Safranski, Rüdiger - ¿Cuánta globalizacion soporta el hombre - blh

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Articulo de este pensador aleman, expecialista en Nietzche, sobre los problemas y tensiones que trae la globalización capitalista.

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¿CUANTA GLOBALIZACION SOPORTA EL HOMBRE?Rüdiger Safranski

Nietzsche calificó al ser humano de “animal inconcluso”. Con ello llamó la

atención sobre el hecho, que el hombre es una factura a medias: un ser que

no está del todo concluido, sino que aún debe y puede ser llevado cabo. No

opinaban nada distinto los antropólogos y biólogos, al calificar al ser

humano de “ser con deficiencias”. .Nosotros no olemos lo suficientemente

bien, no vemos lo suficientemente lejos, no corremos lo suficientemente

rápido y después de un cierto tiempo, hasta necesitamos ser cuidados. El

hombre, si quería sobrevivir, no tenía otra salida que proseguir su evolución

a través de su propia conducción. También se podría formular de esta

manera: el hombre, por naturaleza, depende de la artificialidad, es decir de

la cultura y de la civilización. Como “animal inconcluso”, crea -a través de la

cultura- su propia naturaleza, la segunda y cultural naturaleza. En su

primera naturaleza, el hombre es un ser guiado por el miedo. En todas

partes acecha el peligro, y como su instinto es demasiado débil y su

fantasía demasiado grande, él percibe en el amenazador mundo exterior

una cantidad de causalidades fantásticas. Para no ser dominado por sus

propias fantasías, el hombre debió inventar el (re)conocimiento. Así, por

ejemplo, reconoció que ciertas circunstancias meteorológicas producen el

rayo. Por tanto, éste no era ya un juicio de los dioses dirigido a la conciencia

del hombre. En vez de rezar, entonces se inventaron los pararrayos. Esta

segunda naturaleza que creamos es, entre muchas otras cosas, una

cultura del pararrayos en cierta manera. Significa alivio, limitación del

miedo, disminución de riesgos al caminar erguidos. Con la tecnología nos

apropiamos de prótesis, tanques, cáscaras, espacios que nos protegen. El

reconocer, por lo general, nos sienta bien. Pero también, desde un

principio, nos acarrea problemas, porque, a veces, nos asalta la sospecha

de que quizás saber menos sería mejor. Entonces cabe el interrogante:

¿qué sucede aquí?

En la antigua Griega existía el mito de Prometeo. No me refiero al mito de

Prometeo que dice que éste le llevó a los hombres el fuego. La otra versión,

menos conocida, relata que los hombres vivían acurrucados, aletargados e

indolentes en sus cuevas porque conocían la hora de su muerte. Sabían

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demasiado. Entonces llegó Prometeo y les regaló el olvido. Seguían

sabiendo que iban a morir pero ya no sabían cuándo. Al quitarles este

saber inadmisible e invivible, los alivió, y nuevamente llegó a ellos el afán de

trabajar y crear, que Prometeo supo además avivar regalándoles el fuego.

En la mitología griega se ve y se entiende el problema, que consiste en que, en cuestiones del saber, y con ella en la naturaleza, es decir en la de la segunda cultura, puede haber demasiado de lo bueno: formas híbridas de una exagerada exigencia propia. El problema también puede ser visto de esta manera: ¿Hasta qué punto puede el hombre distanciarse con su segunda naturaleza -es decir, la cultural- de su primera naturaleza? ¿Podría suceder que su segunda naturaleza cayese en una oposición autodestructiva frente a la primera naturaleza? El problema puede deliberarse a través de varios ejemplos: especialmente enfático es el ejemplo de la tecnología armamentista, que también ha sido discutido ampliamente. No se puede negar que nuestra dotación emocional básica es antiquísima y que de cierta manera pertenece a la primera naturaleza. Esto también es válido en relación con nuestro potencial de agresividad. Pero en vez de tirar el garrote, que sólo tiene un alcance limitado, empleamos hoy en día una moderna tecnología de armas. Con sólo hundir un botón mueren miles de miles de personas. Las consecuencias de nuestros actos son ya casi inimaginables. Podemos producir más de lo que nos podemos imaginar. Sobre el asunto se ha pensado y es conocido, lo cual obviamente no significa que el problema en sí esté solucionado. Y esta tensión, para volver sobre nuestro tema, también concierne al problema de la globalización.

