Romano Guardini-los Signos Sagrados

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Romano Guardini LOS SIGNOS SAGRADOS

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Romano Guardini

LOS SIGNOS SAGRADOS

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Romano Guardini LOS SIGNOS SAGRADOS(traducción de Enrique Rau)

EL SIGNO DE LA CRUZ.............................................3LA MANO..................................................................4DE RODILLAS...........................................................6DE PIE......................................................................8LA MARCHA..............................................................9GOLPEARSE EL PECHO...........................................11LAS GRADAS..........................................................13LA PUERTA.............................................................16EL CIRIO.................................................................17EL AGUA BENDITA..................................................19LA CENIZA..............................................................21LA LLAMA...............................................................23EL INCIENSO...........................................................25LA LUZ Y SU ARDOR...............................................27PAN Y VINO............................................................29EL ALTAR................................................................32EL LINO..................................................................33EL CÁLIZ.................................................................36LA PATENA.............................................................37LA BENDICIÓN........................................................38EL ESPACIO SAGRADO...........................................41LAS CAMPANAS......................................................42EL TIEMPO SANTIFICADO........................................44LA MAÑANA............................................................44LA TARDE...............................................................45EL MEDIODÍA..........................................................48EL NOMBRE DE DIOS..............................................50EL SIMBOLISMO LITÚRGICO....................................54

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EL SIGNO DE LA CRUZHaces el signo de la Cruz? Hazlo bien.No un gesto estropeado, precipitado, que

carezca de sentido. ¡No! Un signo de la cruz, un verdadero "signo", lento, amplio, desde la frente al pecho, desde un hombro a otro.

¿No sientes cómo este gesto te envuelve todo entero, cómo en cierto sentido te abraza?

Recógete: concentra en ese signo todos tus pensamientos y todo tu corazón. Mira como sus dos líneas recorren todo tu ser: de la frente al pecho, de un brazo al otro. Lo sentirás como un abrazo; te estrecha así; te consagra y te santifica todo entero: cuerpo y alma.

¿Por qué? Porque es el signo del TODO, el signo de la Redención.

Sobre la Cruz Jesús salvó a la humanidad entera; por ella santifica a todo el hombre, de raíz, hasta la última fibra de su ser. Por eso lo hacemos al comenzar nuestra oración, a fin de que, acallados los ruidos, ponga en orden nuestro mundo interior, unifique y concentre en Dios todo nuestro ser: nuestro pensamiento, nuestro corazón, nuestra voluntad. Después de la oración a fin de que permanezca en nosotros lo que Dios nos ha regalado.

En la tentación; para que nos fortalezca.En el peligro, para que nos proteja.Al bendecir, para que la plenitud de la vida

divina penetre en el alma, fecunde y consagre todas sus potencias.

Piensa en ello cada vez que haces el signo de la Cruz. Entre los símbolos sagrados ninguno tan santo como éste. Hazlo bien, lento; amplio, con atención.

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Entonces sí, este signo impregnará con su eficacia todo tu ser: tu interior, tu exterior, tus pensamientos y tus deseos, tu corazón y tus sentidos, todo; lo fortificará, lo signará, lo santificará por la fuerza de Cristo, en el nombre de Dios en Tres Personas.

LA MANOEl cuerpo entero es instrumento y expresión del

alma. El alma no habita tan sólo en el cuerpo como vive un inquilino en su casa; el alma vive y actúa en todos los miembros, en todas y cada una de las fibras del cuerpo; habla por la actitud más insignificante, por el menor de los gestos y movimientos. Nada sin embargo la sirve mejor, ni la expresa más fielmente que las manos y el rostro. Son por excelencia el instrumento y el espejo del alma.

Prescindamos ahora del rostro, por ser tan evidente su carácter de signo. Observa detenidamente a un hombre; obsérvate a ti mismo: no hay un sentimiento de alegría, de sorpresa, de expectativa. que no se traduzca inmediatamente en la mano. El índice que se hiergue con enérgica verticalidad, el índice que niega... ¿No hablan muchas veces con un sentido más profundo que las palabras? ¿No es verdad que la palabra parece muchas veces grosera comparada con su lenguaje tan silencioso, pero tan expresivo?...

Después del rostro, la mano es la parte más espiritual del cuerpo. Ciertamente, por haber sido hecha como instrumento de trabajo y como arma de ataque y de defensa, las manos son firmes y poderosas. Y sin embargo, ¡qué delicada, que admirable su organización; qué movilidad, gracias a la red de los nervios tan sensibles que tan

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misteriosamente se cruzan y se entrelazan. He aquí el maravilloso instrumento que posee el hombre para comunicar su propia alma... y para recibir la de otro, pues la mano también sirve para esto.

¿No es acaso posesionarse del alma del prójimo el estrechar entre las nuestras las manos que se nos tienden? Ese gesto nos habla de confianza, de gozo, de aprobación, de dolor.

Siendo esto así, ¿no tendrá también la mano su lenguaje especial durante la oración? ¿No es acaso durante la oración cuando el alma tiene más cosas que decir y que escuchar? Es entonces cuando el alma se entrega a su Dios o cuando lo recibe.

Cuando nos recogemos en nosotros mismos, cuando en el santuario de nuestro corazón nos sentimos solos con Dios, instintivamente las manos se juntan, y los dedos se entrelazan con violencia, como para que los oleajes de vida que quisieran saltar al exterior desemboquen de una mano a la otra, se sucedan sin cesar en el fondo de nuestro ser y refluyan al interior; porque todo debe quedar dentro, cerca de Dios. Es el recogimiento. Las manos juntas hacen la guardia al "Dios escondido", Y esta sublime actitud significa: "Dios es mío; yo soy suyo; estamos solos, unidos uno al otro".

Las manos repiten. este gesto ante la amenaza de una pena íntima, de una gran indigencia o de un dolor profundo.

Se oprimen una contra la otra. ¡Es la expresión del alma que lucha consigo misma hasta dominarse y restablecer la calma!

Pero cuando el hombre puesto en presencia de Dios, humilla su corazón, dominado por un profundo sentimiento de respeto, las manos se

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abren con amplitud y se juntan. Símbolo de modestia y de veneración: el alma asoma tras él, para traducir en ese gesto su propia palabra interior, humilde y apacible, o está en actitud de expectativa, atenta a la palabra divina. Símbolo, asimismo de abandono y de confianza, cuando hacemos en cierto modo prisioneras de los dedos divinos, esas manos que nos han sido dadas para defendernos.

Sucede también que el alma en presencia de Dios se abre a los más generosos sentimientos de gratitud y de júbilo; y como si abriéramos todos los registros de un órgano desborda toda su plenitud interior. Otras veces un anhelo vehemente surge en el alma como una voz que nos llama. El hombre abre entonces espontáneamente las manos, las levanta, toma la actitud de Orante, para que ese río espiritual encuentre su cauce hacia el objeto amado y el alma pueda, a su vez, recibir en toda su plenitud los bienes que anhela.

En fin, puede suceder que un hombre se reconcentre totalmente y recogiendo todo lo que es y todo lo que tiene, se determine a ofrecerse a Dios en un holocausto absoluto con la certeza de que marcha al sacrificio. Entonces las manos y los brazos se cruzan sobre el pecho en forma de cruz.

¡Qué hermoso, qué sublime es el lenguaje de la mano! La Iglesia afirma que Dios nos la ha dado, para "llevar en ella nuestra alma". Toma en serio este lenguaje sagrado. Dios lo escucha. Es un lenguaje que habla desde las profundidades más íntimas de nuestro ser. Pero advierte que este lenguaje puede también revelar la indolencia del corazón, la disipación interior y otras muchas enfermedades de tu vida espiritual.

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¡Vela pues, por tus manos, a fin de que tu interior esté siempre en perfecta armonía con estos gestos exteriores! Créeme que es un asunto sumamente delicado, éste del simbolismo de las manos, al que dedicamos las presentes líneas. No se suele hablar con gusto del mismo. Tal vez porque nuestra conducta nos denuncia. Haremos, pues, el propósito de ajustar nuestra conducta a este lenguaje tan expresivo de las manos. No hacer de ellas un juguete para la vanidad y la afectación. No: la mano es un lenguaje por el cual el cuerpo le dice a Dios con una sinceridad absoluta lo que siente el alma.

DE RODILLAS¿Cuál es la actitud del hombre cuando se

ensoberbece? El orgulloso se endereza con arrogancia, hiergue la frente, alza los hombros, estira todo su cuerpo. Todo en su persona parece exclamar: "Soy más grande que tú. Soy más que tú".

En cambio, el hombre que es humilde, se siente pequeño, inclina su cabeza y doblega todo su cuerpo. Se "humilla". Y más se humilla cuanto más grande es su interlocutor; más evidente se le presenta su pequeñez. Más le aplasta.

Pero, ¿dónde sentimos más profundamente la propia miseria que delante de Dios? Es el Dios Todopoderoso, que existía ayer, que existe hoy, y que existirá por los siglos de los siglos. El llena mi pequeño aposento y nuestras grandes ciudades, los mundos lejanos, los amplios espacios estrellados, y todas estas inmensidades son para El como el polvo.

Dios es la santidad, es la pureza, es la justicia, es la majestad infinita. ¡Qué grande es Dios! ¡Y yo que pequeño! ¡Tan pequeño que entre El y yo no

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hay proporción alguna! ¡Ante El yo soy la nada! ¡La nada! ¡Es natural que ante Dios nadie pueda sentirse orgulloso!

Uno se hace pequeño; quisiera rebajar su estatura natural para quitarse toda arrogancia - y he aquí que el hombre ya la ha disminuido en la mitad. Ha caído de rodillas. Y si esto aún no es suficiente al corazón contrito y humillado todo el cuerpo se doblará. Y el cuerpo inclinado será, por sí solo, una plegaria intensamente expresiva. Su lenguaje es claro: "Dios mío, Vos solo sois grande, yo soy la nada".

Al doblegar las rodillas, no conviertas esa acción en un gesto precipitado, ni puramente mecánico. ¡Infúndele un alma! Y el alma de ese gesto consiste en que tu corazón también se arrodille en un profundo sentimiento de veneración ante la majestad de Dios. Cuando entras en la iglesia o salgas de ella, cuando pasas frente al altar dobla tu rodilla, lentamente, profundamente, arrodilla también tu corazón. Y, al hacer la genuflexión, dí con todo respeto: "Dominus meus et Deus meus" - ¡Señor mío y Dios mío!

Eso es humildad, es verdad. Cada vez que lo hicieres, tu alma será tocada por la gracia de Dios.

DE PIEAcabamos de verlo: el respeto a la majestad

infinita de Dios exige una actitud especial. Dios es tan grande y nosotros ante Él tan insignificantes que esta persuasión íntima se refleja y estampa aún en nuestro exterior: nos hace pequeños y nos obliga a ponernos de rodillas.

Pero estos sentimientos de veneración pueden también traducirse de otra manera. Supongamos

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que estás sentado descansando o conversando. De pronto se acerca un hombre a quien profesas veneración y te dirige la palabra. Al instante te pones de pie, para escucharle y contestar a sus preguntas. ¿Por qué eso?... Esta actitud de ponerse de pie significa ante todo que uno concentra sus fuerzas; en vez del abandono tan propio de quien se echa cómodamente sobre un sillón, uno se posesiona de sí mismo, toma una actitud viril. Significa que uno está atento. Estar de pie denota vigilancia, dominio sobre sí mismo, una cierta tensión. Significa, por fin, que uno está dispuesto, preparado para la acción. El hombre de pie está alerta; está en condiciones de partir hacia acá o hacia allá; inmediatamente puede ejecutar una orden, o emprender una tarea.

He aquí, pues, una manifestación nueva del respeto debido a Dios. Estar de rodillas y estar de pie son como el anverso y reverso de la misma medalla.

De rodillas, la naturaleza adora a Dios, reposa en su presencia. De pie, expresa su anhelo de obrar. Por eso están, de pie, en esa actitud de respeto, el "siervo fiel y atento" a las menores insinuaciones del amo; el soldado equipado para el combate. Estar de pie simboliza, pues, el sentimiento de veneración, de respeto. Por eso nos levantamos cuando -durante la Misa- a la lectura del Evangelio, resuena la "Buena Nueva". Por eso están de pie los padrinos que -en sustitución al niño- prestan el juramento en ,el Bautismo. Se pone de pie el niño que el día de su Primera Comunión, renueva las santas promesas del Bautismo. ,

De pie están los novios cuando -ante el altar- se intercambian la palabra sagrada de la unión sacramental indisoluble... y otras muchas

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circunstancias imponen la actitud viril de estar de pie.

Pero, aun durante la oración individual, privada, esta noble actitud d estar de pie traduce muchas veces los sentimientos del alma. Los primitivos cristianos tenían especial afición por esa postura.

Nos es bien conocida la imagen del Orante, de las catacumbas: reza, de pie, con los brazos abiertos, y todo el cuerpo envuelto en sus vestidos de amplios pliegues que caen hasta el suelo. Todo su exterior revela un alma libre, austeramente disciplinada.

Uno adivina tras la figura clásica un espíritu dispuesto, atento a la primera orden, listo para marchar gozosamente a la acción.

No pocas veces el hombre se resiste a arrodillarse. Se siente algún tanto cohibido. En estos casos hace bien estar de pie. Esa actitud nos libera. Pero has de afirmarte sobre ambos pies, no apoyarte perezosamente, ni tener flojas las rodillas: ¡recto, firme, enérgico!

Puestos en esa actitud, la oración se disciplina y se libera a la vez. Es respeto, es preparación para la oración.

LA MARCHA¿Cuántos saben realmente marchar? Marchar

no es correr, ni simplemente caminar. Es un movimiento pausado. El que marcha tiene los pies elásticos; no se arrastra con languidez; progresa virilmente. Lleva el cuerpo erguido, libre; no como quien va encorvado bajo el peso de un fardo; no titubea; guarda proporción y firme simetría en sus pasos.

Marchar bien es arte noble. Arte que concilia la disciplina con la libertad, la fuerza con la gracia, la condescendencia con la firmeza, el sosiego con la

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energía conquistadora. Según se trate de un hombre o de una mujer, ese paso será marcial, expresión de una actitud combativa o apacible y gracioso; reflejará el ánimo de defensa o ataque, o revelará la tranquilidad que reina en el interior.

