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HUBERT SCHLEICHERT CÓMO DISCUTIR CON UN FUNDAMENTALISTA SIN PERDER LA RAZÓN Introducción al pensamiento subversivo

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HUBERT SCHLEICHERT

CÓMO DISCUTIR CON UN FUNDAMENTALISTA SIN PERDER LA RAZÓN

Introducción al pensamiento subversivo

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PROLOGO

Argumentar es una de las actividades fundamentales del hombre: mediante el lenguaje, intenta ganarse a sus congéneres para su postura, para sus tesis. Unas veces se

consigue, muchas otras no; pero incluso en los casos en los que el fracaso era previsible desde el principio y la experiencia histórica permitía considerar desesperada la

confrontación argumentativa —en las grandes controversias ideológicas o religiosas— siempre hay quien intenta conservar la esperanza en situaciones desesperadas.

¿Cómo interpretar esto? La intención de este libro es arrojar un poco de luz en este rincón, oscurecido por la falta de lógica, tras poner a punto los instrumentos

metodológicos precisos.

Es difícil que una investigación sobre la argumentación le aporte algo totalmente nuevo al lector: todo el mundo argumenta todos los días. Lo más que puede lograr

una investigación de este tipo es hacernos más claramente conscientes de las estructuras y peculiaridades de las argumentaciones, agudizar la mirada crítica y, por

desgracia, también destruir algunas ilusiones sobre el poder de la argumentación.

Todo ser humano tiene algún tipo de principios básicos de pensamiento y actuación, principios que no pueden deducirse de otros anteriores y que, desde un punto de

vista lógico, son «ideológicos»: esto es normal, y la confrontación con ellos no es necesariamente explosiva. Las cosas cambian cuando una ideología se fanatiza y co-

mienza a tiranizar el mundo. Vienen entonces las «limpiezas» religiosas, raciales, ideológicas o étnicas. Es en ese momento cuando se clama por un contramovimiento

ilustrado; pero ese contramovimiento tendría que haber intervenido mucho antes. No es posible trazar demarcaciones claras entre una ideología aparentemente inocua y

sus aplicaciones radicales, en absoluto inofensivas. Por consiguiente, la ilustración debe actuar sobre la raíz del mal. Acaba pasando factura el respetar la creencia en

brujas y brujos, confiando en que nadie haga un «mal uso» de esa creencia o que la interprete de forma «radical», es decir, pasando a la caza de brujas y demonios.

La investigación de las formas de argumentación en los conflictos ideológicos es al mismo tiempo una investigación sobre los métodos de la ilustración. Pese a que el

presente libro llega a unas conclusiones un tanto decepcionantes sobre esos métodos, no es en modo alguno pesimista.

El libro tiene dos partes: la primera trata las argumentaciones que pueden partir de una base segura, o en todo caso de una base que de momento no se discute. La

segunda parte investiga las argumentaciones en las que esa misma base ya es discutible. Este último caso es la forma típica de discusión con las ideologías, y lo

examinaremos con ayuda de materiales que proporcionan ejemplos extremos, a saber, el fanatismo religioso, sus defensores y sus detractores. Estos materiales, que los

habitantes del otrora cristiano Occidente conocían hasta cierto punto, pero que a estas alturas ya no son precisamente de candente actualidad, permiten exponer con

especial claridad los problemas metodológicos. Todos los instrumentos metodológicos que se pueden extraer de aquí pueden aplicarse a otras discusiones ideológicas. El

fanatismo religioso es especialmente apto para el análisis teórico, puesto que en este caso sólo se trataba, y en ocasiones aún se trata (al menos supuestamente) de la eterna

bienaventuranza. En otros casos, como en el del fanatismo nacionalista, la situación es, por desgracia, considerablemente más complicada: aquí no se discuten

únicamente cuestiones metafísicas, sino también cuestiones muy terrenales. Este libro no es, por tanto, una introducción a la crítica religiosa, ni un ejercicio de la misma.

Sólo utilizamos la religión como ejemplo de nuestras reflexiones. Por lo demás, el hecho de que ninguna ideología, religión o institución posee el monopolio de la

inhumanidad y el fanatismo es algo que, desgraciadamente, se entiende por sí sólo. Esa plaga afecta a píos e impíos.

Los conflictos supraterrenales son más fáciles de desactivar mediante el análisis ilustrado que los terrenales, los relativos al poder político; cuando dos naciones

discuten por el mismo territorio, el análisis más agudo de sus argumentos (por valioso que pueda ser) no contribuirá gran cosa a la resolución del conflicto. Uno de los

objetivos secundarios de este libro es destruir cualquier posible ilusión al respecto.

Quien espere encontrar una colección de recetas para una argumentación de eficacia garantizada quedará decepcionado. El análisis de las argumentaciones pone de

manifiesto una y otra vez la idea de que prácticamente cualquier figura argumentativa puede ser utilizada mutatis mutandis por los defensores y críticos de una tesis. Un

argumento que a los ojos del crítico libra una doctrina al ridículo aniquilador será evaluado de forma muy distinta por los partidarios de esa misma doctrina: como una

estúpida malintepretación de esa doctrina, o como una calumnia. No hay porqué extraer consecuencias nihilistas de esta situación humana normal; aunque sí deberíamos

aprender de ella que es preciso utilizar los argumentos de forma tan diferenciada como sea posible y que uno nunca puede estar muy seguro de su éxito, ni siquiera cuando

está convencido de tener de su parte la verdad, la humanidad o la tolerancia.

Este no es un libro para especialistas, sino para un público más amplio. Por tanto, apenas contiene referencias a la literatura contemporánea especializada y no

presupone su conocimiento. Eso no significa que el autor no haya tomado nota con gratitud de esa literatura y que no haya extraído de ella algún que otro ejemplo

especialmente instructivo.

El autor expresa calurosamente su gratitud a los amigos y colegas que han revisado el manuscrito y que le han aportado numerosas indicaciones valiosas: Paul

Hoyningen-Huene, de Constanza; Elisabeth Leinfellner, de Viena; Martin Schneider, de Münster; Peter Stemmer, de Constanza.

Constanza, octubre de 1996

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1. INTRODUCCIÓN

ConVENCER Y PERSUADIR

Argumentar es el intento de probar la verdad de una proposición (a la que en adelante llamaremos «tesis»). A este respecto se pueden distinguir dos casos, el caso normal

o estándar y el caso fundamental o no estándar.

En el caso estándar, la tesis se deriva de forma lógicamente vinculante (concluyente, deductiva) de otras proposiciones, los argumentos. Se parte aquí de que

determinadas proposiciones, los argumentos, ya se han aceptado o son aceptables. Estos argumentos constituyen una base que la argumentación ya no pone en cuestión.

Se argumenta a favor de una tesis al mostrar que se sigue lógicamente de la base argumentativa (eventualmente, ampliada mediante otros conocimientos de base que

tampoco son problemáticos) o mostrando bajo qué precondiciones adicionales se seguiría la tesis de la base argumentativa.

La lógica investiga cuándo una proposición se sigue de otras; toda argumentación correcta ha de satisfacer las reglas de la lógica. En la vida cotidiana, muchas veces

sólo son posibles los juicios de probabilidad, es decir, la tesis sólo puede demostrarse con una cierta probabilidad. En este caso la argumentación también ha de satisfacer

las reglas de la lógica de probabilidades. Aquí no se presentan nunca especiales problemas lógicos: la argumentación es interesante más desde el punto de vista del

contenido que desde el lógico-formal, que es también el que plantea las dificultades para captarlo de forma, hasta cierto punto, sistemática. Esto no significa que la lógica

sea falsa o inútil o que deba ser sustituida por una nueva lógica; tampoco significa, en modo alguno, que la argumentación se mueva, pueda moverse o deba moverse

fuera de las reglas de la lógica.

Es frecuente que las argumentaciones no adopten la forma de una prueba deductiva; pero cuando se supone que estamos ante una argumentación correcta, o se

persigue argumentar correctamente, es posible establecer una reconstrucción de la argumentación original que satisfaga las reglas de la lógica, es decir, una

argumentación en la que la tesis se siga de hecho de los argumentos conforme a las reglas de la lógica. A este efecto, suele ser necesario añadir argumentos ausentes de la

argumentación original, o que se habían dado tácitamente por supuestos. Puede ocurrir que sólo esta reconstrucción permita reparar en un argumento especialmente

problemático.

El caso no estándar, o fundamental, de una argumentación es el que se da cuando no existe una base argumentativa suficiente o cuando se trata de los principios

mismos de la base argumentativa, como ocurre en el caso de juicios de valor, artículos de fe o principios fundamentales. Quien defienda esos principios ya no puede

recurrir a otras proposiciones. Naturalmente, al principio siempre se intentará, a pesar de todo, encontrar argumentaciones a favor o en contra de los principios, pero

cuando al hacerlo haya que recurrir a otros principios pronto se llegará al final de la discusión. Aquí se contraponen unos principios a otros. Esta es la situación que se da

en los conflictos entre diversas ideologías, religiones, cosmovisiones. Lo notable en estas discusiones es que —aparentemente, pese a cualquier lógica— al menos en

ocasiones también se intente desarrollarlas de forma argumentativa.

Podría decirse que en el caso normal se intenta convencer, mientras que en el caso fundamental —una vez que, como es evidente, la convicción no ha funcionado—

se trata de persuadir. Si bien el presente libro sigue a grandes rasgos la división entre convencer y persuadir, debe quedar claro que en la práctica esta dicotomía no

siempre es nítida. Sin embargo, es adecuada como modelo simple para el análisis de la argumentación.

Cuando, por ejemplo, queremos argumentar a favor de la tesis de que no deben tomarse drogas, presumiblemente aportaremos el argumento de que las drogas

arruinan la salud y acortan drásticamente la vida. Esto, junto con la hipótesis de que nadie quiere arruinar su salud y abreviar su vida, constituye la base de la

argumentación. De esta base se sigue la tesis. Ese es el caso normal de la argumentación.

Sin embargo, a un drogadicto no le dirá nada el argumento de que la droga destruye su salud y acorta su vida. Conoce perfectamente esos hechos, pero es presumible

que valore más el estado de éxtasis inducido por las drogas que la salud o una larga vida. Su sistema de valores, sus principios básicos son otros. ¿Cómo se puede seguir

argumentando con él? Esa es la pregunta por las posibilidades, métodos y límites de la argumentación fundamental.

EL ESQUEMA GENERAL DE LA ARGUMENTACIÓN CONCLUYENTE

Las expresiones argumentar, fundamentar, probar, justificar suelen utilizarse de forma indiferenciada. Toda argumentación correcta consiste en un demostración de su

tesis o es reconstruible como tal, si bien la estructura lógico-formal de la demostración no es especialmente interesante, porque en la vida cotidiana no se utilizan figuras

lógicas refinadas. La situación de partida es sencilla: existe una afirmación, exhortación, opinión, norma, acusación, en suma, una tesis, y se pregunta: ¿por qué? Las

respuestas a esa pregunta reciben el nombre de argumentaciones. A veces se aceptan, a veces se rechazan. Toda argumentación persigue algo, tiene un objetivo; si no, no

es (como los discursos presidenciales de Año Nuevo) una argumentación. Una argumentación (en sentido más estricto, una argumentación correcta) es una sucesión de

proposiciones mediante las que se demuestra una tesis de forma lógicamente correcta. Las proposiciones de las que se parte se denominan argumentos de la

argumentación. No tiene sentido denominar argumento a una proposición aislada. Los argumentos son la base de partida de la argumentación; cuando no existe tal base,

no se puede argumentar (normalmente).

El esquema lógico básico de la argumentación es, pues, el siguiente: de los argumentos A1, A2 ... An se sigue la tesis T.

Frecuentemente (aunque no siempre, ni mucho menos) las argumentaciones adoptan la forma de diálogos, o pueden reconstruirse como tales. Alguien afirma una

tesis, y su interlocutor exige que la argumente. Si la argumentación tiene éxito, basta con esto para convencer al que duda. Aquí no nos importa si de hecho este renuncia

o no a sus dudas, es decir, la cuestión de la eficacia psicológica de la argumentación. Sin duda, hay argumentaciones correctas cuya eficacia práctica es nula; y son

concebibles argumentaciones incorrectas que arrastren a los oyentes.

La pregunta fundamental de la teoría de la argumentación es la siguiente: ¿qué es una argumentación concluyente, y por tanto (al menos potencialmente) convincente?

La respuesta es sencilla, aunque también bastante general: una argumentación es concluyente cuando garantiza la verdad de la tesis. Ese es precisamente el caso cuando

todos los argumentos son verdaderos y la tesis se sigue lógicamente de los mismos. La inversión de este principio ofrece un esquema general para rechazar

argumentaciones: una argumentación no es vinculante cuando no garantiza la verdad de la tesis. Eso ocurre cuando al menos uno de los argumentos es falso o cuando la

tesis no se sigue lógicamente de los argumentos.

El caso en el que la tesis no se sigue en absoluto de los argumentos se trata en los manuales de lógica en una especie de apéndice; se habla allí de las falacias. Las

falacias no tienen relevancia práctica, y aquí no las trataremos1. Una crítica interesante a las argumentaciones siempre es una crítica al contenido de los argumentos. En la

práctica se parte de que una argumentación es lógicamente correcta, de que la tesis, por tanto, se sigue de los argumentos en tanto que estos sean verdaderos. Los críticos,

sin embargo, deben investigar qué argumentos se utilizan de hecho y si son verdaderos o inaceptables.

LÓGICA, RETÓRICA Y ARGUMENTACIÓN

Hay otra doctrina que se ocupa del arte de la convicción y la persuasión, la retórica. Siempre ha tenido una reputación dudosa. Según parece, ya en el siglo v antes de

nuestra era el sofista Protágoras enseñaba que puede disputarse sobre un asunto con igual derecho desde ambos lados 2. Y sus discípulos mostraron cómo puede

convertirse la parte más débil en la más fuerte. No cabe duda de que es posible elaborar un discurso para defender cualquier tesis, y también su contraria. Y muchas veces

se tiene la impresión de que quien formula el mejor discurso, el más hábil, es el que conquista a su público, con independencia de que sus tesis sean o no ciertas. Esto no

parece decir mucho a favor de la oratoria; pero tampoco puede pasarse por alto que también toda argumentación correcta se sirve del discurso, de modo que entre la teoría

de la argumentación y la retórica no puede trazarse una separación estricta.

La lógica y la retórica han tomado caminos muy divergentes en el transcurso de la historia. Con el tiempo, la retórica se ha desarrollado predominantemente como arte

del discurso bello, cosa que aquí no nos interesa3. La lógica, por otra parte, es una teoría muy general de la demostración sistematizada, en la que se prescinde por

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completo del punto de vista del contenido. Al análisis lógico sólo le interesa la forma de las proposiciones, es decir, su estructura, que se deriva de la concatenación de

palabras como «todos», «ninguno», «algunos», «no», «o», «y», «si... entonces». Por el contrario, el análisis de las argumentaciones, tal como lo expondremos en lo que

sigue, se guía por reflexiones sobre el contenido. Dos argumentaciones pueden poseer una estructura lógica idéntica, y sin embargo tener un significado o alcance

enteramente distinto. Pero, como es obvio, toda argumentación debe ser lógicamente inobjetable.

EL ENTIMEMA

El entimema es una forma de argumentación cuyo uso cotidiano es sumamente frecuente. Permite reconocer cómo se diferencian los puntos de vista lógico y retórico. El

concepto de entimema se refiere a dos cosas:

1) En la práctica totalidad de las argumentaciones cotidianas no se mencionan expresamente todas las premisas realmente necesarias, pues esto sería redundante,

aburrido y repelente; un tormento. Si un orador se dirige a un público al que conoce bien, por ejemplo a abogados, médicos, católicos, etc., puede presuponer sin más en

sus oyentes determinados conocimientos y juicios, y no necesita mencionarlos expresamente. Se argumenta de forma correcta, aunque entimemática, cuando se afirma:

Sócrates es mortal, puesto que es un hombre. Añadiendo explícitamente el argumento que únicamente se ha formulado mentalmente (en thymo), pero que no se ha

explicitado, todos los hombres son mortales, la proposición anterior se convierte en la forma estándar de un juicio lógico correcto: todos los hombres son mortales;

Sócrates es un hombre; por tanto Sócrates es mortal. Siempre que sea necesario se puede dar a una argumentación entimemática la forma de un juicio completo. La

diferencia entre una demostración lógicamente correcta y una argumentación retórica no es aquí más que puramente externa, técnica. Ese es el primer significado de

«entimema».

Consideremos el siguiente ejemplo. Pérez afirma: creo que X debería volver a ser jefe de gobierno; el momento es difícil, y X ya ha gobernado durante diez años.

Gómez replica: creo que X no debería volver a ser jefe de gobierno; el momento es difícil y X ya ha gobernado durante diez años. Ambas argumentaciones entimemáticas

son externamente idénticas, pero conducen a tesis opuestas. La razón es clara: ambas argumentaciones utilizan dos argumentos implícitos distintos. A efectos del análisis

es necesario explicitar los argumentos implícitos; muchas veces son ellos precisamente el auténtico punto en discusión. Pérez parte del principio de que cuando el

momento es difícil no se debería cambiar a un jefe de gobierno que lleva mucho tiempo en el cargo. Gómez, por el contrario, defiende la postura exactamente opuesta.

2) En el ámbito de la actuación o del saber humanos raras veces es posible afirmar algo con absoluta seguridad; las cosas siempre pueden ser de otra manera. Muchas

veces sólo se pueden formular proposiciones de probabilidad, tesis o argumentos sobre lo que generalmente, o presumiblemente, es de una determinada manera. Ese es el

segundo significado de entimema4. Considérese, por ejemplo, la siguiente argumentación: no se puede creer nada de lo que diga el político X, ya está en campaña

electoral. Semejante argumentación no puede rechazarse de plano, aunque sí suscite ciertos reparos. Según parece, también hay políticos cuyas promesas electorales son

creíbles. La resolución del entimema debería, pues, adoptar la siguiente forma: es frecuente que los políticos en campaña electoral mientan; X es político; por tanto, hay

una cierta probabilidad de que X mienta. Ese es un juicio de probabilidad. El juicio como tal es lógicamente correcto y vinculante, pero no garantiza más que una cierta

probabilidad de la tesis, porque tampoco los argumentos poseen nada más que una cierta probabilidad.

ESQUEMAS UNIVERSALES DE ARGUMENTACIÓN

El esquema ya mencionado de una argumentación correcta: de los argumentos A1, ... An se sigue la Tesis T puede diferenciarse aún más, siguiendo, por ejemplo, una

propuesta de Toulmin5. Uno puede dividir los argumentos en aquellos que se refieren de forma concreta y específica al caso del que se trata («datos») y en proposiciones,

regularidades o fundamentos de índole más general («principios»). Esta dicotomía no es siempre inequívoca, ni mucho menos, pero en muchos casos es un buen apoyo

para el análisis. Un refinamiento mayor del esquema se refiere a la certeza con la que la tesis puede seguirse de los argumentos. Hay veces que una tesis se sigue

necesariamente, otras que sólo de forma probable. Finalmente, en la argumentación participan siempre condiciones de excepción explícitas o implícitas, es decir, la tesis

debe derivarse de los argumentos a no ser que se cumplan determinadas condiciones de excepción. Las condiciones limitantes también pueden formularse como datos o

principios, por lo que a veces es útil exponerlas ex profeso, para, por ejemplo, tratar aisladamente ciertos casos extremos en los que normalmente no se piensa.

El hecho de que una mujer esté embarazada es, en virtud de las regularidades biológicas, un argumento concluyente en favor de que algún tiempo antes ha tenido

lugar un acto sexual... excepto cuando ha tenido lugar una inseminación artificial o en el raro caso de la intervención del Espíritu Santo.

De aquí podemos extraer el siguiente «esquema toulminiano» universal de argumentación: de los Datos D1, ... D n y los Principios P 1 . . . Pn se sigue, a no ser que se

produzca una Excepción E, con la Certeza C, la Tesis T.

El valor de un esquema como el de Toulmin reside principalmente en que ofrece una guía para reconstruir de forma exacta y completa una argumentación. En el uso

cotidiano prácticamente nunca se formulan de forma completa las argumentaciones, sino que sólo se esbozan. Por ejemplo, principios que son de conocimiento común o

que no son controvertidos no se explicitan. Pero la discusión crítica de una argumentación sólo es posible cuando esta última no se presenta en forma entimemática, sino

que se expresa en forma de una demostración lógicamente irreprochable.

El esquema de Toulmin tiene un gran parecido con un esquema que ofrecieron mucho antes Hempel y Oppenheim6 para describir la estructura de las explicaciones

científicas. El esquema Hempel-Oppenheim afirma en lo esencial: una explicación para la constatación de unos hechos H consiste en que H se deriva lógicamente de

proposiciones generales (leyes naturales A1, ..., Am y de proposiciones especiales (condiciones iniciales y marginales) D1 ..., Dn, es decir: de Al, …, Am y D1,…, Dn se sigue

H.

Así, por ejemplo, de las leyes gravitatorias, combinadas con los datos sobre una manzana específica y una rama específica, se sigue que si se corta el rabo que une la

manzana con la rama, aquella caerá a la tierra en un tiempo determinado. La analogía con el esquema de Toulmin no es sorprendente; explicar, argumentar y demostrar

son, considerados lógicamente, la misma cosa.

TEORÍAS ESPECIALES DE LA ARGUMENTACIÓN. LA TEORÍA DEL STATUS

Cuanto más general es una teoría de la argumentación, tanto más inane se hace; eso es irremediable. El esquema de Toulmin, y todos los esquemas parecidamente

comprehensivos de argumentación, son tan generales como triviales. Las perspectivas de una teoría fructífera en la práctica mejoran claramente cuando el planteamiento

se hace más restrictivo desde el punto de vista del contenido, por ejemplo: ¿cómo argumenta un abogado, un predicador, un psicótico, un publicista?

Una limitación semejante del planteamiento puede conducir a una teoría de la argumentación más concreta, apegada a la vida y, a fin de cuentas, también más útil

desde una perspectiva práctica. En determinados ámbitos especiales, las formas de argumentación quizá están delimitadas de forma tan estricta que puede plantearse una

teoría útil e interesante, pero que siempre será una teoría «local», nunca una teoría «global». Puede incluso buscarse una comprensión completa de las formas de

argumentación relativas a ese ámbito especial.

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Un ejemplo clásico es el del procedimiento judicial. Aquí está clara la tesis; debe demostrarse la culpabilidad o inocencia de un acusado; también están establecidos

los principios del procedimiento mediante los cuales están rigurosamente predeterminados los argumentos admisibles. Estos principios son de naturaleza jurídica; nadie

puede ser sancionado por una acción que no haya cometido, que no haya cometido en las circunstancias en las que se le acusa de haberla cometido, que haya cometido por

ignorancia o por motivos nobles (por ejemplo, por el bien general) o que no caiga dentro de la jurisdicción del tribunal en cuestión. De ahí se siguen los posibles

argumentos de descargo, y por eso en este ámbito es posible establecer una teoría interesante de la argumentación. En su momento, se desarrolló en el marco de la antigua

retórica (especialmente Hermágoras en el siglo II antes de nuestra era). Es la teoría de los cuatro status (stasis, en griego), es decir, los principales puntos en disputa,

aquellos puntos de los que depende esencialmente la defensa7. Son los siguientes:

1) El status coniecturalis. Es decir, la pregunta por el autor. ¿Cometió de hecho el acusado la acción? El mejor argumento del acusado siempre es afirmar que no

cometió el acto que se le imputa.

2) El status definitivus. El acusado ha hecho efectivamente algo, pero su acto no entra en la categoría utilizada en la acusación. Por ejemplo, es cierto que robó a una

mujer la bolsa en el templo, pero no es un robo sacrilego porque no tocó las propiedades sagradas. O alguien ha causado de hecho la muerte a un hombre, pero

no intencionadamente, por lo que hay que rechazar la acusación de asesinato.

3) El status qualitatis. No se discute el acto, pero es preciso investigar con más detalle su «calidad». En ocasiones, esta es una defensa muy honrosa. Existen múltiples

posibilidades, como: a la víctima/acusado se le incitó a cometer el hecho; el hecho no fue intencionado; mediaba estado de necesidad; actuar con demora ponía

en peligro al estado; razones de moral o de honor prácticamente imponían actuar así (ejemplo clásico: sí, he matado a mi madre, pero porque ella había asesinado

a mi padre). Los asesinatos de motivación política o religiosa suelen justificarse aduciendo la calidad especial del acto.

4) El status translationis: esta es la pregunta de si la acusación no puede rechazarse sin examinar su contenido. Eso es posible cuando el tribunal no tiene

jurisdicción. Rechazar la acusación puede ser ventajoso cuando quepa esperar que el tribunal con jurisdicción efectiva juzgará de forma más favorable que aquel

ante el que se está debatiendo el caso en este momento.

La teoría del status tenía la seguridad de agotar con estos cuatro aspectos todas las posibilidades de la argumentación, y al defensor le bastaba con demostrar uno de ellos.

El esquema de los cuatro status también puede interpretarse como guía para el juez: esos cuatro aspectos son lo que tiene que tener en cuenta cuando emite su sentencia8.

Las reflexiones que subyacen a este esquema se refieren al contenido; aquí no servirían de gran ayuda análisis puramente lógicos.

Está claro que la teoría del status no es un esquema de argumentación universal y que no es de aplicación a incontables ámbitos. Por otro lado, tampoco es tan

particular y limitado como podría parecer; puede aplicarse en todos aquellos casos en los que se trata de defenderse de acusaciones. Recurriendo a la teoría del status

pueden, por ejemplo analizarse bien las diversas «soluciones» al problema de la teodicea. El problema consiste en la pregunta por la relación entre un dios omnisciente,

todopoderoso e infinitamente bondadoso y los múltiples males y dolores en el mundo creado y preconcebido por ese dios. Ese dios, por tanto, es acusado del mal en el

mundo. El problema, para las religiones altamente evolucionadas, como el cristianismo, es muy acuciante, pero se formuló ya en época precristiana. En el filósofo

Epicuro (341-270 antes de nuestra época) podemos leer:

O dios quiere suprimir el mal del mundo, pero no puede. (En cuyo caso es débil, y por tanto no es dios).

O puede pero no quiere hacerlo. (En cuyo caso es malévolo, y por tanto no es dios).

O ni puede ni quiere hacerlo.

O bien puede y quiere hacerlo (como únicamente corresponde a un dios): ¿de dónde proviene entonces el mal en el mundo?9

En Epicuro, el planteamiento de estas preguntas tiene como objetivo poner en cuestión el concepto de dios. Dentro de la teología cristiana, sin embargo, era preciso

infirmar de algún modo la acusación contra dios. Las posibilidades de argumentación que pueden considerarse a ese fin pueden clasificarse de acuerdo con la teoría del

status. Esa es una idea importante. Podrían entonces intentarse los siguientes argumentos para rechazar la acusación:

1. Status coniecturalis: ¿proceden efectivamente los males del mundo de dios, o son atribuibles a algún otro poder, a los poderes de las tinieblas, como enseñaban los

maniqueos? (Esto, no obstante, contradiría la omnipotencia divina).

2. Status definitivus: indiscutiblemente, en el mundo hay muchas cosas nos parecen desagradables; ¿pero se trata realmente de ma les que se le pueden reprochar a

dios? Podrían, por ejemplo, ser castigos por nuestros pecados. (Sin embargo, esto está en contradicción con la bondad infinita de dios y su omnipotencia. La inmensa can

tidad de males en el mundo sin duda es exagerada como castigo por nuestros pecados; y ¿por qué, por ejemplo, tendrían que sufrir tanto incluso los niños pequeños, antes

de que puedan pecar? Además, un dios bondadoso y todopoderoso también hubiera podido emplear métodos más suaves para conducir a los hombres por su camino. Si el

mal se interpreta como castigo, se tropieza además con el conflicto entre la omnisciencia divina y la capacidad para el pecado del hombre ante dios: si dios previera que

el hombre, creado por él, iba a pecar, entonces no es justo castigar posteriormente a ese hombre).

3. Status qualitatis: ¿no podría ser que los supuestos males fueran irremediables por razón de la armonía del universo en su conjunto? El mundo quizá no fuera tan

perfecto si estuviera totalmente desprovisto de mal. (No obstante, nadie ha podido mostrar en qué medida el mal y el sufrimiento son necesarios para la belleza del mundo.

¿En qué contribuye a la perfección de la creación que sea necesario amputarle una pierna a alguien? Decir que la plétora de miserias del mundo es irrenunciable por mor

de la superior perfección del mundo es extremadamente cínico y contradice la omnipotencia y bondad divinas).

4. Status translationis: ¿compete al hombre juzgar a dios? El argumento de la inescrutabilidad divina, tan caro a los teólogos desde tiempos de Job, afirma que los

pensamientos y atributos de dios son incomprensibles para nosotros. Nuestro limitado entendimiento no puede juzgar sobre la divinidad. (Remitir a la incompetencia de

la razón humana no sólo supone el fin de cualquier discusión racional sobre el problema de la teodicea, sino también el de cualquier teología).

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NOTAS

1Para una enumeración exhaustiva de las argumentaciones falaces, véase Fearnside y Holther (1959).

2Protágoras, fr. 2,5 y 6, citado en Capelle, Vorsokratiker.

3Sin embargo, para Perelman (1980), la retórica y la argumentación prácticamente se solapan. En su opinión, el objetivo de la argumentación no es demostrar una tesis a partir de los argumentos, sino producir el asentimiento del público a las tesis (op. cit., p. 18). Para él, la diferencia entre persuadir y convencer estriba únicamente en la orientación a un público universal o a un público particular. Denomina por tanto su teoría «nueva retórica». Pero como es deseable distinguir entre la corrección de una argumentación, por una parte, y su eficacia o elegancia, por otra, seguiremos distinguiendo como hasta ahora entre retórica y argumentación.

4 Aristóteles, Retórica, cap. 2.

5 Toulmin (1964), sección III.

6 Hempel y Oppenheim (1948); cfr. Stegmüller (1969).

7 Cfr. Fuhrmann (1990) y Braet (1987).

8 En para le lo a los cuatro s tatus se desarro l laron cuatro categorías para la in terpretac ión de las leyes: 1 . ¿Debe leerse a l p i e de la le t ra

e l texto legal , o de acuerdo a su «espír i tu»? 2. ¿Hay quizá var ias leyes (que pos ib lemente se contrad igan en tre s í ) ap l i cables a l caso presente? 3. ¿Es inequívoco e l texto de la ley? 4. ¿Hay ta l vez un vacío legal? En caso de que así sea, ¿debe juzgarse per an alog iam o no? (El para le l ismo, s in embargo, es ar t i f ic ia l ) . Cfr . Fuhrmann (1990).

9 Epicuro, p. 136.

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2. ELEMENTOS DE LA ARGUMENTACIÓN

En la mayoría de los casos, las argumentaciones utilizan una o varias proposiciones generales a las que ya hemos denominado «principios». Por ejemplo, la proposición

la verdad vale más que la humanidad constituye un principio de toda argumentación fanática. Qué constituya un principio en una argumentación, o el hecho de que

eventualmente existan varios de ellos (o, en el caso trivial, ninguno en absoluto) no es tanto una cuestión de la lógica como del contenido o. mejor dicho, de nuestros

intereses respecto al contenido. Como los principios se reiteran con frecuencia, es posible recopilar una especie de catálogo de figuras argumentativas. Un catálogo

semejante contiene principios argumentativos que se formulan frecuentemente o que tienen especial interés para el observador. En cualquier caso, siempre se tratará de

un catálogo abierto. Lo que nos interesa en todos los casos es la verdad o la falsedad de estos principios.

Generalmente, algunos de tales principios se utilizan en apoyo de una tesis y otros para poner en cuestión una tesis, aunque esto no permite establecer una subdivisión

inequívoca; muchos principios se utilizan tanto en favor como en contra de una tesis.

En lo que sigue presentaremos una selección de los principios argumentativos más frecuentes. Nuestra argumentación no es en absoluto excluyente, es decir: una

argumentación concreta permite a veces varias reconstrucciones distintas en las que no siempre se utiliza exactamente el mismo principio. Nuestro pequeño catálogo es

sobre todo una recopilación de ejemplos que permiten prestar una mayor atención a los lugares esenciales y problemáticos de las argumentaciones.

El catálogo sólo tomará en cuenta argumentaciones correctas, es decir, aquellas en las que la verdad o la probabilidad de la tesis está garantizada, en el supuesto de que

todos los argumentos sean verdaderos o probables. Pero también expondremos algunos ejemplos de argumentación que suelen considerarse incorrectos. La razón de que

los mencionemos a pesar de todo es que con una reconstrucción adecuada pueden considerarse argumentaciones correctas en las que, en todo caso, podrá discutirse sobre

la verdad de los principios subyacentes. Desarrollaremos esto más adelante, con ayuda de los argumentos originales.

Rechazar las argumentaciones desempeña un importante papel en la vida práctica. Una argumentación es rechazable cuando no es adecuada para demostrar la verdad

de la tesis. En los casos en los que no haya fallos lógicos, el ataque a una argumentación debe poner en cuestión la verdad o la probabilidad de al menos uno de los argu-

mentos. A este fin, el crítico puede poner en tela de juicio la verdad del principio de argumentación (o de uno de los principios de argumentación) o su aplicabilidad al

caso concreto de que se trate.

EL PRINCIPIO DE GENERALIZACIÓN Y EL ARGUMENTO DE EXCEPCIÓN

En las argumentaciones morales se utiliza muchas veces un principio de generalización, la mayoría de ellas de forma destructiva, para rechazar una tesis. Considérese,

por ejemplo, la tesis puedo robar y engañar tanto como quiera siempre que no me descubran. Para mostrar que esta no es una postura aceptable se señala lo desagradable

que sería una sociedad en la que todas las personas hicieran suya esta posición egoísta. ¡Dónde iríamos a parar si todos hicieran lo mismo! Quien argumenta así utiliza

como principio general una versión cualquiera de la famosa «regla de oro»: lo que no quieras que te hagan a ti..., por ejemplo, la siguiente: las acciones o modelos de

conducta que serían intolerables si fueran adoptadas por todo el mundo son moral- mente malas y hay que prohibirlas.

Sin duda, el principio de argumentación se aplica con sentido en muchos casos. Pero no es, ciertamente, un principio absolutamente evidente por sí solo y puede

rechazarse por diversos motivos. Por ejemplo, podría limitarse la aplicabilidad del principio: si fuera seguro que la mayoría de las personas no actuara como yo lo hago,

no tengo

ningún motivo para romperme la cabeza con qué ocurriría en el caso de que, etc. Un ladrón puede admitir que la vida sería molesta si todos robaran continuamente, pero

añadirá que ni mucho menos todos los hombres roban continuamente. Debemos orientar nuestra vida a la realidad y no a construcciones hipotéticas, añadiría.

Es frecuente que el principio de generalización se deje sin efecto añadiendo una cláusula de excepción. La universalización se limitará mediante el argumento de que

una persona o postura determinada posee un estatuto especial de tipo tal que no se le podrá aplicar el principio de generalización. Lo que es aplicable al común de los

hombres no tiene por qué regir para los dioses u hombres semejantes a dioses: quod licetJovi non licet bovi.

Consideremos, por ejemplo, la discusión que hubo en su época sobre si en un país católico debían permitirse también otras religiones. Si se generaliza la intolerancia

religiosa tan extendida en épocas anteriores, es decir, si se supone que la religión predominante en cada caso (fuera cual fuera) debía y podía ser intolerante frente a todas

las demás, lo que se obtendría es un mundo muy poco pacífico. Esto se ha utilizado con frecuencia como argumentación en contra de la intolerancia religiosa (y por tanto

en favor de la tolerancia). Por ejemplo, de la siguiente manera:

Si los católicos afirman que es un crimen no creer en la religión dominante, culpan a sus propios predecesores, los primeros cristianos, precisamente de ese mismo

crimen, y además justifican a los paganos que querían ejecutar a los cristianos1.

Aquí se generaliza así: si es un crimen no creer en la religión dominante, lo será siempre y en todas partes. Esta generalización, sin embargo, conduce a consecuencias

desagradables, por lo que se intenta limitar con una cláusula de excepción:

Todas las religiones son obra humana, con la única excepción de la Iglesia romana, católica y apostólica, que es obra de dios2.

La propia limitación suele formularse como principio general: aquello a lo que puede aspirar la verdad no lo pueden pretender de ningún modo las numerosas opiniones

erróneas o herejías. En la práctica, se vincula a esto una pretensión tremenda: yo, mi iglesia, mi partido (o cualquier otra cosa así) estoy/estamos en posesión de la verdad.

En la cláusula de excepción se reconoce básicamente un principio general (uno debe ser tolerante frente a otras opiniones) que, simultáneamente, se deja sin efecto en

un determinado caso singular. Por tanto, el crítico sólo tiene que atacar la cláusula de excepción especial para garantizar la aplicabilidad del principio general. Argu-

mentos de excepción típicos son:

a) la verdad (mi religión, por ejemplo) no puede situarse en el mismo plano que los errores (todas las demás religiones); b) lo que favorece a mi pueblo, mi país, mi

partido, mi iglesia, mi dios, es en cualquier caso bueno.

La interacción de principios generales y cláusulas especiales de excepción es lo que, por otro lado, posibilita una teoría moral realista. Los judíos piadosos tienen que

atenerse a cientos de mandamientos y prohibiciones; pero cuando se trata de salvar una vida humana, todos los mandamientos se pueden quebrantar. Una argumentación

semejante se encuentra, por ejemplo, en un diálogo entre el filósofo chino Mencio y un interlocutor que le plantea preguntas. Para la comprensión del diálogo tiene que

tenerse en cuenta que en la antigua China las reglas tradicionales de moralidad tenían una enorme importancia y su quebrantamiento se valoraba de forma muy negativa.

La conversación se inicia asegurando que es preciso admitir los principios generales de la moralidad:

Un hombre de Rén le preguntó lo siguiente al discípulo Wulú: «¿qué es más importante, la corrección en el comer o el comer mismo?». A lo que Wulú respondió: «la

corrección».

El hombre prosiguió: «¿Qué es más importante, las reglas que regulan el placer sexual o el sexo mismo?», a lo que Wulú respondió: «las reglas».

Pero entonces se formulan cláusulas de excepción, utilizando para ello ejemplos concretos:

Dijo el hombre: «Entonces, supongamos que alguien que guarda la corrección no obtiene comida y muere de hambre, mientras que, si no guarda la corrección come o que, si

alguien que observa las reglas de ir a buscar a la novia para traerla a casa no obtiene esposa, mientras que, si no guarda estas reglas, la consigue. ¿Sería preciso observar las

reglas correctas en ambos casos?».

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Wulú fue incapaz de responder por lo que, al día siguiente, fue a Zou para consultárselo a Mencio. Mencio dijo: «[...] Si se toma un caso en el que el comer es importante,

mientras que la corrección no lo es, ¿por qué se para a decir que comer es lo más importante? Igualmente, ¿para qué decir que el sexo es importante, en un caso en el que

ciertamente pesa más que las reglas que lo rigen?».

Pero se debe ser muy cuidadoso para que los principios generales no queden reducidos a la irrelevancia mediante las cláusulas de excepción. Por eso añade Mencio:

* Si retorciendo el brazo a tu hermano para quitarle la comida comes, y en el uso de no hacerlo, te quedas sin comer, ¿se lo torcerías? Si saltando la valla le la casa vecina y

llevándote a una de las hijas solteras, consigues esposa y, de lo contrario, no la consigues, ¿la saltarías?»3.

No es casual que aquí no se delimiten las cláusulas de excepción siguiendo un principio general, sino proponiendo un ejemplo drástico. Volveremos más adelante sobre

esto.

PRINCIPIOS DE JUSTICIA O IGUALDAD

Aquí se argumenta con el siguiente principio general: los seres, acontecimientos o hechos de la misma categoría deben tratarse del mismo modo. Este principio apenas se

discute como tal, porque es muy abstracto; lo que es discutible son sus aplicaciones concretas.

Es fácil caer en la tentación de utilizar el principio como núcleo de una argumentación en favor de la democracia. Todos los hombres son por naturaleza iguales es un

argumento que cuesta contradecir; junto con el principio de justicia, en determinadas circunstancias da lugar a la tesis de que la democracia es la única forma justa de

estado.

Sin embargo, los hombres no son iguales, porque de lo contrario ni siquiera se les podría distinguir con nombres. Como mucho, son iguales en ciertos aspectos, o,

mejor dicho: si se reflexiona lo suficiente, se encuentran igualdades de algún tipo. Los ataques a una argumentación en pro de la igualdad no tienen por tanto que dirigirse

contra el principio abstracto de igualdad, y tampoco contra la afirmación de que todos los hombres son iguales en ciertos aspectos, pues esta última es trivial.

Hobbes abre su filosofía política con la siguiente argumentación:

La naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en las facultades de cuerpo y alma que, aunque puede que a veces se encuentre un hombre manifiestamente más fuerte de

cuerpo, o más rápido de mente que otro, cuando todo se considera conjuntamente, la diferencia entre un hombre y otro no es tan grande que uno de ellos pueda reclamar para sí

cualquier beneficio que cualquier otro no pueda pretender con tanta razón como él. Pues en lo que se refiere a la fortaleza del cuerpo, el más débil tiene fuerza suficiente para

matar al más fuerte, sea por maquinación secreta o aliándose con otros... 4

La misma vulnerabilidad corporal de todos los hombres sobre la que trabaja Hobbes no puede utilizarse en una argumentación en favor de la democracia (cosa que no

hace Hobbes); más bien, el hecho de que todos los hombres sean igualmente vulnerables podría aportar un argumento para defender que están igualmente necesitados de

protección y, en el curso de su desarrollo, quizá proporcione un argumento en pro de que el estado deba ofrecer a todos los ciudadanos idéntica protección.

En general, la igualdad en cierto respecto se puede utilizar, en el mejor de los casos, como argumento en favor de una igualdad de trato en cierto respecto; en todo

caso, es preciso especificar y restringir drásticamente el principio de igualdad.

EL DILEMA FRENTE A LA DISTINCIÓN ENTRE CASOS

Esta figura consiste en dos argumentos, a saber:

(1) que a excepción de la tesis T no existe más que un número finito de posibilidades pertinentes alternativas (en el caso del dilema, que en total sólo existen dos

posibilidades, es decir, otra tesis aparte de la tesis T);

(2) que ninguna de las demás posibilidades es el caso o es pertinente. De esto se sigue de forma lógicamente necesaria la verdad de la tesis T. Como principio se utiliza

aquí una proposición lógicamente verdadera5.

Por consiguiente, la argumentación sólo puede atacarse demostrando que (1) la enumeración de posibilidades no es completa o que, (2) en modo alguno es descartable el

resto de las posibilidades a excepción de T. Por ejemplo: en muchos países del Tercer Mundo las dictaduras son deseables, dado que estos países sólo pueden elegir entre

la libertad y el hambre y lo más importante es satisfacer el hambre.

Esta argumentación en favor del establecimiento de dictaduras parte de que (1) la libertad y la alimentación suficiente de la población son objetivos mutuamente

excluyentes dadas las circunstancias y no existe ninguna otra posibilidad de elección relevante y de que, (2) la libertad, acompañada del hambre, no es deseable. Si se

aceptan ambos argumentos, se tiene una argumentación correcta en favor del establecimiento de dictaduras.

Los fanáticos de toda laya sienten predilección por un principio que tiene la forma de un dilema: el que no está conmigo, está contra mi6. Esta proposición silencia a

conciencia que al menos existe una tercera posibilidad, la indiferencia o desinterés respecto a la doctrina en cuestión.

Otra aplicación del dilema consiste (1) en la enumeración completa de todas las posibilidades pertinentes de validez de una tesis T y (2) en la demostración de que ni

una sola de esas posibilidades se ha realizado o es realizable. El historiador israelita Moshe Zimmermann7 defiende la tesis de que en Europa el antisemitismo ya no

constituye un peligro serio porque sus causas ya no existen. El antisemitismo sólo tuvo las siguientes causas: persecución religiosa por las iglesias cristianas, situaciones

sociales abusivas (de las que se responsabilizaba a los industriales y banqueros judíos) y problemas nacionales 8. Entretanto, todas estas causas han desaparecido, por lo

que ya no existe el peligro del antisemitismo (en Europa).

La argumentación utiliza (1) una distinción de casos en cuanto a las causas de un fenómeno, (2) la afirmación de que ninguna de las posibilidades enumeradas se

materializa. Está claro que (1) y (2) son discutibles. En (1) se podría objetar, por ejemplo, que se han enumerado causas racionalmente concebibles, pero que desgraciada-

mente podría haber también otras causas, de tipo irracional, como la necesidad de un objeto de odio.

También la exposición del problema de la teodicea de Epicuro que hemos mencionado anteriormente utiliza la distinción de casos. Recuérdese que se trataba de la

pregunta de si dios hubiera podido evitar el mal de este mundo o no o de si hubiera querido evitarlo o no. De ahí se derivan las cuatro combinaciones posibles enumeradas

por Epicuro. Epicuro muestra que ninguna de ellas es conciliable con los principios fundamentales de la religión, o más exactamente: que no hay una explicación

satisfactoria del mal del mundo conciliable con las cualidades que tradicionalmente se atribuyen a la divinidad.

RELATIVIZACIÓN

Partamos de un principio lógico: cuando sobre una cuestión existen varias tesis rivales, no todas pueden ser simultáneamente verdaderas, si bien todas pueden ser

simultáneamente falsas.

La relativización es una figura argumentativa predominantemente destructiva. A este efecto, a la tesis a atacar se le asigna un lugar en una serie mayor de alternativas,

con lo que se pone en duda su pretendido carácter único. Como argumento contra la tesis se aduce que respecto al estado de cosas del que trata también se defienden pun-

tos de vista completamente distintos. El filósofo taoísta Zhuangzi (China, siglo IV antes de nuestra era) utiliza múltiples variantes del procedimiento de relativización,

como las siguientes:

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Si el hombre duerme en un lugar húmedo, contrae reumatismo y queda como inválido. No ocurre lo mismo con la locha. Pero cuando se sube a un árbol, tiembla de miedo. ¿Y qué

pasa con los monos? ¿Cuál de ellos conoce, pues, el lugar adecuado para vivir?

El hombre come ganado, el ciervo, hierba, el ciempiés se deleita con los gusanos, el búho devora ratones. ¿Quién de ellos posee el gusto adecuado? Los hombres tienen sus

reinas de la belleza; pero cuando un pez ve una de estas beldades, se sumerge en las profundidades; las aves huyen volando de ellas al verlas. Por tanto, ¿quién de ellos sabe qué

es realmente hermoso en la Tierra?9

¿Qué se puede demostrar con estos argumentos, qué se quiere demostrar con ellos, qué principio se aplica (tácitamente) aquí? Intervienen dos principios. Uno de los

afirma lo siguiente: ( P 1 ) Cuando diversos observadores llegan a diversas conclusiones respecto a la adscripción de un concepto K, es preciso relativizar el concepto K.

Es decir: cuando dos observadores, B1 y B2, emiten juicios mutamente contradictorios sobre el mismo estado de cosas, no se trata de una contradicción, puesto lo que

B1 puede considerar K (por ejemplo, bello), B2 puede considerarlo no-K (por ejemplo, feo). Por consiguiente, es preciso rechazar por inoperante el concepto «absoluto»

original K. No se puede hablar en términos absolutos de un espacio ideal para vivir o de belleza. Es preciso sustituir el concepto bello por conceptos como bello para un

mono, bello para un perro, bello para un ser humano. La relativización tiene un cierto halo de nihilismo, puesto que ya no puede preguntarse de forma ingenua ¿qué es

bello? ¿Qué es feo?

La relativización se hace claramente más inquietante cuando se trata de cuestiones morales. Una y la misma acción puede ser considerada buena o mala por personas

o pueblos distintos. Si se acepta aquí el principio (Pl), uno ya no puede preguntar si una acción es buena o mala, sino únicamente si es considerada buena por deter-

minadas personas o culturas.

Todavía más crucial es que el concepto verdadero sea sustituido por conceptos relativizados como verdadero para mí, verdadero para ti. Se pierde así un concepto al

que difícilmente podemos renunciar, el concepto de verdad. Tropezamos aquí con una dificultad típica de todas las argumentaciones que tienen como fin la tolerancia, es

decir, la aceptación de diversas opiniones, credos, e ideologías mutuamente contradictorias. Por ejemplo, en el siglo XVI el humanista de Basilea Castellion defendía la

tolerancia con las siguientes palabras:

Después de haber indagado mucho sobre qué es un hereje, no he encontrado sino esto: damos el nombre de hereje a todos que no están de acuerdo con nuestra opinión. Eso se

muestra en que apenas hay una secta (y hoy son incontables) que no considere herética al resto. Esto llega hasta el punto de que uno, considerado ortodoxo en una ciudad, en la

siguiente será un hereje. Por tanto, quien hoy quiera vivir en paz tendrá que tener tantas religiones como ciudades o sectas haya10

.

Aquí se relativiza el concepto hereje como hereje a ojos de determinados creyentes. Se sigue de ahí la posibilidad de que las religiones puedan, sin incurrir en

contradicción, considerarse mutuamente como herejías. Esto tiene la consecuencia de que también el concepto de ortodoxia, y con él el de verdad (religiosa), se

relativiza. No obstante, toda secta, toda confesión, toda ideología aspira a estar en posesión de una sola, absoluta y única verdad. Muchas veces se trata además de un

convencimiento sincero.

Pero si se admite esto, la argumentación en favor de la tolerancia se hace difícil. Pues, qué duda cabe, a la verdad le corresponde un estatuto especial. El que junto a

una tesis verdadera T o una religión verdadera puedan coexistir innumerables otras en rivalidad con ellas, pero falsas, es algo trivial, y no modifica en nada el estatuto

especial de la verdad. En lo que atañe a la verdad de un principio, es irrelevante cuántas otras opiniones rivales falsas puedan manifestarse.

Por consiguiente, lo mejor que puede hacer el abogado de la tolerancia es defender el siguiente principio: (P2) Cuando sobre una cuestión hay varías opiniones

divergentes entre las que no se puede decidir, uno debe ser tolerante respecto a todas ellas.

Fatalmente, todo partidario convencido de una religión o de una ideología discutirá que entre la creencia verdadera y la falsa, entre la ortodoxia y la herejía no pueda

decidirse de forma objetiva y definitiva. Por consiguiente, el principio de tolerancia que acabamos de formular no es, de todos modos, aplicable, por lo que puede ocurrir

que las partes que discuten tengan una opinión unánime sobre un punto: la condena del ilustrado que defiende la tolerancia.

