Roa Bastos Augusto Seis Cuentos

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    AUGUSTO ROA BASTOS

    SEIS CUENTOS

    Lucha hasta el alba

    Chep Bolvar

    La Excavacion

    Bajo el puente

    El trueno entre las hojas

    Kurup

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    Lucha hasta el alba

    Y quedse Jacob solo, y luch con l una Persona hasta que rayaba el alba.(Gnesis, 32, 24)

    Tendido en el camastro boca abajo, el muchacho oy la tos seca del padre, el soplido

    para apagar la lmpara. Esper an un buen rato hasta que la noche se metiera bien

    adentro en la casa. Siempre era posible que el hermano mellizo acechara despierto en

    el cuarto contiguo. Cuando el silencio dej or el suave retumbo del ro en las

    barrancas, el muchacho se inclin y sac el envoltorio escondido. Los verdugones del

    castigo de la tarde le escocieron de nuevo hasta el hueso; en las rodillas, las punzadas

    de los maces sobre los cuales el padre le mand hincarse durante horas, como de

    costumbre. "Ah lo tienen al futuro tirano del Paraguay! Rebelde ahora, dspota

    despus!... A vergajazos voy a enderezar a este cachorro del maldito KaraGuas.

    La madre, tratando de aplacarlo: "No lo castigues as, Pedro! Lo vas a resabiar!..."

    Desde el patio el velludo mellizo le sacaba la lengua; las morisquetas de burlaaumentaron su humillacin, formaban parte del castigo. Sus brazos en cruz le

    pesaban cada vez ms. Cuando se qued solo los dobl y entrelaz los dedos sobre la

    nuca. Se senta hecho una criba. Su rabia le llenaba la boca de saliva amarga, le haca

    bombear salvajemente el corazn entre los huesos.

    Abri el envoltorio con mucho cuidado, no fueran a crujir los papeles viejos. El

    frasco brill entre sus manos con tenue fosforescencia. lo agit soplando varias veces

    en la boca de frasco. Los puntitos que titilaban adentro con luz verdosa se avivaron

    un poco; una luz ms dbil que el halo de la luna menguante sobre las hojas de los

    guayabos. Pero alcanz a ver borrosa la silueta de su mano, las falanges crispadas

    sobre el vidrio.

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    Volvi a agitar el frasco. - Son como pescados muertos -dijo-, pero el vientre todava

    les brilla en el aire viciado. Hay que echar los muertos y poner lmpiros vivos todos

    los das. Me acuerdo de la noche cuando se meti un mu dentro de una botella, en el

    patio, y me dio la idea de una lmpara que no fuera como las otras y que alumbraracon otra luz, la luz de los bichos que alumbran el aire de la noche.

    La mano del muchacho sigui escribiendo en el rotoso cuaderno, a la luz del tenue

    reverbero.

    -Pap no es hombre malo, pero me cree malo a m. l sabe que su infancia muri

    hace tiempo, pero no sabe que yo soy ms viejo que l. Capaz que por eso me pega

    con esa correa doble, que l usa para asentar el filo de su navaja. Pero no pega nunca

    a Esa. Mam me dice que es porque mi hermano es contrahecho y tiene la cabeza un

    poco desvariada. Pap me pega cuando cree que hago algo malo. Pero yo s que no

    es malo zambullirme en el ro con los otros muchachos M pueblo para buscar el

    cuerpo del pasero ahogado en el remanso, enredado entre los raigones M fondo bajo

    los flotadores de la balsa ' Esa cont que yo sal echando sangre por la nariz y por la

    boca, abrazado al cadver del viejo. Eso no es cierto. Yo encontr el cadver bajo la

    balsa pero no me anim a tocarlo. Me miraba fijo debajo M agua como rindose con

    una mueca. Vi los huesos ganchudos de las manos ya comidas por las piraas. Lo

    sacaron los otros muchachos. Pero aunque lo hubiese sacado yo, es malo eso? Es

    pecado tan grande sacar a un ahogado? Por lo menos para que lo entierren en

    camposanto.

    Suspir con estremecimiento.

    -Mam defiende a pap tratando de explicar que l tiene miedo a que yo tambin unda me ahogue en el ro, y que lo que l quiere es que volvamos a la ciudad para sacar

    de nosotros dos hombres tiles y sabedores y respetados. Pero los castigos no son

    solamente por culpa M ro. La otra vez fue la llave que perdi Esa en la chacra y no

    pudimos entrar en la casa. Pap me mand a buscarla mucho despus que cay la

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    noche y yo tuve que pasar corriendo con los ojos cerrados y los odos tapados sobre

    el empalado del puente donde dicen que tiene su guarida el fantasma del

    Descabezado. Estos castigos son los que ms duelen y me pueden desvariar la cabeza

    a m tambin, si es que no la tengo ya desvariada. El miedo es la cosa ms mala quepuede caerle a un cristiano. Y lo que yo siento es que pap tiene miedo a otra cosa

    que l mismo no entiende qu es. Hace ya mucho tiempo que es mensual de la

    fbrica y sabe que de aqu no podr salir, como sali M seminario, de los obrajes, de

    los Verba les. Hay lugares de donde no se puede salir. Y este lugar de Manor, en

    Iturbe del Guaira, es uno de ellos. La gente se muere aqu como los mus en el frasco

    cuando ya no pueden echar ms luz de su vientre, digo cuando la vida se les apaga en

    la fbrica o en los caaverales. Pap no es hombre malo y yo dira que es el ms

    bueno si no fuera por ese miedo que tiene a lo que no sabe y no en tiende, o tal vez lo

    sabe tan bien que ya lo olvid...

    El muchacho escriba con apuro, pero las letras gordas de escuelero le salan lentas y

    difciles. Se quedaban atrs de lo que l procuraba decir y escribir. Las borraba cada

    tanto con trazos temblorosos que a veces rasgaban el papel. El frasco se iba apagando

    poco a poco.

    - Cuando leo en la Biblia ese hecho que hizo Jacob, yo encuentro que es de otra

    manera, no como cuando mam nos lee o nos cuenta los mismos hechos. Igual que

    cuando a pap estuvieron por matarlo los revolucionarios porque no quiso decir

    dnde estaban las armas de la polica de la fbrica. Toda la noche entre si lo mataban

    o no lo mataban, y que dnde estn las armas, y los golpes y los insultos, y los tiros

    junto a su cabeza quemndole los cabellos y hasta uno de esos tiros arrancndole unpedazo de oreja. Todo esto justo hasta el alba cuando lleg al galope un jinete de la

    montonera y grit a los que tenan atado a papa con trozos de alambre: "No, a se no

    lo maten ya! Encontramos las armas escondidas en las calderas de la fbrica!..." Y

    as pap se salv de los fusiles y los machetes de la pueblada. Mam no quiere

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    acordarse de esas malas memorias. Se le humedecen los ojos y se queda callada. Me

    pasa la mano sobre la cicatriz que tengo en la cabeza y que me dej ah una pedrada

    de Esa. Mi hermano Esa de que nunca puedo separarme como si l siguiera

    teniendo trabada su mano a mi calcaar desde que nacimos juntos. Eso dice mamacuando cuenta que Esa es el mayor porque naci ltimo y que su alma est

    derramada en m como la ma est derramada en l. Pero yo no quiero un alma as,

    tan de dos sin ser de nadie y que sin ser nada y al mismo tiempo doble da a uno solo

    tanta afliccin...

    Ya no vio la forma de su mano. Se puso el lpiz entre los dientes. Empez a envolver

    el frasco con el mismo cuidado del comienzo. El viento que las Siete Cabrillas suelen

    soltar hacia la medianoche, haba apagado el retumbo del ro. El muchacho sinti el

    peso enorme de la noche amontonada en el cuarto. tom el frasco a tientas, abri la

    puerta y sali sin hacer ruido.

    la noche heda a los charcos de agua estancada, al guarapo fermentado en los canales

    de desage del ingenio. Arroj el frasco al ro desde lo alto de la barranca. Oy el

    ruido del choque en el agua. Se estuvo un rato inmvil. Luego sigui andando en la

    oscuridad, de cara al olor lejano de los caaverales. Sinti que la frente le arda en

    relente.

    Camin sin detenerse una sola vez. Su paso firme pareca olvidar todo otro rumbo

    que no fuera se. Por atajos y desvos que conoca bien lleg al cruce de los dos

    caminos que, en la historia de Jacob, en la Biblia se llama Manhanaim y en la tierra

    de Manor, TapeMoki. Algo o alguien le salto por detrs clavndole uas como

    garras en la nuca. El muchacho gir y comenz a luchar contra su invisibleadversario con toda la furia y la tristeza que llevaba adentro, con un ansia mortal de

    destruirlo. Luch cada vez con ms fuerza logrando que todo el peso de la noche

    entrara en su brazo. Sinti que ese esfuerzo desbarataba los malos recuerdos; sinti

    que los arrojaba de s en los espumarajos que echaba por la nariz y por la boca. Sinti

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    que sudaba sangre y que este sudor lo purificaba, que lo volva ms liviano, sin peso

    ninguno.

    Pero que todava estaba vivo y que slo viva para triunfar en esa lucha con el

    Desconocido. Como ste not que no poda contra l, puso su puo forzando lapalma del anca del muchacho y le descoyunt el muslo. Pero el muchacho no cejaba

    y arremeta con creciente encarnizamiento. La voz dijo: -Djame, que el alba sube!"

    Y el muchacho grit fuerte, no como un ruego sino como una orden: "No te dejar si

    no me bendices!" La voz dijo: "No puedo bendecirte porque ests maldito para

    siempre!..."

    El muchacho sigui luchando ciegamente, hasta que se dio cuenta de que haba

    estrangulado a su adversario; su cuerpo permaneca abrazado a l, pero ya inerte y sin

    vida. El muchacho se sacudi y lo dej caer. Su pie tropez con una piedra. la levant

    y contempl entonces la cabeza separada del tronco. Y en esa cabeza descubri el

    rostro de filudo perfil de ave de rapia del KaraiGuas, tal como lo mostraban los

    grabados de la poca. Pero tambin vio en la cabeza muerta el rostro de su padre.

