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Salomón lerner 25 agosto del 2013
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Memoria e identidad colectivaDomingo, 25 de agosto de 2013 | 4:30 am Comentarios 1
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La comprensión de quiénes somos como parte de una comunidad
política que se va configurando en el tiempo pasa por la elaboración y
apropiación de una historia compartida y de un relato consistente
acerca de nuestras raíces, experiencias y propósitos comunes.
Pensarnos como nación implica entonces concebirnos como miembros
de un grupo que ha asumido un proyecto colectivo que movilice al
cuerpo social para asumir decisiones y luego ejercer acciones que
cumplan tal proyecto. Justamente la participación en tales tareas es lo
que caracteriza la calidad del “ciudadano”.
Son bien conocidos los tropiezos que los peruanos enfrentamos para
pensarnos como partícipes en un proyecto de identidad colectiva. Uno
de ellos –acaso el más importante– reside en nuestra secular
incapacidad para, basándonos en la igualdad civil de todos los
peruanos, construir así una comunidad política abarcadora y auténtica.
Tal incapacidad se pone ya de manifiesto desde el surgimiento de
nuestra República. La “independencia nacional” significó el ascenso del
sector criollo a la conducción del Estado, pero no supuso el necesario
esfuerzo por la inclusión política y económica de la población indígena y
mestiza. Aún hoy, son numerosas las luchas pendientes contra la
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discriminación y la exclusión. Esta incapacidad básicamente moral y
que acarrea consecuencias políticas lamentablemente ha asumido
diversas formas en décadas recientes.
La escasa o nula disposición de la llamada clase política para contribuir
a la recuperación de la memoria de la violencia padecida, constituye un
signo inequívoco de tal esterilidad para la construcción de una
comunidad política. La agenda de memoria, justicia y reparación
planteada por la CVR y –en general por el proyecto de transición
iniciado por el gobierno de V. Paniagua– no solo apuntó a la tarea de
restituir a las víctimas la titularidad de los derechos que de facto les
fueron arrebatados en el contexto de aquellos años. Dicha agenda
pretendió asimismo reconstruir la historia vivida por miles de peruanos,
una historia que no debemos repetir por ningún motivo. Ahora bien, la
configuración de tal historia requiere, ineludiblemente del concurso de
la memoria, del testimonio vivo de aquellos que afrontaron
circunstancias de dolor e indefensión.
En efecto, la incorporación del testimonio de quienes padecieron el
conflicto –poniendo en primer lugar la voz de las víctimas–, así como el
diálogo en los espacios de discusión pública, constituyen pasos
fundamentales en un auténtico proceso de inclusión política que el país
debe emprender para consolidarse como una nación libre y justa. No
querer ver lo que sucedió, desconocer las exigencias de justicia y
reparación de las víctimas expone la triste realidad de una sociedad que
no ha podido todavía establecer sólidos lazos entre sus miembros e
instituciones. Esa suerte de ceguera voluntaria es un obstáculo mayor
para que se configure una genuina sociedad democrática. Y es por ello
que muchos peruanos se sienten excluidos del denominado “Perú
oficial”, fundamentalmente capitalino, urbano e hispanohablante.
Construir y afirmar una identidad colectiva expresa un desafío moral y
político que se comienza a enfrentar con el trabajo público de la
memoria. Ello supone examinar críticamente nuestras prácticas,
creencias e instituciones. El ejercicio ético-político del recuerdo implica
hurgar en lo que nos preocupa y conmueve sin engañarnos con la sola
exploración de lo que nos enorgullece o dignifica. Nuestra identidad
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comprende de modo necesario lo que hemos sido –cómo hemos tratado
a nuestros compatriotas y cómo hemos actuado frente a nuestras
leyes–, y también lo que queremos ser –una comunidad madura y
democrática–. Pues bien, afirmarnos peruanos, hoy implica entonces
reconocer en las víctimas del pasado a nuestros compatriotas y
conciudadanos y batallar para que ese reconocimiento pueda constituir
el alimento del futuro bueno al que aspiramos.