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LA ISLA DEL TESORO Robert Louise Stevenson Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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LA ISLA DELTESORO

Robert Louise Stevenson

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2) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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INDICEParte Primera: EL VIEJO PIRATA

Cap. 1. Y el viejo marino llegó a la posada del«Almirante Benbow»

Cap. 2. La aparición de «Perronegro»

Cap. 3. La Marca Negra

Cap. 4. El cofre

Cap. 5. La muerte del ciego

Cap- 6. Los papeles del capitán

Parte Segunda: EL COCINERO DE A BORDO

Cap. 7. Mi viaje a Bristol

Cap. 8. A la taberna «El Catalejo»

Cap. 9. Las municiones

Cap. 10. La travesía

Cap. 11. Lo que escuché desde el barril de manzanas

Cap. 12. Consejo de guerra

Parte Tercera: MI AVENTURA EN LA ISLA

Cap. 13. Así empezó mi aventura en la isla

Cap.14. El primer revés

Cap. 15. El hombre de la isla

Parte Cuarta: LA EMPALIZADA

Cap. 16.Cómo abandonamos el barco

Cap. 17. El último viaje del chinchorro

Cap. 18. Cómo terminó nuestro primer dú de lucha

Cap. 19. La guarnición de la empalizada .

Cap. 20. La embajada de Silver

Cap. 21. Al ataque

Parte Quinta: M I AVENTURA EN LA MAR

Cap. 22. Así empezó mi aventura en la mar

Cap. 23. A la deriva

Cap. 24. La travesía en el coraclo

Cap. 25. Cómo arrié la bandera negra

Cap. 26. Israel Hands

Cap. 27. ¡Doblones!.

Parte Sexta: EL CAPITAN SILVER

Cap. 28. En el campamento enemigo

Cap. 29. La Marca Negra, de nuevo

Cap 30 Bajo palabra

Cap. 31. La busca del tesoro: la señal de Flint

Cap. 32. La busca del tesoro: la voz entre los drboles

Cap. 33. La caída de un jefe

Cap. 34. El fin de todo

Para S.L. 0.,

un caballero americano,

de acuerdo con cuyo clásico gusto

ha sido imaginada la narración que sigue,

y al que ahora, agradeciéndole tantas horas delicio-sas,

y con los mejores deseos,

dedica estas páginas su afectuoso amigo,

EL AUTOR

Para el comprador indeciso

Si los cuentos que narran los marinos,

Hablando de temporales y aventuras, de susamores y sus odios,

De barcos, islas, perdidos Robinsones

Y bucaneros y enterrados tesoros,

Y todas las viejas historias, contadas una vezmás

De la misma forma que siempre se contaron,

Encantan todavía, como hicieron conmigo,

A los sensatos jóvenes de hoy:

-¿Qué más pedir? Pero si ya no fuera así,

Si tan graves jóvenes hubieran perdido

La maravilla del viejo gusto

Por ir con Kingston o con el valiente Ballanty-ne,

O con Cooper y atravesar bosques y mares:

Bien. ¡Así sea! Pero que yo pueda

Dormir el sueño eterno con todos mis piratas

Junto a la tumba donde se pudran ellos y sussueños

PARTE PRIMERA

EL VIEJO PIRATA

Capítulo 1

Y el viejo marino

llegó a la posada del «Almirante Benbow»

El squire Trelawney, el doctor Livesey y algu-nos otros caballeros me han indicado que pon-

ga por escrito todo lo referente a la Isla del Te-soro, sin omitir detalle, aunque sin mencionarla posi ción de la isla, ya que todavía en ellaquedan riquezas enterradas; y por ello tomo mipluma en este año de gracia de 17... y mi me-moria se remonta al tiempo en que mi padreera dueño de la hostería «Almirante Benbow»,y el viejo curtido navegante, con su rostro cru-zado por un sablazo, buscó cobijo para nuestrotecho.

Lo recuerdo como si fuera ayer, meciéndosecomo un navío llegó a la puerta de la posada, ytras él arrastraba, en una especie de angarillas,su cofre marino; era un viejo recio, macizo, alto,con el color de bronce viejo que los océanosdejan en la piel; su coleta embreada le caía so-bre los hombros de una casaca que había sidoazul; tenía las manos agrietadas y llenas decicatrices, con uñas negras y rotas; y el sablazoque cruzaba su mejilla era como un costurón desiniestra blancura. Lo veo otra vez, mirando laensenada y masticando un silbido; de pronto

empezó a cantar aquella antigua canción mari-nera que después tan a menudo le escucharía:

«Quince hombres en el cofre del muerto...¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!»

con aquella voz cascada, que parecía afinadaen las barras del cabrestante. Golpeó en la puer-ta con un palo, una especie de astil de bicheroen que se apoyaba, y, cuando acudió mi padre,en un tono sin contemplaciones le pidió que lesirviera un vaso de ron. Cuando se lo trajeron,lo bebió despacio, como hacen los catadores,chascando la lengua, y sin dejar de mirar a sualrededor, hacia los acantilados, y fijándose enla muestra que se balanceaba sobre la puerta denuestra posada.

-Es una buena rada -dijo entonces-, y una ta-berna muy bien situada. ¿Viene mucha gentepor aquí, eh, compañero? Mi padre le respon-dió que no; pocos clientes, por desgracia. -Bueno; pues entonces aquí me acomodaré. ¡Eh,

tú, compadre! -le gritó al hombre que arrastra-ba las angarillas-. Atraca aquí y echa una manopara subir el cofre. Voy a hospedarme unosdías -continuó-. Soy hombre llano; ron; tocino yhuevos es todo lo que quiero, y aquella roca deallá arriba, para ver pasar los barcos. ¿Que cuáles mi nombre? Llamadme capitán. Y, ¡ah!, seme olvidaba, perdona, camarada... -y arrojó treso cuatro monedas de oro sobre el umbral-. Yame avisaréis cuando me haya. comido ese dine-ro -dijo con la misma voz con que podía man-dar un barco.

Y en verdad, a pesar de su ropa deslucida ysus expresiones indignas, no tenía el aire de unsimple marinero, sino la de un piloto o unpatrón, acostumbrado a ser obedecido o a cas-tigar. El hombre que había portado las angari-llas nos dijo que aquella mañana lo vieron ape-arse de la diligencia delante del «Royal Geor-ge» y que allí se había informado de las hoster-ías abiertas a lo largo de la costa, y supongoque le dieron buenas referencias de la nuestra,

sobre todo lo solitario de su emplazamiento, ypor eso la había preferido para instalarse. Fuelo que supimos de él.

Era un hombre reservado, taciturno. Duranteel día vagabundeaba en torno a la ensenada opor los acantilados, con un catalejo de latónbajo el brazo; y la velada solía pasarla sentadoen un rincón junto al fuego, bebiendo el ronmás fuerte con un poco de agua. Casi nuncarespondía cuando se le hablaba; sólo erguía lacabeza y resoplaba por la nariz como un cuernode niebla; por lo que tanto nosotros como losclientes habituales pronto aprendimos a no me-ternos con él. Cada día, al volver de su camina-ta, preguntaba si había pasado por el caminoalgún hombre con aspecto de marino. Al prin-cipio pensamos que echaba de menos la com-pañía de gente de su condición, pero despuéscaímos en la cuenta de que precisamente lo quetrataba era de esquivarla. Cuando algún mari-nero entraba en la «Almirante Benbow» (comode tiempo en tiempo solían hacer los que se

encaminaban a Bristol por la carretera de lacosta), él espiaba, antes de pasar a la cocina, porentre las cortinas de la puerta; y siempre per-maneció callado como un muerto en presenciade los forasteros. Yo era el único para quien sucomportamiento era explicable, pues, en ciertomodo, participaba de sus alarmas. Un día mehabía llevado aparte y me prometió cuatro pe-niques de plata cada primero de mes, si «teníael ojo avizor para informarle de la llegada deun marino con una sola pierna». Muchas veces,al llegar el día convenido y exigirle yo lo pacta-do, me soltaba un tremendo bufido, mirándo-me con tal cólera, que llegabaa inspirarme te-mor; pero, antes de acabar la semana parecíapensarlo mejor y me daba mis cuatro peniquesy me repetía la orden de estar alerta ante lallegada «del marino con una sola pierna».

No es necesario que diga cómo mis sueños sepoblaron con las más terribles imágenes delmutilado. En noches de borrasca, cuando elviento sacudía hasta las raíces de la casa y la

marejada rugía en la cala rompiendo contra losacantilados, se me aparecía con mil formas dis-tintas y las más diabólicas expresiones. Unasveces con su pierna cercenada por la rodilla;otras, por la cadera; en ocasiones era un sermonstruoso de una única pierna que le nacíadel centro del tronco. Yo le veía, en la peor demis pesadillas, correr y perseguirme saltandoestacadas y zanjas. Bien echadas las cuentas,qué caro pagué mis cuatro peniques con tanespantosas visiones.

Pero, aun aterrado por la imagen de aquelmarino con una sola pierna, yo era, de cuantostrataban al capitán, quizá el que menos miedole tuviera. En las noches en que bebía mas ronde lo que su cabeza podía aguantar, cantaba susviejas canciones marineras, impías y salvajes,ajeno a cuantos lo rodeábamos; en ocasionespedía una ronda para todos los presentes yobligaba a la atemorizada clientela a escuchar,llenos de pánico, sus historias y a corear suscantos. Cuántas noches sentí estremecerse la

casa con su «Ja, ja, ja! ¡Y una botella de ron!»,que todos los asistentes se apresuraban aacompañar a cuál más fuerte por temor a des-pertar su ira. Porque en esos arrebatos era elcontertulio de peor trato que jamás se ha visto;daba puñetazos en la mesa para imponer silen-cio a todos y estallaba enfurecido tanto si al-guien lo interrumpía como si no, pues sospe-chaba que el corro no seguía su relato con in-terés. Tampoco permitía que nadie abandonasela hostería hasta que él, empapado de ron, selevantaba soñoliento, y dando tumbos se en-caminaba hacia su lecho.

Y aun con esto, lo que mas asustaba a la genteeran las historias que costaba. Terroríficos rela-tos donde desfilaban ahorcados, condenadosque «pasaban por la plancha», temporales dealta mar, leyendas de la Isla de la Tortuga yotros siniestros parajes de la América Española.Según él mismo contaba, había pasado su vidaentre la gente más despiadada que Dios lanzó alos mares; y el vocabulario con que se refería a

ellos en sus relatos escandalizaba a nuestrossencillos vecinos tanto como los crímenes quedescribía. Mi padre aseguraba que aquel hom-bre sería la ruina de nuestra posada, porquepronto la gente se cansaría de venir para sufrirhumillaciones y luego terminar la noche sobre-cogida de pavor; pero yo tengo para mí que supresencia nos fue de provecho. Porque losclientes, que al principio se sentían atemoriza-dos, luego, en el fondo, encontraban deleite: erauna fuente de emociones, que rompía la calmo-sa vida en aquella comarca; y había inclusoalgunos, de entre los mozos, que hablaban de élcon admiración diciendo que era «un verdade-ro lobo de mar» y «un viejo tiburón» y otrosapelativos por el estilo; y afirmaban que hom-bres como aquél habían ganado para Inglaterrasu reputación en el mar.

Hay que decir que, a pesar de todo, hizocuanto pudo por arruinarnos; porque semanatras semana, y después, mes tras mes, continuóbajo nuestro techo, aunque desde hacía mucho

ya su dinero se había gastado; y, cuando mipadre reunía el valor preciso para conminarle aque nos diera más, el capitán soltaba un bufidoque no parecía humano y clavaba los ojos en mipadre tan fieramente, que el pobre, aterrado,salía a escape de la estancia. Cuántas veces lehe visto, después de una de estas desairadasescenas, retorcerse las manos de desesperación,y estoy convencido de que el enojo y el miedoen que vivió ese tiempo contribuyeron a acele-rar su prematura y desdichada muerte.

En todo el tiempo que vivió con nosotros nomudó el capitán su indumentaria, salvo unasmedias que compró a un buhonero. Un ala desu sombrero se desprendió un día, y así colga-da quedó, a pesar de lo enojoso que debía re-sultar con el viento. Aún veo el deplorable es-tado de su vieja casaca, que él mismo zurcíaarriba en su cuarto, y que al final ya no era sinopuros remiendos. Nunca escribió carta alguna ytampoco recibía, ni jamás habló con otra perso-na que alguno de nuestros vecinos y aun con

éstos sólo cuando estaba bastante borracho deron. Nunca pudimos sorprender abierto su co-fre de marino.

Tan sólo en una ocasión alguien se atrevió ahacerle frente, y ocurrió ya cerca de su final, ycuando el de mi padre estaba también cercano,consumiéndose en la postración que acabó consu vida. El doctor Livesey había llegado alatardecer para visitar a mi padre, y, después detomar un refrigerio que le ofreció mi padre,pasó a la sala a fumar una pipa mientrasaguardaba a que trajesen su caballo desde elcaserío, pues en la vieja «Benbow» no teníamosestablo. Entré con él, y recuerdo cuánto mechocó el contraste que hacía el pulcro y aseadodoctor con su peluca empolvada y sus brillan-tes ojos negros y exquisitos modales, con nues-tros rústicos vecinos; pero sobre todo el quehacía con aquella especie de inmundo y legaño-so espantapájaros, que era lo que realmenteparecía nuestró desvalijador, tirado sobre la

mesa y abotargado por el ron. Pero súbitamenteel capitán levantó los ojos y rompió a cantar:

«Quince hombres en el cofre del muerto.¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ; Y una botella de ron!El ron y Satanás se llevaron al resto.¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡ Y una botella de ron»

Al principio yo había imaginado que el «cofredel muerto» debía ser aquel enorme baúl queestaba arriba, en el cuarto frontero; y esa ideaanduvo en mis pesadillas mezclada con lasimágenes del marino con una sola pierna. Peroa aquellas alturas de la historia no reparábamosmucho en la canción y solamente era una no-vedad para el doctor Livesey, al que por ciertono le causó un agradable efecto, ya que pudeobservar cómo levantaba por un instante sumirada cargada de enojo, aunque continuóconversando con el viejo Taylor, el jardinero,acerca de un nuevo remedio para el reúma.Pero el capitán, mientras tanto, empezó a re-

animarse bajo los efectos de su propia música yal fin golpeó fuertemente en la mesa, señal queya todos conocíamos y que quería imponersilencio. Todas las voces se detuvieron, menosla del doctor Livesey, que continuó hablandosin inmutarse con su voz clara y de amable to-no, mientras daba de vez en cuando largaschupadas a su pipa.

El capitán fijó entonces una mirada furiosa enél, dio un nuevo manotazo en la mesa y con elmás bellaco de los vozarrones gritó:

-¡Silencio en cubierta!-¿Os dirigís a mí, caballero? -preguntó el

médico. Y cuando el rufián, mascullando otrojuramento, le respondió que así era, el doctorLivesey replicó-: Solamente he de deciros unacosa: que, si continuáis bebiendo ron, el mundose verá muy pronto a salvo de un despreciableforajido.

La furia que estas palabras despertaron en elviejo marinero fue terrible. Se levantó de unsalto y sacó su navaja, se escuchó el ruido de

sus muelles al abrirla y, balanceándola sobre lapalma de la mano, amenazó al doctor con cla-varlo en la pared.

El doctor no se inmutó. Continuó sentado y lehabló así al capitán, por encima del hombro,elevando el tono de su voz para que todos pu-dieran escucharle, perfectamente tranquilo yfirme:

-Si no guardáis ahora esa navaja, os prometo,por mi honor, que en el próximo Tribunal delCondado os haré ahorcar. Durante unos instan-tes los dos hombres se retaron con las miradas,pero el capitán amainó, se guardó su arma yvolvió a sentarse gruñendo como un perro apa-leado.

-Y ahora, señor -continuó el doctor-, puestoque no ignoro su desagradable presencia en midistrito, podéis estar seguro de que no he deperderos de vista. No sólo soy médico, tambiénsoy juez,

y, si llega a mis oídos la más mínima quejasobre vuestra conducta, aunque sólo fuera por

una insolencia como la de esta noche, tomarélas medidas para que os detengan y expulsende estas tierras. Basta.

Al poco rato trajeron hasta nuestra puerta elcaballo del doctor Livesey, y éste montó y sefue; el capitán permaneció tranquilo aquellanoche y he de decir que otras muchas a partirde ésta.

Capítulo 2La aparición che «Perronegro»

Poco después de los sucesos que acabo de na-rrar tuvo lugar el primero de los misteriorosacontecimientos que acabaron por librarnos delcapitán, aunque no, como ya verá el lector, desus intri gas. Fue aquel invierno un invierno enque la tierra permaneció cubierta por las hela-das y azotada por los más furiosos vendavales.Nos dábamos cuenta de que mi pobre padre nollegaría a ver la primavera; día a día empeora-ba, y mi madre y yo teníamos que repartirnos el

peso de la hostería, lo que por otro lado nosmantuvo tan ocupados, que difícilmente re-parábamos ya en nuestro desagradable hués-ped.

Recuerdo que fue un helado amanecer deenero. La ensenada estaba cubierta por, la blan-cura de la escarcha, la mar en calma rompíasuavemente en las rocas de la playa y el solnaciente iluminaba las cimas de las colinas res-plandeciendo en la lejanía del océano. El ca-pitán había madrugado más que de costumbre,y se fue hacia la playa, con su andar hamacado,oscilando su cuchillo bajo los faldones de suandrajosa casaca azul, el catalejo de latón bajoel brazo y el sombrero echado hacia atrás. Sualiento, al caminar, iba dejando como nubecillasblanquecinas. Al desaparecer tras un peñasco,profirió uno de aquellos gruñidos que tan fami-liares ya me eran, como si en aquel instantehubiera recordado con indignación al doctorLivesey.

Mi madre estaba arriba, velando a mi padre;yo atendía mis quehaceres y preparaba la mesapara cuando regresara el capitán. Entonces seabrió la puerta y apareció un hombre al quejamás antes había visto. Pálido, con la blancuradel sebo; vi que le faltaban dos dedos en la ma-no izquierda, pero, aunque le colgaba un ma-chete, no tenía trazas de hombre pendenciero.Yo, que estaba siempre pendiente de cualquiermarino, tanto con una como con dos piernas,recuerdo que me sentí desconcertado, puesaquel visitante no parecía hombre de mar, peroalgo en él olía a tripulación.

Le pregunté en qué podía servirle, y dijo quequería beber ron; pero, cuando iba a traérselo,se sentó sobre una mesa y me hizo una seña deque me acercara. Me quedé quieto donde esta-ba con el paño de limpieza en las manos.

-Acércate, hijo -me llamó-. Acércate.Yo di un paso hacia él.

-¿Esa mesa que está ahí preparada no será pa-ra mi compadre Bill? -me preguntó con aireburlón.

Le dije que no conocía a su compadre Bill;que aquella mesa estaba dispuesta para otrohuésped a quien llamábamos el capitán. -Bien -dijo-, eso le gusta a mi compadre Bill, que lellamen capitán. Pero si el que dices tiene unacicatriz grande en un carrillo y da gusto ver lofino que es, sobre todo cuando está borracho,ése es mi compadre Bill. Además, vamos a ver,si tu capitán tiene una cuchillada en la mejilla...¿no será además en el lado derecho? ¡Ah, yadecía yo! Así que... ¿está aquí mi compadreBill?

Le contesté que se encontraba fuera, dandouno de sus paseos. -¿Por dónde, hijo? ¿Pordónde ha ido?

Le indiqué la playa y le dije por dónde podríaregresar el capitán y lo que aún tardaría, y,después que respondí a otras de sus preguntas,me dijo:

-Ah... Verme le va a sentar mejor que un tra-go de ron a mi compadre Bill.

La expresión de su cara al decir esto no mepareció muy agradable, por lo que pensé que elforastero no decía la verdad. Pero pensé que noera asunto mío; y, además, tampoco podía yohacer nada. El hombre salió y se apostó en laentrada de la hostería, acechando como gatoque espera al ratón. Cuando se me ocurrió salira la carretera, me ordenó que entrase inmedia-tamente, y, como no obedecí con la prestezaque él esperaba, un cambio terrible se produjoen su rostro blanquecino, y profirió un jura-mento tan terrible, que me heló el alma. Entrérápidamente en la posada y él entonces se meacercó, recobrando su aire zalamero, y dándo-me una palmadita en el hombro me dijo que yoera un buen muchacho y que se había encari-ñado conmigo.

-Tengo yo un hijo -me contó- que se parece ati como una gota de agua a otra y que es el or-gullo de mi corazón. Pero los muchachos nece-

sitáis disciplina, hijo, disciplina. Si tú hubierasnavegado con mi compadre Bill, no necesitaríasque te lo dijera dos veces para entrar en casa,no... No eran esas las costumbres de Bill ni delos que navegaban con él. ¡Pero, mira! ¡Ahí vie-ne! Con su catalejo bajo el brazo. Es mi compa-dre Bill. ¡Bendito sea! Tú y yo vamos a meter-nos dentro, hijo, y nos esconderemos tras lapuerta; vamos a darle a Bill una buena sorpre-sa. ¡Dios lo bendiga!

Y diciendo esto, entró conmigo en la hosteríay me ocultó tras él, junto a la puerta. Yo estaba,como es de suponer, inquieto y alarmado, y elmiedo que sentía aumentaba al ver que el foras-tero también daba muestras de temor. Acaricióla empuñadura de su machete y empezó a sa-carlo de su vaina, y todo el tiempo que estuvi-mos aguardando no dejó de tragar saliva, comosi tuviera, como suele decirse, un nudo en lagarganta.

Por fin entró el capitán, cerró la puerta degolpe y, sin desviar su mirada, se dirigió agrandes zancadas hacia su mesa.

-¡Bill! -llamó el forastero, con una voz quepretendía ser firme y resuelta.

El capitán giró sobre sus talones y se nosquedó mirando; el color había desaparecido desu rostro y hasta su nariz se tornó lívida; teníael aspecto del que ve a un aparecido o al mismodiablo o incluso algo peor, si es que existe; tan-to me sobrecogió verlo así, porque fue como sien un instante envejeciera cien años.

-Vamos, Bill... Ya me conoces... ¿O es que note acuerdas de tu viejo camarada? -dijo el foras-tero.

El capitán ahogó un grito de asombro y ex-clamó:

-¡«Perronegro»!-¿Y quién si no? -contestó el otro, ya más

tranquilo-. El mismo «Perronegro» de siempre,que viene a saludar a su antiguo camarada Billa la posada del «Almirante Benbow». Ah, Bill,

Bill…. ¡Las cosas que hemos visto los dos desdeque yo perdí estos garfios! -y levantó su manomutilada.

-Está bien -dijo el capitán-, al fin me has pi-llado, ya me tienes; bien, echa fuera lo que ten-gas que decir. ¿Qué quieres? -Siempre el mis-mo, ¿eh, Bill? -respondió «Perronegro»-.

Tienes toda la razón. Ahora este buen mozal-bete nos va a traer un trago de ron y vamos asentarnos, ¿quieres?, y vamos a charlar mano amano, como viejos camaradas.

Cuando yo regresé con el ron, estaban los dossentados en la mesa del capitán, uno frente alotro. «Perronegro» se había situado cerca de lapuerta y con la silla algo separada de la mesa,como para poder al mismo tiempo vigilar a suantiguo compinche y, supongo, tener pronta lahuida.

Me mandó que me retirase y que dejara lapuerta abierta de par en par, y añadió:

-No se te ocurra espiar por el ojo de la cerra-dura, hijo-. Así que, dejándolos solos, me retiré.

Durante largo rato, y aunque me esforcé porescuchar, no pude entender más que apagadossusurros; pero después empecé a oír sus voces,cada vez más altas, y entonces pesqué algunapalabra, principalmente juramentos del capitán:

-¡No, no, no, no! ¡Y basta! -gritaba-. ¡Si hayque acabar colgados, a la horca todos! -chilló.

Y de repente estalló en juramentos horribles yescuché ruido de golpes; la mesa y las sillasrodaban por el suelo con gran estrépito; oí cho-car de aceros y un instante después vi a «Pe-rronegro» huir despavorido y al capitán co-rriendo tras él, los dos con los machetes en lamano, y vi que el hombro de «Perronegro» ma-naba sangre. Ya en la puerta el capitán des-cargó sobre el fugitivo un tajo tan tremendo,que, de haberlo alcanzado, lo hubiera abiertoen canal, pero gracias a que el cuchillo chocócon la muestra de la hostería que colgaba en elportal. Todavía puede verse la muesca en ellado inferior del marco.

Aquel golpe fue el último de la pelea. Cuandopudo llegar a la carretera, «Perronegro», a pe-sar de su herida, demostró saber correr y des-apareció tras la colina en medio minuto. El ca-pitán, por su parte, miró la muestra como atur-dido. Se pasó varias veces la mano por sus ojos,y después volvió a entrar en la casa.

-Jim! -gritó-, ¡ron! -; y al pedírmelo, se tamba-leó un poco y trató de sostenerse apoyándoseen la pared.

-¿Estáis herido? -exclamé.-Ron... -me pidió de nuevo-. He de huir de

aquí... ¡Ron! ¡Ron!Corrí a traérselo, pero estaba tan impresiona-

do por todo lo que había visto, que rompí unvaso y averié el grifo, y, mientras trataba decalmarme, oí el golpe de un cuerpo al caer alsuelo; corrí entón ces hacia la habitación dondehabía dejado al capitán y allí me lo encontrétirado cuan largo era. En ese instante mi madre,alarmada por los gritos y la pelea, acudió pre-surosa en mi ayuda. Entre los dos tratamos de

levantar al capitán, que resollaba fuerte y ester-toreamente; tenía los ojos cerrados y en su ros-tro el color de la muerte.

-¡Pobre de mí! -gritaba mi madre-. ¡La desgra-cia se ceba en esta casa! ¡Y con tu pobre padretan enfermo!

No teníamos ni idea de qué hacer para auxi-liar al capitán, lo único que se nos ocurría esque había sido herido de muerte en la pelea conel forastero. Traje, por si acaso, el ron y traté dehacérselo beber, pero tenía los dientes apreta-dos y la boca encajada, como si fuera de hierro.En ese instante, y con gran alivio por nuestraparte, se abrió la puerta y vimos entrar al doc-tor Livesey, que venía a visitar a mi padre.

-¡Doctor! -exclamamos-. ¡Ayúdenos! ¡No sa-bemos si está muerto!

-¿Muerto? -dijo el doctor-. No más que unode nosotros. Este hombre no tiene sino un ata-que, que por cierto ya le advertí. Y ahora, seño-ra Hawkins, vuelva usted al lado de su esposo,y, si es posible, que no se entere de nada de

esto. Yo, como es mi obligación, trataré de sal-var la despreciable vida de este tunante. Jim -me indicó-, haz el favor de traerme una jofaina.

Cuando volví con lo que me había pedido, eldoctor había cortado de arriba hasta abajo unamanga del capitán, dejando al descubierto suenorme brazo nervudo, sobre el que se veíanvarios tatuajes; en el antebrazo, con gran clari-dad, leímos: «Mía es la suerte», y «Viento en lasvelas», y «Billy Bones es libre», y más arriba,junto al hombro, veíase una horca con un hom-bre colgado; el dibujo estaba trazado con ciertagracia.

-¡Profético! -dijo el doctor, indicándome el di-bujo-. Y ahora, señor Bones, si ése es su nom-bre, vamos a ver de qué color tiene usted lasangre. ¿Te asusta la sangre, Jim? -me pre-guntó.

-No, señor -respondí.-Bueno, pues entonces -me dijo- sostén la jo-

faina. Y diciendo esto, cogió la lanceta y abrióuna vena. Abundante sangre manó antes de

que el capitán abriese los párpados y nos mira-ra con turbios ojos. Primero reconoció al doctor,y frunció su ceño; luego me vio a mí, y eso pa-reció tranquilizarlo. Pero de pronto su rostropalideció y trató de incorporarse, gritando:

-¿Dónde está «Perronegro»?-Aquí no hay ningún «Perronegro» -dijo el

doctor-, excepto el que lleváis en el pellejo.Habéis seguido bebiendo y os ha dado un ata-que, tal como anuncié; y en este instante acabo,muy contra mi gusto, de sacaros por las orejasde la sepultura. Y ahora, señor Bones...

-Yo no me llamo así -interrumpió el capitán.-Tanto me da -replicó el doctor-. Es el nombre

de un pirata del que he oído hablar; y así osllamo para abreviar. De cualquier forma lo quetenía que deciros es tan sólo esto: un vaso deron no acabará con vuestra vida, pero a éseseguirá otro, y después otro, y apuesto mi pelu-ca a que, de no dejarlo, no tardaréis en morir,¿está claro?, moriréis y así iréis al lugar que oscorresponde, como está en la Biblia. Ahora,

vamos, haced un esfuerzo y os ayudaré, poresta vez, a ir a la cama.

Entre el doctor y yo, con gran trabajo, conse-guimos hacerlo subir la escalera y dejarlo en ellecho, donde su cabeza cayó sobre la almohadaigual que si aún permaneciera desmayado.

-Y ahora, pensadlo -dijo el doctor-. Yo declinomi responsabilidad. Sólo el nombre del ron yasignifica vuestra muerte. Y tomándome por elbrazo, salimos de aquel cuarto para ir a ver ami padre.

-No hay que temer -me dijo el doctor tanpronto cerramos la puerta-. Le he extraído sufi-ciente sangre como para que descanse tranquilouna temporada; tendrá que quedarse aquí unasemana, es lo mejor para todos; pero, sin duda,otro ataque puede acabar con él.

Capítulo 3La Marca Negra

Hacia el mediodía me acerqué a la habitacióndel capitán, llevándole un refresco y medicinas.Se encontraba casi en el mismo estado en que lohabíamos dejado, aunque trató de incorporarse,pero su debilidad fue más grande que sus de-seos.

Jim -me dijo-, tú eres la única persona enquien puedo confiar aquí; y bien sabes quesiempre me porté bien contigo. Ni un mes hedejado de darte tus cuatro peniques de plata.Ahora ya

me ves, compañero, da grima verme, no ten-go ánimos y estoy solo. Escucha, Jim, tráeme uncortadillo de ron... Vamos, camarada, ¿me lotraerás?

-El doctor... -intenté decirle.Pero él rompió en juramentos y maldiciones

contra el doctor con una voz que, aún apagada,no había perdido su vieja energía. -Los médicosson todos unos farsantes -voceó-, y ese vuestro,ése, ¿qué sabe de hombres de mar? Con estosojos he visto tierras que abrasaban como la pez

hirviendo, y a mis compañeros caer muertoscomo moscas con el vómito negro, y he visto latierra moverse como la mar sacudida por te-rremotos... ¿Qué sabe el médico? Y te digo unacosa: fue el ron el que me hizo vivir. El ha sidomi comida y mi agua, somos como marido ymujer. Y si me lo quitáis ahora, seré como unbarco del que ya no queda más que un madero,que las olas entregan a la playa. Mi maldicióncaerá sobre ti, Jim, y sobre ese médico charlatán-y de nuevo prorrumpió en una sarta de jura-mentos-. Fíjate, Jím, en el temblor de mis dedos-continuó ya con un tono de súplica-. No seestán quietos. No he bebido una gota en todo elsanto día. Te digo que ese médico es un farsan-te. Si no echo un trago de ron, Jim, empezaré atener visiones. Ya casi las tengo. Estoy viendoal viejo Flint allí en el rincón, detrás tuyo; y siempiezo a tener visiones, con la mala vida quehe llevado, se me va a aparecer hasta Caín. Elmédico dijo que un vaso no me haría daño. Te

daré una guinea de oro, si me traes un cortadi-llo, Jim.

Iba excitándose cada vez más y yo me alarméa causa de mi padre, que había empeorado ynecesitaba toda la quietud posible; además, lasinstrucciones del doctor habían sido terminan-tes, y también me sentía ofendido en ciertaforma por el soborno que me proponía.

-No quiero vuestro dinero -le dije-, sino elque debéis a mi padre. Os traeré un vaso, sólouno.

Cuando se lo traje, lo cogió ávidamente y lobebió de un trago.

-Ah -suspiró-. Ya me siento mejor, no cabeduda. Y ahora, muchacho, ¿cuánto tiempo dijoel doctor que debía estar en esta condenadalitera?

-Una semana, por lo menos -le contesté.-¡Truenos! -exclamó-. ¡Una semana! Eso no

puede ser. Para entonces ya me habrían pilladoy me marcarían con «la Negra». Ahora mismodeben andar ya por ahí esos canallas hus-

meando mis huellas; gentuza que no han sabi-do guardar lo suyo y quieren poner sus garrasen lo que es de otro. ¿Tú crees que eso es dehombres de mar? Yo he sido un espíritu preca-vido, nunca gasté mis buenos dineros ni los heperdido por ahí. Pero voy a estar más avizorque un timonel en su guardia. No les tengomiedo. Largaré velas y volveré a escapar.

Conforme me hablaba, iba tratando de incor-porarse en la cama, aunque con mucha dificul-tad; se aferró a mi hombro clavándome los de-dos con tal fuerza, que casi me hizo gritar dedolor, e intentó mover sus piernas, pero erancomo un peso muerto. El vigor de sus palabrascontrastaba lastimosamente con la apagada vozque las pronunciaba. Logró sentarse en el bordede la cama.

-Ese médico me ha matado -murmuró-. Mezumban los oídos. Recuéstame.

Pero antes de que pudiera ayudarlo se des-plomó sobre el lecho permaneciendo un rato ensilencio.

Jim -dijo al rato-, ¿te fijaste bien en ese mari-no?

-¿«Perronegro»? -pregunté.-Ah... «Perronegro» -dijo él-. Es un tipo de

cuidado, pero aún son peores los que lo envia-ron. Escucha, si yo no puedo escapar, si ésosconsiguen marcarme con «la Negra», acuérdatede que lo que andan buscando es mi viejo cofre.Coge un caballo. ¿Sabes montar, no? Bien, pues,entonces, monta, y corre... ;sí, hazlo!, avisa a esemaldito médico tuyo, y dile que junte a todos,que venga con un juez y con agentes... Dile quepuede atraparlos a todos, aquí, a bordo de la«Almirante Benbow»... , toda la tripulación delviejo Flint, todos... lo que queda de ella. Yo erael segundo de a bordo, el primero después deFlint, y soy el único que conoce dónde estáloque buscan. Me lo confió en Savannah, cuandose estaba muriendo, lo mismo que hago yo aho-ra contigo. Pero tú no abrirás el pico. Solamentesi consiguieran pescarme, si me marcan con «laNegra», o si vieras otra vez a «Perronegro», o a

un marino con una sola pierna, Jim... Ese sobretodo.

-Pero ¿qué es la Marca Negra, capitán? -pregunté.

-Es un aviso, compañero. Ya la verás, si memarcan. Pero ahora tú abre bien los ojos, Jim,yte juro por mi honor que iremos a partes igua-les. -Todavía siguió divagando durante un rato,su voz fue debilitándose, y, cuando le hice be-ber su medicina, que tomó como un niño, medijo-: Si ha habido un marino con necesidad deestas drogas, ése soy yo... -y se durmió profun-damente.

No sé qué hubiera hecho yo de resolversebien todos los acontecimientos; quizá le habríacontado al doctor aquella historia, porque sent-ía miedo de que, si el capitán se recobraba, pu-diera olvidar su promesa y tratara de liberarsede mí. Mas sucedió que aquella misma nochemi padre murió repentinamente, lo que hizoque dejaran de tener importancia las demáspreocupaciones. El dolor que nos embargaba,

las visitas de nuestros vecinos, la preparacióndel funeral y atender al mismo tiempo a todoslos quehaceres de la hostería me mantuvierontan ocupado, que apenas tuve pensamientospara el capitán y aún menos para sus intrigas.

A la mañana siguiente lo vi bajar al comedor,y comió como de costumbre, aunque poco, perome temo que sí bebió más ron del que solía,pues él mismo se encargó de servirse a su gustoy con tal aire amenazador y tales bufidos, queninguno de los presentes osó recriminarlo. Lanoche antes del funeral estaba tan borrachocomo siempre y no respetó el duelo que nosacongojaba, sino que le escuchamos cantar suodiosa y vieja canción marinera. Aunque aún sele veía muy débil, todos lo temíamos, y tampo-co estaba el doctor, quien después de la muertede mi padre había tenido que acudir a un en-fermo a muchas millas de distancia. Ya he di-cho cuán débil parecía el capitán, y a lo largo dela noche incluso pareció ir apagándose lenta-mente aún más. Subía y bajaba las escaleras con

mucha fatiga, iba de una habitación a la otra yde vez en cuando asomaba las narices a la puer-ta como para oler el mar, luego volvía apoyán-dose en los muros y respirando trabajosamentecomo el que sube por una montaña. No parecíareparar en mí y creo firmemente que se habíaolvidado por completo de sus confidencias; sutemperamento, veleidoso, más fuerte que sufalta de vigor, le arrastraba a violentas actitu-des, y no era la más tranquilizadora su costum-bre de desenvainar su largo cuchillo, cuandomás ebrio estaba, y ponerlo delante de él sobrela mesa. Pero, a pesar de todo, no prestaba mu-cha atención a la gente y parecía sumido en susmeditaciones e incluso como perdido en ellas.De pronto, con gran asombro nuestro, empezóa cantar una canción que jamás le habíamosescuchado, una especie de canción de amorcampesina, que debía recordarle su juventudantes de hacerse a la mar.

Así siguieron las cosas hasta un día despuésdel funeral, cuando a eso de las tres de una tar-

de cerrada por la más helada niebla, al asomar-se a la puerta, vi lejos en el camino a alguienque se acercaba despacio. Sin duda se tratabade un ciego, porque iba tanteando el suelo conun palo y llevaba un gran parche verde, que letapaba los ojos y la nariz; caminaba encorvadocomo por la edad o el cansancio y se cubría conun enorme capote de marino, viejo y desastra-do, con una capucha que le daba un aspectodeforme. En mi vida había visto yo una figuramás siniestra. Cuando llegó ante la hostería, sedetuvo y, alzando una voz que parecía salir deun muerto, habló como dirigiéndose a la nieblaque lo envolvía:

-¿No habrá un alma piadosa que le diga a estepobre ciego que ha perdido la preciosa luz desus ojos en defensa de Inglaterra, y que Diosbendiga al rey George!, en qué lugar de su pa-tria se encuentra?

-Estáis en la posada del «Almirante Benbow»,junto a la bahía del Cerro Negro, buen hombre-le dije.

-Oigo una voz -dijo él-, la voz de un mozo.¿Quieres darme tu mano, mi generoso amigo, yllevarme adentro?

Le tendí mi mano, y aquel ser horrible, blan-do como la niebla y sin ojos, la asió de pronto,apretándome como una tenaza. Yo me asustétanto, que intenté soltarme, pero el ciego, dan-do un tirón, me arrastró tras él.

-Ahora, muchacho -me dijo-, vas a llevarmeadonde está el capitán.

-Señor -le supliqué-, no puedo.-¿No? -dijo con sorna-. ¿De veras? ¡Llévame o

te rompo el brazo!Y al decirlo, me retorció con tal violencia, que

grité de dolor. -Señor -le dije-, es por vuestrobien. El capitán ya no es el que era. Tiene siem-pre su cuchillo delante. Otro caballero... -¡Norepliques! ¡Vamos! -dijo interrumpiéndome; yjamás he oído una voz tan cruel, fría y estreme-cedora como la de aquel ciego. Esto me atemo-rizó aún más que el propio dolor, y no tuvemás remedio que obedecerlo al instante. Lo

conduje directamente hasta la puerta de la sala,donde nuestro viejo y enfermo bucanero estabasentado adormecido por el ron. El ciego seguíapegado a mí, sujetándome con una mano dehierro y apoyando todo su peso sobre mishombros.

-Llévame derecho a su lado y, cuando lle-guemos, grita: «Aquí está su amigo, Bill». Si noobedeces... -y volvió a retorcerme el brazo contal fuerza, que creí desmayarme.

Todo esto hizo que el miedo al ciego fueramayor que el que sentía por el capitán, así queabrí la puerta de la sala, entré y dije con voztrémula lo que se me había ordenado.

El capitán levantó los ojos y una sola miradabastó para disipar los efectos del ron y para querecobrase su lucidez. Se quedó atónito. La ex-presión de su cara no era tanto de terror comode un mortal abatimiento. Intentó levantarse,pero no creo que le quedaran suficientes fuer-zas ya en su cuerpo.

-Quédate donde estás, Bill -dijo el mendigo-.No puedo ver, pero mi oído siente un solo dedoque se mueva. Vamos al negocio. Alarga la ma-no izquierda. Muchacho -me llamó-, sujétale lamano por la muñeca y acércamela, ponla en lamía.

Lo obedecí al pie de la letra, y vi que el ciegopasaba algo del hueco de la mano en que teníael palo a la palma de la del capitán, que inme-diatamente apretó aquello que le habían entre-gado.

-Y ahora ya está hecho -dijo el ciego. Y di-ciéndolo, me soltó de pronto y con una increí-ble seguridad y ligereza salió de la habitación yganó la carretera, donde, y antes siquiera deque yo pudiera reaccionar, ya escuché el toc toctoc de su báculo en la lejanía.

Pasó algún tiempo antes de que el capitán yyo volviésemos de nuestro estupor; entonces, ycasi al mismo tiempo, solté yo su muñeca, queaún tenía sujeta, y él acercó la mano a sus ojos ycontempló lo que en su palma aferraba.

-¡A las diez! -gritó-. ¡Faltan seis horas! ¡Aúnpodemos salvarnos!

Y se levantó como un rayo.Y en ese mismo instante, de golpe, vaciló, se

llevó la mano a la garganta, permaneció unossegundos como un barco escorándose y des-pués, con un extraño gemido, cayó al suelocuan largo era.

Me precipité a socorrerlo, mientras llamaba avoces a mi madre. Pero todo fue inútil. El ca-pitán había muerto atacado por una apoplejíafulminante. Y quizá sea difícil de entender, pe-ro, aunque jamás me había gustado aquel hom-bre, a pesar de que al final hubiera comenzadoa inspirarme lástima, verlo allí tendido, muerto,hizo que las lágrimas inundaran mis ojos. Era lasegunda muerte que veía, y el dolor de la pri-mera estaba aún fresco en mi corazón.

Capítulo 4El cofre

No perdí ya entonces más tiempo en decirle ami madre todo lo que sabía y que sin dudahubiera debido poner mucho antes en su cono-cimiento. Inmediatamente nos dimos cuenta delo difícil y peligroso de nuestra situación. Partedel dinero que aquel hombre pudiera esconder-si es que algo guardaba- nos pertenecía contoda justicia, pero no era probable que los com-pañeros de nuestro capitán, sobre todo los dosejemplares que yo había visto, «Perronegro» yel mendigo ciego, estuvieran dispuestos a per-der una parte del botín, y para saldar las cuen-tas del difunto. Tampoco podía yo cumplir elencargo del capitán de cabalgar en busca deldoctor Livesey, dejando a mi madre sola y sinprotección. Ni siquiera nos parecía posible aninguno de los dos seguir por más tiempo en lahostería. El chisporroteo de los leños en elfogón, el tic-tac del reloj, todo nos llenaba deespanto. Por todas partes nos parecía oír pasossigilosos que se acercaban. El cuerpo muertodel capitán seguía tendido en el suelo de la

habitación. Yo no paraba de pensar en el sinies-tro ciego, al que suponía rondando la casa ypronto a aparecer. El miedo me ponía la carnede gallina. Había que tomar una decisión in-mediatamente; y se me ocurrió como única sa-lida que nos marchásemos de la hostería parabuscar auxilio en el cercano caserío. Y dicho yhecho. Tal como estábamos, sin siquiera cubrir-nos, mi madre y yo echamos a correr en la os-curidad, cada vez más densa, de aquel heladoatardecer.

El caserío sólo distaba unos cientos de yardasy teníamos la ventaja de que, en cuanto traspu-siéramos la ensenada, ya no se nos vería; tam-bién me tranquilizaba que se hallara en direc-ción opuesta a aquella por donde había venidoel ciego y por la que probablemente se habíamarchado. Recorrimos el camino en pocos mi-nutos, y eso contando que nos detuvimos algu-na vez para escuchar. Pero no se oía ruido al-guno desacostumbrado, sólo el suave batir de

las olas en la playa y el graznar de los cuervosen el bosque.

Cuando llegamos al caserío, ya se encendíanlas primeras luces, y nunca olvidaré el alivioque sentí al ver aquellos resplandores amari-llentos que se filtraban por puertas y ventanas.Pero ésa fue toda la ayuda que de allí recibi-mos, porque -aunque parezca mentira- nadieestaba dispuesto a regresar con nosotros a la«Almirante Benbow», y cuanto más dramatizá-bamos nuestras desventuras, menos inclinadosparecían todos -hombres, mujeres o mozos- aabandonar el cobijo de sus hogares. El nombredel capitán Flint, aunque desconocido para mí,era bastante famoso para muchos de los veci-nos, y en todos causaba el mayor espanto. Al-guno de los labradores que habían estadoarando las tierras de más allá de la hosteríarecordaba haber visto gente forastera en el ca-mino, y, tomándolos por contrabandistas, hab-ían huido de ellos; uno, por lo menos, asegura-ba haber visto un lugre fondeado en la que

llamábamos la Cala de Kitt. Y tan sólo la ideade encontrarse con alguno `de los compañerosdel capitán ya bastaba para infundirles el másinvencible de los temores. El resultado fue que,si bien varios vecinos se ofrecieron para ir acaballo hasta la casa del doctor Livesey, quepor cierto estaba en la dirección contraria, nin-guno estuvo dispuesto a ayudarnos para de-fender la «Almirante Benbow».

Dicen que la cobardía es contagiosa; pero ladiscusión, por el contrario, enardece. Y así,después que cada uno expresó sus opiniones,mi madre les lanzó una arenga declarando queno estaba dispuesta a perder un dinero quepertenecía a su hijo.

-Si ninguno de vosotros se atreve -les dijo-,Jim y yo sí nos atrevemos y no os necesitamospara encontrar el camino de vuelta. Os agra-dezco mucho a todos, manada de gallinas,vuestro amparo.

Nosotros abriremos ese cofre, aunque noscueste la vida, y le agradecería a usted, señora

Crossley, que me prestase una bolsa para traer-nos el dinero que nos pertenece.

Yo, por supuesto, dije que iría con mi madre;y por supuesto, todos intentaron convencernosde nuestra temeridad, pero ni aún entonceshubo alguno que decidiera venir con nosotros.Lo único que hicieron fue darme una pistolacargada, por si nos atacaban, y prometernostener caballos ensillados para el caso de quefuésemos perseguidos al regreso. También en-viarían a un muchacho a casa del doctor Live-sey para buscar el socorro de gente armada.

El corazón me latía en la boca, cuando sali-mos al frío de la noche y emprendimos nuestrapeligrosa aventura. La luna llena empezaba alevantarse e iluminaba con su brillo rojizo losaltos bordes de laniebla. Aligeramos el paso,pues muy pronto todo estaría bañado por unaluz casi como el día y no podríamos ocultarnosa los ojos de cualquiera que estuviera vigilan-do. Nos deslizamos silenciosos y rápidamente alo largo de los setos sin que escuchásemos rui-

do alguno que aumentara nuestros temores,hasta que con sumo júbilo cerramos tras denosotros la puerta de la «Almirante Benbow».

Corrí inmediatamente el cerrojo, y permane-cimos unos instantes en la oscuridad, sin mo-vernos, jadeantes, a solas en aquella casa con elcuerpo del capitán. En seguida mi madre seprocuró una vela y cogidos de la mano pene-tramos en la sala. El cuerpo yacía tal como lohabíamos dejado, tumbado de espaldas, con losojos abiertos y un brazo estirado.

-Baja las persianas, Jim -susurró mi madre-,no sea que estén ahí fuera y nos vean. Y ahoratenemos que encontrar la llave de eso -dijo,cuando yo acabé de cerrar-, pero ¿quién seatreve a tocarlo? -y al decir esto no pudo re-primir un sollozo.

Me arrodillé junto al capitán. En el suelo, cer-ca de su mano, encontré un redondel de papelennegrecido por una de sus caras. No dudé deque aquello era la Marca Negra; y, cogiéndolo,pude leer en el dorso escrito con letra muy clara

y limpia el siguiente aviso: «Tienes hasta lasdiez de esta noche».

-Tenía hasta las diez, madre -dije yo.Y al tiempo de decir esto, nuestro viejo reloj

empezó a sonar dando las horas. Las campana-das nos sobrecogieron de terror, pero al menoscontándolas nos tranquilizamos, ya que no eranmás que las seis.

-Vamos, Jim -dijo mi madre-. La llave.Registré los bolsillos uno tras otro; sólo en-

contramos unas monedas, un dedal, un poco dehilo y unas agujas enormes, un trozo de tabacomordido por una punta, su navaja de corvaempuñadura, una brújula de bolsillo y yesca.Yo ya empezaba a desesperar.

-Acaso la tenga colgada del cuello -sugirió mimadre.

Venciendo una gran repugnancia, desgarré sucamisa y allí, colgada de su cuello, en un cordelembreado, que corté con su propia navaja, es-taba la llave. Este triunfo nos llenó de esperan-za y subimos sin perder un segundo al cuarto

donde tanto tiempo había él dormido y dondedesde el día de su llegada permanecía su cofre.Era un cofre igual que tantos otros de los quesuelen usar los navegantes; tenía la inicial Bmarcada en la tapa con un hierro al rojo vivo ylas esquinas estaban aplastadas y maltrechaspor el largo y tempestuoso servicio.

-Dame la llave -dijo mi madre. Y aunque lacerradura se resistió, no tardó en abrirla, y le-vantamos la tapa.

Un fuerte olor a tabaco y a brea emanó de suinterior; encima de todo vimos ropa nueva,cuidadosamente cepillada y doblada. Mi madreaventuró que no había sido estrenada. Debajoempezamos a descubrir los más heterogéneosobjetos: un cuadrante, un vaso de estaño, variaslibras de tabaco, una pareja de excelentes pisto-las, un pedazo de un lingote de plata, un anti-guo reloj español y otras baratijas, como un parde brújulas montadas en latón y cinco o seisconchas de caracoles de las Antillas. Muchasveces después he recordado esas conchas y he

pensado en lo extraño de que las llevara con éla través de su errante, criminal y aventureraexistencia.

Sólo aquel lingote de plata y algunas mone-das tenían algún valor; pero ni uno ni las otrasnos aprovechaban. Debajo de todo había unviejo capote marino descolorido ya por la sal yel aire de tantos océanos y puertos. Mi madretiró de él, encolerizada, y entonces descubrimoslo que había en el fondo del cofre: un paqueteenvuelto en hule, que parecía contener papeles,y un saquito de lona que, al tocarlo, dejó oír untintineo de oro.

-Voy a enseñarles a esos forajidos que yo soyuna mujer honrada -dijo mi madre-. Tomaré loque se me debe y ni un farthing más. Sostén labolsa de la señora Crossley -y empezó a contarlas monedas hasta sumar la cantidad que elcapitán nos había dejado a deber.

La tarea fue larga y dificultosa, porque habíamonedas de todos los países y tamaños: doblo-nes y luises de oro y guineas y piezas de a ocho

y qué se yo cuántas más, todas revueltas enaquella bolsa. Además, mi madre únicamentesabía ajustar cuentas con guineas, y precisa-mente éstas eran las más escasas.

Aún no habíamos llegado ni a la mitad de lacuenta, cuando de pronto, en el aire silencioso yhelado, escuchamos algo que casi paralizó loslatidos de mi corazón: el toc toc toc del palo delciego sobre la carretera endurecida por el frío.Se acercaba lentamente. Permanecimos quietos,conteniendo la respiración. Después sonó ungolpe fuerte en la puerta de la hostería y oímoslevantarse la falleba y rechinar el cerrojo comosi aquel miserable tratara de abrir; luego huboun largo y terrible silencio. Después el toc toctoc se escuchó una vez más, y, con la mayoralegría por nuestra parte, cada vez más lejano,hasta que se perdió en la noche.