EL PRINCIPIO DE LA SLIPPERY-SLOPE11

Se argumenta en favor de una tesis respecto al caso en disputa aludiendo a otro caso que, según la opinión general, es indiscutible y espantoso, y se afirma que el caso en

cuestión no es más que el preludio del caso espantoso. ¡Cuidado con cómo se empieza! expresa de forma concisa este principio: hay que prohibir el aborto porque si se

empieza por destruir la vida, ¡dónde estarán los límites! ¡No es consecuente permitir el aborto en la primera semana y prohibirlo en la número 30! ¿Y por qué no matar también

a niños y ancianos?

De forma análoga puede argumentarse contra la aplicación de la ingeniería genética. ¿Qué límites naturales o inmediatamente evidentes habrá para modificar el

genoma humano, cuando sea posible hacerlo?

El principio de la argumentación de la slippery-slope podría formularse así: supongamos que entre X e Y no hay diferencias o límites tajantes, sino una transición

paulatina y gradual. Si se hace o se permite X, también se podrá, antes o después, hacer o permitir Y.

Según se acepte o no un principio de este tipo el principio de la argumentación de la slippery-slope será aceptable o no. Es evidente que todo depende de qué se ponga

en lugar de X o Y. ¿Qué opinión podría merecer la siguiente afirmación? Entre matar animales y personas no hay ninguna diferencia natural; por tanto, si se permite la

caza o matanza de animales, entonces...

Para refutar un argumento del tipo slippery-slope, se intentará demostrar lo improbable que es deslizarse al caso posterior, o qué medidas sutiles pueden adoptarse

para evitar semejante deslizamiento. Otra posibilidad es poner en cuestión la transición gradual desde el caso espantoso al caso en discusión. ¿Dónde estarían los límites?

argumenta una de las partes, a lo que la otra replica: ¡todo tiene sus límites!

ARGUMENTO A MAJORE (MINORE)

Este término no está muy extendido: designa una técnica emparentada con el argumento de la slippery-slope. Se establece un continuo en uno de cuyos puntos está un

caso valorado positiva (o negativamente) y ese caso se extrapola al que está en discusión: si no se puede matar a un adulto, que al fin y al cabo puede defenderse, cuánto

menos podrá matarse a un embrión, que está indefenso. O bien: si se puede defender judicialmente actuar en defensa propia frente a un asesino individual, ¡cuánto más

habría de permitirse obrar en defensa propia contra una central nuclear, que amenaza el futuro entero de toda nuestra población¡

Un ejemplo célebre es el que se encuentra en el filósofo chino Mo Di (siglos V/IV antes de nuestra era), quien argumentó de la siguiente manera contra la guerra:

Supongamos que hoy entra alguien en un huerto ajeno y roba en él melocotones y ciruelas; todos los que lo sepan, le condenarán, y si las autoridades le detienen, le castigarán.

¿Por qué? ¡Porque daña a otro para beneficiarse él mismo¡ Robar perros, cerdos, gallinas o lechones es mucho peor que coger fruta de un huerto ajeno. ¿Por qué? Porque así

se causa un daño aún mayor a otros. ¡Por eso es mucho más inhumano y criminal!

Finalmente, el que alguien mate a una persona inocente [...] es mucho más condenable [...] ¿Por qué? Porque daña mucho más a otra persona. Por eso su crimen y su

inhumanidad son mucho mayores, y la pena tendrá que ser condignamente superior. Todos los príncipes de la tierra lo saben muy bien; condenan tales hechos y los califican de

comportamiento inmoral. Pues bien, si esta forma de actuar alcanza su máxima expresión cuando son atacados estados enteros, no encuentran nada condenable en ello [...]

Supongamos que un hombre ve una pequeña mancha negra y dice que es negra; pero que ve una gran mancha negra y dice que es blanca. Es evidente, que ese hombre no

distingue entre el blanco y el negro. Si alguien prueba un poco de amargo y dice que es amargo, pero dice que una gran cantidad de amargo es dulce, no sabe distinguir entre

dulce y amargo. Si alguien reconoce una injusticia pequeña como tal, pero no reconoce como tal una gran injusticia, como el ataque a un país, sino que incluso llega a decir que

eso es una conducta recta... ¿puede decirse que sabe distinguir entre la justicia y la in justicia? Aquí se aprecia lo poco que saben discernir los príncipes entre justicia e

injusticia12

.

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LA RAZÓN OCULTA DEL CASO PARTICULAR. LA INTERPRETACIÓN PARANOICA

Se produce un hecho incómodo. Se inscribe tal hecho en un contexto más amplio para reconsiderarlo. Al hacerlo se aplica (tácitamente) el siguiente principio: un suceso

incómodo, pero a fin de cuentas tolerable en sí mismo, resulta insoportable cuando le subyace una regularidad general o un plan.

Es mucho lo que puede decirse en favor de un principio de este tipo; dependiendo de que un suceso ocurra de forma intencionada, regular, o casual, uno tiene

motivos para contar con su repetición o no. En este tipo de argumentaciones, pues, no se discute tanto el principio general como la adscripción del caso particular a un

contexto más general. Esta adscripción se lleva a cabo, por ejemplo, con la fórmula: algo así no es en absoluto casual, algo así se deriva necesariamente de esta

ideología. Algo así no es más que la punta del iceberg.

El argumento de que tras determinados sucesos hay algo más que una (desafortunada) casualidad puede ser falso. Quienes padecen

manía persecutoria (paranoia) interpretan cualquier acontecimiento imaginable, los chillidos de un niño, una llamada telefónica equivocada, un queso mohoso, como

parte de una gran conjura en contra de ellos. (En casos excepcionales —y sumamente raros— la interpretación es correcta y quien sufre esa situación no es un paranoico).

Los dictadores que no alcanzan de inmediato sus objetivos ven sabotajes en todas partes; lo que ha ocurrido no es casual, detrás hay intención, método, sistema, un plan,

una conjura universal... lo que tiene consecuencias: hay culpables. En ocasiones eso es así, pero no siempre. A cualquier percance aislado, a cualquier fracaso se le

atribuye una importancia distinta y superior. La fórmula puede utilizarse intencionadamente, a sabiendas de que no es el caso, para desviar la atención de las dificultades:

donde hay sabotaje tiene que haber saboteadores a los que se puede buscar y condenar. En el caso más estúpido se inventa, por ejemplo, una «conjura judía universal».

También el «principio de dominó» se basa en situar sucesos aislados en un contexto más amplio. En la discusión política de la guerra fría se utilizó la tesis del dominó

para fundamentar la necesidad de que Occidente apoyara a cualquier país no comunista. La pérdida de un país para Occidente no habría representado un caso aislado, sino

que hubiera desencadenado una serie de consecuencias no deseadas: si cae una ficha del dominó, le seguirá la siguiente. Nadie debe pensar que una retirada de Vietnam

significará el final del conflicto. Este caso no será más que el antecedente de un proceso inacabable 13

.

EL ARGUMENTO DEL ABUSO

La inversión del principio que acabamos de exponer es la siguiente: un suceso desafortunado es más fácil de soportar cuando se trata de una casualidad o un desliz

ocasional que cuando le subyace planificación, intención, regularidad, sistema.

Este nuevo principio sirve para valorar con mayor lenidad, o para disculpar, anomalías o malas evoluciones. Por ejemplo, la instauración del estalinismo conmocionó

a muchos marxistas, tanto más en la medida en que el marxismo en realidad comenzó como una ideología humanitaria. La pregunta era: ¿es esta una desdichada casuali-

dad, un fallo imprevisto de funcionamiento, o el terror se seguía de la idea del socialismo o del comunismo? Si se trata de una excepción atípica o de una lamentable

degeneración, un marxista puede seguir fiel a su ideología con buena conciencia. Pues en tal caso, el terror de la era de Stalin no puede atribuirse a la ideología marxista,

sino a partidarios concretos de la misma, débiles o equivocados: no es que el marxismo sea malo, lo es el abuso que se hizo de él. No es que la idea sea falsa, sino que

determinadas personas son culpables.

Esta fórmula puede, qué duda cabe, tener pleno sentido. Prácticamente no hay nada de lo que no pueda abusarse, por lo que es problemático condenar algo por el

abuso que se hace de ello. Si se diera el caso de que un Papa o un obispo fueron ambiciosos, vividores o criminales, eso no constituiría sin más un argumento contra su

iglesia. Se trataría de un «sacerdote indigno». Muchos políticos democráticos son corruptos, como todos sabemos. Sin embargo, de eso no deducimos sin más la

inferioridad de la democracia.

Podría formularse el siguiente principio: a una doctrina sólo se le puede culpar de aquellas cosas que se derivan directamente de ella. Un crítico tendría, por ejemplo,

que investigar en detalle si la intolerancia de determinadas religiones o la dictadura de determinadas ideologías son deslices abusivos o forman parte dogmática de las

mismas. El hecho de que en el transcurso de la historia una doctrina supuestamente filantrópica produzca con gran regularidad esos supuestos abusos y prácticamente

nunca los magníficos efectos humanitarios prometidos no deja de ser un asunto espinoso.

ANALOGÍAS Y COMPARACIONES

Formular una comparación supone presentar un caso particular concreto relevante Kl para, partiendo de él, argumentar en favor de una tesis que se refiere a un caso

particular distinto (eventualmente, completamente distinto) K2. Desde un punto de vista puramente lógico, nunca se puede pasar de un caso particular al otro, como

tampoco deducir una tesis general. Pero cuando K1 sirve para aclarar una proposición general A (es decir, como ejemplo de A), a partir de la cual, además de Kl, se pueden

derivar muchos otros casos concretos distintos (entre los que se cuenta K2), presentar el caso Kl puede ser un útil paso argumentativo.

En la práctica, es frecuente que se argumente en favor de la tesis K2 sobre un caso particular de modo que únicamente se aporte como ejemplo otro caso particular Kl,

mientras que la proposición general A (mediante la cual está vinculada o debería estarlo el ejemplo Ka con la tesis a demostrar K2) queda implícita. Se concluye per ana-

logiam K2 a partir de Kl, lo que lógicamente no es admisible sin más. Con el siguiente ejemplo, Platón argumenta en favor del dominio político de los filósofos

(platónicos) sobre el estado, y al mismo tiempo en contra de la democracia:

Imagínate que en un barco o en muchos barcos ocurre lo siguiente. El armador es más grande y más fuerte que toda la tripulación junta; sin embargo, es duro de oído y corto de

vista, y su comprensión de la náutica es también defectuosa. Los marineros discuten entre sí, porque todos ellos creen que les corresponde el gobierno de la nave. Sin embargo,

ninguno de ellos ha aprendido el arte de timonear, no puede decir quién ha sido su maestro ni cuál su aprendizaje. Sí, explican, ese arte no es de ningún modo enseñable, y

quieren cortar en pedazos a quienes afirman que lo es. Así que importunan continuamente al armador para que les entregue el timón. Si alguien logra persuadirle, le asesinan o

le arrojan por la borda [...]

Quien se muestre hábil para persuadir o someter la voluntad del armador y logre tomar el poder, es honrado entre ellos como buen marinero, timonel experto y buen

conocedor de las cosas del mar. Quien no tiene habilidad para lograrlo, es execrado por inútil [...]

Así las cosas, el verdadero timonel será considerado por la tripulación sin duda como un lunático y charlatán, como un hombre inútil [...]

No necesito interpretar la parábola. Verás que los estados se comportan así con los verdaderos filósofos y entenderás lo que quiero decir14

.

Sin duda, Platón quiere argumentar de forma lógicamente correcta. Sin embargo, de su parábola no se puede concluir lógicamente, sin más, la tesis de que un estado no

debe regirse democráticamente, sino mediante una dictadura de filósofos platónicos. Por consiguiente, es preciso entender la argumentación de Platón como un entimema

que utiliza dos premisas implícitas, la primera de las cuales es un principio general contra el que poco cabe objetar (no en última instancia debido a su carácter general):

sólo quienes están especialmente facultados y formados, y no unos ignorantes cualesquiera, deben desempeñar una tarea difícil.

La segunda premisa es mucho más especial y mucho menos evidente: sólo los filósofos platónicos, y no el resto de la población, están facultados y formados para el

desempeño de las tareas políticas.

Está claro que la crítica debe partir de esta proposición especial e implícita. La historia del barco no es más que una ilustración de la primera proposición, la general,

y no sería hábil discutir esta historia (meramente ilustrativa).

Los gobernantes gustan de denominarse padres de la patria, los clérigos pastores. ¿Por qué? Padres y pastores deben poseer autoridad, deben tomar decisiones sobre

otros seres y, de ser necesario, imponer esas decisiones por la fuerza. Cualquiera puede entenderlo. Un pastor no discute con su rebaño, sino que lo apacienta. Gobiernos

e iglesias manifiestan las mismas pretensiones de autoridad y poder. La comparación con un padre o un pastor les sirve como argumento. ¿Pero qué pasaría si alguien

quisiera utilizar otros aspectos de la comparación para sacar una conclusión per analogiam ? Los hijos se emancipan de sus padres y alcanzan la mayoría de edad; y los

pastores sirven para producir hermoso y pingüe ganado que luego es sacrificado... de ahí su gran solicitud.

¿Qué se sigue de estos aspectos? Absolutamente nada, porque de una comparación no se sigue nada, sin más. Desde el punto de vista lógico, las comparaciones no son

más que imágenes que representan una proposición general (un principio). En el ejemplo el principio reza más o menos así; quien quiera guiar y mandar hombres puede

recurrir al poder y, si es necesario, también a la violencia. Es sobre este principio sobre el que debe discutirse, para lo que sirve de poco la imagen del buen pastor.

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Analogías, imágenes y comparaciones son imprescindibles en la vida práctica, pero su valor argumentativo es escaso. Pueden estimular el pensamiento y la fantasía, pero

no pueden demostrar nada y es fácil que induzcan a confusión.

Las conclusiones por analogía desempeñan un papel importante en la jurisprudencia. Cuando no se encuentra una ley para juzgar un caso particular o la ley pertinente

no está formulada de forma suficientemente precisa, el juez se orienta según casos «análogos» ya juzgados para elaborar una sentencia per analogiam. Este avance de

caso particular a caso particular no es vinculante desde un punto de vista lógico, puesto que no está claro qué principio general vincula los casos. Según las circunstancias

podrá afirmarse que al proceder de este modo el juez intenta hacer justicia a «la intención del legislador» (es decir, a un principio general) o que la nueva sentencia crea

nuevo derecho.

EL ARGUMENTO DE DIFERENCIACIÓN

Sirve para rechazar un ejemplo o comparación. Se muestra que dos casos aparentemente análogos de hecho se diferencian de forma tajante, y se concluye que no pueden

valorarse del mismo modo. De este modo, el ataque de Platón a la democracia puede rechazarse afirmando que el estado no es un barco y que las capacidades políticas

nada tienen que ver con las artes de la navegación en alta mar. Por consiguiente, en un caso puede ser necio asignar el mando echándolo a suertes, mientras que en otro

puede tener pleno sentido.

Rousseau ofrece un ejemplo del argumento de diferenciación cuando argumenta en contra de la posibilidad de que alguien se entregue voluntariamente a la esclavitud

(por ejemplo, para saldar sus deudas). ¿No es este un contrato que se suscribe de forma voluntaria, como cualquier otro, por lo que debe respetarse y observarse

exactamente igual? Rousseau contra argumenta de esta forma:

Es a mi entender un pésimo razonamiento; pues en primer lugar los bienes que enajeno pasan a ser algo totalmente extraño a mi persona, de lo que me es indiferente se abuse o

no, pero sí que me importa que no se abuse de mi libertad, y no puedo, sin hacerme culpable del mal que se me obligue a perpetrar, exponerme a ser instrumento del crimen.

Además, como el derecho de propiedad es sólo convención e institución humana, cualquier hombre puede disponer a su antojo de lo que posee. Pero aunque se pudiera enajenar

la libertad lo mismo que los bienes, la diferencia sería muy grande para los hijos que no disfrutan de los bienes del padre sino por transmisión de su derecho, mientras que la

libertad, siendo como es un don que deben sólo a la naturaleza por su condición de hombres, sus padres no tienen ningún derecho a despojarles de ella15

.

El principio de que casos diferentes deben valorarse de forma diferente no es, sin embargo, vinculante. Por ejemplo, alguien defiende la aplicación de la violencia en un

caso concreto con el argumento de que se debe distinguir por qué razón debe emplearse la violencia, sea por crueldad, ambición, etc., o por defender la existencia de la

Santa Iglesia. Nada cabe objetar contra la distinción; siempre se puede distinguir. Pero sí cabría atacar el principio de que, por ejemplo, hay que valorar de forma diferente

según las circunstancias la quema de personas en la hoguera. En este contexto, una diferenciación es cualquier cosa menos evidente, pues una parte importante de la idea

de los derechos humanos consiste en que deben defenderse sin diferenciar las circunstancias.

FREAK CASES

Con esta expresión se designan ejemplos insólitos, aparentemente aberrantes o lunáticos. Se utilizan como contraejemplos de una tesis general. En el fondo hay un

principio lógico inobjetable: es falsa una tesis (general) frente a la que puede ofrecerse aunque sólo sea un contraejemplo. Puede que una tesis parezca al principio

evidente, pero el freak case ofrece un contraejemplo. Incluso un contraejemplo excéntrico es un contraejemplo. Ya en Platón encontramos esa figura. Utiliza un ejemplo

excéntrico para refutar una tesis determinada sobre el concepto de justicia:

¿Deberíamos equiparar la justicia con la veracidad y con el devolver lo que uno ha recibido de otro? Consideremos, por ejemplo, el siguiente caso: cuando alguien ha recibido

en custodia las armas de un amigo sano y este, tras enloquecer, vuelve a reclamárselas, nadie diría entonces que no debe devolverle estas cosas, y quien no las devolviera no

podría ser considerado justo; como tampoco si dijera toda la verdad a un hombre que se encuentra en un estado semejante.

Por tanto, la justicia no se define correctamente si se afirma que consiste en que hay que decir la verdad y devolver lo que se ha recibido16

.

Los freak cases son especialmente importantes cuando se trata de argumentaciones morales. Llaman la atención sobre el peligro de doctrinas y máximas universales,

elegantes pero ajenas a la vida. En la filosofía clásica china desempeña cierto papel el caso del señor Gong, moralmente intachable17

, en el que se trata del mandamiento

moral de respetar y apoyar incondicionalmente al padre. Sin embargo, el padre de Gong era un ladrón. Este caso «excéntrico» pone en cuestión el sentido del principio

universal del amor a los padres. Aquí nos limitaremos a reproducir una de las muchas variantes del tratamiento del problema, la confuciana:

Una vez que hablaba con Confucio, el duque de Shè le dijo: «En nuestra comunidad hay gentes de conducta tan recta que, si un padre hubiera robado un cordero, su propio hijo

actuaría de testigo contra él».

Confucio dijo: «En la mía la rectitud de la gente es distinta: el padre oculta lo que el hijo hace de malo y el hijo esconde lo malo que hace su padre. En eso es en lo que reside

la rectitud»18

.

El freak case obliga a reflexionar de forma más cuidadosa sobre una tesis general y muestra que cualquier formulación, por precisa que sea, jamás puede abarcar todos los

problemas, lo que se comprobará con gran frecuencia en los asuntos morales. El ejemplo del intachable Gong muestra también que la clasificación de un ejemplo como

freak, lunático, es relativa. El problema moral de Gong se basa en un conflicto entre dos normas (los deberes filiales y cívicos); ¿y no es un conflicto entre normas un caso

especialmente interesante desde el punto de vista moral? El caso de Gong sólo es excéntrico respecto a la norma general de honrar incondicionalmente al padre.

Las objeciones realmente extravagantes no resultan tan satisfactorias. Por lo general, en las reflexiones morales se excluye la intervención de los marcianos, el

impacto de un meteorito o la situación del último hombre tras una catástrofe atómica global.

EL ARGUMENTO AD TEMPERANTIAM (ATENERSE A LA MODERACIÓN)

Esta es una figura argumentativa tan popular como problemática. Se plantea la posición que se desea defender como moderada, como punto medio entre extremos. Esta

argumentación utiliza el principio atenerse a la moderación es mejor que adoptar posiciones extremas. Semejante principio sólo es comprensible cuando se especifica

más detalladamente. En caso contrario, y como el concepto de extremo dista mucho de estar claro, se corre el peligro de la arbitrariedad total, ya que es concebible

imaginar posturas más «extremas» respecto a cualquier posición dada. Condenar a cadena perpetua a quien roba en una tienda es más moderado respecto a los extremos

de dejarle marchar o descuartizarle. Aunque no cabe duda de que, en cierto sentido, la moderación es una postura recomendable y grata, los argumentos ad temperantiam

rara vez tienen sentido; frecuentemente no son más que versiones vergonzantes del argumento «¡las cosas aún podrían irte peor, mucho peor!». En este mundo nuestro

ese argumento siempre es cierto, pero el principio que requiere la argumentación no es tan evidente: no te quejes, que podría irte mucho peor.

EL ARGUMENTO HISTÓRICO-GENÉTICO

Explicar históricamente un fenómeno significa mostrar cómo ha surgido en el transcurso de la historia. Si este tipo de explicación resulta convincente (cosa que

presupondremos en aras de la claridad), no se precisa pensar en otro tipo de explicaciones que operen, por ejemplo, con la intervención de poderes extraterrestres. El

principio de argumentación es el siguiente: aunque cualquier hecho puede explicarse de muchas maneras, no es necesario ocuparse de ellas tan pronto como se haya

dado con la explicación real. Si, por ejemplo, se explica históricamente el surgimiento de una religión, no es preciso suponer ninguna influencia supraterrenal que haya

dado origen a dicha religión.

Los filósofos ilustrados (por ejemplo, Ludwig Feuerbach l9

, David Hume20

) gustaban de esbozar cómo y porqué han surgido históricamente las religiones; a causa del

temor a la naturaleza, por ejemplo. Presumiblemente pretendían demostrar la falsedad de la religión; pero no se atrevieron a plantear una tesis fuerte de este tipo porque,

desde un punto de vista puramente lógico, la verdad o falsedad de una tesis no tiene nada que ver con la formación y formulación de esa tesis en el transcurso de la

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historia. Se puede escribir una historia de las religiones o del racismo, pero con ello no se ha dicho teóricamente nada sobre la verdad o falsedad de las religiones o del

racismo.

En el parágrafo titulado La refutación histórica como refutación definitiva, Nietzsche formula la siguiente afirmación metodológica:

En tiempos se intentaba demostrar que no había dios; hoy se muestra cómo pudo surgir la creencia en que hay un dios y cómo ha obtenido esa creencia su peso e importancia:

de este modo se hace superflua la contraprueba de que no hay dios. Cuando antiguamente se habían refutado las «pruebas de la existencia de dios» seguía existiendo la duda de

si no podrían encontrarse mejores pruebas que las refutadas; entonces los ateos no sabían cómo hacer tabla rasa21

.

Prescindiremos aquí del hecho de que las explicaciones históricas raras veces son inequívocas y concluyentes. Supongamos por tanto que se ha explicado históricamente

el surgimiento de la creencia en dios prescindiendo de revelaciones o fenómenos supraterranales parecidos. Para justificar a Nietzsche sería preciso utilizar más o menos

el siguiente principio: No es necesario tomar en serio una tesis cuyo surgimiento es explicable históricamente.

Es indudable que, como principio universal, no se puede sostener algo así. Si un niño dice que la noche pasada estuvo paseando por el tejado, uno podría explicar

histórico-genéticamente su afirmación: el niño ha soñado. Pero no puede excluirse terminantemente que el niño de verdad estuviera en el tejado. En todo caso, la

explicación histórico-genética reducirá de forma drástica nuestra necesidad de seguir investigando. Se requiere ya un motivo muy poderoso para seguir indagando si el

niño estuvo o no en el tejado. Un argumento histórico-genético es tanto más fuerte cuanto más dudosa sea la tesis cuyo surgimiento exponga.

En el Manifiesto comunista se encuentra la célebre frase: Las ideas dominantes de una época nunca fueron otra cosa que las ideas de la clase dominante22

. Esta es una

tesis universal sobre la génesis histórica de las ideologías (fenómenos superestructurales) a partir de los intereses materiales (intereses de clase). En última instancia, esta

tesis afirma que no es necesario debatir el contenido de semejantes ideologías, porque en cualquier caso han surgido y perecerán con sus clases correspondientes.

EL ARGUMENTO DE LAS FUENTES, ARGUMENTO AD HOMINEM

Consideremos la proposición: El dogma D es cierto porque el Papa lo ha proclamado. En apoyo de la verdad de una tesis se aduce como argumento de quién procede, de

qué fuente, de qué autoridad procede la tesis. Para que esto se convierta en una argumentación concluyente (que es lo que pretende la proposición expuesta) es preciso

añadir un principio general: Todas las proposiciones que proclama el Papa son verdaderas.

Tenemos así una argumentación lógicamente correcta. (Se observará que una figura puede, según las circunstancias, interpretarse como un error o como una

argumentación verdadera, pero entimemática). Los ataques contra la argumentación se dirigirán, indudablemente, contra el principio general que subyace a ella. La

apelación a una fuente venerable es la típica forma argumentativa de las religiones del libro; estas tienen siempre una cartera de escrituras sagradas como base

argumentativa. El argumento más poderoso se considera el que un texto sagrado reproduzca una tesis como expresión literal del maestro: ipse dixit, el propio maestro lo

ha dicho. Los marxistas ortodoxos procedieron de forma similar con las palabras de Marx y Lenin.

Por «argumentos a partir de las fuentes» o argumentos ad hominem se entienden figuras en las que, partiendo de las afirmaciones sobre la fuente (sobre el defensor) de

una tesis, se argumenta a favor o en contra de esta última. No se denigra la tesis, sino su fuente. Este procedimiento no tiene buena fama y básicamente carece de fuerza

probatoria; no ataca a una tesis sino a las personas (ad hominem) que la plantean; se intenta evitar así la discusión del contenido de su tesis.

Voltaire caracterizó la actuación de los círculos eclesiásticos contra los ilustrados poniendo en boca de un representante de la iglesia un típico argumento ad hominem:

Investigamos su modo de vida y solemos comprobar que es vicioso y criminal; si nos parece irreprochable, afirmamos que esto es imposible, ya que han colaborado en la

Enciclopedia23

.

Por otro lado, Aristóteles24

observa que el modo de vida de un orador está en estrecha relación con su credibilidad. Cuanto más polémica sea una tesis, tanto más

importante es la pregunta por la credibilidad de quienes la defienden. Los profesores, las noticias, los testigos y sus declaraciones, los relatos de sucesos maravillosos y

otros testimonios semejantes son a veces las únicas informaciones sobre un suceso y no es posible comprobarlas de forma independiente. Cuanto más imprescindible sea

el testigo tanto más sujeto está a la crítica. Nada cabe objetar a esto.

Por ejemplo, desde hace mucho tiempo la crítica de los milagros (incluyendo toda clase de revelación) se lleva a cabo como crítica de los testigos. Hume les dedica un

minucioso capítulo en su Investigación sobre el conocimiento humano y formula el principio de que cuanto más maravilloso sea un relato, tanto más hay que dudar de la

credibilidad de los testigos. Dicho de otro modo: ningún testimonio es suficiente para establecer un milagro, a no ser que el testimonio sea tal que su falsedad fuera más

milagrosa que el hecho que intenta establecer25

.

La valoración de las fuentes tiene en sí misma el carácter de una argumentación a favor o en contra de su credibilidad. Al evaluar los testimonios sobre sucesos

extraños y maravillosos (desde las revelaciones divinas hasta los platillos volantes) se encuentran, por ejemplo, proposiciones generales como las siguientes26

:

— Los relatos maravillosos de todo tipo suelen proceder de excéntricos, drogadictos, psicópatas: «Han visto cosas que otros no ven». — ¡Claro que sí! ¡Y eso es lo

que nos debería hacer cautelosos frente a ellos, no crédulos!21

— Los testigos tienen una profunda necesidad (en ocasiones inconsciente) de misterios e irracionalidad.

— Los relatos son estimulados por el tumulto de los medios de comunicación; los sucesos maravillosos sólo suceden allí donde la gente ya espera que sucedan. Según

el relato del Nuevo Testamento, Jesús apenas obró milagros en su ciudad natal, Nazaret, donde se le conocía y se le consideraba con escepticismo:

Jesús llegó a su ciudad natal y enseñó en la sinagoga. Pero las gentes se escandalizaron y preguntaron de dónde había sacado semejante sabiduría y semejantes obras: ¿No era

acaso el hijo del carpintero? [...]

Pero Jesús les dijo: nadie es profeta ni en su tierra ni en su casa. Y no hizo allí muchos signos a causa de su poca fe28

.

El principio de que nadie es profeta en su tierra tiene claramente un doble sentido. Puede interpretarse como una queja sobre la dureza e incredulidad de los hombres

contra el prójimo al que conocen bien; pero también como la sobria constatación de que la fe en los milagros es tanto mayor cuanto menos conocido, más extraño y menos

controlable sea el taumaturgo o el testimonio sobre él.

Frente a cualquier objeción escéptica al relato de un suceso maravilloso puede oponerse, como es natural, una contratesis, por ejemplo: generalmente son personas

respetables, normales y sanas quienes se rinden a la evidencia del suceso maravilloso. Muchas veces se trata de observadores expertos, profesionalmente escépticos,

como teólogos (en el caso de los milagros) o pilotos (en el caso de los platillos volantes). Por lo demás, es de suponer que la mayoría de las experiencias de índole

maravillosa no se relaten por temor al ridículo.

Como se observa, es posible aducir argumentos a partir de las fuentes en ambos sentidos, a favor o en contra de la credibilidad de las fuentes. Desde un punto de vista

lógico, la discusión directa de una tesis es sin duda preferible a la crítica de las fuentes, aunque hay casos en los que la discusión directa de una tesis no merece la pena;

piénsese en la creencia en las brujas y en el diablo.

ARGUMENTOS QUE RECURREN AL TIEMPO, LA EXPERIENCIA O EL NÚMERO

Son variantes especiales del argumento a partir de las fuentes. Se trata de una figura argumentativa a la que se recurre frecuentemente y en cuya base está el principio: lo

que se ha impuesto durante mucho tiempo y entre muchos es verdadero/bueno/correcto. El principio apela implícitamente a la experiencia colectiva de la humanidad o de

un grupo relevante de personas. En una variante extrema parece ser la base de la democracia: la mayoría siempre tiene razón.

Ese principio es insostenible. En lo que respecta a la verdad de una proposición, es irrelevante si son pocos o muchos los hombres que la consideren verdadera. Por

otro lado, sería arrogante menospreciar las experiencias de la humanidad. En su filosofía política, Hobbes examina la idea visionaria de que sería posible una convivencia

pacífica y segura entre los hombres aun sin la coerción del estado. No puede negarse sin más esta tesis: algo así sería posible si el hombre fuera un ser racional. Hobbes

apela por tanto a la conducta efectiva de los hombres que se basa en experiencias milenarias;

A algunos podría parecerles extraño que la naturaleza de los seres humanos sea tan propensa a la discordia e impulse al ataque y a la aniquilación mutua. Estos podrían tener

en cuenta que al iniciar un viaje uno se arma y se preocupa de viajar en compañía, que al irse a dormir cierra las puertas y que incluso en su casa cierra sus cofres [...] ¿Qué

opinión le merecen, pues, sus conciudadanos [...]?29

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Difícilmente, se afirma, podría ser falso lo que la humanidad ha experimentado en la práctica y en todas partes. Si las cosas realmente funcionaran sin estado y sin policía,

ya se habría hecho. De momento no parece necesario ponerlo en práctica. ¿Pero qué pasa con el siguiente argumento? Si fuera realmente beneficioso para la sociedad que

el hombre y la mujer gozaran de absoluta igualdad de derechos, eso ya se habría instituido hace milenios.

EL ARGUMENTO AD MISERICORDIAM

El argumento que recurre a la compasión es una variante especial del argumento que apela a las fuentes. Se basa en que la compasión (misericordia) o la empatía suscitan

confianza. ¿Quién se atrevería a analizar críticamente las opiniones de alguien que ha tenido que vivir cosas terribles? Pero no hay razón alguna para semejante con-

tención respetuosa. Mientras que pocas veces cabe objetar algo a una conducta compasiva, la verdad de las tesis debería juzgarse serenamente y al margen del

sentimiento.

En lo que respecta a la sabiduría práctica, el argumento ad misericordiam parece contener un grano de verdad. Si Job, en sus tribulaciones, hubiera desarrollado un

edificio conceptual metafísico o político, tendríamos que haberlo juzgado sin dejarnos influir por sus penalidades. Pero si relatara cómo pueden influir en la postura ante

la vida los golpes del destino, deberíamos escucharle con atención. Sin embargo, no lo haríamos por compasión, sino porque en razón de su gran (y triste) experiencia le

consideraríamos especialmente competente para formular juicios sobre la vida.

Una variante inocua es el «argumento del carbonero»: apelar a un hombre especialmente sencillo e inculto, sin corromper por la moda y la civilización. Puede adoptar

la siguiente forma, por ejemplo: lo mejor que he oído sobre esto me lo dijo una sencilla y pobre campesina... Aquí se presupone el principio de que las campesinas

sencillas y pobres son garantes particularmente fidedignas de la verdad.

EL ARGUMENTO TU-QUOQUE

Este argumento sirve para repeler ataques morales. Se reprocha al adversario que nos critica a causa del hecho X que él ha hecho lo mismo: ¿Cómo pueden los

estadounidenses reprochar a los nazis el genocidio de los judíos cuando ellos han exterminado a los indios? El principio general es complejo: (a) quien hace X n o tiene

derecho a reprocharnos X, por consiguiente (b) su reproche queda así despachado, refutado, no hay que tomarlo en serio. Aunque se admita (a), de ninguna manera se

deduce de ahí (b). De la carencia de la justificación moral para plantear un reproche no se sigue su falsedad. Un profesor que fuma moralmente no tiene derecho a

denostar a sus alumnos fumadores, por más que sea cierto lo que diga sobre lo perjudicial que es el tabaco. Pero sus propios reproches se vuelven contra él. Lo que dice

es hipócrita, y sin embargo cierto. Cuanto mayor sea el énfasis moral del que ataca, tanto más vulnerable se hace al argumento tu-quoque.

EL ARGUMENTO AD NAUSEAM

Por náusea entendemos aquí que una discusión, pasado un cierto tiempo, se hace tan repugnante que podría hacer vomitar. Si se alcanza un estado semejante, podríamos

formular así el principio, habría que acabar la discusión y hablar de alguna otra cosa: «¡ya hemos dedicado demasiado tiempo a esta historia! ¡Habría que poner punto

final de una vez a esta discusión!».

Lo que aquí se defiende es dejar que un tema quede sin decidir, no adoptar postura alguna respecto a una tesis y, eventualmente, substraerse de ese modo a la

responsabilidad. Es algo que se suele hacer preferentemente con temas incómodos, embarazosos. Por otra parte, el argumento ad nauseam tiene en cuenta un hecho

fundamental de la vida: nuestro tiempo de vida es limitado, no todo puede discutirse durante un tiempo ilimitado, es preciso establecer prioridades en la vida. Todos

admitirán un principio de este tipo; lo que es cuestionable es su aplicación concreta. Lo que a uno le parece esencial, para otro quizá sea irrelevante.

De forma plenamente consciente, Confucio utiliza esta figura argumentativa cuando rechaza la pregunta por los espíritus de los difuntos. En realidad, esta debería ser

una cuestión importante para él, dada la gran importancia que atribuía a la veneración tradicional de los antepasados. Sin embargo, la tradición recoge el siguiente episo-

dio:

Ji Lu preguntó si se debía servir a los espíritus y Confucio le respondió: «Si no podemos servir a los hombres, ¿cómo vamos a servir a los espíritus?». Ji Lu dijo entonces: «¿Qué

me diréis, pues, de la muerte?». Confucio le contestó: «Si no conocemos la vida, ¿qué vamos a saber de la muerte?»30

.

La opinión de que uno no debe ocuparse de cuestiones metafísicas se apoya aquí en el argumento de que hay tareas terrenales más importantes de las que ocuparse, y

durante mucho tiempo.

EL ARGUMENTO AD LAPIDEM

Esta es una figura argumentativa cuya corrección suele prestarse a discusión. Explicaremos con un ejemplo la curiosa denominación de esta figura. El célebre obispo

Berkeley intentó, mediante sutiles i abonamientos filosóficos, mostrar la irrealidad del mundo. En su opinión, sólo son reales nuestras experiencias, nuestra vida anímica,

mientras que el denominado mundo externo no es más que una errónea construcción nuestra. La materia no existe de ningún modo independientemente de nuestro

espíritu; existir no significa más que ser percibido.

Un adversario de esta filosofía «idealista» limitó su contraargumento a dar una patada a una piedra, lo que puede valorarse de formas muy diferentes. Quien tropieza

con una piedra (ad lapidem), argumenta una de las partes, experimentará con toda claridad la realidad de la piedra; una teoría que niegue la realidad de la piedra no puede

ser correcta, simplemente, y no merece la pena investigar todas sus sutilezas: tropieza con la piedra y verás de inmediato cuán ridículo es el idealismo. El idealista, sin

embargo, interpreta el argumento ad lapidem como una malinterpretación total del problema, como incapacidad para entablar una discusión filosófica seria sobre el

idealismo. (El idealista tampoco discute que duela tropezar con una piedra; lo que a él le interesa es la interpretación filosófica de las experiencias).

En el argumento ad lapidem se expone un hecho trivial y tangible que supuestamente refuta una sutil argumentación teórica sin entrar en sus razonamientos,

eventualmente sutiles. El encanto de esta figura estriba en que no puede decidirse sin más si será o no convincente.

Un ejemplo célebre en la historia de la cultura es la novela filosófica de Voltaire Cándido, que en forma satírica ataca la tesis de Leibniz según la cual este mundo

nuestro, con toda su miseria, es el mejor de todos los mundos posibles. Leibniz había resuelto el problema de la teodicea —ya nos hemos encontrado con ella—

demostrando filosóficamente que no es en absoluto posible un mundo mejor que este, el nuestro.

En vez de adentrarse en la profunda argumentación de Leibniz, Voltaire describe en Cándido una vida humana concreta que, literalmente, cae de una desgracia en

otra. En la descripción de todos los dolores y desgracias de esta vida se mezclan ocasionalmente comentarios al estilo de la filosofía leibniziana. Voltaire se ahorra una

discusión sustantiva de esta filosofía; simplemente la confronta con la realidad, si bien de forma drástica.

La valoración de la argumentación volteriana siempre ha sido diversa. Para los metafísicos alemanes, Voltaire pasa por alto los argumentos de Leibniz sin comprender

su profundidad. Voltaire, afirman sus críticos, es superficial, Leibniz profundo31

. Por su lado, los partidarios de Voltaire sostienen que la novela Cándido mostró de una

vez por todas lo ridículo de la «teo-filosofía» leibniziana, que lo único que tiene de profundo es su absurdo.

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NOTAS

1 Voltaire, Traité sur la tolérance (1763), sección 11.

2 Ibid., cap. 13,1.

3 Mencio (1995), Confucio y Mencio. Los cuatro libros, ed. de Joaquín Pérez Arroyo, Madrid, Alfaguara, 6B1; cfr. Schleichert, 1990.

4 Hobbes, Leviathan, cap. 13, párrafo primero.

5 Si de n proposiciones sólo una es verdadera, y si de ellas n-1 proposiciones no son verdaderas, entonces la proposición restante tiene que server- dadera.

6 Lucas, 11,23.

7 Conferencia de Zimmermann en octubre de 1994 en la Universidad de Constanza.

8 Mientras los judíos carecieron de patria, se les podía difamar con peligrosas calumnias políticas y tacharles de «sujetos apátridas». Esto cambió de forma radical con la

fundación del estado de Israel. 9 Zhuangzi, cap. 2; cfr. Schleichert (1990).

10 Castellion, De haereticis, pp. 24-25.

11 Slippery-slope: pendiente resbaladiza.

12 Mo Di, cap. 17; cfr. Schleichert (1990).

13 El ejemplo está tomado de Sproule (1980), p. 160.

14 Platón, La república, libro VI.

15 Rousseau (1979), Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, en id., Escritos de combate, trad. de Salustiano Masó, Madrid, Ediciones

Alfaguara, pp. 199-200. 16

Platón, La república, libro I. 17

Cfr. Schleichert (1990). 18

Confucio, 13. XVIII, Confucio y Mencio. Los cuatro libros, op. cit. 19

Feuerbach, (1841). 20

Hume, Natural History (1757). 21

Nietzsche, Morgenrote, 95. 22

Marx/Engels (1848). 23

Voltaire, Dialogues chrétiens (1760), primer diálogo. 24

Retórica, cap. 2. 25

D. Hume (1983), Investigación sobre el conocimiento humano, trad. de Jaime de Salas Ortueta, Alianza Editorial, Madrid, sección 20, parte primera, p. 140. 26

Cfr. Sproule (1980), p. 128 y s. 27

Nietzsche, Aurora 66. 28

Mateo 13,54-58. 29

Hobbes, Leviathan, cap. 13. 30

Confucio, 11. XI, Confucio y Mencio. Los cuatro libros, op. cit. 31

Esta acusación contra Voltaire es un estereotipo, incluso terminológico, en la filosofía alemana, según la cual Voltaire yerra [verfehle] la filosofía leibniziana. Acusación que (una vez más) se repite en el diccionario de Schneider (1995), p. 406.

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3.TRAMPAS

Un argumento puede ser verdadero y una argumentación correcta sin que, no obstante, lleven al objetivo deseado. Las causas pueden ser diversas. Mencionaremos

brevemente algunas: no se alcanza el objetivo de la argumentación cuando la atención pública se distrae demasiado del auténtico tema; tampoco se alcanza el objetivo

cuando se demuestra algo distinto a lo que se debería demostrar según el estado de la discusión. Este tipo de trampas pueden prepararse intencionadamente para el

adversario o puede caerse en ellas por inexperiencia. Finalmente, una discusión o argumentación puede ser estéril si el «rango lógico» de la tesis no queda claro.

RED HERRING

Un ejemplo o un contraejemplo pueden elegirse de forma correcta y sin embargo producir un efecto de extravío. La discusión posterior, por ejemplo, puede concentrarse

completamente en el ejemplo mientras se olvida la tesis propiamente dicha. A los oradores que carecen de experiencia esto puede resultarles exasperante; los oradores ex-

pertos lo utilizan de forma planificada, dejando un rastro que aleje del auténtico problema. Se habla por tanto de una pista falsa o red herring [arenque rojo]. La expresión

proviene de la caza. Se deja para los perros un rastro muy marcado arrastrando un arenque con un olor particularmente intenso, pista que desviará de su auténtico objetivo

a los perros sin experiencia.

Por ejemplo, en una discusión se defiende la tesis de que la policía debe impedir a los manifestantes perturbar el orden público. Se trata de una manifestación contra

una subida del diez por ciento en las tarifas del metro. El adversario del orador replica: las manifestaciones son sumamente importantes, incluso aunque causen molestias

a ciudadanos particulares. Pensemos en las grandes manifestaciones contra los cohetes nucleares: ¿No es más importante la destrucción atómica del mundo que unas

pequeñas molestias?

Se deja así una pista que los oyentes siguen de buen grado. Las armas nucleares son temas señuelo y puede contarse con que el público caiga en ellos. La cuestión de

los disturbios en la manifestación contra la subida del billete de metro se olvida con rapidez.

Puede que uno deje un rastro de este tipo sin intención de hacerlo, lo que puede ser molesto para el resto de la discusión. Si un defensor de los animales afirma en un

discurso: el amor a los animales es algo magnífico. Muchos hombres famosos fueron grandes amantes de los perros. Adolf Hitler, Stalin, el general Franco tuvieron

perros... no debería extrañarse de que su público, en el transcurso de la discusión, no se ocupe tanto del amor a los animales como, por ejemplo, de las peculiaridades del

carácter de los dictadores.

LA IGNORATIO ELENCHI Y EL ESPANTAPÁJAROS

Se denomina ignoratio elenchi al error sobre el objeto a demostrar. Se expone una argumentación correcta, pero no para la tesis que se afirma, sino para otra. En vez de

la posición que realmente defiende el adversario se ataca —de forma intencionada o por error— a un espantapájaros, es decir, una exposición distorsionada y

malinterpretada de la postura contraria. Un político sometido a fuego cruzado por una cuestión determinada se defiende alegando, con el mayor énfasis, que no ha hecho

otra cosa distinta, que nadie le reprocha.

O considérese un «diálogo» del siguiente tipo. A: La ONU, ¿no es un ejemplo de burocratismo corrupto, ineficiente y costoso? B: ¡La ONU encarna la idea grandiosa de

una comunidad de todos los pueblos del mundo!

En vez de refutar o asentir a la tesis de A, B argumenta en pro de una tesis distinta, que no tiene ninguna relación claramente reconocible con la primera. (El agitador

político experimentado tiene un caudal de frases semejantes a mano con las que reacciona a preguntas y objeciones sin dar una respuesta).

Una de las formas predilectas de atacar a un contrario es atribuirle una tesis que no defiende en absoluto; luego, atacar a este «espantapájaros» es pan comido.

Naturalmente, se elige como espantapájaros un espantajo terrible, un coco contra el que todo el mundo, lleno de indignación, se pondrá en guardia. Alguien defiende, por

ejemplo, que los enfermos deberían tener el derecho a decidir libremente acabar con su vida; como espantapájaros su adversario combate la tesis de que los médicos

puedan tener derecho a matar enfermos.

Nietzsche describió en cierta ocasión cómo el ilustrado puede permitir que su adversario le imponga su argumentación:

Los espíritus cautivos dicen que cuatro clases de cosas son correctas. La primera: todas las cosas que duran son correctas; la segunda: todas las cosas que no nos resultan

molestas son correctas; la tercera: todas las cosas que nos son provechosas son correctas; la cuarta: todas las cosas por las que hemos hecho sacrificios son correctas.

Los espíritus libres que defienden su causa ante el foro de los espíritus cautivos tienen que demostrar que siempre ha habido espíritus libres, es decir, que la libertad de

espíritu es duradera; después, que no quieren resultar molestos; y, por último, que en conjunto son provechosos para los espíritus cautivos; pero como no pueden convencer de

esto último a los espíritus cautivos, no les sirve de nada haber demostrado los puntos primero y segundo'.

En este irónico comentario hay una aguda observación. La cuestión en disputa entre los espíritus «cautivos» y «libres» es la verdad o falsedad de una ideología

cualquiera. En vez de argumentar directamente en pro de la verdad de su doctrina, el ideólogo señala que su ideología es antigua y está atestiguada por mártires. Nietzsche

explícita el principio utilizado para ello: lo que existe desde hace tiempo, es provechoso y se ha cobrado sacrificios es verdadero. Hay ilustrados que no tienen claro a favor

o en contra de qué tienen que argumentar entonces. Deben poner enérgicamente en cuestión estos principios de su adversario; pero todavía mejor sería ignorarlos y pasar

de inmediato a la cuestión de la verdad o falsedad de la ideología en cuestión. Sin embargo, es frecuente que el ilustrado caiga de buen grado en la trampa y se esfuerce

por demostrar, de forma completamente superflua, que también su ideología ilustrada es antigua, provechosa y beneficiosa y tiene sus mártires. El ilustrado no tiene nada

que ganar actuando así. Tan pronto como se empieza a discutir sobre quién puede aportar cuántos mártires, la ideología realmente en discusión ya no tiene nada que

temer, porque no se va a seguir discutiendo sobre ella. El error del ilustrado se basa en el esfuerzo indiferenciado de discutir el menor número posible de tesis contrarias

a fin de conservar una base común para la argumentación.

UNA DIFICULTAD LÓGICA O SEMPER ALIQUID HAERET

Al que le salpican de porquería le resulta difícil limpiarse. Demostrar que uno no ha hecho algo o que algo no ha tenido lugar es difícil, siquiera sea por razones lógicas.

A los primeros cristianos se les acusaba de devorar bebés; algo semejante reprochaban a su vez los cristianos a los judíos. ¿Cómo puede uno demostrar que no ha comido

niños y no ha profanado hostias? Cuanto más se niega más se habla de ello. La gente acaba pensando que algo podría haber: aliquid semper haeret.

Quien se defiende ha permitido, volens nolens, que su adversario le imponga su argumentación. ¿Pero qué puede hacer al atacado, excepto defenderse? Es posible,

eventualmente, demostrar la falsedad de afirmaciones concretas, pero acusaciones nebulosas como, por ejemplo, que los judíos en ocasiones profanan secretamente

hostias y beben sangre jamás pueden refutarse de forma definitiva. Lo más que se puede hacer es intentar ridiculizar las fuentes, es decir, trabajar con argumentos ad

hominem. En el mejor de los casos, un contraataque masivo podría orientar la atención hacia otros caminos. Este no es, de ninguna manera, un truco ruin, sino que

corresponde al estado de cosas. Cuando se difunden calumnias sin razones, difícilmente se les puede poner coto mediante razones.

EL EJEMPLO BRILLANTE

Para refutar una tesis general basta con aportar un sólo contraejemplo. Si alguien afirma, pongamos por caso, que las mujeres son demasiado irresponsables e incapaces

por principio de tener éxito en la actividad política, se le puede replicar con el ejemplo de emperatrices o primeras ministras que se desempeñaron con éxito. De todas

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formas, hay que contar con diversas contrajugadas: el ejemplo de la emperatriz X es una rara excepción, su política es sumamente discutida, además, realmente no

gobernó en solitario, sino que tuvo consejeros masculinos...

Aportar contraejemplos es una argumentación lógicamente concluyente en contra de una tesis. Sin embargo, el adversario consigue imponer su forma de

argumentación, lo que resulta desfavorable, ya que en algunos ámbitos es imposible señalar ejemplos más allá de cualquier duda; uno también corre el peligro de ponerse

en ridículo si se rebaja al nivel del adversario.

En los sistemas religiosos e ideológicos, negar la moralidad del adversario forma parte del repertorio estándar. Sólo pueden ser realmente dignos, afirma el fanático,

los partidarios de mi propia iglesia, cosmovisión o partido, si bien estos llegan a rayar en la santidad. Todos los demás son semihumanos; roban, mienten, asesinan y,

cuando no actúan así, es por hipocresía.

¿Qué cabe objetar a esto? La situación parece simple desde el punto de vista lógico: la ortodoxia afirma que no hay herejes dignos y la parte contraria intenta refutar

esa tesis mediante contraejemplos. El procedimiento tiene sus trucos. Quien quiera enfrentarse a tales ataques mediante contraejemplos buscará, como es natural,

ejemplos especialmente «brillantes»: en este caso serían personas de una moralidad especialmente destacada, pero que no pertenecerían precisamente a la ortodoxia, es

decir, «personas nobles» heréticas o incrédulas.

