Sangre en El Volga - Karl Von Vereiter

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Karl von Vereiter

SANGRE EN EL

VOLGA

(1975)

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Capítulo I

El ruso cometió un error fatal.Desde donde se encontraba,

Dieter pudo ver cómo el soldado

soviético corría hacia el esconditeque iba a proporcionarle un denso

cañaveral, junto al río.Pero el ruso ignoraba que el

cañaveral se encontraba precisamente sobre un montículo

rocoso que los alemanes habíareconocido decenas de veces

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cuando sus posiciones seencontraban más próximas de laorilla que ahora.

Dieter Fonlass tenía la

seguridad absoluta que el hombreiba a morir en los próximos quince

segundos.Le fastidiaba disparar una

ráfaga, sabiendo que el ruso estabacumpliendo una simple misión de

observación. El sargento Swaser ylos otros hombres debían estar durmiendo, y no valía la penadespertarles por el hecho de enviar 

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al infierno a un soviético.Sin embargo, Dieter Fonlass

tenía que matarlo; era la únicamanera de que el adversario no

sospechase que aquella posición noestaba defendida más que por cinco

hombres.Algunos segundos más que los

que el germano había concedido alruso pasaron. El alemán pensaba e

otras cosas, especialmente en laretirada, desde que se habíaobligado a abandonar la cabeza de puente, en la orilla opuesta del Don.

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Los recuerdos de la retirada lequemaban el pecho. Los rusoshabían desencadenado una ofensivaformidable, y excepto las fuerzasgermanas que seguían resistiendoheroicamente en los alrededores de

Koslov, el resto del frente del Donhabía saltado hecho pedazos ante el

impulso de los rusos.En realidad, Dieter hacía la

guerra, como tantos otros, porqueaquel era su deber, y no había

forma humana de escapar de él.Su único deseo era que aquella

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nefasta locura terminase cuantoantes, volver a Munich junto a sesposa y sus dos hijos, y empezar de nuevo a trabajar, con la paleta y

el nivel en la mano, construyendoedificios en vez de verlos saltar e

 pedazos por el aire.De todos modos, Dieter hacía

lo que podía para no pensar en lossuyos durante el combate. Era como

si no desease asociar las barbaridades que como soldadoestaba obligado a cometer con laidea pura de los suyos.

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«No quiero que mis hijossospechen nunca las enormidadesque su padre ha hecho», pensaba amenudo. Apoyando la mejilla en la

culata del fusil ametrallador, guiñóun ojo, mirando con el otro, a través

del punto de mira, la silueta delruso.

Entonces apretó el gatillo.Apuntó al pecho, enviando

hacia el aire un número suficientede balas como para evitar que el

soviético padeciese una larga y penosa agonía.

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Puesto que debía morir, lomejor es que lo hiciera rápida ylimpiamente.

El ruso dio un salto, cayendo

de rodillas. Abrió los brazos,recordando a Dieter las actitudes de

los mahometanos cuando oran a sdios, cara a oriente. Las balas le

empujaron hacia atrás y cayó, deespaldas, quedándose

completamente inmóvil.Un ruido de pasos informó aDieter de la presencia de suscamaradas, a los que los disparos

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habían arrancado de un sueño pesado y reparador.

Volviéndose a medias,apercibió el rostro serio y arrugado

de Ulrich Swaser, que llevaba en sucara las huellas de su trabajo, e

Hamburgo, donde se pasaba la vidadescargando barcos procedentes de

todas partes del mundo.Era un hombre duro, sobre

todo consigo mismo, pero sabíahacerse apreciar por sus hombresque le estimaban sincera y profundamente.

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 —¿Qué demonios pasa? —  preguntó dejándose caer en latrinchera donde se encontraba elsoldado.

 —Ese pobre tipo —repusoDieter—. Creía sin duda que nos

habíamos largado ya... Tenía laestúpida pretensión de llegar hasta

aquí...Ulrich miró hacia el cuerpo

del ruso que formaba una manchanegra sobre el suelo amarillento. —No creo que podamos

 permanecer mucho tiempo aquí — 

dij i d l l j

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dijo mirando a lo lejos. —Tampoco lo creo yo,

sargento —suspiró Dieter—.Espero que nos ordenen pronto una

nueva retirada... y espero tambiéque no sea para colocarnos en una

nueva línea. Creo que tenemosderecho, después de lo que hemos

 pasado, a unos días de reposo. —Y que lo digas —gruñó el

suboficial—. No hay más quemirarnos, botas hechas trizas,uniformes en harapos... ¡da ascovernos!

l di l

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Una luz se encendió en las pupilas del soldado.

 —El día que coja una hoja deafeitar, un poco de jabón y agua

suficiente... voy a parecer otro...Ulrich miró a Dieter cuyos

cabellos largos caían sobre elcuello sucio de su guerrera; se fijó

también en los pantalones, cuyasrodilleras habían desaparecido de

tanto arrastrarse, dejando sendosagujeros que permitirían ver la pielnegra, recubierta por unadesagradable costra de suciedad.

H bi d h

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 —Hemos cambiado mucho — murmuró.

 —Todo ha cambiado —dijoDieter—. Estábamos

acostumbrados a ser un ejércitolimpio, victorioso. No existía en el

mundo una Intendencia tan puntualcomo la nuestra... la verdad es que

no nos faltaba de nada... —Es cierto. Pero todo eso no

es ya más que un recuerdo. Desdeque esos cochinos de rusos haaprendido la lección, se haconvertido en una fuerza con la que

t d t

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tendremos que contar.Dieter no dijo nada.Sus pensamientos volaba

lejos, hacia Munich. Entornando los

ojos, le pareció hallarse en sdormitorio cuando, cada mañana, s

mujer acudía, habiéndose levantadoantes que él, a traerle la muda

limpia, aquella ropa que olía ta bien...

Se movió, notando una vezmás el dolor que la bota rota lecausaba en el empeine. Fueentonces, por una simple asociació

d id d b ió l j

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de ideas, cuando abrió los ojos,mirando más allá del parapeto.

 —¡Las botas! —exclamó. —¿Qué demonios te pasa

ahora? —se extrañó Ulrich. —¡Las botas! Ese maldito

ruski debe llevar un par casi nuevo. —Es cierto. Cúbreme... voy a

 por ellas...Saltó Ulrich de la posició

corriendo, agachado, hacia el lugar donde yacía el cuerpo delsoviético.

Una oleada de vergüenza le

in adió sintiéndose prof ndamente

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invadió, sintiéndose profundamenteherido en su orgullo. ¡Un soldadode la poderosa Wehrmachtugándose la piel para quitarle las

 botas a un mujik! —Sakrement!  —gruñó entre

dientes—. Cómo han cambiado lastornas...

Un poco de bruma, procedentedel río, flotaba sobre el suelo como

un manto de gasa que el vientodesplazaba suavemente.Swaser no se paró a mirar el

rostro del ruso. Hacía mucho

tiempo que la muerte había perdido

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tiempo que la muerte había perdido para él ese lado personal que seasocia, al principio, con unaespecie de curiosidad morbosa.

Estaba acostumbrado a ella, yhabía olvidado por completo los

cientos de cadáveres, enemigos oamigos, destrozados o enteros, que

había visto a lo largo de la guerra.Después de haberse percatado

de que el calzado del ruski era de primera calidad, se arrodilló juntoal muerto, descalzándole en un abrir y cerrar de ojos. Luego volvió

corriendo a la trinchera con una

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corriendo a la trinchera, con unasonrisa de satisfacción en el rostro.

Dieter levantó ansiosamente lacabeza, al tiempo que preguntaba

con una cierta impaciencia en lavoz:

 —¿Son grandes o pequeñas? —¿Qué número calzas?

 —El 42.El sargento mostró las botas,

casi nuevas, ligeramente arañadasen la punta, dotadas de gruesassuelas dobles claveteadas. Notó elansia que se pintaba en el rostro del

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había cogido de un cadáver de otro

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había cogido de un cadáver de otroalemán que ya las había usadodurante una eternidad.

 —Dank!  ¡Muchas gracias,

sargento!Ulrich esbozó una sonrisa.

 Nadie podía saber lo queaquel gesto significaba para él. No

 porque necesitase las botas tanto omás que el soldado.

Recordó entonces, mientrasDieter cambiaba de calzado, la primera vez, cuando tenía 16 años,en que pudo permitirse el lujo de

entrar en una zapatería donde u

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entrar en una zapatería, donde uviejo judío vendía calzado usado, y pudo quitarse las sandalias quehabía llevado durante cuatro años,

sin haber conocido el uso de loscalcetines.

Contemplando el rostro deDieter, experimentó el mismo gozo

que debía sentir el soldado. —Las mías están muy mal — 

dijo entonces el soldado—, pero¿no cree usted que podrían servir aTrenke?

 —Creo que sí. Voy a

llevárselas De todos nosotros es

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llevárselas. De todos nosotros, esél quien está peor calzado.

Con las viejas botas en lamano, Ulrich saltó al camino de

ronda, dirigiéndose hacia la parte posterior del montículo donde

habían excavado un refugio que lesservía de dormitorio y comedor.

Allí estaban los demás:Valker Künger, antiguo

empleado de la Banca, en Berlín,intensamente pálido, delgado, colos ojos profundamente hundidos egrandes cuencas oscuras.

Martin Trenke era un

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Martin Trenke era unestudiante de Derecho. Habíanacido en Colonia y era elintelectual del pelotón. No era muy

hablador, y cuando abría la bocaera para protestar de la miseria e

que vivían.Ingo Lukwig era el más jove

de todos. Acababa de cumplir los19, y había llegado al ejército

directamente de las Hitlerjugend[1]  en las que se había

 presentado voluntario para el

frente.

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frente.El sargento se acercó a ellos,

deteniéndose ante Martin Trenke, alque tendió las botas.

 —Te traigo un regalo de tuamigo Dieter —dijo con una

sonrisa.Martin se apoderó del calzado

que examinó durante unos segundos.Las suyas se habían deformado por 

la acción del frío y del agua y lehacían sufrir tremendamente,habiéndose visto obligado acortarlas en muchos sitios donde el

dolor era insufrible.

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dolor era insufrible. —¿Es que Dieter ha

encontrado algo mejor? —Fonlass acaba de cargarse a

un ruso... ya habéis oído losdisparos... llevaba un par de botas

que para ellos querrían muchos denuestros generales.

 —No exagere, sargento — intervino Valker—. A nuestros

queridos generales no les falta denada... absolutamente de nada. Sidesean alguna, cosa, no tienen másque decirlo... en el mismo momento

en que abren la boca, una docena de

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e que ab e a boca, u a doce a deenchufados corren como locos paraservirles... «¡Un pollo bien asado,esclavo!» —gritó adoptando la

 postura del personaje al que queríarepresentar—. «Y si el pollo no

está a punto, di a los de laInteligencia que se preparen para ir 

al frente...»Todos se echaron a reír,

excepto Ingo.Valker se dio cuenta de ello.Se volvió hacia el joven y con unavoz colérica:

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que la conversación tomaría, el

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q ,sargento intervino con voz seca:

 —¡Déjale en paz, Valker!Justo en aquel momento, el

ruido de un motor de motocicletales llamó la atención. Y, siguiendo

al suboficial, abandonaron elrefugio.

Capítulo II

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Capítulo II

El motorista luchaba

desesperadamente por mantenerseen equilibrio sobre su poderosa

máquina. El suelo, en parte heladoo cubierto de barro, ponía e

constante peligro al hombre quedebía apoyarse constantemente co

un pie u otro mientras que lamotocicleta daba bandazos como unavío en un mar tormentoso.

 Nunca un hombre había odiado

más profundamente el país donde la

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p pguerra le obligaba a vivir.

Como otros muchos soldadosalemanes, el motociclista se sentía

completamente desamparado ante lainmensidad de una geografía

enorme.Durante todo aquel tiempo,

como agente de enlace, habíarecorrido aquella tierra en todas las

estaciones del año, desde la primavera que anunciaba lasequedad del estío, que atraíainmensas nubes de polvo, un aire

cálido que el fuego de las armas

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convertía en simún, los insectos detodas clases pegados a los muertos por millares... hasta el invierno

vacío, inmenso como una muerte blanca, un ilimitado sudario que

cubría los cadáveres o losinmovilizaba para siempre, en pie,

como centinelas estatuarios. —¡País mil veces maldito! — 

gruñó entre dientes.Sí, el día que se alejase deesta tierra, definitivamente, sería elmás dichoso de los hombres. Y a

veces, cuando escuchaba decir que

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después de la guerra millares decolonos alemanes vendrían aquí para explotar las riquezas de Rusia,

utilizando a los indígenas comoesclavos, torcía el gesto y sus ojos

echaban llamas. —¡Jamás! —decía—. ¡Nunca!

Aunque me diesen mi peso en oro.Aunque me nombrasen gobernador 

de Moscú. No, quiero vivir junto alos Alpes, en mi pequeño pueblo,donde las distancias pueden ser medidas por los ojos de u

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al que tendió el mensaje del que era

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 portador.

Ulrich desgarró el sobre,recorriendo el escrito con una

visible ansiedad. Luego, bruscamente, su rostro se iluminó y

levantando la mirada del papeldirigió una sonrisa a sus hombres.

 —¡Buenas noticias,muchachos! —exclamó con sincero

gozo.Los ojos de Valker brillaronintensamente.

 —¿De qué se trata, sargento?

inquirió sin atreverse a formular 

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el deseo que le quemaba los labios.

Ulrich le guiñó el ojo. —¡Justamente de lo que estás

 pensando, granuja! ¡Levamos elancla!

 —¿Cuándo? —intervino precipitadamente Martin Trenke.

 —Ahora mismo.Ulrich se percató del cambioque se efectuaba en el rostro de sushombres... de los que le quedaban,ya que los otros habían quedadomuertos, tendidos en el suelo

helado...

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Después de aquella penosa

retirada que había durado semanasenteras, los hombres no se atrevía

ni a respirar, de miedo que lo queacababan de oír, aquella

maravillosa noticia, se convirtieseen una sucia broma más de u

destino que se había mostradoimplacable con ellos. —Podéis empezar a recogerlo

todo —dijo el sargento—. Noolvidad nada importante, pero nocargaros con cosas inútiles...

Tardaremos, por lo menos, cinco oi h ll l d

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seis horas en llegar a la segunda

línea, ¿no es verdad? —preguntó alenlace.

 —En efecto, sargento — repuso el motociclista—. El camino

es muy malo. He tenido que venir despacio, patinando a cada

momento. Incluso con mi máquina,he tardado casi dos horas en llegar.Dieter, que se había acercado,

sonrió. —De todas formas, amigo — 

dijo—, me daría con una piedra e

los dientes si tuviese un cacharrol i f d

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como el tuyo... y si fuese capaz de

guiarlo... Seguro que esta mismanoche estaría, descansando,

durmiendo a pierna suelta yrecuperando todas las horas de

sueño atrasado que llevo encima... —Desde luego... —dijo el

enlace con una sonrisa amistosa—.Comprendo que tengas ganas dedormir...

Hubiese dado cualquier cosa por no saber que, precisamente ela segunda línea, corrían ya rumores

nada buenos. Se olía la catástrofe,d l d ll b

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aunque todo el mundo callaba.

«No —pensó con amargura—.o vais a descansar como pensáis.

Seguro que no...»Y en voz alta.

 —Tengo que irme, sargento — anunció—. Me han dicho de volver 

en cuanto entregase el mensaje. —Comprendo —dijo Ulric. Haga el favor de decir al jefe

de nuestra compañía que, dentro delo posible, estaremos allí en elcurso de esta noche.

 —Perfecto.El i li di i ió

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El motociclista se dirigióhacia su vehículo.

Y fue entonces, en aquel

momento preciso, cuando la patrulla rusa que acababa de

atravesar silenciosamente el río diomuestras indudables de s

 presencia.La ráfaga destrozó

 bruscamente el silencio. Con ugesto unánime Swaser y sushombres se tiraron al suelo,arrastrándose velozmente hacia el

 parapeto donde habían dejado sus

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armas.

Por su parte, el enlace, oyendosilbar las balas cerca de él, volvió

un instante la cabeza; luego,reaccionando, echó a correr como

un gamo hacia su moto, sobre la quesaltó materialmente, empezando a

dar brutales patadas a la palanca dearranque.Mientras el sargento y sus

hombres intentaban localizar a la patrulla enemiga, llegó hasta ellosel ruido del motor de la moto.

 —He ahí la ventaja de tener uh l l d l

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cacharro al alcance de la mano — 

sonrió el sargento—. Él llegará atiempo al puesto de mando...

mientras que estos puercos ruskisvan a retrasarnos no sé cuánto

tiempo... ahora que justamentehabía llegado el momento de

largarnos de este infecto lugar... —Scheisse!  —gruñó Dieter disparando con su Schmeiser sobrelos juncos que fueron decapitados por una guadaña invisible—.¿Dónde demonios os habéis metido,

rojos del infierno?Un silbido potente nació en el

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Un silbido potente nació en el

aire, creciendo de intensidad amedida que pasaba por encima de

los hombres del pelotón. —¡Morteros! —exclamó

Ulrich.El primer proyectil explotó

detrás; todos volvieron la cabeza,usto a tiempo para ver la nube dehumo que envolvía a la motocicletaque se alejaba ya.

 —Teufel!

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el cuerpo dislocado del hombre,como un extraño muñeco ascender

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como un extraño muñeco, ascender 

 por los aires para desplomarse,segundos más tarde, contra el suelo.

 —¡Pobre chico! —dijo Dieter . No ha tenido mucha suerte, que

digamos...Ulrich rechinó los dientes.

Sentía sinceramente la muertedel motorista, pero su cerebrotrabajaba a toda velocidad,sospesando los pros y los contrasque la nueva e inesperada situació

imponía.

Los disparos de mortero lehabían hecho llegar a la conclusió

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habían hecho llegar a la conclusió

de que la patrulla soviética eramucho más importante de lo que e

un principio pensó.«Puede que se trate de toda

una sección...», pensó amargamente.Y en voz alta:

 —Escuchadme bien,muchachos —dijo—. Vamos ainiciar el repliegue, pero haciendolo posible por engañar a los rusos.Evidentemente, tendremos quecorrer como gamos cuando estemos

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cabeza.—¿Estáis dispuestos?

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  ¿Estáis dispuestos?

 Nuevo gesto de asentimiento.Momentos después, dos

hombres abandonaron el parapeto,corriendo a toda velocidad,

agachados al máximo para pasar desapercibidos. Atravesaron el

terreno libre, pasando junto alcuerpo del motorista muerto, penetrando luego en la zona de

uncos que pareció tragárselos.Mientras, Ingo Lukwig y el

suboficial disparaban contra el

enemigo invisible. Otros dosmorterazos explotaron junto a la

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morterazos explotaron junto a la

orilla, lanzando sobre los alemanesmontones de barro.

 —No los han visto —dijoIngo.

 —No... hay que prepararse...Disparemos unas ráfagas y

salgamos corriendo... ¡Fuego!Las armas vomitaron fuegodurante unos instantes.

 —¡En marcha!Saltaron del parapeto e,

imitando a los otros dos, corriero

como locos hacia la masa decañaverales. Detrás de ellos, las

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cañaverales. Detrás de ellos, las

armas rusas ladraban ásperamente. 

* * * Jamás les pareció tan largo el

tiempo ni tan interminable elcamino a través de la estepa. Pero

consiguieron llegar a la posició principal al caer la noche. Y

cuando Ulrich se presentó ante elefe de su compañía, el Hauptman

Klaus, sonrió con la viva expresióde haberse salido con la suya.

Klaus Verlaz, que estabacenando con sus oficiales, dejó la

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cenando con sus oficiales, dejó la

mesa para ir a estrechar la mano delsargento.

 —No me cuente nada —dijocuando Ulrich le hubo explicado e

 pocas palabras su odisea—. Vaya acomer y a descansar. Está usted

cayéndose de fatiga. —Gracias, señor. —Mañana hablaremos. Le

felicito Swaser. —¡A sus órdenes!

Klaus volvió junto a los

oficiales.Los dos tenientes, de los

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os dos te e tes, de os

cuatro que la compañía tenía antesde aquella dolorosa retirada,

comían con excelente apetito. Comotodos los hombres de la división,

habían atravesado momentosdifíciles, sin poder calmar, muy a

menudo, el hambre que corroía susestómagos vacíos.Pero ahora, cuando los

servicios de Intendencia habíacomenzado a funcionar co

normalidad, ofreciéndoles de todo,

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 —Ya puede imaginarlo, Olsen.Ha llevado a cabo una retirada

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normal. Los rusos, según me hadicho siguen creyendo que estamos

en las posiciones de la orilla... y nocesan de enviar patrullas para

tantear nuestras fuerzas... De todosmodos, no tardarán en darse cuenta

de que no estamos allí... yentonces...Olsen se encogió de hombros. —La nueva división se

encargará de darles su merecido,

capitán. Esos puercos creen haber 

ganado la guerra porque nos hahecho retroceder algunos

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g

kilómetros... pero les daremos una buena sorpresa.

Al inclinar un poco la cabeza,Olsen dejó ver la cicatriz que

atravesaba su mejilla izquierda, urecuerdo de la batalla de Francia,

cuando se lanzó contra una posiciódefendida por senegaleses.Uno de los negros le había

cortado la cara con la punta de s bayoneta, pero Olsen le voló la

cabeza a quemarropa.

Bruno Olsen era el típicogermano, con su cráneo

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g ,

 braquicéfalo, su ancha frente y loscabellos cortados muy cortos.

Ferviente nacionalsocialista, lehubiese complacido pertenecer a la

SS, pero no pudo conseguirlo por carecer de apoyo político para

entrar en las filas del «Orden de laCalavera».De todos modos, respiraba fe

en el Führer, pasando el tiempoinsultando a los generales, a los que

creía responsables de no seguir al

 pie de la letra las «maravillosasinstrucciones» del amo del Tercer 

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Reich.Karl Ferdaivert, el otro

oficial, era el contrapunto de Olsen.acido en Magdeburgo, estaba muy

lejos de sentir las ideas delnacionalsocialismo como s

compañero. Se consideraba comoun militar cien por cien, afirmandoque todos los fracasos que pudieseocurrirle a la Wehrmacht debían proceder de la absurda e

intolerable intromisión que los

hombres del Partido hacían en losasuntos militares.

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Admiraba a los generales,sobre todo a los prusianos de los

que decía «han dado a Alemaniatoda su gloria y su grandeza».

Justo en el punto medio de las posiciones ideológicas de sus dos

colaboradores, el capitán Verlazera, sencillamente, un militar nato,sencillo. Un cumplidor que deseabamantenerse al margen de lasconsideraciones que no le

concerniesen directamente.

Para él, sólo los héroes y loslocos merecían encontrarse e

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 primera línea, mientras quehombres de su temple debía

 permanecer en puestos deresponsabilidad donde obtuviese

frutos de la demencia de aquellos.Verlaz no lo era, ni de lejos ni

de cerca, ni un tímido ni ucobarde. Lo había demostradomuchas veces pero pertenecía a esaclase de hombres que no se exponea menos que sea absolutamente

necesario.

 —Es posible que no seademasiado difícil detener a los

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rusos —dijo posando el vaso sobrela mesa—. Las posiciones que

vamos a dejar a la división queocupará nuestro lugar son sólidas y

fácilmente defendibles. Es distintolo que creo que van a ordenarnos

hacer. Y si se trata de una cuestión puramente política, no estoy taconforme como si lo que se deseahacer tuviese como motivorecuperar el prestigio militar 

 perdido en el curso de la retirada

del Don... —¡Al diablo el prestigio

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militar! —exclamó Olsen con losojos brillantes—. Lo que importa es

demostrar al mundo entero quenuestro Führer no se ha

equivocado... y que cuando hadicho que íbamos a terminar este

año con los bolcheviques... es quevamos a hacerlo.Encendió un cigarrillo co

mano nerviosa. —El plan que nos ha expuesto

el coronel, en nombre del Führer,

no puede ser más concreto: terminar de una vez para siempre con el

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comunismo y convertir a esteinmenso país en la mejor colonia

alemana...Se volvió hacia el otro oficial,

hacia el que tendió un índiceacusador:

 —Tú, Karl, no entiendes niuna sola palabra de todo eso... Pero piensa en la maravillosa realidadde todo cuanto acabo de decirte.Desde Polonia hasta las lejanas

fronteras del Pacífico, al otro lado

de Siberia, se encuentran riquezassuficientes para hacer del Reich la

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 potencia más grande del mundo.»Es justamente por eso que

debemos seguir fielmente lasdirectivas del Führer, quien nos

conduce hacia la victoria final. Ylos que no lo entienden así, no son,

 para mí, más que una pandilla detraidores asquerosos a los que, siestuviese en mi mano, eliminaríasin piedad...

