio Morgan?¿Es él quien está provocando todo?

—Sólo te digo una cosa: en unos minutos se llevará acabo una reunión de máxima relevancia en El Cairo. Nuestroamigo se reunirá con alguien y ambos definirán el curso delas cosas.

Schuyler sonrió afectadamente.—¿Con quién se va a reunir el señor Morgan?—Mi estimado Schuyler, estamos en el preámbulo de la

mayor guerra que ha habido en el mundo. Winston Churchillestá haciendo creer a los alemanes que se tragó lasdeclaraciones del almirante Von Tirpitz…

“Te odio, miserable soberbio”, pensó Schuyler. Wilson leapretó el antebrazo y le dijo:

—Los alemanes no van a engañar a los ingleses con eso

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de que quieren compartir con ellos su desarrollo naval. Lodicen sólo para ganar tiempo y terminar su flota. El káiserestá creando una flota capaz de devastar a Inglaterra. ¿Ysabes qué es lo que va a destruir a Inglaterra?

—¿Qué, señor Wilson?—Los submarinos. Los submarinos alemanes.—Oh… —asintió Schuyler.—Se está escalando la tensión, mi estimado Schuyler.

Winston Churchill acaba de ordenar un incrementopresupuestal para la flota británica. El káiser asignódiecisiete punto cinco millones para sus acorazados ysumergibles. Francia acaba de conseguir un crédito dequince millones y un préstamo de cien millones paralevantar fortalezas.

—Dios nos salve de lo que viene, señor Wilson.—La guerra va a estallar en cualquier momento, mi

estimado Schuyler. Alemania acaba de llamar a un millón dejóvenes para iniciar los exámenes de preinscripción.

—¿Qué vamos a hacer nosotros, señor Wilson?Wilson sonrió con un misterioso orgullo.—¿Nosotros? Nosotros vamos a asegurarnos el petróleo

que va a mover a nuestra flota. ¿Sabes dónde está ese

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petróleo? —y levantó una ceja.—¿Dónde, señor Wilson?—Debajo de nuestros pies —Wilson acarició el asiento

—. En este rincón del mundo llamado México.Entraron en la calle de San Francisco y al fondo vieron la

fachada del Palacio Nacional. Sonó el teléfono portátil quetenía el chofer en el asiento lateral y se colocó el auricularen la oreja.

—¿Señor Wilson? —se volvió hacia el embajador—. Meinforman que acaba de llegarle un telegrama urgente delgeneral Victoriano Huerta.

—¿Qué dice?—Su excelencia, embajador Henry Lane Wilson: la

eliminación de Madero puede llevarse a cabo de unmomento a otro. Su servidor, general Victoriano Huerta.

Wilson se mostró satisfecho y miró hacia la ventana.—Mi estimado Schuyler, tenemos que consumar esto antes

de la reunión de El Cairo y antes de que el idiota deWoodrow Wilson intente detenernos. Inicia la fase tres de laoperación. Detona la movilización de los barcos.

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En la bahía de Nueva York, dentro del complejo naval de laBrooklyn Navy Yard, trescientos veinte marinos y chaquetasazules trotaron hacia la cubierta del USS Connecticut, elacorazado de quince mil toneladas.

El coronel John A. Lejeune les gritó mientras subían:—¡Muevan sus traseros, marinos! ¡Ya sirvieron en Cuba y

en Santo Domingo y hace un mes regresaron de las selvaspestilentes de Nicaragua! ¡No estamos aquí parapreguntarnos sobre nuestra misión! ¡Estamos aquí paraproteger a los Estados Unidos!

—Yes, sir! —gritaban al subir.—Cuando el teléfono suena para que estemos listos,

estamos listos, y aquí estamos, preparados para realizarcualquier servicio que requiera nuestro gobierno, con elmáximo de nuestra habilidad. En treinta minutos levamosanclas y zarpamos hacia la base naval de Guantánamo,donde nos reuniremos con toda la flota del EscuadrónNoratlántico.

Sonaron las estruendosas sirenas del barco. Por lascompuertas inferiores introducían cientos de cajas de

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proyectiles de siete pulgadas. En la línea central de lacubierta los cañones de las torres giratorias se alzaron yrotaron mientras los marinos los cargaban y los sellabanapretando las manivelas.

El coronel Lejeune les gritó de nuevo a sus hombres:—¡Marinos! En Guantánamo nos reuniremos con los

compañeros de Boston y Portsmouth que comanda el coronelGeorge Barnett. De ahí nos dirigiremos a las costas deMéxico y una vez ahí tocará a Washington decidir sobrenuestras próximas acciones.

En Newport News, Virginia, los destacamentos de NuevaYork y Nueva Inglaterra —conformados por mil trescientosmarinos— ya estaban a bordo del destructor USS Meade, enel muelle norte de la League Island Navy Yard. Altransbordador se le adosó un pesado remolcador llamadoSamoset, con ocho mil cargas para los cañones de ochopulgadas, provenientes de Fort Mifflin.

El comandante Grant gritó hacia abajo:—¡Carguen rápido! ¡Levamos anclas en veinte minutos!En la Reserva Naval de Hampton Roads, Virginia,

cuarenta guardias de puerto le desataron las amarras aldestructor Dreadnought BB-28 USS Delaware, con mil

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cuatrocientos marinos a bordo. El transbordador pitóestruendosamente y se separó del muelle como una paredaplastando las olas.

Más al sur, en el centro de los Estados Unidos, milnoventa y ocho tropas y sesentaiún oficiales de la séptimafuerza de infantería y del primer batallón de ladecimonovena fuerza de infantería abordaban cuatro trenesmilitares para dejar el Fuerte Leavenworth de Kansas ydirigirse a Galveston, Texas, a sólo cuatrocientos kilómetrosde la frontera con México.

En la embajada americana en la ciudad de México elanuncio de que venían los barcos alertó a todos. Empezó laconmoción y las hordas de estadounidenses refugiadossalieron corriendo hacia la estación del FerrocarrilNacional de Buenavista, seguidos por multitudes de familiasmexicanas aterradas que se les adhirieron.

En pocos minutos la estación estaba abarrotada y losvagones quedaron inmovilizados por el desorden. Entreellos se encontraba la tía de Doris.

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—Señor presidente —le murmuró a William Taft en el oídoel secretario adjunto de la Marina—, los barcos han salidode Guantánamo con dirección al puerto de Veracruz. En unashoras tendremos los primeros dos mil marines llegando aMéxico.

Taft bajó la mirada y bufó.—Definitivamente será difícil para la administración de

Woodrow Wilson tomar las riendas durante la turbulenciaque se avecina, almirante —Taft sonrió con ojos traviesos.

El presidente estadounidense saliente se encontraba en laembajada de Francia en Washington, en una recepción que leofrecía aquel país como homenaje y despedida en losúltimos días de su administración. Lo acompañaban tambiénel general William Crozier y el secretario de Estado,Philander Knox.

Desde el otro extremo del salón se abrieron paso acodazos el senador demócrata Henry Fountain Ashurst deArizona y el representante demócrata Steven BeckwithAyres de Nueva York.

Ashurst se aproximó a Taft muy perturbado.—Señor presidente, ¿se puede saber qué es lo que usted

está haciendo en México? El Congreso ha aprobado una

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resolución urgente para exigirle un reporte exacto sobre lasituación en México.

—¿Perdón, senador? —Taft alzó el mentón.—Al parecer todo se está resolviendo en la Casa Blanca

sin el consenso del Congreso. ¿Por qué envió esos cruceros?¿Sabe lo que está a punto de desencadenarse? El Congresono puede pasarse por alto.

Taft se retorció el bigote.—Senador Ashurst, la situación en México amenaza a la

seguridad nacional de los Estados Unidos. Hace unosminutos el palacio mexicano de gobierno recibió uncañonazo de doce pulgadas por parte de los rebeldes. Losguerrilleros de Matamoros acaban de cruzar nuestra fronteray antes saquearon Nuevo Laredo. Desde Eagle Pass meinforman que mataron al inspector de aduanas John S. H.Howard, y que hirieron gravemente a su esposa. ¿No leparece que debemos tomar medidas precautorias?

—Señor presidente —se le acercó Steven Ayres—, elpueblo de los Estados Unidos no quiere una guerra conMéxico. Esta guerra la están moviendo sólo usted y supandilla de banqueros. Los americanos que yo representoquieren saber qué demonios está pasando.

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—Estoy protegiendo sus vidas —respondió Taft.—No, señor presidente. Usted está provocando una guerra

y los americanos no están dispuestos a enviar a sus hijos amorir en esos desiertos por la ambición de unos cuantosindustriales.

En ese momento Philander Knox se interpuso:—Senador Ayres, el presidente Taft no desea una

intervención armada en México. Está usted mal informado—y le sonrió.

Ayres miró a Ashurst.—Entonces, ¿para qué están enviando los acorazados? —

Ayres negó con la cabeza—. Esto es una hipocresía. ¿Paraquién trabaja usted, señor presidente? ¿Quién le estápagando para arruinar a Woodrow Wilson antes de quesiquiera comience su administración?

Taft le echó el cuerpo y respiró encima de su cabeza.—Senador Ayres, le informo que se está preparando una

gran guerra que se librará en todos los rincones del mundo.He llamado a la nación a una completa reorganización delEjército en vista de las tensiones que se están agudizando.Tenemos que asegurarnos el control de México antes de quecomience la guerra.

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Los legisladores se apartaron sin dejar de mirarlo. Taftles sonrió y alzó la copa. Se inclinó hacia Knox y le susurró:

—Estos idiotas van a hacer un escándalo nacional contodo esto. Tenemos que acelerar la operación antes de queconvoquen a la prensa y pongan en mi contra a la poblaciónamericana. Quiero que llames a El Cairo y les digas quevamos a proceder.

104

Jessica y yo nos quedamos en un hotel de las afueras de laciudad. Ella se había dormido en la cama y yo en un sofálleno de piojos.

—Despierta, niño —me sacudió por los hombros.Abrí un ojo y me sonrió. Sus trenzas doradas me caían a

los lados de la cara. Tenía una falda de velos transparentes yen el torso no llevaba nada más que un pequeño corséblanco que le pronunciaba el escote.

—Despierta, Huitzilopochtli, vamos, vamos —me volvióa sacudir—. Se hace tarde y tenemos que hacer tu llamada.

—¿Eh? —parpadeé para aclararme los ojos—.

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¿Llamada?—Podemos hacerla desde esta habitación. Ya me dijo el

de la recepción que hay servicio de larga distancia. ¿Cuántodinero tienes?

—¿Dinero? —estiré el cuello.Ella se sentó a mi lado y cruzó las piernas. Me miró

tiernamente y me acarició la cara.—Niño, niño… —y colocó su libreta sobre su muslo—.

A ver, necesito que planeemos esto muy bien. ¿Qué lesvamos a decir?

—¿Qué les vamos a decir? —me enderecé.—Sí, niño. Si vamos a llamar al señor Guggenheim, antes

nos van a hacer pasar por veinte secretarias. Necesitamosplanear muy bien lo que les vamos a decir para que nos locomuniquen.

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Gustavo Madero esperaba cautelosamente junto a la puertacerrada del Salón Verde del Palacio Nacional.

—Está confirmado, licenciado —le susurró el líder de su

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escolta—. El general Huerta está aquí dentro con los mandossuperiores del Ejército. Llevan treinta minutos en reunióncon el ingeniero Cepeda de la embajada americana.

Gustavo asintió lentamente y se ajustó los anteojos.—Está bien, proceda.El hombre asió su rifle con la culata hacia abajo y lo

azotó contra la perilla, que se tronó. Lanzó una dura patada yla puerta se abrió de golpe. Adentro estaban parados, ypetrificados, el general Victoriano Huerta, Enrique Cepeda ylos comandantes militares.

—General —se aproximó Gustavo seguido por susguardias—, está usted arrestado por los cargos de traición,sedición y conspiración contra el gobierno de la República.Aprehéndanlo.

—¿Perdón? —se le saltaron los ojos al anciano y se letorció la boca hacia abajo. Miró a su alrededor y loscomandantes estaban conmocionados.

—Su complot ha terminado, general —dijo Gustavo—.Usted no va a tocar a mi hermano mientras yo viva.

Los guardias presidenciales rodearon a Huerta y lecolocaron las esposas. Cepeda estaba aterrorizado. Seacababa de derrumbar la conspiración de Henry Lane

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Wilson.

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A sólo dos recintos de distancia, en el vasto Salón deEmbajadores del palacio, se hallaba Henry Lane Wilson conlos otros diplomáticos cercando apretadamente alpresidente.

—Señor Francisco Madero —se le encaramó el enormeBernardo Cólogan con un documento en la mano—, losintegrantes del cuerpo diplomático, con la intención desalvaguardar la paz en este país y de detener la terribleescalada de violencia y anarquía que se está propagando alo largo de la República, les solicitamos a usted y al señorJosé María Pino Suárez que dimitan de los cargos depresidente y de vicepresidente en forma inmediata.

Madero abrió los ojos como platos.—¿Hablan a nombre de sus gobiernos? —preguntó el

presidente.—Sí —contestó Wilson—; nuestros gobiernos nos han

exigido poner fin al vergonzoso caos en que usted ha

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sumergido a este país.Detrás de Wilson estaba Pedro Lascuráin, quien

permaneció en silencio.Cólogan le extendió al presidente un documento.—Ésta es su carta de renuncia, señor Madero. Sólo tiene

que firmarla y terminará todo.Madero tomó el papel y lo leyó mientras una gota de

sudor le resbalaba por la frente.

Honorable Congreso de la Unión.Diputados y senadores de la República.Pueblo de México.

En vista del estado de ingobernabilidad que se ha desencadenado durante migobierno, y en vista de mi imposibilidad para resolverlo, en este día presentoante ustedes mi renuncia al cargo de presidente constitucional de los EstadosUnidos Mexicanos.

Francisco I. Madero

El presidente abrió los dedos y dejó que el papeldescendiera lentamente por el aire hasta llegar al suelo.

—Esperamos su respuesta —sonrió Wilson—. Es la horade que tome la única decisión acertada de su fracasada ydecepcionante presidencia.

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Madero miró a Pedro Lascuráin y éste bajó la cabeza.—No voy a renunciar.Todos se voltearon a ver con sorpresa. Wilson se

aproximó lentamente a Madero.—Señor presidente, desde que usted asumió el cargo este

país no ha hecho otra cosa que sumirse en el más funestoestado de desgobierno de los últimos cincuenta años. Suincapacidad y debilidad están destruyendo las bases queconstruyó Porfirio Díaz durante treinta años con hombres dela talla de José Yves Limantour y Bernardo Reyes. Estádestruyendo la economía, la paz social y la tranquilidad dela población, y está convirtiendo este territorio en un nido desaqueadores y guerrillas.

—Embajador, las guerrillas ya estaban antes de que yollegara al poder.

Wilson tomó un jarrón y lo arrojó contra la pared. Estallóen pedazos y desgarró el cuadro del héroe Miguel Hidalgo.Se acercó aún más.

—¿Por qué no usa el cerebro, señor Madero? —le gritó—. ¡Las guerrillas fueron organizadas para que usted llegaraal poder! Usted es sólo un instrumento. Parece que ya se leolvidó que usted no es nada. ¿No entiende que ahora lo

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queremos fuera?Madero se acongojó visiblemente.—Embajador Wilson, usted no es el presidente de los

Estados Unidos. Usted no puede removerme.Wilson le pegó el cuerpo y lo miró desde arriba.—El que no es presidente es usted —y lo miró con

profundo asco—. Usted sólo es un hombrecito sin carácterque consulta a videntes y hechiceros. Un hombre inseguro ymediocre que hace todo lo que le ordena su hermano. Usteddeshonra la investidura de un jefe de Estado…

La tensión aumentó cuando Juan Sánchez Azcona, el jovensecretario particular del presidente, entró apresuradamenteen el recinto.

—Señor presidente, su hermano acaba de arrestar algeneral Victoriano Huerta. El capitán Montes me pidió quele informara.

—¿Qué dices? —Madero peló los ojos—. ¿Arrestó aHuerta?

—Lo tiene detenido en el área de intendencia.Wilson soltó una carcajada y miró a los embajadores.—¿Ven lo que les digo? Este hombrecito no gobierna en

este país. El que gobierna es su hermano.

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Detrás de Sánchez Azcona llegaron tres secretarias muyagitadas.

—Señor presidente, lo están buscando treinta senadores—y señalaron hacia atrás, hacia el interior del SalónMorado.

Madero miró a través del pequeño pasillo que conectabaambos salones y notó que una jauría de senadores seaproximaba hacia él sin parpadear.

—¡Qué tontería! —les sonrió a las secretarias. Se volvióhacia los embajadores y les habló jadeando—: ya sé a quévienen. Vienen a lo mismo que ustedes.

Madero respiró profundo y sintió que sus pulmones sequedaban sin aire. Le sobrevino un mareo y todo se empezóa desvanecer frente a sus ojos. Cuando estaba al borde de laasfixia, se tambaleó y vio un destello blanco encima deWilson, convirtiéndose en un guerrero borroso batiendoespadas plateadas entre ráfagas incandescentes.

—¿Aryuna? —le preguntó y trató de alcanzarlo con losdedos. El guerrero se transformó en Jesucristo en la cruz,alzando la mirada entre chorros de sangre. “Eres el últimode mis soldados. No vayas a comprometer tu misión y hastala mía. ¿Qué serás tan cobarde que sucumbas?”

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Jesucristo se transfiguró en un niño de cuatro años queardía en queroseno en el rancho de Coahuila, y que con lapiel derritiéndosele gritaba: “¡Hermanito, soy Raúl! ¡Nopierdas el valor! ¡No me dejes morir en estas flamas! ¡Nolos dejes matarme!”

Al quemarse, el niño se convirtió en un embrión humanoque flotó en su saco amniótico como una burbuja en mediodel universo. “Hermanito, soy José. No pude conocer tumundo pero pronto verás el comienzo de todo. Regresarás algran océano y volverás a ser lo que eres. Todos somos lamisma persona.”

De repente el presidente volvió en sí y aguzó los sentidosfrente a las paredes de madera. Von Hintze lo sostenía porlos codos. En el muro del fondo había tres puertas cerradasy Madero trotó a tumbos hacia la última de ellas.

—¿A dónde va, señor Madero? —lo siguió Wilson ydetrás de él avanzaron los otros embajadores.

Madero trató de abrir la puerta del Salón Juárez peroestaba cerrada con llave. Lo rodearon los dos grupos contrala puerta y el presidente sacudió la perilla.

—¿Está usted escapando, señor Madero? —le preguntóWilson.

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—Déjalo en paz —repuso Von Hintze.—¿Está huyendo de los representantes del pueblo de

México?Juan Sánchez Azcona estaba muy desconcertado. Con los

dedos temblando revisó su llavero e introdujo la llave en laranura.

—Se escapa —alertó Wilson a todos—. Se escapa por lapuerta trasera como una rata cobarde. Éste es el indignohombrecito que los mexicanos tienen como presidente.Adiós, señor Madero. Ahora mismo lo alcanzamos en sudespacho por el otro lado.

Madero salió al diminuto Salón Juárez y cerró la puertade golpe. De ahí se dirigió hacia la Galería de losInsurgentes para refugiarse en su despacho.

—¡Juan! —le gritó a su secretario particular, que veníacorriendo detrás de él.

—¿Sí, señor presidente?—¡Qué bloqueen el acceso a mi oficina! ¡Tráeme a mi

hermano Gustavo! ¡Que venga inmediatamente conVictoriano Huerta! ¿Cómo se atreve a dar órdenes sinpedirme permiso?

Dentro del Salón de Embajadores todos estaban

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perplejos. El embajador inglés sir Francis Stronge seencorvó sobre la perilla de la puerta del Salón Juárez.

—Qué bonita perilla —sonrió—. En mi embajadatambién tengo lindas puertas traseras como ésta paraescaparme de los periodistas.

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Los titánicos filos de los destructores Denver, Georgia,Virginia, Colorado y South Dakota cortaban el mar. ElGeorgia se aproximaba al puerto de Tampico, el Virginia alde Veracruz, el Denver al de Acapulco y el Colorado y elSouth Dakota al de Mazatlán. Al avanzar producían unacueva de agua de tres metros de profundidad enfrente de laespina de acero. Por su parte, el Connecticut, el Maine y elDelaware habían zarpado de Guantánamo para penetrar lasaguas del Golfo de México.

Sin saber lo que se avecinaba, Jessica y yo estábamosadheridos al auricular del teléfono, sentados en la cama.

—¿Sí? —le contestó una voz femenina.Jessica me sonrió y le dijo:

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—Hola, Drusille. Soy Jessica Glasgow, la secretaria delembajador Henry Lane Wilson.

—¿Jessica?—Sí.—¿Jessica qué?—Sí, Drusille, tal vez no me recuerdas. Trabajo para el

embajador Henry Lane Wilson, en México. Te llamé tresveces la semana pasada.

—¿Wilson? —y se separó de la bocina. La escuchamoshablar con otras personas. Había mucho barullo donde ellaestaba—. ¿Perdón, Jessica, qué me decías?

—Drusille, soy la secretaria del embajador Wilson enMéxico. Estuvimos antes en Bélgica, ¿me recuerdas?

—Ah, claro, los gaufres de fresa…—¡Exacto! —Jessica me sonrió—. Bueno, Drusille,

necesito hablar con el señor Guggenheim.—Dile al embajador que se comunique con Helffen al

castillo de Sands Point Preserve.—No, Drusille. Necesito hablar yo con el señor

Guggenheim.—No te entiendo. ¿Quieres hablar tú con el señor

Guggenheim? ¿De qué se trata?

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Jessica tapó la bocina y me susurró:—Es el momento de la verdad…Destapó la bocina y continuó hablando por teléfono:—Drusille, tengo información crucial para el señor

Guggenheim sobre sus intereses en México.—¿Qué dices? ¿A qué te refieres?Jessica le dijo una simple frase que habíamos construido

con tachones sucesivos en su libreta. Drusille guardósilencio unos momentos y contestó:

—Muy bien, Jessica. Voy a poner tu mensaje en la líneade ascenso. Necesito que me proporciones un númerotelefónico para que se comuniquen contigo y quepermanezcas ahí durante las próximas siete horas.

—Okay, Drusille —Jessica regresó dos páginas en sulibreta—. Mi número es el 345 de la ciudad de México,habitación 31.

—Muy bien. No te muevas de ahí. Te llamarán. Y ahoramándame algún dulce de México, ¿quieres?

—Claro que sí, Drusille. Te voy a enviar dulces de leche.Jessica colocó el auricular sobre el aparato y me sonrió.

Abrió los labios y se destrozó la puerta de la habitación.Entraron cuatro hombres cubiertos con sábanas negras y

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máscaras de calaveras.

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Gustavo Madero avanzó hacia el despacho presidencial através de la Galería de los Presidentes, con su escolta y elgeneral Victoriano Huerta esposado.

Setenta guardias presidenciales armados con bayonetasvigilaban el corredor. Habían cerrado los accesos a laoficina del presidente por orden de Francisco Madero, paraprotegerlo de los embajadores y de los senadores.

El secretario particular Juan Sánchez Azcona salió arecibirlos y les abrió paso entre la guardia. Entraron por elSalón de Acuerdos y las secretarias los miraron con sonrisasmuy perturbadoras. Sánchez Azcona abrió la puerta deldespacho y adentro estaba el presidente con Francisco Leónde la Barra.

—¿Se puede saber qué diablos estás haciendo, Gustavo?Gustavo se paralizó. El general Huerta sonrió mirando

hacia abajo. Lo mismo hizo León de la Barra.—¿Perdón, hermano? —y se ajustó los anteojos.

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—¿Por qué demonios arrestaste al general sin miautorización? ¿Está usted bien, general?

—Arrestado, señor presidente —dijo e intercambió unasonrisa con León de la Barra.

Gustavo se tronó el cuello.—Hermano, el general Huerta se ha estado reuniendo con

Félix Díaz en la cafetería El Globo, y en la casa delingeniero Enrique Cepeda de la calle de Nápoles.

—No es verdad, señor presidente —dijo el generaltorciendo las cejas hacia arriba como si fuera a llorar.

—¿De dónde sacas estas elucubraciones, Gustavo? ¿No tedije que estoy cansado de tus intrigas?

—Me lo dijo Jesús Ureta, hermano. Su casa está al otrolado de la de Cepeda y los vio a él y a Huerta reunirse dosveces en los últimos días con Félix Díaz, con Mondragón ycon gente de la embajada de los Estados Unidos.

—Señor presidente —intervino Huerta—, esto es unamentira que me duele en lo más profundo porque yo sólo hetratado de servirlo a usted con lealtad.

Gustavo le puso el dedo en el pecho lleno de insignias.—¿Una mentira, general? ¿Qué me dice de esas reuniones

con Cepeda? ¿Va usted a negar aquí enfrente de mi hermano

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que ha conspirado con los rebeldes para derrocarlo? —y lotomó del cuello de la casaca—. ¿Va usted a negar aquí quese ha reunido secretamente con Félix Díaz y con agentes delembajador Wilson?

Huerta le sonrió con la boca hacia abajo.—Pobre de su hermano. Usted se ha dedicado

sistemáticamente a separarlo de todos los que loprotegemos.

—Quítenle las esposas —ordenó el presidente.Los guardias entraron y le quitaron las esposas a

Victoriano Huerta. Gustavo estaba congelado. León de laBarra sonrió mirando el piso.

—General Huerta —dijo el presidente—, desde estemomento queda usted instalado como comandante superiordel Ejército mexicano. Acabe con esta rebelión de una vezpor todas.

Huerta cerró los ojos y le dijo:—Deme veinticuatro horas, señor presidente. Yo

aprehendo a los rebeldes —y miró a Gustavo con laexpresión de un primate.

—Hermano, no puedo creer lo que estás haciendo.El general Huerta se dirigió hacia la puerta pero se

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detuvo. Se llevó un dedo a los labios y se volteó hacia elpresidente, con las cejas levantadas de nuevo como si fueraa llorar.

—Señor presidente, al parecer se está fraguando uncomplot para asesinarlo. Me permito recomendarle renovarla guarnición de este palacio.

—¿Cómo dice?—Al parecer la guardia presidencial está involucrada en

esta conspiración. Le recomiendo reemplazarlainmediatamente por elementos del vigésimo noveno batallónque comanda el general Aureliano Blanquet.

El presidente alzó una ceja y asintió con desconcierto.

109

Huerta se marchó y Francisco León de la Barra lo siguió.Francisco y Gustavo se quedaron solos.

—¿Se puede saber qué estás haciendo? —le preguntó elpresidente a su hermano—. ¿Por qué das órdenes sinconsultarme?

Francisco tomó un busto de Juárez y lo lanzó hacia la

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ventana. Los cristales y el busto cayeron al Patio de Honorobligando a los guardias a dispersarse.

Gustavo estaba petrificado.—Hermano, sólo te estoy protegiendo.—¡Gustavo, ya no estamos en el Saint Mary’s College!

¡Ya no estamos en Baltimore! ¡Ya no tienes que protegerme!—Francisco respiró profundo—. Ya no estamos en las víasde tren del desierto de Coahuila donde tenías queprotegerme de los niños de Ornelas. Soy el presidente de laRepública.

—Hermano, no sé qué te pasa. ¿Por qué proteges a losque te están traicionando? ¿Te estás suicidando?

—¡Cállate! No me enredes como acostumbras. No debíincluirte en mi gobierno.

—Hermanito… —Gustavo miró hacia abajo y trató deencontrar las palabras adecuadas—: hermano, creo que teestás sacrificando.

—¿Qué dices?Gustavo guardó silencio y miró la luz de la ventana rota.

Se desprendió un cristal y cayó al piso.—Estás haciendo todo para que destruyan aquello que has

construido durante todos estos años. ¿Y sabes? Yo no luché

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por tu sueño. No luché por tu gran democracia, ni tampocopor tu nueva era de México. Yo sólo luché por ti.

Francisco se quedó mudo y oyó en su cabeza las palabras“a donde tú vayas” y “siempre”. De pronto se descubrióacostado sobre las vías del tren del desierto, con la bocadespedazada y chorreando sangre. Cuando sintió una costillarota que le cortaba el costado, se le apareció un rostrodebajo del sol.

—¿Estás bien, hermanito? —le preguntó Gustavo, de sieteaños. Tenía los nudillos ensangrentados y gritaba—:¡Lárguense, pendejos! ¡Nadie toca a mi hermano mientras yoviva!

—¿Gustavo? —Francisco se enderezó sobre las vigasardientes y vio que su hermano tenía un ojo hinchado quesangraba.

—No te preocupes, hermanito —Gustavo le acariciaba lacara y le decía—: yo estaré contigo siempre. Te acompañaréy te cuidaré a donde tú vayas.

El presidente se sacudió. Su hermano le dijo:—No entiendo qué te está pasando, Francisco. Estás

cambiando. Te estás convirtiendo en otro.El presidente abrió los ojos.

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—Te ordeno que no vuelvas a tomar decisionespresidenciales sin mi permiso. El presidente soy yo.

—Hermano, te van a derrocar. Nos van a matar a ti y a míy tú no vas a hacer nada para impedirlo. Ahora sí estoyconvencido de que haga lo que haga tú no me vas a escuchar,sólo porque soy tu hermano. Ojalá fuera Raulito o JoséRamiro, que tuvo la suerte de morir antes de haber nacido.Ambos tienen la suerte de haber muerto. Eso es lo único quenecesito para que me quieras.

El presidente tomó el águila de cristal del centro delescritorio y la arrojó contra la puerta del Salón deAcuerdos. Se despedazó y saltaron los vidrios por todo eldespacho.

—¡Te prohíbo hablar así de tus hermanos!—Hermanito…—¡Lárgate! ¡Me has enredado como una serpiente y ahora

quiero que te largues para siempre!Gustavo miró el piso durante cinco segundos.—Francisco, tal vez debiera abandonar el país antes de

que ocurra lo que es inminente.—Anda, vete —y lo alejó con un gesto de la mano—.

Vete con Carolina. Váyanse a Japón y no regresen.

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Gustavo se metió la mano en el bolsillo y lentamente sacóun pequeño costal corroído y desgarrado por el tiempo queestaba anudado con un lazo. Se aproximó cautelosamente alpresidente y se lo ofreció por encima del escritorio.

—No me voy a ir —le dijo y se acomodó los lentes—. Note voy a dejar solo.

El presidente tomó el saquito y Gustavo se fue esquivandolos trozos de vidrio. Cerró la puerta y las secretariaspasmadas lo siguieron con la mirada.

Cuando estuvo solo, el presidente inspeccionó la bolsita ysintió en sus dedos la vejez de la tela. Desanudó el pequeñolazo, metió los dedos y sintió un objeto. Lo sacó y se le helóla sangre. Era el trompo con el que jugaba con su hermanocuando él tenía ocho años y Gustavo siete.

Lo giró lentamente y vio un papelito adherido conpegamento. Tenía las letras de Gustavo, escritas alguna vezen el abismo del tiempo: “A donde tú vayas, siempre”.

110

—No puedo creer lo idiota que es Madero —le sonrió

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Huerta a Wilson y torció las cejas hacia arriba como si selamentara—. Ni a mi esposa la puedo engañar tanfácilmente.

Francisco León de la Barra, Enrique Cepeda, lossenadores y los embajadores soltaron grandes carcajadasmientras descendían la escalera hacia el patio central.Detrás los seguía una larga comitiva de soldados.

—Ahora actúe rápido, general —Wilson frunció el ceño—. Los quiero a usted y a Félix Díaz en mi embajada a lasseis de la tarde. Vamos a planear el nuevo gobierno.¿Entendido?

—Sí, señor —contestó Huerta—. Dentro de unos minutosel presidente será trasladado a un lugar que lo hará llorarcomo un bebé.

—Embajador —se le aproximó por encima del hombroFrancisco León de la Barra—, Gustavo va a ser un problemasi dejamos que escape.

—Yo me encargo de eso —le sonrió Wilson—. Lodestruiré en lo que más quiere. General Huerta, espere aldiputado Gustavo al pie de estas escaleras. No deje que sevaya.

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111

En ese momento, en Washington, William Alden Smith,senador por el estado de Michigan, se subió al estrado delCongreso. Había convocado a la prensa de los EstadosUnidos.

—¡Intereses financieros americanos son los responsablesde lo que nuestro gobierno acaba de hacer en Nicaragua ytienen mucho que ver con la turbulencia pasada y presente enMéxico!

—¿Cuáles intereses? —le gritó un reportero en medio dela conmoción de flashes y exclamaciones.

—El gobierno de Taft está al servicio de esos intereses—respondió Alden—. Aquí tengo una carta que nadie hapresentado hasta ahora, con información crucial reveladapor el embajador de Nicaragua en París, Crisanto Medina,en 1910. Se llama “Secreto 1910” y dice así:

ConfidencialLegación de NicaraguaAl presidente de Nicaragua, José Madriz

La prensa europea ha publicado información sobre la balacera en Bluefields y

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sobre los planes maquiavélicos del Departamento de Estado de los EstadosUnidos en conexión con un grupo de banqueros de Nueva York. Paracorroborar lo anterior, obtuve dos cartas privadas de un agente llamadoHopkins dirigidas a Mr. Otto Fuerth, presidente del Ethelurga Syndicate, quienes su amigo íntimo. Este señor Hopkins encabeza una firma de abogados deWashington que goza de gran influencia en el gobierno de los Estados Unidos através de su íntima relación con la señora Taft y del secretario de Estado Knox.El señor Hopkins en su carta dice que si no convocas a elecciones, Knoxtendrá el pretexto para intervenir militarmente Nicaragua sin que el Congresoamericano tenga que autorizarlo. El señor Hopkins dice también que ya se estánegociando un tratamiento similar para el caso de México. Los Estados Unidosvan a enviar un agente para presidir nuestra elección y la de México comoenviaron a Charles Magoon para manipular las de Panamá y Cuba. No veo otrorecurso que pelear a muerte. Me sostengo fiel como tu amigo y servidor.

Crisanto Medina

El senador Alden bajó la carta y la colocó sobre el podio.Estalló una ola de preguntas y gritos.

—¿A qué banqueros se refiere la carta, senador? —gritóuna reportera—. ¿Quiénes están involucrados en la red deese supuesto señor Hopkins?

—Eso es lo que tenemos que investigar a partir de estemomento —declaró Alden—. Tenemos que seguir esa red deHopkins hacia arriba hasta descubrir la identidad delPatriarca que la controla desde la oscuridad. Nuestrogobierno está actuando a nuestras espaldas e implantando

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tiranías en el continente americano; y la próxima y másoscura de todas estas tiranías es la que va a implantar aquímismo, en los Estados Unidos, si no hacemos nada a partirde este momento.

—¿Se trata de J. P. Morgan, senador Alden?—El Ethelurga Syndicate tiene sus bases en Londres y en

París —contestó el senador—. Se trata de uno de losconglomerados más poderosos del mundo y tiene interesesen construir un canal en Nicaragua. Lo que yo les pregunto austedes es quién posee esa corporación y muchas otras en elmundo.

Minutos después, en ese mismo auditorio, Jerome D.Green, agente personal de John D. Rockefeller hijo, subió alestrado y exclamó:

—Pueblo de los Estados Unidos: el señor John D.Rockefeller júnior entrega cien millones de dólares —y lesmostró un cheque— a la Fundación Rockefeller para finesde beneficencia para los afligidos. El señor Rockefeller noestablecerá en qué se aplicarán estos recursos. Ladistribución de los fondos será determinada bajo la absolutasupervisión del Congreso.

El senador demócrata Charles Allen Culberson se levantó

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de su escaño y gritó a todo el auditorio:—¡Esto es una farsa, señores! ¡Es una artimaña para

forzar al gobierno a ofrecer protección federal perpetua a laStandard Oil Company de la familia Rockefeller por lospróximos cien años! ¡Se están apropiando del gobierno delos Estados Unidos y pretenden crear un monopoliofinanciero-industrial que dirija la política del mundo en elsiglo XX!