La «persona noble» tal como se describe aquí es lo opuesto al santo; podríamos decir que es el santo secularizado. Y eso que apenas hay algo tan ridículo como que

el ilustrado intente competir con el santoral de la ortodoxia. En el diccionario de Bayle hay un relato especialmente curioso sobre un filósofo antiguo célebre por lo rigu-

roso de sus costumbres. Se trata del filósofo platónico-pitagórico Jenócrates, que vivió en el siglo iv antes de nuestra era. La tradición recoge las historias más

sorprendentes sobre él. Bayle resume como sigue las fuentes:

La pureza de sus costumbres era extraordinaria. Su dignidad, seriedad y rigor eran de tal naturaleza que un teólogo como él hoy hubiera sido infaliblemente considerado

jansenista o rigorista. Era totalmente dueño de sus pasiones. Una hetaira muy hermosa había apostado que sucumbiría a sus tentaciones; pero perdió la apuesta, a pesar de que

se le permitió dormir junto a él y pudo aplicar todas las artes de su oficio para estimularle. En verdad, una victoria tan notable como la de san Aldhelm2 y algunos otros santos

que, según se afirma, superaron felizmente pruebas tales. Sin embargo, la castidad no fue la única virtud de este sabio: todas las demás virtudes de la moderación distinguieron

su vida; no amaba ni las diversiones, ni la riqueza ni la fama [...]

Uno de sus discursos sobre la moderación causó tal impresión a Polemo, el mayor libertino de su época, que éste tomó en ese mismo momento la decisión de renunciar a la

voluptuosidad y dedicarse a la sabiduría [...] No bromeaba; jamás le abandonaron la seriedad y el rigor [...] Es admirable que este carácter estricto tuviera un corazón

compasivo no sólo hacia su prójimo, sino incluso hacia los animales. Se cuentan varias pruebas que dio de ese amor, especialmente esta; ocultó a una gorrión que huía de un

gavilán y volvió a soltarlo cuando el peligro había pasado [...]

No perdía el tiempo con las visitas, sino que amaba el retiro de su habitación de trabajo. Meditaba mucho, y apenas se le veía por la calle. Pero cuando aparecía, los jóvenes

que haraganeaban no se atrevían a estar donde él y se hacían a un lado para no encontrarse con él [...]

La teología de este filósofo era deplorable: no reconocía más dioses que los siete planetas y el cielo de las estrellas fijas3.

No está claro por qué Bayle incluyó este artículo en su diccionario. Sin embargo, la última frase apunta a que aquí tenemos un ejemplo de combinación de una teología

deplorable y un gran rigor de las costumbres, es decir, un contraejemplo de la tesis «sin religión no hay moral».

Supongamos que esta haya sido de hecho la intención de Bayle y consideremos el esquema conforme al cual se argumenta aquí. El teólogo menciona una cualidad de

sus santos y el ilustrado muestra que los espíritus libres poseen esa cualidad en un grado aún superior. Si el teólogo afirma que sus compañeros de fe son castos, el crítico

le muestra un caso de insensibilidad sexual en el que rechaza a la más hermosa de las hetairas. Si el teólogo habla de moderación, el otro cita un ateo que apenas bebió ni

té.

¿No hay un procedimiento más hábil contra la tesis «sin religión no hay moral»? ¿Qué es lo que tiene de admirable que uno rechace a una mujer hermosa? También

los ilustrados están con frecuencia atados por las ideas de la ideología a la que atacan. De ahí el desesperado afán de algunos ilustrados de superar en castidad a la más

casta de las monjas, al menos en la leyenda.

MUJER Y SUPERMUJER

Sobre cada agrupación de personas, sobre cada nación, clase, raza, género y minoría circulan en todo momento juicios y prejuicios. Evidentemente, las acusaciones falsas

y masivas deben rechazarse. Pero tampoco es recomendable idealizar el grupo atacado. No hay ninguna agrupación humana que merezca eso, como también sabe todo el

mundo.

El ejemplo más amplio de un grupo humano mal tratado es el de las mujeres. Quien lucha por la igualdad de trato fácilmente cae en el error de argumentar su

excelencia. Un ejemplo notable es el poema de Schiller Dignidad de la mujer. Comienza con estas líneas:

¡Honrad a las mujeres! Ellas trenzan y tejen

Rosas divinas en la vida terrena

Tejen el lazo bienhechor del amor,

Y en la gracia de castos velos

Alimentan vigilantes, con mano sagrada,

El fuego eterno de los bellos sentimientos

El poema describe la agitación y violencia del hombre, a la que contrapone las virtudes tranquilas de la mujer. Esta construido con maestría... y es intolerable. Mediante

la adulación, ajena a la realidad y fingida, un argumento bienintencionado se convierte en su opuesto. Pero incluso aunque todos los elogios schillerianos de la mujer fue-

ran sin más falsos y las mujeres en conjunto no fueran más nobles que los hombres, ¿cambiaría eso en algo el deseo de reconocerles exactamente los mismos derechos que

a los hombres?

Dada la importancia del asunto, añadiremos un segundo ejemplo, considerablemente más antiguo, el tratado sobre la excelencia del género femenino, De nobilitate et

Praecellentia Foeminei Sexus, redactado en 1529 por Heinrich Cornelius Agrippa von Nettesheim. Gracias a la gran lejanía del texto respecto a nuestra época, es un

ejemplo especialmente claro. Sin entrar en el escrito en conjunto, resaltaremos aquí únicamente dos figuras argumentativas típicas: la enumeración de mujeres eminentes

y el elogio exagerado de la mujer en general. Para demostrar que las mujeres poseen la totalidad de las facultades exactamente igual que los hombres, Agrippa enumera

listas de sacerdotisas, profetisas, magas, filósofas, poetisas, gramáticas, sabias, fundadoras de estados, inventoras y heroínas militares4. Pero la grandeza, celebridad,

nobleza o sabiduría de las mujeres son tan discutibles como las de los hombres.

Por otro lado, no es raro que cuando se argumenta con catálogos de este tipo, se objete que los casos mencionados no son más que excepciones. Es obvio que si, para

empezar, hay que compilar laboriosamente listas, el asunto mismo no es en absoluto evidente y el número de personas destacadas muy escaso.

Agrippa dedica los siguientes elogios hiperbólicos a la mujer:

La mujer reúne en sí toda la sabiduría y poder del creador. No es posible encontrar ni concebir ninguna otra criatura semejante a ella. Es el término de la creación, la

culminación de todas las obras divinas5.

Describe la belleza del cuerpo femenino con un detalle que rayaría en la pornografía si no resultara tan ridículo:

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No hay ninguna otra criatura que ofrezca un semblante tan admirable o que constituya una maravilla semejante; uno tendría que ser ciego para no querer reconocer que dios ha

reunido en la mujer toda la belleza del universo para deslumbrar con ella a todas las criaturas6.

La virtud y pudor de la mujer son para Agrippa muy superiores a las del hombre, siguiendo en todo momento el esquema según el cual cabe oponer a todo vicio o virtud

masculinos una supervirtud femenina:

La mujer conserva su pudor incluso en la muerte y más allá, de lo que ofrecen especial ejemplo los ahogados. Según Plinio y según la experiencia, los cadáveres de mujer (dado

que la naturaleza conserva el pudor de los muertos) flotan sobre el vientre, mientras que los de hombre lo hacen sobre la espalda7.

Agrippa menciona otra maravilla de la naturaleza:

Una embarazada puede, en caso de que sienta gana de ello, comer sin peligro carne cruda, pescado crudo y muchas veces incluso carbón, barro y piedras. También puede

asimilar sin dolor metales, veneno y otras cosas similares, sacando incluso alimento provechoso de ellas 8.

El efecto paródico no se debe únicamente al carácter anticuado del texto. En su época los argumentos eran tan malos como hoy. A efectos de la igualdad de derechos, no

importa si las embarazadas pueden comer o no veneno y barro. Si de hecho pudieran, tampoco eso prueba nada. La trampa es viejísima. Dada la tesis de la inferioridad de

la mujer; el defensor de la mujer cae inmediatamente en ella y empieza a argumentar su superioridad... lo que no es ni necesario ni convincente. No pensemos que

estamos aquí frente a enmohecidas figuras argumentativas que sólo poseen interés histórico; toda defensa de grupos humanos perseguidos, por ejemplo las minorías ét-

nicas, tropieza una y otra vez con este peligro.

SOBRE EL ANTISEMITISMO Y EL FILOSEMITISMO

Como reacción a la barbarie del antisemitismo, después de 1945 en Alemania a veces se ha rodeado a todo lo judío de un aura especial. Según esto, todo en el judaismo

es bueno, noble, sabio, venerable y por encima de toda crítica.

Se opone aquí al antisemitismo un filosemitismo romántico. Mientras que los antisemitas atribuyen a los judíos cualquier vileza concebible, para los filosemitas se

convierten en un pueblo elegido de santos. Un procedimiento similar, aunque por motivos totalmente distintos, se encuentra ya en el drama de Lessing Nathan el sabio.

En esta obra nadie es ni de lejos tan noble y sabio como el judío Nathan. Hs un drama grandioso, pero su valor ilustrador es problemático. De vez en cuando hay sabios,

sean cristianos, judíos o paganos. Siempre son excepciones, como todo el mundo sabe. Y no se puede argumentar utilizándolas. Pero es frecuente que toda clase de

personas sufrientes sea idealizada por quienes las defienden hasta el punto de que ellas mismas acaban creyéndoselo.

¿Cómo se debe actuar? Uno debe ser honrado, y no oponer a la intolerancia ficciones románticas. Las personas no tienen derecho a un trato humano por razón de algún

tipo de mérito especial; ese es el sentido de las palabras derechos humanos. También el hombre vulgar y mezquino debe recibir un trato decente. No es preciso defender

el ideal de humanidad argumentando la desmedida bondad y gentileza de los hombres, sobre todo teniendo en cuenta que nadie aceptaría semejantes argumentos. Más

bien se podría aludir a la bajeza de los perseguidores.

EL ESTADO DE ATEOS

La mejor defensa es un ataque. Un ejemplo puede aclararlo. En tiempos circulaba la popular tesis de que no podía existir un estado enteramente compuesto por ateos: la

gente para la que no hay nada sagrado caería una sobre otra como animales salvajes. Cuando Bayle9 intentó hacia 1700 poner en cuestión semejante absurdo, hubiera

podido, naturalmente, ponerse a buscar un estado de ateos; podría haber mencionado, por ejemplo, el imperio chino confuciano. ¿Pero qué se habría ganado con un

argumento semejante? Puede discutirse interminablemente si los antiguos chinos eran religiosos o impíos, o sobre si su estado era especialmente bueno. Bayle no cayó en

la trampa, sino que discutió el núcleo del argumento piadoso: ¿Es verdad que la religión tiene influencia en la práctica, en el comportamiento ético? ¿Hace más decentes

a las personas?

Podemos establecer como principio que [...] la creencia en una religión no determina ni regula el modo de actuar de una persona, salvo que, como mucho, incline a despertar en

su corazón cólera contra quienes piensan [...] de forma distinta.

Este principio permite constatar con toda claridad hasta qué punto se engaña uno cuando supone que incluso los idólatras poseyeron necesariamente más virtud que los

ateos10

.

La religión no tiene una gran influencia en el comportamiento ético de las personas, y mucho menos en el político; esa es la contratesis de Bayle. Es una tesis realista, la

historia ofrece cuantos ejemplos se desee de su corrección. Con frecuencia son las propias personas piadosas quienes se quejan de la hipocresía de los gobernantes o

partidos cristianos o cristianísimos. Con la tesis de Bayle se abren de par en par puertas que estaban entornadas, lo que siempre favorece al ilustrado.

¿CUESTIONES DE HECHO O DE DEFINICIÓN?

No tiene sentido argumentar a favor o en contra de una tesis cuando no está claro el «estatuto lógico» de la tesis o (lo que está relacionado con esto) el significado de las

palabras utilizadas. Considérese la tesis los hombres son superiores a las mujeres; ¿qué significa aquí la expresión «superiores»? Son concebibles definiciones que

validarían la tesis; por ejemplo, si «superiores» quisiera decir «mayores y más fuertes corporalmente»; y son concebibles definiciones en las que difícilmente se podrían

aportar argumentos a favor de la superioridad de los hombres u.

El denominado derecho de autodeterminación de los pueblos exige que toda nación pueda tener su propio estado. Cuando una agrupación política quiere fundar en

algún lugar del mundo un nuevo estado propio, su argumento es que habla en nombre de una nación que hasta entonces carece de él. Los adversarios de semejante «lucha

de liberación» argumentan que el grupo en cuestión no es de ninguna manera una nación en sentido propio, sino algo distinto. ¿Pero qué es una nación? ¿Hay una nación

austríaca, bosnia, macedonia, canadiense, suiza, palestina? ¿Se trata aquí de cuestiones de hecho que se pueden defender argumentativamente o de cuestiones de de-

finición? Es posible, construir definiciones de formas diversas y hasta cierto punto son arbitrarias; en todo caso, una discusión carece de sentido cuando los interlocutores

no están de acuerdo sobre el significado de los conceptos centrales. En ocasiones se ocultan conflictos reales tras cuestiones de definición. La cuestión en discusión es

sencillamente si el estado A está dispuesto a conceder o no un estado propio a un grupo B; tan sólo se trata de eso. Los defensores de la independencia estatal de B

definirán el concepto de nación de forma distinta a los adversarios de ese estado independiente. De este modo, ambas partes construyen una argumentación favorable a su

tesis.

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LA TRANSICIÓN DEL SER AL DEBER SER Y LA FALACIA NATURALISTA

En la teoría moral, la pregunta por la fundamentación de las normas desempeña un papel central. No matarás, no robarás, no mentirás... ¿Pero por qué no? Se exige aquí

una argumentación. Una argumentación de este tipo tiene la limitación que en ocasiones se denomina principio de Hume. Se trata de un principio puramente lógico, a sa-

ber: no se argumenta de forma válida en defensa de las proposiciones de deber ser cuando en los argumentos no hay a su vez principios que hagan referencia al deber

ser12

. Quedan así excluidas las argumentaciones en las que los argumentos se limitan a la constatación de hechos. Lo contrario sería una transición lógicamente inadmisi-

ble del ser al deber ser. Por ejemplo: no matarás, porque en todos los pueblos de la Tierra el homicidio está duramente sancionado. No torturarás, porque infliges graves

daños a las víctimas.

Tanto en la filosofía moral como en la vida práctica se encuentran incontables ejemplos de estas transiciones lógicamente inadmisibles, si bien es muy frecuente que

queden sutilmente ocultas. Debes respetar el medio ambiente porque de lo contrario la humanidad perecerá, se oye hoy con frecuencia. Pero esta no es una

argumentación lógicamente válida, dado que carece del principio la humanidad no debe perecer. Y este principio, es, a su vez, una proposición referente al deber ser. G.

E. Moore13

acuñó la expresión falacia naturalista (naturalistic fallacy) para un procedimiento análogo. Esa expresión designa la siguiente figura: alguien intenta

parafrasear proposiciones en las que aparece el concepto bueno sustituyéndolas por proposiciones que únicamente describen lo que es el caso. Se pasa de una descripción

de los hechos a una valoración de los mismos, lo que no es una argumentación admisible. Como en la mayoría de las falacias, esta se puede interpretar como una

argumentación correcta, pero entimemática. Solo es necesario añadir un principio adecuado, como este: lo que se considera un crimen en todos los pueblos de cultura es

malo.

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NOTAS

1 Humano, demasiado humano, 229.

2 Sobre Aldhelm escribió Bayle en el Dict. Hist. en la voz «Francisco de Asís», nota C: «Aldhelm, un monje que a finales del siglo vil llegó a obispo en Inglaterra, en medio

del invierno se sumergió hasta los hombros en agua helada para sofocar la sublevación de sus extremidades [...] Hizo acostarse a su lado a una mujer hasta que pasó la tentación y la naturaleza volvió a sosegarse. Con esta gran victoria enfureció al diablo, pues esto no le impidió cantar salmos, y devolvió a la mujer a su casa sin el menor desdoro de su ho-nor».

3 Bayle, Dict., «Jenócrates», p. 69.

4 Op. cit., pp. 77 y s., 113 y s.

5 Ibid., pp. 53/98.

6 Ibid., pp. 56/100.

7 Ibid., pp. 59/102.

8 Ibid., pp. 62-3/104.

9 Bayle, Pensées diverses (1862).

10 Op cit, § 143.

11 El ejemplo está tomado de Toulmin et al. (1979), pp. 145-6.

12 Hume, Treatise on Human Nature (1737; parte III, i.l, hacia el final).

13 Moore, Principia Ethica.

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4. IDEOLOGÍA, FANATISMO Y ARGUMENTACIÓN

LA ARGUMENTACIÓN EN CUESTIONES IDEOLÓGICAS

Consideraremos ahora la cuestión de cómo podría tener lugar una confrontación (verbal, se entiende) con quien no compartimos ninguna base común de argumentación,

es decir, con quien considera verdaderos principios, valores y dogmas fundamentales que nosotros tenemos por falsos. Discutir y negar sin más las tesis de una persona

así no es una argumentación, sino limitarnos a sustituir un sistema dogmático por otro. El ciudadano medio se atiene al principio de que la salud es lo más importante;

para los drogadictos ese principio no tiene validez incondicional. Es posible que algunos drogadictos tengan el principio de que el sentimiento de felicidad que

proporciona la droga es más importante que todo lo demás; el ciudadano medio rechaza ese principio. El ilustrado tiene el principio de que hay que valorar más la

humanidad que los dogmas religiosos; el fanático religioso tiene el principio de que su verdad trae la salvación y que por tanto hay que imponerla por la fuerza si es

necesario.

¿Cómo se puede abordar una argumentación con alguien, cómo se puede argumentar contra las tesis de alguien cuando no hay acuerdo con él en los principios

fundamentales? ¿Cómo podrían demostrar argumentativamente dos ideologías o religiones distintas, la una a la otra, la verdad de los propios dogmas y la falsedad de los

del otro? No pueden. Argumentar presupone una base de argumentación, y la discusión trata precisamente de esa base. La situación puede describirse sucintamente

mediante el antiguo axioma de la lógica según el cual no se puede discutir con quien pone en cuestión nuestros principios: contra principia negantem non est disputandum1.

Este es el caso normal en la discusión entre dos ideologías. No es posible una lucha argumentativa entre ellas. En conjunto, la historia también confirma este teorema

lógico. Es posible estudiar en cualquier momento las disputas entre dos ideologías o religiones cualesquiera, y con mayor motivo en aquellas que poseen un sistema

doctrinal cuidadosamente desarrollado y una recopilación canónica de textos fundamentales (libros sagrados). Cuando dos ideologías de este tipo están en contacto o

compiten entre sí, cabría esperar sutiles discusiones argumentativas. La realidad es distinta. Según sea la constelación real de poder, ideologías y religiones caen unas

sobre otras a sangre y fuego, o coexisten sin intentos sostenidos de convencer al adversario. Por lo demás, es un hecho conocido que las ideologías en competencia se

condenan entre sí dogmáticamente, mientras sus representantes supremos intercambian amables visitas y hablan en ellas de temas menos espinosos. Este hecho no es sólo

comprensible desde el punto de vista de la Realpolitik, sino también desde el de la situación argumentativa: sobre la dogmática no cabe argumentación de ningún tipo, por

lo que se ignoran los contrastes.

En todo caso, en la literatura sí encontramos intentos de una discusión detallada y paciente entre ideologías o religiones divergentes con el objetivo de convencer

honradamente a la parte contraria mediante la fuerza de los argumentos. El ejemplo más célebre, y en su época el más execrado, es un ficticio diálogo sobre religión de

Juan Bodino2. Los participantes en la disputa son un luterano, un calvinista, un católico, un mahometano, un judío, un representante de la religión racional y un partidario

de una especie de religión natural. Todos intentan convencer a los demás de lo acertado de la propia religión, y ninguno lo consigue. Los diálogos se desarrollan en un es-

píritu de máxima tolerancia y respeto mutuo, pero al mismo tiempo evidencian el fracaso de la discusión sobre los contenidos. Ninguno puede convencer a los demás. El

escrito acaba con las palabras: A partir de entonces vivieron entre sí en una paz maravillosa [...] Pero nunca volvió a hablarse de religión, y todos permanecieron firmes

en la suya.

Aunque desde una perspectiva lógica la situación no tiene salida, las personas intentan una y otra vez dialogar con los representantes de ideologías rivales. Este

fenómeno puede explicarse, según las circunstancias, de formas diversas. En primer lugar, se suelen sobre- valorar las posibilidades de que se produzca aquí una

auténtica argumentación, y el intento de diálogo se basa en ilusiones. En segundo lugar, quizá se intente lograr a pesar de todo una base argumentativa común; ese el caso

de la discusión o crítica «internas», del que trataremos pormenorizadamente. En tercer lugar, la discusión con el adversario puede limitarse a la negación de sus

principios; podríamos denominar esto la «crítica fundamental». En cuarto lugar, finalmente, uno puede discutir eficazmente con el adversario ideológico de una forma

distinta a la una argumentación lógicamente concluyente. Daremos a esto el nombre de «subversividad». No es preciso examinar los casos primero y tercero; sí

trataremos más adelante los tipos de argumentación interna y subversiva.

Cabe plantearse si una investigación semejante merece el esfuerzo. El que los seres humanos estén en desacuerdo, permanentemente y sobre cualquier cosa, no deja de

ser un fenómeno cotidiano; pero no se trata siempre de un fenómeno inocuo. Las disputas ideológicas y religiosas han costado mucha sangre y seguirán haciéndolo. Por

tanto, nuestras reflexiones tienen como punto de partida el caso extremo de una ideología o religión, el fanatismo.

¿Qué se puede responder a un hombre que nos dice que quiere obedecer más a dios que a los hombres y que por tanto está seguro de ganarse el cielo matándonos? 3

Esa es la pregunta por las posibilidades de discusión con el fanatismo. No parece que estas posibilidades sean grandes, y lo que dijo Voltaire (que al fin y al cabo luchó

con éxito contra el fanatismo religioso) al respecto suena, dado su realismo, bastante pesimista:

Contra esta enfermedad epidémica no hay más remedio que el espíritu filosófico, que poco a poco suaviza las costumbres de la humanidad y prevé la irrupción del mal. Pero

cuando este mal se ha extendido, se debe emprender la huida y esperar a que el aire vuelva a serenarse4.

Naturalmente, se intenta reiteradamente reconducir la discusión con un fanático a la forma estándar de argumentación, es decir, encontrar una base común para la

argumentación, por ejemplo apelando a los derechos humanos, sentimientos elementales o la responsabilidad por el futuro de la humanidad. Semejante proceder es

optimista y se basa en la suposición de que el fanático extrae conclusiones falsas de principios que compartimos con él. Pero uno debe ser cuidadoso con semejantes

suposiciones. No debe considerarse al fanático como inconsecuente o intelectualmente limitado, esto es, como si él y nosotros compartiéramos los mismos principios

supremos aunque él no sea lo suficientemente inteligente para aplicarlos correctamente. Debe afrontarse el hecho de que puede discutirse sobre los principios mismos y

que al hacerlo no es posible recurrir a otros principios superiores.

¿QUÉ ES FANATISMO?

Empecemos con la explicación clásica de la Ilustración. Según esta, el fanatismo es

Un celo ciego y apasionado que surge de creencias supersticiosas y produce hechos ridículos, injustos y crueles; y no sólo sin vergüenza ni remordimiento de conciencia, sino

además con algo semejante a la alegría y el consuelo. El fanatismo no es más que la superstición llevada a la práctica5.

Lo primero que es problemático aquí es la palabra «superstición», que toda ideología utiliza para designar al resto de las ideologías. Pero aun prescindiendo de esto, esta

explicación del concepto apunta hacia una dirección equivocada, puesto que representa al fanatismo como la cólera de personas que echan espumarajos de ira por la boca.

Quizá sea cierto que el auténtico fanático también tenga siempre rasgos psicopáticos de carácter; pero constatando esto no se hace justicia al fenómeno. Ya Voltaire

observa:

Hay fanáticos fríos como el hielo. Tales son los jueces que condenan a muerte a aquellos cuyo único crimen es pensar de forma diferente a la suya. Esos jueces son tanto más

culpables [...] en la medida en que hubieran podido escuchar a la razón6.

Lo dicho no se refiere a un caso excepcional, sino más bien describe la regla. En las discusiones con fanáticos siempre debe partirse de que uno se las tiene que haber con

personas inteligentes, que piensan de forma consecuente, cuyas acciones no son en modo alguno «irracionales». Por lo tanto, es bueno familiarizarse con los principios y

figuras más habituales de la argumentación fanática; pues también hay argumentos de su lado.

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El principio básico del fanatismo es una proposición difícilmente discutible: la verdad merece un estatuto especial frente a todas las doctrinas falsas. Una de sus

variantes predilectas es la siguiente proposición: hay que obedecer a dios antes que a los hombres. Si se une a semejante principio la opinión yo tengo la verdad o yo sé

lo que dios quiere de mí, ya están sentados los principales requisitos para que irrumpa el fanatismo.

El fanatismo es lo contrario de la tolerancia, pero no debe explicarse a partir de cualesquiera rasgos negativos del carácter del fanático, sino por motivos superiores,

como el amor a la verdad, o el honrar a dios, al partido, al proletariado, a la nación, o a la raza, etc. El fanatismo es inhumanidad en nombre de altos ideales, y por tanto

con la mejor conciencia. ¿Cómo atacarlo con meras palabras? En la célebre Encyclopédie de la Ilustración francesa puede leerse:

No se sabe qué postura debe adoptarse frente a una muchedumbre de fanáticos. Si les tratáis con suavidad os pisotearán. Si se les persigue, se levantarán. El mejor medio de

reducirles al silencio es desviar hábilmente la atención del público a otras cosas. ¡Pero jamás debe procederse de forma violenta! Sólo mediante el desprecio y el ridículo se les

puede desacreditar y debilitar1.

En el transcurso de nuestras reflexiones se evidenciará que esto es algo más que una mera figura irónica. La Encyclopédie es en todo caso el documento de una lucha

contra el fanatismo librada con éxito y casi culminada, mientras que lo que nosotros queremos es estudiar la propia lucha. Lo haremos utilizando ejemplos concretos.

Los siguientes ejemplos están tomados de la tradición cristiana. Hay varias razones en favor de esta selección del material: la intolerancia, en la teoría y en la práctica,

fue un fenómeno muy extendido en las religiones cristianas; esta intolerancia se materializaba públicamente y con la mejor conciencia; las religiones cristianas tienen una

larga historia tras de sí, una historia en cuyo transcurso la reflexión sobre la tolerancia y la intolerancia pudo alcanzar un elevado nivel intelectual; los escritos

seleccionados como material están lo bastante alejados en el tiempo para posibilitar un estudio reposado.

Además del ámbito religioso hay otros muchos, «más modernos», en los que se han desarrollado fanatismos: la política, el racismo, el nacionalismo. Pero ninguno de

estos ámbitos ha producido una argumentación tan diferenciada, desarrollada a lo largo de más de un milenio, como el religioso. Tampoco hay ningún otro ámbito en el

que haya existido una crítica interna tan intensa a la intolerancia... y a su vez una crítica a esa crítica.

Si sólo se tratara de formas masivas de intolerancia religiosa, cabría pensar que el tema se puede considerar ad acta, al menos en lo que se refiere a Centroeuropa. Pero

eso sería precipitado incluso para esta región del globo. El fanatismo parece, igual que la crueldad, firmemente arraigado en los seres humanos y siempre encuentra una

forma de expresión adecuada. ¿No eran muchos los que pensaban que esta peste se había extinguido definitivamente, al menos en Europa? Como muy tarde a partir de

1991, cuando empezó la carnicería en los Balcanes, sabemos que las cosas son distintas. Las cumbres de la ciencia y de la técnica jamás fueron una garantía contra el

fanatismo. Por eso, tampoco nosotros, centroeuropeos, debemos sentirnos seguros.

También por este motivo, pues, es tan interesante la intolerancia religiosa para la teoría argumentativa, dado que constituye el caso «más puro» de fanatismo, a saber,

aquel en el que (por lo menos manifiestamente) no se trata de poder, ampliación de la propiedad o del espacio vital o de supervivencia, sino de una «teoría pura», del «ho-

nor de dios». Por el contrario, el fanatismo nacionalista siempre tiene un trasfondo económico, social y político concreto, lo que lo hace menos transparente.

En febrero de 1994 un tal doctor Goldstein causó un baño de sangre entre los árabes; inmediatamente después se dijo que aquel hombre era un psicópata. En

noviembre de 1995, un estudiante israelí asesinó al primer ministro israelí, Rabin; esta vez el periódico palestino editado en Jerusalén An Nahar escribió: «damos la

bienvenida a Israel al club de los locos de Oriente Próximo». Pero las cosas no son tan sencillas. Se trata de acciones planificadas de forma racional, que debían servir a

un objetivo bien definido, un objetivo que de ninguna manera era defendido sólo por los asesinos. Lo que ocurrió, simplemente, es que los asesinos fueron

particularmente consecuentes en la persecución del objetivo. Y es justo eso lo que caracteriza al fanatismo. Pero en Oriente Próximo no se trata tan sólo de ideologías,

sino de la posesión de un territorio, lo que complica el análisis de los argumentos. Por mor de la claridad, preferimos utilizar aquí un material ejemplar «lógicamente

puro».

El siguiente material ejemplar procede en parte de un escrito del reformador ginebrino Calvino. Para la comprensión del texto esbozaremos de forma breve los

antecedentes de su redacción. El 27 de octubre de 1553 el médico y estudioso español Miguel Servet fue quemado en la ciudad de Ginebra, dominada por Calvino. Servet

había discutido el dogma de la trinidad de dios, aunque por lo demás era un fiel cristiano. Inmediatamente después de la ejecución de Servet en la hoguera empezaron las

críticas; el crítico más destacado fue el humanista de Basilea Sebastien Castellion. Calvino, que fue la fuerza impulsora de la ejecución de Servet, replicó con un extenso

escrito dirigido al público en el que justificaba la condena a muerte de los heréticos en general y en el caso de Servet en particular. El escrito de Calvino contiene toda una

serie de argumentos en defensa de la tesis de que en caso de necesidad hay que actuar violentamente contra los herejes.

Mucho antes se habían expuesto argumentos semejantes, que en parte tomaremos de un escrito de San Agustín del año 408, en el que este padre de la iglesia justifica

expresamente el uso de la violencia estatal contra los heréticos, es decir, contra los cristianos no católicos. Los medios violentos incluían la confiscación de sus propieda-

des, la pérdida de los derechos a heredar y testar, la prohibición de vender o comprar y, finalmente, el destierro8; en conjunto, la aniquilación de su existencia civil.

EL PRINCIPIO IDEOLÓGICO FUNDAMENTAL Y UNA DOCENA DE ARGUMENTOS EN FAVOR DE LA INTOLERANCIA

En la Defensa de la fe verdadera de Calvino pueden leerse las siguientes frases que expresan con toda la claridad deseable el principio del fanatismo religioso:

Cualquiera que defienda la opinión de que se comete injusticia con heréticos y blasfemos al castigarlos se convierte conscientemente en culpable v cómplice del mismo crimen.

Que no me vengan con autoridades terrenas: es dios quien habla aquí, y se ve claramente qué es lo que quiere salvaguardar en su iglesia hasta el fin del mundo.

No sin razón, El sofoca todos los sentimientos humanos que usualmente ablandan el corazón; no sin razón, Él reprime el amor del padre a sus hijos y toda amistad entre

hermanos y nuestros prójimos; [no sin razón] El sustrae a los maridos de las zalamerías de sus mujeres, que quizá suavicen el ánimo de estos; en una palabra: [no sin razón] Él

priva prácticamente a los hombres de su naturaleza.

[Y la razón es:] Para que nada pueda enfriar su celo.

¿Por qué demanda Él esa extrema dureza e inflexibilidad, si no es para mostrar que no se le demuestra la honra debida cuando no se toma Su servicio más en serio que toda

consideración humana, y no se repara ni el parentesco, ni en la sangre ni en ninguna otra cosa; y que se debe olvidar cualquier humanidad cuando se trata de combatir por Su

gloria?9

Impresionados por la santa severidad de estas palabras, procedamos a compilar una pequeña lista de los argumentos cristianos en favor de la intolerancia. El lector

reconocerá rápidamente que ninguno de estos argumentos o principios se puede rechazar per se sin más discusión, es más, que muchas veces no se les puede negar una

cierta plausibilidad.

(1)10

La especial peligrosidad del hereje

Todas la ortodoxias están de acuerdo en ver en los discrepantes, desviacionistas o herejes el peligro de los peligros. Históricamente, eso se evidencia en que en todas las

épocas la lucha contra las herejías se ha llevado a cabo con más encono que la lucha contra el «enemigo externo». Es probable que la razón efectiva haya sido siempre que

el enemigo externo era demasiado poderoso, por lo que, ya que una «guerra santa» no tenía ninguna perspectiva de éxito, se considera preferible llegar a un acuerdo

político con él, desarrollar un comercio ventajoso, en suma, coexistir de forma tolerante. Pero quizá sea posible acabar con los herejes en el propio ámbito de poder, con

los competidores peligrosos.

En cualquier caso, los argumentos son completamente distintos. En contraste con los pueblos lejanos y exóticos, el hereje y el apóstata tienen la máxima facilidad de

acceso a la auténtica doctrina de la ortodoxia, tienen esta verdad inmediatamente ante sus ojos... y a pesar de eso no creen en ella. Este es un desafío de un tipo especial,

porque toda ortodoxia cree que su verdad se impondrá (incluso sin pruebas, que no pueden existir) por sí misma, por su propia eficacia, toda vez que alguien la haya

tenido ante los ojos con la máxima claridad. Por eso la aparición de herejes y apóstatas debe explicarse de otro modo: son sujetos intencionadamente maliciosos y

protervos que actúan mal a sabiendas. Lo menos que supondrá el partidario de una doctrina verdadera es que todo aquel que haya contemplado la verdad en toda su

magnificencia quede prendado de ella y jamás pueda alejarse de la misma. La verdad, su verdad, debe fijarse en los corazones por su propia fuerza y hacerse allí poderosa

e indestructible. El apóstata pone en peligro esa ilusión, por lo que se le debe condenar con especial insistencia. Las iglesias cristianas siempre han sabido arreglárselas

con la existencia de pueblos de otras religiones: pero la «apostasía» de un cristiano bautizado era algo inaudito, producía espanto y era sancionada con crueldad condigna.

Lo que es fácilmente comprensible, porque semejante acontecimiento pone en cuestión la eficacia de la doctrina cristiana. Mutatis mutandis, lo mismo puede decirse para

el resto de las religiones e ideologías.

Page 22: Schleichert, Hubert  - Como discutir con un fundamentalista sin perder la razón.pdf

Un conocido teólogo cristiano escribe en el siglo XX:

Quien no tenga sensibilidad para la inmediata y mortal seriedad de la decisión sobre la verdad o falsedad de una u otra proposición no puede entender la valoración cristiana de

la herejía. [...] Pues aquí se pierde la verdad absoluta que ya se había manifestado de forma históricamente inequívoca [...]

El paganismo [...] no representa ningún peligro para el cristiano, que simplemente puede considerarse [...] más avanzado y superior. Pero todo esto es completamente

distinto en el caso del hereje: [...] abandona la meta y pretende poseerla en exclusiva. Por tanto, suponer que obra de buena fe es, para el cristianismo, más difícil que admitir que

así ocurre con los no creyentes [...] ¿Cómo podría no discriminar, sin culpa, entre el cristianismo verdadero y el falsificado? El es lo más peligroso: combate la verdad real y

definitiva 11

.

(2) El argumento del pastor

Quien anuncia una doctrina verdadera ve las cosas correctamente; ¿no es su obligación, en caso de necesidad y si otros métodos más suaves no logran su objetivo, obligar

a ser felices a los menos perspicaces, a los tontos y a la gente de mala voluntad? ¿No es la eterna bienaventuranza lo que está en juego? Agustín ilustra este argumento del

pastor mediante ejemplos drásticos:

Si alguien viera que su enemigo, enloquecido por una fiebre peligrosa, corriera hacia el abismo, ¿no retribuiría el mal con mal si le dejara correr en vez de detenerle y atarle?

Y sin embargo, se manifestaría tanto más como el mayor enemigo y adversario precisamente cuanto más benéficos hubiéramos sido para él y mayor piedad se le hubiera

mostrado. Sin duda, tanto mayor sería su gratitud cuando, tras recuperar la salud, viera que uno no ha reparado en la propia12

.

¡Cuántos de los herejes convertidos a la fuerza a la iglesia católica no habrán acabado felicísimos por ello!13

Sin embargo, no hubieran entrado en razón si no se les hubiera [...] atado como a los locos [...] ¿No era preciso aligerarlos de la preocupación por las cosas temporales en aras

de su salvación14

, para, por así decirlo, sacudirles del sueño de la muerte y despertarles?15

Quien ata a un loco furioso y despierta a un sonámbulo molesta a ambos y no obstante ama a ambos16

.

De la obligación del pastor se deriva la de actuar en contra de los desviados peligrosos, de los malos. Frente a ellos, la tolerancia casi sería una perversión:

La humanidad que estiman quienes piden perdón para los herejes es más que cruel: pues para salvar a los lobos, exponen como presa a los pobres corderos 17

.

(3) A pesar del terror, no se obliga a creer

¿Se puede obligar a alguien a creer? No, dice Agustín, algo así es imposible; únicamente se dirige la atención de los hombres en la dirección adecuada, sólo se suprimen

sus falsas costumbres mentales, se les libera de errores:

Debido al poder de la costumbre, de ningún modo pensarían en cambiar para mejorar si el terror no les sobresaltara y dirigiera la atención de sus almas a la ponderación de la

verdad 18

. [...] No es como si alguien pudiera ser bueno en contra de su voluntad, sino que es el temor a lo que no quiere padecer lo que le hace renunciar a lo acerbo de su

espíritu o le fuerza a reconocer la verdad, rechazando el error anterior por miedo y buscando la verdad [...] y aceptando de grado lo que antes no quería admitir19

.

Los terrores eran, como menciona expresamente Agustín, el destierro, la confiscación de las propiedades, la prohibición de vender, comprar, testar, heredar o donar20

.

Pero al menos, ¿será seguro que el terror lleve a los aterrorizados hasta la fe verdadera? Agustín responde que cuando una medicina ha sido eficaz con frecuencia, ningún

médico dudará en aplicarla aun cuando algunos enfermos sean incurables21

. El sucesor de Calvino en Ginebra, Bezelius, expresa de forma aún más clara que el terror no

puede obligar a creer a nadie:

¿Quién sería tan estúpido de pensar que la autoridad, cuando castiga a un hereje, lo hace para obligarle a mejorar y a convertirse con la violencia? Si esa fuera la finalidad de

la autoridad, no se sentenciaría a nadie a muerte, por malvado que fuera [...]

No es para arrancarles por la fuerza una apariencia falsa o un arrepentimiento fingido [por lo que se castiga a los herejes], sino para que la autoridad sirva verdaderamente

a dios [...] y para mantener el orden público, la doctrina y las costumbres22

.

Y lo reitera con toda claridad:

El fin de la autoridad no es gobernar y formar los corazones, sino, sobre todo, mantener la paz y la tranquilidad pública [...]. Y por muchos hipócritas que haya, no se puede dejar

de administrar el derecho y actuar contra los crímenes conforme a los deberes de la justicia23

.

¿No debe atender cada uno a su propia conciencia? La respuesta es sencilla:

Antes de ordenar nuestras obras conforme a conciencia, debemos primero ordenar nuestra propia conciencia conforme a la palabra de dios24

.

(4) No todo terror es igual

Como el cristianismo no recomienda el uso del terror sin más, Agustín utiliza un principio clásico de diferenciación: No todos los que respetan son amigos, ni todos los que

golpean son enemigos. «Los golpes de los amigos son mejores que los besos de los enemigos» (Proverbios, 27, 6)25

. [...]

Cuando el bien y el mal hacen lo mismo y padecen lo mismo, la diferencia entre ellos no se manifiesta en lo que hacen y padecen, sino en las causas por las que ambos

ocurren26

.

Comprenderás, escribe Agustín a su corresponsal, que se había quejado sobre las medidas de fuerza,

que no se trata de si alguien es o no obligado, sino de a qué se le obliga, de que eso sea bueno o malo27

.

Los malos siempre han perseguido a los buenos, y los buenos a los malos; aquellos causándoles daños con injusticia; estos, empujándoles al bien con saludable disciplina

[...] Se trata exclusivamente de quién obra por la verdad, quién por la injusticia 28

.

(5) Bienaventurados los que padecen persecución...

La historia universal conoce suficientes ejemplos de cómo los perseguidos se convierten en perseguidores. Esto ofrece dificultades ideológicas cuando los propios

partidarios consideran especialmente meritorio el ser perseguido. Por tanto, es preciso distinguir entre los perseguidos buenos y malos. Para los buenos rige el precepto

bíblico de bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia 29

. Sobre los malos, es decir, sobre los perseguidos no católicos, escribe Agustín:

Que en el futuro sólo encontrarán el merecido castigo de los impíos cuando hayan soportado con estéril y vana paciencia las penalidades de este tiempo, no por causa de la

justicia, sino por el error y la soberbia humanos30

.

Con esta diferenciación, la persecución está expresamente justificada por la Sagrada Escritura; Agustín cita como prueba la parábola del banquete, que acaba con la frase

«oblígales a entrar»31

, o el Salmo XIII: «Quiero perseguir a mi enemigo y apresarlo, y no volveré hasta haberle dado muerte» (Salmos 13, 38)32

.

El cristianismo se ha rodeado de una tremenda leyenda llena de mártires que han padecido por su fe. ¿No debería esto llamar a la tolerancia? ¿Deberían los cristianos

comportarse con la misma intolerancia con la que supuestamente actuaron los malvados paganos? Calvino descarta sin esfuerzo semejantes reparos:

Los tormentos que sufrieron los mártires no excluyen la protección que los buenos príncipes otorgan a los hijos de dios para que puedan servirle en paz y con toda pureza33

.

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Si un mártir y un blasfemo sufren un castigo semejante, los casos son completamente distintos, porque uno defiende la causa buena y justa, el otro la mala. De este modo,

el verdadero discernimiento y la recta fe distingue a los verdaderos devotos de los locos y rebeldes, a quienes guían únicamente sus ciegos impulsos34

.

(6) Un argumento tu quoque

Parece que las diversas herejías o iglesias del cristianismo temprano tenían poco que envidiarse entre sí en lo tocante a su manía persecutoria. En todo caso, el padre de

la iglesia recuerda aprobatoriamente a su adversario las similitudes en cuanto a la persecución de los no cristianos:

¿Quién de nosotros o de vosotros no elogia las leyes promulgadas por el emperador contra los sacrificios paganos? Allí se ha establecido sin duda una pena mucho más

rigurosa; aquella impiedad se ha sancionado con la pena de muerte35

.

Al adversario, que a su vez ha recurrido a la violencia, se le discute el derecho a quejarse de la violencia, sobre todo cuando con él se ha procedido con mucha mayor

clemencia. Además,

Afirmáis que no habéis querido ser crueles; y yo digo que no podríais serlo, porque sois demasiado pocos36

.

(7) Tu quoque a la inversa

Los paganos casi siempre fueron tolerantes en materia de religión, cosa de la que se benefició el cristianismo temprano. ¿No debería el cristianismo, a su vez, ser

igualmente tolerante? Calvino lo niega sin titubear. Los paganos todavía no conocían la verdad, por lo que lo razonable para ellos era la tolerancia. Los cristianos, por el

contrario, conocen la verdad. En los Hechos de los apóstoles se habla de un tal Gamaliel que defendió entre los judíos la tolerancia hacia los apóstoles. Todo lo que había

que hacer era dejarles hablar para ver qué pasaba. Gamaliel dijo a los judíos, encolerizados por los apóstoles:

«Os digo, pues, ahora: desentendeos de estos hombres y dejadlos. Porque si esta idea o esta obra es de los hombres, se destruirá; pero si es de dios, no conseguiréis destruirles.

No sea que os encontréis luchando contra dios». Y aceptaron su parecer37

.

El pasaje se ha querido interpretar en el sentido de una exhortación a la tolerancia. Calvino lo rechaza:

Se equivocan muchos que hablan sobre Gamaliel como si uno hubiera de atenerse a su autoridad. El consejo de Gamaliel fue que los doctores de la ley y los sacerdotes no debían

perseguir a los apóstoles. Dijo: si su doctrina es divina, nada puede detenerla; pero si es obra de los hombres, perecerá por sí sola.

Cuando se dice algo así sin reflexionar, parece como si no sólo se quisiera disolver el orden público, sino también quebrar la disciplina de la iglesia. En realidad, se trata de

la persona que dice algo así.

Pues Gamaliel tenía dudas sobre qué era lo correcto, y no sabía por quién tomar partido, no de otra forma que un ciego que anda a tientas en las tinieblas. Es así entonces

que dejó las cosas sin decidir. A pesar de esto, extrae consecuencias equivocadas de un principio en sí correcto, a saber: como dios conservará lo suyo, pero dejará que perezcan

las obras de los hombres, uno no se debe ocupar de las cosas. ¡Al contrario! Por mucho que sólo dios sea el viñador, no por ello deja de enviar trabajadores a su viña38

.

(8) El argumento de la criminalización

Agustín plantea la pregunta retórica de por qué se castiga el adulterio, pero no los sacrilegios (aquí: opiniones divergentes). Es obvio que la pregunta da por supuesto que

es un crimen tener una opinión distinta a la ortodoxa39

. El fanático nunca describe a su oponente como una persona reflexiva que busca la verdad; siempre se trata de

criminales, monstruos, dementes. El disidente recibe el marchamo de delincuente común, por lo que su persecución pierde la mala nota de lo extraordinario. Mediante

reiteraciones sucesivas se consigue que las palabras con las que se designa una desviación de la ortodoxia reciban el significado de «crimen capital» o «crimen de lesa

majestad». Debemos tener presente el espanto al que, aún ahora, personas irreligiosas siguen vinculando la palabra «blasfemia»: esa palabra siempre ha sido un medio

para criminalizar a quienes piensan de otro modo40

. Así ocurre siempre: el disidente es un enemigo de clase, el adversario teológico es un blasfemo. El derecho penal

prevé las correspondientes sanciones. Visto así, no se trata de tolerancia y humanidad, sino de la persecución y enjuiciamiento de criminales. Al fin y al cabo, que Cristo

se haya hecho hombre no equivale al fin de la jurisprudencia y de la policía, como constata con realismo Calvino, quien, refiriéndose a los que exigen (apelando al

Evangelio) que no se castigue a los herejes, pregunta:

¿Acaso quieren decir que el crimen debe quedar impune? ¿Quieren decir que se debe dar rienda suelta a todos los malhechores?

Antes deberían responder que la paciencia que Jesucristo mostró frente a aquel (pecador que le salió al encuentro) no era contraria a la policía o a l a ley 41

.

El truco consiste en hablar de delito común a pesar de que sólo se trata de desviaciones de la dogmática ortodoxa42

. Está claro que un fanático no contempla la separación

entre el estado y la ideología propia. Para él, la ideología es lo más importante; y lo más importante no puede desplazarse del centro de la sociedad y del estado. En el

socialismo real, la unidad de estado y partido era una obviedad, tal como anteriormente lo fue la alianza entre el trono y el altar. El teólogo cristiano K. Rahner se reservó

la libertad de articular la comprensión cristiana hacia el terror del bloque del este. En mitad de la Guerra Fría, en 1961, Rahner escribía sobre la «interpretación de la

existencia oriental-comunista»:

Quien se aparte teóricamente de la línea general de la verdad del colectivo defendida por la dirección del estado, se desenmascara allí eo ipso como hombre moralmente

corrompido y, por tanto, a causa de su «opinión» es tratado como se trata en Occidente a un ladrón o asesino. (El cristiano debería guardarse de protestar contra la aplicación

errónea y primitiva en el este de una idea fundamental correcta...) [...] La falsedad de la herejía es una amenaza para la existencia humana mucho más absoluta que todos los

demás acontecimientos frente a los que incluso un hombre actual [...] sigue considerando justificada la violencia 43

.

(9) Escarnio de las víctimas

No sólo se liquida a los disidentes; también deben ser aniquilados moralmente. No se asesina al hereje como mártir, sino como canalla. Calvino nos habla de una visita a

Servet en la cárcel, inmediatamente antes de su ejecución; se burla de que en su hora postrera, Servet no dice ni una palabra sobre su posición en la controversia

ideológica:

Por mucho que Servet jamás mostrara un indicio de arrepentimiento, tampoco se esforzó en decir una sola palabra en el sentido de que mantenía su doctrina y con la que se

hubiera podido probar esta.

Decidme: ¡qué puede significar que, a pesar de que tenía la libertad de decir lo que se le antojara no se manifestara ni en uno ni en otro sentido, igual que un tarugo! No tenía

que temer que le fueran a cortar la lengua [...]

Aun en manos del verdugo se negó a llamar a Jesucristo el hijo eterno de dios. Pero comoquiera que tampoco dijo en pro de qué moría, ¿quién calificaría su muerte de

martirio?44

Servet ya había expuesto detalladamente su posición en libros y en cartas a Calvino, por lo que era meridianamente claro por qué iba a ser quemado. Nadie lo sabía mejor

que Calvino, precisamente. Burlarse de que un hombre, en su angustia ante la muerte, no tenga ya interés en sutilezas teológicas, requiere una considerable dosis de ci-

nismo.

(10) Prohibición de opinar, prohibición de dudar

La criminalización está relacionada con la prohibición del pensamiento que tanto gustan de decretar las ideologías fanatizadas. Quien tiene una opinión distinta al poder

intolerante es él mismo un criminal, pues está de parte de los criminales, de parte del mal, es un enemigo del estado. Calvino concluye su obra con una maldición:

malditas sean vuestras bestiales sutilezas45

, impreca a los lectores que puedan tener otra opinión. El que precisamente la duda sea un grave pecado

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es una de las estrategias clásicas de argumentación del cristianismo. Es un intento de blindarse de forma cuasi lógica frente a cualquier objeción. Es más, es herética

incluso la petición de indulgencia frente a alguien que duda. De esta forma se hace completa la prohibición de opinión y expresión. Otros fanatismos utilizan de forma

consecuente esa misma estrategia. Por ejemplo, la duda en la victoria final era un crimen que se castigaba con la muerte en el III Reich. Desde un punto de vista

puramente lógico, el fanatismo parece así inexpugnable. Quien intente atacarlo es un blasfemo. No se discute con él; se le quema.