    Dud un instante como en el centro de una alucinacin o de una pesadilla. Pero la

    palma del anca descoyuntada le mostr que si era un sueo se trataba de un sueo de

    otra especie. El da claro le mostr dos paisajes superpuestos, dos tierras, dos

    tiempos, dos vidas, dos muertes.

    ... Yo tambin, como Jacob, vi a Dios cara a cara y fue liberada mi alma...

    Pero esa voz no era la suya, ni la de su madre, ni la de las Escrituras, ni la voz que

    haba entrado muchas noches en su vigilia cuando al resplandor fosfrico de las

    lucirnagas ese - ' ba a su manera la historia de Jacob. Sinti en lo hondo de s quetodo eso era falso. Un sueo. Pero que esa falsedad, ese sueo, eran la nica verdad

    que le estaba permitida.

    El sol, el rescoldo neblinoso de un sol que no se vea quemaba todo el cielo y

    borroneaba el da en una tiniebla blanca. El muchacho continu su camino

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    rengueando del anca descoyuntada. Llevaba la cabeza sanguinolenta bajo el brazo. El

    fuego blanco del sol la iba despellejando por instantes. Pronto qued el crneo

    calcinado, arrugado, cada vez ms pequeo. El muchacho no se dio cuenta de ello

    entre las reverberaciones y el polvo que suban del camino, ni de que sus propioscabellos le haban crecido hasta los hombros y haban tomado el color de la ceniza.

    Se dirigi hacia el pueblecito de Nazareth. Lleg a casa del rabino Zacaras que no lo

    reconoci y lo tom por un mendigo. El muchacho Jacob le tendi las manos sin ver

    que en ellas no haba ningn crneo.

    -Es de una persona importante de Phanuel! dijo-. Se lo vendo por poco dinero...

    El rabino Zacaras no entendi lo que el otro le dijo. Salvo la palabra Phanuel, el

    nombre hebreo que quiere decir: elquehavistolafazdeDios. Le sorprendi que

    un muchacho campesino de Manor pudiese conocer el nombre y pronunciarlo con

    acento arcaico. Se lo hizo repetir. El muchacho Jacob volvi a decir claramente:

    -Phanuel!

    El rabino Zacaras retrocedi. Su voz se volvi dura:

    - Deja en paz lo que no entiendes y es sagrado! El hombre malo, el hombre

    depravado anda en perversidad de boca. Y t no eres el suplantador que estar en

    lugar de aquel hombre santo. Anda y trabaja los campos y siembra y cosecha.

    El muchacho Jacob inclin la cabeza. De entre los cabellos encanecidos cayeron

    sobre sus pies gotas de sudor o de lgrimas.

    -Vete -le dijo el rabino, y cerr la puerta despus de arrojarle unas monedas.

    La noche haba cado de nuevo. La silueta que rengueaba entr en un rancho de

    expendio de bebidas, que brillaba con resplandor calcreo a la luz de la luna, en unrecodo del camino. Pidi al bolichero con voz ronca apenas audible una botella de

    aguardiente y dej caer las monedas sobre las tablas. Bebi a sorbos largos apretando

    la boca ansiosamente contra el gollete, sin unapausa, sin un respiro, como si ya no

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    tuviera aire adentro. Se retir bambolendose hacia un rincn del rancho, y se tendi

    en lo oscuro ponindose el anca descoyuntada como cabeza.

    Entraron dos hombres del lugar y tambin se pusieron a beber. De pronto uno de

    ellos se fij en el que yaca en la sombra, y dirigindose al patrn, le pregunt con unguio de picarda:

    -No es se el hijo de don Pedro, el de la azucarera?

    El patrn asinti encogindose de hombros.

    -Los muchachos de ahora pronto empiezan a darle al trago -dijo el que haba

    hablado-. Pero el padre le va a sacar el vicio a latigazos. Don Pedro no se anda con

    vueltas.

    El segundo hombre se aproxim, husme la sombra y removi el cuerpo yacente,

    -A ste no le puede pasar ya nada -dijo moviendo la cabeza.

    -Qu quieres decir? -pregunt el posadero.

    El hombre regres al mostrador, bebise de un trago la media caa. Despus dijo con

    la voz opaca:

    - se ya huele a muerto.

    --------------------------------------------------------------------------------

    Primer cuento que escribi Augusto Roa Bastos (por vuelta de 1930). Publicado por

    primera vez en 1978.

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    Chep Bolvar

    -Ah Chep Bolvar! Cmo no me voy a acordar de l! -dijo la mujer sentada a milado en el camin de carga-. Alto, flaco, patas de pjaro. Siempre emponchado, en

    invierno y verano, por esas llagas que no se le curaban nunca. De noche, cuando

    haba luna, se encasquetaba un sombrern y encima, para ms seguridad, se cubra

    con una sombrilla. Sala a caminar por ah, asustando a la gente. Cmo no me voy a

    acordar de Chep Bolvar, el telegrafista de Manor!

    El olor de antes iba entrando en mi somnolencia cuando el mixto empez a

    traquetear por el camino de tierra del pueblo. La presencia de Chep Bolvar se iba

    formando en la voz de falsete de la vieja entre las jaulas de las gallinas, las bolsas de

    naranjas y los fardos de tabaco.

    En eso de la soledad de Chep, la vieja monorea no menta. Lo veo an, desnudo,

    las ronchas untadas con grasa de lagarto, encerrado en su rancho, trabajando la

    madera de su caja a la luz de una vela. Y la imagen borrosa se juntaba sin mezclarse

    con la voz de la vieja, asordinada por el cigarro. Lejos se oan en la noche los golpes

    de la azuelita y del formn sobre el tronco del rbol. "Ya est telegrafiando otra vez

    Chep!", se deca en el pueblo cuando escuchbamos ese picoteo enterrado de pjaro

    carpintero.

    Todo mezcladamente, la realidad con las realidades.

    El mixto henda con sus faros la noche polvorienta. La voz de la vieja chirriaba de

    tanto en tanto, cercana o lejana, segn los golpes de viento.-Chep muri cuando llegaron las tropas del gobierno, el ao de la creciente grande,

    en la revolucin del 47.

    -No muri de bala -dije por decir cualquier cosa.

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    -Hubo quien dijo que del susto de la balacera y hubo quien dijo que de una bala

    perdida -replic la revendedora-. Pero no es verdad. Cada uno muere a su manera y

    nunca en la vspera del da sealado. Tiene razn usted. Chep muri en su momento

    de hora. Haba estado esperando su muerte demasiado tiempo. Veinte aos le llevlabrar ese cajn de palosanto en que lo enterramos.

    El Chep de la vieja y el Chep de mi infancia, cabedores en una misma memoria,

    no eran los mismos. Y estaba el otro Chep, el que haba querido ser otro para

    cumplir ms fielmente su propio destino. Pjaro de un solo vuelo entre dos cielos.

    Lo cierto es que en los das de su vida no haba hombre en todo Manor del Guair

    que conociera mejor que Chep la historia de Simn Bolvar y las guerras de la

    Independencia. Mejor dicho, era el nico que la saba en aquel poblacho perdido

    entre ros, selvas y montes, y probablemente el nico entre los campesinos del

    Paraguay entero, sin excluir a los letrados de la ciudad. Al menos, Chep era el nico

    que haba aprendido la historia de esa manera. Acab transformndola en algo tan

    suyo como sus sueos y su sangre: una obsesin desmemoriada de todo otro recuerdo

    que fuese la visin de ese tumulto poblado de imgenes, de fragor, en cuyo centro se

    ergua la figura del Libertador.

    Chep hablaba de Caracas nombrndola a veces Mba'evera-guasu, la Ciudad

    Resplandeciente del viejo mito de El Dorado. Poseer tal ciudad en ese villorrio de

    ranchos y caaverales no era, deca Chep, "mascar tabaco ajeno". En el ruinoso

    cobertizo de la estacin del ferrocarril, en la plaza, en el atrio; en los caminos,

    contaba, temtico, a quien la quisiese or, la historia de esas luchas. Ante los ojos

    incrdulos o deslumbrados pona el resplandor de Caracas de donde haban salido losejrcitos de Bolvar para liberar a otros pueblos. "Nosotros no tuvimos esa suerte

    -murmuraba bajo el sombrero de paja apretndose la cucarda que sostena el doblez

    del ala-. Atravesando miles y miles de leguas, el Gran Capitn quiso venir a liberar

    tambin al Paraguay, pero los porteos le cerraron el paso..."

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    Para los ms Chep era un loco, el loco hablador del fierrito de la estacin.

    Impasible y alucinado continuaba contando esa historia con nombres extraos y

    familiares. Para l, los hombres eran imgenes y las imgenes las nicas cosas

    verdaderas en su revelacin originaria. "La verdad, deca, no hace ruido y slo tienecaras muy escondidas".

    Todo comenz con los latidos elctricos del telgrafo. Alguien, algn estudiantillo

    de Asuncin, empleado en el turno de noche, encontr la manera de memorizar sus

    lecciones de historia o de divertirse con ellas transmitindolas a ese colega

    semianalfabeto de Manor con la palanquita del morse.

    A lo largo de noches y noches el repiqueteo meti en el alma, en la mente simple del

    telegrafista la historia sin tiempo ni fronteras, que por ser de todos y de ninguno tan

    suya era y a la vez tan ajena.

    Cipriano Ovelar sinti la coaccin del decoro. Sin salir de Manor se fue a vivir a

    Caracas. Sinti que la sangre del Libertador corra por sus venas. Sinti que era otro

    y que otro deba ser su nombre. Desde entonces Chep Ovelar se llam Chep

    Bolvar. Lo sinti como el nico nombre digno de su obsesin; el nico que

    expresaba lo verdadero y mejor de su intil vida. Si lo llamaban con el nombre

    abolido permaneca en silencio. Vivo no lo sacaran de all.

    A lo largo de noches y aos y noches, Chep Bolvar transmiti incansable, a su

    turno, a otros pjaros insomnes como l posados en la barrita de bronce, la historia

    del largo y desvelado sueo de los oprimidos. El sueo que suda sangre en los vivos

    y en los muertos suba lentamente en las palabras sonmbulas de Chep. El maestro

    de msica Salustro haca estallar a veces en los odos sordos de Chep dos o tresnotas roncas de su viejo trombn. "Ya voy!...", deca Chep, visionario, encarando la

    luz fuerte que llenaba el da antes del da.