Estamos viviendo en la era de la globalización, sin duda alguna. Existe el

mercado mundial; caudales de capital sobrepasan, cual ríos de verdad, las

fronteras; el desarrollo de la tecnología y de la industria, las redes de la

informática y las comunicaciones son globales. Existe una sociedad global

con vencedores y vencidos, y no hay una justicia al respecto, y eso lo

sabemos. Por tanto, lo que es global es la red de la segunda naturaleza

creada por el hombre, que como un hongo se expande sobre nuestro

planeta azul, es decir, sobre nuestra primera naturaleza. En el siglo XVI, en

Nurenberg, fue hecho el primer globo terráqueo. Desde entonces cobró

existencia un paralelo material, pero en forma de modelo, de la conciencia

de lo global. Es decir, se podía, al menos como modelo, tener al mundo en

la mano. Quinientos años más tarde, nuestros astronautas pudieron, por

primera vez, echarle una mirada a nuestro universo como globo. Desde

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entonces nos acostumbramos, como a todos los cuadros, también a este

cuadro. La globalización existe, en conclusión. Pero, ¿no habrá

demasiada? ¿Cuánta globalización soporta el hombre?

Es indiscutible que la globalización no existe desde ayer. Y no sólo se tiene conciencia desde ayer “La gran industria ha producido el mercado mundial … Las continuas revoluciones en la producción… destacan esta época… Todas las relaciones oxidadas, con su séquito de venerables ideas y conceptos, son disueltas… Todo lo constituido y lo válido es diluido, todo lo sagrado es profanado…”.

Son frases del Manifiesto Comunista de Marx y Engels, quienes ya en el siglo XIX habían comprendido que una globalización bajo el símbolo del mercado mundial era inminente.

Pero antes de proseguir con mis pensamientos, déjenme aclarar algunas diferencias conceptuales, para que puedan entender mejor a lo que me refiero. Según Ulrich Beck, es posible diferenciar “globalidad”, “globalización” y “globalismo”.

Globalidad significa la real articulación global, tanto en el sentido económico, cultural y turístico, como en el científico, técnico y comunicativo. Que todo tiene que ver con todo y que se tiene incidencia sobre todo, es algo que siempre ha existido de alguna manera. Por eso mismo y aún más allá, globalidad significa que existe una auto-percepción de la articulación. Así entendida, globalidad significa, primero, articulación, y, segundo, articulación de la que uno es conciente. La globalidad es auto-referencial y es llevada a cabo en tiempo real gracias a la ayuda de la moderna tecnología de las comunicaciones.

De lo anterior se deriva el concepto de globalización, el cual se refiere a aquellos procesos - económicos, de los medios, técnicos, culturales - a través de los que, en parte de manera natural, en parte adrede, se forma la mencionada globalidad.

Y de tercero figura el globalismo. A él se le podría llamar la ideología de la globalización. Refleja la globalización de hecho y, al tiempo, la impone como norma. En el globalismo, de un ser global se llega a un deber global. El globalismo predica que la humanidad sólo se podrá desarrollar en el futuro a través de la globalización y que, además, este fenómeno es el apropiado para garantizar la paz futura. Esto, sin embargo, lo pongo en duda con el interrogante: ¿Cuánta globalización soporta el hombre?

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El globalismo, como ideología, existe en varias formas. Está por ejemplo el neoliberalismo, que utiliza la referencia de la globalización como argumento para la exoneración social del aprovechamiento del capital. El neoliberalismo especula sobre la situación que los Estados entren a competir por los empleos, y que para lograrlos seduzcan con el desmonte de las llamadas barreras de inversión (es decir, reglamentaciones ecológicas, sindicalistas, sociales, de impuestos).

El globalismo neoliberal es una ideología de legitimación para poder mover indiscriminadamente el capital en la búsqueda de las condiciones más favorables para su aprovechamiento. Este globalismo construye -con la salvedad que se podría llegar al aislamiento de los caudales de capital- un escenario amenazador que tiene como finalidad la imposición de su primacía en la economía. El sueño de un nuevo orden mundial es poder decir de él: “ha malogrado todas las posiciones idílicas y patriarcales. No ha dejado… ningún otro lazo entre los hombres que el interés descarnado, que el insensible 'pago de contado'… La dignidad personal fue diluida en un valor de canje…” Nuevamente, frases del Manifiesto Comunista.