(11) El argumento del distanciamiento

El «distanciamiento de los excesos» forma parte de la autointerpre- tación y de la puesta en escena del fanático. Según los principios fundamentales del fanatismo, es

correcta toda acción favorecedora de la propia ideología (y dominación), es decir, que tiene la «recta intención». El ortodoxo no persigue al heterodoxo sólo por amor o

por deber. En realidad, es cosa sabida que en el terror y liquidación de los disidentes no desempeñan un papel destacado el amor y la magnanimidad; predominan rasgos

humanos vulgares: ambición, odio, envidia, sadismo, ruindad. El trabajo sucio siempre lo llevan a cabo el vulgo, los «idiotas útiles», el «brazo secular», mientras que los

ideólogos no se manchan de sangre las manos. Si las quejas por el terror suben demasiado de tono, la ideología se distancia de los «excesos» y los «desaprueba». Sin

embargo, no se hace nada por evitar esos «excesos». Agustín escribe a los heréticos:

Nos disgusta cualquiera que os persiga a causa de estas leyes imperiales no por amor, para mejoraros, sino por odio hostil. [...]

Llamáis injustamente vuestra propiedad lo que no poseéis con justicia y lo que debéis perder conforme a las leyes de los reyes terrenales. Tampoco podéis decir «lo hemos

adquirido con nuestro trabajo», porque podéis leer en la Sagrada Escritura: «Los justos disfrutarán del trabajo de los impíos» (Proverbios, 13, 22). Sin embargo, nos disgusta

quien, por causa de esta ley que los reyes que sirven a Cristo han dictado para vuestra mejora, quiera apropiarse con codicia de vuestra propiedad. Finalmente, nos disgusta

quien tome posesión de los bienes [...] que poseías no por justicia, sino por codicia46

.

(12) El fanático sólo cumple con su deber

El fanático se ve a sí mismo como hombre indulgente y bondadoso cuya dureza no se basa en el sadismo o el odio, sino que viene impuesta por la sagrada causa. De

ningún modo se siente como un ser que ha perdido toda humanidad, pero:

Os pregunto: ¿no sería una humanidad perversa ocultar las infamias de un hombre, exponiendo a mil almas a que caigan presas de Satán?

Quiera dios que todos los errores de Servet sean profundamente enterrados. Pero cuando escucho cómo circulan por doquier, sería un traidor si callara al respecto47

.

Todo lo que ocurre, ocurre siempre sólo a mayor gloria de dios, del partido, del pueblo, de la pureza de la raza o de cualquier autoridad suprema que se quiera. En

principio se debe, escribe Calvino, castigar con mesura las faltas,

Pero cuando los malvados intentan arruinar los fundamentos de la religión, cometer blasfemias espantosas y difundir tesis condenables [...], en suma: azuzar al pueblo a

rebelarse contra la doctrina pura de dios, entonces debe acudirse al último recurso48

.

Este último recurso es la liquidación del adversario, la quema ceremonial de los herejes. Inmediatamente después escribe el reformador sobre Moisés, con el que

evidentemente se identifica: este era

como juez, el más mesurado que pueda pensarse. Pero cuando se trata de castigar a quienes han pecado contra el servicio de dios, entonces es como el fuego y la llama.

¡Consagrad vuestras manos al señor!, dice. ¡Que nadie perdone ni a su hermano ni a su prójimo, que se mate sin piedad a todos los que salgan al paso!

¿Quiere esto decir que ese hombre santo se ha dejado arrastrar por la cólera salvaje cuando abandona su benevolencia acostumbrada y ordena a los levitas consagrados a

dios bañarse en la sangre de los que han caído en la idolatría y empaparse de su sangre?

Al contrario, el Espíritu Santo elogia y alaba un hecho tal49

.

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NOTAS

1 En las analectas de Confucio se encuentra una fórmula doctrinal parecida. Confucio dijo: «Atacar doctrinas divergentes sólo puede ser dañino». (Lun Yu 2.16; cfr. Haenish

en Asia major 1,1924 y Forke, ibid., 2,1925). 2 Bodin, Coloquium heptalomers.

3 Voltaire, Dict. Phil, «Fanatisme».

4 Ibid.

5 Del artículo «Fanatisme» de M. Deletre en la Encyclopédie. Voltaire incorporó grandes partes de ese artículo en su diccionario filosófico.

6 Voltaire, Dict. Phil., «Fanatisme».

7 Encyclopedie, tomo 6,1756, «Fanatisme».

SA Vine., V. 19.

9 Calvino, Defensio 476/46-47.

10 La numeración de los argumentos tiene como única finalidad facilitar la relación entre estos y las objeciones de los adversarios.

11 Rahner, Was ist Haresie?, pp. 536-538.

12 A Vine. 1.1.

13 Ibid., 1.18.

14 Es decir, confiscar sus propiedades, etc.

15 A Vine. 1.2.

16 Ibid., II.4.

17 Calvino, Defensio, 471, 35.

18 A Vine. 1.1.

19 Ibid., V. 16.

20 Ibid., V. 19.

21 Ibid., I. 3.

22 Bezelius, pp. 168-170.

23 Bezelius, pp. 271-272.

24 Bezelius, p. 147.

25 A Vine. II.4.

26 Ibid., II.6.

27 Ibid. V. 16.

28 Ibid. II. 8.

29 Mateo, V. 10; A Vine., II. 8.

30 A Vine. 1.1.

31 Ibid. II. 5; la parábola es como sigue: «Había un hombre que preparó un gran banquete e invitó a muchos. Y en la hora del banquete envió a su siervo para decir a los

invitados: venid, está todo dispuesto. Y estos comenzaron a disculparse uno tras otro... Y el señor le dijo a su siervo: ve a las calles y a los caminos y oblígales a entrar para que mi casa se llene» (Lucas 14, 21-23).

32 Agustín, carta n° 185 (anteriormente n° 50), A Bonifacio (escrita en 417), párrafo 11. Bayle, Comm. III. 24 cita y comenta los pasajes de las cartas.

33 Defensio 463/21.

34 Ibid. 466/23.

35 A Vine. III. 10.

36 Ibid., III. 11.

37 Hechos, 5 38-39, Biblia de Jerusalén, 1976.

38 Calvino, Defensio 472-473/38.

39 Agustín, carta 185, A Bonifacio, párrafo 20.

40 La blasfemia fue durante mucho tiempo, incluso en este siglo, un delito por sí misma en el derecho penal alemán y austríaco. Incluso conforme al código penal alemán

vigente (artículo 166 del Código Penal Alemán), insultar el contenido de las profesiones de fe religiosas o ideológicas es un acto punible cuando «es susceptible de alterar el orden público». El comentario cita, como contenido esencial, la creencia cristiana en la doctrina de la trinidad, entre otras cosas. Por tanto, en el caso de que un tribunal alemán tuviera que decidir que la crítica de Servet a esta doctrina es un insulto y susceptible de alterar el orden público (Código Penal Alemán 166,1), el sabio español podría ser sancionado, ya en los inicios del tercer milenio, con «una pena de privación de libertad de hasta tres años o con una multa» (De momento no está prevista la hoguera).

En la práctica, este curioso parágrafo sin duda se ha aplicado muy raras veces y con mucha cautela, y a primera vista también parece más bien una exhortación a la tolerancia: el estado tiene que garantizar el orden público. Pero en manos de una corriente fundamentalista, el parágrafo también admitiría un manejo absolutamente intolerante. Un pensador antiguo sin duda comentaría: Deorum offensae diis curae: que los dioses se ocupen de las ofensas a los dioses.

41 Calvino, Defensio 468/27. Cfr. ibid. 463/14 y ss.

42 Servet, desde la prisión ginebrina, aún denunció a las autoridades que Calvino convertía en una causa criminal una cuestión dogmática, lo que suponía un abuso condenable

de la jurisdicción penal. No le sirvió de nada. Cfr. «Requéte de Servet á la Seigneurie», 22 de septiembre de 1553. Corpus Reformatorum, Brunsvigae: 1870, vol. XXXVI, p. 806. 43

Rahner, Haresie, p. 536. 44

Defensio, 499/96 45

Ibid... 643/356 («Vae autem eorum stupori... /malheur sur leur subtilité brutalle»), 46

A Vine. XII. 50. 47

Defensio 467/10. 48

Ibid., 477/49. 49

Ibid., 477/49-50.

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5. LA DEFENSA FRENTE AL FANATISMO

Ninguno de los argumentos en defensa de la intolerancia religiosa, tal como los hemos dispuesto en el capítulo anterior, es absolutamente inaceptable; hay aplicaciones

aceptables para todos ellos, como podría haber algunas aplicaciones aceptables para cualquier figura argumentativa. Por tanto, la crítica tendrá que mostrar una y otra vez

que un argumento tal no puede aceptarse en el caso concreto que se nos presenta.

La argumentación en pro de la intolerancia no ha carecido de réplica, ni siquiera dentro de la propia tradición cristiana. Elaboraremos ahora, con ayuda de la

controversia entre tolerancia e intolerancia, una serie de argumentos en apoyo de la tolerancia. En parte se tratará de argumentos orientados a la defensa frente a la in-

tolerancia, en parte de argumentos que apoyan directamente la tolerancia. Como ejemplo especialmente detallado de una crítica interna (es decir, cristiana) a los

argumentos en pro de la intolerancia, pero en particular a Agustín, nos serviremos del Commentaire philosophique, sur les paroles de l'evangile (1686) de Bayle. La

tercera parte, poco conocida, de este escrito es una discusión detallada de los argumentos de San Agustín en defensa de la intolerancia. Las palabras del evangelio

mencionadas en el título ya nos son conocidas, y también Agustín recurrió a ellas: oblígales a entrar1. También recurriremos al escrito sobre la tolerancia de Sebastien

Castellion De haereticis an sint persequendi (1554) (Sobre los herejes y si deben ser perseguidos).

De estas obras de Bayle y Castellion tomaremos argumentos en contra de la intolerancia. Pero para mostrar que el humanista de ninguna manera debe tener la última

palabra, también citaremos ocasionalmente un escrito de Theodor Bezelius que defiende el punto de vista de la intolerancia frente a Castellion.

Todos los interlocutores de esta controversia se remiten a la Biblia, tienen una base argumentativa común. Pero aquí se plantea de inmediato una nueva dificultad, típica

de las controversias ideológicas: ¿cómo debe leerse el texto sagrado? Bayle defiende expresamente que no hay que interpretar las palabras bíblicas oblígales a entrar en

sentido literal, sino alegórico. Defiende el principio de que toda interpretación de la Biblia que nos obligue a cometer crímenes es falsa2. La interpretación literal de

oblígales a entrar conduce a crímenes de todo tipo, y por lo tanto es falsa. En contra de este principio, el defensor de la intolerancia responderá: todo lo que ordena la

Biblia es correcto y ha de suceder sea «humano» o no. En contraposición con esto, la máxima interpretativa de Bayle, según la cual la Biblia no puede ordenar nada

inhumano, significa en último extremo la admisión de interpretaciones discrecionales de la Biblia, en caso de necesidad contrarias al sentido textual más claro, o la

negación sin más del carácter vinculante de la escritura sagrada. De hecho, Bayle concluye con la frase:

Incluso cuando pudiera haber razones para interpretar textualmente los pasajes bíblicos, no debería hacerse así por temor a atraer sobre el mundo un infortunio

inconmensurable3.

Pero para Bayle esto es sólo la ultima ratio; por lo demás intenta continuamente argumentar lo mejor que puede dentro del sistema doctrinal cristiano-bíblico. Veamos en

primer lugar cómo Bayle intenta rechazar la argumentación en pro de la intolerancia; más adelante consideraremos algunos argumentos directos en favor de la tolerancia.

CONTRA EL ARGUMENTO LA PELIGROSIDAD (1)4

Según consideran los ortodoxos, el hereje es terriblemente peligroso para la salud del alma de sus semejantes, lo que justifica el trato especial que recibe. Pero, replica el

crítico, no sólo es peligroso el hereje; también lo son muchas otras personas. ¿Debe, pues, quemarse a todos aquellos que podrían conducir a otros al pecado y a la eterna

condenación? ¿No sería esto consecuente? ¿No habría que hacer lo mismo, por ejemplo, con los despiadados, vanidosos, ambiciosos, putas y vinateros? Frente a Calvino,

quien gusta de citar el Antiguo Testamento, Castellion propone:

¡Si queremos imitar a los antiguos, hagamos lo mismo que ellos! Prescindamos del Nuevo Testamento, volvamos al Antiguo, matemos a todos aquellos a los que dios ha ordenado

matar, a saber: adúlteros, los hijos que replican a sus padres, a todos los incircuncisos, además de aquellos que no observan la Pascua y a otros semejantes5.

Es un hábil argumento de universalización, pues, naturalmente, Cal- vino nunca quiso trasladar a la práctica todo el Antiguo Testamento, sin limitaciones; pero ¿por qué

precisamente esta selección? A esto puede replicar el fanático que el desviado es un caso especial, es decir, comete una ofensa consciente contra dios.

CONTRA EL ARGUMENTO DEL PASTOR (2)

Bayle aporta un argumento de diferenciación: no es admisible la comparación del hereje con el perturbado mental. Pues en cuestiones de bienaventuranza eterna se trata

de la disposición interior de las personas, mientras que las acciones externas logradas por la coerción carecen de valor:

No es posible ayudar a salvarse a un hereje que no da su aprobación. Se le puede arrastrar con violencia a la iglesia y a la comunión; mediante amenazas, se le puede obligar a

abjurar de sus errores de palabra y por escrito y a aceptar la fe verdadera [...] Pero si esto no proviene del corazón y de su convencimiento pleno, no vale para nada, y ni siquiera

dios puede salvar a nadie mediante la violencia...6

Para impedir que un perturbado mental cometa suicidio, afirma Bayle, no hay más que atarle; no se requiere su aprobación. Por el contrario, si se supiera que sólo es

posible serle de provecho si da su consentimiento, toda coerción no sería más que crueldad. Precisamente ese es el caso de las disputas religiosas7. Los niños, por

mencionar el otro ejemplo muy trillado, no tienen un juicio racional, no siguen la razón; pero los herejes son adultos, personas en posesión de su razón8; por consiguiente,

el argumento del pastor es falso.

CONTRA LA DIFERENCIACIÓN DEL TERROR (4)

Bayle observa que:

Entre amigos están permitidas las exhortaciones y uno puede servirse de ellas cuando considera adecuada la ocasión. Pero el robo y la violencia son otra cosa. Uno no puede

utilizarlas ni contra amigos ni contra enemigos9.

Pese a ello, Agustín podría apelar al noble objetivo y la eficacia fáctica del terror cristiano: ciudades enteras se habían convertido a la iglesia católica mediante las

medidas coactivas. Para la parte contraria, está claro que este no es un argumento convincente. Muchas veces los pueblos han sido convertidos a una religión cualquiera

mediante actos de violencia10

. Con la coacción puede lograrse cualquier cosa; ¿qué tiene que ver eso con la verdad? ¿No es absurdo buscar la verdad cuando todas las

emociones están excitadas en su grado máximo?

Nada es más falso, absurdo, nada es menos digno de una inteligencia normal que establecer lo siguiente como procedimiento legítimo para la averiguación de la verdad: hay que

buscarla precisamente allí donde todas las pasiones están excitadas y cuando se sabe que si uno decide que una parte tiene razón se atrae la vergüenza y la miseria, pero si

decide que la otra parte tiene razón cosecha honor y múltiples ventajas 11

.

Los fanáticos religiosos replican por su parte que sólo puede hablarse de coacción y persecución cuando esas cosas les suceden a los creyentes en la fe verdadera. Lo que

se hace a los herejes no es más que un acto de justicia, amor y razón. Frente a esta diferenciación del terror Bayle establece un principio distinto:

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Yo digo que no hay que atender sobre qué se ejerce la coacción en la religión, sino si se ejerce o no la coacción. Y a partir de ahí, siempre que se aplique la coacción se está

cometiendo un acto muy malvado que contradice el espíritu de cualquier religión, en especial del evangelio12

.

Aquí una postura se enfrenta a la otra; fanáticos e ilustrados no pueden derrotarse lógicamente: contra negantem principia non est dis putandum. Aquí se acaba el intento

de una argumentación concluyente; pero el ilustrado no tiene porqué enmudecer por ello. ¿Qué es, pues, lo que puede replicarse? Bayle hace lo mejor que puede hacerse

aquí. Reduce al absurdo el argumento de su adversario y formula un nuevo principio moral:

Acordemos, por tanto, que una acción que sería injusta si no favoreciera a la religión verdadera deviene justa tan pronto como se hace en pro de la religión verdadera.

Esta máxima está contenida con la máxima claridad en las palabras «oblígales a entrar», en el supuesto de que Cristo les diera un sentido literal. Pues afirman lo siguiente:

golpea, fustiga, arroja a prisión, saquea y mata a los contumaces, quítales sus mujeres e hijos. Todo esto está bien si es para favorecer a mi causa; en otras circunstancias serían

crímenes terribles, pero el provecho que saca de ellas mi iglesia purifica y limpia completamente tales acciones13

.

Si se admite el terror, los instrumentos del terror sólo son determinados por el efecto. Cuanto más espantoso el terror, más seguro el efecto. Lo más seguro es la pena de

muerte. Hay que aplicarla continuamente por puro amor. ¡Qué argumentación tan perversa!14

. Bayle considera totalmente inaceptable una distinción entre terror por amor

y terror sin amor. Pues

con esta distinción, se podría reducir a cenizas a todas las ciudades y dejar que se echara a perder parte del grano diciendo que era preciso humillar a los hombres que en medio

de la abundancia no piensan suficientemente en dios15

.

La distinción de San Agustín pervierte toda la moral y convierte los diez mandamientos en juguete de nuestras distinciones y humores16

.

No quiero reprochar a Agustín que percibiera estas consecuencias; pero lo que dijo las incluye17

.

Evidenciar las consecuencias es un importante instrumento de la ilustración. Bayle se sirve frecuentemente de él, como cuando escribe:

Si el rey de Francia se apropiara de todas las posesiones de la iglesia, cómo se burlarían de nosotros si dijéramos que eso era una manifestación de su inclinación al clero y que

lo único que hacía era castigarlo para que llevara una vida cristiana18

.

MÁS CONTRA LA DIFERENCIACIÓN (4): EL ARGUMENTO DE MOLOCH

«Moloch» designaba originalmente una divinidad de los antiguos cananeos en cuyo honor eran sacrificados y quemados niños, cosa que en ocasiones también hacían los

israelitas. En el Antiguo Testamento se menciona con frecuencia. Para el cristianismo, Moloch es el epítome de toda la inhumana crueldad pagana y por tanto el contraste

más extremo con el amor cristiano al prójimo. Castellion se pregunta pues, dada la ocasión, qué pensarían los paganos del cristianismo si vieran cómo se matan los

cristianos entre sí:

Pues si vieran cómo nos precipitamos los unos contra los otros, como bestias salvajes, cómo los fuertes oprimen a los débiles, abominarían del evangelio como si éste hubiera

inspirado en los hombres esta forma de obrar. Despreciarían a Cristo como el que hubiera ordenado cosas tales que por ellas preferiríamos mucho antes convertirnos en turcos

o judíos que estos en cristianos.

Quién querría convertirse en cristiano cuando viera cómo los cristianos matan a los cristianos con el fuego, el agua y la espada, sin piedad alguna [...] ¡Quién no

consideraría a Cristo un Moloch o un ídolo semejante, que exige sacrificarle y quemarle hombres vivos!19

Castellion apela finalmente a Cristo:

Oh, Cristo, [...] ¿ves todo esto? [...] ¿Acudirías a esta terrible matanza si te invitaran a ella? ¿Comes tú carne humana? Si tú, oh Cristo, haces o les ordenas hacer tales cosas,

¿qué dejas por hacer al diablo? ¿Haces tú lo mismo que Satán?20

Este es el argumento de Moloch. Afirma que el fanatismo ha convertido en su opuesto a la doctrina santa. La religión del amor se ha convertido en la del terror. Este es el

fenómeno por el que los fanáticos hacen exactamente lo contrario de lo que anunciaban y siguen anunciando en su ideología. La denuncia de Castellion no deriva su vigor

sólo de los hechos de Calvino; la terminología recogida en la sagrada escritura de los cristianos, el vocabulario del terror establecido precisamente en el cristianismo es lo

que hace la acusación tan embarazosa para los cristianos. Quien está familiarizado con Moloch y Satán se quedará helado cuando se le reproche que hace exactamente lo

mismo que los sacerdotes de esos poderes terroríficos.

Pero eso no afecta al fanático. Su terror es salvífico, está ordenado por dios, sirve a la felicidad futura de la humanidad o de la clase trabajadora, sólo afecta a los

criminales, es un deber sagrado. La denominada humanidad se convierte en cruel y perversa si no sirve a la ortodoxia. ¿No estaba Cristo, se afirma, lleno de amor, bondad

y benevolencia? Nada de esto perturba a Bezelius:

Lo admito: pero pese a todo es un juez justo [...], pese a todo empuñó a veces el látigo.

Cuando uno pide ayuda a la autoridad contra un hereje peligroso, afirma Bezelius,

esas gentes exclaman que convertimos a Cristo en un Moloch y un Satán [...].

Ay de ti, boca llena de blasfemias y hedionda de desvergüenza. Si este dios, que para vengarse de la injusticia que se le hizo en la persona de Moisés hizo que la tierra

devorara vivos a Dathan y Abiron, [...] y que el fuego devorara vivos a los hijos de Aarón 21

, [...] te mandara desde el cielo un fuego que te devorara por tus blasfemias, no sería

a pesar de eso un Moloch o un diablo, [...] sino que se manifestaría como juez justo por las ofensas a su majestad22

.

De todos modos, el argumento de Moloch se puede volver fácilmente en contra del que lo utiliza. El dios bíblico es indudablemente un cruel dios de venganza y la quema

de herejes no es necesariamente una perversión de los textos bíblicos. Muy posiblemente, es el defensor de la tolerancia quien se aparta de la sagrada escritura.

CONTRA LA VIOLENCIA VETEROTESTAMENTARIA (5)

Agustín cita los salmos para mostrar que es perfectamente posible que haya violencia grata a dios: quiero perseguir a mis enemigos y alcanzarlos y no regresar hasta

haberles dado muerte23

.

Bayle responde agotado que el salmista aquí sólo habla de la guerra y que no es admisible trasladar sus palabras a las disputas religiosas 24

. Bayle ataca de esa forma

una interpretación figurada. Su procedimiento es de todo punto similar al de su adversario; ambos eligen sus principios interpretativos según las propias necesidades. La

controversia se difumina: una característica recurrente en las disputas sobre textos sagrados.

CONTRA EL ARGUMENTO DE CRIMINALIZACIÓN (8)

Agustín plantea la pregunta retórica de por qué se castiga el adulterio, pero no los sacrilegios (es decir, las opiniones disidentes). La pregunta da por supuesto,

naturalmente, que es un crimen tener una opinión distinta a la ortodoxa25

. Su crítico Bayle da una impresión de cierto desamparo cuando al responderle señala

el ejemplo de una mujer que, engañada por el parecido, está convencida de que un farsante que se hace pasar por su marido es de hecho su esposo. Le recibe en su lecho sin

ofender a dios en lo más mínimo. Un herético que tiene por verdad algo falso debe honrar a esa falsedad tanto como si fuera realmente la verdad, y ante dios no puede ser

responsable más que de la negligencia o malicia mediante la cual ha aceptado la una en lugar de la otra16

.

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El hereje carece por tanto de la percepción de la culpa; carece, afirma Bayle, del conocimiento del delito. Por el contrario, actúa con la mejor conciencia. El ejemplo de

Bayle no es el mejor imaginable, y uno puede estar seguro de que su adversario propondrá un argumento de diferenciación en contra del ejemplo, afirmando, por ejemplo,

que el hereje tiene ante sus ojos la verdad (es decir, la doctrina ortodoxa) y pese a todo la niega.

CONTRA EL «DISTANCIAMIENTO» (11)

El distanciamiento de los «abusos» es una hipocresía, y muchas veces también un autoengaño. El argumento del distanciamiento es débil; sirve únicamente para

disimular una postura fundamentalmente intolerante. Bayle replica a Agustín:

Incluso aunque nadie abusara de estas leyes, esas pobres gentes que padecen la persecución estarían expuestas a mil temores, temores cuyos autores no re-

citen de ningún modo la desaprobación de los señores eclesiásticos. No debe por tanto prestárseles mucho crédito cuando afirman que desaprobarían el abuso.

Además, yo digo si no significa burlarse de todo el mundo el que se clame apasionadamente por leyes cuya aplicación se sabe que estará irremediablemente acompañada de

miles de abusos, al mismo tiempo que se finge no tener nada que ver con ellos, toda vez que se ha insistido en que se desaprueban tales abusos. Y si los desaprobáis, infelices,

¿por qué no clamáis con la misma energía que se castiguen, del mismo modo en que habéis demandado esas leyes? ¿Por qué sois vosotros los primeros que disimuláis, negáis y

hacéis público en todas partes que no ha existido tal abuso? [...]

Admiramos la compasión de San Agustín. Este aprueba de todo corazón que las leyes despojen a un donatista de sus posesiones, y desaprueba el proceder de los católicos que

se apoderan de esas posesiones. No deja de tener su gracia que se censure al ejecutor y se elogie a quien ordena la ejecución21

.

Después de estos argumentos que sirven para rechazar la intolerancia, ocupémonos ahora de algunos argumentos en favor de la tolerancia. A estas alturas, al lector ya no

le sorprenderá que estos sean inmediatamente respondidos con contraargumentos.

OTRA CITA DE LA BIBLIA

En la carta del apóstol Pablo a Tito se afirma;

Cuando has advertido una primera y una segunda vez a un sectario, evítale. Sabes que un hombre está en el camino equivocado; peca y se condena a sí mismo28

Estas palabras parecerían contener la prohibición de cualquier medida violenta en contra de incrédulos y herejes de todo tipo. Se les debe evitar, pero no oprimir ni matar.

En ningún escrito sobre la tolerancia falta la referencia a este pasaje de la Biblia. Evidentemente, también los teólogos intolerantes conocen este pasaje, pero la cuestión

se liquida con un poco de hermenéutica. En contra de la opinión ingenua de que de este pasaje bíblico se sigue un mandamiento general de tolerancia, Bezelius diferencia:

No hay nadie que no vea claramente que sería necio extraer semejante consecuencia, pues aquí se habla de las tareas de la Iglesia, no de los deberes de la autoridad29

.

Se podría objetar que Jesús también dijo que su reino no era de este mundo. Sin duda lo dijo, pero, como explica el teólogo:

¿Qué consecuencias cabe extraer de ahí para nuestro problema? No se sigue de ningún modo de que cuando dios concede graciosamente a la Iglesia una autoridad creyente,

cristiana, esta última no tenga los medios ni la obligación de apoyarla en contra de los herejes contumaces. Por mucho que el reino de Cristo no se base en la ayuda humana, no

se sigue de ahí [...] que se pueda rechazar esta sin discernimiento cuando el Señor la ofrezca30

.

RELATIVIZACIÓN

Bayle objeta que no está de ningún modo claro cuándo una herejía comete un «crimen»:

Pero, se nos dirá, ¡aquella secta comete día tras día actos impíos y sacrílegos! Sí, replico, siempre que se definan las cosas como vosotros lo hacéis. Pero no cuando se definen

como lo hace aquella secta. Pues esta afirma que sois vosotros los impíos y sacrílegos y que su culto es el único bueno y verdadero31

.

Evidentemente, el ortodoxo replicará que él, y sólo él, posee la verdadera doctrina y por tanto también la única definición correcta de herejía, sacrilegio, etc. En contra de

esto, un crítico sólo puede aportar argumentos relativamente débiles si no quiere negar precisamente que exista una verdad semejante.

EL ARGUMENTO ESCÉPTICO

Todo fanatismo se basa en el principio de que se puede y se debe imponer la verdad —si es preciso mediante la violencia— y que los propios partidarios están en

posesión de la verdad. Quien tenga los dogmas correctos (en estos tiempos más bien: la correcta línea de partido) se contará entre los bienaventurados; quien no, será

condenado. De esto se sigue: quien disienta de la verdad —así definida— puede y debe ser convertido o liquidado.

¿Pero de dónde saca el ortodoxo la seguridad de que él, y sólo él, posee la verdad, mientras que el disidente, que apela a los mismos textos sagrados, se equivoca? Los

ilustrados han intentado muchas veces argumentar en pro de una mayor tolerancia apelando a la oscuridad de las preguntas y la limitación de nuestro entendimiento.

Castellion escribe (precisamente en el prefacio a su traducción de la Biblia) sobre la religión y la sagrada escritura:

Como las cosas contenidas en ellas sólo nos son dadas de forma oscura, y muchas veces como enigmas, y como se trata de cuestiones oscuras, discutidas desde hace más de un

milenio, sin que se haya llegado a un acuerdo o se pueda llegar entretanto a él, la tierra se empapa de la sangre de inocentes si el amor al prójimo, que interrumpe y apacigua

cualquier disputa, no disipa nuestra ignorancia32

.

Calvino entendió inmediatamente qué consecuencias podía atraerle semejante postura. Si un edificio doctrinal dogmático no puede delimitar con claridad frente a otras

opiniones (es decir, herejías), sus pretensiones y su intolerancia devienen incomprensibles. Por tanto replica:

Hay un soñador [...] que dice que no se puede castigar a los herejes porque cada cual interpreta la Escritura según su propio juicio y la verdad está oculta como en densas nubes.

De este modo, ese famoso teólogo preferiría extinguir la fe en el corazón de los hombres antes que tolerar que se castigue a los que quieren pervertirla.

¿Pues qué religión quedaría entonces en el mundo? ¿Mediante qué señas podría distinguirse entonces la iglesia verdadera? En suma; ¿cuál es la iglesia de dios y Jesucristo

cuando la doctrina es insegura y está como en vilo33

Es indudable que Calvino tiene razón en que con una argumentación como la de Castellion se difumina la delimitación de la doctrina ortodoxa frente a las divergentes y

heréticas y que en ese caso una confesión es tan valiosa o inane como cualquier otra. Una fe que no tiene dogmas claros es un absurdo. Por tanto, la refutación del

argumento escéptico contiene de forma necesaria la pretensión ortodoxa de poseer la verdad clara; como es natural, la ortodoxia reformada de Ginebra formulaba esta

pretensión34

.

Bezelius se apresura a presentar el argumento escéptico en una formulación un tanto paródica que supuestamente contiene su propia refutación:

Como ningún hombre conoce la verdad y como las escrituras son tan oscuras que es imposible decidir con su ayuda las cuestiones en disputa que han atormentado durante tanto

tiempo a la iglesia, no se puede condenar a nadie por hereje. En lugar de ello, debemos esperar a alguna otra nueva revelación celestial o quizá a una nueva interpretación de

las escrituras tan clara y evidente que nadie pueda ya dudar; entretanto, en materia de religión cualquiera tiene la libertad de creer y enseñar lo que se le antoje35

.

Sin embargo, ninguna ortodoxia del mundo espera a nuevas revelaciones, y ninguna está dispuesta a dejar la decisión sobre la fe verdadera en la creencia individual.

Desde el punto de vista de la ortodoxia, sería absurdo.

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UN ARGUMENTO DE GENERALIZACIÓN

¿Cómo sería el mundo, pregunta el ilustrado al fanático, si todos se comportaran como tú? Afirmas que tienes la verdad y por tanto tienes que matar a los que piensan de

otro modo. Por tanto, utilizas este axioma: quien tiene la verdad debe imponerla, aunque sea violentamente. ¿Qué ocurriría si los demás tomaran de ti ese axioma?

Si dios hubiera ordenado realmente a los partidarios de la verdad perseguir a los partidarios del error, estos últimos, tan pronto como hubieran recibido este mandamiento, se

sentirían obligados por su parte a perseguir a los partidarios de la verdad, es más, obrarían mal si no lo hicieran36

,

objeta Bayle, y continúa:

Si todos los que tienen la verdad de su parte pudieran emplear justamente la violencia contra las demás religiones, tendríamos aquí un derecho al que podría apelar cualquier

secta, y del que cualquiera [...]podría servirse por igual37

.

Pero esto no le inmuta al fanático, puesto que es él, no los otros, quien tiene la verdad. Nada significa que la gente haga mal uso de un principio verdadero. Y no es de

extrañar que de ahí surjan el caos y la muerte. A pesar de eso, la objeción de Bayle sin duda no es especialmente cómoda para el fanático, que por lo menos la considera

peligrosa.

El crítico ni siquiera tiene que discutir que quizá haya realmente una religión verdadera a la que, lógicamente, le corresponde un status especial. Se limita a

argumentar la indiscernibilidad fáctica de la pregunta de quién posee esa religión verdadera, y señala que, de hecho, simplemente se impondrá el poderoso. Según los

equilibrios de poder, cualquier secta perseguiría a cualquier otra, y todas ellas creerían que tienen el mandamiento divino de su parte:

Puede observarse que esto no es sino una versión más vergonzante del que dice: las razones del más poderoso son siempre las mejores; tengo razón porque soy el león. Eso

supone limitar a los hombres a una controversia ridicula, en la que se dirían recíprocamente: eres obstinado, pues soy yo quien posee la verdad3S

.

El fanático no discutirá que esto refleje bien la situación real. A pesar de ello, no hay más que una verdad, y él la posee.

EL ARGUMENTO DEL ASUNTO PRINCIPAL

El argumento escéptico también suele plantearse en otra variante, la exhortación a concentrarse en lo esencial, en el asunto principal, dejando a un lado los bizantinismos.

Es un argumento ad nauseam. ¿Por qué hombres que se esfuerzan por llevar una vida digna se persiguen únicamente porque sostienen opiniones teológicas divergentes?

¿No es el amor al prójimo y, en general, el esforzarse por llevar una vida digna lo más importante de la religión cristiana? No obstante, ningún dogmático puede aceptar

semejante argumento, y Bezelius, por ejemplo, responde así a las objeciones de Castellion:

Para vosotros, pues, la religión cristiana consiste en una vida inocente [...], en respetar las obligaciones mutuas entre los hombres [...]. Lo primero y principal, esto es, el culto

a dios, en ocasiones ni siquiera lo mencionáis [...], y en ocasiones lo hacéis consistir en un conocimiento de dios como el que tienen hasta los demonios [...].

Queréis que todo el que, como los judíos o los turcos, pueda decir que cree en dios [...] y ordena su vida conforme a ello [. ..] pueda cubrir con ese manto de inocencia

cualquier error, así sea el más extraordinario y monstruoso. Pero en lo que respecta a las demás cosas, es decir, a toda la doctrina del evangelio, podría sostener, escribir y

enseñar lo que le venga a la imaginación [...].

Vosotros decís incluso que una comprensión de la trinidad es inútil: eso es tanto como decir que de toda la religión cristiana no queda nada.

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NOTAS

1 Lucas, 14,16-23

2 Commentaire, 1.1.

3 Ibid., II. 11.

4 Las cifras entre paréntesis se refieren a la numeración de los argumentos en el capítulo anterior.

5 Castellion, De haereticis, p. 165.

6 Commentaire, III. 4.

7 Ibid., III. 8.

8 Ibid., III. 27.

9 Ibid., III. 7.

10 Ibid., III. 17.

11 Ibid., II. 1.

12 Ibid., III. 17.

13 Ibid., I. 4.

14 Ibid., III. 14.

15 Ibid., III. 10.

16 Ibid., III. 12.

17 Ibid., III. 12.

18 Ibid., III. 8.

19 Castellion, De haereticis, pp. 30-31.

20 Ibid., p. 32.

214. Mois. 16.

22 Bezelius, De haereticis, pp. 162-163.

23 Agustín, carta 185, párrafo 20.

24 Commentaire III. 24.

25 Agustín, carta 185, párrafo 20.

26 Commentaire III. 26, 5.

27 Ibid., 3. 20.

28 Tito, 3,10-11.

29 Bezelius, p. 213. ™ Ibid., y. 182.

31 Commentaire III, 26.

32 De haereticis, p. 140. Esto es una cita de la dedicatoria de Castellion en su traducción latina de la Biblia de 1551.

33 Calvino, Defensio, 464/16-7.

34 Cfr. por ejemplo Bezelius, p. 113.

35 Bezelius, p. 97.

36 Commentaire, II. 11.

37 Ibid., III. 17.

38 Ibid., II. 1.

39 Bezelius, pp. 59-60 y 76.

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6. CRÍTICA INTERNA

CRÍTICA INTERNA: GENERAL

Una simple negación de los principios del adversario no es una argumentación. ¿Pero qué se puede hacer contra los argumentos en favor de la intolerancia y la

inhumanidad sin tocar el principio básico, por ejemplo: debe obedecerse a dios más que a los hombres?

Si lo que recoge la Sagrada Escritura obliga a los creyentes, y si en la Escritura se afirma que debe darse muerte a los incrédulos y blasfemos, el creyente está obligado

a hacerlo. Eso es una argumentación correcta. Puede que algún inquisidor fuera como individuo una persona sensible y compasiva, que nunca hubiera hecho daño a nadie

si la doctrina sagrada no le hubiera exigido crueldad e inhumanidad. No puede objetarse nada desde un punto de vista lógico. Sin embargo, al crítico le queda la

posibilidad de leer la Biblia de forma distinta, de interpretarla. Esto no es nunca enteramente inviable, pero tampoco especialmente viable, porque no hay ningún baremo

generalmente reconocido que permita medir la «corrección» de una interpretación de la Escritura. La observación de Nietzsche sobre la interpretación de la Biblia es

aplicable, mutatis mutandis, a otros textos sagrados: el modo en que un teólogo, da igual que sea en Berlín o en Roma, interpreta una «palabra de la Escritura» [...] es

siempre tan osado que haría subirse a un filólogo por las paredes1.

En una crítica «interna», el crítico se sitúa en el mismo terreno que su adversario, es decir, acepta, en la medida de lo posible, los mismos principios, en especial los

mismos textos sagrados. (Dejaremos de momento a un lado la cuestión de hasta qué punto sea esto factible en el caso concreto). Únicamente discute que efectivamente se

sigan de los textos sagrados ciertos dogmas especiales o mandamientos. Servet, enviado por Calvino a la hoguera, era un crítico interno típico: partiendo de la Biblia,

quería mostrar que el dogma de la trinidad era insostenible.

El crítico interno intenta, con toda inocencia, abrir un diálogo racional. Utiliza la misma Biblia, apela a la misma religión que su adversario. Con un adversario

semejante aún es posible discutir, intentar convencerle. Se puede intentar señalarle un pequeño error en su argumentación. (La crítica interna puede convertirse en el

punto de partida para la constitución de una nueva secta; cosa en la que el ilustrado no tiene especial interés).

La crítica interna tiene considerables ventajas en momentos de lucha. El ilustrado no necesita atacar toda la dogmática del fanático, sino únicamente algunos «errores»

en la interpretación de las sagradas escrituras. En el escrito sobre la tolerancia de Castellion, por ejemplo, no se discute más de lo que parece estrictamente necesario, pero

por lo demás se deja intacta la posición de Calvino. Posteriormente, todo hombre razonable dirá: si una doctrina conlleva prácticas inhumanas, es preciso atacarla

frontalmente; un compromiso a este respecto sólo puede ser dañino. Pero en su momento, el procedimiento de la crítica interna puede ser el único posible, aparte de que

quizá se aplique con toda sinceridad. Un ataque escéptico, incluso arreligioso, hubiera carecido de efecto en su momento, al ser demasiado terrible, al causar excesiva

conmoción. Solo habría conseguido que su autor acabara también en la hoguera.

Retrospectivamente, las generaciones posteriores constatan asombradas cuán poco ilustrados y tibios parecen en ocasiones los escritos de combate de los ilustrados.

No es una mera cuestión táctica; el mejor crítico interno siempre es aquel que es un partidario comprometido de la doctrina en cuestión. Es quien mejor conoce las ramifi-

caciones de la dogmática. En cualquier caso, la crítica interna, cuanto más especializada sea, tanto más abstrusa parece desde el exterior, porque se pierde fácilmente en

detalles poco conocidos de la doctrina. De ahí se derivan dos grandes peligros para la crítica interna: el primero es que siempre es posible discutir con acierto sobre las

interpretaciones de la escritura; el segundo, que la crítica interna conduce casi irremediablemente a sutilezas que no son comprensibles para un público más amplio.

Hay veces que la crítica interna es necesaria por razones estratégicas, pero es fácil sobreestimar su eficacia. Presupone lectores formados, adoctrinados en la dogmática de

la que se trate, y eventualmente deriva hacia recónditas disputas exegéticas que ni pueden dirimirse de forma objetiva ni tienen interés para un público amplio. Incluso

cuando tiene éxito, la crítica interna no ofrece ninguna garantía para el futuro; cuando la quema de brujas termina porque un sutil análisis de la Biblia permite concluir que

el diablo no puede suscribir contratos, la hoguera podría volver a prenderse tan pronto como otro erudito en la escritura presente un análisis distinto de la Biblia. Por eso,

la crítica interna sólo puede ser, en el mejor de los casos, un estadio intermedio. Desde el punto de vista lógico, el objetivo final será siempre la negación completa de la

ideología que se cuestiona; no hay brujas. Esto es, sin embargo, crítica externa, en la que se polemiza sobre las presuposiciones básicas del adversario.

LA CRÍTICA A LA LOCURA DE LAS BRUJAS

Durante varios siglos, en Europa se acusó de brujería a numerosas mujeres; se les sacaban confesiones mediante la tortura, después de lo cual eran quemadas pública y

solemnemente. Esto no sucedía en la Edad Media, sino en la Modernidad. La caza de brujas no era una empresa tenebrosa y secreta, sino pública... y ampliamente discu-

tida. En un gran número de escritos eruditos se exponían argumentos tanto en contra como a favor de la caza de brujas2.

Quienes en la época de las cazas de brujas escribieron en contra de esa locura tenían algo en común: ninguno de ellos discutía la existencia del diablo, ninguno la

posibilidad de las brujas. A nosotros eso nos causa hoy una sensación de extrañeza; los propios partidarios de la ilustración parecían bastante poco ilustrados. Ni uno sólo

de los escritos contra la caza de brujas y los procesos contra las brujas ataca a la Biblia o a las iglesias, todos ellos ponen en cuestión lo menos posible las supersticiones

cristianas contemporáneas y sólo atacan una pequeña parte de lo que, en su opinión, es una falsa interpretación.

Uno de los argumentos «ilustrados» se refiere, por ejemplo, al fundamento de la brujería establecido por la teología: la existencia de un pacto o contrato entre el diablo

y una mujer. Todavía el último de los grandes escritos de combate contra la persecución de las brujas, la obra de Christian Thomasius Vom Laster der Zauberei [Del vicio

de la brujería] (1704), es extremadamente cauta y no plantea en modo alguno una negación total de la creencia en las brujas y el diablo. En un apéndice, Thomasius se

defiende expresamente contra el inaudito reproche de que pretende discutir la existencia del diablo. Thomasius no discute expresamente la existencia del diablo. La

cuestión es únicamente si existe una «magia diabólica», es decir, lazos entre los humanos y el diablo. Precisamente era esto lo que defendían los partidarios de la caza de

brujas, lo que establecía la literatura especializada de los cazadores de brujas. El jurista Thomasius discute por tanto que el diablo pueda suscribir contratos con brujas. El

diablo no puede adoptar un cuerpo, no hay de ninguna manera un diablo corpóreo. Por consiguiente, los pactos con el diablo no son posibles.

El lector actual puede menear la cabeza: ¿con estos abstrusos argumentos operaban los ilustrados? Sin duda, no operaban sólo con argumentaciones aparentemente

oscuras, pero sí que recurrían sobre todo a ellas. Naturalmente, el ilustrado se mueve en un terreno resbaladizo cuando empieza a argumentar con pasajes bíblicos, como

hace el cazador de brujas. El ilustrado sólo puede mostrar que la caza de brujas no se deduce necesariamente de la Biblia. Esa no es una posición especialmente fuerte

desde el punto de vista lógico, aunque de momento tenía que bastar, y aún no parecían posibles argumentos más fuertes. Quizá sea necesario, siempre que sea preciso

combatir, hacerlo tras una máscara, o medio oculto tras una máscara en todo caso. Esta es la paradoja: cuando es posible decir en voz alta y sin cortapisas que no existen

ni el diablo ni las brujas, en realidad ya no es necesario decirlo.

En la época de auténtico combate no hay un sólo crítico de la persecución de las brujas que diga claramente lo que en realidad era necesario decir: que no existen ni el

diablo ni las brujas y que la Biblia es irrelevante cuando se trata de quemar personas. Así argumentaríamos hoy, en especial cuando se trata de la caza de brujas en culturas

ajenas. Pero eso es crítica externa.

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LA SELECCIÓN DE LOS TEXTOS SAGRADOS

Las sectas, iglesias y todas las demás ideologías tienen un canon de textos sagrados y una tradición de autores renombrados que gozan de gran estima. Por lo general, no

todas las partes de un canon de este tipo son igualmente inhumanas. En este caso, el método más simple de la crítica interna consiste en seleccionar y recopilar las sen-

tencias más moderadas y tolerantes. Eventualmente, se pueden complementar con los textos de la misma tendencia de antiguos pensadores célebres y que gocen de

general aprecio. Este procedimiento es antiquísimo. Ya nos hemos encontrado con él cuando mencionamos el escrito de Castellion sobre los herejes. Pero la

Encyclopédie de los ilustrados todavía recurre a él. Leemos allí:

Algunas frases de la Biblia, de los padres de la iglesia y de las resoluciones de los concilios bastarían para probar que el intolerante es una mala persona y un mal cristiano3.

Aunque bien podría ser así, esto pasa magnánimamente por alto que algunas otras frases de la Biblia o de los escritos de los padres de la iglesia también bastarían para

probar lo contrario; lo que se evidencia con claridad meridiana cuando la Encyclopédie, junto con otros prominentes cristianos, presenta precisamente a Agustín como

testigo de tolerancia. No sólo era un vehemente defensor de la intolerancia religiosa, sino que también podía apoyarse en la Biblia, por ejemplo en la exhortación:

Cuando tu hermano [...] o tu amigo quiera persuadirte secretamente y te diga: marchemos a servir a otros dioses [...] no le prestes oídos ni le obedezcas. Tampoco debes

mostrarle indulgencia, ni debes tener piedad de él ni ocultarle, sino que debes matarlo [...] Se le debe lapidar hasta la muerte4.

Cualquier defensor de la tolerancia cristiana pasa verdaderos apuros con semejantes pasajes bíblicos5, y pese a todo no llega a ningún resultado convincente. Y, sin

embargo, el procedimiento de la lectura selectiva de la Biblia se practica una y otra vez cuando la Biblia sirve de base argumentativa. Así ocurre, por ejemplo, en Israel,

donde algunos partidos extraen trascendentales consecuencias políticas de pasajes bíblicos. Tanto los sionistas (más bien liberales) como la ortodoxia (marcadamente

nacionalista) apelan a la Biblia.

El sionismo no trata a su adversario ortodoxo tal y como actúan la mayoría de las revoluciones con sus enemigos. No se les dice: «¡coged vuestros textos sagrados y al diablo con

vosotros!»... El sionismo deduce con otras palabras sus máximas de «sus» textos, «sus» fuentes y «sus» sabios ortodoxos.

Según escribe Amos Oz, que describe con una claridad que desarma cómo actúa quien tiene inclinaciones liberales:

Resalta algunos pasajes [de la Biblia] y deja otros en un segundo plano; subraya con un grueso trazo azul de admiración algunos versículos y rodea otros con un intenso rojo de

advertencia. La Biblia, afirma, no sólo contiene las palabras «los lobos se apacentarán junto a los corderos», sino también máximas como «no dejarás vivir nada que tenga

aliento»...

Esta postura se asemeja a la de un hombre que camina por un prado y define algunas plantas como comestibles y curativas, otras como venenosas. No quiere arrancar o

ignorar las plantas venenosas, sino reconocerlas, determinarlas y analizarlas sin dejarse dañar por ellas6.

En ocasiones, de forma transitoria y en constelaciones históricas especiales, esta máxima es factible. Pero desde un punto de vista lógico la cosa está clara: o bien se trata

en última instancia de los valores que considero esenciales, en cuyo caso no necesito recurrir a ningún texto sagrado a partir del cual selecciono o extraigo por interpreta-

ción esos valores, o bien me someto a la autoridad de los textos sagrados, en cuyo caso no puedo elegirlos a mi antojo. Pero entonces, y aquí estriba el gran peligro, me

quedo inerme frente a quienes puedan querer dejar sin vida a nada (esto es, a sus enemigos) que tenga aliento. Porque también eso está escrito. Si se deja que crezcan

plantas venenosas, uno no puede extrañarse de que causen daños, y de nada sirve señalar que en el jardín sagrado no sólo florecen plantas venenosas, sino también plantas

curativas.

¿Qué se puede, pues, conseguir con una selección de citas humanitarias de la Biblia? Es posible causar inseguridad a quien se haya criado en el fanatismo. Se le ha

enseñado que es un acto grato a dios matar a quienes piensan de forma distinta, y lo ha aceptado. Ahora observa que la cosa no está tan clara. Hombres y libros cuya

autoridad ha aprendido a respetar han defendido al menos en ocasiones opiniones completamente distintas a las que le han imbuido. Algunos «cooperadores» han tenido

un sentimiento de desazón al participar en actos de crueldad, pero se han abandonado a la santidad de la doctrina. Ahora se les muestra, dejando intacta la doctrina, que las

cosas no son tan inequívocas.

La eficacia de una selección adecuada de sentencias de los textos santificados se basa en que los partidarios de una ideología se tomen en serio esos textos en su

conjunto. El observador ajeno se limita a constatar que quizá sea posible neutralizar cualquier sentencia inhumana del texto sagrado con otra humana, y viceversa, es

decir, que los textos son en sí contradictorios. Para los partidarios de la doctrina las cosas son distintas, pues uno de sus firmes principios (aunque raras veces explicitado)

es que la doctrina no es contradictoria, sino que todas las sentencias de los textos sagrados son igualmente verdaderas. Si en la Biblia, en Marx o en un Gran Presidente se

encontrara una frase determinada y su opuesto, entonces ambas deben seguir siendo verdaderas, se debe atender a ambas. Cómo conseguirlo sigue siendo un enigma

lógico.