¡Y qué bella resulta la marcha cuando es piadosa! Ella puede llegar a ser un verdadero acto de culto religioso. Ejemplo típico de ello es el fiel que atraviesa la iglesia con respeto y avanza penetrado del sentimiento de hallarse bajo los ojos del Altísimo. Basta recordar esas escoltas divinas que son las procesiones. Es verdad que muchas veces el Señor avanza en medio de turbas despreocupadas y curiosas que se aprietan y empujan. Pero, ¡qué gracia indescriptible y qué poesía adquiere de pronto esta Fiesta cuando todos acompañan a la Hostia con espontánea piedad a través de las calles y de los campos; cuando todos la siguen, orando... los hombres con paso marcial, las madres venerables, las doncellas con su gracia purísima y los jóvenes con el espíritu despierto!

¡Esas procesiones de penitencia y de súplica podrían llegar a ser una oración verdaderamente viviente, la encarnación de la oración! Podrían personificar la conciencia viva de la culpa y encarnar el clamor contrito, la indigencia humana; pero un grito templado por la confianza cristiana, que sabe que Dios domina nuestras faltas ¡miserias así como una voluntad firme y sosegada domina las demás fuerzas de nuestra vida. La conciencia cristiana, la culpa, la miseria encarnadas son las que desfilan en nuestras Procesiones. Bajo un cielo de esperanzas. Porque cuando se cree en un Dios Viviente la culpa no es una fuerza fatal.

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¿No es verdad que la marcha expresa la nobleza del hombre? Porque ese cuerpo que, por el dominio del alma se mantiene recto, dueño de sus movimientos, que avanza con el paso seguro, es privilegio suyo exclusivo. Marchar con el cuerpo recto significa ser hombre.

Pero somos algo más que simples hombres. "Sois de raza divina" - nos dice la Escritura. Nacidos de Dios, hemos adquirido una vida nueva. Cristo vive en nosotros de una manera especial gracias al Sacramento misterioso del altar: su Cuerpo está en nuestro cuerpo y su Sangre circula en nuestras venas. "Porque aquel que come mi carne y bebe mi sangre -ha dicho El mismo- mora en Mí y Yo en él". Cristo crece en nosotros, nosotros en El, siempre más profundamente, en todas las direcciones, hasta quedar con El identificados, hasta llegar a "la plenitud de Jesucristo" ; hasta que El "se haya formado en nosotros" y hasta que todo nuestro ser y nuestras acciones, "comer, dormir, orar", - todo: nuestros juegos y trabajos, nuestras alegrías y nuestras lágrimas, lleguen a trocarse en "vida de Cristo". Ningún símbolo expresará con más fuerza y con más profunda belleza este misterio que la marcha. La marcha es, pues, -transfigurada en ese profundo misterio de nuestra incorporación a Cristo- el cumplimiento del consejo: "Ambula coram me et esto perfectus". Camina ante Mí y serás perfecto. ¡En las Procesiones marcha el Cuerpo Místico de Cristo hacia su plenitud!

Pero todo este misterio se realizará tan sólo si marchamos en la plenitud de la veracidad. La marcha sólo tiene esa belleza de símbolo cuando se funda en la verdad, jamás cuando se inspira en la afectación y en la vanidad.

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GOLPEARSE EL PECHOHa comenzado la Santa Misa. El sacerdote está

al pie del altar. Los fieles, o, en su lugar los acólitos, oran: "Yo me confieso a Dios Todopoderoso... he pecado mucho por pensamientos, palabras, acciones; por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa... " Y cada vez que pronuncian la palabra "culpa" se golpean el pecho.

¿Qué significa este gesto de golpearse el pecho? Esforcémonos por comprenderlo. Pero sepamos ante todo hacerlo bien. No basta tocarse tímidamente los vestidos con la punta de los dedos. Es necesario golpearse el pecho con la mano cerrada. ¿Has visto alguna vez el cuadro antiguo en que se representa a San Jerónimo, de rodillas, golpeándose el pecho con una piedra? Es ese un golpe sincero de dolor y no un gesto bonito y delicado; ese golpe debe llegar hasta las puertas mismas de nuestro corazón para despertado y estremecerlo. Ahora, nos será fácil comprender lo que significa este gesto.

El mundo que nos rodea debería desbordar vida, luz, fuerza y dinamismo viril. ¿Qué nos ofrece, en cambio, el espectáculo real de la vida cotidiana?... Preséntanse ante nuestros ojos los deberes con sus austeras exigencias, surgen a nuestro paso graves obligaciones, nos persiguen las miserias de la vida, nos vemos abocados a decisiones graves... y apenas nos preocupamos de ello.

Estamos cubiertos de faltas y pocas veces nos afligimos por ellas. "Colocados en medio de la vida la muerte -acá abajo- nos cerca por todas partes" y ni siquiera pensamos en ella. Elévase entonces y nos despierta la voz de Dios: "¡Atención! -nos clama- ¡mirad en torno vuestro!

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¡Reflexionad! ¡Enmendaos de vuestras faltas y haced penitencia!" Esta voz divina se materializa en la acción sencilla de golpearse el pecho con la mano. Esos golpes deben penetrar hasta el fondo del alma, para aterrorizarla, para sacudirla, para despertar en ella la conciencia de su miserable estado de culpa, para llevada al recuerdo de Dios. Y cuando el alma se recoge en sí misma y reflexiona, percibe inmediatamente que está derrochando el tesoro precioso de la vida, que está violando sus deberes" por su culpa, por su culpa, por su grandísima culpa". El pecado la tiene cautiva; para huir no tiene más que una salida: reconocer sin reserva: "He pecado con pensamientos, palabras y acciones, contra Dios tres veces santo, contra la Comunidad de los santos". El alma, entonces, se pone de parte de Dios y defiende. su causa contra sí misma. Se juzga con el mismo rigor con que Dios la juzgaría; se enfada contra sus propias faltas, se golpea el pecho.

He aquí, pues, el hondo significado de este gesto tan simple, golpearse el pecho: El hombre se despierta a sí mismo, a fin de que su conciencia, sacudida por el golpe, escuche el llamado divino; se pone de parte de Dios; se castiga.

La confesión de la culpa, por esos golpes de pecho, es, pues, reflexión, contrición, enmienda.

He aquí por qué el sacerdote y los fieles se golpean el pecho al confesar sus faltas en el comienzo de la Santa Misa. Volvemos a golpeamos al "Domine non sum Dignus", cuando, momentos antes de la Santa Comunión, el ministro de Dios nos presenta el Cuerpo de Cristo, y en las Letanías cuando pronunciamos -

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denunciándonos a nosotros mismos- la palabra "Peccatores"; "Pecadores: te rogamos, óyenos."

Hay quienes debilitan o tuercen el sentido del simbólico gesto golpeándose el pecho en el momento de la elevación de la Hostia y del Cáliz o al "Verbum caro factum est" del Angelus.

Hacer de él, expresión de respeto y de humildad, es mostrar que no se ha captado su esencia. ¡No! Conservemos a este gesto su sabor acre... Es un retorno sobre sí mismo, es el castigo de un corazón contrito y no otra cosa.

LAS GRADASDespués de leer los capítulos precedentes

habrás adivinado el propósito que perseguimos en nuestro trabajo.

En realidad sólo hemos hablado de cosas que nos son familiares. Pero esta vez se nos han presentado con un sentido nuevo: cosas mil veces vistas, que a la luz de una meditación algún tanto profunda, se nos han abierto de par en par, nos han revelado bellezas desconocidas. N os hemos contentado con escucharlas yeso bastó para que ellas comenzaran a hablarnos. Nos hemos reconocido en ellas sólo con mirarlas y este estudio, que nos ha descubierto su intimidad, los ha acercado a nosotros.

¡He aquí un gran descubrimiento! Es necesario reconquistar lo que hace tiempo poseíamos pero sin tener de ello una conciencia viva. Apropiarse personalmente esos tesoros es descubrir el misterio íntimo de su lenguaje simbólico. Debemos aprender il mirar, a escuchar, a obrar: es el arte de ver, el arte del genio. Mientras carezcamos de ese arte, el mundo permanecerá mudo para nosotros, y las cosas quedarán para siempre en la oscuridad. Al conquistarlo, en

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cambio, el mundo se nos entrega: se nos abre; nos descubre lo más íntimo de su ser y entonces, desde allí, desde su esencia, se estructura lo externo. . . E inmediatamente harás la grata experiencia de que las cosas, aun las más vulgares, y las actividades cotidianas, ocultan un mundo ignorado de riquezas. En su sencillez se esconden los más grandes misterios.

Ahí tienes, por ejemplo, las gradas de una escalera. Innumerables veces has subido por ellas. Pero, ¿has advertido alguna vez lo que en esos momentos sucede en tu interior? Porque, no hay duda alguna de que, al subir las gradas de una escalera se producen en nuestro interior fenómenos originales. Pero, todo ello es tan sutil y transcurre tan en silencio, que muy fácilmente puede pasar desapercibido. Sí, un profundo misterio se revela aquí.

Es uno de los acontecimientos que brotan de lo más profundo de nuestra naturaleza humana; enigmático, escapa al análisis de la razón; y sin embargo todo el mundo lo comprende porque nuestra conciencia íntima nos lo explica en su lenguaje.

Cuando escalamos, no es el pie sólo el que asciende una por una las gradas; todo nuestro cuerpo le sigue y con el todo nuestro ser. Subimos también espiritualmente, y entonces, por poca que sea la atención aplicada a este sencillo gesto, presentimos vagamente la posibilidad de otra ascensión inmensamente más noble... hacia aquellas alturas donde todo es grande, todo acabado, hacia los cielos donde habita Dios.

Sin embargo, palpamos de inmediato el misterio. ¿Es verdad que Dios está "arriba"? ¿Dios mora realmente en las alturas? Para El, no hay alto ni bajo. Solo avanzamos hacia El en la medida

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en que somos más puros, más rectos, más buenos. ¿Entonces? ¿Qué relación misteriosa existe entre ser más buenos y subir una escalera? ¿Entre ser puros y "estar arriba"?... Relación imposible de explicar. Pero, el hecho es innegable: nos parece que lo "bajo" simboliza todo lo vil y malo, así como lo de "arriba" denota lo que es noble y bueno, y una ascensión, bien hecha, nos habla naturalmente de la ascensión de nuestro ser hacia el "Altísimo", hacia Dios. ¿Por qué? No sabríamos explicarlo, pero es así. Uno lo ve, uno lo siente.

He aquí por qué unas gradas nos conducen desde la calle a la iglesia: "Estás subiendo, nos dicen, hacia la casa de la oración, te acercas a Dios." Otras, desde las naves del templo hasta el presbiterio. Y esas gradas hablan también: "Estás penetrando en el Santo de los Santos." Otras, finalmente, nos llevan desde el presbiterio al altar; y éstas parecen, -cuando las escalamos- repetirnos las palabras del Señor a Moisés, sobre el monte Horeb: "Descálzate, porque el lugar que pisas es sagrado."

Porque el altar es el umbral de la eternidad.¡Qué grande es todo esto! ¿No es verdad que

desde hoy subirás las gradas con conciencia viva de lo que haces? ¿Sabiendo que "subes"? ¿Qué sabrás dejar al pie de las gradas todo lo que es indigno y ascender verdaderamente hacia "las alturas"?

Mas, ¿a qué gastar tantas palabras? Todo se reduce a comprender el sentido íntimo de estas sencillas verdades; a saber que en nuestro interior se producen realmente las "ascensiones ad Deum".

LA PUERTA

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La has franqueado muchas veces para entrar en la Iglesia y cada vez ella te ha hablado en su lenguaje misterioso. ¿Has comprendido ese lenguaje?

¿Para qué se encuentra allí esa puerta? Es fácil que mi pregunta te sorprenda y que parezca por demás sencilla la respuesta: "Está allí para entrar y para salir." No hay duda. Sin embargo, ¿hay necesidad para ello de una puerta? Un gran boquete abierto en el muro serviría igualmente para entrar y salir y algunas tablas ensambladas y sujetas por travesaños bastarían. De este modo la gente podría entrar y salir. Se conseguiría idéntico objetivo con gasto menor. Pero eso no sería aún una "puerta." La puerta no está solamente para cumplir una finalidad práctica; la puerta habla.

Cuando traspasas sus dinteles, escuchas su mudo lenguaje: "En este momento abandono el exterior. Entro."

Y el exterior es el mundo con sus bellezas, mundo en perpetuo trabajo que hierve en fiebre de vida; es también la fealdad de ese mundo, sus bajezas repugnantes... El mundo tiene algo de mercado, de feria: millones de personas corren por aquí y por allá en espantosa confusión. Lejos de nosotros el pensamiento de condenar al mundo. Con todo, el mundo tiene algo que no es santo.

Lo cierto es que la puerta nos separa de esta feria; ella nos introduce al "interior", silencioso, consagrado: por la puerta entramos al santuario. Es verdad que todo es obra y don de Dios. En la más pequeña criatura nos es dado encontrarle, porque El nos tiende las manos desde todas partes. Hemos de recibir todas las cosas como venidas de su mano y santificarlas con piadosa intención. Sin embargo, los hombres de todos los

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tiempos han comprendido que Dios se reserva lugares especialmente consagrados.

La puerta se encuentra entre el mundo de "afuera" y el mundo de "adentro"; entre la feria y el santuario; es una línea divisoria que separa lo que pertenece a todo el mundo y lo que está consagrado a Dios. Cuando uno traspone el umbral, "deja fuera -nos dice- lo que no es de Dios... pensamientos, deseos, preocupaciones, curiosidades, vanidad... Deja atrás todo lo profano, todo lo que no está consagrado: entras al santuario: ¡purifícate!"

EL CIRIO¡Qué ser misterioso y original es nuestra alma!Frente a las cosas de este mundo, nuestra alma

experimenta los sentimientos que debieron embargar al primer hombre cuando Dios hizo desfilar ante sus ojos a todos los animales para que les diera un nombre: en ninguno de ellos encuentra el alma un compañero de su misma naturaleza. Ante los seres que la rodean ella exclama: "¡Soy tan diferente!" Jamás podrá la ciencia destruir, ni la bajeza personal apagar esta íntima certeza: "Yo no me parezco al resto del mundo. Extraña a todo; sólo con Dios estoy emparentada."