Este globalismo neoliberal, con su desenfrenado economicismo, es una forma de resurrección del marxismo como ideología administrativa. Tanto para el neoliberalismo como para el marxismo vale el mismo fundamento: la existencia económica define la conciencia. Esta frase tiene un doble sentido: primero, pretende analizar la dependencia de hecho que tiene la conciencia frente a la economía. Y segundo, es entendida como normativa /valorativa, lo cual significa que: la conciencia debe ajustarse a la economía. Este economicismo llena ambos campos, el de la existencia, es decir, el del ser, y el del deber, y se refiere a Adam Smith, al gran teórico del mercado, aunque nunca defendió el dominio ilimitado de los mercados. El escribió: “Sólo es un buen ciudadano, aquél que tiene la voluntad de respetar las leyes. Y también es ciertamente un buen ciudadano aquél que alberga el deseo de fomentar, con todos los medios de los que dispone, el bienestar de toda la comunidad de sus conciudadanos.” El mercado, según él, sólo puede producir el bienestar común si está basado en la moral del bien común. Es decir, el mercado no puede crear desde sí mismo las condiciones morales y espirituales que son necesarias para su funcionamiento. Adam Smith que no sólo era teórico del mercado sino también filósofo moralista, ya lo había entendido, pero a sus sucesores ideológicos se les debió olvidar tal precepto por razones de interés. Hasta aquí, respecto del neoliberalismo vestido de globalismo.

Un segundo aspecto del globalismo ideológico es el anti-nacionalismo. Haciendo referencia a que el futuro está en el globalismo, se ha creído

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posible poder sobreponerse a los traumatismos creados por la aniquiladora historia de los nacionalismos en Europa. Globalismo significa en este caso: ¡nunca más nacionalismo! En Alemania, las adhesiones globalistas son especialmente fervorosas: ¡la perspectiva globalista sirve como resguardo ante el infeliz pasado nacionalista! Los europeos se entusiasman con la sociedad universal para así mediante poder liberarse de los estímulos de las incubadoras nacionales. Claro que esto es deseable, si se tienen en cuenta, especialmente en Alemania, las terribles malformaciones del nacionalismo.

Pero los fundamentos antropológicos, según los cuales la movilidad debe ser equilibrada por el estado estacionario, no pueden ser reemplazados por el globalismo. Podemos viajar y comunicarnos de manera global, pero precisamente por eso necesitamos también una raigambre local. Para eso tenemos en Alemania una preciosa expresión, Heimat, “patria” o “país natal”, que a raíz del mal uso (sangre y tierra) disparaba, por un largo tiempo, sirenas de alarma. El estar atado a la patria se veía como reaccionario o revanchista. Entonces no es sorprendente que en un pueblo como el alemán, que al grito de guerra “pueblo sin tierra” había destruido la patria a muchos pueblos o los había desterrado, debiera luego sufrir él mismo el destierro y la destrucción. No debe sorprender tampoco, que en este pueblo, el hablar sobre “patria” perdiera por un tiempo su inocencia. Pero yo espero que sólo sea por un cierto tiempo. Mientras tanto, necesitamos la valoración positiva de la palabra Heimat, sobre todo por razones antropológicas. Entre más raigambre exista, más crecerán la capacidad y la disponibilidad para la apertura al mundo. Las histerias de los atletas de la movilidad no deben ser confundidas con la maleabilidad hacia el mundo.

Y finalmente como tercero existe el globalismo, que tiene en la mira los riesgos globales de una tecnología moderna e híbrida y exige para ello una política responsable. La nube atómica de Chernobil no conocía fronteras. También las repercusiones de la catástrofe climática serán globales. Antes existía el destino, ahora existen los riesgos. Pensar de manera global es, bajo este punto de vista, un pensar en consecuencias tecnológicas y es un pensar estimativo.

La percepción pública de riesgos politiza las decisiones sobre programas de investigación, sobre desarrollos tecnológicos e inversiones -dominios que antes escapaban al espacio político-. Sin embargo, la presión política que nace de los problemas ambientales globales -sólo hay que pensar en las posibles catástrofes climáticas- no recae sobre un sujeto de acción unitaria global y al cual se podría responsabilizar exclusivamente. Se habla

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de la sociedad mundial como comunicación mundial, pero esta sociedad comunicativa a nivel mundial no reconoce al sujeto de la humanidad como grandeza actuante -como lo fue soñado histórica y filosóficamente alguna vez- y esta sociedad, a pesar de la ONU y de otras organizaciones mundiales, esta sociedad “sin-sujeto” se encuentra ante tareas globales pero sin poder actuar como sujeto global. Todo lo contrario: las asimetrías globales de poder, productividad y riqueza establecen nuevas características de la soberanía.