    En la revuelta agraria del ao 12, Chep Bolvar se uni a las montoneras del Guair,

    en el sur del Paraguay. Cay prisionero y los regulares estuvieron a punto de fusilarlo

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    porque se neg a transmitir una noticia falsa, la treta diablica que hizo caer en una

    emboscada al grueso de las tropas campesinas.

    Chep contaba que lo haban fusilado entonces. Lo que era una manera de decir la

    verdad. Desde la derrota del levantamiento agrario l estaba muerto en la mshumana forma del morir. "Yo ya no existo...", deca ciego y lejano, hueso y piel bajo

    los guiapos de su blusa. Hasta las llagas se le haban muerto, borrado, sanado. Si le

    quedaba alguna cicatriz, l todo entero era esa sola cicatriz. Costra de la nada.

    Silencio. Mudez.

    Nada ms y todo eso. Seguira contemplando en lo hondo el amado resplandor. Y lo

    que l no vio pero algunos vean en los das de neblina era el guila oscura posada en

    la cumbrera del rancho de Chep.

    -Ah pcaro viejo! -murmur la vieja manorea-. Se daba maa para encontrar lo que

    no buscaba. Para los pobres la dicha est siempre en otra parte...

    En el tiempo sin tiempo de Chep, la cuenta era simple. Despus de los diez aos de

    prisin por "desacato militar y propaganda subversiva a travs del sistema de

    comunicaciones del Estado", Chep regres a Manor, ahora s lejansimo y

    espectral.

    Ms de treinta aos sobrevivi a su muerte, encerrado en su rancho, mientras su

    sombra vagaba recorriendo en peregrinacin la ruta de Bolvar por medio continente.

    Hay un momento en que el Libertador, viudo de la gloria, huye de Caracas entre los

    retratos rotos y la indiferencia que alfombran su paso hacia el destierro. En una

    esquina de la Plaza Mayor, semiescondido entre los soportales, Chep lo contempla

    pasar. Se adelanta hacia el fugitivo, sacndose el sombrero. "Vamos al Paraguay, miGeneral!... -dijo Chep que le dijo a su tocayo en desgracia-. All usted tiene todava

    mucho que hacer..." Las telitas de las cataratas temblaban hmedas sacudidas por el

    vendaval que le sala de adentro.

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    -Durante veinte aos -refluy la voz de la vieja en el mixto- Chep labr la madera

    de su caja. Al final nos olvidamos de l. Cuando llegaron las tropas del gobierno y

    atacaron el pueblo, Chep se nos muri as no ms de golpe. Por algn agujero se le

    escap el nima...La mujer guard silencio por un largo instante. La primera luz empez a teir el

    polvo. El rostro arrugado se volvi hacia m.

    -Ya estamos llegando -dijo-. Usted no es de estos lugares, creo, me parece.

    -No -ment sin remordimiento.

    -Qu viene a hacer a Manor? Digo..., si se puede saber.

    -Nada -me o decir entre dientes.

    -Ah bueno -dijo la vieja-. La nada es buena como remedio. Eso fue lo que Chep

    tom a lo ltimo. Al cristiano le cuesta a veces morir. Por falta de costumbre, digo

    yo. Cuando llegaron las tropas del gobierno y atacaron el pueblo por todos lados,

    alguien vino a decir que Chep estaba acostado en su caja, muerto. En esa caja lo

    enterramos. Pero no en el cementerio. El acompaamiento no pudo atravesar la

    fusilera que cercaba el pueblo. Tuvimos que enterrar a Chep en un potrero. Eso

    tambin hay que decirlo sin ofender. A Chep mucho el pueblo le quera a pesar de

    todo y por todo. Un hombre ms para nada que l no haba en este mundo. Pero vala

    por lo que era y saba mucho sin saber que lo saba, sin vergenza de ser limpio y

    honrado entre tantos sinvergenzas. Su vicio era la esperanza del pobre que es querer

    el todo para todos. Y Chep era capaz de encoger hasta su sombra para no estorbar a

    nadie. Eso fue Chep, y un poco ms y un poco menos. En un potrero lo enterramos

    bajo la lluvia, el viento y las balas. Cada uno dej su ramo de flor sobre el estircol yel barro. Ninguno falt al acompaamiento de ese muerto al que muchos, entre los

    ms viejos, le debamos la vida.

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    La Excavacion

    El primer desprendimiento de tierra se produjo a unos tres metros, a sus espaldas. Nole pareci al principio nada alarmante. Sera solamente una veta blanda del terreno de

    arriba. Las tinieblas apenas se pusieron un poco ms densas en el angosto agujero por

    el que nicamente arrastrndose sobre el vientre un hombre poda avanzar o

    retroceder. No poda detenerse ahora. Sigui tvanzando con el plato de hojalata que

    le serva de perforador. La creciente humedad que iba impregnando la tosca dura lo

    alentaba. La barranca ya no estara lejos; a lo sumo, unos cuatro o cinco metros, lo

    que representaba unos veinticinco das ms de trabajo hasta el boquete liberador

    sobre el ro.

    Alternndose en turnos seguidos de cuatro horas, seis presos hacan avanzar la

    excavacin veinte centmetros diariamente. Hubieran podido avanzar ms rpido,

    pero la capacidad de trabajo estaba limitada por la posibilidad de desalojar la tierra en

    el tacho de desperdicios sin que fuera notada. Se haban abstenido de orinar en la lata

    que entraba y sala dos veces al da. Lo hacan en los rincones de la celda hmeda y

    agrietada, con lo que si bien aumentaban el hedor siniestro de la reclusin, ganaban

    tambin unos cuantos centmetros ms de "bodega" para el contrabando de la tierra

    excavada.

    La guerra. civil haba concluido seis meses atrs. La perforacin del tnel

    duraba cuatro. Entre tanto, haban fallecido, por diversas causas, no del todo

    apacibles, diecisiete de los ochenta y nueve presos polticos que se hallabanamontonados en esa inhspita celda, antro, retrete, ergstula pestilente, donde en

    tiempos de calma no haban entrado mmca ms de ocho o diez presos comunes.

    De los diecisiete presos que haban tenido la estpida ocurrencia de morirse, a

    nueve se haban llevado distintas enfermedades contradas antes o despus de la

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    separaban del boquete salvador de la barranca del ro. Quiz eran menos, slo unos

    cuantos centmetros, unos minutos ms de araazos profundos. Se convirti en un

    topo frentico. Sinti cada vez ms hmeda la tierra. A medida que le iba faltando el

    aire, se senta ms animado. Su esperanza creca con la asfixia Un poco de barro tibioentre los dedos le hizo prorrumpir en un grito casi feliz. Pero estaba tan absorto en su

    emocin, la desesperante tiniebla de tnel lo envolva de tal modo, que no poda

    darse cuenta de que no era la proximidad del ro, de que no eran sus filtraciones las

    que hacan ese lodo tibio, sino su propia sangre brotando debajo de las uas y en las

    yemas heridas por la tosca. Ella, la tierra densa e impenetrable, era ahora la que, en el

    eplogo del duelo mortal comenzado haca mucho tiempo, 1a gastaba a l sin fatiga y

    lo empezaba a comer an vivo y caliente. De pronto, pareci alejarse un poco.

    Manote al vaco. Era l quien se estaba quedando atrs en el aire como piedra que

    empezaba a estrangularlo. Procur avanzar, pero sus piernas ya irremediablemente

    formaban parte del bloque que se haba desmoronado sobre ellas. Ya ni las senta.

    Slo senta la asfixia. Se estaba ahogando en un ro slido y oscuro. Dej de

    moverse, de pugnar intilmente. La tortura se iba transformando en una inexplicable

    delicia. Empez a recordar.

    Record aquella otra mina subterrnea en la guerra del Chaco, haca mucho

    tiempo. Un tiempo que ahora se le antojaba fabuloso. Lo recordaba, sin embargo,

    claramente, con todos los detalles.

    En el frente de Gondra, la guerra se haba estancado. Hacia seis meses que

    paraguayos y bolivianos, empotrados frente a frente en sus inexpugnables posiciones,cambiaban obstinados tiroteos e insultos. No haba ms de cincuenta metros entre

    unos y otros.

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    En las pausas de ciertas noches que el melanclico olvido haba hecho de

    pronto atrozmente memorables, en lugar de metralla canjeaban msica y canciones

    de sus respectivas tierras.

    El altiplano entero, ptreo y desolado, bajaba arrastrado por la quejumbre delas cuecas; toda una raza hecha de cobre y castigo, desde su plataforma csmica

    bajaba hasta el polvo voraz de las trincheras. Y hasta all bajaban desde los grandes

    ros, desde los grandes bosques paraguayos, desde el corazn de su gente tambin

    absurda y cruelmente perseguida, las polcas y guaranias, juntndose, hermanndose

    con aquel otro aliento melodioso que suba desde la muerte. Y as suceda porque era

    preciso que gente americana siguiese muriendo, matndose, para que ciertas cosas se

    expresaran correctamente en trminos de estadstica y mercado, de trueques y

    expoliaciones correctas, con cifras y nmeros exactos, en boletines de la rapia

    internacional.

    Fue en una de esas pausas en que en unin de otros catorce voluntarios,

    Perucho Rodi, estudiante de ingeniera, buen hijo, hermano excelente, hermoso y

    suave moreno de ojos verdes, haba empezado a cavar ese tnel que deba salir detrs

    de las posiciones bolivianas con un boquete que en el momento sealado entrara en

    erupcin como el crter de un volcn.

    En dieciocho das los ochenta metros de la gruesa perforacin subterrnea

    quedaron cubiertos. Y el volcn entr en erupcin con lava slida de metralla, de

    granadas, de proyectiles de todos los calibres, hasta arrasar las posiciones enemigas.Record en la noche azul, sin luna, el extrao silencio que haba precedido a la

    masacre y tambin el que lo haba seguido, cuando ya todo estaba terminado. Dos

    silencios idnticos, sepulcrales, latentes. Entre los dos, slo la posicin de los astros

    haba producido la mutacin de una breve secuencia. Todo estaba igual. Salvo los

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    restos de esa espantosa carnicera que a lo sumo haba aadido un nuevo detalle

    apenas perceptible a la decoracin del paisaje nocturno.