CONSISTENCIA E INCONSISTENCIA

La demostración de una contradicción interna es un instrumento estándar de la crítica interna. El que un texto contenga contradicciones es, desde un punto de vista lógico,

la objeción más grave. Para el lógico (pero no sólo para él) ese texto está liquidado; pero a quien considera sacrosanto un texto no le perturba durante mucho tiempo

alguna que otra contradicción.

En primer lugar, difícilmente se podrá demostrar con seguridad definitiva que un texto sagrado contiene contradicciones lógicas. Una demostración semejante

presupone sistemas formalizados, y las ideologías se sustraen a la formalización. Siempre habrá matices de significado y circunstancias que permitan eliminar, se

entiende que de forma más o menos plausible, una contradicción aparente.

Pero los partidarios de una religión o ideología ni siquiera se darían por vencidos aunque tuvieran que admitir que sus textos sagrados parecen contener una

contradicción. Las contradicciones en los textos sagrados no constituyen una refutación de la doctrina, sino una tarea para el intelecto. La tarea consiste en resolver las

(«aparentes») contradicciones. El repertorio de posibilidades de resolución es grande. Aportaremos sólo dos ejemplos. En el Pentateuco se dice, por un lado:

Moisés era un hombre muy piadoso, más piadoso que el resto de los hombres de la Tierra1.

Sin embargo, la misma sagrada escritura informa igualmente de que Moisés hizo matar a tres mil judíos que habían adorado al becerro de oro:

Moisés les dijo: así dice el señor, el dios de Israel: que todos ciñan su espada y vayan al campamento y maten a su hermano, amigo y prójimo. Los hijos de Levi hicieron lo que

Moisés les había ordenado, y en aquel día cayeron tres mil hombres del pueblo8.

No es fácil interpretar semejante proceder como el de un hombre piadoso. ¿No hay aquí una contradicción? De ningún modo, afirma el teólogo; la supuesta contradicción

se puede resolver sin esfuerzo. Como se ha dicho, Moisés era un hombre sumamente piadoso; se limitaba a ejecutar el castigo ordenado por dios9. No hay, pues, con-

tradicción alguna.

No todo lo que alguien pueda percibir como contradicción es de hecho una contradicción en el sentido lógico. Según el relato usual, la iglesia primitiva era sencilla,

humilde y paciente. Su doctrina se impuso contra toda persecución únicamente en virtud de su verdad y gracias a la influencia del Espíritu Santo. ¿No contradice eso toda

coacción religiosa por parte de la autoridad? Aquí no hay ninguna contradicción, nos explica Calvino; las cosas son perfectamente compatibles:

Si nada se opone a que el anuncio del Evangelio obre únicamente por la fuerza misteriosa del Espíritu Santo, pese a lo cual se acompaña de las ciencias humanas como apoyo,

entonces no es inapropiado que la religión cristiana y la fe cristiana, por mucho que sean apoyadas sólo por la mano de dios y triunfen bajo la cruz, reciban no obstante ayuda

de los hombres y apoyo de la autoridad si a dios así le place10

.

Aunque son muchos los que han visto aquí un gran problema, no puede demostrarse una contradicción en el sentido estricto de la lógica.

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Desde un punto de vista lógico, parece que la crítica interna carece de presuposiciones; el crítico no tiene que afirmar ni negar el sistema que investiga. Únicamente

dice: «supongamos que es cierto y mirémoslo más de cerca...». Para descubrir eventuales contradicciones basta con eso. Pero más adelante el crítico tiene que destaparse.

Si cree en el sistema, eliminará de cualquier forma, suprimirá mediante la interpretación una contradicción interna. Las construcciones ad hoc que se utilicen pueden

parecerle al observador ajeno extrañas, aberrantes, irracionales. Pero el creyente, por su parte, considera irracional trasladar sin más el concepto de razón cotidiano a

cosas no cotidianas. Con lo que únicamente queda un principio frente a otro.

La crítica interna no avanza objetando inconsistencia; existen demasiadas posibilidades de quitar el mordiente a esa objeción. Mencionaremos aquí otros dos métodos

estándar, frecuentemente utilizados: la subdivisión del texto en varios «estratos» y la aplicación de varios procedimientos de interpretación diferentes.

ESTRATOS DEL TEXTO

Se puede subdividir un texto en varias partes o estratos con el fin de utilizarlas para diferentes interpretaciones. De este modo el texto queda intacto, aunque puede

interpretarse de forma «diferenciada». Un procedimiento muy practicado para la entresaca de la broza de sentencias bíblicas consiste en utilizar el Nuevo Testamento en

contra del Viejo, que de hecho es considerablemente más brutal. Recuérdese la historia del profeta Elias:

Marchó a Bethel. Y cuando iba de camino, le salieron al paso niños pequeños que iban a la ciudad y se burlaron de él diciéndole: ¡Calvo, ven aquí! ¡Calvo, ven aquí!

Y volviéndose, al verlos los maldijo en nombre del Señor. Salieron entonces dos osos del bosque y despedazaron a cuarenta y dos de los niños n.

Son modales un tanto bruscos; ¡renunciemos, pues, al Viejo Testamento! Pero los diez mandamientos están en el Viejo Testamento, no en el Nuevo; ¿qué hacer entonces?

Privilegiar algunas partes de un texto sagrado frente a otras es problemático; cualquier intérprete procede a subdividir los textos de forma que confirmen su propia po-

sición. ¿Para qué, podría objetar un Calvino, habría que leer el Viejo Testamento si ha quedado superado por el nuevo? ¿De dónde se toman los criterios?

INTERPRETACIÓN LITERAL O METAFÓRICA

Prácticamente no hay un solo texto fijado por escrito de cierta longitud que se pueda leer de forma literal palabra por palabra, frase por frase. El lenguaje no funciona sin

un cierto grado de metáfora. En el caso de los antiguos textos sagrados esto es especialmente importante. En ellos es frecuente encontrar comparaciones que se introducen

expresamente como tales, como el reino de los cielos es como la levadura12

, pero muchas veces el texto deja abierta su interpretación, como cuando se dice por ejemplo:

la sal es buena; pero cuando la sal ya no sazona, ¿con qué salaremos? Tened sal con vosotros y paz entre vosotros13

.

Un método para defender un texto sagrado consiste en no leer literal, sino alegóricamente, los pasajes incomprensibles o intolerables. Pero el asunto no carece de

ambigüedad, como pudimos apreciar al interpretar el pasaje oblígales a entrar en la parábola del banquete. El crítico tolerante interpreta semejante pasaje de forma

distinta al fanático. Acabará llegando un crítico experto en los textos sagrados y pondrá enteramente en cuestión los principios conforme a los que las cosas aquí se

interpretan a veces de una forma, a veces de otra14

. ¿Pero impresionará a la gente? Quizá a largo plazo sí.

TOLERANCIA INTERNA E INTOLERANCIA EXTERNA

Incluso en epístolas muy comprometidas en favor de la tolerancia se hace en ocasiones una excepción: los ateos no deben ser tolerados. Como argumento se aduce que no

se puede coexistir con ellos porque no observarían un juramento. Pero es una explicación a la que se le ve fácilmente el juego. La exhortación a la tolerancia se refiere a

aquellos con los que todavía puede hablarse, y tiene sus límites. Excluye a los que rechazan de plano la sagrada escritura de la que se trate en cada caso. La limitación de

la tolerancia a los creyentes es una consecuencia lógica del principio fundamental de la crítica interna: que el sistema doctrinal de referencia es sacrosanto. Por eso, es

consecuente que John Locke por un lado escriba al principio de su célebre Carta sobre la tolerancia que considera la tolerancia la principal señal distintiva de la iglesia

verdadera15

y que al final de la misma obra diga:

Por último, no hay que tolerar en absoluto a aquellos que niegan la existencia de dios. Promesas, alianzas y juramentos, que son los lazos de la sociedad humana, no pueden tener

validez para un ateo. El suprimir a dios, siquiera sea en el pensamiento, lo disuelve todo; además, aquellos que mediante su ateísmo socavan y destruyen toda religión, no pueden

pretender tener una religión desde la que reclamar el privilegio de la tolerancia 16

.

REIMARUS CRITICA LOS RELATOS DE MILAGROS DE LA BIBLIA

No todo lo que se presenta como crítica inmanente lo es de hecho; los límites no siempre son inequívocos. Hermann Samuel Reimarus desmenuza en su Apología la

Biblia entera para compararla con la dogmática eclesiástica. Como es típico en la crítica interna, la Apología presupone un lector familiarizado con la Biblia y ducho en

su interpretación eclesiástico-dogmática, es decir, tiene interés sobre todo para personas de formación teológica que tengan dudas.

Reimarus, toma, por ejemplo, la historia del paso de los judíos por el mar Rojo. La Biblia habla de 600.000 hombres, lo que permite deducir una cifra de tres millones

de personas contando a mujeres y niños. Reimarus plantea detalladas reflexiones logísticas, calcula la longitud de la columna, etc. y llega al resultado de que es imposible

que semejante multitud cruzara el mar Rojo en una noche (como afirma la Biblia), incluso aunque el mar estuviera seco17

.

La conclusión de Reimarus es que la dogmática establecida no tiene nada que ver con los textos bíblicos y se basa en una falsificación de los mismos. En esa medida,

Reimarus escribe de hecho la crítica interna de una religión... como de costumbre, con un inevitable regusto herético.

Pero Reimarus toca también otras teclas completamente distintas. Entre otras cosas, se ocupa pormenorizadamente de los milagros relatados en la Biblia,

especialmente de la resurrección de Jesús de entre los muertos. Un análisis detenido de todos los pasajes pertinentes de la Biblia18

le muestra discrepancias e

improbabilidades tan graves que Reimarus concluye que todos esos relatos son falsos, inventados, mentidos. Durante muchas páginas aporta argumentos contra la cre-

dibilidad de los relatos, pondera algunos pasajes de las escrituras frente a otros, los mide con la experiencia cotidiana de la vida para fundamentar su veredicto. Reimarus

exige a la Sagrada Escritura que al menos satisfaga los requisitos normales que uno está acostumbrado a exigir a las declaraciones testimoniales de cualquier otro texto.

Quien rechaza como falsificaciones partes fundamentales de un escrito sagrado abandona la crítica interna, porque este método presupone que lo que está en la

escritura es verdadero y que toda interpretación que cuestiona esto tiene que ser falsa. Quizá pueda constatarse mediante una crítica textual inmanente a Hansel y Gre- tel

que el relato sobre la bruja y la casita de chocolate es hasta tal punto inconsistente que debe de estar «falsificado». Pero quien no crea en los cuentos no necesita semejante

cosa; sabe a priori que los cuentos son falsos aun cuando sean consistentes.

El fatigado lector de la terriblemente voluminosa Apologie de Reimarus no tiene más remedio que preguntarse si Reimarus hubiera estado dispuesto a creer en la

resurrección si los relatos bíblicos de ella hubieran sido algo más consistentes en sí mismos. La respuesta probablemente tenga que ser negativa. El gran esfuerzo que

dedica Reimarus a demostrar mediante análisis textuales que los relatos bíblicos sobre milagros son falsificaciones realmente sólo tendría sentido si hubiera admitido en

principio la posibilidad de los milagros. En tal caso, su conclusión podría haber sido esta: seguramente hay milagros, pero los que se relatan en la Biblia son, desde luego,

falsificaciones. De hecho, de la Apologie se desprende claramente que Reimarus no quiere saber nada de milagros en ningún caso. En ese caso sin duda hay que

preguntarse para qué se da a sí mismo y a sus lectores el gran trabajo de demostrar mediante análisis textuales que las historias bíblicas de milagros son falsificaciones.

¿Qué efecto crítico puede haber esperado de esta tarea que cabría calificar de superflua? Quien rechaza lo milagroso, debe indignarse con la Biblia entera19

, invita a

reflexionar Voltaire (podríamos decir: con un gesto inescrutable), es decir, no tiene ya ningún sentido oponer algunas partes de la escritura a otras, no hay por qué realizar

ya ninguna crítica interna; como crítico externo, uno sencillamente tiene que negar que ese libro tenga algo que ver con la verdad. Como ocurre con tantos otros «disiden-

tes» cristianos posteriores, en el caso de Reimarus no se sabe para qué se esfuerza en ofrecer sus argumentos de detalle.

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DE LA CRÍTICA INTERNA A LA SUBVERSIVA

Hasta ahora hemos mostrado cuán poco vinculante es la crítica interna y cuán numerosas las maniobras de evasión para sustraerse a ella. Pero con esto no está todo dicho.

Ofreciendo una serie de casos junto con su «solución», Voltaire demuestra en su extenso artículo «Contradicciones» lo poco que afectan las contradicciones a una re-

ligión 20

. Y concluye la enumeración con las frases:

Meslier está convencido de que los libros que se contradicen entre sino pueden estar inspirados por el Espíritu Santo. Pero no es conforme a la fe que el Espíritu Santo haya

inspirado todas y cada una de las sílabas; no ha conducido la mano de todos los copistas, ha dejado que obren causas secundarias. Es suficiente que se limitara a revelarnos los

misterios fundamentales y estableciera en el curso del tiempo una iglesia para explicárnoslos.

Todas estas contradicciones que se reprochan con tanta frecuencia y de modo tan acerbo a los Evangelios han sido aclaradas por comentaristas sabios. Lejos de alimentarse

unas a otras, se aclaran de forma recíproca. Son idóneas para el apoyo mutuo de la concordancia y armonía de los cuatro Evangelios.

Y si hay múltiples dificultades que no se pueden explicar, profundidades que no se pueden entender, acontecimientos que se no pueden creer, milagros contrarios a nuestra débil

razón humana, contradicciones que uno no puede resolver, todo esto es para poner a prueba nuestra fe, para humillar nuestro entendimiento 21

.

Lo que escribe Voltaire podría trasladarse sin modificaciones a un tratado teológico, pero su intención dista de ser la de apoyar la teología. Demuestra sin comentarios con

qué métodos se acostumbran a liquidar las contradicciones dentro de la teología. Pero quien sepa siquiera sea un poco sobre Voltaire desconfiará. ¿Qué intención oculta

puede haber en el hecho de que un autor como Voltaire demuestre el fracaso de la razón frente a los textos sagrados y se someta humildemente, con un visaje piadoso, a

la ortodoxia tradicional? Todavía más desconfiados tuvieron que mostrarse en su época los contemporáneos cuando Voltaire les presentó su propio comentario de la

Biblia22

. Este comentario de la Biblia debe contemplarse como el epítome de los comentarios bíblicos tan populares en la época, algunos de ellos muy bienintencionados,

otros muy críticos. Ya se había dicho hasta la saciedad todo lo que era posible decir sobre las contradicciones internas de la Biblia o sobre las objeciones morales a sus

relatos; y había además una amplia gama de explicaciones. Voltaire no tenía nada nuevo que aportar aquí. Sin embargo, escribe su comentario de forma que reduce ad

absurdum toda la empresa de la crítica interna de la Biblia... sin insinuarlo siquiera, se entiende. Mediante los textos bíblicos más difundidos presenta todas las inconsis-

tencias, cosas incomprensibles y problemas conocidos con frases concisas, junto con todos los ensayos de resolución posibles (propuestos por célebres comentaristas), a

todos los cuales les era común su improbabilidad y arbitrariedad. De forma provocativamente estereotipada Voltaire remata todas y cada una de sus notas con un os-

tentoso sometimiento a la iglesia, una genuflexión, una declaración de humildad, como por ejemplo:

No hay que leer la Sagrada Escritura con los ojos de la razón, sino de la fe23

.

No se trata aquí de razón, perspicacia, probabilidad ni posibilidad física. En este libro es todo divino, todo milagro. [...] Lo que en una historia ordinaria parecería disparatado,

en la historia judía es admirable24

.

Sería preciso escribir volúmenes para resolver todas las objeciones (al Antiguo Testamento); algunos lo han intentado, pero nadie ha triunfado en el empeño. El Espíritu Santo,

que es el único que ha dictado este libro al santo autor, es también el único que puede defenderlo2S

.

Cuando Voltaire asume el estilo y las figuras argumentativas de la crítica interna de la Biblia, lo que surge es casi una sátira. Pero no es una sátira fácil, sino una

demostración de los absurdos a los que se ve abocado el crítico interno cuando quiere seguir siendo un auténtico crítico interno. Voltaire no critica nada, se limita

simplemente a calcar claramente un procedimiento que presenta de forma especialmente fiel y con una ingenuidad que desarma. Lo que pretende, dice de forma

especialmente provocadora en un pasaje, es comentar con reverencia los pasajes más elevados de los libros sagrados sin pretender ahondar en su sentido26

.

Esta formulación suena más acomodaticia de lo que es; pues si un texto es contradictorio, pero el intérprete no deja que le quiten ni una coma del mismo, muy pronto

se llega a los límites de lo comprensible. Voltaire se indigna expresamente contra una interpretación excesivamente metafórica de la Biblia: no, es preciso tomarse en

serio los textos sagrados. Con ocasión de uno de los muchos baños de sangre que llevaron a cabo los santos varones del Antiguo Testamento, Voltaire comenta:

Los estudiosos niegan por completo todo el suceso [del baño de sangre de Sichem]. ¿Pero cómo se puede negar lo que ha inspirado el Espíritu Santo? ¿Se puede aceptar unas

partes del Antiguo Testamento y rechazar otras? [...] ¡Uno debe creer esta historia o rechazar toda la Biblia!27

Con una firme fe en la Biblia, Voltaire rechaza la opinión de exégetas bíblicos (enteramente creyentes) según los cuales en el texto de la Biblia se han introducido

interpolaciones posteriores que explicarían pasajes oscuros:

¿Puede aceptarse que dios haya dictado un libro para aleccionar al género humano, y que ese libro requiera adiciones y mejoras? Uno sólo puede escapar de este laberinto si

se refugia en la Iglesia, la única que puede disipar todas nuestras dudas gracias a sus decisiones infalibles28

.

Acto seguido, Voltaire utiliza con aparente candidez interpretaciones alegóricas de la Biblia de la máxima arbitrariedad. Dios nuestro Señor personalmente mata en

Egipto a todos los primogénitos, tanto humanos como animales, dice la Biblia29

. ¿Cómo hay que leer tan sanguinaria historia?

Los críticos son más osados en este pasaje de la historia sagrada que en cualquier otro. [...] No pueden permitir que dios, según la letra del texto, matara con sus propias manos

a todos los primogénitos de hombres y animales. [...] ¿Qué objeto tiene, dicen, esta espantosa carnicería por la mano del Señor del cielo y de la tierra? [...] Confesamos que la

débil razón humana se estremezca de horror con esta historia si se toma al pie de la letra. Pero todos los padres están de acuerdo en que es una imagen de la Iglesia de

Jesucristo30

.

Además, toda la historia de Moisés y Aarón está descrita de forma tan plástica y detallada que es totalmente desatinado interpretar esta parte de la Biblia de forma no

literal. Y precisamente de ese argumento se ocupa Voltaire en otro pasaje para volver a defender las interpretaciones literales y atacar las arbitrarias y metafóricas. Como

es bien sabido, la historia del diluvio universal comienza así:

Cuando el Señor vio que la maldad del hombre era grande en la Tierra, y que todas las obras de su corazón eran siempre malvadas, se arrepintió de haber hecho a los hombres,

y le pesó en su corazón, y dijo así: quiero exterminar a los hombres que he creado, hombres, animales y hasta los gusanos y las aves, porque me arrepiento de haberlos creado31

.

Ya es raro que un dios omnisciente se arrepienta de sus propios actos de creación; tenía que saber de antemano qué era lo que producía. ¿Y qué habían hecho los gusanos

y las aves para que también fueran exterminadas? Voltaire, sin embargo, afirma:

A los críticos les parece mal que dios sienta arrepentimiento; pero el texto apoya con tanta fuerza ese arrepentimiento de dios y el dolor de su corazón que sería extremadamente

osado no tomar estas expresiones al pie de la letra32

.

Pero si se toma el texto como un mero cuento edificante, se le despoja también de su aura sagrada. Si se le da una interpretación distinta a la literal, esta es arbitraria, cosa

que también saben los lectores u oyentes. Sin embargo, si el texto se entiende de forma literal, se corre el peligro de que haya que tomarse muy en serio lo que enseña la

historia:

Los fanáticos que leen el texto se dicen: dios ha matado, así que tengo que asesinar; Abraham ha mentido, Jacob ha engañado, Rahel ha robado, así que tengo que robar, mentir

y engañar. ¡Pero infeliz! Tú no eres ni Rahel, ni Jacob, ni Abraham, ni dios: tú eres un loco furioso, y los papas que prohibieron leer la Biblia eran muy sabios33

.

Voltaire se ahorra con intención sutiles argumentaciones teóricas. ¿Qué pretende conseguir en realidad? ¿Una «refutación» de la Sagrada Escritura? No, únicamente

muestra a sus lectores qué hay en esa escritura, les enseña a leer reflexivamente. La mejor forma de describir el efecto de una obra así sería utilizando una palabra que a

partir de ahora aparecerá cada vez con mayor frecuencia: es subversiva.

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LOS FALSOS PROFETAS Y LA PREGUNTA POR EL CRITERIUM VERITATIS

¿De acuerdo con qué criterios puede distinguirse la religión o ideología únicas, verdaderas, de las muchas falsas? La respuesta estándar de sus partidarios es la siguiente:

mi ideología, mi religión es la verdadera, todas las demás son falsas. Pero, argumentativamente, eso es muy insatisfactorio. Precisamente por lo mucho que depende de la

decisión sobre la fe única y verdadera, es necesario plantear la pregunta de en qué se puede reconocer qué principios son los correctos, qué dios es el verdadero y cuáles

son los profetas falsos. A veces el problema se plantea dentro de una religión o ideología, por lo que uno puede limitarse a escuchar con atención. El caso más patente es

el de los falsos profetas.

Si un hombre apela a una revelación o a la inspiración, surge la pregunta de cómo puede distinguirse una revelación verdadera de una falsa. Está claro que no podemos

esperar a una segunda revelación que confirme que la primera era auténtica (y no una alucinación u obra del diablo). Por otro lado, es un hecho que en países y épocas

religiosas no sólo se producen revelaciones e inspiraciones «auténticas», sino también «falsas». También en la Biblia se trata en múltiples ocasiones del problema de los

falsos profetas.

El Antiguo Testamento relata que en cierta ocasión se reunieron 400 profetas, de los cuales 399 eran falsos. La Biblia advierte expresamente respecto a estos falsos

profetas. Un falso profeta es aquel cuyas profecías y milagros no provienen de dios, no están autorizados, a pesar de que sea precisamente eso lo que afirme el profeta.

¿Cómo se puede averiguar si uno se las ve con un profeta falso o un profeta verdadero? Hobbes, que se ocupa por extenso de este problema, pregunta:

¿Cómo podemos saber cuándo tenemos que obedecer o no la palabra manifestada por alguien que se presenta como profeta? [...] De los 400 profetas a los que preguntó el rey

de Israel por causa de la guerra, [...] sólo Micha era verdadero34

.

La Biblia relata que cuando el rey Ahab de Israel planeaba una guerra de conquista hizo llamar a 400 profetas para que estos le profetizaran el éxito, cosa que hicieron de

buen grado. Solo el profeta Micha profetizó lo contrario, es decir, un desastre. Además, Micha le dio al rey una explicación de las profecías divergentes de sus competido-

res: el Señor ha puesto un falso espíritu en la boca de todos estos profetas tuyos35

.

En cualquier caso, esa explicación carecía de valor para el rey, porque sólo postergaba la cuestión. Sin embargo, el verdadero profeta, Micha, tuvo razón, la campaña

fracasó y el rey murió a consecuencia de sus heridas en la batalla.

Parece que hemos encontrado de este modo un criterio de demarcación: el acierto en los pronósticos. Y de hecho eso es lo que ocurre algunas veces. Leemos, por

ejemplo, la historia de una discusión entre dos profetas. El profeta Hananya profetizó en una ocasión el fin de la prisión en Babilonia en el plazo de dos años, cosa que el

profeta Jeremías rechazó enérgicamente; además, éste último afirmó que su competidor carecía de inspiración divina, era un mentiroso y le profetizó la muerte a lo largo

del año en curso. Como Jeremías era un profeta verdadero, mientras que el otro era falso, el resultado estaba claro: el falso profeta murió antes de que acabara aquel año36

.

Son casos con los que disfrutaría un discípulo de Popper: dos predicciones auténticas y rivales, una de las cuales resulta falsada mientras que la otra se verifica. Pero la

situación raras veces es tan simple. Por lo general, los profetas no suelen ofrecer profecías falsables, sino que prefieren las órdenes, los dogmas y cosas semejantes. Y es

este un negocio en el que tienen competencia. Por eso advierte Jeremías: No os dejéis engañar por los profetas y adivinos que viven entre vosotros. Vosotros creéis que el

señor os ha despertado a los profetas de Babel. Pero [...] 37

(y continúa con una terrible amenaza contra los falsos profetas).

Sin embargo, a nosotros no nos sirve de nada que alguien reciba o afirme recibir su inspiración de dios.

Pues si alguien pretende ante mí que dios le ha hablado deforma sobrenatural y yo dudo esto, difícilmente puedo imaginarme qué argumentos puede aportar para obligarme a

creer en lo que dice3S

.

Un criterio de demarcación no puede, pues, volver a recurrir a una visión; quienes no tienen ninguna visión tienen que poder aplicarlo. Tiene que ser un criterio

intersubjetivo, corriente, algo racional, no suprarracional.

Los profetas del Antiguo Testamento llegaban en ocasiones a exigir un segundo milagro como garantía de autenticidad de su inspiración 39

. ¿Pero puede el milagro

servir como criterio? Sin duda, nemo propheta sine miraculo (no hay profeta sin milagro), si bien el propio Jesús dijo en una ocasión: Habrá falsos cristos y falsos

profetas que obrarán grandes signos y milagros40

. Por tanto, Hobbes extrajo de la Biblia un segundo criterio de demarcación, pues está escrito:

Cuando se levante entre vosotros algún profeta o soñador y os ofrezca signos y milagros, y se produzca el signo o el milagro del que os ha hablado, y diga: sigamos a otros dioses

que no conocéis, y sirvámoslos, no debéis obedecerle [...] Sino que el profeta o el soñador deben morir 41

.

En resumen, (en opinión de Hobbes) la escritura enseña

que hay dos signos que de forma conjunta, no por separado, permiten reconocer a un profeta verdadero. Uno es el obrar milagros, y el segundo es no enseñar ninguna otra

religión que la ya establecida. En mi opinión, no basta con uno solo de ellos 42

.

Suena cínico, aunque se corresponda con los hechos, que una ortodoxia dominante, incluso a pesar de que ella misma se base en visiones o en revelaciones de otro tipo,

exija antes que ninguna otra cosa el sometimiento a la doctrina ortodoxa a todas las demás que hacen lo mismo. Aquel a quien le es revelado algo heterodoxo es un hereje.

Esa es la forma de actuar de cualquier ortodoxia. Reclama para sí la verdadera profecía y quema por falsarios a los disidentes.

El hecho de que haya falsos profetas no es ninguna prueba en contra de la existencia, o al menos la posibilidad de los verdaderos. Pero lo que sí se puede demostrar es

la impotencia de una religión o una ideología cuando se trata de delimitar la propia profecía, la auténtica, de las ajenas y falsas. Pues la cita de la Biblia que ofrece Hob-

bes se reduce a la siguiente afirmación: mi revelación es la única válida, mi dios el único real, mi ideología la única verdadera. Sin embargo, eso es lo que hacen todos los

competidores.

Hubo tiempos en los que se produjo un gran número de fundadores de religiones o heresiarcas. Por ejemplo, en la primera época tras el establecimiento de la

tolerancia religiosa en los Países Bajos y en Inglaterra. En vista de semejantes acontecimientos, uno no tiene que ser necesariamente un ortodoxo intolerante (ni siquiera

un escéptico) para preguntarse cómo diferenciar la fe de la «superstición» o, en una formulación un tanto menos hostil, el pío del «exaltado». Estamos ante un acto de

exaltación (enthusiasm), afirma John Locke en torno a 1700, cuando alguien afirma de forma incontrolada haber tenido inspiraciones divinas. Preguntados porqué están

tan seguros, los exaltados se mueven en círculos: es una revelación porque creen firmemente en ella; creen tan firmemente en ella porque es una revelación 43

.

Locke no pone en tela de juicio que pueda haber una inspiración semejante y que se deba obedecer. Pero exige un criterio con cuya ayuda se pueda distinguir la

revelación real de la imaginaria, y este criterio tiene que ser aplicable por hombres no inspirados. Locke cree que nuestra razón (corriente) debe comprobar qué es y qué

no es revelación:

Cualquier ocurrencia que inflame con fuerza nuestra fantasía tiene que pasar por inspiración cuando no hay nada fuera del vigor de nuestra convicción para juzgar sobre

nuestras convicciones. Cuando la razón no puede comprobar la verdad conforme a algo que esté fuera de la propia convicción, para la inspiración y la ilusión, para la verdad y

la falsedad no habrá más que una y la misma medida, de modo que será imposible discernir entre ambas44

.

Sin embargo, en realidad el recurso a la razón tampoco nos ayuda; ¿cómo podría la razón distinguir entre una revelación «auténtica» y otra «inauténtica»? Con lo que uno

se ve de nuevo reducido a la praxis: verdaderas son las revelaciones canonizadas por la ortodoxia, visionarias, es decir, falsas, todas las demás. La razón aconseja, sen-

cillamente, no atender a las revelaciones; que por lo demás, cesan cuando es eso lo que se hace. Pero esa es una crítica externa, una negación de los principios.

Parece, pues, que la discusión desemboca en la impotencia por ambas partes. Sin embargo, los recursos de la razón no han acabado ni mucho menos aquí. Trataremos

de ellos en los siguientes capítulos.

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NOTAS

1 Nietzsche, Antichrist, 52 [versión española: El Anticristo, traducción de Andrés Sánchez Pascual, Madrid, Alianza Editorial, 1978].

2 Wollgast (1988) cap. 8, ofrece un compendio.

3 Op. cit., «Intolérance» (el artículo es de Diderot).

4 5. Moisés 13, 7-10.

5 Como ocurre con Castellion, De haereticis, pp. 157-172, «refutación de las razones [...] con las que se defiende la persecución».

6 Oz (1986).

7 4. Moisés, 12,3.

8 2. Moisés, 32,27-28.

9 Cfr. Voltaire, Dict. Phil. (en realidad Mélanges, 3

a parte), «Contradic- tions».

10 Calvino, Defensio 469/30.

11 2. Reyes, 2, 23-24.

12 Mateo, 13,23.

13 Marcos, 9, 50.

14 Como hace Voltaire de forma implícita en su comentario de la Biblia.

15 Locke, Letter Concerning Toleration (1689), p. 7.

16 Ibid., p. 93.

17 Reimarus, Apologie, primera parte, libro III, cap. 2.

18 Ibid., segunda parte, libro III.

19 Voltaire, La Bible enfin expliquée, nota 13 a Jueces; Voltaire cita aquí con aprobación el comentario de la Biblia de Dom Calmet.

20 Voltaire toma sus ejemplos del Testament editado por J. Meslier (sin fecha).

21 Voltaire, «Contradictions».

22 Voltaire, La Bible enfin expliquée.

23 Ibid., nota a 1. Moisés, 7 y s.

24 Ibid., nota 29 al Éxodo.

25 Ibid., nota 13 a Números.

26 Ibid., nota 11 al Levítico.

27 Ibid., nota 131 a 1. Moisés 24.

28 Ibid., nota 3 al Deuteronomio.

29 2. Moisés, 11-12.

30 Voltaire, La Bible enfin expliquée, nota 20 al Éxodo.

311. Moisés, 6,5-7.

32 Voltaire, La Bible enfin expliquée, nota 39 al Génesis.

33 Ibid., nota 9 a Jueces.

34 Hobbes, Leviathan, cap. 32, «De los principios de la política cristiana».

351. Reyes, 22, 23.

36 Jeremías, 28,17.

37 Jeremías, 29, 8 y 15.

38 Hobbes, op. cit.

391. Moisés, 15,8 y Jueces, 6,17. Cfr. también Espinosa, Tract. Theol. Po- lit., cap. 2, «De los profetas».

40Mateo, 24,24.

415. Moisés, 13 1-6.

42Hobbes, op. cit.

43Locke, Essay, IV, 19, «Sobre los visionarios», 10.

44Ibid., parágrafo 15.

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7. ARGUMENTACIÓN SUBVERSIVA

EL PROBLEMA FUNDAMENTAL (OTRA VEZ CONTRA PRINCIPIA NEGANTEM...)

En varias ocasiones ya hemos tenido que detenernos en la pregunta de cómo es posible una argumentación sobre los principios fundamentales de una religión o de una

ideología, por no decir una crítica de los mismos. Cualquier intento semejante tropieza con el principio contra principia negantem non est disputandum. Lo que parece sig-

nificar: lasciate ogni speranza, renunciad a toda esperanza cuando se trata de argumentar sobre artículos de fe de cualquier tipo. Y sin embargo, en todo momento ha

habido toda clase de intentos de este tipo. Los misioneros han predicado, otros misioneros han predicado cosas distintas, los críticos han discutido la prédica y los

ilustrados han escrito sus llamamientos contra el oscurantismo y el fanatismo. Así ha sido y así seguirá siendo. Es un fenómeno curioso. ¿Qué es lo que dice en realidad

la gente, cómo argumenta?

Supongamos un sistema de ideas hasta cierto punto consistente e inmune a las refutaciones empíricas, en una palabra: una ideología. ¿Cómo puede uno atacar un

sistema semejante sin cometer errores lógicos y sin darse por satisfecho con la crítica externa, con la mera negación de los principios del sistema? Nuestras reflexiones

anteriores han mostrado hasta la saciedad que entre los creyentes y sus críticos existe más o menos una igualdad de armas lógicas. En la controversia, el ateo parece igual

de impotente que el teísta; una constatación a la que también se le puede dar la vuelta.

Por otro lado, el ilustrado no está, de ningún modo, más inerme que su adversario. La culpa de las dificultades del atacante recae en su adversario. La esencia y el

supuesto mérito de la fe consiste en que no se basa en argumentos; lo que se cree sin argumentos tampoco puede refutarse concluyentemente con argumentos. Pero se

puede remover, minar, socavar. Ese es el uso subversivo de la razón, del que trataremos a partir de ahora.

SOBRE EL ESTABLECIMIENTO DE LOS PRINCIPIOS

¿Cómo actúa el emisario de una ideología, un misionero? Relata mil cosas que bien presuponen ya la creencia, bien se presentan como argumentaciones sin que lo sean

en realidad. Una vez hecho esto, sólo puede confiar en los misterios de la gracia o de la psyche humana. Las conversiones no son lógicamente reconstruibles, si bien

suceden raras veces. En general, las misiones que carecen del respaldo de un poder terrenal son un fracaso.

Aparte del ideólogo y del lógico «puro», a nadie le plantea dificultades este hecho tan bien conocido. El lógico no puede explicar cómo el hombre se decanta por

valores y principios fundamentales sobre los que no es posible ninguna argumentación ulterior. Y el ideólogo no puede comprender por qué la verdad, su verdad, no se

impone por sí misma.

Por lo demás, todos nosotros conocemos la respuesta. Es un secreto a voces cómo alguien se convierte en católico, cuáquero, hinduista, musulmán, socialista,

antisemita, etc.: generalmente, estas ideas se toman de los padres antes de que se esté en situación de reflexionar en profundidad sobre ellas, de conocer alternativas, de

estudiar la dogmática y la praxis de la doctrina en cuestión. Más adelante no se cambiará mucho. Las conversiones de todo tipo siempre son una excepción entre los

adultos. En los adultos lo que suele presentarse son aversiones, rechazos de la religión o de la ideología que se les imbuyó de niños. Pero esto suele ocurrir de forma poco

aparatosa.

Por lo general, el ser humano no acostumbra a cambiar sus convicciones en la edad madura, es decir, más allá de los veinticinco años. Sólo conmociones extremas o

la tardía sabiduría de la edad inducen algunas veces revisiones. Es difícil mover el corazón humano. Por tanto, es necesario influir en las personas mientras se encuentran

en una edad dúctil. Este es el motivo por el que las iglesias atribuyen tal importancia a la clase de religión de los pequeñuelos sin uso de razón.

«EXAMÍNALO TODO, PERO CONSERVA LO BUENO»

Los filósofos se imaginan al ser humano como un ser muy racional. Explican sus decisiones, incluso las de los principios fundamentales de su pensamiento y forma de

obrar, como la compra de un ama de casa experimentada en un mercado de verduras. Va de un vendedor a otro, examina su mercancía, compara y comprueba para

decidirse finalmente por la mejor oferta. Más o menos es así como siempre ha descrito la teoría moral el proceso de toma de decisiones. Hay diversos «motivos» en pro

y en contra de una acción, y a partir de la ponderación racional de esos motivos, del «conflicto de motivos», surge finalmente la decisión en favor de una determinada

acción y por tanto en contra de todas las demás.

No es necesario rechazar enteramente este modelo, sin duda extremadamente simplificado. No importa que el modelo no pueda explicar el juicio concluyente, la

decisión entre las numerosas posibilidades de elección. Lo que el ilustrado, el crítico de las ideologías de toda especie tiene que atacar en el modelo es su lejanía de la rea-

lidad. El comprador no ha entrado de verdad en el mercado, este estaba míseramente abastecido y sobre todo: el comprador era joven e inexperto, cosa de la que se

aprovechó el vendedor. El comprador no sabía qué mercancía le estaban colocando.

ARGUMENTACIÓN SUBVERSIVA

Aquí está el punto de partida para un tipo distinto de confrontación argumentativa, a la que daremos el nombre de argumentación subversiva. El ilustrado puede restituir

lo que se omitió o impidió en la niñez y juventud: una información más amplia y exacta sobre la ideología del lugar, una exposición más amplia de sus problemas, rarezas,

abstrusidades y de sus alternativas, mostrar otras posibilidades de pensamiento. El ilustrado plantea la pregunta: ¿si hubieras sabido y visto esto en todo su alcance,

habrías decidido lo mismo? Las armas que resultan eficaces para la ilustración no son los resultados (siempre cuestionables) de la crítica interna, ni las prédicas de una

contraideología (que no demuestran nada), sino el traer a colación los principios inatacables, en cuanto verdaderos, de la ideología atacada. El ilustrado no necesita, ni

puede permitirse, diseminar invenciones maliciosas sobre su adversario. El ilustrado no puede tampoco trabajar con trucos lógicos y pretender que está en condiciones de

«refutar» la ideología adversaria. Las ideologías no se pueden refutar. El ilustrado tiene que atenerse a la verdad, a los hechos, sobre todo a los que son embarazosos para

su adversario. Este (junto con su brillantez estilística) fue el secreto de la eficacia de Voltaire; siempre informa de forma exacta y correcta. Precisamente por ello tienen

un efecto tan subversivo sus historias, muchas veces tan abstrusas, ridículas, horrorosas y vergonzosas; son maliciosas pero no son invenciones ni falsificaciones. No

imputa a su adversario nada ficticio, aunque saca muchas cosas a la luz. La grandiosa variedad de sus medios estilísticos, en especial su mordaz ironía, no explicaría por

sí sola por qué era tan peligroso para sus adversarios. Voltaire ataca refiriendo hechos; deja que el lector saque las consecuencias.

El ilustrado no afirma en la argumentación subversiva que va a demostrar o refutar algo. Con toda modestia, sólo quiere informar, demostrar ad oculos, presentar otras

posibilidades de pensamiento. Sólo quiere mostrar todo aquello que contiene la ideología en cuestión. Tiene aquí una ventaja considerable. En el caso de la crítica interna,

es necesario empezar aceptando de viva voz la ideología a criticar; en el caso de la crítica externa, la ideología contraria se niega de antemano; mientras que para la

actuación subversiva no es precisa una previa profesión de fe o de incredulidad.

En el caso de la argumentación subversiva contra un sistema de ideas se exponen argumentos que podrían ser eficaces para la aceptación o rechazo individuales de

este sistema, pero que no son concluyentes en el sentido lógico. En este caso no hay argumentos concluyentes. Nunca se afirma de un crítico subversivo que haya refutado

o que pueda refutar el edificio conceptual del adversario.

El procedimiento subversivo relaja tensiones y fijaciones psíquicas. Sugiere que las cosas quizá sean distintas o que pueden verse de forma distinta, supera la

limitación de la mirada. Ayuda a contemplar con mayor agudeza las consecuencias de una ideología, enseña a considerar las ideologías desde el exterior, muestra que

muchas veces es posible sustituir milagros y mitos por explicaciones sencillas, y sobre todo, llama a las inhumanidades por su nombre, en vez de cubrirlas con un velo

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religioso o ideológico. Pero no formula la pretensión de refutar una ideología o una religión. La argumentación subversiva no tiene la forma de una crítica externa del tipo

lo que crees es falso; más bien tiene la forma te voy a mostrar qué es lo que crees realmente1.

Aparentemente, con la argumentación subversiva no se da con el «meollo de la cuestión», sino que se ponen de manifiesto cosas que admite el creyente y, sobre todo,

el fanático, pero que ni uno ni otro considera decisivas. Y además, desde el punto de vista lógico, suelen tener razón. Se le demuestra al creyente por ejemplo, cuántas

tabulaciones, mentiras y buena fe acrítica entran en juego en los relatos de milagros. Esto puede mostrarse, y el creyente sólo lo contradirá con tibieza. Pero al mismo

tiempo, eso no modificará en nada su posición básica, a saber: que los milagros son posibles en todo momento y que de hecho se han producido con frecuencia. A pesar

de ello, la alusión a los múltiples engaños con los que nos topamos aquí no es ineficaz a largo plazo. No es un argumento concluyente, sino subversivo; la fe en los

milagros no queda refutada de este modo, pero un día acaba siendo obsoleta.

El procedimiento subversivo tiene sus límites en la firmeza de la convicción del adversario. Cuando podemos mostrar que una determinada medida puede conducir al

fin de la humanidad, quizá haya quien diga: no importa, tanto mejor; o: debemos correr el riesgo. No es posible objetar a esto nada que tenga sentido. Pero por lo común,

la percepción de que una medida puede conllevar el fin de la humanidad es un factor que influye en las decisiones de las personas. Por eso tiene sentido aludir a ello en la

discusión.

El hecho de que no sea posible impresionar al verdadero fanático mediante argumentos de ningún tipo es una de sus características esenciales. En realidad, no cabe

sino abandonarle a sí mismo, aunque se intentará reducir el peligro que se deriva de él. Quien argumenta en contra de un fanatismo parece dirigirse a los fanáticos para

convencerles de las ventajas de la causa mejor, más humana. En realidad, se dirige a los que aún no han sido víctimas del fanatismo, o lo han sido en grado menor. El

objetivo del ilustrado no debería ser una «refutación» del fanático, sino evitar que las ardientes efusiones del fanático despierten interés inmunizando a la opinión pública

contra ellas. Por desgracia, el camino hasta llegar allí es largo.

Desde el punto de vista lógico, una ideología cuyos principios básicos no puede aceptar el crítico externo tampoco es atacable por este. Pero no por ello cabe deducir

pronósticos apresurados sobre la realidad histórica. Las ideologías no son en modo alguno especialmente estables por el mero hecho de que en sentido estricto no sean

refutables. Las ideologías de cualquier tipo, incluidas las religiones, no son vencidas, ni refutadas ni superadas. A pesar de esto, son tan firmes como las murallas de

Jericó, que fueron derribadas por unas cuantas trompetas. Las ideologías no son refutadas ni vencidas, sino que acaban siendo obsoletas, ignoradas, aburridas, olvidadas.

Nadie puede determinar con seguridad las decisiones individuales de las personas; sí se puede, en cambio, procurar que estas decisiones no se tomen de forma

arbitraria debido a conocimientos deficientes. Lo que se toma a ciegas de la tradición local es arbitraria. Por tanto, el ilustrado (igual que el ideólogo) se dirige con toda

razón a la generación más joven, capaz todavía de tomar decisiones. El ilustrado tiene una ventaja frente al ideólogo: no tiene que temer posteriores ataques subversivos

contra sus principios.

En lo que sigue describiremos algunos de los procedimientos argumentativos subversivos frecuentemente utilizados. Lo haremos con ayuda de ejemplos que hoy en

día no son actuales (¡y ojalá no vuelvan a serlo nunca!); precisamente por ello podemos aprender de ellos algo para el futuro. No hay una clasificación clara y completa

que sirva de base a los ejemplos. Como ocurre con las figuras de la argumentación normal, tampoco es posible ofrecer una sistemática convincente para la argumentación

subversiva, una subdivisión clara y exhaustiva de los procedimientos posibles. Esto no tiene nada de extraño. La exposición de los métodos argumentativos subversivos

que presentamos a continuación está clasificada de acuerdo con un punto de vista bastante vago al que no se debería prestar una importancia exagerada. Comienza con

procedimientos en los que el crítico se toma con la máxima seriedad, con mortal seriedad, a sus adversarios, y concluye con procedimientos en los que el crítico no se

toma en serio a su adversario, sino que lo ridiculiza. Ambos métodos dependen del poder y la peligrosidad del adversario. En tanto en cuanto que este tenga el poder de

prender hogueras, uno no se puede limitar a ridiculizar; por otro lado, frente a una ideología que ha perdido los dientes, que ha perdido su poder real, uno no entrará en

discusiones especialmente intensas sobre sutilezas dogmáticas.

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NOTAS

1 Cfr. por ejemplo Buggle (1992).

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8. TOMAR EN SERIO AL ADVERSARIO

EL SÍNDROME DE LA COCA-COLA

Cuando en una cultura un libro determinado se considera como la escritura sagrada, uno no se puede extrañar que se tome en serio. Cuando, por ejemplo, en un ámbito

cultural la Biblia se considera como escritura sagrada y los salmos se utilizan como libro de oraciones, nada tiene de extraño que también se tomen en serio los versos:

Quiero perseguir a mis enemigos y apresarlos / y no retornaré hasta que los haya matado.

Quiero aniquilarles hasta convertirles en polvo al viento / los arrojo de mí como basura a la calle.

¡Loado sea el Señor! ¡Alabada sea mi roca! Loado sea el dios de mi salvación, el dios que me procura venganza / y que somete a mí los pueblos1.

Allí donde la Biblia sea oficialmente una escritura sagrada debemos contar con que la gente tratará de cumplir al pie de la letra esa escritura. No hay argumentos contra

semejante consecuencia en el pensar y el actuar, ningún ilustrado puede refutar nada aquí.

Es necesario actuar de forma indirecta y cauta si se quiere conseguir algo en contra de las ideologías. Es necesario poner de manifiesto ante la opinión pública de

forma detallada y clara el contenido de la ideología para que perciba su peligrosidad mientras todavía hay tiempo. Ese es todo el secreto de la subversividad de la razón:

se basa sencillamente en exponer la doctrina a socavar para que esta se destruya a sí misma. La subversividad de la razón se basa en que se toma en serio al adversario,

extremadamente en serio, más en serio que la masa de sus simpatizantes y partidarios de buena fe. Tomar en serio al adversario quiere decir ante todo tomar en serio sus

lemas y programas más intolerantes, malvados y extremistas y no decir nunca: «las cosas nunca llegarán a ponerse así de mal». El hecho de que en su época no se leyera

con la debida atención el Mein Kampf de Hitler se tomó cumplida venganza.

Aquí se nos objetará que el ilustrado tiende a ver fantasmas y a considerar gente decente e inofensiva como demonios en potencia. En lo tocante a las sagradas

escrituras, se nos dirá, todo depende de la interpretación adecuada. Es preciso leer estos escritos con el espíritu adecuado, gracias a lo cual demostrarán ser los escritos

más cabalmente defensores de la tolerancia y de la paz. Pero ya hemos visto cuán poco concluyente es la controversia interna, inmanente a los textos, que se ocupa de un

texto sagrado. Aquí se interpreta pacífica y allí sanguinariamente, según las necesidades.

Además de los trucos de la interpretación textual hay otra circunstancia que en ocasiones hace que los esfuerzos del ilustrado parezcan un combate contra molinos de

viento. Cuando una ideología que en sus orígenes era radical y revolucionaria llega con el tiempo a un entendimiento con el mundo que la rodea, el observador muchas

veces constata una peculiar combinación de radicalismo verbal con una praxis «pragmática», pacífica. La ideología parece ahora curiosamente difusa, con lo que el

crítico ya no sabe muy bien contra qué dirigir su crítica.

Designaremos una situación de este tipo como síndrome de la Coca-Cola, que explicaremos a continuación. En 1886, un anuncio de un refresco todavía poco

conocido afirmaba lo siguiente:

COCA-COLA: Delicious. Refreshing. Exhilarating. Invigorating. The new and popular soda fountain drink, containing the properties of the wonderful Coca plant and the famous

Cola nuts2.

La publicidad decía la verdad: en aquella época, el refresco contenía de hecho extractos de la planta de coca. Posteriormente, estos extractos, con sus maravillosas

propiedades, fueron considerados drogas y el refresco en cuestión hace tiempo que no contiene ningún extracto de coca; pero el nombre permanece. El vaciamiento

secreto de la dogmática es una característica de las religiones e ideologías que han podido establecerse durante mucho tiempo en el mundo. De determinados dogmas se

prefiere no hablar nada en absoluto; en cualquier caso, son reinterpretados alegóricamente, se les hace inofensivos, se difuminan. Este fenómeno también pudo

observarse en el marxismo. Durante decenios, la socialdemocracia europea ofrecía una extraña imagen; en la ideología oficial se defendía el marxismo ortodoxo con su

doctrina de la transformación violenta de la situación mediante una revolución mundial con la subsiguiente dictadura del proletariado. Al mismo tiempo, se esforzaba por

obtener votos de forma no revolucionaria, democrática, y se atenía a las reglas de juego del parlamentarismo. Quien fuera a los marxistas con su teoría de la revolución

mundial podría ser ridiculizado como anacrónico, como alguien que había leído erróneamente («adialécticamente») los escritos y atribuía a los marxistas una violencia

que, evidentemente, no les era propia. En otras palabras: el crítico parecía ridículo, paranoico, malicioso. Y sin embargo, en las sagradas escrituras de Marx y Engels

estaba escrito...

El hecho de que una cosmovisión exhiba en sus banderas una guerra santa cualquiera contra el resto de la humanidad, aunque en realidad coexista pacíficamente con

el resto del mundo, no es ni mucho menos una rareza. Esa circunstancia no permite de ninguna manera concluir con seguridad que esa cosmovisión se haya hecho inofen-

siva y haya dejado de ser un peligro. El fenómeno del fundamentalismo nos enseña algo distinto.

