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La estrategia de seguridad del Estado mexicano como guerra criminal.
Rodrigo Palomares
El presente trabajo pretende incorporar ciertas directrices de la filosofía política y del
Derecho dentro la reflexión en torno a la situación de violencia que ha enfrentado el país en
los últimos diez años y, particularmente, en torno a la controversia que ha suscitado en el
ámbito de los derechos humanos la estrategia de seguridad del Estado mexicano desde la
instrucción de los planes conjuntos para la seguridad pública desde diciembre de 2006.
La situación de violencia que se ha generado acusa una significativa complejidad:
desde las categorías de la doctrina jurídica y política no alcanzamos a captar los peculiares
rasgos que presenta esta criminalidad, es decir, esta peculiar violencia que hoy
enfrentamos repele sistemáticamente a las categorizaciones tradicionales de guerra civil,
insurgencia, revolución, guerra de guerrillas, terrorismo, estado de excepción. La situación
nos rebasa y, tal como señalaba Arendt hace más de cincuenta años, frente a esta
criminalidad pareciera que toda nuestra sabiduría se nos escapa de las manos. La doctrina
de las derechos humanos, del derecho humanitario o de guerra, lo mismo que los
estamentos doctrinales del derecho penal internacional difícilmente pueden encontrar una
articulación en la situación de amenaza que enfrentamos hoy ante esta particular violencia y
criminalidad. En este sentido, la caracterización que presentemos sobre la situación de
violencia que enfrentamos en el país, ha de tener presente este peculiar rebasamiento que
acusa claramente la doctrina jurídica y política tradicional: hoy en día nos enfrentamos a
una realidad que sucede por primera vez y, en consecuencia, estamos exigidos re-pensar las
categorías con las que tradicionalmente juzgamos la responsabilidad ante la violencia y los
propios criterios con los que solemos distinguir desde ella entre la responsabilidad moral y
la responsabilidad política y entre ésta y la culpa penal. Se trata, en todo caso, de
profundizar en una cuestión que me parece crucial en toda ésta trágica coyuntura: tomando
como base la doctrina jurídica internacional, así como la tradición de una filosofía política
y del Derecho, ¿podemos afirmar que en la particular situación de violencia en que
transitamos nos enfrentamos todavía a actos de Estado, esto es, a crímenes cuya
jurisdicción permanece todavía a la doctrina Derecho humanitario o de guerra o más bien es
preciso reconocer que nos enfrentamos a acciones que si bien son criminales “a todas
luces”, no podrían ser determinadas como tales según las categorías propias del derecho de
guerra clásico? ¿Acaso no nos encontramos frente a acciones que se articulan de una forma
sistemática y generalizada en la cumplimentación de una guerra criminal y cuya gravedad
simplemente quedaría minimizada al ser determinadas como crímenes de guerra? ¿Acaso
no nos encontramos frente acciones criminales que lesionan algo más radical que el
derecho de guerra o que la paz política del Estado, es decir, que tendrían que ser calificados
como crímenes de lesa humanidad y, por tanto, que reclaman de una fiscalía o jurisdicción
especial?
Sobre estas cuestiones, pretendería aclarar cuál es la situación jurídica y penal en
que se encuentra la estrategia de seguridad que ha implementado el Estado mexicano contra
la delincuencia organizada y las implicaciones que ésta ha suscitado en torno al estado de
los derechos humanos en el país. De esta forma, en un primer momento, sobre la base de las
diversas experiencia políticas de los dos últimos siglos y desde las cuales se ha constituido
algo así como un Derecho internacional contemporáneo, desarrollaré los antecedentes, las
peculiaridades e implicaciones que presenta esta nueva realidad a la que hemos calificado
de guerra criminal. Solo sobre ello podremos en un segundo momento, determinar hasta
qué punto esta nueva categoría tiene o no alcance y pertinencia dentro de lo que es nuestra
propia situación política y sólo sobre ella, será posible pensar las consecuencias que ella
tiene en el juicio de responsabilidad que comporta para nosotros.