Soberano es aquél que puede desembarazarse de los costos de su propia actuación y cargárselos a otros. Cuando los recursos flaquean, por ejemplo la energía o el agua, aún así es el poder que define la repartición. Las consecuencias de la escasez las pagan inicialmente los más débiles (hasta que los más fuertes también se afectan). La globalización ha reforzado, del Norte hacia el Sur, la transformación de las consecuencias negativas de los actos, y el globalismo ideológico ha velado este proceso.

Los militantes islámicos que tumbaron el World Trade Center, trajeron a la conciencia, y con éxito triunfal, otro aspecto más de la globalización y del globalismo. Según lo que sabemos, los atacantes eran religiosos apocalípticos. Querían entablar un tribunal de venganza en un Occidente que, según ellos, es nihilista y decadente; para ellos, sin embargo, es una batalla final de tipo global entre devotos e impíos. Nos hemos acostumbrado a ver el globalismo sólo en el rico Occidente, pero a más tardar desde ahora, ya sabemos que también existe un globalismo dentro del mundo islámico, que existe una cruzada contra los anteriores cruzados del Norte. Súbitamente, tenemos que contar con varios globalismos que hasta compiten entre sí, globalismos con distintos epicentros, como chinos, islámicos, capitalistas occidentales, etc. De todas maneras, la globalidad entrecruzada de manera pacífica se encuentra cada vez más lejos. Y sin embargo, existe entre los globalismos que compiten entre sí un acceso a un cierto potencial técnico, común a todos. Los terroristas islámicos utilizaron una infraestructura tecnológica y de medios, desde el internet hasta la escenificación del horror al estilo de Hollywood, desde el avión hasta posiblemente las armas biológicas y atómicas.

Hay otra enseñanza más detrás de estos ataques terroristas. La de que una civilización tan compleja y globalmente articulada es extremadamente vulnerable. Mientras que nos acostumbramos a que el individuo apenas cuenta en una estructura tan compleja, se muestra el increíble efecto que se puede lograr cuando algunos individuos están decididos a todo. Armados con un cuchillo para coser alfombras, se puede llegar, al utilizar hábilmente la infraestructura, a un infierno. En la era de esta globalización

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debemos contar con un nuevo tipo de guerra.

Teniendo como trasfondo estos escenarios de horror, soñamos nuevamente con la pacífica y gran unidad del género humano. Es un sueño frente a la amarga experiencia que nunca ha existido la humanidad como sujeto integral y que nunca ha actuado de manera unitaria. La humanidad siempre ha estado enlazada en dramáticas historias de enemistades. No quiero seguir aquí la huella de sangre de la historia de la humanidad puesto que ya se conoce, aunque no lo suficientemente bien. Porque entonces, ¿cómo se explica que los filósofos le adjudiquen al hombre una razón que a priori se basa en el consenso?

El consenso es la feliz excepción en la historia. Una excepción a la que deberíamos, como sea posible, aspirar, pero con la conciencia escéptica que un objetivo así casi jamás se logra o sólo de manera transitoria. Además, no debemos olvidar lo siguiente: hasta en los conceptos más universales de unidad y de reconciliación del género humano están arraigadas las energías adversas, el trazar límites y las exclusiones. Nunca se ha pensado en el todo, en la asimilación de enemistades, sin que estos conceptos de conciliación no sean a su vez agentes de una nueva enemistad. Quisiera rápidamente insistir en esto.

En épocas pre-modernas, Dios era el símbolo de lo global por antonomasia. El Dios ha sido, además de ser universal, siempre un Dios para sociedades y naciones concretas. Y así, siempre ha sido involucrado en sus conflictos. De un Dios total pasa a convertirse en un Dios burdo, siempre al margen respectivo de las sociedades. Tomemos como ejemplo al Dios del Antiguo Testamento: él cierra un pacto con su pueblo -contra el resto del mundo-. Después del éxodo, comienza la conquista de la tierra prometida gracias al estímulo de Dios: “Enviaré el horror, y a todos los pueblos donde llegarás los confundiré, y le daré la espalda a todos tus enemigos.”