Y sin embargo, el alma tiene por otra parte, un gran parentesco con todas las cosas. Las creaturas todas parécenle que fueran de casa, y bien pronto se halla entre ellas como .en familia. Todo le habla, los cuerpos, el movimiento, los gestos. Como todo lo creado tiene un valor de signo, ansiosamente corre hacia las cosas para expresar en ellas su riquísimo mundo interior trocándolas así en un inmenso símbolo de su propia vida. Es así cómo el alma siente en todo lo

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creado una imagen de su propio ser, como se reencuentra en toda creatura, y como -cada vez que contempla una forma sensible, bella y robusta- un recuerdo personal surge en su memoria.

¿No es acaso verdad? Pues he aquí la raíz del mundo maravilloso de la alegoría. Viéndolas extrañas a su mundo espiritual -dice el alma a las creaturas que la rodean: "Yo no soy eso". Luego embargada por el misterioso parentesco que la une a las cosas se rectifica y sólo ve en ellas y en los acontecimientos imágenes de su propio ser.

Pues bien : henos aquí ante una alegoría que entre todas se destaca por su belleza y su fuerza: el cirio.

Nada nuevo pretendo enseñarte. Sin duda alguna has advertido ya esa fuerza y esa belleza del cirio. Hélo aquí sobre el candelero. Amplio y seguro se asienta su pie sobre el altar; el tronco se hiergue robusto, macizo. El cirio estrechado en su vaina de bronce y sostenido en el disco colocado de plano se lanza hacia lo alto. Poco a poco su figura parece que rejuveneciera. Modelado con exquisita delicadeza, es no obstante macizo. Hélo ahí siempre recto en el espacio, esbelto, en su pureza intacta; sin renunciar a sus colores de tonos pálidos. Por su inmaculada blancura y su forma esbelta, el cirio se distingue de todas las cosas que lo rodean. En lo más alto se cierne la llama. Y en ella el cirio transforma su carne purísima en luz cálida y luminosa.

¿No es verdad, que su vista evoca en tu espíritu una idea de nobleza? ¡Mira!... Cómo se mantiene inmóvil, arrogantemente en su sitio sin titubear, todo purísimo. Todo en él nos dice: "¡Estoy dispuesto, estoy alerta!" y el cirio está, día y

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noche, allí donde debe estar: ante Dios. Nada de cuanto compone su ser escapa a su misión; nada frustra su fin: el cirio se entrega sin reserva. Está para eso: para consumirse. Y se consume cumpliendo su destino de ser luz y calor.

"Pero -¿qué sabe de todo eso el cirio?- me dirás. Si no tiene alma... "

Es verdad. Entonces tú debes darle una. Haz del cirio el símbolo de tu propia alma. Puesto frente a él, deja que en el fondo de tu alma despierten y vuelen espontáneamente hacia las alturas los más nobles sentimientos de tu corazón: "¡Heme aquí, Señor, preparado!" y descubrirás entonces, en su porte esbelto todo pureza, un reflejo de tus propios sentimientos. Acrecienta en tu alma las disposiciones que te impulsan a una fidelidad sin desfallecimientos y gustarás el sentido profundo de este admirable simbolismo: "Señor: este cirio soy yo. Heme aquí en guardia, como un centinela en tu presencia. "

No huyas de las responsabilidades de tu vocación. Persevera hasta el fin. Y deja de una vez los perpetuos: "¿Cómo?" y "¿por qué?" El sentido más profundo de la vida es consumirse en la verdad y en el amor a Dios, así como el cirio se consume en luz y calor.

EL AGUA BENDITAEl agua está llena de misterios.Pura, simple, "casta", la llamaba San Francisco

de Asís. Sin pretensiones, sin personalidad, -diríamos-, parece que sólo existiera para servir a los demás, para purificar, para saciar la sed, para aliviar. ¿Has sentido la atracción misteriosa que ejerce el agua dormida, quieta, en su lecho profundo? ¡Qué misterio en sus serenas profundidades! ¿No la has oído cantar

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deslizándose mansamente en el arroyo, corriendo entre las piedras, con un murmullo incesante? ¿No la has visto avanzar en amplios remolinos y borbotar en hirvientes y cristalinas ondas en los recodos de un río? Al contemplar el agua puede apoderarse del corazón humano una tan extraña melancolía que no le es posible resistir por largo tiempo este misterioso espectáculo.

¡Sí: el agua está llena de misterios! Es simple, clara, desinteresada; dispuesta siempre a lavar todas las manchas, a apagar nuestra sed. Y es por otra parte profunda, insondable, esencialmente movediza, jamás se resigna al reposo; está preñada de enigmas, rica en energías: el agua nos atrae hacia el abismo.

El agua simboliza así, maravillosamente, las causas primeras, de las que emanan los ríos misteriosos de la vida y desde cuyo seno nos llama la voz de la muerte; es una imagen soberbia de la vida misma que bajo su aparente simplicidad oculta tantos enigmas.

Comprendemos, ahora, sin dificultad alguna por qué la Iglesia ha elegido el agua para que sea símbolo, conductora y engendradora de la vida divina, de la gracia.

En sus olas -en el Bautismo- quedó sepultado y muerto el hombre viejo; de ellas hemos salido hechos hombres nuevos, "renacidos del agua y del espíritu."

Con el "agua bendita" mojamos, al signarnos con la señal de la cruz, nuestra frente y nuestro pecho, rociamos con ella nuestros hombros. De este modo el elemento del agua, tan lleno de enigmas tan diáfano, tan simple y tan fecundo, se ha trocado en las manos de Dios -en el símbolo y productor de este otro elemento de la vida sobrenatural: la Gracia.

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La Iglesia ha purificado el agua al consagrarla -la ha purificado de las fuerzas turbias y sombrías que estaban como aletargadas en su seno. ¡No es ésta una frase vacía! En esto no hacemos literatura. Quien tenga un alma sensible ha sentido ya intensamente el poder de hechizo que -aun en la esfera natural- surge del agua. Pero ¿no hay aquí mas que una fuerza natural? ¿No estamos en presencia de un poder sombrío, más terrible, en presencia de algo preter-natural?... Pues, no debemos olvidar que en la naturaleza -junto a lo bueno y a lo bello- está lo maligno, lo demoníaco. La ciudad "civilizada" que atrofia el alma, ha matado en el hombre este sentido de lo preter-natural. Pero la Iglesia no ignora este misterio; por eso la libra de todo lo antidivino; la "consagra" y ruega a Dios que la transforme en un instrumento eficaz de fuerza sobrenatural, de Gracia.

Si por consiguiente, el cristiano entra en la casa de Dios, se rocía la frente, el pecho y la espalda, es decir todo su ser, con esta agua pura y purificante, para que su alma se vuelva pura.

¿No es hermosísimo este signo del agua? ¿No es algo sublime pensar que al usarlo unido a la señal de la cruz se junta nuestra naturaleza, purificada del pecado, con la gracia, y está ahí, bajo la acción divina, el hombre con todas sus ansias profundas de pureza?

Al entrar la noche nuevamente nos rociamos con agua bendita. "La noche es enemiga del hombre", dice un viejo proverbio. Hay mucha verdad en esta frase. Es que hemos sido creados para la luz. Por esto, a la noche, antes de entregarse al sueño y entrar en la sombra, donde se apaga la luz del día y la luz de la conciencia, el cristiano se hace la señal de la cruz con el agua

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bendita que simboliza a la naturaleza liberada y purificada; y en su gesto parece exclamar:" Señor, guárdame de todo lo tenebroso". Renueva esa acción por la mañana cuando la luz del día lo saca del sueño y de las tinieblas y le devuelve la conciencia de su personalidad, y lo llama a una vida nueva. Es como un recuerdo delicado de aquella agua santa, en la que, por el Bautismo, pasó del pecado a la luz de Cristo.

¡Hermosa y significativa costumbre! Al rociarse con el agua bendita el alma rescatada y la naturaleza redimida se abrazan bajo el signo de la Cruz.

LA CENIZAEn el linde de los bosques se hiergue un flor

llamada "espuela de caballero". Caprichosamente despliega el verde sombrío de sus bien redondeadas hojas.. Delgado, flexible, pero fuerte a la vez, se alarga su esbelto tallo.• Su flor parece haber sido recortada en piezas de seda maciza y cruda. Y es tan deslumbrante su azul intenso que, cual piedra preciosa, se refleja en toda la atmósfera circundante. Que venga ahora cualquiera, que la corte y luego, hastiado de ella, la arroje al fuego: en contados segundos, de toda su magnificencia no quedará más que un poco de ceniza gris...

Lo que el fuego hizo aquí en un minuto, el tiempo lo hace de contínuo con los seres vivos, poco a poco, sin compasión, inexorablemente. ,. N o se escapan a su poder destructor ni el helecho elegante ni el verbasco que levanta su copa hacia las alturas, ni la poderosa encina que se hiergue varonil: Alcanza a la mariposa ligera como a la veloz golondrina; a la ardilla de ágiles saltos y al pesado toro... Poco importa que esto suceda

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rápida o lentamente: la suerte es la misma; ya sea su causa una herida o una enfermedad, o el fuego, o el hambre, o cualquier otra cosa. ¡Toda vida hoy en flor, acabará finalmente en ceniza!

Ese cuerpo robusto se convertirá en un montón de polvo que será barrido por el viento. Sus brillantes colores quedarán reducidos a un poco de tierra grisácea. Ese ser, que hierve en savia caliente, que rebosa pletórico de vida, acabará por ser tierra estéril y muerta; menos aun que tierra: ceniza.

Lo mismo nos sucederá a nosotros... Como nos estremecemos de frío .ante una tumba abierta, al ver junto a algunas osamentas un puñado de ceniza gris.

Acuérdate, hombre,que eres polvo,

y en polvo te has de convertir

La vida es efímera, he aquí lo que simboliza la ceniza. Nuestra vida es efímera, nuestra propia vida, no la de los demás, mi vida. Cuán efímera sea mi existencia me lo dice el sacerdote cuando, al comenzar la Cuaresma, me escribe la cruz en la frente con la ceniza de los ramos que aun ostentaban su verde lozanía, cuando los fieles los agitaban en la triunfal procesión del último Domingo de Ramos:

"Memento homoquia pulvis es

et in pulverem reverteris!"

Todo se volverá ceniza: mi casa, mis vestidos, mis utensilios y mi dinero; campos, prados y bosques; el perro que me acompaña y el ganado del establo; la mano que traza estas líneas, mis

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ojos que las leen y mi cuerpo entero. Los hombres que he amado y los hombres que he odiado y los hombres que he temido. Todo lo que sobre la tierra me ha parecido grande, y todo lo que me ha parecido pequeño y despreciable... Todo se volverá ceniza... todo...

LA LLAMAEs una tarde de otoño, ya bien entrada la

noche, en el campo. .. Por todas partes reina el frío y la oscuridad. Ante esos espacios muertos el alma se siente abandonada, instintivamente busca a su alrededor algo que le sirva de apoyo en su soledad; pero nada ... Los árboles sin hojas, las colinas frías, la llanura vacía; por todas partes la muerte. En este desierto ella es el único viviente. Pero he aquí que a la vuelta del camino brilla una luz ... es como una respuesta a su llamado, es un ser viviente.

A veces al atardecer uno está sentado en su cuarto sombrío. Las paredes son grises, sin vida; los muebles están mudos. Resuena entonces un paso amigo; una mano remueve hábilmente el hogar que chisporrotea e inmediatamente se eleva una llama, por la pequeña puerta penetra hacia el interior de la pieza una claridad sombreada y se desparrama por todas partes un calor suave. ¡Cómo se ha transformado todo! Pues todas las cosas se han animado, algo así como un rostro apagado que súbitamente volviese a la vida.

Sí, el fuego tiene parentesco con los seres vivientes. Es uno de los símbolos más puros de nuestra alma .. Cálido, brillante, siempre en movimiento, en un esfuerzo tenaz por elevarse, es la imagen de todo lo que en nosotros tiene vida.

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Cuando vemos a la llama tender sin descanso hacia lo alto, como una vibrante lengua de fuego, sensible al menor golpe de aire, sin que por ello pueda el viento destronarla de su altura, cuando la contemplamos radiante de luz y difundiendo en torno suyo oleadas de calor, ¿no sentimos acaso la profunda afinidad que existe entre ella y este ser que nos anima, que también arde sin cesar, que también es luz y se lanza hacia arriba, a pesar de que, tantas veces se siente doblegado por las fuerzas inferiores que por todas partes la cercan?

Y cuando vemos cómo la llama penetra, anima y transfigura todos los objetos que la rodean; como al encenderla, se transforma inmediatamente en el punto céntrico vital de todo, cómo proyecta sobre las cosas sus juegos prodigiosos de luces y sombras, ¿no es toda esa belleza una imagen de la Luz misteriosa que arde en nosotros, y que ha sido encendida en este mundo para penetrarlo todo con su claridad y devolver a todas las cosas el sentido de su origen primero y de su último fin, para recordar a todos los seres su Patria?

Sí. Así es. Esa llama arde como imagen de lo "interior": de todo lo que es anhelo, de lo que ilumina, do la fuerza. Es la imagen del espíritu. ¿N o es verdad que cuando de improviso se nos presenta la llama, frente a ese misterio de su resplandor y a esas como palpitaciones con que se estremece, tenemos la sensación de que nos habla un ser viviente? Cuando sentimos necesidad de expresar nuestra propia vida, de hacer hablar nuestra vida, encendemos espontáneamente una llama.

Todo ello nos hace comprender la necesidad de que ella arda sin cesar, allí en el sitio que no

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deberíamos abandonar jamás: en el altar. Allí deberíamos estar de pie, adorando, atentos, concentrando todo lo que hay en nosotros de viviente, de luminoso y de fuerte en el pensamiento de la misteriosa y santa vecindad.

Dios volcándose en nosotros, nosotros vueltos hacia El. Este es el ideal. Lo reconocemos cuando, como imagen y expresión de nuestra vida, encendemos allí la llama.