I. La guerra criminal en el contexto de la doctrina jurídica contemporánea y la
filosofía política y del Derecho.
La guerra criminal como delito sin precedente, tiene su horizonte de comprensión en el
contexto de la posguerra en 1946. El tribunal penal Internacional de Nuremberg, sin duda,
ha constituido un precedente que marca las nuevas directrices sobre las cuales se asienta
hoy en día la idea de un Derecho Internacional contemporáneo. La doctrina clásica, que
tuvo sus impulsos iniciales hacia comienzos del siglo XIX y que dominó la relaciones
política entre los Estados hasta mediados del siglo XX, se ve completamente rebasada al
momento de querer enjuiciar actos como lo que se presentaron en el proceso penal de
Nuremberg y que, sin lugar a dudas, se han reproducido dramáticamente sin que por ello
tengamos una mayor claridad al respecto que entonces.
Es verdad que desde hacía más de un siglo Europa había conocido diversos
tribunales internacionales. El Congreso de Viena en 1814 fue, entre otras cosas, un juicio
sobre Francia como nación. La responsabilidad ante las guerras napoleónicas por gran parte
de Europa, supuso para el pueblo francés la imposición de sanciones político-
administrativas tales como el ver reducidos sus derechos políticos y civiles, así como la
pérdida de territorio e indemnizaciones sobre los estragos de guerra. El propio Tratado de
Versalles, después de la Primera Guerra Mundial, se encuentra aún bajo esta doctrina
jurídica que supone que la guerra es un acto de Estado, que la responsabilidad ante ella
reside en el pueblo que siempre ha de responder por las consecuencias que traen consigo las
acciones de su gobierno. En Nuremberg, a diferencia, no es el pueblo alemán el que
comparece. La responsabilidad ante la guerra, que a lo largo de la tradición occidental se
había considerado como un acto de Estado, esto es, como un acto excepcional que se
justifica en el interés fundamental de mantener un orden legal y político existente, ahora
comporta responsabilidad penal sobre individuos. El proceso de Núremberg ha promovido
este movimiento, sin embargo, es preciso preguntarse a la luz de una filosofía política o del
Derecho, en virtud de qué es posible hablar hoy de la guerra como un crimen que comporta
culpa penal sobre individuos y no responsabilidad política sobre naciones y pueblos como
tradicionalmente se había concebido. ¿A qué obedece ese cambio?
En sus lecciones sobre la responsabilidad política de los alemanes en 1946, Karl
Jaspers ha planteado esta cuestión con toda claridad: la guerra nazi es algo completamente
distinto a cualquier guerra que se haya podido dar a lo largo de la historia. “Alemania ha
cometido numerosos actos que (más allá de toda caballerosidad y contra el Derecho
Internacional público) condujeron al exterminio de poblaciones y otras atrocidades. […]
Solo cabía vencer o perecer”.1 En este sentido, frente aquellos que objetaron contra el
tribunal por carecer de una base jurídica lo suficientemente sólida para constituirse puesto
que, entre otras cosas, atentaba contra el principio fundamental de retroactividad, Jaspers
responde que hacia 1946 ya existían diversas fuentes de Derecho desde las cuales era
posible determinar los crímenes del nacionalsocialismo: la convención de la Haya en 1904,
por mencionar la más significativa, ya establecía un Derecho de guerra que conservaba el
viejo sentido de la caballerosidad medieval y, con ello, las distinciones tradicionales entre
poblaciones civiles y soldados, entre guerra y paz y entre zonas abiertas y objetivos
1 Karl Jaspers. El problema de la culpa. Trad. Román Gutiérrez. Editorial Paidós, Barcelona, Buenos Aires, 1998. p. 74.
militares. Toda trasgresión a ese Derecho estaba ya determinado como un crimen de guerra.