Si bien uno puede darse plenamente por satisfecho con el hecho de que un refresco (sea cual sea el nombre que tenga) ya no contiene drogas, en el ámbito

ideológico-religioso las cosas no son tan inofensivas. Sin duda, una iglesia que se presenta como «moderna», es decir, inofensiva, es menos desagradable que una que

practique la Inquisición; pero cuando la dogmática con la que se justificaba la Inquisición no se ha transformado radicalmente, es necesario no bajar la guardia. De

momento, el refresco se fabrica según una fórmula más moderna, pero la antigua todavía está en el recetario. El ilustrado puede y debe volver a abrir ese libro y leerlo en

voz alta.

Aunque el resorte que mueve al ilustrado sea de índole moral, este debería guardarse de prédicas morales (si no es un maestro consumado en la materia) y

concentrarse en una exposición capaz de impactar. En lo que sigue, trataremos de mostrar a qué podría dirigir el ilustrado las miradas del público, aun cuando, y

precisamente cuando, una institución ideológica de momento se presente como pacífica e inofensiva.

EXTRA ECCLESIAM NULLA SALUS

Fuera de la iglesia no hay salvación, reza un antiguo principio de la iglesia católica3, que en una interpretación modificada también lo es de las reformadas. Significa que

quien no pertenece a la iglesia (en el sentido original: a la iglesia católica) no se contará entre los bienaventurados, sino que será condenado.

En el concilio florentino de 1441 el papa Eugenio IV emitió el decreto: «La santísima Iglesia romana cree firmemente, proclama y predica que nadie que no sea miembro de la

Iglesia católica podrá tomar parte de la vida eterna»4.

Se le puede dar las vueltas que se quiera; es un principio de intolerancia. Y no puede ser de otro modo, pues

Si la Iglesia es la única fundada por dios, portadora y mediadora infalible de la gracia, va de suyo el rechazo absoluto del indiferentismo religioso o de la denominada tolerancia

religiosa [...] la intolerancia dogmática está inseparablemente unida a la convicción [...] de estar en posesión plena de la verdad 5.

Entretanto, en la iglesia ya se sabe muy bien que formulaciones excesivamente radicales producen mala impresión de puertas afuera. Por tanto, se ha hecho habitual

añadir explicaciones atenuantes, conciliatorias, especialmente cuando se trata de la salvación o la condena de los poderosos. Así, por ejemplo, podía leerse en un

diccionario teológico de la época:

Es un disparate que en los discursos confesionales se afirme que, según la doctrina católica, el emperador alemán y su familia, en tanto que protestantes, «irían al infierno». El

catolicismo no se arroga una determinación individual de este tipo. Existe, indudablemente, la posibilidad de la bienaventuranza para los no católicos 6.

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La pretensión de haber tomado en arriendo la gracia se compadece mal con la vida práctica. Por ese motivo, ya había escrito Voltaire con suficiencia:

En Europa viven 40 millones de personas que no pertenecen a la iglesia romana. A todas deberíamos decirles lo mismo: «señor mío, como está usted irremisiblemente

condenado, no quiero ni comer, ni beber, ni tener tratos con usted, ni hablarle».

¿Con quién podría uno comerciar, qué deber de la vida pública podría cumplirse, si uno estuviera perpetuamente atormentado por la idea de haber tenido tratos con un

réprobo, con un condenado?7

Sería más sencillo renunciar a la fórmula extra ecclesiam nulla salus; pero de ese modo, toda iglesia renunciaría a sí misma. De modo que se empieza a distinguir entre

teoría y praxis. Consecuentemente, una obra teológica estándar afirma lo siguiente:

La tolerancia teórico-dogmática equivale a renunciar a la justificación exclusiva de la propia convicción religiosa y al [...] indiferentismo en cuestiones religiosas. Por tanto, la

intolerancia teórica es característica de toda religión dogmática...8

Pero uno no puede ir «teóricamente» al infierno: uno se asa o es bienaventurado. Aquí se origina una mezcla de radicalismo verbal dogmático y comentario paliativo... En

la práctica esto significa que los dogmáticos rigurosos afilan el cuchillo, mientras que el clero se presenta como pacífico, conciliador, tolerante y comprensivo, en todo

caso allí donde las relaciones de poder no permiten mucho más. Los documentos doctrinarios oficiales se dirigen entonces contra las interpretaciones «rigoristas» (es

decir, histórica y sistemáticamente correctas) del principio extra ecclesiam nulla salus, pero al mismo tiempo subrayan la necesidad de la iglesia para la salvación, sin la

cual carecería de sentido toda la actividad misional9. Esa «inconsecuencia consecuente» no es fácil de comprender teóricamente. Si se piensa de forma totalmente

consecuente, se entiende la opinión de Rousseau:

Los que distinguen la intolerancia civil de la teológica se equivocan, a mi juicio. Estas dos intolerancias son inseparables. Es imposible vivir en paz con personas a quienes se

cree condenadas; amarlas sería odiar a dios que las

castiga; es de absoluta necesidad convertirlas o darles tormento. [...] Quien se atreve a decir: «Fuera de la Iglesia no hay salvación», debe ser expulsado del Estado10

.

No cabe duda de que una praxis conciliadora es más grata para la humanidad que una «rigorista», pero no es ninguna base segura de futuro en tanto que persista en

segundo plano la dogmática intolerante. El ilustrado siempre debe remitir a esta, debe siempre mostrarla ante el público asombrado, de forma tan drástica como sea

posible. Pues la iglesia, toda iglesia, al fin y al cabo educa a sus miembros para admitir, aceptar, tomar en serio su dogmática. Y en toda generación habrá creyentes que

estén dispuestos a hacerlo.

Cuando que humeen o no las hogueras depende más de la sensatez de la jerarquía bien establecida que de la doctrina como tal, el ilustrado no debería bajar la guardia.

Si se modifican las relaciones de poder las hogueras podrían volverse a prender rápidamente sin que fuera necesario cambiar nada en la doctrina. El arsenal teórico de la

intolerancia está tan dispuesto como lo estuvo siempre.

Por eso, el ilustrado tiene que atacar, desenmascarar, socavar la ignorancia mientras aún quede tiempo. El método es sencillo: tomar completamente en serio la

doctrina en cuestión y no dejarse irritar por pragmáticas diluciones del refresco. Sería erróneo considerar hipócritas y falsarios a la totalidad de los partidarios de una

doctrina intolerante en la teoría, pero muy tratable en la práctica. Su carácter pacífico se basa, sin embargo, en que no se dan cuenta de que les están aguando el refresco.

Por el contrario, el crítico debe estudiar más atentamente la etiqueta de la botella dogmática. Al hacerlo parecerá a veces un Quijote, pero nadie puede saber cuándo va a

venir el próximo fundamentalismo. Y cuando se presenta, es demasiado tarde para argumentaciones de cualquier tipo.

INFIERNO Y CONDENACIÓN

La cuestión de la condenación eterna de los no cristianos o no católicos se relaciona de forma directa con lo que acabamos de tratar. Hoy, la pregunta de qué pasa con las

almas de los no creyentes, de los que no alcanzan la bienaventuranza (es decir, la mayoría de las almas) pone en una situación embarazosa a cualquier teólogo. Si sólo hay

un camino hacia la bienaventuranza eterna, a saber, el de la única iglesia verdadera, los paganos, musulmanes o ateos no la pueden alcanzar. ¿Qué pasa entonces con

ellos? Hoy, los teólogos evitan esta pregunta como el diablo el agua bendita. Antes no había tantas contemplaciones.

Voltaire pregunta a un teólogo:

¿Crees que las almas de Pitágoras, Confucio, Sócrates, Cicerón, Epicteto o Marco Aurelio están ensartadas para que los diablos las asen durante toda la eternidad?

De forma histórica y dogmáticamente acertada, Voltaire hace responder al teólogo:

Serán asadas por toda la eternidad... No hay nada que esté tan claro ni que sea tan justo11

.

Está claro que esto no conmueve lo más mínimo a la persona auténticamente piadosa. Pero muchos de los que no están tan seguros de su religión sí que se sentirían

extremadamente incómodos si se les presentan estos hechos sin adornos. Todavía un teólogo estrella del siglo XX habla lleno de admiración del valor de teólogos

anteriores para mandar al infierno a todos los no ortodoxos:

Todavía un Francisco Javier dijo a los japoneses a los que quería convertir que, evidentemente, todos sus antepasados estaban condenados al infierno. Y también un Agustín

hubiera tenido que responder lo mismo según su teología, y esa postura forma parte, casi hasta nuestros días, del pathos fundamental del trabajo misionero cristiano entre los

paganos 12

.

Se escucha claramente cómo se lamenta de que hoy ya no sea posible ese valor, esa honrada consecuencia. El teólogo actual tiene reparos en mandar al diablo sin más a

sus conciudadanos; ¿pero tenían o no razón los teólogos del pasado con su pathos fundamental?

FUNDAMENTALISMO

La palabra «fundamentalismo», que en estos momentos desgraciadamente es necesario utilizar con tanta frecuencia, es un término muy adecuado. El fundamentalismo no

puede rechazarse como una perversión o falsificación de una ideología o religión en sí misma mansa, absolutamente bondadosa. El fundamentalista simplemente es más

consecuente que otros partidarios de la misma doctrina que han obtenido cargos y sinecuras. Se vuelve a los fundamentos de la ideología, a los textos sagrados originales.

El fundamentalismo no es otra cosa que volver a tomar en serio el radicalismo verbal de la dogmática. Las botellas vuelven a llenarse con veneno; y, en cierto sentido,

esto es hasta más honrado; el contenido de las botellas vuelve a ser el que indica la etiqueta (la coherencia fundamentalista siempre es, en realidad, muy parcial, pero eso

no nos interesa aquí).

Realmente, de toda dogmática intolerante debería derivarse continuamente discordia, agresión y guerra... y la dogmática es necesariamente intolerante. No puede

confiarse en ninguna ideología, sea cristiana, judía, islámica, marxista, atea, racista, nacionalista o del tipo que sea, por pacíficamente que se comporte de momento,

mientras consienta elementos intolerantes o inhumanos, siquiera sea en su rincón teórico más oculto. Es preciso contar siempre con la irrupción de un fundamentalismo.

El fundamentalismo es la mala conciencia de la ortodoxia atemperada por el pragmatismo. Una ideología intolerante puede ser más soportable por su aplicación laxa e

inconsecuente en la praxis, pero llegado el momento de la verdad, no puede oponer nada a sus fundamentalistas. ¿No está escrito en los libros sagrados qué...?

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DIBUJAR EL IDEAL

Cuando una ideología se ha hecho (otra vez) fundamentalista, radical, fanática y además ha logrado hacerse con el poder en el estado, incluso los más ingenuos verán

claramente dónde se han metido. El ilustrado no tendría entonces dificultad alguna para demostrar a sus congéneres las desventajas y horrores de la ideología en

cuestión... sólo que ya no tiene oportunidad de alzar su voz. Es necesario adelantarse al fundamentalismo. A pesar de que en último término esto sólo es posible si se

socava la doctrina entera sin dejarse impresionar por su efecto Coca-Cola, el paso más urgente siempre es anticiparse en la imaginación a todos los posibles espantos, al

posible terror, es decir, al fundamentalismo, sin ocuparse por el momento de la ideología en su conjunto. En cualquier caso, tampoco hay que excluir esto por completo.

Hay que descartar el temor de que, al actuar de este modo, uno invente terroríficos fantasmas imaginarios: la maldad y la ruindad humanas han superado ya todo lo

imaginable.

El principio metodológico del ilustrado es el que se refleja en esta formulación de Nietzsche: Cuando más rigurosamente se critica a un hombre o a u n libro es

cuando se dibuja su ideal 13

.

Dibujar el ideal quiere decir tomar literalmente una doctrina, adoptar como caballo de batalla todas y cada una de sus palabras, proposiciones y dogmas, sacar a la luz

implacable los absurdos y brutalidades de sus dogmas y mostrar despiadadamente sus consecuencias últimas. Se obliga a los ideólogos principales, pero sobre todo a sus

inocentes partidarios, a adoptar de una vez por todas una postura clara frente a los elementos de su dogmática, que de otro modo suelen ocultar a su espalda de forma

vergonzante. Los adversarios del marxismo tenían razón cuando insistían una y otra vez en la cuestión de la revolución mundial y la dictadura del proletariado.

Naturalmente, sabían perfectamente que los responsables de la política real del bloque del este hacía mucho que se habían aburguesado. Pero sus adversarios no se

dejaban confundir: ¿quién podía estar seguro de que un día no llegara al poder un marxismo fundamentalista?

A veces basta con leer en voz alta y clara lo que está escrito en los textos sagrados de una religión o de una ideología pero que se prefiere pasar por alto. Consideremos,

por ejemplo, el siguiente mandamiento de la Sagrada Escritura:

Quien levanta su mano contra su padre debe morir. Quien maldiga a su padre o a su madre, será condenado a muerte 14

.

¿Quién se toma esto en serio? ¿Cómo se compadece eso con una educación más moderna y comprensiva, menos «represiva»? ¿Qué niño no ha maldecido alguna vez

a sus padres? ¿Cuántos niños habría que matar para cumplir el mandamiento bíblico? Naturalmente, el creyente en la Biblia se atrincherará detrás de las respuestas

habituales: el mandamiento citado se ha sacado de contexto y se ha deformado su sentido, está sólo en el Antiguo Testamento, no en el Nuevo, no puede leerse

literal-jurídicamente en el sentido del código penal, en realidad no se ha matado ni a un solo niño por las razones mencionadas. En general, el ilustrado busca con ánimo

hostil los pocos pasajes, quizá oscuros, pero que en todo caso pueden aclararse históricamente, y los saca de su contexto; sin embargo, ignora maliciosamente el mensaje

de amor. Sencillamente, no quiere escuchar.

Sin embargo, el ilustrado pregunta sin inmutarse a los piadosos: ¿de verdad queréis que los mandamientos de vuestra Sagrada Escritura se lleven a la práctica? Se

puede reprender a un niño que maldice a sus padres, se le puede castigar con una bofetada, pero también se le puede entregar al verdugo. Al fin y al cabo, no puede

demostrarse que ninguna de estas reacciones sea la «correcta»; es todo cuestión de principios. No obstante, quizá pueda ahorrar mucho dolor que los mandamientos de la

Biblia no empiecen a considerarse críticamente sólo cuando el fundamentalismo se los tome en serio.

En su intención subversiva, «dibujar el ideal» quiere decir manifestar implacable y consecuentemente los principios del adversario. Se puntualiza la postura del

adversario, se explícita qué principios sigue. Un ejemplo paradigmático de este método se encuentra en una entrevista que el escritor israelita Amos Oz hizo a un defensor

de la política dura de violencia de Israel contra sus habitantes y vecinos árabes. Lo importante aquí es que el periodista no se inventa nada, no retuerce caprichosamente

nada, sino que se limita a desarrollar de forma plástica las posturas en discusión. El halcón afirma, entre otras cosas:

«Me da igual, puedes llamarme lo que quieras. Llámame monstruo. Llámame asesino...

Quizá ahora acabe de una vez por todas la cháchara sobre la excepcionalidad de la moral judía. Sobre las enseñanzas morales del holocausto y las persecuciones, sobre los

judíos que supuestamente salieron purificados de las cámaras de gas. Se acabó. Ya hemos acabado con esa basura. La pequeña devastación de Tiro y Sidón, la destrucción de

Ein-Hilwe, el bombardeo de Beirut y la minúscula masacre —¡quinientos árabes, vaya una masacre!— de aquellos campos... todas estas buenas acciones acabaron de una vez

por todas con la palabrería sobre el «pueblo elegido» y sobre la «luz de los pueblos». Alabado sea el Señor, que nos ha librado de eso...

A todos los vecinos que nos pongan la mano encima se les debe arrancar la mitad de su cuerpo con violencia para siempre y pegar fuego al resto. También el petróleo.

También con armas nucleares... ¿Sabes qué es lo que saldrá al final de este proceso?... Una paz auténtica, estable y que se pueda vivir.

En cuanto culmine este capítulo de agresividad, adelante, ahí estáis vosotros para leernos vuestro texto. Creadnos aquí cultura, valores morales y humanismos. Cread

entendimiento entre los pueblos. Luz de los pueblos. Cread un estado humanista al que reciba en triunfo todo el mundo, y vosotros mismos podréis moriros de autosatisfacción y

placer... Quizá llegue entonces el tiempo del profeta Isaías, con el lobo y el cordero y el leopardo y el cabrito y todo ese zoo tan bonito. Con una condición: que también al final

de los tiempos nosotros seamos el lobo y todos los Gojim del vecindario sean los corderitos.

Estoy dispuesto a cumplir voluntariamente el trabajo sucio para el pueblo de Israel, a matar a los árabes que haga falta, a expulsarlos, perseguirlos, quemarlos, hacernos

odiosos... Hoy ya podríamos tener todo esto detrás de nosotros, podríamos ser un pueblo normal con valores vegetarianos... y con un pasado levemente criminal: como todos.

Como los ingleses y los franceses y los alemanes y los estadounidenses, que ya han olvidado lo que hicieron a los indios, y los australianos, que han aniquilado a casi todos los

aborígenes, ¿y quién no? ¿Qué tiene de malo ser un pueblo civilizado, respetable, con un pasado ligeramente criminal? Eso ocurre hasta en las mejores familias»15

.

No se puede garantizar que dibujar el ideal detalladamente socave de hecho una ideología. Pero esa es en cualquier caso una tarea de la ilustración, porque mediante ella

se puede lograr una discusión desapasionada y objetiva de los problemas reales. Es inevitable que una descripción de este tipo en ocasiones suene cínica o paródica. Es

una objeción que también se puede hacer al tristemente célebre libro de Maquiavelo El príncipe, en el que con toda franqueza y sin maquillaje moral se describen los

métodos eficaces para asegurarse el poder político. Otro libro con una mala fama parecida es la Fábula de las abejas de Mandeville, una descripción de este tipo del

sistema económico capitalista-liberal.

DEL REY DAVID O LA DOBLE CONTABILIDAD MORAL

Ofrezcamos un ejemplo más, aparentemente muy alejado, aparentemente exagerado y distorsionado por la violencia. El rey judío David gobernó hacia el año 1010 antes

de nuestra era. Según el detallado y vivido relato de la Biblia, era un caudillo militar y político enérgico y victorioso y, como es habitual, un hombre que cometía actos de

violencia brutal. Saúl ha matado a mil, pero David a diez mil16

, cantaban las mujeres. Como regalo de petición de mano, David llevó a su futuro suegro Saúl doscientos

prepucios de filisteos, a los que había matado ex profeso para la ocasión17

. Emprendió reiteradas razias contra los pueblos vecinos, y tantas veces como David caía sobre

la tierra, no dejaba vivos ni hombre ni mujer, y se traía corderos, vacas, asnos, camellos y vestiduras18

.

Cuando conquistó la ciudad amonita de Raba, hizo aserrar a sus habitantes y quemarlos en un horno de ladrillos19

, relata la Biblia, y llevó a cabo una masacre

selectiva:

Venció también a los moabitas, y los hizo tenderse en el suelo, y los midió con el cordel de medir; y tomando dos medidas de cordel, mató otros tantos moabitas, y tomando otra

medida, dejó vivos a otros tantos. Así se sometieron los moabitas a David y se les obligó a rendirle tributos.

Hay una larga serie de descripciones elogiosas de crueles hazañas de este tipo, que se complementan además con todo tipo de lo que podríamos llamar crímenes y

depravaciones privadas.

Retrospectivamente, David compone un gran canto de agradecimiento al Señor, en el que se afirma;

Persigo y aniquilo a mis enemigos, y no vuelvo hasta haberles dado muerte.

Los he matado y destrozado hasta no dejar que se levanten; han caído bajo mis pies.

Me has armado con fuerzas para la batalla; tú puedes someter a mí los que se alzan contra mí.

Has hecho huir a mis enemigos para que aniquile a los que me odian.

Se volvieron al Señor, pero no tienen quien les ayude; le llamaron pero no les escuchó.

Quiero deshacerlos hasta convertirlos en polvo sobre la tierra, quiero pulverizarlos y destrozarlos como la inmundicia de las calles20

.

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Desde el punto de vista del nacionalismo judío, David era un héroe relumbrante; el punto de vista de los filisteos o amonitas no se contempla en la Biblia. Un pueblo

celebra sus victorias y da las gracias por ellas a su dios nacional. El que toda victoria suponga a la vez una carnicería del adversario no perturba a nadie. En esta medida,

la historia de David no supera el nivel del resto de las epopeyas nacionales de la literatura mundial.

Sin embargo, el rey David es el héroe de uno de los libros sagrados de la cristiandad. Y fue y es alabado por los cristianos teólogos en los tonos más encomiásticos. En

cualquier caso, a los lectores más atentos de la Biblia el relato de David siempre les ha planteado dificultades. Y siempre que alguien ha osado criticar al gran héroe un

clamor ha recorrido el mundo piadoso. La mayoría de las veces las dificultades las han planteado las faltas privadas de David, pero estas también son en parte censuradas

en la Biblia. Por el contrario, en el pasado apenas se puso en tela de juicio el absurdo de que la vulgar lucha de un pueblo, ya fuera por su supervivencia, por agresividad

o por discordias internas, sea revestida de un halo religioso y se lea como la lucha del único pueblo elegido contra el malvado resto del mundo. Hoy, un crítico de la Biblia

quizá planteara esta pregunta al pueblo de la iglesia. Antes fueron casi siempre los rasgos de carácter de David y sus crímenes privados los que provocaban dificultades.

Para el pueblo de dios, el derramamiento de sangre a granel era, sencillamente, una heroicidad. Una obra teológica estándar lo describe así:

El carácter de David se ha juzgado de formas muy diversas. Mientras que a su pueblo [...] se presentaba su imagen depurada de sus faltas, y a los ojos de la iglesia cristiana el

parentesco carnal y típico con el más grande de los hijos de David 21

le confería un nimbo único, en épocas más recientes hay algunos, como Bayle, Voltaire, Tindal o Reimarus,

que se han complacido en dibujar una imagen desfigurada de él, resaltando de forma parcial sus debilidades y pecados, sin tener en cuenta cómo estos eran culpa de su época 22

El argumento de las costumbres de la época, que son las que tienen la culpa de todo, es el que siempre se encuentra uno cuando se intenta limpiar una ideología de sus

hechos vergonzosos. Después de una valoración extensa y en general positiva de David, se dice consecuentemente en la citada obra:

Argumentar es una de las actividades fundamentales del hombre: mediante el lenguaje, intenta ganarse a sus congéneres para su postura, para sus tesis. Unas veces se

consigue, muchas otras no; pero incluso en los casos en los que el fracaso era previsible desde el principio y la experiencia histórica permitía considerar desesperada la

confrontación argumentativa —en las grandes controversias ideológicas o religiosas— siempre hay quien intenta conservar la esperanza en situaciones desesperadas.

¿Cómo interpretar esto? La intención de este libro es arrojar un poco de luz en este rincón, oscurecido por la falta de lógica, tras poner a punto los instrumentos

metodológicos precisos.

Es difícil que una investigación sobre la argumentación le aporte algo totalmente nuevo al lector: todo el mundo argumenta todos los días. Lo más que puede lograr

una investigación de este tipo es hacernos más claramente conscientes de las estructuras y peculiaridades de las argumentaciones, agudizar la mirada crítica y, por

desgracia, también destruir algunas ilusiones sobre el poder de la argumentación.

Todo ser humano tiene algún tipo de principios básicos de pensamiento y actuación, principios que no pueden deducirse de otros anteriores y que, desde un punto de

vista lógico, son «ideológicos»: esto es normal, y la confrontación con ellos no es necesariamente explosiva. Las cosas cambian cuando una ideología se fanatiza y co-

mienza a tiranizar el mundo. Vienen entonces las «limpiezas» religiosas, raciales, ideológicas o étnicas. Es en ese momento cuando se clama por un contramovimiento

ilustrado; pero ese contramovimiento tendría que haber intervenido mucho antes. No es posible trazar demarcaciones claras entre una ideología aparentemente inocua y

sus aplicaciones radicales, en absoluto inofensivas. Por consiguiente, la La crueldad en el trato a los enemigos que se le ha reprochado hay que juzgarla a la luz de los duros

usos militares y del derecho de guerra de la época23

.

Al mismo tiempo, el autor rechaza taxativamente cualquier consideración histórica generalizadora. David no era un simple político oriental, como muchos otros, que

consiguió triunfar, sino un hombre «según el corazón de dios»24

:

Es totalmente equivocado convertir en rasgo principal de su carácter [...] algunos errores graves y equipararlo así con los violentos y lujuriosos25

déspotas del Oriente en los que

están a la orden del día semejantes acciones, recordando, por ejemplo, que también entre estos no es raro encontrar una cierta beatería...26

Si bien a los lectores del pasado les tenía que escandalizar que un archihéroe bíblico tuviera dudosos rasgos de carácter, al lector de la Biblia y cristiano actual le ofenderá

sobre todo la línea básica de la descripción del héroe. La historia de David es una historia tradicional de luchas brutales por el poder. Se dirá: una vieja historia, como

centenares de otras. ¿Qué le importa al cristiano quién masacró a quién hace tres mil años en Oriente Próximo? La respuesta está clara: eran masacres en nombre de dios

(del dios que judíos y cristianos siguen venerando) y en favor del pueblo de dios. Quien alaba al rey David suscribe nolens volens el principio de que todo robo, asesinato

o genocidio es encomiable cuando se produce en nombre del pueblo de dios. ¿Cómo puede asimilar esto un hombre moralmente sensible? ¿Quién puede aceptar que se

santifique el homicidio?27

.

El ejemplo más célebre de una visión crítica de la historia de David se encuentra en el diccionario de Bayle de 1697. Su artículo «David» es circunstanciado, prolijo

y cauto, pero sus contemporáneos le entendieron. ¿Hay que recomendar la imitación del rey David de la Biblia, tan elogiado en todas las prédicas? Bayle lo niega con

horror y afirma

que se cometería una grave injusticia contra las leyes eternas y por tanto también contra la religión verdadera si se nos objetara que, en la medida en la que a un hombre se le

haya concedido la inspiración divina, tendríamos que contemplar sus acciones como ejemplo moral, de tal modo que no podríamos atrevernos a condenar acciones en extremo

opuestas a la rectitud moral siem-

pre que fueran cometidas por este. No hay un tercero: o tales acciones son indignas, o las acciones semejantes a estas tampoco son malas28

.

El héroe bíblico David tenía mucha sangre en las manos. ¿Pero se le puede medir con los criterios morales usuales, siendo como es una figura bíblica, un hombre «según

el corazón de dios»? Bayle, que trata de limitarse a la crítica interna, encuentra una escapatoria. Dice

que a la gente corriente como yo le está de todo punto permitido juzgar los hechos contenidos en la escritura en la medida en que estos no hayan sido expresamente valorados por

el Espíritu Santo. Cuando la escritura censura o elogia alguna de las acciones que refiere a nadie le está permitido apelar contra ese juicio [...] Los hechos respecto a los que he

manifestado mi modesta opinión son relatados en la historia sagrada sin referencia al Espíritu Santo, sin ninguna forma de sanción29

.

El argumento es tan débil que, intencionadamente o no, produce un efecto subversivo: David era un hombre «según el corazón de dios», por lo que para el autor de la

Biblia era ocioso elogiar de forma extra todas y cada una de las acciones de su héroe. Si el héroe hacía algo que no era grato a dios, aparecía inmediatamente un profeta

que le reprendía. Cuando eran exterminadas ciudades enteras no había ninguna reconvención de este tipo.

Pero la argumentación general de Bayle es tan firme en la fe como (presumiblemente con toda intención) absurda: nuestra sensibilidad moral debe abdicar cuando en

la escritura hay un juicio decididamente moral, con independencia de que vaya muy en contra de nuestra propia conciencia. Sin embargo, este siempre ha sido uno de los

principios de la interpretación cristiana de la Biblia y es, naturalmente, intolerable. Por tanto es subversivo insistir en él.

¿Quién puede indignarse por la «guerra santa» islámica y alabar a la vez al rey David? O se despoja a la historia de David (y en última instancia a la Biblia entera) de

su carácter sacrosanto y se la lee como un texto antiguo corriente, o debe contarse con que un fundamentalista cualquiera se la tome en serio algún día y vuelva a llamar

al asesinato y el homicidio en el nombre de dios. El fundamentalismo es posible siempre que existan textos sagrados. Imaginémonos, para variar, que los judíos ultra

«ortodoxos» extraigan de la historia de David máximas para el trato de Israel a sus vecinos. Sin lugar a dudas pueden apelar a la Biblia, ¿y no es la Biblia un libro

sagrado? No es posible tratar de forma exageradamente subversiva los libros sagrados; uno nunca puede excederse sembrando la desconfianza contra ellos.

MANIPULACIÓN DEL PASADO 1

El fanatismo no es «ira ciega». Se prepara dogmáticamente y anuncia abiertamente sus ideas. Más tarde, en el caso de que una opinión pública cuyo oído se haya aguzado

empiece a escandalizarse de los desmanes del fanatismo (ni un solo minuto antes), la ideología en cuestión «manipula» estos hechos retrospectivamente con argumentos

impactantes. Es aleccionador estudiar con algo más de detenimiento tales justificaciones.

En el diccionario enciclopédico Deutschland in Geschichte und Gegenwart [Alemania en la historia y en el presente], aparecido en 1986, se lee lo siguiente en el

artículo «Rassenfrage» [La cuestión racial]:

La aniquilación de los judíos es aquella institución del III Reich que más críticas ha suscitado [...]

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Desde el lado nacionalsocialista se señalaba, por el contrario, la dura lucha por la existencia del pueblo alemán contra los judíos y el antisemitismo, tan generalmente

difundido, del siglo XIX. Sin embargo, tanto los ataques como, en parte, la defensa, dejan a un lado el núcleo de la cuestión. La crítica se pone las cosas fáciles cuando,

ahistóricamente, se sitúa en el terreno del pensamiento liberal sobre el estado. El pueblo alemán pensaba de forma distinta. Asumía como un hecho, sobre todo, la unidad de

pueblo y raza. Por consiguiente, el estado perseguía, como es natural, la degeneración racial como cualquier otro delito; el ataque a la pureza de la raza representaba simultá-

neamente un ataque al estado. Como es natural, se perseguía a las razas inferiores igual que a otros criminales. Por lo tanto, la persecución de los judíos era una obviedad para

el pueblo alemán.

Es igualmente natural que la persecución de los judíos se sirviera de los instrumentos contemporáneos para la persecución penal, y debe así mismo señalarse que sus

procedimientos, que conocemos con exactitud, eran llevados a cabo con gran escrupulosidad en el aspecto biológico-racial.

No la persecución de los judíos en cuanto tal, sino los excesos a los que condujo bajo las más diversas influencias políticas y sociológicas, es lo que puede criticarse desde el

punto de vista histórico [...] Se trata de la cuestión de si la raza superior tenía el derecho, es más, la obligación, de expulsar a los judíos de la comunidad estatal y humana. Así

considerado, el antisemitismo es una cuestión de permanente actualidad.

Examinemos más detenidamente esta monstruosa argumentación, en la que el asesinato se convierte en un acontecimiento respecto al que se puede mostrar comprensión.

Se dice que la crítica se pone las cosas demasiado fáciles, que es necesario considerar muchas circunstancias. La culpa no es del nacionalsocialismo, sino de los usos de

la época, de las circunstancias, entonces se pensaba de otra manera... Aquí ni siquiera cuadran las fechas, porque el Holocausto tuvo lugar en el sigloXX, no en el XIX. El

antisemitismo ya existía, los nacionalsocialistas no podían sino ceder al sentimiento popular, prosigue. Los autores se presentan así como ejecutores del espíritu de la

época, incluso como sus víctimas. Se oculta que fueron precisamente los nacionalsocialistas quienes predicaron sistemáticamente el antisemitismo, que el Holocausto fue

organizado por ellos y sólo por ellos, y que también fueron los usufructuarios materiales del asesinato cuando se hicieron «arias» las propiedades judías. Seguimos

leyendo que nadie fue aniquilado erróneamente como judío, existía la acreditación de pureza aria que se otorgaba con gran escrupulosidad. Posiblemente, hubo de vez en

cuando excesos, ¡dónde no los hay! El lector debería quizá pensar que Auschwitz en sí tal vez no fue un exceso, sino tan sólo algunas de las cosas que en ocasiones

ocurrieron allí.

¿Y no nos encontramos aquí ante un problema auténtico, atemporal: qué es necesario hacer, qué debe hacerse, qué es admisible hacer para conservar la pureza de la

raza? Aquí, el texto vindicativo sugiere una gran perspectiva histórica. Muestra una imagen de la historia humana desde una elevada atalaya para que contemplemos el

fenómeno de los conflictos entre razas en toda su universalidad... cuántas visiones y actuaciones no se habrán sucedido ya en ese ámbito. De ahí parece seguirse que el

Holocausto no puede condenarse a la ligera y de forma ahistórica.

Este texto espantoso es inventado, el diccionario enciclopédico que se cita como fuente no existe. Pero el texto no es completamente ficticio, sino que se ha sacado de

otro que existe realmente, sustituyendo algunas palabras clave por otras. Este es el texto original:

La Inquisición es la institución de la Iglesia católica que más críticas ha suscitado y constituye el ejemplo de elección cuando se pretende estigmatizar la Iglesia católica

medieval.

Desde el lado católico se señala, por el contrario, la difícil lucha por la existencia de la iglesia contra los herejes, la generalizada crueldad de la justicia de la época y los

fenómenos psicopáticos de la Edad Media. Sin embargo, tanto los ataques como, en parte, la defensa dejan a un lado el núcleo de la cuestión. La crítica se pone las cosas fáciles

cuando se sitúa ahistóricamente en el terreno del pensamiento liberal sobre el estado. La Edad Media pensaba de forma distinta; asumía como un hecho, sobre todo, la unidad de

estado e Iglesia. Por consiguiente, la Iglesia estatal perseguía, como es natural, los delitos eclesiásticos igual que los temporales; un ataque a la religión representaba

simultáneamente un ataque al estado. Por lo tanto, la persecución del delito de religión era una obviedad para la Edad Media.

Es igualmente natural que la persecución de los herejes se sirviera de los instrumentos contemporáneos para la persecución penal, y debe así mismo señalarse que sus

procedimientos, que conocemos con exactitud, eran llevados a cabo con gran seriedad y escrupulosidad jurídica (como en el caso contra Hus, por ejemplo).

No la persecución de la Inquisición como tal, sino los excesos a los que esta institución condujo bajo las más diversas influencias políticas y sociológicas, es lo que puede

criticarse desde el punto de vista histórico [...] Un auténtico enjuiciamiento, y quizá condena, de la Inquisición no puede producirse en el plano histórico, sino exclusivamente en

el de la filosofía de la religión. Se trata de la cuestión de si en caso de necesidad la Iglesia tenía el derecho, es más, la obligación, de convencer por la fuerza a los hermanos que

yerran, tanto por su bienaventuranza como por la existencia de la santa Iglesia. ¿Puede el «ortodoxo» arrogarse tanto conocimiento e iluminación divinos como para obtener la

autoridad de expulsar a los «herejes contumaces» de la comunidad estatal y humana? El amor a los hermanos en Cristo que caen en el error, ¿exige tolerancia o castigo? Así

considerada, la Inquisición es una cuestión de permanente actualidad30

.

Este texto, auténtico, apareció en 1959 y fue reimpreso en 1986. Su autor es un catedrático alemán.

El objeto de nuestra sustitución es claro. La sustitución pretende volver a hacer vivido el horror que se ligaba a la actividad de la Inquisición, pretende arrancar la

máscara al comprensivo, ponderado artículo histórico-eclesiástico y mostrar toda su infamia, conforme a la tarea eterna de la ilustración: écrasez l'infame!

¿Semejante sustitución aporta realmente un argumento? Como es natural, se pierde aquí el contexto histórico, pero precisamente por eso resalta con mayor claridad la

cuestión esencial: ¿qué pasa con la humanidad o inhumanidad? La persecución, la tortura y el asesinato siempre fueron inhumanos, la humanidad y la inhumanidad son

categorías atemporales. Torturar y matar personas también eran cosas espantosas en la Edad Media, pretendían inducir espanto y así se percibían. La humanidad o

inhumanidad de la argumentación se conserva en la sustitución, se trata de una sustitución «salva inhumanitate»31

.

Para poner de manifiesto toda la perfidia de la exposición que presenta los hechos como inofensivos, también se podría haber efectuado otra sustitución, poniendo

«cristianos» donde dice «herejes» y modificando un tanto el marco histórico de referencia. Gracias a esta pequeña modificación se obtendría una visión mesurada y

ponderada de quienes arrojaban a los leones a los primeros cristianos. Para aclarar lo que decimos bastará con unas pocas insinuaciones:

Las persecuciones de los cristianos han sido lo que más críticas ha suscitado y constituyen el ejemplo de elección cuando se pretende estigmatizar el Imperium Romanum

pagano...

Sin embargo, tanto los ataques como, en parte, la defensa dejan a un lado el núcleo de la cuestión. La crítica se pone las cosas fáciles cuando se sitúa ahistóricamente en el

terreno del pensamiento liberal sobre el estado. En el Imperium Romanum se pensaba de forma distinta...

La persecución del delito de religión era una obviedad para la Edad Media. .. Es igualmente natural que la persecución de los cristianos se sirviera de los instrumentos

contemporáneos para la persecución penal...

El habitual tratamiento cristiano de las persecuciones de los cristianos y todo el culto a los mártires, habría que decir ahora, «dejan a un lado el núcleo de la cuestión», y

los leones serían un «instrumento contemporáneo para la persecución penal». ¿Estarían los teólogos de acuerdo con una exposición de este tipo?

No obstante, la sustitución de «judíos» por «herejes» parece más pertinente, pues dirige la mirada a un genocidio que conocemos mejor que las historias de terror

reales o ficticias de la antigua Roma. Además, el paralelismo es más exacto. La actividad de la Inquisición no se limitó únicamente a los «herejes», sino que pasó sin

solución de continuidad a la caza de brujas. Y aquel que era considerado sospechoso de brujería jamás tenía una escapatoria, es decir, solía acabar en la hoguera. De forma

análoga, para los judíos no había ninguna escapatoria, ninguna disculpa, ninguna posibilidad de renunciar a su judaísmo. Por lo demás, la referencia temporal tampoco

cuadra: la actuación de la Inquisición no se produjo principalmente en la Edad Media, sino en la Moderna. Igualmente, la locura de las brujas y el demonio también fue

causada por la propia Iglesia. Una palabra del Papa hubiera bastado para poner fin a la fantasmagoría; sin embargo, nunca se pronunció esa palabra, aunque sí la célebre

bula sobre la brujería del Papa Inocencio VIII del 5 de diciembre de 1484, con la que de verdad empezó la masacre. Las iglesias (la católica, y pronto también las

reformadas) no eran prisioneras de una superstición medieval, sino sus productoras más diligentes. La extracción de confesiones absurdas mediante la tortura no era de

ningún modo un «instrumento contemporáneo para la persecución penal» ordinario, sino una idea de la Inquisición, que siempre fue discutida jurídicamente. La «gran

escrupulosidad jurídica» de los procedimientos contra herejes y brujas fue representada por todos los críticos contemporáneos (¡que existieron desde muy pronto!) como

perversión del pensamiento jurídico. ¡Y cuán eufemísticas son las formulaciones «convencer por la fuerza en caso de necesidad» y «expulsar de la comunidad eclesiástica

y humana»!

La técnica de la sustitución se utiliza frecuentemente en lógica. Sirve para aclarar la estructura de las argumentaciones. Obviamente, la sustitución no puede llevarse

a cabo de forma arbitraria y sin normas, sino que debe conservarse la estructura del argumento. Sólo es admisible modificar las personas o propiedades especiales que

aparecen en una argumentación.

Page 46: Schleichert, Hubert  - Como discutir con un fundamentalista sin perder la razón.pdf

Podría objetarse que la sustitución de la «Inquisición» original por «persecución a los judíos» no es admisible, porque al efectuarla se falsea o destruye la

argumentación. Una objeción así es un desenmascaramiento, y como tal muy deseable para el ilustrado. Afirma que una y la misma acción es o un asesinato o un acto

comprensible, disculpable y en último término inevitable según quien sea su autor, los nazis o la iglesia.

MANIPULACIÓN DEL PASADO 2

En épocas de tolerancia a una ideología no le gusta que le recuerden su anterior comportamiento intolerante. Existen técnicas para manipular el pasado que se utilizan de

forma recurrente. La más simple es el silenciamiento, algo más refinado es presentarlo de forma inofensiva a través de la comprensión histórica, por mencionar sólo dos

posibilidades. El ilustrado puede actuar aquí como perturbador de la concordia. En vez de dejar en paz los antiguos crímenes, vuelve a traerlos a la conciencia una y otra

vez. Voltaire era un maestro en el arte de no permitir que se adormeciera la mala conciencia de su sociedad y en no dejar que cayeran en el olvido los horrores del pasado

(un pasado que de ninguna manera era tan lejano). Así, en su Diccionario filosófico informa sobre errores judiciales y asesinatos judiciales, recuerda a Ravaillac, el

regicida fanatizado por la religión, y a la Inquisición, citando pasajes impactantes de los libros de los Grandes Inquisidores32

. Y cuando cita, cita correctamente, y ahí

reside en parte el secreto de su eficacia.

Otra forma de tratar el desagradable pasado es el principio de que «es necesario ver las cosas en su contexto histórico». Precisamente el ilustrado, que quiere conservar

el sentido de la distancia, cae con facilidad en esta trampa. El principio metodológico utilizado aquí es simple. Reza así: las acciones que eran frecuentes en su época no

pueden atribuirse a los protagonistas, sino a las circunstancias históricas. Y, en particular, no son admisibles la indignación o la condena moral. En ocasiones, el principio

tiene una cierta plausibilidad. Si se quiere comprender un acontecimiento, si se quiere entender «cómo se pudo llegar a esto», hay que considerar las condiciones

históricas en las que tuvo lugar, en qué época y cultura se produjo, qué circunstancias especiales se daban. Si esa consideración tiene éxito, quizá se puedan explicar cosas

ante las que uno de entrada se queda atónito. Pero este entendimiento no puede convertirse en disculpa o aprobación de la atrocidad, en la que los autores aparecen como

meras víctimas de las circunstancias históricas.

De hecho, en la historia de Occidente los baremos de la inhumanidad no han cambiado tan deprisa ni de forma tan radical. El asesinato, la tortura y la persecución

también eran despreciados en la Antigüedad. En su época, arrojar seres humanos a los leones tampoco era considerado por todo el mundo como un pasatiempo inocente.

La Ilustración europea no tiene que habérselas con los sacrificios humanos de los aztecas, cuya comprensión —quizá— exija «contemplarlos históricamente». También

deberíamos saber cuánto horrorizó a Confucio, en torno al siglo v antes de nuestra era y en una cultura completamente distinta, la costumbre de ofrendar a las tumbas de

los poderosos figuras de barro con forma humana33

:

Confucio dice: «El que comenzó a hacer simulacros humanos para enterrar en las tumbas ¿acaso no quedó sin descendencia?». Porque este hizo estatuas de hombres y las usó

como tales34

.

¿De verdad es necesario «contemplar históricamente» el horror de Confucio? Pero consideremos un ejemplo de manipulación ideológica del pasado moderno y europeo.

Hoy existe en Ginebra una pequeña Rué M. Servet; la placa de la calle menciona bajo el nombre de Servet sus fechas de nacimiento y muerte (1511-1553) e indica

que fue un «médico español». Eso es todo: pero el lector ya conoce la historia de Servet. Al principio de una calle transversal, con el hermoso nombre de «Avenue de

Beau Séjour», más o menos allí donde en su época ardió la hoguera, hay una lápida que no llama mucho la atención, en la que está grabada la siguiente inscripción:

Hijos respetuosos y agradecidos de Calvino, nuestro gran reformador, condenamos sin embargo un error que fue el de su siglo, y firmemente comprometidos con la

libertad de conciencia, según los verdaderos principios de la Reforma y del Evangelio, hemos erigido este monumento expiatorio el 27 de octubre de 1903.

Nada permite suponer que en la parte posterior de la lápida, sólo visible tras cruzar una balaustrada, hay una segunda inscripción, oculta tras un arriate:

El 27 de octubre de 1553 murió en la hoguera en Champel Miguel Servet, de Villanueva de Aragón, nacido el 29 de septiembre de 151135

¿Qué error era ese, qué relación existió entre el hombre de la parte anterior, Calvino, y el hombre oculto de la parte posterior de la lápida? El «monumento expiatorio» no

dice nada al respecto. ¿Es posible, se pregunta uno, que semejante cinismo se haya fundido en bronce y que un monumento expiatorio elogie al autor, reste importancia

al hecho presentándolo como un «error» y sólo mencione a la víctima en la parte posterior?

Sin embargo, no estamos ante un desliz insólito, sino sólo ante un ejemplo particularmente claro de cómo manejan las ideologías su embarazoso pasado. En un

lenguaje cuidadosamente escogido imprimen su «pesar» por el «turbio» acontecimiento pasado, para blanquear de inmediato la ideología y pedir la comprensión por lo

ocurrido que, a ser posible, no debe volver a recordarse.

¿Qué es lo mucho que tiene que hacer aquí el ilustrado? Debe conservar viva la historia, volver una y otra vez a poner el dedo en la llaga de los rituales de maquillaje.

Eso es incómodo o «aburrido» para los adversarios, pero tendrá su efecto en la siguiente generación.

En cualquier caso, el intento de la inscripción ginebrina de presentar historicistamente de forma inocua los hechos ni siquiera es especialmente logrado. Además es

falso que «el siglo» considerara correcto el homicidio de quienes pensaban de otro modo: lo demuestra la controversia que se inició nada más cometerse la atrocidad gine-

brina. El homicidio de Servet fue desde el principio objeto de vehementes discusiones, como recordará el lector. ¿Qué se les puede pasar por la cabeza a quienes, 350 años

después, erigen un «monumento expiatorio» en el que esculpen una glorificación del asesino y una disculpa que pasa inadvertida? Calvino se «equivocó» en una ocasión,

pero es necesario comprenderlo. Sin embargo, de ninguna manera cumplió un mandato «del siglo». En ese siglo había opiniones completamente distintas. Calvino no fue

víctima del siglo, sino de uno de los que contribuyeron a darle forma. Nadie debe dejarse persuadir de que ese acto vergonzoso se cometió hace larguísimo tiempo. Des-

pués de todo, allí sigue presente.

DE LA UTILIDAD DE LA HISTORIA PARA LA VIDA

Acabado uno de los ataques del fanatismo y reinando la paz, el ilustrado sucumbe con facilidad a la tentación de comprenderlo todo, perdonarlo y no volver a hablar del

asunto. ¿Para qué? ¿Qué sentido tiene conjurar la atrocidad del pasado? ¿Y de verdad fueron las cosas tan terribles?36

. Es ocioso filosofar sobre qué podría aprender la

humanidad de la historia, o qué ha aprendido de ella; el ilustrado debe combatir en todo caso la tendencia a olvidar sin más las partes lamentables de la historia. El olvido,

acallamiento y silencio sepulcral es el método más sencillo de manipulación de la historia. Se reduce la información sobre el pasado y se hacen incomprensibles o se

ridiculizan los esfuerzos de los ilustrados anteriores. «¿Qué pretendían en realidad?». Para que la historia pueda enseñar algo es necesario conocerla. ¿Cómo hemos

podido llegar a que hoy la gente sonría alegremente cuando se habla de brujas, a que sea un acto festivo quemar una bruja de paja en carnavales? ¿Quién sabe hoy algo

sobre la caza de brujas y la Inquisición?

Es preciso recordar los horrores del pasado, si no la próxima generación ya no entenderá por qué los ilustrados tuvieron que luchar contra instituciones tan inofensivas

como las iglesias o los partidos únicos de antaño. « ¿A quién beneficia revivir antiguas amarguras?», preguntan, antes que nadie, aquellos a los que hay que agradecer la

amargura. La respuesta es fácil: volver a recordar las inhumanidades de antaño y poner de manifiesto su relación con determinadas ideologías, que de ningún modo han

desaparecido, sirve para la prevención de nuevas inhumanidades. La gente debe saber de qué son capaces el fanatismo político o religioso.

Los grandes errores del pasado pueden en cierto respecto tener un fin; uno nunca puede exponer demasiadas veces el crimen y la desgracia. Uno puede anticiparse a ambos,

dígase lo que se diga al respecto [...]

Es necesario volver a exponer con frecuencia las usurpaciones de los papas, las escandalosas disputas de sus cismas, la estupidez de las controversias, las persecuciones, las

guerras que surgieron de esa estupidez y los horrores que aquellas originaron37

.

Voltaire, autor de estas frases, despertó infatigablemente el recuerdo de los crímenes del pasado entre sus contemporáneos.

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Los ilustrados son por naturaleza tolerantes e inclinados a compromisos reconciliatorios. Apenas ha pasado un ataque del fanatismo y reina la paz, sucumben a la

tentación de comprenderlo todo, perdonar todo, olvidarlo todo. Las tinieblas se han disipado, hemos entendido cómo se llegó a eso y el futuro será luminoso y claro. Na-

die quiere volver a escuchar las historias de las atrocidades de ayer, algo así no se va a repetir. Las instituciones de las que partió el terror se han destruido o se han vuelto

modestas: ¿qué sentido tiene seguir buscando pendencias con ellas? ¿Qué sentido tiene el anticomunismo tras la desintegración del imperio comunista? ¿Qué sentido

tiene el anticlericalismo teniendo en cuenta la tolerancia religiosa y una iglesia que hace mucho que no tortura ni quema?

No sería necesario obligarse una y otra vez a recordar la brutalidad y la estupidez del pasado si uno pudiera estar seguro de que el asunto se ha acabado para siempre.

Pero no podemos estarlo. ¿Cuánto puede tardar en surgir un renacimiento del comunismo con sus paraísos de obreros y campesinos junto con los correspondientes muros,

patrullas fronterizas, oficinas de seguridad del estado y archipiélago Gulag, o un nuevo fundamentalismo religioso? ¿No subyace al comunismo un alto ideal humanitario,

igual que a la religión cristiana? ¿No son cosmovisiones atractivas?

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NOTAS

1 Salmos 18, 38-39, 47-48.

2 Palazzini, Coca-Cola, p. 10.

3 Que puede remontarse hasta Cipriano (muerto en 258).

4 RGG (1910) tomo 2, p. 796, voz «Extra ecclesiam nulla salus». En las ediciones posteriores (1928,1958) del RGG se ha suprimido esta voz.