La llama en la lámpara del Santísimo -¿has pensado en ello alguna vez?- eso eres tú mismo. Representa tu alma. Mejor dicho, debe representarla. Por sí misma, esta luz material, nada le dice a Dios. A ti toca darle un lenguaje y hacer de ella la expresión de tu vida entregada por completo a Dios. Allí, en el lugar de la santa y misteriosa vecindad divina, debe alzarse tu tabernáculo, donde tu alma arda, donde sea toda vida, toda llama, toda luz -para El. Debe hallarse allí tan en su propia casa que realmente esa lámpara silenciosa sea la fiel expresión de sus sentimientos íntimos.

Ideal difícil de realizar sin duda. Pero bien vale un esfuerzo. Y cuando te hayas acercado a El, y gustado de su intimidad, puedes tranquilamente -pasados esos momentos de luminoso sosiego- conversar otra vez con los hombres. La llama permanecerá allí -en lugar tuyo- en el lugar santo de la intimidad divina y entonces podrás decirle a Dios : "No te abandonaré jamás."

EL INCIENSO" ... Y vino otro ángel, y púsose de pie junto al

altar, teniendo un incensario de oro; y le fueron dados muchos perfumes. .. y el humo de los perfumes de las oraciones de los santos subió de manos del ángel ante la presencia de Dios ... "

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Así se expresa el Apocalipsis (8,3 - 5).Tienen verdaderamente una noble belleza esos

granos rubios, depositados sobre los carbones ardientes, que se escapan -trocados en volutas odoríferas- del instrumento balanceado por el acólito: diríase que es una melodía de ritmos acompasados y de perfume.

Las volutas de incienso se elevan, sin finalidad práctica alguna, puras como un canto, derroche soberbio de dones preciosos; amor que todo lo quiere dar.

Como entonces, cuando el Señor fue a descansar en Betania. María se acerca a Jesús llevando un vaso precioso y derrama sobre los pies santísimos del Maestro el nardo, lo seca en seguida con sus propios cabellos, mientras el perfume llenaba toda la casa. Un corazón estrecho murmuró: "¿Para qué este desperdicio?"

El Hijo de Dios responde: "Déjala hacer, pues ella ha guardado este perfume para el día de mi sepultura."

En verdad nos hallamos aquí ante un nuevo misterio : el misterio de la muerte, del amor y del sacrificio ... oculto esta vez en un precioso perfume.

Todo esto revive con el incienso. El incienso es el misterio de la belleza, que nada sabe de fines prácticos, pero que se eleva con gracia y libertad. El misterio del amor que arde, se consume y se exhala al morir.

No faltan hoy los espíritus estrechos que murmuran aún: "¿Para qué sirve todo eso?"

El incienso es un sacrificio de perfume, y la Sagrada Escritura misma: nos dice: "Son las oraciones de los santos." El incienso es el símbolo de la plegaria, y en especial de aquella oración que no piensa en fines prácticos. De la oración

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que nada , para sí, que se alza como el "Gloria" después de cada salmo, para adorar y dar gracias a Dios "porque es grande."

Sin duda, lo profano podrá deslizarse bajo semejante símbolo. Las nubes perfumadas podrán adormecer secretamente el espíritu y alucinarlo en su religiosidad. En ese caso, la conciencia cristiana protesta con todo derecho cuando recuerda que se debe orar" en espíritu y en verdad," porque la plegaria debe ser casta y sincera.

Pero en la religión abundan también los comerciantes, maestros en la avaricia espiritual. Esa avaricia procede de alma mezquina, de un corazón árido, como la murmuración de Judas Iscariote. La oración se repliega en un utilitarismo espiritual: no debe pasar jamás la medida de la corrección convencional; debe ser burguesmente razonable.

Esta manera de obrar nada sabe de la magnífica plenitud de la oración verdadera, que sólo anhela regalar. Nada sabe de la profundidad de la adoración. Desconoce totalmente el alma de la oración, que no plantea jamás el problema del ¿"por qué?, ni del "¿para qué?", sino que se eleva libremente hacia Dios, porque es amor, perfume y belleza. Y cuanto más ama, más intenso es su sacrificio y el perfume surge del fuego que consume.

LA LUZ Y SU ARDORAspiramos a la unión con Dios.Es una necesidad de nuestra naturaleza.Dos caminos nos conducen a esta unión, que

aunque diferentes nos llevan igualmente a este fin.

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El primero es el camino del conocimiento y del amor.

Conocer, es ya unirse. El conocimiento nos hace penetrar las cosas; conociendo las atraemos hacia nosotros. N os las apropiamos. Las cosas conocidas llegan a formar parte de nuestro propio ser. Amar, es también unirse con el objeto y no sólo tender hacia él. El amor en si mismo es ya una unidad. Cuanto más amamos una cosa, más ella nos pertenece.

Pero hablamos aquí de un amor especial. Para entendernos lo llamamos "espiritual", aun cuando el término exprese malla realidad, ya que existe otro amor espiritual del que hablaremos más adelante. El amor de que tratamos ahora nos une no tanto en la posesión del ser amado, cuanto en el impulso mismo que nos lleva hacia él; en el conocimiento y el sentimiento.

¿No existirá algo en el mundo capaz de representar este modo de unirse a Dios? ¿No habrá algo que pueda simbolizarlo?

Seguramente y a maravilla: la luz y su ardor.He aquí, por ejemplo, un cirio con la llama

brillante.Nuestro ojo ve su luz, la recibe en sí; forma una

sola cosa con ella, sin embargo no la ha tocado. La llama queda intacta, al igual que el ojo, y no obstante los dos se han fundido en uno; han realizado la unión íntima sin tocarse, ni mezclarse; una unión respetuosa y casta, si me es lícito expresarme así.

He aquí un símbolo profundo de la unión que el conocimiento realiza entre Dios y el alma. "Dios es verdad" -nos dice la Escritura-. Ahora bien, quien conoce la verdad, la posee en el espíritu. Por consiguiente, Dios está en el alma de quien lo conoce bien; Dios vive en el espíritu de quien

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verdaderamente piensa en El. "Conocer a Dios" equivale, pues, a unirse a El, así como el ojo se une con la llama en la visión de la luz.

Existe otra clase de unión: la del fuego. Sentimos sus ardores en las manos y el rostro; advertimos que su calor nos penetra y sin embargo su llama permanece intacta.

Esto simboliza el amor: la llama que es Dios nos penetra con sus ardores y nos une a ella sin que jamás la hayamos tocado. Porque Dios es bueno, y quien ama lo bueno ya lo posee en su espíritu. Lo bueno es mío, ni bien lo amo; y cuanto más lo amo, más me pertenece, y sin embargo yo no toco lo bueno. "Dios es Amor", ha dicho San Juan," y el que permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él"

Conocer a Dios, amarle, es entonces, unirse a El.

¿Qué otra cosa será la bienaventuranza eterna sino amor y visión? Y la bienaventuranza eterna no consiste en estar ante Dios, hambrientos, insatisfechos. Todo lo contrario: es la unión más profunda, es la plenitud, la saciedad, la hartura perfectas.

La llama -hemos visto- es el símbolo de nuestra alma. Ahora descubrimos también en ella el símbolo del Dios Viviente, "porque Dios es luz, y no hay en El oscuridad alguna". Como la llama irradia luz -así Dios, verdad. El alma acepta en sí la Verdad y en ella se une a Dios, así como nuestro ojo mira la luz y en ella se transforma en una cosa con la llama. La llama expande calor; Dios, bondad bienhechora. Y el alma que ama a Dios se une a El, en la Bondad, así como las manos y el rostro se truecan en una cosa con la llama, cuando sienten su calor.

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Pero la llama se eleva en toda su nobleza, intacta y pura; semejante al Altísimo de quien se ha dicho que "habita en la luz inaccesible." ¡Oh llama, que iluminas y calientas - tú eres la imagen del Dios Viviente!

¡Qué bien comprendemos ahora que el cirio consagrado el Sábado Santo, sea el símbolo de Cristo!...

¡Que el diácono lo presente, estremecido de emoción, como el lumem Christi! ... i Y que todas las luminarias del templo se enciendan en su fuego, a fin que la Luz y el Calor de Dios Viviente todo lo ilumine y lo suavice con su Bondad!

PAN Y VINOUn segundo camino nos conduce a Dios. No nos

sería lícito hablar siquiera de él, si Cristo no nos lo hubiese enseñado personalmente, si la liturgia no lo hubiese andado con toda confianza.

No existe tan sólo la unión que se realiza por la visión y el amor, por la vía del conocimiento y de los sentimientos. Sabemos que todo nuestro ser viviente puede unirse a Dios. Es que todo nuestro ser tiende hacia E1. N o tan sólo nuestro entendimiento y voluntad. "Mi corazón y mi carne ... " dice el salmista, y sólo quedaremos saciados cuando estemos unidos a El en todo nuestro ser y nuestra vida con una unión rea1. N o significa ello una mezcla del ser divino con el nuestro, ni una confusión de su vida con la nuestra. Pretenderlo sería no sólo una audacia insensata; sino un absurdo, porque el ser divino ni admite mezcla, ni composición alguna. Sin embargo, la unión por amor y por el conocimiento no es la única posible: existe una unión de seres.

Anhelamos esta unión y debemos desearla, y para traducir este deseo poseemos una expresión

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profunda. La Sagrada Escritura y la Liturgia nos la ponen en nuestros labios: que podamos con nuestra vida, unirnos a Dios tan íntimamente como el alimento y la bebida se unen a nuestro cuerpo. Tenemos hambre, tenemos sed de Dios. Nos hace falta algo más que conocerlo y amarlo. Aspiramos a tomarlo, y asirlo, poseerlo. Sí, digámoslo sin temor, querríamos comerlo, beberlo, traspasarlo a nosotros, hasta saciarnos con El, aquietar nuestros anhelos, hasta llenamos de Dios. Es lo que la Liturgia del Corpus expresa por estas palabras del Maestro: "Como el Padre Viviente me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así también el que me come vivirá por mí."

¿No es verdad que eso era precisamente lo que anhelábamos?

Por derecho nuestro no nos atreveríamos a pretender una realidad tan sublime; nos parecería una 'profanación. Pero, después de escuchar las explícitas palabras de Cristo, podemos decir sin temor: "Sí, esto debe ser así."

Pero, no podemos dejar de reconocer los deseos que El mismo ha depositado en el fondo de nuestros corazones. Podemos regocijarnos por el regalo sublime que nos ha preparado en su infinita bondad.

Una vez más conviene advertirlo: esta ambición no implica ninguna irreverencia. Nada que tenga la pretensión de borrar los límites que como creaturas nos separan de Dios.

¡Comer su carne!... ¡Beber su sangre!. ¡Comerlo, recibir en nosotros al Dios Viviente, hecho hombre con todo lo que El es, con todo lo que El tiene!... ¿No sobrepuja esta realidad a cuanto pueda imaginar nuestra pobre naturaleza? Pero -por otra parte- todo eso ¿no responde perfectamente a nuestros más íntimos deseos?

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¡Qué maravillosamente se prestan el pan y el vino para simbolizar este misterio!

El pan es un alimento; auténtico, porque nutre en verdad. Alimento sólido y substancioso que no nos harta jamás. El pan es veraz. El pan es "bueno" en el sentido más profundo de la palabra. Pues bien: Dios tomará sus apariencias, se revestirá con ellas y se hará el alimento vivo de los hombres.

"Los cristianos partimos un pan -escribe San Ignacio de Antioquia a los fieles de Éfeso- un pan que es prenda de inmortalidad." Es un alimento que nutre todo nuestro ser con la substancia del Dios Viviente y hace que nosotros estemos en El y El en nosotros.

El vino es una bebida. Pero, a decir verdad, esta bebida no se limita a calmar nuestra sed: bastaría para ello el agua. El vino tiene otra función más noble. "Regocija el corazón del hombre" -nos dice la Escritura-. Hace algo más que apagar la sed: el vino engendra la alegría. Es plenitud. Es signo de superabundancia. "Cuán preclaro es el cáliz que me embriaga" -dice el salmista-.

¿Comprendes ahora esta imagen y todo el misterio que encierra ~ Porque la embriaguez expresa aquí algo más que exceso en la bebida. El vino es belleza resplandeciente, es aroma y es fuerza, que todo lo engrandece y todo lo transfigura.

Pues bien: Cristo toma sus apariencias hermosas, se esconde bajo ellas, para regalarnos su sangre divina. Pero no nos la entrega como una bebida simplemente honrada y racional; nos la da como un execso de la delicadeza divina.

"¡Sanguis Christi inébria me!" - Sangre de Cristo, embriágame, rezaba San Ignacio de Loyola, el caballero del corazón ardiente-, Y Santa

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Inés habla de la Sangre de Jesús, como de un misterio de amor y de belleza inefable: "Miel y leche he sorbido en su boca, -dice el oficio de la fiesta- y su sangre, al teñir mis mejillas, las ha hecho amable."

De esta manera maravillosa Cristo se ha hecho nuestro pan y nuestro vino. Se ha trocado en nuestra comida y bebida. Podemos, entonces, comerlo y beberlo. El pan es la fidelidad y la firmeza constante. El vino es el arrojo, la audacia, la alegría. Es aroma y belleza. Es anchura de corazón y generosidad sin límites. Es embriaguez de vivir; de poseer, de dar...

EL ALTAREl hombre ha sido dotado de las potencias más

variadas. Por el conocimiento puede apoderarse de todos los seres que lo rodean: los montes y las estrellas, el mar y los ríos, las plantas, los animales, en fin, los hombres, sus semejantes; puede apropiárselos en cierto modo, entrar en su mundo interior. Conocer es introducirse en las esencias de las cosas.

Puede amar a todas estas creaturas; puede asimismo odiarlas y rechazarlas lejos de sí. Puede frente a ellas, tomar una actitud hostil, o bien puede desearlas y atraerlas hacia sí. Puede asir el mundo visible que lo rodea y modelarlo a su gusto. Oleadas interminables de los sentimientos más contradictorios -el deseo y la alegría, el amor y la tristeza, el silencio y la agitación- se suceden sin tregua en su corazón.