-Madre -le dije-, cojamos todo y vámonos. -Porque estaba seguro de que, al haber encon-trado la puerta cerrada por dentro, el ciego en-traría en sospechas y no tardaría en volver con

toda la cuadrilla; aun así me alegré de haberechado el cerrojo, pues tal era el espanto queme producía aquel pavoroso ciego.

Pero mi madre, a pesar de sus temores, noquería apropiarse de un penique más de lo quese le debía, y se obstinaba también en no con-tentarse con menos. Me tranquilizó diciendoque aún faltaba mucho para las siete. No estabadispuesta a irse sin haber saldado la cuenta. Yaún trataba yo de convencerla, cuando escu-chamos de pronto un corto y apagado silbidoen la lejanía, sobre la colina. Aquello fue másque suficiente para los dos.

-Me llevaré lo que he cogido -dijo, poniéndo-se en pie de un salto.

-Y yo tomaré esto para completar la cuenta -dije yo, echando mano al envoltorio de hule.

Un instante después bajábamos a tientas porla escalera, porque habíamos olvidado la velajunto al cofre vacío; y sin perder tiempo abri-mos la puerta y escapamos a todo correr. Unosminutos más tarde y hubiera sido fatal para

nosotros, porque la niebla iba aclarando másque de prisa y la luna ya iluminaba las zonasmas altas, y sólo por la hondonada del barrancoy en torno a nuestra puerta flotaban aún tenuesvelos que nos ocultaron en la huida. Pero antesde llegar a mitad de camino del caserío, casi alfinal de la cuesta, la niebla se levantaba dejandopaso a la claridad de la luna, y forzosamenteteníamos que pasar por allí. Ademas, escucha-mos rumor de gente cada vez más cerca y vi-mos una luz que oscilaba entre la bruma y queindicaba que uno de nuestros perseguidores almenos traía una linterna de aceite.

-Hijo mío -dijo mi madre-, toma el dinero yescapa tú. Creo que voy a desmayarme.

Pensé que aquello era el fin de los dos. Maldi-je la cobardía de nuestros vecinos y culpé a mipobre madre tanto por su honradez como porsu codicia, por su pasada temeridad y por sudesfallecimiento ahora. Casi habíamos llegadoal puente pequeño, y había un terraplén quebien podía servirnos, por lo que la ayudé para

llegar hasta él y ocultarnos; fue dejarla apoyadaen el talud cuando con un suspiro se desplomósobre mi hombro. No sé cómo tuve fuerzas pa-ra conseguirlo, y me temo que usé cierta brus-quedad, pero logré arrastrarla por la pendientehasta casi ocultarla bajo el puente. No pudehacer más, porque el arco era tan bajo, que nome permitió mas que reptar, y, aunque mi ma-dre quedaba casi a la vista de aquellos desal-mados, allí permanecimos, tan cerca de la hos-tería, que pudimos ver todo cuanto en ella ocu-rrió.

Capítulo 5La muerte del ciego

La curiosidad fue más fuerte que mis temoresy abandoné mi escondrijo; me arrastré hasta lacima del talud, y desde allí, ocultándome trasun matorral de retama, pude observar a todo lolargo de la carretera hasta la puerta de nuestracasa. No tuve que aguardar mucho, pues de

inmediato empezaron a llegar mis enemigos, almenos siete u ocho; corrían hacia la casa y elruido de sus pasos resonaba en la noche. Unollevaba una linterna y marchaba delante; otrostres corrían juntos, cogidos por las manos; y, apesar de la niebla, vi que el que iba en mediodel trío era el mendigo ciego. Un instante des-pués escuché su voz.

-¡Echad abajo la puerta! -gritaba.-¡Echadla abajo! -contestaron otras voces.Y vi cómo se lanzaban al asalto de la «Almi-

rante Benbow», mientras el que sostenía la lin-terna avanzaba tras ellos. De pronto se detuvie-ron y hablaron en voz baja, como si les hubierasorprendido encontrar abierta la puerta. Pero,acto seguido, el ciego volvió a darles órdenes.Su voz sonó estentórea y aguda, como si ardie-ra de impaciencia y rabia.

-¡Entrad! ¡Entrad! ¡Entrad! -gritaba, maldi-ciendo a sus compinches por su indecisión.

Cuatro o cinco de ellos obedecieron en segui-da y dos permanecieron en la carretera junto al

fantasmal mendigo. Hubo un gran silencio.Después oí una exclamación de sorpresa y unavoz gritó desde la casa:

-¡Bill está muerto!El ciego rompió otra vez en juramentos.-¡Registradlo! ¡Gandules! ¡Y los demás que

suban a por el cofre! -volvió a gritar.Hasta mí llegaba el estruendo de sus carreras

por nuestra vieja escalera; la casa parecía tem-blar con sus pisadas. Después escuché nuevasvoces de sorpresa, la ventana del cuarto delcapitán se abrió de golpe, con gran estrépito devidrios rotos, y un hombre asomó iluminadopor la claridad de la luna y llamó al que estabaabajo en la carretera.

-¡Pew! -gritó-, nos han tomado la delantera.Alguien ha limpiado ya el cofre; todo está patasarriba.

-¿Y lo que buscamos? -preguntó Pew.-Hay dinero.El ciego maldijo el dinero.-¡El escrito de Flint es lo que importa! -gritó.

-No lo vemos por aquí -repuso el otro.-¡Eh, los de abajo, registrad bien a Bill! -

vociferó de nuevo el ciego.Salió entonces a la puerta uno de los que se

habían quedado abajo para registrar al capitán.-A Bill ya lo han cacheado -dijo-. No lleva na-

da.-¡Ha sido la gente de la posada! ¡Ha sido ese

chico! ¡Ojalá le hubiera sacado los ojos! -exclamó Pew-. No hace ni un minuto que aúnestaban ahí dentro; el cerrojo estaba echadocuando yo intenté abrir la puerta. ¡Vamos! ¡Re-gistradlo todo! ¡Buscadlo!

-No pueden andar lejos -gritó el que asomabapor la ventana-, aquí hay una vela que todavíaestá encendida.

-¡Buscadlos! ¡Hay quedar con ellos! -aullabaPew, mientras golpeaba furiosamente con subáculo contra la carretera.

Entonces comenzó un gran desconcierto ennuestra vieja hostería; carreras y ruidos portodas partes, muebles que se volcaban, puertas

abiertas a patadas; el estruendo parecía resonaren las cercanas montañas. Luego empezaron asalir los asaltantes, uno a uno, y aseguraron quesin duda ya no nos encontrábamos allí. En esemomento, el mismo silbido que antes nos alar-mara a mi madre y a mí, cuando estábamoscontando el dinero del capitán, se escuchó denuevo, claro y agudo, en la quietud de la noche.Ahora sonó dos veces. Al principio creí que setrataba del ciego, que de esta forma llamaba asu tripulación al abordaje; pero reparé en que elsonido venía desde la cuesta que conducía alcaserío, y al ver el efecto que tuvo sobre aque-llos bucaneros, comprendí que se trataba de unaviso de peligro.

-Es Dirk -llamó uno de los maleantes-. ¡Dostoques! Tenemos que largarnos, compañeros.

-¡Lárgate tú, inútil! -clamó Pew-. Dirk siem-pre ha sido un miserable cobarde... ¡No le hag-áis caso! ¡Buscad al chico y a su madre, no pue-den estar lejos! ¡Dispersaos y buscadlos, perros!

¡Maldita sea mi alma! -juró-. ¡Si yo tuviera vis-ta!

Esta arenga produjo su efecto, sin duda, por-que dos o tres empezaron a buscar aquí y alláen la leñera, aunque desde luego sin excesivoentusiasmo, ya que les preocupaba más su pro-pio peligro, los demás permanecían indecisosen la carretera.

-Tenéis una fortuna en vuestras manos, imbé-ciles, y os asustáis de vuestra sombra. Podéisser tan ricos como reyes, si logramos encontrarese papel. Sabemos que está aquí y aún os hac-éis los remolones. Cuando ninguno de vosotrosse atrevía a encararse con Bill, yo lo hice... ¡yo,un ciego! ¡No voy a perder mi parte por vuestraculpa! ¿Es que voy a reventar como un misera-ble pordiosero arrastrándome mendigando unpoco de ron, cuando podría ir en carroza? ¡Situvierais las agallas de una pulga, los atrapar-íais!

-Que se vayan al infierno, Pew. Ya tenemoslos doblones -refunfuñó uno de ellos.

-Habrán escondido el escrito -dijo otro-. Cogeestas guineas, Pew, y deja de aullar.

Aullidos era verdaderamente la palabra másexacta, y a tal punto llegó la cólera de Pew aloír a su compañero, que su ira estalló v empezóa dar golpes de ciego con su bastón a diestro ysiniestro, y en las costillas de más de uno los oíresonar. Se enzarzaron todos amenazándosecon horribles maldiciones y tratando en vanode arrancar el palo de las manos del ciego.

Su pendencia fue nuestra salvación, porque,mientras ellos reñían, otro ruido llegó hastanosotros desde lo alto de la cuesta del caserío:el rumor de cascos de caballos al galope. Casi almismo tiempo el resplandor y la detonación deun pistoletazo sacudieron al fondo del camino.Debía ser ésa la última señal de peligro, porquelos bucaneros, al escucharla, dieron vuelta yecharon a correr, dispersándose en todas direc-ciones, lo mismo hacia el mar, a lo largo de labahía, como a través del cerro, de suerte que enmedio minuto no quedó de la pandilla sino

Pew. Lo habían abandonado o por cobardía oen venganza por sus injurias y golpes; y allíestaba él solo y golpeando con el palo en lacarretera, frenéticamente, tanteando el aire yllamando a sus camaradas. De pronto avanzóhacia donde yo estaba, corría; pasó ante mí,gritando:

-Johnny! ¡«Perronegro»! ¡Dirk! -y otros nom-bres-. ¡No abandonéis al viejo Pew, camaradas!¡No abandonéis al viejo Pew!

El atronador galopar de los caballos sobre-pasó la cima de la cuesta, y cuatro o cinco jine-tes se dibujaron a la luz de la luna y se lanzaroncuesta abajo a galope tendido.

Y entonces vi que Pew cayó en la cuenta desu error; intentó dar la vuelta y echó a correrhacia la cuneta, donde se precipitó dando tum-bos. Se levantó inmediatamente y siguió co-rriendo, pero ya estaba perdido, y vi cómo calabajo las patas del primer caballo. El jinete tratóde esquivarlo, pero fue en vano. Pew cayódando un grito, que resonó en el frío de la no-

che. Los cascos del animal lo pisotearon, re-volcándolo contra el polvo, y pasaron dé largo.Allí quedó Pew, tendido sobre su costado; des-pués se estremeció, casi dulcemente, y quedóinmóvil.

De un salto me puse en pie y llamé a los jine-tes. Habían frenado sus monturas, horrorizadospor el accidente, y los reconocí. Uno de ellos,que cabalgaba rezagado, era el muchacho quehabían enviado los del caserío a casa del doctorLivesey, y los demás eran agentes de Aduana alos que encontrara a medio camino y con loscuales había tenido la buena idea de regresarrápidamente. El superintendente Dance habíasido informado sobre el lugre fondeado en laCala de Kitt y por eso precisamente veníanaquella noche hacia nuestra casa. Esas circuns-tancias nos habían librado a mi madre y a mí deuna muerte segura.

Pew estaba tan muerto como una piedra. Encuanto a mi madre, la llevamos a la aldea y unpoco de agua fresca y unas sales bastaron para

hacerle volver en sí, sin más consecuencias queel susto, aunque no dejó de lamentarse porhaber perdido lo que faltaba para liquidar lacuenta del capitán. El superintendente y lossuyos continuaron inmediatamente hacia laCala de Kitt, pero tenían que descender unaabrupta barranca, y sin luces, por lo que, entreque debían tantear la senda y desmontar de suscabalgaduras, además de las precauciones porel caso de que les hubieran tendido una embos-cada, para cuando llegaron a la Cala, el lugre yahabía zarpado. Se encontraba todavía, sin em-bargo, tan cerca de la costa, que el superinten-dente intentó detenerlo ordenándoles que seentregasen. Pero una voz respondió desde elmar conminándole a apartarse de donde estabasi no quería llevarse un poco de plomo en elcuerpo, lo que no era difícil ya que estaba ilu-minado por la claridad de la luna, y al mismotiempo sonó un disparo y una bala silbó junto asu brazo. El lugre ya doblaba el cabo y desapa-reció. El señor Dance se quedó, como él mismo

dijo, «como pez fuera del agua», y todo lo quepudo hacer fue enviar a uno de sus aduaneros aBristol para dar aviso al cúter que servía deguardacostas.

-Es igual que nada -dijo-. Nos la han jugado.De lo único que me alegro es de haber acabadocon ese canalla de Pew -del cual ya sabía la his-toria por habérsela yo contado.

Volvimos juntos a la «Almirante Benbow», yno es posible describir un estrago mayor; hastanuestro viejo reloj estaba derribado, y toda lacasa patas arriba, pues en su busca nada habíandejado en pie aquellos malhechores, y, aunqueno consiguieran llevarse otra cosa que el dinerodel capitán y algunas monedas de plata queguardábamos en el mostrador, pensé que sinduda estábamos arruinados. El señor Dancetampoco daba crédito a sus ojos.

-¿No me dijiste que querían robar el dinero?Pues entonces, dime, Hawkins, ¿por qué lo handestrozado todo? ¿Buscarían más dinero?

-No, señor -le contesté-, creo que no era dine-ro. Se me figura que buscaban algo que tengoyo en el bolsillo, y, para decir verdad, quisieraponerlo a buen recaudo.

-Muy bien, muchacho -dijo él-, tienes razón.Si quieres yo puedo guardarlo.

-Yo había pensado en el doctor Livesey... -empecé a decir.

-Perfectamente -dijo interrumpiéndome contoda amabilidad-, perfectamente. Es un caballe-ro y además magistrado. Ahora que pienso enello, creo que debería ir yo también para darlecuenta de lo ocurrido a él y al squire. Esa basurade Pew está bien muerto, y no es que yo lo la-mente, pero el caso es que hay personas de ma-la fe siempre dispuestas a aprovechar cualquierpretexto para acusar de lo que sea a un oficialde Su Majestad. Así que, escúchame, Hawkins,creo que debes venir conmigo.

Le di las gracias por su ofrecimiento y nos di-rigimos caminando hasta el caserío donde esta-ban los caballos. Casi antes de poder despedir-

me de mi madre, vi que ya estaban todos mon-tados.

-Dogger -dijo el señor Dance-, tú que tienesun buen caballo monta contigo a este joven.

Monté y me aferré al cinto de Dogger. Enton-ces el superintendente dio la señal y partimos algalope hacia la casa del doctor Livesey.

Capítulo 6Los papeles del capitán

Cabalgamos sin descanso hasta que llegamosa la puerta del doctor Livesey. La fachada de lacasa estaba a oscuras.

El señor Dance me indicó que desmontase yllamara, y Dogger me cedió su estribo parahacerlo. Una criada nos abrió la puerta.

-¿Está el doctor Livesey? -pregunté.Me respondió que el doctor había estado du-

rante toda la tarde, pero que en aquel momentose encontraba en la mansión del squire, porqueestaba invitado a cenar y pasar la velada con él.

-Bien, pues vamos allá, muchachos -dijo elseñor Dance. Como esta vez la distancia eramás corta, ni siquiera monté, sino que fui co-rriendo asido al estribo de Dogger hasta laspuertas del parque, y después, por la largaavenida de árboles, cubierta entonces de hojasy que la luz de la luna iluminaba, al final de lacual se perfilaba la blanca línea de edificacionesque componían la mansión, rodeada por in-mensos jardines de centenarios árboles. El se-ñor Dance desmontó y sin dilación fuimos ad-mitidos en la casa. Un criado nos condujo poruna galería alfombrada hasta un amplio salóncuyas paredes estaban todas cubiertas por es-tanterías con libros rematadas por esculturas.Allí se encontraban el squire y el doctor Livesey,sentados ante un maravilloso fuego de chime-nea y fumando sus pipas.

Yo nunca había visto tan de cerca al squire.Era un hombre muy alto, de más de seis pies, ybien proporcionado; su rostro era enormementeexpresivo, y su piel, curtida y algo enrojecida,

supongo que por sus largos viales; las cejaseran muy negras y espesas y, al moverlas, ledaban un aire de cierta fiereza.

-Pase usted, señor Dance -dijo con mucha ce-remonia y no sin condescendencia.

-Buenas noches, Dance -añadió el doctor conuna inclinación de cabeza-. Buenas noches, Jim.¿Qué buen viento os trae por aquí?

El superintendente, muy envarado, contó loocurrido como quien recita una lección; y eradigno de ver cómo los dos caballeros lo escu-chaban con la máxima atención, intercambián-dose miradas, tanto que hasta se olvidaron defumar, absortos y asombrados por el relato.Cuando supieron cómo mi madre se habíaatrevido a regresar a la hostería, el doctor Live-sey no pudo reprimir una exclamación:

-¡Bravo! -dijo con un gesto tan impulsivo, quequebró su larga pipa contra la parrilla de lachimenea.

Antes de que terminase el superintendente sunarración, el señor Trelawney -pues ése, como

se recordará, era el nombre del squire- se le-vantó de su butaca y empezó a recorrer el salóna grandes zancadas, mientras el doctor, comopara oír mejor, se había despojado de la empol-vada peluca; y por cierto que resultaba sor-prendente verlo con su auténtico pelo, negrísi-mo y cortado al rape.

Por fin el señor Dance terminó su explicación.-Señor Dance -dijo el squire-, es usted un

hombre de provecho. Y en cuanto a la muertede ese vil y desalmado forajido, lo considero unacto virtuoso como el aplastar una cucaracha.En cuanto a este mozo, Hawkins, es una verda-dera joya. Por favor, Hawkins, ¿quieres tirar dela campanilla? El señor Dance tomará un tragode cerveza.

-¿Así, Jim -dijo el doctor-, que tú tienes lo queesos pillos andaban buscando?

-Aquí está, señor-dije, y le entregué el paque-te envuelto en hule.

El doctor lo miró por todos lados, temblándo-le los dedos por la impaciencia de abrirlo; pero,

en vez de hacerlo, se lo guardó tranquilamenteen el bolsillo de su casaca.

-Señor Trelawney -dijo-, no debemos distraeral señor Dance por más tiempo de sus obliga-ciones; el servicio de Su Majestad no descansa.Pero sugeriría que Jim Hawkins se quedara adormir en mi casa, y, con vuestro permiso,propongo, bien se lo ha ganado, que traigan elpastel de fiambre y que reponga fuerzas.

-Como gustéis, Livesey-dijo el squire-, peroHawkins bien merece algo mejor que ese pastel.

Trajeron un enorme pastel de pichones, quedispusieron en una mesita junto a mí, y cenécopiosamente, pues tenía un hambre de lobo.Mientras tanto el señor Dance fue nuevamentefelicitado y finalmente despedido.

-Y bien, señor Trelawney... -dijo entonces eldoctor.

-Y bien, señor Livesey -dijo el squire-. Ahora...-Cada cosa a su tiempo -dijo riéndose el doc-

tor-, cada cosa a su tiempo. Habréis oído hablarde ese Flint, ¿no es así?

-¡Hablar! -exclamó el squire-. ¡Hablar, decís!Flint ha sido el más sanguinario pirata quecruzó los mares. Barbanegra era un inocenteniñito a su lado. Los españoles le tenían tantomiedo, que aveces me he sentido orgulloso deque fuera inglés. Con estos ojos he visto susmonterillas en el horizonte, a la altura de Trini-dad, y el cobarde con quien yo navegaba viró yle faltó tiempo para refugiarse en las tabernasde Puerto España.

-Sí, también yo he oído hablar de él en Ingla-terra -dijo el doctor-. Pero la cuestión es si re-almente atesoraba tanta riqueza como dicen.

-¿Que si atesoraba tantas riquezas? -interrumpió el squire-. ¿Pero no conocéis la his-toria? ¿Qué buscaban esos villanos sino tal for-tuna? ¿Por qué otra cosa iban a arriesgar sucuello? Esa carne de horca sabía lo que buscaba.

-Que es lo que nosotros ahora podemos cono-cer -contestó el doctor-. Pero sois tan exaltado,que me confundís y no he podido explicarme.Lo único que necesito saber es eso: Si yo tuviera

aquí, en mi bolsillo, alguna indicación acercadel lugar donde Flint enterró su tesoro, ¿quévalor tendría para nosotros?

-¿Qué valor? -exclamó el squire-. Mirad: si te-nemos esa indicación de que habláis, estoy dis-puesto a fletar y pertrechar un barco en Bristoly llevaros a vos y también a Hawkins, y prome-to hacerme con ese tesoro, aunque tenga queestar un año buscándolo.

-Magnífico -dijo el doctor-. Ahora, pues, siJim está de acuerdo, abriremos el paquete.

Y diciendo esto puso ante él en la mesa el pa-quetito que se había guardado.

El envoltorio estaba cosido y el doctor tuvoque sacar su instrumental y cortó las puntadascon las tijeras de cirujano. Aparecieron enton-ces dos cosas: un cuaderno y un sobre sellado.

-Empezaremos por el cuaderno -dijo el doc-tor.

Y me hizo señas para que me acercase y goza-ra del placer de la investigación. El squire y yomirábamos por encima de su cabeza mientras

él lo abría. En la primera página sólo encon-tramos algunas palabras sin ilación, como lasque se escriben por mero capricho. Alguna fra-se había, sin sentido, que repetía lo que yo hab-ía visto tatuado en el brazo del capitán: «BillyBones es libre»; después leímos: «Señor W. Bo-nes, segundo de a bordo». «Se acabó el ron». «Ala altura de Cayo Palma recibió el golpe», yotros varios garabatos, la mayor parte palabrassueltas e incomprensibles. No pude menos queimaginar quién sería el que recibió «ese» golpe,y qué «golpe» sería... quizá el de un cuchillo, ypor la espalda.

-No se saca mucho de aquí -dijo el doctor Li-vesey pasando las hojas.

En las diez o doce páginas siguientes habíauna curiosa serie de asientos. En los extremosde cada renglón constaba una fecha, en uno yen el otro una cantidad de dinero, como suelenfigurar en los libros de contabilidad; pero, enlugar de anotaciones explicativas del concepto,sólo había un número variable de cruces. Así, el

12 de junio de 1745, por ejemplo, se indicabahaber asignado a alguien una suma de 70 librasesterlinas, pero sólo seis cruces indicaban elmotivo. En otros casos, es cierto, se añadía elnombre de algún lugar, como «A la altura deCaracas», o una mera indicación del rumbo,como «62° 17'20”, 19° 2'40”».

La contabilidad abarcaba cerca de veinteaños, y las cantidades que reflejaba cada asien-to iban haciéndose mayores con el paso deltiempo; al final se había sacado el total, trascinco o seis sumas equivocadas, y se le habíanañadido las siguientes palabras: «Bones, lo su-yo».

-No saco nada en limpio de todo esto -dijo eldoctor Livesey.

-Pues está tan claro como la luz del día -exclamó el squire-. Este libro registra las cuentasde aquel perro desalmado. Las cruces represe-nan los nombres de navíos hundidos o de ciu-dades saqueadas. Las cantidades son la parteque a él le tocaba, y, cuando tenía alguna duda,

añadía para precisar: «A la altura de Caracas»,lo que debe significar que en esa situaciónalgún malaventurado barco fue abordado. Diostenga compasión de las pobres almas que lotripulaban... Se las habrá tragado el coral.

-¡Cierto! -dijo el doctor-. Se nota que habéisviajado mucho. ¡Cierto! Y así las cantidadesiban creciendo a medida que él ascendía derango.

El resto del cuaderno decía ya bien poca cosa,a no ser unas referencias geográficas, anotadasen las últimas páginas, y una tabla de equiva-lencias del valor entre monedas francesas, in-glesas y españolas.

-Hombre ordenado -observó el doctor-. Noera de los que se dejan engañar.

-Y ahora -dijo el squire- pasemos a la otra co-sa.

El sobre estaba lacrado en varios puntos y se-llado sirviéndose de un dedal, quizá el mismoque yo había encontrado en el bolsillo del ca-pitán. El doctor abrió los sellos con gran cuida-

do y ante nosotros apareció el mapa de una isla,con precisa indicación de su latitud y longitud,profundidades, nombres de sus colinas, bahíasy estuarios, y todos los detalles precisos paraque una nave arribase a seguro fondeadero.Medía unas nueve millas de largo por cinco deancho, y semejaba, o así lo parecía, un gruesodragón rampante. Tenía dos puertos bien abri-gados, y en la parte central, un monte llamado«El Catalejo». Se veían algunos añadidos reali-zados sobre el dibujo original; pero el que másnos interesó eran tres cruces hechas con tintaroja: dos en el norte de la isla y una en el suro-este, y junto a esta última, escritas con la mismatinta y con fina letra, muy distinta de la torpeescritura del capitán, estas palabras: «Aquí estáel tesoro».

En el reverso y de la misma letra aparecíanlos siguientes datos:

«Arbol alto, lomo del Catalejo, demorandouna cuarta al N. del N.N.E.

Isla del Esqueleto E.S.E. y una cuarta al E.Diez pies.

El lingote de plata está en escondite norte; seencontrará tomando por el montículo del este,diez brazas al sur del peñasco negro con formade cara.

Las armas se hallan fácilmente en la duna si-tuada al N. punta del Cabo norte de la bahía,rumbo E. y una cuarta N.

J. F.»

Y eso era todo, y, aunque a mí me resultó in-comprensible, colmó de alegría al squire y aldoctor Livesey.

-Livesey -dijo el squire-, os sugiero abandonarinmediatamente ese mezquino quehacer vues-tro. Pienso salir mañana para Bristol. En tressemanas... ¡En dos si fuera posible!... ¡En diezdías! Sí, en diez días, tendremos el mejor barco,sí, señor, y la mejor tripulación de Inglaterra.Hawkins será nuestro ayudante, ¡y valienteayudante que has de ser, joven Hawkins! Vos,

Livesey, iréis como médico de a bordo; yo seréel comandante. Llevaremos con nosotros a Re-druth, a Joyce y a Hunter. Con buenos vientos,que los tendremos, la travesía será rápida y sindificultades. Encontraremos el sitio, y después,ah, después, habrá tanto dinero, que podremosrevolcarnos en é1. Viviremos en el mayor lujopor el resto de nuestros días.

-Trelawney -dijo el doctor-, iré con vos, y sal-go fiador del empeño, y también vendrá Jim, loque será una garantía para nuestra empresa.Pero he de deciros, a fuer de ser sincero, quehay una persona a quien temo.

-¿Y quién es él? -clamó el squire-. Decidme elnombre de ese perro.

-Vos -replicó el doctor-, porque sé cuánto oscuesta sujetar la lengua. Pensad que no somoslos únicos que conocen la existencia de estedocumento. Esos sujetos que han atacado estanoche la hostería -y que sin duda se trata degente dispuesta a todo-, así como los que lesaguardaban en el lugre, y supongo que otros

que no debían estar muy lejos, todos son indi-viduos decididos, cueste lo que cueste, a apo-derarse de esas riquezas. Ninguno de nosotrosdebe andar solo hasta que podamos hacernos ala mar. Vos debéis haceros acompañar de joycey de Hunter cuando vayáis a Bristol, y ningunode nosotros ha de dejar que se le escape unapalabra de cuanto hemos descubierto.

-Livesey -contestó el squire-, siempre tenéisrazón. Estaré callado como una tumba.

PARTE SEGUNDAEL COCINERO DE A BORDO

Capítulo 7Mi viaje a Bristol

A pesar de los deseos del squire, pasó algúntiempo antes de que estuviésemos listos parazarpar, y ninguno de nuestros planes -ni siquie-ra las intenciones del doctor Livesey de que yo

permaneciera junto a él- pudo cumplirse a. sa-tisfacción. El doctor precisó ir a Londres enbusca de un médico que se hiciera cargo de suclientela; el squire estaba muy atareado en Bris-tol; y yo permanecí en su mansión bajo los cui-dados del viejo Redruth, el guardabosques, queno me dejaba ni a sol ni a sombra; pero los sue-ños de aventura, de lo que pudiera sucedernosen la isla y de nuestro viaje por mar, bastabanpara llenar mis horas. Muchas pasé contem-plando el mapa, y sabía de memoria hasta susmás nimios detalles. Sentado junto al fuego enla habitación del ama de llaves, cuántas vecesarribé a aquellas playas con mi fantasía desdecualquier rumbo; cuántas exploré aquellos te-rritorios, mil veces subí hasta la cima del Cata-lejo y desde ella gocé los más fantásticos yasombrosos panoramas. Alguna vez imaginabala isla poblada de salvajes, con los que combat-íamos; otras la veía llena de peligrosas fierasque nos acosaban. Pero ninguno de mis sueños

fue tan trágico y sorprendente como las aventu-ras que realmente nos sucedieron después.

Así pasaron las semanas, hasta que un buendía recibimos una carta que iba dirigida al doc-tor Livesey, y con la siguiente indicación: «Paraser abierta, en caso de ausencia, por Tom Re-druth o por el joven Hawkins». Obedeciendo laadvertencia, la abrimos -o, por mejor decirlo, yome encargué de ello, porque el guardabosquesno era muy avispado en lectura, salvo impresa-y pude leer estas importantes nuevas:

«Hostería del Ancora Vieja, Bristol, 1. ° de marzode 17...

Querido Livesey:Como ignoro si os encontráis ya en casa o si

seguís en Londres, remito por duplicado la pre-sente a ambos lugares.

He comprado el barco y ya está pertrechado.Está atracado en el puerto, listo para navegar.No podéis imaginar una más preciosa goleta -

un niño podría gobernarla-; desplaza doscien-tas toneladas y su nombre es la Hispaniola.

Me hice con ella gracias a un antiguo conoci-do, el señor Blandly, quien ha demostrado entodos los trámites la mejor disposición. Estoyadmirado de cómo se ha puesto incondicio-nalmente a mi servicio, lo que por cierto he dedecir ha sido secundado por todo el mundo enBristol, desde el instante que sospecharon nues-tro puerto de destino... quiero decir, lo del teso-ro.»

-Redruth -dije, interrumpiendo la lectura-, es-to va a disgustar profundamente al doctor Li-vesey. El squire ha hablado a pesar de sus ad-vertencias.

-Bueno, ¿acaso no tiene todo el derecho ahacerlo? -gruñó el guardabosques-. Estaría bienque el squire no pudiera hablar porque así loordenase el doctor Livesey, pues sí...

Ante estas palabras, desistí de otro comenta-rio, y continué leyendo:

«El propio Blandly fue quien encontró la His-paniola, y ha manejado todo el negocio con tantahabilidad, que la he comprado por nada. Cier-tamente hay en Bristol cierta clase de gente queno aprecian a Blandly y han llegado a decir queeste hombre de probada honradez sería capazde cualquier cosa por hacerse de dinero, y quela Hispaniola era suya y que el precio por el queme la ha conseguido es exorbitante...;Calumnias! De todas formas, no hay nadie quese atreva a negar las excelencias del barco.

Hasta el momento no he tenido tropiezo al-guno. Los estibadores y los aparejadores nomostraban mucho entusiasmo por su trabajo,pero afortunadamente todo se ha resuelto. Loque mas preocupaciones me ha ocasionado hasido la tripulación.

Yo quería reunir una veintena -para el casode encontrarnos con indígenas, piratas o esosabominables franceses-, y he tenido que vérme-las para poder seleccionar apenas media doce-

na. Pero un extraordinario golpe de suerte mehizo dar con el hombre que yo necesitaba.

Andaba yo paseando por el muelle, cuando,por pura casualidad, entablé conversación conél. Me enteré que había sido marinero, que aho-ra vivía de una taberna y que conocía a todoslos navegantes de Bristol; ha perdido la saluden tierra y busca una buena colocación, comococinero, que le permita volver a hacerse a lamar. La echa tanto de menos, que precisamenteme lo encontré porque suele ir al muelle pararespirar aire marino.

Me ha conmovido -lo mismo os hubiera pa-sado- y, apiadándome de él, allí mismo lo con-traté para cocinero de nuestro barco. Se llama-john Silver —el Largo—, y le falta una pierna;pero esa mutilación es la mejor garantía, puestoque la ha perdido en defensa de su patria sir-viendo a las órdenes del inmortal Hawke. Y nopercibe ningún retiro. ¡En qué abominablestiempos vivimos, Livesey!

Mas no acaba ahí todo: creía no haber encon-trado más que un cocinero, pero en realidad fuecomo dar con toda una tripulación. Entre Silvery yo en pocos días hemos conseguido reuniruna partida de viejos lobos de mar, la gentemas recia donde la haya. Desde luego no sonun recreo para la vista, pero su traza es del masindomable coraje. Creo que podríamos desafiara la mejor fragata.

John “el Largo” ha conseguido, además, li-brarnos de los seis o siete que yo tenía contra-tados, y que no eran más que marinos de aguadulce, como me hizo ver, muy desaconsejablesen una aventura de la importancia de la nues-tra.

Me encuentro perfectamente y mi ánimo esexcelente; tengo el apetito de un toro y duermocomo un tronco. No resisto ya la impacienciade ver a mi tripulación dando vueltas al cabres-tante. ¡El mar! No es ya el tesoro, es la gloria delmar la que se apodera de mí! Así, pues, Live-

sey, venid en seguida; no perdáis ni una hora,si me estimáis en algo.

Decid al joven Hawkins que vaya inmedia-tamente a despedirse de su madre, que lo escol-te Redruth, y después que venga lo antes posi-ble a Bristol.

JOHN TRELAWNEY

Postscriptum: Me había olvidado deciros queBlandly, quien ha prometido enviar un barcoen nuestra busca si no recibe noticias para fina-les de agosto, ha encontrado un sujeto admira-ble para capitán; es algo reservado, sin duda, locual lamento, pero como marino no tiene pre-cio. John Silver “el Largo” ha desenterradotambién a un hombre muy competente parasegundo, que se llama Arrow. Y tengo un con-tramaestre, mi querido Livesey, que toca lagaita. No dudo que todo va a ir tan bien a bor-do de la Hispantola como en un navío de SuMajestad.

Se me olvidaba deciros que Silver no es unganapanes; me he enterado que tiene cuenta enun banco y que jamás ha estado en descubierto.Deja a su esposa al cuidado de la taberna, y,como es una negra, creo que un par de viejossolterones como nosotros podemos permitirnospensar que es tanto esa esposa como la falta desalud lo que empuja a nuestro hombre a hacer-se de nuevo a la mar.

J. T.

P. P. S.: Hawkins puede pasar una noche consu madre.

J. T.»

Puede el lector imaginar fácilmente la conmo-ción que esa carta me produjo. No cabía en míde contento; si alguna vez he mirado a alguiencon desprecio, fue al viejo Tom Redruth, que nohacía sino gruñir y lamentarse. Cualquiera delos otros guardabosques a sus órdenes se

hubiera cambiado gustoso por él, pero no eraésa la voluntad del-squire, y sus deseos eranórdenes para todos. Nadie, a no ser el viejo Re-druth, se hubiera atrevido a rezongar.

Con el alba ya estábamos él y yo en caminohacia la «Almirante Benbow», y allí encontré ami madre con la mejor disposición de espíritu.El capitán, que durante tanto tiempo había per-turbado nuestra vida, estaba ya donde no podíahacer daño a nadie; el squire había mandadoreparar todos los desperfectos -la sala de estar yla muestra en la puerta aparecían recién pinta-das- y vi algunos muebles nuevos y, sobre todo,una buena butaca para mi madre, junto al mos-trador. También le había procurado un mozocon el fin de que ayudase durante mi ausencia.

Fue al ver a aquel muchacho cuando me dicuenta de que algo había cambiado. Hasta eseinstante tan sólo pensé en las aventuras que meaguardaban y no tuve ni un pensamiento parael mundo que abandonaba; pero entonces, a lavista de aquel desconocido, que iba a ocupar mi

puesto, junto a mi madre, no pude reprimir elllanto. Creo que me porté mal con él, y comouna especie de venganza aproveché todas lasocasiones que me dio -y fueron muchas al noestar habituado a aquellos menesteres- paraabochornarlo.

Pasó aquella noche, y al día siguiente, des-pués de comer, Redruth y yo nos pusimos encamino nuevamente. Dije adiós a mi madre y ala ensenada donde había vivido desde que nací,y a nuestra querida «Almirante Benbow», querecién pintada no era ya tan grata para mis ojos.Uno de mis últimos pensamientos fue para elcapitán, a quien tantas veces había visto vagarpor aquella playa, con su sombrero al viento, sucicatriz en la mejilla y el viejo catalejo bajo elbrazo. Un instante después el camino torcía, yperdí de vista mi casa.

Alcanzamos la diligencia en el «Royal Geor-ge». Fui todo el viaje como una cuña entre Re-druth y un anciano y obeso caballero, y, a pesardel vaivén y del aire frío de la noche, me ador-

mecí en seguida y debí dormir como un leño, através de montes y valles y parada tras parada,pues, cuando al fin me despertaron dándomeun codazo en las costillas, y abrí los ojos, está-bamos parados frente a un gran edificio en lacalle de una ciudad y el día ya muy avanzado.

-¿Dónde estamos? -pregunté.-En Bristol -dijo Tom-. Baja.El señor Trelawney estaba hospedado en una

residencia cerca del muelle, con el fin de vigilarel abastecimiento de la goleta. Hacia allí nosdirigimos y tomamos, con gran alegría por miparte, a todo lo largo de las dársenas dondeamarraban multitud de navíos de todos lostamaños y arboladuras y nacionalidades. Can-taban en uno los marineros a coro mientrasmaniobraban; en otro colgaban en lo alto de lasjarcias, que no parecían mas gruesas que hilosde araña. Aunque mi vida había transcurridodesde siempre junto al mar, me pareció con-templarlo por primera vez. El olor del océano yla brea eran nuevos para mí. Vi los más asom-

brosos mascarones de proa y pensé por cuántosmares habrían navegado; miraba atónito a tan-tos marineros, viejos lobos de mar que lucíanpendientes en sus orejas y rizadas patillas, y mefascinaba con su andar hamacado forjado entantas cubiertas. Si hubiera visto, en su lugar, elpaso de reyes o arzobispos, no hubiera sidomayor mi felicidad.

Y yo también iba a ser uno de ellos, yo tam-bién iba a hacerme a la mar, en una goleta, yescucharía las órdenes del contramaestre, anuestro gaitero, y las viejas canciones marine-ras que recordaban mil aventuras. ¡A la mar! ¡Yen busca de una isla ignorada y para descubrirtesoros enterrados!

Aún seguía perdido en mis fantásticos sueñoscuando me encontré de pronto frente a un granedificio, que era la residencia del squire, y lo viaparecer vestido por completo como un oficialnaval, con el glorioso uniforme de recio pañoazul. Se nos acercó con una amplia sonrisa yremedando perfectamente el andar marinero.

-Ya estáis aquí -exclamó-. El doctor llegó ano-che de Londres. ¡Bravo! ¡La dotación está com-pleta!

-Señor -le pregunté-, ¿cuándo izamos velas?-¡Mañana! -repuso-, ¡mañana nos hacemos a

la mar!

Capítulo 8A la taberna «El Catalejo»

Después de reponer fuerzas, el squire me en-tregó una nota dirigida a john Silver, para quese la llevara a la taberna «El Catalejo», y me dijoque no tenía pérdida, ya que sólo debía seguir atodo lo largo de las dársenas hasta encontraruna taberna que tenía como muestra un grancatalejo de latón. Eché a andar, loco de contentopor tener ocasión de ver de nuevo los barcosanclados y el ajetreo de los marineros; anduvepor entre una muchedumbre de gente, carros yfardos, pues era el momento de más actividad

en los muelles, y por fin di con la taberna quebuscaba.

Era un establecimiento pequeño, pero agra-dable. La muestra estaba recién pintada y lasventanas lucían bonitas cortinas rojas y el pisoaparecía limpio y enarenado. A cada lado de lataberna había una calle a la que daba con sen-das puertas, lo que permitía una buena ilumi-nación; el local era de techo bajo y estaba cua-jado de humo de tabaco.

Los parroquianos eran casi todos gente demar, y hablaban con tales voces, que me detuveen la entrada, temeroso de pasar.

Mientras estaba allí, un hombre salió de unahabitación lateral, y en cuanto lo vi estuve se-guro de que se trataba del propio John «el Lar-go». Su pierna izquierda estaba amputada casipor la cadera y bajo el brazo sujetaba una mule-ta que movía a las mil maravillas, saltando deaquí para allá como un pájaro. Era muy alto ydaba impresión de gran fortaleza, su cara pa-recía un jamón, y, a pesar de su palidez y cierta

fealdad, desprendía un extraño aire agradable.Estaba, según pude ver, del mejor humor, puesno dejaba de silbar mientras iba de una mesa aotra hablando jovialmente con los parroquianoso dando palmadas en la espalda a los más favo-recidos.

A decir verdad, debo añadir que, desde quehabía oído hablar de John «el Largo» en la cartadel squire Trelawney, no dejaba de darme vuel-tas en la cabeza el temor de que pudiera tratar-se del mismo marino con una sola pierna quetanto tiempo me tuvo en guardia en la vieja«Benbow». Pero me bastó mirar al hombre quetenía delante para alejar mis sospechas. Yo hab-ía visto al capitán, y a «Perronegro», y al ciegoPew, y creía saber bien cómo era un bucanero...,a mil leguas de aquel tabernero aseado y ama-ble.

Deseché mis pensamientos, y traspuse el um-bral y fui hacia el hombre, que, apoyado en sumuleta, charlaba con un cliente.

-¿Es usted John Silver? -le dije, alargándole lanota.

-Sí, hijo -contestó-; así me llamo. ¿Quién erestú? -y al ver la carta del squire, me pareció sor-prender un cambio en su disposición-. ¡Ah!, sí -dijo elevando el tono-, tú eres nuestro grumete.¡Me alegro de conocerte!

Y estrechó mi mano con la suya, grande yfirme.

En aquel mismo instante uno de los parro-quianos que estaba en el fondo de la taberna selevantó como alma que lleva el diablo y escapóhacia una de las puertas. Su prisa llamó miatención y al fijarme lo reconocí en seguida. Erael hombre de cara de sebo, que le faltaban dosdedos y había estado en la «Almirante Ben-bow».

-¡Detenedlo! -grité-. ¡Es «Perronegro»!-Sea quien sea -vociferó Silver- se ha largado

sin pagar su cuenta. ¡Harry, corre tras él y tráe-lo aquí!

Un cliente, que estaba en la puerta, se lanzóen su persecución.

-¡Aunque fuera el propio almirante Hawke, elron que se ha bebido tiene que pagarlo! -gritóSilver; y después, soltándome la mano que aúntenía entre las suyas, me miró-. ¿Quién has di-cho que era? -preguntó-, ¿«Perro qué...»?

-«Perronegro» -dije yo-. ¿No les ha hablado elseñor Trelawney de los piratas? Ese era uno deellos.

-¿De veras? -exclamó Silver-. ¡Y en mi casa!¡Ben, corre y ayuda a Harry! Conque uno deaquellos granujas, ¿eh? ¿Y tú estabas bebiendocon él, no, Morgan? ¡Ven aquí!

El hombre que respondía al nombre de Mor-gan -un marinero viejo, de pelo blanco salino yrostro oscuro como la caoba- se acercó con airesumiso y mascando tabaco.

-Veamos, Morgan -dijo John «el Largo» serio-,¿no habías visto antes a ese «Perro...», «Perro-negro»? Contesta.

-Yo, no, señor -respondió bajando la cabeza.

-Ni sabes cómo se llama, ¿verdad?-No, señor.-¡Por todos los diablos, Morgan, que ya pue-

des dar gracias! -exclamó el tabernero-, porque,si frecuentas la compañía de gente de esa cala-ña, te aseguro que no volverás a pisar mi casa,tenlo por cierto. Y ahora, di, ¿de qué te habla-ba?

-No lo sé -contestó Morgan.-¿Y es una cabeza eso que llevas sobre los

hombros? ¡Condenada vigota! -gritó John «elLargo»-. «No lo sé»... Qué raro que no sepas dequé hablabais. Vamos, contesta, ¿de qué marru-llerías? ¿Recordabais puertos, algún capitán,algún barco? Echalo fuera. ¿De qué?

-Pues... hablábamos del «paso por la quilla» -respondió Morgan.

-Del «paso por la quilla», ¿eh? Desde luego esalgo muy a propósito, de veras que sí. ¡Haraga-nes! Vuelve a tu mesa.

Y mientras Morgan se arrastraba, como esco-rado, hacia su mesa, Silver añadió, hablándome

al oído en tono muy confidencial, lo que mepareció como un gran privilegio para mí:

-Es un buen hombre ese Tom Morgan, peroestúpido. Y ahora -prosiguió en voz más alta-,vamos a ver... ¿«Perronegro», dices? No, no mesuena tal nombre. Sin embargo, me parece queese tunante ya había venido algunas veces poraquí. Sí, creo haberlo visto más de una vez, ycon un ciego, eso es.

-Seguro -dije-. También conozco al ciego. Sellama Pew.

-¡Cierto! -exclamó Silver muy excitado-.¡Pew!, así lo llamaba, y tenía toda la pinta de untiburón. Si logramos atrapar a ese «Perrone-gro», ¡qué alegría le daríamos al capitán Tre-lawney! Ben tiene buenas piernas; pocos mari-neros le ganan en correr. Nos lo traerá por elcogote, ¡por todos los diablos! Conque habla-ban de «pasar por la quilla»... ¡Yo sí que lo voya pasar a él!

Mientras decía estas palabras, a las queacompañaba con juramentos, no cesó de mo-

verse, renqueando con la muleta de un lado aotro de la taberna, dando puñetazos en las me-sas y con tales muestras de indignación, quehubiera convencido a los jueces de la Corte o alos sabuesos de Bow Street. Lo que hizo dismi-nuir mis sospechas, por que haber encontradoen «El Catalejo» a «Perronegro» había vuelto alevantar mis inquietudes. Volví a fijarme deta-lladamente en nuestro cocinero tratando dedescubrir sus verdaderas intenciones. Pero ten-ía demasiadas pieles y era harto astuto y tai-mado para mí; y cuando regresaron los doshombres que fueron tras «Perronegro» y dije-ron que habían perdido su pista en la aglome-ración de gente y que además los habían con-fundido con ladrones que huían, yo hubierasalido fiador de la inocencia de, John Silver «elLargo».

-Ya ves, Hawkins -dijo-, ¿no es mala suerteque precisamente ahora suceda esto? ¿Qué va apensar el capitán Trelawney? ¿Qué podría pen-sar? Viene ese maldito hijo de mala madre y se

sienta en mi propia casa a beberse mi ron. Vie-nes tú y me lo cuentas todo, de principio a fin,y yo permito que nos dé esquinazo delante denuestros propios ojos. Hawkins, tienes queayudarme ante el capitán. No eres más que unchiquillo, pero listo como el hambre. Lo noté encuanto te eché la vista encima. Dime: ¿quéhubiera podido hacer yo que malamente cami-no apoyado en este leño? Si hubiera pasado enmis buenos tiempos, le habría echado el guantede prisa, lo hubiera trincado, y de un manota-zo... Pero ahora... Y se calló de pronto, como sirecordara algo.

-¡La cuenta! -maldijo-. ¡Tres rondas de ron!¡Que me ahorquen si no me había olvidado ladeuda!

Y empezó a reír a grandes carcajadas, des-plomándose sobre un banco, hasta que laslágrimas corrieron por sus mejillas. No puderesistir el reír yo también; y empezamos a reírjuntos, con carcajadas cada vez más sonoras,hasta que todos los parroquianos se nos unie-

ron y la taberna en pleno estalló en una incon-tenible algazara. -¡Vaya una vieja foca que estoyhecho! -dijo al fin, secándose las lágrimas-. Tú yyo, Hawkins, vamos a hacer una buena pareja;no creas que pese a mis años no me gustaríaalistarme de grumete. Ah..., bien, ¡listos para lamaniobra! Esto es lo que haremos. El deber eslo primero, compañeros. Cojo mi sombrero yme voy contigo a ver al capitán Trelawney y adarle cuenta de este asunto. Fíjate en que estoes muy serio, joven Hawkins, y no puede decir-se que ni tú ni yo hayamos salido demasiadoairosos. Tú tampoco, desde luego. ¡Vaya pareja!Y, ¡por Satanás!, que además me he quedadosin cobrar las tres rondas.

Y volvió a reírse de tan buena gana, que denuevo me arrastró en su regocijo.

En nuestro corto paseo por los muelles lacompañía de Silver resultó fascinante para mí,pues me fue dando toda clase de explicacionessobre los diferentes navíos que veíamos, sobresus apare jos, desplazamientos y nacionalida-

des y qué maniobras estaban realizándose encada uno de ellos: en éste, descargando; abaste-ciendo aquél; un tercero aparejaba para zarpar-Y de cuando en cuando me contaba algún su-cedido en la mar, historias de barcos y marine-ros, o me enseñaba algún refrán, que me hizorepetir hasta aprenderlo de memoria. Yo notenía dudas de que Silver era el mejor compa-ñero que yo podía desear.

Cuando llegamos a la residencia, el squire y eldoctor Livesey estaban dando fin a un cuartillode cerveza y unas tostadas antes de subir abordo de la goleta para hacer una visita de ins-pección.

John «el Largo» les contó lo sucedido con elmejor ingenio y sirf apartarse un punto de laverdad. «Así es como pasó, ¿no es verdad,Hawkins?», decía de vez en cuando, y yo siem-pre lo confirmaba.

Los dos caballeros lamentaron que «Perrone-gro» hubiese logrado escapar, pero todos con-vinimos en que había sido inevitable, y, des-

pués de haber recibido felicitaciones, John «elLargo» tomó su muleta y se fue.

-¡Toda la tripulación a bordo esta tarde a lascuatro! -le gritó el squire cuando ya se alejaba.

-¡Bien, señor! -contestó el cocinero desde lapuerta.

-Trelawney -dijo el doctor Livesey-, he deconfesaros que, aunque no suelo tener muchafe en vuestros descubrimientos, me parece queJohn Silver es un acierto.

-Excelente tipo -declaró el squire.-Y ahora -añadió el doctor-, Jim debería venir

a bordo.-Por supuesto -dijo el squire-. Coge tu sombre-

ro, Hawkins, y varaos a ver el barco.

Capítulo 9Las municiones

La Hispaniola estaba fondeada en la zona másapartada de los muelles, y tuvimos que abor-darla en un bote. Durante el trayecto fuimos

pasando bajo muchos y hermosísimos masca-rones de proa, junto a las popas de otros nav-íos; a veces un cabo que colgaba rozó nuestrascabezas, otras los arrastramos bajo nuestra qui-lla. Por fin llegamos a la goleta y allí estaba pa-ra recibirnos y darnos la bienvenida el segun-do, el señor Arrow, un marino viejo y curtido,de extraviada mirada y que lucía pendientes ensus orejas. El squire y él se llevaban perfecta-mente, pero no tardé en darme cuenta de queno ocurría lo mismo entre el señor Trelawney ynuestro capitán.

Este último era un hombre de aire precavidoy astuto, y al que parecían enojar los más ni-mios sucedidos a bordo, y no tardé en saber elporqué, ya que, apenas bajamos al camarote,entró tras de nosotros un marinero y nos dijo,dirigiéndose al squire:

-El capitán Smollett desea hablar con vos.-Estoy siempre a las órdenes del capitán. Que

pase.

El capitán, que aguardaba cerca de su mensa-jero, entró de inmediato y cerró la puerta.

-Y bien-dijo el capitán-, creo que más valehablar claro, y espero no ofenderos con ello.Pero no me gusta este viaje, no me gusta la tri-pulación y no tengo confianza en mi segundo.Esto es todo cuanto tenía que decir.

-¿Y acaso no os gusta... el barco? -preguntó elsquire con bastante enojo, según me pareció ver.

-En cuanto a eso, no puedo hablar, puestoque aún no he navegado con él. Pero me pareceun barco muy marinero, desde luego.

-¿Y probablemente tampoco os place su due-ño, no es así, señor? -dijo el squire.

Pero aquí les interrumpió el doctor Livesey.-Caballeros -dijo-, caballeros, opino que estas

cuestiones tan sólo provocan el enfado. El ca-pitán dice quizá más de lo que debía, o, sin du-da, menos; y debo declarar que requiero unaexplicación de sus palabras. Afirma usted queno le gusta este viaje. Bien. Sepamos por qué.