    Record, un segundo antes del ataque, la visin de los enemigos sumidos en el

    tranquilo sueo del que no despertaran. Record haber elegido a sus vctimas,abarcndolas con el girar an silencioso de su ametralladora. Sobre todo, a una de

    ellas: un soldado que se retorca en el remolino de'una pesadilla. Tal vez soaba en

    ese momento en un tnel idntico pero inverso al que les estaba acercando al

    exterminio. En un pensamiento suficientemente extenso y flexible, esas distinciones

    en realidad carecan de importancia. Era despreciable la circunstancia de que uno

    fuese el exterminador y otro la vctima inminente. Pero en ese momento todava no

    poda saberlo.

    Slo record que haba vaciado ntegramente su ametralladora. Record que

    cuando la automtica se le haba finalmente recalentado y atascado, la abandon y

    sigui entonces arrojando granadas de mano, hasta que sus dos brazos se le

    durmieron a los costados. Lo ms extrao de todo era que, mientras sucedan estas

    cosas, le haban atravesado recuerdos de otros hechos, reales y ficticios, que,

    aparentemente no tenan entre s ninguna conexin y acentuaban, en cambio, la

    sensacin de sueo en que l mismo flotaba. Pens, por ejemplo, en el escapulario

    carmes de su madre (real); en el inmenso panamb de bronce de la tumba del poeta

    Ortiz Guerrero (ficticio); en su hermanita Mara Isabel, recin recibida de maestra

    (real). Estos parpadeos incoherentes de su imaginacin duraron todo el tiempo.

    Record haber regresado con ellos chapoteando en un vasto y espeso estero de

    sangre.Aquel tnel del Chaco y este tnel que l mismo haba sugerido cavar en el

    suelo la crcel, que l personalmente haba empezado a cavar y que, por ltimo, slo

    a l le haba servido de trampa mortal; este tnel y aqul eran el mismo tnel; un

    nico agujero recto y negro con un boquete de entrada pero no de salida. Un agujero

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    negro y recto que a pesar de su rectitud le haba rodeado desde que naci como un

    crculo subterrneo, irrevocable y fatal. Un tnel que tena ahora para l cuarenta

    aos, pero que en realidad era mucho ms viejo, realmente inmemorial.

    Aquella noche azul del Chaco, poblada de estruendos y cadveres habamentido una salida. Pero slo haba sido un sueo; menos que un sueo: la

    decoracin fantstica de un sueo futuro en medio del humo de la batalla

    Con el ltimo aliento, Perucho Rodi la volva a soar; es decir, a vivir. Slo

    ahora aquel sueo lejano era real. Y ahora s que avistaba el boquete enceguecedor,

    el perfecto redondel.de la salida.

    So (record) que volva a salir por aquel crter en erupcin hacia la noche

    azulada, metlica, fragorosa. Volvi a sentir la ametralladora ardiente y convulsa en

    sus manos. So (record) que volva a descargar rfaga tras rfaga y que volva a

    arrojar granada tras granada. So (record) la cara de cada una de sus vctimas. Las

    vio ntidamente. Eran ochenta y nueve en total. Al franquear el lmite secreto, las

    reconoci en un brusco resplandor y se estremeci: esas ochenta y nueve caras vivas

    y terribles de sus vctimas eran (y seguirn sindolo en un fogonazo fotogrfico

    infinito) las de sus compaeros de prisin. Incluso los diecisiete muertos, a los cuales

    se haba agregado uno ms. Se so entre esos muertos. So que soaba en un

    tnel. Se vio retorcerse en una pesadilla, soando que cavaba, que luchaba, que

    mataba. Record ntidamente el soldado enemigo a quien haba abatido con su

    ametralladora, mientras se retorca en una pesadilla. So que aquel soldado enemigo

    lo abata ahora a l con su ametralladora, tan exactamente parecido a l mismo que se

    hubiera dicho que era su hermano mellizo.El sueo de Perucho Rodi qued sepultado en esa grieta como un diamante

    negro que iba a alumbrar an otra noche.

    La frustrada evasin fue descubierta; el boquete de entrada en el piso de la

    celda. El hecho inspir a los guardianes.

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    Los presos de la celda 4 (llamada Valle-i), menos el evadido Perucho Rodi, a

    1a noche siguiente encontraron inexplicablemente descorrido el cerrojo. Sondearoncon sus ojos la noche siniestra del patio. Encontraron que inexplicablemente los

    pasillos y corredores estaban desiertos. Avanzaron. No enfrentaron en la sombra la

    sombra de ningn centinela. Inexplicablemente, el casern circular pareca desierto.

    La puerta trasera que daba a una callejuela clausurado, estaba inexplicablemente

    entreabierta. La empujaron, salieron. Al salir, con el primer soplo fresco, los abati

    en masa sobre las piedras el fuego cruzado de las ametralladoras que las oscuras

    troneras del panptico escupieron sobre ellos durante algunos segundos.

    Al da siguiente, la ciudad se enter solamente de que unos cuantos presos

    haban sido liquidados en el momento en que pretendan evadirse por un tnel. El

    comunicado pudo mentir con la verdad. Exista un testimonio irrefutable: el tnel los

    periodistas fueron invitados a examinarlo. Quedaron satisfechos al ver el boquete de

    entrada en la celda. La evidencia anulaba algunos detalles insignificantes: la

    inexistente salida que nadie pidi ver, las manchas de sangre an frescas en la

    callejuela abandonada.

    Poco despus el agujero fue cegado con piedras y la celda 4 (Valle-) volvi a quedar

    abarrotada.

    ***

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    Bajo el puente

    POR QU no come, le dijo tait. Y el viejo: De noche no. Usted ya sabe, donChiquito. Si no hay luz sobre mi comida, no puedo comer. Tait se ri fuerte: Bajen

    el lampin y pnganle delante, dijo. El viejo miraba la oscuridad; casi sin mover los

    labios dijo: No. Tiene que ser luz del da, y si hay sol, mejor. De no, la comida es de

    otro gusto. Tait lo mir con la boca llena. Enojado. Despus le pregunt, burln:

    Gusto a qu, si se puede saber, don. El viejo no contest. No dijo nada ms. Se

    levant y se fue hasta que se emparej con la oscuridad. Tait volvi a masticar,

    rezongando: tiene la cabeza ms dura que el recado. Capaz que un da va a enladrillar

    el ro para vadearlo sin mojarse los pies.

    Tait y el maestro nunca se entendieron. Con el maestro nos pas que lo empezamos

    a conocer cuando se desgraci bajo el puente. Y ya para entonces tena ms de

    sesenta aos. Un poco encorvado el espinazo no ms; pero saba ponerse derecho

    cuando quera. Mayormente en la fiesta de la Natividad, que en Itacuruv empieza un

    da antes del 24 y se alarga, a remezones, hasta la Epifana. Muy guardador. Un

    hombre de orden, de trabajo. Flaquito. Inacabado. El redoblante y alfrez mayor de la

    cofrada de mariscadores. Clavbamos la punta de los pies entre el gento para verlo

    tocar. Despacito al principio. Ciego o dormido en el susurro del cuero. El cabello

    negro y lacio, pegado al crneo con la goma del trtago. El pecho muy abombado en

    la figura pequea. Reventaba en un tronido el redoble mientras el maln salvaje

    robaba al Nio-de-Cabellos-Rojos. Doscientos aos despus, jinetes de sudadascamisetas de ftbol lo traan a salvo. Slo entonces el redoble paraba. Los

    mariscadores un rato de piedra sobre los caballos. Los brazos en alto. Florecidos

    ramos de palma. Por debajo pasaba la imagen. Un cuajito de leche, el pelo teido de

    bermelln como el fleco del nio-azot. La inmensa bola de polvo y ruido flotaba

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    sobre el pueblo, y se iba en una nube a llover en otra parte, hasta el ao que viene.

    Siempre igual.

    En un lugar as la vejez es larga para cualquiera. No para el maestro. Con menos que

    poco se conformaba. Dentro de l encontrara todo lo que le haca falta. Quin sabe.Por fuera, siempre ocupado; un hombre activo como ninguno, de provecho,

    cumplidor. La escuela. Su chacra llena de plantos de muchas clases. El cuidado de

    los pjaros y animales silvestres en su casa, a media legua del pueblo, en la orilla del

    monte.

    Al rayar el da ya estamos todos los alumnos en el patio, tirotendonos con las

    semillas de los nsperos; los ms grandes pelando al descuido las polleritas rotosas,

    para mirar debajo. "Gu, el maestro". Una vela negra entre el vaho del roci. Detrs

    viene saltando el coat. Lejsimo todava, si hasta parece que no se mueven, que van

    reculando. De un parpadeo a otro, se ha puesto a repicar el trozo de riel. El ruido de

    los bancos se apaga antes que el fierro. Desde la puerta nos est barajando hace rato;

    nos mira y no nos mira. Nosotros, duros; cada uno con su estaca bien tragada. Sin

    saber dnde poner las manos y el traste. Los ojos de santitos. Un ramalazo de

    escarcha quema de refiln una mano, una pierna. Lo nico que se mueve es la cola de

    humo del coat, bajo la mesa del maestro. El vergajo atado al puo, tiembla un poco

    todava. l mira. No se oye ms que su resuello; un anhelar ms aire del que hace

    falta para uno solo. En qu momento ha sacado la libreta de tapas negras donde nos

    tiene guardados? No precisa abrirla para saber quin est cazando pjaros en el

    monte. 0 quines estn temblando con el chucho y vacindose en la diarrea, hasta que

    les hace tomar a la fuerza sus remedios de yuyos. Ni la sombra de un pelo se leescapa. Sabido.

    Le miramos la cara para ver si hace buen tiempo. Entonces salimos a sacar la paja

    podrida del techo, a trenzar tientos y bozales; a tejer sombreros y guayacas, para el

    mercado. La escuela no le cuesta al gobierno ms que la venida del inspector, que a

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    saber a qu viene. Nada ms que a emborracharse en la fonda del pueblo, a poner su

    firma en el registro, como de que todo est en orden. Nos hace cantar el himno al pie

    del asta pelada (ni bandera tenemos), y se va.