Miremos ahora la figura fundadora del gran proto-globalismo occidental: Platón. En él ya encontramos el pensamiento de la unidad del género humano, pero sólo como idea, claro está. El mito de la creación en el “Timaios” cuenta cómo la idea de la humanidad se vuelve cada vez más aguada y sucia. El gran creador obró una buena sustancia de base, pero sucesivamente participaron tantas casualidades que ya no fue posible lograr algo congruente. Así se llega entonces a un mundo donde hay enemigos, bárbaros y el mal. Con este hecho hay que vivir. La pesadumbre que embarga a Platón por este reconocimiento se refleja en su filosofía, en la que estima la astillada multiplicidad y el devenir histórico

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como un síntoma de deficiencia. Donde hay multiplicidad y devenir, hay lucha y guerra. La cultura de la discordia es para él una especialidad de los habitantes de las cavernas. Pero, ¿será posible que la humanidad salga de la caverna? Todo indica que no. Y por eso mismo, el dolor fantasmal de la unidad imposible no cesa. De ahí desarrolló luego Platón su filosofía, que por un lado se involucra en las contiendas de su época y por el otro se eleva en grandes fantasías sobre ella.

En este juego doble que todo lo cubre se quedó la filosofía desde los días de Platón. En la fantasía, la humanidad existe como un singular colectivo, en la realidad - Hannah Arendt siempre lo había señalado- los hombres sólo existen en plural. En la realidad representada, los hombres colindan, se atropellan en el espacio, se diferencian y se separan los unos de los otros. No es previsible que las historias de Caín y Abel se acaben. De la misma manera que en Platón, los hombres en plural provocan irremediablemente la guerra y la batalla también en Hegel, cuya filosofía desarrolla la dialéctica de los contrarios que luchan entre sí. Detrás de los inofensivos conceptos de tesis y antítesis, se esconde demasiado a menudo, visto de manera histórica, una lucha a muerte. La historia universal es bajo esta perspectiva una historia de contradicciones que no se dejan diluir y que se enfrentan hasta que haya vencedores y vencidos. En la arena de la historia mundial la humanidad sólo existe con sus miembros descuartizados. Para Hegel, el todo se puede pensar, más no vivir. Vivir sólo se puede al exponer las contradicciones en la historia de las enemistades.

La memoria colectiva de los mitos y el trabajo de comprensión de los filósofos se tropiezan siempre con los estados más elementales de la enemistad. Se llega nuevamente al principio, para poder aprehender el momento de la unidad. Pero éste retrocede, como el horizonte hacia el que uno avanza, y no se sale de la historia de las enemistades.

Sólo si se escoge la gran distancia, si desde una perspectiva cósmica se contempla nuestro planeta y se medita, entonces los pensamientos conciliadores y casi piadosos tienen su gran momento: ¿Por qué nos desesperamos y no podemos llevarnos bien en esta pequeña y pobre tierra en la que todos vivimos? Viéndolo así, la tierra es algo sobre lo cual siempre volvemos, para que con un gesto de solidaridad, distanciado y generoso a la vez, nos introduzcamos nuevamente en ella. Una ejemplo clásico de esto lo encontramos en Dante, en el Canto 22 de la Divina Comedia, después de la excursión al paraíso: “Con mis miradas volví a todas las siete esferas y vi este globo terráqueo, de tal manera que tuve que sonreír por verse tan pequeño…”.

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Estas miradas nos son conocidas por los viajes espaciales, y bastantes astronautas, después de tales contemplaciones, se han convertido en fervientes ecologistas. Pero al sentir tierra nuevamente y al sumergirse otra vez en la selva de lo social, esta disposición pacífica, por lo general se acaba pronto. Además, allá arriba ya se está ejerciendo también el rearme militar. Allá encontraremos también las huellas de la enemistad global.

Fue Kant, quien en el siglo XVII desarrolló la visión más efectiva de una paz mundial global. De manera significativa, echó primero con medios especulativos y virtuales una mirada sobre nuestro globo. Comenzó con especulaciones cósmicas y espaciales, es decir, observó al mundo a través de un afuera especulativo y virtual para luego preguntarse por qué los habitantes de este planeta, perdido en la noche espacial, no eran capaces de tratarse bien. Por esta razón publicó en el año 1795 su escrito PARA LA PAZ ETERNA, que seguramente es un aporte significativo al pensamiento global de la modernidad. La humanidad siempre había soñado con la paz, pero sólo hasta ahora el tiempo está lo suficientemente maduro como para establecer las condiciones políticas de una paz duradera.