-Yo he sido contratado, señor, con lo que so-lemos denominar órdenes selladas, con elpropósito de gobernar este navío con rumbo adonde el caballero tenga a bien indicarme. Perohe aquí que, ignorando yo tal rumbo, lo conoce,por el contrario, hasta el último de los marine-ros. Y no considero correcto tal proceder. ¿Oacaso pensáis otra cosa, señor?

-No -dijo el doctor Livesey-. Tampoco yo.-Además -dijo el capitán-, he sabido que nos

dirigimos ala busca de un tesoro. Lo sé por losmismos marineros, fijaos bien. Ya de entradaun asunto de esa índole, un tesoro, resulta ex-cesiva mente peligroso; no me gustan los viajesdonde ha de mezclarse una fortuna así, porningún concepto; y mucho menos cuando elsecreto del mismo -y disculpad mis palabras,señor Trelawneylo sabe hasta el loro.

-¿Se refiere al loro de Silver? -preguntó elsquire.

-No es más que una forma de hablar -contestóel capitán-. Quiero decir con ello que se ha

hablado demasiado. Creo, señores, que ningu-no se da cuenta de lo que llevamos entre ma-nos; pero voy a deciros lo que pienso: se tratade un negocio de vida o muerte y con el quecorreremos graves riesgos.

-Todo está claro, y sin duda es como usted di-ce -replicó el doctor-. Afrontaremos ese riesgo,pero no somos tan ignorantes como usted noscree. Prosigamos: afirma que no le gusta la tri-pulación. ¿No son por ventura excelentes mari-neros?

-No me gustan, señor -contestó el capitán-. Ycreo que debieran haberme dejado escoger mipropia tripulación, es lo más natural.

-Puede que esté usted en lo cierto -dijo el doc-tor-; probablernente mi amigo debió contar consus consejos; pero el desaire, si es que lo hahabido, no fue intencionado. ¿Es que no os pla-ce el señor Arrow?

-No, señor. Creo que se trata de un buen na-vegante, pero es demasiado campechano con latripulación para ser un buen oficial. Un piloto

ha de saber el respeto debido a su cargo..., nodebe beber en el mismo vaso con los marineros.

-¿Quiere decir usted que bebe? -exclamó elsquire. -No, señor -dijo el capitán-, pero sí queresulta excesivamente «familiar».

-Bien, dejando esto a un lado -propuso el doc-tor-, y en resumidas cuentas, díganos lo queusted quiere, capitán.

-De acuerdo, señores. ¿Os encontráis decidi-dos a emprender este viaje?

-Por encima de todo -contestó el squire.-Perfectamente -repuso el capitán-. Puesto

que se me ha permitido exponer cosas que nohe logrado probar, quisiera ser escuchado enotras que no puedo callar. He visto que estásiendo estibada buena provisión de armas y depólvora en el pañol de proa. ¿Por qué no bajoesta cámara, que es el lugar apropiado?... Pri-mer punto. Y además, vuestros acompañantesme dicen que van a ser alojados junto con latripulación. ¿Por qué no darles los camarotesque hay aquí, junto a esta cámara?... Segundo

punto. -¿Alguno más? -interrogó el señor Tre-lawney.

-Uno más -repuso el capitán-. Ya ha habidodemasiados comentarios.

-Más que demasiados -asintió el doctor.-Os diré lo que yo mismo he escuchado -

prosiguió el capitán Smollett-: se conoce la exis-tencia del mapa de cierta isla; se sabe que en élestá indicada la situación de un tesoro, y quedicha isla se encuentra en.... -e indicó la latitudy longitud precisas.

-Jamás he hablado de eso con nadie! -gritó elsquire.

-Señor mío, los marineros están al tanto -repuso el capitán.

-Livesey -gritó el squire-, o vos o Hawkins oshabéis ido de la lengua.

-No importa quien fuera -dijo el doctor.Y pude darme cuenta de que ni el señor Live-

sey ni el capitán tomaban en mucho las protes-tas del squire. Tampoco yo creía en sus pala-bras, pues la verdad es que era un hombre con

la lengua muy suelta; pero, sin embargo, algoen el corazón me decía que al menos en estaocasión decía la verdad y a nadie había confia-do la situación de la isla.

-Bien, caballeros -prosiguió el capitán-, ignoroquién es el encargado de custodiar tal mapa;pero de ello hago mi mas esencial condición:debe guardarlo en secreto, ni yo debo conocer-lo, y por supuesto mucho menos aún el señorArrow. De no ser así, les ruego que considerenmi renuncia al cargo.

-Ya veo -dijo el doctor- sus intenciones, ca-pitán. Lo que usted desea es que conservemosel secreto de nuestros propósitos y que astuta-mente convirtamos nuestros camarotes de popaen una especie de fortín, manteniendo bajo vi-gilancia la pólvora y las armas, y defendido porlos criados de mi amigo, que son de toda nues-tra confianza. En otras palabras: que teme ustedla posibilidad de un motín.

-Señor -dijo el capitán Smollett-, no son esasmis palabras, aunque no me siento ofendido

porque me las adjudiquéis. Ningún capitán encaso alguno se haría a la mar si sospechara lassuficientes razones para un acontecimiento detal naturaleza. En cuanto al señor Arrow, locreo un hombre honrado. También algunostripulantes lo son, y no tengo motivos para du-dar que todos lo sean. Pero soy el responsablede la seguridad del barco y de todos los quevan a bordo. Y hay algunas cosas que no mar-chan, según creo, como debieran. Sólo os pidoque toméis ciertas precauciones o que, de noser así, aceptéis mi dimisión. Y eso es todocuanto tenía que decir.

-Capitán Smollett -dijo el doctor con una son-risa-, ¿conoce usted la fábula del monte y elratón? Perdóneme que se lo diga, pero me re-cuerda usted su moraleja. Apuesto mi peluca aque, cuando entró usted aquí, traía algo más enel bolsillo.

-Doctor, admiro vuestra agudeza. Ciertamen-te, cuando entré en este camarote, estaba segu-

ro de ser despedido. No creía que el señor Tre-lawney consintiera en escucharme.

-Tampoco yo -exclamó el squire-. De no habermediado el señor Livesey seguramente os habr-ía mandado al diablo. Pero el caso es que medoy por enterado de todas sus inquietudes yestoy dispuesto a tomar las disposiciones queusted desea; pero me temo que nuestras rela-ciones no entren en el mejor camino.

-Como gustéis -dijo el capitán-. Me he limita-do a cumplir con mi deber.

Y con estas palabras se despidió.-Trelawney -dijo el doctor-, en contra de to-

dos mis! prejuicios, creo que habéis contratadoa dos hombres honrados: el que acaba de irse yJohn Silver.

-De Silver podéis asegurarlo; pero, en cuantoa este insoportable farsante, su conducta meparece impropia de un caballero, de un marinoy, sobre todo, de un inglés.

-Bien -dijo el doctor-; el tiempo lo dirá.

Cuando subimos a cubierta, los marineroshabían empezado a estibar los barriles depólvora y las armas, acompañando con voces'sus esfuerzos; el capitán y el señor Arrow ins-peccionaban los trabajos.

Las reformas que había experimentado la go-leta fueron muy de mi agrado; se habían acon-dicionado seis camarotes a popa, ocupandoparte de los antiguos cuarteles, y de forma queestos camarotes sólo comunicaban con la cocinay con el castillo de proa mediante un estrechopasadizo a babor. Fueron dispuestos para serocupados por el capitán, el señor Arrow, Hun-ter, Joyce, el doctor y el squire. Pero despuésdecidimos que Redruth y yo nos alojáramos enlos del capitán y del señor Arrow, mientrasellos se trasladarían al puente, en el que lacámara había sido ensanchada de modo queresultara suficiente; y aunque, a pesar de_todo,el techo quedaba algo bajo, había lugar paracolgar dos coys, y hasta el piloto, que ignorabala causa de tales modificaciones, no se mostró

disgustado, como si también él hubiera tenidosus dudas acerca de la tripulación; lo que suposterior comportamiento habría de desmentir,pues, como se verá, no gozamos mucho tiempode tan buena opinión.

Ninguno de nosotros dejó de participar en lostrabajos para cambiar de pañol la pólvora ynuestra impedimenta. Estábamos acabando lafaena, cuando los dos últimos marineros porsubir a bordo y John «el Largo» arribaron en unbote desde el puerto.

El cocinero trepó por la amura con la destrezade un mono, y, tan pronto se percató de lo queestábamos haciendo, dijo:

-¿Qué hacéis?-Estamos trasladando la pólvora, Jack -dijo

uno de los marineros.-¡Bueno! ¡Qué diablos! -exclamó John «el Lar-

go»-. ¡Con todo esto vamos a perder la mareade la mañana!

-¡Sigan mis órdenes! -dijo el capitán secamen-te-. Puede usted ir a sus quehaceres. Prontocenaremos.

-Sí, sí, señor, sí... -repuso el cocinero; y con unligero saludo desapareció hacia sus dependen-cias.

-Parece un buen hombre, ¿no, capitán? -dijoel doctor.

-Quizá -replicó el capitán Smollett y, diri-giéndose a los que trasladaban los barriles depólvora, gritó-: ¡Cuidado con eso! ¡Cuidado!-. Yde pronto, viéndome a mí que estaba exami-nando el cañón giratorio que habíamos instala-do en cubierta, un largo cañón de bronce delnueve, me llamó-: ¡Eh, tú, grumete! ¡Largo deahí! ¡Baja a la cocina, que allí siempre habráalguna cosa que hacer!-. Y mientras yo meapresuraba a cumplir sus órdenes, le oí decircon voz recia, al doctor-: En mi barco no con-siento favoritismos.

En aquel momento, como puede el lectorimaginarse, mis sentimientos hacia el capitán

no estaban lejos de los de squire. Creo que loodié con toda mi alma.

Capítulo 10La travesía

Aquella noche la pasamos en el natural aje-treo que precede a zarpar, dando las últimasdisposiciones sobre los pertrechos, y aten-diendo a las amistades del squire, que como elseñor Blandly y otros, se acercaban con sus bo-tes a desear una buena travesía y un feliz regre-so. Jamás en la «Almirante Benbow» había yopasado noche tan agitada; y rendido por la fati-ga me sorprendió, poco antes del amanecer, elsilbato del contramaestre y el movimiento de latripulación empezando a situarse en sus pues-tos junto a las barras del cabrestante. Así hubie-ra estado mil veces más cansado, nada en elmundo hubiera podido hacerme abandonar enese momento la cubierta. Todo era tan nuevo yfascinante para mí: las voces de órdenes, las

agudas notas del silbato, los marineros quecorrían a ocupar sus puestos bajo la luz de losfaroles.

-¡Barbecue! -gritó alguien-, ¡cántanos unacanción!

-Aquella antigua canción -dijo otro.-Bien, bien, compañeros -dijoJohn «el Largo»,

que apoyado en su muleta los miraba; y enton-ces empezó a cantar aquella canción que tantasveces ya había yo escuchado:

«Quince hombres en el cofre del muerto... »

Y toda la tripulación coreó sus palabras:

«¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!»

Y con la tercera carcajada, las barras empeza-ron a girar briosamente.

A pesar de la emoción, mi pensamiento mellevó a la vieja «Almirante Benbow», y creí oírde nuevo la voz del capitán que se unía a la de

estos marineros. El ancla surgió de las aguas yquedó fijada, goteando agua y algas enarena-das. Las velas y largadas restallaron con elviento del amanecer y casi de inmediato losbarcos fondeados y la tierra empezaron a ale-jarse, y antes de que, rendido, me tumbase paragozar de ese ensueño, la Hispaniola abrió sutravesía hacia la Isla del Tesoro.

No voy a relatar todos los pormenores denuestro viaje. Diré que, en su conjunto, fue sa-tisfactorio. La goleta era un magnífico barco; latripulación demostró su competencia y el ca-pitán Smolett dio pruebas de su talento en elmando. Pero sucedieron dos o tres cosas, antesde alcanzar el término de nuestro viaje, quedebo relatar.

Para empezar, el señor Arrow resultó ser aúnmucho peor de lo que el capitán imaginaba.Carecía de autoridad sobre los marineros yéstos desobedecían sus órdenes a su antojo;pero lo más grave fue que, casi desde el díasiguiente a nuestra partida, empezó a deambu-

lar por cubierta con ojos vidriosos, el rostroenrojecido, la lengua estropajosa y dando nu-merosas muestras de embriaguez. Una vez yotra se le ordenó el arresto en su camarote, loque dio lugar a bochornosas situaciones; perotodo fue inútil, pues continuó emborrachándo-se sin cesar, y, cuando no se encontraba amo-dorrado en su litera, se le veía dar trompiconespor la cubierta. Algún instante tuvo de lucidez,en los que atendía a sus obligaciones, aunquejamás como debiera. Y nunca pudimos averi-guar dónde se procuraba la bebida. Ese fue elmisterio del barco; por mucho que lo vigilába-mos, no lográbamos dar con su escondite, y,cuando incluso se le llegó a preguntar con todafranqueza, se limitó a sonreír, si estaba borra-cho, o a negar, si sobrio, solemnemente, quehubiese bebido más que agua.

Si resultó inútil como oficial y su presenciaconstituía el peor ejemplo para la tripulación,con todo lo más grave es que aquel camino lollevaba rápidamente a un fin desdichado. Y así

nadie se sorprendió cuando en una noche sinluna, con la mar de frente y marejada, desapa-reció para siempre arrastrado por las olas.

-Se lo había buscado -dijo el capitán-. Bien,caballeros, nos ha evitado tener que engrilletar-lo en el sollado.

Pero el hecho es que nos habíamos quedadosin piloto; y así no hubo otro medio que ascen-der de grado a otro de los tripulantes. El con-tramaestre, Job Anderson, era el más indicadode cuantos íbamos a bordo, y, aun conservandosu categoría, empezó a desempeñar el oficio desegundo. El señor Trelawney, que como he re-ferido ya había viajado mucho con anterioridady poseía notables conocimientos como nave-gante, también desempeñó un buen papel enaquellas circunstancias, llegando incluso a pre-star guardias en días serenos. También nos fuede mucha ayuda el timonel, Israel Hands, unviejo marinero con experiencia y cuidadoso desu desempeño y en quien además se podía con-fiar como en uno mismo.

Hands era el amigo más cercano de John Sil-ver «el Largo», del cual ya es hora que hable:nuestro cocinero, «Barbecue» como le llamabanlos otros tripulantes.

Desde que subió a bordo, y para moverse conmayor soltura, había sujetado su muleta al bra-zo con una correa que ataba a su cuello, lo quele permitía usar ambas manos. Era admirableverlo cómo atendía a sus guisos apoyando elpie de la muleta contra un 1 mamparo, lo que ledaba el mejor sostén ante el bandear de la go-leta. Y mas aún contemplar su paso por la cu-bierta en medio de los más recios temporales.Para ayudarse había amarrado unas guin-dalezas que lo defendía en los tramos másabiertos -«empuñaduras de John», las apodaronlos marineros -y asiéndose a ellas volaba de unsitio a otro lo mismo usando su muleta quearrastrándola, con la misma prestancia que otrode piernas vigorosas. Sólo quienes habían na-vegado ya antes con él se lamentaban de susperdidas facultades.

-No ha habido dos como Barbecue -me contóun día el timonel-. Y no creas que no tuvo bue-na educación en su mocedad, y cuando quieresaber hablar como los libros, y en cuanto a va-lor... ¡un león es nada a su lado! Con estos ojoslo he visto trincar a cuatro y romperles a loscuatro la cabeza de un solo golpe... ¡y estandoél desarmado!

Desde luego toda la tripulación lo respetaba yobedecía. Tenía una maña especial para hacersecon cada uno y a todos sabía prestarles la ayu-da precisa. Conmigo no tuvo sino la mejor dis-posición, y me trató siempre con alegría alverme aparecer por la cocina, y he de decir quecuidaba de ésta como el más escrupuloso de loscriados limpiaría la plata: todas las cacerolaslucían brillantes y ordenadas. Y allí, en unrincón, colgaba una jaula donde vivía su loro.

-Pasa, Hawkins -me decía-; siéntate a echarun párrafo con el viejo John. Eres la personaque veo con más gusto, hijo. Siéntate y vamor aoír lo que tenga que decirnos el Capitán Flint. Le

puse ese nombre a mi loro por el famoso pirata.Bien, Capitán Flint, predice el éxito de nuestroviaje. ¿No es así, Capitán?

Y el loro empezaba a decir a toda velocidad:-¡Doblones! ¡Doblones! ¡Doblones! -y seguía

sin parar hasta que parecía enronquecer y Johnle echaba por encima de la jaula un paño bajo elque enmudecía.

-Ahí donde lo ves, Hawkins -me decía-, estepájaro tiene lo menos doscientos años... y hayquien dice que algunos viven eternamente. Esteha visto ya pasar más condenaciones que elmismísimo Satanás. Ha navegado con England,con el gran capitán England, el pirata. Ha esta-do en Madagascar y en Malabar, en Suriman,en Providence, en Portobello. En Portobello,cuando el rescate de los famosos galeones de laPlata. Allí aprendió a gritar «¡Doblones!», y noes para menos: ¡más de trescientos cincuentamil que sacaron a flote, eh, Hawkins! Estuvocuando el abordaje al Virrey de las Indias, a laaltura de Goa; allí estuvo, y lo miras y parece

inocente como un niño. Pero tú no has olvidadoel olor de la pólvora, ¿verdad, Capitán?

-¡Todos a sus puestos! -chillaba el loro.-¡Ah, qué alhaja! -decía el cocinero, y le ofrec-

ía entonces unos terrones de azúcar que llevabaen el bolsillo; y el loro se agarraba con su pico alos barrotes de la jaula y empezaba a lanzarmaldiciones sin tino.

-Ya ves -añadía John- cómo no se puede tocarla pez sin mancharse. Este pobrecito pájaromío, tan viejo como inocente, y blasfemandocomo el peor desalmado, aunque sin malicia,tenlo por seguro, porque igual es capaz de sol-tarlas delante de un capellán -y John se llevabala mano al sombrero con el solemne ademánque le era usual, y que me hacía ver en él almejor de los hombres.

Entretanto las relaciones entre el squire y elcapitán Smollett continuaban siendo tirantes. Elsquire no trataba de disimular su desprecio porel capitán, y éste, por su parte, tan sólo se ledirigía para responder a alguna cuestión y, aún

así, con secas, firmes y escasas palabras. Enalgún momento reconoció haberse equivocadocon respecto a la tripulación, y que ciertos ma-rineros eran tan diligentes como él deseaba yhasta que en su conjunto todos se portabanbastante aceptablemente. En cuanto a la goleta,le había cobrado un verdadero afecto: «Se ciñemejor de lo que uno podría esperar hasta de supropia esposa -solía repetir-, pero sigo pensan-do que esta travesía no termina de gustarme yque aún no estamos de regreso.»

El squire, cuando oía estas palabras, acostum-braba a volver ostentosamente la espalda y re-correr la cubierta agrandes zancadas, mientrasmurmuraba entre dientes:

-Una estupidez más y estallaré.Sufrimos algunos temporales que no hicieron

sino poner a prueba lo marinera que era la His-paniola. Y todos cuantos navegábamos en ellaestábamos contentos, lo que tampoco es tandifícil de entender, porque no creo que nuncahubiera dotación tan correspondida desde que

Noé cruzó los mares. Por el más nimio pretextose le regalaba una ronda de grog, y con motivode cualquier celebración, lo que era constante,porque el squire encontraba continuamente ra-zones en el cumpleaños de éste o aquél, siem-pre había una barrica de manzanas destapadaen mitad del combés para que cualquiera quequisiese las tomara.

-Nunca he visto que este comportamiento lle-ve a ningún buen puerto -decía el capitán aldoctor Livesey-. Así se echa a perder a la tripu-lación. Ya lo veréis.

Y fue precisamente del barril de manzanas dedonde vino nuestra salvación, pues a no ser porél no hubiéramos tenido aviso alguno del peli-gro en que nos encontrábamos y todos hubié-ramos perecido a manos de la traición.

Así fue como sucedió.Navegábamos ya con los vientos alisios, que

nos conducían hacia la isla -como el lector co-noce, he prometido no dar ningún dato sobresu posición-, y nuestro rumbo hacía inminente

su aparición, que noche y día aguardaban losvigías. Según nuestros cálculos aquella noche, olo más tardar, antes del mediodía siguiente,debíamos divisarla. Llevábamos rumbo S.S.O.,con una brisa firme de costado y la mar estabaen calma, hundiendo majestuosa su bauprés enlas olas y levantando un abanico de espuma.

El viento tensaba las velas. Y todos abordogozábamos el mejor humor al ver ya tan cercael final del primer capítulo de nuestra aventura.

Y fue entonces, a poco de atardecer. La tripu-lación descansaba; yo me dirigía hacia mi litera,cuando de pronto sentí ganas de comerme unamanzana. Subí a cubierta. El vigía estaba en suguardia, en proa, aguardando la aparición de laisla en el horizonte. El timonel miraba la arbo-ladura y silbaba por lo bajo una canción; sólo seescuchaba el sonido de ese silbido y el chapoteodel agua cortada por la proa y que barría elcasco de la goleta.

Tuve que meterme en el barril para poder co-ger una manzana, ya que sólo quedaban unas

pocas en el fondo. Me senté en aquella oscuri-dad para comérmela, y, por el rumor de las olaso el balanceo del barco, el hecho es que meadormecí. Entonces noté que alguien, y debióser alguno de los marineros más corpulentos, sesentó apoyando su espalda en el barril, lo quedio a éste un violento empujón. Me despejé degolpe y ya iba a saltar fuera de la barrica, cuan-do un hombre, cuya voz me era conocida, em-pezó a hablar. Era Silver, y no bien escuché unadocena de sus palabras, cuando ya ni por todoel oro del mundo hubiera dejado de perma-necer escondido, pues no sé qué fue más fuerteen mí si la curiosidad o el temor: aquellas pocaspalabras me habían hecho comprender que lasvidas de todos los hombres honrados que ibana bordo dependían únicamente de mí.

Capítulo 11Lo que escuché desde el barril de manzanas

-No, yo no -dijo Silver-. Flint era el capitán;yo era solamente su cabo, ¡qué podía ser con mipata de palo! El mismo cañonazo que dejó cie-go a Pew se llevó mi pierna. Fue un excelentecirujano el que terminó de cortármela, sí, contítulo y todo, y sabía hasta latín... Aunque esono le salvó de que lo colgaran como a un perroy lo dejaran secándose al sol, como a todos losdemás, en Corso Castle. La gente de Roberts....Todo les vino por mudarles los nombres a susbarcos, cuando les pusieron Royal Fortune yotros nombres así. Como si se pudiera cambiarel nombre de un barco. Un barco debe morircomo fue bautizado. Como el Cassandra, quenos trajo a todos salvos hasta nuestras casasdesde Malabar, cuando England raptó al Virreyde las Indias. O el Walrus, el viejo barco de Flint,al que yo he visto con la cubierta empapada desangre y tan lleno de oro, que parecía a puntode hundirse.

-Ah -exclamó una voz que estoy seguro era ladel mas joven de los marineros, lleno de admi-

ración-. Ese era la flor de la familia, nadie comoFlint.

-También Davis fue todo un hombre, por loque yo he oído -prosiguió Silver-. Yo nuncanavegué con él. Me enrolé primero con En-gland y luego con Flint, y ahí se acaba mi histo-ria. Ahora, como quien dice, navego por micuenta. Con England llegé a sacar en limpiounas novecientas libras, y con Flint, sobre dosmil. No está nada mal para un marinero... ytodo lo tengo a buen recaudo en el banco. No esel ganar lo que luce, si no lo guardas; eso esalgo que tenéis que aprender. ¿Qué fue de to-dos los que iban con England? Nadie lo sabe.¿Y la gente de Flint? La mayoría estáis aquí, abordo, y bien contentos de que pronto se osllene la tripa, pero hace poco bien que muchosde vosotros mendigabais una limosna por ahí.El viejo Pew derrochó, y eso que era ciego, mildoscientas libras en un año, como un lord delParlamento. ¿Y qué ha sido de él? Ahora estápudriéndose bajo las escotillas; y los dos últi-

mos años de su vida los pasó muriéndose dehambre. Andaba pidiendo limosna, robando,asesinando... y con todo, se moría de hambre.

-Tampoco da la vida para mucho más -dijo elmarinero joven.

-No a los tontos, eso tenlo por seguro; no sa-ben aprovechar -exclamó Silver-. Pero escú-chame: eres joven, desde luego, pero listo comoel diablo. Lo vi en cuanto te eché la vista enci-ma, y voy a hablarte como a un hombre.

Fácil es imaginar lo que sentí al escuchar esaspalabras que aquel abominable viejo bribón yahabía empleado para engatusarme a mí. Dehaber podido, lo hubiera matado a través delbarril. Y Silver continuó, bien ajeno a que al-guien podía espiar sus palabras:

-Es lo que les pasa a los caballeros de fortuna:viven malamente y siempre con la horca detrás;pero comen y beben como gallos de pelea y,cuando tocan puerto, tienen los bolsillos llenoscon cientos de libras en vez de unos pocosochavos. Entonces tiran el dinero en ron y en

fiestas, y luego, a la mar de nuevo, sin más quela camisa que llevan puesta. No es ése mi rum-bo. Yo guardo lo que tengo en lugar seguro; unpoco aquí, otro poco allá, y nunca mucho enninguna parte para no despertar sospechas.Tengo cincuenta años, una edad respetable. Poreso en cuanto vuelva de este viaje me retiro yme instalo como un señor. Ya era hora, diréis.Sí, pero entretanto me he dado buena vida;nunca me he privado de nada y siempre hecomido y he bebido de lo mejor y he dormidoen blando, siempre... menos cuando me hacía ala mar. ¿Y cómo empecé? ¡De marinero, comotú!

-Bien -dijo el otro-, pero de todo aquel dineroahora no tienes nada, ¿o no? Y después de todoesto, ¿aún vas a atreverte a asomar la cara porBristol?

-¿A dónde supones que tengo el dinero? -preguntó Silver con sorna.

-En Bristol, en bancos y casas así...

-Estaba -contestó el cocinero-; estaba cuandolevamos anclas. Pero a estas horas ya lo habrásacado todo mi mujer. Habrá vendido «El Cata-lejo» con todos los muebles y la bebida. Y ahorame espera en cierto sitio. Yo os diría dónde,porque no tengo ninguna desconfianza de vo-sotros, pero no quiero que los demás compañe-ros tengan envidia.

-¿Y te fías de tu mujer? -preguntó otro.-Los caballeros de fortuna -replicó Silver- no

suelen fiarse demasiado unos de otros, y tienenrazón para ello, creedme. Pero conmigo sucedeque, si alguien corta amarras y deja al viejoJohn en tierra, no dura mucho sobre este mun-do. Muchos le tenían miedo a Pew, y muchostambién a Flint; pero Flint tenía miedo de mí.No le daba vergüenza confesarlo. Y la tripula-ción de Flint, que fue la gente más feroz y des-piadada que se mantuvo nunca sobre una cu-bierta, el demonio mismo se hubiera acobarda-do de navegar con ellos, pues bien, voy a deci-ros algo: ya sabéis que no soy hombre fan-

farrón, nadie más llano que yo en el trato...Pues, cuando yo era cabo, el más curtido de losbucaneros de Flint era el cordero más mansodelante del viejoJohn. Sí, muchacho, puedesestar seguro.

-Bueno, para decir la verdad -contestó el mu-chacho-, el plan no me gustaba ni una pizcahasta esta noche. Pero ahora ahí va esa mano yestoy con vosotros.

-Eres un chico valiente, y además eres inteli-gente -dijo Silver apretando su mano con talfuerza, que hasta el barril donde yo estabatembló-, y te diré que tienes la mejor estampade caballero de fortuna que han visto estos ojos.

Yo ya había empezado a entender el sentidode aquellas palabras. Cuando él decía «caballe-ros de fortuna», se refería, ni más ni menos, avulgares piratas, y la breve escena que yo aca-baba de escuchar era el último acto de la seduc-ción de un honrado marinero; acaso el últimohonrado que quedaba a bordo. Pero, en cuantoa esto, pronto iba a convencerme, porque Silver

dio un ligero silbido y un tercer personaje seacercó y se sentó con ellos.

-Dick está con nosotros -dijo Silver.-Oh, ya sabía yo que Dick era seguro -

respondió la voz del timonel Israel Hands-. Esun joven listo -y siguió, mientras masticaba sutabaco-. Pero lo que a mí me interesa saber esesto, Barbecue: ¿hasta cuándo vamos a estaraguantando que nos lleven de acá para allácomo bote de vivandero? Ya estoy hasta la co-ronilla del capitán Smollett, bastante nos hazarandeado, ¡por todos los malos vientos!, yestoy reventando por entrar en su camarote ybeberme sus vinos y ponerme sus ropas, ¡mal-dita sea!

-Israel -dijo Silver-, tu cabeza no sirve paramucho,. ni nunca ha servido. Pero, al menos,me figuro, las orejas tienen que servirte paraoír, y con lo grandes que las tienes, para oírbien. Escucha entonces: vas a seguir en tu pues-to, y vas a hacer lo que se te ordene y vas a es-

tar callado, y no beberás ni una gota hasta queyo dé la señal, ¿entendido?

-Bueno, ¿es que he dicho yo lo contrario? -gruñó el timonel-. Pero lo que te pregunto es:¿cuándo? Eso es lo que quiero saber.

-¡Cuándo! ¡Por todos los temporales! -gritóSilver-. Bien, pues, si quieres saberlo, te lo voy adecir. Será lo más tarde que pueda. Entoncesserá el momento. Tenemos a un marino deprimera, al capitán Smollett, que está gober-nando y bien nuestro barco; están el squire y eldoctor, que guardan el plano... ¿sabemos acasodónde lo esconden? No lo sabemos ni tú ni yo.Así que pienso que lo mejor es dejar que el squi-re y el doctor encuentren el tesoro para noso-tros, y cuando ya lo tengamos a bordo, ¡portodos los diablos!, entonces ya veremos. Si yotuviera confianza suficiente en vosotros, malasbestias, dejaría que el capitán Smollett nos lle-vara hasta medio camino de regreso, antes dedar el golpe.

-¿Es que no somos buenos marinos para go-bernar solos esta goleta? -dijo el joven Dick.

-Somos marineros, y no más -replicó Silverdisgustado-. Nosotros sabemos seguir una de-rrota, pero siempre que nos la marquen. Ahí esdonde todos vosotros, caballeretes de fortuna,no servís ninguno. Si pudiera hacer mi volun-tad, dejaría al capitán Smollett que nos llevarade vuelta, por lo menos hasta pillar los alisios;eso nos quitaría muchos problemas y quizáhasta algún mal trago de agua de mar. Pero osconozco bien. Acabaréis con ellos en la isla, encuando el dinero esté a bordo, y será algo quenos pese. Pero como lo único que os interesa esemborracharos como cubas, ya sé que no podréhacer nada. ¡Que el diablo os lleve! ¡Me repug-na navegar con gente como vosotros!

-¡Cálmate, John «el Largo»! -exclamó Israel-.¿Quién ha dicho algo para que te enfades así?

-¿Así? ¿Cuántos buenos barcos te figuras quehe visto yo ser apresados? ¿Y cuántos buenosmozos he visto colgados curándose al sol en la

Dársena de las Ejecuciones? Y siempre por estaprisa, por la maldita prisa. No hay forma deque lo entendáis. Yo ya he visto mucho. Si medejaseis a mí que os llevara con buen rumbo,todos podríais ir en carroza, sí, señor. ¡Perovosotros...! Os conozco. No servís más que parallenaros de ron, y luego colgar de una horca.

-Todos saben que hablas mejor que un ca-pellán, John; pero hay otros que, sin tener quedejar de divertirse -dijo Israel-, han llevado eltimón tan firme como tú. No eran tan estiradosni tan secos como tú, no; bien que aprovecha-ban la ocasión y sabían beber con los compañe-ros.

-¿De veras? -respondió Silver-. Y dime,¿dónde están ahora? Pew era uno de ésos, ymurió en la miseria. Flint era otro, y el ron se lollevó en Savannah. Sí, sabían correrse buenasjuergas, pero ¿dónde están ahora?

-De acuerdo -respondió Dick-, pero, cuandotengamos al squire y los suyos bien trincados,¿qué vamos a hacer con ellos? -¡Así hablan los

hombres de verdad! -exclamó el cocinero conentusiasmo-. Dime, ¿tú qué harías? ¿Dejarlos entierra? ¿Abandonarlos? Eso lo hubiera hechoEngland. ¿O los degollarías como a cerdos? Eslo que hubieran hecho Flint o Billy Bones.

-Billy sí era un hombre para estos casos -dijoIsrael-. «Los muertos no muerden», solía decir.También él está ya muerto y a estas horas yadebe saber algo de eso. Si hubo un hombre conlas entrañas duras para llegar al último puerto,ése era Billy.

-Tienes razón -dijo Silver-; duro y dispuesto atodo. Pero fíjate en una cosa: yo soy un hombretranquilo, según tú dices podría pasar por uncaballero; pero ahora sé que trato un asuntomuy serio, y el deber está por encima de otraconsideración. Así que yo voto... ¡muerte!Cuando esté en el Parlamento y vaya paseandoen mi carroza, no quiero que ninguno de estospuntillosos que llevamos con nosotros aparezcade pronto, como el diablo cuando se reza. Lo

único que yo he dicho es que conviene esperar;pero cuando llegue la hora, ¡sin piedad!

John -exclamó el timonel-, ¡eres un hombre deuna pieza!

-Podrás decirlo, Israel, en su momento -dijoSilver-. Y hay algo que deseo: quiero a Trelaw-ney para mí. Pienso arrancarle la cabeza conestas manos. ¡Dick! -dijo entonces Silver, cam-biando el tono-, mira, sé un buen muchacho ytráeme una manzana de ésas, que me refresqueel gaznate.

Imaginad mi espanto. De no fallarme lasfuerzas, hubiera saltado de la barrica y me lohubiese jugado todo en la fuga; pero mi co-razón y mi valor se paralizaron. Oí cómo Dickse incorporaba, y, cuando ya me daba por per-dido, la voz de Hands exclamó:

-¡Oh, deja eso! No te pongas ahora a chuparesa porquería. Echemos un trago de ron.

-Dick -dijo entonces Silver-, tengo confianzaen ti. Pero no te olvides que tengo una marca

en el barril; así que anda con cuidado. Toma lallave, llena un cuartillo y tráenoslo.

Aún aterrado como estaba, comprendí enton-ces que así era cómo el señor Arrow se procu-raba la bebida que acabó con él. Dick no tardóen regresar, y, mientras duró su ausencia, Israeldijo algo al oído del cocinero. No pude escu-char más que algunas palabras, y aún así meinformaron de cosas importantes; porque entrelas palabras sueltas pude. escuchar esta frase:«Ninguno de ellos quiere unirse a nosotros», loque me advirtió que aún quedaban algunosleales a bordo.

Cuando Dick regresó, cada uno de los trestomó su tazón y brindaron: «Por la buena suer-te», dijo uno; «A la salud del viejo Flint», elotro, y por último, Silver, con cierto sonsonete,exclamó:

«A vuestra salud y a la mía, viento en las ve-las, buena comida y un buen botín».

En aquel instante una suave claridad empezóa iluminar el interior del barril, y, mirando

hacia arriba, vi el paso de la luna que plateabala cofa del palo de la mesana y hacía resplande-cer la blancura de la lona de la cangreja. Y casial mismo instante la voz del vigía anunció:

-¡Tierra!

Capítulo 12Consejo de guerra

Se produjo un gran tumulto a bordo. Oí eltropel de los marineros que subían a cubiertadesde su cámara y ocupaban el castillo de proa.Me deslicé entonces en un santiamén fuera delbarril y, escondiéndome bajo la cangreja, di unrodeo hacia popa para simular que de allí ven-ía, y una vez que vi al doctor Livesey y a Hun-ter, que corrían por la banda de barlovento, medirigí hacia ellos.

Todos los hombres estaban ya en cubierta. Laluna brillaba sobre un horizonte donde flotabanlos últimos velos de una niebla que rápidamen-te se levantaba. Y allá lejos, hacia el suroeste, se

divisaban dos colinas no muy altas, separadaspor un par de millas, y, alzándose entre ellas,una tercera, cuya loma, de superior altura quelas otras, aún aparecía envuelta en la bruma.Las tres colinas parecían escarpadas y teníanuna forma cónica.

Yo contemplaba todo como en un sueño, puesaún no me había recuperado de la espantosasituación que acababa de sufrir. Oí la voz delcapitán Smollett dando órdenes. La Hispaniolaorzó un par de cuartas al viento y tomamos unrumbo que nos conducía directamente a la isla,abordándola por el este.

-Ahora, muchachos -dijo el capitán, cuandofinalizó la maniobra-, ¿hay alguno entre voso-tros que haya estado antes en esa isla?

-Yo, señor -dijo Silver-. Yo he hecho aguadauna vez en un mercante que me enroló de coci-nero.

-Según creo, el fondeadero está hacia el sur,detrás de un islote, ¿no es así? -preguntó el ca-pitán.

-Sí, señor: le llaman la Isla del Esqueleto. Eraun sitio para refugio de piratas, en otro tiempo,y un marinero que navegaba conmigo conocíatodos los nombres de estos parajes. Aquellacolina que hay al norte se llama el Trinquete;hay tres montes en fila hacia el sur: Trinquete,Mayor y Mesana. Pero el más alto, aquel quetiene la cumbre envuelta en niebla, a ése se lesuele llamar el Catalejo, porque, cuando lospiratas estaban en la ensenada carenando fon-dos, situaban en la cima un vigía de guardia. Larada está llena de mugre de bucanero, señor,con perdón sea dicho.

-Aquí tengo una carta -dijo el capitán Smo-llett-. Mire usted si es ése el sitio.

Los ojos de John «el Largo» relampaguearonal tomar en sus manos el mapa; pero, cuando vique se trataba de un mapa nuevo, entendí queno era más que una copia del que hallamos enel cofre de Billy Bones, completo en todos susdetalles -nombres, altitudes, fondos- y en el queno constaban las cruces rojas y las notas ma-

nuscritas. Pero Silver supo disimular su desen-gaño.

-Sí, señor -dijo-, éste es el sitio, no hay duda; ymuy bien dibujado que está. Me preguntoquién lo habrá trazado. Los piratas eran dema-siado ignorantes para hacerlo, pienso yo. Sí,mire, capitán: aquí está: «El Fondeadero delcapitán Kidd...», así lo llamaba mi compañero.Aquí hay una corriente muy fuerte que arrastrahacia el sur y luego remonta al norte a lo largode la costa occidental. Ha hecho usted bien,señor, en ceñirse y alejarnos de la isla -agregó-.Pero si vuestra intención es fondear para care-nar, desde luego no hay mejor lugar por estasaguas.

-Gracias, gracias -dijo el capitán Smollett-. Yarequeriré sus servicios, si preciso más adelantealguna información. Puede usted retirarse.

Yo estaba asombrado de la desenvoltura conque Silver confesaba su profundo conocimientode aquellas tierras. Y no pude evitar un senti-miento de temor, cuando vi que se acercaba a

mí. No era posible que hubiera advertido mipresencia en el barril de las manzanas y quepor tanto supiera que yo estaba al corriente desus intenciones, pero, aun así, me infundía yatal pavor por su doblez, su crueldad y su in-fluencia sobre los demás marineros, que apenaspude disimular un estremecimiento cuando mepuso la mano en el hombro.

-Ah -dijo-, qué lugar tan bonito esta isla; unsitio perfecto para que lo conozca un muchachocomo tú. Podrás bañarte, trepar a los árboles,cazar cabras, y podrás escalar aquellos montescomo si fueras una de ellas. Esto me devuelvemi juventud. Ya hasta se me olvida mi pata depalo. Qué hermoso es ser joven y tener diezdedos en los pies, tenlo por seguro. Cuandoquieras desembarcar y explorar la isla, no tie-nes más que decírselo al viejo John, y te prepa-raré un bocado para que te lo lleves.

Y volvió a darme una palmada cariñosa.Después se fue hacia su cocina.

El capitán Smollett, el squire y el doctor Live-sey estaban conversando bajo la toldilla, y, apesar de mi ansiedad por contarles lo sucedido,no me atrevía a interrumpirles tan bruscamen-te. Mientras buscaba un pretexto para dirigirmea ellos, el doctor me indicó que me acercara. Sehabía olvidado su pipa en el camarote y, comono podía vivir sin fumar, me rogó que se latrajese; en cuanto me acerqué a ellos lo justopara poder hablarles sin que los demás me oye-ran, le dije al doctor:

-Tengo que hablaros. Haced que el capitán yel squire bajen al camarote y hacedme ir concualquier excusa. Sé cosas terribles.

El doctor pareció inquietarse, pero se dominóal instante.

-Muchas gracias, Jim -dijo en voz alta-; esoera lo que quería saber -como si me hubierapreguntado cualquier cosa.

Me dio la espalda y continuó su conversa-ción. Al poco rato, y aunque no percibí movi-miento alguno que los delatase, ni ninguno alzó

su voz ni hizo la menor demostración de que eldoctor Livesey estuviera informándoles de miseria advertencia, no dudé que se lo había co-municado, pues en seguida vi al capitán quedaba una orden a Job Anderson, y el silbatoconvocó a toda la tripulación en cubierta.

-Muchachos -dijo el capitán Smollett-, tengoque deciros unas palabras. La tierra que está ala vista es nuestro punto de destino. El señorTrelawney, que es un caballero generoso comoya todos habéis comprobado, me ha pedido miopinión sobre vuestra conducta en esta travesíay he podido informarle con placer que todo elmundo a bordo, sin excepciones, ha cumplidocon su deber a mi entera satisfacción. Por ello ély el doctor y yo bajaremos ahora al camarotepara brindar a vuestra salud y por vuestra suer-te, y a vosotros se os permiten unas rondas pa-ra brindar a la nuestra. Me parece que debéisagradecerle su gentileza, y si así es, gritad con-migo un fuerte «;Hurra!» marinero por el caba-llero que os las regala.

Escuchamos aquel grito, lo que era de espe-rar; pero sonó tan vibrante y entusiasta, queconfieso que me costaba trabajo imaginar aaquellos hombres como enemigos de nuestrasvidas.

-¡Otro «¡Hurra!» por el capitán Smollett! -gritó entonces John «el Largo».

Y también este segundo fue dado con toda elalma. Inmediatamente los tres caballeros baja-ron al camarote y poco después enviaron a pormí con el pretexto de que «Jim Hawkins hacíafalta» abajo.

Los encontré sentados en torno a la mesa; an-te ellos había una botella de vino español y pa-sas, y el doctor fumaba con agitación y se habíaquitado la peluca, que tenía sobre las rodillas,lo que era señal en él de la máxima ansiedad.La portilla de popa estaba abierta, pues era unanoche en extremo calurosa, y se veía el rielar dela luna en la estela del barco.

-Ahora, Hawkins -dijo el squire-; creo que tie-nes algo que contarnos. Habla.

Así lo hice, y en tan pocas palabras como pu-de relaté cuanto había escuchado de Silver.Ninguno me interrumpió; los tres permanecie-ron inmóviles y con sus ojos fijos en mí hastaque terminé mi historia.

Jim -dijo el doctor Livesey-, siéntate.Me hicieron sentar a la mesa junto con ellos;

me sirvieron una copa de vino y me llenaronlas manos de pasas. Entonces, uno tras otro, ycon una inclinación de sus cabezas, brindaron ami salud como agradecimiento por lo que con-sideraban mi valentía y mi buena suerte.

-Y ahora, capitán -dijo el squire-, teníais razóny yo estaba equivocado. Confieso que soy unasno y espero vuestras órdenes.

-No más asno que yo mismo, señor -contestóel capitán-. Porque jamás he oído de una tripu-lación con intenciones de motín que no dieraantes ciertas señales que yo tenía la obligaciónde haber descubierto y así prevenir el mal ytomar medidas. Pero esta tripulación -añadió-ha sido más lista que yo.

-Capitán -dijo el doctor-, con vuestro permiso,creo que el causante de todo es Silver, y se tratade un hombre sin duda notable.

-Más notable me parecería colgado de unaverga -repuso el capitán-. Pero de cualquierforma esta conversación ya no nos conduce anada. Por el contrario, hay tres puntos con lavenia del señor Trelawney que voy a someter avuestra consideración.

-Señor, sois el capitán -dijo el squire con gestoliberal- y es a quien toca hablar.

-Primer punto -comenzó el señor Smollet-: te-nemos que continuar porque es imposible elregreso. Si diese ahora la orden de zarpar, seamotinarían en el acto. Segundo punto: tene-mos algún tiempo por delante, al menos hastaencontrar ese dichoso tesoro. Y tercer punto: notodos los marineros son desleales. Ahora bien,tarde o temprano tendremos que enfrentarnosviolentamente a los levantiscos, y lo que yopropongo es coger la ocasión por los pelos, co-mo suele decirse, y atacar nosotros precisamen-

te el día en que menos lo esperen. Doy por des-contado que podemos contar con vuestros cria-dos, ¿no es así, señor Trelawney?

-Como conmigo mismo -declaró el squire.-Son tres -dijo el capitán echando cuentas-, lo

que con nosotros suma siete, porque incluyo aljoven Hawkins. Ahora hay que tratar de averi-guar quiénes son los marineros leales.

-Probablemente los que contrató personal-mente el señor Trelawney -dijo el doctor-; losque enroló antes de dar con Silver.

-No -interrumpió el squire-. Hands fue uno delos que yo contraté.

Jamás lo había pensado de Hands -declaró elcapitán.

-¡Y pensar que son ingleses! -exclamó el squi-re- ¡Intenciones me dan de volar el barco!

-Pues bien, caballeros -dijo el capitán-, lo me-jor que yo pueda añadir no es gran cosa. Pro-pongo que aguardemos y vayamos sondeandola situación. Es difícil de soportar, lo sé. Seríamás agradable romper el fuego de una vez.

Pero no tenemos otro camino hasta que sepa-mos con quiénes podemos contar. Nos pon-dremos a la capa y esperaremos viento: ésta esmi opinión.

Jim -dijo el doctor- es quizá el que mejor pue-de ayudarnos. Los marineros no desconfían deél, Jim es un magnífico observador.

-Hawkins, toda mi confianza la deposito en ti-dijo el squire.

Me sentí abrumado por tanta responsabili-dad, ya que no creía poder cumplir como esdebido mi cometido; y sin embargo, por unaextraña concatenación de circunstancias, seríayo precisamente quien tendría en sus manos lasalvación de todos. Pero, en aquellos momen-tos, lo cierto es que de los veintiséis que íbamosa bordo sólo en siete podíamos confiar; y de lossiete, uno era un muchacho, de modo que ver-daderamente nuestro partido sólo contaba conseis, contra los diecinueve del enemigo.

PARTE TERCERAMI AVENTURA EN LA ISLA

Capítulo 13Así empezó mi aventura en la isla

El aspecto de la isla, cuando a la mañana si-guiente subí a cubierta, había cambiado porcompleto. La brisa había amainado, y, aunquedurante la noche navegamos bastante, en aquelmomento nos encontrábamos detenidos en lacalma a media milla del suroeste de la costaoriental, que era la más baja. Bosques grisáceoscubrían gran parte del paisaje. En algunos pun-tos esa tonalidad monótona se salpicaba consendas de arena amarilla desde la playa y conárboles altos, parecidos a los pinos, que seagrupaban sobre la general y uniforme colora-ción de un gris triste. Los montes se destacabancomo rupturas de la vegetación y semejabantorres de piedra. Sus formas eran extrañas, y elde mas rara silueta, que sobresalía en doscien-

tos o trescientos pies a los otros, era el Catalejo;estaba cortado a pico por sus laderas y en lacima se truncaba bruscamente dándole la formade un pedestal.

La Hispaniola se balanceaba hundiendo susimbornales en las aguas. La botavara tensábaseviolentamente de las garruchas, y el timón,suelto, golpeaba a un lado y otro, y las cuader-nas crujían, y todo el barco resonaba como unafactoría en pleno trabajo. Tuve que agarrarmecon fuerza a un cabo, pues el mundo enteroparecía girar vertiginosamente ante mis ojos, y,aunque yo para entonces ya me había converti-do casi en un marino veterano, estar allí, enaquella calma, pero meciéndonos como unabotella vacía entre las olas, pudo más que elhábito que ya comenzaba a desarrollar, sobretodo con el estómago vacío, como estaba aque-lla mañana.

Quizá fuera eso, o acaso el aspecto de la isla,con sus bosques grises y melancólicos y susabruptos roquedales y el rumor de la rompien-

te contra la escarpada costa; pero lo cierto esque, aunque el sol resplandecía hermosísimo ylas gaviotas pescaban y chillaban a nuestro al-rededor, y sobre todo el gozo natural a cual-quiera que después de una larga travesía des-cubre tierra, el alma se me cayó a los pies, comosuele decirse, y la primera impresión quequedó grabada en mis ojos de aquella isla sólome inspiraba aborrecimiento.

La mañana se nos presentó por completo de-dicada a las más pesadas faenas, pues, como noveíamos señal alguna de viento, fue necesarioarriar los botes y remolcar remando la goletadurante tres o cuatro millas, hasta que dobla-mos el extremo de la isla y enfilamos el fon-deadero que estaba detrás de la Isla del Esque-leto. Yo me presté de voluntario para remar enuno de los botes, donde, por supuesto, no hiceninguna falta. El calor resultaba insoportable ylos marineros maldecían a cada golpe de remo.Anderson, que patroneaba mi bote, era el pri-mero en jurar más alto que ninguno.

-¡Menos mal que se le ve el fin a esto! -vociferaba.

Aquel comportamiento no me daba buenaespina, pues fue la primera vez que los marine-ros no cumplían con presteza sus deberes; nocabe duda que a la vista de la isla las atadurasde la disciplina habían empezado a soltarse.

Mientras remolcábamos la goleta, John «elLargo» no se separó del timonel y fue marcan-do el rumbo. Conocía aquel canal como la pal-ma de su mano, y, aunque el marinero que ibasondeando en proa siempre anunciaba másprofundidad que la que constaba en la carta,John no titubeó ni una sola vez.

-Aquí se da un arrastre muy fuerte con la ma-rejada -decía-, y este canal ha sido dragado,como si dijéramos, con una azada.

Anclamos precisamente donde indicaba elmapa, a un tercio de milla de cada orilla, de unlado la Isla del Esqueleto y del otro la grande.La mar estaba tan clara, que podíamos ver elfondo arenoso. Cuando largamos el ancla, la

fuente de espuma que desplazó hizo alzar elvuelo a una nube de pájaros, que durante unosinstantes llenaron el cielo con sus graznidos;luego se posaron de nuevo en los bosques ytodo volvió a hundirse en el silencio.

El fondeadero estaba muy bien protegido delos vientos y rodeado por frondosos bosques,cuyo árboles llegaban hasta la misma orilla; lacosta era llana y las cumbres de los montes sealzaban alrededor, al fondo, en una especie deanfiteatro. Dos riachuelos, o mejor, dos aguaza-les, desembocaban lentamente en una especiede pequeño lago, y la vegetación lucía un ver-dor extraño, como una patina de ponzoñosolustre. Desde el barco no se llegaba a divisar elpequeño fuerte o empalizada señalada en elmapa, porque estaba encerrado por los árboles,y, a no ser porque aquél lo indicaba, hubiéra-mos podido creer que éramos los primeros quefondeaban desde que la isla surgió de los ma-res.

No corría el menor soplo de aire, y el silenciosólo era roto por el rugido de las olas al rom-per, a media milla de distancia, en las largasplayas rocosas. Un olor pestilente de agua es-tancada cubría el fondeadero como de hojas ytroncos podridos. Vi que el doctor olfateaba condesagrado, como si olisquease un huevo pocofresco.

-Ignoro si habrá por aquí algún tesoro -dijo-,pero apuesto mi peluca a que es lugar pródigoen fiebres.