    El nublado le dura varios das al maestro. Por cualquier cosa: Suba al palo, alumno.La voz gruesa en un cuerpo tan ajustado (a veces la voz ms grande que su tamao).

    El dedo uudo apuntando hacia afuera. El castigo ms temido: el palo pelado, alto, y

    el culpable ahorquetado en la punta, achicharrndose al sol. Todo el tiempo de la

    penitencia debe chirriar all como una chicharra. Si el ruido sale bien, ms corta la

    pena: Bjese, alumno. Vuelva a su lugar. Sudores y temblores, esto de sostener el

    chirrido entre los dientes. Los brazos y las piernas se mueren contra el palo, antes que

    la voluntad. Con todo el sol y las moscas juntas, el cielo y la tierra dan vueltas

    alrededor del asta. Una bandera. De qu patria seria? Uno cierra la boca para

    aguantar las arcadas del mareo. Ya est abajo la manchita brillosa, resonando fuerte

    en medio del solazo: Qu le pasa a esa chicharra. Si no canta la van a comer las

    hormigas. Seor, me cuesta mucho, agarro y le digo esa maana. Y l: Nunca lo

    mucho cost poco. Meta a cantar pues. Y djese de pito-pito-colorito. Me entr un

    poco de rabia hasta la boca del estmago. Todo por esa porquera de lagartija que

    recog en el camino y se me escap de la bolsa cuando andbamos por la Provincia

    Gigante de las Indias, para partirse en dos pedazos contra los dientes del coat. Me

    salt la espuma y oigo que le grito: Creo que ya estoy muerto, seor. Que me coman

    no ms las hormigas. La voz abajo: Animal muerto no mueve la cola. Y yo, con el

    ltimo aliento: No puedo cantar ms. La saliva no me alcanza. Cmo no, dice la

    manchita desde ms abajo que el suelo: Alcanza el que no se cansa. Siga pues.Cuando est muerto del todo se callar solo. El tono justo vuelve a subir; hay que

    empezar otra vez. El carapacho vaco acababa cayendo sobre las tunas. Venan las

    hormigas y se llevaban los pedazos bajo tierra, muy apuraditas.

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    A ratos, ms distrado que ninguno el maestro. Se largaba a mirar la punta de sus

    botines de caa alta y elsticos a los costados. Ms viejos que l, de puro

    remendados. Sin una gota de polvo vil. Todas las maanas lustrados con flores de

    cinesia o con almendra de coco. La mano en lo negro del pizarrn. Los palotes, losnmeros, los dibujos (siempre cosas redondas: una naranja, el pimpollo del irup, un

    nido de alonsito, el globo terrqueo con la garrapata del Paraguay prendida a la

    verija) se borraban poco a poco bajo su aliento de asmtico, soltando una lloviznita

    de albayalde sobre la manga de lustrina. Tan cada la mirada. El hombre se iba

    cayendo. Se aplomaba, se achicaba. Desapareca. Una mota de polvo en el brillo de

    las suelas. Los zapatos solos ah, sobre el piso. El dueo volando lejos. Y nosotros sin

    poder saltar ni brincar; nada ms que sudar del antojo. Los pies vacos rayando el

    suelo. Los ojos hacia el trozo de sol que se retorca en el hueco de la ventana, cargado

    de viento, de tierra, de nubes, ms all de los rboles. Cuando tardaba mucho, nuestra

    mirada se pona verde de tanto restregarse contra el campo.

    La vspera del hecho que hizo bajo el puente, tard ms que otras veces. Pensamos

    que ya no iba a volver. Me voy a pescar todos los dorados que hay en el ro, suscit

    Epifanio Ortigoza. La mano espinuda volva a animarse sobre el pizarrn El maestro

    se levantaba otra vez sobre los zapatos. Esa tarde se larg a hablar tupido, mezclando

    todo. Nosotros entendamos sin entender. Las cosas que deca no eran de ese

    momento; haban pasado hacia mucho tiempo. O estaban por suceder. l viva en

    espera. Dijo: Un da va a llegar aqu un desconocido. Y no lo van a ver si no estn

    preparados. Le faltaron las palabras, el resuello. Los rastrojitos de pelo a los costados

    de la boca, quietos por un rato. "De la casualidad no se saca nada", dijo al salir a flotesu respiracin de ahogado, tras una tos. El mismo se haba puesto un plazo, vamos a

    decir; no hacia adelante, sino al revs. Seria esa su fuerza? El lento poder crecido de

    esperar contra toda esperanza. La paciencia. La fuerza de su desamparo. Todos los

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    das, desde el principio. Maana no era un da para l. Qu tiempo iba a tener para

    pensar en viajes ni en zonceras.

    Una sola vez baj a la capital, dicen que a gestionar su jubilacin. Tampoco ese

    hecho est claro. Algunos calcularon que haba ido a buscar el ttulo del terrenito delfisco, donde viva. De all no trajo ms que los bolsillos llenos de unos granos como

    de plvora o pimienta. Los ech en la laguna que forma el ro un poco ms all del

    puente del ferrocarril. Al verano siguiente (o muchos veranos despus), el agua

    barrosa se cubri de unas plantas como cedazos, de ms de una vara de ancho. Del

    centro salan unas espigas redondas envueltas en un mechn de seda negra; unas

    flores lustrosas y tiernas del color de la garza real. En la atardecida, el maestro

    bogaba lentamente en su canoa entre las cunitas flotantes de las victorias-regias; a

    cuidar que los pimpollos y las cabecitas de nio de los frutos se metieran a dormir

    bajo el agua. Antes de que comenzaran los ladridos.

    Para lo nico que sirvi el viaje. Un don no nacido de la casualidad: esas flores del

    Ro-de-las-Coronas, aclimatadas en esa mierdita de laguna. Un milagro. Un hecho

    simple no ms. Positivo. El aroma sala del estero al amanecer cuando los pimpollos

    despertaban sobre el agua. La alegra. A esa hora la laguna, hecha una sola ola de

    perfume, se meta enterita en la nariz llevndose el olor que los perros dejaban por la

    noche.

    Ya para entonces (desde que me acuerdo) la gente se mandaba mudar. Uno despus

    de otro, como si los agarrara una enfermedad de la que solamente se podan curar

    yndose. Sin decir nada a nadie; sin despedirse siquiera. En tren, o a pie por el

    camino, muchas leguas, hasta el cruce de la ruta por la que pasan los camiones haciael sur. Con lo puesto; como para pegar la vuelta en seguida. No vuelven ms. Y hasta

    los que se han ido la vspera parece que faltaran hace mucho tiempo. Si vuelven

    alguna vez, vienen cambiados. Son otros. Llegan como extraos que sintieran

    vergenza por alguna antigua mala accin. Todo falso en ellos: el parecido con las

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    caras que llevaron al salir; la ropa, la tonada nueva que traen. Slo su olor a lejos es

    cierto. Cuando el maestro se encuentra con estos lejeos de paso, ni el saludo. Los

    mira con desprecio. Y si alguna vez fueron sus alumnos, menos que mirarlos. Como

    ya no puede mandarlos de chicharra al palo, no existen para l. Los ms chicos losmiramos con envidia. Esa lejana que traen escondida en la mirada como una culpa;

    las golosinas que se sacan de los bolsillos y reparten por ah, para hacerse perdonar.

    Andamos detrs de ellos, rindonos con una risa de plata, los dientes forrados con los

    papelitos de los chocolatines. "Les sacamos el molde", dice Juanch, mi primo,

    inflando en la boca el poronguito transparente de la goma de mascar, que nos gusta

    ms que todo. Vienen y se van otra vez en seguida, como escapados. Pero no vemos

    llegar por ningn lado al desconocido que nos anunci el maestro.

    Llegaron las tropas. De la noche a la maana el pueblo se llen de soldados que

    bajaron del tren militar. Al norte, hacia Villarrica del Espritu Santo, cuando no haba

    viento, se oa el tronar del can y el matraqueo de las ametralladoras. En Itacuruv

    los soldados no pelearon. Corridas y patrullajes; nada ms que simulacros de

    combate. Parecan cuidar al pueblo de algn peligro, que por momentos se acercaba y

    por momentos se alejaba. Como una amenaza de tormenta que nicamente ellos

    vean. La estacin del ferrocarril era su campamento. Por all embarcaron en vagones

    de carga la hacienda y los hombres que consiguieron arrear. Lo ms que pudieron. Su

    buen mes les llev el trabajo. A tait no lo mandaron porque l carneaba para las

    fuerzas. Por la noche, amontonados a la luz de la luna, tocaban guitarras y cantaban.

    Desde la sombra de las casas escuchbamos sus voces y sus gritos. De repente se

    largaban a brincar y a zapatear. El retumbo nos haca tiritar la piel bajo el relente.Pero no era como el batifondo del gento en las procesiones. Capaz porque las cosas

    que pasan bajo el sol son diferentes de las que pasan bajo la luna. Mamata rezaba por

    ellos tambin.

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    Aparte de tait, entre los de ms edad, el nico que se qued en el pueblo fue el

    maestro. No pareca enterado de nada. Ni que le importara tampoco. Durante el da,

    en la escuela como siempre. Por la tardecita, desamarraba su cama y se meta en la

    laguna, ya para entonces forrada del todo por los cedazos de los irups Tanto que elmaestro daba la impresin de estar sentado en una de esas coronas que se apagaban

    poco a poco en la penumbra del poniente.

    Una maana el comandante visit la escuela. Lindo hombre el capitn. Alto, de

    hombros anchos, la cintura muy delgada. Las botas le llegaban hasta la verija; pistola

    al cinto y esa especie de caoncito negro que se encajaba en los ojos para manguear

    el monte y el camino cuando se suba al techo de la estacin. Ojos verdes, cara blanca

    tostada por el sol. Suave, manso. Demasiado. Nos quedamos sin saber como sera en

    l la voz de mando, su furia en el combate. Se mostr muy amable. Hacia bromas con

    ojos de risa, la boca movindose en el humo perfumado del cigarrillo, que no era

    como el humo de alhucema del maestro que l prenda cuando haba peste. El casi no

    tuvo necesidad de decir nada. Ms callado que nunca. Estancado en su inmovilidad.