Sin embargo nada ennoblece tanto al hombre como la fuerza de poder conocer que existe un Ser superior a él, y que es capaz de adorarlo y de consagrar su existencia al servicio de ese Ser superior. Sí, el hombre, dotado de razón, puede

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reconocer a Dios como a su Dueño. Puede entregarse enteramente a El "a fin de que Dios sea glorificado."

¡Puede hacerlo! Pero que la Majestad divina aparezca en todo su esplendor en la conciencia; que el hombre de hecho y libremente se anonade ante ella en actitud de adoración y despojándose de su egoísmo se sobreponga a su propio ser y arriesgue su existencia renunciando a sus intereses sólo para que el Altísimo Dios sea glorificado... He aquí el sacrificio!

Nada hay más profundo en el alma humana que el acto del sacrificio.

En las profundidades más íntimas del hombre reinan imperturbables esa claridad y ese silencio, desde donde surge la oblación que se remonta hasta Dios.

Pues bien: el altar es, allá fuera, el signo visible de esa claridad interior, de esa intimidad silenciosa, de esa energía oculta.

El altar ocupa, en la iglesia, el lugar más sagrado; levantado sobre las gradas domina el resto del espacio, que, a su vez ha sido separado del mundo de las actividades profanas que se agita allá fuera, y está allí -solitario- como el santuario íntimo del alma.

Firme, reposa sobre su base sólida, como la voluntad del hombre inflexiblemente resuelta a consagrarse a Dios.

Sobre el zócalo descansa la mesa, amplia, maciza -Mensa Domini- donde se ofrece el sacrificio. Todo es llano. Liso. Sin recovecos. La acción sagrada del sacrificio no se realiza a ocultas, ni en la penumbra, Allí todo es sinceridad. Todo se desenvuelve la vista del pueblo.

Pero estos dos altares -el de fuera y el de dentro- se completan y son inseparables. Ese de

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piedra, constituye el corazón de la iglesia material; ese otro, el altar viviente, -que constituye lo más profundo de nuestro ser- no forman más que un solo y verdadero altar.

El templo material, con sus bóvedas y sus muros, es sólo imagen y símbolo del templo interior.

EL LINOLo extendemos sobre el altar. El lino, hecho

corporal, es colocado bajo el cáliz y la Hostia -la santa sábana del Señor...

El sacerdote se reviste con la blancura del lino, cuando se pone el alba para celebrar los divinos misterios.

Con el lino se cubre el altar, la "Mesa del Señor" en que está depositado el pan sagrado.

El lino auténtico es precioso. Es puro, delicado, fuerte. Al verlo tendido allí, tan blanco, de una frescura tan inmaculada, recuerdo sin querer un paseo por la selva en pleno invierno.

Un día llegué a la ladera de una colina, que, cubierta de nieve inmaculada, recién caída, se extendía en medio de los abetos sombríos: con todo respeto hice un desvío. No me atreví a abrirme paso con mis groseros zapatos a través de esa blancura. Semejante a esa nieve, extendemos el lino para colocar sobre él lo Santo.

Y ante todo, el lino debe cubrir el altar, en que se ofrece el sacrificio divino. Hemos hablado ya del altar, y observado cómo sobresale entre todo lo demás, éste que constituye el lugar sagrado por excelencia en nuestras iglesias.

Habíamos visto que ese altar material, no es más que un símbolo de ese otro altar, elevado por cada uno de nosotros, en el fondo de nuestro corazón. Sin embargo, hay que añadir que el altar

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es algo más que un símbolo, porque el altar de piedra no sólo representa el altar del corazón, que es la disposición interior al sacrificio, sino que ambos son inseparables y de un modo misterioso no hacen más que uno solo. El verdadero altar, el perfecto, aquel sobre el cual se ofrece el sacrificio de Cristo, es la unidad viviente de ambos.

He aquí porqué el lino nos habla tan sugestivamente al alma. Sentimos que algo muy íntimo responde en nosotros a su lenguaje. Algo así como un reproche, como un anhelo íntimo. Un verdadero sacrificio solo puede ofrecerlo un corazón puro. Ahora bien, el lino encarna la pureza que debe ataviarlo si quiere hacer su ofrenda agradable a Dios.

El lino nos dice todo un sermón sobre esta virtud. Finísimo y noble es el lienzo auténtico. Una materia grosera y ruda no es capaz de crear la pureza.

La pureza nada tiene de parecido con un rostro malhumorado. Su fuerza reside en la delicadeza y finura. Su recato es noble. Se oculta en ella un enorme dinamismo. Sí, la gracia del lino auténtico es viril. ;N o es como esas telarañas que se disipan al primer soplo del viento. La pureza auténtica nada tiene de enfermizo. Ella no huye de la vida, ni gasta estérilmente sus días en construir castillos en el aire ni en soñar en ideales vanos.

La pureza auténtica muestra las mejillas sonrosadas por la alegría de vivir y tiene el puño firme y seguro de quien está avezado al combate rudo.

Algo más aún dice el lino al que sabe reflexionar.

El lino no ha tenido siempre la delicadeza y la blancura que posee ahora.

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Era áspero, carecía de brillo; ha debido someter se al trabajo paciente de la mano que lo lavó una y otra vez, lo blanqueó tendiéndolo al sol hasta darlo esta frescura perfumada que nos encanta. Como él, la pureza no es innata. Sin duda, ella es una gracia; sin duda existen hombres que llevan en su alma la pureza como un regalo; todo su ser tiene esa frescura vigorosa de una castidad natural. En labios de muchos ignorantes la palabra "pureza" es algo problemático y sólo significa la ausencia de la lucha. Pura es -en su juicio- el alma que aún no ha sido sacudida por la terrible tormenta de las pasiones. Es un craso error. La pureza no está en el comienzo, sino en el término. Se la conquista con el esfuerzo tenaz y valiente.

El lino reposa sobre el altar, blanco, delicado, sólido. Es pureza de nobleza de corazón y energía juvenil.

El Apocalipsis de San Juan nos habla de una turba inmensa -cuyo número nadie puede contar- venida de todas las naciones, de todas las tribus, de todos los pueblos y lenguas, que están de pie ante el Trono, vestidos con blanco ropaje.

Alguien pregunta: "¿Estos, vestidos de blanco, quiénes son y de dónde han venido?"

La respuesta fue: "Estos son los que han venido desde la grande tribulación y lavaron sus ropas y las emblanquecieron en la sangre del Cordero. Por esto están ante el Trono de Dios, y le sirven día y noche en su templo."

"Señor, revísteme con una túnica blanca", dice el sacerdote al tomar el alba para el Santo Sacrificio.

EL CÁLIZ

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Un día -hace ya muchos años- tuve la suerte de "descubrir" el cáliz. Sin duda, había visto ya muchos cálices. Pero no había descubierto su sentido y misterio.

Debo el placer de este descubrimiento a la amabilidad de un monje, encargado de la custodia de los objetos sagrados, quien me mostró los tesoros de la sacristía de Beuron.

El ancho pie se apoyaba sólidamente seguro sobre su base maciza, firme. Sin ornamentación, recio, el tronco erguíase esbelto. Uno palpaba en la fuerza desbordante de ese tronco, reconcentrada por la mano del artista, una energía disciplinada con el único fin de sostener el sagrado peso. Y finalmente en lo más alto del tronco, allí donde un anillo delicado recogía, en un postrer esfuerzo de equilibrio y justa medida, la noble energía del metal y su impulso de alargarse en una mayor altura, brotaba un delicado y sobrio follaje y descansando majestuosamente entre sus hojas el corazón del cáliz: la copa. ¡Y allí he tocado verdaderamente el misterio!

Parecía que ese tronco, destinado a soportar la copa, emergiera de un fundamento sólido, profundo, que fuera la síntesis de extrañas energías concentradas en un pensamiento y que de él floreciera esa actitud, ese gesto, hecho metal, cuyo único sentido es: contener, custodiar.

¡Oh vaso santo y puro! ¡En tu fondo reluciente, ocultando las gotas divinas, está el misterio inefable de la Sangre, terrible y dulce, todo fuego, todo amor!...

Y mi pensamiento continuaba su coloquio. No. No era un simple pensamiento. Frente a este misterio "descubierto ", yo palpaba, yo veía: ¿No está aquí el mundo entero? ¿, N o está aquí toda la creación, en marcha hacia un mismo término?

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¿No está aquí el Hombre, el Viviente, Cuerpo y Alma y su Corazón palpitante?... ¿No ha dicho San Agustín que la esencia más profunda de mi naturaleza humana consiste en que ella es "capaz de recibir a Dios?"

LA PATENAComienza a despuntar la aurora. Había ganado

la altura y me disponía a bajar.Allá en el fondo dormían las aguas del lago; y

formando un círculo en torno a él, bañadas por los primeros rayos del día, se alzaban las montañas grandes, silenciosas.

¡Era tan puro todo aquello! ¡El azul del cielo tan diáfano y tan verdes los árboles con su noble y bello follaje! Yo mismo sentía que un vigor inusitado y un gozo purísimo embargaba todo mi ser, como si de todas partes surgieran fuentes invisibles, silenciosas, y como si todo -en torno mío- se alzara hacia la luz, hacia el espacio.

Allí comprendí que el corazón del hombre puede en momentos dados, desbordarse, en forma tal que imponga al cuerpo esa actitud tan conocida en la Liturgia: que se ponga de pie, que levante el rostro, que abra sus manos, bien abiertas, hacia el Padre de las luces el infinitamente Bueno, hacia Dios que es Amor: para ofrecerle la creación entera que se agita en torno suyo, con todos sus esplendores, con toda la savia y los ríos de vida que silenciosamente, en el fondo de las cosas, plasman, fecundan y embellecen este mundo.

Es como si de ésa patena viva, formada por las manos del hombre en actitud orante, floreciera para elevarse hacia lo alto -limpio, santo- el universo entero.

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Así también Cristo, un día, colocado sobre las alturas espirituales inconmensurables, ofreció también al Padre, su amor, su vida palpitante, como un sacrificio consumado. Sobre aquellas alturas, -de las que el Monte Moria era sólo una etapa y una figura- sobre el que Abrahan consumó su sacrificio.

En esas mismas alturas ofreció la víctima de la expiación el Sacerdote Rey. Y por fin, desde esas alturas eleváronse hasta el cielo en los primeros días del mundo, los dones de Abel en absoluta pureza de corazón.

Este gran sacrificio conserva aún la altura sublime de su dignidad, porque siempre se alzan esas cumbres espirituales, siempre se tiende hacia lo alto esa mano divina y siempre sube la misma ofrenda cada vez que el sacerdote -no él, como hombre, que como tal es un simple instrumento- de pie frente al altar, eleva entre sus manos abiertas, la patena sobre la que reposa el blanco' pan: "Recibe, oh Padre Eterno, Dios Omnipotente, esta Hostia inmaculada, que yo indigno siervo tuyo, ofrezco a Ti que eres mi Dios vivo y verdadero, por mis innumerables pecados, ofensas y negligencias, y por todos los que están presentes, y también por todos los fieles cristianos vivos y difuntos; a fin de que a mi y a ellos nos aproveche para la salvación en la vida eterna.

Amén." LA BENDICIÓNSólo puede bendecir quien tiene poder. Sólo

puede bendecir quien puede crear. Sólo Dios puede bendecir.

Y cuando Dios bendice mira a su creatura y la llama por su nombre. Su amor omnipotente lo

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mueve a inclinarse sobre el corazón y la substancia de su creatura y al mirarla, de la mano divina brota a raudales la fuerza que fecunda, hace crecer, da bienestar y santifica.

Sólo Dios puede bendecir. Porque bendecir equivale a disponer de todo lo que existe y se mueve; bendecir implica un decreto, inapelable del Creador Todopoderoso; bendecir es atraer el consentimiento de Dios - Providencia; bendecir es otorgar buena suerte.

Nietsche ha pronunciado una frase revolucionaria cuando lanzó el siguiente grito: "Es necesario que de orantes nos hagamos bendicientes." Bien sabía lo que esto significa.

Sólo Dios puede bendecir, porque solo Dios es el Señor de la vida. y nosotros, por naturaleza, no somos más que mendigos: "orantes".

Maldecir es lo contrario de bendecir. Esta palabra suena como una sentencia de muerte, como un decreto de desgracia. Cae también sobre el corazón, pesadamente, y deja grabada una marca en el rostro. Expresa la voluntad del Señor decidido a secar, desde ese momento, las fuentes de la vida.

Para bendecir o maldecir, Dios delega una parte de su autoridad a todos aquellos que han sido llamados a dar la vida: a los padres. "La bendición del padre, leemos en la Escritura, edifica la habitación de los hijos", y a los sacerdotes. Deben engendrar la vida, la natural y la de la gracia. Para eso los ha puesto Dios: o por la naturaleza o por sus funciones en la Iglesia.

Quien aspire al honor de poder bendecir debe ser puro, debe olvidarse completamente de si mismo para no ser más que el servidor del Dios Viviente.

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Pero el poder de bendecir es propio de Dios. Usarlo como propio es volverlo estéril. Somos, por naturaleza, mendigos "orantes": Si bendecimos, es sólo por una gracia que Dios nos otorga, así como sólo por una participación de su poder tenemos el derecho de mandar.

La maldición tiene la misma eficacia que la bendición: "La maldición de la madre destruye la casa de los hijos, la vida y la felicidad".

Lo que, en el orden natural, es tan sólo un símbolo, se realiza plenamente en el orden sobrenatural. En efecto: la fuerza. que obra realmente en la bendición, lo que propiamente con ella se produce, en la bendición verdadera, en la esencia, de la que la bendición es tan sólo un símbolo, es la vida misma de Dios. Dios bendice consigo mismo, con lo que es. Al bendecirnos, se nos entrega a sí mismo. Bendecir es engendrar vida divina para hacernos "partícipes de la naturaleza divina". Y la vida divina. es una gracia, un don totalmente gratuito, que nos ha sido dado en Cristo.

Todo eso es la bendición. En ella Dios se nos da bajo el signo de la cruz.

Dios otorga esa virtud de bendecir divinamente a aquellos que ocupan su lugar. Participan de ella el padre y la madre por el misterio del matrimonio cristiano. El sacerdote, por el misterio del Orden Sagrado; aquel que "ama a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas y al prójimo como a sí mismo", por el misterio del Bautismo y del sacerdocio real de la Confirmación. A todo ellos les ha dado Dios el poder de bendecir en su nombre y con su propia vida divina; según la misión particular de cada uno.