5 Lexikon TK, 2

a edición, tomo 1, p. 278, voz «Alleinseligmachend».

6 RGG (1910), tomo 2, p. 797, voz «Extra ecclesiam nulla salus».

7 Voltaire, Tratado sobre la tolerancia, sección 22.

8 Lexikon TK, tomo 3 (1931), p. 483, «Duldung».

9 Beinert (1987), artículo «Heilsnotwendigkeit der Kirche» y «Nichtchristen», = p. 252 y 394. Beinert cita: Ratzinger, J.: «Kein Heil ausserhalb der Kirche», pp. 339-361 en:

Die neuen Heiden und die Kirche: Das neue Volk Gottes, Dusseldorf, 1969. 10

Rousseau, El contrato social, libro 8, cap. 10, en id., Escritos de combate, trad. de Salustiano Masó, Madrid, Ediciones Alfaguara, p. 525. 11

Voltaire, Diner (1767), Primer diálogo. 12

Rahner, Hdresie (1961). 13

Nietzsche, Vermischte Meinungen, 157. 14

2. Moisés, 21,15 y 17. 15

Oz (1982), Über die Weichlichsten und sehr Verwóhnten, pp. 74-86. (extractos). 16

1. Samuel, 18,7. 17

Ibid., 27. 18

Ibid., 27, 9. 19

2. Samuel, 12,31. Las últimas traducciones se han hecho más inocuas: los mandó como siervos a serrar... y los obligó a trabajar en el horno de ladrillos. A efectos de nuestro discurso, poco importa qué interpretación sea en último término filológicamente correcta; el hecho es que durante la inmensa mayoría del tiempo, el texto se leyó como sigue: Pero David sacó al pueblo de las ciudades y los colocó bajo sierras y hachas de hierro y cuñas de hierro, y los quemó en hornos de ladrillos. Así obró en todas las ciudades de los hijos de Amón.

20 2. Samuel 22, 38-43.

21 Se refiere a Jesús.

22 RPTK, tomo 4, voz «David», p. 516 (cfr., por ejemplo, Reimarus, Apologie, IV. 4).

23 Ibid.

241. Samuel, 13,14.

25 Según el relato bíblico, David tenía, como era habitual, un gran número de mujeres.

26 RPTK, tomo 4, voz «David», p. 516.

27 Cfr. Voltaire, Dict. Phil., voz «David» (sólo en la nueva versión del artículo de 1771).

28 Bayle, Dict. Hist., voz «David», al final del artículo; este pasaje sólo se encuentra en la primera edición de 1697, porque Bayle se vio posteriormente obligado a «suavizar»

el artículo. 29

Ibid. 30

RGG (1959), tomo 3, «Inquisition». 31

En analogía con el término técnico «sustitución salva veritate» de los lógicos, es decir, una sustitución en la que se mantiene la verdad de una proposición. 32

Voltaire, Dict. Philos., «Arréts notables», «Autorité», «Inquisition», «Ravaillac». 33

Parece que esa costumbre reemplazó durante una época el coenterramiento de seres humanos vivos (sirvientes, esclavos). Se conjetura que Confucio temía que las figuras de arcilla no fueran más que el preludio del sacrificio de seres humanos reales.

34 Mencio (1995), Confucio y Mencio. Los cuatro libros, op. cit., IA4, p. 150. La insistencia en una humanidad (de todo punto comparable con los ideales europeos modernos)

es característica del confucianismo desde el principio, y con él, preeminente en China al menos desde el siglo v antes de nuestra era. Cfr. Roetz (1992). 35

Texto original (parte anterior): Fils respectueux et reconnaissants / de Calvin / notre grand réformateur / mais condamnants une erreur / qui fut celle de son siécle / et fermement attachés á la liberté de conscience / selon les vrais principes de la réformation et de l'évangile / nous avons élevé / ce monument expiatoire / le XXVII octobre MCMIII. (Parte posterior): Le XXVII octobre MDLIII/ mourut sur le bûcher a Champel / Michel Servet de Villeneuve d'Aragón / né le XXIX septembre MDXI.

36 Quien tenga tiempo, ganas y ocasión, puede consultar en las grandes enciclopedias teológicas voces como «Inquisición» o «Persecución de brujas» o acudir a los eruditos

defensores teológicos (como por ejemplo M. Delrio, B. Carpzov, T. Spizelius) de la caza de brujas: no encontrará más que alusiones sumamente veladas que suenan de forma muy inocente y que se hacen más inocentes de edición en edición.

El Martillo de brujas, por ejemplo, una obra estándar de la caza de brujas redactada por dos dominicos, ni siquiera se menciona en alguna de estas obras de consulta. El RGG dedica a la voz «Inquisition» dos columnas completas, es decir, una página impresa, bastante menos que a la voz «Handauflegung» [Imposición de manos]. Casi la mitad del artículo está dedicado a la defensa de la Inquisición.

37 Voltaire, Dict. Phii, voz «Histoire».

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9. RISA SUBVERSIVA

TOLERANCIA CLÁSICA

La tolerancia1 es una virtud que no se basa en la inclinación; más bien consiste en dominar una repulsión intensa. Tolerar consiste en soportar, transigir, aguantar a alguien

a pesar de que nos resulta insufrible, a pesar de que nos perturba, desafía, irrita. La tolerancia es antinatural; exige contención cuando la reacción natural sería atacar para

eliminar la molestia. La idea clásica de la tolerancia propugna una coexistencia pacífica de posturas contradictorias entre sí; pero no ataca el principio fundamental de que

existe una doctrina verdadera sobre la cuestión disputada.

Quien está del lado de la verdad no puede reconocer como iguales opiniones que divergen de ella, por más que las tolere. La verdad debe conservar su estatuto especial

frente a las opiniones falsas. El defensor «clásico» de la tolerancia religiosa tendría, pues, que decir también: «sólo hay un camino a la bienaventuranza, el mío; todos los

demás conducen al infierno. Pero uno no debe dejar de ser tolerante y debe dejar que la gente vaya al infierno si es eso lo que quiere». Es una situación extraña e inestable

aquella en la que católicos y calvinistas se toleran civilmente y al mismo tiempo se consideran carne de Satán a la que espera el fuego eterno.

La exigencia clásica de tolerancia es además psicológicamente antinatural. Primero se habla a la gente de la verdad y excelencia de la religión propia y de la

reprobación de los adversarios; esto tiene una eficacia garantizada, porque la gente siempre escucha con agrado cuánto mejores son que otras personas. Después de

espolear de esta forma a los creyentes, se les exige una disposición pacífica frente a los réprobos que piensan de forma distinta.

La exigencia de tolerancia religiosa jamás ha sido indiscutida. La ortodoxia de toda ideología teme con razón que, en último extremo, la idea de tolerancia conlleve

algo más que la mera tolerancia de opiniones falsas. Por consiguiente, el argumento estándar contra la tolerancia afirma que conduce al relativismo, a la indiferencia y a

la renuncia a la verdad.

La prédica (clásica) de la tolerancia siempre produce la impresión de ser algo forzada y antinatural, o de que el predicador es un hipócrita y, en realidad, va más allá,

subversivamente, de su modesto objetivo declarado. La exigencia de tolerar otras opiniones se convierte entonces en la de la equiparación de derechos de todas las

opiniones. Esta última es sin embargo mucho más antinatural... a no ser que, a fin de cuentas, se haya perdido el interés por todas las opiniones en disputa.

TOLERANCIA SUBVERSIVA

Si se considera que las objeciones de los adversarios de la tolerancia no pueden refutarse mediante una argumentación vinculante para ambas partes, está claro que sólo

cabe una argumentación subversiva. Subversiva porque debe atacar el principio fundamental de la intolerancia, a saber, que hay una sola verdad pura a la que corresponde

un estatuto especial. Es cierto que no puede haber más que una sola verdad; por tanto, lo que ocurre es que del ámbito en discusión no puede extraerse verdad alguna, es

decir, que todas las posturas en mutua disputa son falsas o incluso absurdas. Es frecuente que el ilustrado no quiera suscribir esta valoración de la situación, la única

posible desde el punto de vista lógico, pero que quizá vaya mucho más allá de su convicción personal. Pero no es esencial la forma en que cada uno de los ilustrados en

concreto se interprete a sí mismo.

Un defensor de la tolerancia todavía benevolente, pero al que podríamos denominar postclásico, dirá algo como esto: «sólo hay un camino hacia la bienaventuranza,

pero todavía es dudoso cuál pueda ser». Ya hemos podido verlo con claridad en Castellion. Es natural que el público diga entonces: «cuando el asunto es tan dudoso tiene

poco sentido ocuparse de él». De este modo se desvanece paulatinamente el interés por las disputas religiosas y con él, posiblemente, por la religión. En esto consiste la

subversividad fáctica de la argumentación en favor de la tolerancia.

Voltaire comienza así el artículo sobre «Tolerancia» de su diccionario:

¿Qué es la tolerancia? Es el don más preciado de la humanidad. Todos nosotros estamos llenos de debilidades y errores; perdonémonos mutuamente nuestras estupideces. Esa

es la primera ley natural 1.

Lo que se inicia como un panegírico de la virtud de la tolerancia se transforma de inmediato en un ataque subversivo. Cuando se habla de debilidades, errores y

estupideces, ¿dónde queda la verdad? ¿El imperativo de la tolerancia se debe al hecho de que en el ámbito en disputa uno quizá sólo tenga que vérselas con estupideces?

El texto sugiere esta consecuencia... sin sacarla, entiéndase. ¿Puede el creyente ortodoxo vivir con un texto semejante? Difícilmente, porque precisamente su fe no es

ninguna estupidez.

Nunca se le debe contradecir. Pero se le puede describir con toda la inocencia exigible, cuántas otras estupideces han existido contra las que se ha actuado

groseramente en su época, aunque hoy sólo moverían a risa. Así procede Voltaire:

Hubo una época en la que se creía necesario adoptar disposiciones judiciales contra aquellos cuyas doctrinas se oponían a las categorías de Aristóteles, el horror al vacío, las

quididades3 y el universal. En Europa tenemos más de cien tomos jurídicos sobre la brujería y sobre qué indicios permiten distinguir a las brujas falsas de las verdaderas. La

excomunión de las langostas y otras plagas ha sido muy común y se conserva en varios rituales. Ya no es habitual. Y a Aristóteles se le deja en paz.

Los ejemplos de estas estupideces serias, en su época tan importantes, son innumerables. De vez en cuando surgen otras; pero cuando han obrado su efecto y uno se cansa de

ellas, vuelven a desaparecer. ¿Quién tendría hoy la ocurrencia de convertirse en carpocraciano, eutiquiano, monotelita, monofisita, nestoriano, maniqueo, etc.? ¿Qué pasaría

entonces? Se reirían de uno...4

Ya no será necesario insistir en que esta no es una argumentación concluyente. Es más interesante observar en qué se basa el carácter subversivo del argumento. Voltaire

menciona una serie de ejemplos que ya en su época se consideraban obsoletos, pero que muy posiblemente aún no se hubieran olvidado del todo. Presenta al lector casos

de disputas que en su época se tomaron en serio, pero que en el momento ya no interesaban a nadie. Añade entonces una lista de sectas o religiones desaparecidas. Es un

hábil tanteo de los límites de lo posible: precisamente en Francia la represión de sectas cristianas, «herejías», tenía una larga y sangrienta tradición. Los herejes eran

quemados en la hoguera, no ridiculizados. Dos o tres siglos después apenas se recordaban sus nombres, eran meras curiosidades. Es de suponer que entre los lectores de

Voltaire no había ninguno que supiera con exactitud quiénes eran los eutiquianos. El lector era informado de que grandes y controvertidas corrientes religiosas, sobre las

que se había discutido hasta derramar sangre, habían desaparecido sin dejar huella. ¿Cuántas cosas más desaparecerán sin dejar rastro? ¿Merecen, pues, el encono?

Gracias a Voltaire, el lector sabe, por ejemplo, que uno de los principios del Imperium Romanum era: Deorum offensae diis curae5: que los dioses se ocupen de las

ofensas a los dioses. Esto no es algo que necesariamente impresione al cristiano, ya que puede objetar: los paganos todavía no conocían al único y verdadero dios. Pero

saber que hay culturas mucho más tolerantes que la suya en materia de religión sí que puede dar algo que pensar al lector.

Voltaire es especialmente ácido cuando dibuja el «ideal del adversario». Es esencial que se dibuje realmente un ideal y no una caricatura; sospecha que se confirma

cuando en el Tratado sobre la tolerancia nos topamos con un pasaje en el que se discute una solución definitiva de las disputas religiosas en Francia.

En una carta inventada6, un partidario de los jesuitas, que entonces sostenían una encendida discusión con los jansenistas (y, naturalmente, con los hugonotes),

propone sus recomendaciones para resolver la disputa. El piadoso corresponsal aconseja a los jesuitas la liquidación física de todos sus adversarios. Lo hace con atroz

precisión. Se trata, aproximadamente, de un millón de hugonotes y seis millones de jansenistas. El autor de la misiva calcula en detalle cómo hay que matar a estas

personas, cuanta pólvora sería necesaria y con qué costes habría que contar.

De hecho, aquí Voltaire no caricaturiza nada; se limita a describir posturas contemporáneas serias de forma especialmente drástica. Para que nadie creyera que era un

calumniador malévolo, Voltaire cita expresamente dos escritos contemporáneos en defensa de la intolerancia religiosa. No en vano estamos en el país de la Noche de San

Bartolomé. En suma: el ilustrado se limita a hacer presente en la conciencia de la gente en qué época viven, qué medidas se están discutiendo, con qué hay que contar

eventualmente cuando se empieza a desacreditar la tolerancia.

Junto a estas amargas historias, Voltaire también relata otras, más alegres. Una de estas historias7 se desarrolla en China durante la época del gran emperador Kang Xi,

que fue muy tolerante con los jesuitas. Los misioneros cristianos de distintas iglesias trabaron una violenta disputa teológica que un asombrado mandarín trató sin éxito

de dirimir. Finalmente, indignado, mandó encerrar a todos «hasta que se hubieran puesto de acuerdo». « ¿O sea, de por vida?», preguntó un subordinado del mandarín. El

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mandarín cedió y dijo: «hasta que se perdonen unos a otros». «No lo harán nunca», le replicó su subordinado, por lo que el sabio mandarín volvió a suavizar su sentencia:

«bueno, hasta que hagan como si se hubieran perdonado unos a otros». Ese es el efecto que causa la intolerancia intracristiana a los observadores externos.

Lo que al lector actual le parece un chiste malicioso tiene un modelo histórico real, la denominada «disputa de los cultos». Una vez más, Voltaire no ha inventado

nada, sino que se ha limitado a representar la realidad acentuando alguno de sus rasgos.

Es sumamente subversivo fundamentar la exigencia de tolerancia señalando la escasa relevancia del asunto en discusión. Voltaire lo intenta haciendo notar la

insignificancia de nuestra Tierra en relación con el cosmos:

Afirmo que hay que considerar a todos los hombres como hermanos. — ¿Cómo? ¿Hermanos míos el turco, el chino, el judío, el siamés? —Sí, sin duda. ¿No somos todos hijos de

un mismo padre? ¿No nos ha creado un dios?

— ¡Pero esos pueblos nos desprecian! ¡Nos tratan como idólatras! —Bien, voy a decirles [...] más o menos esto:

Este pequeño planeta, que no es sino un punto minúsculo, rueda a través del espacio como muchos otros cuerpos celestes. Estamos perdidos en esta inmensidad. El hombre,

con su altura de unos cinco pies, sin duda no es más que una pequeñez para la creación. Uno de estos seres, prácticamente inapreciables, dijo a uno cualquiera de sus vecinos en

Arabia o en el país de los cafres: escúchame, porque a mí me ha iluminado el creador de todos estos mundos. Hay novecientos millones de pequeñas hormigas como nosotros en

la Tierra; pero dios sólo ama a mi hormiguero; todos los demás son para él, desde toda la eternidad, una abominación. Sólo los míos serán felices, todos los demás eternamente

infelices.

Aquí alguien me interrumpirá de inmediato y me preguntará qué clase de loco dice estas cosas demenciales. Tendré entonces que responder: vosotros mismos8.

Una vez más, no hay un argumento concluyente en favor de la tolerancia. En primer lugar, para todo hombre su propia bienaventuranza eterna es más importante que el

cosmos entero y, en segundo lugar, el hombre es la corona de la creación, de modo que la alusión a la inmensidad del cosmos únicamente subraya la importancia del hom-

bre. Por otro lado, una concepción que hace de los hombres el ombligo del universo no es la única posible. Voltaire presenta a sus lectores una interpretación distinta y

más modesta de la posición del hombre. En esta interpretación, las disputas religiosas se hacen irrelevantes, por no decir ridículas.

Es verdad que dirigir la mirada al cielo estrellado todavía no ha logrado que un fanático considere ridículo su fanatismo, pero la suma de todos los ataques ilustrados

sin duda ha socavado la base de la intolerancia (religiosa), el gran, existencial interés por la religión. Los seres humanos no se han ennoblecido, pero estos problemas ya

no les conmueven.

Las prédicas en favor de la tolerancia han tenido justamente aquel resultado que sus adversarios intolerantes siempre habían temido. Los católicos y protestantes hoy

conviven pacíficamente en Alemania; sin duda, no son más morales ni sabios que sus antepasados de la época de la guerra de los Treinta Años. ¿Cómo es que reina una

paz religiosa estable, sin que haya sido necesario firmar tratados sobre la tolerancia? La paz religiosa de la que disfrutamos hoy es fruto de la Ilustración. Es estable

porque es una paz irreligiosa.

Esta situación estable no ha resultado de un aumento de la virtud, sino de la eliminación del objeto del conflicto. Los hombres no se han hecho más tolerantes;

simplemente han perdido el interés por la religión. En ese aspecto, las disputas religiosas son un caso especial. Al principio, su solución parecía un caso desesperado, tan

difíciles eran las cuestiones en disputa y tanto lo que dependía de la respuesta que se les diera... se trataba nada menos que de la bienaventuranza eterna. Pero una vez que

la gente se vuelve escéptica, las antiguas cuestiones en disputa pierden todo su atractivo. ¿Quién querría seguir discutiendo sobre ellas?

Debería quedar clara la lección para otros ámbitos de intolerancia «más modernos». Los llamamientos a la tolerancia están muy bien, pero en muchos casos son

bastante ineficaces. Los conflictos que se basan en problemas reales sólo pueden solucionarse resolviendo los problemas reales. Eso es especialmente válido en todos

aquellos casos de intolerancia nacionalista, racista o incluso religiosa que surgen de la marginación económica, política o social de grandes grupos de población. Sólo se

logra una paz estable eliminando el objeto de conflicto. No debemos hacernos ilusiones.

RELATIVIZACIÓN SUBVERSIVA

Relativizar una tesis, ideología o postura quiere decir representarla como un caso entre muchos otros muchos casos equiparables. Se muestra, por ejemplo, cuántas

religiones y dioses ha habido y hay y cuántos de ellos se consideran los únicos capaces de conducir a la bienaventuranza. La intención de una relativización semejante

consiste siempre en poner en discusión el carácter único o posición privilegiada de la tesis en cuestión. La relativización no es una argumentación concluyente en contra

de la corrección de una tesis, aunque puede desarrollar un notable efecto subversivo. Los partidarios de una ideología no suelen ser conscientes de cuántas y cuán variadas

alternativas a la misma han existido y existen. El hecho de que en el año 380 un autor contemporáneo enumere 146 sectas cristianas no refuta la existencia de una única

iglesia capaz de llevar a la bienaventuranza; pero no la hace precisamente plausible. La descripción detallada de las alternativas reales y posibles a una ideología transmite

una parte de la información de la que alguien no disponía cuando se adhirió a esa ideología, información que podría ser relevante para él. Abandonar el punto de vista

geocéntrico y aprender a ver nuestra Tierra como un astro entre otros amplía la perspectiva. Uno será más cauto frente a los predicadores que consideran su pequeño astro

el ombligo del universo.

Un ejemplo especialmente gráfico es el artículo «Fanatismo» de la Encyclopédie de Diderot y D'Alambert, que trata del fanatismo religioso. El artículo describe con

gran detalle un panteón en el que se ha erigido un altar para cada una de las religiones entonces existentes, ante el que uno de sus sacerdotes celebra sus ceremonias:

Imaginemos un gran edificio redondo, un panteón con mil altares, y en el centro un creyente de cada una de las sectas extintas o existentes a los pies de la deidad que adora a su

modo, en todas las extrañas formas que la fantasía haya podido concebir.

A la derecha tenemos un contemplativo extendido sobre una alfombrilla que, elevando el ombligo al cielo, espera que la luz divina ilumine su alma. A la izquierda, un poseso

está postrado en el suelo que golpea con la frente para expulsar de sí todo lo superfluo. Aquí tenemos un bufón que baila sobre la tumba del que invoca, allí un penitente, inmóvil

y mudo como la estatua ante la que permanece en actitud sumisa. Uno expone lo que suele tapar la vergüenza porque dios no se sonroja de lo que está hecho a su imagen y seme-

janza. El otro se cubre hasta el rostro, como si su creador sintiera aborrecimiento de su obra. Uno vuelve la espalda el sur porque desde allí sopla el viento del demonio, otro

extiende los brazos al este, donde dios muestra su rostro refulgente. Muchachas llorosas martirizan su carne, aún inocente, para aplacar el demonio de la lascivia con métodos

que serían más adecuados para excitarle. Otros se esfuerzan por acercarse a la divinidad por vías completamente distintas: para embotar el instrumento de su virilidad, un joven

fija a él anillas de hierro tan pesadas como toleran sus fuerzas. Otro pone término a la tentación en su misma fuente con una inhumana amputación, y cuelga a continuación el

pellejo sacrificado en el altar.

Mirad cómo salen del templo, llenos del dios que les mueve, y cómo extienden por la Tierra el horror y la ilusión. Se reparten el mundo, que pronto arde por los cuatro

costados; los pueblos escuchan y los reyes tiemblan.

Antes de continuar queremos rechazar todas las falsas aplicaciones, alusiones ofensivas y conclusiones maliciosas que aplauden el ateísmo y que quizá podría imputarnos

una devoción precipitadamente alarmada. Si un lector fuera tan malicioso como para confundir el abuso de la religión verdadera con los monstruosos principios de la

superstición, de antemano haremos que recaiga sobre él todo lo que tiene de vergonzoso su perniciosa lógica [...]

Horroriza ver cómo la opinión de que el cielo se puede satisfacer con masacres, una vez que ha tomado pie, se extiende en casi todas las religiones, y cómo se han

multiplicado las razones para el sacrificio, de tal manera que nadie pueda escapar al cuchillo. Cuando uno se adhiere contumazmente a sus divinidades y está tan vencido por el

vano temor que llegaría al punto de morir para serles grato, ¿tratará con clemencia a sus enemigos? [...]

Pero tenemos aquí un espectáculo de la locura (¡Perdona, oh Santa Religión, que vuelva a abrir aquí tus heridas y la fuente de tus lágrimas eternas!). Toda Europa recorre

Asia por un camino que está empapado de la sangre de los judíos que se dan muerte por su propia mano para evitar caer bajo la espada de sus enemigos. Esta epidemia

despuebla la mitad del mundo habitado; reyes, sacerdotes, mujeres, niños y ancianos, todo cede ante el sagrado torbellino que durante dos siglos ha hecho que se asesine a

incontables pueblos sobre la tumba de un dios de paz9.

Semejante panteón induce a suponer que ninguna de las religiones ha arrendado para sí la verdad o que ninguna tiene nada que ver con ella. Con esto no se aporta una

prueba en contra de cualquiera de las numerosas religiones, y en particular tampoco contra el cristianismo, que era, naturalmente, lo que les importaba a los ilustrados. El

artículo se anticipa a esta objeción, lógicamente correcta, al subrayar que la cuestión del cristianismo es completamente distinta y que cualquier semejanza con las

vulgares religiones falsas es atribuible a la malevolencia del lector. Esa indicación subraya mediante su hipocresía, tan abierta que desarma, la tendencia subversiva del

artículo. Y ya en el siguiente párrafo se menciona un absurdo específicamente cristiano, las cruzadas, la masacre «en la tumba de un dios de paz».

Los ataques subversivos no conllevan ninguna garantía lógica de éxito, y pueden interpretarse de forma completamente distinta según las circunstancias. En nuestro

ejemplo, un teólogo experto podría afirmar, por ejemplo: en ese panteón tenemos cien formas de expresión de la misma necesidad fundamental del ser humano. Lo que

se expresa de tantas formas tiene que ser algo más que una simple quimera; cuantas más religiones haya, más clara será la realidad de su fundamento común. En este caso,

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siempre se podría replicar que por qué las iglesias, hoy tan comprensivas, en el pasado oprimieron a las demás religiones y enviaron al infierno a sus devotos. Antes las

cosas se veían de otra manera. Podemos estar seguros de que un teólogo taimado también sabrá explicar esto.

EL CARÁCTER SUBVERSIVO DE LA RISA

Volvamos al panteón de la Encyclopédie, démonos una vuelta por él, detengámonos asombrados ante alguno de los cultos que desconocemos. ¿Así que esto es lo más

sublime y sagrado que ha creado la humanidad? ¿No es este panteón un panóptico? Es un tópico que de lo sublime a lo ridículo hay un paso muy corto. Esto es así por la

esencia de lo sublime; es sublime aquello que se cree con seriedad extrema, los principios e ideas, la ideología. Semejante seriedad veda toda duda y toda crítica, toda

reserva.

Las ideologías de todo tipo, y en especial las religiones, odian la risa, porque saben lo peligrosa que es. Quien se ríe de algo ya no lo teme. Por eso se persigue y castiga

de forma tan rigurosa la risa, incluso la sonrisa. En el santuario (ni siquiera cuando alberga un dictador ateo embalsamado) no se puede reír; la risa priva al santuario del

temor. Las ideologías exigen que se les rinda un respeto especial. Por consiguiente, quien haga una mueca debe considerarse un sujeto irrespetuoso, un blasfemo. Toda

dictadura persigue sin piedad el chiste político; y en las dictaduras religiosas mofarse de la religión es un delito criminal.

El odio y el temor de las ideologías a la risa son fenómenos universales que, al igual que el fanatismo, se repiten ininterrumpidamente. Ya lo constató Nietzsche: Y el

género humano siempre volverá a decretar de vez en cuando: «hay algo de lo que jamás estará permitido reírse»10. El temor a la risa es el temor al pensar. En lugar de ce-

rrar los ojos cuando se ordena y aceptar crédulamente una doctrina, el irrespetuoso osa echar un vistazo más, eventualmente un vistazo tras el escenario. Ve cosas harto

conocidas, en absoluto respetables, que le recuerdan toda clase de cosas cómicas. Así, ve la vaca sagrada como una vulgar res. Quien se haya reído con toda su alma de

una ideología, de un dogma, de un problema que aparentemente mueve el mundo, jamás experimentará el mismo temor sagrado que antes. Quien quiere matar del modo

más radical, ríe. No se mata con la cólera, sino con la risa 11

. Pero está claro que la risa liberadora, el preludio al desinterés definitivo por una ideología o una religión,

sólo puede estar al final de un largo proceso. Bosquejaremos a continuación estadios o épocas particulares de este proceso.

La caricatura

Una buena caricatura no es una falsificación, sino una acentuación del material. Centra la atención en determinadas características del caricaturizado. Pero no inventa

nada; es polémica, pero no miente... y en eso se basa su eficacia. El observador dice: «la verdad es que es exactamente así»; lo dice sorprendido, divertido, incluso

espantado. La risa que suscita una caricatura puede ser muy equívoca. Una caricatura lograda es por naturaleza subversiva; se limita a representar, dibuja una imagen

acentuada sin pretender exponer un argumento concluyente.

De forma parecida describe Voltaire la intolerancia con sus persecuciones y hogueras. (Obsérvese: no describe un pasado muy lejano, sino «costumbres» que en su

época todavía no habían caído en desuso):

¿Cómo pudo ocurrir que tan pronto como alguien llegara a ser el más fuerte hiciera quemar a quienes defendían otra opinión?

Sin duda eran criminales ante dios, porque eran contumaces: por consiguiente, tenían que arder en el Más Allá durante toda la eternidad. ¿Pero por qué había que quemarlos

en el Más Acá en pequeñas piras? Objetaban que obrando así se inmiscuían en la justicia divina; que imponer esa pena por parte de los hombres era muy duro; que era inútil,

porque una hora de tormento, añadida a la eternidad, no suponía nada.

A estas objeciones replicaban las almas piadosas que no hay nada más justo que colocar sobre carbones ardientes a quienes defienden una opinión distinta; que es grato a

dios mandar quemar a quienes él mismo tendría que quemar; y finalmente, como una o dos horas en la hoguera no significan nada en comparación con la eternidad, apenas

importa nada, tampoco, incendiar cinco o seis provincias por sus opiniones, por sus herejías.

Uno se pregunta hoy qué clase de caníbales han planteado y resuelto en la práctica semejantes cuestiones. Nos vemos obligados a reconocer que esto ha ocurrido entre

nosotros mismos, en las mismas ciudades en las que uno no se interesa más que por la ópera, la comedia, los bailes, la moda y el amor12

.

La caricatura funciona en lo esencial mediante una descripción acentuada de los hechos. Puede bastar una palabra: «caníbales». Una palabra así no es ningún argumento;

¿pero en qué consiste realmente la diferencia entre las hogueras de la Inquisición y los calderos de los caníbales?

RISA SUBVERSIVA O EL MÉTODO DULCE DE EPICURO

También en la Antigüedad hubo ilustrados; el más destacado de ellos fue Epicuro. En las fuentes antiguas se dice sobre él:

Epicuro explica que dios es eterno e imperecedero, pero que no rige como providencia; en general no hay ninguna providencia ni ningún destino, sino que todo surgiría por sí

mismo. La sede de la divinidad está en el entremundo, como él lo llama. Pues él acepta una sede de los dioses fuera del cosmos, es decir, el entremundo. La divinidad se sentiría

a gusto, viviría en paz y en suprema serenidad, y ni tendría preocupaciones ni se las procuraría a nadie13

.

Como es comprensible, el reproche de que Epicuro era un ateo disimulado recorre toda la historia de la filosofía. El pasaje citado sugiere de forma subversiva una

interpretación semejante, aunque no la explícita. Un fragmento afirma:

Si Epicuro afirma que la finalidad de su teoría sobre los dioses es que no hay que temer a dios, sino que hay que desprenderse de la inquietud, ese fin se alcanzaría de forma más

segura si no se admitiera dios alguno u.

Epicuro quería liberar al hombre de su época del temor a los dioses. Pero según todos los fragmentos que han llegado hasta nosotros, Epicuro nunca defendió semejante

posición «segura»; para qué, podría preguntar Epicuro. Únicamente se trata de que no tengamos que temer a los dioses, es decir, que no tengamos que temer que se

ocupan de nosotros. Esa cuestión era esencial para él, y en este terreno aporta el siguiente argumento:

Si dios tuviera que cumplir las oraciones de los hombres, hace mucho que todos ellos habrían perecido, puesto que continuamente los invocan para pedir muchas cosas malas los

unos contra los otros15

.

Nietzsche analizó el método de Epicuro como distinción (subversiva) entre casos:

Epicuro, el apaciguador de almas de la Antigüedad tardía, tuvo aquella maravillosa intuición que hoy sigue siendo tan difícil de encontrar, la de que para

tranquilizar el espíritu no es en absoluto necesaria la resolución de las últimas y más extremas cuestiones teóricas.

Por ejemplo, le bastaba con decir a aquellos a quienes atormentaba «el temor a los dioses»: «si hay dioses, no se ocupan de nosotros», en vez de disputar infructuosamente

y desde lejos sobre la cuestión última de si hay o no dioses.

Aquella posición es mucho más favorable y poderosa. Se concede al otro algunos pasos de ventaja, dejándole así más dispuesto a escuchar y reflexionar. Pero tan pronto

como se dispone a demostrar lo contrario —que los dioses sise ocupan de nosotros—, en qué laberintos y zarzales tiene que meterse el pobre, él sólo [...] Finalmente, a aquel le

acaba repugnando su propia afirmación: se enfría y prosigue con el mismo estado de ánimo que tiene el ateo puro: « ¡pero qué me importan a mí los dioses en realidad! ¡Que se

vayan al diablo!».

En otros casos, especialmente cuando una hipótesis a medias física, a medias moral, había ensombrecido el espíritu, no refutaba esa hipótesis, sino que admitía que bien

podría ser así: pero había además una segunda hipótesis para explicar el mismo fenómeno; las cosas quizá pudieran ser de otra manera. La mayoría de las hipótesis basta

también en nuestra época [...] 16

.

Verdaderamente, la mayoría de las hipótesis posibles no demuestra nada en contra o a favor de una determinada de ellas, y el creyente parte del principio de que él posee

la única hipótesis correcta, la única verdadera, de que por tanto todos los demás intentos de explicación son erróneos. Epicuro, por tanto, no utiliza el método completo de

distinción de casos, sino sólo su primera parte. Enumera alternativas posibles, sin que ni siquiera necesite afirmar que ha efectuado una enumeración completa. No entra

en demostrar la falsedad de las alternativas particulares, cosa que también sería mucho más difícil. Su método es subversivo; demuestra que los puntos de vista tradiciona-

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les no son más que unos entre otros muchos, igualmente posibles. Algunos de ellos exigen oscuros prerrequisitos metafísicos o religiosos, otros vienen sin ellos. Uno

puede elegir entre muchas más posiciones de las que era consciente al principio.

MILAGRO SOBRE MILAGRO

La historia de la creencia en los milagros y de los bizantinismos teológicos a los que ha dado lugar ofrece un magnífico ejemplo del ascenso y ocaso de las ideologías.

Recapitulemos brevemente los intentos de refutar argumentativamente la creencia en los milagros.

Desde un punto de vista sistemático, habría que mencionar en primer lugar las objeciones de varios filósofos críticos que tenían muchos reparos frente al mero

concepto del milagro, que los consideraban superfluos o casi contradictorios con la esencia de un dios11

. Por tanto, no podría haber milagros. Pero a estas objeciones,

sumamente agudas, el creyente en los milagros puede objetar que un dios no tiene por qué regirse por las ideas de los filósofos, por lo que a veces su forma de obrar tiene

que parecerles irracional a estos.

Los relatos de milagros también se han discutido haciendo referencia a la falta de credibilidad de sus testigos. Es un argumento ad hominem utilizado con frecuencia,

pero no es concluyente. El creyente en los milagros no tiene, pues, por qué discutirlo en serio.

Finalmente está la crítica interna a los relatos de milagros, tal como la que llevó a cabo con tanta seriedad Reimarus, por ejemplo. Prescindiendo de las eventuales

contradicciones en los textos, que pueden explicarse fácilmente mediante su errónea transmisión, la crítica parte aquí de los «momentos de transición», en los que se pasa

del transcurso normal de la naturaleza al transcurso milagroso. Es un pasatiempo intelectual sin especial valor argumentativo: el Mar Rojo se dividió; bien, ahí tenemos

un milagro. Pero entonces los numerosos judíos habrían tenido que correr a una velocidad de vértigo para poder pasar en el brevísimo lapso de tiempo que se menciona:

ningún ser humano puede correr tan deprisa. Por tanto, el relato del milagro no es verdadero.

Este tipo de crítica puede ejercerse sobre todos los relatos bíblicos de milagros, y de hecho se ha ejercido. ¿Pero qué se demuestra con ella? Para los creyentes en los

milagros, sólo una cosa; que los milagros son milagrosos y que el decurso de un milagro tuvo que ser notablemente más milagroso de lo que expone el sucinto relato bí-

blico. En resumen: no existe una argumentación realmente vinculante, concluyente, contra la creencia en los milagros; no puede haberla porque se trata de una creencia,

de un principium.

Desde el punto de vista de la subversividad, la cuestión tiene un aspecto bastante distinto. La exposición y comentario detallados de los propios relatos milagrosos

tienen un efecto más poderoso que toda esta crítica seria, pesada y, sin embargo, inconcluyente. Uno termina por no poder contener apenas la risa, y ese es el principio del

fin.

Es tentador poner, al lado del comentario tan serio que Reimarus redactó (y dejó en el cajón) sobre los relatos bíblicos de milagros, las observaciones paralelas de

Voltaire sobre esos mismos relatos, por ejemplo, la historia del paso del Mar Rojo por los judíos. Voltaire subraya con trazo grueso todo lo que tiene de prodigioso el

relato del milagro, destacando así especialmente su falta de credibilidad, sin que el crítico tenga nada que añadir. Allí donde Reimarus calcula sombrío la imposibilidad

de que tantos seres humanos cruzaran el mar en un tiempo tan breve, incluso aunque se hubiera secado, Voltaire muestra una irónica piedad. Pone en boca de «críticos

incrédulos» todas las objeciones contra el relato bíblico y de vez en cuando se precave frente a ellas con penetrante credulidad, por ejemplo admitiendo todas las

dificultades que plantean los críticos incrédulos, para acabar declarando:

Aquí no se trata de la razón, inteligencia, probabilidad o posibilidad física. En este libro todo trasciende nuestra comprensión, todo es divino, todo es milagro; y como los judíos

eran el pueblo de dios, no tenía por qué ocurrirles nada de lo que les suele ocurrir a los demás pueblos. Lo que en una historia usual parece absurdo, aquí es digno de

admiración18

.

Y es precisamente ese carácter absurdo de las historias lo que subraya una y otra vez el ilustrado Voltaire. Apenas puede hacer más, pero apenas se requiere más.

Todos conocen la historia de Noé, su arca y el diluvio universal que duró 150 días19

. Noé tenía entonces, según el relato bíblico, 150 años. Cuando se lee con más

detenimiento el relato, se plantean todo tipo de dificultades técnicas, amorosamente expuestas por Voltaire:

Todo en la historia del diluvio es milagroso: [...] un milagro, que las aguas subieran quince codos por encima de las montañas más altas; un milagro, que hubiera compuertas en

el cielo, así como puertas y agujeros; un milagro, que todos los animales acudieran al arca desde todas las partes del mundo; un milagro, que Noé encontrara algo con lo que

alimentar a sus animales durante seis meses; un milagro, que a todos en el arca les bastara con sus provisiones; un milagro, que la mayoría de los animales no muriera allí; un

milagro, que encontraran algo que comer una vez que salieron del arca [...J20

.

El que cree en milagros intenta aclarar muy seriamente todas estas cuestiones; el crítico acerbamente serio, sañudo, deduce de lo milagroso de los milagros una refutación

de la religión; Voltaire, por el contrario, se limita a transcribir el relato del milagro con gran amor al detalle para concluir su exposición con desvergonzada santurronería:

Verdaderamente, sería necio explicar la historia del diluvio, puesto que esta es la cosa más milagrosa de la que jamás se haya tenido noticia. Se cuenta entre esos enigmas que

no se ponen en duda en virtud de la fe; pues la fe nos hace creer lo que la razón no puede creer... lo que es un milagro más.

Así, la historia del diluvio universal es como la de la torre de Babel, la burra de Bileam, la caída de Jericó por el sonido de las trompetas, la del agua que se convirtió en

sangre, la del paso del Mar Rojo y todos los demás milagros que dios hizo por amor a su pueblo elegido: hay ahí profundidades que no puede sondear el espíritu humano 21

.

El crítico Voltaire quiere confinar al reino de la fábula las historias bíblicas de milagros. En el peor de los casos, se puede mostrar la improbabilidad empírica de las

narraciones bíblicas; pero que un milagro sea improbable no es ningún milagro. Consecuentemente, Voltaire jamás insiste en una «refutación» de los relatos sobre

milagros. Leído literalmente, no hace más que exponer las historias de milagros, demuestra lo que tienen de milagroso y proclama al final: «¡milagro sobre milagro!». El

creyente no puede objetar nada a esto... en todo caso, hubiera preferido no oírlo tan gruesamente expuesto, de forma tan embarazosa.

Es un hecho sabido que una ideología, un principio de fe, puede terminar siendo embarazoso. Hay cierto grado de firmeza ideológica (los críticos maliciosos dicen:

tontería), de credulidad piadosa que ya sólo produce un efecto embarazoso o cómico ante el prójimo. En la formulación de Nietzsche, el crítico de las ideologías: En todo

partido hay alguno que por su exposición excesivamente crédula de los principios del partido mueve a los demás a desertar22

.

El ilustrado Voltaire adopta el papel de este creyente excesivo y manifiesta un «fideísmo ciego». Fideísmo quiere decir creer sin más las doctrinas y dogmas de una

religión renunciando a todos los esfuerzos de la razón. Las iglesias sienten una limitada simpatía hacia esto, porque valoran que una parte de su doctrina también pueda

entenderse mediante la razón común, y en especial que no sea contraria a la razón. Pero como estas mismas iglesias conservan e interpretan escrituras sagradas, y como

se basan en la revelación, no pueden pasarse sin la fe en puntos muy esenciales. Es precisamente esto lo que utiliza Voltaire; describe problemas de las narraciones de los

milagros que se resisten al entendimiento y, acto seguido, escenifica el «salto a la fe».

No hay ningún argumento concluyente contra los relatos de los milagros. Tampoco se puede refutar definitivamente el creacionismo, la más reciente criatura de la

credulidad bíblica, mediante argumentos paleontológicos, genéticos o astrofísicos. Pero cuanto más exacta y consecuentemente se analicen todas estas historias de

milagros, tanto antes se llega a la asombrada pregunta: ¿y uno tiene que creerse esto? Todos, incluso el creyente, conceden que el mundo está lleno de fábulas ficticias de

todo tipo, de milagros que no lo son, de oscurantismo. Cuanto más claramente consciente de esto se haga a alguien, tanto más difícil será convencerle de la verdad de

determinados relatos milagrosos. ¿Qué es, preguntará, lo que precisamente en este caso apoya la verdad de la historia milagrosa?

En ningún momento del transcurso de la historia de la creencia en los milagros se encontrará el argumento único, definitivo y concluyente contra la aparición de

milagros. No existe tal argumento. Una parte creía en los milagros, otra no, con lo que se alcanza el término lógico de la discusión. A pesar de esto, con el transcurso del

tiempo la gente ha ido perdiendo de forma muy fundamental la fe en los milagros. A excepción de unos cuantos teólogos, que al fin y al cabo viven de ellos, nadie se

ocupa ya de los milagros. Al final está el desinterés del público, de modo que a estas alturas cuesta un gran esfuerzo exhumar de las bibliotecas las antiguas historias de

los milagros. Los milagros han desaparecido del pensamiento de los hombres tanto como los nombres de los santos del calendario diario: ¿a quién le importa ya todo

esto? Por tanto, los ataques de los ilustrados han tenido un efecto, si no lógicamente concluyente, sí subversivo.

El ilustrado no debería, sin embargo, dejar de remover demasiado pronto las antiguas historias. La gente debe escuchar qué cosas forman parte de su religión. Por este

motivo, en su Diccionario filosófico Voltaire recogió gran cantidad de extrañas historias de santos. Como ejemplo podría bastar el que Voltaire cita (correctamente) de la

vida de Dionisio Areopagita:

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Durante mucho tiempo fue considerado el primer obispo de París. Harduino, uno de sus biógrafos, añade que en París fue arrojado a las fieras; pero que cuando hizo la señal de

la cruz, las bestias se postraron a sus pies. Los parisinos paganos le arrojaron a un horno encendido, del que salió fresco y en perfectas condiciones. Le crucificaron, y estando

crucificado empezó a predicar desde la cruz. Le encerraron en una cárcel, junto con sus compañeros Rústico y Eleuterio; allí celebró la misa. San Rústico oficiaba de diácono,

y Eleuterio de subdiácono. Finalmente, se condujo a los tres a Montmartre, donde se les decapitó23

, después de lo cual dejaron de celebrar la misa.

Pero, según Harduino, ocurrió un milagro aún mayor. El cuerpo de San Dionisio se levantó y tomó su cabeza entre las manos. Los ángeles le acompañaban cantando Gloria

tibi, Domine, aleluya. Llevó su cabeza hasta aquel lugar en el que se erigió una iglesia en su honor; esa es la célebre iglesia de Saint Denis... 24

Ya en época de Voltaire, toda la leyenda de Dionisio se consideraba una falsificación. Pero esto no parece impresionarle mucho a Voltaire, que se muestra piadoso:

Muy lejos de dañar a la religión cristiana, esta asombrosa retahíla de mentiras sólo sirve para demostrar su carácter divino, que a pesar de aquellas se confirma día tras día25

.

Precisamente al presentarse, una y otra vez, como más creyente en los milagros que nadie, Voltaire puede ocasionalmente asestar un golpe hiriente. Así, informa en

detalle de dos fraudes descarados, históricamente muy bien documentados, referentes a supuestas apariciones; uno de ellos montado en 1509 por los dominicos, el otro en

1534 por los franciscanos. Indica las fechas y las fuentes exactas, y concluye:

Después de tales visiones es innecesario seguir relatando otras. Todas son o trapacerías o locuras. Las apariciones del primer tipo competen a la justicia, las del segundo son o

visiones de locos enfermos o visiones de locos que gozan de óptima salud. De las primeras da cuenta la medicina, de las segundas el manicomio26

.

¿Demuestra algo con esto el ilustrado? No, aquí no hay nada que demostrar, cada historia debe ser juzgada por sí misma. Mil milagros fraudulentos no demuestran

lógicamente nada en contra de la posibilidad de los milagros auténticos. ¿Pero a quién le interesa eso ya...?

CAMBIO DE PERSPECTIVA Y ALIENACIÓN

Uno de los procedimientos subversivos para sacar de su círculo cerrado a personas fijadas en una ideología es la alienación. Se les presenta su ideología a una nueva y

desacostumbrada luz. Por lo general, los partidarios de una ideología conservan íntegramente su entendimiento crítico, simplemente abdican de él tan pronto como pisan

su terreno sagrado. Mediante el trabajo del ilustrado deben aprender a contemplar su ideología desde fuera, con los ojos de un espectador que no ha sido educado en ella.

Eso puede tener como resultado que vuelvan a utilizar su entendimiento crítico usual también sobre el ámbito anteriormente sacralizado.

Este es un método bien conocido en la literatura. Un ejemplo célebre son las Cartas persas de Montesquieu. Esta es una novela epistolar en la que un persa que llega

a Francia describe en las cartas que envía a Persia sus impresiones y vivencias en la Francia contemporánea, lo que permite representar la cultura, política, religión, cien-

cia y moralidad francesas desde una perspectiva culta, pero exótica. Las Cartas persas fueron un libro muy popular en su época y jamás fueron atacadas por la censura,

porque la crítica que se oculta en ellas es, en conjunto, suave, y la ironía no es demasiado hiriente.

Un procedimiento afín es la introducción de un «observador procedente de un astro exterior». Este forastero describe de forma correcta nuestra situación terrenal, pero

con su terminología peculiar, aparentemente ingenua. No está deformado de antemano por nuestras tradiciones y tabúes cuando describe lo que ve entre nosotros.

Voltaire utiliza este método en su relato Micromégas27

.

Micromégas es un ser gigantesco llegado de Sirio que viaja por el cosmos hasta llegar a la tierra y se asombra de los minúsculos, apenas perceptibles seres que

encuentra aquí. Investiga si a estos seres minúsculos se les puede atribuir inteligencia, libre albedrío y alma.

Se asombra de lo mucho que saben los minúsculos sobre el cosmos, sobre geometría y sobre física. Supone que quien es capaz de tales conocimientos debe ser muy

feliz; los seres humanos, sin embargo, le informan sobre sus guerras. Micromégas también escucha atónito sus diversas filosofías sobre el alma y cosas semejantes.

La distancia crítica frente a una ideología se logra trasladándola a un contexto distinto; al efectuar esa traslación es necesario conservar las características relevantes de

la ideología en cuestión. El probo escritor no omitirá aclarar explícitamente la aplicación práctica, la «moraleja» de una alienación semejante, cayendo así en una trampa

lógica. El efecto subversivo de la alienación no estriba en último término en la renuncia a la exposición de la moraleja que se pretende o, incluso, en negar decididamente

esa moraleja con un gesto de santurronería. Desde el punto de vista lógico, esta negación es siempre posible, puesto que analogías, paralelismos y sustituciones no

prueban nada per se.

Es ilustrativo aplicar este método fuera y dentro de la religión o ideología consagradas dentro del propio círculo cultural. Desde el punto de vista lógico no hay

ninguna diferencia, y sin embargo la reacción será muy distinta.

¿Qué diríamos de una religión que exigiera a sus devotas ensanchar su labio inferior hasta el extremo de que quepa en él un platillo? ¿O de los hombres que se rebanan

la oreja izquierda? ¿O de los que sólo se acercan al santuario con un tarugo en la nariz? Habría mucho que decir al respecto, pero no podríamos tomar realmente en serio

cosas semejantes. ¿Se nos ocurriría entrar en una discusión seria sobre el nexo entre la religión —es decir, la relación entre el hombre y la divinidad— y el lóbulo de la

oreja izquierda? ¿Pero no representan los dogmas y ritos cristianos (¡pero no sólo cristianos!) algo parecidamente extraño para el observador externo?

Por ejemplo, en el artículo de su diccionario sobre la «fe» Voltaire empieza por ofrecer, junto a una definición especialmente piadosa, unos cuantos ejemplos exóticos.

Describe algunos dogmas de fe ajenos desde una perspectiva externa pero cercana al europeo, desde la cual no parecen precisamente profundas verdades. Como se trata

de casos ajenos y exóticos, puede permitirse incluso un pequeño codazo en passant: La fe no consiste en creer lo que le parece correcto a la inteligencia, sino en creer lo que

parece falso. Es auténtica fe que los asiáticos crean en el viaje de Mahoma a los siete planetas, en las reencarnaciones del dios Fo, de Vishnu, de Xaca, de Brahma, de

Sammonocodom, etc. No escuchan a su inteligencia y retroceden espantados ante cualquier crítica; no quieren ser empalados o quemados en la hoguera, afirman: yo creo.

Para que hasta el más lerdo de los lectores piense en el cristianismo ante tales ejemplos, Voltaire niega expresamente cualquier semejanza. Con esto alcanza el culmen de

lo que el crítico puede alcanzar aquí de forma lógicamente impecable: sugiere asociaciones, incita a pensar:

Nada más lejos de nosotros que querer aludir aquí a la fe católica; no sólo la veneramos, sino que hacemos profesión de ella. Aquí hablamos únicamente de las falsas creencias

del resto de los pueblos del mundo.