 —¡Es una suerte que no seas el

auxiliar del Führer! —exclamó el

otro teniente mirando de reojo alefe de compañía—. Pero si lo que

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intentas decir es que he criticado aHitler te equivocas por completo.

Como buen alemán, lo queúnicamente deseo es que los

militares tengan las manos libres para llevar a buen puerto la misió

que se les ha encomendado, para laque están perfectamente preparados. Se les ha ordenadoganar la guerra... ¡y bien! Que se lesdeje llevar adelante su plan...

Lanzó un suspiro.

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históricos de primer orden. Sitodos, políticos y militares, obra

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de este modo, la victoria no podráescapársenos jamás.

 —¡Bien hablado! —exclamóKarl.

Bruno no dijo nada.En el fondo, comprendía al

capitán, al que estimaba, sabiéndolecapaz de llevar a buen puerto lamisión que se le habíaencomendado.

 No le hubiese disgustado ver a

Verlaz más entusiasta, pero sabía

 perfectamente que bajo la aparentefrialdad de Klaus se ocultaba u

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excelente jefe.Mucho menos le gustaba la

actitud de Karl. Olía en él ese viejoorgullo prusiano que no sabe de

otra cosa que no fuera el Ejército.Y como todos los prusianos, los

viejos Junkers,  Karl despreciabaen su fuero interior a los parvenus

[4]  del Partido, a los hombresque desean no solamente ganar la

guerra, sino convertir a los demás

 pueblos en mansos servidores de laRaza de Señores...

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Capítulo III

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Atravesaron el pueblo e

 plena noche. Un sargento con uflamante uniforme nuevo y un casco

 brillante les precedía. Detrás deaquel suboficial de opereta, Swaser 

y sus hombres ofrecían el lastimosoaspecto de un grupo de mendigossiguiendo al criado de una casaimportante para recibir las sobrasde algún opíparo festín.

Poco les importaba el nombre

del pueblo ni el aspecto de lascasas que la oscuridad escondía a

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sus miradas.Andaban arrastrando los pies

en sus botas sin suela, doblados por el peso de las armas y de las

municiones que llevaban al hombro.Cuando pasaron ante grupos desoldados, viendo tambiénumerosos tanques, llegaron a laconclusión de que la división habíasido positivamente reforzada. Lavieja 16.ª División Panzer que

había quedado malparada a lo largo

de los últimos meses, tras unaretirada verdaderamente

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catastrófica. —Algo importante se está

tramando... —dijo Dieter que ibaunto al sargento.

 —Desde luego. Nunca habíavisto tantos tanques. —¿Y los soldados? ¿Los ha

mirado bien, sargento? Sonovatos... gente que no ha oído utiro más que en las pruebas delcuartel...

 —Está lleno de tropa.

 —Sí. Y debe haber una fuerte protección de la Flak 

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[5]. De otra manera, no

dejarían a los tanques en plenacalle. Ahora es de noche, pero

cuando se haga de día y loscacharros rusos empiecen a pasar  por encima de este pueblo...

El hombre que les precedía sedetuvo finalmente ante un caseró

viejo y medio derruido. —Es aquí —dijo volviéndose

hacia Swaser—. Entrad e

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cuidado con sus botas nuevas—.¡Fijaos, chicos! ¡Qué marranada!

h id bl

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os han metido en un establo...Así era, en efecto. Los boxes,

ocupados en otro tiempo por loscaballos, estaban vacíos, pero una

suciedad indescriptible reinaba eaquel local que debía haber sidoabandonado a toda prisa.

Una gruesa capa de estiércolcubría el suelo y, aquí y allá, seveían charcas de orín quedesprendían un fuerte olor a

amoníaco.

 —¡El premio encantador a unacaminata como la que acabamos de

d ! ió dó i t

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darnos! —rió sardónicamenteDieter.

 —Vamos a buscar un lugar seco —dijo el sargento.

Se instalaron al fondo. Estabacansados para seguir protestando.

Tras haberse desembarazado de la pesada carga que llevaban,extendieron las viejas mantas buscando un lugar dónde poder reposar de la mejor manera posible.

Habiendo colocado la vela

encima de una especie de taburete,Dieter había sacado del macuto la

últi t d j l t b

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última carta de su mujer y la estabaleyendo una vez más, moviendo los

labios al ritmo de cada palabra.Los otros, echados, respiraba

 profundamente. Sólo el hambre lestenía despiertos, y se pasaban lalengua por los labios, deglutiendo penosamente una saliva espesa.

Tres hombres llegaron, dos de

ellos portadores de un perol. Lo pusieron en el suelo y el tercero, u

cabo furriel, hundió un cazo en el

líquido, llenando los platos dealuminio que los hombres le

t dí

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tendían.Luego, sin una palabra, se

fueron.Martin Trenke fue el primero

en hundir la cuchara en el líquidode su plato. Los ojos le brillaban dehambre, pero los entornó, como sidesease experimentar el mayor  placer posible al probar el rancho.

Se llevó la cuchara a la boca...y escupió todo, lanzando un gruñido

de rabia.

 —¡Pero si nos han dado una bazofia! —protestó—. ¡Debe

h b h h t ñi

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haber hecho esta sopa con moñigascogidas en este establo!

Swaser miró el líquido; luego,con un esfuerzo, hundió la cuchara y

se la llevó a los labios, tomando usorbo. Martin, tenía razón; aquelloera una completa porquería... peroel suboficial las había visto, a lolargo de la guerra, de todos loscolores. Y haciendo de tripascorazón, cerró los ojos hundiendo

de nuevo la cuchara en el rancho.

Mirando al jefe del pelotón,Trenke se percató en seguida de lo

que pasaba No era la primera vez

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que pasaba. No era la primera vezque Swaser se sacrificaba para

evitar conflictos a sus hombres.Pero Martin no estaba

dispuesto a ceder esta vez.Consideraba como un insulto que sediese aquella porquería a unoshombres que acababan de llegar,extenuados, tras una caminatainterminable, siendo los únicos quehabían quedado en primera línea...

mientras todos aquellos enchufados

se hinchaban la barriga bietranquilamente y lejos de los tiros

de los rusos

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de los rusos.Se puso en pie, con el plato e

la mano. —Voy a demostrar a esos

 bastardos de la Intendencia que nosomos unos puercos... aunque noshayan metido en este establo.

Sus ojos brillaba peligrosamente.

Valker Künger, que habíadejado su plato sin tocar s

contenido, le bastó olerlo para

darse cuenta de lo que había dentro,se puso igualmente en pie.

Te acompaño amigo

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 —Te acompaño, amigo.La mirada de Martin se posó

entonces en el rostro pálido de IngoLukwig. El joven no había

 pronunciado una sola palabra yseguía comiendo, pero se veía en scara los esfuerzos que hacía paradominar su repugnancia.

Una sonrisa cruel se dibujó e

los labios de Trenke. —¿No dices nada, Ingo? ¿Te

gusta la caca que el Reich da a sus

soldados?Y viendo que Ingo continuaba

comiendo:

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comiendo: —No te comprenderé nunca — 

gruñó—. A menos que no estés pensando que hago mal en pensar ir 

a protestar a la Intendencia... y quesi fuese un buen soldado deberíacomer esa porquería y callarme la boca. Y todo eso, seguramente, paraayudar a construir una Alemania

 poderosa, grande y fuerte... —se pasó la mano por el trasero—.

¡Mira lo que hago con esa

Alemania, si para conseguirla hayque comer esa bazofia!

No mereces ser alemán

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 —No mereces ser alemán — dijo el joven entre dientes.

 —No te preocupes, amiguitosonrió Martin—. Al paso que

vamos, pronto no habrá ni Alemaniani alemanes... sobre todo si estacomida sigue repartiéndose. Noquedarán más que los jefazos... loshermosos niños mimados del

Partido.Ingo le lanzó una mirada

terrible.

 —No sabes lo que dices...Puede ser que pensaras que porque

ibas a hacer la guerra te darían u

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ibas a hacer la guerra te darían u banquete a cada comida. ¡Especie

de idiota! La guerra es esto, malacomida, miseria, porquería,

sufrimiento... —¡Alto! —le gritó Martin quese había puesto intensamente pálido

. No voy a consentir que uniñato como tú venga a decirme lo

que es o no la guerra... Ya sé quehay que aguantar y cerrar el

cinturón... pero cuando lo cierre

todos. Que te hagan ir a visitar cualquier puesto de mando, de

batallón para arriba y verás si

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 batallón para arriba... y verás siesos puercos comen como nosotros.

Y si vas más arriba, al dominio delos «pantalones rojos», entonces te

morirás, idiota... Porque a ellos noles falta de nada... y encima son losque reciben los parabienes y lasmedallas...

Mirando a Martin, el sargento,

que prefería por el momentoguardar silencio, pensó en este

muchacho, antiguo estudiante de la

Universidad de Colonia, hijo degente adinerada a la que jamás

debió faltar gran cosa

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debió faltar gran cosa.Ahora discutía por un plato de

comida. Y estaba dispuesto a pelear  por ello.

«He aquí lo que esta puercaguerra hace con los hombres —  pensó Swaser tristemente—. Coge acualquier hombre normal, uexcelente albañil y padre de familia

como Dieter, un probo empleadocomo Künger o un estudiante como

Trenke... ¿y qué hace con ellos? Los

transforma, les da la vuelta como uguante, haciendo de ellos hombres

agriados rezumando odio por los

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agriados, rezumando odio por los poros de la piel... E incluso si

 permite que escapen vivos de lagran matanza, ya no son, al volver a

sus casas, ni la sombra de lo queeran. Y arrastran hasta la muerteesa mácula que no olvidarán en lastabernas, ni con las prostitutas...

 —Voy a Intendencia —dijo

Martin echando a andar hacia la puerta.

En contra de lo que esperaba,

nadie le siguió. Quizá fuese elcansancio o puede ser que

estuviesen hartos de discutir, de

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estuviesen hartos de discutir, deluchar, de alzarse contra algo

mucho más fuerte que ellos...Martin cogió la primera calle,

avanzando por una semioscuridadque sólo paliaba la lejana ytemblorosa luz de las estrellas.

 No tenía prisa alguna ni se preocupaba por el tiempo que

tardase en encontrar las cocinas dela división. Le bastaba, por el

momento sentir en su interior el

fuego devorador de la rabia y laseguridad de que cuanto había

dicho a Ingo era, simplemente lad d

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dicho a Ingo era, simplemente laverdad.

 —¡Pedazo de imbécil! — gruñó en voz alta—. Es co

 borregos de su clase que los lobosengordan siempre... ¿Cómo puedeser tan idiota como para creer quenuestros queridos superiores sesacrifican como nosotros?

aturalmente, ellos «tienen que pensar»... y por eso los alimenta

como cerdos... mientras que el

 pobre soldado, al que más tarde omás temprano espera una bala...

¿para qué gastar el dinero en unab id ?

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¿pa a qué gasta e d e o e u a buena comida?

Trenke pasó ante la puerta dela mansión de dos pisos donde

estaba instalado el Estado Mayor Divisionario. Cruzó al otro lado dela calle, mirando de reojo a los doscentinelas que, tiesos como palos, permanecían ante la entrada, el

subfusil negligentemente apoyadoen la sangría del brazo izquierdo.

«Hasta aquí llega el olor de

comida que devoran los pecesgordos», pensó Martin apretando el

 paso.L ól h í h i

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pLa cólera hacía hervir s

sangre. Hubiese llegado a admitir sin protesta cualquier clase de

sacrificio; más aún, le habríagustado demostrar que estabadispuesto para lo peor... Peroaquella humana indiscriminación lequemaba como un hierro ardiente.

Torció a la derecha, despuésde leer un letrero que indicaba la

ubicación de los servicios de

Intendencia y cocina; de todasformas, el olor a comida le hubiese

guiado sin necesidad de cartell

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galguno.

Un portalón enorme dabaacceso a las cocinas; algunos

vehículos, estacionados en un gra patio, estaban cargados cogigantescos depósitos que debíaservir para llevar el rancho a lasunidades del frente, cuando las

 pequeñas cocinas no podían, e pleno combate, trabajar en paz.

«O —pensó Trenke— cuando

se está en plena retirada... y loscocineros de campaña, de batalló

y hasta de regimiento corren comol d á

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y glos demás...»

Penetró en un largo y ancho pasillo donde flotaba un olor 

agradable a pollo asado. Un olor que despertó en el estómago delsoldado ecos dolorosos.

Vio entonces las cocinas y lasmesas donde unos hombres

desplumaban las aves. No notóTrenke la presencia de un hombre

que, con el ceño fruncido, se acercó

a él hablándole con sequedad: —¿Qué diablos haces aquí? — 

le preguntó mirándole de pies ab i t t d

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p g pcabeza como si se tratase de u

ruski que hubiese llegado hasta allí.Separando la mirada de la

larga mesa donde se desplumabalos pollos, Martin miró al hombre, pero su mente estaba aúconcentrada en lo que acababa dever, y el otro, ante el silencio de

Trenke, preguntó con voz aún másáspera:

 —¿Qué haces aquí? Ya te lo

he preguntado una vez... ¿Qué buscas?

Martin sonrió beatíficamente.Se percató entonces de la

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Se percató entonces de la

 presencia del cabo, al querecordaba perfectamente,

conociendo incluso su nombre. Sellamaba Erich Zimmer y era deKiel.

Martin le había visto algunasveces, a la cabeza de algú

importante convoy de intendencia,en los buenos tiempos de los

avances constantes, cuando la

comida, sin tener nadaextraordinario, era abundante y

nutritiva.¿Qué buscas? insistió

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 —¿Qué buscas? —insistió

Zimmer cuyo humor se agriaba por instantes.

 —Comida.El cabo furriel sonrió.Se fijó entonces en el

recipiente que Martin llevaba en lamano, y la luz se hizo en su cerebro,

comprendiendo cuáles eran losdeseos del soldado.

Estaba acostumbrado a

aquellas «apariciones» que, en elfondo, le sacaban de quicio, ya que

ningún miembro de la Intendenciadesea que la tropa se acerque

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desea que la tropa se acerque

demasiado a sus «dominios».Se volvió a medias, gritando:

 —¡Ven aquí, Kas!Como por ensalmo, un hombreapareció junto al furrier. Era unverdadero gigante y debía medir,muy cerca de los dos metros. S

rostro brutal y primitivo aumentabasu parecido con un gorila.

 —¿Qué quieres, Erich? — 

 preguntó el coloso con una voz de bajo profundo.

 —Di a este tipejo que selargue a toda prisa ordenó

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largue a toda prisa —ordenó

Zimmer señalando al intruso.Martin actuó mucho antes de

que el gigante pusiese en marcha s poderoso cuerpo.Con un rápido gesto, Trenke

lanzó al rostro del gorila elcontenido de su plato. El inmundo

 puré verdoso cegó al gigante que sellamaba realmente Kaslheinz

Vertasen, pero al que todos

llamaban «Kas».Martin sabía perfectamente

que aquel gesto, aunquesorprendiese al coloso no iba a

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sorprendiese al coloso, no iba a

servirle de mucho. Por eso,mientras que Kas, con un rugido, se

limpiaba los ojos, el soldado atrapóal cabo furriel, interponiéndoseentre Kas y él, pasando el brazoalrededor del cuello de Erich.

 —¡Cuidado, gorila! —rugió

sirviéndose de Erich como de uescudo—. Si das un solo paso,

ahogo al cerdo de tu cabo... y tú — 

agregó silbando las palabras juntoal oído de Zimmer—: ordena a esa

mula que me prepare comida parael pelotón si no quieres que te

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el pelotón... si no quieres que te

meta la nuez en la nuca...Zimmer respiraba co

dificultad. Su rostro secongestionaba por momentos.Frente a él, con las enormes

manos abiertas, el gigante esperabaun gesto, una orden para lanzarse

sobre el soldado y despedazarle. —Kas... —musitó el cabo co

voz ronca.

 —¿Sí? —Haz lo que te dice...

¿cuántos sois?—Ocho —mintió Trenke

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  Ocho mintió Trenke.

 —Suéltame... me estásahogando...

 —¡Y un cuerno! Claro que novoy a soltarte hasta que no hagas loque te he dicho. Di a ese mamut quetraiga la comida aquí... y quieroraciones abundantes... y una botella

de buen vino para hacer pasar lacomida...

Zimmer gruñó las órdenes

 pertinentes y el gigante fue en buscade lo que Martin había pedido.

Momentos después regresabacon un botellón herméticamente

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con un botellón herméticamente

cerrado. Llevaba también una botella envuelta en un pedazo de

 periódico. —Voy a soltarte —dijo Martincuyos ojos brillaban intensamenteal imaginar la comida que conteníael botellón—, pero te advierto que

tres camaradas más están ahífuera... y si envías a tu gorila detrás

de mí vamos a pisarle la cabeza

hasta que eche por la boca el pocode seso que tiene... ¿entendido?

 —¡Sí!... ¡Lárgate! —gruñóZimmer—. Y no olvides

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Zimmer . Y no olvides

devolverme el botellón.Martin le soltó, no demasiadoseguro de lo que iba a pasar, peroZimmer, era evidente, no deseabamás complicaciones. Se frotó eldolorido cuello, alejándose,seguido de cerca por Kas que había

adoptado una actitud de perrosumiso.

 

* * * 

Martin no era de los que sefiaban demasiado. Al salir de la

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casa de la Intendencia, echó acorrer, soportando el hombro el pesado botellón, con la botella ela otra mano, maldiciendo el nohaberse hecho acompañar por algú

otro.Cuando llegó cerca de la

cuadra, aminoró la marcha ydespués de mirar hacia atrás,

convenciéndose de que nadie le

seguía, se sintió intensamente feliz,gozando por anticipado de la

sorpresa que iba a proporcionar asus camaradas de pelotón.

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p

Empujó la puerta.El cuadro no había cambiadodesde su marcha. Los hombresestaban en su sitio, los platos llenosno habían cambiado de lugar.Incluso el joven Ingo, eldisciplinado, no había podido

terminar su rancho...Dieter, inclinado hacia la vela,

que se había consumido casi por 

entero, leía por enésima vez la cartade su mujer.

Levantó los ojos, mirando alrecién llegado.

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g

 —¿Qué traes, Trenke? —  preguntó incorporándose a medias. —Comida para todos.Se levantó el sargento,

acercándose al pesado botellón queMartin había puesto en el suelo. Siuna palabra, el suboficial destapó

el recipiente. Un olor agradable seextendió por la cuadra.

 —Sakrement!  —exclamó

Dieter—. A eso sí que lo llamo yocomida para soldados...

Se asomó al botellón y volvióa lanzar una exclamación de

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sorpresa: —Mein Gott!  Fijaos en lacarne que flota y en este caldoespeso... ¡Muchachos! Limpiad los platos... esta noche vamos a cenar como príncipes...

Tiraron el rancho anterior en

el estiércol que formaba un montóal fondo de la cuadra, luego

limpiaron los platos con paja

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verdad, ni siquiera recuerdo cuántotiempo hace que no comía así...

Martin con la boca llena,sonrió.

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 —Hubiese podido traeros pollo asado —dijo—, pero lascosas no se presentaban muy bien,que digamos... ¿recordáis a esecerdo de cabo furriel? Un tipollamado Zimmer...

 —Claro que sí —dijo Dieter 

. Un lameculos de primera... Lohe visto, más de una vez, rondando

alrededor del puesto de mando del

regimiento, con un misterioso paquete bajo el brazo... y que me

aspen si no llevaba botellas a losefazos...

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 —Ha ido de permiso el doblede veces que nosotros —gruñósordamente Trenke—. ¡El muy hijode perra! ¿No es para morirse deasco? ¿Por qué demonios sucede

siempre igual? —Los hombres somos así,

Martin. Poco importan lascircunstancias... que sea en tiempo

de paz o en tiempo de guerra, hay

quien quiere siempre sacar tajadade las circunstancias. Y mientras la

mayoría de cretinos se juega el pellejo, hay tipos que hacen s

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agosto... —Daría cualquier cosa por tener a ese perro de Zimmer en el pelotón —dijo Dieter—. Lo que ibaa gozar viéndole sudar de miedo e

 primera línea... —No te hagas ilusiones — 

repuso tristemente Martin—. Esaclase de enchufados se las arregla

siempre para salirse con la suya. Y

cuando acabe la guerra, serán elloslos que, con el pecho cubierto de

medallas, contarán en los pueblos ylas ciudades que fueron verdaderos

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héroes... así es la vida... ¡pásame la botella!Hubo una nueva distribució

de comida, hasta que el fondo del botellón quedó tan brillante como

los platos.Siguieron hablando, pero la

charla declinó rápidamente. Lacomida y el alcohol surtieron efecto

y los párpados empezaron a pesar 

como si fueran de plomo.Aprovechando lo poco que

quedaba de la vela, Dieter empezóa escribir a su esposa, sabiendo que

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su estado de ánimo era el mejor  para no verter en el papel nada que pudiese angustiar a la mujer queamaba.

«...me encuentro

 perfectamente. Acabamos de comer y la verdad, querida, es que no

 puedo más... sólo el deseo devolver a veros me inquieta... pero

estoy seguro de que muy pronto

 podré abrazaros...»

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Capítulo IV

Bastante antes del alba se dejó

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oír el sordo rumor de los motoresde los camiones pesados que

llegaban al poblado. Venían delOeste y desembocaban directamenteen la calle principal del lugar que,días antes, había sido ensanchada,derribando las fachadas salientes,

 para dar paso a los colosos de lacarretera.

Llevaban en sus cajas enormes

todo lo necesario para convertir ala maltratada 16.ª División en una

fuerza formidable, capaz nosolamente de rechazar la presió

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enemiga, sino de contribuir deforma activa a los proyectos deconquista que los hombres delTercer Reich habían forjado.

Erich Zimmer había trabajado

durante toda la noche, siconcederse un sólo segundo de

descanso. Tampoco habíandescansado sus hombres, a los que

no había cesado de gritar un solo

momento. Con un libro en la mano,iba anotando cuidadosamente la

carga de cada camión y sus ojos brillaban como los de un avaro

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contando y recontando sus tesoros. Ninguna otra unidadfuncionaba tan a la perfección comola mandaba por el cabo Zimmer. Eneste aspecto, hubiese podido dar 

lecciones a más de un oficial yhasta a algunos jefes.

Pero el misterio de la estrictadisciplina que reinaba en la

Intendencia residía exclusivamente

en la táctica de Zimmer que sabíaque un hombre puede hacer todo...

mientras tenga el estómago lleno. Ynadie como él para proporcionar a

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sus hombres esa clase desatisfacción digestiva.Por eso podía permitirse el

lujo de reinar en su unidad como utriunfo.

Los camiones iban parándoseante el control de Intendencia.

Bajando de la cabina, losconductores saludaban a Zimmer,

entregándole, la hoja de ruta, yendo

después a tomar una taza de café yun vaso de alcohol que el cabo les

ofrecía.Entonces, los hombres subía

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a los camiones y controlaban lacarga, dando después el visto buenoa su jefe. Estaban taacostumbrados a aquella clase detrabajo que les bastaban pocos

minutos para llevar a cabo ucontrol estricto de la carga de cada

vehículo.Uno de aquellos camiones

acababa de alejarse cuando Zimmer 

oyó unos pasos que se acercaban.Se volvió, sonriendo a Seimard, s

superior, el Feldwebel desuministros.

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 —¿Cómo van las cosas,Erich? —preguntó el reciéllegado.

 —Perfectamente, Leopold.Estamos recibiendo un verdadero

tesoro... —Ach so!  Pero la verdad es

que parecemos una banda degitanos. Tantas cosas no hacen

 presagiar nada bueno. ¿Tienes idea

del lugar al que nos van a enviar? —No, en absoluto. De todas

formas, puedes apostar sin peligro a perder que vamos a vernos liados

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en una ofensiva... y de las gordas. —No hay duda. Esperemos, detodos modos, que en lo que anosotros respecta, podamosencontrar un sitio potable. Lo que

me cabrea es que estaba pensandoque me diesen permiso... y esta

maldita ofensiva ha echado todo arodar.

 —No te preocupes demasiado.

Ya sabes que, si fuera necesario, podemos contar con Franz.

Los ojos del Feldwebel brillaron como ascuas.