Por tanto, frente a los numerosos crímenes que se presentaron en el proceso de Nuremberg
había ya una amplia jurisdicción y, por tanto, había ya competencia legítima del tribunal
para constituirse.
Sin embargo, la cuestión que se abre aquí es el hecho de que durante el proceso
llegaron al tribunal noticias de actos que, en rigor, no podían ser calificados como crímenes
de guerra ni como delitos contra la paz; de crímenes que eran parte de una política
independiente de las necesidades propias de una situación de guerra; de prácticas que
habían existido antes de la guerra, que se mantuvieron durante ella y que continuarían aún
en tiempos de paz. La concepción clásica de la guerra, como guerra entre Estados en la que
el fin supuesto es siempre la paz, se ve completamente trasformada ante esta criminalidad.
No se trata una guerra de agresión o de una operación relámpago que, como bien hace ver
Hannah Arendt, es tan vieja como la historia del hombre, sino de la guerra de agresión
como política de Estado, más aún, de la institucionalización de las prácticas de guerra como
política de seguridad permanente.
El cambio de situación es alarmante, en tanto que aún en día, no contamos claramente
con un sistema categorial desde el cual se puedan tipificar claramente estos delitos de
acuerdo a su radicalidad y al carácter insólito que presentan. Sin embargo, si no somos
capaces de diferenciar entre los crímenes de guerra y esta nueva realidad que presenta la
guerra criminal, si concebimos este nuevo delito tal como en Nuremberg, esto es, como uno
de los tantos excesos criminales en la lucha bélica en pos de la victoria, entonces no
alcanzaremos a comprender su radicalidad, el orden que trasgrede así como la particular
situación de amenaza que nos impone, a saber, que la condición humana pueda hundirse en
medio de la más horrorizante normalidad política.
¿Está hoy en día nuestro sistema de categorías morales y políticas, así como nuestro
sistema de administración de justicia, los mismo a nivel nacional e internacional, lo
suficientemente facultado para juzgar esta nueva criminalidad? ¿Cuáles son los rasgos que
distinguen este tipo de guerra del terrorismo, de la guerra civil, del golpe de Estado o de la
rebelión según los criterios del derecho de guerra en conflictos interestatales? ¿Frente a una
guerra criminal podemos ratificar la responsabilidad política de los pueblos para que sean
ellos los que respondan por las consecuencias que ésta pueda generar o más bien es
necesario desarrollar la confrontación y el juicio de responsabilidad frente a una
criminalidad que, pareciera, ha borrado las líneas en que tradicionalmente juzgamos lo
bueno de lo malo y que, por tanto, contempla a un número sorprendente de individuos?
¿Tenemos claro, como comunidad ética y política, el sentido que tiene el juicio de
responsabilidad sobre esta criminalidad a la que nos expone una guerra criminal?
¿Hasta qué punto la guerra criminal constituye una categoría clave en el
esclarecimiento de nuestra propia situación y de nuestra comprensión de la violencia que ha
irrumpido en el país? ¿Qué alcances o implicaciones tendría ello en el juicio de
responsabilidad político y moral para la comunidad internacional y en el de responsabilidad
penal para un número sorprendente de individuos y de funcionario públicos? ¿Es posible
que estas preguntas que se plantearon por primera vez hace ya más de un siglo, siguen
siendo nuestras propias preguntas?
II. La política de seguridad del Estado mexicano.
La política de seguridad frente al crimen organizado constituye hoy en día el asunto central
de la agenda política nacional. A pesar que el presidente Calderón rectificara el uso de la
palabra guerra a la fórmula de combate o lucha contra la delincuencia organizada, lo cierto
es que desde los primeros días de su gobierno, los soldados habían salido de sus cuarteles
para entrar en funciones de seguridad pública y ello ya era desde entonces, una de las
directrices esenciales de la estrategia de seguridad del Estado mexicano. A los cuatro mil
efectivos que salieron entonces, hay que sumarle el resto de los 90 mil soldados que se han
insertado hasta hoy en la vida social de poblaciones enteras para ejercer funciones de
seguridad pública.