112

A veinte cuadras de ahí, cinco vehículos negros sedetuvieron frente a una nube de reporteros en la acera de laHarvard Street, frente al número marcado con el 1500.

El personal de seguridad abrió la puerta trasera delsegundo automóvil, de donde descendieron dos personas: elcreador de la Standard Oil Company, John D. Rockefeller,de setenta y cuatro años, y su hijo John, de treinta y nueve.Llevaban sombrero de copa y largos abrigos negros.

Los reporteros les gritaron como si fueran estrellas deteatro pero los hombres les contestaron apenas con una

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sonrisa. Caminaron la alfombra roja y se dirigieron a unaaglomeración donde se encontraba el presidente WilliamTaft, que acababa de llegar con Philander Knox. En mediodel terreno había un agujero y encima había una grúasosteniendo una piedra. El orador, vestido como uncomendador de la antigüedad, aclamaba:

—A continuación, el presidente de los Estados Unidos deAmérica, William H. Taft, colocará la primera piedra de lagran Iglesia Unitaria de Todas las Almas. Este recinto será,en este nuevo tiempo que comienza, el templo de todas lasreligiones y para todas las religiones. Un lugar donde Diostendrá todas las formas y estará por encima de todas lasformas.

Arriba corría un enorme listón que tenía un triángulo detres puntos, una mano con alas y un letrero que decía:“Grand Lodge of Masons of the District of Columbia”.

Al lado del presidente Taft se hallaba Henry Clay Pierce,el dueño de Waters-Pierce Oil. El correoso patriarcaRockefeller y su turbulento hijo caminaron hacia elpresidente y se colocaron detrás de él y de Henry ClayPierce, rodeándolos a ambos.

John D. Rockefeller júnior acercó la boca al oído de

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Henry Clay Pierce y le susurró:—Espero que hagas las cosas como nosotros te lo

dijimos.—Sí, John, no te preocupes —le sonrió Henry Clay—. En

unos minutos tendrás tu país.El patriarca Rockefeller apretó la bola de su bastón con

los guantes y le dijo al presidente Taft:—Churchill está detrás de lord Cowdray, Will. La

Mexican Eagle de Weetman Pearson es sólo una baseavanzada del servicio de inteligencia británico para penetrarlos Estados Unidos desde la frontera con México.

—Dios…—El rey Jorge va a usar a México como plataforma para

invadir y recuperar las colonias americanas. Rothschildacaba de emitir una postura de la corona inglesa paracomprar la Mexican Eagle e iniciar el plan.

113

Jessica y yo íbamos a bordo de un carruaje negro que, deacuerdo con la ruta que había seguido, se dirigía a la zona de

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la Alameda.Nuestros captores estaban sentados a ambos lados de

nosotros y también en los asientos delanteros, con susmantos negros y sus máscaras de calaveras.

—¿A dónde nos llevan? —pregunté.Uno de ellos me miró.—No hables.Jessica estaba temblando.—¿Por qué no nos dicen quiénes son? ¿Qué quieren

hacernos?No nos respondieron. El carruaje se detuvo frente a la

construcción del Palacio de Bellas Artes. A la redonda lascalles lucían desiertas. Los edificios estaban desmoronadosy había escombros y humaredas como si hubiera ocurridouna guerra —aún no comenzaba la verdadera guerra de laRevolución.

Nos abrió la puerta el conductor, un sujeto que llevabaguantes de malla metálica y en la cabeza tenía una cubeta debronce con hoyos. Nos apuntó con su revólver.

—Caminen —dijo y señaló hacia el edificio en obras.Con las manos en alto avanzamos hacia los andamios y

descendimos las escalinatas hasta el cuerpo inferior del

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coloso de mármol, cuyos niveles superiores eran sóloarmazones de vigas abandonados. El piso se inclinaba yestaba resquebrajado; el peso de la edificación sumía yfracturaba el suelo minuto a minuto.

Nos metimos en un pasillo apuntalado con estructuras dehierro y madera, donde se escuchaban rechinidos y tronidospor todos lados.

—¿A dónde nos llevan? —pregunté de nuevo.—Camina —ordenó uno de los hombres.Llegamos hasta un pozo donde había una escalera de

palos que bajaba en diagonal por las paredes a unaprofundidad insondable. Escurría agua por los muros y abajotodo era negro. Descendimos y escuchamos los ecos de lasgotas en el fondo.

114

Gustavo bajó las escaleras del Palacio Nacional y visualizóa Carolina y a los niños llamándolo a gritos desde la puertade un vagón de tren. “Ya voy”, las palabras no lograbansalir de su garganta. Se vio a sí mismo corriendo hacia ese

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tren mientras las ruedas se ponían en movimiento. “No nosdejes, papá”, lloraban los niños.

El hermano del presidente torció el último tramo de laescalera y se percató de que Victoriano Huerta y EnriqueCepeda lo estaban esperando. Iban escoltados por treintaguardias de asalto que se cerraron sobre los barandales enformación trapecio para bloquear las salidas.

Gustavo percibió que sus manos se enfriaron y su corazónlatía aceleradamente. Al instante comenzó a sentir asfixia; laluz del patio se volvió confusa. Bajo el extraño resplandor,cuando Gustavo descendió temblando los últimos escalones,el general Huerta se le aproximó.

—Licenciado Madero —el general subió las cejas—, alparecer usted y yo tenemos un problema personal.

Gustavo miró a los guardias. Cepeda, que sostenía elportafolio detrás del general, apenas curvó los labios.

—Usted es un traidor —le dijo Gustavo a Huerta.—¿Y usted qué es, licenciado? —preguntó desafiante el

general—. Si no fuera el hermano del presidente, en estemismo instante podría arrestarlo y ordenar su fusilamiento.

—Hágalo, máteme ahora mismo… —lo retó Gustavo.Huerta sonrió entrecerrando los ojos.

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—¿Por qué me odia tanto, Gustavo? Sólo soy un viejo quequiere la felicidad de quienes lo rodean. ¿No podemos seramigos?

Gustavo se mantuvo en silencio por un momento.—Usted no necesita mi amistad, tiene la de mi hermano

—respondió al fin.—Seamos razonables, Gustavo. Usted es abogado, ¿no

podemos hacer un pacto y resolverlo todo usted y yo?—No entiendo de qué pacto me está hablando.—Lo espero en el restaurante Gambrinus a las dos de la

tarde —el general miró su reloj—. Usted y yo negociaremosuna solución final que resolverá todo. ¿Le parece bien?

Gustavo se disponía a contestar cuando lo interrumpierondos soldados que se acercaron trotando y le notificaron algeneral:

—Señor, el vigésimo noveno batallón se encuentra afuerade la puerta central solicitando permiso para entrar en elpalacio.

—Permiso concedido —dijo Huerta sin quitarle los ojosa Gustavo—. Ordéneles que tomen posesión del inmueble yque el mayor Izquierdo y el teniente coronel JiménezRiveroll aseguren la Galería de los Presidentes y los

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elevadores. Que se dirijan al Salón Verde.

115

Jessica y yo llegamos a un espacio subterráneo que parecíade otro mundo. Los muros eran de granito y ardían antorchassostenidas por argollas oxidadas. En las esquinas habíacuatro enormes columnas con halcones gigantes de granito.Las enormes aves de expresión enigmática tenían las alasrecogidas y soportaban un techo que acababa en una puntapiramidal. Debajo había doce sillas acomodadas en círculoalrededor de un área vacía, en cuyo centro se hallaba unpedestal con una pirámide de oro inacabada.

Jessica me volteó a ver.—Nos van a sacrificar, Simón.—Qué pinche horror —le susurré—. Disculpa mi

lenguaje.—No, tienes razón: qué pinche horror —repitió Jessica.—Alguna vez aquí hubo un convento —nos dijo uno de

nuestros captores y caminó frente a nosotros con su máscarade cráneo—. Se llamaba Convento de Santa Isabel. Y antes

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de eso hubo un altar de sacrificios. El altar azteca de laSerpiente Emplumada.

La máscara de calavera se veía horrorosa con la luz delas antorchas. El sujeto señaló la pirámide sin punta y se rióde forma espantosa.

—No se asusten, chicos, no los vamos a sacrificar —ycaminó alrededor del pedestal—. Después de la Guerra deReforma la religión católica fue prohibida en este país y elconvento fue cerrado. Este lugar —y señaló hacia arriba—se transformó en una fábrica de telas y en vecindades demalvivientes. Ahora será el Gran Teatro de las Bellas Artes.

En la pirámide de oro había grabada una letra T con laslíneas curveadas y ensanchadas hacia fuera.

—Es la Cruz de Tau —me dijo el hombre—. Tau es laletra griega que significa la vida y la resurrección.

—Bueno, eso me explica por qué trae usted la máscara deun esqueleto.

—Muy gracioso, chico. Tau representa también el sagradonúmero nueve, ¿lo sabías? Y también el estado masculino yfemenino unificado. La naturaleza última de Dios.

—Oh… ¿Todo eso? —pregunté.—No, no sólo eso. Representa el árbol de la ciencia. El

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árbol de la serpiente.—Ya veo. ¿Y se puede saber por qué nos trajo aquí?Nuestro captor se quitó la capucha y se arrancó la

máscara. Era el hombre con el que yo había hablado en elcementerio del Tepeyac.

—¿Ustedes? ¿Son los caballeros templarios? —preguntéy miré a los demás.

—Así es, hijo. Disculpa nuestros atuendos pero en estosmomentos tan críticos debemos manejarnos con el doble deprecauciones.

—Dios…Jessica estaba muy perturbada y se aferró a mi brazo.—¿Los conoces?—Eso creo… —volteé hacia el techo en forma de

pirámide que estaba repleto de inscripciones enigmáticas—.¿Aquí es donde se reúnen? —le pregunté al hombre.

—Bueno, solemos reunirnos en el templo masónico delJockey Club, en el último piso de la Casa de los Azulejos —y señaló hacia arriba—. También nos reunimos en el salónmasónico frente al Palacio de Minería, a dos cuadras deaquí. Pero preferimos este lugar —sonrió—, es un poco másíntimo, ¿no crees?

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—No imaginaba que existiera un lugar como éste debajode la ciudad —dije con auténtico asombro.

—No será por mucho tiempo —el hombre acarició lapirámide de oro—. El Palacio de Bellas Artes se estáhundiendo y todo esto va a ser rellenado con pilotes deconcreto y grava para sostenerlo. El arquitecto no tomó encuenta que el subsuelo de Tenochtitlán fue alguna vez unterreno lacustre. El suelo que nos rodea es una esponja delodo.

—Diablos… —exclamé mientras escuchaba las paredescrujiendo encima de nosotros.

—Hijo —se me acercó el hombre—, supongo que no mehas conseguido aún el cartucho del general Bernardo Reyes.

—Para serle franco, no.—¿Quién lo tiene?Recordé a Von Hintze amenazándome en la escalera de la

embajada de Wilson.—No lo sé, señor.—Sí que lo sabes. Sabemos que sabes quién lo tiene, y

sabemos que tú nos lo vas a conseguir.—¿Qué cartucho, Simón? —me preguntó Jessica.El hombre la miró y caminó hacia ella.

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—Y sabemos también quién eres tú —le dijo—. Eres lasecretaria del embajador de los Estados Unidos —luego sevolvió hacia mí y agregó—: te hemos seguido, SimónBarrón. Alguien te contrató para investigar al embajadorWilson y Wilson te descubrió. Ahora estás huyendo con estalinda chica.

—Gracias, señor —sonrió Jessica.—Hijo —me miró el hombre—, supongo que leíste el

código en el cuadro del despacho del embajador.—Sí, señor. Ens viator. Agens in Rebus. Missio

perpetratum erit. Novus Ordo Seclorum. No sé quésignifica.

—Te lo traduzco: Entidad viajera. Agente Oculto. Lamisión será perpetrada. El Nuevo Orden de los Siglos.

—Ah, vaya… —asentí lentamente—. Ahora entiendomenos.

El caballero soltó una risita y me puso la mano sobre elhombro.

—Es un plan, hijo. Es el proyecto para el control final delmundo.

—Demonios.—Consiste en el envío de agentes secretos a los confines

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del mundo para causar desestabilización y apoderarse de lasnaciones.

—Ah, ¿sí? Pues qué pinche horror.—Sí —convino Jessica—, qué pinche horror…—¿Es eso lo que están haciendo con México? —pregunté.—Y con muchos países. Esto no es nuevo, hijo: las raíces

se encuentran en lo más remoto de la historia. En la antiguaRoma tenían agentes especiales llamados Agens in Rebus,que operaban dentro de la red del Servicio Secreto delimperio. Los enviaban a los confines de los dominiosromanos para mantener controladas a las provinciasdistantes por medio de la división y la intriga de los clanesde esas naciones anexadas.

—Ah, ¿sí?—Esto evitaba que Roma tuviera que enviar legiones para

someter a esas provincias por medio de la fuerza. En vez deeso, los Agens in Rebus se infiltraban en las naciones, seentrometían en sus casas gobernantes y las enemistaban unascontra otras.

—Divide y vencerás… —murmuró Jessica.—Así es, señorita Glasgow —le sonrió el hombre—. De

esta manera, manteniendo divididos a los clanes, el imperio

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siempre podía usar a un clan para derrocar a otro si dejabade obedecer a Roma. Pero estos Agens in Rebus debíanactuar en absoluto secreto, en la diplomacia, disfrazados deembajadores.

—¿Como Henry Lane Wilson y su amigo SherburneGillette Hopkins? —le pregunté.

—Así es, hijo. Wilson, Hopkins, Magoon y Dawson sonnuevas personificaciones de Joel Roberts Poinsett. Sonemanaciones del Agens in Rebus. Pero éste no es elverdadero significado del código que leíste en el cuadro.

—¿No? —parpadeé—. Entonces, ¿cuál es?El hombre sacó una carta debajo de sus mantas negras y

me la extendió. La tomé y la leí en voz alta, mirando aJessica:

Octubre 30, 1910Señor Frederick Werther

Celebro que tengan tan bien preparado todo. Ojalá y pudieran hacer algunostrabajos por los rumbos del Bajío, pues entiendo que por allá no hay aún nada.

Si tiene listas de emahd pipdg elscihob, de los que están por acá en lafrontera y que están egepa qshdl egali fecom npegom, mándemela. Diríjame elsobre a 1131 South Alamo Street, San Antonio, Tex., y poniéndome losnombres en clave, así como ihsga pdquel npemn qnhib clihd hapec dhihd fibsqihufi hdqip dgocep.

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Le suplico saludar muy afectuosamente a nuestro amigo C.

S. S. Francisco I. Madero

Sacudí la carta frente a mis ojos. Jessica estaba igual deperturbada que yo.

El caballero templario me sonrió y tomó la carta.—Es un texto en clave, hijo. Fue escrita por Francisco

Madero sólo veinte días antes de transmitir su llamado a larevolución, el mismo que se conoce como Plan de San Luis.Sin embargo, la misiva la escribió mientras se encontrabarefugiado en los Estados Unidos, donde obtuvo apoyomilitar y financiero de los banqueros de Nueva York paraderrocar a Porfirio Díaz.

—Dios…—Podríamos decodificarla si supiéramos la clave. Cada

letra representa otra que desconocemos. Lo mismo nosocurre con el código encriptado que leíste en la embajada.La frase en latín esconde otra cosa mucho más profundasobre lo que va a ocurrir en el futuro con el mundo.

—¿De verdad?—Sólo tenemos que encontrar las equivalencias de esas

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letras.—Bueno, pensé que sería algo más difícil.—Hijo, de acuerdo con lo que sabemos, ese Frederick

Werther al que le escribió Madero es un nombre falso. Sunombre real es Sherburne Gillette Hopkins.

Jessica peló los ojos.—Simón Barrón —me dijo el hombre—, tú serviste con

Bernardo Reyes, quien fue nuestro hermano y maestro. Esosignifica que nosotros te vamos a proteger a partir de estemomento, ¿comprendes?

—Bueno, supongo que debería considerarlo un alivio.—Deberías… Bien, dime lo que sabes sobre la operación

de Henry Lane Wilson en México. ¿Quién está detrás?¿Quién podría ser la letra C en la carta de Madero?

Guardé silencio un instante.—Verá, señor, Wilson trabaja para un hombre llamado

Daniel Guggenheim.El hombre apretó la boca y me miró.—No, hijo —negó con la cabeza—. Guggenheim es sólo

parte de algo mucho más grande, él obedece a otro hombre.—Ah, ¿sí? ¿A cuál?—Ahora nos toca descubrirlo juntos. Es hora de

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decodificar el misterio —señaló la pared del fondo.Incrustada en el muro, en medio de los halcones de

granito, había una compuerta de metal por donde apareció unsujeto de apariencia extravagante: no tenía cejas ni pelo, ytanto sus orejas como su labio superior estaban cortados. Depronto, este hombre de rostro extraño y ojos sumidos nosmostró los dientes.

116

A sólo una cuadra de nosotros, y a esa exacta hora —las dosde la tarde con un minuto—, el Packard 38 de GustavoMadero se estacionó sobre San Francisco, frente alrestaurante alemán Gambrinus, con vista a la Alameda y alPalacio de Bellas Artes. Afuera había doce automóvilesoficiales y soldados.

Su chofer le abrió la puerta. Gustavo descendió y secolocó el abrigo, enseguida contempló el portentoso letreroencima del toldo de vidrio que le daba vuelta a la esquina:GAMBRINUS - GRAND RESTAURANT.

Gustavo se aproximó con presteza a la puerta, donde lo

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esperaba el capitán de fragata Adolfo Bassó, intendente delPalacio Nacional.

—Licenciado Madero, el general Huerta lo espera en lamesa de banquetes. Lo acompañan el presidente de laCámara de Diputados, coronel Francisco Romero, elgobernador del Distrito Federal, Federico González de laGarza, y los generales Agustín Sanginés y José Delgado. Sesirve Karpfen blau.

Gustavo entró en el restaurante y percibió miradasdesconcertantes. En las paredes había soldados federalescon ametralladoras. Caminó hasta el fondo del lugar yascendió al nivel de banquetes. Llegó a la larga mesa que lehabían indicado y los militares se pusieron de pie pararecibirlo.

—Bienvenido, licenciado Madero —lo saludó Huerta yGustavo se vio reflejado en los anteojos del general—. Leaseguro que de esta reunión saldremos habiéndolo resueltotodo.

Gustavo se sentó y los meseros levantaron la tapaplateada que tenía enfrente. El recipiente contenía una carpaazul acomodada verticalmente sobre una cama demantequilla derretida.

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A la izquierda de Huerta se hallaba el teniente LuisFuentes y a su derecha estaba Enrique Cepeda.

—Licenciado Madero —se inclinó Cepeda sobre la mesay le susurró—: el embajador Wilson me ha pedidotransmitirle un caluroso saludo de parte de su amigo C deNueva York —y le sonrió.

117

Henry Lane Wilson penetró apresuradamente el portal de suembajada y, seguido por su secretario Montgomery Schuylery por el almirante Von Hintze, subió las escaleras.

Al llegar al vestíbulo del cuarto piso notó expresionesextrañas en los policías de la embajada.

—¿Qué diablos pasa? —les preguntó.—Señor Wilson —dijo uno—, lo están esperando en su

despacho —y señaló la puerta.Wilson se extrañó. Miró de reojo a Von Hintze y a

Schuyler y descubrió que a sus espaldas la pared del fondoestaba forrada de agentes del Servicio Secretonorteamericano, vestidos de negro.

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“What the fuck?”, se preguntó.El embajador avanzó hacia la puerta. Al abrirla descubrió

detrás de su escritorio a un hombre que miraba por laventana con las manos en los bolsillos.

—¿Qué diablos estás haciendo, Wilson? —le preguntó sinvoltearlo a ver.

—¿Lind? —se acercó Wilson—. ¿Gobernador John Lind?Von Hintze y Schuyler permanecieron dos prudentes pasos

detrás de Wilson. Por la puerta entraron diez agentes delServicio Secreto y se adhirieron a la pared. El hombre giróel rostro lentamente hacia Wilson.

—Wilson, estás rompiendo los tratados de neutralidad delos Estados Unidos y desestabilizando a un país amigo.

—Espera, John.—No, Wilson. México es parte de la zona estratégica de

los Estados Unidos y el presidente electo Woodrow Wilsonme ha enviado aquí para supervisar lo que estás haciendo.

Schuyler se inclinó hacia Von Hintze y le murmuródiscretamente:

—Creo que la investigación sobre el inspector del quehabló Horiguchi se acaba de resolver…

John Lind, el ex gobernador de Minnesota, colocó las

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palmas sobre el escritorio y le dijo a Wilson:—En nombre del presidente electo Woodrow Wilson te

ordeno suspender la estrategia que has dispuesto de formailegítima.

Henry Lane se llevó las manos a los bolsillos y caminócautelosamente hacia la ventana.

—Con todo respeto, ex gobernador, el presidente de losEstados Unidos se llama William Howard Taft, y es a él aquien obedezco.

—No, Wilson. El presidente Taft dejará de serlo encatorce días y los poderes de la administración se estántransfiriendo de facto al presidente electo. Si no detienesinmediatamente las acciones que has concertado desde laembajada, estarás actuando contra las órdenes expresas delnuevo presidente.

Wilson aspiró hondo y se acercó iracundo a Lind con unamano elevada.

—Te equivocas, eres tú quien está actuando de formailegal al girar instrucciones en nombre de una administraciónque constitucionalmente aún no ha asumido funciones. Asíque te ordeno retirarte inmediatamente de mi embajada.Schuyler, llama al cuerpo de seguridad.

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Los agentes del Servicio Secreto de Lind alistaron lasarmas y consultaron al ex gobernador con los ojos.

—Wilson —le dijo Lind—, tengo órdenes de detener tuoperación. Si alguno de tus guardias me toca, incurrirás ensublevación contra el nuevo gobierno de los Estados Unidosy desatarás una balacera en tu despacho.

Wilson frunció el ceño y torció la boca.—Muy bien, John, pero, ¿sabes?, me tienes sin cuidado,

lo mismo que tu presidente electo. Eres tú quien ha desatadouna tormenta que acabará con la vida de Woodrow Wilson.Schuyler, que entren mis guardias.

118

—Está a punto de consumarse un golpe de Estado quecambiará la vida de este país y del continente americano.

Eso me lo dijo el hombre sin orejas en el templosubterráneo de los caballeros templarios. Sus palabrassiseaban porque no tenía labios.

—Simón Barrón —me dijo el otro hombre—, te presentoformalmente al Señor Oscuro.

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Me quedé perplejo.—Mucho gusto, señor —me incliné hacia el sujeto sin

orejas. Aunque seguía visiblemente alterada, Jessica hizo lopropio. El individuo caminó alrededor del pedestal yacarició la letra T grabada en la pirámide de oro.

—¿Sabes por qué esta pirámide no tiene punta, chico? —me preguntó.

—No, señor.—¿Y sabes por qué en el billete de un dólar de los

Estados Unidos hay una pirámide sin punta igual a ésta, conun ojo coronándola?

—No —sacudí la cabeza y observé que Jessica temblaba.—Se trata de un símbolo masónico —afirmó el hombre

—: es el ojo de Dios. Los humanos sólo podemos hacer elnoventa por ciento de toda gran obra. La punta de lapirámide, la punta de todo lo que construimos yconstruiremos alguna vez, la pone Dios. Es Dios quienculmina nuestras obras. Debemos actuar sabiendo que Diosculminará nuestros proyectos.

—¡Vaya! —exclamé absorto.—Ésta es la visión sobre la que se cimientan los Estados

Unidos de América. La misma que deberás adoptar a partir

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de este instante para construir el futuro de tu nación.¿Comprendido?

—Sí, señor.—Lo podrás hacer con nuestra ayuda, pero sólo cuando

logres tener en tus manos el cartucho de Bernardo Reyes.Tragué saliva. El hombre miró hacia arriba y me dijo:—Por el momento, debemos descifrar quién es el hombre

que está tratando de destruir este país.—Está bien —asentí espasmódicamente.—Guggenheim forma parte de algo mucho más grande.

Hay dos gigantescas organizaciones secretas que controlanel mundo actualmente: se llaman la Mesa Redonda y laOrden de la Calavera.

—¿La Orden de la Calavera? —en ese instante recordé lavoz de Bernardo Reyes en su celda cuando le dijo a VonHintze: “Investigue la Conexión Y. El Club de la Muerte”.

—Así es… —respondió el hombre.—¿Qué es la Orden de la Calavera? ¿Es el Club de la

Muerte?El hombre me dijo:—La Orden de la Calavera es una fraternidad secreta de

la Universidad de Yale, en New Haven, Connecticut, que

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existe desde 1832. A ella han pertenecido algunos de loshombres más poderosos de los Estados Unidos, incluyendoal presidente William Taft y a su padre Alphonso Taft, asícomo el actual secretario de Guerra, Henry L. Stimson, elpresidente de la Suprema Corte de Justicia de Nueva York,Edward Baldwin Whitney, y el presidente del Banco de laReserva Federal de Nueva York, George L. Harrison.

—¡Vaya! —repetí incrédulo.—También pertenecen a la orden el banquero Harold

Stanley, de la casa J. P. Morgan-Stanley; el joven CorneliusVanderbilt, el director del banco Brown Brothers Harriman,de la petrolera Standard Oil y de la fábrica de armamentoRemington, Arms Percy Rockefeller, y una generación dejóvenes encabezados por el heredero ferroviario WilliamAverell Harriman y su amigo Prescott Bush.

—Diantres.—El joven Harriman heredó de su padre el imperio de

trenes Union Pacific-Southern Pacific, que controló las víasdel norte de México hasta que Porfirio Díaz y José YvesLimantour, el secretario de Hacienda, decretaron lanacionalización de los ferrocarriles. ¿Ves hacia dónde medirijo?

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—Supongo…—Hace tres meses el Congreso de los Estados Unidos

ordenó a Harriman disolver su conglomerado por haberseconvertido en un monopolio que amenazaba la soberanía delos propios estadounidenses, y en 1911 ordenó a la dinastíaRockefeller disolver su conglomerado petrolero StandardOil. Sin embargo, Harriman y el Club de la Muerte se hanestado reorganizando para el contraataque. ¿Me sigues?

—Bueno, eso intento…—Ahora bien, la otra organización secreta se llama la

Mesa Redonda.—¿La Mesa Redonda? —pregunté y escuché la voz de

Jessica.—Eso me suena como al Rey Arturo —sonrió ella.—No, señorita —le dijo el hombre—. Ésta es mucho más

nueva y es enemiga de la Orden de la Calavera. Surgió hacedieciocho años y fue creada por lord Alfred Milner y CecilRhodes, ambos ingleses al servicio del rey de Inglaterra y delos mayores banqueros británicos.

—Esto se pone progresivamente peor —dije.—Cecil Rhodes fue enviado por los banqueros británicos

para colonizar Sudáfrica y controlar las operaciones de las

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minas de diamantes De Beers, una de las compañías máspoderosas del mundo. Actualmente Rhodes es el gobernadorde Sudáfrica y se le conoce como el Coloso de África. LaMesa Redonda es propietaria del conglomerado dearmamento Vickers SC, que construye los buques de guerrabritánicos y los aviones de la Fuerza Aérea Británica. Suobjetivo secreto es que Inglaterra recupere los EstadosUnidos y se convierta en un solo imperio mundial dominadopor la raza anglosajona, con un parlamento que sesioneintercaladamente en Londres y Nueva York.

—Dios…—Su estatuto lo dicta.El hombre sacó de sus ropas unos papeles amarillentos y

leyó:

Sólo los británicos debemos gobernar el mundo. Somos la raza suprema ymientras más habitemos el mundo, mejor será para la raza humana. Sóloimaginemos esas partes del planeta que hoy son pobladas por los másdespreciables seres humanos; cómo se alterarían si cayeran bajo la influenciaanglosajona. Hoy controlamos diecinueve millones de kilómetros cuadrados ygobernamos a la cuarta parte de la población mundial. Cuando absorbamos lamayor parte del mundo, simplemente terminarán todas las guerras. Si nohubiéramos perdido América, la paz del mundo habría quedado asegurada parala eternidad. Debemos recuperar los Estados Unidos como primer paso de esteprograma.

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—¡No lo puedo creer! —exclamé.—La sociedad secreta de la Mesa Redonda establece la

formación de un solo Imperio británico que implica lareabsorción de los Estados Unidos y el envío de miembrosencubiertos a cada parte del Imperio, incluyendo escuelas yuniversidades, con el fin de reclutar nuevos miembros paralas legislaturas coloniales.

—¿Agens in Rebus? —pregunté.—Su estatuto lo determina: “Al final, la Gran Bretaña

establecerá un poder tan sobrecogedor sobre el mundo quecesarán las guerras y el Milenio será realizado” —leyó elhombre.

—¿El Milenio?—El Nuevo Orden de los Siglos: Novus Ordo Seclorum.—Entonces, ¿son los británicos?—No tan rápido, chico. Esto es mucho más complejo de

lo que imaginas. Cecil Rhodes es sólo la cara visible de laMesa Redonda. Detrás de él hay un banquero sumamentepoderoso.

—¿Quién?

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119

—¿Dónde es la reunión? —preguntó el presidente Madero.Francisco León de la Barra le sonrió:—En el Salón Verde, señor presidente —y entrecerró los

ojos de una forma muy perturbadora.El presidente cruzó el Salón de Acuerdos, la biblioteca y

la Galería de los Presidentes, la cual estaba atiborrada desoldados del vigésimo noveno batallón que controlabaAureliano Blanquet.

Madero iba escoltado prácticamente por todo su gabinete:su primo Marcos Hernández, su tío Ernesto —que era elministro de Hacienda—, Pedro Lascuráin, el capitán RoqueGonzález Garza —asistente militar del presidente—, elsecretario de Comunicaciones, Manuel Bonilla, el ministrode Justicia, Manuel Vázquez Tagle, el capitán del EstadoMayor Presidencial, Federico Montes, el coronel del EstadoMayor Presidencial, Gustavo Garmendia, y el propioFrancisco León de la Barra.

—¿De qué se trata esta reunión? —preguntó Madero.—Lo sabrá en unos momentos, señor presidente —dijo

De la Barra y asió la perilla del Salón Verde. Al abrirse la

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puerta, el presidente se quedó paralizado. Adentro estabanel mayor Rafael Izquierdo, el teniente coronel TeodoroJiménez Riveroll y veinte guardias de operacionesespeciales.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Maderoboquiabierto.

No hubo respuesta. León de la Barra y Lascuráincaminaron hacia atrás y traspasaron la puerta; la cerrarondesde afuera y corrieron los cerrojos.

El teniente Riveroll tomó al presidente de la muñeca y lesonrió:

—Señor presidente, el general Manuel Rivera se acaba dedeclarar en rebelión contra usted y viene desde Oaxaca condos mil soldados para derrocarlo.

—¿Qué está diciendo? —Madero se lo sacudió de unmanotazo—. Rivera no me puede hacer esto, lo acabo deascender.

Riveroll torció la cara:—Señor Madero, los mandos supremos del Ejército

acaban de acordar la caída de usted. Se acabó su tiempo.Levanten armas —los soldados a su espalda elevaron susmáuseres—, ¡abran fuego!

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—¡Momento! —gritó el coronel Gustavo Garmendia ydesenfundó su revólver—. ¡Al presidente nadie lo toca!

Garmendia oprimió el gatillo y la bala salió girando en elaire como un tornillo hasta impactarse contra el cráneo delteniente Riveroll, que se abrió como una toronja. Cuando elmilitar herido se desplomó, el mayor Rafael Izquierdo torciósu pistola hacia Madero y le lanzó un tiro a la cabeza. Elcapitán Federico Montes se aventó sobre el presidente yambos se estrellaron contra la mesa, a continuación seproyectaron hacia el piso junto con un jarrón de jade que sedestrozó.

El tío Ernesto y los demás se arrojaron al suelo y lossoldados dirigieron sus rifles hacia el cuerpo de Madero.Oprimieron sus gatillos y colocaron doce balas en el airepero el primo del presidente, Marcos Hernández, saltó hacialas balas y le penetraron el tórax y la frente. El cuerpo giróen el aire y expulsó manguerazos de sangre.

En medio de la agitación, una bota derribó la puerta desdeafuera. Pedro Lascuráin entró estrepitosamente con surevólver y con diez guardias de la conserjería. Elevaron susametralladoras e hicieron fuego contra los soldados deRiveroll, lanzando gritos de pesadilla. Lascuráin le dijo a

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Madero:—¡Al elevador, señor presidente!Tronó la puerta del Salón Morado y desde ahí entraron

cinco soldados del vigésimo noveno batallón. Los guardiasde conserjería se dividieron los blancos con susametralladoras. En el infierno de ráfagas, el presidente, sutío, Lascuráin y los otros ministros reptaron despavoridospor debajo de las piernas de los guardias hacia el SalónAzul.

—¡Esto no ha terminado, señor presidente! —le advirtióLascuráin.

120

En el restaurante Gambrinus, Gustavo Madero hundió sucuchillo en la carpa blau bañada en vinagre y mantequilla,mientras el general Huerta le decía con la boca llena depapas:

—Gustavo, estamos a punto de solucionar todos losproblemas de su hermano.

—Ah, ¿sí?

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—Seamos honestos, Gustavo. El tiempo de su hermano haterminado. Usted lo sabe y lo sé yo —Huerta se inclinóhacia él—. Incluso nuestro amigo C considera que ustedpodría reemplazar a su hermano.

Gustavo permaneció callado por un momento.—¿Me está sugiriendo que yo me convierta en presidente

de la República? —dijo al fin y le brillaron los ojos.El general se echó hacia atrás y alzó una ceja. Cepeda

miró fijamente a Gustavo. Huerta continuó:—Su hermano firmará la renuncia, Pedro Lascuráin

asumirá el cargo provisionalmente y usted será el candidatoen las elecciones federales. Usted será el próximopresidente de México.

Gustavo volvió a hundir el tenedor en la carpa.—No, general. Se equivocó conmigo. Yo no compro

zapatos. Nunca voy a traicionar a mi hermano.Detrás de Huerta se aproximaron dos soldados con un

morral de cuero rígido color marrón que contenía unteléfono militar Martins TP, y le extendieron el auricular.

—General, tiene una llamada del general AurelianoBlanquet.

Huerta tomó el receptor.

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—¿Sí?La voz le susurró las siguientes palabras:—Ya está. Tengo al presidente detenido en la intendencia.—Muy bien —el general devolvió el auricular, se limpió

la boca y se levantó—: licenciado Madero, ¿podríafacilitarme su pistola?

—¿Perdón? —Gustavo se levantó violentamente. Desdelas paredes se aproximaron treinta soldados con los rifleslevantados y rodearon la mesa por todas las esquinas. Losgenerales se pusieron de pie desconcertados.

—¿Qué está pasando? —preguntó el gobernador delDistrito Federal, Federico González de la Garza. Lossoldados le apuntaron también a él.

—Licenciado Madero —murmuró Huerta—, me llamanpara una diligencia peligrosa. Como no traigo mi pistola, leruego que me preste la suya —sonrió y ordenó—:¡Desármenlo!

—¿Qué diablos es esto? —preguntó nuevamente Gonzálezde la Garza—. ¡Estos soldados están aquí supuestamentepara proteger al hermano del presidente!

Los soldados se abalanzaron sobre Gustavo y leregistraron el cuerpo violentamente. Gustavo soltó varios

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golpes pero le torcieron el brazo y le azotaron la cara contrael plato de pescado con mantequilla.

—¡Federico! —le gritó Gustavo al gobernador—. ¡Quellamen a mi hermano! ¡Que se salga del palacio!

—Aquí está la pistola, general —le dijeron los soldadosa Huerta y se la dieron. Huerta la tomó y dejó caer laservilleta sobre la mesa. Frunció el ceño como si fuera allorar y se inclinó hacia el teniente Luis Fuentes:

—¿Sabes? Arréstalos a todos. Llévatelos a la Ciudadela.Que los golpeen hasta que no se les reconozcan las caras.Quiero que al licenciado Gustavo lo vea así su familia.