    Se pas mirando las puntas de las botas del militar, que al mudar el paso soltaban un

    chillido a cuero nuevo. El capitn mova las manos y las manchitas de oro del reloj

    que llevaba en la mueca corra por las paredes y el techo. No la podamos alcanzar

    con los ojos, y volvamos a la figura verdeoliva que nos miraba desde una ciudad

    desconocida. Muy grande. Cmo poda el caber ah con todo eso. Nos dijo cosas que

    nunca habamos odo. Pasamos pronto del susto a la diversin, y lo empezamos a

    querer en seguida. Dijo que nosotros ramos la esperanza de la patria y que el

    maestro era el hroe ignorado en la batalla contra la ignorancia. As como ellosestaban ahora en lucha contra el bandidaje. Entr de un salto el coat plumereando las

    botas del militar con la cola anillada. Trep al hombro del maestro y se puso a mirar

    con ojitos asustados al visitante. Guiando un ojo hacia nosotros, el capitn pregunt:

    Este es alumno tambin? El maestro movi la cabeza: No, dijo. Me acompaa no

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    ms. Y el militar: Ah, es como su perro. Al maestro se le movi un poco un lado de

    la cara (a veces le vena ese temblor que tienen en sueos los animales): Si, dijo. Es

    como mi perro. Un pequeo quejido sali del coat tal vez de las botas. El capitn

    dijo: as un da l tambin va a saber leer y escribir. Serio, sin levantar la vista, elmaestro dijo pasando la mano por el lomo sedoso del animal: Lee y escribe, s seor,

    cmo no. El militar lanz una carcajada. Despus se puso serio, sin fanfarronera.

    Prometi preocuparse de la escuela, apenas regresara de la capital: Aqu hay que

    levantar una escuela nueva, dijo midiendo con los ojos un espacio como para diez.

    Despus dijo: Esto es poco para un pueblo como Itacuruv. El maestro murmur a las

    cansadas: Lo poco basta. Lo mucho se gasta. (Su voz ahora era ms chica que su

    tamao). El militar no le oy. Estaba ocupado con el futuro, hacindose sonar los

    huesitos de los dedos: A cuentas viejas, barajas nuevas, dijo. Ya al irse se volvi al

    maestro y le palme el hombro que le llegaba a la altura del talabarte: Y a usted, mi

    amigo, le vamos a conseguir esa bendita jubilacin. El maestro lade la cabeza hacia

    el coat, como para escucharle el ronroneo: Lo que yo quiero, dijo, es un

    reemplazante. Y el capitn, retirando la mano: Tambin se lo vamos a mandar.

    Mucho despus que se fueron las tropas, los que haban ganado los montes

    regresaron de a pucho. Flacos, el cuero enllagado por los huesos de las uras,

    aqueresados por los moscones. Nada ms se venan pierneando su esqueleto. Tait

    los miraba con lastima, y cuando poda carneaba para ellos. Algunos se fueron

    rellenando, y apenas podan se largaban hacia las frontera. Muchos se quedaron no

    ms detrs de la parecita blanca.

    Ahora hay mucha tranquilidad. Pero la gente sigue Yndose. Ms que antes. Por esoen Itacuruv se ven cada vez menos conocidos. Lo que sobra son los perros sin

    dueo. Y los recuerdos, que son los perros flacos de la memoria. Andan desatinados

    revolviendo las huellas, husmeando ese restito de los ausentes que ha quedado

    agarrado al polvo. Un olor, un hongo venenoso que los enloquece, que los enferma

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    de tristeza, que les voltea la cabeza a ras del suelo; que los ayuda a procrearse. A los

    chicos tambin nos destetan con eso.

    Al caer la noche, Itacuruv se puebla de aullidos que se responden desde todas

    direcciones, brotados de la tierra. Desde las casas a la estacin; desde el ro alcamino; desde los aserraderos vacos a los caaverales y algodonales abandonados. Y

    ms lejos todava. Mayormente no se escuchan al principio y acaban llenando toda la

    noche. Cuando hay luna nueva, el olor se vuelve azucarado. Los perros se echan unos

    encima de otros. Se atacan a dentelladas. Se aparean en montn, salvajemente. Un

    desbordamiento.

    La zafadura de los perros enoja al maestro. Es lo nico que lo enoja de veras. A

    guascazos, a patadas, se lanza contra la trenza de animales cebados. No para hasta

    apagar los colmillos y ojos que chispean en ese animaln de tantas cabezas y un

    cuerpo solo. Una noche, del montn que se deshaca lo han visto salir completamente

    desnudo. Embarrado con la baba de los perros se ha metido en su casa. De nuevo

    tranquilo y seguro. Algunos han dicho que lo han visto entrar en cuatro patas, como

    los mismos perros. Nunca se ponen de acuerdo en las cosas del maestro.

    Resulta que en un pueblo chico, uno est muy cerca de otro, todo el santo da. Pero

    de repente entre uno y otro hay millones de aos. Tait y el maestro, por ejemplo.

    Las gentes no son segn la cara que ponen, sino segn su laya. Grande forzudo,

    comiln, la ropa y el tirador siempre llenos de sangre, de sebo, era tait. Medio sin

    ms pena lento. Toda la vida en el matadero municipal, faenando l solo tres o cuatro

    reses. Despus se iba a capar toros y caballos en las estancias de Maciel y Caazap.

    Llegaba los sbados al medioda con un medio costillar atado al tiento. Seguido poruna tolvanera de moscas, que se oan hasta el cerro. El mismo haca el asado. Parta

    la carne con el cuchillo manchado por la queresa de las castraciones. Mientras coma

    con mucho ruido se iba llenando de sueo. Antes de acostarse a dormir la siesta,

    enterraba el cuchillo hasta el mango en el tronco de un guayabo. Llamaba a mam y

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    se encerraban en el cuarto. Al despertarse a media tarde, mam le cebaba mate. l

    arrancaba el cuchillo y ola la hoja cubierta de orn. Iba raspando con la ua la costra

    fermentada. Y las hilachitas caan en la espuma del mate mientras chupaba la

    bombilla. De esas raspaduras fuimos naciendo yo y mis hermanos. Una hilera.Me haba puesto una tarde a mirar el cuchillo. En la hoja herrumbrada, los ojos

    espantados de los caballos se apagaban en el cardenillo. Entre los relinchos lejanos,

    hinchados de dolor, la voz de tait: A ste lo voy a curar. Siempre dormido. A usted

    lo que le hace falta no es escuela sino candela. Hasta cundo va a andar as, hasta que

    se ponga a mear la gallina, o qu. Me mand que me bajara el calzoncillo, delante de

    todos. Una gran risa. Me puso el cuchillo entre las piernas, por seguir la broma

    seguro. "Para que seas un buen padrillo, mi hijo", me aturdi su voz en el odo. Me

    agarr al cuchillo con las dos manos. Ni un araazo, pero un fro de muerte me pel

    la sangre por dentro. Desde entonces me dura el susto. Una especie de vaco en esa

    parte del cuerpo. Me escap al monte; cruc al otro lado del ro. Estoy tendido en la

    arena, boca arriba, para que el sol me coma los ojos. El aliento del coat en la cara, la

    mano del maestro lavndome los ojos enllagados, hasta el seso me araa la

    quemadura del agua de llantn. La voz de tait en la oscuridad, muy achicado, servil

    como un perro: No s por qu ha hecho eso. Al nio lo tratamos muy bien. La voz

    del maestro yndose: Claro, cmo no, don Chiquito. A cada uno le gele bien su

    pedo.

    Das y das para que me retoaran los ojos. Una telaraa enrollada en la cabeza al

    principio. Despus se me destap adentro otra mirada, y en los ojos entraban ms

    cosas que antes. De una manera diferente. Ver era desear y desear era recordar. Volva la escuela. El maestro tambin distinto: l mismo, pero una persona diferente. Lo

    estaba empezando a conocer. Ms fuerza que tait tena, en todo y por todo; a pesar

    de lo quebradizo de su condicin. Entonces supe tambin por qu no poda comer l

    si la luz no caa sobre su comida: el gusto de cualquier cosa en lo oscuro recuerda a la

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    muerte. Pero ahora todo era muy claro; el da y la noche. Por la tarde me quedaba a

    barrer el aula. Me senta liviano. Dispuesto a volar como un pjaro.

    Con el gajo de cepacaballo esa tarde barr hasta el ltimo pedacito de escuela. Sobre

    la mesa estaba la libreta. Ms sobada que la baraja de la fonda. Parpadeaba al vientitocaliente. Me fui corriendo al borde de la laguna. A contraluz del poniente, el maestro

    caminaba muy derecho sobre las victorias-regias, y se perda a saltos en la oscuridad.

    Cuando todos dorman y los ladridos aumentaban la noche, me sent despacito en el

    larguero del catre. Trat de no pensar en nada; en nada ms que en ese desconocido

    que un da iba a llegar al pueblo. Entonces o la voz de los que se haban ido y de los

    que se haban muerto. Los ladridos se apagaron. Un gusto a herrumbre me llen de

    saliva la boca. Se me curaron las llagas, pens, pero se me estn enfermando las

    cicatrices. As y todo, la felicidad. Me mord la lengua hasta sentir el gustito tibio a

    sangre. Los ladridos no volvieron y el pueblo amaneci lleno de gente.

    Mam, tait y todos mis hermanos estn detrs de la parecita blanca, en medio del

    campo. Tambin la ta Emerenciana, que me llev a vivir con ella cuando me qued

    solo.

    Al maestro le prohibieron tocar en las procesiones. Capaz que l mismo se cans de

    redoblar para ese pueblo cada vez ms vaco. El ltimo ao ya ni un triste puadito

    de brazos se pudo juntar para sacar las andas. Y de los jinetes, el polvo del galope era

    barro. El maln anda creciendo por otros lugares. El maestro ms callado que nunca;

    alunado todo el tiempo. Envejeci de un da para otro. Los cabellos se le llenaron de

    canas. Unas motas de lana manchadas por el excremento de los loros. Se le arrug el

    cuero; la ropa. Todo l se iba achicando, achicando. Apretado, atorado en un agujero,pujando por salir. Pujaba y se atoraba. Solo, en el profundo agujero. Nadie lo poda

    ayudar. A trueque de su encogimiento, la abertura se angostaba, lo estrujaba. Lo que

    saliera de all (si algo sala), no iba a ser ms que una despellejadura. Algo de nada.