Para expresar el misterio de la bendición usamos la mano. El símbolo se completa con el

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gesto. En la Confirmación y en la Ordenación, es la mano colocada sobre la cabeza la que hace descender a raudales los dones del Espíritu Santo. Ella traza la señal de la Cruz sobre la frente, o sobre todo el cuerpo, a fin de que la riqueza de la vida divina corra en abundancia. Porque la mano dispensa los favores de Dios , crea, embellece, regala.

En fin, se bendice con el Santísimo Sacramento, con el Cuerpo de Cristo que reposa sobre el altar.

¡Qué respeto profundo debe acompañar a esta ceremonia!

EL ESPACIO SAGRADOEl espacio natural tiene dimensiones: las tres

que todos conocemos. Nos indican que el orden existe en el espacio y que el caos no existe. Todo está colocado con orden. Orden de las cosas que están unas, a lado de -sobre- detrás de otras.

Y esta ausencia de caos hace nuestra vida posible y le da sentido : permite que el hombre pueda moverse, construir, edificar su vivienda y habitar en ella. También el espacio sobrenatural, el sagrado, tiene su orden. Se funda en el misterio.

La Iglesia está construida mirando cara al Sol naciente: desde el este hacia el oeste. La línea del arco solar pasa por sus naves. Debe ser acariciada por los primeros y últimos rayos del sol.

En el mundo de las almas, Cristo es el Sol. La dirección de sus caminos estructura el orden del espacio sagrado y de todo edificio y de todo ser orientados rectamente hacia la vida eterna. Para leer el Evangelio se pasa el Misal de derecha a izquierda, es decir, hacia el norte, porque el altar mira hacia el Oriente. La "Buena Nueva" nos llegó desde el Sud hacia el Norte. Pero esto expresa

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algo más que el simple recuerdo histórico de que el Evangelio nos vino a través del Mediterráneo.

El Sud es la plenitud de la luz, signo de la claridad de lo sobrenatural. El norte es el signo del frío, de la oscuridad. El Evangelio, palabra de Dios viene de la luz, y Él, Cristo, que es la luz del mundo y que brilla en las tinieblas y se abre camino a través de las nubes sombrías, siempre que se tenga la buena voluntad de recibirlo.

Hay, en fin, una tercera dimensión: la que va de arriba hacia abajo. El sacerdote que prepara la víctima, levanta hacia el cielo la patena y el cáliz; sus ojos y sus manos se alzan "de profundis", desde las profundidades hacia la divinidad, porque Dios está "arriba"; es el Santo que habita en las alturas.

Cuando el obispo o los sacerdotes bendicen, su mano se extiende sobre los objetos colocados ante ellos o sobre la cabeza de los fieles arrodillados, porque toda creatura está "debajo", y la bendición desciende desde el seno del Altísimo.

Tal es la tercera dimensión del espacio sagrado. De abajo hacia arriba: es la dirección del alma que va hacia Dios con sus anhelos, sus oraciones, con el sacrificio.

De arriba hacia abajo: es el camino que recorre Dios cuando trae al alma, con la Gracia, la plenitud de sus dones y cuando viene a ella en los Sacramentos.

Las tres dimensiones del espacio sagrado son, pues:

Hacia el sol naciente, que es Cristo. En Él se sumerge la mirada del fiel; de Él nos llega la luz que penetra en nuestro corazón. Es ésta la orientación fundamental del alma y la dirección que toma Dios en su misterioso "descenso" hacia el alma.

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De Norte a Sud -la oscuridad corre a la luz, que resplandece en el Verbo divino,- luz que desciende de su corazón ardiente para iluminar y calentar.

Desde abajo hacia arriba: tal el movimiento del alma que anhela, que sufre, que ora y que, desde el fondo de su miseria, tiende hacia el trono del Altísimo.

Y la respuesta divina le llega, traducida en gracia, en bendiciones y en Sacramentos.

LAS CAMPANASDentro del espacio de nuestras iglesias todo

nos habla de Dios. Es que ese espacio le pertenece. Su santa presencia colma todos sus rincones. Es la "casa de Dios", separada del mundo, cerrada -por sus muros y sus bóvedas- a todo lo profano.

Todo converge al Santo de los Santos: a lo oculto. El espacio sagrado nos habla de los misterios de Dios. ¿Y más allá? ¿Fuera del sagrado recinto? ¿Y el espacio inmenso que se extiende en todas direcciones sobre la llanura? ¿Y ese otro espacio tendido hacia las alturas que se pierde en el infinito? ¿Y el que descansa en los valles profundos rodeados por montañas? ¿Ninguna relación tienen esas extensiones inmensas con el misterio de nuestros templos? Ciertamente. Hasta ellas también se prolonga el misterio sacramental. De la casa de Dios brota -como parte viva y coronación suya- la torre; se hiergue en el aire libre como para tornar posesión de él en nombre de Dios. A su sombra las campanas, pesadas de metal. En amplio y solemne vuelo giran alrededor del piñón; todo el cuerpo macizo y bien formado vibra herido por la masa del badajo y hace rodar a través del éter onda tras onda sus claros tañidos.

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Ondas festivas, argentinas y agudas. . . ondas graves, pesadas y lentas, como el mugido lejano del mar. Cual mensajeras de Dios, vuelan en ráfagas a través del espacio, para anunciar a toda la comarca vecina la Buena Nueva del Santuario. Es el mensaje de las distancias inconmensurables; el mensaje de Dios que no tiene límites, ni fin; el mensaje de la nostalgia; el mensaje de los grandes deseos y de las alegrías infinitas, el mensaje de la esperanza y del gozo cumplido. Su llamado se dirige a los "hombres de deseos" cuya alma está abierta a los espacios infinitos.

¡Sí, cuando escuchamos el tañido de las campanas nos invade la sensación de la inmensidad, de la lejanía; nos parece que todo el espacio inmenso que nos envuelve está a nuestro alcance!

Cuando sus melodiosas ondas descienden desde la torre al llano, y como una inundación se difunden hacia los cuatro puntos cardinales en vibraciones sin fin, la nostalgia nos lleva con ellas hacia la lejanía, hasta que el corazón adivina que la saciedad y plenitud no se realizará más acá de las franjas azuladas del firmamento que se esfuman en lontananza... sino "más allá".

Cuando de la montaña en donde despunta el campanario, el sonido de los bronces desciende hasta el valle, o vuela hacia los cielos, los pulmones se dilatan y se siente un vigor desconocido.

Otras veces la voz de las campanas nos sorprende en plena selva; desde lejos, atravesando el vasto silencio del crepúsculo... Escuchamos su voz apagada pero no sabemos de dónde viene... Recuerdos, largos años dormidos, resucitan y nosotros, de pie con el oído atento, reflexionamos... ¿Qué es eso? Nos parece

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entonces palpar la inmensidad del espacio. El alma se dilata, se expande; toca los cielos: es la respuesta al lejano llamado de la eternidad.

"Qué grande es el mundo -dicen las campanas¬ y qué lleno de recónditas nostalgias... Dios llama... En Él sólo reside la paz".

¡Señor! ¡Más grande aun que el universo es mi alma! ¡ Más profundas que los valles son mis aspiraciones! ¡Y esas nostalgias de Dios que me angustian más dolorosas que los tañidos de la campana que se pierden a lo lejos!

¡Vos sólo, Señor, podéis saciarla. . . Vos sólo! EL TIEMPO SANTIFICADOCada hora del día tiene su tono propio en el

canto de nuestra vida. Pero tres de ellas nos miran con rostro de misterio y merecen especialmente nuestra atención: la Mañana, el Mediodía y la Tarde. Los tres son sagrados.

LA MAÑANA.

Entre todas las horas del día, ésta -de la Mañana- nos sonríe con un rostro particularmente misterioso: resplandece aquí la energía y la claridad. La mañana es siempre un comienzo. Cada mañana se renueva ante nuestros ojos el misterio del nacimiento. Salimos del sueño en que nuestra vida se ha rejuvenecido y sentimos la certeza fuerte y gozosa de vivir, de volver a existir. Y esta existencia vivida se trueca en oración. Radiante de nueva felicidad todo nuestro ser se vuelve, en alas de la plegaria, hacia Aquél que lo ha sacado todo de la nada: "Señor, tú me has creado; te doy las gracias porque vivo, por todo lo que tengo."

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Luego, la vida nueva siente bullir sus energías, se lanza a la acción. Comienza la jornada de trabajo y el alma se dispone a cumplir su tarea. También éso se trueca en oración: "¡Señor! en tu nombre y con tu gracia inicio esta jornada: quiero hacer de ella un trabajo para Ti sólo".

Es la hora santa de la mañana. La vida despierta. y la creación lanza hacia el cielo sus himnos de gratitud, con la conciencia profunda de que existe. Todos los seres reinician su actividad creadora y se aplican a su trabajo cotidiano, porque todos ellos han recibido sus energías de Dios y sólo con su fuerza se mueven.

¡Cuántas cosas dependen de este primer instante! Esa hora es el primer paso de una larga jornada. Se puede dar este primer paso sin pensar en su trascendencia; sin "comenzarlo" consciente y voluntariamente. Entrar en el sin objeto alguno. Pero entonces ya no merecerá el nombre -tan cargado de sentido- de "jornada", porque no será sino una tumba donde irá a morir sin pena y sin gloria un tiempo precioso...

Una jornada verdadera es un camino: requiere, pues, una orientación. Una jornada es una tarea que requiere toda la atención de la voluntad. Nuestra vida entera es una jornada. Tu jornada es como tu vida. Voluntad, orientación, el rostro mirando hacia Dios, como al nuevo sol naciente: todo eso, es la Mañana...

LA TARDE.También tiene su misterio. Como la mañana es

el misterio de la vida nueva, la Tarde es el misterio de la muerte. .. El día declina: el hombre se prepara para entrar en el silencio del sueño. Por la mañana, la vida se manifiesta en toda la exuberancia de sus fuerzas renovadas; al llegar la

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tarde, cansada por la labor ruda del día, busca el reposo.

¿No estamos aquí frente al misterio de la muerte?

Muchas veces no reparamos en la realidad de este misterio; las imágenes de la 'vida terrena nos absorben y encandilan; el día siguiente ya nos hace soñar con proyectos y nos tienta a forjar nuevos planes. Más de una vez este pensamiento nos estremece, pero tan sólo de pasada, como un eco imperceptible. Sin embargo, hay tardes en que nos invade profundamente el sentimiento saludable de que nuestra vida desciende hacia las tinieblas donde" ya nadie puede obrar".

Todo depende de ésto: de que comprendamos este misterio de la muerte. Morir dice algo más que la llegada de un ser viviente a su término. Morir -es la última palabra de una vida, la última acción que todo lo cierra definitivamente, que decide la existencia.

Todo lo que acontece en la vida, ya del individuo, ya de un pueblo, nunca es algo totalmente acabado y definitivamente resuelto. Depende siempre de acciones ulteriores individuales o colectivas. Tanto un hombre, como un pueblo pueden construir sobre el pasado o reparando un malo destruyendo un bien.

Imagínate que un infortunio inmenso cae sobre un pueblo. Por grande que sea la catástrofe, no es irreparable. El pueblo puede desesperar, pero puede también reflexionar y comenzar de nuevo. La trascendencia real de un acontecimiento se juzga por su faz última. Cuando tiene éste carácter de hecho irreparable.

Ahora bien, la muerte es, en el fondo, esta última etapa: es la postrera palabra que dice el hombre a la vida que pasa; echa sobre ella su

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última mirada de despedida. Es el minuto de la gran decisión. Un poco más y el destino se le habrá escapado de las manos. Dos caminos donde el retorno es imposible: el de la contrición y el de la desesperación. La contrición ve con sinceridad las culpas y las borra; la gratitud y la humildad agradecen a Dios por las obras buenas y dan gloria a su. nombre y esa vida cae irreparablemente en las manos amorosas de Dios. Todo se salva. Todo acaba bien.

En cambio, otro desespera y precipita su existencia en un fin sin dignidad y sin energía. Se deja arrastrar al abismo. Ni puede decirse propiamente que este hombre haya logrado un fin. Su existencia mortal simplemente ha terminado. Y ese hombre estará irreparablemente fuera del orden, fuera del plan de Dios, privado del fin para el cual había sido creado. Todo lo ha perdido. Todo ha acabado mal.

¡Tal es el arte soberano de saber morir!El arte de trocar toda la vida pasada en un

indefectible y perpetuo ¡sí!, dicho a Dios que nos llama por última vez.

¡Cuidado! Cada tarde que declina debe ser un ejercicio en el gran arte de dar a la vida que pasa, un valor eterno y definitivo.

La tarde es la hora de las supremas rectificaciones y resoluciones. Antes de sumergimos en el sueño, puestos en la presencia de Dios, reflexionamos con más calma; nos asalta la idea de que un día nos habremos de encontrar con El, frente a frente, para rendir la cuenta definitiva.

Sentimos cuán cargadas de sentido están aquellas palabras: "Esto se ha terminado"; todo el bien y todo el mal que hemos hecho durante

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nuestra existencia; todo lo que hemos ganado y lo que hemos disipado.

Ahora estamos ante Dios, ante quien "todo vive", ante Aquel que no conoce el pasado, ni el futuro, para quien sólo existe un presente eterno; ante Aquel que devuelve al corazón contrito los méritos perdidos... Y entonces damos al día que muere una terminación definitiva. La contrición borra el mal, un canto de acción de gracias sube al cielo por el bien realizado, y todas nuestras miserias, ignorancias y negligencias, se transforman en una confianza sin reservas en el amor todopoderoso de Dios.

EL MEDIODÍA.Al despertar el día, despierta con él la vida. En

las primeras horas su marcha es gozosa, rápida; poco a poco las dificultades que surgen en el camino hacen más lento y penoso el ascenso, Llegado al punto culminante de la jornada, la vida busca un instante de reposo. Pronto decae su energía. El cansancio es cada vez más deprimente, hasta que después de un renovado aunque breve esfuerzo se introduce en el silencio de la noche. Pero entre este ascenso y esta decadencia -en el vértice mismo de la jornada- el hombre vive un momento breve, pero maravilloso: el Mediodía.