Los generales vociferaron y forcejearon, pero lossoldados desplegaron las esposas, los golpearon con susrifles y los arrestaron.

Antes de irse detrás de Huerta, Enrique Cepeda sorbió elúltimo trago de su vino blanco Liebfraumilch.

—Oh, Dios. Nunca me dejan terminar de comer.

121

El presidente atravesó gateando el Salón Azul y se levantó

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para correr hacia la biblioteca, seguido por lossobrevivientes de su gabinete.

Cruzaron el pequeño cuarto de libros y se arrojaron haciael elevador que estaba justo en la esquina. Con los dedostemblorosos, Pedro Lascuráin oprimió el botón de plantabaja y descendieron respirando entrecortado hasta el Patiode Honor. Se abrió la puerta y Madero vio que dos oficialescon las pistolas levantadas se aproximaban a él de formaamenazante.

—¡No disparen! —gritó Lascuráin y les apuntó con supropio revólver.

Por ambos lados del pasillo llegaron dos columnas desoldados encabezadas por los generales Aureliano Blanquety Manuel Mondragón.

—¡Baje el arma, señor Lascuráin! —gritó Blanquet.—¿Qué está pasando? —le preguntó el presidente a

Lascuráin, quien no lograba salir de su perplejidad.—No lo sé… Algo que no pude impedir.Blanquet le colocó el revólver en el pecho al presidente.—Ahora es usted mi prisionero, señor Madero.El presidente miró hacia los lados, incapaz de

comprender lo que ocurría. De pronto se acercaron cuatro

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soldados que llevaban encadenado al vicepresidente JoséMaría Pino Suárez. En las azoteas había soldadosapuntándole con rifles. En el piso había un pájaro muertocon un escarabajo encima.

Madero miró a Blanquet y le susurró:—Es usted un traidor…Blanquet le sonrió:—Sí, soy un traidor. Métanlos a la Comandancia Militar

—ordenó el militar y señaló hacia la puerta de hierro de laintendencia—: encadénenlos y esperen la llegada del señorHopkins.

122

En el templo subterráneo del Palacio de Bellas Artes, elSeñor Oscuro me dijo las siguientes palabras:

—Es hora de que te reencuentres con tus amigos…Por la puerta donde él había entrado, aparecieron Tino

Costa y Doris.—¿Tino? ¿Tino Costa?Se me acercó caminando chueco, con las manos en los

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bolsillos y mirando hacia los lados, intimidado por lapresencia de los masones. Me pegó la boca al oído y medijo:

—Nunca lo olvides, mi querido Simón Pedro. Yo soyinfalible, invencible e inmortal —y me guiñó un ojo.

—¿Pero cómo…?—Larga historia. Ya soy masón.—¿De verdad?—Oh —y me guiñó el ojo de nuevo—. Ahora tú vas a

tener que obedecerme a mí.El hombre sin orejas se dirigió a todos y nos dijo:—Muy bien, hermanos, ésta fue la última junta que tuvo

lugar en este salón antes de que quede sepultado debajo dela construcción del Palacio de Bellas Artes. Algún día susrestos serán redescubiertos por personas de otras épocasque buscarán aquí las claves de su pasado. La llamarán laPirámide Templaria. En cuanto a nosotros, es hora delargarnos de aquí.

—¿Nos vamos? —pregunté.—Tenemos una cita de extrema importancia, sígueme —

respondió el Señor Oscuro.Enseguida se metió por la puerta y nos condujo por un

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laberinto de túneles.Cuando salimos a la calle nos dolieron los ojos por la luz.

Abordamos los carruajes negros en los que habíamosllegado y nos llevaron hacia el oeste por la Alameda y porel Puente de Alvarado. Al pasar por el número 53, en laesquina de Aldama, frente al Gran Museo de San Carlos, elSeñor Oscuro me dijo:

—Este edificio anaranjado es SPS, chico.—¿SPS?—Samuel Pearson and Sons, la compañía inglesa del

magnate Weetman Pearson, a quien tú conoces como lordCowdray. Desde aquí se tejió la red de luz eléctrica de estaciudad y se controla la compañía petrolera Mexican Eagle.

—Oh —asentí lentamente.—Mexican Eagle es el centro de esta guerra entre los

Estados Unidos e Inglaterra por el petróleo de México.—Ya veo… —levanté las cejas—. Ahora, por favor

dígame con quién es la cita de extrema importancia quetenemos, señor.

Los carruajes se detuvieron en unos campos de trigo cercadel Monasterio de San Cosme, en las afueras de la ciudad.Nos abrieron la puerta y bajamos. Estiramos las piernas y

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caminamos entre el trigo sin decir una palabra. El vientopasaba entre las hojas haciendo un ruido muy suave. Trasvarios minutos, observamos un enorme granero que selevantaba a cien metros de nosotros.

—¡Éste me parece un buen lugar para declararte mi amor!—le gritó Tino a Doris y le besó la mano.

—¡Suéltame, pendejo! —se zafó ella con un manotazo.—Vaya maneras, tengo una mujer insoportable: no se

acuesta conmigo, y eso que es una pinche puta… —dijo Tinocon displicencia.

Cuando Doris se preparaba para golpearlo, escuchamos elruido de un motor. Entre los trigos vimos que se acercabauna caravana de tres autos Ford. Los vehículos se detuvieronfrente a nosotros y se abrieron las puertas. El primero enbajar fue Montgomery Schuyler. Se nos aproximó lentamentetocando las hierbas y Jessica abrió los ojos como platos.

—¿Schuyler? —le preguntó.Schuyler le sonrió con sorna.El segundo en bajar fue el almirante Paul von Hintze,

quien se dirigió hacia nosotros con las manos detrás delabrigo.

—¿Almirante? —le pregunté. No me respondió. Se siguió

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de largo y saludó al Señor Oscuro. El tercero en bajar fueJohn Lind, el ex gobernador de Minnesota.

Se colocaron frente a nosotros y John Lind tomó lapalabra, hablando lo mejor que pudo en español:

—El presidente Francisco Madero acaba de sercapturado.

—¿Qué dice? —pregunté sorprendido.—Calma, sé quién eres, muchacho Barrón —me dijo el ex

gobernador—. Eres sobrino del periodista y diplomáticoHeriberto Barrón. Schuyler me ha informado todo sobre tullegada a la embajada y sobre tu problema con el embajadorWilson. También me ha hablado sobre tu participación conel general Bernardo Reyes.

—Bueno, yo…—En este momento tu tío Heriberto está en mi país. Ha

hablado con mucha gente en Washington, con amigos delpresidente electo Woodrow Wilson, que también son misamigos. Está tratando de mediar por tu país.

Jessica me miró muy sorprendida.—¿Tienes un tío importante, niño?—Bueno, mi tío Heriberto nunca me habla. Soy el

pariente pobre… —solté una risa.

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Lind les dijo a los masones:—Señores, el tío de este muchacho fue el agente

diplomático del general Bernardo Reyes. Ahora síganme —ycaminó hacia el gigantesco granero—. Necesito hablar contodos ustedes y debemos hacerlo afuera de la ciudad. Noquiero que los agentes disfrazados del embajador Wilson leinformen sobre lo que vamos a tratar.

Al traspasar la puerta del granero vimos que adentrohabía cinco aviones de combate.

—¡Ah, qué carambas! —exclamé.—Tú te subes conmigo —me dijo Lind.En el costado plateado del biplano decía: “VICKERS FB5

GUNBUS. LONDON, GREAT BRITAIN”.

123

En el Palacio de Buckingham, en Londres, WinstonChurchill, el joven lord del almirantazgo y responsable delpoderío naval británico, se encontró con el anciano de pielamarillenta John Arbuthnot Fisher, presidente de laComisión Real Británica para la Búsqueda de Combustible

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de Petróleo.—Lord Fisher, acaba de ocurrir un grave incidente en

México: derrocaron al presidente.—¿De verdad? —el anciano miró la escalera roja, hacia

el Salón del Trono del rey Jorge V, a quien iban a ver enaudiencia en pocos minutos—. Bueno, esto apesta.

—Sin el petróleo que nos proporciona la infraestructurade lord Cowdray en México, la flota británica no va a tenercombustible para la guerra contra Alemania —dijoChurchill.

—Demonios… Pero aún tenemos los acorazados decombustión de carbón, ¿cierto?

—No, lord Fisher. Noventa por ciento de nuestra flotareal opera ahora con motores dreadnought de petróleo.

—¡Jovencito, te dije que no cambiaras toda nuestraMarina a un combustible que no tenemos en las islasbritánicas!

El joven Churchill lo asió de la solapa y le dijo:—Con todo respeto, lord Fisher, el carbón no sirve para

la guerra que se aproxima. Los alemanes ya están usandopetróleo y sus naves son cuatro nudos más veloces que lasnuestras. ¿Quiere usted que Inglaterra se convierta en un

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territorio de esclavos para los alemanes?Lord Fisher se desencajó y Churchill lo soltó.—Lord Fisher, el mundo del futuro será de petróleo y

nosotros no lo tenemos en nuestras islas. Tendremos queextraerlo de otras naciones y colonias mientras podamos,pero a partir de este momento, sin importar lo que hagamos,viviremos la caída del Imperio británico.

—¿Qué dice, joven Churchill? —Fisher peló los ojos.—En los próximos años Inglaterra no tendrá la fuerza

para sostenerse entre las potencias petroleras como losEstados Unidos, Rusia y Alemania. Seremos arrojados fueray nos convertiremos en una sombra. Un nuevo mundo estácomenzando.

124

En ese instante, el presidente William Taft subía lasescalinatas del Columbia Theater de Washington de la manode su esposa, para asistir a su última gala sinfónica comomandatario.

—Señor presidente —se le acercó un asistente—, le

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acaba de llegar un telegrama del general Victoriano Huerta.Taft lo tomó y lo desdobló, resoplando por la boca.

Ciudad de México, febrero 18, 1913

Su excelencia, presidente de los Estados Unidos de América, WILLIAM H.TAFT.

Tengo el honor de informarle que acabo de derrocar al gobierno. Las fuerzasestán conmigo, y desde hoy la paz y la prosperidad reinarán.

Su obediente servidor,VICTORIANO HUERTA,Comandante en jefe

Cuando terminó de leerlo, Taft puso el papel en su bolsillo.Miró el suelo por un instante y se acarició el anillo doradoque tenía en el dedo. Su esposa le preguntó:

—¿Todo bien, cariño?Taft le dio el brazo y reanudó el ascenso hacia la sala.—Todo bien, preciosa —y le sonrió—. Sólo prepárate

para un concierto realmente estremecedor.Detrás de ellos venían subiendo el secretario de Guerra,

Henry L. Stimson, y su esposa. Stimson también se acaricióun anillo dorado con la misma figura: un cráneo humano con

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los ojos hundidos; la sortija de la Orden de la Calavera dela Universidad de Yale. Taft se volvió hacia Stimson y ledijo:

—Henry, llama al joven Harriman. Que organice unasesión en la cripta para mañana por la noche.

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El mismo cráneo dorado se lo acarició en el dedo el jovenWilliam Averell Harriman, que estaba sentado en una largabanca de los casilleros de la Universidad de Yale, en NewHaven. Harriman sudaba profusamente después de unpartido de rugby.

—Mi padre construyó un imperio de seiscientos millonesde dólares —le dijo a su amigo Prescott Bush, que lo veíacon admiración, como si Harriman fuera su hermano mayor—: Union Pacific y Southern Pacific. Yo no hice nada deeso, Prescott. Lo hizo mi padre.

—Will, tú llegarás mucho más lejos. Ya eres el headcoach aquí en Yale; has modificado con éxito todos lossistemas de alineación de campo. Además estás asumiendo

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el mando de la fraternidad.Harriman le sonrió y le puso la mano sobre el hombro.—El futuro ya no está en los ferrocarriles, Prescott. Ése

fue el error de mi padre. La era del ferrocarril terminó conel petróleo que controla Rockefeller. El futuro está hecho dellantas de petróleo, carreteras de asfalto hechas de petróleoy una industria mundial movida con turbinas de petróleo.Voy a trasladar la riqueza de Southern Pacific a nuevascompañías de defensa que producirán las armas de lasguerras del futuro.

Bush asintió varias veces.—Y te garantizo una cosa, Prescott. Nos apoyaremos en

las cabezas, pero tú y yo vamos a cambiar todo. Vamos acrear el nuevo orden del mundo. Meteremos a la United Fruiten Centroamérica y controlaremos esa región del planeta.Dominaremos China y el sureste asiático. Luego crearemosla Central de Inteligencia de los Estados Unidos y nuestrared controlará la política global, bajo el auspicio de nuestroamigo C.

Bush esbozó una amplia sonrisa y Harriman agregó:—México está ya bajo el control de la fraternidad.

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El Vickers británico donde viajaba con el ex gobernadorJohn Lind era realmente una lata con alas, ligero como unmosquito. Lind me tenía sentado en el hoyo de adelante, alfrente de la ametralladora, y él iba en el de atrás, en loscontroles. Nos venían siguiendo los otros biplanos.

—¡A Woodrow le gusta correr autos! —me gritó Lind enmedio del ruido de la hélice—. ¡Yo prefiero los aviones!

—¡Excelente! —le contesté. Cuando debajo de míobservé el borde oeste de la ciudad, me aferré aterrorizadodel asiento.

—¡Yo peleé en Cuba hace quince años, muchacho! ¡Éstaes la primera aeronave de combate del mundo! ¡Laempezaron a desarrollar los ingleses el año pasado!

—¡Muy bien! —exclamé.Lind descendió abruptamente como si cayéramos al vacío.

Se enderezó con violencia y mi cuello tronó. “¡Qué pinchehorror!”, me dije y al instante sentí un borbotón de vómito enla garganta.

—¡Hasta hace un año —me gritó—, el problema de losaeroplanos de guerra era que no podías disparar hacia

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adelante porque le dabas a tu propia hélice y caías! ¿Sí o no,muchacho?

—¡Sí, señor Lind!—¡Mira cómo lo solucionaron los de Vickers!—¿Cómo, señor Lind?—Mira hacia delante, muchacho. ¿Qué es lo que ves?—No veo nada, señor.—Ésa es la solución: la hélice la pasaron hacia atrás de

la cabina, la tengo detrás de mí.—Oh… —suspiré mientras me aferraba a la

ametralladora y me imaginaba acribillando a un puebloentero.

—¡En pocos meses iniciará una guerra mundial, chico!¡Le acabo de recomendar a mi presidente electo quedesarrollemos una legión de aviones superiores a éste! ¿Note parece maravilloso?

—¡Sí, claro, maravilloso, señor Lind! Justo lo quenecesitábamos todos: una guerra.

—Muchacho, mi presidente electo no quiere una guerra.Nunca la ha querido. Ninguna persona de bien elige laguerra. La guerra no es algo que eliges. El mundo te obliga alibrarla.

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Recordé la primera frase de las Conversacionesmilitares, un folleto que había escrito Bernardo Reyes: “Lapaz, si algún día llega a reinar sobre la Tierra, debemosmirarla como un dorado sueño. La guerra existirá siempremientras existan intereses encontrados entre los hombres”.

Continuamos nuestro vuelo hacia el sur por el bordeoccidental y apareció debajo de nosotros, en las largasfaldas de la zona volcánica del Ajusco, un gigantescocírculo de piedra con la forma de una pirámide cubierta amedias por la vegetación.

—¡Llegamos, chico! —me gritó Lind y torció el ala. Nosladeamos en forma alarmante y sobrevoló alrededor de lapirámide seguido por las otras cuatro aeronaves.

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El presidente Madero fue encerrado en un pequeño cuarto deparedes húmedas donde había tres camastros de latónacomodados contra los muros. En uno de ellos se encontrabaesposado el vicepresidente Pino Suárez, quien, acostadocomo un niño, no paraba de llorar.

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De pronto se cerró la puerta desde afuera y el presidentemiró entre los barrotes hacia el patio.

—Dios mío, ¿qué está pasando?A seiscientos kilómetros de ahí, en la bahía de Veracruz,

tres buques de guerra penetraron la línea de costa y sonaronestruendosamente sus silbatos. Elevaron sus cañones haciael edificio de la Comandancia de Puerto y sus megáfonosamenazaron a la población para que se metiera a sus casas.

Eran el USS Vermont , el USS Nebraska y el USS Georgia.E l Connecticut, el Meade y el Delaware se aproximabandesde Guantánamo.

Los autos militares del teniente Luis Fuentes seestacionaron frente a la muralla de la Ciudadela y lossoldados bajaron violentamente a Gustavo Maderoencadenado. Le habían metido una estopa mojada en la bocapara que no gritara, y lo mismo habían hecho con losgenerales.

Adentro lo esperaba una multitud demoniaca de soldadosrebeldes de Mondragón y Félix Díaz, gritándole insultos yescupiendo hacia afuera.

—No volverás a ver el sol, maldito tuerto —le dijo elteniente a Gustavo y lo empujó hacia las rejas, haciéndolo

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caer sobre sus rodillas. Lo aferró de la cadena de lasesposas y lo arrastró por el piso hacia la turba de lafortaleza. Se abrieron las puertas.

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En el Castillo de Chapultepec estaba Sara, la esposa delpresidente, como una diminuta figura vestida de blancodebajo del sol, al fondo del largo piso ajedrezado de la granterraza. Estaba sentada junto al barandal desde donde seveía todo el Valle de México. Tejía un chaleco de lana parasu esposo, con las palabras bordadas “Te quiero, Panchito”.

Un ruido de zapatillas le detuvo el corazón. Desde el otroextremo, una mucama corría hacia ella alzándose la falda ycon una expresión horrenda en la cara. Sara se levantóinmediatamente y dejó caer el tejido. Cuando notó que lamujer lloraba y temblaba, Sara sintió que se le congelaronlos brazos.

—No… —y se le arrugó la cara.—¡Señora! —le gritó la mucama—. ¡Señora!—No, Esperanza, no…

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—¡Lo tienen en la intendencia del palacio!—¿Qué dices? —y se le cortó la respiración. Se le cerró

la tráquea y se llevó la mano al corsé para arrancárselo ypoder succionar aire. Miró el piso y sintió que se le derretíadebajo de las piernas.

—¡Señora, también se llevaron a Gustavo! ¡Lo acaban demeter en la Ciudadela! ¡Empaque, señora, váyase ya! ¡Lavan a matar a usted también!

Sara escuchó su propio corazón latiéndole en las orejas ymiró el alcázar del castillo, que le pareció tan irreal comouna pesadilla. Comenzó a caminar de la mano de Esperanzay recordó el retrato de Carlota, la esposa del emperadorMaximiliano; la vio llorando en esa misma terraza y se vio así misma en ella. Vio a Maximiliano amarrado a un poste enuna montaña, gritando al recibir las metrallas de losrebeldes dirigidos por Benito Juárez, que fue apoyadosecretamente por el gobierno de los Estados Unidos.

—¿Mi vida? ¿Dónde estás, mi vida? —se lamentaba Sara—. ¿Qué le van a hacer, Esperanza? ¿Qué le van a hacer ami esposo?

—Tranquila, señora —la mujer la tomó con fuerza delbrazo—. Yo voy a ponerla a salvo y estaré con usted hasta

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el final.—No va a pasarle nada, ¿verdad, Esperanza? Dios mío,

por favor protege a mi marido, te lo ruego —Sara cerró lospárpados—. Por favor, quiero verte, mi vida. Quiero quetodo vuelva a ser como antes, ¿sí? Esperanza, llévame conmi esposo.

Por las esquinas de la terraza y por las escaleras dondehabía esculturas de leones entraron tres agrupaciones desoldados del vigésimo noveno batallón acompañados porFrancisco León de la Barra.

—¡Deténganse ahí, señoras! —les gritaron—. ¡Coloquenlas manos detrás de sus nucas y arrodíllense!

129

Nos bajamos de los biplanos todos mareados ytambaleándonos. Von Hintze tuvo que detener a Jessica porlos codos y Tino venía forcejeando con Doris.

Lind nos guió como a una caravana de hormigas hacia lapirámide redonda. Escalamos por lo que alguna vez fue surampa de acceso, ahora convertida en una vereda de piedras

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desmoronadas. Ya eran las cuatro de la tarde y el sol ardíaen los brazos. Se oían insectos en la maleza que crecía entrelas rocas.

En la parte superior llegamos a una plataforma y desdeahí se veía todo el valle del Ajusco rodeado por lasmontañas. El aire soplaba tan duro que nos aventaba. JohnLind se paró en el borde y miró hacia abajo. Respiró hondoy sonrió mientras contemplaba la inmensidad.

—Señores —nos dijo—, éste es el lugar más antiguodonde alguna vez hubo una civilización en esta parte delmundo —y sopló una ventisca que resonó en lasprofundidades—. Se extinguió mucho antes de que surgieranlos aztecas y los toltecas. Cuando ellos llegaron a este sitio,lo encontraron tan abandonado como nosotros lo vemos estatarde. De la civilización que construyó esta pirámide nosabemos nada más que su nombre: Cuicuilco, pero en sumomento fue el centro del universo. Este lugar es tan antiguoque poco o nada sabemos sobres sus habitantes originales.

Permanecimos callados mirando las montañas.Jessica caminó hacia Lind y le preguntó:—¿Cuicuilco, ex gobernador?—Sí, Jessica. Significa el canto del arcoíris.

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Jessica le sonrió y a continuación Lind nos habló a todos:—Un día hace veintitrés siglos, todo esto fue arrasado por

un mar de lava y quedó sepultado debajo de cuatro metrosde roca líquida. Quienes vivieron aquí seguramente siguenatrapados en algún lugar debajo de nosotros.

Lind se sentó sobre sus tobillos y recogió una de las milesde piedras volcánicas esparcidas sobre la plataforma.

—Éstos son los restos de ese cataclismo —dijo y miró ala redonda—. Un manto de rocas ígneas que se extiendekilómetros y kilómetros hacia todas direcciones. El pedregalde Cuicuilco. El culpable de todo es ese volcán que ven alláa lo lejos —se levantó y señaló un monte sin punta unosocho kilómetros hacia el suroeste—: el volcán Xitle.

—¿Xitle, ex gobernador?—Significa ombligo —Lind le sonrió a Jessica, caminó

sobre el borde de la plataforma y nos siguió relatando lahistoria—. Algunos pocos escaparon y se dirigieron hacia elnorte. Ellos son los ancestros del pueblo de México.

—Ah, carambas —le dije—, ¿mis ancestros?—Sí, Simón. Fundaron una nueva ciudad que se convirtió

en la metrópoli imperial más grande y poderosa antes delperiodo azteca. Hoy la conocemos como Teotihuacán.

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Me dejó sin palabras.—Ésa es la prueba de que siempre puedes renacer —y me

miró—. Señores —se dirigió a todos—: hoy los traje aquípor recomendación de Schuyler, porque aquí ocurrió un grancambio en el inicio de la historia, y porque un gran cambioestá a punto de suceder ahora en el mundo. El presidenteMadero ha sido capturado y este golpe es parte de unatransferencia de poder en el planeta que va a desencadenarla guerra de Europa y del mundo.

Von Hintze se me acercó silenciosamente y me guiñó unojo.

—¿A qué se refiere exactamente? —pregunté.Lind respondió circunspecto:—Mi presencia en este país no puede ser dada a conocer

públicamente sino hasta después del 4 de marzo, cuando elnuevo gobierno de los Estados Unidos tome posesiónconstitucionalmente. Estoy aquí por órdenes del presidenteelecto Woodrow Wilson para ejecutar una misión secreta.

—¿Misión secreta? —nos volteamos a ver Jessica y yo.Miré hacia abajo y vi los relucientes aviones Vickers en losque habíamos llegado. Había dos hombres vestidos de negrocustodiando la escalinata de la pirámide.

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—Mi misión es detener el curso de los acontecimientos.—¿Detener el curso de los acontecimientos, señor Lind?—Y tú me vas a ayudar, Simón Barrón. Todos aquí me

van a ayudar —y se volvió hacia los masones—, esto sólolo podremos hacer juntos. Vamos a trabajarcoordinadamente para mover las fuerzas de este país yrestaurar el orden de las cosas.

Los masones asintieron en silencio, y lo mismo hicieronVon Hintze y Montgomery Schuyler.

Me rasqué la cabeza.—¿Qué es exactamente lo que piensa hacer, señor Lind?—Rescatar al presidente Madero y reinstalarlo en la

presidencia. Tú vas a ser aquí mi pieza clave. Lollamaremos el Plan de Cuicuilco.

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130

EL CONTRAATAQUE

Más tarde llegaron otros aviones de Lind con agentes delServicio Secreto de los Estados Unidos e hicimos uncampamento al pie de la pirámide de Cuicuilco.

Tino y yo preparamos la fogata y los hombres de Lind seencargaron de montar las casas de campaña. Jessica y Dorisse pusieron a organizar los paquetes de comida quetransportaban los agentes en los vientres de los biplanos.

Aún se apreciaba el cinturón rojo del ocaso en elhorizonte pero el cielo ya estaba tupido de estrellas.

Lind se paseó con una taza de café humeante, como ungeneral amigable que supervisa a sus tropas. Platicó unosminutos con Schuyler y de ahí se dirigió con el jefe decomando del Servicio Secreto. Von Hintze caminabasolitario con las manos detrás de su abrigo y los ojos fijosen la silueta negra de la pirámide contra las estrellas.

Me le acerqué.

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—¿Almirante?—Sí… —respondió indiferente y continuó viendo la

pirámide.—Tengo la impresión de que no quiere dirigirme la

palabra.Después de un momento de tensión, al fin sonrió.—Espero que nadie aquí esté al tanto del trato que tú y yo

tenemos. ¿Alguien lo sabe? —y volteó a ver a Jessica.—Nadie lo sabe, almirante.—Al parecer tu investigación y la mía se han cruzado en

este lugar, lo cual me indica que eres bueno comoinvestigador.

—Bueno, al parecer sí, almirante. Entre otras cosas,investigué que usted ha estado visitando a los rebeldes en laCiudadela. ¿Es usted parte del plan de Henry Lane Wilson?

Von Hintze me encaró con ojos aterradores.—Soldado, te recuerdo que tengo en mi poder a tu esposa,

tu madre y tu hijo en el Hotel Geneve —y echó un vistazohacia Lind y Schuyler, que estaban en la fogata—. Si alzas lavoz, voy a tener que hacer una llamada a ese hotel. ¿Quieresque la haga?

Bajé la mirada.

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—Almirante, no entiendo su juego. ¿Por qué está aquí conJohn Lind? ¿De qué lado está?

—Mi juego consiste en que tú no puedas entenderlo —dijo burlonamente—. De eso se trata el contraespionaje. Enel mundo de la diplomacia nadie debe saber cuál es tu juegohasta que alcanzas tu objetivo.

—¿Cuál es su objetivo?—Ganar —dijo y contuvo una carcajada.—Dios… ¿Y cómo sé que mi familia está realmente en

ese hotel? ¿Cómo sé que no me ha estado engañando desdeun principio?

El embajador metió la mano en el bolsillo de su abrigo ysacó un papel doblado en cuatro partes. Lo desdobló y me loentregó.

—Esto te pertenece.Era una carta con la letra de mi esposa, y decía:

Precioso mío,

estamos muy bien aquí donde el Señor A nos ha dado todas las comodidades.Tenemos alberca y muchos lujos. Ha sido muy generoso con nosotros. Lacomida es deliciosa y nos la traen al cuarto.

Tu hijo Bernardo está muy feliz y también tu mamá. Nos hemos divertidomucho. El Señor A me ha pedido no decirte dónde estamos por si alguien

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intercepta esta carta. Así me lo dijo.Tengo tantas ganas de verte y abrazarte y besarte, Simón. Que tu misión sea

un éxito. No pude decirte cuánto siento la muerte del general. Nunca habrá otrohombre como él en este país, excepto tú. He pensado en nuestro futuro, en quetengamos dos hijos más.

¿Te imaginas cuántos vamos a ser cuando vivan los hijos de los nietos denuestros nietos? Yo tengo tres deseos y los tendrán quienes nos vengan. Quieroque vivas para que los hagamos realidad.

Te amo,Paulina

En la parte de abajo estaba la letra de mi madre y decía: “Teamo, hijo”, y también la de mi hijo: “Te quiero mucho,papá”.

—¿Convencido? —preguntó Von Hintze.Yo tenía las palabras atoradas en la garganta. Se oían

muchos grillos y también los leños que crujían en la fogata.—Gracias, almirante.—Ahora bien, ¿qué has averiguado? —preguntó con

seriedad y señaló hacia lo alto de la pirámide para que nosupieran de qué estábamos hablando.

—Bueno, la Conexión H es un hombre llamado SherburneGillette Hopkins. Es el abogado de la compañía Waters-Pierce Oil. Él se ha desempeñado como la mano derecha del

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gobierno estadounidense para organizar las rebeliones y losgolpes de Estado de América Latina. Es amigo delembajador Henry Lane Wilson y lo he visto en la embajada.Mueve el armamento que llega a México y está detrás de lasguerrillas de Pascual Orozco y Emiliano Zapata.

—Muy bien. ¿Qué más?—Hay un túnel que conecta a la embajada americana con

la Ciudadela. Por ahí abastecen a los rebeldes conarmamento que llega desde Connecticut. La Conexión Y esuna organización secreta de la Universidad de Yale que sellama Orden de la Calavera. El presidente Taft es parte deella.

—¿Ése es el Club de la Muerte? —Von Hintze alzó unaceja.

—Ajá —y miré a Jessica.—¿Qué más?—Los americanos quieren destruir a un inglés llamado

lord Cowdray y robarle el control de la compañía MexicanEagle, que controla cincuenta y ocho por ciento del petróleode México. Quieren dárselo a Waters-Pierce Oil, quepertenece a un americano que se llama Henry Clay Pierce,pero Pierce trabaja para otro al que le llaman el Gran

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Patriarca.—Entiendo. ¿Qué más?—Henry Lane Wilson trabaja para un hombre llamado

Daniel Guggenheim, propietario del monopolio mineroAsarco, pero aún no sé cómo encaja Guggenheim con laConexión Y. Todo parece indicar que Guggenheim obedecea un hombre mucho más poderoso que controla a laConexión Y, a Wilson, al presidente Taft y a todos losdemás. Ese hombre es quien está moviendo todo.

—Vaya, muy bien, chico —dijo con un gesto desatisfacción—. Nada mal para un primerizo. Ya veo queBernardo te adoptó…

Von Hintze guardó silencio cuando vio que Jessica seacercaba:

—Dice Lind que nos acompañen a la fogata.Todos estaban reunidos alrededor del fuego, incluso los

hombres del Servicio Secreto. Nos sentamos sobre unasrocas porosas y John Lind nos dijo:

—Deberían probar estas frankfurters, señores. No haynada como una salchicha vienesa a las brasas.

El Señor Oscuro estaba mordiendo su frankfurter y Dorisno dejaba de escudriñarlo horrorizada. Tino puso tres

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salchichas en un pan y se lo comió todo de un solo bocado.Jessica me estaba viendo a mí; de pronto me sonrió y desvióla mirada hacia abajo. La verdad es que se veía bella con laluz de la fogata.

—Mañana es el día de la verdad, señores —nos dijo Lind—. En unas horas voy a tener aquí a veinticuatro soldadosde las fuerzas selectas de reconocimiento y operacionesespeciales de Minneapolis. Con este comando vamos apenetrar el Palacio Nacional donde tienen preso alpresidente Madero. Lo rescataremos y lo trasladaremos alos Estados Unidos. Luego vamos a reinstalarlo en lapresidencia por medio de un cuerpo táctico multinacional.

Uno de los masones se inclinó hacia el fuego y comentó:—Penetrar el Palacio Nacional va a ser imposible. El

palacio está fortificado: hay francotiradores conametralladoras en todos los edificios de la plaza central. Elgeneral Huerta acaba de duplicar la guardia interna y estáncolocando baterías de cañones en las calles circundantes.

—Entonces por el drenaje —dijo Lind con la frankfurteren la boca.

—El drenaje en la zona del palacio tiene rejas de hierrode cuatro pulgadas de grosor cada veinte metros. Imposible

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romperlas con herramientas, nos llevaría días. Losrespiraderos están protegidos por guardias todo el tiempo.

—Alguien de adentro…—No, señor Lind. En estos días Huerta se dedicó a

exterminar a todos sus enemigos. Los que están adentro novan a poder ser comprados. Al menos no en tan poco tiempo.

Lind suspiró.—Bueno, tiene que haber una manera, ¿no? —y nos vio a

todos con las cejas levantadas—. Pensemos, amigos.—¿Puedo tomar la palabra? —preguntó Tino Costa.—Sí, claro, muchacho.—Bueno, en la escuela yo tenía un compañero de clases

tan brillante y bueno para dibujar en el pizarrón, que un díael profesor le ordenó pasar al frente y dibujar uncelenterado, pero mi compañero dibujó una puerta, la abrióy se salió por ahí.

Nos quedamos callados. Lind permaneció con lasalchicha frente a su boca.

—Qué idiota eres —dijo Doris—. ¿Me autorizan pararomperle la cabeza?

—¡Es en serio! —gritó Tino y se levantó violentamente—. ¡Lo único que tenemos que hacer es dibujar una puerta y

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entrar por ahí!—Tiene razón —me levanté yo.—¿A qué te refieres, Simón? —me preguntó Jessica con

recelo.—Yo he estado dentro del Palacio Nacional. Conozco la

ubicación de la Comandancia Militar donde tienen preso alpresidente. Puedo hacerme cargo de la operación depenetración.

John Lind me dijo admirado:—Se ve que eres audaz, muchacho, pero ¿tienes

entrenamiento para una operación de bolsa negra como ésta?—Señor Lind, soy soldado del Ejército mexicano. Tengo

entrenamiento para operaciones de reconocimiento ypenetración de fortificaciones.

—¿Y cómo piensas entrar? —me preguntó.—Muy fácil —caminé hacia Jessica—. ¿Recuerdas lo que

me dijiste, niña? ¿Recuerdas la revista que me enseñaste eldía que te conocí?

—¿La revista? —Jessica frunció las cejas y ladeó lacabeza—. Oh, Dios… la revista…

—El Palacio Nacional actual fue construido hacequinientos años encima de cinco palacios aztecas

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interconectados por debajo.—Oh, Dios… —repitió y peló los ojos—. ¿Las casas de

Moctezuma? ¿Piensas entrar por las escaleras deHuitzilopochtli?

La miré fijamente.—Alguna vez las estrellas del cielo, llamadas Centzon

Huitznahua, quisieron matar a la madre Tierra, Coatlicue —miré hacia el firmamento—. Prepararon un complot paradespedazarla porque estaba a punto de tener un bebé que ibaa cambiarlo todo. Pero entonces, cuando se acercaron paramatarla, el niño se apresuró a nacer y salió del vientre deCoatlicue completamente armado con cuchillos deobsidiana. Con un grito cósmico defendió a su madre ydespedazó a todos los conspiradores, a quienes esparció porel universo convirtiéndolos en las estrellas.

Jessica me miró perpleja. Todos estaban perplejos.—Tú me lo dijiste, Jessica. He sido como un hombre que

fue inmensamente rico pero que olvidó todo su pasado.Cuando salga esta vez del vientre de la Tierra volveré a serlo que soy. Creo que llegó el momento de que contactes alarqueólogo que descubrió esas excavaciones.

Uno de los masones me miró francamente extrañado.

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—¿De qué estás hablando, Simón? —cuestionó.—De Manuel Gamio —sonrió Jessica—. Es el inspector

general de Monumentos Arqueológicos. Tengo su teléfonoaquí, en esta libreta —y nos la mostró.

John Lind se levantó y me dijo:—Muy bien, Simón Barrón. Mañana estarás a cargo del

comando de rescate y entrarán por esos pasajes subterráneosque dices. Le devolverás a tu país la libertad, la paz y lagrandeza que tuvo en otras épocas. El Plan de Cuicuilco haentrado en fase uno.

En ese momento Von Hintze se metió la mano en elbolsillo y sintió entre sus dedos el cartucho de BernardoReyes, el Plan de México.