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 —Quería justamente hablartede él... Tú tienes más confianza quenadie con Humbeler y puedes hacer que diga al doctor que necesitoreposar urgentemente... un par de

semanas en Berlín. Tengo muchasganas de volver a ver a mis

amigotes de la ciudad... ydemostrarles que, a pesar de estar 

en el frente, lo paso mil veces

mejor que ellos. Además, ¿me prepararás una buena maleta bie

llena de cosas buenas... no escierto?

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 —Pues claro —rió Zimmer—.Mejor dos maletas que una... losuficiente para que tus amigotes deBerlín se mueran de envidia y quelas chicas te llamen a gritos... No

olvides que somos los amos,Leopold. A pesar de no ser más que

un cabo y un Feldwebel, tenemos,en lo que respecta al suministro,

más autoridad que un general de

división... y eso me gusta. —A mí también —sonrió

Seimard—. Siempre te gustómandar, amigo mío... pero desde la

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sombra. Sé que te ríes de losuniformes y de las medallas, de losgalones y de los que los llevan ygritan como locos... y no ignoro quedesde tu rinconcito, sin que nadie lo

sepa, das órdenes que llegan muyarriba... Eres un tipo muy hábil

Zimmer...Erich se hinchó como un pavo.

Era cierto que nunca le había

gustado dar la cara. De niño, seaprovechaba de los demás,

moviéndolos como marionetas,lanzando los unos contra a los

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otros. Y era él siempre quien teníamás canicas, más sellos o cromos...con lo que ejercía un mando oculto pero efectivo.

 —¿Hablarás con Franz? — 

insistió el sargento. —Sí, pierde cuidado.

Seimard encendió un cigarrilloy se alejó tras saludar a su amigo.

La historia de Seimard era

muy parecida a la de otros quehabían aprovechado poderosas

influencias para quedarse en laretaguardia, gozando de puestos

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 privilegiados. Leopold había estado bastante tiempo en una secciósecundaria del Estado Mayor, enBerlín, pero su cabeza loca le habíahecho matar a la gallina de los

huevos de oro.Olvidando toda prudencia y

deseando demostrar a sus amigos, ysobre todo a sus amigas, que

disponía de dinero de forma

inagotable, había cometido el error de retirar ciertas cantidades de la

caja fuerte de su departamento.Sin sus poderosos amigos,

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Leopold Seimard hubiese terminadoen una unidad de castigo, en elfrente del Este, donde hubiesemuerto probablemente.

Pero las influencias se

 pusieron en marcha y el «castigo»se limitó a la incorporación de una

unidad de Intendencia en la queSeimard no tenía nada que perder.

En realidad, al incorporarse

como sargento-jefe a la 16.ªDivisión, Leopold, debió ser, y lo

era en realidad, el superior erárquico de Zimmer, pero

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comprendió en seguida, nada másconocer al astuto cabo, que eramucho mejor dejarle las manoslibres, sacando de esta «cesión demando» todos los beneficios que

 pudiera.Erich Zimmer prosiguió

infatigablemente su tarea. Lucía plenamente el sol cuando terminó el

trabajo. Todos los camiones habían

sido controlados.Se dirigió a su despacho,

ubicado en las antiguas oficinas delos sindicatos soviéticos del lugar.

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Allí guardó los libros echando unaojeada, en la caja fuerte que tenía,al dinero que había reunidollevando a cabo un mercado negroque sólo él conocía.

 No había cosa más sencilla,sobre todo cuando alguien se iba de

 permiso, que «engrosar» el paqueteindividual haciendo que el

 permisionario llevase algo a s

casa. Entonces, el soldado sedesprendía de la paga ahorrada co

sudores, ya que el dinero de pocoiba a servirle en una retaguardia

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donde todo faltaba y cualquier cosacostaba un ojo de la cara.Era mejor llevar un poco de

mantequilla, chocolate para losniños o algunas latas de carne que

harían la delicia de la familia. Acambio, se entregaban los marcos

amasados con sudor a lo largo demuchos meses... o se recibía dinero

del cabo para comprar medias de

seda o alcohol que luego podríaugar un papel importante en los

trueques en los que Zimmer era uverdadero especialista.

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Tras cerrar la caja fuerte,Erich se sentó tomando de una cajade habanos un cigarrillo queencendió con vivo placer.

Recordando entonces lo que el

Feldwebel le había dicho, llamó aKas y cuando el gigante estuvo ante

él: —Ve a decir a Franz

Humbeler que venga a verme e

seguida. —¡A sus órdenes!

Zimmer entornó los ojos,dando chupadas de su magnífico

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habano. Su imaginación se puso avolar, y formó nuevos planes.Esperaba ansiosamente un permiso para llevar el dinero reunido aalgún sitio seguro. Pero más que los

marcos escandalosamente robadosa los soldados con permisos, Eric

contaba con los objetos de oro,relojes, medallas, brazaletes, que se

amontonaban en un saquito, en el

fondo de la caja fuerte.Aquel oro, tomado por los

soldados en las ciudades y pueblosconquistados y que cambiaba

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voluntariamente por tabaco ocomida, constituía el verdaderotesoro del cabo Zimmer.

 —Una vez terminada estaasquerosa guerra —murmuró co

los ojos entornados—, tendréfondos suficientes para poner u

 buen negocio... y si perdiésemos laguerra, el oro me servirá para irme

lejos de una Europa empobrecida y

hambrienta...Había pensado en todo.

 —¿Se puede?Abrió los ojos, sonriendo al

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enfermero que esperó un gesto para penetrar en el despacho.Franz Humbeler era un hombre

extraordinariamente delgado, deaspecto macilento y rostro de color 

ceniza. Se veía en seguida queestaba dominado por algo oculto

que no hubiese engañado un soloinstante al ojo experto de u

médico.

Tenía el rostro de lo que era:un toxicómano.

A pesar del puesto queocupaba, Franz había tenido que

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convertirse en el esclavo deZimmer, ya que todo, hasta lasdrogas de las enfermerías de ladivisión, pasaba por las manos deErich.

Zimmer tenía fama de hombrehonesto y el jefe de la división le

había confesado, además de otrascosas, el control de las sustancias

que Berlín expedía en cuentagotas,

especialmente las drogas destinadasa los quirófanos de los

Kriegslazarett. —¿Cómo va eso, Franz?

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 —Bien, gracias a ti... yhablando justamente de eso... pronto tendré necesidad de algunasdosis más...

Erich frunció el ceño.

 —Si mal no recuerdo —dijocon voz dura—, te di la semana

 pasada una caja completa, con seisampollas... ¿no es cierto?

 —Sí —repuso el enfermero

con un hilo de voz—, pero debescomprenderlo... Hemos trabajado

mucho en el quirófano... y el doctor Suverlund es un puerco... no me hadejado ni dormir... creo que he

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descansado unas seis horas en estaúltima semana... por eso heconsumido más de la cuenta.

 —Bueno. Ya veremos cómo lo

arreglamos. Por el momento,necesito que me proporciones u

 permiso de una quincena de días...con cualquier motivo... es para u

 buen amigo mío...

 —El matasanos no está dehumor para pedirle...

 —Eso es asunto tuyo. Sé queel médico tiene confianza en ti... y

dif il b l

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no te será difícil obtener lo que te pido. —¿Quién es ese amigo? —Leopold Seimard. —Comprendo, haré todo lo

que pueda, Erich... pero no sabescomo está el doctor...

 —¿Que demonios le pasa? —Tenemos demasiado

trabajo. Ahora que se habla de una

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comprende, ya que durante laretirada, los ruskis han hecho una

verdadera escabechina... —Y son los veteranos,supongo, los que intentan salvar el

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 pellejo, nicht wahr?

[7] —Pues claro, Zimmer. Los

novatos son como borregos. Nosaben a que clase de matadero va

a llevarlos. Pasan el tiempocantando y riendo... y lo que se prepara es gordo, puedes creerme...

unca había visto tantos cañones y

tantos tanques... alguien me hadicho que hay dos mil aviones

 preparados para apoyar el ataque... —Pero, ¿se sabe algo econcreto?

Sól H i

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 —Sólo rumores. Hay quiedice que vamos a lanzarnosnuevamente sobre Moscú, otroshablan del Don... y hay quien afirma

que el objetivo es Turquía. —¡Memeces!

 —Lo mismo pienso yo; pero,de todos modos, la que va a

armarse será de órdago.

 —Ya lo veremos. Por elmomento, creo que es idiota

 preocuparse por anticipado.Ocúpate de lo que te he

dN l Zi

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encargado... —Naturalmente, Zimmer.Sabes perfectamente que puedescontar conmigo.

Franz dudó unos instantes.

Frente a él, sabiendo perfectamentelo que preocupaba al toxicómano,

Zimmer sonreía, ocultando apenasla satisfacción que le causaba la

angustiosa dependencia del otro. E

realidad, los hombres no eran paraél más que piezas de ajedrez, co

las que jugaba fríamentedespreocupándose de su destino personal.

E i h

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 —Erich... —De acuerdo. No lloriquees...

voy a darte otra caja, pero noabuses...

Se levantó. Abriendo con unade las llaves de su voluminoso

llavero uno de los armariosmetálicos, tendió la caja al

enfermero cuyos ojos se iluminaron.

 —Danke...  —dijo con vozemocionada—. Esta misma tarde te

traeré el permiso del Feldwebelfirmado por el médico.

Así espero Y ahora déjamel

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 —Así espero. Y ahora, déjamesolo. —En seguida.

 * * *

   —Entre, mi teniente, por 

favor... siéntese... voy a servirlealgo...El Oberleutnant Olsen estrechó

la mano del cabo yendo luego a

ocupar una de las sillas. Zimmer que había sacado una botella de

excelente coñac francés sirviógenerosamente al oficial, llenándolela copa hasta el borde; él no se

tió á l it d d l

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vertió más que la mitad de la suya. —Da gusto venir a verle, cabo

sonrió Olsen que mandaba lasección de transportes de la

Intendencia divisionaria—. Deverdad que da gusto venir aquí...

 —Exagera usted, señor. —¿Ha conseguido las cargas

de los camiones?

 —Todo ha sido contabilizado,mi teniente.

 —Perfecto. Ahora, la noticia,Erich. —¿Cuál?

S li t h

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 —Salimos esta noche.Zimmer no dijo nada. No

obstante, la pregunta le quemaba lalengua, pero era demasiado hábil

 para demostrar su curiosidad. Dioal teniente un magnífico habano y

volvió a llenar, hasta rebosar, lacopa del oficial.

 —Vamos a atacar Stalingrado

dijo Olsen tras dar un par dechupadas al cigarro.

 —¿No atacan otras unidades por ese lado? —En realidad, no. Ha habido

avances hacia el sur hacia el

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avances, hacia el sur, hacia elCáucaso, pero seremos nosotros,

formando parte del Sexto Ejércitode Von Paulus, los que tendremos el

honor de apoderarnos de la ciudadque lleva el nombre de ese tirano

del Kremlin. —Magnífico.

 —Más de lo que usted puede

imaginarse, Zimmer. Porque, por vez primera, será el Führer quie

dirigirá personalmente lasoperaciones. Esta vez, esosimbéciles de generales no tendrámás oportunidad de cometer

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más oportunidad de cometer  barbaridades, como hicieron frente

a Moscú.Lanzó un suspiro.

 —No volverá a haber ninguna«retirada estratégica».

 —Comprendo. —Esta vez, una vez ocupado

Stalingrado, pasaremos al otro lado

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Olsen hacía recorrer a los hombresde la Wehrmacht.

A Erich le importaba un bledotodo aquello, especialmente lasorda lucha que, desde hacía muchotiempo enfrentaba al Ejército y al

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tiempo, enfrentaba al Ejército y alPartido.

Pensaba únicamente en losformidables beneficios que podía

obtener en todas las regiones que ladivisión atravesara. No obstante,

empezó a preguntarse si el tenienteiba a permanecer todo el día allí.

Por fortuna, Bruno Olsen, tras

haber bebido su cuarta copa decoñac, se levantó despidiéndose del

cabo, quien le ofreció otro habano.

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Capítulo V

La división, en contra de loque todos temían, no tomó parteactiva en la primera fase de la

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activa en la primera fase de la batalla de Stalingrado.

Formando parte de la reservaestratégica, la 16.ª esperó hasta que

una parte de la ciudad cayese emanos de los atacantes.

Durante días los hombres,agrupados en los valles que

rodeaban al campo de aviación de

Pitomnik, en manos germanas casidesde el principio de la operación,

vieron la ciudad convertirse en uenorme brasero, una hoguera cuyaschispas subían hasta el cielo.

Por millares los aviones

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Por millares, los avioneslanzaron millones de toneladas de

 bombas sobre Stalingrado, mientrasque los panzers se abrían paso entre

las ruinas, ayudados por loszapadores, conquistando casa tras

casa en una lucha feroz como jamásse había dado hasta entonces en la

guerra germano-rusa.

De repente, la división se pusoen movimiento. Primero e

camiones, luego a pie, los hombres,se fueron acercando al volcán eque Stalingrado se habíaconvertido

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convertido.La última fase de la

aproximación se hizo durante lanoche. En largas filas, los soldados

de la 16.ª penetraron por fin en laciudad, moviéndose como

fantasmas en medio de las ruinas,evitando por milagro pisar los

cuerpos de los muertos que, por 

millares, despedían un hedor intolerable.

Al penetrar en la zona delcuerpo del Ejército, vieron losgrupos blindados que no habíapodido avanzar ni un metro más,

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 podido avanzar ni un metro más,esperando que los zapadores

hicieran volar los montones deescombros que cortaban el paso;

también asistieron al desfile de losmotoristas que corrían por las

calles como verdaderos acróbatas,llevando y trayendo mensajes.

Luego se adentraron en la zona

del silencio y de la muerte. —¡Sargento Swaser!

Ulrich se apresuró a acudir cerca del teniente Ferdaivert,cuadrándose ante su superior.

 —¡A sus órdenes, señor!

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¡ , —Usted y su pelotón van a

avanzar hasta el final de esta calle.Allí encontrarán una trinchera, justo

en el centro de la avenida. Esa serála posición que deberá defender e

cuanto se haga de día, procureestablecer contacto con ambos

flancos. Espero que nada

importante ocurra esta noche.¿Alguna pregunta?

 —Ninguna, mi teniente. —Entonces, ¡adelante! —¡A sus órdenes!Ulrich volvió junto con sus

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jhombres, a los que explicó

rápidamente las órdenes queacababa de recibir. A la cabeza de

su pelotón avanzó por la calle, pegándose a las fachadas o

trepando por los montones deescombros que se elevaban por 

todas partes.

Algunas balas, que silbaro peligrosamente cerca, les obligaro

a bajar la cabeza, mostrándose más prudentes, pero ninguna bengala fuelanzada y pudieron recorrer elcamino con una cierta facilidad.

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Cuando llegaron al extremo de

la calle, que desembocabadirectamente en una amplia

avenida, Ulrich tuvo que esperar aque la luz vivísima de la explosió

de una bomba, de las que caían siinterrupción sobre el flanco

derecho, le mostrase el sitio donde

se encontraba la trinchera de la queel teniente le había hablado.

Cuando vio el lugar, lanzó ungruñido, pero avanzó, seguido por sus hombres, penetrando finalmenteen una especie de agujero alargado

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p g j gque nada tenía de común con una

trinchera. —Pero —gruñó Dieter—,

¿dónde demonios nos han enviado,sargento?

Ulrich tenía otras cosas másimportantes que contestar al

soldado.

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quedaremos aquí... y cuando sehaga de día veremos lo que se

 puede hacer.Mientras, Ingo habíaexaminado el agujero; luego, pensativamente gruñó algo antes de

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g gacercarse al sargento.

 —Creo, señor —dijo—, queuno de nosotros debería subir al

 borde del agujero. Es demasiado profundo para utilizarlo como

trinchera... y si los ruskis seacercasen aquí, podrían tirarnos

unas cuantas bombas de mano,

matándonos antes de que nosdiésemos cuenta de nada.

Ulrich se rascó la barbilladonde la barba comenzaba aespesarse.

 —No es mala idea la tuya,

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chico —dijo—. ¿Quieres hacer el

 primer turno de guardia? —Sí, sargento.

Lukwig trepó a lo alto de lafosa. No perdió el tiempo,

confeccionándose con algunoscascotes una especie de parapeto

tras el que se instaló.

Gracias a las explosiones delos proyectiles de mortero que los

alemanes disparaban sin cesar, Ingo pudo distinguir netamente eledificio que se levantaba frente aél, al otro lado de la avenida, y

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donde se atrincheraban los

soviéticos.Sentados en el fondo del

agujero, los miembros del pelotóescuchaban, como de costumbre, las

amargas protestas de MartiTrenke.

 —¡Vaya organización! ¡Una

verdadera mierda! Daría lo que me pidieran si alguien se atreviese a

explicarme qué hacían los tipos queestaban antes aquí... y a los que nohemos visto el pelo, ni vivos nimuertos...

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 —Seguro que se han largado

antes de que llegásemos —dijoDieter—. Ya puedes imaginarte las

ganas que tenían de irse de un sitiocomo éste. En cuanto les han dicho

que unos idiotas iban a ocupar ssitio, han salido zumbando como

rayos...

 —Este sitio es como unafosa...

 —No hables así, Martin —  protestó Valker Künger—. Hay palabras que traen la negra... y fosaes una de ellas.

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 —¡Lo que nos faltaba! —rió

Dieter—. Lo que nos faltaba... quenos vengas con esas puñeterías,

Valker... Si empezamos consupersticiones, ¡estamos fritos!

Martin, que se había calladounos minutos, rompió el silencio

que se hizo tras la exclamación de

Dieter: —Digan lo que digan, no

 parece que las cosas vayan tan bieen este lugar. Mientras hemosestado esperando, todo el mundodecía que Stalingrado estaba

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virtualmente en nuestro poder...

¡nos toman por idiotas! Desde quehemos dejado el camión, he contado

los metros que hemos recorrido... yno me imagino una ciudad ta

 pequeña... —¡Que se vaya al cuerno! Es

un pobre chico al que ha

envenenado con mentiras cuandoestuvo en las Hitlerjugend. Y el

muy desdichado sigue creyendotodas esas idioteces que lecontaron...

Dieter emitió un gruñidod

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sordo.

 —No me hables de esascosas... —dijo mientras la

expresión de su rostro seensombrecía—. En la última carta

que he recibido de casa, mi mujer me dice que Otto, el mayor de mis

hijos, que ahora tiene catorce años,

ha sido llamado a las JuventudesHitlerianas.

Martin torció el gesto. —No lo reconocerás cuandovuelvas a verlo, amigo mío. Te locambiarán tanto que creerás que

á h bl d d bl d I

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estás hablando con un doble de Ingo

Lukwig. —No me hace mucha gracia...

 —Tampoco me haría muchagracia, si yo tuviera un hijo, verle

convertido en una especie degramófono que repite el disco de la

 propaganda, un disco rayado...

 —No sabes la razón quetienes. Todavía recuerdo, durante

mi último permiso, la opinión quela gente de la retaguardia, mifamilia incluida, tenían de la guerray especialmente del frente del Este.C d i i d b

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Cuando vi a mi padre, abrazarme

con fuerza mientras me mostraba asus amigos, no comprendí en lo que

estaba pensando hasta que me preguntó, con cierto énfasis, cuántos

ruskis había matado o hecho prisioneros.

Movió tristemente la cabeza.

 —Estaban completamenteconvencidos que luchábamos aquí

contra una pandilla dedesarrapados, soldados sin armas,sin municiones y sin jefes...

Intervino el sargento:Y é éi i ?

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 —¿Y qué queréis que piensen?

De la mañana a la noche, este idiotade Goebbels, les está diciendo en la

radio mil estupideces, llenándolesel cráneo de mentiras.

Se puso en pie, organizandolos turnos de guardia. El resto de

los hombres se echó en el fondo del

húmedo agujero, buscandoafanosamente un sueño reparador.Ulrich fue el último en cerrar 

los ojos.Esperaba ansiosamente la

llegada del nuevo día para informar i d l i

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a sus superiores de la precaria

situación de su pelotón y hacer quelos zapadores llegasen para

construir, por lo menos, un nidodonde instalar la Spandau y hacer 

un refugio dónde pudiesedescansar como personas.

El combate, si podía llamarse

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en los adoquines de las calles y elas fachadas de las casas destruidas por la lucha.

Cuando la claridad se hizo deltodo, Swaser pudo ver el parapetoque Lukwig había construido. Subióhasta él echando una ojeada al

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hasta él, echando una ojeada al

lugar donde se encontraban.Ante él se extendía una plaza

enorme, sembrada de grandesembudos producidos por 

 proyectiles de todo tipo. Al fondo,se levantaba un enorme edificio de

nueve plantas, cuya fachada

aparecía salpicada por miles deagujeros, ofreciendo el aspecto deun gran rostro atacado por laviruela.

La mayor parte de las ventanasse habían convertido en agujerosdeformes y se veía en muchas de

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deformes y se veía, en muchas de

ellas, los sacos terreros tras los quese protegían los rusos.

Swaser paseó una miradaatónita por las casas convertidas e

montones informes de ruinas omostrando una sola fachada, como

una curiosa pared que se

mantuviese en pie por milagro.Jamás había visto algo tatremendo, y comprendió laferocidad de la lucha que debíahaberse desarrollado allí, unasalvaje pelea cuyo objetivo nopodía ser más que un portal u

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 podía ser más que un portal, u

 piso, una esquina.Los miembros del pelotón se

habían despertado, pero hubierode pasar dos largas horas sin que

nadie apareciese, por el ladoalemán.

Como los rusos empezaron a

disparar, Swaser abandonó el pequeño parapeto, reuniéndose cosus hombres.

 —¿Has visto bastante? —  preguntó Martin.

 —Sí —repuso el suboficial—.o es nada agradable en verdad

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o es nada agradable, en verdad.

Estamos situados en medio de una plaza... y no sé cómo van a llegar 

hasta aquí para traernos la municióy el rancho. Es prácticamente

imposible atravesar ese espacioabierto sin ser acribillado a balazos

 por los rusos de la casa de enfrente.

 —¡Pintas el panoramamaravillosamente bien! —rió

Trenke.Y después de encender uncigarrillo con una mano que lacólera hacía temblar:

—¡Estamos listos! —gruñó—

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 —¡Estamos listos! —gruñó—.

o sé que puñetas ocurre, perosiempre nos toca bailar con la más

fea... Primero, nos dejan solos juntoa aquel maldito río, donde murió el

motorista... y ahora... —se echó areír bruscamente aunque su risa

sonaba a falsa—. ¿Qué os apostáis

que no nos traen comida hoy?Swaser torció el ceño. —No hay que amargarse la

vida por adelantado —dijo sin estar muy convencido de expresar la

verdad—. El teniente sabe dóndeestamos y que no tenemos víveres

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estamos y que no tenemos víveres.

Además, si el jaleo empieza, deveras, las municiones que hemos

traído se acabarán en seguida...Veamos, Fonlass... ¿cuántos

cargadores te quedan para el fusilametrallador?

 —Cinco, sargento...

 —Es poco... —dijo elsargento como si hablase consigomismo, luego, al final de una corta pausa, añadió—: he examinado losalrededores. A la derecha y a laizquierda de nuestra posición seextiende la avenida lo que quiere

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extiende la avenida, lo que quiere

decir que no tenemos contactoalguno por los flancos.

 —¡Estamos aislados! —De acuerdo, Martin —gruñó

Swaser—, pero cierra el pico. Yahemos visto que los de la

Intendencia no enviarán jamás a

nadie para atravesar la zona deterreno abierto que tenemos detrás.Por otro lado, creo francamente quealguien se ha equivocado... esteagujero no es una trinchera, ni lo ha

sido nunca...Dieter lanzó una exclamación,

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Dieter lanzó una exclamación,

dándose una palmada en la frente. —Scheisse!  Tiene razón,

sargento... ¡qué idiotas hemos sidoal no darnos cuenta de que nos ha

metido en un foso antitanque!Las palabras de Dieter cayeron como una ducha fría.

Todos los miembros del pelotón se dieron cuenta de queFonlass tenía razón.

Aquello era, simplemente, ufoso antitanque y no era de extrañar que careciese de todo lo necesarioa la defensa, como hubiese sido el

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a la defensa, como hubiese sido el

caso de ser una trinchera: ni parapeto, ni escalón para el tiro, ni

 protección de ninguna especie. —¡Pandilla de cretinos! — 

rugió Martin—. ¡Y así quierenganar la guerra!

 —No creo que sea bueno

uzgar las cosas tan de prisa — intervino Ingo—. Si nos han traídoaquí, es porque aquí había otrosdefendiendo esta parte del sector...