Sin preocuparse con exceso del porvenir, que aún no le oprime, sin mirar el pasado que acaba de dejar a sus espaldas, la vida -al Mediodía- está toda concentrada en el presente: ¡Alerta! Se detiene, pero no cansada aún. Es una detención con toda la energía impetuosa de la marcha. Es presencia pura.

Y su mirada se pierde en lontananza, no: en ese momento la vida es ajena al espacio y al tiempo:

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vuela hacia la eternidad. ¡Qué profunda es esta mirada meridiana! No es posible sin embargo, gustar la profundidad de estos instantes en la ciudad, donde todo es bullicio, donde se charla sin cesar y reina la agitación.

Salgamos. Internémonos en los campos cubiertos de trigo; asistamos al silencio de los matorrales, en un día de verano, cuando arde el sol en el cenit las llanuras caldeadas por sus rayos. ¡Qué profundo sentido tienen las cosas! La eternidad te está mirando. A todas horas nos mira la eternidad, pero ella es vecina preferida del mediodía.

El tiempo se detiene, espera, se abre y nos deja entrever sus misterios. El mediodía es presencia pura; es la plenitud de la jornada. La vida se fija por un instante en el presente para saborear esa plenitud.

Plenitud del día... cercanía de la eternidad... expectación... las campanas cantan el Angelus! En el silencio del mediodía ellas dicen las palabras salvadoras:

"El Ángel del Señor anunció a María.Y concibió por obra del Espíritu Santo.He aquí la esclava del Señor.Hágase en mí según su palabra. Y el Verbo se hizo carne. Y habitó entre nosotros."

Nuestra humanidad tuvo también su mediodía en la jornada de su historia. Fué la "plenitud del tiempo". Hubo un ser que esperaba esta plenitud de tiempos: María. Ella no se apresuraba; no miraba ni hacia el pasado, ni hacia el futuro. La plenitud del tiempo estaba en ella -pura presencia- tendida hacia la eternidad. Y esperaba.

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Y la eternidad inclinó hacia ella, vino la Anunciación, el Verbo se hizo carne en sus entrañas purísimas.

Las campanas siguen aún cantando este misterio. Y cada vez que el sol llega al cenit, punto culminante de su carrera, el mundo cristiano vivirá el "Misterio del Mediodía" de nuestra humanidad. La "plenitud del tiempo" repercute en todos los tiempos hasta la consumación de los siglos.

Tócanos a nosotros -los hombres redimidos- vivir esta idea de la eternidad. Para ello debemos -como María- reconcentrarnos, callar, escuchar la voz de lo alto, vivir esa expectación hacia la eternidad.

¿Qué hacer pues, si la vida que nos arrastra en su torbellino, ahoga con sus ruidos profanos esa voz e impide llegue a nosotros en toda su nitidez?

Debemos reconcentrarnos, al menos durante ese precioso minuto del Mediodía consagrado, a la hora del Angelus, desviar todo pensamiento profano, y, de pie, atender al misterio sublime que nos anuncian las campanas; el misterio que sucedió por vez primera cuando' "el Verbo eterno, descendió de su trono real, estando todas las cosas sumidas en profundo silencio", pero que sucede nuevamente en cada alma, cuando descienda hacia ella la Gracia del Espíritu.

Cuán fácil sería -en ese instante de silencio y de paz- vivir la conciencia de nuestra unidad espiritual tan profunda con otros millones y millones que allá lejos están también de pie en un mismo silencio.

¡Esto es vivir profundamente la comunidad católica!

EL NOMBRE DE DIOS

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Nos hemos vuelto lamentablemente groseros. Por esa torpeza increíble se nos escapan una cantidad enorme de cosas llenas de matices y de profundidades. No captamos su alma, su hondo sentido. Una de ellas es la palabra. Por no saber penetrar su contenido interior, nos parece superficial. Se nos antoja frágil y ligera, porque no hemos sentido la fuerza oculta debajo de sus sílabas. Ya no nos sorprende, ni nos hiere; es tan sólo una música y un sonido. Y sin embargo, el espíritu no ha encontrado hasta hoy un cuerpo más apto para la expresión de sus ideas que la palabra.

La palabra representa la esencia de las cosas... pero con el color que ellas han tornado al pasar por nosotros; la palabra une corno un lazo vital el alma y el objeto. ¡Cuidado: un lazo vital!

Así por lo menos debería suceder. El primer hombre usó de esta manera la palabra.

En las primeras páginas de la Escritura vemos a Dios que hace desfilar ante el hombre todos los animales a fin de que les pusiera un nombre. Con los sentidos bien abiertos y con el alma penetrante miraba el Hombre, -Adán- a través del cuerpo en la esencia y pronunciaba luego, el nombre del animal.

De esta manera su alma respondía al llamado de cada creatura. Algo se movía en su interior, algo misteriosamente relacionado con ese ser, ya que el hombre es el resumen y la unidad de toda la creación.

Y el hombre, fundiendo vitalmente la esencia extrínseca de las cosas y el eco que en su interior le respondía expresaba esa doble realidad compenetrada en un nombre.

En el nombre se asociaban orgánicamente un trozo del mundo exterior y un trozo de su mundo

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interior. Cuando el hombre pronunciaba luego el nombre de las cosas, surgía en su espíritu, la esencia misma del objeto, y resonaba traducida en sílabas, la voz con que le había contestado en su interior. El nombre era, pues, un misterioso signo en que leía la esencia de las cosas y su propio ser.

Las palabras son nombres. Y hablar es el arte sublime de conversar con el nombre de las cosas; con la esencia de las cosas y con la esencia del alma propia en el unísono creado por Dios.

Pero no duraron mucho tiempo estas íntimas relaciones del hombre con la creación y con su propio ser. Adán pecó y quedó roto el vínculo. Las cosas se le tornaron impenetrables; más, hostiles. Ya no miraba las cosas penetrándolas con la pureza original. Las miraba con ojos codiciosos, con espíritu de ambición y al mismo tiempo con la mirada turbia del culpable. Y las cosas le ocultaron su esencia. Su propio ser se le escurrió de las manos porque Adán se había encerrado en su egoísmo. Ya no era dueño de sí como antes. Su vida había perdido esa simplicidad infantil que le hacía tan luminoso a sus propios ojos. Perdió el dominio sobre su propia alma y todo su ser se le trocó en una misteriosa incógnita y sus potencias se le rebelaron.

La palabra "nombre" ya no realiza la unidad vital de las esencias de las cosas y del hombre.

Ya no ve resplandecer el pensamiento divino en la creación.

Ahora Adán solo ve en ella un cuadro desgarrado. De ese cosmos antes tan armonioso le llega ahora un falso tono impregnado de oscuros presentimientos y cargado de nostalgias. Y cuando escucha la palabra se detiene, aplica los oídos, medita, pero no comprende ya su sentido.

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La palabra le resulta confusa, enigmática, y siente el dolor de haber perdido el paraíso...

Pero ni eso existe ya. Los hombres hemos llegado a ser superficiales que ya ni nos duele el haber perdido el sentido de las palabras. Hemos ido pronunciando las palabras con una rapidez siempre más superficial, han borbotado de nuestra boca sin que hayamos pensado en su contenido. Las hemos ido pasando de mano en mano como se hace circular una moneda de oro. Nadie se preocupa de su belleza, ni de su valor intrínseco. Sólo se piensa que se gana en su cambio. Así han corrido de boca en boca las palabras; su alma ya no habla; ni resonar en ellas el eco de la esencia de las cosas y nuestra propia alma ya no se reconoce en ellas. Se han monetizado. Designan aún las cosas, pero no las revelan; quedaron reducidas a simples signos; signos que sólo sirven para manifestar nuestra voluntad a los demás.

De este modo el lenguaje con sus nombres ya no es un comercio sugestivo con la esencia de las cosas, ni un encuentro de las cosas con el alma. Ni siquiera guarda la nostalgia por el paraíso perdido; es un ruido de palabras huecas. Como la máquina calculadora. Maneja cifras y nada sabe de su valor.

Sin embargo, alguna vez el descubrimiento casual de una fuerza insospechada nos sorprende. Una voz nueva emana desde las profundidades y nos asusta.

Es el llamado de la esencia de las cosas. O bien está la palabra allí escrita sobre el papel y al leerla sale como un resplandor de los trazos negros. Aparece como en relieve, el "nombre", la esencia, la respuesta del alma. Y sentimos entonces aquella experiencia primitiva que dió

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origen a la palabra y en la que se hizo la síntesis viva del alma abrazada a la esencia de las cosas. Asistimos a la actitud sobrecogida de Adán, que con la mano de su espíritu penetra la esencia de las cosas que se le presentaron en su primitiva y fascinante originalidad, las capta y las expresa en su propio interior en el símbolo del nombre. Avanzamos hacia horizontes inmensos, caemos en profundidades misteriosas y la palabra es, otra vez, aquella operación primera, a la que Dios ha destinado al espíritu humano. Pero, bien pronto volvemos a la rutina y la máquina de contar funciona de nuevo...

Es posible que alguna vez hayas sentido esta misteriosa experiencia íntima al encontrarte con el nombre "DIOS".

Teniendo presente todo lo dicho comprendemos por qué los fieles del Antiguo Testamento ni siquiera pronunciaban el nombre de Dios. Lo reemplazaban por el nombre "Señor". Porque esa era la vocación particular del pueblo judaico: sintió más inmediatamente que otro cualquiera la realidad y la presencia de Dios; más que otros ha comprendido su grandeza, su elevación y su fecundidad. Dios le había revelado su nombre por Moisés: "Soy el que soy". "El que es" que no necesita de ningún otro, que existe por sí, plenitud de todo ser y de toda fuerza.

El nombre de Dios era para los judíos la imagen de su esencia. A sus ojos la esencia de Dios resplandecía en su nombre. El nombre divino les merecía el respeto que merece Dios mismo y lo temían como un día temieron al Señor junto al Sinaí. El mismo Dios habla de su Nombre como de sí mismo: "Mi Nombre estará allí -dice- refiriéndose al Templo.

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Y en el Apocalipsis promete al discípulo fiel de "hacer de él una columna en el Templo de Dios" y de "escribir sobre él su Nombre": es decir, le promete consagrarlo y de entregarse a él.

Comprendemos así el mandamiento: "No tomarás el nombre de Dios en vano".

Comprendemos también por qué el Salvador nos ha enseñado a orar: "Santificado sea tu nombre": y por qué debemos comenzar" en el nombre de Dios" todas nuestras acciones.

El nombre de Dios está lleno de misterios. En él resplandece la esencia del Infinito; la esencia de "que es", en la plenitud inconmensurable del ser y en la Majestad infinita.

Por otra parte, palpita también en este nombre lo más profundo de nuestra propia alma. Esas profundidades responden al llamado de Dios porque todo nuestro ser le pertenece esencialmente. Creado por El y para El, no disfrutará de paz sino cuando esté con El unido. Y no tiene otro sentido nuestro yo que unirse en Dios en comunidad del amor. Todo eso, "la nobleza de nuestro origen divino -que es alma de nuestra alma- está cifrado en la palabra "Dios" y "Mi Dios": Mi principio y mi fin, el comienzo de mi existencia y el término, la adoración, el "anhelo de Dios, el arrepentimiento... todo se resume en el nombre de Dios.

El nombre de Dios lo es todo. Pidámosle, por lo mismo, nos enseñe a "no tomar su nombre en vano", sino "a santificarlo", que su nombre, así santificado, resplandezca en nosotros con los esplendores de su gloria. Que la rutina no lo trueque en moneda -que muerta, circula de mano en mano.

Debe ser infinitamente precioso, tres veces santo Veneremos el Nombre de Dios como al

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mismo Dios y en El respetaremos también el santuario de nuestra propia alma.

EL SIMBOLISMO LITÚRGICO

(Del libro de Romano Guardini: El espíritu de la Liturgia).

En la vida de la Liturgia el creyente se encuentra ante un mundo de imágenes, de signos y de cosas, llenos de contenido: gestos, movimientos, acciones, vestiduras, utensilios materiales para el culto, lugares y tiempos señalados, etc. Ante este mundo de realidades cabe preguntar: ¿Y qué sentido y finalidad tiene todo esto para el trato del alma con Dios? Si Dios está por encima de todo espacio y tiempo imaginables, ¿a qué responde entonces -y qué tiene que ver para las relaciones del alma con Dios- esa reglamentación minuciosa que fija la duración de las horas litúrgicas y del año eclesiástico? Si Dios es esencialmente simple, ¿a qué todo ese aparato de gestos, de rúbricas, de movimientos y de objetos determinados?

No nos detengamos más, ampliando los términos y las dificultades del problema, y concretémoslas diciendo: Dios es espíritu, ciertamente: ¿cómo pueden entonces, el cuerpo, la materia tener significación para Dios, mejor dicho, qué papel posible juegan en el comercio del alma con un Dios puramente espiritual? En esta amalgama de lo terreno, de lo material, con lo espiritual, ¿no se envilecería y falsearía torpemente la dignidad y pureza de este comercio y trato con Dios? Y, aún concedido que el hombre como compuesto de alma y cuerpo, ya que no es espíritu puro, debe estar en constante relación con uno u otro y como sometido a sus exigencias,

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¿no cabría afirmar que esa es cabalmente una deficiencia, una quiebra del hombre, y que todos nuestros esfuerzos deben tender a subsanarla? Si el objeto del culto y del servicio de Dios es el "adorar a Dios en espíritu y en verdad", ¿no es lógico que nos apliquemos más bien a eliminar en cuanto sea posible, todo lo que tiene sabor terreno y material, de esta pura y espiritual adoración?

El planteamiento de este problema nos lleva a la entraña misma del principio litúrgico.