Si el comportamiento de la tripulación habíaempezado a inquietarme ya en los botes, cuan-do regresaron a bordo se hizo claramente ame-nazador. Tendidos en cubierta, en pequeñoscorrillos, discutían en voz baja. La más ligeraorden era recibida con torvas miradas y ejecu-tada de la peor gana. Hasta los marineros lealesparecían contaminados, pues no había ningunoa bordo que pudiera servir de modelo a losdemás. El motín se palpaba en el aire como lainminencia de una tormenta.

Y no éramos nosotros tan sólo quienes ba-rruntábamos el peligro. John «el Largo» se afa-naba corriendo de corrillo en corrillo, dandoconsejos y tratando de mostrarse lo menosamenazador posible. Hasta se excedía en solici-tud y diligencia, deshaciéndose en sonrisas yhalagos. Si se daba una orden, allí estaba él enun periquete, muleta en ristre, con el más ani-moso «¡listo, señor!», para cumplirla. Y cuandono había nada que hacer, entonaba una cancióntras otra, como para ocultar la tensión reinante.

De todos los signos de amenaza que se leíanen la actitud de la tripulación aquella tarde, laansiedad dejohn «el Largo» me pareció el másgrave.

Volvimos a reunirnos en el camarote para ce-lebrar consejo.

-Señor Trelawney -dijo el capitán-, no puedoya arriesgarme a dar ninguna orden, pues senegarían a cumplirla, ante lo cual sólo quedandos soluciones, a cual peor: Si no soy obedecidoy trato de obligar a un marinero, creo que la

tripulación se amotinaría; y si, por el contrario,callo ante la rebeldía, Silver no tardará en darsecuenta de que hay gato encerrado, y nuestrojuego quedará al descubierto. Pues bien, sólopodemos confiar en un hombre.

-¿Y quién es él? -preguntó el squire.-Silver, señor -respondió el capitán-, que tiene

tanto interés como vos o yo en suavizar las co-sas. Evidentemente el comportamiento quevenimos observando muestra que entre elloshay claras desavenencias. Si damos ocasión aSilver, él no tardará en apaciguar a los más le-vantiscos. Y yo propongo precisamente que sele proporcione tal ocasión. Demos a la tripula-ción una tarde libre para que desembarquen asu antojo. Si desembarcan todos, nos apodera-remos del barco y nos haremos fuertes. Si nin-guno decide ir a tierra, en ese caso nos defende-remos desde los camarotes... y que Dios nosayude. Y si sólo unos cuantos desembarcan,bien, Silver los traerá de regreso y más mansosque corderos.

Decidimos seguir las indicaciones del capitán.Se repartieron pistolas a todos los hombres se-guros; a Hunter, a joyce y a Redruth se les pusoal corriente de lo que pasaba, y recibieron lanoticia con menos sorpresa y mejor ánimo de loque cabía esperar; después el capitán subió acubierta y les habló a los marineros:

-Muchachos -les dijo-, la jornada ha sido muydura y este calor es insufrible. Creo que bajar atierra vendría bien a más de uno. Los botesestán ahí, podéis usarlos y pasar la tarde en laisla. Media hora antes de la puesta del sol osavisaré con un cañonazo.

Pienso que la tripulación, en su obcecación, sefiguraba que bastaría con desembarcar para darde narices con los tesoros que allí hubiera, puessu enemistad se disipó en un instante y pro-rrumpieron en un «¡Hurra!» tan clamoroso, queresonó en el eco desde las lejanas colinas e hizolevantar de nuevo el vuelo de los pájaros quevolvieron a cubrir la rada.

El capitán era demasiado astuto para seguiren cubierta. Desapareció como por ensalmo ydejó a Silver organizar aquella expedición. Ycreo que obró muy cuerdamente, porque dehaber permanecido allí no hubiera podido se-guir fingiendo que desconocía la situación, quesaltaba a la vista. Porque Silver se reveló comoel verdadero capitán de aquella tripulación deamotinados. Los marineros fieles -y pronto sedemostró que aún quedaban algunos- debíanser muy duros de mollera, o, más bien, lo queseguramente ocurría es que todos se hallaban,unos mas y otros menos, descontentos de suscabecillas, y unos pocos, que en el fondo eranbuena gente, ni querían ir ni hubieran permiti-do que se les llevara más lejos. Porque una cosaera hacerse los remolones y no cumplir larórdenes, y otra bien distinta apoderarse violen-tamente de un navío y asesinar a unos inocen-tes.

Se organizó la expedición. Seis marinerosquedaron a bordo y los trece restantes, entreellos Silver, embarcaron en los botes.

Entonces fue cuando se me ocurrió la primerade las descabelladas ideas que tanto contribu-yeron a salvar nuestras vidas. Porque penséque, si Silver había dejado seis hombres a bor-do, era evidente que nosotros no podríamoshacernos con el barco y defenderlo; y por otraparte, siendo seis, tampoco mi presencia hubie-ra servido de mucha ayuda. Y se me ocurriódesembarcar también. Y, sin pensarlo dos ve-ces, me descolgué por una banda y me acurru-qué en el castillo de proa del bote más cercano,en el mismo momento en que empezó a mover-se.

Nadie hizo caso de mi presencia, y el remerode proa me dijo:

-¿Eres tú, Jim? Agacha la cabeza.Pero Silver, que iba en otro bote, miró inme-

diatamente hacia el nuestro, y gritó preguntan-

do si yo estaba allí; y desde aquel momentoempecé a arrepentirme de mi decisión.

Las dos tripulaciones competían por llegar losprimeros a la costa, pero mi bote, que era masligero que el otro, tomó delantera y atracó antesjunto a los árboles de la orilla. Yo me agarré auna rama para saltar fuera y procuré desapare-cer lo antes posible en la espesura, pero en esemomento oí la voz de Silver, que con los demásse encontraba a cien vasas de distancia:

-Jim! Jim! -me gritó.Esto hizo que yo aligerase aún mas el paso,

como es lógico imaginar; y saltando por entrelas ramas como alma que lleva el diablo, corrítierra adentro hasta que no pude más de can-sancio.

Capítulo 14El primer revés

Tal satisfacción me produjo el haber conse-guido despistar a John «el Largo», que hasta

empecé a sentir un cierto gozo al contemplaraquel paisaje extraño que me rodeaba.

Había cruzado en mi carrera un terreno pan-tanoso, poblado de sauces, juncos y exóticosárboles de ciénaga, y me encontraba entoncesen un calvero de dunas, como de una milla deancho, salpicado aquí y allá por algún pino yuna serie de árboles con retorcidos troncos quea primera vista parecían robles, pero cuyo folla-je era más pálido, como el de los sauces. Al otroextremo del arenal se alzaba uno de los montescon dos picos escarpados que resplandecíanbajo el sol.

Por primera vez sentí el placer de explorar.La isla no estaba habitada; mis compañeros sehabían quedado muy atrás, y ante mí no palpi-taba más que la vida salvaje de misteriososanimales y extrañas plantas. Anduve vagandosin rumbo bajo los árboles. A cada paso des-cubría plantas en flor que me eran desconoci-das; vi alguna serpiente, y una de ellas irguióde improviso su cabeza sobre un peñasco y

escuché su silbido áspero como el de un trom-po al girar. ¡Si hubiera sabido que se trataba deun enemigo mortal y que aquel sonido era elfamoso cascabel!

Después fui a dar a un extenso bosque deárboles como aquellos parecidos al roble -mástarde supe que eran encinas- y que crecían co-mo zarzas muy bajas a ras de la arena, consti-tuyendo un espeso matorral. El bosque se ex-tendía bajando desde lo alto de una de lasgrandes dunas y ensanchándose y creciendo enaltura hasta la ribera de la ciénaga; los juncoscubrían ésta y a través de ella el más cercano delos riachuelos se filtraba hasta el fondeadero.La ciénaga exhalaba una espesa niebla que iri-saba la luz del sol y la silueta del Catalejo sedibujaba borrosa a través de la bruma.

De pronto escuché como un aletear entre losjuntos, y vi un pato silvestre que levantaba elvuelo con un graznido y en un instante todo elpantano fue cubierto por una nube de patos enla inmensa espiral de su vuelo. Deduje que al-

guno de los marineros debía estar acercándosepor aquel lado, y no me equivoqué, pues notardé mucho en oír un rumor lejano y el débilsonido de algunas voces que iban acercándose;agucé el oído intentando averiguar quiéneseran y, sobresaltado por el temor, me escondíbajo la encina que más cerca tenía y, allí agaza-pado, todo oídos, casi sin respiración, aguardé.

Una voz ya más clara contestó a la que prime-ro había oído, y reconocí la voz de Silver, que,respondiendo a alguna cuestión, se explayabaen un largo comentario sólo de vez en cuandointerrumpido por el otro. Por el tono parecíaque ambos se expresaban con enfado, y auncasi con ira; pero no pude entender nada de loque decían.

Después se callaron, y creo que tomaronasiento, pues no los sentí acercarse más y hastalas aves se calmaron y volvieron a posarse so-bre la marisma.

Entonces me di cuenta de que estaba faltandoa mi deber, ya que, si había sido tan insensato

como para saltar a tierra con aquellos filibuste-ros, lo menos que se me exigía era sorprendersus planes y conciliábulos, y por tanto mi deberera acercarme a ellos lo más posible, escondidoen aquella maleza tan propicia y escuchar. Fuiguiándome por el rumor de sus voces y por lainquietud de los pájaros que aún volaban alar-mados por el ruido que hacían aquellos dosintrusos.

Arrastrándome a cuatro patas avancé procu-rando no hacer el más pequeño ruido; y al fin,espiando por un hueco de la maleza, los vi enuna pequeña barranca muy verde, junto a laciénaga, toda rodeada de árboles; allí estabanJohn «el Largo» y otro marinero. El sol les dabade lleno. Silver había arrojado su sombrero alsuelo junto a él, y su enorme, lisa y rubicundafaz, perlada de sudor, se enfrentaba al otro conlastimera expresión:

-Compañero -le decía-, si no fuera porquecreo que vales tanto como el oro molido, oromolido, tenlo por seguro!, si no te hubiera co-

gido tanto cariño como a un hijo, ¿tú crees queyo estaría aquí previniéndote? La suerte estáechada y lo que tenga que ser será. Y lo únicoque quiero es salvarte el cuello. Si alguno deesos perdidos supiera lo que te estoy diciendo,¿qué sería de mí? Dime, Tom, ¿qué seria de mí?

-Silver -exclamó el otro. Y observé que nosólo su rostro estaba encendido, sino que suvoz temblaba como un cabo tenso-, usted es yaviejo, y es honrado, o al menos tiene fama deserlo, y tiene dinero, lo que no suele pasar amuchos pobres navegantes, y es valiente, o mu-cho me equivoco. ¿Y con todo eso pretendeusted hacerme creer que esa gentuza puedearrastrarlo a la fuerza? No puede usted seguir-les. Tan cierto como que Dios nos está viendo,que antes me dejaría yo cortar el brazo derechoque faltar a mi deber.

Un ruido extraño interrumpió sus palabras.Por fin había descubierto yo a uno de los mari-neros leales. Y no tardaría en saber de otro.

Porque de pronto, en la lejanía, sobre la cié-naga, se escuchó un grito de furia. No tardó enoírse otro. Y a éste siguió un espeluznante yprolongado alarido. La cortadura del Catalejodevolvió el eco varias veces; las bandadas deaves se levantaron de nuevo, oscureciendo elcielo con su vuelo; y, antes de que aquel gritode muerte dejase de resonar en mis oídos, denuevo cayó el silencio sobre la marisma y sóloel batir de alas de las aves que volvían a posar-se y el fragor de la lejana marejada turbaba elenmudecimiento de aquel desolado lugar.

Al escuchar aquel alarido, Tom se puso en piede un salto, como un caballo picado por la es-puela; pero Silver ni pestañeó. Se quedó senta-do, apoyado en su muleta, y con los ojos tanfijos en su acompañante como una serpienteque se dispone a atacar.

-¡John! -exclamó el marinero, tendiéndole lamano.

-¡Fuera esas manos! -gritó Silver, saltandohacia atrás con la ligereza y seguridad del me-jor gimnasta.

-Como usted quiera, John Silver -dijo el otro-.Pero es su mala conciencia la que le hace te-nerme miedo. Dígame, ¡en el nombre de Dios!,¿qué ha sido ese grito?

-¿Eso? -repuso Silver sin dejar de sonreír, pe-ro más alerta y receloso que nunca, con las pu-pilas fijas en Tom, tan brillantes como pedazosde vidrio clavados en aquel rostro-. ¿Eso? Mefiguro que ha sido Alan.

Y al oír estas palabras, el pobre Tom pareciórecobrarse.

-¡Alan! -exclamó-. ¡Pues que descanse en pazsu alma de ' buen marino! Y en cuanto a usted,John Silver, lo he tenido mucho tiempo porcompañero, pero ya no quiero seguir siéndolo.Si he de morir como un perro, que sea cum-pliendo mi deber. Habéis matado a Alan, ¿no esverdad? Pues ordene que me maten a mí tam-

bién, si pueden. Pero aquí me tiene usted.Atrévase.

Y diciendo esto, aquel valiente dio la espaldaal cocinero y echó a andar hacia la playa. Perono estaba destinado a ir muy lejos. Dando ungrito, John se agarró a la rama de un árbol, sequitó la muleta y la lanzó con la más tremendaviolencia; el insólito proyectil zumbó en el airey golpeó a Tom de punta contra la nuca; éstealzó sus brazos, abrió su boca en un sordo gor-jeo y cayó a tierra.

Nunca supe si aquel golpe brutal había aca-bado o no con él, lo que parecía seguro porquesonó como si hubiera roto la columna vertebral.Pero de cualquier forma Silver no dio tiempo aaveri guarlo, y con la agilidad de un mono,dando un salto, se abalanzó sobre aquel cuerpocaído y en un segundo hundió por dos veces sucuchillo, hasta la empuñadura, en su carne.Desde mi escondite escuché los jadeos con queacompañó cada uno de aquellos golpes.

Nunca he sabido verdaderamente lo que esun desmayo, pero en aquella ocasión duranteunos instantes el mundo se desvaneció para míy todo empezó a darme vueltas como un ca-rrousel en la niebla: Silver y los pájaros, y laalta silueta del Catalejo, todo giraba ante misojos como un mundo patas arriba y oía lejanascampanas mezcladas con voces retumbar enmis oídos.

Al volver en mí, aquel mostruo se había in-corporado, llevaba la muleta bajo su brazo y sehabía calado el sombrero. A sus pies yacía Tominmóvil sobre las matas; poco reparó en él suasesino, que se limitó a limpiar el cuchillo tintoen sangre con un manojo de hierbas. Nada hab-ía cambiado en el bosque: el sol continuaba bri-llando inexorable sobre la brumosa marisma yen la alta cumbre de la colina; apenas podía yoentender que allí se había cometido un asesina-to y que una vida humana había sido cruelmen-te segada ante mis propios ojos.

En aquel momento John sacó de su bolsillo unsilbato y lanzó al aire varios toques que atrave-saron la espesura ardiente.

Yo no sabía qué podía significar aquella se-ñal; pero volvió a despertar mis temores. Sillegaban más piratas, no tardarían mucho endescubrirme. Ya habían sacrificado a dos de losmejores; después de Tom y Alan, ¿acaso nosería yo el siguiente?

Salí de mi escondrijo y. empecéa retroceder,arrastrándome tan de prisa y en silencio comopude, hacia la zona más despejada del bosque.Mientras huía, no dejé de escuchar los gritos delos piratas que se llamaban entre sí y los delviejo Silver, lo que me indicaba cuán cerca es-taban, y el peligro me dio alas en mi huida. Encuanto me vi fuera del bosque, corrí comojamás en mi vida lo había hecho, sin atenderqué dirección tomaba, ya que lo único que meimportaba era alejarme de aquellos asesinos; yconforme corría también aumentaba mi miedo,hasta convertirse en una especie de histeria.

Me sentía perdido sin remedio. Cuando elcañonazo, que yo esperaba ya oír de un mo-mento a otro, sonara, ¿tendría yo valor parabajar hasta los botes y regresar junto a aquellosmalvados a los que imaginaba aún manchadosde la sangre de sus víctimas? El primero queme encontrase ¿no me retorcería el cuello comoa un pájaro? ¿No sospecharían ya algo debido ami ausencia? Todo había terminado, pensé.¡Adiós a la Hispaniola, adiós al squire, al doctor,al capitán! Sólo veía ante mí dos caminos: omorir de hambre en aquella isla o perecer amanos de los amotinados.

Mientras mi cabeza se perdía en estos pensa-mientos, yo no cesaba de correr, y, sin darmecuenta, me había acercado a la ladera de la co-lina de los dos picachos, en aquella parte de laisla donde las encinas crecían más espaciadas ysus troncos centenarios se parecían más a losárboles de las grandes selvas. Mezclados conellas había algunos inmensos pinos, cuyas co-pas alcanzaban alturas de más de cincuenta y

hasta setenta pies. El aire allí se sentía más fres-co y puro que junto a la ciénaga.

Y fue allí donde vi algo que me heló la sangreen el corazón.

Capítulo 15El hombre de la isla

De repente, por la ladera de aquel monte, tanescarpada y pedregosa, oí caer unas piedrasque rebotaron contra los árboles. Instintiva-mente me volví hacia aquel sitio y vi una extra-ña silueta que se ocultaba, con gran rapidez,tras el tronco de un pino. Lo que aquello pudie-ra ser, un oso, un mono, o hasta un hombre, nopodía decirlo a ciencia cierta. Parecía una formaoscura y greñuda; es todo cuanto vi. Pero elterror ante esta nueva aparición me paralizó.

Me sentía acorralado; a mis espaldas, los ase-sinos, y ante mí, aquella cosa informe y quepresentía al acecho. Me pareció, sin embargo,mejor enfrentarme a los peligros que ya conoc-

ía, que a ese otro ignorado. Hasta el propio Sil-ver me resultaba ahora menos terrible que eseengendro de los bosques; así que, dando mediavuelta y sin dejar de mirar a mis espaldas, em-pecé a retroceder en dirección a los botes.

Entonces vi de nuevo aquella figura, y vi que,dando un gran rodeo, pretendía sin duda cor-tarme el camino. Yo estaba totalmente exhaus-to; pero, aunque hubiera estado tan fresco co-mo al levantarme de la cama, comprendí queno podía competir en velocidad con aquel ad-versario. Aquella criatura se deslizaba de untronco a otro como un gamo, y, aunque corríacomo un ser humano, sobre dos piernas, eradiferente a todos cuantos yo había visto, por-que corría doblando la cintura. Entonces me fijéy vi que se trataba de un hombre.

Empecé a recordar tantas historias como hab-ía escuchado acerca de los caníbales. Y hastaestuve tentado de pedir socorro. Pero el hechode que fuera un ser humano, por salvaje quefuese, me tranquilizó en cierta forma; y el mie-

do a Silver volvió a crecer en la misma medida.Me quedé, pues, parado, imaginando algunamanera de escapar, y, mientras meditaba, elrecuerdo de la pistola, que conmigo llevaba,relampagueó en mi cabeza. Esa seguridad enmi defensa hizo crecer en mi corazón el valor, yme decidí á enfrentarme con aquel misteriosohabitante, y con paso decidido eché a andarhacia él.

Estaba oculto tras otro árbol; pero debía es-piar todos mis movimientos, porque, tan pron-to como empecé a avanzar, salió de su escondi-te y se dirigió hacia mí. Luego vaciló un instan-te, pareció dudar, pero de nuevo avanzó, y fi-nalmente, con gran asombro y confusión pormi parte, cayó de rodillas y extendió sus manoscomo en una súplica.

Yo me detuve.-¿Quién eres? -le pregunté.-Ben Gunn -respondió con una voz ronca y

torpe, que me recordó el sonido de una cerra-dura herrumbrosa-. Soy el pobre Ben Gunn, sí,

Ben Gunn; y hace tres años que no he habladocon un cristiano.

Me acerqué y pude comprobar que era unhombre de raza blanca, como yo, y que sus fac-ciones hasta resultaban agradables. La piel, enlas partes visibles de su cuerpo, estaba quema-da por el sol; hasta sus labios estaban negros, ysus ojos azules producían la más extraña im-presión en aquel rostro abrasado. Su estadoandrajoso ganaba al del más miserable mendi-go que yo hubiera visto o imaginara. Se habíacubierto con jirones de lona vieja de algún bar-co y otros de paño marinero, y toda aquellaextraordinaria colección de harapos se manten-ía en su sitio mediante un variadísimo e incon-gruente sistema de ligaduras: botones de latón,palitos y lazos de arpillera. Alrededor de lacintura se ajustaba un viejo cintón con hebillade metal, que por cierto era el único elementosólido de toda su indumentaria.

-¡Tres años! -exclamé-. ¿Es que naufragaste?-No, compañero -dijo-. Me abandonaron.

Yo ya había oído esa terrible palabra, y sabíaqué atroz castigo encerraba, muy usado por lospiratas, que abandonaban al desgraciado enuna isla desolada y lejana tan sólo provisto deun saquito de pólvora y algunas municiones.

-Me abandonaron hace tres años -continuó-, yhe sobrevivido comiendo carne de cabra, morasy ostras. Un hombre tiene que vivir con lo queencuentre. Pero, ay, compañero, me muero deganas de comer como los cristianos. ¿No lle-varás encima aunque sólo sea un trozo de que-so? ¿No? Llevo tantas noches soñando con que-so, y una buena tostada, y cuando me despiertosigo aquí.

-Si alguna vez consigo regresar a bordo -le di-je-, tendrás todo el queso que quieras, por arro-bas.

Mientras yo hablaba, él palpaba la tela de micasaca, me acarició las manos, miraba mis botasy no dejó de mostrar, durante todo el tiempoque estuvimos hablando, la más infantil de lasalegrías por hallarse con otro ser humano. Pero

al oír mis últimas palabras, se quedó perplejo,mirándome asombrado.

-¿Si consigues regresar a bordo? -repitió-. ¿Yquién puede impedírtelo?

-Ya sé que tú no -le contesté.-Puedes estar seguro -exclamó-. Lo que tú...

¿Pero cómo te llamas, compañero?Jim -le dije.Jim, Jim -dijo encantado-. Pues bien, Jim, si

supieras la vida tan desastrosa que he llevado,te avergonzarías. ¿Alguien podría decir al ver-me en este estado que mi madre era una santa?

-La verdad es que no -le contesté.-Ah -dijo él-, pues lo era, tenía fama de muy

piadosa. Y yo fui un chico honrado y piadoso,sabía el catecismo de memoria y podía repetirlotan deprisa, que no se distinguía una palabrade otra. Y ya ves en que he caído, Jim. Empecéjugando al tejo en las losas de los cementerios,así es como empecé, pero luego hice cosas peo-res, y no obedecía a mi pobre madre, que merepetía sin cesar que iba por el camino de la

perdición, y no se equivocó. Pero la Providen-cia me trajo a esta isla, para que en su soledadvolviera a mi ser verdadero, y ahora soy unhombre piadoso y arrepentido. Ya nunca be-beré ron... sólo un dedal, para darme buenasuerte, en cuanto tenga a mano una barrica. Hehecho voto de ser honrado, y además, Jim -yañadió bajando la voz-, ... soy rico.

Imaginé que el pobre hombre se habría vueltoloco en aquella soledad y sin duda mi cara de-bió reflejar ese pensamiento, porque me repitiócon vehemencia:

-¡Rico! ¡Rico! Y te diré además una cosa: voy ahacer un hombre de ti, Jim. ¡Ah, Jim, vas a ben-decir tu suerte, sí, por ser el primero que me haencontrado!

Pero de pronto su semblante se ensombrecióy, apretándome la mano que tenía entre lassuyas, puso un dedo amenazador ante mis ojos.

-Ahora, Jim, dime la verdad: ¿No será ese elbarco de Flint? -me preguntó.

Tuve en aquel instante una feliz inspiración.Pensé que podía encontrar en aquel hombre unaliado, y le contesté al punto:

-No es el barco de Flint. Flint ha muerto. Perovoy a contarte la historia, ¿no es eso lo quequieres? Algunos de los hombres de Flint van abordo, por desgracia para los demás.

-¿No irá uno... uno con una sola... pierna? -dijo con voz entrecortada.

-¿Silver? -pregunté.-¡Ah, Silver! -dijo él-. Así se llamaba.-Es el cocinero; y el cabecilla, además.Me tenía todavía cogido por la mano, y, al oír

estas palabras, casi me retorció la muñeca.-Si te hubiera enviado John «el Largo» -dijo-,

no daría un penique por mi vida; pero tampocopor la tuya.

Resolvió que debía contarle toda la aventurade nuestro viaje y la situación en que nos en-contrábamos. Me escuchó con vivo interés y,cuando terminé, me dio unas palmaditas en lacabeza, diciéndome:

-Eres un buen muchacho, Jim, y estáis todosmetidos en un grave peligro, ¿entiendes? Peroconfía en Ben Gunn; Ben Gunn es el hombreque necesitáis. ¿Crees tú que tu squire se mos-trará como un hombre generoso si le ayudo..., silo saco de este apuro, qué dices a eso?

Le contesté que el squire era el más generosode los caballeros.

-Sí, pero... -dijo Ben Gunn-, no quiero decirdarme un puesto de guardián y una librea nue-va y cosas así; no es eso lo que quiero, Jim. Loque te pregunto es esto: ¿crees tú que ese caba-llero llegaría a darme hasta mil libras... ? Seríaparte de un dinero que yo he tenido ya por mío.

-Seguro que aceptará -dije-. Ya había pensadodar una participación a todos.

-¿Y el viaje de regreso a Inglaterra? -preguntócon un aire graciosamente astuto.

-¡Sin duda! -exclamé-. El squire es todo un ca-ballero. Y además, si nos libramos de los amo-tinados, necesitaremos de ti para gobernar lagoleta hasta la patria.

-Ah -dijo-, eso es cierto. -Y pareció tranquili-zarse-. Ahora voy a decirte una cosa más -continuó-. Yo navegaba con Flint cuando élenterró ese tesoro: el y seis hombres que trajoaquí, seis marineros de los más fuertes. Estu-vieron en tierra cerca de una semana, y noso-tros, entretanto, estábamos anclados en el viejoWalrus. Un día vimos izada la señal de regreso,y vimos aparecer a Flint, pero volvía solo en elbote, y traía la cabeza vendada con un pañueloazul. El sol estaba levantándose y, cuando elbote se acercó, vimos a Flint, pálido como unmuerto, remando. Allí estaba, imagínatelo, ylos otros seis, muertos, muertos y enterrados.Cómo pudo hacerlo, nadie logró explicárselo abordo. Los envenenó, luchó contra ellos, losasesinó a traición... Pero él solo pudo con losseis. Billy Bones era el segundo de a bordo yJohn «el Largo» el contramaestre, y los dos lepreguntaron que dónde estaba el tesoro. «Ah»,les respondió, «si queréis averiguarlo, podéis ira tierra y hasta quedaros allí, pero yo zarparé

ahora mismo, ¡por Satanás!, en busca de másoro». Eso les dijo. Tres años más tarde iba yo enotro barco y pasamos a la altura de esta isla.«Muchachos», les propuse, «ahí está el tesorode Flint; vamos a desembarcar y a buscarlo». Alcapitán no le gustó la idea, pero mis compañe-ros ya estaban resueltos y desembarcamos. Pa-samos doce días enteros buscándolo, y cada díaque pasaba crecía su rencor contra rní, hastaque una buena mañana decidieron regresar abordo. «Y tú, Benjamín Gunn», me dijeron, «ahíte dejarnos un mosquetón», y añadieron «y unapala y un pico. Quédate y, cuando encuentresel dinero de Flint, todo para ti». Pues bien, Jim,tres años llevo aquí desde aquel día, y sin pro-bar un bocado de cristiano. Pero, mírame, dime:¿te parece que tengo el aspecto de uno de esospiratas? No, y eso es porque nunca lo he sido.Ni lo soy.

Y al decir estas palabras, me guiñó un ojo yme dio un pellizco.

-Dile a tu squire precisamente eso, Jim -me in-sistió-: Ni lo fui ni lo soy. Repítele esas pala-bras. Y recuerda decirle: Durante tres años él hasido el único habitante de la isla, con sus días ysus noches, con sus soles y sus lluvias; unasveces pasaba el tiempo rezando (dile eso) yotras acordándose de su pobre madre, que ojaláaún viva (no te olvides de decirle eso). Pero quela mayor parte del tiempo la ha pasado Gunnocupado (esto es muy importante que se lo di-gas) con otro asunto. Y entonces le das un pe-llizco, como éste.

Y volvió a pellizcarme mientras me hacía ungesto de complicidad.

-Después -siguió-, después te detienes y le di-ces esto: Gunn es un buen hombre (repíteselo) ypone toda su confianza del mundo, toda la con-fianza del mundo, no olvides machacarle esto,en un caballero de nacimiento, y no en esosotros caballeros de fortuna, y eso que él fue unode ellos.

-Bueno -le dije-, no entiendo ni una palabrade lo que me has dicho. Pero eso no hace alcaso, pues aún no sé cómo voy a arreglármelaspara volver al barco.

-Ah -dijo él-, ahí está el apuro, sin duda. Y ahítienes un bote que yo construí con estas manos,está debajo de la peña blanca. En el peor de loscasos podemos intentarlo cuando oscurezca.¡Pero escucha! -dijo de pronto, sobresaltado-,¿qué es eso? Porque en aquel momento, aunqueaún faltaba una o dos horas para la puesta delsol, la isla entera se estremeció con el estruendode un cañonazo.

-¡Ha empezado la lucha! -grité-. ¡Sígueme!Y eché a correr hacia el fondeadero, olvidan-

do todos mis pasados temores, y junto a mí elhombre de la isla, al viento una piel de cabracon la que se había abrigado, corría con la agi-lidad de un animal.

-¡A la izquierda! ¡A la izquierda! -me decía-.¡Siempre a la izquierda, compañeroJim! ¡Metá-monos bajo esos árboles! Ahí maté yo mi pri-

mera cabra. Ya hace tiempo que no bajan poraquí; prefieren refugiarse en los masteleros,porque temen a Benjamín Gunn. ¡Ah! Y eso esel cementerio -y creo que lo dijo con cierta in-tención-. ¿Ves esos túmulos? Son sepulturas.Aquí vengo de vez en cuando a rezar, cuandosupongo que debe ser domingo o que le rondacerca. No es que sea una iglesia, pero rezar aquíparece más solemne; y además, y diles tambiénesto, Ben Gunn ha tenido que apañárselas comolia podido, sin capellán, ni Biblia, ni una bande-ra, díselo así.

Y continuó hablando mientras yo corría, sinesperar ni recibir una respuesta.

Había ya pasado un buen rato desde que es-cuchamos el cañonazo, cuando oímos resonaruna descarga de fusilería. Seguimos corriendoy, de pronto, a menos de un cuarto de millafrente a nosotros, vi la Union Jack ondeando alaire sobre el bosque.

PARTE CUARTA

LA EMPALIZADA

Narración continuada por el doctor:

Capítulo 16Cómo abandonamos el barco

Sería la una y media -los tres toques del mar -cuando dos chinchorros fueron arriados desdela Hispaniola y algunos marineros se dirigierona tierra. El capitán, el squire y yo volvimos alcamarote y continuamos deliberando sobre losacontecimientos. Si el viento hubiera estado anutro favor, no habríamos dudado en des-hacernos de los seis amotinados que permanec-ían a bordo y zarpar. Pero no corría ni la menorbrisa y, para completar nuestras cuitas, Hunternos comunicó que Jim Hawkins había saltado auno de los botes y estaba en la isla con los de-más.

Ni por un instante se nos ocurrió dudar de lalealtad de Jim Hawkins, pero sentimos una

profunda preocupación por su seguridad. Co-nociendo la determinación de los marineros,creímos tener pocas esperanzas de ver de nue-vo al muchacho. Preocupados, subimos a cu-bierta: la brea hervía en las ensambladuras delos tablones; el olor insano de aquel fondeaderome revolvió el estómago -se respiraba la fiebre,la disentería-; vimos a los seis bribones queandaban de conciliábulo sentados a la sombrade una vela en el castillo de proa. Allá en tierrase divisaban los dos botes amarrados y un ma-rirnero en cada uno, en la desembocadura delriachuelo. Uno de los forajidos silbaba la viejacanción «Lilibulero».

La espera destrozaba nuestros nervios, por loque decidimos que Hunter y yo nos acercára-mos a tierra en otro chinchorro en busca denoticias. Los botes se habían dirigido hacia laderecha, pero nosotros remamos en línea recta,hacia la empalizada que el mapa señalaba.Cuando nos vieron aparecer los dos que esta-ban de guardia en los botes, se sobresaltaron;

dejé de oír la canción, y me di cuenta de quediscutían qué hacer con nosotros. De haber idoalguno de ellos a avisar a Silver, seguramentehubiésemos podido tomarles delantera, peroprobablemente habían recibido órdenes depermanecer en su puesto; de nuevo escuché lavieja canción.

La costa presentaba un pequeño saliente ro-coso y yo maniobré de forma que sirviera paraocultarnos de ellos, por lo que incluso antes dedesembarcar ya los habíamos perdido de vista.Salté a tierra y empecé a caminar rápidamente,aunque con prudencia; hacía tanto calor, queme protegí la cabeza con un pañuelo de seda;también portaba dos pistolas cargadas para midefensa. No había caminado ni cien yardas,cuando me encontré con la empalizada.

Estaba levantada en la cima de una gran dunaaprovechando que allí manaba un pequeñomanantial, al que se había dejado dentro delrecinto junto a una especie de fuerte construidocon troncos, y capaz de albergar, en caso de

necesidad, lo menos cuarenta hombres; se veíanaspilleras practicadas en los cuatro lados, loque garantizaba una defensa de mosquetería.Alrededor se había rozado un espacio conside-rable y la obra se cerraba con una empalizadade seis pies de altura, lo suficientemente sólidacomo para resistir cualquier ataque y, por otraparte, hábilmente levantada con separacionesque impedían el ocultamiento de los asaltantes.Sin duda los que disparasen desde el fuertetendrían a su merced a los que atacaran; casicomo cazadores que disparasen contra perdi-ces. Ni un regimiento hubiera podido tomaraquel fortín, si los defensores estaban alerta ycon suficientes provisiones. Consideré sobretodo la importancia de contar con un manantialen el mismo fortín, porque, si bien en la Hispa-niola gozábamos de buen alojamiento, abun-dancia de armas y municiones, y víveres sufi-cientes, amén de nuestros buenos vinos, algohabía sido descuidado: no teníamos agua. Me-ditaba sobre ello cuando hasta mí llegó, como si

resonara sobre toda la isla, un espeluznantegrito de agonía. La muerte violenta no era algoa lo que yo no estuviera acostumbrado -puesserví con Su Alteza el Duque de Cumberland, ymi cuerpo muestra una cicatriz consecuencia deFontenoy-, pero debo confesar que mi corazónse detuvo y de pronto empezó a latir sin medi-da. Pensé quejim Hawkins había muerto. Habersido un viejo soldado me sirvió en ese instante,pero aún más mi dedicación a la medicina,pues exige reacciones inmediatas; y esta educa-ción me hizo decidir al instante, y sin pérdidade tiempo corrí hacia la playa y salté a bordodel chinchorro.

Afortunadamente, Hunter era un buen reme-ro y parecía que volábamos sobre las aguas;pronto amarramos al costado de la goleta, ysubí a bordo.

Todos estaban allí sobresaltados, lógicamente.El squire, pálido como un papel, aguardaba sen-tado, imagino que considerándose culpable dehabernos arrastrado a aquella situación. En el

alcázar uno de los marineros no demostrabamejor humor.

-Fijaos en ese marinero -me dijo el capitánSmollett senalándolo con disimulo-. Es novato.Cuando escuchó ese grito terrible, estuvo apunto de desmayarse. Creo que bastaría orien-tar su miedo para que se pasara a nuestras filas.

Comuniqué al capitán mi criterio de fortifi-carnos en la empalizada, y entre los dos convi-nimos los detalles para llevarlo a cabo. Apos-tamos entonces al viejo Redruth en el pasilloentre el camarote y el castillo de proa, con tres ocuatro mosquetes cargados y una colchonetacomo protección. Hunter situó el chinchorro enla portañuela de popa, y Joyce y yo lo pertre-chamos con sacos de pólvora, mosquetes, cajasde galleta, barricas de salazón de cerdo, un to-nel de brandy y mi inapreciable botiquín.

Entre tanto, el squire y el capitán permanecíanen cubierta; este último llamó al timonel, queobviamente era el jefe de los amotinados a bor-do.

-Señor Hands -le dijo, apuntándolo con suspistolas-, el señor Trelawney y yo estamos de-cididos a disparar sobre usted. Al menor mo-vimiento por parte de cualquiera de los suyos,es usted hombre muerto.

Los forajidos se quedaron desconcertados, ydespués de una breve consulta empezaron abajar uno a uno por la escalera de rancho, segu-ramente pensando en sorprendernos de algunamanera por la espalda. Pero allí se encontraroncon Redruth en el pasadizo, y no tuvieron otrasalida que dar la vuelta y regresar a cubierta,donde comenzaron a asomar cautelosamentesus cabezas.

-¡Abajo, perros! -gritó el capitán.Volvieron a ocultarse, y por el momento nin-

guno de aquellos marineros, tan poco animo-sos, continuó inquietándonos.

El chinchorro estaba ya dispuesto, tan carga-do como nuestra temeridad permitía, y Joyce yyo subimos a él, desde la portañuela de popa, y

remamos hacia la costa tan de prisa como nospermitieron las circunstancias.

Este segundo viaje despertó ya claramente lassospechas de los dos bandidos que vigilaban enla playa. Una vez más dejé de oír sus silbidos,y, antes de perdernos de su vista tras el salien-te, pude asegurarme de que uno de ellos salta-ba del bote y desaparecía en la maleza. Me die-ron ganas de cambiar mi plan y aprovecharpara destruir los botes, pero temí que Silver ylos otros estuvieran muy cerca, y no podíaarriesgar todo por tan poco.

Pronto atracamos en el mismo lugar que laprimera vez, y nos dedicamos a aprovisionar elfortín. Trasladamos los pertrechos que pudi-mos hasta la empalizada, y dejando allí a Joycede vigilancia -que, aunque fuera sólo un hom-bre, disponía de media docena de mosquetes-,Hunter y yo volvimos al chinchorro a por másprovisiones. No terminó nuestra faena hastaque todo estuvo almacenado, y entonces losdos criados del squire ocuparon posiciones en el

fortín y yo regresé, remando con todas misfuerzas, a la Hispaniola.

Trasladar un segundo cargamento puede pa-recer más osadía de la que en verdad represen-taba, porque, si los piratas tenían sin duda laventaja de su número, nuestras eran las armas.Ninguno de los que permanecían en tierra teníamosquete y, antes de que pudieran acercárse-nos a tiro de pistola, ya habríamos dado buenacuenta de media docena, al menos.

El squire me aguardaba en la portañuela, sindemostrar su pasada debilidad. Fijó la amarra yme ayudó a cargar nuevamente el botecillo conla presteza de quien se juega en ello la vida.Más carne de cerdo, más pólvora y galleta, y unmosquete y un machete para cada uno de noso-tros, el squire, el capitán, Redruth y yo. El restode las armas y de la pólvora lo arrojamos almar, y, dado el poco calado y la claridad de lasaguas, podíamos ver en el fondo el brillo delacero sobre la arena.

Empezaba ya a bajar la marea y el barco a de-rivar suavemente en torno al ancla. Escucha-mos voces lejanas en dirección de los dos botes,y aunque ello nos tranquilizó pensando en joy-ce y en Hun ter, que estaban más hacia el este,también nos advertía que no podíamos perderun minuto en zarpar.

Redruth fue retrocediendo desde su parapetoy se descolgó hasta el chinchorro; dimos enton-ces una vuelta para recoger al capitán en la es-calerilla de babor.

Antes departir, el capitán Smollett se dirigió alos amotinados, que aún permanecían escondi-dos en el castillo de proa:

-¡Eh, vosotros! ¿Me oís?Pero no escuchamos respuesta alguna.-¡Gray! -llamó el señor Smollett, en un último

intento-. Voy a abandonar el barco, y te ordenoque sigas a tu capitán. Sé que en el fondo eresun buen hombre, y hasta diría que ninguno devosotros está definitivamente perdido. Tengo el

reloj en la mano; te doy treinta segundos paraque me obedezcas.

Hubo un silencio.-¡Ven conmigo, muchacho! -insistió el ca-

pitán-, rompe amarras. No puedo esperar más,cada segundo que pasa arriesgo mi vida y la deestos caballeros.

Entonces escuchamos un repentino estrépito,como de lucha, y vimos a Abraham Gray surgircomo un rayo, con una cuchillada en el rostro, ycorrer hacia el capitán, junto al que se situócomo un perro que acude al silbido de su amo.

-Estoy con usted, señor -dijo.Inmediatamente el capitán y él embarcaron

con nosotros y empezamos a remar.Habíamos conseguido salir salvos del barco,

pero aún teníamos que alcanzar la empalizada.

Narración continuada por el doctor:

Capítulo 17El último viaje del chinchorro

El tercer viaje del chinchorro fue totalmentedistinto de los anteriores. En primer lugar, lafrágil embarcación había sido cargada con ex-ceso. Con cinco hombres -de los cuales, tres,Trelawney, Redruth y el capitán, eran hombrescorpulentos- ya hubiera sufrido quizá dema-siado peso. Y si a ello añadimos la pólvora, lasbarricas de salazón y los sacos de galleta, esfácil imaginarse que por la popa el mar estaba aras dula borda, lo que ocasionó que más de unavez embarcásemos agua y que mi calzón y losfaldones de mi casaca estuvieran empapadosantes de avanzar ni cien yardas.

El capitán nos distribuyó en diversas formaspara equilibrar el bote, y algo logramos, peroteníamos miedo hasta de respirar. Comoademás la marea ya bajaba con fuerza, forman-do una corriente que arrastraba hacia el oeste através de la ensenada y luego hacia el sur, haciaalta mar, iba alejándonos del canal que había-mos utilizado por la mañana. Hasta las más

pequeñas olas representaban un peligro paranosotros en aquellas condiciones; pero lo peorera luchar contra la corriente, porque no habíamanera de conservar el rumbo hacia nuestropunto de atraque protegido por el saliente ro-coso. Estábamos derivando peligrosamentehacia el lugar donde precisamente habían ama-rrado sus botes los piratas, y éstos podían apa-recer en cualquier momento.

-No puedo mantener el rumbo, es imposible -le dije al capitán, pues era yo quien gobernaba,mientras Smollett y Redruth, más descansados,se afanaban en los remos-. La marea es fuerte ynos desvía -le expliqué-. Hay que remar conmás fuerza.

-No podemos, sin correr el riesgo de inundarel chinchorro -contestó el capitán-. ¡Mantenedel rumbo, contra corriente, mantenedlo cuantosea posible!

Lo intenté, pero mi experiencia me asegurabaque la marea nos arrastraría violentamente, yno pudimos evitar que el botecillo derrotara

hacia el este, es decir, casi en ángulo recto conel rumbo que debíamos seguir.

-Así nunca conseguiremos llegar -dije.-No podemos seguir otro rumbo -contestó el

capitán-. Hay que luchar contra la corriente.Fijaos -continuó-, si derivamos a sotavento denuestro punto de destino, es difícil saber dóndeatracaremos, y, además, varnos a quedar ex-puestos a que los amotinados nos aborden,mientras que con este rumbo llegará un puntoen que la marea amaine, y entonces podremosregresar costeando.

-La corriente empieza a ceder, señor -dijo elmarinero Gray, que iba encaramado a la proa-.Ya no es preciso retener tanto el timón.

-Bien, muchacho -le dije, y le hablé como sinada hubiera ocurrido, como si desde el princi-pio hubiera sido leal, que era lo que habíamosdecidido el capitán y yo.

De pronto, el señor Smollett pareció recordaralgo importantísimo, y exclamó con voz altera-da:

-¡El cañón!-Ya había pensado en ello -contesté yo, rela-

cionándolo con un posible bombardeo delfortín-. Pero nunca podrán llevar el cañón atierra, y si lo hacen, no es fácil arrastrarlo através de la maleza.

-Mirad a popa -me indicó el capitán.Nos habíamos olvidado por completo de la

pieza larga del nueve; y vi con espanto cómolos cinco facinerosos que quedaban a bordo seafanaban en torno a ella, quitándole la «chaque-ta», como llamaban a la lona embreada que laprotegía. Y recordé entonces que también hab-íamos olvidado en la goleta las granadas delcañón y los detonantes, y que bastaría con quedieran con los pertrechos para que los amoti-nados se hicieran dueños de todo.

-Israel era el artillero de Flint -dijo Gray convoz ronca. Arriesgándolo entonces todo, enfi-lamos decididos hacia el desembarcadero. Lacorriente había amainado lo suficiente comopara que pudiéramos gobernar el chinchorro

sin demasiados problemas, pero, en la deriva aque nos había arrastrado, navegábamos ahora,además de con cierta lentitud, con un rumboque nos presentaba de costado la Hispaniola, enlugar de popa, con lo que ofrecíamos mejorblanco que la puerta de un corral.

Desde nuestra posición podía ver y oír aaquel bribón aguardentoso de Israel Hands,que hacía rodar una gruesa granada por cubier-ta.

-¿Quién es aquí el mejor tirador? -preguntó elcapitán.

-El señor Trelawney, sin duda -dije yo.-Señor Trelawney -dijo entonces el capitán-,

¿tendríais la amabilidad de quitar de en medioa uno de esos perros levantiscos..., a Hands, sios fuera posible?

Trelawney, impávido, frío como el acero,cebó su mosquete.

-Tened cuidado -dijo el capitán- al disparar,no vayamos a zozobrar. Atención todos para

asegurar el chinchorro cuando el señor Trelaw-ney apunte.

El squire levantó su arma, cesamos de remar ynos situamos en posición de hacer de contrape-so; he de decir que ni una gota de agua penetróen nuestro bote.

Los amotinados, entre tanto, habían girado lacureña y ahora trataban de apuntar hacia noso-tros; Hands, que estaba junto a la boca delcañón con el atacador, era sin duda el mejorexpuesto. Pero nos falló la suerte, porque, en elmismo instante de disparar el squire, Hands seagachó y la bala, que rozó su cabeza, alcanzó aotro de sus compinches.

Al caer éste, dio un grito que no sólo puso enmovimiento a sus compañeros a bordo, sinoque alertó a los que estaban en tierra, y miran-do hacia la playa pude ver a los piratas salir entropel por entre los árboles para ocupar sinpérdida de tiempo sus puestos en los botes.

-Mirad esos botes, señor -le dije al capitán.

-¡Avante! -ordenó él entonces-, olvidad todaprecaución. Si nos vamos a pique, tanto peor.

-Sólo veo acercarse uno de los botes -le indi-qué-; los otros marineros seguramente estarántomando posiciones en tierra.

-Buena carrera habrán de darse -repuso el ca-pitán-, y ya sabéis lo que es un Jack en tierra.No me preocupan demasiado. Me alarma másese cañón. Cómo hemos podido olvidar des-hacernos de las granadas. La doncella de miesposa sería capaz de acertar en el tiro. SeñorTrelawney, estad atento y, si veis que encien-den la mecha, advertidnos para que aguante-mos sobre los remos.

Con todos estos acontecimientos habíamosavanzado un trecho muy considerable, a pesarde ir sobrecargados. No nos faltaba mucho paraarribar, con treinta o cuarenta bogadas másatracaríamos; el reflujo había descubierto yauna estrecha restinga bajo los árboles, que seamontonaban en la orilla. Y tampoco sentíamosexcesivo temor por el bote que nos perseguía,

porque el promontorio nos ocultaba a sus ojos.La corriente que tanto nos había perjudicado,nos compensaba ahora retrasando a nuestrosenemigos. Pero el cañón era un peligro del queaún no nos habíamos librado.

-Me entran tentaciones, aunque signifiqueperder un poco de tiempo, de detenernos yquitar de en medio a otro de esos bandidos -dijo el capitán.

Porque era evidente que éstos no estabandispuestos a retrasar otra andanada. Ni siquie-ra habían atendido a su compañero herido, alque veíamos tratando de alejarse a rastras.

-¡Preparados! -gritó el squire.-¡Aguantad! -ordenó el capitán, presto como

un eco.Y él y Redruth aguantaron los remos con tal

esfuerzo, que la popa del chinchorro se hundióbajo las aguas. En ese instante retumbó el caño-nazo. Fue -como más tarde supe- el que Jimescuchó, ya que el disparo del squire no llegó asus oídos. La bala pasó sobre nuestras cabezas,

supongo, aunque ninguno puede decirlo, peroel aire que desplazó seguramente contribuyópara que zozobrásemos.

El chinchorro empezó a hundirse por la popa.La profundidad era sólo de tres pies, y, aunquealgunos cayeron de cabeza al mar, pronto selevantaron, empapados; el capitán y yo perma-necimos de pie, enfrente uno del otro.

No sufrimos grandes daños. Nos habíamossalvado y pudimos vadear hasta la costa sinningún peligro. Pero todos nuestros pertrechosquedaron inutilizados en el agua, y hasta de loscinco mosquetes sólo dos estaban aún en con-diciones de ser utilizados. Agarré el mío antesde caer al mar y lo alcé sobre mi cabeza comopor una especie de instinto. El capitán llevabael suyo colgado al hombro y prudentementecon el cañón hacia arriba. Pero los demás que-daron en el fondo.

Para aumentar nuestra confusión, escucha-mos voces que se acercaban por el bosquecilloque bordeaba la ribera; lo que aumentó nues-

tros temores, no ya tan sólo porque nos corta-sen el camino hacia la empalizada, y en la inde-fensión en que nos hallábamos, sino conside-rando que Hunter yJoyce, de ser atacados pormedia docena siquiera, no tuvieran el buensentido y la decisión suficiente para resistir.Que Hunter era hombre firme, nos constaba;pero joyce era dudoso, pues, si bien se tratabade alguien de buena disposición como criado,la capacitación de hombre de armas no era lamisma que para cepillar la ropa.

Con todas estas cavilaciones por fin logramosalcanzar la costa. Pero atrás quedaba nuestropobre chinchorro y con él la mitad de nuestrasmuniciones y avituallamiento.

Narración continuada por el doctor:

Capítulo 18Cómo terminó nuestro primer día de lucha

A toda velocidad nos lanzamos a través delbosque tras el cual estaba la empalizada, y acada paso nos parecía escuchar más cerca aúnlas voces de los bucaneros. Pronto oímos el cru-jir de las ramas bajo sus pisadas, lo que indica-ba cuán cerca estaban ya de nosotros.

Consideré que nos veríamos obligados ahacerles frente antes de poder llegar al fortín, ycebé mi mosquete.

-Capitán -dije-, Trelawney es el mejor tirador.Déjele su arma, porque la suya no puede utili-zarse.

Cambiaron las armas, y Trelawney, silenciosoy sereno como lo había estado desde el comien-zo de los incidentes, se detuvo para comprobarque el mosquete se hallaba dispuesto. Me dicuenta también de que Gray se encontraba des-armado, y le di mi machete. A todos se nosalegró el corazón al verlo escupir sobre su pal-ma, fruncir el gesto y dar unas cuchilladas alaire. Su aire fiero nos confortó, pues indicaba

que nuestro nuevo aliado no era un refuerzodespreciable.

Anduvimos unos cuarenta pasos y salimosdel bosque, y allí pudimos contemplar la empa-lizada delante de nuestros ojos. Nos acercamosal fortín por el lado sur, y casi al mismo instan-te siete de aquellos forajidos, con job Anderson,el contramaestre, a su cabeza, se abalanzaroncontra nosotros desde el suroeste con gran al-gazara.