Cuando el presidente Calderón instruyó la operación conjunta para Michoacán, tan
sólo 10 días después de haber tomado protesta como mandatario, todos creímos que se
trataba de un acto excepcional que, sin lugar a dudas, contempla la Constitución política y
que, por tanto, no constituía una nueva situación: el ejército entraría en funciones para
reestablecer el orden civil en diversos poblados del Estado de Michoacán. Sin embargo,
nadie imaginó que su tarea sería permanente y que sistemáticamente habría un estado de
seguridad que es propio de la excepción de una guerra: sin los protocolos debidos, sin
órdenes de instrucción, incluso contra principios fundamentales de la doctrina militar y del
derecho humanitario, miles de soldados fueron insertos en el ámbito civil de la población.
En los diversos medios de la propaganda política parecen disputarse las propias
cifras. Se habla que hoy en día, a más de 10 años de esta estrategia de seguridad, hay de
150 a 200 homicidios, 40 mil desapariciones forzadas y 300 mil desplazados. Lo
horrorizante aquí, sin embargo, no son los homicidios, ni las desapariciones ni los
desplazados, sino el hecho de que todos esos homicidios y desapariciones forzadas, han
sucedido en condiciones de absoluta normalidad política. El deterioro moral es
incalculable. A más de 10 años de esta situación, nos hemos acostumbrado a vivir, con toda
naturalidad política y social, en lo inaceptable.
La situación nos compromete de diversas maneras. Sin embargo, ante la peculiar
escalonada de violencia que se ha impuesto en el país, es decir, ante estas nuevas actitudes
y acciones criminales, tenemos que preguntar: ¿Está preparada nuestra administración de
justicia, nuestra doctrina política y legal, para juzgar penalmente a individuos por su
participación, no en crímenes específicos, sino en la cumplimentación de una guerra
criminal? ¿Puede la doctrina política y del Derecho alcanzar con rigurosa objetividad el
alcance y la amplitud para juzgar actos que apelan a la doctrina de la razón política del
Estado, es decir, que apelan a las razones o concesiones propias de la real-politik para
mantener un orden político existente?
Dentro de la opinión pública, la discusión en torno a la estrategia de seguridad del
Estado se ha fijado generalmente desde dos perspectivas. Por una parte, la política, que
asume la violencia en términos de estrategia, esto es, bajo el criterio de éxito o fracaso. Por
otra parte, la perspectiva jurídica que asume esta violencia desde la perspectiva de la
legalidad o ilegalidad que comporta. Dentro de la primera tenemos opiniones que no sólo
alegan que sacar a los soldados de sus cuarteles es una mala estrategia, sino además, que
regresarlos sería lo mínimo que podría hacer el Estado para reestablecer la paz; se trata de
aquella propaganda típica que promete la paz a toda costa, sin duda. En torno a la discusión
sobre la legalidad o ilegalidad de las estrategias de seguridad las posiciones se han
extremado de igual forma. Los uno y los otros no aceptan mediación alguna: o el ejército
puede o no puede bajo ninguna circunstancia intervenir en situaciones de seguridad interior
en el país. Sobre esta polarización es claro que nuestra comprensión sobre la situación de
violencia que enfrentamos se vaya hundiendo entre las típicas frases y declaratorias que
impiden toda reflexión ulterior. La tesis que afirma que la paz se reestablecerá una vez que
se legalicen los estupefacientes y que el Estado deje de perseguir el trasiego de drogas no
sólo desconoce la realidad de la situación, sino que pareciera, se niega a verla
deliberadamente: diversos poblados de la república viven de facto en un estado de
emergencia, en una situación tal que precisa la intervención del ejército. La legalización de
estupefacientes, así como el consecuente retorno de los soldados a sus cuarteles no
garantizaría el restablecimiento de la paz, pero tampoco su sola presencia. La cuestión está
en pensar cómo es que puede hacerlo y bajo qué condiciones concretas.