Trenke, con los ojos brillantes,

se volvió hacia el joven. —¿Y tú qué sabes, estratega

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¿ q , g

de pega? ¡Estoy hasta la coronillade tus estúpidas opiniones! No

sabes más que decir amén a todo.¿Es que no te das cuenta de que nos

han metido en un verdadero cepo?Hablas de la gente que estaba aquí, pero no vimos a nadie... Lo que ha

ocurrido es que se haequivocado...Swaser levantó la mano

derecha para imponer un poco desilencio.

 —Calma, chicos. Ya os hedicho que no vamos a quedarnos

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q q

aquí indefinidamente. No hay másremedio que avisar al teniente.

Tampoco él debe saber dónde noshemos metido... Era de noche y él

no había estado nunca aquí... —¿Y qué piensas hacer? — inquirió Martin.

 —Uno de nosotros debe salir de aquí para ir a hablar con elteniente Ferdaivert. Eso es todo...

Hubo un corto silencio. Luego,de repente, Lukwig se incorporó,avanzando hacia el suboficial.

 —Permítame ir, sargento.

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, g

Swaser reflexionó unosinstantes.

 —De acuerdo —dijo luego—.Puedes escoger el camino que te

guste más. Examina un poco elterreno antes de aventurarte fuera...

 pero, muchacho, ya sabes que no

 podemos cubrirte con nuestro fuego.os es imposible disparar desde elagujero... ya que no hay manera deasomarse a él...

Lukwig sonrió.

 —No se preocupe, señor. Yame las arreglaré...

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g

El joven examinó un poco elterreno que se extendía detrás del

foso antitanque. Momentos mástarde, tras haber ajustado la correa

de su casco, empuñó su fusil y saliódel agujero, arrastrándose hacia elfinal de la calle por la que el

 pelotón había llegado la nocheanterior.A pesar de lo que había dicho,

Swaser, con su subfusil en la mano,subió velozmente al parapeto que

Lukwig había hecho, siguiendoansiosamente con los ojos la

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 progresión del muchacho.Por desgracia, el terreno era

liso como la palma de la mano y losadoquines, en aquella parte de la

 plaza y al comienzo de la calleapenas habían sufrido, noofreciendo agujero alguno donde el

soldado hubiera podido protegerse.Las balas silbaban, peroSwaser se percató de que ningunade ellas iba dirigida contra elsoldado, lo que demostraba que los

rusos no le habían visto.Aún...

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El jefe de pelotón sintió queuna extraña amargura le invadía. No

encontraba justificación alguna aaquella clase de errores, aunque,

como siempre, había procuradotranquilizar a sus hombres,defendiendo a sus superiores...

Pero, ¿merecíaverdaderamente ser defendidos?¿Cómo era posible que un relevo deunidades se hiciese de aquellaabsurda manera, sin que el jefe de

la saliente explicase detalladamenteal entrante hasta el último detalle de

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las posiciones?«Algo está pasando en la

Wehrmacht —se dijo tristementeSwaser—. Es muy posible que los

triunfos tan fácilmente conseguidosnos hayan emborrachado un poco.Pero no hay nada peor que

despreciar al adversario. Sólo loslocos pueden permitirse hacerlo...»Y lanzó entre dientes: —¡Es un asco!Volvió a concentrarse en la

 progresión lenta de Ingo, quecontinuaba arrastrándose por el

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suelo, atravesando valientemente elterreno descubierto que le separaba

aún de la primera esquina de lacalle.

 —¡Adelante, muchacho! — silbó el suboficial con el corazólleno de ternura—. ¡Así me gusta!

¡Muestra a esos ruskis del demoniolo que eres capaz de hacer!Era difícil, a pesar de la

distancia que separaba ya a Lukwidel foso antitanque, no seguir 

viendo su rostro de niño, con uligero bozo sobre el labio superior,

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aquellos ojos dulces y azules comolos de una muchacha...

Diecinueve años.Cuando se empieza a vivir, se

dijo Swaser intentando recordar cómo era él a aquella edad. Un niñoque ni siquiera conoce aún el

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¡Ra-ta-ta... ta!Swaser se estremeció.Esta vez, la ráfaga había sido

disparada sobre el muchacho. Las balas levantaron racimos de chispas

en dos adoquines, no muy lejos delcuerpo de Ingo que pareció

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encogerse repentinamente. —¡Cuidado, hijo! —murmuró

el sargento como si el jove pudiera oírle.

Lukwig prosiguió su avance,testarudo, arrastrándose, pegado alsuelo como si quisiera confundirse

con él.La tercera ráfaga le alcanzó.Ulrich lo vio perfectamente.

Hasta le pareció sentir en su propiacarne los impactos salvajes de las

 balas, y hasta se estremeció comolo estaba haciendo Ingo al recibir la

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 bestial caricia de los proyectiles esu cuerpo.

El joven soldado seestremeció violentamente durante

unos segundos, agitándosedesordenadamente, como si nofuese dueño de su propio cuerpo.

Luego quedó inmóvil, con los brazos en cruz, su mano derechaapretando aún el fusil.

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Capítulo VI

Se habían instalado en lossótanos de un sólido edificio,

 parcialmente destruido, situado aunos doscientos metros de la

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 primera línea.Los ordenanzas, ayudados por 

algunos zapadores, limpiaron lasamplias salas. Zimmer envió a

algunos de sus soldados parainstalar convenientemente lashabitaciones destinadas a los

oficiales.El capitán Verlaz y lostenientes Ferdaivert y Olse pasaron casi toda la noche en el puesto de mando del comandante

Tunser. Juntos, estudiaron el sector donde el batallón se había

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instalado, recogiendoinformaciones sobre las posiciones

ocupadas frente a ellos por losrusos.

Cuando, al rayar el alba, elcapitán y los dos tenientesregresaron al lugar donde estaba

ubicado el puesto de mando de laCompañía, se llevaron unaagradable sorpresa al comprobar que los sótanos sucios y polvorientos se habían convertido

en un lugar bastante agradable, comuebles encontrados en la casa y

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una enorme estufa que despedía ucalor vivificante.

 —Kolossal! —exclamó Klaus. —Ese Zimmer vale su peso e

oro —dijo Bruno—. Desde luego,sabe hacer las cosas como nadie.Se sentaron alrededor de la

mesa, en la sala destinada alestudio de las operaciones futuras.Un agradable olor a café llegó hastaellos. Minutos más tarde, hombresde la Intendencia les servían u

apetitoso desayuno.Comieron con apetito,

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masticando con fruición los pequeños panecillos recién salidos

del horno. —La situación —dijo Bruno

con la boca llena— me parece bastante buena, ¿no es así, micapitán?

 —Sí —repuso Klaus mojandoel pan en el humeante café—. Por loque el comandante nos haexplicado, nuestro Cuerpo deEjército aprieta la ciudad de

Stalingrado como los dos bordes deuna tenaza. Alemanes, rumanos e

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italianos al sur, dominando ycontrolando el aeródromo, los

depósitos de carburante, la refineríade petróleo, haciendo frente a los

talleres metalúrgicos de la fábricallamada «Octubre Rojo»...Hizo una pausa, mientras

introducía en la boca un pedazo de pan que chorreaba café. —Por nuestro lado, en el

sector norte —prosiguió luego—,estamos menos avanzados que los

del sur, pero ocupamos los barriosobreros y las instalaciones de la

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fábrica de tractores Sparakowka,que se encuentra precisamente

detrás nuestro. Delante de nosotros,se levanta la fábrica de cañones

Barricada Roja, nuestro primer objetivo.Karl lanzó un suspiro antes de

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de lejos con sus aviones. De ahínuestra absoluta superioridad aérea. —Un factor determinante e

esta guerra —dijo el capitán—. La prueba es clara: cuando la aviació

nos ha fallado, hemos fracasado etierra, como nos ocurrió durante la

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última batalla del Don. —No importa —silbó Bruno

. Esta vez, capitán, daremos una buena lección a esos malditos

ruskis.El capitán asintió, terminandode beber el café que le quedaba.

Luego, levantando la mirada: —Y nuestros hombres, ¿cómovan, señores?

 —Mi sección vaestupendamente bien —dijo Olsen.

 —¿Y la suya, tenienteFerdaivert?

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 —Muy bien, mi capitán. Aestas horas han debido recibir ya

las municiones y el rancho. —La moral de la tropa es

 buena —dijo el capitán—, peroserá aún mejor cuando iniciemos laofensiva. No creo que los rusos

 puedan seguir defendiendo laestrecha franja de ciudad que lesqueda. Se combate mal cuando setiene un río a la espalda...

Los ojos de Bruno brillaro

intensamente. —¡Los aplastaremos! — 

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exclamó con entusiasmo—. Ycuando estemos en la otra orilla del

Volga, nadie podrá detenernos... parece que veo a los Panzers

atravesando como rayos la estepa...Klaus Verlaz se incorporó. —Ach so!  —exclamó

llevándose la mano a la boca paraocultar un bostezo—. Voy aecharme un poco... estoy molido,tras la noche de trabajo que hemos pasado... ¿quién de ustedes quiere

hacer la primera guardia? —Yo mismo, señor —se

f ió

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ofreció Bruno.El capitán asintió con la

cabeza, abandonando la estancia, yaque su dormitorio había sido

instalado en una pequeña habitacióal otro extremo del pasillo.El otro oficial se tendió en s

cama, colocada junto a la de Olsen.Éste encendió un cigarrillo,acercándose a la pared donde sehabía colgado un plano de laciudad.

Una línea roja marcaba las posiciones enemigas frente a una

l b l lí d

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azul que representaba la línea de progresión alcanzada por las tropas

alemanas.Con el cigarrillo en los labios,

Olsen observó largamente el plano. —Es una pena —pensó en voz baja— que un tipo como Verlaz

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ante él al cabo furriel EricZimmer.

 —Me ha asustado... no le oíentrar...

 —Perdón, mi...

 —No tiene importancia. Lefelicito por la instalación. ¡Es

ill t f id bl !

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sencillamente formidable! —Gracias, señor. Me alegra

que le guste —dudó unos instantesantes de agregar—: venía a ver al

teniente Ferdaivert... —Está durmiendo. ¿Qué pasa? —Mis hombres acaban de

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instalados! ¡Vamos a echar unaojeada, Erich!

El furriel dudó. No le gustabaen absoluto la idea de acercarse ala línea de fuego. Además, prefería

no mezclarse en los asuntos de losoficiales.

L ñ í h

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 —Le acompañaría con muchogusto, mi teniente —dijo con falso

tono contrito—, pero debo ir a ver al comandante... Me ha llamado co

urgencia... —Bien, es igual. Voy a ir aver lo que pasa.

 —¿Desea usted algo más? —No, gracias.Olsen salió del puesto de

mando, avanzando por el camino deronda que había sido abierto a lo

largo de la calle que llevaba hastalas posiciones de primera línea.

Oyó el estampido de algunos

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Oyó el estampido de algunos proyectiles de mortero, pero

 prosiguió su camino hasta penetrar en una casa en ruinas donde se

encontraba otro de los pelotones dela sección de Ferdaivert.Los soldados se extrañaron al

verle, y su jefe, un sargento, avanzórápidamente hacia el oficial.

 —¿Dónde está el pelotón deSwaser? —preguntó Olsen con vozáspera.

 —En medio de la avenida,señor, en un foso antitanque.

¡Enséñemelo!

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 —¡Enséñemelo!El suboficial se acercó

 prudentemente a una ventana cuya parte inferior estaba protegida por 

sacos terreros. —Tenga cuidado al asomarse,mi teniente...

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fábrica lo cazaron como a uconejo.

 —¿Y esos hombres no han

recibido ni comida ni munición? —Ha sido imposible, mi

teniente. Los de Intendencia hallegado hasta aquí, pero al

asomarse como usted lo hace se

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asomarse, como usted lo hace, sehan dado cuenta de que nadie puede

llegar hasta allá... de día al menos. —Desde luego... ¿tieneteléfono aquí?

 —Sí. Lo hemos instalado en elsótano, señor.

 —Vamos.Olsen estaba dispuesto a no

dejar pasar la ocasión que se le brindaba. Una vez junto al aparato,lo descolgó para pedir 

comunicación de urgencia con el puesto de mando del comandante

efe del Batallón

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efe del Batallón.Pronto tuvo a Turner al otro

extremo del hilo. —¡A sus órdenes, mi

comandante! Teniente Olsen alaparato. —¿Qué hay de nuevo, Olsen?

 —El pelotón del sargentoSwaser, de la sección del tenienteFerdaivert, ha sido colocado por error en un foso antitanquecompletamente aislado. El sargento

y sus hombres se encuentran bajo elfuego enemigo, sin posibilidad de

suministrarles absolutamente nada

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suministrarles absolutamente nada.La voz del mayor explotó, al

otro extremo del cable. —¿Quién es el imbécil que les

ha metido en ese agujero? —No lo sé, mi comandante — repuso Olsen con prudencia—. No

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megáfono a los labios. —¡Sargento Swaser! —gritó

su voz amplificada por el aparato

. Aquí el teniente Olsen... Vamosa ocuparnos de ustedes

inmediatamente... los sacaremos deahí...

Esperaba una respuesta deUl i h h bí b d

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Esperaba una respuesta deUlrich, pero apenas había acabado

su frase que una voz, repetida por media docena de potentesaltavoces, llegó hasta él desde eledificio del otro lado de la plaza.

 —¡No pierdas el tiempo,

 bandido fascista! Ven a buscar a tushombres, si quieres hacerlo... ¿Por qué no lo haces? Ya, lo sabemos.

Prefieres enviar a algunos de tusesclavos para que caigan como ese

que ha muerto antes... ¡Alemanes!¡Soldados! ¡Ahí tenéis la prueba de

que vuestros oficiales se sirven dei id

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que vuestros oficiales se sirven devosotros como si vuestra vida no

valiese nada! Os han enviado a eseasqueroso agujero y os han dejadoen él como a perros sarnosos... Notemáis... Sois trabajadores comonosotros... no dispararemos contra

el foso antitanque, pero noscargaremos a todos los que intentellegar hasta él... queremos

demostrar a vuestros jefes fascistasque deberían arrancarse los

galones, ya que son incapaces dedefender a sus propios hombres...

Bruno se clavó las uñas en lasl d l l t l

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Bruno se clavó las uñas en las palmas de las manos al apretar los

 puños.Una simple mirada volvió aconvencerle que sería unaverdadera locura intentar nada.

Se volvió hacia el suboficial.

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Echó una última mirada,estremeciéndose de terror al ver elcuerpo del alemán muerto que

 brincaba al recibir el impacto delas balas que llovían sobre el

asfalto de la plaza. —¡No está mal! —suspiró

Dieter cuando el silencio volvió—.P l h d d

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Por lo menos se han acordado que

estábamos aquí. —Lo que tú quieras —dijoMartin—, pero ya acabas de oír alos tovaritch...

 —¡Esos cerdos! —gruñó

Dieter—. Aprovechan cualquier cosa para soltar su asquerosa propaganda. Si tanto nos quieren, si

somos, como dicen, obreros comoellos, ¿por qué no nos dejan salir de

aquí?Trenke se echó a reír.

 —¡Calla, por favor, Dieter! Espara mondarse dejarnos salir

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¡ , p , para mondarse... dejarnos salir.

Ponte en su sitio y dimesinceramente si tú lo harías... ¡Y uncuerno! Jamás vi a nadie dar lamenor oportunidad a un enemigo...Pero, lo más curioso de todo es que

ha sido el teniente Olsen quien nosha hablado. ¿Qué habrá sido denuestro jefe de sección?

 —No comprendo nada, yotampoco —dijo Valker—. A lo

mejor han herido al tenienteFerdaivert.

Trenke movió la cabeza de unlado para otro

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lado para otro.

 —No sé... pero no llegafácilmente las balas hasta el puestode mando de la compañía.

 —¡Basta! —gruñó Ulrich—.Habláis como cotorras...

esperaremos a ver lo que hacen, yaque no podemos hacer otra cosa.

Transcurrió el día lentamente.

De vez en cuando, losaltavoces soviéticos repetían los

eslogans, dirigiéndose a lossoldados alemanes para que

mataran a sus oficiales.¿Por qué pierden el tiempo

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 —¿Por qué pierden el tiempo

de ese modo? —se irritó Valker—.¿Nos toman por idiotas... o qué? —No son tan tontos como

 parecen —dijo Trenke—. Lo quedesean es minar la moral de las

tropas. Saben muy bien que noatacaremos a los oficiales, perosiembran el descontento y la

incertidumbre. Puedes creerme, sus palabras hacen más daño de lo que

te imaginas. —No te creo. A mí me entran

 por un oído y me salen por el otro.Mejor para ti

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p y p —Mejor para ti.

La oscuridad se acercaba a pasos cometidos. Los disparosseguían siendo intensos, como si losrusos deseasen demostrar queestaban dispuestos a mantener s

 palabra de no dejar acercarse anadie al foso antitanque... ni salir de él.

 —Es posible que intenten algodurante la noche —dijo el sargento.

 —Que hagan algo... ¡pero quese den, prisa! —gruñó Dieter—.

Tengo el estómago en los talones.¿Se da usted cuenta sargento que

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¿Se da usted cuenta, sargento, que

llevamos casi veinticuatro horas si probar bocado? —Nadie muere de eso. —De acuerdo... pero no hay

derecho. Por fortuna, los rusos no

nos han alimentado a base deraciones de morterazos.

 —Es por la propaganda — 

intervino Martin—. Por elmomento, somos útiles a los ruskis.

Pero espera que los nuestros seacerquen... y verás.

 —¡Maldita sea! —se quejó elantiguo albañil— Cuando pienso

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antiguo albañil . Cuando pienso

que podíamos estar como los otros,como todo el mundo, en una posición normal, con comida dosveces al día... ¡y todo por culpa deese oficial que no ve tres en u

 burro! —Deja de quejarte —le lanzó

Ulrich con voz áspera—. Estamos

todavía aquí... mientras que Ingo...Trenke alzó los hombros.

 —Por lo menos, Ingo no tieneya ninguna clase de preocupación.

Después de todo, uno no sabe si esmejor estar vivo o muerto

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mejor estar vivo o muerto...

 —¡Basta de charla! —silbóentre dientes el suboficial—. Esmejor que estéis preparados, ya quees posible que tengamos que salir de aquí a toda velocidad, sobre

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sus cabezas, dos bengalasluminosas abrieron sus tentáculosde luz. Toda la plaza fue iluminada

como si fuese de día. A la luz de las bengalas, los rostros cobraron u

aspecto fantástico, como máscarasmortuorias.

 —Mira, amiguito, lo que losrusos hacen con la oscuridad —rió

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rusos hacen con la oscuridad rió

nerviosamente Martin.Y en aquel mismo instante, losaltavoces rusos desgarraroviolentamente el silencio:

 —¡No conseguirás nada,

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 —Cierra la boca —gruñóUlrich—. No quiero volver a oír más idioteces... Me tienes harto co

tus quejas y tus miedos demujerzuela... Tenemos que pensar 

en una solución... habrá alguna... Nadie dijo una sola palabra.

Con un gesto patético, Dieter apretó su cinturón un agujero más,

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apretó su cinturón un agujero más,

mostrando así su filosofía dehombre sencillo que acepta esilencio los caprichos del destino. 

* * *

 Algunas horas antes, Karl

Ferdaivert había tenido el despertar 

más amargo de su vida. La vozáspera del comandante en persona

le había sacado de la dulzura de usueño profundo.

 —¡Arriba, teniente Ferdaivert!¿No le da vergüenza estar roncando

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mientras que uno de sus pelotonesse encuentra en la peor de lassituaciones? ¡Es intolerable! Y no

sé lo que me detiene y no le arrancoaquí mismo sus galones y le envío

al foso antitanque donde, como uimbécil, ha metido usted al sargentoSwaser y a sus muchachos...

Karl se levantó de un salto, poniéndose firme ante s

encorajinado superior. Una mirada, por encima del hombro del

comandante, le bastó paracomprender que Bruno, que estaba

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p q , q

unto a la pared, era el culpable detodo.Pero no dijo nada.También había acudido el

capitán. Bruno se había encargado

de avisar al jefe de la compañía para que el mayor no le encontrase,como al teniente, durmiendo.

 —¿Puedo saber por qué lossituó usted en ese agujero, teniente?

 —No lo sé, mi comandante.Repartí mi sección durante la noche

y no había nadie para indicarnos las posiciones que debíamos ocupar.

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p q p

 —Y bien... ¡Ahora hay quesacarlos de ahí! Los rusos, como decostumbre, han aprovechado serror y se están divirtiendo de lolindo con sus puñeteros altavoces...

Si esto llega a la división, voy a pasar un mal rato... por su culpa...¡Quiero una solución inmediata,

teniente! —Voy a ocuparme

inmediatamente del asunto, señor. —¡Un instante! Quiero que las

cosas se hagan como Dios manda.ada de un héroe muerto... deseo u

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 pelotón de vivos. ¿Estásuficientemente claro? —Sí, mi comandante. —El teniente Olsen me ha

 presentado ya un plan lógico que

ejecutaremos esta noche. Al amparode la oscuridad, podrá usted llevar a cabo ese plan...

 —Bien.¡El teniente Olsen! Karl le

maldijo en su interior. En lugar deavisarle, había comunicado el

asunto directamente al puesto demando del batallón; una

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marranada... pero ya ajustaríacuentas en el momento oportuno.Discutieron detalladamente los

menores detalles del plan, buscandola manera más adecuada para

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sus adentros—. ¡No olvidaré estonunca, lo juro, lo juro...!»

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Capítulo VII

Separándose de la ventanadesde la que se veía aún el foso

antitanque, a pesar de la oscuridadcreciente, el teniente Ferdaivert se

acercó prudentemente a lasventanas de la fachada principal de

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la casa que sus hombres ocupaban.Desde allí podía ver elinmueble que se elevaba al otrolado de la plaza. La inmensa masagris de la fábrica de cañones

Barricada Roja se alzaba ante élcon sus nueve pisos.

Sirviéndose de los gemelos de

visión nocturna, examinóatentamente las ventanas, cuya parte

inferior había sido reforzada cosacos terreros; incluso alcanzó a

ver, saliendo de las troneras, loslargos y negros tallos de los

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cañones de las armas automáticasinstaladas en cada habitación deledificio que daba a la calle.

Era evidente que la potenciade fuego de aquella casa

sobrepasaba en mucho la de lasunidades alemanas repartidas en losedificios de este lado de la plaza.

 No sin una cierta aprensión, eloficial germano se preguntó si no

estaba encaminándose a su últimaaventura en el frente del Este...

«¡Y todo por la culpa de esecanalla de Olsen!»

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Apretó los puños con rabia.Hijo y nieto de militares, Karlamaba sinceramente al Ejército, alque hubiese deseado saber alejadode toda influencia política.

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cuando, al llevarse el auricular aloído, oyó la voz ruda delcomandante Tunser.

 —¿Cómo van las cosas,teniente?

 —Espero que se haga un pocomás oscuro, mi comandante.

Cuando la noche haya caído por completo, iniciaré el plan.

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 —Muy bien. Acaban decomunicarme que esos idiotas derusos no dejan descansar ni un solomomento sus diabólicos altavoces.

 —Nadie les hace caso, señor.

 —Evidentemente. Pero, detodas maneras, no me gusta nadaque se aprovechen de algo ocurrido

en mi unidad para su asquerosacampaña de propaganda. Además,

me molestaría mucho que todo estollegase a los oídos de la división...

Me comprende usted, ¿verdad? —Perfectamente, mi

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comandante. —Le deseo, sinceramente,mucha suerte, teniente Ferdaivert.

 —Danke!  ¿Alguna cosa más,señor?

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de un flash, iluminó a giorno  la

 plaza entera haciendo que el foso sedestacase como una mancha negra

en medio del asfalto. —Himmelgott!  —exclamó el

oficial echándose rápidamenteatrás.

El cuerpo le temblaba de los pies a la cabeza; tardó un par dei t t ó

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minutos en notar que su corazóenloquecido se iba calmando.

 —¡Sargento! —¿Señor? —Ordene que se abra fuego

con todas las piezas: morteros,

fusiles ametralladores,ametralladoras, lanzagranadas...

que apunten especialmente a lasventanas de los dos primeros

 pisos... y que se dispare sin pausa...El sargento le miró con una

cierta fijeza. —¿Puedo decirle algo, miteniente?