¿Cuál es para nosotros el sentido de lo corporal, en el terreno de lo psíquico, en su doble función de medio receptivo y expresivo de lo espiritual, es decir, como órgano de impresión y de expresión? Este problema entraña otro de más profundo alcance, cuya raíz hay que buscarla en la relación entre el cuerpo y el espíritu, o, en otros términos en la conciencia que el yo, dentro de la personalidad física y espiritual, tiene de esa relación. Lo espiritual aparece perfectamente deslindado de lo corporal en determinados momentos de nuestra vida experimental. Lo espiritual se les representa a algunos a modo de un mundo aparte, cuyo centro se encuentra dentro, o mejor dicho, más allá de lo corporal, y. que tiene poca o ninguna relación con ello. Sienten lo espiritual y lo corporal como yuxtapuestos, relacionados entre sí, pero más que en colaboración inmediata, a modo de penetración o inclusión de uno en otro. Esta concepción del hombre ha encontrado su expresión metafísica en la teoría de las Mónadas de Leibnitz, y su forma psicológica en las teorías del paralelismo psíco-físico.

Es evidente que, según esta concepción, lo corporal, en sus relaciones con lo psíquico, tiene

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sólo un rango muy secundario y una función más o menos accidental. El espíritu está íntimamente unido al cuerpo; necesita de él para su funcionamiento; pero desde luego, para el ejercicio de su vida íntima y específica no tiene ya misión alguna que cumplir; es más, el cuerpo se convierte entonces en una rémora, en un enemigo que entorpece y desvía la marcha de su íntima actividad funcional. Lo que el espíritu busca, que es la Verdad, el estímulo moral, Dios, lo sobrenatural, sabe que no puede lograrlo cumplidamente, pero se esfuerza, al menos, por aproximarse, en lo posible, a lo puramente espiritual sin levadura de lo terreno. Lo corporal se ofrece a su consideración como un lastre, como una carga pesada que le ha sido impuesta y de la cual anhela despojarse: la única concesión que al cuerpo le haría, a lo sumo, sería la de reconocerle alguna importancia instrumental y la de ser utilizable como medio de interpretación de lo espiritual, como ejemplo, como alegoría, pero no excediendo de ahí los términos de sus concesiones e indulgencias para con él.

Lo corporal no podrá nunca aspirar a ser órgano o expresión viva de la vida íntima del espíritu; es más; el cuerpo no necesita ni siente la urgencia de dar a esa vida del espíritu expresión concreta y sensible ; para él, lo espiritual se basta a sí mismo, se apoya en sí mismo y se manifiesta o en el puro acto moral o en la simple expresión de una palabra articulada.

Es indudable que los que profesan una teoría o concepción semejante, por fuerza han de encontrar serias dificultades en la comprensión de la Liturgia. Su tendencia natural les inclinará a una especie de piedad pura y estrictamente espiritual, hostil a todo lo corpóreo y partidaria de

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simplificar implacablemente toda manifestación de vida externa, reduciendo todo lo más posible la parte decorativa y ornamental, y empleando la palabra escueta como única forma rigurosa y permisible de comunicación espiritual.

En contraposición flagrante con la expuesta tenemos otra concepción o teoría que tiende a fusionar los dominios de lo espiritual y de lo corpóreo.

En la primera teoría se trataba de desvincular alma y cuerpo, y en ésta de fusionar los, de mixtificarlos.

Es posible que esta segunda teoría nos lleve a no ver en el alma más que la faz interna del cuerpo, y en el cuerpo la faz externa del alma, sensibilizada, corporeizada. Según ella, todo contenido de orden intelectivo o espiritual se traduce espontánea y correlativamente en un acto o movimiento corpóreo; y, recíprocamente, toda acción exterior, traduciéndose en fenómeno psíquico.

Este sentimiento de interdependencia y fusión del alma y del cuerpo es susceptible de una mayor extensión todavía, pues, rebasando la zona de la propia personalidad, puede también abarcar las cosas exteriores, situadas fuera de nosotros. En los objetos materiales, en los vestidos, en las formas sociales, en las cosas de la Naturaleza, en toda la extensión del Universo se podrán ver reflejados los estados, las aspiraciones, los combates y anhelos de la vida interior, sirviendo como de vehículo expresivo de su contenido espiritual.

La teoría que ahora tratamos de exponer ofrece más afinidades y relaciones con la Liturgia que la anterior, pues en ella se siente de modo más inmediato la capacidad de comunicación, y la

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significación del gesto, de los movimientos y objetos litúrgicos, y es más fácil y posible convertir todas estas manifestaciones externas en instrumentos expresivos de la vida interior.

Y sin embargo, también aquí surgen no pequeñas dificultades para la comprensión práctica de la Liturgia. Cuando desaparece toda frontera entre lo corporal y lo espiritual y se los concibe como algo en íntima fusión, por fuerza ha de ser mucho más arduo y penoso el expresar, mediante formas muy concretas, la vida interior y fijar estas normas, movimientos y objetos en expresiones de significación muy limitada.

La vida interior, con sus cambios y transformaciones incesantes, es impotente, admitida esta teoría, para crear un mundo de determinadas formas expresivas por lo mismo que desconoce la línea de demarcación de las fronteras entre el espíritu y el cuerpo. Por lo tanto le será también muy difícil, una vez aceptada, interpretar en forma precisa, en fórmulas rituales, determinados contenidos psicológicos y estados interiores. La relación y la significación de las mismas variará a cada momento según las fluctuaciones y variabilidad del sujeto.

En otros términos: a pesar de la estrecha fusión en que -según esta última teoría- se hallan lo corporal y lo psíquico, le falta sin embargo, la capacidad y posibilidad necesarias para ligar determinadas formas externas, bien se trate de la expresión de la propia vida interior, o bien de la interpretación de la vida espiritual extraña que nos viene de fuera, a través de los signos. Es decir, que aquí nos falta uno de los elementos esenciales del símbolo. En la actitud teórica, primeramente reseñada, no se puede llegar a la creación del símbolo, porque falta la relación vital

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entre lo espiritual y lo corpóreo: se podía, ciertamente, distinguir y limitar, pero se realizaba con tal exageración, con tal discrepancia, que resultaba punto menos que imposible apreciar la unión conexiva entre la esfera de lo espiritual y lo corpóreo.

En la segunda actitud, por el contrario, se reanudan sin violencia los lazos de unión entre los dos imperios, por cuanto que -según ella-, toda intimidad se proyecta al exterior de una manera plástica; pero claudica igualmente al pretender delimitar sus respectivos confines. Para que haya símbolo se requiere la coexistencia de estas dos actitudes, es decir, de comunicación y de delimitación.

El símbolo surge cuando lo interno y espiritual encuentra su expresión externa y sensible. Sin embargo, no basta el hecho de que un contenido de orden espiritual vaya arbitrariamente ligado a algo material, por convenio constante, como por ejemplo, la idea de la Justicia, representada por la balanza. Para que el símbolo exista es preciso que la trasposición, que la proyección de 10 interno al exterior, se verifique con carácter de necesidad esencial, y obedezca a la exigencia de la naturaleza. De esta manera el cuerpo, por su misma condición natural, se convierte en imagen expresiva del alma y, a su vez, un gesto involuntario cualquiera puede revelar la existencia de un proceso psíquico.

Además, para que haya símbolo se requiere que éste aparezca tan claramente circunscripto, que su forma expresa no pueda servir para indicar ningún otro contenido espiritual; y su lenguaje deberá ser tan abierto y claro que no permita más que una interpretación única y para todos admisible y obvia. El verdadero símbolo nace

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como expresión natural de un estado especial del espíritu. Claro es que está sujeto a las leyes generales de toda obra de arte y, por lo tanto, debe elevarse sobre lo puramente concreto, pues a la vez que es reflejo real y expresivo de un estado de alma, tiene que expresar la realidad de un contenido universal, en relación con el alma o la vida humana, Y no sólo un aspecto o relación espacial o temporal.

Una vez conformado e integrado el símbolo de esa manera es cuando obtiene su plena validez universal y se presenta en forma accesible y significativa para todos. A la formación del verdadero símbolo han de colaborar en feliz consorcio, todos los elementos psíquicos anteriormente analizados. Lo espiritual y lo corporal deberá reflejarse en una perfecta consonancia y mutua compenetración; pero, al mismo tiempo, deberá el espíritu conservar vigilante y pleno señorío sobre todos los trazos de la creación simbólica, distinguir con precisión y pesar circunspectamente todos los factores integrantes para que los contenidos concretos Y determinados reciban también su correspondiente y adecuada significación. Cuanto más preciso y valioso sea el símbolo y más auténticamente merezca esa denominación tanto más válido, más universal, mas depurado e íntegro será el contenido espiritual, aprisionado y rebosante en las formas sensibles. Entonces es cuando se desprende de los accidentes y particularidades de que se fué formando, para trocarse en universal es decir, en herencia y privilegio de la humanidad; y esto con tanto más imperio en cuanto que surgió de las más vivas profundidades de la vida y se fué sedimentando de la manera más clara y concluyente.

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De este poder creador del símbolo tenemos un palpable ejemplo en la formación progresiva de los principios básicos que regulan las relaciones humanas. A ellas pertenece el conjunto de formas por medio de los cuales el hombre manifiesta y guarda a sus semejantes los sentimientos de respeto o de simpatía, y expresa en forma sensible los procesos internos de la vida social. Agréguese a lo dicho -y esto tiene particular importancia para lo que vamos exponiendo-, la serie de ademanes o gestos espirituales: así vemos que el hombre, dominado por la emoción religiosa, dobla sus rodillas, se postra o inclina reverentemente, junta o separa las manos suplicantes, extiende los brazos en cruz, golpea el pecho o presenta sus ofrendas, etc. Estos ademanes elementales y sencillos, son susceptibles de más complicadas asociaciones o de combinaciones más diversas. Ahí tiene su origen la copiosa variedad de gestos y ademanes del culto litúrgico, como el beso de paz, la bendición, etc., y así vemos que una idea concreta se encarna y simboliza en la acción o gesto sensible que la corresponde, como por ejemplo, la idea de la Redención en el signo de la Cruz. Todos estos movimientos, en fin, todas estas acciones o actitudes, según acabamos de indicar, son susceptibles de asociaciones y combinaciones diversas, y así se forma la mecánica del culto divino, en el cual, una concepción profunda y plenamente espiritual, logra su traducción plástica, expresiva y visual, como en el Santo Sacrificio de la Misa.

Ahora bien; como es un hecho la difusión expansiva del sentimiento del hombre -según queda analizado=-, sobre el dominio de las cosas exteriores, entra en la constitución del símbolo un

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nuevo elemento, es decir, el momento real, el de las cosas en torno, (das dingliche Moment). Las realidades exteriores intensifican el poder expresivo del cuerpo y de sus movimientos; son corno una prolongación, como un salto de lo corpóreo fuera de sus naturales confines. Nótese, por ejemplo, la diferencia entre la mano abierta y colocada sobre la patena. La tersura plana de la patena parece que ayuda y acentúa la acción expresiva de la mano horizontal ; y así se forma como una vasta superficie abierta con su aspiración a las alturas, hacia lo divino, que se sostiene y recorta vigorosamente sobre la línea vertical del brazo. La columna de incienso, que lentamente, convertida en nube, se eleva a los cielos, intensifica asimismo la idea de aspiración, de ascendente anhelo, que se manifiesta también en las manos y los rostros elevados de los que oran, La esbelta columna de los cirios, con su sensación de altura coronados por la llama simbólica, que le van consumiendo lenta y dulcemente, encarna la idea de sacrificio, pero del sacrificio voluntariamente ofrecido por el alma generosa,

Las dos actitudes .O concepciones teóricas, anteriormente expuestas, deben, por consiguiente, aportar su parte alícuota a la formación del símbolo. La primera, por el estrecho parentesco que establece entre el alma y el cuerpo, ofrece, por decirlo así, la materia primaria, el primer requisito para la formación de la imagen. La segunda, por la separación que sienta entre ellos, y con su sentido intuitivo de la distancia, contribuyo, por su parte, con la aportación de la claridad y la forma.

Ambas chocan en la Liturgia con dificultades que pugnan con su modo natural y corriente de

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concebir las cosas; pero corno ambas deben colaborar a la formación del símbolo litúrgico, es posible superarlas con éxito, tan pronto corno el creyente logre formarse conciencia de la soberana dignidad de la empresa, a cuyo logro aspira.

En la primera disposición teórica se trata de renunciar a un cerebralismo excesivo, de reconocer los vínculos reales, la estrecha ligazón existente entre los dos hemisferios de lo material y de lo espiritual, y de poder, por consiguiente, utilizar el opulento manantial canalizado y fertilizante bajo la corteza de las acciones e imágenes litúrgicas. Pero ello será siempre a condición de salir de su reserva y esquivez, desechando esa especie de desconfianza rígida con la que trata de defenderse, de ponerse en guardia contra toda trasposición . O intromisión de lo material en lo espiritual, aceptando, en cambio, al cuerpo como un instrumento vivo de interpretación. Cuando realice este costoso pero necesario sacrificio, entonces ganará gradualmente su modo de sensibilidad religiosa en riqueza y en calorías de fervor y de intimidad.

La segunda actitud teórica, ante el problema psico-físico, deberá oponer un dique al desbordamiento de la sensibilidad, enemiga de frenos y limitaciones, imponiendo la ley definitiva y soberana de la forma a todo ese mundo de lo vago y de lo huidizo qué le asedia. Es esencial que admita y reconozca que la Liturgia en sus símbolos permanece inmune e independiente de toda unión con la materia y que, en ella, todas las formas de la naturaleza sufren una especie de transformación, (recuérdese lo que dicho queda acerca del estilo ) y se convierten en formas vivas de cultura. Logrado eso, todo el aparato maravilloso de imágenes y de signos que rodea el

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mundo de la Liturgia, se trocará en sabia pedagogía, en escuela de medida, de dominio y de aprovechamiento espiritual.

El que se dé verdaderamente a la Liturgia, quien de ella tenga una viva e inmediata experiencia intrínseca, comprenderá sin esfuerzo el subido valor, la densa significación que los movimientos corporales; las acciones, los gestos, todo lo real y tangible (das Dingliche) encierran.

Todos estos signos litúrgico poseen un doble y gran poder de impresión y de expresión. De impresión, en el sentido de que prestan a la verdad una virtud simpática y un dinamismo persuasivo, que ni tiene ni puede tener la palabra escueta. Y de expresión, porque estos signos están dotados de una virtud libertadora peculiar, pues traducen y proyectan la verdad o la vida interior con la plenitud que, repetimos una vez más, las palabras desnudas no consiguen ni podrán conseguir nunca.