—¿Y yo, señor Lind? —preguntó Tino.El ex gobernador no supo qué responder.—Tú —contesté yo—, tú pregúntales a los caballeros

templarios. Me acabas de decir que ya eres masón.Los templarios cruzaron miradas.—Discúlpanos, Simón, pero para ser masón tienes que

haber hecho una obra importante. Este chico no es ningúnmasón, sólo está alardeando.

—Ahora sí te voy a pegar, pendejo —le dijo Doris.

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131

Esa noche la embajada de los Estados Unidos lucía mástétrica que nunca. Encima tenía la luna y un grumo de nubesque la esparcían sobre las gárgolas. Las luces del cuartopiso estaban encendidas. De pronto un relámpago tronó en elfondo del cielo y las gárgolas cobraron vida.

Enrique Cepeda entró corriendo en la oficina de HenryLane Wilson, jadeando y con sangre en las manos.

—Ya está hecho, embajador. Lo tenemos prisionero.También tenemos a su hermano.

—¿Dónde está Huerta?—Viene para acá —y el destello del relámpago latigueó

la ventana, sacudiendo los vidrios.—Muy bien —respondió Wilson y se dirigió a la mesa

donde estaban Félix Díaz, Manuel Mondragón, FidencioHernández, Rodolfo Reyes y el teniente coronel JoaquínMaas—. Señores, llegó el momento de organizar el nuevogobierno.

Manuel Mondragón lo miró con ojos brillosos.

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—Señor, ya están comenzando las reacciones contranosotros. El general Jerónimo Treviño quiere participaciónen el nuevo gobierno o se levantará en armas. También seestán rebelando los gobernadores de Nuevo León,Chihuahua, Aguascalientes y Coahuila, que son VivianoVillarreal, Abraham González, Alberto Fuentes Dávila yVenustiano Carranza. Treviño y Andrés Garza Galán acabande apoderarse de Nuevo Laredo. Dicen que no aceptarán aFélix Díaz ni a cualquier otro que impongamos en esta mesa,hasta que aparezca otro hombre capaz de dirigir a México.Pascual Orozco acaba de anunciar que dirigirá ellevantamiento nacional contra nosotros.

—Ha iniciado una nueva revolución… —murmuróEnrique Cepeda.

—Pascual Orozco no es nadie —dijo Wilson—. A ése locontrolamos nosotros. Sólo está tratando de negociar unpedazo del pavo, será fácil aplastarlo…

Pasos militares interrumpieron a Wilson. Era VictorianoHuerta que acababa de llegar con su escolta de soldados.

—Ya derroqué al gobierno de Madero, señor embajador.Tengo arrestados a los miembros del gabinete. El PoderEjecutivo ya está en mis manos.

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—Muy bien —Wilson se frotó las manos y suspiró—.Ahora les informo que el gobierno se compondrá de lasiguiente manera: Enrique Cepeda será el gobernador delDistrito Federal. Francisco León de la Barra será elsecretario de Relaciones Exteriores. Manuel Mondragónserá el secretario de Guerra. Rodolfo Reyes será elsecretario de Justicia. Toribio Esquivel Obregón será elministro de Hacienda. Alberto Robles Gil será el ministrode Fomento. Alberto García Granados se hará cargo de laSecretaría de Gobernación. Jorge Vera Estañol se ocuparáde la de Instrucción Pública. David de la Fuente de la deComunicaciones y Manuel Garza Aldape de una nuevasecretaría que se llamará Agricultura.

Wilson repartió un documento y les dijo:—El acuerdo que vamos a firmar esta noche lo

llamaremos el Pacto de la Embajada. Mañana asumiráfunciones Pedro Lascuráin como presidente interino ante elCongreso y lo haré renunciar inmediatamente para quedesigne a otro que será uno de ustedes. Luego convocaremosa elecciones y uno de los que está aquí será elegido como elnuevo presidente constitucional de la República Mexicana.

—¿Quién va a ser esa persona? —preguntó Mondragón

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con la mirada resplandeciente.Wilson se dirigió al hijo de Bernardo Reyes.—Rodolfo, quiero que mañana mismo llames a tu

hermano Alfonso y le ofrezcas de mi parte ser el secretarioparticular de quien resulte presidente provisional. No quieroa ningún reyista suelto por ahí que pueda provocarproblemas en el futuro, ¿entendido?

—Nunca va a aceptar, Henry —contestó Rodolfo—. Sulealtad a mi padre le impide participar en esto.

—Lealtad que tú no tienes —increpó Mondragón—. Nopuedo creer que estés aquí sentado. Tenías que ser abogado,sólo un malnacido traiciona a su propio padre.

—Yo no traicioné a mi padre —Rodolfo miró muyduramente a Mondragón y lo señaló—: lo traicionaste tú, túideaste todo —y se levantó de la mesa.

Wilson le sonrió a Mondragón.—No, Rodolfo —respondió Mondragón—. Tú sabías de

qué se trataba y aun así dejaste que tu padre fuera a matarsefrente al palacio. No eres tan idiota, ¿o sí? Sabías en qué ibaa terminar todo. Sólo un hijo puede convencer a un hombrecomo Bernardo. Fuiste tú quien lo hizo salir de esa celda.Querías lo que acabas de obtener.

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—Esto es una calumnia —dijo Rodolfo visiblementeenfadado—. Si esta noche estoy aquí se debe a que es laúnica forma de proteger a mi familia —y volteó a ver aWilson—: no quiero que se involucre a Alfonso en nada deesto; tiene sólo veinticuatro años y después de la muerte demi padre los asuntos políticos no le interesan. Él quiere serescritor.

Mondragón soltó una risita.—¿A quién crees que engañas, Rodolfo? No quieres a

Alfonso en el gobierno porque sabe lo que hiciste.—Bueno, señores —los calmó Wilson—, no vinimos aquí

para pelearnos, ¿verdad? Ahora nos queda por repartir elverdadero pastel. ¿Quién va a ser el presidente electo?

Todas las miradas se concentraron en dos personas: FélixDíaz y Victoriano Huerta.

132

En el campamento de Cuicuilco se fueron todos a sus tiendasy yo me quedé solo frente a la fogata, atizando el fuego conuna varita.

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Comenzaron a caer gotas muy delgadas pero la nube eratan transparente que todavía se alcanzaban a ver lasestrellas. Saqué de mi bolsillo la carta que me había dadoVon Hintze y la desdoblé para volverla a leer. De una tiendasalió el Señor Oscuro y caminó hacia mí alrededor de lafogata, como un ser de otro mundo. Se sentó a mi lado y sequedó viendo las llamas. Me dijo:

—Rescatar a Madero no va a servir de nada mientras nosepamos quién está detrás de todo…

—Cierto —le contesté—. ¿Quién está detrás de todo,señor?

El Señor Oscuro hundió la vista en las flamas y me dijo:—Ya tienes los ingredientes de este enigma, hijo, pero te

falta la pieza crucial. El nombre del Gran Patriarca —y mesonrió.

Observé los leños tronando entre las llamas.—¿Usted lo sabe?—No, hijo. El arte del diablo es que nadie lo vea. Hay un

solo lugar donde puedes encontrar la respuesta.—¿Dónde?—En una caja fuerte.—¿En una caja fuerte?

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El hombre volvió a sumir los ojos en la fogata y me dijo:—Debajo del Castillo de Chapultepec hay una cueva que

muy pocos conocen. Se llama la gruta de Cincalco.—¿La gruta de Cincalco?—Fue un sitio de importancia cosmológica desde los

tiempos de los aztecas. Aún hoy su existencia esdesconocida para la mayoría.

—¿Qué es lo que hay en esa caja fuerte? —preguntéintrigado.

—Un archivo donde está el acuerdo secreto que firmaronel Gran Patriarca y el padre de los Madero para queFrancisco fuera presidente.

—Dios…—Cuando tengas ese nombre podrás dárselo a John Lind y

él se lo dará al nuevo presidente de los Estados Unidos. AsíWoodrow Wilson podrá saber por fin contra quién estápeleando y tu país estará a salvo.

—Vaya, supongo que me está asignando una nueva misión,señor.

Me sonrió y volteó a ver de nuevo el fuego.—¿Sabes, hijo? Una vez estuve con Bernardo Reyes en

una fogata como ésta. Nos encontrábamos en un lugar remoto

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del desierto de Sonora, en unas cuevas muy tenebrosashabitadas por espíritus, o al menos eso nos decía la genteque vivía ahí. Al otro lado de la fogata teníamos sentados atreinta guerreros yaquis, muy feroces —y señaló lasdesfiguraciones de su cara—. Venían con sus armas y conlas caras pintadas como diablos.

—¿De verdad? —pregunté y se escuchó el tronido de unleño.

—No conociste a Bernardo en esos tiempos, hijo, cuandolo mandaron a combatir a esas tribus yaquis y los convirtióen sus aliados. Así era Bernardo. Creía no en las guerras,sino en la generación de pactos para evitarlas. Para esoquería crear un Ejército tan poderoso como el de losEstados Unidos, para no tener que utilizarlo nunca. Laexistencia misma de ese Ejército iba a asegurar la paz. Y asíiba a gobernar México.

—Increíble —dije y lo miré. De pronto su caradesfigurada dejó de inspirarme cualquier tipo de temor.

—Todos somos la misma persona, hijo —susurró e hizocon el dedo la espiral de Bernardo Reyes.

—¿Qué significa eso, señor?—Esto se remonta al comienzo de todo —suspiró y giró

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la cabeza hacia las profundidades del cielo—. En algúnmomento Dios decidió convertirse en gotas como éstas —ypalpó las pequeñas gotas en sus dedos—. Ése es el momentodel tiempo que estamos viviendo nosotros; pero seguimossiendo el mismo océano. Tú y yo somos parte delinterminable, somos sus ojos y sus dedos, somos parte de lamente de Dios.

—Dios… —observé mis manos. Sentí que estabanconectadas con el universo. Fue un instante muy extraño.Tuve la sensación de ser un embrión flotando en el espacio,conectado con todo, que regresaba a una casa donde estabantodos. Por un momento sentí que el Señor Oscuro era yomismo y le sonreí—: todos somos la misma persona…

—Bernardo Reyes ya volvió al gran océano, hijo, y ahí túy yo nos volveremos a encontrar. Ahora vámonos a dormir,que mañana tienes un día bastante importante.

—Sí, señor, sólo voy a quedarme aquí un momento más.Me dio una palmada en el hombro y regresó a su tienda.

En ese momento salió Jessica de la suya, como si hubieraestado esperando a que se fuera el templario. Salió con unvelo transparente que parecía de un cuento de hadas. Volteóhacia los lados para asegurarse de que no la viera nadie y se

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me acercó.Se sentó a mi lado sobre la piedra y puso sus pies

descalzos sobre la tierra.—Está lloviendo, Simón Barrón —y alzó la cara al cielo.

Cerró los ojos y abrió la boca para que le entraran las gotas.—Sí, niña, está lloviendo.—Cuando te conocí pensé que eras un simple soldado.—¿De verdad? ¿Y qué piensas ahora?Jessica entrecerró los ojos, con el fuego se le veían como

rayos del sol.—Ahora pienso que eres más que un soldado.—Bueno, supongo que eso es un halago —sonreí—. ¿Qué

significa ser más que un soldado?—Eres un guerrero azteca. Y de hoy en adelante puedes

convertirte en rey.—¿En rey?Me acarició el brazo con el dedo.—Eres un hombre justo, Simón Barrón. Eres valiente —y

miró hacia abajo la carta de mi esposa en mis manos—.¿Qué es eso? —me la arrancó de los dedos.

—Devuélveme eso —le dije. Empezó a leerla y traté dearrebatársela.

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—Precioso mío… —leyó en voz alta—. Estamos muybien aquí donde el Señor A nos ha dado todas lascomodidades… ¿Quién es el Señor A?

—Dámela, Jessica.—No, espera —se levantó y comenzó a caminar lejos de

mí. Me abalancé detrás de ella.—Jessica, ¿me la puedes regresar? No deberías leer esa

carta.Se detuvo y me miró con una expresión muy afectada.—¿Tienes una esposa y no me lo habías dicho, Simón?—No sabía que te lo tenía que decir.—Eres un mentiroso, Simón Barrón —se quedó perpleja

mirando el papel.—¿Mentiroso?Siguió leyendo.—¿Quién es el Señor A? ¿Por qué dice que no te puede

decir dónde está? Espera un momento… dice que está en unhotel. ¿En qué hotel está tu esposa, Simón? ¿La tienen losque te mandaron a espiar a Henry? ¿El que te envió es elSeñor A?

—¡Dame la carta!—No te la doy hasta que me digas en qué hotel está.

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—No sé en qué hotel está.Se puso a leer en voz alta de nuevo y me dio manotazos.—He pensado en nuestro futuro, en que tengamos dos

hijos más. ¿Te imaginas cuántos vamos a ser cuando vivanlos hijos de los nietos de nuestros nietos? Yo tengo tresdeseos y los tendrán quienes nos vengan… ¿Qué significaesto, Simón?

—No lo sé. A mi esposa le gusta pensar en nuestrosdescendientes.

—Qué tonto eres, Simón. Te está diciendo dónde está.—¿Cómo? —me acerqué para leer la carta con ella.—Aquí lo dice —señaló el párrafo—. ¿Ves? Es un

acertijo matemático.—¿Un acertijo matemático? —me rasqué la cabeza.—Por lo que veo tu esposa es mucho más inteligente que

tú, niño mentiroso.—¿Cuál es el acertijo matemático?—No sabes multiplicar, Simón. Está diciendo que tienen

un hijo, llamado Bernardo, y que quiere tener dos más.—Ajá, ¿y luego?—Dice que tiene tres deseos, o sea tener tres hijos, y que

los tendrán también quienes les vengan.

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—¿Y?—¿De verdad no lo ves? Eres muy tonto. Debería

divorciarse de ti.—No entiendo nada de lo que me estás diciendo.—Dice que te imagines cuántos van a ser cuando vivan

los hijos de los nietos de tus nietos, que tendrás con ella. Esdecir: tres por tres por tres por tres por tres. Es unamultiplicación.

—Ah, caramba —y me puse a hacer el cálculo con losdedos.

—Tres por tres es nueve —me dijo ella—. Nueve por treses veintisiete. Veintisiete por tres… —torció los labios— esochenta y uno. Ochenta y uno por tres —calculó mentalmente—, doscientos cuarenta y tres. Ése es el código de lahabitación. Acabo de descubrir dónde está tu esposa.

—Diablos.—¿En qué hotel está, Simón Barrón?En una de las tiendas estaban Doris y Tino. Doris estaba

pegada a un extremo, dándole la espalda a Tino y roncandocomo un monstruo. En el otro extremo estaba Tino enposición fetal, mirando hacia el otro lado y con los ojos bienabiertos: “Odio a las pinches viejas —se dijo a sí mismo

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con los dientes apretados—. Es hora de ir a molestar aSimón Barrón”.

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En Washington, D. C., el presidente William Taft ingresó enel fastuoso salón de ceremonias del New Willard Hotel,donde estaba a punto de llevarse a cabo la cena dedespedida organizada por el Distrito de Columbia, laCámara de Comercio, el Board of Trade y la RetailMerchants Association.

En cuestión de segundos los reporteros se arremolinaron asu alrededor:

—Señor presidente, ¿es verdad que el presidente deMéxico acaba de ser arrestado? —preguntó uno.

Taft lo miró imperialmente.—Bueno, el informe que tengo es que el hermano del

señor Madero intentó asesinar a nuestro embajador HenryLane Wilson.

—¿Quién le rindió ese informe?—El embajador.

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Entre los periodistas se abrió paso un hombreencolerizado.

—¡Señor Taft! ¡Washington está siendo gobernado por untriunvirato de banqueros! ¡Un triángulo de ganancias ypoder!

—Doctor McKelway, no todos los hombres de negociosson unos santos —respondió Taft con un tono irónico.

—Señor Taft, el senador William Alden Smith acaba depresentar ante el Congreso una carta secreta del embajadorde Nicaragua en Francia, Crisanto Medina, llamada “Secreto1910”, acusándolo a usted y a su gobierno de provocar losgolpes de Estado en Nicaragua y el que está ocurriendo enMéxico. Además reveló que todo se hace por medio de unagente llamado Hopkins. Esta tarde, los paísesrepresentados en la asamblea de la Pan-American Unionrefrendaron estas acusaciones.

Philander Knox, el secretario de Estado, se adelantó porel costado de Taft.

—Doctor McKelway —le dijo—, nuestros motivos sonpuros —y le sonrió.

—¿Puros? ¿De qué habla?—Doctor McKelway, estamos defendiendo la Doctrina

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Monroe, el Destino Manifiesto de los Estados Unidos deAmérica —Knox alzó una ceja—. Está a punto de estallaruna guerra entre Bulgaria y Rumania que desatará unconflicto mundial. Rumania acaba de solicitar apoyo a Rusiay esto sólo incrementa la tensión entre Rusia y Alemania porel caso de Bosnia. Ya no se necesita nada para que Rusia secomprometa con Inglaterra y con Francia y le declaren laguerra a Alemania.

—¿Y eso en qué nos incumbe a nosotros, secretario?—Los alemanes acaban de anunciar que van a crear una

línea naval con la Hamburg-American Steamship Companypara aumentar su presencia en el Canal de Panamá. Yahicieron un depósito por quince millones de dólares.

—¡Pero lo hacen para apoyarnos a nosotros! ¡Anunciaronque esos barcos llevarán la bandera de nuestro país y queestarán ahí para apoyar a la Marina de los Estados Unidos!

—Qué ingenuo es usted, doctor McKelway. Tal vez no seha dado cuenta, pero en muy poco tiempo vamos a estar enguerra contra todos. Inglaterra quiere arrebatarnos el canal yel control de Centroamérica. Alemania está incrementandosu flota a una capacidad de desplazamiento de uno puntociento veinticuatro millones de toneladas, Inglaterra a dos

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punto cuarenta y ocho millones, Francia a ochocientos seismil, Japón a seiscientos trece mil y Rusia a cuatrocientoscincuenta y nueve mil. Éste es el reporte de la Oficina Navalde Inteligencia al Comité Naval del Congreso esta mañana.Nuestra flota tiene sólo ochocientas noventa y ocho miltoneladas de capacidad de movilización y nuestro sistema detorreta en la línea central ha sido copiado universalmente.Los alemanes están construyendo submarinos a gran escala yla Gran Bretaña está invirtiendo doscientos veintiocho puntocuatro millones de dólares en su flota; nosotros sólo cientoveintitrés millones.

—Secretario, el presidente electo Woodrow Wilson hadeclarado que no involucrará a los Estados Unidos en laguerra de Europa, que nos mantendrá fuera de la guerra.

—La guerra no será de Europa, doctor. La guerra será entodo el mundo. Japón quiere invadir China y puede aliarsecon Alemania contra nosotros. El presidente Taft acaba deordenar la construcción del USS Pennsylvania, eldreadnought más grande de todos los tiempos. Treinta y unmil toneladas; veinte cañones de catorce pulgadas, cuatrotubos de torpedos y veintidós cañones secundarios de cincopulgadas. Su misión consistirá en asegurarnos el control del

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Canal de Panamá y proteger nuestro dominio sobre elcontinente.

—¿A eso se debe el golpe de Estado en México,secretario? ¿Necesitan conseguir petróleo para nuestra flota?¿Cuál es la compañía americana que va a controlar todo esepetróleo? ¿Quién es el que se está beneficiando con estederrocamiento?

Otro reportero preguntó:—Señor secretario, ¿es verdad que mañana el presidente

Taft tendrá una reunión privada con la Asociación MemorialMasónica de Alexandria, Washington, con las veinticincojurisdicciones? ¿Sobre qué hablarán en esa junta, señorsecretario?

Un reportero más cuestionó:—¿Es cierto que John D. Rockefeller padre acaba de

designar fondos de la Standard Oil Company para financiarun Instituto de Investigación Agrícola en combinación con elseñor Taft?

134

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En ese momento, en el capitolio estatal de Trenton, NuevaJersey, el presidente electo Woodrow Wilson se dirigía alos miembros del Congreso local:

—¡Los hombres honestos no tienen por qué tener miedo!Felicito a esta legislatura y a la gente. Esta legislatura estatalha aprobado siete iniciativas antimonopolios. Estas leyesmarcan una nueva era en la vida de los negocios de losEstados Unidos. Los negocios no podrán expandirseadquiriendo las acciones y los bonos de otras corporacionespara controlarlas. Los que se dedican a arruinar a sus rivalesy a robar del bolsillo de la gente lo van a lamentar. Loshombres honestos ya no tienen nada que temer. Entraremosen una nueva era de prosperidad.

—¿Cómo piensa combatir al clan financiero, gobernadorWilson?

—Nuestra misión es limpiar y corregir el mal que se haadueñado de este gobierno; purificar todo proceso de la vidahumana. Algo crudo, despiadado e insensible ha atacadonuestra prisa por triunfar y ser grandes. Pero no hemosolvidado nuestra moral, porque el gobierno debe estar alservicio de la humanidad. Habremos de lidiar con nuestrosistema económico como es y como debe ser modificado,

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porque nuestra victoria no fue la victoria de un partido, fueuna victoria de las fuerzas de la humanidad que tienen laesperanza en la justicia.

—¿Qué hay sobre la situación en México, gobernador?¿Cuál es la posición de la administración entrante enrelación con el golpe de Estado ocurrido hace unas horas?

Wilson permaneció callado unos momentos.—Es una situación muy lamentable. No respaldaré este

golpe. Me he comprometido a proteger a las fuerzas de lademocracia en este continente. No reconoceré a un gobiernode carniceros.

—¿Va a organizar ahora el derrocamiento de este nuevorégimen? ¿Iniciará una guerra contra el régimen golpista?

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—Nos van a chingar de todas formas —me dijo Tino en lafogata.

—¿Qué dices?—Te lo he dicho mil veces, Simón Pedro, siempre

podemos estar peor y lo estaremos.

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—Pensé que me ibas a ayudar con tu optimismo en vistade la misión que tenemos mañana.

—Bueno, si voy a participar como tu gato, prefiero noparticipar. Nunca me has dicho nada sobre tu malditamisión. Ni siquiera me has presentado decentemente con elembajador Von Hintze. Me tratas como si fuera tu querida yme escondes como si te avergonzara. ¿Te avergüenzo, SimónBarrón?

—No, Tino, no me avergüenzas…“Te odio”, pensé. Sin duda a Tino le picó algún un mosco,

y se abofeteó a sí mismo de forma enfermiza.Se hizo un silencio sobrecogedor y escuchamos ruidos

extraños en el bosque. Pasó un viento muy raro que ladeó lasllamas de la fogata e hizo rechinar los árboles.

—Tengo miedo, Simón Pedro.—¿Miedo? —pregunté—. ¿De qué tienes miedo?Tino volteó hacia todos lados, y con especial atención

hacia la pirámide de Cuicuilco.—No quiero encontrarme con Ixchel, Simón.—¿Otra vez lo de Ixchel?—Se aparece en noches como éstas…—Yo no creo en esas cosas. Creo en un solo Dios, y ése

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es el único poder en este universo.—Yo tampoco creía en la Llorona —Tino miró la fogata

—. Pero ¿sabes? Ixchel no fue siempre la diosa del amor yde la muerte de los mayas. Hubo un tiempo en que fue unaprincesa; era la más hermosa del mundo, pero un día seenamoró de un hombre que amaba a otra mujer.

—¿Y?—Lo amó tanto que planeó asesinar a la mujer a la que

amaba ese guerrero, pero en el último momento, cuandoestaba a punto de hacerlo, se cortó ella misma el cuello y lejuró a su amado que nunca lo dejaría de amar.

—Lograste deprimirme.—Desde entonces, Simón Barrón, Ixchel se aparece en

noches como ésta en la forma de una luz muy tenue, comouna presencia invisible, como las flamas de esta fogata.Gime como el viento y busca en los vivientes el rostro de suamado.

Jessica salió de su tienda y caminó hacia la de Doris. Semetió y Tino me miró muy angustiado.

—Van a hablar sobre mí, Simón. Doris le va a contarsobre mis inseguridades y sobre…

—Por lo visto Doris te asusta más que la Llorona.

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—Luego van a salir y les van a decir a todos que…—No eres tan importante, Tino, despreocúpate.—Simón, tengo que hacerte una confesión.—A ver, dime.—No soy infalible, no soy invencible y no soy inmortal.—Sí que lo eres, Tino. Eres todo eso y más —le sonreí

—. Sólo estás pasando por una crisis de fe a causa de Dorisy de tus supersticiones. No dejes que nadie distorsione laimagen que tienes de ti mismo, ni siquiera yo. Siempre serásel rey de tu propio universo, ¿no es cierto?

—Bueno, en eso tienes razón, ya me siento Tino Costaotra vez —dijo con un tono infantil.

Jessica y Doris salieron de la tienda y se aproximaronhacia nosotros. Doris le gritó a Tino:

—¡Pendejo!—Sí, mi amor —se levantó Tino.—¡Ven para acá inmediatamente! —Doris le tronó los

dedos.—Ya voy —respondió Tino y me volteó a ver—. ¿Sabes,

Simón?, Doris es peor que la Llorona, ella es la que me hacellorar a mí —y se fue hacia la tienda murmurando—: lasituación está bastante jodida…

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Jessica me tomó de la mano y me llevó a un rincón delbosque. Le caían pequeñas gotas en el cabello. Se detuvo yme miró fijamente durante varios segundos.

—Niño, estaré contigo en todo momento. Voy a apoyarteen esta operación y te serviré como traductora para quedirijas a los agentes de operaciones especiales.

—Gracias, Jessica.Permanecimos en silencio y me volvió a tomar de la

mano. Me llevó a un lugar mucho más profundo del bosque.

136

A la mañana siguiente, veinte carrozas de los caballerostemplarios se dispersaron en los linderos del sur de laciudad para dirigirse por separado a la plaza central deMéxico.

En una de ellas viajábamos el almirante Von Hintze y yo.Cuando pasamos al lado de la Escuela Militar de Aspirantesde Tlalpan, miré el edificio y se me entumieron las manos.

—Aquí comenzó todo, almirante.En las otras carrozas iban veinticuatro agentes de

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operaciones especiales de Minneapolis con granadas Kugel,ametralladoras Hotchkiss, bazucas M1, metros de cuerda,linternas, tenazas para cortar hierro, perforadoras paraconcreto y explosivos de alto poder.

—Vas a estar al mando de todo —me dijo Von Hintze.Sudé frío.—¿Estás listo? —me preguntó.—Bueno, el plan lo estudiamos hace dos horas, almirante.

Todos saben lo que tienen que hacer.—No, chico. ¿Estás listo tú? —y me miró a los ojos.—Para nada… —solté una risa nerviosa—. Por cierto,

¿cuándo voy a poder ver a mi esposa?—Cuando termine todo esto.—Ah, muy bien… —asentí varias veces con la cabeza—.

¿Y cuándo terminará todo esto?—Cuando sepas cómo se llama el misterioso hombre que

está detrás de los acontecimientos actuales. Él seguirácreando desestabilización y al final determinará quépotencia europea tendrá el respaldo de los Estados Unidosen la guerra que se avecina. Como entenderás, a mí y alkáiser Guillermo nos interesa que los norteamericanosapoyen a Alemania… —sonrió Von Hintze.

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—Ya veo. Y supongo que usted ha dispuesto todo de talmanera que yo cumpla con ese objetivo sin saber realmentelo que hago ni de qué plan formo parte, incluyendo la misiónde Lind…

—Comienzas a usar tu inteligencia, chico. ¿Sabes? Tupaís ha sido víctima del manoseo y la rebatinga de otrasnaciones durante mucho tiempo. Desde que fueronconquistados por los españoles, los habitantes de esteterritorio no han controlado su propio destino. Ni siquieraustedes planearon su independencia, lo hicieron los EstadosUnidos. ¿Y sabes por qué les ha pasado todo esto?

—¿Por qué, almirante?—Porque no tienen claro lo que quieren.—Diantres.—Los Estados Unidos son lo que son porque tuvieron un

plan desde un principio.—Claro, el Plan de Thomas Jefferson. Un plan a

quinientos años.—Tu país es fácil de controlar porque olvidó la

capacidad de ver al futuro, capacidad que tenía cuando losaztecas crearon el mayor imperio de este continente. Ahorason como los pececillos de una pecera: les echas una

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lucecita y todos se mueven hacia ella. Son fáciles dedistraer, son fáciles de manejar.

—Diablos.—Escucha esto —Von Hintze sacó de su abrigo un

telegrama y leyó en voz alta—: estimado Paul, México ya noes más que una dependencia de la economía de los EstadosUnidos. Toda la región de México hacia el sur, hasta elCanal de Panamá, ya es parte de Norteamérica. Tu amigoJames Speyer.

—¿James Speyer? ¿Quién es James Speyer?—¿Ves lo que digo? —guardó el telegrama—. Tu país

está en deuda con otros países desde el primer día en queinició su supuesta independencia. Lo que hizo tu primerpresidente fue pedirle a Inglaterra un préstamo de sesentamil pesos. ¿Y sabes cuándo terminaron de pagarlo?

—Déjeme pensar… ¿Nunca?—Exactamente, nunca. Para pagar pidieron otro préstamo

y luego otro préstamo para pagar ése, y así lo ha hechodurante cien años. Hoy deben más de 157 millones dedólares a otros países. En el futuro esa deuda será de milesde miles de millones de dólares, y seguirá creciendo sinlímite.

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—¿Miles de miles de millones de dólares, almirante?—Te lo prometo —me sonrió—. Observa el pasado

detrás de ti y sigue la línea que se proyecta directamente através de tu cabeza hacia el futuro que te espera. Se llamaextrapolación prospectiva. Cuando aprendas a hacerlo,obtendrás el control de tu futuro.

—Voy a tratar, almirante…—Ésta es la historia de los países deudores, hijo. Nunca

van a terminar de pagar hasta que ellos mismos produzcan lariqueza. En tu caso es el petróleo, pero no lo estáscontrolando tú. Mira esto —y sacó otro papel—: Annalender Physik folge 40 —leyó—. “Einige Argumente für dieAnnahme einer molekularen Agitation beim absolutenNullpunkt.” A. Einstein und O. Stern, Zürich.

—Disculpe, almirante, ¿qué dijo?Se rió y me dijo:—Anales de Física, página cuarenta. Se trata del último

artículo científico que ha publicado Albert Einstein con OttoStern. Se llama “La energía de punto cero”, y tiene fecha del5 de enero de 1913, o sea, hace unas cuantas semanas —VonHintze continuó leyendo—: incluso en la ausencia total detemperatura, todo sistema cuántico contiene una energía

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residual que no es igual a cero. Se llama energía de puntocero.

—¿Energía de punto cero?—Significa que aun a la más baja temperatura posible en

el universo, incluso en el helado y oscuro vacío del espacio,hay una energía latente pulsando en el silencio. Esa energíaes el latido de Dios —y me sonrió.

—¿El latido de Dios? —pregunté realmente extrañado.—Esa energía es hv dividido entre 2, donde v es la

frecuencia y h la constante de Planck, o sea, cuatro punto unmilésimas de la trillonésima parte de la energía de unpequeño electrón. Ésa es la unidad mínima de energía en eluniverso. El latido profundo de Dios.

—Vaya —me rasqué la cabeza.—Se llama quantum. Cualquier lugar en el universo,

aunque te parezca vacío, siempre está lleno de esa energíaque lo conecta todo.

Por un momento me quedé pensando y recordé cómovibraban mis manos frente a la fogata la noche anterior.

—¿Todos somos uno? —le pregunté sin saber de dóndeme venían esas palabras—. ¿Todos somos la mismapersona?

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Von Hintze asintió con entusiasmo y trazó la espiral deBernardo Reyes con el dedo, la espiral del universo.

—Muy bien, chico. Desde luego, ahora te preguntarás porqué te he hablado sobre el artículo del señor Einstein. Larespuesta es… por ninguna razón en especial. Te estoydistrayendo para que no te pongas nervioso ante lo que teespera.

—Gracias, almirante.—Ahora volvamos a la mezquindad de la política.—Sí, mejor.—Durante los cien años de independencia de México,

varios países se lo han estado peleando: los Estados Unidos,Francia, Inglaterra y lo que queda de España.

—¿Alemania no, almirante?—No, hasta ahora… —hizo una mueca burlona—.

Francia envió a este país a Maximiliano de Habsburgo.Durante ese corto periodo México fue una colonia deFrancia, propiedad del emperador Napoleón III. ¿Lo sabías?

—Diablos, no.—Los Estados Unidos no pudieron impedir esto porque

estaban en guerra civil, una guerra provocada por Inglaterrapara que se dividieran. Cuando terminaron su guerra civil

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hicieron lo mismo que están haciendo ahora con Madero:apoyaron a una facción rebelde y derrocaron y asesinaron aMaximiliano. Desde entonces han apretado a México comosu propiedad.

—Demonios.—Juárez mató a Maximiliano porque los Estados Unidos

le habían hecho firmar el tratado McLane-Ocampo, quesignificó entregarle el norte de México a las compañíasferroviarias americanas como la Union Pacific de EdwardHarriman y la Denver Río Colorado de George Jay Gould yJohn D. Rockefeller.

—Dios mío. Qué pinche horror.—Todo esto ha formado parte de la guerra entre los

Estados Unidos y las potencias europeas por el control deeste continente, hijo. Y México ocupa la posición másestratégica de todas, porque hace frontera con los EstadosUnidos: quien controle a México puede destruir a losnorteamericanos.

—Ya veo. ¿Y por qué derrocaron a Porfirio Díaz,almirante?

—Cuando llegó al poder, Díaz pactó rápidamente con losEstados Unidos. Abrió México a la libre intervención de los

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piratas estadounidenses para explotar sus minas y susrecursos con privilegios especiales que ni siquiera lospropios mexicanos tenían: no pagar impuestos por laproducción, la importación de la maquinaria, la explotaciónde los recursos, ni por la exportación de dichos productoshacia los Estados Unidos.

—Maldita sea.—México no recibiría nada sobre toda esa explotación

mientras su suelo fuera saqueado bajo la administración deDíaz, quien permitió que Edward Doheny y Henry ClayPierce se apoderaran de todo el sistema de perforación ydistribución de petróleo. Pero cerca de 1900, Díaz se diocuenta de que México dependía demasiado de los EstadosUnidos. Entonces le ordenó a su ministro de Hacienda, JoséYves Limantour, que estableciera comunicación conInglaterra. Los ingleses enviaron a México a lord Cowdraypara iniciar la penetración británica de México. Todo estoacabó, como sabes, el 20 de noviembre de 1910, cuandoFrancisco Madero, controlado por su padre y el agenteoculto Hopkins, así como por un magnate enormementepoderoso cuyo nombre aún no hemos descubierto, detonaronla Revolución mexicana.

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—Diablos.—Ese día se derrumbaron los cimientos de tu país.—Dios, nunca nos van a dejar crecer, ¿verdad? ¿Cómo se

vence una opresión así?—Te sorprendería la cantidad de países que están en la

misma situación. Tal vez todos, de alguna u otra forma,pertenecen a los banqueros de los Estados Unidos o deInglaterra.

—¿Y qué podemos hacer?—Todo es posible si tienes un plan claro y preciso; si

sabes lo que quieres y lo llevas a cabo. Ellos lo tuvieron,México no. La vida de un hombre consiste sólo en doscosas, hijo: fijarse objetivos y alcanzarlos.

—Fijarse objetivos y alcanzarlos… —repetí—. Me gusta.—Tu primera misión en esta vida es definir un objetivo.

La segunda es alcanzarlo. Si estableces tu meta, ya tienesnoventa por ciento de la victoria. Todo depende de tu plan yde tu decisión para ejecutarlo.

—Muy bien, así lo haré.—No hagas el tuyo, haz el de México.—Sí, eh…—El problema de ustedes —continuó Von Hintze— es

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que no saben trabajar juntos. Uno no permite que el otrocrezca y se aplastan entre sí. Por eso todos los demás losaplastan. Tienen una envidia que es consecuencia del miedo.En consecuencia, deben cambiar el fondo de su psicología.