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teniente? —Hable. —Voy a hacerlo con toda

franqueza, señor. Creo que va usteda cometer un error irreparable. Es

imposible que llegue usted hasta el

foso. Con la luz de las bengalas, losrusos, le cazarán como a un conejo.

Si lo que desea es demostrarnosque lo que dicen no son más que

mentiras, no hace falta que sesuicide... Ninguna clase de

 propaganda rusa puedeconvencernos...Muchas gracias sargento

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 —Muchas gracias, sargento,muchas gracias —dijo Karl poniendo una mano amistosa en elhombro del suboficial—. Ningunacosa podía hacerme más dichoso

que las palabras que acaba usted de

 pronunciar. Es todo lo que unoficial puede aspirar a oír e

momentos como éste. Pero, haga elfavor de seguir mis órdenes al pie

de la letra... que abran un fuegoininterrumpido, tal y como se lo he

dicho. —A sus órdenes, mi teniente.Karl se pasó la lengua por los

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Karl se pasó la lengua por loslabios.

Intentaba adivinar lo queocurriría en los minutos queseguirían. Y pensaba en esa

invisible red que dibujaban los

 proyectiles al cruzar el espacio: unatela de araña donde es tan sencillo

caer...Cuando un fuego denso partió

de las líneas alemanas, Karl no lo pensó dos veces, pasó la pierna por 

la ventana, luego la otra y se dejócaer, dos metros más abajo.Incorporándose echó a correr

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Incorporándose, echó a correr desesperadamente hacia el centrode la plaza cuyas dimensiones parecían haberse centuplicado a susojos.

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Las balas silbaba

 peligrosamente a su alrededor ymuchas de ellas saltaba

despedidas, al chocar contra elasfalto, dejando en el aire u

zumbido largo, como un lamento...Un dolor vivo trepó por s

 pierna, estallando en el vientre couna violencia extraordinaria; s

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respiración se hizo, de repente,trabajosa y penosa.La sola idea de quedarse allí,

convertido en el fácil objetivo deun adversario sin piedad que iría

disparando sobre él, metiéndole,

una a una, las balas en el cuerpo,hizo que reaccionase vivamente.

Dominando el dolor yreuniendo sus fuerzas, empezó a

arrastrarse. No se percató delcamino que seguía ni de la

dirección que inconscientementehabía tomado. Pegado al suelo,respirando como un perro

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respirando como un perro, prosiguió el penoso avance, con losojos medio cerrados, sintiendo el

dolor que seguía subiendo, por oleadas constantes, a lo largo de s

miembro herido.

En el interior de su pecho, elcorazón golpeaba con saña las

 paredes, como un pájaro alocadoque intentase huir.

Vaciló bruscamente, al tiempoque perdía la visión. Todo se hizo

negro alrededor suyo; pero, antesde hundirse en un pozo sin fondo,tuvo la vaga sensación que unas

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tuvo la vaga sensación que unasmanos poderosas le levantaban delsuelo.

 * * *

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constante, ya que se estaba

disponiendo los preparativos parael ataque que iba a tener lugar e

las primeras horas del día siguiente.Mientras, recogido por los

hombres de su propia sección, elteniente Ferdaivert era conducido al

 puesto de socorro de la división.En el puesto de mando de lacompañía, el teniente Olse

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compañía, el teniente Olseacababa de recibir la noticia de laherida de su compañero y de s

traslado al Lazarett divisionario.Molestaba sinceramente a Bruno

que Karl hubiese sido capaz de

demostrar a sus hombres que estabadispuesto a jugarse la vida, por 

sacar a Swaser y su pelotón delfoso antitanque donde seguía

inmovilizados.Cuando el motociclista se

 presentó ante él, Olsen cogió elmensaje destinado a la Compañía,firmó en el cuaderno del enlace

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 para atestiguar la recepción y sedirigió hacia la mesa en la que el

capitán estaba trabajando.Verlaz leyó el mensaje en voz

alta.

 —«Se le comunica que la hora se ha fijado a las cinco y media,

siendo el objetivo las instalacionesenemigas situadas en la fábrica de

cañones Barricada Roja, únicoobstáculo que impide a nuestras

tropas enlazar con los italianos yrumanos que pelean en la zona de larefinería de petróleo...»

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p —¡Ha llegado la hora! — 

exclamó Olsen con viveza—. Y

esta vez vamos a demostrarlesquién manda aquí... Atacados, al

mismo tiempo, por el norte y el sur,

esos malditos bolcheviques van aser barridos en todo el terreno que

hay a este lado del Volga. ¡Losdeseos del Führer van a cumplirse!

Stalingrado será la mayor victoriaconseguida por las armas alemanas.

 —Así lo espero —dijo elcapitán—. Pero examinemosdetalladamente nuestro caso

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concreto. No tenemos más que dossecciones... y un solo oficial para

mandarlas: usted. Tendremos que buscar a alguien que tome el mando

de la sección del teniente

Ferdaivert. —¿No hay ningún sargento

capaz de hacerse cargo de esasección, mi capitán? Por lo menos

durante la ofensiva. —Hay muchos, teniente, pero

yo sólo tengo confianza en uno deellos. —¿El sargento Swaser?

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¿ g —El mismo. Con Swaser no

hemos tenido jamás ninguna clase

de problema. Es posible quecarezca de ciertos conocimientos

militares, no hay que olvidar que es

sólo un suboficial... pero es un jefenato. Lo malo es que no está co

nosotros...Se mordió los labios.

 —Creo —dijo repentinamenteOlsen— que tengo la solución al

 problema, señor.Verlaz le dirigió una miradainterrogativa.

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 —¿Y bien...? —Verá usted, capitán. Cuando

nuestra aviación y nuestra artilleríaentren en acción, la atención de los

rusos será menor. En ese momento,

el sargento Swaser y sus hombrestendrán más facilidades para

abandonar ese maldito agujero.Entonces podremos comunicar al

suboficial que ha de hacerse cargo, provisionalmente, de la sección de

Ferdaivert... ¿qué le parece? —No está mal... pero olvida,Olsen, que Swaser y su gente debe

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estar exhaustos. Llevan un buemontón de horas sin beber ni comer.

Hacer recaer una responsabilidadtan grande sobre los hombros de u

hombre en ese estado... ¿Le cree

usted capaz de llevar a cabo esetour de force?

 —Estoy convencido de que lohará.

 —Quiera el cielo que no seequivoque usted, Olsen.

El capitán encargó a Bruno prepararlo todo. Olsen recorrió las posiciones de primera línea. Era

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aquello justamente lo que más legustaba.

Y cada vez que se deteníaunto a un pelotón, les lanzaba u

discurso apasionado en el que el

nombre de Hitler se mezclaba al devictoria absoluta del Tercer Reich.

Comprobó que las armasestaban en buen estado y los dos

aprovisionamientos de municióeran completos. Luego fue a

situarse en el lugar, cerca de laventana, desde donde podíacontemplar la plaza y el foso donde

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se encontraba el pelotón delsargento Swaser.

Los rusos seguían lanzando bengalas que iluminaba

completamente la plaza. Olse

hubiese deseado quedarse allí hastael mismo momento del ataque, de

manera que pudiera informar aSwaser de la decisión que le

concernía, pero el mando de s propia sección le requería y regresó

a su puesto. —Todo preparado, mi capitánanunció a Verlaz.

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Inclinándose sobre el planoque había sobre la mesa, estudiaro

detalladamente la operación quehabía sido concebida para llevar a

cabo un plan de gran envergadura.

 —Dos divisiones enterasatacarán por este lado —explicó el

capitán—. Como usted sabe, elobjetivo principal es la fábrica de

cañones.Hizo una pausa y su índice

señaló un punto más allá de lafábrica Barricada Roja. —Una vez ocupada la fábrica,

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 proseguiremos el avance hasta este punto.

 —¿Qué hay ahí? —Los talleres metalúrgicos

Octubre Rojo. Al llegar a ellos,

habremos rodeado a una gran partede las fuerzas soviéticas que

guarnecen el sector sur del frente.Entonces, con el apoyo de rumanos

e italianos, empujaremos a losruskis hacia el Volga.

Más hacia el Oeste, losaviones germanos se preparaban.Los Junkers bimotores recibían s

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carga de bombas, y los Stukas, quehabían jugado un papel importante

en la batalla de Stalingrado,calentaban sus motores.

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las calles cortadas por montañas de

escombros.Por eso se había dado una

importancia primordial a laaviación, incluso más que a la

artillería, ya que los aviones seríalos únicos en poder destruir las

defensas rusas, permitiendo a losinfantes y zapadores de laWehrmacht abrirse paso entre las

i d l j l d i

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ruinas para desalojar al adversario.Pero los rusos tenían tambié

su plan.Llegando desde los cuatro

rincones de la Unión Soviética,

millares de hombres, cañones detodos los calibres, tanques y armas

de todas clases se concentraban a lolargo del Don, esperando el

momento de atravesar el gran río para cortar la retaguardia de las

fuerzas de Von Paulus, copando atodo el Sexto ejército y asestandoun golpe mortal a los sueños deHi l

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Hitler.Pero, por el momento, aquello

no era más que un plan...

Capítulo VIII

Con verdadero espanto,asomado al parapeto construido por 

el desdichado Ingo, Swaser habíaasistido, sin poder hacer 

absolutamente nada, a la hazañainútil del teniente Ferdaivert.Cuando vio que el oficial

í d h id

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conseguía, a pesar de su herida,llegar hasta las posiciones

germanas, lanzó un suspiro dealivio, descendiendo luego junto a

sus hombres a los que relató, co

voz emocionada, lo que había visto. —Se ha portado como u

valiente —resumió. —Es verdad —dijo Dieter—.

unca lo olvidaremos... pero no podemos permanecer indiferentes

aquí. Sin agua y sin comida,estamos listos.Swaser, como siempre, intentó

d á i h b

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dar ánimos a sus hombres. —Haremos algo, chicos. Pero

dejemos que pase esta malditanoche. Creo que los rusos acabará

 por cansarse de tanta pantomima.

De todos modos, en cuanto llegue elalba, saldremos de aquí, pase lo

que pase. Intentaremos escapar antes de que nos falten las fuerzas

 para hacerlo. —¿Y crees que durante el día

será más fácil? —preguntó Dieter. —No me refiero al día... día...hay un momento, en el alba, cuandoll l b d l í l

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llega la bruma del río, en que lascondiciones de escapar me parece

óptimas. Ni siquiera con suscochinas bengalas podrán vernos.

 —Me parece una excelente

idea. —Ahora, lo mejor es

descansar un poco —dijo elsargento—. Debemos acumular 

todas las energías posibles... No supo nunca si los otros

consiguieron conciliar el sueño. Él,Ulrich, permaneció con los ojosabiertos, la mirada clavada en las

d t t ll

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 parpadeantes estrellas.La calma que reinó durante la

noche convenció al suboficial quealgo se estaba preparando.

Había conocido demasiadas

situaciones semejantes para nocomprender que aquella quietud

mineral ocultaba una seria tormenta.Lo importante hubiese sido poder 

saber de qué lado iba a estallar.«Si son los rusos los que

contraatacan —pensó con uestremecimiento—, estaremosfritos, ya que seremos los primerosen caer en sus manos »

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en caer en sus manos...»Dejándose llevar por los

 pesimistas pensamientos quedesfilaban por su mente, Swaser se

 preguntó cómo serían los campos

de prisioneros de los rusos. Lugareshorribles, sin duda alguna, donde el

mayor deseo de los desdichadosencerrados en ellos sería la espera

de una muerte liberadora...Se puso en pie un poco antes

del alba.Entonces, bruscamente, urugido feroz vino del cielo y a laluz difusa del día que nacía por

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luz difusa del día que nacía, por encima de la niebla que se

arrastraba ya a ras del suelo,Swaser vio las escuadrillas de

Junkers que se dirigía

directamente hacia la fábrica decañones.

 No tuvo que despertar a sushombres.

El zumbido potente de losmotores de los aparatos, seguidos

de cerca por el rugido salvaje delas primeras explosiones, pusieroen pie al pelotón que, al percatarsede lo que ocurría gritaron como

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de lo que ocurría, gritaron comolocos su alegría.

Quince minutos más tarde, lastropas alemanas llegaban al foso.

Hubo escenas emocionantes y

Swaser y sus hombres se vieroabrazados por hombres a los que

apenas conocían. 

* * *  —No nos hace falta descansar,

mi capitán —sonrió Swaser con la boca llena—. Era el estómago lo

que gritaba

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que gritaba... —Coman. El teniente Olsen se

ha adelantado ya con su sección. Nocreo que unos minutos más tenga

tanta importancia Ya comprenderá

usted, sargento, que era usted el

único al que podía confiar lasección.

 —Gracias, mi capitán.Quince minutos después,

Ulrich Swaser, convertido en jefede sección, se lanzaba al asalto de

las posiciones enemigas, seguido por sus hombres.La fábrica Barricada Roja no

era más que un volcán rugiente

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era más que un volcán rugiente.Tras el bombardeo de la

aviación, la artillería germanahabía descargado miles de

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soviéticos esperaban, despertando

una rabia incontenible, como sicada palabra lanzada por los

altavoces hubiese sido un insulto alos germanos.

Cuando penetraron en eledificio, se percataron del estadoen el que las bombas y los proyectiles de obuses habíadejado las habitaciones ocupadashasta entonces por los combatientes

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hasta entonces por los combatientesrusos.

Cadáveres destrozados yacía por doquier, junto a las armas que

la violencia de las explosiones

había retorcido. Un humo densoflotaba en el interior del edificio,

cuyas paredes maestras habíaresistido la brutal acción del

castigo infringido por proyectiles y bombas.La sección del teniente Olse

avanzaba, a su vez, por el alaizquierda del colosal edificio.

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 * * *

  Dieter disparó su subfusil

hacia la parte alta de la escalera

Un grito horrible descendió;

instantes antes que un cuerpohumano se precipitase por el hueco

de la escalera, yendo a estrellarsesiete pisos más abajo.

 —¡El muy cerdo! —gruñóDieter—. Le he visto asomar elmorro... quería cosernos a tiros...

 —¡Arriba! —ordenó Swaser.Desembocaron en una gra

sala en la que se veían aú

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sala en la que se veían aúnumerosos despachos, muchos de

ellos destrozados a hachazos siduda para servirse de la madera

como combustible. Se trataba de

una gran planta destinada a oficinas.Mientras Ulrich avanzaba

 prudentemente con sus hombres, usoldado, que no pertenecía a s

antiguo pelotón, corrió hacia una delas mesas sobre la cual sedistinguía una magnífica plumaestilográfica.

Con el rabillo del ojo, Dieter vio correr al soldado hacia la

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vio correr al soldado hacia la preciada presa.

 —Nein!  —le gritó con todassus fuerzas.

Fue demasiado tarde.

Un globo de fuego envolvió alinfante, cuyo cuerpo destrozado

cayó al suelo. Con los ojos brillantes de rabia, Ulrich se volvió

hacia los que le seguían. —¡No tocar nada! —les

advirtió—. Esos puercos haconvertido cada objeto en un cepomortal...

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[8]

  * * * 

Tendido en el lecho del puesto

de socorro, el teniente Ferdaiver contemplaba la llegada de

innumerables heridos que loscamilleros traían desde el teatro de

operaciones.El oficial, que había recibido

la cura de primera urgencia, sabíay más ahora ante la llegada deheridos del combate que acababade empezar— que pasarían muchas

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de e pe a que pasa a uc ashoras antes de que los médicos

 pudiesen ocuparse de él.Como cada vez que una batalla

comenzaba, los médicos de los

centros hospitalarios de vanguardiase veían inundados por un torrente

de heridos que ponían a prueba las posibilidades técnicas de los

centros sanitarios.Entre otros, el doctor Reiner Suverlund, mientras se inclinabasobre un nuevo herido, pensaba cotristeza en la profunda diferencia

existente entre lo que él conoció

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qcomo cirugía y lo que había tenido

que hacer más tarde.Reiner Suverlund no tenía más

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lo hacía en aquel maravilloso

quirófano de la capital del Reich.Pero, muy pronto, más de lo que él

mismo esperaba, se dio cuenta deque un Lazarett situado cerca del

frente no era el Hospital de Berlín.Luchó, no obstante, al principio, con todas sus fuerzas, siconcederse descanso alguno,haciendo las cosas lo mejor 

 posible.

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pPor ejemplo, jamás pensó que

 pudiesen manejarse las piezas delinstrumental sin antes pasar por el

autoclave. Hacerlo de otro modo le

hubiese parecido una tremendaherejía.

Sin embargo, ahora,defendiendo uno de los tres

quirófanos del Lazarett, se limitabaa sacar el instrumental de la jofainallena de alcohol de 90º.

 —El tiempo —musitó tras lamascarilla que llevaba puesta—,

falta tiempo para todo... hay que

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p p y qoperar a toda prisa, sin perder u

solo segundo... ya que el siguienteherido puede morir si no le

atendemos en seguida...

Era una lucha contra reloj. Lasambulancias seguían trayendo más y

más heridos que un simpleenfermero clasificaba, a ojo de

 buen cubero, de forma que los másgraves pasasen antes que los leves. —Clasificación —pensó

Reiner en voz baja sin dejar deoperar— tan insuficiente como

 peligrosa, ya que muchas veces el

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p g y qenfermero no puede adivinar el

 peligro que se oculta tras un rostroaparentemente normal. Una

hemorragia interna puede estallar...

y entonces el pobre soldado muereantes de poder ponerle encima de la

mesa de operaciones.En las horas de reposo, que

solían ser muchas cuando no habíaofensivas ni ataques, Reiner solíahablar con uno de los otros dosmédicos, el más viejo, que sellamaba Sleiter.

Adolf Sleiter había trabajado

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durante seis años como ginecólogo

en Breslau. Frisaba la cuarentena, pero parecía mucho más viejo. Era

un hombre amable, un excelente

cirujano, pero habiendo practicadotambién la Obstetricia, se

lamentaba constantemente de lo queél llamaba «la locura furiosa de los

hombres». —Cuando pienso, Reiner — decía— que luchamos durantemeses para hacer que un niño vengaal mundo en las mejores

condiciones posibles; cuando

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 pienso también que pasamos horas

 para resolver un parto distócico... yque aquí basta un segundo para

quitar la vida a un centenar de

hombres o mutilarlos parasiempre...

 —Es formidable —respondíaReiner—. Igual me ocurre a mí,

Adolf. Cuando veo el lujo enorme yla perfección absoluta de lasmáquinas destinadas a matar... y lascomparo con los pobres medios quetenemos para curar, no sé lo que

 pensar...Q l h id d á

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 —Que la humanidad está

completamente loca, muchacho. Yque no tiene arreglo.

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furiosamente lanzados los unos

contra los otros, los soldados,convertidos en máquinas de matar,

se habían transformado en bestias... * * *

 Hacia las tres de la tarde, los

alemanes habían conseguido ocupar una tercera parte de la colosal

fábrica de cañones Barricada Roja.Tras limpiar de enemigos las

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Tras limpiar de enemigos las

 plantas superiores, el sargentoSwaser, a la cabeza de la secciónque mandaba, se había apoderado

de una de las grandes salas de

máquinas, en el piso bajo y en elala derecha.

Aquella nave inmensa, con susmonstruosas máquinas, estaba

sembrada de cadáveres.Poco después de haberseiniciado el ataque germano, laartillería rusa había empezado averter cientos de miles de

 proyectiles sobre la plaza que set dí d l t d l fáb i

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extendía delante de la fábrica.

Muy pronto se dio cuenta elmando alemán de la imposibilidad

material de atravesar aquel espacio

que los proyectiles de obuses detodos los calibres había

convertido en un mortífero campode muerte.

Y cuando las peticionesangustiosas de munición empezaroa llegar, enviadas por radio, losgermanos se percataron de que las posiciones conquistadas en la

fábrica iban a ser, muy pronto,completamente indefendibles

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completamente indefendibles.

Segando el camino quehubiese debido seguir el

aprovisionamiento a las tropas

ubicadas en la fábrica, los rusoshabían cortado simplemente el

cordón umbilical que habría debidonutrir a los soldados de las tropas

atacantes.Desde su puesto de mando, elcomandante Tunser envió mensajesal regimiento y a la división,solicitando ayuda. Los aviones

nazis buscaron afanosamente, alotro lado del Volga las baterías

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otro lado del Volga, las baterías

rusas que en número incalculablevertían una lluvia de proyectiles de

obús sobre la ciudad.

Pero, al otro lado del río, losaviones soviéticos se mostraba

tremendamente eficaces y una poderosa artillería antiaérea (DCA)

derribaba implacablemente a losaparatos de la Luftwaffe que osabaacercarse demasiado.

Para Tunser, el fracaso delataque era la evidencia misma; aú

más amargado, envejecido,cansado hastiado se preguntó co

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cansado, hastiado, se preguntó co

inmensa amargura si aquello no erael principio del fin.

Capítulo IX

Tras haber reconocido elfondo de la sala de máquinas, de

donde acababan de desalojar a losúltimos enemigos, Swaser y sushombres se dedicaron a reforzar sus posiciones en el interior de lafábrica, esperando la llegada de

municiones que les permitieraproseguir el avance

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 proseguir el avance.

De todas las unidades lanzadascontra la fábrica, la de Ulrich era,

sin duda, la que había conseguido

 penetrar más profundamente eaquel complicado laberinto de

máquinas, tubos, conductores yescaleras metálicas.

 —¡Fonlass!Dieter se adelantó,acercándose a la enorme máquinadetrás de la que se protegía elsargento.

 —¿Sí?—Fíjate en esa puerta Dieter

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 —Fíjate en esa puerta, Dieter 

dijo Ulrich—. Como ves, detráshay una especie de patio. Creo que

los ruskis se han hecho fuertes al

otro lado. —Te creo... pero, ¿qué puede

importarnos? Nos quedan tan pocasmuniciones que ni siquiera

 podemos atrevernos a asomarnos aesa puerta... ¿Qué vamos a hacer,Swaser?

 —No lo sé. He enviado aMartin para que vea si ha

conseguido atravesar esa malditaplaza

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 plaza.

 —Ni lo sueñes... ¿Es que nooyes como los proyectiles de

obuses siguen cayendo por cientos?

Da asco, Ulrich. Nuestros jefazoshubieran debido pensar en que los

ruskis no se iban a chupar el dedo.Tenían que haber contado con la

acción de la artillería soviética. —Es verdad. —¡Tenemos la negra, Ulrich!

Desde el principio, todo esto meolió mal...

 —Mira, aquí llega Trenke.Martin se acercó a ellos La

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Martin se acercó a ellos. La

expresión contrariada de su rostrohacía inútil cualquier explicación,

 pero habló, en voz baja, furioso.

 —¡No hay nada que hacer! Por  primera vez en mi vida, tengo que

dar la razón a los hombres deintendencia. La verdad es que no

hay persona humana capaz deatravesar ese infierno...Se veía en sus ojos la luz de

espanto que había quedado trashaberse asomado a una de las

 puertas de la fábrica que daba a laplaza

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 plaza.

 —Y este maldito frío —dijoValker—. Si al menos tuviésemos

un poco de alcohol para entrar e

calor.Un viento helado atravesaba la

fábrica, entrando y saliendo por losmil orificios de sus fachadas. La

nieve empezó a caer hacia las primeras horas de la tarde.Swaser aconsejó a sus

hombres de escatimar la munición,no disparando más que cuando

fuese verdaderamente necesario.—Esta noche —dijo—, los

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  Esta noche dijo , los

nuestros atravesarán, sea como sea,esa maldita plaza. El Mando sabe

que si no nos trae lo que

necesitamos, mañana los rusos pueden contraatacar y nos

liquidarán sin ninguna dificultad.¡Martin!

 —¿Sí? —Ve a echar una ojeada alotro lado de la fábrica. Hemosestado durante demasiado tiemposin contacto con la sección del

teniente Olsen, y ya es hora desaber cómo le van las cosas.

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saber cómo le van las cosas.

 —¡Ahora mismo vuelvo! 

* * *

  Lejos de aquel edificio, como

de todos los de Stalingrado, eldestino del Sexto Ejército de VonPaulus se estaba decidiendo.

A lo largo de la orilla nortedel Don, decenas de regimientos

soviéticos esperaban la hora delataque. Miles de tanques esperaba

también que los pontoneroshubiesen lanzado sus puentes sobre

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p

el río para, atravesándolo, abrirseen un furioso abanico, perforando

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tanques del tipo Mark-3, de los que

habían servido, años antes, en las batallas de Polonia y Francia.

Durante la mañana en que ladivisión a la que pertenecía Swaser 

se lanzaba contra la fábricaBarricada Roja, la orden de ataquellegó para los cientos de miles derusos agolpados en la orillaseptentrional del Don.