    No bogaba ms en la laguna. No se lo vea por ninguna parte. Fui a espiar la casa. Un

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    agrio humo de alucema sala por la ventana. Adentro, el rumor del maestro leyendo

    en voz alta, o hablando solo. Un poco despus, la voz carrasposa se quebr en la voz

    de un chico que hablaba a una mujer; como un chico malcriado puede hablar a su

    madre: resentido, porfiado, apenas con respeto. Me recost contra la tapia, junto alcuadrado de sombra de la ventana; me met entre la enredadera, los ojos lagrimeando

    por el humo. Las voces del chico y la mujer seguan discutiendo. Podan ser los

    loritos del maestro. Vino el coat. Medio desconfiado, lento empez a lamerme los

    pies. Grua un poco; capaz quera avisarme algo. Todos los animales se fueron

    alborotando. Despus vi que no estaban: la selva haba venido a buscarlos. Bejucos y

    ramas haban roto las jaulas, los corrales haca mucho; se enredaban por todas partes,

    seguan avanzando sobre la casa. Pronto iran a caer y cerrarse sobre ella para

    siempre. El coat dio un respingo. En eso sali el maestro con el tambor. Pas junto a

    m, sin verme; muy derecho, como enojado, golpeando el cuero, hasta que

    desapareci en la cueva del barranco. El redoble haca tiritar la piel, meta bajo los

    huesos una especie de dentera. Entr en la casa. Nadie. No haba nadie. Nada ms

    que las sombras recostadas contra la pared. Un tiempo largo todo eso; demasiado,

    porque se terminaba de repente. Atravesando el yuyal que cubra los plantos, regres

    al pueblo. "Voy a volver maana", oigo que me digo sin sentirme la voz; nada ms

    que este gusto a cardenillo en la boca. Y encuentro que una montonera de aos ha

    pasado desde entonces. Tengo la misma edad del maestro cuando se desgraci bajo el

    puente, esa maana en que todos los alumnos fuimos en fila a ver su cara bajo el agua

    barrosa. De golpe haba volado hacia atrs, hacia el principio.

    Lo que vimos desde el puente, entre el olor de las victorias-regias (que tambin ahoratenan el olor de los perros), era la cara arrugada de un chico. Menos que eso: la de

    un recin nacido. El agua turbia seguro engaaba un poco. Alguien vena

    tambalendose por el camino, entre los reflejos. En el primer momento se nos antoj

    que era el inspector. Nos entr un poco de susto. Sin saber qu hacer, alguien se puso

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    a cantar el himno. Al rato todos lo seguamos. Un coro fuerte, desentonado, como si

    hubiramos estado cantando al pie mismo del palo. Los ojos vueltos hacia el que se

    vena acercando.

    ***

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    El trueno entre las hojas

    EL INGENIO se hallaba cerrado por limpieza y reparaciones despus de la zafra. Untufo de horno hencha la pesada y elctrica noche de diciembre. Todo estaba quieto y

    parado junto al ro. No se oan las aguas ni el follaje. La amenaza de mal tiempo

    haba puesto tensa la atmsfera como el hueco negro de una campana en la que el

    silencio pareca frerse con susurros ahogados y secretas resquebrajaduras.

    En eso surgi de las barrancas la msica del acorden. Era una meloda ubicua,

    deshilachada. Se interrumpa y volva a empezar en un sitio distinto, a lo largo de la

    caja acstica del ro. Sonaba nostlgica y fantasmal.

    Y eso qu es?pregunt un forastero.

    El cordin de Solanoinform un viejo.

    Quin?

    Solano Rojas, el pasero ciego.

    Pero, no dicen que muri?

    l s. Pero el que toca agora e' su la'snima.

    Aicheyarang, Solano!murmur una vieja persignndose.

    La mole de la fbrica flotaba inmvil en la oscuridad. Un perro ladr a lo lejos, como

    si ladrara bajo tierra. Dos o tres cros desnudos se revolvieron en los regazos de sus

    madres, junto al fuego. Uno de ellos empez a gimotear asustado, quedamente.

    Callate, m'hijo. Escuch a Solano. E't solito en el Paso.

    El contrapunto de un guaiming que rompi con su taido la quietud del monte,volvi an ms fantasmal la meloda. El acorden sonaba ahora con un lamento

    distante y enlutado.

    As suena cuando no hay lunadijo el viejo encendiendo su cigarro en un tizn en

    el que se quemaba un poco de noche.

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    La debe andar buscando todava.

    Pobre Solano!

    Cuando se apag el murmullo de las voces, se pudo notar que el acorden fantasma

    no sonaba ya en la garganta del ro. Slo la campana forestal sigui taendo por unrato, a distancia imprecisable. Despus tambin el pjaro call. Los ltimos ecos

    resbalaron sobre el ro. Y el silencio volvi a ser tenso, pesado, oscuro.

    Los primeros relmpagos se encendan hacia el poniente, por detrs de la selva. Eran

    como fugaces prpados de piel amarilla que suban y bajaban sbitamente sobre el

    ojo inmenso de la tiniebla.

    El acorden no volvi a sonar esa noche en el Paso.

    En ese recodo del Tebikuary vivi sus ltimos aos Solano Rojas, el cabecilla de la

    huelga, despus de volver ciego de la crcel.

    Probablemente l mismo a su regreso le dio al sitio el nombre con el que se le conoce

    ahora: Paso Yasy-Mrt. Las barrancas calizas y el banco de arena sobre el agua

    verde, forman all en efecto una media luna color de hueso que resplandece

    espectralmente en las noches de sequa.

    Pero tal vez el nombre de Paso haya surgido menos de su forma que de cierta

    obstinada imagen pegada a la memoria del pasero.

    Viva en la barranca boscosa que remata en el arenal. An se pueden ver los restos de

    su rancho devorado por el monte, sobre aquella pequea ensenada. Es un remanso

    quieto y profundo. Ah guardaba su balsa.

    No era difcil adivinar por qu haba elegido ese sitio. Enfrente, sobre la barranca

    opuesta estaban las ruinas carbonizadas de la Ogaguas en la que haba terminado elfunesto dominio de Harry Way, el fabricante yanqui que continu y perfeccion el

    rgimen de opresiva expoliacin fundado por Simn Bonavi, el comerciante judo-

    espaol de Asuncin.

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    Es cierto que Solano Rojas ya no poda ver las ruinas ni el nuevo ingenio levantado

    en el mismo emplazamiento del anterior. Pero l debi contentarse seguramente con

    tenerlos delante, con sentirlos en el muerto pellejo de sus ojos y recordarles todos los

    das su presencia acusadora y apacible.Se apost all y dio a su vigilancia una forma servicial: su trabajo de pasero, que era

    poco menos que gratuito y filantrpico, pues nunca acept que le pagaran en dinero.

    Slo reciba el poco de tabaco o de bastimento que sus ocasionales pasajeros queran

    darle. Y a las mujeres y los nios que venan desde remotos parajes del Guair, los

    pasaba de balde ida y vuelta. Durante el trayecto les hablaba, especialmente a los

    chicos.

    No olviden ken, che ra'y-kuera, que siempre debemo' ayudarno' lo uno a lo' jotro,

    que siempre debemo' etar unido. El nico hermano de verd que tiene un pobre ko' e'

    otro pobre. Y junto' todo'nojotro formamo la mano, el puo humilde pero juerte de

    lo'trabajadore...

    No era un burdo elemento subversivo. Era un autntico y fragante revolucionario,

    como verdadero hombre del pueblo que era. Por eso lo haban atado para siempre a la

    noche de la ceguera. Hablaba desde ella sin amargura, sin encono, pero con una

    profunda conviccin. Tena indudablemente conciencia de una oscura y vital labor

    docente. Su ctedra era la balsa, sobre el ro; unos toscos tablones boyando en un

    agua incesante como la vida. Haba algo de religioso pero al mismo tiempo de pura y

    simple humanidad en Solano Rojas cuando hablaba. Su cara morena y angulosa se

    tornaba viviente por debajo de la mscara que le haban dejado; se llenaba de una

    secreta exaltacin. Sus ojos ciegos parecan ver. La honda cicatriz del hachazo en lafrente tambin pareca mirar como otro ojo arrugado y seco. Los harapientos mit' lo

    contemplaban con una especie de fascinada veneracin mientras remaba. No tena

    ms de cuarenta aos, pero pareca un viejo. Slo llevaba puesto un rotoso pantaln

    de a'tpo arremangado sobre las rodillas. El torso flaco y desnudo estaba vestido con

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    las cicatrices que el ltigo de los capangas primero y el yatagn de los

    guardiacrceles despus haban garabateado en su piel. En esa oscura cuartilla los

    chicos analfabetos lean la leccin que les callaba Solano. Y un nudo de miedo

    valeroso, de emocionada camaradera, se les atragantaba con la saliva al saltar de labalsa gritando:

    Ha'ta la gelta, Solano!

    Adi mant, che ra'y-kuera!

    Quedaba un rato en la orilla, pensativo. La mole rojiza del ingenio se desmoronaba

    silenciosamente sobre l desde el pasado. La senta pesar en sus hombros.

    Desatracaba con lentitud y volva a su remanso a favor de la corriente, sin remar, sin

    moverse. Slo la roldanita de palo iba chirriando en el alambre.

    Despus de la puesta de sol sacaba su remendado acorden y se sentaba a tocar en un

    apyk bajito, recostado contra un rbol. Casi siempre empezaba con el campamento

    Cerro-Len tendiendo sus miradas de ciego hacia los escombros de la Ogaguas, en

    el talud calizo, destruido por el fuego vindicador haca quince aos y habitado slo

    ahora por los lagartos y las vboras. No restaba ms que eso de Simn Bonav, de

    Eulogio Penayo, de Harry Way.

    Era su manera de recordarles que l an estaba all vencido slo a medias.

    Su presencia surga en la sombra, entorchada de abultados costurones, rayada por las

    verberaciones oscilantes, como si el agua se divirtiera jugando a ponerle y sacarle un

    traje de presidiario trmulo y transparente.