—¿Cambiar el fondo de nuestra psicología?—Tienen que convertir estos tres principios en lo que

domine sus mentes de hoy en adelante, en todo lo que hagandurante cada momento de sus vidas: tu grandeza personalestá garantizada. La grandeza de quienes te rodeanapuntalará tu propia grandeza. Nuestro destino es laconquista del mundo. Repítelo.

—¿Conquista del mundo, almirante?—De su dinero, de su amor y de su felicidad. Éste es

apenas el párrafo introductorio del Plan de México deBernardo Reyes.

—Dios…El embajador alemán miró a la calle y me dijo:—Estás a punto de rescatar a Francisco Madero y ése es

apenas el principio de tu nueva misión, que es mucho másgrande. Pero primero tenemos que terminar de descifrar elmisterio.

—El Gran Patriarca.

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—Así es. Como puedes ver, el análisis es realmentesencillo: hay dos partes en conflicto dentro de los EstadosUnidos, ambas igual de poderosas. Una es la de losindustriales y financieros que están controlándolo todo. Y laotra es la que ha designado a un profesor demócrata eidealista como Woodrow Wilson en la presidencia.

—¿Y cuál es esa otra parte, almirante?—La gente.—¿La gente?—Unos pocos tienen el dinero, pero el poder final lo tiene

la gente, y lo tendrá en todo el mundo dentro de muy pocotiempo. Lo único que necesita es un protocolo para actuarcomo uno solo. El Protocolo Uno.

—¿Protocolo Uno?Von Hintze sacó de su abrigo un papel doblado y me lo

entregó. Era el dibujo sencillo de un pescado, semejante auna piraña, encerrado dentro de un rectángulo abierto pordebajo.

—Es Bet Dagon, el Protocolo Uno. El rectángulo y elpescado son las letras B y D en el alfabeto más antiguo delmundo, el antiguo cananita. El rectángulo es Bet, la casita, yel pescado es Dagon, un monstruo marino que después los

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hebreos llamaron Leviatán.—¿Por qué esas letras, almirante?—Boicot por Desestabilización.—¿Boicot por Desestabilización?—Se trata de encerrar al pescado en la casita —me

explicó el embajador—. Cuando un consorcio industrialvuelva a desestabilizar a un país como el tuyo, la gente delmundo se pondrá de acuerdo para activar el Protocolo Uno,el Boicot Global por Desestabilización [+], y dejarán decomprar los productos de esa corporación hasta que quiebrey desaparezca. La gente izará banderas que tendrán elemblema de Bet Dagon y el nombre de esa compañía, y seenviarán ese pequeño mensaje por medios de comunicaciónque aún no conocemos.

—¡Ah! —exclamé.—Alguna vez México fue un gran imperio, hijo. Tal vez

ese imperio volverá a nacer. Ayer tú dijiste que queríasconvertirte en un guerrero azteca, ¿cierto?

—Cierto.—Bueno, entonces esto te pertenece —el embajador sacó

de su abrigo un cuchillo de obsidiana con la forma de unaserpiente—: me lo dio Bernardo Reyes. Se llama Xiucóatl,

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la serpiente de fuego. Tómalo, es tuyo.—Dios… —acepté el objeto cuando Von Hintze extendió

la mano lentamente.El cuchillo brillaba como si fuera nuevo. Tenía los filos

hacia los lados y en la empuñadura, al centro, había unsímbolo antiguo en forma de flecha apuntando hacia arriba.

—Es Tloque Nahuaque, hijo. El Dios Verdadero.Von Hintze metió la mano en su bolsillo y sacó el

cartucho verde metálico de Bernardo Reyes. Lo acarició porinstante y el águila dorada resplandeció rodeada deserpientes.

—Esto también te pertenece —y me lo ofreció.Las manos me temblaron y lo tomé.—¿No era para el general Venustiano Carranza?—Ahora eso depende de ti, hijo. Desde hoy el futuro está

en tus manos. Ya viste cómo se desestabiliza un país desdeuna embajada; ahora puedes controlar a otros países desdede sus embajadas. La clave de ese control es que construyasun gran Ejército y un verdadero sistema de inteligencia.

Habíamos llegado al Palacio Nacional.—Bájate, hijo. Tal vez no nos volvamos a ver… Quizá sí,

cuando te encuentres en el palacio como parte de un nuevo

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gobierno. Tu verdadera misión ha comenzado.

137

Corrí hacia la calle de Seminario, hasta la esquina con la deGuatemala. Tal como se veía en la foto de la revista deJessica, en esa esquina había una excavación arqueológicacercada con tablas. No había nadie trabajando ahí debido ala crisis política.

Los veinticuatro agentes de operaciones especiales seconcentraron alrededor de la cerca. Todos eran hombresaltos y atléticos que portaban trajes con equipos dereconocimiento. De pronto entre ellos apareció caminandoJessica, como un hada blanca entre todos los uniformesnegros.

—Hola, niño.Detrás de ella venía un joven bastante nervioso.—Simón, te presento a Manuel Gamio, el inspector

general de Monumentos Arqueológicos.—Mucho gusto, inspector, gracias por venir —le estreché

la mano.

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—Me gustaría saber de qué se trata todo esto —dijoGamio.

—Te lo diré rápidamente, amigo —y le puse la mano enel hombro—. Nos vas a meter por el túnel del Gran Templode Tenochtitlán, nos vas a llevar a través de los subterráneosde las Casas de Moctezuma y finalmente nos vas a sacar enel Patio de Honor del Palacio Nacional. ¿Qué te parece?

Gamio volteó a ver a todos muy extrañado.—¿Esto es una broma? El túnel está bloqueado. Faltan

años para quitar toda la tierra que se ha acumulado durantesiglos.

—Bueno—le dije—,¿qué te parece si lo desbloqueamosen una hora?

—No sé quién eres, pero ¿estás loco?Jessica les gritó a los agentes de Minneapolis:—Drillers, please!Los hombres desplegaron sus taladros mecánicos y le

sonrieron al arqueólogo.—Esto es una locura —insistió Gamio—. Van a destruir

las paredes de un sitio arqueológico.—Verás, mi amigo —le dije—: si no destruimos algunas

de esas paredes, lo que va a ser destruido es nuestro país.

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En las cercas de hierro que amurallaban las faldas delCastillo de Chapultepec, Tino Costa se acercó a uno de losguardias del vigésimo noveno batallón que custodiaba lapuerta número cuatro.

—Disculpa, amigo —le dijo tímidamente—, ¿me permitestu encendedor?

El soldado lo miró con cara de acero pero metió la manoen el bolsillo. Tino se le lanzó y le colocó en la nariz untrapo empapado con triclorometano. Se lo presionófuertemente hasta que el líquido penetró por la nariz.

—Gracias, amigo —le dijo—. Olvidé decirte que nofumo.

El soldado se desplomó. Tino le quitó la pistola, apretólos labios y chifló imitando el llamado de un gorrión. Detrásde él aparecieron trotando cinco elementos del ServicioSecreto de los Estados Unidos, disfrazados de empleados demantenimiento.

—Ninguna muerte innecesaria —les susurró Tino—.

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¿Quién tiene las máscaras?Doris se le aproximó con un morral, enseguida sacó

máscaras de gas y se las distribuyó a los agentes.Tino se colocó la suya y arrancó de su cinturón una

granada de gas adormecedor. Se acercó sigilosamente a laventana de la caseta de vigilancia y dejó caer la granada.

—Creo que Llorente debería abandonar el Pachuca —comentó adentro un guardia a su compañero—. Llorente esun mediocre igual que el entrenador… ¿Hueles algo? —y sederrumbó.

—Operación Castillo —exclamó Tino desde afuera.Los agentes del Servicio Secreto desplegaron una

pequeña barrena para destrozar los cerrojos de la puerta.Detrás de Doris se aproximó un arqueólogo muy asustadollamado Albatros, colaborador de Manuel Gamio.

—Soldado, ¿estás seguro de lo que haces? —le preguntóa Tino.

Tino le puso la mano sobre el hombro y le dijo:—Amigo mío, soy Tino Costa, leal a las fuerzas de Simón

Barrón y soy el rey de mi propio universo. Para que teenteres, soy infalible, invencible e inmortal —y miró a losagentes de Lind—. Ustedes subirán desde la cueva y

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rescatarán a la esposa del presidente, ¿está claro? Nosotrosbajaremos a la gruta, abriremos esa maldita caja fuerte ysacaremos de ahí el documento que codifica el estallido dela Revolución mexicana.

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Jessica y yo, seguidos por Manuel Gamio y los hombres deoperaciones especiales de Minneapolis, nos introdujimospor un agujero oscuro que taladraron en un muro. Entramosen un espacio que olía a humedad y moho. En el piso habíaagua y con la luz de nuestras linternas vimos fragmentos depinturas aztecas muy antiguas, de muchos colores.

—Dios mío… —susurró Manuel Gamio completamentesobrecogido—. Detengámonos un momento. Este símbolo esAztlán. Estamos viendo el origen del pueblo azteca.

—Eso después —le dije—. Primero vamos a ver sufuturo.

Seguimos avanzando. Por todos lados se oían filtraciones.Jessica pisó un charco y le dijo al arqueólogo:

—Inspector Gamio, me parece que con este túnel usted se

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va a hacer mucho más famoso que con las Escaleras deHuitzilopochtli.

—No creo que pueda dar a conocer esto —dijo Gamiomientras intentaba quitarse un insecto de encima—. Y menosaún si resulta ser un acceso al Palacio Nacional. El gobiernova a clausurar este túnel y va a prohibir que se conozca.

—¿Para qué servía este túnel en el tiempo de los aztecas?—le preguntó Jessica.

—Para que el emperador pudiera escapar en caso depeligro. Arriba de nosotros estaban las Casas deMoctezuma. Cinco palacios interconectados, incluyendo lacámara subterránea del Templo de Tezcatlipoca. Éste era elcentro del gobierno del Imperio azteca, que llegaba hasta elGolfo de México y hasta el Océano Pacífico.

Seguimos adelante y llegamos a una intersección desdedonde se proyectaban dos corredores oscuros hacia loslados. Los alumbramos con las linternas y dos pequeñosmurciélagos aletearon en el techo y se fueron gritando haciael fondo. En los muros había glifos aztecas y muchasentradas a otros corredores.

—Debe de ser un laberinto —murmuró Gamio—. Enalgún lugar del complejo debe de estar escondido el tesoro

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de Moctezuma.—¿Tesoro de Moctezuma? —le preguntó Jessica.Nos detuvimos y nos miramos asombrados, pero después

de un minuto les dije:—No tenemos tiempo, el tesoro tendrá que esperar —y

seguí avanzando hacia la negrura húmeda.Jessica se emparejó con Manuel Gamio.—¿Por qué no usó estos túneles el emperador Moctezuma

cuando vinieron a capturarlo los españoles? ¿No podríahaber escapado y organizado un contraataque como el queestamos ejecutando en ese momento?

—¿Otro Plan de Cuicuilco? —le sonreí.—Sí —me dijo—. Moctezuma habría contraatacado a los

españoles y la historia habría sido totalmente distinta.Manuel Gamio tosió por los gases subterráneos.—Moctezuma nunca pensó que debía escapar de los

españoles —nos dijo—. Los mensajeros que Hernán Cortésle envió antes de llegar a Tenochtitlán le dijeron aMoctezuma que Cortés y sus quinientos soldados venían enuna misión diplomática para hacer una alianza conTenochtitlán.

—¿De verdad? —preguntó Jessica admirada.

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—Por eso los dejaron entrar en el palacio y los recibieroncon honores militares, como se recibía siempre a unadelegación de paz proveniente de otro pueblo.

—Demonios —susurré.—Una vez que Cortés y sus soldados llegaron a los

salones imperiales de Moctezuma —Gamio señaló haciaarriba—, abrieron fuego contra los guardias del emperador ycerraron las puertas. Apresaron a Moctezuma y loencadenaron de pies y manos. Lo golpearon y lo sacaron alos balcones para que les ordenara a los ciudadanos deTenochtitlán que se sometieran a España.

—Qué pinche horror… —exclamé—. Sólo así se explicaque quinientos españoles vencieran a un imperio dedoscientos cincuenta mil guerreros.

—Fue una traición. Lo mismo hicieron los españoles enPerú para someter a Atahualpa, el emperador de los incas.En el mundo del imperio Azteca ese tipo de traición eradesconocida, inconcebible. Ese golpe fue el fin de una erade honor de las civilizaciones antiguas.

—Me parece que Henry Lane Wilson se llevaría muy biencon Hernán Cortés —le sonreí a Jessica.

—Moctezuma fue un gran emperador —dijo Manuel—.

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Había logrado que el imperio se extendiera hasta Oaxaca. Sihubiera conocido las verdaderas intenciones de Cortés lohubiera aplastado en cuatro segundos. Luego hubieraenviado comandos especiales de cuachicques a las costaspara estudiar los barcos españoles y crear una flotatransatlántica. Habría ordenado a sus pochtecas analizar elarmamento de fuego de los españoles y desarrollar unaindustria balística azteca. Después habría lanzado esa flotahacia Europa para conquistar ese continente y la historia delmundo sería hoy completamente distinta —y le sonrió aJessica—. Hoy probablemente gran parte del mundohablaría náhuatl.

—Jesus Christ! —exclamó ella y soltó una risa.—El pecado de Moctezuma fue dejarse engañar.—No —le dije—. Su error fue no tener un sistema de

inteligencia que se infiltrara con los españoles y leinformara sobre sus intenciones desde un principio. Ungobierno no puede dejarse engañar. Eso es estúpido y siguesiendo nuestro error. Tenemos que construir un sistema deespionaje y de agentes encubiertos que se infiltre en todoslos espacios políticos del mundo —volteé a ver a Jessica—:así es este negocio, ¿cierto? Todos nos espiamos a todos.

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Todos estamos en el contraespionaje. El que sabe más sobreel otro es el que gana.

Jessica me sonrió al escuchar las palabras que ella mismame había dicho en los sótanos de la embajada.

—Ahora vamos a sacar al presidente por este mismo túnel—dije—, como debió hacerlo Moctezuma hacecuatrocientos años.

—La historia se está repitiendo —susurró Manuel.—No, amigo —repuse—. No es que la historia se esté

repitiendo. Somos los mismos que alguna vez caminaron estetúnel. Todos somos la misma persona. Todos hemos sido tú.

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Tino y su comando caminaron entre la maleza de la montañade Chapultepec por el lado sur y contemplaron desde la basedel acantilado la poderosa perspectiva del castillo. Acontinuación se metieron en un sumidero de piedras yavanzaron hasta que descubrieron una cavidad artificial,donde corría agua desde una reja de hierro oculta entre lasrocas. El flujo estaba caliente y soltaba vapor, provenía

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desde el interior de la montaña.—Aquí comienza el acueducto de Chapultepec —le

informó a Tino el arqueólogo Albatros—. El agua nace en elmanantial subterráneo de la gruta de Cincalco. En realidadviene del fondo de la tierra. El acceso que sube al castillo esel ducto que se conecta con el pozo del elevador.

—Muy bien —contestó Tino—. Lo que no entiendo es porqué no le dicen a la gente que existen estos pasadizos —yvolteó a ver a los hombres del Servicio Secreto—. Señores,es hora de usar los explosivos: vuelen esa compuerta. Tengoganas de meterme en el corazón de esta maldita montaña.

Doris se le adhirió por la espalda.—¿Sabes? —le dijo—. Me equivoqué sobre ti, creí que

eras un inseguro. Ahora pienso que eres un creído.—Tú me vas a amar —dijo Tino y descendió por las

piedras hacia la compuerta, seguido por Doris y por losagentes—. Tú y yo entraremos juntos en esta grutamisteriosa, y en el santuario secreto de Cincalco haremos elamor.

—No te cansas de decir pendejadas.

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—Tzompantli, pared de cráneos… —dijo Manuel Gamiocuando topamos con una pared donde había cráneos depiedra que se proyectaban hacia una altura insondable. Erael pozo de salida.

—Escalones —exclamé y comencé a escalar aferrándomede las calaveras aztecas. Los demás me siguieron—. ¿A quéparte del Palacio Nacional nos va a sacar esto? —grité.

Manuel Gamio tardó en contestar.—No tengo la menor idea, lo sabremos al salir.Arranqué el cuchillo de obsidiana de mi cinturón y me lo

coloqué entre los dientes, por la empuñadura.“Dios mío —pensé—. Que no sea yo quien culmine esta

misión. Sé tú mis manos y mis piernas. Sé tú mispensamientos, mis acciones y mis palabras. Que sea tuvoluntad la que realice las cosas.”

Llegué a la cúspide de la escalera y con la linternadescubrí una cámara cuadrada muy estrecha. En el techohabía un sol carcomido por los siglos y en su centro estabapintado el símbolo de Tloque Nahuaque.

—Dios…

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—Es aquí —dijo Manuel Gamio—, arriba de nosotrosestá el Palacio Nacional.

—Muy bien —aspiré profundo—. Jessica, diles quecomiencen la fase uno.

—Sí, niño: gentlemen, split into three teams and getready for the tactic assault routine. Start drilling theceiling.

Los agentes se dividieron en tres grupos. Uno alistó lasametralladoras, otro los lanzadores de granadas y el otrotaladró cuatro hoyos en el techo para derrumbarlo conpastillas explosivas de bajo poder.

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Arriba, en la pequeña celda donde tenían a Madero, Wilsonlo merodeaba lentamente como si fuera un tigre.

—Estúpido —le dijo.Madero estaba esposado por la espalda. Detrás de él, en

un camastro, se encontraban el vicepresidente Pino Suárez,que continuaba llorando, y el general Felipe Ángeles,también encadenado. A su lado estaba sentado el embajador

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de Cuba, Manuel Márquez Sterling.Cerca de Wilson estaba parado el general Juvencio

Robles, sonriéndole a Madero.—Le dije que me obedeciera, señor Madero —susurró

Wilson—. ¿Qué le costaba haberme mantenido el humildesueldo que me pagaba Porfirio Díaz? El salario que recibeun embajador como yo es bastante módico. No me alcanzapara las comidas —y le sonrió—. ¿Le parecía demasiadocincuenta mil pesos mensuales?

—Embajador, el gobierno de México no tiene por quéofrecerle ningún salario a un diplomático de otro país. Elsueldo que le pagaba Díaz era ilegal y era un soborno.

Wilson se le acercó y le empujó el cuerpo con lasrodillas.

—Acabo de enviarles una circular a todos mis cónsulesen este país. Les he ordenado procurar que en todas partesse reconozca al nuevo gobierno y que se le rinda sumisión.

—Eres un miserable, Wilson —dijo Márquez Sterling—.Deja en paz al presidente.

—Ya no es presidente.—Lo es. No ha firmado su renuncia.Wilson volteó a ver al general Juvencio Robles, quien al

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instante desdobló un documento y se lo acercó al presidente.—Señor Madero, ésta es su carta de renuncia.—No puedo firmar si estoy esposado.—Eso no es problema —dijo Wilson—. Voltéenlo.Márquez Sterling se levantó y se le interpuso.—Wilson, ayer hablé con el general Huerta. Dentro de

seis horas me llevaré al presidente Madero a la estación detrenes de Buenavista y tomaremos un ferrocarril haciaVeracruz. Ahí abordaremos el crucero que nos llevará aCuba. Mi gobierno le ofrecerá asilo y protección.

—Embajador —repuso Wilson—, ten cuidado de cómo teenfrentas a mí. Puedo aplastarte a ti y a tu pequeño país tanfácil como a cualquiera que se me interponga. No olvidesque tu país y su independencia los hicimos nosotros.

—No te tengo miedo, Wilson. Me respaldan el embajadorHoriguchi y el gobierno de Japón. Vamos a levantar unBoicot Global por Desestabilización contra ti y contra losbanqueros que te respaldan.

Wilson lo miró con desprecio.—No sabes de qué banqueros estás hablando. No sabes

quién es el hombre detrás de mí. No tienes hacia dóndeapuntar tu estúpido boicot.

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Márquez Sterling bajó la mirada y escuchó alvicepresidente llorando a sus espaldas. Enseguida sedescubrió la muñeca para ver su tatuaje de un pescadosemejante a una piraña encerrado dentro de un rectángulo.

—Señor presidente —le dijo a Madero—, este mundosería lo que Dios siempre quiso si hubiera al menos cienhombres como usted a cargo de los gobiernos de lasnaciones.

—No, embajador —susurró Madero con los ojos fijos enlos zapatos de Wilson—. No supe sostenerme, he cometidograndes errores. Soy un presidente electo que fue derrocadosólo quince meses después de haber asumido la presidencia.Sólo debo quejarme de mí mismo, pero ya es tarde.

—El problema no es usted, señor presidente, el problemaes el mundo —señaló el embajador cubano—. Ésta ha sidouna guerra entre los poderes más mezquinos —y se volviódiscretamente hacia Wilson—. Esto nunca fue unarevolución, sino una guerra entre banqueros y petroleros deInglaterra y de los Estados Unidos.

—¿Dónde están sus espíritus ahora, señor Madero? —lepreguntó Wilson y lo miró desde arriba, cubierto por elresplandor de la lámpara del techo—. ¿Lo han abandonado?

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¿Dónde están los fantasmas de sus hermanitos muertos? ¿Sesiente solo?

—Déjalo en paz, Wilson.Wilson le informó al presidente con crudeza:—Señor Madero, su hermano Gustavo está muerto.—¿Qué dice? —Madero sudó frío.—¡Lárgate, Wilson! —gritó Márquez Sterling.Wilson adhirió su vientre a la cara de Madero.—¿Quiere que le cuente cómo lo asesinaron?A Madero se le nubló la vista. En ese momento sintió el

deseo de palpar el trompo que tenía en el bolsillo.—Primero lo llevaron a la Ciudadela.—¡Cállate, Wilson! —se levantó Márquez Sterling pero

el general Juvencio Robles le apuntó con la pistola a lacabeza.

—Siéntese, embajador. Siéntese y escuche.Wilson siguió:—Lo encadenaron en un poste y lo golpearon. Lo

escupieron y lo insultaron. Lo golpearon hasta quebrarle lascostillas y le rugieron como bestias. Se rieron de él. Elpobre diputadito les dijo llorando que tenía fuero y elgeneral Cecilio Ocón lo abofeteó brutalmente. Le dijo: “Así

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respetamos tu fuero”. Le arrancaron la piel como a unanimal, y aun así siguió vivo, llorando como un niño. ¿Quéle parece, señor Madero?

A excepción del rostro paralizado, el cuerpo delpresidente continuaba trepidando.

—Y no termina aquí, señor Madero. Viene lo peor.¿Quiere escuchar lo que sigue?

Felipe Ángeles comenzó a llorar secretamente, en tantoque el vicepresidente daba alaridos. Wilson le habló aMadero al oído.

—El soldado Benjamín Zurita, del batallón veintinueve,desenvainó su espada y le pinchó el único ojo hábil. Quedóciego, señor Madero. Su hermano quedó completamenteciego. Le gritaron: “Ojo parado, ahora eres ciego de los dosojos”. Luego lo patearon contra el piso, bailaron alrededorde la columna y le cantaron El pagaré.

Una vez más, el presidente vio a su hermano de cuatroaños ardiendo en queroseno mientras le gritaba:“¡Hermanito, soy Raúl! ¡No me dejes morir en estas flamas!¡No los dejes matarme!”

De pronto al niño se le transformó la cara despellejada enla de Gustavo, quien le dijo llorando entre las llamas:

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“Ahora sí estoy convencido de que haga lo que haga, tú nome vas a escuchar, sólo porque soy tu hermano vivo. Ojalátuviera la suerte de morir como nuestros hermanitos. Es loúnico que me falta hacer para que me quieras. A dondevayas, hermanito. A donde vayas, yo estaré contigosiempre”.

A continuación la imagen se transformó en la deJesucristo en la cruz, alzando la mirada entre chorros desangre: “Pronto estarás en el gran océano —le sonrió—.Pronto volverás a ser uno conmigo”.

—Señor Madero —dijo Wilson desde arriba—, ¿quieresaber cómo murió su hermano? ¿Quiere saber cuáles fueronsus últimas palabras?

El presidente comenzó a llorar en el vientre de Wilson, yéste le abrazó la cabeza contra su chaleco y lo meció.

—Calma, calma, señor Madero. No llore, mi bebito.—No tienes perdón, Wilson —le dijo Márquez Sterling, e

inmediatamente el general Juvencio Robles le apuntó denuevo con la pistola.

—¿Quiere que le diga cuáles fueron las últimas palabrasde su hermano, señor Madero?

—¿Cuáles fueron? —preguntó Madero jadeante.

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De nuevo Wilson le pegó la boca al oído.—Usted debería saberlo, señor espiritista. ¿Acaso no le

hablan sus hermanos desde ultratumba? ¿No debería haberlehablado Gustavo al menos una vez desde que murió ayer porla tarde? —el embajador sujetó la cabeza del presidenteviolentamente y lo miró a los ojos de forma demoniaca,adoptando la expresión deforme de Robert Joel Poinsett, elduende de la embajada—. Señor Madero, ésta es la pruebade que sus espíritus son una estúpida mentira. Todo estuvosiempre dentro de su cabeza.

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Debajo, en la oscura Cámara del Sol, los agentes deoperaciones especiales introdujeron sus pastillas explosivasen los cuatro agujeros del techo y encendieron las mechas.

—Lay down —nos dijeron—. Cover your heads.—Que nos echemos al piso —dijo Jessica—. Que nos

cubramos las cabezas.Lo hicimos y Jessica se colocó muy cerca de mí, al grado

de que sentí su respiración en mi cara. Me miró fijamente y

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me sonrió.—No me has dicho en qué hotel está tu esposa, Simón.—¿Para qué quieres saberlo?—Para ayudarte.—¿Ayudarme? ¿Ayudarme a qué?—A protegerla de Paul von Hintze.—¿De qué estás hablando? ¿Cómo sabes que Von

Hintze…?—La va a matar, Simón. Y también te va a matar a ti.

¿Crees que te dejará vivir con lo que sabes?Jessica me dejó paralizado mientras las mechas

avanzaban hacia los cartuchos.—¿Y cómo piensas ayudarme?—Llevándola con Lind. Von Hintze nos traicionará. Todo

esto lo armó el káiser de Alemania. Von Hintze está detrásde Huerta, él mismo diseñó la estrategia con Henry LaneWilson. Tenemos que ponernos a salvo.

—¡Dios mío! —exclamé asustado—. Mi esposa está en elHotel Geneve.

—Okay, te prometo que voy a ponerla bajo la protecciónde Lind, pero tienes que decirme una cosa.

—¿Qué cosa?

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—¿De verdad la quieres?—Con todo mi espíritu.Jessica bajó la mirada. Yo miré el cuchillo de Xiucóatl en

mi mano. Lo aferré duro y lo besé en la empuñadura.—Siempre besas tus armas, ¿verdad, Simón Barrón? —se

rió Jessica.—Sobre todo cuando son nuevas.—¿Por qué no me besas a mí? —y me acercó los labios.

La miré un instante y estallaron los explosivossecuencialmente encima de nuestras cabezas. Pronto cayerontrozos de piedras que golpearon nuestras espaldas y todo sellenó de un polvo muy picante. Tosimos y nos levantamos.

Los agentes de reconocimiento de Minneapolis lanzarongarfios metálicos hacia el piso de arriba y jalaron lascuerdas para tensarlas. Estaban entretejidas y formaban dosescaleras de mecate, una a cada lado.

—Okay, go up now! —se gritaron unos a otros—. Go up,up, up —y empezaron a escalar con las ametralladoras y lasbazucas colgándoles de los hombros.

Acabábamos de iniciar oficialmente la penetración delPalacio Nacional de México.

Aferré la escalera y Jessica me detuvo.

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—¿Por qué no me besas, Simón?La miré un instante.—Jessica, eres una mujer hermosa, realmente hermosa.Ella me acarició la mejilla y dijo:—Nunca había conocido a un guerrero, niño. Y menos a

un guerrero azteca. Dentro de unos momentos saldremos denuevo por las escaleras de Huitzilopochtli y llevarás contigoal presidente de tu país. Saldrás del vientre de tu madrecompletamente armado y nacerás de nuevo para restaurar elimperio de tus antepasados. Volverás a ser lo que fuistesiempre.

Le sonreí. Me coloqué el Xiucóatl entre los dientes ycomencé a subir. En mi bolsillo sentí el cartucho metálicodel general Bernardo Reyes. El Plan de México. Sentí undeseo incontenible por abrirlo, leerlo y volverlo realidad.

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Al otro lado de la ciudad, en el corazón subterráneo de lamontaña de Chapultepec, Tino Costa y su comando seaproximaron al final del río que llevaba las aguas calientes

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del manantial de Cincalco.Llegaron a una caverna con estalactitas y olor a azufre

donde descubrieron un escritorio solitario al otro extremo.—¿Qué demonios…? —preguntó Tino—. ¿Quién puede

tener su oficina en un lugar como éste?—El presidente… —dijo Albatros en tono irónico.En uno de los muros había un retrato de un hombre

anciano, pero lo que llamó la atención de Tino no fue eso,sino el costado metálico de una caja fuerte que asomaba pordebajo del escritorio.

—Lotería —susurró Tino—. Vamos, muchachos —ytrotaron por encima del charco caliente—. Compañeros,llegó el momento de descubrir quién es el hijo de puta queestá desestabilizando mi país.

Doris se le abalanzó por un lado.—¿Y cómo piensas abrir esta cosa, geniecito? Tus

explosivos no van a servir de nada para abrir una cajafuerte.

—Eso no es problema, mi amor. No te ahogues en losdetalles. Primero define el qué y luego defines el cómo.

—Eres un pendejo. Si no defines el cómo rápidamente nosvamos a morir todos aquí. En cuevas como ésta la gente se

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ahoga con su propio bióxido de carbono.—Se ve que no lees novelas de misterio, querida. ¡La

combinación de la caja fuerte siempre está codificada en elretrato! —exclamó Tino señalando el cuadro.

—No te soporto.

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En la celda, el presidente torció la espalda y JuvencioRobles le forzó las manos esposadas para que firmara lacarta de renuncia, donde leyó:

Honorable Congreso de la Unión.

En vista de los acontecimientos que conmueven a la nación, yo, Francisco I.Madero, y José María Pino Suárez, renunciamos a nuestros cargos depresidente y vicepresidente de la República.

El general Robles enrolló la renuncia.—Envíela de inmediato a la Cámara de Diputados —le

ordenó Henry Lane Wilson—. Que se reúnan en asamblea, yhaga que Pedro Lascuráin la lea ante la prensa nacional einternacional. Dígale a Lascuráin que asuma la presidencia

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interina como lo determina la constitución de este país y quenombre inmediatamente a Victoriano Huerta como secretariode Gobernación.

—Sí, señor —asintió Robles y se marchó.Wilson miró fijamente a Madero.—¿La historia se repite, verdad, señor Madero? Hace

trece días era Bernardo Reyes el que estaba en una celdacomo ésta. ¿No es curiosa la vida? —preguntó conarrogancia—. Si hubiera nombrado a Reyes su secretario deGuerra, él lo habría defendido como un león, de cualquierenemigo, con la ferocidad que lo caracterizaba. A ustednadie lo habría podido tocar.

—Yo lo quería en mi gobierno.—Lo sé, señor Madero. Fue su hermano Gustavo quien se

encargó de alejar a Reyes. ¿Pero sabe quién convenció aGustavo para que hiciera eso?

—¿Usted? —preguntó Madero avergonzado.—Yo, señor, Madero. ¿No soy bueno? —dijo Wilson con

un tono exagerado—. Le hice creer que Reyes estaba contrausted. Si usted lo hubiera nombrado secretario de Guerra,Reyes habría reformado al Ejército y modernizado el país entodos los aspectos hasta convertirlo en un polo industrial.

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Después la gente lo habría impulsado para convertirse en elsiguiente presidente de México. ¿Cree usted que a losEstados Unidos nos conviene un hombre como BernardoReyes en la presidencia de México?

—Dios.—Reyes era demasiado peligroso, señor Madero.

Inteligente, audaz, firme y visionario. Justo lo que ustedesnunca han tenido en un presidente. Él hubiera sido capaz demodificar la geografía industrial y política de América parasiempre, como lo hizo Otto von Bismark hace cincuenta añoscon Alemania. ¿Cree usted que podíamos permitir eso?

—¿Usted convenció a Bernardo de atacarme hace trecedías?

Wilson le sonrió y caminó a su alrededor:—No, señor Madero, al que convencí fue a su hijo. Todos

tienen un punto débil, ¿no lo cree, señor Madero? El puntodébil de todo ser humano es el amor. Bernardo Reyes nuncasupo que el plan lo había armado yo.

—¿Cuáles fueron las últimas palabras de mi hermano?

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Nos movimos como panteras en un corredor que daba alPatio Mariano del Palacio Nacional, en el ala norte delcomplejo.

Cuando nos descubrieron, los guardias de la presidenciase precipitaron sobre nosotros. De inmediato los agentes deMinneapolis se apertrecharon detrás de las columnas y nospidieron que hiciéramos lo mismo.

—Granadas —le susurré a Jessica.Ella les gritó a nuestros hombres:—Grenades!Los agentes enderezaron sus bazucas e hicieron fuego

contra los guardias, que se proyectaron hacia atrás y volaronen pedazos contra el muro. Se detonaron las alarmas.

—¡Al sector sur! ¡Dispersión tridente! —grité.Jessica interpretó mi orden:—To the southern sector! Trident dispersion!Todos corrimos hacia el sur en una confusión difícil de

describir, con la sangre latiendo bruscamente en el cuerpo.Cuando pasamos a un lado de la Tesorería, un oficinista

nos vio en el alto pasillo. El hombre dejó caer sus papelesaterrorizado y se escondió detrás de una maceta. Seguimosadelante y se acercó hacia nosotros la luz del patio, de ahí

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nos salieron al encuentro once guardias con ametralladoras.—¡Incursión en el palacio! —gritaron—. ¡Alerten al

presidente Huerta!Los agentes que iban adelante de nosotros les descargaron

sus metrallas y los hombres cayeron al suelo sacudiéndose yescupiendo sangre por las descargas. Corrimos al extremosur del patio central, con un cuerpo apuntando al frente y dosgrupos laterales que dirigían sus cañones hacia losfrancotiradores de las azoteas.

—¡Detonación expansiva! ¡Puerta Alfa! —exclamé yJessica tradujo:

—Expansive blast! Doorway Alpha!Las miras de las bazucas se dirigieron hacia la puerta sur

del patio central y colocaron en el aire cuatro proyectilesque soltaron una densa estela de gas y rotaron a granvelocidad hasta traspasar los arcos e impactarse con elblanco. La puerta estalló en pedazos y nos metimos en elcorredor negro, donde escuchamos gente gritando ycorriendo hacia los lados. Al otro extremo de la densabruma vimos el resplandor distorsionado de otra puerta y lasbazucas volvieron a eyectar cuatro proyectiles detriclorometano.

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Después de la segunda explosión, atravesamos la nube degas hasta salir a un tercer patio, el ultrasecreto Patio deHonor del Palacio Nacional, el recinto estratégico de laPresidencia de la República.

Los agentes de la vanguardia entraron tiroteando haciatodos lados, con ángulos preasignados para cubrir cientoochenta grados horizontales y noventa verticales.

De las azoteas se asomaron francotiradores que fueronmasacrados en el acto. Algunos habían lanzado cuerdashacia abajo para descender al patio pero se les acribilló,facilitándoles la caída.

—¡Es ésa! —le grité a Jessica y le señalé la puerta de laintendencia.

—That’s the door! —les gritó ella a mis soldados.Por detrás llegaron corriendo treinta guardias con los

rifles levantados y disparando. Manuel Gamio estabaaterrorizado y me aferró del brazo. También lo hizo Jessica.Los agentes de la retaguardia se voltearon y formaron uncírculo para protegernos contra la puerta; descargaron susametralladoras contra los guardias y levantaron sus bazucaspara volarlos por grupos.

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Adentro Henry Lane Wilson hablaba con Madero:—Las últimas palabras que dijo su hermano las pronunció

con la cara destrozada y empapada en su propia sangre,señor Madero. Pero las dijo sonriendo, ¿sabe?