Se detuvieron al vernos armados, y, aprove-chando ese momento de indecisión, el squire yyo disparamos sobre ellos, y a nuestro fuego seunió, desde el fortín, la descarga de Hunter yde Joyce. Los cuatro disparos fueron graneados,pero lograron su efecto: uno de los bandidoscayó allí mismo y los demás, sin detenerse apensarlo, dieron vuelta y se internaron bajo laprotección de los árboles. Cargamos de nuevolas armas y salimos al campo para comprobarla muerte de aquel bribón; no cabía duda: undisparo le había atravesado el corazón. Pero

poco duró nuestro regocijo, porque, mientraspermanecíamos en aquel descubierto, de pron-to sonó un tiro de pistola, sentí pasar la balajunto a mi oído, y el pobre Tom Redruth cayócuan largo era dando un extraño salto. El squirey yo devolvimos el disparo, pero, como no pu-dimos apuntar a bulto alguno, no hicimos másque desperdiciar la pólvora. Cargamos otra vezy atendimos al pobre Tom.

El capitán y Gray estaban examinándolo, ybastó una mirada para darnos cuenta de que notenía remedio.

Me figuro que la presteza con que respondi-mos al disparo dispersó a los amotinados, por-que durante un rato no volvieron a molestar-nos, lo que aprovechamos para llevar al malo-grado Redruth, que no cesaba de sangrar y darayes, tras la empalizada y recostarlo en el inter-ior del fortín de troncos.

Pobre viejo, ni una palabra, ni una queja hab-ía salido de sus labios desde que empezaronnuestras desventuras, ni una expresión de te-

mor, ni tampoco de asentimiento. Ahora espe-raba su muerte tendido en aquel fortín. Habíaresistido como un troyano en su puesto tras elcolchón en la goleta; había cumplido todas lasórdenes en silencio, casi tercamente, y bien. Erael mayor de todos nosotros, lo menos veinteaños. Y precisamente fue a aquel hombre,sombrío, viejo y abnegado criado, a quien letocó morir.

El squire cayó de rodillas junto a él y le besó lamano llorando como un niño.

-¿Me estoy muriendo, doctor? -me preguntó. -Tom, amigo -le dije-, te vas a donde iremostodos.

-Me hubiera gustado llevarme a uno al menospor delante -murmuró.

-Tom -dijo el squire-, di que me perdonas.-Eso no sería respetuoso de mi parte, señor -

contestó-. Pero si así lo deseáis, que así sea,;amén!

Hubo un corto silencio, y después nos pidióque alguien leyera una oración.

-Es la costumbre, señor -dijo, como dis-culpándose. Y sin añadir palabra expiró.

Mientras tanto el capitán Smollett, al que mehabía parecido ver singularmente abultado,empezó a sacar de su pecho y bolsillos unagran variedad de objetos: la bandera con loscolores de Inglaterra, una Biblia, un largo trozode cuerda, pluma, tinta, el cuaderno de bitácoray varias libras de tabaco. Aseguró en una es-quina del fortín un tronco fino que había en-contrado, y con ayuda de Hunter subióse altejado y con sus propias manos izó y desplegónuestra bandera.

Esto pareció reconfortarlo enormemente.Volvió a entrar en el fuerte y se puso a inventa-riar las provisiones, como si aquello fuera loúnico que le importaba. Sin embargo no habíadejado de seguir con emoción la muerte deTom; y cuando llegó su fin, se acercó con otrabandera y la extendió sobre su cuerpo, hacien-do su gesto de marcial reverencia.

-No os acongojéis, señor -le dijo al squire-. Hamuerto como corresponde a un marino, cum-pliendo su deber para con su capitán y arma-dor; ahora está en buenas manos. Como debeser. Después de estas palabras, el capitán mellevó aparte.

-Doctor Livesey -me dijo-, ¿en cuántas sema-nas espera el squire el barco de socorro?

Le dije que era cuestión quizá de meses, másque semanas; que Blandly enviaría a buscarnosen caso de no haber regresado para finales deagosto, pero no antes.

-Eche usted mismo la cuenta -le dije.-Es el caso -contestó el capitán, rascándose la

cabeza- que, aun contando con los inestimablesbienes de la Providencia, estamos en un verda-dero apuro.

-¿Qué quiere usted decir? -pregunté.-Que es una lástima que hayamos perdido

aquel segundo cargamento; eso quiero decir -replicó el capitán-. Podemos resistir con la mu-nición y la pólvora de que disponemos. Pero las

raciones van a ser muy escasas, demasiado es-casas, doctor Livesey; tanto, que quizá sea me-jor no tener que contar con otra boca.

Y señaló el cuerpo muerto que cubría la ban-dera.

En aquel momento se produjo una explosióny una bala de cañón silbó sobre el fortín paraperderse en la lejanía del bosque.

-¡Y bien! -exclamó el capitán-. ¡Se lucen! ¡Y notenéis tanta pólvora como para desperdiciarla,bribones!

Un segundo disparo dio prueba de que lapuntería mejoraba y el proyectil cayó dentro dela empalizada, levantando una nube de arena,pero sin otros daños.

-Capitán -dijo el squire-, el fortín no es visibledesde el barco. Debe ser la bandera la que lesindica el objetivo. ¿No deberíamos arriarla?

-¡Arriar mi bandera! -rugió el capitán-. ¡No,señor; no haré tal cosa! -y bastó que pronuncia-se esas palabras para que todos nos diéramoscuenta de que sentíamos lo mismo que él. Por-

que aquellos colores no eran solamente elsímbolo de la nobleza y recio espíritu propiosde un marino, sino que además proclamaban anuestros enemigos nuestro desprecio por subombardeo.

A lo largo del atardecer siguieron cañoneán-donos. Una bala tras otra se enterraron en laarena, porque debían elevar tanto el ángulo detiro, que dar en el blanco era casi imposiblepara ellos, y las andanadas caían o largas o cor-tas, y tampoco los rebotes significaban un ver-dadero peligro para nosotros; sólo una balaatravesó el techo, pero no causó daños, y notardamos en habituarnos a aquella especie dejuego salvaje hasta no darle más importanciaque a un golpe de cricket.

-Después de todo hay una cosa buena -observó el capitán-; probablemente habrándespejado el bosque, y pienso que la mareadebe haber bajado ya lo suficiente para quenuestros pertrechos hayan quedado en superfi-cie. Pido voluntarios para ir a recoger la cecina.

Gray y Hunter se ofrecieron los primeros.Bien armados se deslizaron fuera de la empali-zada; pero la expedición no tuvo éxito, porquelos sediciosos habían pensado lo mismo, quizáporque confiaban en la puntería de Israel, ycuatro o cinco de ellos estaban ya ocupados enhacerse con nuestras provisiones cargándolasen uno de los botes que se hallaba cerca de laorilla, lo que no era tarea fácil, porque la co-rriente era fuerte en ese momento. Allí estabaSilver, sentado en popa, dando órdenes; y lomás inquietante: cada uno de los piratas porta-ba un mosquete que ignorábamos de qué secre-ta armería procedían.

El capitán se sentó con el cuaderno de bitáco-ra ante él y empezó a escribir:

«Alexander Smollett, capitán; David Livesey,médico de a bordo; Abraham Gray, calafate;John Trelawney, armador; John Hunter y Ri-chard Joyce, sirvientes del armador: únicos su-pervivientes (de los que permanecieron fieles

en la dotación del barco), con provisiones paradiez días a media ración, han desembarcado eneste día e izado la bandera británica en el fortínde la Isla del Tesoro. Thomas Redruth, criadodel armador, ha sido muerto por un disparo delos amotinados; James Hawkins, el grumete...»

Y precisamente, cuando estaba yo meditandosobre la suerte del pobre Jim Hawkins, escu-chamos una voz más allá de la empalizada.

-Alguien nos llama -dijo Hunter, que estabade guardia. -¡Doctor! ¡Squire! ¡Capitán! ¿Eh,Hunter, eres tú? -se oyó gritar.

Corrí entonces hacia la puerta, y allí pude ver,sano y salvo, a Jim Hawkins, que trepaba por laempalizada.

Reanuda la narración Jim Hawkins:

Capítulo 19La guarnición de la empalizada

Tan pronto como Ben Gunn vio ondear labandera, se detuvo en seco y me tomó por elbrazo.

-Mira -dijo-, son tus amigos, sin duda sonellos.

-Quizá sean los amotinados -le contesté.-Nunca -exclamó-. Si así fuera, en un lugar

como éste, donde solamente puede haber caba-lleros de fortuna, Silver hubiera izado la JollyRoger, no te quepa duda. No, ésos son los tu-yos. Y deben haber combatido, y ademas nocreo que hayan llevado la peor parte. Se habránrefugiado en la vieja empalizada de Flint; lalevantó hace ya años y años. ¡Ah, Flint sí queera un hombre con cabeza! Quitando el ron,nunca se vio quien pudiera estar a su altura. Notemía a nadie, no sabía lo que era el miedo...Sólo a Silver; ya puedes imaginarte cómo esSilver.

-Sí -contesté-, quizá tengas razón; ojalá.Razón de más para darme prisa y unirme a misamigos.

-No, compañero -replicó Ben-, espera. Tú eresun buen muchacho, no me engaño; pero eresun mozalbete solamente, después de todo. Es-cucha: Ben Gunn se larga. Ni por ron me meter-ía ahí dentro contigo, no, ni siquiera por ron,antes tengo que ver a tu caballero de nacimien-to comprometerse con su palabra de honor. Noolvides repetirle mis palabras: «Toda la con-fianza (debes decirle esto), toda la confianza delmundo»; y entonces le pellizcas, así.

Y me pellizcó por tercera vez con el mismoaire de complicidad. -Y cuando se necesite aBen Gunn, tú ya sabes dónde encontrarlo, Jim.En el mismo sitio donde hoy me has encontra-do. Y el que venga a buscarme que traiga algoblanco en la mano y que venga solo. ¡Ah! Ydebes decirles: «Ben Gunn», diles eso, «tienesus razones».

-Bueno -1e dije-, creo que te entiendo. Quieresproponer algo y quieres ver al squire o al doc-tor, y ellos podrán encontrarte en el lugar queyo te encontré. ¿Es eso todo?

-¿Ycuándo?, tepreguntarás tú -me dijo-. Puesdesde mediodía hasta los seis toques.

-Muy bien -le contesté-. ¿Puedo irme ahora?-¿No se te olvidará? -me preguntó con ansie-

dad-. «Toda la confianza del mundo» y «él tie-ne sus razones», debes decirles eso. Razonespropias; ése es el punto crucial: de hombre ahombre. Y bien, ya puedes irte -dijo, aunqueseguía reteniéndome por el brazo-. Pero escu-cha, Jim, si fueras a encontrarte con Silver. ..¿no venderías a Ben Gunn? ¿Ni aunque te tor-turasen en el potro? No, ¿verdad? Y si esos pi-ratas acampan aquí, Jim, ¿qué dirías tú, sihubiera viudas por la mañana?

Sus palabras fueron interrumpidas por unafuerte detonación, y una bala de cañón quemólas copas de los árboles y se hundió en la arenaa menos de cien yardas de donde estábamos.Un minuto después cada uno corríamos en dis-tintas direcciones.

Durante más de una hora las detonaciones es-tremecieron la isla y los cañonazos continuaron

arrasando la espesura. Yo fui de un escondrijo aotro, perseguido siempre, o al menos así me loparecía, por aquellas descargas. Al final creoque hasta llegué a recobrar el ánimo, aunqueaún no me atrevía a dirigirme a la empalizada,porque allí los disparos podían alcanzarme másfácilmente. Así que decidí dar un gran rodeohacia el este y acercarme a la costa por entre elarbolado.

El sol acababa de ponerse y la brisa del maragitaba los árboles y rizaba la superficie grisá-cea del fondeadero; la marea había bajado ydejaba al descubierto grandes zonas arenosas;el fresco de la noche, después de un día tancaluroso, penetraba a través de mis ropas.

La Hispaniola seguía fondeada en el mismopunto, pero en la pena de la cangreja ondeabala jolly Roger -la negra enseña de la piratería-.De pronto vi que se iluminaba con un rojo fo-gonazo y la detonación fue contestada por to-dos los ecos y otra andanada silbó en el aire.Fue la última.

Durante algún tiempo permanecí oculto, ob-servando los movimientos que siguieron alataque. En la orilla, no lejos de la empalizada,vi cómo empezaban a romper a hachazos elbote pequeño. A lo lejos, junto a la desemboca-dura del riachuelo, una enorme hoguera brilla-ba entre los árboles, y desde la playa iba y ven-ía a la goleta uno de los botes con aquellos ma-rineros que yo había visto tan ceñudos a bordoy que ahora remaban cantando al compás desus bogadas, como chiquillos, aunque en susvoces se percibía la euforia del ron.

Por fin creía que era el momento de intentaralcanzar la empalizada. Estaba a bastante dis-tancia de ella, en la franja arenosa que cierra elfondeadero por el este y que con la bajamarhace camino hacia la Isla del Esqueleto; al po-nerme en pie, me pareció ver, en la parte máslejana de la franja de arena, entre unos matorra-les, una roca solitaria, lo suficientemente gran-de y de un raro color blancuzco, que me hizopensar en la roca blanca de que me hablara Ben

Gunn y junto a la que se encontraba el bote quequizá algún día pudiera necesitar.

Fui bordeando el bosque hasta penetrar porla retaguardia de la empalizada, esto es, por ellado de la costa, y no tardé en ser recibido calu-rosamente por aquellos leales.

Les relaté mi aventura sin perder tiempo, ycomencé a hacerme cargo de mi tarea. El fortínhabía sido construido con troncos de pino sinescuadrar, incluso el piso y el techo, y esteúltimo se levantaba a un pie o pie y medio so-bre el arenal. Había una especie de porche en lapuerta y bajo él brotaba un manantial encauza-do por un extraño pilón, que no era sino ungran caldero de barco, desfondado, y hundidoen la arena, como dijo el capitán, «hasta la amu-rada».

Se había cuidado de que todo lo preciso estu-viera en el recinto del fortín, y fuera tan sólo seveía una especie de losa, que servía de hogar yuna rejilla de herrumbroso hierro para contenerel fuego.

Todo el interior de la empalizada en el decli-ve de la duna había sido rozado para levantarel fortín, y como mudos testigos quedaban lasrotas cepas que indicaban la vieja y hermosaarboleda. El suelo había sido erosionado por lasaguas o por el aluvión, al perder la proteccióndel bosque, y sólo por donde corría el arroyuelose veía ahora una capa de musgo, algunos hele-chos y yedra. Pero ya en los límites de la empa-lizada, el bosque recobraba su densidad -lo queperjudicaba ciertamente nuestra defensa-,pletórico de abetos en las zonas más interiores,y de encinas, hacia el mar.

La brisa fresca de la noche, que ya antes mehiciera tiritar, penetraba ahora por todos losresquicios de la ruda construcción, y rociaba elsuelo como una lluvia de arena finísima. Lasentíamos en nuestros ojos, la mascábamos,había arena en nuestras caras, en el manantial,hasta en el fondo del pilón, como gachas en unasartén. La chimenea, un agujero cuadrado en eltecho, no tiraba bien, y así el humo llenaba la

habitación provocándonos la tos y enrojecién-donos los ojos. A todo esto hay que añadir lapresencia de Gray, que yo desconocía, y al quevi con el rostro vendado a causa de una cuchi-llada que recibió al escapar de los amotinados,y el pobre Tom Redruth, que aún insepultoyacía junto a una pared, rígido y frío, bajo laenseña de la Unión Jack.

Si se nos hubiera dejado permanecer quietosy ociosos, el descorazonamiento hubiera termi-nado por apoderarse de nosotros, pero el ca-pitán Smollett no era hombre para tolerarlo.Nos hizo formar ante él y nos distribuyó enguardias. El doctor, Gray y yo constituimosuna, y el squire, Hunter y Joyce, la otra. Aunqueestábamos muy fatigados, dos fueron a por leñay otros dos cavaron una fosa para Redruth, eldoctor fue nombrado cocinero y a mí me orde-naron montar vigilancia en la puerta; el capitánno cesaba de ir de unos a otros infundiendoánimos o ayudando allí donde era preciso.

De vez en cuando el doctor asomaba a lapuerta para respirar un poco de aire puro ylimpiar sus ojos enrojecidos por el humo, y encada una de esas salidas aprovechaba paraconversar conmigo.

-Smollett -me dijo en una de esas ocasiones-vale más que yo. Y cuando yo afirmo esto, Jim,es mucho lo que digo.

En otra permaneció silencioso largo rato.Después echó hacia atrás su cabeza y me pre-guntó.

-¿Tú crees que Ben Gunn está cuerdo?-No lo sé, señor -le respondí-. No estoy segu-

ro de que no esté loco.-Pues, si existe alguna duda, es que segura-

mente lo está. Un hombre que ha pasado tresaños royéndose las uñas en una isla desierta, nopuede esperarse, Jim, que esté tan cuerdo comotú o como yo. La naturaleza humana no es tanfirme. ¿Me dijiste que te pidió queso?

-Sí, señor: queso -contesté.

-Y bien, Jim -dijo él-, toma buena cuenta decuánto vale ser uno persona delicada en susalimentos. ¿Tú has visto mi cajita de rapé? ¿Aque jamás me has visto aspirarlo? Y es porqueen mi cajita de rapé lo que en realidad llevo esun trozo de queso de Parma... un queso italianomuy nutritivo. ¡Bien, pues se lo regalaré a BenGunn!

Antes de cenar enterramos al viejo Tom en laarena y permanecimos unos instantes junto a sutumba rindiéndole honores. Habíamos hechobuen acopio de leña, aunque no tanta comohubiera deseado el capitán, por lo que nos dijoque «a la mañana siguiente reanudásemos lafaena, y con más brío». Nos sentamos a comery, después de dar cuenta de nuestra ración decerdo y nuestro vaso de aguardiente, los tresjefes se retiraron a deliberar en un rincón.

Parecían muy preocupados por la escasez deprovisiones, ya que podía ser causa de graveapuro, tan grave como para considerar la ren-dición por hambre mucho antes de que pudiera

llegarnos socorro alguno. Convinieron en quelo único que podíamos hacer era seguir elimi-nando piratas hasta que se rindieran, en el me-jor de los casos, o escaparan con la Hispaniola.De los diecinueve sólo quedaban ya quince; ydos estaban con seguridad heridos, uno deellos, por lo menos -el que hirió el squire en lagoleta-, de mucha gravedad, si es que no habíamuerto también. Por lo que debíamos aprove-char e ir reduciéndolos siempre que se pusierana tiro, y tratar de resguardarnos nosotros con elmayor cuidado. Pensábamos contar, ademas,con dos excelentes aliados: el ron y el clima.

En cuanto al primero, y aunque los piratas seencontraban a más de media milla de distancia,ya presentíamos su efecto al escuchar las can-ciones y el alboroto hasta altas horas de la ma-drugada; y con respecto al segundo, el doctorapostaba su peluca a que, acampando junto a laciénaga, y sin medicamentos, antes de una se-mana la mitad de ellos estarían fuera de comba-te.

-Por eso -nos explicó-, ya se darán por conten-tos si pueden escapar con la goleta. Es un buenbarco, y siempre podrán volver a la piratería,como imagino.

-¡Sería el primer navío que he perdido! -exclamó el capitán Smollett.

Yo estaba muerto de fatiga, como cabe supo-ner, y cuando logré acostarme, después de tan-tos acontecimientos, me dormí como un tronco.

Cuando me desperté, los demás ya se habíanlevantado y hasta almorzado, y la leñera mos-traba una pila el doble de alta que el día ante-rior. Me despertó un gran tumulto y fuertesvoces.

-¡Bandera de parlamento! -oí que alguien gri-taba; y a continuación, una exclamación de sor-presa-: ¡Es el propio Silver! Me levanté de unsalto y frotándome los ojos corrí hacia una delas aspilleras del fortín.

Capítulo 20La embajada de Silver

Dos hombres se acercaban a la empalizada;uno de ellos agitaba una tela blanca y el otro,que avanzaba con toda calma, era en efectonada menos que el propio Silver.

Creo que fue el amanecer más frío que yohabía vivido hasta entonces y al raso. El cielobrillaba sin nubes y las copas de los árbolesreflejaban el suave tono rosado del sol naciente.Silver y su ayudante estaban parados en unaumbría, como emergiendo de una espesa nieblaque les alcanzaba hasta las rodillas y que no erasino la humedad de la ciénaga. Aquella brumay el frío del alba indicaban la insalubridad de laisla, un lugar propio a las fiebres.

-Que no salga nadie -dijo el capitán-. Diezcontra uno a que se trata de una artimaña.

Entonces gritó al bucanero:-¿Quién va? ¡Alto o disparo!-¡Bandera de parlamento! -gritó Silver.

El capitán estaba en el porche, a cubierto decualquier disparo traicionero. Se volvió hacianosotros y nos dijo:

-La guardia del doctor que se encargue de lavigilancia. Doctor Livesey, situaos, si gustáis,en el norte; Jim, al este; Gray, al oeste. La guar-dia que no está de servicio que cargue los mos-quetes. ¡Rápido! Y cuidado.

Y volviéndose hacia los amotinados, les gritó:-¿Qué embajada traéis?Esta vez fue el acompañante de Silver quien

replicó:-El capitán Silver, señor, que quiere subir a

bordo y proponeros un trato.-¡El capitán Silver! No lo conozco. ¿Quién es

tal? -gritó el capitán. Y oí que decía para sí-:Conque capitán... ¡Qué rápidamente asciendenaquí!

Esta vez fue John «el Largo» el que respon-dió:

-Yo, señor. Estos desgraciados me han nom-brado capitán después de vuestra deserción,

señor -y puso un énfasis especial en lo de «de-serción»-. Estamos dispuestos a someternos, siaceptáis nuestras condiciones, y acabar con estaespinosa situación. Todo lo que yo pido esvuestra palabra, capitán Smollett, de que medejaréis regresar sano y salvo y darme un mi-nuto para ponerme fuera de tiro antes de dis-parar.

-No tengo el menor deseo de hablar con usted-dijo el capitán Smollett-. Si quiere parlamentar,puede hacerlo, es todo. Si hay traición, será porvuestra parte, y que el Señor os ayude.

-Con eso me basta, capitán -dijoJohn «el Lar-go», animadamente-. Su palabra es suficientepara mí. Yo conozco al verdadero caballero consólo verlo.

El hombre que portaba la bandera de parla-mento intentó detener a Silver, lo que no erasorprendente después de las «caballerosas»palabras del capitán. Pero Silver se rio de él agrandes car cajadas y le dio una fuerte palmadaen la espalda, como si imaginar cualquier peli-

gro fuera cosa absurda. Y después empezó acaminar hacia la empalizada, arrojó la muletapor encima y con notable destreza y vigor con-siguió sujetarse con una pierna, saltó la cerca ycayó de nuestro lado sin el menor percance.

Confieso que estaba demasiado interesadopor todos aquellos acontecimientos para cum-plir como es debido mi deber de centinela;abandoné la vigilancia en la aspillera y meacerqué hasta donde estaba el capitán, que seencontraba ahora sentado en el umbral con loscodos en las rodillas, su cabeza entre las manosy los ojos fijos en el manantial que borboteabadesde la caldera perdiéndose en la arena. Entredientes silbaba la canción «Venid, muchachas ymuchachos».

A Silver le costó más trabajo subir la duna.Entre lo pronunciado de la cuesta y las muchascepas de los árboles talados, a lo que añadíaselo muelle del arenal, él y su muleta eran inútilescomo un barco en el varadero. Pero era terco, ysiguió subiendo en silencio hasta que el fin

llegó donde estaba el capitán, al que saludó contoda desenvoltura. Se había engalanado con lomejor que tenía: una inmensa casaca azul reple-ta de botones de latón que le colgaba por deba-jo de las rodillas y un magnífico sombrero conencajes que lucía medio caído.

-Ya está usted aquí -dijo el capitán, levantan-do su cabeza-. Siéntese si gusta.

-¿No va a dejarme entrar, capitán? -se quejóJohn «el Largo»-. Hace una mañana muy fríapara estar sentados a la intemperie y en la are-na.

-Ya ve, Silver -dijo el capitán-, si usted hubie-ra tenido a bien ser un hombre honrado, ahoraestaría tranquilamente en su cocina. Suya es laculpa. ¿Hablo con el cocinero de mi barco? Enese caso le trataré como corresponde. ¿O con elcapitán Silver, un vil amotinado y un pirata?¡Entonces que lo ahorquen!

-Bien, bien, capitán -repuso el cocinero y sesentó en la arena-, pero tendrá usted que darmesu mano para levantarme. No están ustedes

muy bien acondicionados aquí. ¡Ah, ahí veo aJim! Muy buenos días, Jim. A sus órdenes, doc-tor. Bien, veo que todos están juntos como unafamilia feliz, como suele decirse. -Si tiene ustedalgo que explicar, mejor será que lo haga -dijoel capitán.

-Tiene usted mucha razón, capitán Smollett -replicó Silver-. El deber es el deber, no cabeduda. Bien, pues ahora escúcheme usted. Me lajugaron anoche, no niego que fue una buenajugada. Alguno de ustedes manejó con periciael espeque. Y no voy a negar que consiguieronasustar a muchos de mis camaradas..., quizá atodos, y hasta puede ser que yo me asustara, yhasta que precisamente ahora esté yo aquí poresa razón, para parlamentar. Pero también debetener en cuenta, capitán, que esa astucia nosirve dos veces, ¡por Satanás! Pondré centinelasy nos ceñiremos una cuarta en el ron. Puedeque usted crea que todos estábamos borrachos.Pero le digo que yo no lo estaba; estaba muycansado, y eso hizo que no me despertara, por-

que, si me despierto un segundo antes, os pillocon las manos en la masa. Cuando me acerquéaún no estaba muerto, no, señor.

-¿Y bien? -dijo el capitán Smollett dando todala impresión de serenidad que podía.

Porque todo cuanto Silver estaba contandoera para él el mayor de los enigmas, lo que notrascendió en su tono de voz. Yo empezaba aimaginar de qué se trataba. Me acordé de lasúltimas palabras de Ben Gunn y no dudé quepodía haber hecho una visita nocturna a losbucaneros aprovechando que dormían borra-chos junto a la hoguera, y, de cualquier forma,eché con alegría la cuenta y resté un enemigomas, quedando ya sólo catorce.

-Esta es mi propuesta -dijo Silver-. Queremosel tesoro, y lo vamos a conseguir. ¡Es nuestrobotín! Ustedes, como supongo, desearán salvarsus vidas: y ésa es vuestra parte. Usted guardaun mapa, ¿lo tiene, no?

-Pudiera ser -replicó el capitán.

-Bueno, lo tiene, lo sé -insistió John «el Lar-go»-. No es necesario que sea usted tan hoscoconmigo; no arreglará nada con eso, se lo ase-guro. Lo único que me interesa resolver es esto:necesitamos ese mapa. Por lo demás, jamás hepensado en hacerles daño.

-Nada de eso le valdrá conmigo -replicó elcapitán-. Sabemos cuáles son vuestras intencio-nes, y nos tienen sin cuidado, porque ya, comousted muy bien sabe, no pueden llevarlas acabo.

Y el capitán lo miró con toda parsimonia,mientras cargaba su pipa.

-Si Abraham Gray... -comenzó a decir Silver.-¡Alto ahí! -exclamó el señor Smollett-. Gray

no me ha contado nada ni nada le he pregunta-do; y lo que es más, antes de hacerlo, por mípueden él y usted y esta condenada isla saltarpor los aires. Sólo le digo a usted lo que piensosobre este asunto, para que se dé por enterado.

Este desahogo pareció calmar a Silver. Tam-bién él había perdido un poco su contención ytrató de refrenarse y conservar su mesura.

-Es suficiente -dijo-. No soy quien para consi-derar lo que un caballero pueda tener o no porjuego limpio, según cada caso. ¿Puedo, ya queusted lo hace, cargar yo otra pipa?

Y llenó su pipa y la encendió. Los dos hom-bres siguieron sentados y fumando durante unlargo rato, mirándose en silencio, retacando suspipas, escupiendo y volviendo a fumar, comoen la más gustosa de las comedias.

-Así -prosiguió Silver- que ésta es la cuestión.Ustedes nos dan el mapa para encontrar el te-soro y dejan de cazar a mis pobres muchachosy de romperles la cabeza mientras duermen. Yen tal caso yo les ofrezco escoger entre dos ca-minos: o volver con nosotros una vez que eltesoro esté a bordo, y yo garantizo bajo mi pa-labra de honor dejarlos sanos y salvos en algu-na tierra, o, si no les gusta, porque algunos demis marineros son bastante groseros y quizá

saquen viejas cuentas y no sea muy recomen-dable para ustedes ese viaje, en ese otro casopueden quedarse donde ahora están; yo lesdejaré la mitad de las provisiones y garantizopor mi honor dar noticias al primer navío queencuentre para que venga a recogerlos. Es untrato excelente, sí, señor. Y espero -y aquí alzósu voz- que todos los que están aquí en estefortín hayan escuchado mis palabras, porque loque a uno digo lo digo a todos.

El capitán Smollett se levantó y golpeó la pipacon la palma de su mano para sacar las últimasbrasas.

-¿Eso es todo? -preguntó.-;Mi última palabra, por todos los diablos! -

contestó John-. Si rehusan esa solución, ya noserá a mí a quien oigan, sino las balas de losmosquetes.

-Perfectamente -dijo el capitán-. Ahora me vaa escuchar usted a mí. Si todos vosotros os pre-sentáis aquí, uno a uno, desarmados, yo os ga-rantizo que os pondré grilletes y os llevaré a

Inglaterra para ser juzgados. Y sino lo hacéisasí, por mi nombre, que es Alexander Smollett,que he izado los colores de mi Rey y he de ve-ros a todos con Davy Jones. No podéis encon-trar el tesoro. No sabéis gobernar el barco, nin-guno de vosotros sirve para ello. No podéisvencernos. Gray, él solo, ha podido con cincode vosotros cuando escapó. Vuestro barco estáen el carenero, y usted al socaire, y pronto va acomprobarlo. Yo estoy decidido a todo, y se loadvierto, y estas palabras son las últimas queescuchará de mí, porque le juro por el cielo quela próxima vez que os encuentre pienso mete-ros una bala en la espalda. Así que, andando,muchachos. Largo de aquí, y sin deteneros; apaso de carga.

El rostro de Silver era como una ilustración;sus ojos se salían de las órbitas. Sacudió su pi-pa.

-¡Déme una mano para levantarme! -imploró.-No -respondió el capitán.-;Que alguien me dé una mano! -gritó.

Ninguno de nosotros se movió. Rugiendo lasmás atroces maldiciones, se arrastró por la are-na hasta que pudo aferrarse al porche y poner-se en pie con su muleta. Entonces escupió de-ntro del pilón.

-¡Eso -gritó- es lo que pienso de vosotros! An-tes de que pase una hora habré acabado coneste viejo fortín como si fuera una pipa de ron.¡Podéis reíros, por todos los relámpagos, podéisreí ros! Antes de una hora veremos quién se ríemejor. Los muertos estarán contentos por noestar vivos.

Y con un terrible juramento echó a andardando traspiés y dejando un surco en la arena;tras cuatro o cinco intentos furiosos, logró sal-tar la estacada con ayuda del hombre que lle-vaba la bandera de parlamento, y en un abrir ycerrar de ojos desapareció entre los árboles.

Capítulo 21Al ataque

Tan pronto como Silver desapareció, bajo lamirada inescrutable del capitán, regresó éste alfortín; allí se encontró con que ni uno de noso-tros había permanecido en su puesto, a excep-ción de Gray. Fue la primera vez que lo vi enco-lerizado.

-¡Vayan a sus puestos! -nos gritó.Cuando nos retirábamos, cabizbajos, escu-

chamos cómo le decía a Gray:-Voy a citarlo en el cuaderno de bitácora: ha

cumplido con su deber como un marino.Entonces se dirigió al squire:-Señor Trelawney, estoy muy sorprendido. Y

tampoco esperabatal comportamiento por partedel doctor. ¡Creí, señor Livesey, que vestía eluniforme del Rey! Si fue así su participación enFontenoy, mucho mejor, señor, que se hubieraquedado en la cama.

La guardia del doctor volvió a apostarse enlas aspilleras; los demás cargaron rápidamentesus mosquetes. Y todos sin duda estábamos

avergonzados, «con la pulga tras la oreja», co-mo suele decirse.

El capitán nos miró durante un rato en silen-cio, y después dijo:

-Le he soltado a Silver una buena andanada.Lo he puesto furioso adrede. No dudo que an-tes de una hora nos atacarán. No he de repetirque somos menos que ellos, pero vamos a pele-ar bastante bien resguardados, y pienso, o así lohabía imaginado, con la necesaria disciplina.Estad seguros de que podemos vencer.

A continuación inspeccionó nuestras defensasy comprobó, como dijo, que todo estaba en or-den.

Las dos fachadas más cortas del fortín, al estey al oeste, tenían dos aspilleras cada una; en laparte sur, donde estaba el porche, había otrasdos, y cinco en la fachada norte. Disponíamosde veinte mosquetes para nosotros siete. Api-lamos la leña en cuatro pilas, como parapeto, yjunto a ellas situamos las municiones y los

mosquetes de repuesto ya cargados y los ma-chetes.

-Apagad el fuego -dijo el capitán-, ya no hacefrío y el humo no puede hacer mas que perjudi-car nuestros ojos.

El señor Trelawney sacó la parrilla y arrojólas ascuas en la arena, enterrándolas con un pie.

-Hawkins no ha almorzado -continuó el ca-pitán Smollett-. Sírvete tú mismo, Hawkins,pero come en tu puesto. Y rápido, muchacho,porque puede que no termines tu comida. Hun-ter -llamó-, sirve a todos una ronda de aguar-diente.

Y mientras bebíamos, el capitán fijó nuestroplan de defensa.

-Doctor -ordenó-, os encargo la custodia de lapuerta. Observad sin exponeos, no salgáis enningún caso y disparad a través del porche.Hunter que se sitúe allí, cubriendo la zona este.Joyce, usted defenderá el oeste. Señor Trelaw-ney, vos sois el mejor tirador; vos y Gray de-fenderéis este lado norte, que, como tiene cinco

aspilleras, permite cubrir una zona más amplia,y además posiblemente ahí se produzca el ata-que. Es preciso que no lleguen a alcanzar elfortín, porque, si toman las aspilleras, nos pue-den liquidar aquí dentro. Hawkins, ni tú ni yoservimos mucho en este trance, así que nuestramisión será cargar los mosquetes y tener dis-puesta la munición.

Tal como el capitán había dicho, el calor em-pezaba a sentirse. El sol ya se había levantadosobre los árboles que nos rodeaban y comenzóa dar de lleno en la explanada, y como de unsorbido secó la humedad. Al poco rato el arenalparecía arder y la resina se derretía en los tron-cos del fortín. Nos quitamos las casacas, des-abotonamos nuestras camisas y las arreman-gamos hasta los hombros. Y así aguardamos elataque, cada uno en su puesto, febriles de calory ansiedad.

Pasó una hora.-¡Que los ahorquen! -dijo el capitán-. Estamos

clavados como en las calmas tropicales. Gray,

silba para que corra algún aire. Y en aquel mo-mento preciso empezaron las señales que indi-caban un ataque inminente.

-Discúlpeme, señor -dijo Joyce-, ¿debo tirar siveo a alguno?

-¡Es lo que he ordenado! -gritó el capitán.-Muchas gracias -repuso Joyce con la misma

exquisita urbanidad.No sucedió nada durante un rato; pero ya

estábamos todos alerta aguzando el oído y losojos. Con los mosquetes bien apoyados, lostiradores estaban tensos. El capitán permanecíaen medio del fortín con la boca apretada y elceño fruncido.

Pasaron unos segundos y, de repente, Joyceapuntó con cuidado y disparó. Aún sonaba ennuestros oídos la detonación, cuando desde elexterior empezaron a tirar sobre nosotros confuego graneado: como si fuéramos un blanco,de todas partes llegaban disparos que se incrus-taban en los troncos, aunque felizmente ningu-no nos alcanzó. Cuando el humo se disipó, la

empalizada y los bosques cercanos daban lamisma impresión de reposo que antes de em-pezar la escaramuza. Ni el brillo de un cañón,ni una rama que se moviera delataban al ene-migo.

-¿Alcanzó usted a su hombre? -preguntó elcapitán.

-No, señor -contestó Joyce-, me parece que no,señor.

-Eso es querer decir la verdad -murmuró elcapitán Smollett-. Cárgale su mosquete, Haw-kins. ¿Cuántos estimáis que habría por vuestrazona, doctor?

-Puedo precisarlo -dijo el doctor Livesey-.Aquí he visto que dispararon tres veces, porqueconté los fogonazos; dos casi juntos, y un terce-ro algo más hacia el oeste.

-Tres -repitió el capitán-. ¿Y cuántos en vues-tra parte, señor Trelawney?

Esto no tenía tan fácil respuesta. Muchos hab-ían sido los disparos por el norte: siete, según lacuenta del squire; ocho o nueve conforme a la

de Gray. Por el este y el oeste, sólo uno de cada.Todo llevaba pues a pensar que el ataque iba aefectuarse por el norte y que las otras zonasservirían nada mas que de dispersión. Con esosdatos el capitán Smollett confirmó su defensa ynos hizo comprender que, si los amotinadoslograban pasar de la empalizada, podrían to-mar las aspilleras y cazarnos como a ratas ennuestra propia madriguera. Aunque tampocohubo tiempo para meditarlo con cuidado. Por-que, de improviso, con terroríficos gritos, ungrupo de piratas salió de entre los árboles dellado norte y se lanzó a todo correr hacia la em-palizada. Al mismo tiempo se reanudaron losdisparos desde otras partes; una bala atravesóla puerta e hizo saltar en astillas el mosquetedel doctor.

Los asaltantes trepaban como monos por laempalizada. El squire y Gray dispararon contraellos sin cesar; y tres forajidos cayeron, unodentro del recinto y los otros dos por la partede fuera. Uno de estos dos pareció estar más

asustado que herido, pues se incorporó y comoalma que lleva el diablo desapareció entre lamaleza.

Dos habían mordido, pues, el polvo; otro hab-ía huido, y cuatro lograron alcanzar nuestralínea defensiva; siete u ocho más, escondidosen los bosques, y posiblemente con varios mos-quetes cada uno, disparaban sin tregua contrael fortín, aunque sus descargas no nos causabandaño.

Los cuatro que habían conseguido penetrarsiguieron corriendo hacia el fortín, dando ala-ridos que eran contestados con otros gritos deánimo por los que estaban entre los árboles. Setrató inútilmente de cazarlos, pero era tal laprecipitación de nuestros tiradores, que, antesde darnos cuenta, los cuatro piratas habían re-montado la cuesta y estaban ya sobre nosotros.

La cara de job Anderson, el contramaestre,apareció en la aspillera central.

-¡A por ellos! ¡A por ellos! -gritaba con voz detrueno. Otro pirata agarró el mosquete de Hun-

ter por el cañón, se lo quitó de las manos y losacó por la aspillera, golpeándolo al mismotiempo al pobre hombre, que quedó sin sentido.Un tercero dio la vuelta al fortín y consiguióentrar, cayendo sobre el doctor blandiendo sucuchillo.

Nuestra suerte cambiaba. Un momento anteséramos quienes a cubierto disparábamos sobreun enemigo expuesto; ahora éramos nosotroslos que ofrecíamos el mejor blanco y sin poderdevolver los golpes.

El humo de los disparos hacía irrespirable elaire del fortín, pero esto no era todo desventa-joso. Mis oídos estallaban con la confusión degritos, fogonazos, detonaciones y gemidos dedolor.

-¡Salgamos, muchachos! ¡Fuera todos! -gritóel capitán- ¡Vamos a luchar a campo abierto!¡Los machetes!

Cogí un machete del montón, y alguien, almismo tiempo, tomó otro, dándome un corte enlos nudillos que apenas sentí. Corrí precipita-

damente hacia la luz del sol. Alguien corría trasde mí, pero no sabía quién era. Frente a mí, eldoctor perseguía a su enemigo cuesta abajo, yen el instante de mirarlos vi cómo rompía suguardia y derribaba al bandido de un terribletajo en la cara.

-¡Dad la vuelta al fortín! ¡Hacia el otro lado! -gritó el capitán, y me pareció percibir un cam-bio en su voz.

Obedecí sin pensarlo dos veces, y corrí haciael este con el machete dispuesto a golpear, y deimproviso me di de bruces con Anderson. Es-cuché su rugido infernal y vi levantarse su gar-fio que brillaba al sol. No sentí miedo siquiera.Y no sé ni qué pasó: vi aquel garfio que caíasobre mí, di un salto y rodé por la duna fuerade su alcance.

Cuando escapaba del fortín, había visto a losamotinados escalar la empalizada, acudiendoen auxilio de los primeros asaltantes. Uno deellos, con un gorro de dormir rojo y el cuchilloentre los dientes, se había encaramado y estaba

a horcajadas en la empalizada. Pues bien, tancorto debió ser el intervalo en que yo me zaféde Anderson, que, cuando volví a ponerme enpie, el hombre del gorro rojo aún estaba en lamisma posición; otro asomaba la cabeza porentre los troncos. Y sin embargo ese instantehabía presenciado el fin de la batalla y nuestravictoria. Y así sucedió.

Gray, que corría detrás de mí, había batido deun solo tajo al corpulento contramaestre, antesde que éste hubiera podido reaccionar ante misalto. Otro pirata había recibido un balazo poruna aspillera en el momento en que iba a dispa-rar hacia el interior del fortín, y ahora agoniza-ba con la pistola aún humeante en su mano. Untercero -el que yo había visto- cayó de un sologolpe del doctor. De los cuatro que habían al-canzado la empalizada, sólo quedaba ya uno, ylo vi correr, tirando su cuchillo, hacia la cerca eintentar subir a ella.

-¡Fuego! ¡Tiradle desde la casa! -gritó el doc-tor-. Y tú, muchacho, vuelve al refugio.

Pero nadie atendió a sus palabras, nadie dis-paró, y el último de los atacantes logró escapary reunirse con los demás en el bosque. Tressegundos habían bastado para que no quedaraninguno de nuestros asaltantes; ninguno vivo,porque cuatro yacían dentro de la empalizada yotro fuera.

El doctor, Gray y yo corrimos a refugiarnosen el fortín. Suponíamos que los piratas volver-ían al ataque y a recuperar sus armas. El humoque llenaba el interior del fortín empezaba adisiparse, y pudimos ver, a la primera ojeada,el alto precio de aquella victoria: Hunter estabacaído, sin sentido, junto a la aspillera; Joyce,junto a la suya, con un balazo que le había atra-vesado la cabeza, no volvería a levantarse; y enmitad de la habitación, pálido, el squire sosten-ía al capitán.

-El capitán está herido -dijo el señor Trelaw-ney.

-¿Han huido? -preguntó el señor Smollett.

-Como liebres -respondió el doctor-, y haycinco de ellos que ya no correrán nunca más.

-¡Cinco! -exclamó el capitán-. Así es mejor.Cinco de un lado y tres de otro nos dejan encuatro contra nueve. Es una proporción másventajosa que al principio. Entonces éramossiete contra diecinueve, o así lo creíamos, lo queera tan desmoralizador como si fuese cierto.

PARTE QUINTAMI AVENTURA EN LA MAR

Capítulo 22Así empezó mi aventura en la mar

Los amotinados ya no volvieron a atacar; nisiquiera dispararon un solo tiro desde el bos-que. Habían recibido «suficiente ración paraaquel día», como dijo el capitán, y pudimosdedicarnos sin otros temores a reparar el fortín,atender a los heridos y preparar una buena

comida. El squire y yo nos ocupamos de estoúltimo, e hicimos fuego en la explanada; está-bamos al descubierto, pero ni nos dábamoscuenta, horrorizados por los gemidos que es-cuchábamos de los heridos que estaban siendocurados por el doctor.

De los ocho que habían caído en el combate,sólo tics respiraban todavía: el pirata que reci-bió él tiro en la aspillera, Hunter y el capitánSmollet; pero los dos primeros podíamos yadarlos por muertos. El bucanero murió mien-tras le operaba el doctor, y Hunter, aunquehicimos todo cuanto estaba en nuestras manos,no volvió a recobrar el conocimiento; todavíaalentó, respirando estertoreamente, como elviejo capitán en nuestra hostería cuando le dioel ataque, hasta la tarde, pero tenía aplastadaslas costillas y se había fracturado el cráneo ensu caída, y aquella noche, sin que nos diésemoscuenta, se fue con su Hacedor.

Las heridas del capitán eran considerables,aunque no fatales. Ningún órgano había sufri-

do daño irreparable. El disparo de Anderson -porque fue Job el primero que le disparó- habíaroto su paletilla y tocado el pulmón, pero no degravedad; la segunda bala había desgarradoalgún músculo de su pantorrilla. Su curaciónera segura, dijo el doctor, pero entretanto, y enalgunas semanas, no debería levantarse ni mo-ver el brazo y, de ser posible, ni siquiera hablar.

El corte que yo me había hecho en los nudi-llos no tenía más importancia que una picadu-ra. El doctor Livesey me puso un emplasto y,de propina, me dio un sopapo cariñoso.

Después de comer, el squire y el doctor se sen-taron un rato junto al capitán para celebrar con-sejo, y después de un rato de conversación, ycuando ya era más del mediodía, el doctortomó su sombrero y dos pistolas, se ajustó unmachete al cinturón y con un mosquete alhombro salió del fortín, cruzó la empalizadapor el norte y lo vimos desaparecer apresura-damente por el bosque.

Gray y yo estábamos sentados en una esquinadel fortín, lo suficientemente alejados para noescuchar, por discreción, las deliberaciones denuestros jefes. Al ver al doctor alejarse, Gray,que estaba fumando, dejó caer su pipa asom-brado:

-¡Por Davy Jones! ¿Qué sucede? -exclamó-. ¡Seha vuelto loco el doctor Livesey!

-No lo creo -dije-. En toda esta tripulación nohay hombre de mejor juicio.

-Pues si es así, compañero -dijo Gray-, si él noestá loco, entonces el que debe estarlo soy yo.

-Debe tener algún plan -le dije-, no te quepaduda. Y si no me equivoco, creo que va en bus-ca de Ben Gunn.

Y los acontecimientos me darían la razón.Pero mientras tanto, como en el fortín hacía

un calor sofocante y la pequeña explanada are-nosa, dentro de la empalizada, ardía bajo el soldel mediodía, y quizá estimulado al imaginarcon envidia que el doctor estaría caminandopor la fresca umbría de aquellos bosques, con

los pájaros revoloteando alrededor suyo y res-pirando el suave olor de los pinos, mientras yome achicharraba allí sentado, con las ropas pe-gadas a la resina derretida y no viendo más quesangre y cadáveres en torno mío, lo que meproducía una repulsión más intensa que elmiedo que pudiera sentir, un pensamiento, notan razonable como la misión que yo adjudica-ba al doctor, empezó a urgar en mi cabeza.

Después, mientras baldeaba el fortín y frega-ba los cacharros de la cocina, aquella repug-nancia y aquel pensamiento fueron creciendoen mi corazón, hasta que, sin pensarlo más, yaprovechando que nadie me veía, cogí de unsaco que tenía a mi lado toda la galleta que pu-de y llené los bolsillos de mi casaca. Era el pri-mer paso de mi aventura.

Pensaréis que me comportaba como un insen-sato, y con razón, y que mi correría tenía mu-cho de temeridad; pero estaba decidido a inten-tar un plan que se perfilaba en mi cabeza, ytampoco dejé de tomar las necesarias precau-

ciones. Mi alimentación estaba asegurada por lagalleta que me había procurado... Y también meapoderé de un par de pistolas, y como ya lleva-ba municiones y un cuerno de pólvora, me juz-gué bien pertrechado.

Mi proyecto no era demasiado aventurado.Pensé bajar hasta la restinga que separaba porel este el fondeadero de la mar abierta, buscarla roca blanca que me había parecido localizarla noche anterior y averiguar si verdaderamen-te allí se encontraba el bote de Ben Gunn, y, entodo caso, la importancia que pudiera tener esehallazgo justificaba el riesgo. Pero como estabaseguro de que no me habrían permitido aban-donar la empalizada, no me quedó otro recursoque despedirme a la francesa y deslizarme fue-ra escapando a la vigilancia.

Los acontecimientos propiciaron mi ocasión.El squire y Gray estaban ayudando al capitán aarreglar sus vendajes; nadie atendía la vigilan-cia, y de una carrera gané la empalizada y meescondí en la espesura; antes de que pudieran

notar mi ausencia, ya estaba lejos del alcance demis compañeros.

Esta segunda correría fue una locura mayorque mi primera escapada, pues sólo dejaba ados hombres útiles para guardar el fortín; pero,como la anterior, condujo a la salvación de to-dos.

Marché directamente hacia la costa orientalde la isla, porque había resuelto descender a larestinga por el lado del mar, con lo que evitabatodo riesgo de ser descubierto desde el fondea-dero. La tarde había caído, aunque aún lucía elsol y el calor era penetrante. Y a medida queseguía mi camino por entre los árboles, podíaoír en la lejanía, frente a mí, no sólo el sonidodel mar en las rompientes, sino el balanceo delas copas de los árboles que me indicaba que labrisa marina se levantaba con más fuerza quede ordinario. Pronto me llegaron las primerasbocanadas de aire fresco, y en unos pasos salídel bosque y pude contemplar el mar, azulísi-mo y resplandeciente de sol hasta el horizonte,

y el oleaje que batía las playas y las cubría deespuma.

Nunca pude ver aquella mar en calma en tor-no a la Isla del Tesoro. Aún cuando el sol in-cendiara los aires sobre nuestras cabezas, aun-que el cielo estuviera como suspenso, o aunquela mar fuera una limpia y tersa seda azul, gran-des olas seguían batiendo noche y día a lo largode la costa con formidable estruendo, y no creoque hubiera ni un solo lugar en la isla dondeese ruido no penetrara.

Seguí adelante, bordeando la playa, y lleno dealegría. Cuando consideré que ya había avan-zado bastante hacia el sur, me deslicé con cui-dado escondiéndome entre unos espesos mato-rrales, hasta que alcancé el lomo de una granduna, ya en la franja arenosa.

Detrás de mí estaba el mar, y, enfrente, elfondeadero. La brisa, como si su violencia deaquella noche la hubiera agotado antes, habíacesado; y suaves vientecillos se levantaban va-riables del sur y del sureste, arrastrando gran-

des bancos de niebla. El fondeadero, al socairede la Isla del Esqueleto, era una balsa de aceite,como cuando por primera vez fondeamos en él.La Hispaniola se reflejaba nítidamente en la lunade aquel espejo, desde la cofa a la línea de flo-tación, y la bandera negra ondeaba en la penade la cangreja.

A un costado amarraba uno de los botes, conSilver en popa -qué fácil me era siempre reco-nocerlo-, y en la goleta vi dos hombres reclina-dos sobre la amurada de popa; uno de elloslucía un gorro rojo, lo que me indicaba que setrataba del mismo forajido que algunas horasantes había yo visto tratando de saltar la empa-lizada. Al parecer estaban en animada conver-sación, y reían, aunque a tal distancia -más deuna milla- no podía yo entender ni una palabra.De improviso escuché la más espeluznante vo-cinglería, y, aunque al principio me sobresaltó,pronto reconocí los chillidos del Capitán Flint yhasta me pareció distinguir su brillante plumajeencaramado en el puño de su amo.

Poco después soltó cabos el bote y navegóhacia la costa, y el hombre del gorro rojo y sucompañero desaparecieron por la cubierta.

El sol ya se había ocultado detrás del Catalejo,y la niebla empezaba a cubrir rápidamente loscontornos, lo que me dio una impresión desúbito anochecer. Vi que no tenía tiempo queperder, si quería encontrar el bote aquella mis-ma noche.

La roca blanca, que se distinguía perfecta-mente por encima de la maleza, estaba cerca deuna milla más abajo, en el arenal, y tardé unbuen rato en llegar hasta ella, porque tuve queir avanzando con todo cuidado, algunas veces agatas y apartando la vegetación. Ya era casinoche cerrada cuando logré alcanzarla y toquésu áspera superficie. A un lado había una hon-donada poco profunda cubierta de matas yoculta por algunas dunas y arbustos de los quepor allí abundaban, y en el fondo descubrí unapequeña tienda hecha con piel de cabra, comolas que los gitanos llevan en sus viajes por In-

glaterra. Descendí a la hondonada y levanté lafalda de la tienda, y allí estaba el bote de BenGunn... o algo que era un bote, porque en mivida he visto cosa más rudimentaria: un burdoarmazón de palos, cubierto de pieles de cabracon el pelo hacia dentro. Era excesivamentepequeño hasta para mí, y no concibo cómohubiera podido mantenerse a flote con unhombre hecho y derecho. Tenía una especie debancada muy tosca, un codaste y un remo dedoble pala.