Acto seguido, vuelve a ofrecer una historia increíble sobre un fraude de la superstición en India y prosigue:

Entre los cristianos, las cosas son distintas. Su fe en cosas que no entienden se basa en lo que entienden; pueden juzgar qué es digno de crédito [...] Así, la fe cristiana, sobre todo

la romana, es la fe par excellence. La fe luterana, la calvinista o la anglicana son malas fes 28

.

El método conmociona cuando se aplica a la propia y santa religión. En ocasiones basta con un mero cambio de denominación por el que un mismo hecho se nombra con

una terminología trivial en sustitución de la sagrada. Ese es, por ejemplo, el sentido subversivo de la expresión un dios de pasta. Esta expresión se escucha como algo en-

teramente normal o como una blasfemia, según que la expresión se aplique a un culto pagano selvático cualquiera o al cristianismo. Voltaire no dirá jamás que ambos

casos sean equiparables; semejantes argumentos (que de todas formas no son concluyentes) los pone en boca de un adversario polémico del cristianismo con el que no se

identifica. Voltaire también hace que un furibundo detractor del cristianismo dirija el siguiente discurso a un cura:

¿Cómo os atrevéis a negar vuestra idolatría, vosotros, que en mil iglesias dais culto a la leche de la Virgen, al prepucio y al ombligo de su hijo? ¿Vosotros, que adoráis bajo la

forma de un culto idólatra un trozo de pasta que tenéis que guardar en una cajita por miedo a los ratones? Vuestros católicos romanos han llevado su católica extravagancia al

punto de afirmar que transforman en dios ese pedazo de pasta... ¿No tiene uno que haberse convertido en un animal para imaginarse que un panecillo blanco y un vino tinto se

transforman en dios?29

Y el orador sigue mostrando su asombro por el hecho de que el sacerdote, después de inclinarse y hacer reverencias a izquierda y a derecha, hacia atrás y hacia delante, se

coma y se beba a su dios. Si leyéramos únicamente la última frase, tendríamos la simple negación de un milagro, es decir, una crítica totalmente externa. El pasaje obtiene

su carácter subversivo gracias a las alusiones preparatorias a cultos idólatras paganos (y por tanto ridículos) y a reliquias que en la época de Voltaire ya resultaban muy

embarazosas (Voltaire no inventó esas reliquias; con toda seguridad hoy todavía se conservan en algún relicario). Desde un punto de vista externo, parece que no hay

ninguna diferencia entre los fetiches paganos y las reliquias cristianas... esto, pero nada más que esto, es lo que expone Voltaire. Por lo demás, deja al lector sus propias

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reflexiones. Él mismo no se lanza a ataques furibundos; en todo caso, informa de ellos como de las opiniones de terceros. Sin embargo, basta con eso para mover a

reflexión.

SUSTITUCIONES SALVA ABSURDITATE

Nos ocuparemos una vez más de la técnica de la sustitución. Esta vez se trata de sustituciones en la que se traza un paralelismo entre la postura atacada y otras, menos

sublimes, con una estructura lógica análoga. Podríamos denominarlas sustituciones salva absurditate, modificaciones en las que se conserva el absurdo. Consideremos,

por ejemplo, el piadoso principio credo quia absurdum est, creo porque es absurdo. En un artículo sobre figuras de argumentación específicamente teológicas escribe

Voltaire sobre este principio:

San Agustín habla de forma parca cuando afirma: «creo porque es absurdo; creo porque es imposible». Semejantes palabras, que serían extravagantes en cualquier asunto

mundano, son en extremo venerables en la teología. Significan: lo que a los ojos mortales es absurdo e imposible, no lo es de ningún modo a ojos de dios; dios me ha revelado

estos supuestos absurdos, estas aparentes imposibilidades, y por tanto tengo que creerlas.

Un abogado no podría hablar así ante el tribunal. Un testigo sería encerrado en un manicomio si dijera: confirmo que el acusado, mientras estaba en la cuna en Martinica,

asesinó a un hombre en París; y estoy tanto más seguro de este asesinato cuanto más absurdo sea. Pero la revelación, los milagros, la fe, que se basan en razones dignas de

crédito, pertenecen a un orden del ser completamente distinto30

.

Voltaire no ataca la pretensión de que las argumentaciones piadosas gozan de un estatuto especial, sino que se limita a ilustrarlo, nos hace conscientes de él, muestra casi

sin comentarios sus paralelismos triviales. Voltaire no afirma: « ¿cómo sería el mundo si alguien pretendiera argumentar así? Por tanto, no es admisible que nadie

argumente de ese modo». Voltaire únicamente demuestra ad oculos. Quien aún así siga negándose a ver, no tiene remedio.

Un teólogo replicará que no es admisible aplicar los baremos humanos a los asuntos religiosos. ¿Cómo reacciona Voltaire? Subraya precisamente este

contraargumento del teólogo ofreciendo de inmediato una pequeña colección de ejemplos y remitiendo con un gesto de santurronería inequívocamente fingida a la

diferencia fundamental entre la argumentación terrenal y la piadosa31

, de modo tal que el teólogo tiene que sentirse bastante incómodo con su propia figura

argumentativa.

ANALOGÍAS HUMANAS, DEMASIADO HUMANAS, CON LAS COSAS DIVINAS

Un método especialmente pérfido es devolver a la esfera terrenal representaciones ideales, dogmas y dioses trascendentes, trivializándolos de ese modo. Así, resulta que

las historias sagradas devienen absurdas o abstrusas cuando se traducen a las situaciones humanas ordinarias y se miden con los baremos racionales o morales corrientes.

Los defensores de la doctrina así caricaturizada objetarán que el sentido de las doctrinas trascendentes se pierde cuando se las contempla con ojos terrenales y se las mide

con haremos terrenales. Pero a pesar de esas protestas, la espina se queda.

En numerosas ocasiones, Nietzsche construye analogías terrenales con los asuntos divinos. Así humaniza, por ejemplo, la doctrina de la utilidad de la fe. ¿Qué le

puede importar a dios que se crea en él? ¿Por qué atribuye tanto valor a que se le crea todo sin pruebas? A propósito de esto, Nietzsche hace replicar a un viejo vigilante

nocturno (que «despierta cosas antiguas, dormidas desde hace largo tiempo»):

¿Demostrar? ¡Como si él hubiera demostrado algo jamás! Le resulta difícil demostrar; da gran importancia a que se le crea. ¡Sí! ¡Sí! La fe le hace feliz, la fe en él. ¡Así son los

viejos! ¡Y así nos va a nosotros!32

La novedosa interpretación de Nietzsche de la historia bíblica del pecado original (es decir, comer del fruto del árbol de la ciencia) es psicológicamente hábil.

Retrotrayendo el texto sagrado a las relaciones de poder terrenales, un viejo y astuto sacerdote sustituye al dios bíblico:

¿Se ha entendido de verdad la famosa historia que está al comienzo de la Biblia, acerca de la angustia infernal de dios frente a la ciencia?... No se la ha entendido. Ese libro

sacerdotal par excellence comienza, como es obvio, con la gran dificultad interna del sacerdote: este tiene un único peligro grande, por consiguiente «dios» tiene un único

peligro grande.

El viejo dios, todo él «espíritu», todo él sumo sacerdote, todo él perfección, se pasea por su jardín placenteramente: sólo que se aburre. Contra el aburrimiento luchan en

vano incluso los dioses. ¿Qué hace? Inventa al hombre, el hombre es algo entretenido... Pero he aquí que también el hombre se aburre. El apiadamiento de dios por la única

molestia que en sí tienen todos los paraísos no conoce límites: pronto creó también otros animales. Primer fallo de dios: el hombre no encontró entretenidos a los animales [...]

Por consiguiente, dios creó a la mujer. Y de hecho, ahora el aburrimiento se terminó, ¡pero también se terminaron otras cosas! La mujer fue el segundo fallo de dios [...] «De la

mujer viene todo infortunio al mundo», esto lo sabe asimismo todo sacerdote. «Por consiguiente, también la ciencia viene de ella» [...]

La ciencia hace iguales a dios, ¡se han terminado los sacerdotes y los dioses si el hombre se vuelve científico! [...] La ciencia es el primer pecado, el germen de todo pecado,

el pecado original. La moral no es más que esto. «No conocerás»: el resto se sigue de ahí [...]

¿Cómo defenderse de la ciencia? [...] Respuesta: ¡fuera del Paraíso el hombre! La felicidad, la ociosidad inducen a tener pensamientos, todos los pensamientos son malos

pensamientos... El hombre no debe pensar. Y el «sacerdote en sí» inventa la indigencia, la muerte [...] La indigencia no le permite al hombre pensar... Y, ¡pese a todo! La obra del

conocimiento se alza cual una torre, asaltando el cielo, trayendo el crepúsculo de los dioses, ¡qué hacer! El viejo dios inventa la guerra, separa los pueblos, hace que los hombres

se aniquilen mutuamente [...]

¡Increíble! Pese a las guerras, el conocimiento, la emancipación con respecto al sacerdote, aumenta. Y al viejo dios se le ocurre una última decisión: «el hombre se ha vuelto

científico; no queda otro remedio, ¡hay que ahogarle!» 33

.

Otra trivialización emprendida por Nietzsche se refiere a la denominada «teología del castigo». Aquí, el sufrimiento se interpreta como un castigo bienintencionado de

dios, al que está vinculado un fin último salvífico, pero incomprensible para el ser humano en su limitación. En el capítulo 12 de la Epístola a los hebreos, que se ocupa

del castigo del ser humano por la divinidad, se encuentra la célebre frase: Pues a quien ama el Señor, le corrige; y azota a todos los hijos que acoge34

.

Ahora bien, a esa frase no puede oponerse ningún argumento concluyente toda vez que la gente esté dispuesta a creer en una divinidad que corrige amorosamente.

Pero esto da pie a la siguiente observación de Nietzsche:

El cristianismo tiene algo de oriental y algo de femenino. Eso lo traiciona la idea «A quien ama el Señor, le corrige»; pues las mujeres en Oriente consideraban los correctivos

[...] como una señal del amor de su hombre y se lamentaban cuando carecían de tales señales35

.

El crítico subversivo puede y debe dejar al lector que desarrolle las consecuencias de que el paralelismo del castigo terrenal demuestre ser de mala nota. Pues, desde un

punto de vista puramente lógico, semejante paralelismo es irrelevante. El crítico se limita a trazar el paralelismo y luego puede contemplar divertido cómo sus adversarios

teológicos empiezan a ponerse nerviosos con él.

UN MODELO ESTRUCTURAL DEL «LIBREPENSADOR» COLLINS

El «librepensador» inglés Anthony Collins inventó en 1713 el modelo de una dogmática construido en analogía con dogmas de fe (que no especificó con más detalle).

Para evidenciar lo absurdo de una limitación del libre pensamiento, eligió como paralelismo la libre visión. Supongamos, dice alguien, que para la paz social es necesario

que todos los hombres compartan la misma fe sobre determinadas percepciones de un rostro. A este efecto, alude al peligro de las ilusiones sensoriales. Por tanto, se

establecen dogmas de fe y se institucionalizan intérpretes de las percepciones de los rostros. Así puede establecerse el siguiente sistema dogmático:

• Una bola puede atravesar una mesa.

• De una bola pueden hacerse dos.

• Es posible hacer invisible un piedra.

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• Un cordel puede quemarse en trozos y restituirse en su integridad a partir de las cenizas.

• Un rostro puede ser cien rostros o mil rostros.

Y ahora obligaríamos a la gente a reconocer estos dogmas; los intérpretes profesionales de los dogmas de fe dirían que dichos dogmas superan la percepción de los rostros,

pero no la contradicen. Los escépticos serían librados al odio de la multitud y se afirmaría que están aliados con el diablo36

.

Esto puede parecer ridículo. Pero las religiones están repletas de figuras de pensamiento semejantes. ¿Qué nos impide considerar que Collins, con su modelo, ha captado

con notable acierto la esencia de los sistemas dogmáticos?

TRIVIALIZAR

La de «trivialidad» no es una categoría lógica ni se puede reconstruir lógicamente; en la vida práctica, sin embargo, esta categoría es muy relevante. Trivializar una

cuestión disputada es el intento de socavar la confianza del fanático que se apasiona por ella. Ahora bien, no hay ninguna medida objetiva para establecer qué es

importante y qué una trivialidad: ¿cómo se podría convencer a alguien de que está a punto de discutir sobre trivialidades? Esto sólo puede hacerse de forma subversiva. Se

manifiesta con la mayor frecuencia y claridad posibles que para otras personas, para la mayoría, la cuestión en discusión carece de interés, es secundaria o ridicula. Con

eso no se engañará al fanático, pero quizá se evite que siga ganando partidarios y que extienda la disputa a su entorno.

Para el observador externo, la historia temprana de la iglesia ofrece una imagen incomprensible. Con qué encono se discutió en ella de bizantinismos teológicos, de

formulaciones dogmáticas enteramente incomprensibles, cuántas declaraciones recíprocas de herejía y cuántas persecuciones hubo en ella. En la disputa entre trinitarios

y arríanos, por ejemplo, la cuestión en discusión era si tres dioses podían estar unidos en un solo dios; si dios hijo fue engendrado o creado por dios padre, o si el hijo

existió siempre simultáneamente con el padre. Este tipo de cuestiones condujeron a disputas y derramamientos de sangre inacabables. Por eso, el emperador Constantino

(«el Grande») convocó anno 325 el concilio de Nicea. La carta de convocatoria del emperador afirmaba que la controversia era hasta tal punto insignificante que no

justificaba una gran discusión; no era especialmente importante, era poco útil, en modo alguno inevitable, y sólo confundiría el entendimiento de las personas piadosas37

(Ya entonces había que ser un emperador para permitirse semejante juicio).

Podría considerarse la trivialización una variante de la crítica interna. No se rechaza ni se analiza la cuestión en discusión, simplemente se deja a un lado. Pero en un

sistema lógico cerrado todas las proposiciones son igualmente importantes: si una no es verdadera, ninguna lo es. Tendencialmente, la trivialización es subversiva;

cuando se empieza a considerar que determinados dogmas de fe no son tan importantes, ¿dónde está el límite de lo vinculante?

Las categorías «esencial» o «secundario» no son de naturaleza lógica, sino valoraciones subjetivas. Cuando declaramos que una controversia es trivial, eso no

significa nada para quienes participan en ella. Pero los observadores quizá se digan: parece que hay mucha gente a la que esta discusión enconada y sutil no le interesa en

absoluto; ¿por qué nos debería interesar a nosotros?

DEFENDER INTENCIONADAMENTE ALGO UTILIZANDO MALAS RAZONES

Concluyamos la exposición del procedimiento subversivo con un método bosquejado en su momento por Nietzsche:

La forma más pérfida de perjudicar a una causa es defenderla intencionadamente con razones equivocadas38

.

«Razones equivocadas» son argumentos que el oyente percibe como inadmisibles o inadecuados, quizá paródicos, a pesar de que considere verdadero el resultado de la

argumentación. Permitamos que en este momento Voltaire aparezca, por última vez, como salvador de la religión. Lo que defiende Voltaire es el viejo argumento de que

la religión es imprescindible por razones políticas y que una religión cualquiera no deja de ser mejor que ninguna religión en absoluto:

La debilidad y perversidad de los seres humanos es tan grande que sin duda es mejor para nosotros cultivar todas las supersticiones posibles, siempre que no sean sanguinarias,

que vivir sin religión39

.

Hay numerosas supersticiones, y la frontera entre la superstición y la religión empieza a desdibujarse. Son tantas las cosas incomprensibles en las doctrinas religiosas...

No importa, comenta Voltaire, siempre será mejor esto que el que no exista religión alguna, porque... y sigue una fundamentación tan citada como pobre:

No hay que hacer que se tambalee una idea tan útil para la humanidad... Me gustaría que mi sastre, mi criado, incluso mi mujer creyeran en dios; me imagino que entonces se

robaría menos y se cometerían menos adulterios40

.

La cuestión de la verdad de la religión pasa por completo a un segundo plano merced a una fundamentación semejante, puesto que aunque todo fuera superstición, no

habría que modificar esta fundamentación. Esto anima a preguntar por una fundamentación mejor. Aunque quizá no sea posible encontrarla.

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NOTAS

1 Por razones de claridad, volveremos a concentrarnos en el terreno religioso; los grandes tratados sobre la intolerancia de Espinosa, Locke y Voltaire también se refieren

exclusivamente a la religión. 2 Dict. Phil, «Tolérance».

3 Cualidades esenciales de un objeto.

4 Voltaire, Traité sur la tolérance, sección 5.

5 Ibid., sección 8.

6 Ibid., sección 17.

7 Ibid., sección 19.

8 Ibid., sección 22.

9 Del artículo «Fanatisme» de M. Deletre en la Encyclopédie de Diderot y D'Alambert, tomo 6, París 1756. Voltaire utilizó buena parte de este texto para el artículo

«Fanatisme» de su Dict. Phil. 10

Fróhl. Wiss., núm. 1, hacia el final (Por lo demás, un aforismo que da mucho que pensar). 11

Nietzsche, Zarathustra, 4a parte, «La fiesta del asno», 1.

12 Voltaire, Dict. Phil. (en realidad: Questions 7,1771), «Hérésie».

13 Epicuro, p. 133.

14 Ibid., p. 137.

15 Ibid., p. 137; cfr. Nietzsche, Der Wanderer, 74.

16 Nietzsche, Der Wanderer, 7; cfr. ibid. 16.

17 Por ejemplo, Espinosa, Tract. Theol.-Pol., cap. 6, «De los milagros».

18 Voltaire, La bible enfin expliquée, nota a 2. Moisés, 16.

191. Moisés, 7-8.

20 Dict. Phil., «Inondation».

21 Ibid.

22 Menschliches, Allzumenschliches 298.

23 San Dionisio Areopagita (la fiesta del San Dionisio de París se celebra, junto con la de San Rústico y San Eleuterio, el 9 de octubre) es representado en las imaginería

eclesiástica llevando la cabeza (junto con la tiara) bajo el brazo. 24

Voltaire, Dict. Phil. (en realidad: Questions 4,1771), «Denys L'Aréo- pagite». 25

Ibid. 26

Voltaire, Dict. Phil. (en realidad: Questions 9,1772), «Visions». 27

Voltaire, Micromégas, 1738. Este relato se menciona aquí sólo por el método utilizado; por lo demás, no es una de las mejores obras de Voltaire. 28

Dict. Phil., «Foi». 29

Voltaire, Le diner..., segundo diálogo. 30

Voltaire, Dict. Phil. (en realidad: Questions 5,1771), «Economie des paroles». 31

Ibid. 32

Nietzsche, Zarathustra, 3, «De los réprobos». 33

Nietzsche, Der Antichrist, 48 [versión española: El Anticristo, traducción de Andrés Sánchez Pascual, Madrid, Alianza Editorial, 1978].

34 Hebreos, 12, 6.

35 Nietzsche, Frohl. Wiss., 191.

36 Collins, Discourse (1713).

37 Eusebio, pp. 114-119. Cfr. Voltaire, Dict. Phil., «Arius, Arianisme».

38 Frohl. Wiss., 191.

39 Voltaire, Traité sur la tolérance, sección 20.

40 Voltaire, A, B, C., 17° diálogo.

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10. EPILOGO

LAS MURALLAS DE JERICÓ

Al final de nuestra larga disertación sobre la argumentación, especialmente en su forma subversiva, es posible entender aquel curioso fenómeno para el que, en un primer

momento, no podíamos encontrar una explicación lógica. Por lo general, lo hemos estudiado ayudándonos del paradigma de la religión, y queremos esforzarnos por

resumir este paradigma por última vez.

Consideremos una vez más todos los ataques a la religión, la denominada crítica de la religión, y su ineficacia o eficacia (¿Aún será necesario hacer notar que, mutatis

mutandis, todo lo que se ha dicho en contra de las religiones también es posible decirlo, y se ha dicho, en contra de las ideologías no religiosas?).

En el transcurso de su historia, una religión veterana ha experimentado y soportado tantas críticas que podemos estar seguros de que todas las figuras argumentativas

imaginables se han utilizado repetidas veces. Esto es especialmente aplicable al cristianismo; hay una variopinta paleta de argumentos anticristianos; el conocedor, sin

duda, no puede esperar encontrar nada nuevo aquí. Y sin embargo, ninguno de ellos ha logrado producir una conmoción duradera de esta religión, ninguno suministrar la

refutación única, definitiva y concluyente con la que pueden haber soñado los ateos o los devotos de otras religiones.

¿Cómo es posible que una religión que a lo largo de los siglos se ha visto obligada a enfrentarse a una plétora de críticas gravísimas, no se haya desplomado bajo el

peso de los ataques? Desde el punto de vista lógico, la insensibilidad de una ideología frente a la crítica no tiene nada de asombroso. De igual modo que no hay ningún ar-

gumento concluyente a favor, tampoco lo hay en contra. Da igual cómo se formulen los argumentos en contra de la verdad de la religión, un teólogo experto siempre

conoce la respuesta: eso es inherente a la estructura de una religión, de cualquier religión. Desde un punto de vista lógico, no hay limitaciones ni fronteras para la argu-

mentación tan pronto como se admiten como elementos de la argumentación lo intangible, lo incomprensible, lo contradictorio o, sencillamente, la fe, cuando uno se

desvincula de la experiencia, cuando los textos pueden interpretarse, según convenga, alegórica o literalmente, simbólicamente o de cualquier otra forma, etc.

EL RESULTADO DE LA CRÍTICA DE LA RELIGIÓN

La compilación de los argumentos anticristianos o antirreligiosos forma parte desde hace tiempo de la rutina de los teólogos «modernos». Volveremos a echarles una

ojeada para percibir una vez más que semejantes argumentos nunca pueden ser lógicamente concluyentes.

Consideremos, pues, algunos tipos de argumentos semejantes1.

— Los análisis críticos de los argumentos («pruebas») de la existencia de dios o de los dioses deberían, supuestamente, demostrar la insostenibilidad de la religión.

Estos análisis tendrán éxito en todos los casos, es decir, demostrarán la insostenibilidad de las supuestas pruebas de la existencia de dios; pero eso es todo. Tanto más

meritoria, afirmará el teólogo, es la fe. Después de todo, afirman los teólogos, tiene que haber sobre la cúpula celeste un creador y sostenedor de los mundos. No, afirman

los críticos, no tiene por qué. Sí que tiene por qué, afirman los creyentes, etc.

— Toda religión puede confrontarse con la pregunta por la procedencia del abundante mal en el mundo y cuál es su relación con la omnipotencia, omnisciencia y

bondad absoluta de la divinidad. Por principio, no hay respuesta satisfactoria a la pregunta. Es una pregunta embarazosa desde el punto de vista lógico, pero si no de otro

modo, uno puede sustraerse a ella remitiéndose a la inescrutabilidad e incomprensibilidad de la divinidad, etc.

— Desde una perspectiva lógica, el argumento más incómodo contra las religiones es la pregunta por el sentido de sus términos centrales («dios», «demonio»,

«pecado», etc.): ¿entiende alguien qué quieren decir estas expresiones, qué significan realmente los dogmas? Uno sólo puede creer en algo cuyo sentido entiende: ¿de

verdad puede alguien creer algo incomprensible? Aquí dirá el teólogo que a las cosas divinas no se les pueden aplicar los mismos criterios de sentido o sin sentido,

comprensibilidad o incomprensibilidad. El que alguien no entienda la verdad no es un argumento en contra de la verdad, sino que prueba la limitación de las capacidades

intelectuales. Es un indicio de tontería considerar falso o inexistente aquello que uno no comprende. Los filósofos críticos establecen criterios conforme a los que se

puede distinguir entre proposiciones con y sin sentido; y los teólogos afirman que esos mismos criterios no son racionales y delimitan de forma arbitraria el ámbito de lo

religioso. Demuéstrame que la palabra «dios» tiene sentido, objeta el crítico; demuéstrame tú que no lo tiene, replica el teólogo, etc.

— Las reflexiones histórico-genéticas deben refutar la religión: ¿cómo y a partir de qué necesidades surgió la fe en los dioses, para qué sirvió, quién se beneficiaba de

ella, qué explica, qué oculta? En la práctica, sólo es posible contestar las preguntas de este tipo de forma sumamente hipotética, pero incluso aunque fueran posibles

respuestas precisas, lógicamente serían irrelevantes; la pregunta por la verdad, por la validez de una religión no depende lógicamente de las circunstancias de su génesis.

Lo mismo se aplica al caso en el que los monjes, sacerdotes e iglesias opriman y exploten al pueblo, etc.

— El antropomorfismo de las religiones; vuestro dios o vuestros dioses no son más que seres humanos superlativos, con pasiones, preferencias y debilidades

humanas, y por todo ello ridículos. ¿Qué clase de dios es ese que sale a pasear al jardín con el viento de la tarde2, que es vengativo, que tiene un hijo y que exige

adoración?... A esto replicará el teólogo que no cabe leer literalmente este tipo de descripciones, adaptadas a la capacidad de comprensión de los lectores de la época. La

crítica prueba además que el mismo crítico tiene otro concepto de dios superior, mejor. Y precisamente es ese el concepto del que se trata. Pero el concepto de un dios ni

siquiera garantiza la existencia de ese dios, afirmará el crítico. No la garantiza, pero muestra el anhelo del ser humano por él, contesta el teólogo. No lo muestra, objeta el

crítico. Sí que lo muestra, replica el teólogo, etc.

— La perspectiva histórica: los grandes imperios tienen una historia típica: surgen, tienen un momento de auge, se desintegran y desaparecen; la experiencia muestra

que lo mismo ocurre con las religiones. ¿No debería ocurrir exactamente igual con el cristianismo (el marxismo...)? ¿No demuestra esto que también el cristianismo es un

fenómeno ordinario, secular? No está demostrado. Para la verdad es irrelevante si hay quienes creen en ella, o cuántos creen. Además, todo creyente dirá: todas las demás

religiones desaparecerán o han desaparecido ya, pero la mía existirá hasta el fin de los tiempos (¿quién puede refutar esto?), etc.

— La religión debe quedar refutada por la demostración de sus consecuencias prácticas indeseadas y negativas: el temor a los dioses, el miedo a las penas del infierno,

la represión sexual, la demonización de la mujer, la explotación de los creyentes por parte de la iglesia, la persecución de quienes piensan de otro modo y el apoyo a la

opresión política. Los teólogos empezarán por debilitar cuanto sea posible estas acusaciones, pero no depende nada de ellas desde el punto de vista lógico. El hecho de

que la verdad no siempre nos venga bien no altera en nada su validez. Una religión tiene que establecer baremos de valoración y no tiene que orientarse a lo ya existente.

Y sin embargo, está el argumento del abuso, etc.

— Se acusa a la religión de no poder lograr lo que promete: no mejora al ser humano, no atenúa el sufrimiento, sino que, por el contrario, atrae mucho sufrimiento

adicional sobre la humanidad por culpa de su intolerancia. Aquí existen las más variadas estrategias defensivas. En general, no es factible objetivamente una valoración

global semejante, que sólo refleja los prejuicios del observador. O el teólogo explica que el reino de dios se ha prometido para el final de los tiempos. O nos enseña que

es necesario distinguir entre la doctrina pura y su institución terrenal; la Inquisición, por ejemplo, fue una forma de organización terrenal pasajera e inevitable, y su dureza

pedagógica no demuestra nada en contra de la auténtica religión. Además: cuánto más espantoso no sería el mundo sin religión, etc.

— Se reprocha a la religión su hostilidad a la ciencia. Dan la réplica a esto centenares de estrategias de debilitamiento, reconciliación y explicación, hasta llegar a la

rehabilitación de Galileo. Lamentablemente, siempre ha habido malentendidos, pero no existe ninguna competencia entre teología y ciencia. ¿Y no pueden equivocarse

también las ciencias, no son los científicos monstruosamente arrogantes frente a la religión? ¿No dudan siempre de sus propios métodos «rigurosos»? Cuando es posible,

también puede uno aferrarse a ideas metafísico-religiosas, como intentan hacer en este momento los «creacionistas» (¿quién los refutará?), etc.

— La religión, dicen sus críticos, es enteramente prescindible para el espíritu, la moral, el estado o la explicación de la naturaleza. Una moral sin religión, un estado

compuesto íntegramente de ateos, una explicación de la naturaleza sin teleología ni fe en la creación no sólo son posibles, sino que son reales desde hace tiempo. La

religión, por tanto, es superflua. El teólogo puede objetar al respecto cuán desoladora y brutal se ha hecho la vida moderna, que la ciencia natural en último término

siempre está ante el gran enigma y que la vanidad humana puede llevarnos a todos muy rápidamente a la desesperación. Asimismo, la acción moral sin fin en una justicia

compensatoria carece de sentido, etc.

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— En su época, la crítica de la fe en los milagros formaba parte del repertorio estándar de los ilustrados. Todos los incontables milagros eran estafas, en el mejor de

los casos malentendidos, pero frecuentemente fraudes descarados. La respuesta es lógicamente sencilla: la demostración de que se han producido fraudes ocasionales

(cosa que no niega ningún teólogo) no autoriza lógicamente ningún tipo de afirmación sobre los auténticos milagros. En caso de necesidad se puede añadir que, en

realidad, el milagro es bastante periférico para la religión; las verdades de la religión son igualmente válidas incluso cuando no se producen milagros, etc.

— Hay además otras muchas sutilezas dogmáticas especiales contra las que podría cargar la crítica. ¿Para qué todo el drama cósmico de que un dios cree a un hijo (¿o

el hijo a él?), lo envíe a la tierra y lo haga matar, sólo para que El, el Todopoderoso, se reconcilie con su propia criatura? ¿No podrían haberse hecho las cosas de un modo

más sencillo? ¿El, el Infinitamente Bondadoso, no podría haber sido sencillamente más conciliatorio? ¿Para qué necesita semejante sacrificio sangriento? Pero esos son

precisamente, explicará el teólogo, los misterios de la verdadera religión. O, en caso de que el teólogo sea «modernista», ofrecerá una interpretación alegórica, simbólica

del sacrificio mortal del hijo de dios, etc.

— Cuando falla todo lo demás, queda la técnica del abrazo. Se declara que los críticos de la religión, y precisamente los más furibundos, no son sino almas que

buscan, impulsadas en realidad por el anhelo de dios. Contra esto no le vale al crítico ninguna clase de protesta.

Recapitulemos: en algún momento parece que ambos deben resignarse, el teólogo y el ateo. Ambos se dan cuenta de que sus argumentos no convencen a la otra parte.

Ambos predican únicamente a sus correligionarios.

¿Cómo se podría pretender demostrar la existencia del dios Wotan? ¿Cómo se podría pretender demostrar su inexistencia? Uno quizá sienta la tentación de decir: si

todos los argumentos en favor de la existencia de Wotan demuestran ser insostenibles, no es racional creer en Wotan. Pero, en primer lugar, Wotan no fue introducido en

la discusión mediante argumentos, sino como dogma de fe. Y, en segundo lugar, en este punto la razón consiste precisamente en el principio de extender al ámbito de lo

trascendente criterios acreditados en la práctica cotidiana. Y es ese principio el que, sin embargo, rechaza el creyente.

Considerando todo lo anterior, podríamos asombrarnos de que las religiones cristianas, que (como todas las religiones) no son resolvibles con argumentos, desde el

surgimiento de una crítica libre, pese a todo, han ido perdiendo de forma lenta pero segura el terreno que pisan. Sacamos la impresión de que las murallas de la fortaleza,

tras haber resistido todos los embates, acaban sin embargo desmoronándose a pesar de que jamás se hayan escuchado las trompetas decisivas, como en su momento en la

caída de Jericó.

Este es un fenómeno que carece de explicación lógica. Las ideologías parecen argumentativamente inatacables; pueden rechazar cualquier objeción, cualquier

acusación, cualquier crítica, pero a pesar de todo acaban hundiéndose.

¿Será quizá que los ataques, el gigantesco dispendio de espíritu crítico, no fueron tan ineficaces? Si bien es imposible individualizar y ponderar las causas, es sin duda

seguro que el trabajo ilustrado ha tenido su efecto: lenta, pero perseverantemente, ha socavado las murallas de las fortalezas ideológicas. Esto es lo que queremos expre-

sar con el concepto de razón subversiva. Al final de la lucha ya no se entiende —al menos en amplias zonas del mundo occidental— el encono con el que se partió a la

confrontación; el adversario ideológico, grande y poderoso, ha acabado por carecer de interés. La época de las grandes y enconadas discusiones con él ha pasado, ha

pasado hace mucho tiempo. Finalmente, aparece un pensador como Nietzsche que resume de forma clarividente la situación: ahora es nuestro gusto, no ya nuestras

razones, lo que decide contra el cristianismo3.

El creyente interpretará esto como un horrendo testimonio de arrogancia; para el crítico, es la expresión de la estructura lógica de las controversias ideológicas.

APOLOGÍA DE LA RAZÓN

¿Acaba siendo todo, pues, cuestión de «gusto»? ¿No es también la razón crítica más que un gusto entre otros muchos? ¿Y no enseña la teoría de la argumentación

precisamente que sobre gustos no se puede discutir?

A los autores europeos de moda les gusta coquetear con las relativizaciones: en qué alto grado depende de la historia y de la cultura respectiva lo que se considera

racional y lo que no. Cuán ridículo es pretender imponer en todas partes el baremo occidental ilustrado. Cuán distinto sería el mundo y lo que es racional desde el punto

de vista de determinados pueblos primitivos o de los magos. ¿Y quién puede demostrar que el mito, la metafísica o la religión no ofrecen la imagen del mundo mejor y

más correcta?

No hay que entrar en discusiones sobre palabras, y es preciso admitir también que es imposible captar en una definición definitiva, satisfactoria y precisa algo así

como «la esencia de la razón». Desde la época de la Ilustración se han escrito «teorías de la razón»4 que no son precisamente deslumbrantes. El artículo «Raison» de la

vieja Encyclopédie francesa quizá sea el non plus ultra al respecto. Allí se dice: La razón consiste en ver las cosas como son. Alguien que, embriagado, ve las cosas

dobles, está privado de su razón. La exaltación es como el vino5.

Esto puede parecer más ingenuo de lo que es; al fin y al cabo, nadie puede dudar de que hay una gran diferencia entre ver las cosas estando sereno y verlas borracho.

A veces no se sabe «qué sería lo más racional». No hay razón alguna que prescriba de forma concluyente si hay que curar un resfriado con antibióticos, sopas de vino,

homeopáticamente, con un rezo (¿aunque cuál sería el santo competente?) o, simplemente, esperando. Hasta aquí es preciso estar de acuerdo sin más con los defensores

de opiniones «alternativas» sobre la razón.

Lo que combate el ilustrado no son fenómenos que requerirían una sutil discusión de lo que es racional y lo que no. Para el ilustrado, «razón» quiere decir ante todo:

nadie debe, en nombre de ninguna clase de religión, ideología o ideal, intimidar, atemorizar, escarnecer, perjudicar materialmente, privar de libertad, torturar o asesinar.

Este principio es común a todas las grandes culturas de la humanidad; no merece la pena hablar con quien no lo suscriba sin reservas. De esto se sigue: hay que atacar a

todas las ideologías, religiones, exaltaciones, visiones, dogmas, doctrinas, creencias y supersticiones, ortodoxias, herejías y cualesquiera similares que alienten o

minimicen las violaciones de los derechos humanos... incluso aunque de momento parezcan inocentes como corderos. Porque la experiencia enseña que en estas cosas

uno no puede ser lo suficientemente desconfiado. Por tanto, uno no debe tolerar, tajantemente, ningún intento de hacer despreciable la razón, ninguna relativización de la

razón, sea por parte de intelectuales juguetones o de fanáticos intransigentes.

La razón crítica occidental no es un prejuicio enteramente casual. Quien deba ser torturado o quemado en nombre de una ideología cualquiera preferirá la razón

europea ilustrada a todas las alternativas. Habrá quien diga que es cuestión de gusto. Pero es una cuestión de buen gusto.

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NOTAS

1 Cfr., por ejemplo, Weger (1991).

21. Moisés, 3, 8.

3 Frohl. Wiss., 132.

4 Entre los numerosos títulos mencionemos únicamente dos; Thomasius, Vernunfstlehre (1961); Rescher, Rationality (1988).

5 Voltaire, Dit. Phil., «Enthousiasme». En el Dict. Phil. hay un artículo sobre la «Razón» (raison), pero no contiene un tratamiento sistemático, sino una de las historias de

Voltaire; un hombre que siempre hace uso de su razón, lo que sólo le acarrea desgracias y que acaba empalado: «a pesar de lo cual siempre tenía razón» («cependant il avait toujours raison»).

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11. BIBLIOGRAFÍA (CON ALGUNAS INDICACIONES BIOGRÁFICAS)

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— De Nobilitate et Praecellentia Foeminei Sexus, Amberes, 1529. Nueva edición (latín/francés) R. Antonioli, ed., Ginebra, 1990 (la numeración de las páginas se refiere a

esta edición).

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— Ad Vincentium = Carta n.° 93 (Según otra numeración, n.° 42) del año 408 [edición en español de las obras completas de San Agustín en Biblioteca de Autores

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de las obras completas de San Agustín en Biblioteca de Autores Cristianos].

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BEZELIUS (DE BÉZE), THÉODOR (1519-1605):

Colaborador de Calvino y sucesor suyo en Ginebra. Su actividad se dedicó sobre todo a los hermanos de fe perseguidos en Francia. Sin duda no era un fanático ciego; sin

embargo, es autor de una obra con-

tra el escrito sobre la tolerancia de Castellion. Bezelius también defiende la pena de muerte contra los herejes. Sopesa muchas docenas de razones en contra y a favor de la

intolerancia religiosa practicada, razones que incluso presenta numeradas y como «argumentos». Disecciona los argumentos de los adversarios de Calvino para demostrar

acto seguido su insostenibilidad. De ningún modo puede decirse que él, es decir, la intolerancia cristiana, escoja siempre los argumentos más débiles —presuponiendo que

rijan las reglas de una crítica interna que considere la Biblia sacrosanta en cuanto texto sagrado—. El escrito de Bezelius podría servir a cualquier teoría de la argumentación

como un filón de ejemplos si no fuera tan extensa (la edición francesa de 1560 abarca 428 páginas) ni tan difícil de encontrar.

— (1554) De haereticis a Civili Magistratu puniendis Libellus, adversus Martini Bellii farraginem, & novorum Academicorum sectam. Theo- doro Beza Vezelioi auctore.

Oliva Roberti Stephani, MDLIII, reimp., Frankfurt am Main, 1973 (Martin Bellius era un seudónimo de Castellion). Traducción al francés de Nicolás Colladon; Traitte de

l'authorite du magistrat en la punition des heretiques, & du moyen d'y proceder, fait en Latín par Theodor de Besze. Imprimé par C. Badius, MDLX (la numeración de las

páginas se refiere a la edición francesa).

BODINO, JUAN (1530-1596):

— Colloquium heptaplomeres de rerum sublimiu arcanis abditis (Conversación de siete hombres sobre los secretos ocultos de la religión). Redactado en 1593, durante

mucho tiempo sólo circuló como manuscrito; impreso por primera vez en 1841. Ediciones: J. B., Colloquium etc., ed. L. Noack (1857) (reimp. Stuttgart, 1966). Traducción

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Coloquio de los siete sabios sobre arcanos relativos a cuestiones últimas: colloquium heptaplomeres, trad. de Primitivo Ma- riño, Madrid, Centro de Estudios Políticos y

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— (1554) Defensio Orthodoxae Fidei de Sacra Trinitate, Contra prodigiosos errores Michaelis Serveti Hispani: ubi ostenditur: Haereticos iure gladii coercendos esse, et

nominatim de homine hoc tam impio iuste et mérito sumptum Genevae fuisse supplicum, Oliva Roberti Stephani (Ed. Corpus Reformatorum, Vol. xxxvi, Brunsvigae, 1870,

pp. 453 y ss. En las citas, la página que se menciona en primer lugar es la de esta edición). Versión francesa: Declaration pour maintenir la vrayefoy que tiennent tous

Chrestiens de la Trinité des persones en un seul Dieu. Par lean Calvin. Contre les erreurs detestables de Michel Servet Espaignol. Ou il est aussi monstré, qu'il est licite de

punir les heretiques: & qu'á bon droit ce meschant a esté executé par iustice en la ville de Geneve. Chez lean Crespin a Geneve MDLIII (en las citas, la página que se menciona

en segundo lugar es la de esta edición).

CAPELLE, W.:

— Die Vorsokratiker, Stuttgart, 1953.

CASTELLION, SEBASTIEN (1515-1563):

Humanista francosuizo, defensor de la tolerancia religiosa. Ya en su traducción latina de la Biblia, Biblia sacra latina (1551), defiende en el prólogo la tolerancia religiosa

y la libertad de conciencia. La antología «De haereticis» (vid. infra) es la reacción de Castellion a la ejecución de Servet en Ginebra en 1553. Contiene fragmentos de autores

que defendieron la tolerancia frente a los herejes. A esta recopilación de textos Bezelius (op. cit., p. 315) pudo oponer otra con tendencia diametralmente opuesta. Otro

escrito de combate de Castellion, Contra libellum Calvini, in quo ostender conatur haereticos jure gladi coercendos esse, sólo pudo publicarse mucho después de su muerte.

— (1554) De haereticis an sint persequendi, et omino, quomodo sit cum eis agendum, doctorum virorum, tum veterum, tum recentiorum sen- tentiae, Basilea, 1554.

Traducción francesa: Traitté de héritiques, A savoirsi on doit les persecuter, et commnent on se doit conduire avec eux, selon l'advis, opinion & sentence de plusieurs

autheurs, tant anciens, que modernes, 1554. Edition Nouvelle par A. Olivet, Ginebra, 1913 (las páginas citadas corresponden a esta edición). En esta recopilación de textos

son obra de Castellion el prefacio, un extracto del prólogo a su edición latina de la Biblia y el opúsculo Refutación de las razones que suelen aducirse para defender las

persecuciones.

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— (1713) A Discourse of Free-Thinking, Occasion'd by the Rise and Growth of a Sect call'd Free-Thinkers, Londres.

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— (1689) Essay Concerning Human Understanding [edición en español, Compendio del Ensayo sobre el entendimiento humano, trad. de Juan José García Norro y Roelio

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MENCIO (= Mengzi, 372-289 antes de nuestra era): Filósofo chino de la escuela confuciana.

— Confucio y Mencio. Los cuatro libros, op. cit.

MESLIER, J. (1678-1733):

Fue un ignoto párroco rural francés, profundísimamente anticlerical y ateo. Dejó constancia por escrito y en secreto de su repugnancia hacia la religión, la iglesia y el estado,

aunque no publicó nada al respecto. En 1762, Voltaire publicó Extraits des Sentiments de Jean Meslier.

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Muñoz, Madrid, Akal, 1996].

— (1880) Der Wanderer und sein Schatten (= Menschliches, Allzu- menschliches, parte II/2) [edición en español, Humano, demasiado humano, trad. de Alfredo Brotons

Muñoz, Madrid, Akal, 1996],

— (1881) Morgenróthe. Gendanken über die moralischen Vorurteile [edición en español, Aurora: pensamientos sobre los prejuicios morales, trad. de Germán Cano

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— (1882) Die Fróhliche Wissenschaft [edición en español, La gaya ciencia, trad. de José Jara, Barcelona, Círculo de Lectores, 2002].

— (1883) Also Sprach Zarathustra [edición en español, Así habló Zaratustra, trad. de Andrés Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 2004],

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REIMARUS, HERMANN SAMUEL (1694-1768):

Defensor de una «religión de la razón» no dogmática; escribió, entre otras, cosas, una Teoría de la razón (1756). Escribió en secreto su obra principal:

— Apologie oder Schutzschrift für die vernünftigen Verehrer Gottes. Reimarus no publicó la obra. Después de su muerte, Lessing editó a partir de 1774 partes de la obra, los

denominados «Wolfenbütteler Fragmente». Debido a los problemas con la censura Lessing tuvo que interrumpir la edición. La primera edición completa es la de G. Ale-

xander, 2 tomos, Frankfurt am Main, 1972.

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entre los hombres, en J. J. Rousseau, Escritos de combate, trad. de Salustiano Masó, Madrid, Alfaguara, 1979].

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— (1995) Lexikon der Aufklarung. Deutschland und Europa. Munich.

SERVET, MIGUEL (1511-1553):

Médico y exégeta bíblico español. Servet niega la teoría ortodoxa de la trinidad; quería reconducir a la iglesia a sus orígenes, porque creía que ni la iglesia romana ni la

reformada eran conformes a la Biblia, alienación que había empezado muy tempranamente.

— (1531) De trinitatis erroribus libri vil.

— (1553) Christianismi restitutio.

A causa de ambas obras, fue denunciado por Calvino ante la Inquisición romana, y mientras huía de esta fue detenido al atravesar Ginebra y quemado en la hoguera el 27 de

octubre de 1553. El proceso contra Servet fue discutido desde el principio. Inmediatamente después de la ejecución de Servet, Sebastien Castellion redactó su escrito sobre

los herejes, mientras que Calvino publicó en 1554 su escrito jus- tificatorio; Bezelius escribió otra apología de la intolerancia cristiana [Hay una edición en 6 tomos de las

obras completas de Miguel Servet, al cuidado de Ángel Alcalá Galvé, en Prensas Universitarias de Zaragoza],

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— (1969) Wissenschaftliche Erklarung und Begründung, Berlín.

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— (1691) Einleitung zur Vernunftslehre, Halle. Reimp. Hildesheim, 1968 (este libro tuvo cinco ediciones alemanas y dos latinas hasta 1719).

— (1701) De Crimine Magiae, Halle; ed. alemana, Kurtze Lehr-Satze von dem Laster der Zauberey, Halle, 1704.

— (1712) Disputado Juris Canonici de Origene ac Progressu Inquisito- rii contra Sagas, Halle; ed. alemana, Historische Untersuchung vom Urs- prung und Fortgang des

Inquisitionsprozesses wider die Hexen, worinnen deutlich erwiesen wird, dass der Teufel, welcher nach der gemeinen Mei- nungpacta mit denen Hexen macht, mit

denselben buhlet und sie aufden Blockbergführet, nicht iiber anderthalb hundert Jahre alt sey, Halle, 1712. Nueva edición de ambos textos (latino y alemán), Múnich, 1986.

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— (1738) Micromégas [edición en español, Cándido y otros cuentos, trad. de Antonio Espina, Madrid, Alianza, 2003].

— (1758) Candide [edición en español, Cándido y otros cuentos, trad. de Antonio Espina, Madrid, Alianza, 2003].

— (1760) Dialoges chrétiens, ou Préservatif contr l'Encyclopedie, primer diálogo.

— (1763) Traité sur la tolérance á l'occasion de la mort de Jean Calas.

— (1764) Dictionnaire Philosophique Portatif Ginebra, 1764. Hubo numerosas ediciones posteriores, continuamente ampliadas; la sexta (Ginebra, 1769) se publicó bajo el

título La raison par alphabet. A partir de 1770 se editó como Dictionnaire philosophique. La edición estándar es la de R. Naves y J. Benda. Citado como Dict. Phil. (Los

artículos que durante mucho tiempo se atribuyeron al Dictionnaire, pero que de hecho se publicaron en otros lugares, llevan la correspondiente indicación) [edición parcial

en español, Diccionario filosófico, edición de Ana Martínez Alarcón, Madrid, Temas de Hoy, 2000].

— (1767) Le diner du comte de Boulainvilliers.

— (1768) L'A, B, C ou Dialogues entre A, B, C.

— (1776) La Bible en fin expliquée.

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ÍNDICE DE TÉRMINOS

Alienación, 173.

Analogías humanas, demasiado humanas, 177.

Argumento a majore, 25.

Argumento ad hominem, 36.

Argumento ad lapidem, 41.

Argumento ad misericordiam, 39.

Argumento ad nauseam, 40.

Argumento ad temperantiam, 33.

Argumento de diferenciación, 31, 69, 81.

Argumento de distanciamiento, 75, 86.

Argumento de excepción, 16.

Argumento de las fuentes, 36.

Argumento de Moloch, 84.

Argumento del abuso, 27.

Argumento del asunto principal, 91.

Argumento del carbonero, 40.

Argumento del pastor, 67,81.

Argumento escéptico, 88.

Argumento histórico-genético, 34.

Argumentos en favor de la intolerancia, 65,105,130.

Argumentos en favor de la tolerancia, 79.

Argumentos que recurren a la experiencia o al número, 38.

Blasfemia, 73.

Caricatura, 165.

Chiste político, 164.

Comparaciones, 28.

Conflicto de motivos, 121. Conjura universal, 27. Contra principia negantem non est disputandum, 59,119. Contradicciones, 101. Convencer, 1.

Criminalización del adversario, 72,86.

Crítica de la religión, 186.

Crítica interna, 95.

Crítica subversiva, 107,119.

Cuestiones de definición, 55.

Derechos humanos, 54.

Dibujar el ideal, 134.

Dilema, 20.

Distinción entre casos, 20.

Ejemplos brillantes, 48.

Entimema, 5.

Espantapájaros, 46.

Esquema de Hempel-Oppenheim, 8.

Esquema de Toulmin, 7.

Esquema general de argumentación, 3,7.

Estatu to lógico de una tes is , 55 .

Est ra tos de l t ex to , 103.

Ext ra eccles iam nu l la sa lus , 130.

Fana t ismo, 62

Freak cases , 32 .

Fundamental i smo, 134.

Gusto, 191.

Ignoratio elenchi, 46.

Inconsistencia, 101. Interpretación metafórica, 104.

Lógica, 1, 4.

Malas razones , 182.

Malin terp re tación de l problema, 42 .

Manipu lación de l pasado, 142,147.

Método dulce de Epicuro , 166.

Milagros , 105,167.

Modelo es t ruc tural , 180.

Mural las de Je ricó , 124,185,190.

Persuadir, 1.

Principio de dominó, 27.

Principio de generalización, 16,81,90.

Principio de igualdad, 19.

Principio de la slippery-slope, 24.

Principios, 120.

Punta del iceberg, 26.

Razón, 171,191. Red herring, 45.

Refutación de ideologías, 122.

Relativización, 22,88,161. Retórica, 4.

Risa subversiva, 163,166.

Selección de textos, 99.

Semper aliquid haeret, 48.

Síndrome de la Coca-Cola, 127.

Sustitución salva absurditate, 176.

Sustitución salva inhumanitate, 145.

Técnica del abrazo, 190.

Teoría del estatus, 8.

Tolerancia clásica, 155.

Tolerancia subversiva, 156.

Transición del ser al deber ser, 56.

Trivializar, 180.

Tu-quoque, 40, 71.

Utilidad de la historia, 150.

Verdad, 23, 63.