—¿Sonriendo? —preguntó Madero con los ojos húmedos—. ¿Cuáles fueron esas palabras?

—“A donde vayas” y “siempre”.La puerta a espaldas de Wilson estalló y un polvo

asfixiante invadió la estancia. Todos tosieron, incluso elpresidente. Cuando bajó el humo todos tenían las carasllenas de polvo. Wilson estaba aterrado y congelado,completamente empanizado por la piedra pulverizada.

Con la luz del patio a mis espaldas, me aparecí entre laniebla seguido por los agentes de reconocimiento. De miscostados salieron Jessica y Manuel Gamio.

El presidente alzó la mirada, parpadeó con los ojosenharinados y me preguntó:

—¿Gustavo?Wilson me reconoció y se quedó perplejo.

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—¿Juan Diego? ¿Mi estimado amigo Juan Diego? ¿Quédemonios estás haciendo aquí? ¿Jessica?

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En las profundidades de la gruta de Cincalco, Tino Costainspeccionó el retrato del anciano Allan Kardec y se rascóla cabeza.

—Diablos—murmuró—. No veo dónde pueda estar lacombinación.

—¡Te lo dije, pendejo! —le gritó Doris—. ¡Nos vas amatar a todos aquí adentro!

—Ya no seas tan amargada, muñeca —dijo Tino y sintióque Allan Kardec lo miraba con una apacible sonrisa—: ¿túqué me ves, pendejo?

Los cinco hombres del Servicio Secreto que iban con élpermanecieron mudos, esperando alguna instrucción deTino.

—¿Sabes, Doris? En la escuela yo tenía un compañero tanbrillante y bueno para dibujar que una vez pasó al pizarrón,dibujó una puerta, la abrió y se salió por ahí.

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—Sí, ya me contaste esa estupidez…—Claro, una estupidez… —Tino se volvió de nuevo

hacia Allan Kardec—: ¿te estás riendo de mí, pedazo deimbécil? ¡Yo soy Tino Costa! ¡Soy infalible, invencible einmortal! ¡Nadie se ríe de mí, a menos que sea la puerta enel pizarrón que necesito para salir! —y lanzó un duro golpeal retrato.

Su mano penetró el lienzo hasta el codo, justo en el pechode Allan Kardec, quien no obstante siguió sonriendo.

Todos se quedaron paralizados. Tino sacó el brazo y asióel cuadro por los lados. Lo desempotró de la pared y loarrojó hacia un lado. Detrás halló un agujero donde habíauna estatua de Coatlicue, la diosa madre de la Tierra.

—Coatlicue… —susurró Albatros, el asistente de ManuelGamio.

—Qué cosa tan horrible —dijo Doris con asco, ya que laescultura, en vez de cabeza, tenía dos serpientes que sebesaban. De forma intercalada, su collar lo componían trescráneos, tres corazones y tres manos humanas arrancadas. Sufalda estaba formada asimismo por serpientes.

—No es horrible —se acercó Albatros lentamente, casilamiéndose los labios—. Es la diosa madre, la madre del

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pueblo azteca.Tino iluminó a la diosa con la linterna.—¿Así que ésta es mi madre? Yo que creía que mi madre

era la Virgen de Guadalupe.—Son la misma.—¿Perdón?—¿No has visto nunca los símbolos de la tilma de Juan

Diego? Guadalupe es una modificación de las palabrasCoatlazohtzin Tlapopolhuia.

—¿Coatla qué…?—Cóatl significa serpiente y Tlazohtzin-Tlapopolhuia

significa mujer que ama y perdona. Durante siglos ha habidoun conflicto entre los propios cristianos porque unos venerana la Virgen María y otros creen que se debe adorar a un soloDios.

Tino se rascó la cabeza.—¿Cuál es la verdad?—Son sólo representaciones —dijo el arqueólogo—.

Construcciones que los humanos hacemos de algo que nopodemos imaginar porque está mucho más allá del alcancede la mente. Dios no es un hombre, tampoco es una mujer.Nosotros somos hombres o mujeres porque somos animales,

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y los animales en este planeta tenemos sexo porque es laforma en que nos reproducimos. Dios no tiene quereproducirse.

—Bueno, eso sí —dijo Tino y le sonrió a Doris.—El sexo es sólo un mecanismo de la biología de la

Tierra. Por eso imaginamos a Dios como un hombre barbudoo como una mujer compasiva. Es nuestro intento rupestre pordarle una forma a Dios. Proyectamos en él la imagen de unpadre cósmico o de una madre cósmica, porque necesitamosque sea las dos cosas, pero no es ninguna de ellas.

—Entonces, ¿qué es? —le preguntó Tino.—Algo superior que las abarca a las dos y a muchas otras

que ni siquiera podemos imaginar.—Dios…—¿Ves esas dos serpientes, la cabeza de Coatlicue? —

preguntó Albatros.—Sí —Tino las iluminó con la linterna.—Es la dualidad. Para los aztecas Dios es al mismo

tiempo padre y madre de todo el universo. La verdaderaforma de Dios es algo imposible de concebir para nosotros.

Se quedaron callados por un momento. Tino aspiró hondo.—Lo que yo sí puedo concebir es la combinación para

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abrir esta caja fuerte —y les sonrió a todos—: tres cráneos,tres corazones, tres manos y dos serpientes. Tres-tres-tres-dos. Todo hacia la derecha.

—¿Por qué hacia la derecha? —le preguntó Doris.—Si no funciona, intentamos hacia la izquierda.—Qué pendejo eres.

149

En la celda de Madero, le dije las siguientes palabras:—Señor presidente, somos un comando especial y

venimos a rescatarlo.Se le abrieron los ojos y volteó a ver a Manuel Márquez

Sterling.—Eres un idiota, Juan Diego —se rió Wilson—. No sé

cómo entraste en este palacio pero nunca vas a salir —y seasomó por el enorme agujero de la puerta—. Alertaste atoda la guardia y están sonando las sirenas. Tus soldaditosvan a ser aplastados mientras conversamos.

—No lo creo, embajador —me volví hacia Jessica y ledije—: avísales que inicien la perforación.

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—Drillers, gentlemen —me sonrió.Los agentes colocaron sus taladros en el piso e hicieron

cuatro agujeros en el espacio entre los catres. Wilson miró aJessica con una expresión horrenda.

—¿Tú también me traicionas, preciosa? ¿Te convencióeste soldadito asqueroso?

—No es asqueroso, Henry. Él es un verdadero hombre.Tú no.

Los agujeros quedaron terminados y los agentesintrodujeron pastillas explosivas. Encendieron las mechas yle dije al presidente:

—Señor Madero, lo llevaremos a un lugar seguro y ungrupo de expertos lo apoyará para implementar un plan derestauración. Un ejército compuesto por fuerzas de variospaíses ha acordado acompañarlo en su regreso a Méxicopara recuperar la presidencia.

Todos en el cuarto estaban atónitos, incluyendo a Wilson.

150

En Virginia, a pocos minutos de Washington D. C., el

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presidente Taft estaba reunido en el templo masónico deGeorge Washington con las veinticinco jurisdicciones delconglomerado de la Gran Logia de Alexandria.

Philander Knox le dijo al oído:—Dentro de unas horas el embajador Henry Lane Wilson

realizará una cena de honor en la embajada en México, enhomenaje al natalicio de George Washington. AsistiráVictoriano Huerta en calidad de presidente.

—Pero no ha asumido la presidencia —le rugiósilenciosamente Taft—. Quiero que se oficialice ese malditonombramiento o su presencia en la embajada esta noche va aser vista con sospechas. ¿Por qué no se ha reunido elCongreso mexicano?

—Señor presidente…—Quiero ese nombramiento legal cuanto antes.Knox caminó hacia atrás y se fue a trabajar.En ese momento se le aproximaron a Taft cuatro hombres

de negro y le dijeron:—Señor presidente, ya están instalados los estandartes

inaugurales en las calles para la toma de posesión deWoodrow Wilson.

—¿Qué hay de la seguridad?

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—Tenemos preparado el operativo para el 4 de marzo.Mil quinientos policías regulares y de los cuerposespeciales. Habrá detectives y francotiradores. Asistiráncincuenta comandantes de Baltimore y fuerzas selectas deFiladelfia.

—Muy bien. No quiero que se me culpe si algo le pasa aWoodrow.

—El estado de Hawai nos enviará una delegación para lamarcha en vestimentas nativas de las islas.

—Qué curioso… —masculló Taft.—En el vehículo principal estarán usted, el presidente

electo y los senadores Crane y Bacon.Enseguida otras cuatro personas que cargaban cajas con

moños se le acercaron a Taft.—Señor presidente, éstos son regalos por parte de los

invitados de esta comida.—Me gustan los regalos.—La mayoría son para su esposa, señor presidente, sobre

todo diamantes Rivière y De Beers.—Bueno, eso la mantendrá contenta.Henry L. Stimson, el secretario de Guerra, separó

repentinamente a Taft del grupo.

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—William… —le susurró—, el presidente Madero seráasesinado esta noche.

Taft miró hacia abajo y torció la cara.—La historia se repite, Henry. Hace cuarenta y seis años

el emperador de México Maximiliano de Habsburgo fuecapturado y asesinado. Eso mismo es lo que le va a ocurrirahora a Madero.

—William, Maximiliano fue enviado por los europeospara controlar una parte de América mientras nosotrosestábamos enredados en nuestra guerra civil. Y nuestraguerra civil la desencadenó Inglaterra. Los europeos no vana dominar nuestro continente. Maximiliano murió porqueAmérica es para los americanos. Ése es nuestro DestinoManifiesto.

—Eso es verdad, Henry. Nosotros no importamos, lo queimporta es el destino.

—La misión será cumplida —dijo Stimson consatisfacción—. Para el 4 de marzo habré concentrado a diezmil marines en Galveston, Texas, listos para entrar a Méxicosi sucede algo diferente a nuestros planes. Éstas son lascartas con las que va a tener que jugar Woodrow Wilson. Elnuevo orden de los siglos está por comenzar —y le mostró a

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Taft su anillo de la calavera.

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En Londres, el rey Jorge presidía en el Palacio deBuckingham el homenaje fúnebre al capitán Scott,explorador del Polo Sur cuyo cadáver acababa de serencontrado en los glaciares de la Antártida.

A su derecha estaban el primer lord del almirantazgo,Winston Churchill, y el comisionado real británico para labúsqueda de petróleo, el anciano amarillento John ArbuthnotFisher.

—¡Los que viven después de morir no necesitanconmemoración! —exclamó el rey ante los asistentes.

Lord Fisher se inclinó hacia el joven Churchill y le dijoen el oído:

—Su majestad recibió hace unos minutos un telegrama deTaft. Le dice que le ofrece sus más sentidas condolenciaspor la muerte del capitán Scott y sus acompañantes, y querefleja el sentimiento de sus conciudadanos que compartenel pesar del pueblo británico por la pérdida de tantas vidas

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nobles.—Es una hipocresía —contestó Churchill sin dejar de

sonreírle a la asamblea—. Los barcos que están enviando aMéxico son su primera amenaza contra la Gran Bretaña. Essu declaración de que México es para los Estados Unidos.

—Está comenzando la guerra, joven Churchill.—Los rusos van a provocar un ataque contra Alemania en

Bulgaria o Bosnia-Herzegovina. Es cuestión de semanas. Silos americanos se alinean del lado de Alemania, vamos atener un serio problema.

—Todo depende ahora de quién domine la mente deWoodrow Wilson, joven Churchill.

Churchill siguió sonriéndole a la gente.—Se está consolidando un nuevo grupo. El chico

Harriman está peleando contra George Jay Gould laadquisición de Central Pacific y va a integrarla a UnionPacific. La corte le ordenó vender Southern Pacific pero laestá recomprando por medio de acciones y prestanombres.Ahora va a readquirir Southern Pacific de México, queperdió con la nacionalización que hizo Porfirio Díaz antesde 1910. Harriman se está convirtiendo en un verdaderopoder. Su guardaespaldas Lovett le cuida bien su imperio.

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—¿Crees que el joven Harriman esté urdiendo todo esto?—Es la fraternidad de Yale. Lovett y Taft pertenecen a la

Orden de la Calavera. Pero hay alguien por encima de ellos.

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En su retorno al Stadtschloss Palace de Berlín, Alemania, elemperador Guillermo II recibió protestas de agricultores yde miembros del partido socialista:

—¿Cómo piensa dirigir una guerra naval contra Inglaterracon submarinos, si usted nunca ha comandado un navío? —gritó uno.

El káiser se detuvo y miró al manifestante.—He veleado botes —sonrió sarcásticamente.Los guardias imperiales repelieron a la multitud y el

káiser entró en el rojo corredor magno del palacio,limpiándose la frente.

—Káiser Guillermo —le informó por detrás uno de susministros—, le acaba de llegar un comunicado urgente delembajador Von Hintze.

El káiser, con sus guantes blancos, tomó la carta y la leyó:

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El general Huerta sostuvo negociaciones secretas con el rebelde Félix Díazdesde el comienzo de la rebelión. El embajador norteamericano trabajóabiertamente a favor de Díaz y le dijo a Madero, en mi presencia, que lo hizoporque Díaz es pro norteamericano. La victoria de la reciente revolución esobra de la política estadounidense. El embajador Wilson realizó el golpe deEstado de Blanquet y Huerta. Él mismo se vanagloria de ello.

Hoy fue encontrado muerto un guerrillero del rebelde Pascual Orozco en elOrient Railway, que preside el ex gobernador Enrique Creel y que pertenece aun conglomerado estadounidense. Existe una conexión entre la rebelión deOrozco y el clan de Enrique Creel y su yerno Luis Terrazas. Tengoconocimiento de que hoy en unas horas un hombre del régimen de Porfirio Díazse reunirá secretamente con magnates estadounidenses en El Cairo, Egipto,para acordar las acciones sucesivas de esta conspiración.

La embajada norteamericana da órdenes sin ningún disimulo por medio delgobierno provisional de México, cuyos jefes, Victoriano Huerta y FranciscoLeón de la Barra, dependen moral y financieramente de Henry Lane Wilson.

Por ello debo repetir que la supremacía norteamericana, que varias veces heseñalado como destino de México, se ha implantado con las consecuencias queson de esperarse, como los tratados de reciprocidad que otorgarán a losintereses de los Estados Unidos condiciones preferenciales para controlar elmercado mexicano.

La situación se está agudizando y necesito saber si debo proceder connuestro plan. Espero sus instrucciones.

El káiser arrugó el papel y abrió los ojos.—Malditos yanquis —susurró—. México ya es una

colonia de los Estados Unidos.—Disculpe, káiser, lo es desde que instalaron a Francisco

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Madero —repuso el ministro.—Tienes razón. Con esa enorme frontera que tienen con

México yo haría lo mismo. Si no controlas a ese país comouna colonia, cualquier enemigo te puede atacar desde ahícon gran facilidad. Alisten a nuestra fuerza bélica, estopuede desencadenar cualquier eventualidad —el káiser sefrotó las manos.

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En El Cairo, un hombre imponente con un abrigo negro quele llegaba a los tobillos se quitó el sombrero de copa ytraspasó el arabesco umbral de la puerta de la Suite Imperiodel Hotel Shepheards.

Al entrar vio al fondo a un hombre gordo y enfermo,sentado en un sillón junto a la ventana, con los ojos llenos demucosidades y la nariz cubierta de pústulas negras. Estabaacariciando a un pequeño perro llamado Imperial Breed, depiel negra y mechones naranjas en las patas.

Detrás de las cortinas traslúcidas se veía la ciudad de ElCairo sumiéndose en el tono rojo del ocaso y se escuchaba

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el torrente del Nilo junto con las oraciones de la tardevociferadas desde las agujas de las mezquitas.

—Bienvenido, general Díaz —le dijo el hombre a suvisitante y soltó un eructo ácido que le quemó la garganta—.Lo esperaba con ansias.

El invitado se sentó y le devolvió la sonrisa. Era el exdictador de México, Porfirio Díaz, y le dijo a John PierpontMorgan:

—Todo está ocurriendo según lo previmos. Retornaré a lapresidencia de México en cuanto me lo requiera.

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En la celda de Madero estallaron los cuatro explosivos delpiso y cuando la nube de polvo se adelgazó vimos que sehabía hecho un hoyo. Abajo debía de estar la parte sur dellaberinto de Moctezuma.

—Ésta es la salida, señor presidente —le dije—. Al otrolado nos esperan tres vehículos que nos conducirán a cincoaviones caza que lo sacarán del país.

Madero me miró con absoluta incredulidad. Vio entre

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brumas a los agentes acoplando garfios en los bordes delagujero y lanzando hacia abajo las escaleras de cuerda.

—Exit route ready —nos dijeron y le hicieron señas alpresidente—: you can start getting down at any moment,mister president.

Afuera se oían ráfagas de ametralladora y explosiones degranada. Madero vio hacia la ventana y se alteróvisiblemente.

—Señor presidente, cuando usted quiera —le dije.Él se paralizó como si estuviera en un sueño. Nos observó

a Jessica y a mí. Después percibió que Wilson le sonreía yen una silla vio sentado a su hermano Gustavo.

—No puedo hacer esto —respondió Madero muyconfundido.

Me enderecé aterrado.—¿Perdón, señor presidente?Miró la silla vacía y le guiñó el ojo.—¿Gustavo? —ladeó la cabeza—. Aquí tengo tu trompo.Jessica me miró muy confundida.—Señor presidente —insistí—, es ahora o nunca.Madero musitó con una expresión muy dulce:—El ahora ya pasó. Nos encontramos en la región del

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nunca —y extendió la vista a Wilson—. No voy a escaparpor la puerta trasera como un cobarde.

Wilson esbozó una mueca perturbadora.—Pero señor presidente —le dije—, si se queda aquí lo

van a matar.—Lo sé.—¿Lo sabe? ¿Y sabiéndolo prefiere quedarse?Madero examinó el piso por un momento y me volteó a

ver con la expresión de Bernardo Reyes.—Hay valores superiores. Tengo un deber de nacimiento.

Hay poderes monstruosos por encima de todo esto. Lo queha pasado es sólo el principio de algo mucho más grande.

—¿Qué poderes, señor presidente? —pregunté.—Si hago lo que me ofreces, si abandono el país y formo

parte de un plan internacional para recuperar la presidenciapor medio de una fuerza militar extranjera, habrá una guerraque matará a millones de personas.

—La guerra ocurrirá de cualquier manera —le dije y elcorazón me golpeó el pecho con fuerza—: Carranza y otrosgobernadores están por iniciar el contragolpe, la verdaderarevolución acaba de comenzar.

—Nos volveremos a encontrar, soldado. Te esperaré en

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el gran océano y volveremos a ser uno —dijoenigmáticamente.

Afuera estallaron dos granadas y los guardias del palacioaniquilaron a los hombres de mi comando que cuidaban lapuerta. De inmediato irrumpieron como fieras.

—¡Salta, soldado! —me gritó el presidente—. ¡Ponte asalvo y ve con tu familia!

Tomé a Jessica de la muñeca y la jalé hacia el agujero.—Espera, Simón —me detuvo—. ¿Vas a ir con tu

familia?—¿Qué dices? ¡Ven, vámonos!—¿Nunca signifiqué nada para ti más que un instrumento

de tus planes?—¿Qué dices?—¿Qué vas a hacer conmigo cuando salgamos del

laberinto?—No te entiendo.Me miró muy triste y volteó a ver a Wilson.—Este soldado me secuestró y me obligó a obedecerlo,

Henry. Su esposa, su madre y su hijo están en el HotelGeneve, habitación 243.

Me quedé paralizado.

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—Muy bien, preciosa. En este momento ordenaré que lostraigan y los lleven a los sótanos de la embajada.

Me metí en el hoyo con el corazón estallando.

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Cuatro agentes del Servicio Secreto del comando de Tinoencargado de rescatar a Sara, la esposa del presidente,subieron por el foso superior de la gruta de Cincalco hastallegar a la base tubular del pozo del elevador del Castillo deChapultepec. Se aferraron de unas escalerillas y empezarona escalar, siempre mirando hacia arriba y deseando que elarmatoste no bajara.

Cuando divisaron las puertas del primer piso, alistaronlas granadas y los garfios de acero. Al abrirse las puertas,un destacamento de guardias del general Aureliano Blanquetlos acribilló.

—¡Debe de haber más en la caverna! —gritó uno—.¡Bajen y atrápenlos a todos!

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En la gruta subterránea, la puerta de la caja fuerte estabaabierta. Tino introdujo las manos y sacó una pila de papeles.El arqueólogo Albatros le dijo desde atrás:

—Esta cueva fue un lugar sagrado desde antes de la eraazteca. Aquí murió el último rey de la civilización tolteca,Huemac, en el año 1077. La leyenda dice que al entrar trajoconsigo el pergamino del plan del mundo de Quetzalcóatl.Debe de estar en algún lugar por aquí. Hay quienes piensanque Huemac y Quetzalcóatl son la misma persona,distorsionada por el mito.

—Ah, ¿sí? —preguntó Tino y siguió revisando lospapeles—. Demonios, aquí tenemos la conexión con HenryClay Pierce.

—Cuando los aztecas llegaron desde Aztlán, esta montañafue su primer lugar de asentamiento.

—¿Por qué la gente no sabe nada sobre esta cueva?—Porque esconde poderes sagrados… —afirmó Albatros

y se asomó a un hoyo cavernoso que estaba a dos metros dela caja fuerte y que debía de conducir hacia un área másprofunda de la gruta.

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—¿Qué poderes? —preguntó Tino.—Energía.—¿Energía? ¿Qué clase de energía?—La energía que lo conecta todo, el tejido electrónico del

universo: la energía de punto cero. En los últimos días delImperio azteca, Moctezuma envió aquí a sus consejeros paraconsultar con la madre Tierra si debía confiar en losespañoles…

—Pues creo que lo aconsejaron mal —dijo Tino ydesparramó los papeles sobre el escritorio—. Ayúdenme arevisar todo esto, no puedo solo.

—¿Qué estamos buscando? —preguntó Albatros.—El nombre del banquero estadounidense que financió y

provocó la Revolución mexicana. El Gran Patriarca.—¿Gran Patriarca?Por encima de ellos descendían silenciosamente doce

guardias de Aureliano Blanquet armados conametralladoras.

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Mientras corría a través del túnel oscuro, miraba de soslayolas imágenes aztecas en los muros. Ahora no me importabanmi país, lord Cowdray, Von Hintze o el Gran Patriarca. Loúnico que quería era llegar al Hotel Geneve y rescatar a mifamilia antes de que aparecieran los asesinos de Henry LaneWilson.

Los hombres de Lind que venían detrás de mí seguramentese preguntaban consternados qué diablos me pasaba.Avanzamos en la penumbra y de súbito intuí que los guardiasdel palacio habían ingresado por el boquete que hicimos alllegar.

—¡Van a entrar por el otro lado! ¡Busquemos otra salida!—grité y me metí en un corredor lateral del laberinto.

Tal vez los agentes no entendieron la consigna pero mesiguieron.

—¡Alisten sus explosivos! —proferí aterrorizado.—Explosives?—¡Es hora de volar algunos pedazos del Palacio

Nacional!

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Arriba de nosotros, en el recinto parlamentario del palacio,estaban reunidos los senadores y diputados de la República.En la tribuna se encontraban Pedro Lascuráin, VictorianoHuerta, Francisco León de la Barra y Enrique Cepeda.

Lascuráin alzó la carta de renuncia de Francisco Maderodirigiéndose a la asamblea:

—Honorable Congreso de la Unión: el señor FranciscoMadero y el vicepresidente Pino Suárez han renunciado asus cargos hace unos minutos… —y se escucharonmurmullos y abucheos—: ¡Silencio, señores! Deconformidad con lo establecido en la Constitución Federalde 1857, en calidad de secretario de Relaciones Exteriores,asumo la presidencia provisional de la República.

Inmediatamente tronaron aplausos y rechiflas. Elpresidente de la Cámara golpeó con su martillo y se hizosilencio. Lascuráin prosiguió:

—Mi primer acto de gobierno es nombrar como titular dela Secretaría de Gobernación al general Victoriano HuertaMárquez. Mi segundo acto de gobierno, siendo en estemomento las cinco y cuarto de la tarde del 22 de febrero de1913, es renunciar al cargo de presidente de la República,

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que en mi ausencia, en ausencia de un vicepresidente y enausencia de un secretario de Relaciones Exteriores,corresponde al secretario de Gobernación. A partir de estemomento, el presidente de México es el general VictorianoHuerta. Reciban a su nuevo presidente.

Lascuráin levantó la mano de Huerta y nuevamente laaudiencia irrumpió en aplausos mezclados con gritos einsultos.

Tras más de media hora de bullicio y confusión, Huertareemplazó a Lascuráin en la silla central de la tribuna yclamó con las cejas hacia arriba, como si fuera a llorar:

—Querido pueblo de México, asumo el Poder Ejecutivoen medio de circunstancias dificilísimas, las tristescircunstancias que atraviesa la nación, y muyparticularmente en estos últimos días la capital de laRepública, la que por obra del deficiente gobierno del señorMadero se puede calificar de situación casi de anarquía.Tengo detenidos en este Palacio Nacional al señorFrancisco Madero y su gabinete.

—Ni siquiera sabe hablar… —le murmuró un senador aotro—. Sólo Dios sabe lo que nos espera.

—Lo que Huerta sabe hacer es matar —le sonrió el otro

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—. Lo que estamos viviendo es una maldita comedia.Lascuráin fue presidente por cuarenta y cinco minutos.¿Puedes creerlo? La presidencia más corta de la historia.

—Y el muy pendejo no hizo nada durante su gobierno.—Alguna vez este recinto fue el Salón de Comedias del

virrey Luis de Velasco, ¿lo sabías? En realidad hoy lacomedia ha terminado para dar paso a la tragedia. Elgobernador Carranza está por iniciar el contragolpe. Lo quevivirá nuestro país durante los próximos años no será unarevolución sino una secuencia de revoluciones ycontrarrevoluciones derrocándose unas a otras hasta quetodo quede destruido.

Repentinamente Henry Lane Wilson entró en el recinto enmedio de un mar de reporteros.

—Señor Wilson, ¿es cierto que usted ha arreglado tododesde la embajada de los Estados Unidos? ¿Se trata de unplan para desestabilizar a México? —le preguntó uno.

—Para nada, mi amigo —dijo Wilson con arrogancia—.Yo sólo soy un humilde embajador —y siguió avanzando.

—Señor Wilson, ¿es verdad que usted ordenó el asesinatodel diputado Gustavo Madero? ¿Qué va a pasar ahora con elpresidente y con el vicepresidente? ¿Los van a matar

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también?Wilson se detuvo.—Yo no ordené nada. Y te sugiero dirigirte a mí con más

respeto o haré que te corran de tu periódico —reprendióairadamente al reportero—. En cuanto al ex presidenteMadero, supongo que será metido a un manicomio, que es ellugar donde pertenece —varios soltaron carcajadas—. Porlo que respecta a Pino Suárez, él es un infame, y si lo han deasesinar, eso no constituirá una gran pérdida.

—Embajador Wilson, ¿quién es el capo financiero detrásde la desestabilización de México, al que en algunoscírculos se le llama el Gran Patriarca?

—No sé de qué hablas, seguramente has estado leyendomuchas novelas fantásticas. ¿Me permiten? —Wilson señalóhacia adelante.

—Embajador, ¿usted puede interceder por la vida deFrancisco Madero? ¿Puede intervenir para evitar que elnuevo régimen lo asesine, como a su hermano?

—Mi amigo, un diplomático como yo no debe inmiscuirseen los asuntos internos de México —Wilson no pudodisimular una mueca de sarcasmo.

Justo cuando el embajador intentaba abrirse paso entre los

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reporteros, sobrevino una tremenda explosión queestremeció el recinto parlamentario, haciendo que loslegisladores saltaran de sus asientos. Los senadores ydiputados lanzaron gritos y Wilson apretó los dientes.

—Juan Diego… El estúpido traidor de Juan Diego, me lasvas a pagar con tu familia.

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En Coahuila, el gobernador Venustiano Carranza, con unabarba idéntica a la de su mentor, Bernardo Reyes, se levantóen la tribuna y se dirigió al Congreso de ese estado:

—¡Pueblo de Coahuila y pueblo de México: acaba deperpetrarse un golpe de Estado contra nuestro país! Anteustedes, Vigésimo Segundo Congreso Estatal de Coahuila,propongo el siguiente decreto: se desconoce al generalVictoriano Huerta en su carácter de jefe del Poder Ejecutivode la República, que dice él le fue conferido por el Senado;y se desconocen también todos los actos y disposiciones quedicte con ese carácter en adelante.

Las ovaciones no se hicieron esperar.

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—Asimismo les propongo que en este mismo instanteprocedamos a armar una fuerza para coadyuvar alsostenimiento del orden constitucional en la República, queserá llamada Ejército Constitucionalista de la RevoluciónMexicana. ¡Desde este momento estamos en guerrarevolucionaria contra el gobierno federal! —exclamóCarranza.

En medio de la euforia del público que no dejaba deaplaudir, uno de los diputados se inclinó sobre otro y lemurmuró:

—Que Dios nos ayude, acaba de surgir una nuevaRevolución…

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Mientras el oxígeno se volvía cada vez más escaso en lacueva secreta de Cincalco, Tino, Doris y el arqueólogoAlbatros revisaban con premura los documentos de la cajafuerte.

—Sherburne Gillette Hopkins es abogado de losMadero… —señaló Doris, quien luchaba por contener un

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ataque de tos.—¿Qué dices? —Tino le arrebató el papel, que decía a la

letra:

Recibí de G. A. Madero, agente confidencial del gobierno provisional de laRepública de México, un documento cuya copia es adjunta, por virtud de la cualel mencionado gobierno rebelde me entregará en bonos de la primera emisión lacantidad de cincuenta mil dólares ($50,000.00) U. S. C. (moneda americana).

Estos cincuenta mil dólares ($50,000.00) en bonos los acepto como pago dedicho gobierno por mis servicios hasta la fecha. Por la presente me obligo acontinuar prestando mis servicios en favor del mencionado gobierno rebelde ode sus representantes, como consejero, hasta la terminación de la presenterevolución.

En caso de que el gobierno provisional no sea reconocido o establecido en elpoder, por su inhabilidad para suceder al actual gobierno de Díaz, lasobligaciones contenidas en este documento serán consideradas nulas y sinvalor.

Sherburne Gillette Hopkins

Testigos: N. H. Brantty. N. H. Robbins.

—Condenados pelos de la burra en la mano —susurró Tinoy arrugó el papel—. ¿Cuáles servicios le prestó Hopkins aMadero?

—Qué pendejo eres —le dijo Doris y le arrebató eldocumento—. Sus servicios consistieron en suministrar

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armamento y entrenar a los guerrilleros de la revolución.—Demonios.—¡Aquí lo dice! —exclamó Albatros y dio lectura a otro

documento—: Hopkins le consiguió a Francisco Madero almenos trescientos mil dólares de los setecientos mil quecostó su revolución. Hopkins obtuvo esos fondos de ungrupo petrolero americano.

—¿Qué grupo? —le preguntó Tino.—Aquí no lo dice, pero de ahí salieron los cincuenta mil

dólares que Madero le pagó a Hopkins; cantidad querepresenta ocho por ciento del costo total de la revolución.Eso es lo que se embolsó Hopkins por organizar y dirigir lasguerrillas de Villa, Zapata y Pascual Orozco.

—Aquí hay algo más… —interrumpió Doris con otropapel en la mano—. Henry Clay Pierce le dio seiscientosochenta y cinco mil dólares a Madero. Aquí está el recibo.

—Ése debe de ser el grupo petrolero —dijo Tino—:Waters-Pierce Oil. Henry Clay Pierce es el dueño de esacompañía.

—No, tonto —repuso Doris—. Se te olvida lo que nosdijo John Lind en el campamento: Henry Clay Pierce es elprestanombres de otro magnate mucho más poderoso. Ese

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otro es el Gran Patriarca.—Entonces sigamos buscando… —propuso Tino.Albatros asintió y comentó ingenuamente:—Esto me está gustando más que la arqueología…—Sí —le dijo Tino—. Arqueología de la mierda.Entre tanto, ninguno de ellos notó, ni siquiera los agentes

de Lind, a los guardias de Blanquet que venían bajando porlas paredes con el más absoluto sigilo, escondidos entre lasformaciones de roca.

161

Hice estallar cuatro detonadores y salí reptando por unagujero a un ducto de drenaje de la calle de Moneda, en elcostado norte del Palacio Nacional.

Con unas pinzas para hierro que me facilitaron loshombres de Lind troné el candado de una coladera y laempujé. Salté hacia afuera y corrí por la misma calle por laque hacía trece días había entrado con Bernardo Reyes acaballo, cuando todo comenzó.

Troté hacia la plaza central y pasé por el mismo lugar

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donde se detonaron las balas que asesinaron a BernardoReyes. En la puerta principal del palacio vi a tres mujeresvestidas de negro que lloraban a los pies de los gendarmes,y me seguí de frente.

Los hombres de Lind estaban tan desconcertados que yano me siguieron. Se dispersaron y se dirigieron a sus coches.

Había gente en la plaza, mucha gente. Por todos lados seveían niños con globos, mujeres paseando con sus madresancianas y grandes letreros que decían: “Viva el generalVictoriano Huerta. Viva la paz”.

En las esquinas había pianistas tocando música y tambiénhombres haciendo sonar sus organillos. La música seelevaba hacia el cielo amarillo de la tarde.

Se celebraba algo cívico, la toma de poder de un nuevopresidente, pero a nadie le importaba eso. Ni entonces niahora eso le ha importado a nadie. Lo único que lesimportaba era tener un país en paz para poder amar a susfamilias.

Junto a uno de los organilleros había dos carros, uno decastañas y otro de moras acarameladas, y ahí no estaba miesposa.

Detuve un taxi, me subí y le coloqué al chofer la pistola

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en la cabeza.—Lléveme al Hotel Geneve. ¡Rápido!

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Cuando el presidente interino Victoriano Huerta abandonó elrecinto parlamentario en medio de aclamaciones y decongresistas aduladores, y se encaminó por la Galería de losPresidentes hacia su anhelado despacho.

—Señor presidente —le dijo Rodolfo Reyes, su ministrode Justicia—, ya tienen en la biblioteca a la mujer que lespidió que trajeran.

—Ah, ¿sí? —Huerta subió las cejas e infló el pecho comoun sapo, después de todo ya tenía la banda presidencial y lainvestidura en la que se sentía realizado.

Al abrir la puerta de la pequeña biblioteca, Huertaencontró a una mujer joven vestida de negro que se levantómuy nerviosa al verlo llegar.

—Señora Madero —le sonrió en forma imponente.Sara había permanecido en ese espacio claustrofóbico

durante siete horas, oyendo el reloj de la pared y soportando

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la mirada cruda de los guardias que la llevaron en calidadde prisionera. En un intento desesperado por rescatarla, sumucama Esperanza y sus hermanas Ángela y Mercedes sehallaban afuera, a las puertas del palacio, rogando que lasdejaran entrar.

—Señor presidente —se le aproximó Sara muy angustiada—, sé que tiene a mi esposo tres pisos abajo en este palacio.Le ruego que le perdone la vida.

Henry Lane Wilson entró en la biblioteca detrás deHuerta, seguido por Enrique Cepeda, quien ya no cargabaportafolio alguno. Clavaron la mirada ferozmente en Sara ytodo permaneció en silencio durante unos segundos, aexcepción del reloj de la pared, que la mujer revisó con susgrandes ojos.

—Señora Madero —se le acercó Huerta y subió las cejascomo si fuera a llorar—, en este momento el cuerpo de sumarido es materia de seguridad nacional.

—¿El cuerpo, general Huerta?—¡Ja! —el general soltó una estruendosa carcajada—. No

se atemorice, señora —le puso a Sara el dedo debajo delmentón y se lo acarició—. En unas horas permitiré que suesposo sea trasladado a la estación de ferrocarriles de

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Buenavista, donde un tren los llevará a él, a usted y a sufamilia a Veracruz, para que tomen un barco hacia Cuba.