Rompiendo con suma facilidadlas defensas rumanas e italianas, los

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,

 blindados soviéticos empezaron acortar el único camino de salvació

que Von Paulus hubiese podido

aprovechar si el Führer no lehubiera prohibido retirarse de

Stalingrado.Pocas horas bastaron para que

los más importantes aeródromos emanos germanas fueraconquistados por los rusos.

Los terrenos de aviación deKotelnikov, Tatsinsya y Simoniki

fueron ocupados por los rusos. Sólole quedó a Von Paulus el terreno de

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q

Pitomnik, lugar en que se iban adesarrollar escenas de terror y

crueldad indecibles cuando el

campo se llenase de millares deheridos que esperaban cada avió

como su única esperanza. * * *

  —¡Sargento!

Ulrich frunció el ceño al ver la palidez que cubría el rostro de

Trenke. Martin venía de la otra alade la planta y se quedó, agachado

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detrás de la máquina que les servíade parapeto, mirando al suboficial,sin saber qué decir.

Swaser tuvo que cogerle por 

el brazo y sacudirle con energía. —¿Qué ocurre, Martin?

¡Habla de una vez, Sakrement ! —Olsen...

 —Sí, el teniente. —Ha muerto. —¿Eh?Trenke pareció recuperar su

ánimo; lanzó un profundo suspiro y

luego, con una voz aún temblorosa: —Le segó una ráfaga enemiga,

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g g g

usto cuando subía las escaleras para ver a uno de sus pelotones que

estaba en el piso superior...

 —Teufel!  —gruñó Swaser—.¡También es mala pata! No hay más

que malas noticias en esta malditafábrica... —Todas no son malas, Ulrich

siguió diciendo Martin—. Desdeque se ha hecho oscuro, haempezado a llegar gentes del otrolado de la plaza. Junto al cadáver 

del teniente Olsen estaba elcomandante Tunser. Justamente, al

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verme, me ha dicho que te dijeraque desea hablar contigo

urgentemente...

 —¿Dónde está? —En la otra sala de máquinas.

Ten cuidado al pasar junto a la puerta... hay una pequeña zona batida por un fusil ametrallador ruso.

 —Tendré cuidado. No osmováis de aquí.

Swaser atravesó velozmente la

zona batida, no sin oír cómo las balas golpeaban rabiosamente la

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superficie acerada de las máquinas.Encontró al comandante

tremendamente envejecido, con una

expresión de tristeza infinita, lamirada apagada y un rictus

desagradable en la boca. —¡A sus órdenes, micomandante!

 —Hola, Swaser. Contento deverle de nuevo... Sé que ha hechoun trabajo excelente...

Ulrich miró el cuerpo de

teniente sobre el que se habíaextendió una manta.

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 —No hemos tenido muy buenasuerte, señor.

 —No lo sabe usted bien.

Swaser levantó los ojos haciael mayor.

 —¿Y las municiones, señor?¿Y el rancho? Los hombres no

tienen nada, ni para combatir ni para comer. Afortunadamente ahoraque se ha hecho de noche podrátraernos lo necesario, ¿no?

 —Ojalá fuese así, sargento.

 —¿Cómo? —inquirió Ulricfrunciendo el ceño—. ¿Es que no se

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 puede atravesar la plaza? —Sí, puesto que yo la he

atravesado... y todos, absolutamente

todos, vamos a pasarla de nuevo... —No entiendo...

 —Nos retiramos, Swaser.Todos. Nuestro batallón debedirigirse hacia Pitomnik, el únicoaeródromo que nos queda, y nuestramisión será defenderlo, ya que loque pueda recibir el Sexto Ejércitodeberá llegar por allí...

 —Pero... ¿y los otrosaeródromos?

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 —En manos de los rojos. Hadesencadenado una terrible

ofensiva, esta misma mañana... y si

las cosas no se arreglan, van acercarnos, sargento.

 —Himmelgott! —Tome el mando de las dossecciones y diríjase hacia Pitomnilo más rápidamente posible. Y rece,si aún se acuerda de rezar, sargento.Porque sólo la ayuda de Dios puedesacarnos de este infierno...

 * * *

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  Erich Zimmer encendió unuevo cigarrillo y esperó que Kas,

que se estaba quitando la pelliza y

los guantes, se sentase ante él, alotro lado de la mesa.

 —Hace un frío que pela — dijo Vertasen—. Este invierno va aser todavía más frío que el pasado.

El cabo furriel no dijo nada.Estaba pensando en algo que,

casualmente, estaba en relación colo que acababa de decir el gigante.

Un largo silencio se establecióentre ellos; luego, Zimmer dijo,

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como hablando consigo mismo. —Tienes razón, Kas. Este

invierno será malo, pero lo será

 porque lo pasaremos peleando. —¿En qué estás pensando

exactamente? —preguntó el gorilafrunciendo el ceño. —Pienso en lo que va a pasar.

Hay que ser idiotas para no darsecuenta de que estamos perdidos.

Por fortuna, estoy muy bieinformado, como de costumbre.

Todos los enlaces, como sabes,vienen a pedirme favores... y les

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hago hablar. Nadie como ellos paraescuchar las conversaciones en los

 puestos de mando. ¿Sabes que

estamos rodeados? —Lo suponía, aunque nadie

osa hablar de ello.Zimmer dejó escapar una breve risita nerviosa.

 —Eres más listo de lo queimaginaba. Pero ahora que podemos

estar seguros de caer, tarde otemprano, en manos de los rojos,

hay que buscar una solución que nossaque de esta situación.

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 —No te entiendo. —Me entiendo yo, y eso basta.

Hay que empezar por buscar u

sitio donde podamos esconder todolo que vale la pena de lo que

tenemos en la intendencia. Por suerte, me han confiado el depósitode todo lo de esta zona... una suertemaravillosa...

Hizo una pausa; luego:

 —Ahora quiero encargarte deuna misión urgente, Kas. ¿Conoces

la casita que se encuentra a mitadde camino entre la fábrica

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Spartakowka y el campo dePitomnik?

 —Sí.

 —Un grupo de oficiales van areunirse allí para pasar un bue

rato. Seguro que quiereaprovecharse de la vida antes deque suceda lo peor... También, sereunirán allí algunas lindasenfermeras del Lazarett general.Hay que llevarles café, licores ycigarrillos. Quiero que te encargues

de eso... y que regreses en seguida para esconder lo demás.

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 —Pero, ¿por qué quieresesconder esas cosas?

 —Porque sé lo que hago. Los

rusos son como nosotros, Kas.Tienen las mismas debilidades e

iguales necesidades. Cuandocaigamos en sus manos, podremoscharlar con sus jefes... que semostrarían sin dudacondescendientes con unos tiposcapaces de proporcionarles cosasque ni siquiera han probado jamás.

 —Es una idea excelente. —La cabeza me sirve de algo

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más que para peinarme, Kas. Por fortuna, no tenemos encima de

nosotros ningún jefe... y soy yo, u

simple cabo furriel, el dueño delcotarro.

 —¿Estás completamenteseguro de que vamos a ser derrotados?

 —Hasta un ciego lo vería,Kas. No nos queda más que u

campo de aviación, Pitomnik. Por tierra ni una hormiga podría

atravesar el terreno ocupado por los rojos. Soñábamos con volver a

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casa y montar un buen negocio... pero si las cosas se presentan de

este modo, hay que arreglárselas

 para sacar de ellas el mejor partido posible.

 —Erich... —¿Sí? —Voy a decirte algo. Tiemblo

de que llegue el momento en quedebamos levantar las manos ante

los rusos. —No va a ser nada agradable,

 pero no te hagas mala sangre...cuando se tiene algo que dar, y

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nosotros tenemos mucho, mucho queofrecer, hay posibilidades de salir 

 bien de cualquier situación.

 —Ojalá no te equivoques...Kas, con tres motocicletas,

llevó lo que Zimmer le habíaencargado a la pequeña casitadonde se habían reunido oficiales yenfermeras.

Hombres y mujeres recibiero

a los de Intendencia con gritos deúbilo. Pero Kas vio en sus rostros

esa expresión de locura que seapodera de la gente cuando se está

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seguro de un final próximo.Al alejarse, con los

motociclistas, para seguir 

trabajando con el furriel, yesconder las cosas que Zimmer 

 pensaba utilizar para ganarse laamistad de los rusos, sin que le preocupase lo más mínimo laescasez de víveres de las tropasque seguían peleando en la ciudad,

oyó las risas, tras él, y los gritos delas mujeres.

Era como el vano intento dereír antes de que la muerte borrase,

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con una mueca definitiva, la sonrisade todos los labios.

Capítulo X

De todas las enfermeras, sóloAdelheid, la que trabajaba con eloven doctor Suverlund, se había

quedado en el Lazarett.Sus amigas, Frida, Rita,

Angelika y las otras habíainsistido para que las acompañase,

 pero ella se excusó aduciendo queestaba muy cansada.

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En realidad, los sótanos en losque había sido instalado el Puesto

de Socorro divisionario estaba

rebosantes de heridos, muchos deellos en los pasillos, sobre camillas

los pocos privilegiados, ya que lamayoría yacían encima de montonesde paja húmeda, medio podrida ydespidiendo un infecto olor a orina,excrementos y al pus que brotaba de

las heridas infectadas.Hasta bien entrada la noche,

Suverlund operó los últimos casos pendientes. Después, Adelheid le

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ayudó a quitarse la bata empapadaen sangre y el delantal de cuero que

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 —En Leningrado. Hace dos

meses, recibí su última carta.Después, nada...

El médico sacó un paquete decigarrillos, ofreciendo uno a laoven, a la que seguidamente dio

fuego. Permanecieron unos instantesen silencio, el médico mirando a la

muchacha de reojo. —¿En qué piensa usted? —le

 preguntó de repente. —A lo que nos espera,

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doctor... si, como todo el mundodice, tenemos que rendirnos...

Reiner Suverlund cerró los

 puños. —No debe pensar en eso,

Adel... un proyectil de obús o una bomba puede llegar y librarnos... oliberarnos. Todo antes que caer enmanos del enemigo... pero —añadióforzándose a sonreír—, voy a

decirle algo... tengo la esperanza,casi la seguridad, de que vendrá

en nuestra ayuda. El Reich no puededejar a todo un ejército

b d d

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abandonado. —No vendrán —dijo ella co

firmeza.

 —¿Cómo puede decir eso?Alemania no puede permitir una

derrota como ésa... sería confesar abiertamente que estamos al principio del fin...

 —¿Y no es eso cierto, doctor? preguntó ella mirándole

fijamente.Reiner lanzó un suspiro.

 —Tiene usted razón, Adel. Esterrible pensar en la inutilidad de

ifi i d d l

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tantos sacrificios, de tanto dolor... ysufrimiento. Piense en esos hombres

que se amontonan en éstos sótanos.

Han obedecido y han luchado comovalientes. Lo menos que merecería

ahora, como premio a su bravura,sería permitirles regresar junto alos suyos, ya que muchos de elloshan sido mutilados y no podrávolver a empuñar las armas...

Tiró el cigarrillo al suelo,aplastándolo con rabia.

 —Y en vez de eso, ¿qué lesespera? La cautividad. La marcha

h i l ú i f d

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hacia algún infecto campo de prisioneros donde la muerte trabaja

a destajo. ¿Ha visto alguna vez

algún campo? —No.

 —Yo tuve la ocasión devisitar uno. Un médico mío, de laSS, me invitó... pero nunca debíescucharle. Lo que vi allí fuehorrible, espantoso. Hombres y

mujeres a los que se les trataba peor que a bestias... criaturas

humanas convertidas en cobayas,sirviendo para indescriptibles

i i i d di d

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experiencias, muriendo en medio dedolores atroces, de terribles

sufrimientos...

 —Calle, por favor, doctor... —Perdone... pero, ¿por qué no

me llama Reiner? —Usted será para mí, siempre,el doctor Suverlund. Yo no soy másque una pobre enfermera...

 —Somos iguales, Adel.

Iguales en nuestro destino... ¿es queno lo comprendes? —preguntó

tuteándola por vez primera.Una fuerza incontrolable les

l ó l h i l t S

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lanzó el uno hacia el otro. Seabrazaron, púdicamente, e

silencio, mejilla contra mejilla, e

medio de un silencio que parecía elmejor cómplice de sus

 pensamientos bruscamente salidos ala luz. —Era lo que estaba

esperando, Reiner... —suspiró ella. —He sido un estúpido al no

darme cuenta antes —dijo él—.Perdona mi ceguera, querida; pero,

¿quién iba a pensar que algo tamaravilloso naciese aquí,

i t í t i fi

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 precisamente aquí, en este infiernode dolor y de muerte?

Estaban decididos y hablaro

muy poco más, dirigiéndose a u puesto de mando vecino donde, ante

un comandante que apestaba aalcohol, manifestaron su deseo decontraer matrimonio.

El mayor se echó a reír, perola mirada que le dirigió el médico

calmó su ansia de divertirse y, bruscamente sereno, llevó a cabo la

sencilla y rápida ceremonia.Mientras, en un rincón del

sótano del La arett n hombre

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sótano del Lazarett, un hombreagonizaba lenta y dolorosamente.

La gangrena, a pesar de todo

lo que el doctor Suverlund habíahecho, se había apoderado de la

 pierna del teniente Ferdaivert yahora amenazaba por estallar en sabdomen.

Karl se había negadorotundamente a ser operado. Sabía

que iba a ser amputado y amenazóal doctor con su pistola cuando éste

vino a verle. —No dejaré que me corte la

pata doctor le dijo con rabia

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 pata, doctor —le dijo con rabia—.Usted no conoce a mi familia... ni a

mi prometida. Es una mujer que

amás se acercaría a un hombre queno lo fuese por completo. Es una

nacionalsocialista cien por cien,doctor... de las que se enamoran delcuerpo antes que de otra cosa. Ucuerpo bello, atlético... —se echó areír—. ¡Y usted quiere que me

 presente cojeando ante Elsa...! No, prefiero morir porque, a pesar de

todo, quiero locamente a esamujer...

* * *

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  * * *

 

El aparato, un Heinkel-111, se posó en el aeródromo de Pitomnik,un poco antes del alba. Su estadodemostraba que había conseguidollegar de verdadero milagro. Los

agujeros de bala que se veían en susalas y en su fuselaje eran la prueba

de que había tropezado, en scamino, con los cazas soviéticos.

El hombre que descendió delavión llevaba un uniforme negro,

sin insignias de ninguna clase Sólob l l d

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sin insignias de ninguna clase. Sóloun brazal con la cruz gamada en s

 brazo izquierdo mostraba s

 pertenencia a alguna importanteorganización del partido.

En realidad, aquel hombre eraun enviado personal del temibleReichführer, dueño de la SS y de laGestapo, Heinrich Himmler.

Un coche puesto a s

disposición le llevó hasta el puestode mando divisionario; luego,

misteriosamente, el hombre deHimmler se hizo conducir hasta los

servicios de Intendencia Bajando

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servicios de Intendencia. Bajandodel coche, miró con fijeza al chófer 

que le había abierto la portezuela.

 —Ven a buscarme mañana por la mañana.

 —¡A sus órdenes!El hombre penetró en la pequeña construcción dondeZimmer había instalado sdespacho. El furriel se levantó de

un salto cuando el hombre entró ylevantó el brazo.

 —Heil Hitler!Luego, bruscamente,

reconociendo al recién llegadol ó j d

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reconociendo al recién llegado,lanzó una sonora carcajada.

 —Pero... ¡si eres Seimard!

 —Pues claro. ¿Cómo meencuentras con este uniforme?

 —Estupendo... pero, ¿quésignifica todo esto?El otro tomó asiento, sacó u

 pequeño estuche del bolsillo y lotendió a Zimmer.

 —Geheime Statspolizei

[9] —leyó asombrado el furriel. Himmelgott!  ¿Cómo has

conseguido esto?Y l Tú b

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conseguido esto? —Ya lo ves. Tú no sabes que

 pertenecí a la Gestapo antes de la

guerra. Pero mi amor a las mujeresy al dinero que no era mío

terminaron por perderme... ahora,gracias al permiso que me proporcionaste, volví a entrar econtacto con mis amigos deBerlín... y el Reichführer me

convocó, encargándome de unamisión de toda confianza.

 —¿De qué se trata? —No puedo contártelo, al

menos por ahora —sonrió el otroD t d h d b

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menos por ahora sonrió el otro. De todas maneras, has de saber 

que acontecimientos muy graves ha

 pasado en Alemania. El Führer seha dado cuenta de la traición demuchos generales de la Wehrmachty se ha iniciado una limpieza queríete de las purgas de Stalin... y lomás importante es que tú, a misórdenes, vas a jugar un papel muy

importante. —No te entiendo.

 —Es muy sencillo. A partir deeste momento, vas a controlar la

Intendencia no sólo de tu divisióni d t d l id d d l S t

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Intendencia no sólo de tu división,sino de todas las unidades del Sexto

Ejército. Y no distribuirás víveres

más que a aquellos que sigan lasinstrucciones del Führer. ¿Loentiendes ahora?

 —¡Formidable! Veo que pensaste en mí... y te lo agradezco.

 —Natürlich!  Piensa que elFührer sabe, como si estuviese

aquí, que un viento de traiciósopla sobre Stalingrado. Hay

demasiada gentuza aquí que creeque porque estamos cercados

vamos a rendirnos Pero no seráí l b d i á d

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vamos a rendirnos. Pero no seráasí, ya que los cobardes morirán de

hambre... Muy pronto, una fuerte

columna blindada, mandada por Hoth, llegará hasta aquí, rompiendoel cerco... y nosotros seremos los personajes más importantes de lazona... no lo olvides...

 —Es estupendo. —Himmler me ha prometido,

 para cuando termine triunfalmentela batalla de Stalingrado,

nombrarme jefe de los servicios decontrol policíaco de todo el Grupo

Sur... tú, amigo mío, si colaboraseficazmente conmigo te convertirás

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Sur... tú, amigo mío, si colaboraseficazmente conmigo, te convertirás

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Capítulo XI

Entonces los «lobos»aparecieron... Nadie esperaba que tal

fenómeno se produjese, pero laguerra en el Este había procurado

sorpresas de todas clases. Y loslobos eran una de ellas.

Cuando todas las esperanzasdesaparecieron, cuando las tropas

supieron que toda ilusión era vana yque tarde o temprano caerían e

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p q yque tarde o temprano caerían e

 poder de un enemigo implacable,

cuando la comida empezó a faltar,cuando la disciplina se resquebrajócomo ocurre siempre al acercarsela derrota, muchos hombres senegaron rotundamente a seguir  peleando por algo que había perdido totalmente su significación.

Abandonando sus unidades,vestidos de harapos, medio muertos

de frío y de hambre, se moviero por la retaguardia con un solo

deseo: vivir a costa de lo que fuera.Eran los «lobos»

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qEran los «lobos».

Por grupos más o menos

numerosos, atacaban a cualquiera, buscando afanosamente los centros

de la intendencia, los depósitos devíveres y también los lugares dondelos celosos furrieles guardaban loscigarrillos y el alcohol destinado,en principio, a los puestos de

mando y a los estados mayores.Los hombres que quedaban e

el frente se preguntabaansiosamente cómo terminaría todo

aquello. La proximidad delcautiverio les corroía el alma como

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q pcautiverio les corroía el alma como

un ácido.

Muchos de ellos lloraban esilencio, besando las fotos de susfamiliares o mojando con lágrimasla última carta llegada deAlemania.

Otros juraban, maldecían,contestaban mal a los oficiales a los

que perdían rápidamente el respeto.Y los más duros, los cargados

de odio, abandonaban las posiciones yendo a engrosar los

contingentes anárquicos de loslobos

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g qlobos.

Patrullas de la Feldpolizei

daban constantes batidas, matandocomo a perros a los lobos queencontraban aislados; pero, amenudo, eran los lobos los quedejaban en el suelo nevado loscuerpos de los policías militares, alos que muchas veces mutilaba

horriblemente, vengándose así deun cuerpo al que habían temido

desde siempre.Mientras, Leopold Seimard, al

que los papeles traídos de Berlíhabían proporcionado toda clase de

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q p phabían proporcionado toda clase de

facilidades, había constituido s

«unidad especial» y fuertemente protegido, contando con los pocosvehículos que aún podían circular en aquel tiempo de creciente penuria de carburante, recorría los

sectores, mostrándose cada vez másfurioso al oír hablar sin descanso

de las fechorías de los lobos. —¡Hay que cazarlos como a

 perros furiosos! —gritaba—.¡Aplastarles la cabeza como a

serpientes venenosas!Porque eran ellos los lobos

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Porque eran ellos, los lobos,

los que amenazaban con echar por 

tierra su plan.Hasta entonces y merced alcontrol ejercido sobre los víveres,había conseguido que, en general,muchas unidades, ante la amenaza

de no recibir comida, se pegasen alterreno, rechazando con fiereza los

ataques soviéticos.Pero, ¿hasta cuándo estaría

seguros sus depósitos de víverescon aquellos lobos sueltos?

Se había rodeado de hombressin escrúpulos, Feldgendarmes y

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sin escrúpulos, Feldgendarmes y

miembros de la SS. Sus «soldados»

comían como príncipes y bebíacomo cosacos, poseyendo lasmejores armas y munición ecantidad ingente...

Leopold había instalado s

 puesto de mando en un búnker que podía resistir cualquier ataque.

Tres tanques permanecíanconstantemente cerca del fortín, co

las armas dispuestas, entre ellas umonstruoso lanzallamas, para

repeler cualquier intento deagresión.

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agresión.

Aquella mañana, la línea

telefónica del búnker, una de las pocas que aún funcionaba, le permitió recibir una llamadaurgente.

 —¿Diga? —Aquí el jefe de la 376.ª

División. Le llamo, aconsejado por 

el jefe del cuerpo de ejército, paracomunicarle que el enemigo acaba

de desencadenar un ataque furiosocontra nuestras posiciones,

alrededor del aeródromo dePitomnik.

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Pitomnik.

 —Voy inmediatamente.

 —Entendido.Algunos minutos más tarde,Leopold, a bordo de sPanzerpähwagen especial, dotadode ocho enormes ruedas ycompletamente blindado,abandonaba el búnker, seguido por 

uno de los tanques.Todas las precauciones eran

 pocas para atravesar la llanurahelada donde merodeaban los

lobos. 

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* * *

  Franz Humbeler, el enfermerotoxicómano que había obtenido el permiso para Leopold Seimard,había conseguido resistir durante

los primeros días la ofensiva rusa,gracias a algunos robos de droga

llevados a cabo en el Lazaretdivisionario.

Pero desde que la morfinadesapareció del hospital de

vanguardia, la situación de Franzcambió por completo.

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 Nunca supo cómo pudo resistir 

aquellos días, vagando como uloco después de comprobar que losarmarios de los quirófanos estabacompletamente vacíos, nosolamente de calmantes, sino de

todo lo demás. Incluso el algodón ylas vendas habían dejado de existir.

Se vendaba con papel y se procuraba calma o anestesia con las

 pocas botellas de alcohol quequedaban, aturdiendo más que

durmiendo a los que podían ser operados todavía.

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p

Humbeler abandonó el

Lazarett sin saber exactamentehacia dónde dirigirse. Preguntó por Zimmer, pensando que el furriel no podía abandonarle, pero nadiesabía dónde se había establecido el

servicio divisionario deintendencia.

Enloquecido por la falta dedroga, Franz vagó por las afueras

de Stalingrado, pensando muchasveces en dejarse caer sobre la

nieve y esperar pacientemente lamuerte.

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Fue entonces cuando encontró

a los lobos.Se trataba de un pequeñogrupo que mandaba un tal Funker,un hombre pequeño, macizo con urictus cruel que no abandonaba s

 boca de labios tan finos que parecían un simple repliegue de la

 piel.Justamente, Funker acababa de

enterarse del lugar donde Zimmer había instalado su nuevo despacho,

en una casa situada a una decena dekilómetros de Pitomnik.

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 —Conozco a ese Zimmer — 

dijo Franz—, y os aseguro que es elmayor hijo de perra que heconocido jamás. Seguro que tieneescondidos verdaderos tesoros.

 —¿A qué estamos esperando?

gruñó Funker que entregó alenfermero una ametralladora

Smeisser. 

* * * Zimmer se llevó a los labios la

copa de alcohol. Frente a él, Kash bí b bid d l t l

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había bebido de un solo trago la

suya.

 —Leopold ha hecho mal dellevarse a los hombres que hacíaguardia aquí —dijo el gigante.