Un documento significativo en relación a esto es la resolución que dio la Corte a la
controversia que diversos senadores y diputados del PRD presentaron en torno a la
inconstitucionalidad que suponía la incorporación del ministro de la SEDENA y de Marina
al consejo de seguridad pública en 1996. La Corte establece que la participación de las
fuerzas armadas en auxilio de la seguridad civil-pública es constitucional. La cuestión aquí,
el centro de discusión en el que no hemos querido profundizar, está en el cómo y bajo qué
circunstancias específicas puede darse esta intervención. Según la resolución de la corte
que hemos citado, la intervención del ejército debe darse bajo dos condiciones: por una
parte, “con estricto apego y observancia de las garantías individuales” y, por otra, bajo una
circunstancia particular: así leemos en la resolución, “cuando sin llegarse a situaciones que
requieran la suspensión de Derechos, hagan temer que, de no enfrentarse de inmediato,
sería inminente caer en condiciones que obligarían a decretarla”.
La redacción ya puede despertarnos cierta suspicacia. No se trata, pues, de una
intervención de emergencia. Si nos ceñimos a la redacción, el ejército no interviene para lo
único que puede intervenir en una situación de seguridad interna según una doctrina
política y jurídica fundamental, esto es, para reestablecer el orden de seguridad pública,
sino para custodiarlo, para ser el mismo el orden de seguridad pública. Este es el cenit de la
cuestión: el hecho de que sin declarar un estado de excepción, el ejército ha establecido
prácticas de seguridad que son propias de una guerra para custodiar, y no para reestablecer,
un orden de seguridad interna. Con ello, se han contravenido principios fundamentales del
derecho de guerra: las distinciones entre paz y guerra, entre zona abierta y objetivo
militares, entre soldado y civil, que son principios jurídicos del Derecho de guerra, han
quedado sistemáticamente negados; en el hecho de que en diversos poblados del país, se ha
establecido un estado de excepción permanente, de guerra criminal. La indefensión en que
se encuentran poblados difícilmente puede encontrar una clara comprensión en las diversas
cifras que se debaten dentro de la propaganda política. La indefensión de una población
civil difícilmente puede traducirse en una estadística de asesinatos o de desapariciones
forzadas o de desplazamientos, y sin embargo, constituye la esencia de un ataque
sistemático y generalizado sobre diversas poblaciones en la república mexicana que
difícilmente podría esclarecerse bajo el estatuto del conocido derecho de guerra o
humanitario. En esta situación no nos encontramos ante crímenes de guerra, sino ante el
hecho inusual de una guerra criminal; ante una criminalidad que abre otra dimensión. El
principio de paz que establecía Kant en la paz perpetua, aquel que dice, que en la guerra no
se han de cometer actos que hagan imposible una reconciliación futura, aquí ha sido
sistemáticamente rechazado. La guerra se ha radicalizado en un círculo de terror y contra-
terror en que no cabe otra cosa que el exterminio real del enemigo.
En tanto que la seguridad pública ha sido rebasada y, de facto, no impera ya un
Estado de Derecho, puesto que la autoridad y la administración pública y de seguridad
están usurpadas por la delincuencia organizada, entonces es precisa la intervención del
ejército y, por tanto, la declaración de un estado excepción en donde el ejército tenga el
suficiente margen de acción para reestablecer, que no para garantizar indefinidamente el
orden de la seguridad civil. En este punto, insisto, la discusión no está si el ejército puede o
no intervenir en situaciones de seguridad pública. En tanto que en poblaciones enteras la
autoridad de seguridad civil está completamente secuestrada por la delincuencia
organizada, en tanto que la autoridad local tan sólo suple y lleva las ordenes de los grupos
criminales (extorsión, derecho de piso, secuestro o desaparición forzada), no podemos
hablar de autoridad civil alguna y, por tanto, de un espacio genuinamente civil en el cual
pueda intervenir el ejército, como hemos dicho, el orden civil ha quedado rebasado de
hecho, para reestablecerlo, es preciso declarar el estado de excepción de derecho.