Desde todo punto de vista, la guerra es para Kant una desgracia. Más sin embargo, siempre ha habido guerras, por lo menos hasta donde alcanza nuestra memoria. Puede ser que en un Estado se llegue internamente a una cierta pacificación, pero entre los Estados, entre los pueblos, aún persiste el principio de la violencia y de la guerra como última razón. Precisamente, escribe Kant “En la libre relación de los pueblos”, puede mostrarse “la maldad de la naturaleza humana” de una manera sin disimulos. ¿Puede cambiarse algo con la razón?

Kant se basa para sus reflexiones en el cómo es y no en el cómo podría ser. Los intereses personales, el egoísmo, la voluntad de la propia afirmación deben mantenerse en la construcción de una situación mejor. Kant señala el monopolio de la violencia al interior del Estado. Ahí es posible ver que aparentemente en el interés propio y bien entendido de cada uno radica el sometimiento a las reglas que limitan la propia soberanía, pero que en vez de eso garantizan una seguridad y una protección. ¿Podrían estas mismas reglas aplicarse también a los pueblos? ¿No sería acaso, en otras palabras, la asimilación del “Estado natural”, no sólo posible dentro de un Estado sino también entre los Estados?

El sometimiento violento de los distintos pueblos y naciones bajo una potencia mundial (por ejemplo lo romanos en los primeros siglos) es una posibilidad. Pero no es satisfactoria, precisamente porque se trata de una

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pacificación a través de la subyugación. Otra posibilidad sería la compleja política de un equilibrio de poderes, que en vez de asegurar el establecimiento de una paz verdadera, sólo alcanzaría una situación de guerra aplazada. Si se quisiera eliminar las guerras entre los Estados de la misma manera como la anarquía de la violencia al interior del Estado, entonces una cantidad de Estados deberían disolverse en un sólo Estado mundial. Los Estados, sin embargo, cosa que nos demuestra la experiencia, quieren mantener su soberanía. Por lo tanto, nunca se llegará a un Estado mundial con su propio monopolio de violencia.

Pero la siguiente solución es posible: una confederación mundial de Estados federales. Cada Estado mantiene su soberanía (también en cuanto a las guerras), pero se compromete a solucionar los conflictos por la vía de las negociaciones. Sin embargo, no existe un poder supremo con medidas punitivas que pudiera obligar a los Estados a cumplir estos compromisos porque, según Kant, el monopolio de violencia de un Estado mundial es deseable, mas no realizable.

El resultado del pensamiento de Kant sería: no habrá un universo

homogéneo, político y pacífico. Políticamente, el mundo continuará siendo

un universo plural. Las condiciones elementales de enemistad (es decir, el

“Estado natural”) no pueden ser asimiladas entre los Estados, sino apenas

reguladas. Lo que Kant no podía imaginarse, y nosotros sólo hemos

logrado hacerlo apenas en los últimos tiempos, es que existe una violencia

transnacional del terrorismo, que opera de manera global y que no está

atada de manera exclusiva a ningún Estado.

Kant veía tres tendencias que se favorecían por el desarrollo de la sociedad y que ampliaban las posibilidades de una paz global. Primero, el desarrollo democrático: “Si la decisión de los ciudadanos es exigida para definir 'si debe haber guerra o no', entonces, ya que deben definir sobre todas las inclemencias de la guerra que les atañe a ellos mismo, no sería sino natural que tuviesen serias dudas de comenzar un juego tan nefasto…”. En efecto, en el siglo XX se demostró que no fueron precisamente los Estados democráticos los que comenzaron las guerras. (Pero la idea de nación, también un producto de la era democrática, hizo posible una antes inimaginable movilización masiva al servicio de la guerra. Se ha demostrado asimismo, que los pueblos aprueban la guerra a consecuencia de la creencia de estar en su derecho -aunque se trate del derecho del más fuerte- y cuando se cuenta con una victoria favorable.)