 —Está loco con esos malditoslobos —replicó Zimmer—. Anda,

coge el fusil y date una vuelta por afuera...

 —¿Con este frío? —protestóel gorila, pero ante la mirada de s

efe—: ¡De acuerdo! Daré unavuelta... aunque creo que no

tenemos nada que temer. Nadiesabe que estamos aquí... y, además,

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las cosas están perfectamente

escondidas... tuviste una ideagenial, Erich... —¡Lárgate de una vez! — 

gruñó el furriel llenándose de nuevola copa.

Kas abandonó el ambientecálido del interior; al cerrar la

 puerta tras de sí, se estremeció,mirando con rabia los torbellinos

de nieve que ofrecían un aspectofantasmal, bajo la luz amarillenta de

una luna en cuarto creciente. —Sakrement!  —gruñó—. No

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valía la pena que me enviase

fuera... aquí no corremos ningú peli... No terminó la frase.El largo cuchillo de Funker le

seccionó el cuello, separándose

casi la cabeza del tronco.Kaslheinz Vertasen murió sin

darse cuenta de lo que le ocurría.Cayó como una enorme masa a los

 pies del jefe de los lobos quien le propinó una patada en la cabeza.

 —Vosotros —murmuró Funker   esperad aquí y abrid bien los

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ojos. Tú, Franz... ven conmigo a

saludar a tu amigo el furriel.Zimmer abrió los ojos como platos al ver entrar a los doshombres. Su mirada asustada seencontró en el largo cuchillo,

todavía manchado de sangre, queFunker tenía en la mano.

 —Franz... —musitó con uhilo de voz—. ¿Qué deseas?

 —Vengo con unos amigos... yte presento a mi nuevo jefe, Funker.

Queremos comida, bebida,chocolate y dinero... sabemos que

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tienes de todo...

 —No es verdad —intentódefenderse el furriel.Funker dio un paso hacia la

mesa. —No tenemos mucho tiempo

que perder, Zimmer. Y si no quieresterminar como ese gorila que estaba

fuera, al que he degollado como aun cerdo, date prisa...

 —Pero —dijo Zimmer si poder separar la mirada del

cuchillo de Funker—, ese hombremiente —y señaló a Franz—. ¡No

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 poseo absolutamente nada! Si

quieres convencerte, no tienes másque echar una ojeada a midepósito... está prácticamentevacío.

Funker dio la vuelta a la mesa

y se acercó, con gesto amenazador,al furriel.

 —Basta de idioteces... si noquieres morir ahora mismo, dinos

dónde escondes tus tesoros...Funker debió leer en los ojos

del furriel una disposición a seguir negando, a defenderse como fuera,

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a dejar pasar el tiempo, quizá

 porque esperaba la llegada dealguien.Pero no fue él quien tomó la

iniciativa, sino Franz, al queseguramente la falta de droga estaba

haciendo enloquecer.Se lanzó sobre Zimmer,

golpeándole con saña, con rabia. Elfurriel cayó de rodillas, recibiendo

entonces una tremenda patada e plena boca, que le proyectó hacia

atrás, quedando tendido en el suelo.Loco, furioso, Franz tendió la

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mano hacia Funker.

 —¡Dame tu cuchillo!Una vez con el arma en lamano, Franz se arrodilló junto aZimmer, colocando la punta delcuchillo a pocos milímetros del ojo

del furriel. —O te decides o te saco ahora

mismo el ojo... —¡No! —gritó Zimmer—. Os

daré todo... pero no me hagáisdaño...

Momentos después, temblandoaún de miedo, con los labios

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hinchados por el golpe recibido,

Zimmer condujo a los lobos a unode los escondites donde habíaocultado parte de sus tesoros.

Los lobos lanzaron gritos dealegría al descubrir lo que allí

había, aunque se trataba de uescondite secundario. Mientras sus

compañeros cargaban con latas decarne y botellas de legítimo coñac

francés, Franz buscaba lo quedeseaba, no tardando en hallar una

gran caja de cartón que conteníadoscientas ampollas de morfina.

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Como la cantidad de lo que

allí había era enorme, los lobosdecidieron apoderarse de una de lascamionetas para transportar el producto de su robo a su propiaguarida.

Cuando terminaron de cargar el vehículo, Funker se acercó al

enfermero. —¿Qué hacemos con t

amiguito? —inquirió sonriendo. —Échame una mano —dijo

Franz—. Hace tiempo que deseabahacer pagar a ese hijo de perra todo

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lo que me ha hecho sufrir...

 —¿Qué quieres que hagamoscon él? —Colgarle.Cuando la camioneta se

alejaba, Franz volvió la cabeza,

asomado a la ventanilla de lacabina.

El cuerpo de Zimmer se balanceaba dulcemente, pendiendo

de la cuerda atada al montante de la puerta.

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Capítulo XII

Por uno de esos azares quenadie puede explicarse, alguiehabía colocado en el avión Heinkel,

donde viajaba Leopold Seimard,algunas sacas de correos que los

servicios de Pitomnik distribuyeroquizá con la esperanza de

 proporcionar a los sitiados umomento de gozo.

Una de aquellas cartas estabadestinada a Dieter Fonlass y el

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incorporado a las

 Hitlerjugend, fue destinado a Berlín para formar parte de la

 Flak 

[10]. Sirviendo en una

batería de cañones de 88 mm,murió cumpliendo con su

deber... Mi vida se reduce al trabajo

de la fábrica, donde paso lamayor parte del día, dejando a

nuestro otro hijo en la

 guardería.

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 De lo que estás pensando,

apenas si se sabe más de lo quela radio y la prensa dicen.

Sabemos que lucháis en

Stalingrado y que a pesar de

los reveses que habéis tenido

tenemos la esperanza de volver a veros...

 Ahora que hemos perdido anuestro hijo, sólo quiero volver 

a teneros a ti y al pequeño, para nunca más separarme de

vosotros.Tu mujer que te ama más

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que nunca,

   KARIN.

 

Dieter dobló cuidadosamentela carta, permaneciendo largo rato

con la cabeza inclinada sobre el pecho. Deseaba ardientemente que

sus dos compañeros, que estabacerca, no dijesen nada. Perohubiese sido no conocer lacuriosidad inveterada de MartiTrenke, que en el fondo estimaba

sinceramente a Dieter. —¿Malas noticias, amigo?

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 —Mi hijo Otto ha muerto.

Estaba en una batería antiaérea eBerlín.Trenke no dijo nada, pensando

en la mala suerte de que aquellamisiva, que normalmente no habría

debido llegar jamás, hubiese venidocon el último avión que se había

 posado en Pitomnik. —Te equivocas, Martin —dijo

de repente Dieter como si hubieseleído los pensamientos de su amigo

. Prefiero saber la verdad,conocer lo que le ha ocurrido a

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una de sus últimas cartas, mi mujer me decía que me había visto muertoen sueños... y ya verás como esverdad...

 —¡No digas idioteces! ¿Cómo puedes creer en los sueños? Yo,

 por ejemplo, he soñado muchasveces que me estaba hinchando a

comer... ¿y sabes qué? ¡Caviar!Movió la cabeza de un lado

 para el otro. —Los sueños no significa

nada. Anda, voy a ir en busca dealgo para beber... de verdad que

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siento lo de tu hijo... esta guerra esuna marranada...

 —Gracias, Martin. 

* * * 

El ataque se produjo al alba.La violencia de la nueva

ofensiva, aunque se limitaba a laciudad de Stalingrado y al terrenode aviación de Pitomnik,demostraba la rabia del mandosoviético a la desesperada

resistencia de las tropas de VonPaulus que, normalmente, hubiera

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debido rendirse hacía días.Habiendo desaparecido el jefe

del batallón, en el curso de uataque precedente, Swaser, queseguía llevando sus galones deFeldwebel

[11], mandaba prácticamente

fuerzas de la importancia de u batallón y medio. Y lo curioso es

que los hombres y hasta losoficiales —cuya autoridad se poníaconstantemente en duda— obedecían a ese sargento que

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demostraba una autoridadverdaderamente extraordinaria.

Swaser utilizaba a sushombres como enlace con lasunidades que el destino había puesto bajo su mando. Tenía una

inmensa confianza en ellos.La artillería soviética

descargó una lluvia de proyectilesdurante toda la mañana. Apenas se

lanzaron al ataque, lanzando susferoces urrés, haciendo brillar a la

luz del sol, medio cubierto por lasnubes, las largas puntas de sus

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 bayonetas.Por tres veces consecutivas se

lanzaron sobre las posicionesgermanas, pero fueron rechazados,no sin dejar sobre la nieve unúmero impresionante de muertos.

Martin se acercó entonces aUlrich.

 —Tenemos visita, sargento.Volviéndose, Swaser vio

media docena de vehículos blindados que acababan de

detenerse al pie del altozano quelimitaba la retaguardia de la

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 posición. —¿No son maravillosos? — 

inquirió Martin con voz sarcástica. —¿Te refieres a los

 blindados? —Sí. Los tanques que nos

quedan están en la ciudad,enterrados hasta la torreta,

convertidos en fortines. Piensa u poco que, por el momento, los rusos

emplean todos sus blindados eatacar a los nuestros, a los que

intentan abrirse paso hacia elcerco... y mientras, ¡mira, esos

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estaban en ese infierno... —Cierra el pico. Ya están

aquí.Seimard encuadrado por sus

hombres de confianza se detuvoante el suboficial.

 —¿Es usted el sargentoSwaser? —preguntó con voz seca.

 —En efecto. —¿Qué tal ha ido el combate?

 —Bastante bien. Pero puestoque, según he oído, es usted elencargado del sector de Pitomnik,deseo pedirle algunas cosas:

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municiones en abundancia,comida... Y si fuera posible, elapoyo de alguno de esos blindados.

Leopold se echó a reír.

 —¿Nada más sargento? ¿Nome pide algunas escuadrillas de

Stukas? ¿Acaso no ha tenido elsexto ejército todo lo necesario

 para aplastar a los rojos yconquistar Stalingrado? ¿Y qué han

hecho esos cobardes de generalescon todo el precioso material que elFührer puso en manos indignas?

 —Yo no soy un general, señor.

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 —¡Pues pide tanto como si lofuera!

Swaser se mordió los labios. —La situación empeora

momento a momento —dijo al cabode unos segundos—. Llevamos tres

días cortados de las demás fuerzasque quedan aún en la ciudad de

Stalingrado. Separados comoestamos, no tendremos más remedio

que replegarnos más y más, hasta elcampo de aviación...

 —¡Replegarse! —rugióLeopold—. Esa maldita palabra es

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la única que he oído desde queestoy aquí...

 —Hacemos lo que podemos... —¡Y harán mucho más! Nadie

retrocederá un solo paso... porqueesos blindados, que tanto admiran,

aplastarán a todos los que huyan.Fue entonces cuando Marti

cometió el terrible error deintervenir. Valker, que se había

acercado, se puso pálido al ver eltono rojo que tomaba el rostro de samigo.

 —Mejor sería —dijo Trenke

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 que dijese a esos tanquistas quese quedasen aquí, defendiendo elsector... No creo que el Führer viese con buenos ojos que los

únicos tanques que poseemos en elllano de Pitomnik se emplean para

escolta de un...Se mordió los labios.

Con los ojos saltones de rabia,Leopold consideró unos instantes,

en completo silencio, al soldadoque había osado hablarle de aquelmodo.

Luego estalló.

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 —¡Perro traidor! —dijosacando su pistola de la funda—.¡Voy a hacerte callar!

Swaser estaba tan sorprendido

que no tuvo tiempo de reaccionar;el disparo estalló en la quietud de

la llanura con la violencia de ucañonazo.

Pero Valker Künger, movido por su impulso generoso, saltó,

interponiéndose entre el cañón delarma y Martin, que también se había

quedado quieto.La bala atravesó la cabeza de

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Valker que cayó pesadamente alsuelo.

Ulrich dio un paso haciadelante, maldiciendo el haber 

dejado el subfusil en la trinchera.Como un solo hombre, los

miembros de la policía militar levantaron sus armas.

Seimard lanzó una furibundamirada a Trenke.

 —Por esta vez, puedes bendecir tu suerte... pero espero — agregó mirando al sargento— que pondrá usted a este hombre e

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 primera línea. Que demuestre svalor de fantoche ante los ojos... ecuanto a usted y la unidad quemanda, no se le ocurra retroceder 

un solo metro... si no quiereencontrarse con los tanques...

Dio media vuelta, dirigiéndosehacia el blindado con ruedas que

 partió, seguido por los tanques.Martin se había arrodillado

unto al cuerpo de Valker y llorabaen silencio.La noche caía lentamente;

negros nubarrones venían del

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Volga, empujados por un vientohelado.

 —¡Ulrich!Dieter llegaba del sector más

alejado. Sus ojos brillaban dealegría. Ni siquiera se dio cuenta de

la presencia de Martin junto alcadáver de Künger.

 —¡Se han ido, Swaser! ¡Sehan ido!

 —¿De quién hablas? —Teufel!  ¿De quién quieresque hable? De esos endemoniadosruskis... se han ido...

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 —¿Seguro? —En absoluto. Se fueron. El

camino a la ciudad está libre...aunque de poco va a servirnos...

 —No lo creas. Regresamos aStalingrado. Lo que ocurra e

Pitomnik no nos importa. Despuésde todo, estamos sacrificando

hombres para defender a unoscanallas... nos iremos esta misma

noche... y cuando los rusos vuelva por aquí, ese cerdo de la Gestapotendrá ocasión de utilizar sustanques y sabrá lo que es bueno...

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Fue entonces cuando Dieter vio a Martin.

 —¿Qué ha pasado? ¿Haherido a Valker?

 —El hombre de la Gestapo loha matado... Künger se interpuso y

evitó que la bala alcanzase aTrenke...

 —Sakrement!  ¿Hasta cuándovamos a estar haciendo el idiota,

Ulrich? ¿Por qué no nos rendimosde una vez? Un país como elnuestro, regido por un dementeapoyado por una pandilla de

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asesinos, no merece que un soloalemán vierta una gota de sangre... 

* * *

   —Ha muerto, Adel.

La joven se estremeció. Dabamiedo ver la expresión de indeciblesufrimiento que había convertido euna horrible máscara el rostro delteniente Ferdaivert.

 —Pobrecillo —suspiró lamuchacha.

 —Hay hombres que soesclavos de todas las estupideces

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que la gente inventa y convierte e principios. Estamos regidos por esaclase de absurdos, querida. Perocuando un gobierno se dedica a

sentar premisas que tienen fuerza deley, los hombres y las mujeres

dejan de pensar para transformarseen autómatas sin personalidad.

Lanzó un suspiro. —La novia de este hombre se

enamoró no de él, sino de la imagedel «joven ario» que los letreros y películas repetían en las paredes delas calles alemanas y en los cines

d t d l i d d bl d l

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de todas las ciudades y pueblos delReich.

»Por eso murió Karl. Porqueno concebía la existencia mermado

en su integridad física. De la mismamanera, los médicos y las

enfermeras que salieron adivertirse, creyendo a pies juntillas

que hacían algo formidable alaprovechar lo poco que les

quedaba, cometieron un error, yaque si no han muerto en manos delos rusos, estarán prisioneroscuando los soviéticos lleguen a

ll d l ll

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aquella casa de la llanura. —Tienes razón. —Vamos, querida. Debemos

seguir trabajando, aunque lo que

hagamos no tenga ningún valor.Y así era en efecto.

 Ninguna clase de materialquedaba en el Lazarett. Pero los

heridos seguían amontonados en lossótanos, muriendo por decenas.

Algunos enfermeros ayudaban aldoctor, sobretodo para ir en buscade alimentos, que conseguían e pequeña cantidad, distribuyéndolo

entre los desdichados q e s frían

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entre los desdichados que sufrían ymorían en silencio.

Poco o nada se sabía de loscientos de heridos que habían sido

conducidos a Pitomnik con la locaesperanza de ser evacuados en los

últimos aviones que dejaron aquelterreno.

Sólo unos cuantosconsiguieron salir del infierno del

cerco de Stalingrado; el resto permanecían allí, en el suelo,amontonados los unos junto a losotros, envueltos en raquíticas

mantas que apenas les defendían del

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mantas que apenas les defendían delfrío gélido de la estepa.

Allí les encontrarían los rusos,montones de muertos que los

soviéticos agruparían egigantescas pirámides de carne a

las que luego rociarían de gasolina para prenderles fuego.

C ít l XIII

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Capítulo XIII

El Stalingrado que encontraro

Swaser y sus hombres no era ya unaciudad, sino una enorme,

gigantesca, tétrica tumba donde,además de los miles de muertos,

yacían cientos de miles dehombres... pero no vivos, sino e

cadáveres ambulantes...Swaser acarreaba con él seisheridos, no muy graves. Por eso,antes de decidirse a ocupar u

sector de defensa nadie le

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sector de defensa —nadie leesperaba para guiarle y debería ser él quien decidiese finalmente—, seencaminó hacia los sótanos

ocupados por el Lazarett, siendorecibido por el doctor Suverlund.

Ulrich hizo un resumen de lasituación al doctor quien ofreció u

 poco de falso café con un poco desacarina.

 —Creía —dijo Reiner— queVon Paulus iba a rendirse antes. Noentiendo a qué espera... cuando todaesperanza se ha perdido...

Y que usted lo diga doctor

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 —Y que usted lo diga, doctor.Antes de dejar la llanura, nosenteramos que el último intentoalemán para romper el cerco había

fracasado. —¿Se refiere a la columna

 blindada de Hoth? —Sí.

 —Eso quiere decir que notenemos escapatoria.

 —Así lo creo, doctor... yahora que lo pienso, si no ve ustedinconveniente, puesto que en laciudad no hay orden ni concierto,

podría situar a mis hombres para

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 podría situar a mis hombres paradefender el Lazarett...

 —Se lo agradezco mucho. —En estos momentos, ¿qué

 puede haber mejor que defender alos débiles? No tengo idea de lo

que los rusos hacen al penetrar eun hospital de campaña... pero no

creo que sea nada agradable... —La guerra convierte al

hombre, ruso o alemán, en una bestia, sargento...Adelheid intervino, llegando

con la cafetera.

—¿Un poco más sargento?

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 —¿Un poco más, sargento? —No, muchas gracias,

señorita... —Señora —sonrió Reiner—.

os hemos casado aquí, hace dossemanas...

 —Maravilloso —dijo Ulric. Eso sí que es tener confianza e

el futuro... Notó que había hablado

demasiado y bajando la cabeza. —Lo siento... —dijo—, no hequerido mostrarme sarcástico.

 —No es nada, Swaser —dijo

el doctor— Otra cosa andamos

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el doctor . Otra cosa... andamosmuy mal de comida... haytrescientos heridos, de los milquinientos que teníamos hace una

semana... mis enfermeros haenterrado, día y noche, si

descansar, a todos los que hanmuerto... y por mucha vergüenza

que me dé, he de decir que no haescaseado los fallecimientos por 

inanición...«Morir de hambre —pensóamargamente Ulrich—. Mientras, elhombre de Himmler se pasea

protegido y tiene a su alcance los

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 protegido y tiene a su alcance losgrandes depósitos de víveres detodo el Sexto ejército, muchos delos cuales se están estropeando co

toda seguridad».Y en voz alta:

 —Haré cuanto pueda, doctor. —Danke!, Feldwebel.

  * * * 

 —¡Mientes!El Unterscharführer Ketteler 

se mordió los labios, volviéndolosa abrir para decir, en voz baja y

sumisa:

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sumisa: —No, señor... —¡No puede ser cierto! Esos

 perros no han podido

desobedecerme. —Así ha sido —insistió el

suboficial de la Feldpolizei—.Hemos recorrido la totalidad del

sector. No han dejado nada...absolutamente nada.

 —Pero, ¿cómo es posible quelos rusos se hayan ido? —Quizá porque se cansaro

de perder hombres en un deseo

estúpido de apoderarse de

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estúp do de apode a se dePitomnik. Lo cierto es que lasunidades que mandaba el sargentoSwaser se han batido

tremendamente bien. El campo de batalla, como hemos podido

comprobar, está lleno de cadáveresrusos.

 —¡No me hable usted de ese puerco de suboficial! Es lo que me

faltaba... oír a alguien a misórdenes decir que ese canallatraidor ha peleado como un héroe...

 —No he hecho más que

informarle señor —se defendió

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Ketteler. —Está bien. Lo que ahora

necesito saber es si vamos a poder 

 permanecer tranquilos en la estepao cree que los rusos volverán a las

andadas. —Dos cosas pueden ocurrir,

señor —dijo el Unterscharführer molesto por no poder aplicar a

aquel hombre, cuyo uniforme nollevaba insignia alguna, un grado—:o bien los rusos esperarán la caídade Stalingrado, antes de limpiar la

llanura... o volverán con material

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 blindado para apoderarsedefinitivamente de Pitomnik.

Leopold sintió que algo frío le

corría por la espalda.La sola idea de encontrarse

solo ante un adversario al que temíamás que a la peste, le procuraba una

tremenda sensación de angustia. —Creo —dijo Ketteler— 

haber encontrado una excelentesolución. —¡Hable! —Podríamos dirigirnos a

Stalingrado. Si llevásemos co

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gnosotros una buena cantidad devíveres, seríamos, sin duda,recibidos con los brazos abiertos.

 —¿Y qué haremos en laciudad?

 —Esperar a que las tropasenviadas por el Führer nos liberen.

«Imbécil —pensó Leopold—.¡Hay que ser cretino para soñar 

despierto como tú lo haces! Comosi ignorases que Hoth y sus blindados se han roto los dientescontra los tanques rusos... No, el

Führer nos ha olvidado... y yo no

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y yquiero caer en manos de los rojos...me descuartizarían... odian eluniforme negro de la Gestapo como

el de la SS más que al mismísimodemonio...»

Y en voz alta, mirando confijeza al suboficial:

 —Nos quedaremos aquí.Organice las fuerzas, alrededor del

 búnker... aunque estoy convencidoque la ayuda del Reich no tardaráen llegar... 

* * *

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  —¡Aviones!Los hombres levantaro

airadamente el rostro; algunoscorrieron hacia los refugios, pero la

mayoría permaneció inmóvil. Noles importaba ya ni el dolor ni la

muerte. Cuando se sabe que el finalestá cerca y que lo único que puedeesperarse es el campo de prisioneros, en algún alejado rincóde Siberia, ¿qué puede importar que

una bomba caída del cielo ponga u

 broche de sangre a una vida que se

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considera inútil?Muchos puños cerrados se

elevaron hacia las siluetas negras

de los aparatos soviéticos, con laestrella roja en el fuselaje y las

alas.Swaser tampoco se movió.

Hacía ya más de una semanaque el frente se había tranquilizado

 por completo. Ulrich, que habíainstalado a sus hombres formandoun semicírculo alrededor delLazarett, no estaba extrañado e

absoluto de que los rusos hubiera

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dejado de disparar.

 —Son —decía a sus hombres  como el gato que tiene a s

alcance al ratón acorralado en urincón. Juega con él, pero si

hacerle daño, como si desease prolongar la terrible angustia de s

víctima... y porque sabe que,cuando quiera, un zarpazo ajustará

definitivamente las cuentas alratón... —¡Mirad! ¡Ya sueltan la carga

esos hijos de perra! —gritó u

soldado.

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Hubo un instante de emoción;

incluso los más valientes secontrajeron, pero alguien con mejor 

vista que los demás lanzó unacarcajada que rompió la tensió

general. —¡Tiran papeles! ¡Los muy

cochinos! Mejor es que echaseiscomida, cerdos... porque con lo que

tenemos en la barriga, ni siquieradebemos limpiarnos el trasero.Momentos más tarde, una

lluvia de octavillas caía

 blandamente sobre las posiciones

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alemanas. Ulrich cogió una y se fue

a un rincón de la posición paraleerla tranquilamente.

  Al general de división Paulus, jefe del

Sexto Ejército alemán, o a su ayudante

y a todos los oficiales de las fuerzasarmadas alemanas copadas en

Stalingrado.

El Sexto Ejército, de la mismamanera que las formaciones del cuarto

ejército y las unidades blindadas

enviadas como refuerzo se encuentran

completamente cercadas desde el 23

de noviembre de 1942.