La ilegalidad de la estrategia de seguridad, por tanto, procede de la confusión que
existe entre la instrucción de reestablecer y de custodiar. La primera constituye un acto
previsto ya en la Constitución política, un acto que se justifica según la doctrina de las
razones políticas del Estado. Es decir, en un sistema político y jurídico normal, la
utilización de los medios de violencia, la permisión de ciertas acciones que,
convencionalmente, son consideradas como delictuosas o criminales, claramente se
presentan como excepciones de la norma y claramente no son objeto de sanción penal
puesto que lo que está en vilo en ellas es la propia existencia el Estado. Nuestra situación es
completamente distinta, aquí la excepción de ha tornado norma política y jurídica
fundamental.
Conclusiones.
Como ha hemos señalado, la situación jurídica de la estrategia de seguridad del Estado
mexicano acusa una profunda ambigüedad. La comprensión de la criminalidad que ha
suscitado esta coyuntura de guerra se ha limitado a la infinidad de casos contra militares ya
sea en fueron militares o en tribunales civiles. Sin embargo, si algo nos ha enseñado la
doctrina jurídica contemporánea, es precisamente a distinguir entre delitos de guerra, estos
que se han tipificado ya en la Convención de la Haya como excesos criminales de los
soldados en pos de la victoria, y la guerra criminal, esto es, una política de seguridad que
instituye prácticas de seguridad que son propias de una guerra total o permanente y que
involucra o compromete a un número sorprendente de individuos y de funcionario públicos
más allá del ejército.
El equívoco de la estrategia de seguridad, como hemos dicho, no está en la
intervención del ejército: cuando las autoridades locales han sido tomadas por
organizaciones criminales; cuando la autoridad civil de la seguridad ha sido rebasada,
entonces es precisa la intervención del ejército, pero no para custodiar un orden civil que
está completamente simulado, que ya no existe, sino para reestablecerlo según los propios
medios del adiestramiento y de la doctrina militar, por medio de protocolos que sean
acordes a los principios del Derecho de guerra y de la doctrina de los Derechos humanos y
no sólo con la vaga instrucción de patrullaje y del establecimientos de retenes. La falta de
instrucción y de protocolos por parte de las fuerzas federales en el combate contra el crimen
organizado, se ha traducido de manera sistemática y generalizada en operativos cuyo
intencionalidad manifiesta es la ejecución extrajudicial de criminales. En este punto, los
casos de Tlatlaya y Tanhuato han revelado una política de seguridad permanente.
Sobre esta base, dejo abiertas las siguientes preguntas: Por una parte: ¿Cómo
confrontar la responsabilidad penal con un número sorprendente de funcionarios públicos
que han sido extorsionados por la delincuencia organizada y no sólo han permitido, sino
autorizado y cumplimentado las actividades criminales sobre poblaciones civiles enteras? Y
por otra parte, ¿cómo determinar el grado de responsabilidad, no sólo política, sino penal,
de un gabinete de seguridad, que ha implementado una política de seguridad que no es otra
cosa más que un estado de guerra o de excepción permanente? Acaso este otro crimen, que
no está contemplado dentro del Derecho de guerra, puesto que no es un crimen de guerra,
sino una guerra criminal, ¿no podría considerarse como un delito de lesa humanidad, en
tanto que impone sobre poblaciones enteras una política de seguridad que hunde la
condición humana en medio de un régimen de violencia normalizada? ¿Acaso la guerra
criminal no abre una dimensión que reclama de una jurisdicción que sólo las llamadas
comisiones de la verdad o de reconciliación pueden desarrollar?