Por aquella época yo aún no había vistojamás un coraclo de los que hicieron famososlos antiguos bretones; pero después he vistoalguno y es lo que mejor puede dar una ideasobre el bote de Ben Gunn: parecía el primer ypeor coraclo construido nunca por las manosde un hombre. Pero, al menos, poseía la mayorventaja del coraclo: era sumamente liviano yfácil de transportar.

Cabe pensar que, ya que había encontrado elbote, debía darme por satisfecho de mi aventu-

ra; pero una nueva idea me rondaba por la ca-beza, y la acariciaba con tanta insistencia, quecreo que hubiera sido capaz de realizarla aunante las propias barbas del capitán Smollett. Setrataba de deslizarme, protegido por la oscuri-dad de la noche, hasta la Hispaniola, cortar susamarras y dejarla a la deriva para que encallasedonde la mar la llevara. Yo estaba persuadidode que los amotinados, después de su derrotade aquella mañana, no estarían sino deseandolevar anclas y hacerse a la mar, y juzgué queimpedírselo podía servir a nuestros intereses.Visto que los vigilantes de la goleta no teníanningún bote, pensé que llevar a cabo mi plan noentrañaba gran riesgo.

Me senté a esperar y aproveché para darmeun atracón de galleta. La noche era tan oscura,que de mil no hubiera encontrado otra tan apropósito. La niebla cubría el territorio. Cuandolos últimos fulgores de la tarde se apagaron,una total oscuridad cayó sobre la Isla del Teso-ro. Y cuando por fin salí de mi escondite con el

coraclo a hombros, en aquella negrura sólo sedistinguían como dos ojos brillantes que veníandel fondeadero.

Uno era la gran hoguera en tierra en torno ala cual los piratas bebían para olvidar su derro-ta; el otro, más tenue, indicaba la posición delanclaje de la goleta. La Hispaniola había ido gi-rando con la marea -ahora su proa apuntabahacia donde yo estaba- y las luces de a bordoque yo veía eran tan sólo un reflejo en la nieblade la intensa claridad que alumbraba la porta-ñuela de popa. Había comenzado el reflujo ytuve que atravesar una franja de arena húmedadonde me hundí varias veces hasta las rodillas,hasta que logré alcanzar la orilla; vadeé unosmetros y, cuando ya entendí que había suficien-te profundidad, puse el coraclo en posición denavegar.

Capítulo 23A la deriva

El coraclo -y bien lo comprobé antes de aca-bar mis andanzas- era un bote muy seguro (siconseguía uno caber en él), y también muy ma-rinero, pero al mismo tiempo se trataba delartefacto más indócil para su manejo. No con-seguía fijar el rumbo, se desequilibraba, virabapor completo ante cualquier ola, y lo más apro-piado quizá sea decir que parecía una peonza.Hasta el propio Ben Gunn me confesó tiempodespués que era «un tanto misterioso hasta queuno descubría sus cualidades».

Ciertamente yo no conocía esas cualidades.No sabía gobernarlo; se atravesaba constante-mente, y estoy convencido de que jamás hubie-ra alcanzado la goleta a no ser por el propioreflujo. Por fortuna, remase yo como quisiera,la marea me llevaba mar adentro y en ese ca-mino la Hispaniola era un blanco difícil de noalcanzar. Al principio vi su silueta como unamancha más oscura aún sobre la oscuridad;después empecé a ver el limpio dibujo de susmástiles y su casco, y antes de darme cuenta

(pues cuanto más mar abierta alcanzaba, másrápida era la corriente), me encontré junto a suamarra y me así a ella.

La amarra estaba tan tirante como la cuerdade un arco, porque también el barco era forza-do por la corriente que batía contra su casco enla oscuridad con el rumor de un riachuelo enlas montañas. Un solo tajo con mi navaja y laHispaniola sería arrastrada por la marea.

Recordé entonces que una amarra tirante, sies cortada de pronto, puede resultar tan peli-grosa como la coz de un caballo. Si hubiera lle-gado a cometer la torpeza de cortarla, lo másprobable hubiera sido que el latigazo nos en-viara al coraclo y a mí por los aires.

Tratar de resolver este imprevisto, me detu-vo; y al punto comprendí que no tenía solución.Pero la suerte volvió a serme propicia. Los sua-ves vientos que habían empezado a soplar delsur y del sureste cambiaron después de ano-checer, y empecé a sentir la brisa del suroeste.En estas cavilaciones estaba, cuando un golpe.

de aire empujó la Hispaniola contra la corriente,y con indeciblegozo vi que la amarra se afloja-ba, y la mano con que la tenía asida se hundióen el mar.

Me decidí en un instante; saqué mi navaja, laabrí con los dientes y corté el trenzado hastaque el barco quedó sujeto sólo con dos hilos.Me detuve, esperando para dar el último tajo aque de nuevo soplara el viento.

Durante toda esta faena yo había estado escu-chando voces que venían del camarote; no leshabía prestado mucha atención, porque mipensamiento estaba ocupado por completo enmi tarea.

Pero en aquel momento, en el silencio, aguar-dando, no pude dejar de prestar atención.

Una de las voces era la del timonel, IsraelHands, el que en tiempos fuera artillero deFlint. La otra era, por supuesto, la de mi ya co-nocido bandido del gorro rojo. Deduje que am-bos habían bebido en exceso y que aún seguíanemborrachándose; pues mientras yo atendía a

sus palabras, uno de ellos, lanzando un gritopropio de borracho, abrió la portañuela de po-pa y arrojó al agua lo que supuse una botellavacía. Pero no sólo estaban embriagados, sinoque era evidente que se mostraban furiosos.Escuché una sarta de maldiciones y hasta enalgún momento tales expresiones de cólera, quepensé que acabarían riñendo. El altercado pare-ció aplacarse y las voces empezaron a suavizar-se; de nuevo pelearon, y de nuevo volvieron aapaciguar sus ánimos.

Yo veía en la lejanía, en tierra, el resplandorde la gran hoguera que iluminaba por entre losárboles. Alguno cantaba una vieja, apagada ymonótona canción marinera, con un quiebro alfinal de cada verso, y que al parecer era inter-minable, o al menos dependía tan sólo de lapaciencia del cantor. Yo ya la había escuchadomuchas veces durante la travesía, y recordabaaquellas palabras:

«... y sólo uno quedó

de setenta y cinco que zarparon.»

Pensé que esa canción tan triste era la másapropiada para unos facinerosos que habíansufrido tan crueles pérdidas en el combate de lamañana. Pero el tono tampoco reflejaba otraemoción que la dureza de aquellos bucaneros,tan insensibles como el océano por el que nave-gaban.

Sentí entonces un golpe de viento; la goletaviró y pareció alejarse hacia la oscuridad; notéque se aflojaba la amarra, y, con un golpe denavaja, corté los últimos hilos.

Fui arrastrado contra la proa de la Hispaniola.La goleta empezó a virar lentamente sobre símisma, impulsada por la corriente. Me afanécomo llevado por todos los demonios, puessabía que en cualquier momento podía irme apique; vi que no podía evitar que el coraclochocara contra el casco del barco, y traté dellevarlo hacia popa. Conseguí salvar el choquecon mi peligrosa vecina, pero en el mismo ins-

tante en que daba el último empujón mis ma-nos tropezaron con un cabo que arrastraba col-gando desde la toldilla. Inconscientemente meagarré a él.

No sabría decir por qué lo hice. Fue un actoinstintivo; pero una vez que tuve bien cogidoaquel cabo, y comprobé que estaba firme, lacuriosidad, como siempre, pudo más que cual-quier otra consideración, y trepé para echar unamirada por la portañuela de popa.

Fui cobrando el cabo hasta que juzgué que es-taba lo suficientemente cerca, y con bastantepeligro me balanceé hasta que pude ver el te-cho y 'parte del interior del camarote.

En aquel momento la goleta y su pequeñarémora se deslizaban ya velozmente por la mar,hasta el punto de que casi habíamos alcanzadola altura de la hoguera de los piratas. La goletahablaba, como dicen los marinos, y bien alto,además, cortando las olas con un rumor de es-puma; tan fuerte, que fue preciso que yo miraraa través de la portañuela para explicarme cómo

los guardianes no se habían alarmado. Pero unvistazo fue más que suficiente, aunque tampo-co, en mi peligroso equilibrio, hubiera podidodar más: Hands y su compinche estaban empe-ñados en una lucha a muerte, cuerpo contracuerpo, y cada uno de ellos aprisionaba con susmanos el cuello del otro.

Me dejé caer sobre el coraclo y a punto estuvede caer al mar. No había podido ver más que aaquellos dos furiosos contendientes con el ros-tro de ira, luchando bajo la lámpara humeante;y cerré mis ojos para que se acostumbrasen denuevo a la oscuridad.

La canción de los piratas había terminado, fi-nalmente, y toda aquella mermada pandilla,alrededor del fuego, entonaba ahora aquellaotra que tantas veces yo había oído:

«Quince hombres en el cofre del muerto,¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ; Y una botella de ron!El ron y Satanás se llevaron al resto.¡Ja! Ja! ¡Ja! ; Y una botella de ron!»

Cavilaba yo en qué atareados debían andar elron y Satanás en aquel momento en el camarotede la Hispaniola, cuando me sorprendió un re-pentino bandear del coraclo. También la goletaescoraba y viró rápidamente, cambiando derumbo. La velocidad aumentaba de una formainexplicable.

Abrí los ojos. Por todas partes a mi alrededorrompían olas muy bajas y como fosforescentes,que se abrían con un ruido seco y una crujienteespuma. La misma Hispaniola, cuya estela mearrastraba, parecía vacilar y vi su arboladurameciéndose sobre la oscuridad de la noche; mefijé mejor, comprobé que la goleta derivaba conrumbo sur.

Eché una mirada hacia atrás, y el corazónsaltó en mi pecho. Allí estaba el resplandor dela hoguera. La corriente nos había hecho virarcasi en ángulo recto, arrastrándonos, goleta ycoraclo, cada vez más rápidamente, con un rui-do más intenso, cortando aquella proa las olas

cada vez con un chasquido más fuerte, yhaciendo remolinos, a través del estrecho hastala mar abierta.

De improviso la goleta viró con violenciadesviándose quizá veinte grados y en ese mo-mento se escucharon gritos a bordo; oí ruidosde carreras hacia cubierta y adiviné que los dosborrachos habían sido interrumpidos en supelea y se habían dado cuenta de lo sucedido.

Me agazapé en el fondo del maltrecho coracloy encomendé devotamente mi alma a su Crea-dor. Estaba seguro de que, en cuanto navegá-semos más allá del canal, no tardaríamos enestrellar nos contra alguna de aquellas furiosasrompientes, lo que daría fin a todas mis des-venturas, y, aunque quizá hubiera podido acep-tar la muerte con cierta serenidad, no podíasino mirar con espanto aquel final que meaguardaba.

Supongo que permanecí horas y horas arro-jado sin cesar de aquí para allá por el oleaje,calado hasta los huesos y aguardando la muer-

te en cada zambullida. Poco a poco el cansanciome fue rindiendo; el entumecimiento y un pa-sajero sopor me invadieron, pese a mi certezade que iba a morir, y el sueño se apoderó de mí;así que, zarandeado por el mar en aquel cora-clo, me dormí y soñé con mi lejana patria y conla vieja «Almirante Benbow».

Capítulo 24La travesía en el coraclo

Ya era pleno día cuando desperté y me en-contré a la deriva en el extremo suroeste de laIsla del Tesoro. El sol estaba alto, aunque aúnse ocultaba tras la masa del Catalejo, que enaquella parte de la isla bajaba casi hasta el marcomo cortado a pico y dando lugar a un asom-broso acantilado.

El cabo de la Bolina y el monte Mesana for-maban como un recodo; desértico y sombrío elmonte; el cabo, cortado por acantilados de cua-renta o cincuenta pies de altura y flanqueado

por enormes peñascos caídos. Yo me encontra-ba a un cuarto de milla mar adentro y mi pri-mera idea fue ir a tierra y desembarcar. Pero notardé en abandonar este proyecto. Porque lasolas rompían con estruendo contra las rocasderrumbadas, levantando grandes penachos deespuma y agua, y en ese fragor incesante meveía a mí mismo, de aventurarme a desafiarlo,destrozado contra las rocas o agotando misfuerzas para escalar aquellos brutales peñascos.

Y no era eso todo, sino que vi agrupados enlas zonas más lisas de las rocas unos monstruosviscosos -como repugnantes babosas de increí-ble tamaño-, que en grupos de cuatro o cincodocenas aullaban espantosamente o se dejabancaer al mar con atronadoras zambullidas.

Después he sabido que se trataba de leonesmarinos, es decir, criaturas inofensivas. Pero suaspecto, unido a lo dramático de aquella costa yal ímpetu del oleaje, fue más que suficiente pa-ra borrar de mi cabeza toda idea de desembar-

car allí. Mejor morir de hambre en la mar, queafrontar tales peligros.

Pero, como mi confianza me decía, aún que-daban otras posibilidades de mejor suerte. Alnorte del cabo de la Bolina la costa seguía porun largo trecho en línea recta, y con la mareabaja dejaba al descubierto una ancha faja deamarillas arenas. Y aún más al norte, otro cabo -que las cartas señalaban como cabo Boscoso-avanzaba cubierto de altísimos y verdes pinosque llegaban hasta el borde del mar.

Recordé lo que me había indicado Silver acer-ca de la corriente que bordeaba la Isla del Teso-ro, en dirección norte, a lo largo de la costa oc-cidental. Y como comprobé, por mi posición,que me encontraba en aquellos momentos bajosu influencia, preferí dejar atrás el cabo de laBolina y guardar todas mis fuerzas para inten-tar desembarcar en el, al parecer, más propiciocabo Boscoso.

El mar estaba suavemente ondulado. El vien-to soplaba constantemente y sin violencia des-

de el sur; y como seguía la misma dirección quela corriente, las olas no llegaban a romper.

De no ser así yo me hubiera ido a pique; perotal como estaba la mar, mi coraclo navegabacon toda seguridad y velozmente, como si ca-balgase sobre las olas. Yo iba echado en el fon-do y no asomaba más que lo preciso para mirar.Veía grandes olas azules, que parecían venirsobre mí, pero el coraclo las remontaba elásti-camente y caía por el otro lado como un vuelode pájaro.

Comencé a tomar confianza, y hasta llegué asentarme para tratar de remar. Pero la másmínima alteración en el equilibrio de peso cau-saba graves perturbaciones en el rumbo delcoraclo. Y en uno de estos movimientos míos,insignificante, por otra parte, el bote perdió suestabilidad, se precipitó en la caída de una ola,y de forma tan brusca, que se hundió vertigino-samente contra el flanco de otra ola que seguíaa la anterior.

Quedé empapado y preso del miedo, perorápidamente aseguré mi anterior posición, y elcoraclo pareció estabilizarse y volvió a navegartranquilamente por entre aquellas grandes olas.No dudé que lo mejor era dejarlo navegar a sunatural; lo que, por desgracia, me alejaba detierra.

Tuve miedo, pero no por ello perdí la cabeza.Traté, primero, de achicar el agua que habíainundado el coraclo sirviéndome de mi som-brero; después, asomando con cuidado por laborda, empecé a estudiar las características delbote para deslizarse con tanta suavidad sobrelas olas.

Observé que cada ola, en lugar de ser esagran montaña tersa y pulida que se ve desdetierra o desde la cubierta de un navío, era mu-cho más parecida a una cordillera con sus picosy sus montes y valles. El coraclo, abandonado ala deriva, serpenteaba por entre las olas aco-modándose a las zonas más bajas y esquivandolas más abruptas y vacilantes cimas.

«Bien», me dije a mí mismo, «está claro quedebes continuar tumbado como estás; perotambién puedes aprovechar, cuando el boteesquive las olas y navegue entre dos, para darcon el remo una paletada y tratar de enderezarel rumbo hacia tierra». Y así lo hice. Continuétendido en la más incómoda postura, y decuando en cuando asomaba para dar un ligerogolpe de remo que pretendía guiar el coraclo.

Fue un trabajo penosísimo y lento, pero ob-servé que empezaba a ganar distancia, y cuan-do me acercaba al cabo Boscoso, aunque sabíaque no había forma de pasar cerca de él, habíaganado unos centenares de yardas hacia levan-te, y no estaba ya muy lejos. Podía ver las ver-des copas de los pinos meciéndose con la brisa,y eso me dio ánimos para tratar de alcanzar, ysabía que lo conseguiría, el siguiente promon-torio.

Me urgía, además, lograrlo, porque empezabaa sentir la falta de agua. El sol era abrasador yel resplandor de sus infinitos reflejos en las olas

me consumía hasta el punto que mis labios es-taban cubiertos por una costra de sal, mi cabezaardía de dolor y mi garganta era como unaquemadura. La visión de aquellos árboles tanpróximos aguzaba mi sed y sentí vértigo; perola corriente me arrastraba lejos del cabo y,cuando pasé a su altura, de nuevo no tuve antemí sino una vasta extensión de mar. Pero algoallí hizo cambiar por completo el curso de mispensamientos.

Frente a mí, a menos de media milla, estaba laHispaniola, navegando con las velas desplega-das. Inmediatamente pensé que iba a caer enmanos de aquellos piratas, pero me sentía tandesfalleci do, sobre todo por la falta de agua,que ya no sabía si aquello debía alegrarme o no;tampoco pensé más en ello, porque la sorpresase apoderó hasta tal punto de mí, que no pudehacer más que mirar y maravillarme.

La Hispaniola navegaba con la vela mayor ydos foques al viento, y la bella lona blanca res-plandecía al sol como la nieve o la plata. Cuan-

do apareció ante mis ojos, todas sus velas ibantensas por el viento y llevaba rumbo noreste;me figuré que los que habían quedado a bordose proponían dar la vuelta a la isla para regre-sar al fondeadero. Pero después empezó a virarmás y más hacia el oeste, y no dudé que mehabían descubierto y se proponían abordarme.Y de pronto se detuvo en el ojo del viento', contodas sus velas estremeciéndose.

«;Inútiles!», me dije; «deben estar borrachoscomo cubas». Y me imaginé con qué severidadles hubiera reprendido el capitán Smollett.

La goleta empezó a virar, volvió a cobrarviento y siguió navegando; durante un minutocortó las aguas con velocidad, pero despuésvolvió a quedarse inmóvil, otra vez en el ojo delviento. Una y otra vez sucedió lo mismo. Haciacualquier lado, norte o sur, este y oeste, la His-paniola repitió sus inexplicables bandazos y acada escapada volvía a quedar con el velamendistendido. Pensé que el barco navegaba singobierno. Pero ¿dónde estaban entonces los dos

marineros? Estarían borrachos o habrían deser-tado. Y planeé subir a bordo y hacerme con eltimón con el fin de entregársela al capitán.

La corriente empujaba ahora la goleta y el co-raclo hacia el sur velozmente. La Hispaniolanavegaba de manera tan vacilante y tan irregu-lar, y en cada detención permanecía tantotiempo inmóvil, que pensé que, si me decidía aremar, podía ganar ventajosamente la distanciaque nos separaba e incluso alcanzarla. El pro-yecto tenía un sabor peligroso que me seducía,y sobre todo pensar en el tanque de agua abordo, junto a la escala de proa, duplicaba mirenacido valor.

Me senté al remo, y en ese instante una olame cubrió. Pero me mantuve firme y empecé aremar con todas mis fuerzas y con precaución,tratando de abordar la Hispanióla. Embarqué ungolpe de mar tan violento, que hube de parar yachicar el bote. Pero mi corazón revoloteaba enmi pecho como un pájaro. Poco a poco fuiguiando el coraclo entre las olas y ya no tuve

más contratiempos que algún golpe de aguapor la proa y los naturales remojones. Ibaaproximándome rápidamente a la goleta; yapercibía el brillo del latón de su rueda detimón, que giraba loca, pero no veía ni un almasobre cubierta. Era extraño, pero supuse que lahabían abandonado. O que los marineros deb-ían estar borrachos en el camarote, y en esecaso quizá lograra reducirlos y gobernar el bar-co a mi antojo.

Durante un rato la goleta permaneció deteni-da, lo que no era ventajoso para mí. Aproabahacia el sur, pero daba constantes bandazos y,cada vez que cambiaba de rumbo, las velascobraban viento y la fijaban en una nueva de-rrota. He dicho que esto era lo menos ventajosopara mí, porque, si bien parecía inmóvil, veíalas velas que restallaban como cañones y losmotones rodaban por cubierta, y la goleta segu-ía alejándose de mí tanto por la fuerza de lacorriente como por el viento que la impulsaba.

Pero por fin se presentó mi oportunidad. Labrisa amainó durante unos segundos, y sóloimpulsada por la corriente la Hispaniola empezóa virar lentamente sobre sí misma y acabó porpresentarme la popa con la portañuela del ca-marote todavía abierta de par en par y lalámpara que aún iluminaba desde la mesa,aunque ya era pleno día. La vela mayor pendíacomo una bandera. La goleta no tenía otro im-pulso queda corriente.

Aunque en los últimos momentos yo habíaperdido terreno, comencé denodadamente aremar tratando de alcanzarla.

No distaba ya más de cien yardas cuando elviento volvió de improviso. Soplaba de babor ylas velas lo recogieron hinchándose y la goletaempezó a navegar de nuevo ciñendo y cortan-do las olas como una golondrina.

Mi primer impulso fue de desesperación, pe-ro inmediatamente sentí un profundo gozo. Lagoleta viró y avanzó de costado hacia mí, cu-briendo velozmente la distancia que nos sepa-

raba. Yo contemplaba fascinado la blancura delagua cortada por su roda, y me pareció inmen-sa desde mi pequeño coraclo.

En ese instante me di cuenta del peligro. Notuve tiempo de pensar; apenas pude saltar, yasí salvarme. Porque justamente, cuando mehallaba en la cresta de una ola, me abordó lagoleta que avanzaba escorada y como el viento.Vi pasar su bauprés sobre mi cabeza. Salté delcoraclo y vi a éste hundirse en las aguas. Meagarré al botalón del foque y afirmé un pie en-tre el estay y la braza. En ese instante, mientrastrataba con todas mis fuerzas de asegurarme,un golpe sordo me advirtió que la goleta aca-baba de abordar, destrozándolo, al coraclo, yque por lo tanto yo ya no tenía otra salvaciónque la propia Hispaniola.

Capítulo 25Cómo arrié la bandera negra

Apenas había conseguido encaramarme sobreel bauprés, cuando el petifoque dio una sacu-dida y se tensó con el viento, batiendo con unviolento sonido. La goleta se estremeció hastala quilla con aquel tremendo impulso, pero uninstante después, aunque las otras velas aúnrecogían viento, dio otra sacudida, como unaletazo, y quedó de nuevo caído.

Casi a punto estuve de caer a la mar; así queme apresuré a gatear por el bauprés hasta darde cabeza en la cubierta.

Vine a caer a sotavento del alcázar, y la velamayor, que continuaba tensa por el viento, sir-vió para ocultarme. No descubrí a los piratas.En la tablazón, que nadie había baldeado desdeel motín, podían contarse las huellas de muchospies; y una botella, vacía y rota por su cuello,rodaba de un lado a otro por cubierta como unacosa viva entre los imbornales.

De repente la Hispaniola orzó y los foquesrestallaron; el timón dio un giro y toda la goletase inclinó con una violentísima sacudida. La

botavara cobró hacia la otra borda, chirriandosu escota en los motones, y toda la banda debarlovento quedó ante mi vista. Allí estaban losdos piratas: el del gorro rojo, caído de espaldas,tieso, con los brazos abiertos en cruz y mos-trando sus dientes por la boca entreabierta.Israel Hands estaba sentado y caído contra laamurada, con su barbilla hundida en el pecho,las manos abiertas apoyadas en la cubierta y elrostro, pese a su piel curtida, tan blanco comola cera de una vela.

Durante cierto tiempo, el barco continuó surumbo a grandes bandazos como un caballoresabiado, a toda vela y sintiéndose crujir suarboladura. Su proa cortaba las aguas embrave-cidas, y las olas rompían y caían como lluvia deespuma sobre cubierta; cuánto más violentosresultaban estos bandazos en aquel hermosobarco, que en mi pequeño y rudimentario cora-clo que ya estaba en el fondo del mar.

A cada bandazo de la goleta el pirata del go-rro rojo resbalaba hacia un lado u otro, pero a

pesar de tan tremendo zarandeo -lo que pro-ducía una macabra impresión- no se modifica-ba su aspecto ni aquella siniestra mueca que lehacía enseñar los dientes. También Hands acada oscilación parecía hundirse más y más ensí mismo, escurriéndose sobre cubierta; sucuerpo empezó a inclinarse hacia popa y pron-to lo único visible de su rostro fue una oreja y elrizo medio pelado de una patilla.

En torno a ellos observé grandes manchas os-curas en la tablazón, y vi que era sangre, lo queme hizo pensar que ambos habían muerto unoa manos de otro en el extravío de la borrachera.

Estaba yo mirándolos y pensando en todasestas cosas, cuando, en un momento en que elbarco se mantenía bastante quieto, Israel Handsse volvió un poco hacia un lado, con un quejidosordo, y se movió lentamente volviendo a colo-carse en su anterior postura. El quejido, propiode un terrible dolor o una mortal debilidad, ymás que otra cosa aquel gesto de abatimientocon su cabeza hundida en el pecho casi me

ablandaron el corazón. Pero me bastó recordarla conversación que había escuchado desde labarrica de manzanas para que toda piedad des-apareciera de mí.

Fui a popa hasta acercarme a él, que estabajunto al palo mayor.

-He subido a bordo, señor Hands -dije iróni-camente. Entonces él volvió sus ojos hacia mícasi sin fuerzas; estaba tan desfallecido comopara mostrar sorpresa y sólo pudo articular unapalabra:

-Brandy.Pensé que estaba muriéndose, y pasando bajo

la botavara, que de nuevo barría la cubierta,bajé a los camarotes de popa.

Ante mis ojos se ofreció el mayor de los de-sastres. Todos los armarios y cajones habíansido forzados, supongo que en busca del mapa.El piso estaba enfangado, porque seguramenteaquellos malvados se habían revolcado allí ensus borracheras y deliberaciones tras regresarde la marisma cercana a nuestro fortín. Los

mamparos, que recordaba pintados de blancocon cenefas doradas, estaban ahora manchadoscon señales de manos. Docenas de botellas vac-ías chocaban unas contra otras por todos losrincones del camarote. Uno de los libros demedicina del doctor estaba abierto sobre la me-sa y la mitad de sus páginas habían sido arran-cadas, imagino que para encender sus pipas. Yen medio de aquella visión, una lámpara, to-davía encendida, iluminaba con una luz humo-sa, débil y sombría.

Fui a la bodega: los barriles de vino habíandesaparecido y un sorprendente número debotellas había sido ya consumido y luego arro-jado fuera.

No cabía duda de que desde que el motíncomenzara ni uno solo de aquellos piratas hab-ía estado sobrio ni por un instante. Buscandopor aquel desorden encontré una botella en laque aún quedaba un poco de brandy paraHands; y también descubrí galleta, frutas enconserva, un gran racimo de pasas y un trozo

de queso, lo que aproveché. Volví a cubierta,puse mis provisiones detrás del timón y, evi-tando las posibles miradas del contramaestre,me dirigí hacia el tanque de agua y bebí unlargo y maravilloso trago. Después me acerquéa Hands y le di el brandy.

Se bebió más de medio cuartillo antes de qui-tarle la botella de los labios.

-¡Ay! -exclamó-, ¡qué demonios! ¡Lo necesita-ba!

Yo estaba en mi rincón y empecé a comer.-¿Se encuentra muy mal? -le pregunté. Dio un

gruñido o, para decirlo mejor, aulló.-Si aquel medicucho estuviera a bordo -dijo-,

me pondría en pie de dos pases, pero no tengosuerte, ya ves, y eso es lo peor que me sucede.En cuanto a ese espantapájaros -añadió seña-lando al del gorro rojo-, está muerto y bienmuerto. No era un marinero, ni siquiera unhombre. Y ahora dime, ¿de dónde sales tú? -Bien -dije-, estoy a bordo para tomar posesiónde este barco, señor Hands; y tendrá la amabi-

lidad de considerarme su capitán hasta nuevasórdenes.

Me miró perplejo, pero no dijo nada. El colorempezaba a volver a sus mejillas, aunque con-tinuaba bastante pálido y a cada bandazo de lagoleta seguía escurriéndose por la cubierta.

-Y a propósito -continué-, no puedo aceptaresa bandera, señor Hands; así que con su per-miso la voy a arriar. Mejor no ondear ningunaque ver izada ésa.

Y sorteando de nuevo la botavara, fui hastadonde estaba amarrada la driza y arrié aquellamaldita bandera negra y la arrojé a las aguas.

-¡Dios salve al Rey! -grité, haciendo un alardecon mi sombrero-. ¡Este es el final del capitánSilver!

El me miraba ya con aire de astucia, aunqueseguía sin variar su postura.

-Calculo -dijo finalmente-, calculo yo, capitánHawkins, que bien le gustaría ahora poder to-car puerto. Podríamos charlar de ello.

-Sí -dije-, con todo mi corazón, señor Hands.Diga qué se le pasa por la cabeza -y continuécomiendo con un excelente apetito.

-Ese tipejo -empezó, señalando, temblorosopor la debilidad, el cadáver-... O'Brien se lla-maba... un apestoso irlandés. Bien, ese hombrey yo largamos velas para volver al fondeadero.El está ya muerto y más tieso que un pantoque,y no sé quién va a poder gobernar este barco. Siyo no le digo lo que tiene usted que hacer, us-ted w es hembre que sepa de esto, por lo que amí se me alcanza. Así que podemos hacer untrato: usted me da de comer y de beber y algúntrapo para vendarme la herida, y yo le dirécómo debe gobernar el barco. Así cuadran lascuentas, y cada cual toma lo suyo.

-Voy a decirle una cosa -le contesté-: No voy aregresar al fondeadero del capitán Kidd. Miidea es llevar la goleta a la Cala del Norte yvararla allí tranquilamente.

-Así tendrá que ser -exclamó-. No soy ningúnestúpido marino de agua dulce, después de

todo. Tengo ojos en la cara, ¿no? He jugado yperdido, yes usted quien ahora manda. ¿A laCala del Norte? ¡No me da donde elegir! Peroestoy dispuesto a ayudarlo, aunque me con-duzca al Muelle de las Ejecuciones, ¡rayos!, asílo haré.

No me pareció que sus palabras careciesen decierto buen sentido. Y cerré aquel trato. En tresminutos la Hispaniola ya navegaba apacible-mente con buen viento a lo largo de la costa dela Isla del Tesoro, y esperábamos doblar el caboseptentrional antes del mediodía y alcanzar laCala del Norte antes de la pleamar, porque éseera el momento en que podríamos embarran-carla sin que sufriera daños, y desde allí, con elreflujo, desembarcar.

Fijé con un cabo la rueda del timón y bajé abuscar mi cofre, del que saqué un pañuelo deseda de mi madre, de gran suavidad. Ayudé aHands a vendarse la cuchillada, pues aún san-graba, en el muslo, y tras haber comido un pocoy con otro par de tragos de brandy, noté que

empezaba a revivir, y hasta enderezó su postu-ra y hablaba con más vigor. Era ya otro hom-bre.

La brisa nos impulsaba favoreciendo nuestrosdeseos. La goleta cortaba el mar navegandoligera como un pájaro; la costa de la isla pasabarápidamente ante nosotros y el paisaje cambia-ba a cada minuto. Pronto dejamos de ver lastierras altas y empezamos a navegar a la alturade un territorio bajo y arenoso poblado de pi-nos enanos; y pronto también aquel paisajequedó atrás, hasta que doblamos el promonto-rio de la colina rocosa con que la isla terminapor el norte.

Yo me sentía eufórico con mi flamante mandoy fascinado por la belleza de la luz del sol y losvariados matices, y la conciencia, que antes mehabía amonestado por esta aventura, callabaahora ante la gran victoria que había represen-tado. Creo que mi alegría hubiera sido comple-ta de no tener presentes los ojos del contrama-estre, que me seguían donde me encontrase y

con la extraña sonrisa que no se borraba dé sucara. Era una sonrisa en la que se mezclabandolor y desfallecimiento -parecía la macilentasonrisa de un anciano-, pero con un tintesombrío de felonía, y ese rictus seguía todosmis movimientos, espiándome, aguardando.

Capítulo 26Israel Hands

El viento, sirviendo a nuestros deseos, cambióal oeste. Podíamos navegar con más facilidaddesde el extremo noreste de la isla hasta la en-trada de la Cala del Norte. Pero como no habíaforma de poder anclar, y yo no me atrevía avarar la goleta hasta que la marea estuvieraalta, durante largo tiempo no tuvimos nada quehacer a bordo. El contramaestre me indicócómo fachear el barco; y, tras muchos intentos,al fin logré hacerlo y los dos nos sentamos si-lenciosos a comer.

-Capitán -me dijo, con aquella misma inquie-tante sonrisa-, ¿qué hacemos con mi viejo ca-marada O'Brien? ¿Por qué no lo coge usted y loarroja al agua? Yo no soy particularmente me-lindroso, sí me duele haberlo liquidado, perono considero que esté bien ahí en cubierta... Feoornamento, ¿no cree usted?

-Ni tengo fuerzas yo solo ni me apetece la ta-rea -le contesté-. Por mí, ahí se queda.

-Este es un barco sin suerte, Jim -siguió,haciéndome un guiño de complicidad-. Un pu-ñado de hombres ha caído ya en esta Hispaniola,pobres marineros que se ha tragado el otromundo desde que embarcamos en Bristol. No,nunca he visto un barco con peor suerte. Mira aeste O'Brien... y ahora está muerto, ¿no es ver-dad? Pues bien, yo no soy hombre de letras y túeres un mozo que sabe leer y entiende esas co-sas de la pluma; y para decirlo sin rodeos, ¿túcrees que, cuando uno se muere, lo hace parasiempre o que vuelve otra vez?

-Se puede matar el cuerpo, señor Hands, perono el espíritu; ya debía saberlo -repliqué-. O'-Brien está en el otro mundo, y hasta puede quenos esté mirando.

-¡Oh! -exclamó-. Pues es de lamentar, porqueasí es como si matar a uno no fuera más quematar el tiempo. De todos modos, los espíritusno cuentan mucho, por lo que yo sé. No measusta te ner que vérmelas con ellos, Jim. Yahora que estamos hablando con confianza, teagradecería mucho que bajases al camarote yme trajeras un... bueno, un... ¡cómo crujen miscuadernas!, no doy con el nombre; bien, tútraeme una botella de vino, Jim, porque estebrandy es demasiado fuerte para mi cabeza.

Todo aquello no me parecía natural, y desdeluego que prefiriese el vino al aguardiente nopodía yo creerlo. Aquello no era más que unpretexto. Quería alejarme de la cubierta, de esono había duda, pero ignoraba con qué propósi-to. Su mirada esquivaba la mía; sus ojos mira-ban de soslayo y hacia todas partes, lo mismo

hacia los cielos que, furtivamente, hacia elcadáver de O'Brien. Seguía sonriendo sin cesary se relamía tan gustosamente, que hasta unniño hubiera podido percatarse de que maqui-naba alguna artimaña. Pero yo conocía mi te-rreno, y con alguien en el fondo tan torpe nome resultaba difícil ocultar mis sospechas; y ledije sin vacilar:

-¿Vino? Estupendo. ¿Lo quieres blanco o tin-to?

-Calculo que viene a ser la misma cosa paramí, compañero -replicó-; con tal que sea fuertey abundante, ¿qué importa lo demás?

-De acuerdo -le contesté-. Voy a traerte Opor-to, amigo Hands. Pero me va a costar trabajodar con la botella.

Y diciendo esto me alejé hacia la escala delcamarote, haciendo el mayor ruido posible; yentonces me quité los zapatos, di vuelta por elpasillo, subí por la escala del castillo de proa yasomé la cabeza a ras de la cubierta. Yo sabíaque él no podía ni imaginarse que yo aparecie-

ra allí, pero de todas formas fui lo más cautelo-so posible; y en verdad que mis sospechas que-daron confirmadas.

Hands abandonó su postración, incorporán-dose dificultosamente; y a pesar de notarse quela pierna le producía un dolor intenso -pues leoí quejarse-, cruzó sin embargo la cubiertarápidamente hasta la banda de babor y de unrollo de maroma sacó un largo cuchillo, oquizás fuera corto, pero estaba hasta la empu-ñadura tinto en sangre. Lo examinó por unosinstantes acercándoselo a los ojos, probó el filoy la punta en la palma de su mano, y despuéslo escondió apresuradamente en el bolsillo in-terior de su casaca. Y volvió a arrastrarse hastael lugar que antes ocupaba apoyado en la amu-rada.

Yo no precisé saber más. Israel podía mover-se, estaba armado, y, si tenía las lógicas inten-ciones de deshacerse de mí, sin duda quefácilmente yo me convertiría en su víctima.Cómo pensara arreglárselas después, atrave-

sando la isla a rastras desde la Cala del Nortehasta la ciénaga donde estaban sus compañe-ros, o confiando en que éstos acudirían en suayuda, no lo podía imaginar.

Pero a pesar de todo tenía la seguridad deque al menos en. una cosa podía fiarme de él,puesto que nuestros intereses coincidían, y eraen poner a salvo la golera. Ambos queríamosembarrancarla con el menor daño posible en unlugar seguro, con el fin de que en su momentopudiera ser puesta a flote de nuevo sin dema-siado trabajo; y hasta tanto consiguiéramosvararla, mi vida, así lo creía, estaría segura.

Al mismo tiempo que meditaba en todas es-tas cosas, me deslicé de nuevo hasta el camaro-te, me calcé mis zapatos y cogí la primera bote-lla de vino que encontré a mano; aparecí conella en cubierta.

Hands seguía tumbado como un guiñapodonde lo había dejado, y tenía los ojos casi ce-rrados como si estuviera tan débil que no pu-diera resistirla luz del sol. En cuanto me vio,

alzó su mirada, tomó la botella, rompió el cue-llo con la maestría del que está habituado ahacerlo, y dio un largo trago que solemnizó conun brindis.

-¡Suerte!Después se quedó un rato tranquilo, y luego,

sacando un pedazo de tabaco, me pidió que lecortase un trozo.

-Córtame un cacho -me dijo-, porque no ten-go navaja ni fuerzas. Ojalá las tuviera. ¡Ay, Jim,Jim, creo que he perdido mis estays! Córtameun cacho, porque me temo que no vas a cor-tarme muchos más, muchacho; voy a hacer miúltimo viaje y no hay que engañarse.

-Bien -le dije-, te cortaré el tabaco; pero, si yoestuviera en tu lugar y me creyera tan conde-nado, me pondría a rezar como un buen cris-tiano.

-¿Por qué? -me contestó-. Dime por qué.-¿Por qué? -exclamé-. Hace poco me hablabas

de los muertos. Tú has traicionado, has vividoen pecado y has vertido sangre; a tus pies hay

ahora mismo un hombre a quien has asesinado.¡Y me preguntas por qué! ¡Por Dios, Hands, ésees el porqué!

Le dije esto bastante enfurecido, pensandoademás en el cuchillo que llevaba oculto en subolsillo y que destinaba, y de sus malos pensa-mientos no tenía yo dudas, a terminar conmigo.El, por su parte, bebió un largo trago de vino yme dijo con extraña e inesperada solemnidad:

-Treinta años llevo navegando los mares. Y hevisto de todo, bueno y malo, he sufrido los peo-res temporales y sé lo que es acabarse las provi-siones y tener que defenderse a cuchillo, y todolo que haya que ver. Pero te voy a decir algo: nohe visto nunca nada bueno que venga de lo quellamáis virtud. Hay que pegar el primero; losmuertos no muerden. Esa es mi opinión, amén.Y ahora escucha esto -añadió, cambiando brus-camente su tono-: ya está bien de niñerías. Lamarea está subiendo y podemos pasar. Obede-ce mis órdenes, capitán Hawkins, y embarran-quemos el barco y acabemos de una vez.

Sólo teníamos que salvar unas dos millas, pe-ro la navegación era difícil: la entrada a la Caladel Norte era angosta y de poco calado, yademás formaba un recodo, de manera que lagoleta debía ser gobernada con mucha habili-dad para conseguir que llegara a su destino. Yoera un buen subalterno, que cumplía con efica-cia las órdenes, y estoy seguro de que Handsera un magnífico piloto; así que fuimos sorte-ando los bancos sin el menor problema y contal precisión, que contemplar la maniobrahubiera procurado un inmenso placer.

En cuanto atravesamos los dos pequeños ca-bos que cerraban la entrada, nos encontramosen el centro de una bahía. Las costas de la Caladel Norte estaban cubiertas por bosques tanespesos como los que yo había visto en el otrofondeadero; pero éste era más estrecho, conforma alargada, que le daba el aspecto de unestuario. Frente a nosotros, en el extremo sur,vimos los restos de un buque hundido, queestaba en su última fase de ruina. Debía haber

sido un navío de tres palos, pero llevaba segu-ramente tantos años expuesto a la injuria deltiempo, que por todas partes estaba cubiertocomo por inmensas telarañas de algas, que, albajar la marea, surgían en sus mástiles chorre-ando agua. Sobre la cubierta ahora visible hab-ían arraigado los mismos matorrales que en lacosta veíamos cubiertos de flores. Era un es-pectáculo triste, pero nos aseguraba que aquelfondeadero era un buen abrigo.

-Ahora -dijo Hands-, ten cuidado; hay un tro-zo de playa que es perfecto para varar el barco.Arena fina, seguro que nunca hace viento y estárodeado de árboles, y mira las flores que crecencomo en un jardín sobre ese viejo barco.

-Cuando embarranquemos -pregunté-, ¿cómopodremos volver a sacarlo a flote?

-Ah -replicó-, tú tomas una maroma y la lle-vas a tierra, cuando la marea ya esté baja; lafijas en uno de aquellos grandes pinos; la traesa bordo y le das otra vuelta en el cabestrante, yya no hay más que esperar la pleamar, y sale a

flote el solo como la cosa más natural. Y ahora,muchacho, pon atención. Estamos ya sobre elsitio justo y el barco navega demasiado rápido.¡Un poco a estribor! ¡Ahí! ¡Sostén firme! ¡A es-tribor! ... ¡Ahora un poco a babor! ¡Sostén firme!

Seguía dando órdenes que yo obedecía inme-diatamente. De pronto, gritó:

-¡Ahora, muchacho... orza!Yo fijé el timón, y la Hispaniola viró rápida-

mente y avanzó de proa hacia la costa baja yfrondosa.

La excitación por toda la maniobra me impi-dió, desde luego, estar pendiente del contrama-estre como con anterioridad. Y hasta en aquelmomento la seguía yo con tan vivo interés, es-perando el instante en que el barco embarran-case, que me olvidé del peligro que me amena-zaba y sólo tenía ojos para mirar por la bordacómo la proa cortaba las olas. Y allí hubieraperecido sin siquiera luchar por mi vida, si nohubiera sido porque un presentimiento me so-brecogió y me hizo volver la cabeza. Quizá fue

un ruido, o que vi la sombra de Hands con elrabillo del ojo; acaso un instinto como el de losgatos; pero el caso es que, cuando miré haciaatrás, allí estaba Hands ya casi sobre mí con elcuchillo en su mano derecha.

Recuerdo que los dos gritamos cuando nues-tros ojos se encontraron; pero, si el mío fue ungrito de terror, el suyo era una especie de bufi-do salvaje, como el de un toro al embestir. Saltósobre mí al mismo tiempo que daba aquel fu-rioso alarido, y yo salté como pude hacia elcastillo de proa. Al precipitarme para esquivarsu golpe, solté el timón, y la rueda empezó agirar violentamente a sotavento; creo que esofue lo que me salvó la vida, porque, al girar, dioa Hands en el pecho con tal violencia, quequedó parado en seco.

Antes de que él se recobrara, ya me habíapuesto a salvo, escapando de aquel rincóndonde podría acorralarme; ahora tenía toda lacubierta libre para esquivar sus ataques. Meprotegí tras el palo mayor y saqué mi pistola; él

venía directamente hacia mí blandiendo el cu-chillo. Apunté con serenidad y apreté el gatillo.Pero no se produjo el disparo; el agua del marhabía inutilizado mi arma. Me maldije a mímismo por ese descuido. ¿Cómo no se me habíaocurrido cebar de nuevo la pistola y comprobarsu carga? En aquellas circunstancias yo no eramás que una oveja esperando a su carnicero.

Aunque Hands estaba herido, era increíble laagilidad con que se movía, y parecía un demo-nio con el pelo aceitoso cayéndole sobre su ros-tro y las mejillas encendidas por la agitación opor la furia. Yo no tenía tiempo de probar laotra pistola, ni demasiada confianza en que noestuviera inservible. Una cosa era clara para mí:si continuaba retrocediendo, no tardaría enacorralarme contra la proa, como antes habíaestado apunto de conseguirlo en popa. Y si lo-graba cercarme, lo único que yo podía esperarde este lado de la eternidad eran nueve o diezpulgadas de acero ensangrentado dentro de micuerpo. Me escondí tras el palo mayor, que era

de un respetable grosor, y esperé con todos misnervios en tensión.

Cuando vio que yo me defendía con aquellaespecie de juego del esquinazo, se detuvo; ydurante unos momentos intentó alcanzarmecon rápidos golpes de su cuchillo, a los que yorespondía esquivando a un lado y otro delmástil. Era un juego que a menudo había yopracticado en mi tierra, entre los peñascos delCerro Negro; pero nunca pensé que tendría queutilizarlo de aquel modo. De otras formas nohice quizá otra cosa que seguirlo imaginandoque tenía que vérmelas con un marino viejo yademás herido en una pierna. Eso pareció acre-centar mi valor, hasta el punto que inclusoaventuré pronósticos sobre el desenlace; pero,si empezaba a considerar la posibilidad de pro-longarlo mucho tiempo, no alcanzaba ningunaesperanza sobre su resultado.

Y así estaban las cosas, cuando de repente laHispaniola embarrancó, escoró con violencia yquedó varada en el arenal con una inclinación

de cuarenta y cinco grados a babor; penetró unpoco de agua por los imbornales, que hizo pe-queños charcos entre la cubierta y la amurada.

Hands y yo fuimos derribados al mismotiempo y rodamos casi juntos hasta la banda; elcadáver del pirata del gorro rojo, que aún con-servaba los brazos en cruz, rodó, rígido, junto anosotros. Yo di con la cabeza contra un pie deltimonel, y sentí el golpe resonar en mi boca.Pese a ello, me levanté inmediatamente, antesque Hands, al que le había caído encima elcadáver. La inclinación del barco no era apropósito para poder correr en cubierta; erapreciso que yo buscara un medio de escapar, ylo antes posible, porque mi enemigo estaba apunto de lanzarme el cuchillo. Rápido como elpensamiento, salté a un obenque de mesana,trepé por él todo lo rápido que mis manos mepermitían y no respiré hasta verme sentado enla cruceta.

Mi ligereza me salvó; el cuchillo se clavó amenos de medio pie por debajo de mí, cuando

empecé a trepar a toda velocidad. Vi a IsraelHands con gesto de perplejidad, su rostro le-vantado, mirándome con la boca abierta.

Aproveché aquel instante de sosiego para ce-bar de nuevo mis pistolas, y, cuando ya tuveuna dispuesta, preparé la otra conve-nientemente.

Hands se quedó desconcertado e indeciso; sedaba cuanta de que con aquellos dados no ga-naría nunca; y después de visibles vacilaciones,trató de encaramarse por el cabo, con el cuchi-llo entre sus dientes. Pero trepar no era empre-sa fácil para él; mucho tiempo gastó en ello ycuántos ayes, con aquella pierna colgandoherida. Ya tenía yo mis dos pistolas preparadascuando aún no había él trepado ni una terceraparte del obenque. Entonces, mirándolo, y conuna pistola en cada mano le grité:

-¡Un palmo más, señor Hands, y le salto lossesos! Los muertos no muerden, ¿no es eso loque dijo? -añadí, riendo entre dientes. Se detu-vo. Vi, por su gesto, que trataba de pensar, lo

que para él era empresa harto lenta y dificulto-sa, y yo, crecido por mi superioridad en aquelmomento, solté una carcajada. El tragó salivavarias veces, y trató de hablar, aunque sin per-der aquella expresión de perplejidad. Para po-der hacerlo se quitó el cuchillo de su boca, perono hizo ningún otro movimiento.

Jim -me dijo-, calculo que los dos estamos enun mal paso, y que no tenemos otra salida quefirmar un pacto. Si no hubiera sido por el ban-dazo, te habría atrapado; pero ya te dije queeste barco trae mala suerte, sí, señor; y creo quetendré que rendirme, aunque sea duro, ya loves, para un buen marinero, siendo tú un gru-mete, Jim.

Saboreaba yo estas palabras, tan sonriente yufano como un gallo en su corral, cuando deimproviso vi a Hands que echó la mano atráspor encima del hombro. Algo silbó en el airecomo una flecha; sentí un golpe y después unagudo dolor, y quedé clavado por mi hombrocontra el mástil. Ni lo pensé; el dolor era muy

fuerte y no menos mi sorpresa; nunca he sabidosi quise disparar o no, pero apreté los dos gati-llos. Ambas pistolas cayeron de mis manos, yjunto a ellas, con un grito ahogado, el timonelIsrael Hands se soltó del obenque y cayó decabeza al mar.

Capítulo 27¡Doblones!

Como el barco estaba tan escorado, los másti-les sobresalían sobre las aguas, y a la altura queyo estaba, en la cruceta, veía bajo mis pies lasuperficie de la bahía. Hands, que no habíaalcanzado esa altura, cayó cerca del casco, casijunto a la borda. Vi su cuerpo emerger entreremolinos de espuma sanguinolenta y volver ahundirse para siempre. Cuando la mar estuvoen calma, pude verlo hecho un ovillo en el fon-do de limpia y luminosa arena, en la sombraque proyectaba el casco de la goleta. A veces el

temblor de una ola provocaba la ilusión de unmovimiento, como si intentara levantarse. Peroestaba bien muerto, con dos disparos y,además, ahogado, y ya no era más que comidapara los peces, como yo lo hubiera sido.

Empecé a sentirme mareado, desfallecido ysobrecogido por el miedo. Noté cómo la sangrecaliente me corría por la espalda y el pecho. Elcuchillo que me sujetaba por el hombro almástil era como un hierro al rojo; sin embargono me pesaba tanto ese dolor, que me creía ca-paz de soportar sin una queja, como el terror acaer desde la cruceta en aquellas aguas serenasy verdosas junto al cuerpo del timonel.

Me agarré con todas mis fuerzas a la cruceta,hasta que me dolieron las uñas, y cerré los ojospara no ver aquella escena. Poco a poco fui re-cobrando el valor, el pulso volvió a latir con unritmo más tranquilo y comencé a sentirme due-ño de mí mismo.

Mi primer pensamiento fue el de arrancarmeel cuchillo; pero estaba clavado con tanta fuer-

za, y los nervios me fallaron, que tuve que de-sistir con un violento escalofrío. Y como siem-pre sucede con las cosas más insignificantes,fue ese tiritón el que resolvió mi problema.Porque el cuchillo, que había estado a punto deherirme en algún lado más grave o mortal, loúnico que atravesaba era la parte superior delhombro, casi solamente la piel, y aquel escalofr-ío terminó por desgarrarla. La sangre manócopiosamente, pero me sentía libre y podía mo-verme y sólo mi casaca y mi camisa me unían alpalo, lo que no tardé en resolver dando un fuer-te tirón.

Sin perder tiempo me deslicé por el obenquede babor hasta cubierta; ni por todo el oro delmundo lo hubiera hecho por el de estribor, quecaía a plomo sobre las aguas donde reposabaIsrael Hands.