En segundo lugar figura la fuerza civilizadora del mercado mundial, en la

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cual centra Kant sus esperanzas: “Es el espíritu mercantil que no puede subsistir al lado de la guerra y el que tarde o temprano se apoderará de todo pueblo. Porque entre todos los poderes que se subordinan bajo el poder estatal, el poder del dinero es el más confiable de todos y, por lo tanto, los Estados se ven obligados a fomentar la paz.” (Kant no podía aún imaginarse hasta dónde llegaría el imperialismo avivado económicamente y cuáles energías y motivos nuevos aportaría a la guerra la competencia capitalista.)

Por último tenemos la creciente importancia de lo público, el principio de la publicidad. Si se hablaba públicamente de asuntos políticos, entonces también la guerra, así pensaba Kant, debía defenderse en el campo de los argumentos. La publicidad pone a la guerra bajo la presión de justificarse. Para Kant era inimaginable que en la era de la medios masivos, la palabra (y también la imagen) fuera a aportar decisivamente a la movilización bélica y que no siempre desarrollaría el efecto benéfico de una “ilustración hablada”.

La clave de la argumentación kantiana se basa en la creencia de la universalidad de la razón. Es el órgano con cuya ayuda el individuo es capaz de comprenderse como miembro, no sólo de un pueblo y un Estado sino de la humanidad en sí. La razón delimita. El individuo que respeta su propia razón y le hace caso, descubre y respeta a la vez la humanidad en sí. “Humanidad” no es sólo una cantidad estadística, sino la expresión de la dignidad humana de cada individuo. Quien reconoce a la humanidad en sí y la respeta, supera el interés de la propia supervivencia y es capaz de solidaridad. La razón, según Kant, hace al hombre ciudadano del mundo; es el camino directo del yo al nosotros. A la luz de la razón, la reconciliación es posible, y también la era de las grandes compensaciones.

¿Sueños? No del todo, porque Kant sigue siendo realista, en el sentido que no le concede ninguna posibilidad al Estado universal y se resigna con una confederación mundial de Estados, entendida como una alianza permanente por la paz. Pero existe una condición que pone Kant y que de no cumplirse puede llevar a que todo se derrumbe. Es la condición que las religiones se pongan de acuerdo bajo el signo de la ilustración, sobre un núcleo moral común, una “ética mundial”, y dejen de buscar justificaciones para crueldades de toda índole en nombre de un dios exclusivo. Kant sabe que las religiones son un elemento adicional para la enemistad de los hombres. Y esto lo volvemos a experimentar nuevamente. En nombre de Dios se han hecho guerras y cometido grandes crueldades. Por eso, en Europa significó un gran paso la separación de la religión de la política. Esta fue la enseñanza de las sangrientas guerras civiles y religiosas de los

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siglos XVI y XVII. Sin embargo, otra vez tenemos motivos para acordarnos de esta crítica a la religión de la época de la Ilustración. No se trata de combatir la fe o la religión, sino apropiarse de un principio: si uno ama más a Dios que a los hombres, entonces hace de Dios un fetiche en cuyo nombre es admisible perpetrar atrocidades contra la humanidad. La crítica de la Ilustración a la religión se dirige contra esta clase de amor divino que menosprecia al hombre.

No tengo la sensación que esta clase de religión menospreciante se vaya a acabar. Todo lo contrario. Mientras que en el Occidente moderno el nihilismo y la decadencia aumentan, por el otro lado prospera la religiosidad perversa. Dostojewski dijo: “Si Dios no existe, entonces todo está permitido”. Eso puede ser verdad, pero también es verdad la otra frase: se puede creer en un dios que puede instigar a lo peor. Es difícil encontrar el camino correcto entre el nihilismo y la religión perversa. En la “guerra de las culturas” no se trata si la queremos o no pues estamos en medio de ella. Eso será el reto global del siglo XXI. La llamada cultura occidental tendrá que ser consciente a cuáles valores le apuesta y qué es lo que definitivamente debe defender: la dignidad humana, la libertad de credo y opinión, pero también la separación de la religión y la política. No obstante, si hay algo que los egoístas intereses de mercado olvidan con facilidad es la justicia como objeto de creación global.

Pero tampoco nos olvidemos de aquel otro problema: que ante tantos encadenamientos globales, ante tantos problemas globales a veces no sabemos dónde tenemos nuestra cabeza. También existe una histeria de la globalización.