—¿De verdad, general? —preguntó Sara ilusionada.—Bueno, no puedo garantizar que no le pasará nada

durante el trayecto… —respondió Huerta mordazmente.—¿Qué está diciendo, general?—Uno nunca sabe —Huerta le acarició la mejilla—. Hay

demasiados bandoleros en las rutas de los ferrocarriles. Nisiquiera un presidente como yo puede controlarlo todo.

—Señor presidente —sollozó ella—, espero que no tengaplaneado asesinar a mi esposo.

Rodolfo Reyes, quien estaba oculto detrás de la puerta,respiró hondo.

—Señora —dijo Huerta—, la muerte de su marido no esalgo que yo pueda decidir. En todo caso la decidirá migabinete.

Sara le quitó la mano de su cara y le aferró el brazo.—No tiene por qué matar a Francisco, general. No le

tenga miedo. Ya no es presidente.Al instante Wilson la tomó de la muñeca y se la torció

hacia abajo.—No se altere, señora Madero. Para que lo sepa, el

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derrocamiento de su esposo se debe a que nunca quisoconsultar conmigo las decisiones importantes. Ahora veamosqué vamos a hacer con usted.

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Salté del taxi y corrí al Hotel Geneve. Afuera había unacoraza de guardias británicos en uniformes blancos. Lleguéjadeando y les mostré mi cárdex.

—Soy Simón Barrón —les dije—. Traigo informacióncrucial para lord Cowdray.

Me arrebataron el cárdex y lo pasaron hacia atrás, dondeestaba el jefe del comando de la puerta de acceso.

—Quítenle las armas y déjenlo pasar —ordenó.Me revisaron y no encontraron nada. Mis armas y la

pastilla de Von Hintze las había dejado dentro de una bolsaque colgué de la rama de un árbol a dos cuadras.

Pasé trotando y me siguieron tres guardias armados. Toméel primer pasillo y aceleré el paso entre las estrechasparedes rosadas que olían a madera y brea. Llegué hasta lasescaleras y me dispuse a subir hacia el segundo piso.

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—¡Oye, tranquilo! —gritó uno de los guardias detrás demí—. ¡Baja la velocidad!

Subí a toda velocidad los escalones de madera negra ycrujieron con mi peso. Me metí en el estrujante corredor delsegundo piso y vi el letrero de la primera habitación: “201”.

Comencé a correr y mientras veía pasar los númerosdorados me repetí sin parar: “243, 243, 243”.

—¿A dónde va, soldado? ¡Deténgase! —me ordenó unguardia.

—¡Tengo que revisar algo! —contesté y seguí adelante.Llegué a una esquina y torcí hacia un nuevo corredor, muchomás oscuro.

—¡Soldado! ¡Deténgase o disparo! —escuché amenazanteal mismo hombre.

Al fin vi el número 243. La puerta estaba abierta. Losguardias me prendieron de los brazos y me arrastraron haciaatrás.

—¡Está usted detenido, soldado!—¡Suéltenme! —imploré—. ¡Paulina! ¡Paulina! —grité

con toda la fuerza de mis pulmones.De la puerta de la habitación salió una persona.

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Tino, Doris y Albatros seguían escudriñando los papeles.—Escuchen esto —dijo Albatros con un documento en la

mano, sin notar que detrás de las piedras lo observaban losguardias de Blanquet—: a cambio de su contrato paraorganizar la parte militar de la revolución, Hopkins le exigióa Gustavo Madero que, cuando su hermano llegara a lapresidencia, modificara el consejo directivo de losFerrocarriles Mexicanos, que ya eran propiedad delgobierno por decreto de Porfirio Díaz, y que sacara de ahílos intereses ingleses remanentes, que básicamentesignificaba eliminar a un hombre británico llamado WeetmanPearson, también conocido como lord Cowdray.

—¿Lord Cowdray? —preguntó Doris.—Es el dueño de la petrolera más grande de México, la

Mexican Eagle —respondió Albatros—. Antes de 1906, elpetróleo de México lo controlaba un grupo financieronorteamericano por medio de la compañía Waters-Pierce,cuya falsa cabeza, Henry Clay Pierce, como ya sabemos, noera más que la máscara del Gran Patriarca de los Estados

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Unidos. La otra condición de Hopkins para Madero fuedestruir a la Mexican Eagle y acabar con lord Cowdray,para que los americanos se quedaran con el dominio enterodel petróleo mexicano.

—¿Pero quién es el maldito Gran Patriarca? —preguntóTino y siguió escarbando en los papeles.

—Aquí hay algo… —dijo Albatros y sacó otrodocumento—: después de detonarse la Revolución mexicanacon el llamado que hizo Madero con la asesoría de Hopkins,desde San Antonio, Texas, el 20 de noviembre de 1910, enmayo de 1911 hubo una reunión secreta en Nueva York. Elsecretario de Hacienda de Porfirio Díaz, José YvesLimantour, acudió a ese encuentro, donde lo esperabanHopkins, el embajador Henry Lane Wilson y directivos delos bancos Speyer and Company y National City Bank.

—¿Speyer? ¿National City Bank? —preguntó Tino.—A esa reunión secreta también asistieron un hombre

llamado Francisco Vázquez Gómez y el papá de FranciscoMadero. Ahí se decidió el futuro de México.

—¿El papá de Francisco Madero? —preguntó Doris.—Según este papel, desde hacía varios años él mismo

negoció con los banqueros americanos que su hijo llegara a

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la presidencia de México, para controlarlo todo en conjuntocon ellos.

—Carambolas —Tino se rascó la cabeza—. Mi papá mepegaba pero nunca me usó de esta manera.

—Cuando regresó a México, Limantour vino con la orden,por parte de esos banqueros, de convencer a Porfirio Díazde renunciar, lo cual no hizo. El 9 de mayo, Madero hijoabandonó San Antonio, cruzó la frontera y tomó CiudadJuárez con guerrilleros entrenados por Hopkins. Ahí sedeclaró presidente auténtico de México y ese mismo día elgobierno de los Estados Unidos lo reconoció oficialmentecomo presidente.

—¿Siendo aún Porfirio Díaz el presidente? —exclamóTino.

—No sólo eso —Albatros sacudió el papel—. Estallaronrebeliones en Cuautla, Pachuca, Hermosillo, Mazatlán,Torreón y Cananea, todas dirigidas por Hopkins desde losEstados Unidos bajo el alias de Frederick Werther.

—Demonios…Entre tanto, los guardias de Aureliano Blanquet se

dispersaron silenciosamente por los costados de la gruta.—Fue una acción sincronizada —concluyó Albatros y

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bajó los papeles—. El gobierno americano envió cuatrobarcos de guerra a los puertos mexicanos y lanzó veinte milmarines a los puestos fronterizos de Galveston, San Antonio,Douglas City y San Diego, igual que lo que está pasandoahora, para iniciar una invasión por tierra si Porfirio Díazno renunciaba.

—Santo Dios… —suspiró Tino—. Y yo creía que laRevolución mexicana la habíamos hecho los mexicanos.

—Para el 25 de mayo —continuó Albatros—, el territoriomexicano ya estaba totalmente fuera de control y PorfirioDíaz firmó su renuncia.

Todos se quedaron callados. Sólo se escuchaban lasfiltraciones de la caverna y los borbotones humeantes delmanantial sulfuroso de Cincalco.

Doris miró fijamente a Albatros.—Algo aquí no cuadra ni con escuadra, cuatito. Si los

americanos pusieron a Madero en la presidencia, ¿por quélo están quitando ahora?

El arqueólogo revisó sus papeles y le dijo:—Cuando Madero asumió la presidencia no cumplió

ninguna de las órdenes que le dio Hopkins: no quitó a lordCowdray de los ferrocarriles, no firmó el tratado

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preferencial de comercio con los Estados Unidos, ni eliminóa la Mexican Eagle de Weetman Pearson. Todo lo contrario,apoyó a Cowdray, respaldó a los ingleses.

Doris sufrió otro ataque de tos:—Bueno, o encontramos rápido el nombre de su Gran

Patriarca o me largo de esta pinche cueva.

165

La persona que salió de la habitación 243 del Hotel Geneveno era mi esposa. Era lord Cowdray. Se me paralizaron laspiernas.

—¿Lord Cowdray? —le pregunté.Se me acercó y se detuvo a dos pasos de mí.—Young Byron, young Byron… —me sonrió y le hizo un

gesto a sus soldados para que me quitaran las manos deencima.

Me tambaleé y me puse en pie.—¿Dónde está mi esposa? —le pregunté.—Debiste decirme que tenías a tu familia en este hotel,

jovencito. Yo los habría cuidado personalmente. Me

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traicionaste.—Pero señor Cowdray…Me tomó del brazo y me metió en la habitación.—Me enteré de esto hace unos minutos —me dijo y cerró

la puerta—: hubo un escándalo en el lobby y mis guardiasme alertaron sobre los gritos.

—¿Gritos, señor Cowdray?—Cuatro personas sacaron a tu familia cubierta con

mantas y los subieron a unos vehículos sin placas. Mishombres no pudieron seguirlos, los perdieron.

—Tengo que irme, señor, debo buscar a mi familia.Cowdray me aferró del brazo.—No irás a ningún lado… No saldrás de esta habitación

hasta que me digas quién es mi enemigo. ¿Quién es el GranPatriarca?

Eché un vistazo rápido alrededor de la habitación. En lassillas había ropa y zapatos. En el piso descubrí el caballo detrapo de mi hijo Bernardo, mientras que en la credenzaestaba el espejo de madera de mi esposa y el sarape derosas con estrellas de mi mamá.

—Señor Cowdray, en pocos minutos tendré el nombre delGran Patriarca. Déjeme ir primero por mi familia.

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—Lo necesito ahora. En pocos minutos ocurrirán cosasmuy graves.

—Ahora no lo tengo, señor.Cowdray me miró fijamente.—Supongo que sabes a dónde se los llevaron…—Sí, señor, a los sótanos de la embajada de los Estados

Unidos.—Yo también lo sé… —dijo Cowdray con aire de

suficiencia—. Hoy se celebra ahí la gran gala en homenajeal nacimiento de George Washington. Asistirán todos losembajadores y los miembros del nuevo gobierno de tu país,incluyendo al presidente Huerta. Habrá guardias yescuadrones de la presidencia por todos lados. Las calles dela periferia estarán rodeadas. Debo decirte que vas anecesitar más que la ayuda de Dios para entrar en esaembajada.

—Me conformaría con la ayuda de usted —esbocé unamueca de complicidad.

—Young Byron, yo no puedo hacer eso, representaría unadeclaración de guerra a los Estados Unidos. ¿Te imaginaslas consecuencias?

—Entiendo.

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—Y aun si pudiera, no se me ocurre cómo introducirte enlos sótanos con toda la vigilancia que habrá esta noche.

—Yo sí sé, señor…Sin más, Cowdray metió la mano en su bolsillo, sacó un

pequeño papel enrollado y me lo entregó.—Young Byron, estoy de tu lado. No leas esto hasta que

todo haya terminado. Todo saldrá bien.

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Casi al caer la noche, Wilson entró en la embajada por elarco de las gárgolas y avanzó muy orgulloso de su triunfopor la alfombra roja. La recepción estaba llena de globosazules, blancos y rojos; por todas partes había estandartescon la cara de George Washington. El primero que lorecibió fue John Lind.

—Eres un bastardo, Wilson —le susurró y a continuaciónlo acompañó por las escaleras espirales hacia el vestíbulo.En el segundo piso se les sumó el secretario Schuyler.

—El bastardo eres tú, Lind —repuso Wilson—. ¿Acasocrees que no sé que tú armaste el comando de hoy en el

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Palacio Nacional, con mi amiguito Simón Barrón? Regrésatea Washington y dile a tu querido Woodrow Wilson que metiene sin cuidado. Dile que está iniciando una guerra contrael Gran Patriarca y que sus días están contados.

—Wilson, estás a un paso de caer en el precepto detraición al gobierno de los Estados Unidos.

—No hasta el 4 de marzo —se jactó el embajador—. Paraentonces el mundo habrá cambiado tanto que no lo vas areconocer.

Finalmente llegaron al vestíbulo del cuarto piso, donde yase encontraban los miembros más distinguidos de la clasepolítica mexicana comiendo canapés. A excepción deManuel Márquez Sterling y Kumaichi Horiguchi, todos losembajadores también habían acudido a la celebración.

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Me dirigí de prisa al árbol donde había dejado mis armas,en la esquina de Liverpool y Niza. De ahí corrí una cuadrahacia la avenida del acueducto. Cuando llegué a los arcos depiedra, escuché arriba de mí el flujo del agua que venía

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desde la montaña de Chapultepec, que se veía al poniente.Allá debía de estar Tino buscando el nombre del GranPatriarca.

Coloqué la bolsa en el suelo y saqué las pinzas paracortar hierro. Troné el candado de una alcantarilla debajodel arco y la levanté con gran esfuerzo. No se distinguíanada más que oscuridad pero había una escalerilla oxidada.

Me eché la bolsa al hombro e inicié el descenso.Yo sabía lo que había abajo: el gigantesco túnel que me

llevaría hasta la embajada.

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En la montaña, Tino miró la escultura de Coatlicue y susurrópara Doris y para el arqueólogo Albatros:

—Significa que Waters-Pierce es la mano detrás de todoesto…

—Que no, idiota —le dijo Doris—. Ya te dijimos queHenry Clay Pierce es sólo un prestanombres. Aquí lo dice—y manoteó un papel—. Henry Clay Pierce sólo es dueñode treinta por ciento de las acciones de Waters-Pierce.

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—¿Y quién es el dueño del otro setenta por ciento?—El hombre al que estamos buscando. Aquí aparece

como controlador mayoritario pero su nombre está tachado,mira —Doris le mostró el papel.

Albatros leyó otro papel:—Aquí dice algo más: Porfirio Díaz llamó a los ingleses

para contrarrestar el poder que los americanos tenían sobreel petróleo mexicano a través de Waters-Pierce. El rey deInglaterra le asignó la misión a lord Cowdray. Cowdraycreó la Mexican Eagle y Díaz le otorgó una concesiónexclusiva para explotar todo el sur de México. Cowdrayinundó el mercado mexicano con su queroseno, que vendía asólo ochenta centavos de dólar por lata de veinte litros,mientras que Waters-Pierce Oil lo vendía a tres dólares concincuenta centavos.

—Lo cual hizo cagarse a los americanos… —reparóDoris.

—Por lo visto, sí —respondió Albatros—. Pocassemanas después estalló misteriosamente un pozo de lordCowdray en Veracruz, el pozo de Dos Bocas, en San Diegode la Mar, en la Laguna de Tamiahua. Aquí está la foto —ynos la enseñó—. Se perdieron noventa y cinco mil barriles

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diarios de aceite durante cincuenta y ocho días.—Hijos de puta, es nuestro petróleo —se quejó Tino.—A pesar de eso, para 1909 la compañía de lord

Cowdray ya controlaba cincuenta por ciento del petróleo deMéxico, con un capital de veinticuatro punto cuatro millonesde pesos —Albatros azotó el documento sobre el escritorio—. Esto es lo que detonó la Revolución mexicana.

—El Gran Patriarca decidió la venganza —señalóDoris.

Albatros alzó de nuevo el papel.—Con el fin de calmar al Gran Patriarca, Porfirio Díaz

le dio un contrato a Waters-Pierce para asfaltar la ciudad deMéxico con dos millones de barriles anuales durante cincoaños.

—Sí, yo dormí en varias de sus pinches máquinas —dijoTino.

—Pero cuando Porfirio Díaz supo que lo iban a derrocar,le quitó a la corporación matriz de Waters-Pierce su mayorconcesión de exploración y perforación en México. El restoes historia…

—Entonces, ¿todo esto es por el petróleo? —preguntóDoris.

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Repentinamente se escuchó un ruido de rocas que sedesgajaban por algún lado. Los hombres de Lind voltearonpero no vieron nada.

Detrás de una roca se asomó una mirada furtiva.—Hace dos años México produjo doce y medio millones

de barriles —continuó Albatros—. Eso significa muchodinero. México e Irán somos los mayores productores depetróleo en el mundo. Por eso nos están desestabilizando.Quieren nuestros territorios.

—Diablos.—Para empeorar las cosas, cuando Madero asumió el

poder, en vez de ayudar a los americanos, decretó unimpuesto nuevo para los petroleros, de veinte centavos porbarril, y les ordenó que se inscribieran en un registro similaral que Porfirio Díaz empleó para las compañíasferrocarrileras antes de nacionalizarlas —explicó elarqueólogo.

Doris negó con la cabeza:—Y pensaron que Madero nacionalizaría el petróleo.—Tal vez sí lo iba a hacer. Ése era el proyecto de

Bernardo Reyes —Albatros levantó otro papel—: según esteinforme, las oficinas centrales de Waters-Pierce están en

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San Luis, Missouri, en los Estados Unidos. Ahora comienzoa entender por qué el llamado a la revolución de Madero sellama Plan de San Luis. No es por San Luis Potosí, sino porSan Luis, Missouri.

—Diantres —dijo Tino—. La situación está bastantejodida. ¡Hemos vivido creyendo una mentira!

—Según este periódico —Albatros leyó un ejemplar delNew York Times de hacía sólo unos días—, el senadorAlbert Falcon Fall, de Nuevo México, está investigando elasunto de México y acaba de decir ante la Hispanic Societyde Nueva York que Madero tuvo en San Luis, Missouri, unperiódico llamado La Regeneración, y que las bandasguerrilleras y la publicación recibían mil dólares mensualespara imprimir su propaganda, dinero que venía de SanDiego, San Francisco, Los Ángeles, Minneapolis,Sacramento y Cleveland. Una parte de esos fondos secanalizaban directamente a Emiliano Zapata y PascualOrozco.

—Me siento constantemente violado… —respingó Tino.—La oficina principal no está en San Luis, Missouri —le

dijo Doris a Albatros y le mostró otro documento—: segúneste comunicado, el verdadero centro donde se controlan las

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operaciones de Waters-Pierce en México está en NuevaYork, en la calle New Street 75. Ahí hay un hombre llamadoRobert H. McNall, y él es quien comanda la corporación, noHenry Clay Pierce.

—¿McNall? —preguntó Albatros—. Pero aquí dice queese McNall es únicamente un empleado de otra corporaciónmucho más grande, y que la dirección New Street 75 deWaters-Pierce es sólo la puerta trasera del número 26 de lacalle de Broadway, que son las oficinas centrales de esacorporación colosal.

—¿Broadway 26? —peló los ojos Tino—. ¿Cuál es esacorporación?

—El nombre también está tachado…Tino murmuró:—Ésa debe de ser la corporación que está controlando

todo…—Momento… —susurró Albatros, como si acabara de

descubrir un tesoro arqueológico—. Aquí esta… —ylevantó lentamente un documento. Los miró a los dos y lessonrió—: aquí está el convenio entre el papá de FranciscoMadero y el Gran Patriarca. Aquí está su nombre.

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Avancé por el túnel, que me pareció un camino infinito, aúnmás gigantesco que cuando lo recorrí con Jessica.

Mientras mis pasos y mi respiración hacían eco y seperdían en el fondo, extraje de la bolsa las granadas Kugelque me facilitaron los hombres de Lind; también saqué unaspastillas explosivas y un pequeño taladro de mano. Todo melo encajé en el cinturón. Por último desenvainé el cuchillode obsidiana Xiucóatl de Bernardo Reyes, me lo pegué a loslabios y le dije:

—Fuiste de mi general. Y antes, mucho antes, pertenecistea un soldado azteca que alguna vez peleó por el imperio.Hoy hago mías todas tus batallas y todos los sueños dequienes te usaron. México volverá a ser lo que fue. México yyo volveremos a ser lo que siempre hemos sido.

Contemplé el símbolo de Tloque Nahuaque en laempuñadura y lo besé. A continuación me palpé la ropa y nosentí el cartucho del Plan de México. Me detuve de golpe ycomencé a sudar. Me coloqué el Xiucóatl en la boca y vaciémis bolsillos. Saqué la cajita de la pastilla para suicidarmede Von Hintze y la servilleta de Jessica, pero el cartucho no

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estaba.Me acordé del momento en que me precipité en el

laberinto de Moctezuma desde la celda del presidente y rodévarios metros entre las rocas prehispánicas. En ese instanteme percaté de que el cartucho se había caído entre lasgrietas.

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Mientras tanto, enviados del embajador Horiguchiuniformados de blanco, que llevaban un supuesto regalo parael nuevo presidente, caminaron por la Galería de losPresidentes del Palacio Nacional hacia el despacho delpresidente. Sorpresivamente torcieron justo en la puerta dela biblioteca. Desconcertados, los guardias que losacompañaban intentaron detenerlos, pero los enviadosdesplegaron las banderas de Japón, ingresaron en labiblioteca y caminaron directamente hacia la esposa deMadero.

—¿Señora Sara? —le preguntaron con gran nerviosismo yla tomaron de las muñecas—. Venga con nosotros en este

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mismo momento. El gobierno imperial de Japón le va aofrecer protección en la embajada. Desde este instantecuenta con inmunidad diplomática.

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En la embajada gótica de Wilson, un mesero caminózigzagueando entre los invitados, y cuando estuvo a un ladodel almirante Von Hintze le susurró sin mirarlo:

—Ego habeo informatio magna —y le pasódiscretamente un telegrama enrollado. Von Hintze lo tomó ylo introdujo debajo de su manga. Se retiró al pasillo de losespejos y leyó en silencio:

Paul, estoy enterado de lo que está pasando allá y de lo que está ocurriendo acáen Washington. Aparentemente Taft y Knox exigen protección para Madero,pero es sólo para limpiar sus expedientes ahora que llega Woodrow Wilson.

A juzgar por las contradicciones entre los pronunciamientos de Taft y deHenry Lane Wilson, se puede concluir que están siguiendo la usual política delos Estados Unidos de sustituir a los regímenes que les desagradan por otroscomplacientes mediante revoluciones, pero sin responsabilizarse oficialmentepor ello.

El káiser no me ha dicho aún si debo proceder o no con el plan. ¿Te ha dichoalgo a ti?

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Atentamente,Johann Heinrich von BernstorffEmbajador del Imperio alemán en los Estados Unidos

El almirante enrolló el papel, se alejó hacia la terraza y enel barandal que daba al patio sacó su encendedor y leprendió fuego al telegrama. Se volvió con recelo hacia elpasillo de los espejos, y en ese momento vio llegar por lasescaleras al presidente Huerta con toda su escoltapresidencial, que marchaba con pompa militar sacudiendo elpiso y anunciando al mandatario con trompetas.

—Señor presidente —lo saludó Von Hintze con unainclinación, ocultándose la ceniza de las manos.

Del corredor surgió John Lind muy apurado parainterceptar a Huerta. Escoltado por cuatro miembros delServicio Secreto, el estadounidense dijo:

—General Huerta… soy John Lind… enviado personal deWoodrow Wilson.

—Ajá —respondió Huerta y miró a través del pasillo elbullicioso vestíbulo que lo esperaba al fondo.

—General Huerta, el presidente electo de los EstadosUnidos le envía un saludo cordial pero me ha pedidocomunicarle que considera que aquí ha tenido lugar un golpe

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militar que viola los principios de la democracia y sienta unejemplo reprobable para América y para el mundo.

—Claro… —Huerta siguió avanzando entre los espejosmientras lo anunciaba la fanfarria.

—Woodrow Wilson me ha pedido enfáticamente hacerlesaber a usted que no aprobará en forma alguna ningún actoen contra de la vida del presidente Francisco Madero.

—Francisco Madero ya no es el presidente —sonrióHuerta sin detenerse—: el presidente soy yo.

Lind vio a Huerta repetido mil veces en los espejos delcorredor y sintió un escalofrío.

—General —insistió Lind—, tan pronto como WoodrowWilson asuma la presidencia lo convocará a usted y a uncomité internacional para requerirle su renuncia y larestitución del señor Madero en el poder.

Huerta se detuvo un instante y torció la boca.—Perdón, ¿cómo me dijo que se llama usted?—Lind. John Lind.—Señor Lind —Huerta subió las cejas como si fuera a

llorar—, a menos que su próximo presidente esté buscandouna confrontación militar de gran escala y el bombardeototal de su territorio, le sugiero a usted que le diga que

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comience a aceptar la situación.—¿Qué está diciendo?—Si el nuevo gobierno de los Estados Unidos intenta

removerme del cargo por cualquier medio, se enfrentará alEjército más poderoso del mundo.

—¿Qué dice?

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Henry Lane Wilson tomó a Jessica de la mano y la llevó alelevador de emergencia.

—¿A dónde me llevas, Henry?—A los sótanos, preciosa —el embajador oprimió el

botón.—¿A los sótanos?—Vamos a ver si el ratón cayó en la ratonera.El ascensor comenzó a descender.—¿Te refieres a Simón?—Claro. ¿A quién más? Si ama tanto a su familia lo

tendremos aquí dentro de unos cuantos minutos, ¿no locrees?

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—¿Qué le vas a hacer, Henry?Wilson la tomó del cuello y la sacudió violentamente.—Preciosa, no te has pasado al lado de los mexicanos, ¿o

sí? Odiaría pensar que debo tratarte como a los otrostraidores que llevo a los sótanos.

El elevador bajó seis niveles y se detuvo. Se abrieron laspuertas.

—Henry, yo no hice nada, te lo juro.—Camina, preciosa —Wilson le colocó la pistola en la

espalda.Mientras recorrían un pasaje que tenía arbotantes rojos,

Jessica reconoció el olor del chapopote y suspiró:—Creo que ya he estado aquí…

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Encendí las mechas de cuatro detonadores y me escondídetrás de un Ford que se hallaba al final del túnel. La puertade acceso a los sótanos de la embajada voló en pedazos y alinstante se esparció un gas con olor a bromuro.

En el corredor oscuro, Henry Lane Wilson escuchó el

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estallido.—La causa de ese sonido no puede ser otra que mi gran

amigo Juan Diego, ¿no te parece, preciosa? Camina —leordenó a Jessica y la empujó de nuevo con la pistola.

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En el Palacio de Buckingham, Winston Churchill observócon inquietud las escaleras imperiales que conducían alSalón del Trono del rey Jorge. Enseguida le ofreció suenguantada mano a su pertinaz acompañante para ayudarlo asubir por el codo.

—¿Qué le vamos a decir a su majestad, joven Churchill?—le preguntó el amarillento anciano John Arbuthnot Fisher,el comisionado británico para la búsqueda de petróleo.

—Le diremos la verdad —respondió Churchill—: elgolpe de Estado en México representa un movimientocatastrófico en el ajedrez mundial. El dominio de México ydel Canal de Panamá son piezas clave que le permitirán alos Estados Unidos convertirse en la nueva potenciasuprema.

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Mientras tanto, en una tenebrosa callejuela de New Haven,Connecticut, un grupo de muchachos se aproximó en silencioa un imponente mausoleo.

Se trataba del número 64 de la calle High Street, dentrodel campus de la Universidad de Yale. Los jóvenes eranWilliam Averell Harriman, Prescott Bush, PercyRockefeller, Cornelius Vanderbilt, Robert AbercrombieLovett, Dean Acheson, Robert A. Taft —el hijo delpresidente Taft—, sus compañeros de Princeton, loshermanos Allen y Foster Dulles, y de Harvard, JohnMcCloy.

Todos ellos serían los futuros dirigentes de la políticanorteamericana.

Abrieron la puerta de la cripta y encendieron las dosantorchas que flanqueaban el umbral. El fuego corrió pordos canaletas, una a cada lado, encendiendo todo el salónllamado 324, que parecía un templo de la prehistoria. Alfondo se iluminó la gigantesca escultura de una calavera.

—¡Compañeros! —gritó el entusiasta Averell Harriman,

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ataviado con una túnica negra—. ¡Esta noche se tuerce elcurso de la historia! ¡Esta noche el poder del mundo pasa auna nueva generación, y somos nosotros quienesrevolucionaremos el mundo!

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Corrí por el pasadizo de arbotantes rojos y de pronto meencontré con lo que tanto temía. Mi esposa, mi hijo y mimadre estaban amarrados y amordazados en tres sillas. Alverme, patalearon desesperadamente.

Encima de ellos pendían los vertedores de tresasfaltadoras Waters-Pierce encendidas. Las máquinas sesacudían mientras las aspas interiores revolvían elchapopote hirviendo; el olor del compuesto ardía en la nariz.

“No, Dios, no, no”, me dije y alisté el Xiucóatl.Inesperadamente escuché una voz:—Por fin nos encontramos, Juan Diego…Distinguí las siluetas de Henry Lane Wilson y Jessica

contra la penumbra rojiza de los arbotantes de hierro.—¿Señor Wilson? —pregunté y toqué una de mis

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granadas. La desincrusté y palpé el broche de seguridad.—Mi gran amigo, eres la peor decepción que me he

llevado este año. Te ganaste mi confianza y me traicionastecomo una rata. Pero a mí nadie me engaña, Juan Diego.

Wilson se dirigió hacia una consola oxidada en medio delas tres sillas, de la cual salían cables conectados a lasmáquinas asfaltadoras. Levantó la capucha y debajo habíatres botones anaranjados parpadeando.

—¿A quién quieres que asfalte primero, soldadito dequinta? ¿A tu hijo, a tu esposa o a tu madre?

Ellos gemían y se sacudían con impotencia.—Podemos negociar, señor Wilson.—¿Negociar? —el embajador soltó una fuerte carcajada

—. Te voy a decir lo que va a pasar, rata traidora. Cuandooprima cualquiera de estos botones, caerá una masa deasfalto ardiendo a doscientos grados. ¿Me entiendes? ¿Cuálbotón quieres que apriete primero?

—Ninguno, señor Wilson.—Ah, no, ésa no es una respuesta. Veamos, te daré una

mejor opción: apretaré sólo dos botones y alguien sesalvará. Dile a tu familia quiénes morirán esta noche.

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En la celda del Palacio Nacional, Francisco Madero volteóa ver a Pino Suárez, a Felipe Ángeles y al embajador cubanoManuel Márquez Sterling.

—El barco no saldrá —les dijo.Todos se enderezaron en sus camastros.—¿Perdón? —preguntó Márquez Sterling.—Huerta no cumplirá su palabra. El barco que nos

prometió para llevarnos a Cuba no saldrá a ninguna hora. Nohabrá tren, no habrá nada. Lo del tren fue sólo una ilusión.

Madero se acostó sobre su cama y Márquez Sterling lovio cerrar los ojos y sonreír de una forma devastadora. Asílo contempló hasta que cayó dormido en un dulce sueño.

Tres pisos arriba, en la oficina del general AurelianoBlanquet entró un hombre de ojos torcidos llamadoFrancisco Cárdenas.

—¿Me llamó usted, mi general? —y se cuadró.—Sí, cabo. Quiero que se dirija a la celda del señor

Madero y que espere ahí afuera con el teléfono militar quetengo sobre este escritorio —Blanquet acarició un morral decuero—. En unos minutos el presidente Victoriano Huerta le

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llamará personalmente y le dará una instrucción que deberácumplir en forma precisa. ¿Le queda claro?

—Clarísimo, mi general.—Así me gusta.

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En la cueva de Cincalco, Tino tosió dos veces y se retorciópara vomitar. Dobló en cuatro partes el documento que lehabía dado Albatros y se lo metió en la bolsa de la camisa.

—Hora de irnos, señores. Al parecer el oxígeno se nosacabó y ya tenemos lo que necesitan saber mi comandanteSimón Barrón y el ex gobernador John Lind para informar alpresidente Woodrow Wilson.

Los agentes de Minneapolis se levantaron del piso ehicieron un gesto de impaciencia.

Al separarse del escritorio, Tino volteó a ver la figura deCoatlicue y sintió algo muy extraño.

—¿Qué haces? —le preguntó Doris.Con la linterna Tino alumbró la escultura y las dos

cabezas de serpientes.

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—La diosa madre…Doris y Albatros se miraron entre sí con desconcierto.A dos metros de la caja fuerte, Tino observaba fijamente

la grieta que conducía hacia el interior de la montaña.—¡Hay más gente aquí! —exclamó y comenzó a meterse

por el estrecho hoyo.—¿Qué te pasa? —le gritó Doris.—Hay más gente…—¡Detente! —Doris lo aferró del cuello de la camisa.

Tino se volvió hacia ella y le dijo:—Querida, nunca fuimos una buena pareja —y siguió

deslizándose entre las rocas—. Aquí hay una energía, ahoralo sé, voy a ver de qué estoy hecho.

—¡No vas a poder salir! —le gritó Doris y lo sujetó delos cabellos—. ¡Está demasiado apretado!

Doris y Albatros nada pudieron hacer para detener a Tino,quien desde abajo farfullaba:

—Yo soy Tino Costa, soy infalible, invencible e inmortal.Cuando regrese, estaré dentro de ustedes. Tomen esto,dénselo a Simón, a él le toca cambiar la historia —y lespasó el documento entre los filos de las piedras.

Tino se sumió en la negrura. Los esperaron durante varios

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minutos, pero pronto empezó a faltar aún más el oxígeno ytodos se tambalearon hacia la boca del túnel por el quehabían entrado.

Doris no dejaba de gritar:—¡Tino! Tino!Como pudo, Albatros la jaló hacia la caverna que

conducía a la salida.Tino nunca volvió a salir de ese pasaje, al menos no como

un ser humano. Algunos dicen que está en el agua que aúnbrota de los manantiales de la montaña de Chapultepec.Otros dicen que renació como una estrella igual queQuetzalcóatl. Hay quien asegura que escapó por otra salidade las grutas esa misma semana. Son leyendas.

El único lugar donde yo lo he vuelto a ver es en missueños.

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En el sótano de la embajada, Wilson acercó su huesudamano al botón central de la consola y me dijo:

—Has estado averiguando quién es el hombre que me

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controla, ¿no es cierto, Juan Diego?No le contesté. Estaba temblando. Mi esposa, mi madre y

mi hijo no dejaban de sollozar.—Te tengo una noticia, Juan Diego. El hombre al que

pertenece setenta por ciento de la compañía Waters-PierceOil es John D. Rockefeller. Daniel Guggenheim y sucompañía Asarco son controlados desde hace diez años porla Standard Oil de John Rockefeller por medio de lasintermediarias United Lead, National Lead y AmericanLinseed, de la cual Rockefeller es personalmente director.

—Dios…—William Averell Harriman es un soldado de

Rockefeller. Morgan es un aliado de Rockefeller. GeorgeJay Gould y Cornelius Vanderbilt son sirvientes deRockefeller. ¿Sabes cuánto dinero neto hace la Standard Oilcada año?

—No, señor Wilson —miré la consola, el dedo delembajador estaba justo encima del botón del centro.

—Cincuenta millones de dólares al año, Juan Diego. Suúnico rival en el mundo es la compañía petrolera RoyalDeutsche Shell que controla el banco del judío NathanielRothschild. Rothschild y los ingleses manejan el petróleo de

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Rusia y de Irán. La familia Rothschild ha dominado losbancos y los gobiernos de Europa desde hace cien años pormedio de la junta secreta llamada la Mesa Redonda.

No tuve palabras. Él continuó:—Fue Rockefeller quien creó tu Revolución mexicana.

Cuando tu presidentito Madero estuvo en El Paso, Texas, laStandard Oil le dio directamente cien mil dólares. RobertMcNall y Howard Ellsworth Cole, las cabezas de Waters-Pierce en tu país, se formaron en la Standard Oil, enBroadway 26, en Nueva York. ¿Cómo ves, Juan Diego?

—No sé qué decir, señor Wilson.—En abril de 1911, la Standard Oil envió a C. R. Troxel

al cuartel de Madero en El Paso para ofrecerle un millón dedólares a cambio de concesiones petroleras exclusivas parala Standard Oil en México. El 2 de mayo de ese año elprocurador general de los Estados Unidos recibió un gravereporte: Troxel le estaba suministrando armas a Madero ynadie hizo nada, ¿sabes por qué, Juan Diego?