Bajé al camarote y curé mi herida como pude.El dolor era muy intenso y sangraba abundan-temente, pero no era profunda y no la juzguégrave, ni tampoco me impedía demasiado mo-

ver el brazo. Después inspeccioné el barco, y,pues ahora estaba bajo mi mando, decidí des-embarazarme de su último pasajero, el cadáverde O'Brien.

Yacía arrojado como un fardo contra la amu-rada, una especie de desfondado espantapája-ros de rostro como la cera. Estaba en una postu-ra que facilitaba mis intenciones; y como yaempezaba a estar habituado a estas macabrasexperiencias, mi antiguo temor ante los muer-tos había casi desaparecido. Lo agarré por lacintura, como un saco de salvado, y de un buenempujón lo arrojé por la borda. Se hundió conun ruidoso chapuzón, su gorro rojo quedó flo-tando en las aguas, y, cuando me dejó la espu-ma producida por su caía, lo vi tendido junto aIsrael, moviéndose ambos con la ondulacióndel mar. O'Brien, aunque joven, era bastantecalvo, y allí se destacaba su cráneo mondo apo-yado en las rodillas de su asesino, y sobre losdos cuerpos, los peces que empezaban a con-gregarse.

Ahora estaba yo solo en la goleta. La mareaempezaba a cambiar. El sol llegó a su ocaso yya las sombras de los pinos se alargaban através del fondeadero y pintaban sobre la cu-bierta grandes manchas de luz y sombra vaci-lantes. La brisa del atardecer se levantaba, yaún protegido por la colina de los dos picos,que se levantaba hacia el este, el aparejo empe-zaba a vibrar con un sordo silbido y las velas aagitarse de un lado para otro.

Entonces caí en la cuenta de que existía peli-gro para el barco. Pude arriar los foques concierta facilidad, y los abandoné caídos en cu-bierta; pero la vela mayor era una tarea muchomás difícil. Cuando la goleta escoró al emba-rrancar, la botavara había caído del mismo la-do, saliendo sobre la borda, y las jimelgas asícomo parte de la lona cayeron al mar. Penséque aquello aumentaba el peligro, pero en miturbación no veía forma de solucionar el pro-blema. Determiné cortar la driza, y así lo hicecon mi navaja. El pico de la cangreja quebró de

inmediato y una gran panza de lona distendidaflotó sobre el mar. Eso fue todo lo que pudehacer, porque no conseguí mover la cargadera,y dejé la Hispaniola a su suerte como yo queda-ba a la mía.

Cuando terminé estos trabajos, la oscuridadcubría el fondeadero y recuerdo que las últimasluces del sol entraban a través de un claro delos bosques y brillaban como una joya en lasalgas y flores que cubrían aquel navío hundidoa la entrada de la bahía. Empecé asentir frío; labajamar asentaba la goleta más y más sobre sucasco y aumentaba su escora.

Traté de encaramarme hacia proa con grandificultad y miré sobre la borda. No parecíahaber mucha profundidad, y sujetándome concuidado a la driza cortada me dejé caer lenta-mente al agua. Apenas me llegaba a la cintura,la arena era dura, y notaba las ondulaciones delfondo; feliz y con bastante ánimo vadeé hasta laorilla. La Hiipaniola quedó allí varada, con suvela mayor cubriendo la superficie de las

aguas. En ese instante el sol se ocultó y la brisaempezó a soplar suavemente por entre losárboles en la oscuridad del crepúsculo.

Por lo menos yo estaba en tierra y no volvíadel mar con las manos vacías. La goleta estabalibre de filibusteros y aguardando a nuestragente para ser tripulada de nuevo y navegar.Yo no tenía otro pensamiento que regresar a laempalizada y gozar del relato de mi aventura.Era posible que me amonestasen por ella, peroel haber capturado la Hispaniola pensaba quepodía callar todas las voces y estaba convenci-do de que hasta el propio capitán Smolletttendría que admitir que yo no había perdido eltiempo.

Con esos pensamientos, y alegre como el quemás, tomé camino en dirección al fortín paraencontrarme con mis compañeros. Traté desituarme partiendo de que el mas oriental delos ríos, que desembocaban en el fondeaderodel capitán Kidd, bajaba desde el monte de losdos picos que ahora tenía yo a mi izquierda; y

empecé a rodearlo para cruzar cerca de su na-cimiento, donde el caudal era escaso. El bosqueno parecía demasiado impenetrable, y, siguién-dolo a lo largo de las estribaciones del monte,no tardé en recorrer su ladera y dar con el río,que atravesé con el agua a media pierna. Asíllegué a un sitio que reconocí como aquel don-de me había encontrado con Ben Gunn, elabandonado; seguí entonces mi camino conmás cautela, vigilando hacia todas partes. Lanoche había caído y, cuando llegé cerca de ladepresión entre los dos picachos, advertí comoun fulgor vacilante, y pensé que el hombre dela isla estaría cocinando su cena en una hogue-ra. Me inquietaba imaginarlo tan despreocupa-do, porque ese mismo fuego que yo veía podíaser descubierto también por Silver desde sucampamento en la ciénaga.

Fui acercándome poco a poco, aprovechandola oscuridad de la noche, y mucho me costó noperderme en mi camino; el monte de los dospicos quedaba a mis espaldas y el Catalejo a mi

derecha, ambos muy desdibujados por la no-che; pocas eran las estrellas y su brillo apagado,y el terreno por donde yo caminaba estaba pla-gado de matorrales que más de una vez mehicieron caer sobre la arena.

De pronto me encontré en el centro de unatenue claridad. Levanté los ojos; pálidos rayosde bellísima luz se abrían sobre la cima del Ca-talejo, y, casi inmediatamente, un inmenso dis-co de plata se levantó sobre las copas de losárboles: era la luna.

Bajo su luz anduve rápidamente los últimostramos de mi camino; y unas veces corriendo,otras paso a paso, fui acercándome lleno deimpaciencia a la empalizada. Cuando alcancé elbosque que la rodeaba, tuve buen cuidado enarrastrarme cautelosamente, porque hubierasido un triste fin para mis aventuras recibir untiro por equivocación de mis propios compañe-ros.

La luna iba levantándose con todo su esplen-dor; su luz iluminaba grandes zonas del bos-

que, y de pronto, ante mí, entre los árboles, viun resplandor de muy distinto color. Un fulgorrojizo que por momentos se apagaba, como sifuera el rescoldo de una hoguera.

No podía ni imaginar de qué podía tratarse.Me deslicé hasta la orilla del calvero. Hacia el

oeste se veía iluminado por la luna; el resto,incluyendo el fortín, estaba aún cubierto por laoscuridad, unas tinieblas salpicadas aquí y allápor plateadas franjas de luz. Detrás del fortínbrillaban las ascuas de lo que fue una hoguera,pero aún irradiaba un fuerte resplandor rojizoque contrastaba vivamente con la mórbidablancura de la luna. No se oía ruido alguno nise sentía otra presencia que el suave sonido dela brisa.

Me detuve muy asombrado, y quizá con cier-to temor. Yo sabía que mis compañeros no ten-ían la costumbre de encender grandes hogue-ras, antes bien, por orden del capitán, limitá-bamos las ocasiones de hacer fuego; y comencé

a temer que algo malo les hubiera sucedidodurante mi ausencia.

Me agazapé y con mil cuidados empecé aarrastrarme hacia el este, encubierto por lassombras, y busqué el lugar donde la empaliza-da estuviera más-protegida por la oscuridad, yallí la crucé.

Continué arrastrándome sin hacer el menorruido hasta llegar a una de las esquinas delfortín. Conforme me aproximaba mi corazóniba tranquilizándose. Cuántas veces había abo-rrecido el sonido de los ronquidos de mis com-pañeros, pero cómo lo esperaba escuchar enaquelizs momentos; y cómo se llenó mi corazónde alegría cuando hasta mí llegaron. Hastaaquel grito tan marinero de guardia: «¡Todobien!», jamás habría sido tan tranquilizador.

Pero, de todas formas, empezó a inquietarmeun sexto sentido: la vigilancia en torno a la em-palizada era deplorable. Si hubiera sido Silver oalguno de los suyos, en lugar mío, ninguno demis compañeros hubiera vuelto a ver la luz del

día. Pensé que quizá las heridas del capitán lehabían impedido organizar mejor los centine-las, y me culpé a mí mismo por haberlos aban-donado en aquella situación.

Llegué a la puerta y me puse en pie. Dentrohabía una absoluta oscuridad y era imposibledistinguir a nadie. Se escuchaba el ruido monó-tono de los ronquidos y me pareció oír un ru-mor de aletazos o el roce de un pico, que nopodía -o no quería- explicarme. Empecé a andarhacia el interior tanteando con los brazos. «Milecho estará donde antes» (imaginé regocijado);«y cuando despierte mañana, cómo voy a reír-me al ver su estupor».

Mi pie tropezó con algo blando: era una pier-na; quien fuese gruñó y dio media vuelta sinllegar a despertarse.

En ese instante, de improviso, una voz estri-dente rompió a chillar en la oscuridad:

-¡Doblones! ¡Doblones! ¡Doblones! ¡Doblones!¡Doblones!

Y continuó imparable como el repiqueteo deun pequeño telar. ¡Era el loro verde de Silver, elCapitán Flint! Eso era lo que yo había oído pico-tear; era él quien, mejor centinela que ningúnhumano, anunciaba mi llegada con su abruma-dor estribillo.

No tuve ni tiempo de recobrarme de la sor-presa. A los agudos y metálicos chillidos delloro se despertaron los durmientes y rápi-damente se levantaron; y con un tremendo ju-ramento la voz de Silver tronó:

-¿Quién va?Intenté echar a correr, pero choqué con uno

de los piratas y, al retroceder, me precipité enbrazos de otro, que me sujetó con fuerza.

-¡Trae una antorcha, Dick! -dijo Silver, cuandose aseguró de mi captura.

Y uno de ellos salió del fortín y volvió rápi-damente con una rama encendida.

PARTE SEXTA

EL CAPITAN SILVER

Capítulo 28En el campamento enemigo

La luz de aquel fuego que iluminó el interiordel fortín no hizo sino que viera realizados mismás sombríos presentimientos. Los amotinadosse habían apoderado del recinto y de todasnuestras provisiones; allí estaban el barril deaguardiente, la salazón de cerdo y la galleta,pero lo peor, lo que hizo aumentar mis temores,es que no vi ni rastro de prisioneros. Imaginéque sin duda habían perecido y mi corazón sellenó de dolor por no haber estado con ellos entan grave momento.

En total eran seis los piratas; todos los quehabían quedado vivos. Había cinco en pie, conhuellas de cansancio en sus rostros abotarga-dos, de encendidas mejillas, recién despertadosdel primer sueño de la borrachera. Un sextobucanero estaba incorporado apoyándose sobre

un codo; tenía una palidez mortal y las en-sangrentadas vendas liadas en su cabeza indi-caban que hacía poco que había sido herido, y,aún menos, curado. Pensé que era él mismoque yo había visto correr hacia el bosque des-pués de recibir un tiro.

El loro estaba quieto, picoteándose el pluma-je, en el hombro de john «el Largo». Silver pa-recía más pálido e intranquilo que de costum-bre. Lucía todavía aquel vistoso traje con el quehabía capitaneado el motín, pero ya se veíadeslustroso, lleno de barro y rotos causados porlos arbustos.

-Así que -dijo- aquí tenemos a Jim Hawkins.¡Así revienten las cuadernas!, y caído del cielo,como suele decirse, ¿eh? Bien, acércate, ¿porquevienes como amigo, no?

Y diciendo esto se sentó en el tonel de aguar-diente y empezó a cargar su pipa.

-¡Acércame una tea encendida, Dick! -llamó, ycuando la pipa ya tiraba-. Está muy bien mu-chacho -añadió-; tira la tea por ahí. Vosotros,

caballeretes, volved a dormir; no es preciso quesigáis aquí contemplando al señor Hawkins;seguro que él os disculpará. Así pues, Jim -prosiguió retacando su pipa-, has vuelto, ¡quésorpresa tan agradable para el pobre y viejo-John! Ya vi que eras listo la primera vez que teeché un ojo encima, pero la verdad es que nocomprendo este regreso tuyo.

Como puede suponerse, yo no contesté a suspalabras.

Me había colocado de espaldas a la pared yallí permanecí, mirando a Silver cara a cara,intentando aparentar una valentía que el des-consuelo de mi corazón hacía muy difícil.

Silver dio un par de chupadas a la pipa, conmucha tranquilidad, y prosiguió:

-Ahora que estás aquí, Jim -me dijo-, voy aconfesarte mis pensamientos. Siempre me hasparecido un muchacho formidable, sí, señor,con empuje, el propio retrato de mí mismocuando yo era joven y apuesto. Siempre hequerido verte unido a nosotros y que tuvieses

tu parte y vivieras como un caballero, y, ahora,gallito, no tienes más remedio que hacerlo. Elcapitán Smollett es un buen marino, mejor queyo lo seré nunca, pero es demasiado rígido conla disciplina. «El deber es el deber», dice siem-pre, y lleva razón. Ten cuidado con él. Y con eldoctor, que no quiere ni verte; «un bribón des-agradecido», es lo que me dijo que pensaba deti. En resumen: no puedes volver con los tuyosporque no quieren nada contigo; y amenos quetú solo seas una tripulación, lo que resultaríabastante solitario, no tienes otro camino queenrolarte con el capitán Silver.

Al menos me había enterado de que miscompañeros aún vivían, y, aunque no dudabade las palabras de Silver sobre los sentimientosque hacia mí abrigaban, lo que había oído medejaba menos entristecido que confortado.

-No es preciso que te repita que estás en nues-tras manos -continuó Silver-, porque eso se ve,¿no? Pero yo soy hombre que gusta de argu-mentar; siempre he aborrecido las amenazas,

que además no sirven para nada. Si te gusta miofrecimiento, de acuerdo, únete a nosotros; sino te gusta, Jim, eres libre para decir que no,completamente libre, compañero. No creo queningún navegante hijo de buena madre puedahablar más claro, ¡o que me hunda!

-¿Tengo que responder ahora? -contesté convoz trémula. Porque a través de todo aquelirónico parlamento, yo veía una grave amenazaque iba cayendo sobre mí, y sentí un intensocalor en mi rostro y mi corazón latir con violen-cia.

-Muchacho -dijo Silver-, nadie te aprieta.Echa tus cuentas. Ninguno de nosotros teapremia, compañero; y es agradable pasar eltiempo en tu compañía, tenlo por seguro.

-Bien -dije, tratando de aparentar valor-. Si hede elegir, lo primero que creo es tener derechoa saber qué ha sucedido y por qué estáis voso-tros aquí y no mis compañeros. ¿Dónde están?

-¿Qué ha sucedido? -dijo uno de los bucane-ros con un ronco gruñido-. ¿Y quién es el listoque lo sabe?

-Cierra tu cuartel hasta que se te hable, amigo-gritó Silver con voz enojada. Y después, ya conun tono más suave, me dijo-: Ayer por la ma-ñana, señor Hawkins, en la tercera guardia,vino a parlamentar el doctor Livesey, y me dijo:«Capitán Silver, está usted perdido. El barco hazarpado». Bueno, yo no podía decir que no,habíamos estado bebiendo un poco y cantando,eso ayuda a vivir, así que no podía decir queno, porque ninguno de nosotros había estadovigilando la goleta. Entonces fuimos a mirar, y,¡por todos los temporales!, el maldito barco yano estaba. En mi vida he visto un rebaño deidiotas más cariacontecidos, y no te quepa dudade que yo era el que tenía la cara más larga.Entonces me dijo el doctor, «vamos a hacer untrato». Y lo hicimos, y por eso aquí estamosnosotros con las provisiones y el aguardiente,bien a cubierto y con toda la leña que tuvisteis

la bondad y previsión de cortar, y, ¿cómo di-ría?, tan a gusto como en el barco. En cuanto aellos... se largaron; no sé dónde pueden estar.

Volvió a chupar tranquilamente su pipa.-Pero que no se te ocurra pensar que tú esta-

bas incluido en el trato -prosiguió-. Lo últimoque dijimos fue: «¿Cuántos son ustedes?», yo selo pregunté, y él me dijo: «Cuatro, y uno denosotros está herido. En cuanto a ese malditochico, ni sé dónde está ni me importa. Estamoshartos de él». Esas fueron sus palabras.

-¿Eso es todo? -pregunté.-Bueno... eso es todo lo que tienes que saber,

hijito -contestó Silver.-¿Y ahora debo elegir?-Y ahora debes elegir, tenlo por seguro -

repuso Silver.-Pues bien -le dije-; soy lo bastante listo como

para saber lo que me espera. Y poco me impor-ta ni siquiera lo peor. He visto ya morir a de-masiados hombres desde que desgraciadamen-te tropecé con vosotros. Pero hay un par de

cosas que he de decirle -y proseguí ya sin nin-guna contención-, y la primera es ésta: no estampoco muy bueno vuestro camino; habéisperdido el barco, habéis perdido el tesoro, yhabéis perdido varios hombres; todo el negociose ha venido abajo; y si quiere usted saber aquién le debe todo esto: ¡es a mí! Yo estaba de-ntro de la barrica de manzanas la noche queavistamos tierra y les oí a John, a usted, a DickJohnson y a Hands, que ahora por cierto está enel fondo de los mares, y fui yo quien se lo contótodo al squire. Y en cuanto a la goleta, fui yoquien cortó la amarra y el que maté a los dosque habíais dejado a bordo, y yo el que la hellevado a un lugar donde jamás la volveréis aver. Yo soy el que se ríe el último; soy yo quienha gobernado este maldito asunto desde elprincipio; y os tengo ahora mismo el miedo quepodía tenerle a una mosca. Puede usted ma-tarme, si quiere, o dejarme ir. Pero una cosavoy a decirle, y no la repetiré: si me deja libre,lo pasado, pasado, y cuando os juzguen por

piratas, trataré de salvar a todos los que pueda.Esa es la única elección, y no a mí a quien co-rresponde. Matando a uno más no ganaréisnada, pero, si me dejáis con vida, tendréis untestigo a vuestro favor para salvaros del patíbu-lo.

Me callé, y ya me faltaba el aliento; y con gransorpresa por mi parte, ninguno de los piratas,que lo habían escuchado todo, se movió; per-manecieron recostados mirándome atónitoscomo carneros. Aproveché su asombro paracontinuar:

-Y ahora, señor Silver -le dije-, creo que ustedvale más que todos éstos, y, si las cosas empeo-ran para mí, le agradecería que haga saber aldoctor cómo me he portado.

-Lo tendré en la memoria -dijo Silver y en to-no tan extraño, que no pude precisar si se reíade mi petición o si mi valor lo había llegado aimpresionar verdaderamente.

-Voy a cargar otro en mi cuenta -exclamó depronto el marinero viejo de la cara color caoba,

que se llamaba Morgan, y que era el que yohabía conocido en la taberna de John «el Largo»en los muelles de Bristol-. Debí hacerlo, cuandoreconoció a «Perronegro».

-Sí -dijo Silver-, y te diré algo mas, ¡por todoslos temporales! También es el muchacho que lerobó el mapa a Billy Bones. ¡Desde el principiono hemos hecho otra cosa que estrellarnos con-tra Jim Hawkins!

-¡Pues aquí se acaba! -dijo Morgan con unamaldición. Y saltó, como si tuviera veinte años,con su cuchillo en la mano. -¡Atrás! -gritó Sil-ver-. ¿Quién te crees que eres, Tom Morgan?¿Te crees acaso el capitán? ¡Por Satanás, quevoy a darte un escarmiento! Arrodíllate antemí, porque voy a mandarte al mismo sitio alque ya he enviado a otros muchos fanfarronesantes que a ti desde hace treinta años: unoscuelgan de una verga, otros fueron por encimade la borda y todos están ahora dando de co-mer a los peces. Ningún hombre que me hayamirado entre los ojos ha dejado de arrepentirse

por haber nacido. Tom Morgan, puedes asegu-rarlo. Morgan se detuvo, pero los demás empe-zaron a murmurar. -Tom tiene razón -se oyóuna voz.

-Bastantes mangoneos he aguantado ya de ti -añadió otro de los piratas-, y que me ahorquensi vas a seguir haciéndolo, John Silver.

-¿Alguno de vosotros, caballeros, quiere salira vérselas conmigo? -rugió Silver, levantándosedel barril y echándose atrás, pero sin soltar lapipa que aún humeaba en su mano derecha-.Quiero escuchar lo que tengáis que decirme, ¿osois mudos? Estoy dispuesto a satisfacer al queasí lo quiera. ¿O es que he vivido yo todos estosaños para que cualquier hijo de una pipa de ronvenga ahora a cruzárseme por la proa? Ya co-nocéis las reglas: todos sois caballeros de fortu-na, ¿no es eso lo que decís? Pues bien; estoylisto. El primero que se atreva, que coja un ma-chete, que voy a ver qué color tiene por dentro.Con muleta y todo, y antes de terminarme mitabaco.

Ninguno de aquellos hombres se movió; nitampoco hubo respuesta.

-¡Sois de buena calidad! -añadió dando otrachupada a su pipa-. Una gentuza que da gustover. No sabéis ni luchar. Lo único que sabéis esentender el inglés del rey George: Me elegisteiscomo capitán, y me elegisteis porque soy el quemás vale, y en eso os llevo más de una milla deventaja. Y si ahora no queréis pelear como ca-balleros de fortuna, pues entonces ¡que nostrague la borrasca!, vais a obedecerme, por lasbuenas o por las malas. Este chico es el mejormuchacho que he visto. Es más hombre quecualquier rata como vosotros, y os digo esto:que vea yo a uno poner su mano en él... Notengo más que decir, pero recordad mis pala-bras.

Hubo un largo silencio. Yo seguía apoyadocontra la pared, con el corazón aún palpitandocomo un martillo, pero veía un rayo de espe-ranza. Silver se apoyó también en la pared, jun-to a mí, con los brazos cruzados y la pipa en la

comisura de sus labios, y tan tranquilo como siestuviera en una iglesia; sin embargo, sus ojillosfurtivos se movían sin cesar vigilando a suslevantiscos camaradas. Estos, por su parte, fue-ron poco a poco agrupándose en el otro ex-tremo de la habitación y el sordo murmullo desu conciliábulo llegaba a mis oídos como elsonido del viento. De vez en cuando algunolevantaba su mirada y por un instante la rojizaluz de la antorcha iluminaba su rostro tenso,pero ya no era a mí, sino a Silver, a quien escu-driñaban.

-Parece que tenéis muchas cosas que deciros -observó Silver lanzando un salivazo hacia eltecho-. Quisiera oírlo yo también. O, si habéisterminado, quisiera veros durmiendo.

-Perdona, señor -dijo uno de ellos-, pero nosparece que no haces mucho caso de algunasreglas; quizás debieras recordar algunas deellas: esta tripulación está descontenta; a estatripula ción no se le debe intentar maniatar conempalomaduras; esta tripulación tiene sus de-

rechos como cualquier tripulación y me tomo lalibertad de decirte que además los derechos denuestro propio código, y el primero de ellos esque podemos juntarnos para hablar. Perdona,pero, aún reconociéndote como capitán, por elmomento, reclamo nuestro derecho de salirafuera para deliberar.

Y con un ceremonioso saludo marinero aquelindividuo, que era un tipo larguirucho y horri-ble, con ojos amarillentos y de unos treinta ycinco años, caminó tranquilamente hacia lapuerta y salió del fortín. Los demás forajidos,uno tras otro, siguieron su ejemplo; cada unohizo el mismo saludo al pasar ante Silver yañadió alguna disculpa: «Es conforme a lasreglas», dijo uno. «Hay consejo en el alcázar»,dijo Morgan. Y, con una u otra observación,todos fueron saliendo y nos dejaron solos aSilver y a mí.

El viejo cocinero se quitó rápidamente la pipade su boca.

-Ahora, Jim Hawkins, fíjate bien -me dijo envoz tan baja, que apenas pude oírlo-, estás amedio tablón de la muerte, y lo que aún es pe-or, de que te martiricen. Esos quieren quitarmede enmedio. Recuerda que yo estoy de tu partesuceda lo que suceda. No era ésa verdadera-mente mi intención, desde luego, hasta que teoí hablarme como lo hiciste. Yo estaba loco ydesesperado por perder tanto dinero y ademáscon la perspectiva de que me ahorquen. Pero hevisto que eres un hombre valiente. Y me hedicho: John, tu sitio está junto a Hawkins, y elde Hawkins, contigo. Tú eres su última carta, y¡por todos los fuegos del infierno!, John, ¡tú eresla suya! Pase lo que pase, tú debes salvar a tutestigo y él salvará tu cuello.

Empecé a comprender por dónde quería ir.-¿Quiere usted decir que todo está perdido? -

pregunté.-¡Sí, por todos los cañonazos! -contestó-. El

barco perdido, y el pescuezo perdido... ése es elresumen. Cuando miré hacia la bahía, ¡ay, Jim

Hawkins!, y no vi la goleta... bien, aunque soyhombre duro de pelar, te juro que me sentívencido. Escucha: toda esa gente que está ahífuera tratando de liquidarnos, fíjate lo que tedigo, no son listos, son cobardes. Yo salvaré tuvida, si puedo. Pero escucha, Jim: toma y daca,tú salvarás a john «el Largo» de la horca. Yoestaba confundido; lo que me decía me parecíaimposible de conseguir. Y escucharlo de él, elviejo bucanero, el cabecilla de la rebelión.

-Haré lo que pueda -le dije.-¡Trato hecho! -exclamó-. Hablas con valor, ¡y

por todos los temporales!, correremos la suerte.Caminó renqueando hasta la antorcha y en-

cendió de nuevo su pipa.-Entiéndeme, Jim -dijo cuando volvió junto a

mí-. Tengo cabeza. Y me dice que me ponga dellado del squire. Yo sé que tú has escondido elbarco en lugar seguro. ¿Cómo lo has consegui-do? No lo sé; pero no dudo de que está seguro.Me figuro que Hands u O'Brien se acobardaron.Nunca he tenido mucha confianza en ellos. Mi-

ra. No voy a preguntar nada, ni voy a permitirque otros hagan preguntas. Sé cuándo una ju-gada está perdida, lo sé; y también sé cuándoun muchacho vale de verdad. Ah, eres joven...¡tú y yo hubiéramos podido hacer grandes co-sas juntos!

Llenó en el barril de aguardiente un vasito deestaño.

-¿Gustas, compañero? -me preguntó; y al verque yo rehusaba, dijo-: Bueno Jim, yo sí tomaréun trago. Necesito calafatearme, porque habrájaleo. Y hablando de jaleo, ¿por qué me daría eldoctor el mapa, eh, Jim?

Mi rostro debió expresar el mayor asombro, yél entendió que era inútil seguir preguntando.

-Ah, pues me lo dio -dijo-. Y seguramente quehay algo por debajo de todo esto, no lo dudo...seguramente que hay algo oculto, sí; Jim, parabien o para mal.

Y bebió otro trago de aguardiante, y se mesólos cabellos como un hombre que se disponepara un mal trance.

Capítulo 29La Marca Negra, de nuevo

Durante largo rato los bucaneros mantuvie-ron su consejo; después uno de ellos entró en elfortín, repitiendo el mismo irónico saludo, queme pareció una burla, y pidió que se le prestasepor unos momentos la antorcha. Silver se laentregó secamente, y el enviado volvió a salir,dejándonos a oscuras.

-Comienza la brisa, Jim -dijo Silver, que cadavez iba adoptando un tono más familiar con-migo.

Yo estaba cerca de una de las aspilleras, ymiré hacia el exterior. La hoguera se había con-sumido y sus ascuas eran un débil resplandor;pensé que a causa de ello habían pedido losconspiradores nuestra antorcha. Los vi, foman-do un corro, hacia la mitad del declive que des-cendía hasta la empalizada; uno sostenía laantorcha; otro estaba de rodillas en medio, y vi

que una navaja brillaba en su mano con sinies-tros fulgores que reflejaban la luna y las ascuas.Los demás parecían observar las maniobras deéste. Entonces me pareció ver que además de lanavaja tenía un libro en la mano; y aún estabayo preguntándome qué negocio se traería contan diferentes objetos, cuando vi que se levan-taba y todos juntos se dirigieron hacia el fortín.

-Ahí vienen -dije, y me aparté de la arpillera,porque me pareció indigno que me descubrie-sen espiándolos.

-Bien, que vengan, muchacho, que vengan -dijo Silver con cierto tono jovial-. Aún me que-da un tiro.

Entonces aparecieron, atropellándose al deci-dir quién entrara el primero, y acabaron porempujar a uno de ellos. Avanzó tan pausada-mente, que casi resultaba cómico, vacilando concada pie, y además adoptaba una insólita pos-tura, con un brazo extendido y el puño cerrado.

-Adelante, muchado -dijo Silver-, no voy acomerte.

Entrégame lo que te han dado para mí. Co-nozco las reglas, sí, señor. No me opongo a laHermandad.

El bucanero se adelantó con más ánimo ypasó de la suya algo a la mano de Silver; des-pués se retiró todo lo rápidamente que pudopara unirse a sus compañeros.

El viejo cocinero miró lo que le había entre-gado.

-¡La Marca Negra! Ya la esperaba -dijo-. ¿Dedónde habrán sacado este papel? ¡Pero... ! ¿Quées esto! ¡Mira! ¡Esto trae mala suerte! Hanarrancado este papel de una Biblia. ¿Quién hasido el idiota que ha roto una hoja de la Biblia?

-¿Lo veis? -dijo Morgan a los suyos-. ¿Loveis? Ya os lo dije yo. Nada bueno puede venirde esto.

-Bien, ya habéis hecho lo que teníais quehacer -dijo Silver-. Creo que acabaréis todos enla horca. ¿Quién era el mamarracho que teníauna Biblia?

-Era Dick -dijo uno.

-Pues que rece. Creo que a Dick se le ha aca-bado la suerte, no me cabe duda.

Entonces interrumpió el hombre de los ojosamarillentos.

-Deja esa charla, John Silver -dijo-. Esta tripu-lación te ha señalado con la Marca Negra poracuerdo de todos, como es nuestra ley; ahora loque tienes que hacer es leer lo que dice ahí es-crito. Después podrás hablar.

-Gracias, George -replicó el cocinero-. Québien sabes manejar los negocios, te sabes todaslas reglas de carrerilla, y a lo que veo, George,con gusto. Bueno... ¿Qué hay aquí? ¡Ah! «DES-TITUIDO »... ¿No es eso? Y muy bien escrito,por cierto; como de imprenta... ¿Lo has escritotú, George? Me parece que te estás en-caramando mucho en esta tripulación. No tar-darás en hacerte capitán, y no me extrañaría.¿Quieres darme una tea encendida? Esta pipano tira bien.

-Vamos, ya está bien -dijo George-; no vas aseguir burlándote de esta tripulación. Te crees

muy gracioso, ¿no? Pero ya no eres nadie, asíque baja de ese barril y vota.

-Me parece haber oído que conoces bien lasreglas -contestó

Silver desdeñosamente-. Pero por si no es así,voy a recordártelas. Estoy aquí sentado porquesoy vuestro capitán, y recuerda que lo soy hastaque me hagáis todos los cargos y yo pueda con-testar; y mientras eso suceda, esa Marca Negrano vale ni una galleta. Después, ya veremos.

-Oh, no te apures por eso -replicó George-,que sabemos lo que hacemos. Primero: has sidotú quien ha hecho picadillo a esta tripulación, yno tendrás el descaro de negarlo. Segundo: hassido tú quien ha dejado escapar a nuestrosenemigos, cuando ya los teníamos en el cepo.¿Por qué? Yo no lo sé; pero eso no servía sino asus intereses. Tercero: has sido tú quien nosimpidió atacarles en la retirada. No, John Sil-ver, te hemos calado; tú estás de acuerdo con elenemigo, y eso es grave. Y, por último: ese mu-chacho.

-¿Eso es todo? -preguntó Silver con mucha se-renidad.

-Y suficiente -replicó George-. Y no tenemospor qué mojarnos con tu zambullida.

-Bien. Y ahora, escuchadme, porque voy aresponder a esos cuatro puntos; pienso contes-tar uno por uno. He hecho trizas este viaje, ¿noes así? Muy bien; pero todos vosotros conocíaislo que yo quería hacer, y sabéis muy bien que,si se hubiera hecho, ahora estaríamos a bordode la Hispaniola y, además todos, vivos y biensanos, con la tripa llena de pastel de ciruelas ycon el tesoro bien estibado en la bodega. ¡Portodos los temporales! ¿Y quién lo ha impedido?¿Quién me forzó la mano, cuando yo era el legí-timo capitán? ¿Quién me señaló con la MarcaNegra, supongo que ya desde el mismo día quedesembarcamos? ¿Quién ha empezado estebaile? Ah, es un hermoso baile, y en eso estoyde acuerdo con vosotros, y hasta se parece mu-cho a un zapateado marinero, pero al cabo deuna cuerda en el Muelle de las Ejecuciones, sí,

mirando a Londres, sí, señor. ¿Y quién tiene laculpa? Pues Anderson, o Hands... ¡O tú, GeorgeMerry! Tú que eres el que tiene más que callar,más que todos estos que te han echado a per-der. Y ahora tienes la osadía de envalentonartey tratar de destituirme para nombrarte tú mis-mo capitán. ¡Tú! ¡Tú, que nos has hundido atodos! ¡Por Satanás que en mi vida he visto cosaparecida!

Silver hizo una pausa y vi en los rostros deGeorge y de todos sus secuaces que aquellaarenga había hecho efecto.

-Eso en cuanto a tu primera cuestión -exclamó el acusado enjugándose el sudor de sufrente, pues había hablado tan vehe-mentemente, que hasta el fortín parecía tem-blar-. Y os doy mi palabra de que me repugnahablar con vosotros. No tenéis lealtad ni senti-do común, y no sé en qué pensaban vuestrasmadres cuando dejaron que os enrolaseis.¡Hacerse a la mar! ¡Caballeros de fortuna! Mejorserviríais para sastres.

-Sigue, John -dijo Morgan-. Contesta a otrascuestiones.

-Ah, las otras. .. -repuso John-. Crees que sonbuenas, ¿no es así? Aseguráis que esta aventurase ha malogrado. Y si de verdad supieseis lomalograda que está, no sé cómo os vería. Por-que estamos tan cerca de sentir la soga al cue-llo, que se me estira sólo de pensar en el patíbu-lo. Podéis tratar de imaginaros colgados concadenas y con los pájaros aguardando, y losmarineros río abajo señalándoos con el dedomientras se dicen unos a otros: «¿Quién esaquél?», y el otro: «¿Aquél? ¡Pero si esjohn Sil-ver! Yo lo conocía». Oigo el ruido de sus cablesde boya a boya. Bueno, pues cada hijo de ma-dre está ahora al filo de eso, y todo gracias aHands, a Anderson y a ti, George, y a todos losidiotas que han sido nuestra perdición. Y paraacabar, si queréis saber lo referente a este mu-chacho, bien... ¡Que revienten mis cuadernas!¿Es que no sirve de rehén? ¿Es que vamos adesperdiciar un rehén? Nunca. Puede ser nues-

tra última carta, y no me extrañaría que así fue-ra. ¿Matarlo? No seré yo, compañeros, el que lohaga. Y... sí, me he dejado tu tercera acusación.Habría mucho que discutir sobre ese punto.Quizá no signifique nada para vosotros el po-der disponer de un doctor de verdad, con estu-dios, que venga a visitaros todos los días; tú,John, con tu cabeza rota, y tú, George, hace seishoras estabas tiritando con la malaria y tus ojostienen el color de la corteza del limón ahoramismo. Tampoco me parece que sepáis quetiene que venir un barco de socorro. Pero así es,y no falta mucho para que arribe, y entonces síque os alegrará tener un rehén. Y en cuanto a lasegunda, ¿por qué hice el trato?... Pero si voso-tros mismos estabais tan asustados, que mepedisteis de rodillas que lo hiciera. Y además,¿de qué hubiéramos comido? Hubiéramosmuerto de hambre. Claro que según vosotrostodo eso no es nada. Bien, ¡mirad! ¡Y si dijeraque es por esto por lo que lo hice!

Y tiró al suelo un papel que reconocí en se-guida: era el mapa amarillento con las tres cru-ces rojas, el que yo había encontrado en el pa-quete de hule con el cofre del capitán.

No pude ni imaginar por qué razón se lohabría entregado el doctor.

Pero si eso me resultaba inexplicable, más in-creíble fue aquel mapa para los amotinados.Saltaron sobre él como un gato sobre un ratón.Se lo pasaron de mano en mano, arrancándose-lo los unos a los otros, y por los juramentos ygritos y risotadas que les escuché proferir, sehubiera dicho que ya tenían en sus manos eloro, y más, que ya se habían hecho a la mar conél, seguros de un triunfo.

-¡Sí! -dijo uno-, es de Flint, no hay duda: J. F. yla rúbrica, como una lanzada, así lo hacía siem-pre.

-Muy bonito -dice George-, ¿pero dónde estáel barco para poder zarpar y llevarnos el teso-ro?

Silver se levantó violentamente, apoyándoseen la pared.

-Te lo aviso, George -gritó-. Si dices una pala-bra más, tendrás que vértelas conmigo. ¿Dóndeestá el barco? ¡Y yo qué sé! Tú eres quien debíadecir cómo, tú y los demás que habéis perdidomi goleta con vuestra torpeza. Pero no, no soiscapaces, no tenéis ni la inteligencia de una cu-caracha. Sabías hablar con respeto; vuelve ahacerlo George Merry, vuelve a hacerlo.

-Hazlo -dijo el viejo Morgan-. Verdaderamen-te Silver es nuestro capitán.

-Así me parece -dijo el cocinero-. Tú perdisteel barco y yo he encontrado el tesoro. ¿Quiénmerece más reconocimiento por su empresa? Yya no' tengo más que decir; sólo una cosa: ¡porel infierno!, renuncio a mi mando. Elegid aquien os dé la gana, yo ya no quiero ser vuestrocapitán.

-¡Silver! -gritaron-. ¡Barbecue siempre! ¡Bar-becue para capitán!

-¿Con que esa canción tenemos ahora? -exclamó el cocinero-. Me parece, George, quetendrás que esperar otra oportunidad; y dagracias a que no soy hombre vengativo. Peronunca he tenido esa tendencia. Y ahora, cama-radas, ¿qué hago con la Marca Negra? Ya novale para mucho, ¿verdad? Lo siento por Dick,que se ha echado encima la maldición, y por laBiblia,

-¿No se remediaría besando el libro? -preguntó Dick, que indudablemente se sentíamuy intranquilo por la maldición que pensabahaber atraído.

-¡Una Biblia con una hoja rota! -dijo Silverburlándose-. No, ya no vale así. Jurar ahorasobre ella sería como jurar sobre un libro debaladas.

-¿De verdad que ese juramento ya no obligar-ía? -dijo entonces Dick con cierta alegría-. Puesentonces me parece que vale la pena guardarla.

-Toma, Jim -me dijo Silver entregándome laMarca Negra-: Ahí tienes una curiosidad.

Era un redondel pequeño del tamaño de unamoneda de una corona. Uno de los lados estabaen blanco, porque era de la última hoja; en elotro había uno o dos versículos del Apocalipsis,y recuerdo algunas palabras que me impresio-naron profundamente: «Fuera perros hechice-ros, fornicarios, homicidas... ». La cara impresaestaba ennegrecida con carbón, el cual empeza-ba ya a desprenderse y me manchó los dedos;la otra, limpia, llevaba escrita una sola palabra,también con un tizón: «DESTITUIDO». Todavíaconservo ese curioso recuerdo, pero el tiempoha borrado esa palabra y no queda mas que undébil arañazo, como el que pudiera hacer unauña.

Después de aquellos acontecimientos la no-che transcurrió tranquila. Bebimos una rondade aguardiente y nos echarnos todos a dormir;Silver, para vengarse de George Merry, lo pusode centinela y lo amenazó de muerte, si aban-donaba su puesto.

Tardé mucho en poder cerrar los ojos, y Diossabe que tenía bastante sobre lo que meditar:había matado a un hombre aquella tarde, misituación era muy peligrosa, y el asombrosojuego en que ahorame metía Silver, tratando demantener en un puño a los amotinados yagarrándose con la otra mano a todos los me-dios posibles, y hasta imposibles, de pactar porsu lado y salvar su miserable vida. A él todoeso no le impidió dormir plácidamente y roncarcon estrépito; era mi corazón el que sufría porSilver, a pesar de ser un malvado, y pensé enlos peligros que lo cercaban y en el infamantepatíbulo que ya estaba esperándolo.

Capítulo 30Bajo palabra

Me despertó -para decir verdad, nos desper-tamos todos, hasta el centinela que se habíadormido en su puesto- una voz jovial, campe-

chana, que nos llamaba desde los lindes delbosque.

-¡Eh del fortín! -gritaba-. ¡Soy el doctor!El era, en efecto. Y a pesar de la alegría que

me causó oírle, la sombra de una preocupaciónme rondaba. Porque sabía que mi conductaindisciplinada, mis correrías, y, sobre todo, jun-to a quiénes me habían llevado, a qué peligros,me impedía presentarme ante él y mirarlo a lacara.

Era muy temprano; debía haberse levantadoaún de noche. Empezaba a clarear débilmente.Yo fui corriendo a mirar desde una de las aspi-lleras, y lo vi, como había visto a Silver, pare-ciendo surgir de la niebla.

-¡Doctor! Os deseo muy buenos días, señor -exclamó Silver muy cordialmente, aunque labondad de su voz no ocultaba un tenso estadode alerta-. Veo que, como siempre, sois hombremadrugador y animoso. Como dice el refrán, esel pájaro temprano el que se lleva el grano. Ge-orge -ordenó-, muévete y ayuda al doctor Live-

sey a trepar a cubierta. Supongo que todos suspacientes están bien... de salud y espíritu.

Y siguió así de dicharachero, mientras aguar-daba en lo alto de la duna apoyado en su mule-ta y con la otra mano sobre la pared: reconocíen él al viejo John de los primeros tiempos tan-to por su expresión como por sus modales.

-Tengo una sorpresa, señor -continuó-. Hayaquí cierto forastero. ¿Eh? ¿Eh? Un nuevohuésped, señor, y tan educado y compuestocomo un músico. Ha dormido como un sobre-cargo, sí, señor, sin despegarse de mí, como dosbarcos juntos, toda la noche. El doctor Liveseyhabía saltado ya la empalizada y se acercaba alcocinero; noté una alteración en su voz, al decir:

-¿No será Jim?-El mismísimo Jim en persona -dijo Silver.El doctor pareció quedarse perplejo; se detu-

vo sin decir nada, y pasaron unos segundosantes de que recobrase el ánimo suficien-temente para seguir su camino.

-Bien -dijo al fin-, bien; atendamos primeronuestro deber, ya habrá tiempo para nuestrosparticulares regocijos, ¿no dice usted eso siem-pre, Silver? Vamos a visitar a sus pacientes.

Entró en el fortín y con una severa inclinaciónde su cabeza me saludó, dedicándose a exami-nar a los enfermos. Aunque debía saber que suvida no estaba segura entre aquellos malvadostraido res, no aparentaba el menor temor y de-partía con los pacientes como si estuviera reali-zando su habitual visita en cualquier apaciblehogar de Inglaterra. Creo que sus maneras pro-dujeron en aquellos hombres una actitud respe-tuosa hacia él, pues lo trataban como si aúnfuera el médico del barco y ellos una leal tripu-lación.

-Mejorarás pronto -le dijo al de la cabezavendada-, y si alguien ha escapado alguna vezpor milagro, puedes considerarte tú el elegido;debes tener la mollera dura como el hierro.Bien, George, ¿qué tal te encuentras? Cierta-mente tienes un color que no indica nada bue-

no; ese hígado tuyo marcha como quiere. ¿Hastomado la medicina? ¿La ha tomado, mucha-chos? -preguntó. -Sí, sí, señor, la tomó, seguro -contestó Morgan.

-Porque quiero que sepáis que, desde que mehe convertido en médico de amotinados, o, me-jor, en médico de prisión -dijo el doctor con untono pretendidamente cortés-, he tomado comocuestión de honor no perder ni a uno de voso-tros y conservaros para el rey George, que Diosguarde, y para la horca.

Los rufianes se miraron entre ellos, aunquesin responder.

-¿No es así? -replicó el doctor-. Ven, Dick,enséñame la lengua. ¡Sería sorprendente que teencontrases bien! Este hombre tiene una lenguacapaz de asustar a los franceses. Será tifus.

-¡Ahí tienes -dijo Morgan- el castigo por rom-per la Biblia!

-Quizá sea mejor decir -añadió el doctor- quees la consecuencia de vuestra absoluta ignoran-cia y no tener ni el sentido común preciso para

diferenciar un aire sano de uno envenenado, yla tierra seca de una pestilente ciénaga cargadade infecciones. Lo más probable, y por supues-to sólo es mi opinión, es que muchos de voso-tros pagaréis con la vida antes de lograr libra-ros de la malaria. ¡Acampando en los pantanos!Me sorprende usted, Silver. Aunque parecemenos tonto que los demás, no creo que tengani la más ligera idea de las reglas para conser-var la salud... Bien -añadió, una vez que medi-cinó a todos y que ellos tomaron aquellos pre-parados con la humildad de un huerfanito en elasilo, lo que no dejaba de ser cómico en tansanguinarios y levantiscos piratas-; bien.Hemos acabado por hoy. Ahora quisiera hablarcon ese joven.

Y señaló con la cabeza hacia mí, sin darle im-portancia.

George Merry estaba apoyado en la puerta,escupiendo y carraspeando a causa del medi-camento. Cuando escuchó las palabras del doc-tor, se volvió furioso y gritó:

-¡No!-con un tremendo juramento.Silver golpeó en el barril con la palma de su

mano.-¡ Si-len-cio! -rugió, y miró entorno suyo con

la fiereza de un león-. Doctor -dijo ya con tonomás calmado-, estoy pensando en ello, porqueconozco la debilidad que sentís por este bribon-cillo. Y como todos estamos muy agradecidospor vuestros cuidados, y, como podéis ver, te-nemos fe en vuestros conocimientos y nos to-mamos estos bebedizos como si fueran aguar-diente, creo haber encontrado un medio quepuede satisfacernos a todos. ¿Me das tu pala-bra, Hawkins, palabra de joven caballero -pueslo eres, aunque de humilde cuna-, tu palabra dehonor de no cortar la amarra?

Le prometí, aunque con cierto -disgusto,cumplir esa palabra.

-Entonces, doctor -dijo Silver-, tened la bon-dad de alejaros hasta salir de la empalizada, ycuando estéis allí, yo llevaré al muchacho, y ospermitiré hablar a través de los troncos. Buenos

días, doctor; nuestros respetos al squire y al ca-pitán Smollett.

Pero cuando el doctor salió del fortín, la ex-plosión de furia, que sólo las amenazadorasmiradas de Silver habían contenido, rompió eldique, y no dudaron en acusar al viejo cocinerode jugar con dos barajas, de procurar una pazpor separado que lo salvara a él solo, de sacrifi-car los intereses de la tripulación y, en una pa-labra, de todo aquello que, realmente, era loque estaba haciendo. A mí me parecía un juegotan evidente, que no podía ni imaginar cómoaplacaría aquel motín. Pero Silver era capaz deimponerse a todo. Los insultó de forma irrepe-tible; les dijo que era necesario que yo hablasecon el doctor; les hizo casi tragarse el plano dela isla, y entonces les preguntó si había algunocapaz de estropear el pacto precisamente en elinstante en que casi había conseguido el tesoro.

-¡No, por todos los temporales! -chillaba-.Romperemos el pacto en su momento. Y hastaentonces yo sé cómo tratar con ese doctor, aun-

que tuviera que limpiarle sus botas con aguar-diente.

Y les ordenó que encendiesen fuego. Despuéspuso su mano sobre mi hombro y salimos ren-queando por su muleta. Los demás se queda-ron en silencio, no creo que estuvieran conven-cidos.

-Despacio, muchacho, despacio -me dijo-.Pueden caer sobre nosotros, si se dan cuenta deque huimos.

Con gran compostura, pues, avanzamos porel arenal hacia donde nos aguardaba el doctor,y, al llegar a una distancia de la empalizadadesde la que aquél podía oírnos, nos detuvi-mos.

-Os ruego que consideréis lo que voy a deci-ros, doctor -empezó Silver-. El muchacho ospodrá confirmar mis palabras. Le he salvado lavida y me jugué con ese acto la mía. Pensadque, cuando un hombre navega tan ceñido alviento como yo -cuando se juega a cara o cruzel último aliento del cuerpo-, tiene derecho a

ser oído y a alguna palabra de esperanza. Con-siderad que no se trata ahora sólo de mi vida,sino que está también la de este muchacho; ydebéis hablarme con toda franqueza, doctor,debéis darme aunque sea una pizca de espe-ranza, por misericordia.

Yo notaba un cambio en Silver desde quehabíamos abandonado el fortín; parecía que elrostro se le había afilado y su voz era tembloro-sa. Nunca he visto a nadie con tanta sinceraansiedad. -¿No será, John, que tiene miedo? -preguntó Livesey.

-Yo no soy cobarde, doctor; no, ¡no! Ni siquie-ra esto -y chasqueó los dedos-. Pero he de confe-saros con toda franqueza que pensar en el patí-bulo me da escalofríos. Sois un hombre bueno yleal, ¡nunca he visto uno mejor! Y no podéisolvidar que también he hecho cosas buenas, almenos recordadlas como recordáis las malas.Ahora voy a retirarme, voy a dejaros solo conjim, y recordad también este gesto, que me val-

ga en mi cuenta, porque os aseguro que es todolo más que da la cuerda.

Y diciendo esto se apartó un poco y, sentán-dose en las grandes raíces de un árbol cercano,empezó a silbar. De vez en cuando lo veíamosmoverse en su postura, quizá para no perder-nos de vista al doctor y a mí o, más probable-mente, a sus compinches, que caminaban in-quietos de un lado a otro del arenal desde lahoguera, que trataban de prender, al fortín, dedonde sacaban la salazón y la galleta para lacomida que preparaban.

-De modo, Jim -me dijo el doctor con ciertatristeza-, que aquí te encuentro. Estás recogien-do lo que has sembrado, hijo. Bien sabe Diosque no está en mi ánimo reprenderte, pero sí hede decirte algo, por duro que sea: bien quepermaneciste en tu puesto mientras el capitánSmollett estaba sano, pero, en cuanto no pudocontrolarte por estar herido, escapaste, y eso,¡por el rey George!, fue una cobardía.

Yo me eché a llorar.

-Doctor -le dije-, no necesitáis reprenderme.Bastante me he culpado yo a mí mismo. Sé quemi vida está amenazada por todos lados, y yaestaría muerto, si Silver no lo hubiera impedi-do. Creedme, puedo morir, doctor, y quizá sealo que merezco, pero lo que temo es a que meden tormento. Si me torturasen...

Jim -dijo el doctor, interrumpiéndome cam-biando de tono-, Jim, no hables. Salta la empa-lizada y huyamos.

-Doctor -dije-, he empeñado mi palabra.-Lo sé, lo sé -exclamó-. Eso ya no puedes re-

mediarlo, Jim. Yo echaré sobre mí, holus bolus,la culpa y el deshonor; pero, muchacho, nopuedo dejarte ahí. ¡Salta! Un salto y escapare-mos corriendo como si fuésemos antílopes.

-No -repuse-; ya sabéis que, en mi lugar, vosno lo haríais; ni vos ni el square ni el capitán.Tampoco lo haré yo. Silver se ha fiado de mipalabra y volveré con él. Pero dejadme acabar.Si llegan a torturarme, seguramente terminarépor confesar dónde está el barco, porque fui yo

el que lo solté, tuve suerte, me arriesgué y tuvesuerte. Ahora está en la Cala del Norte, en laplaya sur, más abajo de la marca de pleamar.Con media marea estará varado.

-¡El barco! -exclamó el doctor.En síntesis le describí mi aventura y él me es-

cuchó en silencio.-Hay como una fatalidad en todo esto -

observó, cuando yo hube acabado de narrarmis correrías-. Siempre eres tú el que nos sacasde apuros. ¿Crees que, aunque sólo fuera poreso, consentiríamos por nada del mundo endejarte perecer? Poco agradecidos seríamos,hijo mío. Tú descubriste el complot de los amo-tinados; tú encontraste a Ben Gunn -que es lomejor que has hecho o que puedas hacer en tuvida, aunque llegues a los noventa años... Ah,¡y por Júpiter, hablando de Ben Gunn!, esto eslo peor de todo. ¡Silver! -gritó entonces-, ¡Silver!Voy a darle un consejo.