Goethe había escrito una vez: “El hombre ha nacido dentro de una situación limitada; es capaz de asimilar metas sencillas, cercanas y concretas y se acostumbra a utilizar medios sencillos, que además tiene a la mano; pero apenas entra en la lejanía, ya no sabe lo que quiere, ni lo que debe hacer y ya le es igual si es dispersado a través de la cantidad de objetos o si es puesto por encima de las cosas. Siempre será su desgracia si es llevado a aspirar algo que no puede relacionar a través de una continua actividad propia.”

Pienso que Goethe tiene razón, como tantas otras veces. Existe un radio

de acción de los sentidos y existe un radio de acción de las acciones de las

cuales se responsabiliza cada uno, es decir, un círculo de los sentidos y un

círculo de las acciones. Los estímulos, para decirlo de una manera

sencilla, deben ser conducidos a sitios específicos. Inicialmente en la

forma de una reacción de la acción. Por esta razón, el círculo de los

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sentidos, donde recibimos los estímulos, y el círculo de las acciones, están

originalmente coordinados.

Pero precisamente no están lo suficientemente bien coordinados. En esto

somos también creaciones a medias. Tenemos que desarrollar un sistema

de filtros que filtre los estímulos bajo los cuales no podemos reaccionar de

manera adecuada o ante los que no debemos reaccionar. Nuestros

sentidos se encuentran, quizás, demasiado abiertos. Nuestro sistema

inmunológico no es suficiente. Y este sería el trabajo que también le

pertenece a nuestra segunda naturaleza: el desarrollo de un sistema

cultural de filtro y de inmunidad.

Pero en la comunidad global, la de información de los medios, hemos

descuidado esta tarea de una manera lamentable. Porque la comunidad

global de información significa en este caso que la cantidad de estímulos y

de información ha sobrepasado de manera dramática nuestro radio de

acción. El círculo de los sentidos, que ha sido extendido de manera

artificial a través de las prótesis de los medios, se ha separado totalmente

del círculo de la acción.

Cabe bien la pregunta: ¿qué sucede con los estímulos y la información que

ya no se dejan integrar en acciones y en reacciones? Si no se filtran,

entonces quedan como residuos en nosotros, permanecen en un nuevo

campo de la inconciencia, en un foco de disturbios donde se incuban el

pánico, la histeria y desidias de toda índole. En consecuencia, como

afirmaba Goethe, uno es dispersado. Uno se enreda en tantas cosas, que

termina por perder el sentido de lo propio.

Esta forma de globalización interna del hombre, cuyos peligros ya había

previsto Goethe, no ha sido investigada lo suficientemente. En este punto,

posiblemente se está preparando una mutación del alma y del espíritu. Tal

vez seremos capaces de detener para siempre esta existencia que opera

como calentador continuo de informaciones, estímulos e imágenes. Pero

en este momento lo que hay es problemas masivos. Por ejemplo, un

conflicto moral: le tele-ética en la era del tele-visor. Existe la tendencia,

avivada por los medios, a cometer acciones criminales motivadas

moralmente contra los “malos”, en las que sólo los inocentes sufren y son

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alcanzados.

Es sencillamente así: nos llegan noticias estremecedoras y uno siente un deber moral de actuar. Moralmente, lo lejano se nos acerca, pero la acción se vuelve una acción desde la lejanía o desde una altura infinita. Se dejan caer bombas desde arriba, pero se evita, hasta lo máximo, el tocar tierra. Porque tocar tierra significa involucrarse de verdad con la compleja realidad regional y luego también asumir responsabilidades de las consecuencias de las intervenciones. Lo que no sirve: el sobre-volar global. En realidad, de lo que se trata es de reforzar la retardación, la obstinación, el sentido de la orientación. Mirar de cerca, en vez de mirar de lejos (tele-mirar). “Debemos volvernos de nuevo” -dice Nietzsche- “buenos vecinos de las cosas más inmediatas.” Y no solamente nuestro cuerpo necesita de una inmunidad; nuestro espíritu también la requiere. Uno no debe permitir la entrada a todas las cosas, sino sólo a lo que en verdad podemos asimilar.

El que crea un espacio en la selva de lo social y de la comunicación social, no va a resistir sin esta inmunidad. Un cuerpo que deja que todo entre, muere. Y esto también es válido para el espíritu: si se abre a todos los impulsos, será destruido.

Por eso mismo se debe conocer -a pesar de la globalización- el punto dónde se debe detener el dejarse formatear e in-formar, y dónde se comienza a formar su vida como propia a través de los propios impulsos.

Traducción: Marta Kovacsics M.