Las fuerzas del ejército ruso rodean

sólidamente a esas unidades

alemanas. Todas las esperanzas que

pueden tener las tropas alemanas de

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pueden tener las tropas alemanas de

librarse del cerco, debido a unaofensiva germana procedente del

sudoeste, han desaparecido. Las

fuerzas alemanas enviadas en vuestroauxilio han sido dispersadas por el

ejército rojo y se retiran en estos

momentos hacia Rostov.Debido a los éxitos conseguidos por 

el ejército rojo, los aviones encargados

de asegurar los suministros para lossitiados deben dar una gran vuelta

haciendo ineficaces todos sus vuelos.

 Además; las fuerzas aéreas alemanasdeben cambiar constantemente de

base. Por otra parte; las unidades

alemanas encargadas delavituallamiento sufren grandes pérdidas

en material y en hombres. Su ayuda se

hace cada día más ineficaz

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hace cada día más ineficaz.

Vuestras tropas padecen hambre,enfermedad y frío. Sin embargo; el

crudo invierno no ha hecho más que

empezar. Pronto llegarán los grandesfríos y vuestros hombres no están

equipados para resistirlo. Viven en

condiciones tremendamenteinsuficientes y francamente

antihigiénicas.

Usted, como jefe, y vosotros comooficiales de las tropas sitiadas habéis

de daros cuenta de que, realmente, no

existe ninguna posibilidad de romper elcerco. Prolongar la resistencia es

completamente inútil.

Considerando esta situación sinsalida, y con objeto de evitar un

derramamiento inútil de sangre, os

proponemos que os rindáis bajo las

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proponemos que os rindáis bajo las

siguientes condiciones:Todas las fuerzas alemanas bajo su

mando deben cesar las hostilidades.

La totalidad de las tropas, las armasy los víveres, así como los diversos

equipos deben sernos remitidos en

buen estado y de la forma que ustedmismo dispondrá.

Garantizamos la vida y la seguridad

de todos los oficiales y soldados quecesarán de combatir y, al final de la

guerra, su regreso a Alemania o al país

que elijan.Todas las tropas que se rindan

deben conservar sus uniformes,

insignias y situación en sus respectivasunidades y, en el caso de oficiales

superiores; podrán conservar sus

armas blancas

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armas blancas.

Todos los oficiales, suboficiales ysoldados que se rendirán recibirán una

alimentación correcta. Los heridos,

enfermos y los que sufran de lesionesen los miembros producidas por el frío

recibirán cuidados médicos.

Esperaremos la respuesta a esteultimátum hasta las diez, hora de

Moscú, del nueve de enero, respuesta

por escrito y traída por surepresentante personal que debe venir 

en un vehículo con una bandera blanca,

por la carretera de Konny, cerca de laestación de Kotluban. Su representante

encontrará a oficiales rusos,

perfectamente autorizados, en eldistrito B, a un kilómetro al sur de la

cota 564, a las diez de la mañana del 9

de enero de 1943

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de enero de 1943.

En el caso en que nuestraproposición sea rechazada prevenimos

que las tropas aéreas y terrestres del

ejército rojo procederán a ladestrucción de las tropas sitiadas, de lo

que usted será el único responsable.

  Firmado:

General de división de artillería Vorono,

representante del Cuartel General Supremodel Ejército Rojo.

General de brigada Rokossowsky,

comandante en jefe de las tropas del Frentedel Don.

 * * *

 ¿Qué le parece doctor?

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 —¿Qué le parece, doctor?

Reiner levantó la mirada de laoctavilla que Swaser le había

llevado. Una triste sonrisa separóligeramente los labios.

 —Hay mucha propaganda eeste papel, sargento... pero, lo

cierto es, que deberíamosrendirnos. Porque, ¿a quéesperamos? Lo que los rusos diceen relación a la ayuda queesperábamos es tristemente cierto.

adie vendrá a sacarnos de aquí...

 —Pero —objetó Ulrich—,t d b l

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usted sabe que lo que nos espera es

terrible. No podemos hacernosilusiones. Los rusos nos tratará

como nosotros hemos tratado a los prisioneros del Ejército Rojo.

 —No es ese el mayor error que hemos cometido —dijo el

médico—. Lo verdaderamenteterrible fue la directiva del Führer en lo que concernía a loscomisarios políticos; no sólo se lesasesinaba al ser capturados, siuicio alguno, sino que sus cráneos

fueron enviados al Instituto deEtnografía de Berlín como si se

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Etnografía de Berlín, como si se

tratase de cráneos de animalesinferiores...

 —Pobre Alemania —musitóSwaser—. Era lo peor que podía

ocurrimos: caer bajo el poder de uloco de atar...

Apareció Adelheid, quellevaba una tetera en la mano. —Voy a servirles un poco de

té —dijo sonriente—. Gracias austed, sargento Swaser, que nos va

trayendo lo que puede... Esas

últimas latas de carne han sido elmejor obsequio para el Lazarett

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mejor obsequio para el Lazarett.

 —Es verdad —intervino eldoctor—. ¿Cómo diablos ha podido

descubrir ese tesoro?Ulrich sonrió, a su vez.

 —Por mucho que le extrañe,doctor Suverlund, por debajo de

esta miserable ciudad, rozando lamiseria y el hambre que todossufrimos, se encuentran verdaderasmaravillas. Ese depósito, por ejemplo, Martin Trenke, uno de mis

hombres al que ustedes conocen,

 buscaba un sitio donde ocultarse delos morterazos rusos cuando

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los morterazos rusos cuando

empujó la puerta de su sótano ytropezó con más de doscientas cajas

de latas de carne. Allí estaban, acuatro pasos de los hombres que no

comen pan desde hace dos semanasy que se alimentan con galletas

cocidas y un poco de mantecarancia encima... —Pero... —dijo Reiner—,

alguien debía conocer la existenciade esos depósitos, vamos... debía

haber un responsable, o varios, si

es que el primero murió o fueherido y evacuado

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herido y evacuado...

 —¡Es usted un iluso, doctor!Tiene aquí a decenas de heridos...

dígame, ¿hay entre ellos algún pezgordo de la intendencia? No, por 

favor... todos esos puercos selargaron hacia Pitomnik en cuanto

empezaron a ponerse las cosas malen Stalingrado. Pero, ninguno deellos se preocupó, antes de irse, decomunicar la existencia de esosalmacenes secretos...

Su voz se hizo bruscamente

dura.—Pregunte a mis hombres

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 —Pregunte a mis hombres,

doctor... dígale a Martin, por ejemplo, lo que ha tenido que hacer 

muchas veces para procurarnos u poco de comida... de verdad, ya que

el rancho que nos daban no era másque agua de fregar... Conocí a un

hombre, un cabo furriel, que era laquinta esencia de ese tipo de sucioscanallas que prefieren ver estropearse a los víveres antes dedárselos a los soldados

hambrientos.

 —¡Es inaudito! —exclamó elmédico— Es cierto que también lo

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médico—. Es cierto que también lo

hemos pasado mal en los hospitalesde campaña... pero no tanto como

ustedes...Ulrich siguió con la mirada la

grácil silueta de la enfermera que sealejaba hacia la cocina.

 —Doctor... —¿Sí, sargento? —¿Ha pensado usted en s

esposa?Le tocó el turno a Reiner de

fruncir el ceño.

 —¿Qué quiere usted decir,Swaser?

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Swaser?

 —Es muy sencillo, doctor: losrusos llegarán aquí, más tarde o

más temprano... su mujer eshermosa y esos tipos... me entiende

usted, ¿verdad?El color desertó las mejillas

de Suverlund; bajó la mirada comosi fuese incapaz de sostener la de sinterlocutor.

 —Sí... —dijo en voz muy baja,como si hablase consigo mismo—.

Lo he pensado mil veces, lo pienso

cada noche, cada instante...Levantó los ojos hacia el

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Levantó los ojos hacia el

suboficial. —¿Qué puedo hacer, sargento

Swaser? Cada vez que reflexionosobre ello, me hundo en un mar de

confusiones... no sé... no sé... pero,¿qué piensa usted de ello?

 —No quiero asustarle, doctor dijo Ulrich con franqueza—. Elhecho es ése... saber cómodefenderla de unos hombres a losque el triunfo va a convertir, por lo

menos en las primeras horas, e

 bestias... Si pudiera esconderla...—Ya he pensado en ello...

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  Ya he pensado en ello...

 pero no es válido. Si los rusosllegan, no van a tardar mucho e

llevarnos hacia otra parte... y si ellaestá oculta, ¿cómo prevenirla de la

marcha? ¿Cómo sacarla de sescondite en el momento preciso?

Una triste sonrisa se dibujó eel rostro cansado del médico. —Mejor es no pensar en ello,

al menos por ahora... espero que, eel momento preciso, Dios sabrá

inspirarme...

Capítulo XIV

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Dieter Fonlass se acercó

lentamente al sargento. Un silencioextraño flotaba sobre aquel mundo

en ruinas que era Stalingrado. —Acaban de traernos el

rancho, Ulrich —dijo el soldado—.Y, maravíllate, tenemos café... ¡deverdad!

 —¿Se han vuelto locos? — inquirió Trenke que estabalimpiando el subfusil.

 —Han debido encontrar algúdepósito como el que hallamos

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depósito como el que hallamos

nosotros el otro día —dijo Dieter . ¡Los muy cerdos! Ahora, que

estamos perdidos, van a ofrecernoslo que no hicieron en Navidad...

¡pavo trufado! —¿Bromeas? —inquirió

Ulrich. —¿Bromear? —rió Dieter—.¡Mirad, pandilla de incrédulos! Y sisabéis leer, cosa que dudo mucho,mirad lo que dice aquí... Canar 

truffé... ¿no es cierto?

 —¡Mira que eres ignorante! — dijo Trenke—. No es pavo, sino

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j p ,

 pato... —¿Y qué diferencia hay?

¿Cuánto tiempo hace que nocomíamos algo parecido? ¡Pavo o

 pato! Aunque, si el señor no deseacomer esta porquería...

 —¡Trae aquí una de esas latas, pedazo de asno!Comieron de excelente apetito,

riendo como no lo habían hechohacía tiempo.

Luego, viendo que los ojos de

los hombres se cerraban, a pesar delos esfuerzos que hacían e

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q

mantenerlos abiertos, Swaser sedecidió a montar un pequeño turno

de guardia, dejando al resto de latropa que descansase en el interior 

de los sótanos de los edificiosvecinos.

 —Es una verdadera suerte quelos ruskis estén tranquilos —dijo elFeldwebel.

 —No hables tan fuerte —rióMartin—. Esos hijos de perra, si

supiesen el banquete que acabamos

de darnos, serían capaz deorobarnos y cortarnos la

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y

digestión...Ulrich, una vez solo, siguió el

camino de ronda que conducía alLazarett pero no entró en los

sótanos del gran edificio en ruinas.Se quedó allí, como si fuera

capaz de mirar a través de lasespesas paredes, y recorrió, con losojos del espíritu, los largos pasillosdonde los heridos se amontonaban,habiendo perdido toda esperanza,

sin poder dar crédito al buen doctor 

Suverlund que les había releído milveces el párrafo del ultimátum ruso

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en el que se prometía «cuidadomédico a heridos y enfermos».

 —¡Cochina guerra! —gruñó elsargento—. ¿Cómo puede haber 

ilusos que crean que los soviéticosvan a preocuparse de esas miserias

humanas? ¡Como si los jefesalemanes se hubieran interesado por ellos!

Recordó, con uestremecimiento retrospectivo, las

indescriptibles escenas que se

habían desarrollado en elaeródromo de Pitomnik, cuando los

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últimos aviones se aprestaban avolar hacia Alemania...

Hombres cubiertos de vendassangrientas, cojos, mancos, ciegos,

luchando entre ellos como bestiasferoces para abrirse paso hacia los

Junkers cuyas hélices girabalocamente...Y allí habían quedado,

abandonados en la inmensa llanura,sin que nadie les llevase el menor 

consuelo, ni un trozo de pan, ni una

gota de agua.Habían muerto, la mayoría de

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ellos, de frío, congelados, cubiertos progresivamente por una espesa

capa de nieve que llegó a tomar laforma de un monte y que los

germanos, temblando de espanto,evitaban, alejándose de ella a la

que llamaban «la montaña de losmuertos». —¿Piedad en esta guerra? — 

se preguntó Ulrich en voz alta—.¿Piedad del enemigo cuando

nosotros no la hemos tenido hacia

los nuestros?Tiró el cigarrillo y siguió

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andando hacia el otro lado delLazarett, allí donde se encontraba el

 pelotón del cabo Weimar.Otto le recibió con una

sonrisa, mostrando a sus hombresque roncaban en lo hondo de u

refugio que desembocabadirectamente en la trinchera. —Hemos comido como cerdos

rió Weimar. —Nosotros también. Como

cerdos... que esperan su San Martín.

Otto no dijo nada, pero lasonrisa se borró de sus labios.

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Callaron durante un largo rato.Luego, bruscamente, Ulrich miró

hacia la llanura. —¿No oyes nada, Otto?

 —No... es decir, se diría... pero, ¡no es posible! ¡Son tanques,

sargento! —Tanques rusos, Otto...Weimar no contestó.

Apoderándose de los gemelos quecolgaban de su cuello, se los llevó

ante el rostro; sus dedos nerviosos

movieron el dispositivo delenfoque. Luego, con voz inflamada

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 por el entusiasmo: —¡Son nuestros, sargento!

¡NUESTROS! Mein Gott!  ¡Por fin!¡Han llegado los nuestros! Nuestros

liberadores... ¡La columna blindadade Hoth!

 —Pero, cabo...Otto no le escuchaba. Gritandocomo loco se dirigió primero alrefugio, despertando a sus hombres,luego echó a correr a las posiciones

vecinas donde muchos hombres

gritaban ya movidos por el mismoentusiasmo que Weimar.

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Con el ceño fruncido, Ulricechó mano a sus gemelos. La

imagen amplificada que la potenteóptica le procuró le convenció, e

 principio, de que Otto había dichola verdad.

Su corazón empezó a latir cofuerza y un calor agradable le subióa las mejillas.

 —Dios mío... no es posible...sería demasiado hermoso.

Pero, bruscamente, sus ojos

concentraron su atención en uvehículo blindado, con ruedas e

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vez de cadenas. Se trataba de u pesado Panzerpähwagen cuyo

número, 222-A, recordaba Ulricdemasiado bien.

 —Sakrement!  ¡Es ese canallade Seimard! Muerto de miedo,

acosado por los rusos de la llanura,viene a refugiarse aquí... El muycerdo... vendrá a pavonearse,intentando imponer su ley... la leyde Hitler en un mundo que Hitler ha

abandonado...

Vio al cabo que, seguido por un denso grupo de soldados, corría

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hacia los tanques. Lanzó un suspiro,luego enfocó los gemelos y vio a

los camiones que seguían a los blindados.

 —Ese puerco quiere jugar el papel de Papá Noel... No hay

derecho de que cosas así puedaocu... No pudo terminar la frase.E l staccatto  violento de las

ráfagas de ametralladoras le hizo

concentrar su atención sobre lo que

 pasaba en la llanura. —Himmelgott!

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Reaccionó velozmente. Echó acorrer, dando la vuelta al edificio

del hospital de campaña. Gritabamucho antes de llegar a la posició

y cuando penetró en la trinchera,todos los hombres se hallaba

dispuestos. —Schnell!  —ordenó—.Llevad los dos antitanques a la posición del cabo Weimar...¡Rápido! Cinco tanques se acerca

a la ciudad por aquel lado...

 —Entonces... esos disparos... —Hay algunos hombres que

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han caído... ¡Daos prisa, demonios!Momentos después, los

 primeros proyectiles silbabaagriamente. Los primeros

explotaron alrededor de los blindados, quizá porque los

artilleros sentían escrúpulos ya quehabían reconocido la silueta de lostanques, identificándolos comoMark-3.

Pero Ulrich no les dio tiempo

 para dudas.

 —Feuer!  —gritaba yendo deuna a otra pieza—. ¡Son esos

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canallas que guardaron losdepósitos de víveres en Pitomnik!

¡Y han matado al cabo Weimar ylos hombres de su pelotón!

Llevándose los gemelos alrostro, siguió con satisfacció

visible los resultados de laformidable puntería de losanticarros. Y cuando vio saltar por los aires el Panzerpähwagen deSeimard, bajó los gemelos,

sintiendo un intenso placer que le

inundaba hasta lo más íntimo de sser.

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 —Espero... —dijo entre losdientes apretados— que vayas

directamente al infierno, hijo de perra.

  * * * 

 —Han herido a Dieter,sargento.

 —¿Quién? —Uno de esos malditos rusos.

Un francotirador. Fonlass asomó lacabeza y...

 —Vamos a verle. Tendremosque llevarle al hospital.

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Echó a andar, pero Martin sequedó quieto; luego, viendo que el

sargento se alejaba, alzó la voz: —¡Swaser!

Ulrich se volvió, frunciendo elceño.

 —¿Qué diablos te pasa?¿Vienes o no? Al menos, dimedónde está Dieter.

 —Ha muerto, Ulrich.El suboficial bajó la cabeza,

luego regresó junto a Trenke, pasó

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 —Ulrich... —¿Qué? —preguntó si

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moverse. —Nos rendimos, sargento. La

orden acaba de llegar. Von Paulusnos ordena cesar el combate. Los

rusos, según lo que están diciendolos altavoces, van a llegar dentro de

una hora... —Bien.Swaser se sentó sobre el

ergón. —¿Qué quieres que haga?

¿Que me eche a llorar? Hace

mucho, muchísimo tiempo, amigomío, que esperaba este momento,

bí í ll

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que sabía que tenía que llegar.Anda, reúne a los hombres, que

amontonen las armas y que estétranquilos. Dentro de poco, Martin,

habremos emprendido el largocamino del cautiverio... 

* * * 

 —Tengo miedo, Reiner... —No temas. Nada malo puede

ocurrimos... ¿Oyes? Ya están aquí.Se habían situado a la entrada

misma del Lazarett. Reiner cogió lamano de Adelheid.

L í d

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Los pasos crecían deintensidad. De repente, u

suboficial, seguido por cuatrosoldados, penetraron en el vestíbulo

en el que se encontraba Reiner y smujer, justo donde empezaba laescalera que conducía a lossótanos.

El médico se percató de quelos cuatro rusos no eran europeos;tenían los ojos oblicuos y los

 pómulos salientes.

«Siberianos... o mongoles», pensó mientras el suboficial se

d t í t él Y l

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detenía ante él. Y como el ruso permanecía en silencio, Reiner se

decidió a hablar. —Soy el doctor Suverlund y

ésta es mi esposa... Tenemos aúnunos doscientos heridos en los

sótanos, y les estaría muyagradecido si nos procurasealgunas cosas urgentes...

Hablaba despacio, pronunciando cuidadosamente cada

 palabra, para hacerse entender de la

mejor manera posible.Pero su sorpresa fue grande

d l i á d l

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cuando el ruso, mirándole cofijeza, dijo:

 —¿Sabes cuántos heridosnuestros han muerto por falta de

medicamentos, de vendas y de todolo demás, perro fascista? Ya seencargaban vuestros cochinosstukas de hundir las lanchas comedicinas y material sanitario que

intentaban atravesar el Volga...Sin saber exactamente por qué,

Reiner tuvo el claro presentimiento

de que algo terrible iba a ocurrir, pero no obstante contestó en tono

i t

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amistoso. —Yo no tengo la culpa... ¡no

soy de los que aman la guerra! —¡Todos los alemanes aman

la guerra! —replicó el soviético—.Y has de saber, puerco nazi, que mihermano estaba entre los heridosque murieron como perros...gritando como locos... maldiciendo

todo lo existente...Reiner se percató de que el

destino le había jugado una mala

 pasada. De todos los rusos quehubieran podido llegar al Lazaret

i t í i t

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 primero, tenía que ser precisamenteéste, que rezumbaba odio por todas

 partes. —Yo no soy culpable, soy

médico —repitió.Fue entonces cuando losacontecimientos se precipitaron.

El sargento le golpeó en elrostro con el Nagan que empuñaba;

loca de furor, Adelheid se precipitósobre el ruso, alcanzándole en la

cara con las uñas.

El ruso la empujó coviolencia, echándola hacia los

soldados que habían montado sus

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soldados que habían montado susarmas.

 —¡Tomadla! ¡Es vuestra!Medio atontado, sin saber lo

que el sargento decía, perocomprendiendo lo que iba a pasar,Reiner se lanzó como un loco hacialos rusos.

El sargento disparó a bocajarro; una parte de la masaencefálica de Reiner fue a pegarse

en la pared.

Los soldados arrastraban ya aAdelheid hacia un rincón.

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 * * *

   —Davai! Davai!

 —¿Qué diablos está gritando? preguntó Ulrich volviéndose

hacia Trenke que andaba lentamente

a su lado. —Davai  puede traducirse por 

«aprisa» o «adelante» —dijoMartin.

 —Es formidable —suspiró elFeldwebel—, pero la guerra hace a

los hombres iguales. No importa slengua, ni su uniforme... ¿Recuerdas

lo que gritaban los Feldgendarmes

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lo que gritaban los Feldgendarmescuando empujaban a los prisioneros

rusos? Schnell!  o Los!  Estos diceavai!...  pero sus gestos, sus

sentimientos, su indiferencia escomo la de aquellos Feldgendarmesque empujaban a culatazos a losrusos, a lo largo de la carretera deMinsk... ¡Qué tiempos aquéllos!

¿Quién nos iba a decir, entonces,que un día seríamos como los

desarrapados que, por millares,

veíamos pasar? —Así es la vida...

Swaser se volvió bruscamente

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Swaser se volvió bruscamente,sin detenerse, ya que la masa

ingente de prisioneros no podíadetenerse ni un segundo.

 —¿Qué te ocurre, Martin? Nome había dado cuenta hasta ahora... pero andas como si te pasase algo...

 —No es nada. Cuando mataroa Dieter, una bala me rozó, aquí, en

el estómago... —¡Maldito embustero! —dijo

Ulrich palideciendo al comprobar 

que el rostro de su camarada estaba blanco como la tiza—. ¡Déjame

ver!

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ver! —No podemos pararnos...

 —¡Salgamos de la fila! No puedes seguir, así...

Cogió del brazo a Trenke,obligándole a seguirle fuera de lainterminable fila. Sentándose en elsuelo, desabrochó la guerrera y viola desgarrada camisa, manchada de

sangre. —¡Puñetero idiota! No sé

cómo has podido resistir tanto... hay

que hacer algo...Justo en aquel momento, u

soldado ruso se acercó a ellos

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soldado ruso se acercó a ellos. —Davai!  —gritó golpeando a

Ulrich con la culata de su fusil—.avai!

Swaser apretó los dientes, sini siquiera mirar al ruso. Sus ojosse posaron en el rostro blanco de scamarada.

 —Estás listo, Trenke. No vas

a durar mucho... —Déjame aquí y sigue.

 —No. Escucha. No me

divierte nada esta aventura. Tengoel cuchillo escondido bajo la

camisa La cosa va a ser muy

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camisa. La cosa va a ser muyrápida... ¿Te da miedo morir?

Trenke sonrió. —¡Idiota! Tengo ya un pie en

el otro lado... preguntas... —Davai!  —gritó el rusogolpeando de nuevo a Ulrich.

Tres rusos más acudían enayuda de su compañero.

 —¿De acuerdo? —inquirióUlrich.

 —Como tú quieras... Siempre

te saliste con la tuya, malditosargento...

—Adiós amigo

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  Adiós, amigo...Había buscado el cuchillo co

dedos ansiosos; ahora lo tenía en lamano y el ruso se inclinó para darle

un nuevo culatazo, Ulrich le clavóel cuchillo en el vientre.El soviético retrocedió,

soltando el arma, hacia la que se precipitó el alemán.

 No llegó a tocarla.Los otros tres dispararon. La

larga ráfaga hizo rebotar el cuerpo

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Notas

[1] Juventudes Hitlerianas.

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[1] Juventudes Hitlerianas.[2] Llamados así los generales

 por el color de los pantalones, quellevaban un galón dorado en ambos

lados.[3] ¡Diablos!

[4] En francés en el texto.[5] Defensa antiaérea.[6] ¡Una porquería![7] ¿No es cierto?[8]  Las trampas rusas e

Stalingrado se hicieron tristemente

famosas. Puertas que al abrirseexplotaban, escalones en los que

bastaba poner un pie para volar ed i l bj

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 bastaba poner un pie para volar e pedazos, sin contar con los objetos

que escondían un cepo mortal. Losrusos sabían muy bien que los

soldados alemanes gustaban de los«recuerdos» y prepararon unaenorme serie de «sorpresas» quecausaron decenas de bajas a losgermanos.

[9] Gestapo.[10] D.C.A. alemana.

[11]  Sargento de la

Wehrmacht.

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