El cocinero se acercó.-Procure usted retrasar la busca del tesoro.

-Señor -dijo Silver-, no puedo hacer algo quees imposible. Sólo puedo salvar la vida de estemuchacho, y la mía, si precisamente doy la or-den de buscar el tesoro, tenedlo por seguro.

-Bien, Silver -replicó el doctor-, pero le diréalgo: esté usted preparado para una buena bo-rrasca, cuando den con el sitio.

-Señor -dijo Silver-, entre nosotros he de deci-ros que esas palabras pueden significar muchoo nada. ¿Qué os traéis entre manos? ¿Por quéabandonasteis el fortín? ¿Por qué me habéisdado el mapa? Ah, no sé. .. Hasta ahora os heobedecido y sin recibir una palabra de aliento.Pero esto es demasiado. Si no me decís lo quesignifican vuestras palabras, y con claridad,abandono el timón. -No -dijo el doctor en vozbaja-, no tengo derecho a decir más. Pero voy air todo lo lejos que puedo, y quizá más allá,aunque el capitán me pele mi peluca, lo que metemo. Voy a darle un atisbo de esperanza, Sil-ver: si salimos de esta trampa, haré todo lo queesté en mis manos, menos jurar en falso, para

salvarle el cuello. La faz de Silver expresó unaprofunda alegría.

-No podríais verdaderamente decir más, no,señor, ni aunque fueseis mi madre -exclamó.

-Bien. Y ésa es la primera advertencia -añadióel doctor-. La segunda es un consejo: Tengausted siempre al muchacho al lado; y si necesit-áis socorro, dad un grito. Voy a regresar con losmíos y a preparar ese socorro. Creo que pruebono hablar por hablar. Adiós, Jim.

Y el doctor Livesey me estrechó la mano porentre los troncos, saludó a Silver con una incli-nación de cabeza y se perdió a buen paso entrelos árboles.

Capítulo 31La busca del tesoro: la señal de Flint

Jim -dijo Silver, cuando nos quedamos solos-,yo he salvado tu vida y tú la mía, eso no lo ol-vidaré. He visto cómo el doctor te rogaba queescaparas con él y te he visto a ti decir que no,

tan claro como si lo hubiera oído, Jim, y eso esalgo que apunto en tu favor. Es el primer rayode esperanza que tengo desde que falló el ata-que, y a ti te lo debo. Y ahora, Jim, que vamos adedicarnos a buscar el tesoro, y quién sabe loque podrá pasar, y eso no me gusta, tú y yovamos a estar juntos, hombro con hombro, co-mo se dice, y vamos a salvar nuestro pellejocontra viento y marea.

Uno de los piratas nos gritó desde la fogataque la comida ya estaba preparada, y en segui-da volvimos con ellos y nos sentamos en la are-na, dando buena cuenta de la cecina y la galle-ta. Habían encendido una hoguera tan grandecomo para asar un buey, lo que producía uncalor insoportable, y las llamas eran tan altas,que sólo podía uno acercarse a favor del viento.Con el mismo espíritu de despilfarro habíancocinado tres veces más de lo que podíamosconsumir, y uno de los piratas, riéndose estú-pidamente, echó las sobras al fuego, que chis-porroteó y pareció crecer. Aquellos hombres no

se cuidaban para nada del mañana; de la manoa la boca, ésa era la única norma de su vida; yaquella imprevisión en cuanto a los víveres, y elsueño pesado de los centinelas, me hizo com-prender que, aunque valientes para un aborda-je y para jugárselo todo a una carta, eran abso-lutamente incapaces de algo que se pareciera auna campaña prolongada.

Hasta el mismo Silver, que con el CapitánFlint subido en un hombro estaba sentado co-miendo junto a ellos, no parecía censurar aque-lla disipación. Lo que no dejó de sorprenderme,conociendo su astucia, de la que por ciertoúltimamente había visto las mejores muestras.

-Ay, compañeros -dijo-, podéis dar gracias aque Barbecue esté aquí. Esta cabeza piensa porvosotros. He conseguido lo que planeaba, sí.Ellos tienen el barco, ya lo sé. Pero aún no sédónde lo esconden; en cuanto demos con eltesoro habrá que empezar a buscarlo. Y enton-ces, compañeros, como nosotros tenemos losbotes, la victoria será nuestra.

Continuó su plática con la boca llena de toci-no. Pareció establecer la confianza y la seguri-dad de los suyos y, lo que me parece más acer-tado, la suya propia.

-En cuanto a los rehenes -prosiguió-, de esohan hablado el doctor y este muchacho. Algohe conseguido pescar, y a él le debo estas noti-cias, pero eso es cuestión aparte. Cuando va-yamos a buscar el tesoro, pienso llevarlo con-migo bien atado con una cuerda, porque hayque conservarlo como si fuera polvo de oro, porsi ocurre algún percance. Pero entendedlo bien,sólo hasta que estemos a salvo. Cuando tenga-mos el barco y el tesoro, y nos hagamos a lamar como una buena familia, entonces yahablaremos del señor Hawkins, sí, y le daremostodo lo que haya que darle, sin escatimar, comopago de sus muchas mercedes.

Los piratas, como es lógico, estaban del mejortalante. No así yo, que empezaba a sentirmeroído por un atroz descorazonamiento. Si elplan que les acababa de explicar hubiera sido

factible, Silver, que ya era traidor porpartidadoble, no vacilaría en seguirlo. Aún tenía unpie en cada campo y yo no dudaba de quesiempre preferiría las riquezas y la libertad delos piratas a un dudoso escapar de la horca, queal fin y al cabo era todo lo que podía esperarcon nosotros.

Sí, y aunque los acontecimientos se desarro-llaran de forma que obligaran a su lealtad paracon el doctor Livesey, a pesar de ello, ¡qué peli-gros nos aguardaban! Porque si sus compinchesdescu brían que sus sospechas eran ciertas, y ély yo hubiéramos tenido que luchar por nues-tras vidas -él; un inválido, y yo, un muchacho-,¡cómo enfrentarnos a cinco marineros vigorosossin piedad!

A estas cavilaciones mías se añadían las du-das sobre el comportamiento de mis compañe-ros, su misterioro abandono del fortín y su in-explicable entrega del mapa; ¿y aquellas oscu-ras palabras del doctor a Silver: «Esté ustedpreparado para una buena borrasca, cuando

den con el sitio»? Es comprensible que mi co-mida pareciera poco gustosa, y la intranquili-dad con que seguí a mis carceleros en su buscadel tesoro.

Debíamos ser un curioso espectáculo paracualquiera: todos vestidos con ropas de mari-nero, y todos, menos yo, armados hasta losdientes. Silver llevaba dos mosquetones enbandolera, cruzados en pecho y espalda, unenorme machete en el cinturón y una pistola encada bolsillo de su casaca. Para rematar aquellainsólita figura, el Capitán Flint iba subido en suhombro chillando todo su vocabulario de cu-bierta. Yo iba detrás, atado por la cintura conuna cuerda, y el cocinero tiraba del extremounas veces con sus manos y otras con sus dien-tes. Supongo que yo debía parecer un oso bai-larín.

Los demás iban cargados con picos y palas,que habían traído a tierra desde la Hispaniola, ysacos con tocino y galleta, sin olvidar el aguar-diente. Todos los víveres procedían, como pude

comprobar, de nuestras reservas, lo que measeguraba que algo extraño había pactado entreSilver y el doctor, como se desprendía de laspalabras de Silver aquella noche, ya que de noexistir tal pacto él y sus cómplices, sin el barco,se hubieran visto forzados a vivir de agua delos arroyos y de lo que pudieran cazar; y elagua no hubiera estado muy limpia, creo, ydudo de la cacería, dada la puntería de los ma-rineros, aparte de considerar bastante reducidasu provisión de pólvora.

Equipados de esta guisa, nos pusimos enmarcha; venía hasta el herido en la cabeza, quemejor hubiera estado a la sombra del fortín.Caminamos en fila hacia la playa, donde nosesperaban dos botes. También los botes habíansufrido las consecuencias de la embriaguezgeneral de aquella tripulación, pues uno teníarota la bancada y los dos estaban llenos de ba-rro y agua. Pensaban llevar los dos botes comomedida de seguridad, y se repartieron en am-

bos y empezamos a remar a través del embar-cadero.

Según navegábamos comenzaron las discu-siones sobre el mapa. La cruz roja era demasia-do grande para señalar con exactitud el lugar, ylos términos escritos al dorso, un tanto ambi-guos. El lector recordará que decían:

«Arbol alto, lomo del Catalejo, desmorandouna cuarta al N. del N.N.E.

Isla del Esqueleto E.S.E. y una cuarta al E.Diez pies.»

El árbol alto era, pues, la señal más importan-te. Ahora bien: frente a nosotros el fondeaderoestaba cerrado por una meseta de doscientos atrescientos pies de altura, que se unían por elnorte a las estribaciones meridionales del Cata-lejo, volviéndose a elevar hacia el sur en aquelabrupto promontorio que cortaban los acanti-lados, el monte Mesana. La meseta estaba cu-bierta de pinos de muy diferente talla. Varios

elevaban cuarenta o cincuenta pies su limpiocolor sobre el resto del bosque, ¿pero cuál deellos era el «árbol alto» del capitán Flint? Nohabía brújula para guiarnos.

Pese a ello, todos los piratas habían ya elegi-do su árbol favorito antes de llegar a la mitaddel camino, y sólo John «el Largo» se encogíade hombros y les decía que aguardasen.

Remábamos despacio, como había ordenadoSilver, para no cansar a los hombres antes detiempo, y después de una larga travesía des-embarcamos en las cercanías del segundo río, elque desciende por uno de los barrancos delCatalejo. Desde allí, torciendo a la izquierda,empezamos a ascender hacia la meseta. Alprincipio el terreno, pesado y fangoso, con unacasi impenetrable vegetación, retrasó muchonuestra marcha; pero poco apoco lapendientefue haciéndose más dura y pedregosa y los ma-torrales clareando. Aquélla era ciertamente unaparte de la isla de las más agradables. Unaaromática retama y numerosos arbutos con

flores sustituían la hierba. Bosquecillos de ver-des árboles de nuez moscada alternaban con lasrojizas columnetas y las largas sombras de lospinos, y el olor de las especies de los unos semezclaba al aroma de los otros. El aire fresco yvigorizante, lo que, bajo los ardientes rayos delsol, refrescaba nuestros sentidos.

Todos los piratas empezaron a corretear, gri-tando con gran contento. Se esparcieron comoun abanico, y en el centro, tras ellos, Silver y yocaminábamos, yo atado a mi cuerda y él ren-queando y fatigado, con mil tropezones. Algu-na vez tuve que ayudarlo o hubiera caído ro-dando cuesta abajo.

Llevábamos más de media milla en nuestrasubida y ya estábamos alcanzando el borde dela meseta, cuando uno que iba destacado haciala izquierda empezó a llamar a gritos, comosobrecogido por el terror. Todos empezaron acorrer en aquella dirección.

-No puede ser que haya encontrado el tesoro-dijo el viejo Morgan pasando ante nosotros-; el

tesoro debe estar más arriba. Lo que en reali-dad sucedía era cosa bien distinta, como pudi-mos comprobar, cuando llegamos a aquel sitio.Al pie de un pino bastante alto, y como trenza-do en una planta trepadora, que había distor-sionado algún huesecillo, yacía un esqueletohumano del que aún pendía algún jirón de ro-pa. Creo que todos, por un instante, sentimosque nos recorría un escalofrío.

-Era un marinero -dijo George Merry, quien,más osado que los demás, se había acercado yexaminaba la tela-. Buen paño marinero.

-Sí, sí -dijo Silver-, es muy probable. Tampocoesperaríais encontrar aquí a un obispo, creo yo.Pero ¿no os dais cuenta de que los huesos noestán en forma natural? ¿Por qué?

Y era cierto: mirando con cuidado, resultabaevidente que el esqueleto tenía una postura queno era natural. Aparte de cierto desorden (pro-ducido acaso por los pájaros que lo devorabano por el lento crecer de la trepadora que lo en-volvía), el hombre estaba demasiado recto: los

pies apuntaban en una dirección, pero las ma-nos, levantadas y unidas sobre el cráneo, comolas de quien se tira al agua, apuntaban en ladirección opuesta.

-Se me ha metido una idea en mi vieja cabeza-dijo Silver-. Veamos la brújula. Aquélla es lacima de la Isla del Esqueleto, que sobresale co-mo un diente. Vamos a tomar el rumbo si-guiendo la línea de los huesos.

Así se hizo. El esqueleto apuntaba directa-mente en dirección a la isla, y la brújula indica-ba, en efecto, E.S.E. y una cuarta al E.

-Me lo figuraba -exclamó el cocinero-. Es unindicador. Allí está el rumbo que lleva a la es-trella polar y a nuestros buenos dineros. Pero,¡por todos los temporales!, frío me da de pensarque ésta es una de las bromas de Flint, no mecabe duda. El y los otros seis estuvieron aquí,solos, y él los mató uno por uno, y a éste lo trajoaquí, y lo orientó según la brújula. ¡Que revien-te mis cuadernas! Los huesos son grandes y el

pelo parece que fue rubio. Ah... éste debía serAllardyce. ¿Recuerdas a Allardyce, Morgan?

-Ay, sí -repuso Morgan-, me acuerdo; medebía dinero, me lo debía y encima se llevó micuchillo cuando vino a tierra.

-Hablando de cuchillos -dijo otro-, ¿por quéno buscamos el de éste? Flint no era hombreque registrara los bolsillos de un marinero, y nocreo que los pájaros se lleven nada de peso.

-¡Por todos los diablos que llevas razón! -exclamó Silver.

-Aquí no hay nada -dijo Merry palpando porentre los huesos y los jirones de tela-: ni unamoneda de cobre ni una caja de tabaco. Esto nome parece tampoco muy normal.

-No, ¡por todos los cañonazos! -dijo Silver-,no lo es. Ni tampoco creo que sea bueno, pue-des asegurarlo. ¡Por el fuego de San Telmo,compañeros, que no quisiera encontrarme conFlint! Seis eran y de los seis sólo quedan hue-sos. Seis somos nosotros.

-Yo lo vi muerto con estos ojos -dijo Morgan-.Billy me hizo entrar con él. Allí estaba con dosmonedas de un penique sobre sus ojos.

-Muerto, sí... seguro que estaba muerto, y enlos infiernos -dijo el de la cabeza vendada-; sihay un espíritu que pueda volver, ése es Flint.¡Qué gran corazón y qué mala suerte tuvo!

-Eso es verdad -observó otro-: recuerdo cómose enfurecía, y luego gritaba pidiendo más ron,o se ponía a cantar «Quince hombres»; sólocantaba esa canción, compañeros, y os digo quedesde entonces no me gusta mucho cuando laoigo. Hacía más calor que en un horno y la ven-tana estaba abierta, y yo escuchaba esa canciónuna y otra vez... Y a Flint se lo llevaba la muer-te.

-Vamos, vamos -dijo Silver-, no hablemosmás de eso. Muerto está y se sabe que los muer-tos no andan; al menos, supongo que no andande día, eso es seguro. Tanto pensar mató al ga-to. Vamos a buscar los doblones.

Nos pusimos en marcha; pero a pesar del ca-lor del sol y de aquella luz deslumbrante, lospiratas no se mostraban ya tan alegres, sino quecaminaban juntos y hablando en voz baja. Elterror del pirata muerto había sobrecogido susespíritus.

Capítulo 32La busca del tesoro: la voz entre los árboles

En cuanto alcanzamos la meseta, todos, enparte por lo abatidos que estaban, en parte por-que Silver y los enfermos descansaran, decidie-ron sentarse un rato.

Desde donde estábamos se dominaba un vas-to paisaje gracias al declive hacia poniente de lameseta. Ante nosotros, por encima de las copasde los árboles, veíamos el cabo Boscoso batidopor el oleaje; detrás no solamente podíamosdivisar el fondeadero y la Isla del Esqueleto,sino hasta la franja de arena y el terreno másbajo de la parte oeste, y más allá, la inmensa

extensión del océano. El Catalejo se alzaba po-deroso ante nosotros, con algunos pinos aisla-dos y sus formidables precipicios. No se escu-chaba otro ruido que el de las lejanas rompien-tes, que parecía subir de toda la costa hacia lacima del monte, y el zumbido de los infinitosinsectos de aquellos matorrales. No se descubr-ía presencia humana alguna; ni una vela en lamar; la grandeza del paisaje aumentaba la sen-sación de soledad.

Silver, mientras descansaba, tomó ciertas de-moras con la brújula.

-Hacia esa parte veo tres «árboles altos» -dijo-, casi en la línea de la Isla del Esqueleto. «Lomodel Catalejo»... supongo que quiere indicaraquella punta más baja. Creo que ahora es unjuego

de niños el hacernos con el dinero. Casi medan ganas de que comamos antes de ir a bus-carlo.

-Yo no tengo hambre -gruñó Morgan-. Depensar en Flint se me ha quitado.

-Ah, bueno, camarada, puedes dar gracias atu estrella porque esté muerto -dijo Silver.

-Era un demonio -gritó un tercer pirata, es-tremeciéndose-, -¡y con aquella cara azulada!

-Como se la había dejado el ron -añadió Me-rry-. ¡Azulada, sí! Recuerdo que era como ceni-za. Azulosa es la palabra.

Desde que habíamos topado con el esqueletoy habían empezado a dar vueltas en sus cabe-zas a esos recuerdos, sus voces iban haciéndoseun sombrío susurro, de forma que el rumor delas conversaciones apenas rompía el silenciodel bosque. Y de pronto, saliendo de entre losárboles que se levantaban ante nosotros, unavoz aguda, temblorosa y rota entonó la viejacanción:

«Quince hombres en el cofre del muerto.¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!».

No he visto jamás hombres tan espantados ydespavoridos como aquellos filibusteros. El

color desapareció como por ensalmo de los seisrostros; algunos se pusieron en pie aterrados yotros se cogieron entre sí; Morgan se arrastrabapor el suelo.

-¡Es Flint, por todos los...! -chilló Merry.La canción terminó tan repentinamente como

había empezado; cortada a mitad de una notacomo si alguien hubiera tapado la boca del can-tor. Como venía a través del aire limpio y lu-minoso, y como de muy lejos, me pareció quetenía algo de dulce balada, y eso hacía aún masextraño su efecto sobre aquellos hombres.

-Vamos -dijo Silver, a quien parecían no salirlas palabras de sus labios violáceos-, ;no hagáiscaso! ¡Listos para la maniobra! Es una buenaseñal, es la voz de alguien que está de broma...alguien de carne y con sangre en las venas, noos quepa duda.

Conforme hablaba, Silver parecía ir reco-brando el valor y también parte del color per-dido. Los demás empezaron a ir dominándosey a tratar de razonar, cuando de pronto volvió a

escucharse la misma voz, pero esta vez no can-taba, sino que era como una llamada débil ylejana, cuyo eco vibraba en los peñascos delCatalejo.

-¡Darby M'Graw! -repetía el lamento, pueseso es lo, que en realidad parecía-. ¡DarbyM'Graw! ¡Darby M'Graw! -una vez y otra, ydespués, elevándose, profirió un juramento queafrenta repetir-: ¡Dame el ron por el culo, Dar-by!

Los bucaneros se quedaron clavados en su si-tio con los ojos fuera de las órbitas. La voz sehabía extinguido hacía ya mucho y aún conti-nuaban mirando fijamente delante de ellos,mudos de terror.

-¡Ya no hay duda! -dijo uno-. ¡Huyamos!-¡Esas fueron sus últimas palabras! -exclamó

Morgan-, ¡sus últimas palabras a bordo de estemundo!

Dick había sacado la Biblia y rezaba apresu-radamente. Sin duda, antes de hacerse a la mar

y entrar en tan malas compañías, Dick habíarecibido una buena crianza.

Pero, a pesar de todo, Silver no se rendía. Oícómo sus dientes castañeteaban, pero no estabadispuesto a rendirse.

-Nadie en esta isla ha oído hablar de Darby -murmuró-, nadie aparte de los que estamosaquí. -Y después, haciendo un gran esfuerzo,dijo-: Yo he venido para apoderarme de esedinero, y nadie, ni hombre ni demonio, compa-ñeros, me hará desistir. No le tuve miedo aFlint en vida y, ¡por Satanás!, que estoy dis-puesto a hacerle cara muerto. Ahí, a menos deun cuarto de milla, hay setecientas mil libras.¿Cuándo se ha visto que un caballero de fortu-na vuelva la espalda a un tesoro así por un vie-jo marino borracho con la nariz violeta... y,además, muerto?

Pero sus compinches no dieron la menormuestra de recuperar su valor; al contrario,cada vez parecían más aterrados, sobre todo

ante los juramentos de Silver, que tomabancomo provocaciones al espíritu de Flint.

-¡Cuidado, John! -dijo Merry-. No irrites sualma. Todos los demás estaban demasiado ate-rrorizados como para hablar. Y hubieran esca-pado cada uno por un lado si no hubiera sidopor el propio miedo, que los paralizaba; se api-ñaron con John, como si aquella audacia losprotegiera. El, por su parte, era ya muy dueñode sí mismo.

-¿Su alma? Bien, acaso sea su alma -dijo-. Pe-ro no lo veo tan claro. Se oía también un eco. Yono sé de un espíritu que haga sombra; ¿y porqué, entonces, va a hacer eco? Me parece muyextraño, ¿no es así?

Su argumento me pareció que no se manten-ía, pero nadie es capaz de predecir qué puedainfluir en los temerosos, y, con gran sorpresapor mi parte, George Merry se tranquilizó bas-tante.

-Sí, eso es verdad -dijo-. Hay pocas cabezascomo la tuya, John, eso no hay quien lo pueda

negar. ¡A las velas, compañeros! Esta tripula-ción está dando una bordada en falso. Y hayuna cosa... si os fijáis era como la voz de Flint,pero no tenía aquella fuerza suya, de mandar,aquel poder... Se parecía a... otra voz... sí, eracomo la voz...

-¡Por todos los temporales! -rugió Silver-.¡Ben Gunn! -¡ Sí, ésa era la voz! -gritó Morgan,levantándose del suelo-. ¡Era la voz de BenGunn!

-Pero viene a ser lo mismo -dijo Dick-, porqueBen Gunn también se fue, como Flint.

Pero a los más veteranos aquellas últimas pa-labras parecieron tranquilizarlos.

-¿Y qué importa Ben Gunn? -dijo Merry-; vivoo muerto, no cuenta para nada.

Cómo habían ido recobrando el valor resulta-ba extraordinario para mí; el color volvía a suscaras, y no tardaron en reanudar una conversa-ción animada. De vez en cuando se callabanpara escuchar, pero, al no oír nada, decidieronseguir su camino y volvieron a echarse al hom-

bro las herramientas y los víveres. Merry abrióla marcha, llevando la brújula de Silver, y se-guimos directamente hacia la Isla del Esquele-to. Realmente, vivo o muerto, a nadie le impor-taba Ben Gunn.

Dick era el único que seguía aferrado a su Bi-blia, y, mientras caminaba, miraba frecuente-mente a su alrededor; pero ninguno trató deconsolarlo y hasta Silver se burlaba de todassus inquietudes.

-Ya te lo dije -le repetía-; esa Biblia no sirve. Ysi no se puede jurar sobre ella, ¿tú crees que vaa parar a algún espíritu? ¡Ni esto! -y hacíachasquear sus dedos enormes mientras se pa-raba sobre su muleta.

Pero Dick no admitía bromas y pronto fue vi-sible que empezaba a sentirse enfermo. Quizáfavorecida por el calor, la fatiga y aquella pro-funda impresión, la fiebre que el doctor Liveseyanunciara iba apoderándose de él.

El camino no era difícil a través de la meseta;empezábamos a ir cuesta abajo, pues, como ya

he dicho, la altiplanicie descendía hacia el oes-te. Pinos de todos los tamaños crecían, aunquemuy clareados, y hasta en los bosquecillos deazaleas y árboles de nuez moscada grandescalveros aparecían abrasados por el sol. Ibamosavanzando hacia el noroeste, a través de la isla,y nos acercábamos a las laderas del Catalejo;ante nosotros se abría el paisaje de la bahía oc-cidental, donde yo había estado ya una vez enmi viejo y zarandeado coraclo.

Por fin alcanzamos el primero de los altosárboles, pero por la brújula comprobamos queno era el que buscábamos. Lo mismo ocurriócon el segundo. El tercero se alzaba lo menosdoscientos pies sobre un espeso matorral: eraun verdadero gigante, con un tronco rojizo,cuyo diámetro podía ser el de una cabaña, yque producía una sombra tan inmensa, quebien podría haber maniobrado en ella unacompañía. Era visible desde muy lejos en elmar, desde cualquier posición, y servía perfec-

tamente para ser reseñado en las cartas comomarca de navegación.

Pero no era su tamaño lo que emocionaba amis compañeros, sino la idea de que a su som-bra dormían setecientas mil libras. La avariciaiba disipando en ellos sus anteriores temores.Los ojos les brillaban y sus pies se volvían lige-ros, veloces; toda su alma estaba ahora pen-diente de aquella fortuna, de la vida regalada yde los placeres que les iba a permitir a cada unodesde entonces.

Silver, gruñendo, avanzaba renqueando consu muleta; las aletas de su nariz vibraban; gri-taba mil juramentos contra las moscas que seposaban en su rostro sudoroso y ardiente, ydaba furiosos tirones a la cuerda con que mearrastraba, y de cuando en cuando se volvíadirigiéndome una mirada asesina. No se toma-ba ya ningún trabajo en disimular sus pensa-mientos y yo podía leerlos como si estuvieranimpresos. Ante la inminencia del tesoro todo lodemás había dejado de existir: sus promesas, la

advertencia del doctor; y yo no tenía dudas deque, en cuanto lograra apoderarse del oro, bus-caría la Hispaniola y, aprovechando la noche,degollaría a toda persona honrada que quedaseen la isla, y luego largaría velas, como habíapensado en un principio, cargado de crímenesy de riquezas.

Tan preocupado como yo estaba con estospensamientos, no me era fácil seguir el paso deaquellos buscadores de tesoros. De cuando encuando daba un tropezón; y entonces Silvertiraba violentamente de la soga y era cuandome dirigía sus miradas asesinas. Dick, que ibarezagado, seguía la comitiva hablando entredientes, no sé si plegarias o maldiciones, con-forme la fiebre le subía. Y a todo esto se añadíaen mi cabeza la imagen de la tragedia queaquellas tierras habían contemplado un día,cuando el desalmado pirata del rostro cenicien-to, el que había muerto en Savannah cantandoy pidiendo más ron a voces, había sacrificadoallí mismo y por su propia mano a seis compa-

ñeros. Aquel bosquecillo, tan apacible ahora,debió haber escuchado los alaridos y los gritos,y aún, en mi pensamiento, creía oírlos vibrar enel aire sereno.

Llegamos al borde del bosque.-¡Victoria, compañeros! ¡Corramos todos! -

gritó Merry. Y los que iban en vanguardiaecharon a correr.

Y de repente, no habían avanzado ni diezyardas, cuando los vi detenerse. Escuché ungrito ahogado. Silver intentó ir más de prisaempujando frenéticamente su muleta; y un ins-tante después también él y yo nos paramos enseco.

Ante nosotros vimos un profundo hoyo, nomuy reciente, pues los taludes se habían des-moronado en parte y la hierba crecía en el fon-do; y allí clavado se veía el astil de un pico queestaba partido por su mitad y, esparcidas, lastablas de varias cajas. En una de ellas vi, mar-cado con un hierro candente, la palabra Walrus:el nombre del barco de Flint.

Aquello lo aclaraba todo: el tesoro había sidodescubierto y saqueado; ;las setecientas millibras habían desaparecido!

Capítulo 33La caída de un jefe

Jamás se vio revés semejante en este mundo.Cada uno de los seis hombres se quedó como silo hubiera fulminado un rayo. Pero Silver reac-cionó casi en el acto. Todos sus pensamientoshabían estado dirigidos, como un caballo decarreras, hacia aquel dinero; pero se contuvo enun segundo y conservó la cabeza, trató de re-cuperar su humor y cambió sus planes antes deque los otros fueran presa del desengaño.

Jim -me susurró-, toma esto. Y pon atención,porque en un momento estallará la tormenta.

Y deslizó en mi mano un pistolón de dos ca-ñones.

Empezó al mismo tiempo a deslizarse caute-losamente y sin perder la calma, hacia el norte,

y con unos pocos pasos puso la excavación en-tre nosotros y los cinco piratas. Entonces memiró y movió su cabeza como diciéndome: «Es-tamos en un callejón sin salida», que era lo queyo también pensaba de aquella situación. Sumirada se había transformado y ahora eracompletamente amistosa; pero yo sentía ya talrepugnancia ante aquellos cambios constantesde actitud, que no pude evitar decirle:

-Ahora cambiará usted otra vez de casaca.Pero no tuvo tiempo de responderme. Los

bucaneros, con terribles maldiciones, empeza-ron a saltar al fondo del hoyo y a escarbar consus dedos, tirando las tablas fuera. Morganencontró una moneda de oro. La levantó porencima de su cabeza gritando una sarta demaldiciones horribles. Era una moneda de dosguineas, y empezó a pasar de mano en mano.

-¡Dos guineas! -gritó Merry mostrándole aSilver la pieza-. Estas son las setecientas millibras, ¿no es así? Ahí tenemos al hombre de lospactos. Tú eres el que nunca estropea un nego-

cio, ¿verdad?, ¡tú, estúpido marino de aguadulce!

-Seguid escarbando, muchachos -dijo Silvercon el más insolente descaro-; seguramenteencontraréis alguna criadilla.

-¡Criadillas! -respondió Merry dando un chi-llido-. ¿Habéis oído eso, compañeros? Tú losabías todo, John «el Largo». Miradlo. Se le no-ta en la cara.

-Ah, Merry -dijo Silver-, ¿otra vez con preten-siones de capitán? Verdaderamente eres untipo de empuje.

Pero todos los piratas parecían pensar comoMerry. Empezaron a salir de la excavación confuriosas miradas. Y observé algo que podíasignificar lo peor para nosotros: que todos sub-ían y se situaban en la parte opuesta a Silver.

Y así nos quedamos: dos en un bando, cincoen el otro, el hoyo entre los dos grupos y nadiecon el valor suficiente para dar el primer golpe.Silver no se movió: los observaba muy firmesobre su muleta y me pareció más decidido y

sereno que nunca. No me cabe duda de que eraun hombre valiente.

Merry seguramente pensó que una arengapodía decidir a sus compinches.

-Camaradas -dijo-, ahí delante tenemos a esosdos, solos; uno es un viejo inválido, que nos hametido en esto, y suya es la culpa de estar comoestamos; el otro es un cachorrillo, a quien yomismo he de arrancar el corazón. ¡Vamos,compañeros!

Levantó su brazo al mismo tiempo que suvoz, ordenando el ataque. Pero en aquel instan-te -¡zum! ¡zum! ¡zum!- tres disparos de mosque-te relampaguearon en la espesura. Merry cayóde cabeza en el hoyo; el hombre de la cabezavendada giró sobre sí mismo como un espan-tapájaros y cayó de costado, herido de muerte,aunque aún se retorcía; los demás volvieron laespalda y echaron a correr con toda su alma. Yantes de respirar siquiera, John «el Largo» des-cargó sus dos tiros sobre Merry, que, intentaba

levantarse; volvió a caer y alzó sus ojos en elúltimo estertor.

-George -le dijo Silver-, cuenta saldada.En ese instante el doctor, Gray y Ben Gunn

salieron del bosque de árboles de la nuez y seunieron a nosotros con los mosquetes aúnhumeantes.

-¡Corramos! -gritó el doctor-. ¡Corramos, mu-chachos! ¡Hay que impedir que lleguen a losbotes!

Y nos lanzamos tras ellos, hundiéndonos aveces hasta el pecho en aquellos matorrales.

Silver no quería que lo dejásemos atrás. El es-fuerzo que aquel hombre realizó, saltando consu muleta hasta que los músculos del pechoparecían estar a punto de reventar, no lo hevisto nunca igualar por nadie; y lo mismo con-sidera el doctor. Pero no pudo alcanzarnos, ycorría rezagado unas treinta yardas, cuando lle-gamos a la meseta.

-¡Doctor! -gritó-, ¡mire allí! ¡No hay prisa!

Y verdaderamente no la había. En la zonamás despejada de aquella altiplanicie pudimosver a los tres piratas supervivientes, que corríanen una dirección equivocada, hacia el monteMesana; así pues estábamos entre ellos y losbotes. Nos sentamos a descansar los cuatro,mientras John Silver, enjugándose el sudor dela cara, casi se arrastraba hacia nosotros.

-Muchas gracias, doctor -dijo-. Habéis llegadoen el momento preciso para Hawkins y paramí. ¡De modo que eras tú, Ben Gunn! -añadió-.Buena pieza estás hecho.

-Soy Ben Gunn; ése soy -contestó el abando-nado, casi temblando como un anguila en suazoramiento-. Y -siguió después de una largapausa-, ¿cómo está usted, señor Silver? Muybien, muchas gracias, debe decir usted.

-Ben Gunn -murmuró Silver-, ¡y pensar quetú me la has jugado!

El doctor envió a Gray a buscar uno de los pi-cos que los amotinados habían olvidado en sufuga; y conforme regresamos, caminando ya

con toda tranquilidad cuesta abajo hasta dondeestaban fondeados los botes, me contó en pocaspalabras lo que había sucedido. La historia in-teresaba mucho a Silver, y en ella Ben Gunn,aquel abandonado medio idiotizado, era elhéroe.

Resulta que Ben, en sus largas y solitariascaminatas por la isla, había encontrado el es-queleto, y había sido él quien lo despojara detodo; había localizado el tesoro y lo había des-enterrado (suyo era el pico cuyo astil partidovimos en la excavación) y había ido transpor-tándolo a cuestas, en larguísimas y fatigosasjornadas, desde aquel gigantesco pino hastauna cueva que había encontrado en el monte delos dos picos, en la zona noreste de la isla, y allílo había almacenado a buen recaudo dos mesesantes de que nosotros arribásemos con la His-paniola.

Cuando el doctor logró hacerle confesar estesecreto, la misma tarde del ataque, y despuésde descubrir, a la mañana siguiente, que el fon-

deadero estaba desierto, fue a parlamentar conSilver, le entregó entonces el mapa, puesto queya no servía para nada, y no tuvo reparo enentregarle las provisiones, porque en la cuevade Ben Gunn había bastante carne de cabra, queél mismo había conservado; así le entregó todo,y más que hubiera tenido, con tal de poder salirde la empalizada y esconderse en el monte delos pinos, donde estaba a salvo de las fiebres ycerca del dinero.

-En cuanto a ti, Jim -me dijo-, me dolió mu-cho, pero hice lo que creí mejor para los otros,que habían cumplido con su deber; y si tú noeras uno de ellos, la culpa era sólo tuya.

Pero aquella mañana, al comprender que yome vería complicado en la siniestra broma queles había reservado a los amotinados, había idocorriendo hasta la cueva, y dejando al capitánal cuidado del squire, acompañado por Gray yel abandonado, había atravesado la isla en di-agonal con el fin de estar pronto a auxiliarnos,como fue preciso, en la excavación junto al pi-

no. Y al darse cuenta de que era bastante im-probable alcanzarnos, dada la delantera quellevábamos, envió por delante a Ben Gunn, queera hombre veloz en su carrera, para que hicie-se lo necesario mientras ellos llegaban. Fue en-tonces cuando a Ben se le ocurrió retrasarnoscon la treta de Flint, que sabía asustaría a susantiguos compañeros; y le salió tan bien, quepermitió que Gray y el doctor llegaran a tiempoy pudieran emboscarse antes de la aparición delos piratas.

-Ah -dijo Silver-, tener a Hawkins ha sido mimejor fortuna. Porque habríais dejado quehiciesen trizas al viejoJohn sin la menor consi-deración, ¿no es así, doctor?

-Ni por un instante -replicó el doctor Liveseyjovialmente. Llegamos al fin donde estaban losbotes. El doctor, con un zapapico abrió vías deagua en uno de ellos, y rápidamente embar-camos todos en el otro y nos hicimos a la marpara ir costeando hasta la Cala del Norte.

Navegamos ocho o nueve millas. Silver pa-recía muy fatigado, y a pesar de ello se sentó alos remos, como el resto de nosotros, y así fui-mos saliendo a mar abierta por una superficieserena y miste riosa. Poco después atravesamosel canal y doblamos el extremo sureste de laisla, a cuya altura, cuatro días antes, habíamosremolcado la Hispaniola.

Al pasar frente al monte de los dos picos, pu-dimos ver la oscura boca de la cueva de BenGunn, y junto a ella la figura erguida de unhombre vigilando con un mosquete: era el squi-re, y lo saludamos agitando un gran pañuelo ycon tres hurras, en los cuales debo decir queSilver tomó parte con tanto entusiasmo como elque más. Tres millas más allá entramos en laembocadura de la Cala del Norte, y cuál nosería nuestra sorpresa al ver la Hspaniola nave-gando sola. La pleamar la había puesto a flotey, si hubiera soplado un viento fuerte o unacorriente tan poderosa como la del fondeaderosur, posiblemente nunca más la hubiéramos

recobrado o la hubiésemos hallado encallada ydestrozada contra cualquier roca. Pero porsuerte no había percance alguno que lamentar,salvo que la vela mayor estaba destrozada.Dispusimos otro ancla y la fondeamos en brazay media de agua. Entonces regresamos reman-do hasta la rada del Ron, donde estaba el teso-ro; y desde allí Gray regresó solo con el bote ala Hispaniola para pasar la noche de guardia.

Una suave cuestecilla conducía desde la playaa la boca de la cueva. Allí arriba nos encontra-mos con el squire, que me recibió muy cordial ybondadosamente, sin mencionar mis correrías,ni para elogiarme ni como censura. Sólo vi en élcierto desagrado ante el saludo de Silver.

John Silver -le dijo-, es usted un bribón pro-digioso y un impostor..., un monstruo impos-tor. Me han indicado estos caballeros que no leconduzca hasta los jueces, y no pienso hacerlo.Pero deseo que los muertos que ha causadopesen sobre su alma como ruedas de molinocolgadas al cuello.

-Gracias por sus bondades, señor -replicóJohn «el Largo», haciendo otra reverencia.

-¡Y se atreve a darme las gracias! -exclamó elsquire-. Es una grave omisión de mis deberes.Retírese usted.

Después de este recibimiento entramos en lacueva. Era espaciosa y bien ventilada y un pe-queño manantial corría hasta una charca deagua cristalina rodeada de helechos. El sueloera de arena. Delante de un gran fuego estabael capitán Smollett, y en un rincón del fondo,iluminado por los suaves reflejos de las llamas,vi un enorme montón de monedas y pilas delingotes de oro. Era el tesoro de Flint que hab-íamos venido a buscar desde tan lejos y quehabía costado la vida de diecisiete hombres dela Hispaniola. Cuántas mas habría costado jun-tarlo, cuánta sangre y cuántos pesares, cuántoshermosos navíos yacían en el fondo de los ma-res, cuántos valientes habrían pasado el tablóncon los ojos vendados, cuántos cañonazos,cuánto deshonor, cuántas mentiras, cuánta

crueldad, nadie quizá podría decirlo. Sin em-bargo, aún había tres hombres en aquella isla -Silver, el viejo Morgan y Ben Gunn- que habíantenido parte en esos crímenes y que ahora espe-raban tenerla en el botín.

-Entra, Jim -dijo el capitán-. Eres un buen mu-chacho, claro que en tu camino, Jim; pero pien-so que no volveremos nunca a hacernos juntosa la mar. Eres demasiado caprichoso para migusto. Ah, y también está usted, John Silver.¿Qué le trae por aquí?

-Señor, he vuelto a mi deber -contestó Silver.-¡Ah! -dijo el capitán; y fue todo lo que dijo.Aquella noche gocé de una magnífica cena

junto a los míos, y qué sabrosa me pareció lacabra de Ben Gunn, y las golosinas, y una bote-lla de viejo vino que habían traído desde la His-paniola. Creo que nadie fue nunca tan feliz co-mo lo éramos nosotros. Y allí estaba Silver, sen-tado lejos del resplandor del fuego, comiendocon buen apetito y pendiente de si precisába-mos algo para traerlo, y hasta participando con

cierta discreción de nuestras risas; ah, el mismosuave, cortés y servicial marinero de nuestraanterior travesía.

Capítulo 34El fin de todo

Al día siguiente, muy de mañana, empeza-mos a acarrear aquella inmensa fortuna hasta laplaya, que distaba cerca de una milla, y desdeallí, otras tres millas mar adentro hasta la His-paniola. La tarea fue muy pesada para tan cortonúmero como éramos. Los tres forajidos queaún erraban por la isla no nos preocupaban;uno de nosotros vigilando en la cima de la coli-na bastaba para protegernos de cualquier re-pentina agresión; y además, no dudábamos deque estarían más que hartos de cualquier que-rella.

Hicimos nuestro trabajo con entusiasmo.Gray y Ben Gunn fueron los encargados detripular el bote, y los demás, en su ausencia,

íbamos apilando el oro en la playa. Dos de loslingotes, atados con un cabo, eran ya de por sícarga más que suficiente para un hombre for-nido; tan pesada, que exigía un lento transpor-te. En cuanto a mí, como no servía por mi forta-leza para estos trabajos, me destinaron a ir en-vasando las monedas de oro en los sacos degalleta, y pasé el día en la cueva.

Aquélla era una extraña colección de mone-das, como la que había encontrado en el cofrede Billy Bones, por la diversidad de cuños, ytan fascinante, que jamás he gozado tanto comoal ir clasificándolas. Había piezas inglesas,francesas, españolas, portuguesas, georges yluises, doblones y guineas de oro, moidores,cequíes, y en fin, toda la galería de retratos delos reyes de Europa en los últimos cien añosjunto a monedas orientales de raro diseño, acu-ñadas con dibujos que parecían retazos de telasde araña, monedas cuadradas en lugar de re-dondas y taladradas algunas en su centro comopara poder colgarlas de un collar.

Formaban el más variado museo del dinero,y, en cuanto a su cantidad, creo que eran másque las hojas en el otoño, o que lo digan misriñones, que con dificultad soportaban aqueltrabajo, y mis dedos, que no daban abasto a irclasificándolas.

Ese trabajo duró varias jornadas, y cada atar-decer una fortuna iba siento estibada junto aotra en nuestro barco y otra aún mayor queda-ba aguardando su traslado para el siguientedía. Durante todo ese tiempo no vimos ni seña-les de los tres amotinados que habían huido.

Sólo una vez -creo que fue a la tercera noche-,cuando el doctor y yo paseábamos por la colinacontemplando desde allí todas las tierras bajasde la isla, la densa oscuridad nos trajo en elviento un rumor de risas y gritos. Sólo un ins-tante. Y de nuevo se hundió en el silencio.

-¡Que los cielos se apiaden de ellos! -dijo eldoctor-. ¡Son los amotinados!

-Y borrachos, señor -oímos la voz de Silverdetrás de nosotros.

Porque debo decir que Silver estaba en com-pleta libertad, y que, a pesar de los constantesdesaires a que era sometido, poco a poco parec-ía ir recobrando sus antiguos privilegios. Ver-dadera mente resultaba admirable cómo enca-jaba todas las humillaciones y con qué incansa-ble cortesía y afabilidad no cesaba de intentarcongraciarse con todos. Sin embargo, no conse-guía que se le tratara mejor que a un perro, sal-vo por parte de Ben Gunn, que parecía conser-var ante su antiguo cabo el mismo pavor desiempre. Y también por lo que a mí se refiere,que realmente me sentía agradecido con él,aunque no me faltasen razones para dudar desu conducta, pues hasta en el último momento,en la meseta, le había visto planear una nuevatraición. Por eso el doctor le respondió desabri-damente:

-Borrachos o delirando.-Lleváis razón, señor-replicó Silver-; lo que

para vos o para mí viene a importar lo mismo.

-Supongo que no pretenderá que a estas altu-ras le considere un hombre compasivo --le dijoel doctor irónicamente-, y si mis emociones leresultan ciertamente incomprensibles, señorSilver, he de decirle que, si estuviera convenci-do de que sus compinches están delirando, loque no me extrañaría, porque uno de ellos almenos debe ser pasto de las fiebres, saldríaahora mismo de aquí y, aunque me jugase lapiel, no dudaría en prestarles los auxilios de miprofesión.

-Perdonadme, señor, pero creo que haríaismuy mal -respondió Silver-. Podríamos perdervuestra vida, que es preciosa, no os quepa du-da. Yo estoy ahora metido hasta el cuello envuestro partido, y no me gustaría verlo dismi-nuido, y menos aún tratándose de vos, a quientanto debo. Esos que aullan ahí abajo no sonhombres de palabra, no, ni siquiera aunque lopretendieran; y lo que es más, no entenderían lavuestra.

-No -dijo el doctor-. En cuanto a palabra, yasé que sólo usted es capaz de mantenerla, ¿noes verdad?

No volvimos a saber de los tres piratas. Enuna ocasión escuchamos el estampido de unmosquete en la lejanía, y nos figuramos queestaban cazando. Entonces celebramos un con-sejo y se decidió abandonar la isla, lo que pro-vocó la alegría de Ben Gunn y la más rotundaaprobación por parte de Gray. Dejamos allí,para que pudiera ser aprovechado por los pira-tas, una buena provisión de pólvora y muni-ciones, gran cantidad de salazón de cabra yalgunas medicinas, así como herramientas yropa y una vela y un par de brazas de cuerda,y, por especial indicación del doctor, unespléndido regalo de tabaco.

Eso fue lo último que hicimos en la isla. El te-soro estaba embarcado y habíamos hecho aco-pio de agua y cecina. Y así, en una mañana delimpio aire, levamos anclas y zarpamos de laCala del Norte enarbolando el mismo pabellón

que nuestro capitán izara orgulloso en la empa-lizada.

Los tres forajidos debían estar espiándonoscon más atención de la que nosotros suponía-mos, pues, al navegar por la bocana de la bahía,lo que nos obligó a acercarnos a la punta sur,los vimos en el arenal, juntos y arrodilladosimplorando con sus brazos en alto. Creo quelograron que nuestros corazones se apiadarande su miserable suerte, pero no podíamos co-rrer el riesgo de otro motín; y conducirlos a lapatria, donde serían ajusticiados, tambiénhubiera sido un acto cruel en su humanitaris-mo. El doctor les dijo a gritos que les habíamosdejado suficientes provisiones y útiles y dóndepodían encontrarlos. Pero ellos siguieronllamándonos, y por nuestros nombres, y su-plicándonos por Dios que tuviéramos compa-sión y no los abandonásemos en aquellos para-jes. Cuando se convencieron de que el barco nose detendría y que no tardaríamos en estar fue-ra de su alcance, uno de ellos -no sé quien- se

levantó, se echó el mosquete a la cara y disparócontra nosotros; la bala silbó sobre la cabeza deSilver y atravesó la vela mayor.

Nos protegimos tras la borda y, cuando volvía mirar, ya no estaban en la franja de arena, yhasta la misma restinga casi no se percibía en ladistancia. Habíamos acabado con ellos, y, antesde que el sol estuviera en su cenit, pude ver,con la más inmensa alegría, cómo la cima de laIsla del Tesoro se hundía tras la curva azulísi-ma del horizonte marino.

Sufríamos tal escasez de marineros, que todosa bordo tuvimos que hacernos a la maniobia,menos el capitán, que ordenaba desde su lecho,una colchoneta situada en popa, pues, aunqueya estaba bastante repuesto, todavía precisabaesa quietud. Pusimos proa hacia el puerto máscercano de la América española, porque nopodíamos arriesgarnos a emprender el regresoa la patria sin enrolar una nueva tripulación;sufrimos un par de temporales y tuvimos vien-tos contrarios antes de llegar a nuestro primer

destino, al que arribamos con muchas dificul-tades.

Un atardecer anclamos en un bellísimo golfobastante bien abrigado, y en seguida nos vimosrodeados de canoas tripuladas por negros, in-dios mexicanos y mestizos, que nos ofrecíanfrutas y verduras y que estaban dispuestos abucear para recoger las monedas con que pagá-semos aquellos presentes. La visión de aquellosrostros risueños (sobre todo los de los negros),aquellos frutos tropicales exquisitos, y la con-templación de las luces del poblado que empe-zaban a encenderse hacía un contraste encanta-dor con nuestra trágica y sangrienta aventuraen la isla; y el doctor y el squire, llevándomecon ellos, fueron a tierra para pasar allí la vela-da. En el poblado encontraron a un capitán dela Marina Real inglesa con el que departieronlargamente y que nos llevó a su navío; y, enresumen, lo pasamos tan agradablemente, queregresamos a la Hispaniola con las primerasluces del alba.

Encontramos a Ben Gunn solo en cubierta, yen cuanto nos vio a bordo empezó con grandesaspavientos a contarnos lo sucedido en nuestraausencia. Silver se había escapado. Gunn con-fesó que había sido cómplice en su fuga, y queya hacía unas horas que había partido en unbote, pero nos juraba que lo había hecho porsalvar nuestras vidas, que estaba seguro hubie-ran peligrado si «aquel cojo permanecía a bor-do». Y eso no era todo: el cocinero no nos habíaabandonado con las manos vacías. Había perfo-rado un mamparo robando uno de los sacos deoro, que podía contener trescientas o cuatro-cientas guineas, que bien habrían de venirle ensu vida errabunda.

Creo que todos nos alegramos de habernosquitado ese peso y al más bajo precio.

Añadiré, para no alargar demasiado esta yalarga historia, que enrolamos algunos marine-ros, que nuestra travesía hasta Inglaterra fuefeliz y que la Hispaniola arribó a Bristol cuandoel señor Blandly estaba disponiendo un barco

de socorro. Con ella regresábamos cinco de losque nos habíamos lanzado en aquella aventura.«La bebida y el diablo se llevaron el resto», ycon ensañamiento; de cualquier forma, tuvimosmás suerte que aquel otro barco del que canta-ban:

«Y sólo uno quedóde setenta y cinco que zarparon. »

Cada uno de nosotros recibió su muy consi-derable parte de aquel tesoro, y usamos de ellacon prudencia o despilfarrándola, según la na-turaleza de cada cual. El capitán Smollett se haretirado de la mar. Gray no sólo supo conservarsu dinero, sino que, habiéndole acuciado unsúbito deseo de prosperar, se dedicó con afán asu profesión y hoy es piloto y copropietario deun hermoso barco, ha contraído matrimonio yes padre de familia.

En cuanto a Ben Gunn, se le dieron mil libras,que gastó o perdió en tres semanas, o para de-

cir mejor, en diecinueve días, pues el que hacíaveinte ya vino a nosotros mendigando. Enton-ces se le encomendó, para garantizarle su vida,un puesto de guardián en una hacienda, queera lo que tanto había temido él, en la isla; y ahícontinúa sus días, siendo muy querido y popu-lar entre los hijos de los campesinos y un nota-ble solista en el coro de la iglesia los domingosy fiestas de guardar.

De Silver no hemos vuelto a saber. Aquelformidable navegante con una sola pierna hadesaparecido de mi vida; supongo que se re-uniría con su vieja negra y que vivirá todavía,satisfecho, junto a ella y al Capitán Flint. Y ójalaasí sea, porque sus posibilidades de gozo en elotro mundo son harto escasas.

Los lingotes de plata y las armas aún están,que yo sepa, donde Flint las enterró; y por loque a mí concierne, allí van a seguir. Yuntas debueyes y jarcias que me arrastraran no conse-guirían hacerme volver a aquella isla maldita;pero aún en las pesadillas que a veces pertur-

ban mi sueño oigo la marejada rompiendo con-tra aquellas costas, o me incorporo sobresaltadooyendo la voz del Capitán Flint que chilla enmis oídos: «¡Doblones! ¡Doblones!»