—No, señor Wilson, ¿por qué? —vi de nuevo su dedosobre el botón.

—De verdad eres tonto. ¿Sabes quién recibió ese dinero?—alzó una ceja—. Gustavo Madero, en un soleado parque

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público de El Paso. Y sólo para tu información, Troxel tienelazos con Alberto Terrazas y con su yerno, el ex gobernadorde Chihuahua, Enrique Creel.

—¿Enrique Creel?—Como investigador no sirves, Juan Diego. Eres un

fracaso. Deberías avergonzarte aquí enfrente de tu familia.Hace dos años Madero y su hermano obtuvieron miles dedólares por sus inservibles propiedades guayuleras deDurango, y ese dinero lo pagó la Intercontinental RubberCompany de Nelson Aldrich, que es yerno de John D.Rockefeller. ¿Vas entendiendo? Antes de 1902, antes delacta de nacionalización de los ferrocarriles de Porfirio Díaz,las líneas férreas mexicanas pertenecían a sólo dos gruposfinancieros: Rockefeller y Speyer. Y Speyer pertenece aRockefeller. Todo esto cambió cuando Díaz les dio todo alord Cowdray y a los británicos.

—Demonios… ¿John D. Rockefeller es el GranPatriarca?

—Eres un iluso, Juan Diego. Eres un microbio tratando deimaginar el cuerpo de un tiranosaurio. Hace poco losdemócratas de los Estados Unidos forzaron a Rockefeller adisolver la Standard Oil, ¿pero sabes qué? Eso carecerá de

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importancia, seguirá existiendo de forma invisible.Rockefeller está recomprando las acciones por medio deprestanombres. La Standard Oil es un imperio de seiscientoscincuenta millones de dólares.

—Dios…—No digas Dios, Juan Diego. Tú crees en la Virgen de

Guadalupe. Tú bajaste del cerro con su imagen, ¿no lorecuerdas? Y la Virgen de Guadalupe es sólo una mentiraque inventaron los españoles para doblegarte. Tu estúpidopresidente Madero le dio la espalda a Rockefeller y serefugió en lord Cowdray y en los estúpidos ingleses. Ahoratírate al piso —Wilson me apuntó con la pistola—. Quieroque tu familia te vea morir antes de que los mate a ellos.

Doblé las rodillas y me dejé caer.

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En Chapultepec, Doris y Albatros avanzaron por el pozo desalida. Para su sorpresa, mientras seguían el curso calientedel agua, se toparon con los rifles de diez guardias deBlanquet que habían entrado por una reja tronada en la falda

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de la montaña.Doris y Albatros dieron vuelta y se percataron de que

detrás de los hombres de Lind había otros quince soldadosde Blanquet apuntándoles con ametralladoras.

Albatros subió las manos y cerró los ojos.—La verdad morirá con ustedes —les dijo el jefe de los

guardias y comenzaron a dispararles. Sus cuerpos sesacudieron en el aire, cayeron destrozados e inyectaronsangre en el manantial de Cincalco, que bajó hasta la ciudadpor el acueducto.

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En ese preciso instante, en la calle de San Francisco, frentea la Alameda, un arrendador de automóviles llamado AlbertMurphy recibió una llamada telefónica que lo hizo saltar desu silla.

—¿Ignacio de la Torre? —le contestó al hombre al otrolado de la línea—. ¿Es usted el yerno del general PorfirioDíaz?

—Envíeme inmediatamente un automóvil grande a mi

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casa, con chofer y sin placas.—Sí, señor De la Torre.Murphy colgó y permaneció mudo un momento. Luego

golpeó la campanilla y gritó:—¡Filiburcio Ricardo! ¡Prepara el Protos Washington,

quítale las placas y lánzate inmediatamente a San Francisconúmero 18!

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Filiburcio Ricardo Romero salió volando en el ProtosWashington número de serie 931 y se estacionó en el número18 de la calle de San Francisco. En cuanto tocó la bocina, dela casa salió un hombre con el rostro cubierto, se subió alvehículo y le dijo:

—Al Palacio Nacional. No hagas preguntas.Ya eran las once de la noche.A esa hora otro arrendador llamado Frank Doughty,

igualmente alarmado, colgó otra llamada de Ignacio de laTorre y le gritó a uno de sus choferes:

—¡Dartanio! ¡Al Palacio Nacional! ¡Urgente! ¡Llévate el

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Peerles 661, sin placa!El pobre Dartanio Ricardo Hernández desatornilló la

placa, saltó al asiento y arrancó desde el número 6 delcallejón de López, a una cuadra de San Francisco. Condujohacia el Zócalo con el corazón agitado, sin saber qué leesperaba.

Cuando llegó al palacio, los soldados de la presidencia leabrieron la puerta sur y, para su total asombro, lo dejaronentrar en el sacrosanto Patio de Honor. Los guardias deadentro le hicieron señales para que se estacionara justodetrás del Protos Washington, enfrente de la puertaderrumbada y entablillada de la celda de Francisco Madero.

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Adentro, Francisco Madero había caído en un sueñoprofundo. También dormían Felipe Ángeles, Pino Suárez yel embajador Márquez Sterling. No escucharon los ruidos delos motores ni las puertas que se abrían.

El oficial Carlo Chicarro entró en la celda rompiendo lastablas con un mazo. Lo acompañaba el cabo Francisco

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Cárdenas, que acababa de recibir el telefonema de Huerta.—¡Despiértense, traidores! —gritó Cárdenas y los arrojó

al piso. Los pateó en los costados y les dijo—: levántense ycaminen…

Madero se aterrorizó.—¿A dónde nos llevan? ¿Quiénes son ustedes?—¡No haga preguntas, asesino! ¡Súbanse a los carros!Madero empezó a derramar lágrimas, igual que Pino

Suárez. Cárdenas aferró de los brazos a Felipe Ángeles y alembajador de Cuba.

—Ustedes no. Se quedan aquí.—¿A dónde se llevan al presidente? —preguntó Márquez

Sterling.—Eso a usted no le interesa.Los militares cerraron las portezuelas de los vehículos y

salieron del palacio con el ex presidente y el exvicepresidente.

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Y ahí seguía, tirado bocabajo en el sótano de la embajada.

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Wilson se puso encima de mí y me pasó el cañón de lapistola por el muslo.

—Señora Barrón —le dijo a mi esposa—, no crea quevoy a matar a su marido de forma instantánea. Primero lovoy a desmembrar, ¿qué le parece?

Cuando escuché cómo gemía mi esposa, mis ojos sehumedecieron.

De repente Wilson recibió una patada en la cabeza, y enuna acción confusa la pistola pasó a manos de Jessica.

—¿Jessica?—Levántate, Simón. Desata a tu familia y vete de aquí.Me puse de pie mientras Jessica apuntaba con rabia a la

cabeza de Wilson.—Apúrate, niño, en cualquier momento van a bajar los

guardias.—Me sorprendes, Jessica, ¿dónde aprendiste a hacer eso?—Un soldado azteca me enseñó… —respondió Jessica

con un guiño y recordé la tarde que la secuestré en el patiode la embajada.

Tomé el Xiucóatl y corrí hacia mi familia. Le desaté lasamarras a mi esposa, a mi madre y a mi hijo. Por un instantetuve la sensación de que ese cuchillo le había pertenecido a

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un gran emperador azteca que no fue Moctezuma, sino otromucho más grande.

Wilson le murmuró a Jessica:—Acabas de labrar tu muerte, preciosa. Te voy a destruir

completamente.—No me importa —y le escupió en la cara.Cuando le quité las mordazas, mi esposa me estrechó

sollozando.—¡Te amo, precioso! ¡Sabía que ibas a venir por

nosotros!—Lo siento —le dije—. Perdóname por haberles hecho

pasar por todo esto —y envolví a los tres en un solo abrazoque duró varios segundos.

—¡Váyanse, Simón! —me gritó Jessica—. ¡Van a bajarlos guardias!

—¡Corran! —le dije a mi familia.Mi esposa se precipitó hacia el túnel y mi hijo le ayudó a

su abuela a moverse.Enseguida me detuve y me volví hacia Jessica.—Ven con nosotros —le extendí la mano.—No, Simón, mi aventura terminó aquí. Gracias por

conocerme. Alista tu granada, la vas a necesitar.

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—No, Jessica, ven con nosotros.—¡Alista tu granada! —me apremió.La obedecí. Desensarté la Kugel, la apreté en mi puño y le

arranqué el broche de seguridad con los dientes.—Esto lo vas a pagar caro, Juan Diego —me amenazó

Wilson—. Te perseguiré por siempre hasta matarte.—¿Sabe qué, embajador? El que huele a zapato es usted.

Y respecto a la Virgen de Guadalupe, usted no es nadie paradecir si existe o no. La Virgen es algo que usted jamás podrácomprender porque está en extremo opuesto a Dios. LaVirgen es la parte femenina de Dios.

Jessica me dijo:—No es Rockefeller, Simón. Henry te está engañando. Te

lo dijo para que tú difundas esa mentira y encubras alverdadero Gran Patriarca.

—¿Qué?—Aún puedes salvar al presidente Madero. Lo van a

llevar a la penitenciaría de Lecumberri y ahí lo van aasesinar. Tienes que ir cuanto antes.

—Espera —y me le acerqué—. Si no es Rockefeller,¿quién es el Gran Patriarca?

—Simón, cuando salgas, esta vez sí volverás a ser lo que

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eres. Cumple la promesa, cumple tu destino.—¿Y tú?—Yo también volveré a ser lo que soy… —dijo radiante

de alegría.Se llevó la pistola a la sien y se disparó.

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En el vestíbulo de la embajada americana, John Lind sehabía quedado perplejo ante el comentario de Huerta: “Si elnuevo gobierno de los Estados Unidos intenta removermedel cargo por cualquier medio, se enfrentará al Ejército máspoderoso del mundo”, retumbaron las palabras en los oídosdel ex gobernador.

—¿De qué demonios está hablando, general Huerta?El simiesco presidente levantó las cejas a su modo

acostumbrado y le dijo:—El embajador Henry Lane Wilson, el presidente Taft y

yo tenemos el apoyo incondicional de la Gran Bretaña.—¿De la Gran Bretaña? —preguntó Lind y se le congeló

la sangre.

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—Como lo oye.—¿El presidente Taft está trabajando para Inglaterra?—Hay un solo gobierno en este mundo, señor Lind… —

dijo Huerta con altivez.—¿De qué está hablando?—Muy pronto lo sabrá.

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Dejé a mi familia resguardada en el templo subterráneo delos caballeros templarios, a cargo del Señor Oscuro, quienme entregó una medalla dorada con la figura de una pirámideinacabada.

—Dios esté contigo, Simón Barrón.—Gracias, señor. Y sepa que usted no es ningún señor

oscuro, usted es un señor luminoso.Emprendí la carrera hacia la penitenciaría de Lecumberri

en un Cadillac de la logia, con un chofer llamado Jesús.La noche se sentía especialmente tenebrosa, toda la gente

ya se había metido en sus casas. Al recorrer las callessolitarias y oscuras recordé las palabras de Tino Costa.

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—No quiero encontrarme con Ixchel —le dije a Jesús.—¿Ixchel? —me preguntó el chofer—. ¿Quién es Ixchel?—La Llorona… —le sonreí.Me sonrió de vuelta pero noté que se sacudió con un

escalofrío.Llegamos a las afueras de la ciudad y penetramos los

silenciosos y desérticos llanos de la penitenciaría. Eledificio se hallaba en medio de la nada y lo rodeaba unbosque oscuro de árboles sin hojas que parecían dedos sincarne.

No había ningún vehículo. El lugar estaba tan deshabitadoy sombrío que se oía pasar el viento como un gemido.

—Estaciónate más adelante —le pedí a Jesús—. Noquiero que nos vean cuando lleguen —y desenfundé lapistola. En la otra mano aferré fuertemente el Xiucóatl y mebajé del Cadillac.

Caminé sigilosamente entre los árboles y me oculté detrásde un tronco.

De pronto sentí una mano que me tomó del cuello y mejaló con gran fuerza.

—Sabía que aquí te iba a encontrar, soldado —dijo unhombre de voz muy ronca y profunda.

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Me di vuelta y alcancé a distinguir una cicatriz que lecorría por la cara.

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Sara descendió del vehículo diplomático en el parque deRío de Janeiro, a unos cuantos metros de la embajadajaponesa. Un poco más atrás venían otros automóviles dedonde se bajaron nueve hombres envueltos en sábanasnegras, con ametralladoras y las caras cubiertas.

Los agentes de Horiguchi, uniformados de blanco,rodearon a Sara y la jalaron por los brazos hacia la puertade la embajada, en el número 47 de Orizaba. Toda la calle,y mayormente la embajada, tenía banderas de Japón quecolgaban de los balcones y también grandes estandartes conla figura de un pescado encerrado en un rectángulo, con laleyenda gigantesca “BET DAGON, MEXICAN EAGLE”.

Afuera del edificio había mucha gente, principalmentejaponeses, que gritaba “Bet Dagon” y agitaba banderas conel emblema de la piraña.

Los hombres de las sábanas negras trataron de romper la

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formación y secuestrar a la esposa de Madero, pero de lasede diplomática salió el mismísimo Kumaichi Horiguchi,escoltado por siete guardias samuráis. El embajador hizoviolentos aspavientos con los brazos mientras ondeaba unabandera de su país.

—¡Déjenla en paz! —les gritó encolerizado a los asesinosde Victoriano Huerta—. ¡Aquí no entra nadie de ustedes! —y tomó a Sara del brazo. Con el corazón bombeándolerápido la metió en el edificio y les gritó a los enviados delpresidente—: ¡Esto no es territorio mexicano, a partir deeste punto es territorio del Imperio japonés!

Horiguchi le apretó el brazo a Sara y le dijo:—Señora Madero, aquí va a estar segura, ya tengo a

treinta familiares del presidente Madero con nosotros.

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Francisco Madero iba a bordo del Protos Washington; en elvehículo de atrás viajaba Pino Suárez.

Cuando los autos giraron silenciosamente frente a unaesquina donde había dos teatros, Madero leyó las

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parpadeantes luminarias. La del Teatro Lírico decía:“DIABLO EN EL COCHE - TEMPORADA DE ESTRENO”. La delTeatro Mexicano decía: “EL HOMBRECILLO”.

—Eso es usted, señor Madero… un hombrecillo —le dijodesde el asiento de atrás el sujeto cubierto con una mantanegra—. Por cierto, me gustaría saber cuáles serán susúltimas palabras antes de que lo asesinen.

Madero no contestó. Sus ojos brillaron tenuemente en laoscuridad reflejando los colores de las luminarias.

—Señor Madero, las últimas palabras se vuelven las másfamosas. Las de Agustín de Iturbide fueron: “Muero gustoso,porque muero con vosotros”. Las del emperadorMaximiliano fueron: “Que mi sangre ponga fin para siemprea las desgracias de México, mi nueva patria”. Las delemperador Moctezuma fueron: “Resurgirá nuestro imperio yvenceremos”. Le puedo asegurar que usted va a decir algomediocre.

Los autos dieron vuelta en otra calle, la de Lecumberri.Madero distinguió el oscuro edificio de la penitenciaría.Sintió que el cuerpo le temblaba y permaneció en silencio.

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Frente a la cárcel, al otro lado de la calle, el hombre de lacicatriz me mantenía aprisionado contra la corteza del árbol.En la lejanía escuché una descarga de metralla. Acto seguidoaparecieron otros dos tipos que me quitaron el Xiucóatl y lapistola.

—¿A qué viniste, estúpido soldado? —me preguntó elprimer sujeto. Pateé hacia atrás contra su rodilla y me torcípara darle un codazo en la cara. Los dos caímos al suelo, loaferré y rodé con él como gato mientras los otros dispararone intentaron herirme con el cuchillo.

—¿Hopkins? —le pregunté al individuo que tenía la narizde bulbo y la mirada de un payaso sangriento.

—Viniste a sabotear mi operación y te voy a matar —meamenazó con un gesto demoniaco.

—No lo creo —contesté.Súbitamente le arranqué el revólver, lo alcé y disparé

contra el hombre que tenía mi pistola. El del Xiucóatl seabalanzó contra mí pero en ese instante giré abrazado deHopkins y le apunté con el arma. Se detuvo en seco.

—Amigo, ese cuchillo me lo acaban de regalar. ¿Me lo

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podrías regresar? —le pregunté desafiante.Cuando el sujeto consultó a Hopkins con la mirada, le

disparé en la cabeza.—Se tardó en decidir… —le dije a Hopkins y le puse el

cañón entre las costillas—: creo que yo soy el que te va amatar a ti.

—Ahora veo por qué te adoptó Henry —balbuceó con unamueca de dolor.

Hopkins no se rindió. Me golpeó el brazo y la pistolasalió volando hacia los arbustos. Dio una pirueta y en unsegundo lo tenía a tres metros de mí, acechándome como unabestia. En el acto se aproximaron diez hombres conametralladoras. Me quedé paralizado.

—Se acabó, soldadito —me dijo Hopkins—. Tu intentode sabotearme acaba de fracasar.

—No coincido —respondí y sigilosamente me arranquédos Kugels del cinturón. Las apreté en los puños, me lasllevé a la boca y les quité los broches de seguridad con losdientes. Cuando los hombres levantaron las ametralladoras,arrojé las granadas y me tiré al suelo. Las explosiones megolpearon el cuerpo con trozos de carne y masas de vísceraspastosas.

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No creía la pesadilla que estaba viviendo. Me incorporépausadamente y sentí un metal frío en la frente.

—Arrodíllate… Manos detrás de la nuca —dijo Hopkinscubierto de restos humanos y sangre que le chorreaba por lacara. Con sus acostumbradas mallas blancas y sus zapatillasde hebilla, parecía una mezcla de pirata y cirquero asesino.

Hice lo que me pidió con lentitud. Hopkins dio unos pasosa mi alrededor y dijo:

—Acabas de asesinar a todo mi comando, imbécil.¿Sabes lo que eso significa?

—Sí, que el imbécil es otro.Hopkins me pateó con todas sus fuerzas en el costado

derecho. Sentí cómo tronaban dos de mis costillas. No puderesponder. Inmediatamente un dolor punzante y helado mesubió por la espina dorsal. Me faltó el aire.

—Desde hace tiempo tenía ganas de matarte, me das asco—dijo Hopkins, quien volvió a patearme en las costillas; caíal suelo y mi garganta se llenó de sangre.

Entre las hierbas vi el resplandor de las hojas deobsidiana del Xiucóatl. Estiré la mano pero Hopkins mepisó con la zapatilla, me la restregó con fuerza y gruñó:

—No vas a sabotear mi operación, la ejecutaré yo solo.

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—No estaría tan seguro —giré con gran esfuerzo y le diuna patada en las piernas.

Cuando Hopkins se tambaleó, le golpeé el revólver y elarma se perdió entre las plantas. Ahora estábamos frente afrente, caminando en círculo. Me apreté el costado con elcodo y escupí una bola de sangre.

Hopkins atisbó el Xiucóatl y le brillaron los ojos. Seinclinó y lo recogió ágilmente. Me miró con una furiaindescriptible y agitó el cuchillo como si fuera una garra.

A lo lejos se escucharon los motores de variosautomóviles. Hopkins se volvió hacia la calle. Aproveché elmomento de distracción para buscar mi pistola con la vista.

—Se están acercando —susurró Hopkins.Volteé y distinguí las luces de dos vehículos.—¿Quiénes? —pregunté.—Te he visto en la embajada… —dijo Hopkins con

agitación—. He seguido las operaciones de tu estúpidoembajador Wilson durante las últimas semanas. Tú eresparte del maldito complot.

—¿Perdón? —me apreté las costillas. El dolor helado seextendió hacia las piernas.

El hombre me lanzó una cuchillada y me rebanó el hombro

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izquierdo.—Sé por qué estás aquí, bastardo, eres parte de la

conspiración para asesinar a tu propio presidente.—¿Qué dices?—Qué hipócrita eres.Hopkins agarró un tubo del suelo y me golpeó en un

costado.—No sé de qué estás hablando… —murmuré desde el

piso.—Eres un traidor. Mis contactos en la oficina de Von

Hintze lo saben todo. Eres el agente de Wilson en laembajada de Alemania y en la Logia Templaria Escocesa.Eres un maldito espía de Wilson.

Hopkins blandió el tubo hacia mi cabeza pero lo atrapé enel aire y lo jalé. Me cayó encima y rápidamente colocó elfilo del Xiucóatl en mi cuello. Lo aferré de las muñecas ytraté de empujarlo, pero la obsidiana comenzó a perforarmela carne.

—¿Usted no trabaja para el embajador Wilson? —pregunté sollozando.

—¿A quién crees que engañas?—Responda…

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Hopkins llevó el cuchillo hacia el cartílago de migarganta.

—Juan Diego, Juan Diego… Ya me cansé de Wilsondiciendo tu estúpido nombre. En este instante te voy a matar.

—Un momento —lo aventé hacia un lado—, dígame,¿para quién trabaja?

—Eso no te importa. Tú y Wilson trabajan para Inglaterray acaban de destruir el futuro de tu país.

Parpadeó y le azoté la cara con los nudillos. Me arrastréhacia las hierbas, me di vuelta y le pregunté:

—¿Wilson trabaja para Inglaterra?Hopkins se puso de pie con el Xiucóatl y se inclinó para

recoger de nuevo el tubo.—Traicionaste a tu país —me dijo y me azotó el tubo

contra las piernas—. Hiciste lo mismo que Henry LaneWilson y William Taft: todo el tiempo trabajaron paraInglaterra.

—¿También el presidente Taft? —escupí otra bola desangre.

—¿A quién crees que engañas, imbécil? —Hopkins melanzó el tubo y me tiró sobre un arbusto.

Me levanté y tropecé con las piedras, pero aún me

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quedaba fuerza para desentrañar el secreto.—¿El presidente Taft trabaja para Inglaterra?—No te hagas tonto. El hermano de William Taft es el

abogado de las empresas de Weetman Pearson.Caminé hacia atrás, negando con la cabeza.—Un momento… ¿Weetman Pearson es el Gran

Patriarca?—Y tú eres parte de toda esta maldita conspiración

británica. Tú, Enrique Creel, Porfirio Díaz y toda su familiason accionistas de la Mexican Eagle. No lo niegues.

—¿Accionistas?—Lord Cowdray tiene comprado a tu país con esas

malditas acciones y controla esta ciudad a través de lostúneles que construyó cuando planificó el gran canal deldesagüe. Los malditos túneles que conectan la embajada conla Ciudadela.

—No…—Te diré una cosa, bastardo: mataron a Gustavo y eso no

se los voy a perdonar. Gustavo era mi amigo y tú lo sabías—Hopkins agitó el tubo sobre mi cabeza.

—Yo no sabía nada… —me protegí la cara con losbrazos.

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—La familia Rockefeller hará todo para vengar estecrimen y tú no vas a matar al presidente Madero.

—¿Matar al presidente Madero?—Te enredaste en el espionaje y ahora no sabes a qué

conspiración perteneces. Esto es una telaraña, idiota, temoviste en ella y quedaste atrapado en todas las fibras quetocaste. Tu única salida, como la de todos, es morir.

El tipo no dejaba de merodearme como una fiera. Una vezmás arremetió con el tubo, me golpeó la rodilla y mederribó.

En ese momento se estacionaron el Protos Washington y elPeerles. Hopkins se distrajo con los automóviles y me lancésobre él.

—¡Estamos del mismo lado, pendejo! ¡Von Hintze meenvió a espiar al embajador Wilson! —exclamé.

Hopkins me miró muy extrañado.Repentinamente los dos corrimos hacia los vehículos. Se

abrieron las puertas y bajaron cinco personas, de las cualesuna era Francisco Madero y otra José María Pino Suárez.

El hombre envuelto en el manto negro se lo quitó y le dijoa Madero:

—Llegó el momento de pagar su traición, señor Madero.

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—¿Ocón? ¿General Cecilio Ocón? ¿El joven de la celda?—dije en voz alta y avancé a toda velocidad por las losas dela calle.

Apenas levantó la cabeza el general, el cabo FranciscoCárdenas aferró a Madero por los cabellos, alzó la pistola yle disparó detrás de la cabeza. Los fragmentos de sus tejidoscayeron al interior verde oscuro del auto. Madero sedesplomó sonriente.

Hopkins no dudó en abalanzarse contra Cárdenas, pero alinstante Ocón le disparó dejando tres marcas en el vehículo.Detrás, en el azuloso Peerles, el teniente Rafael Pimientahizo fuego contra el tórax de Pino Suárez y el exvicepresidente cayó despedazado en el estribo de la puerta.

Sin más, Cárdenas, Ocón y Pimienta saltaron al interior delos automóviles y los choferes Filiberto y Dartanioarrancaron. Cuando emprendieron la huida, dos de ellos seasomaron por las ventanillas y dispararon. Una bala me rozóla pierna y sentí la presencia de Ixchel. Lleno de dolor,escuché el gemido del viento que pasaba entre las ramas delos árboles. Después se hizo un silencio sepulcral en losllanos de la penitenciaría.

Me acerqué a los cadáveres de Madero y de Pino Suárez;

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la sangre de ambos corría hacia la coladera. Enseguida mepercaté de que Hopkins se contorsionaba en el suelo. Mearrodillé encima de él y le abrí la camisa. Tenía eldiafragma abierto.

—No lo logramos —dijo atragantándose con su propiasangre.

—Te voy a llevar a un hospital.A lo lejos se oyeron sirenas de la policía que se

aproximaban por Lecumberri.—Te van a inculpar a ti —me advirtió—. Vete, lárgate de

aquí.—No, Hopkins, si me voy, te llevo conmigo —me eché su

brazo al hombro para cargarlo, pero estaba muy pesado.—No soy Hopkins —me dijo—. Sherburne se marchó de

México hace dos semanas. Ya está de vuelta en Washington.—¿Qué? Entonces, ¿quién eres tú?—Una de sus caras. No soy nadie. Soy un Agens in Rebus

—se le voltearon los ojos y sucumbió.

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En el vestíbulo de la embajada americana llovía confeti ylos globos inundaban el techo. Aquí y allá saltaban loscorchos de las botellas de champaña, mientras los invitadosdel mundo diplomático y político bailaban al compás de lamúsica de Agustín Lara, el joven pianista recién contratado.

Weetman Pearson se acercó majestuosamente a la mesa dehonor donde lo esperaban Henry Lane Wilson, VictorianoHuerta, el secretario de Guerra, Manuel Mondragón, elgobernador del Distrito Federal, Enrique Cepeda, y elgabinete estratégico del nuevo régimen.

Todos se pusieron de pie y le aplaudieronestruendosamente a lord Cowdray, quien les respondió conuna sonrisa.

Victoriano Huerta alzó la copa y gritó:—¡Viva la Mexican Eagle! ¡Viva el Gran Patriarca!

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Las sirenas de la policía se escuchaban insistentemente peroyo ya estaba lejos. Me interné en las profundidades oscurasde los llanos de la penitenciaría. Caminé entre las ramas

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raquíticas del bosque y me llevé la mano al bolsilloizquierdo. De ahí saqué el pequeño papel enrollado que mehabía dado Weetman Pearson.

Lo leí debajo de la helada luz de la luna: “Young Byron:lo que ha pasado no es contra ti ni contra tu país. Es unadecisión de guerra que lamento. Yo no he querido nada deesto. Sólo soy un ingeniero que quiso construir un mejormundo para todos. Es otro el que me comanda”.

Arrugué el papel y contemplé la bóveda celeste.

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En la tenebrosa cripta de la Orden de la Calavera, en elcorazón lúgubre de la Universidad de Yale, el jovenWilliam Averell Harriman, al lado de su mejor amigo,Prescott Bush, les dijo a sus compañeros de fraternidad:

—Compañeros de Skull and Bones: la nueva era delmundo ha comenzado. Debemos prepararnos para controlarla política y la riqueza del planeta. Tenemos que comprar laUnited Fruit Company, a la que utilizaremos para explotarlas selvas bananeras de Centroamérica.

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Sus hermanos de logia gritaron hurras y oscilaron de ladoa lado cantando un himno universitario. Harriman los calmócon un ademán.

—Además, tenemos que crear una industria de guerraamericana que sobrepase a las de Inglaterra y Alemania —exclamó—. Nuestro amigo Percy Rockefeller tiene laRemington Arms y la constructora de barcos BethlehemShipbuilding Corporation. Démosle un aplauso.

El sobrino de John D. Rockefeller se levantó y todos loaclamaron con gritos eufóricos.

—Pero eso no será suficiente, compañeros —los silencióHarriman—. Las próximas guerras del mundo van a sersubmarinas. Los alemanes están creando este parteaguas.Tenemos que hacer que nuestros amigos Henry R. Carse yWilliam Woodward nos compren la compañía Electric Boaty la conviertan en la General Dynamics Military Company.

El adolescente Cornelius Vanderbilt dijo desde atrás:—Will, Guggenheim tiene seiscientas acciones de la

Electric Boat. Cuando su hermano murió en el Titanic, leheredó esas acciones.

—Eso no es problema, Cornelius. Usaremos uno de esossubmarinos para bombardear los restos del Titanic.

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Las carcajadas crujieron y Harriman prosiguió:—Compañeros, brindemos por el surgimiento del

complejo industrial-militar más grande del mundo. ¡Elcomplejo industrial-militar de los Estados Unidos deAmérica!

El clamor desbordó las paredes de la cripta secreta.—Compañeros, llevaremos esas armas a todos los

rincones del mundo. Nos apoderaremos de América Latina,de las selvas de Laos, Camboya y Vietnam, así como de lospuertos de China. Pero para lograr todo eso —Harrimanagitó varias veces el dedo— tenemos que adueñarnos delsistema de espionaje de este país. Debemos crear unaorganización que sea capaz de infiltrarse en todas lasnaciones y dirigir la política exterior del mundo con máseficiencia que la MI-1 de Inglaterra —y le sonrió al jovenAllen Dulles—. La llamaremos Agencia Central deInteligencia, y en todo el mundo será conocida como CIA.

—¡Bravo! —gritaron los alegres cofraternos.—Por último, señores —dijo Harriman—, tenemos que

crear un órgano formal que dirija la política internacional delos próximos siglos, controlado desde nuestrascorporaciones. Lo llamaremos Consejo de Asuntos

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Extranjeros y será la mente detrás del gobierno de losEstados Unidos.

Su amigo íntimo Prescott Bush le gritó:—¡Yo quiero los cráneos del rebelde mexicano Pancho

Villa y del apache Jerónimo!—Claro que sí, Prescott. Encárgate de traer sus cabezas a

esta cripta y acomódalas en los nichos para ritual. Quiénsabe, tal vez un día los hijos de nuestro amigo Bush lleguena ser presidentes de los Estados Unidos —les sonrió a todosy a continuación modificó su semblante—. Pero recuerden,nuestra guerra no ha ni siquiera comenzado, compañeros. Loque ha ocurrido en México es una derrota para nosotros. Elpoder del mundo se está moviendo desde Inglaterra, desde lacaverna de la Mesa Redonda.

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En el Palacio de Buckingham, Winston Churchill y JohnArbuthnot Fisher entraron en un gigantesco salón rojo cuyotecho era de yeso con incrustaciones de oro puro.

Al fondo estaba el rey Jorge en su trono y por encima de

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su cabeza había dos extrañas aves de yeso. El jovenChurchill y su anciano compañero se aproximaroncautelosamente ante el monarca y se inclinaron.

—Su majestad, el asunto de México está completamenteresuelto —dijo Churchill—. Se resolvió de formaimpecable. Inglaterra posee ya setenta por ciento de lapetrolera Waters-Pierce, con una inyección británica denueve punto seis millones de dólares; será la mayor rival dela Standard Oil en los Estados Unidos. El nuevo gobierno delos mexicanos es ahora totalmente controlado por el Imperiobritánico.

El rey se puso de pie y miró con agrado a su joven lorddel almirantazgo.

—Muy bien, joven Churchill. Con esta acción honras ellinaje de tus ancestros en la Casa de Marlborough. Estoyseguro de que algún día llegarás a convertirte en primerministro de este reino.

El amarillento lord Fisher estaba atónito, Winston lohabía engañado.

—Su majestad —dijo Churchill—, con las reservaspetrolíferas de México y de la Anglo-Persian Oil de Irántenemos asegurado el combustible para nuestra flota.

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Podemos iniciar la guerra contra el Imperio alemán en elmomento que usted lo decida.

—Me preocupa algo, joven Churchill —dijo el soberano—: con este golpe que acabamos de dar en México, losestadounidenses nos van a detestar y se aliarán con el bloquegermánico del káiser Guillermo.

—No, su majestad —respondió Churchill—. Eseproblema está automáticamente resuelto. Negociaremos conlos americanos para que derroquen a Victoriano Huerta einstalen a Venustiano Carranza con el apoyo de la familiaRockefeller, si eso les place, a cambio de que nos entreguenel control del Canal de Panamá y se comprometan a lucharde nuestro lado en la guerra contra Alemania.

El rey Jorge sonrió.Antes de irse, sin embargo, el joven se dio vuelta y le dijo

al rey unas últimas palabras que lo aterrorizaron:—Su majestad, haremos lo mejor que podamos antes de

que anochezca.—¿Qué dice, joven Churchill?—Ganaremos esta guerra pero la victoria no será para

nosotros, sino para los Estados Unidos.El monarca se pasmó.

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—No entiendo a qué se refiere —y sacudió su realcabeza.

—Su majestad, a partir de este momento, sin importar loque hagamos, empezaremos a perder nuestras colonias ynada podrá impedir el derrumbe final de nuestro imperio. Elpetróleo lo cambiará todo. Los americanos lo tienen en supropio territorio, nosotros no. Acaba de comenzar la era deAmérica.

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Caminé bajo las estrellas por los llanos despoblados ysilenciosos de la penitenciaría, rumbo a las despobladas yoscuras montañas. La verdadera conspiración acababa decomenzar. Los próximos diecisiete años mi país iba a ser elobjeto de esta guerra secreta que mataría a casi dos millonesde personas.

Pero ahora yo iba a luchar para defenderlo. Mi destinoera convertirme en un verdadero espía, un agente deinfiltración que conoció los más altos niveles de la políticaencubierta de Europa y de los Estados Unidos para

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desestabilizar a México. Mi nombre debió permanecer ensecreto para siempre, pero hoy las cosas están cambiando enuna forma que requiere mi regreso, y la revelación de todolo que conozco.

Mi próxima revelación explicará lo que sucedió en 1929,y creo que muchos deberían comenzar a preocuparse.

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TIEMPO ACTUAL

En los sótanos secretos del Palacio Nacional, las linternasapuntan al letrero que dice: “BÓVEDA MÁXIMA”.

Tres jóvenes, mis bisnietos, destrozan la puerta de maderay descubren un área oscura y llena de rocas que huele afiltraciones sulfúricas. En su país nadie conoce el sitio, sólounas cuantas personas de los más altos círculos de lahermandad masónica.

Los jóvenes avanzan iluminando la caverna con laslinternas. Saben que en algún lugar de ese laberintosubterráneo hay un cartucho llamado el Plan de México.

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Éste no es el final, sino el principio.

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ANEXOS

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Para navegar en el mundo de 1913

Un dólar valía 21.57 veces más que un dólar actual. Un pesomexicano valía 136 pesos actuales.

Algunas calles de la ciudad de México tenían otrosnombres:

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Los que intervinieron

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Símbolos de espionaje entre lasembajadas

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Secreto 1910

Edición en formato digital: junio de 2011

D. R. © 2011, Leopoldo Mendívil LópezD. R. © 2011Random House Mondadori, S. A. de C. V.(sobre la presente edición)Av. Homero núm. 544, Col. Chapultepec Morales,Delegación Miguel Hidalgo, C. P. 11570, México, D. F.

Diseño de la cubierta: Random House Mondadori / Sergio Israel RamírezGonzález

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ISBN: 9786073104678

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* El art nouveau era una moda francesa imperante en el diseño y laarquitectura de aquella época: ninguna línea recta, sino todas curvas, garigoleadasy orgánicas.