    Las ruinas tambin lo miraban con ojos ciegos. Se miraban sin verse, el ro de por

    medio, todas las cosas que haban pasado, el tiempo, la sangre que haba corrido,entre ellos dos; todo eso y algo ms que slo l sabia. Las ruinas estaban silenciosas

    entre los helechos y las ortigas. l tena su msica. Sus manos se movan con mpetu

    arrugando y desarrugando el fuelle. Pero en el rezongo melodioso flotaba su secreto

    como los camalotes y los raigones negros en el ro.

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    Un ltimo reflejo verde le baaba el rostro volcado hacia arriba en el recuerdo

    instintivo de la luz. Despus se oscureca porque lo agachaba sobre el instrumento

    como quien esconde la cara entre las manos.

    Poco a poco la msica se pona triste y como enlutada. Una cancin de campamentojunto al fuego apagado de un vivac en la noche del destino. A eso sonaba el acorden

    de Solano Rojas junto al ro natal. No estaran dialogando acaso el agua oscura y el

    hijo ciego acerca de cosas, de recuerdos compartidos?

    l tena metido adentro, en su corazn indomable, un luchador, un rebelde que

    odiaba la injusticia. Eso era verdad. Pero tambin un hombre enamorado y triste.

    Solano Rojas saba ahora que amor es tristeza y engendra sin remedio la soledad.

    Estaba acompaado y solo.

    En ese sitio haba peleado y amado. All estaban su raz, su alegra y su infortunio. El

    remendado acorden lo deca en su lenguaje de resina y ala, en su pequeo pulso de

    tambor guerrero que esculpa en las barrancas y en la gente las antiguas palabras

    marciales:

    Campamento Cerro-Len, catorce, quince, yesisis, yesisiete, yesi'ocho, yesinueve

    batalln...

    Ipuma-ko la diana,

    pe pacp-ke lo'mit...

    La lucha no se haba perdido. Solano Rojas no poda ver los resultados, pero los

    senta. All estaba el ingenio para testificarlo; el rgimen de vida y trabajo ms

    humano que se haba implantado en l; la gradual extincin del temor y de la

    degradacin en la gente, la conciencia cada vez ms clara de su condicin y de sufraternidad; esos andrajosos mita' en los que l sembraba la oscura semilla del

    futuro, mientras mova su arado en el agua.

    Venan a consultarlo en la barranca. El rancho del pasero de Yasy-Mrt era el

    verdadero sindicato de los trabajadores del azcar en esa regin.

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    Solano, ya cortaron otra ve' lo'turno para nojotro entrar el caadurceinformaban

    los pequeos agricultores.

    Solano, el trabajo por tareas ko se paga mich-iterese quejaban los cortadores.

    Solano, esto y lo'jotro.l los aconsejaba y orientaba. Ninguna solucin propuesta por Solano haba

    fracasado. En el ingenio y en las plantaciones se daban cuenta en seguida cuando una

    demanda suba del Paso.

    Viene del sindicato karapdecan.

    Y la respetaban, porque esa demanda pesaba como un trozo de barranca y tena su

    implacable centro de equilibrio en lo justo.

    No; su sacrificio no haba sido estril. El combate, los aos de prisin, sus cicatrices,

    su ceguera. Nada haba sido intil. Estaba contento de haberse jugado entero en favor

    de sus hermanos.

    Pero en el fondo de su oscuridad desvelada e irremediable su corazn tambin le

    reclamaba por ella, por esa mujer que slo ahora era como un sueo con su cuerpo de

    cobre y su cabeza de luna. Teida por el fuego y los recuerdos.

    Ella, Yasy-Mrt.

    No haban estado juntos ms que contados instantes. Apenas haban cambiado

    palabras. Pero la voz de ella estaba ahora disuelta en la voz del ro, en la voz del

    viento, en la voz de su cascado acorden.

    La vea an al resplandor de los fogones, en medio de la destruccin y de la muerte,

    en medio de la calma que sigui despus como un tiempo que haba fluido fuera del

    tiempo. Y un poco antes, cuando convaleciendo del castigo, l la entrevi a su lado,menos un firme y joven cuerpo de mujer que una sombra desdibujada sobre el agua

    revuelta y dolorida en la que todo l flotaba como un guiapo.

    La recordaba como entonces y aunque estuviera lejos o se hubiese muerto, la

    esperara siempre. No; pero ella no estaba muerta. Slo para l era como un sueo. A

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    veces la senta pasar por el ro. Pero ya no poda verla sino en su interior, porque la

    crcel le haba dejado intactos sus recuerdos pero le haba comido los ojos.

    Estaba acompaado y solo. Por eso el acorden sonaba vivo y marcial entre las

    barrancas de Paso Yasy-Mrt, pero al mismo tiempo triste y nostlgico, mientrascaa la noche sobre su noche.

    Luna blanca que de m te alejas

    con ojos distantes...

    Yasy-Mrt. . .

    Antes de establecerse la primera fbrica de azcar en Tebikuary-Costa, la mayor

    parte de sus pobladores se hallaba diseminada en las montuosas riberas del ro.

    Vivan en estado semisalvaje de la caza, de la pesca, de sus rudimentarios cultivos,

    pero por lo menos vivan en libertad, de su propio esfuerzo, sin muchas dificultades y

    necesidades. Vivan y moran insensiblemente como los venados, como las plantas,

    como las estaciones.

    Un da lleg Simn Bonav con sus hombres. Vinieron a caballo desde San Juan de

    Borja explorando el ro para elegir el lugar. Por fin al comienzo del valle que se

    extenda ante ellos desde el recodo del ro, Simn Bonavi se detuvo.

    Aqudijo paseando las rajas azules de sus ojos por toda la amplitud del valle.

    Me gusta esto.

    Sac del bolsillo un mapa bastante ajado y se puso a estudiarlo con concentrada

    atencin. Su larga y ganchuda nariz de pjaro de rapia daba la impresin de que iba

    a gotear sobre el papel. De tanto en tanto, distradamente, se ola el pulgar y el ndice

    frotndolos un poco como si aspirara polvo de tabaco. Los otros lo miraban ensilencio, expectantes.

    S dijo Simn Bonav levantando la cabeza. Esto es del fisco. Agua, tierras,

    gente. En estado inculto pero en abundancia. Es lo que necesitamos. Y nos saldr

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    gratis, por aadidura gir el brazo con un gesto de apropiacin; un gesto vido,

    pero lento y seguro.

    Los hombres tambin husmearon en todas direcciones y aprobaron respetuosos lo

    que dijo el patrn. En los ojos mansos y azules del sefard la codicia tena algo deapaciblemente siniestro como en su sonrisa, una hilacha blanda entre los dientes,

    entre los labios finos, como la rebaba festiva de su metlica y envainada sordidez.

    Un hombre rubio, que pareca alemn, estudiaba el lugar con un ojo cerrado.

    Forkello llam Bonav.

    S, don Simn.

    Puede medir no ms. Aqu nos plantamos.

    Descabalgaron. Un mulato bizco y gigantesco que siempre andaba detrs de Bonav

    con un parabellum al cinto, lo ayud a desmontar. Lo baj aupado como a un nio.

    Gracias, Penayole sonri el patrn.

    Los ayudantes de Forkel empezaron a medir el terreno con una cinta de acero que se

    enrollaba y desenrollaba desde un estuche, semejante a una vbora chata y brillante.

    Simn Bonav era bajito y ventrudo. A la sombra del mulato, pareca casi un enano.

    Tenia las piernas muy combadas. Era el nico que no llevaba polainas de cuero. Su

    ropa era oscura y su ridculo sombrerito que ms pareca un birrete, tiraba al color de

    un ratn muerto sobre los mofletes rubicundos. Frecuentemente y como al descuido,

    introduca los dedos en la abertura del pantaln. El olor de sus partes era su rap. De

    all lo extraa, casi sin recato, entre el ndice y el pulgar. Y al aspirarlo, sus ojos

    mortecinos, su pacfica expresin se reanimaban.

    Qu huele, don?le haba preguntado una vez, al discutir un negocio, un colegacurioso y desaprensivo que lo vea meter a cada momento la mano bajo la mesa.

    El olor del dinero, mi amigole respondi sin inmutarse Simn Bonav, al verse

    descubierto.

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    En ese valle del Tebikuary del Guair, el "olor del dinero'' pareca formar parte de su

    atmsfera. Simn Bonav lo pellizcaba en el aire mientras sus hombres hacan

    pandear sobre las cortaderas la flexible vbora de metal.

    El proyecto del ferrocarril a Encarnacin pasa a un kilmetro de aqucoment elpatrn.

    Probablementeasinti el ingeniero alemn. El terminal est a cinco leguas al

    norte de San Juan de Borja.

    Pasa por aqu. Lo he visto en el mapa.

    Ja. Eso es muy interesante, don Simndijo entonces el alemn sin despegar los

    ojos de los agrimensores.

    Claro. Sin ferrocarril no hay fbrica los carrillos sonrosados estaban plcidos.

    Hasta cuando amenazaba, Simn Bonav permaneca tierno y risueo.

    Sin ferrocarril no hay fbricarespondi el otro en un eco servil.

    En Asuncin mover mis influencias para que siga la construccin de la trocha.

    Nosotros levantaremos aqu la fbrica. Que el gobierno ponga las vas. Eso es hacer

    patriael cuchillito blanco se reflejaba entre los dientes sucios y grandes,

    Eso es hacer patriadijo el ingeniero.

    As naci el ingenio. Simn Bonav conchav a los poblador es. Al principio stos se

    alegraron porque vean surgir las posibilidades de un trabajo estable. Simn Bonav

    los impresion bien con sus maneras mansas y afables. Un hombre as tena que ser

    bueno y respetable. Acudieron en masa. El patrn los puso a construir oleras y un

    terrapln que avanz al encuentro de los futuros rieles.

    Con los ladrillos rojizos que salan de los hornos se edific la fbrica. Despusllegaron las complicadas maquinarias, el trapiche de hierro, los grandes tachos de

    cobre para la coccin. Tuvieron que transportarlos en alzaprimas desde el terminal

    del ferrocarril, sobre una distancia de ms de diez leguas.

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    Se levantaron los depsitos, algunas viviendas, la comisara la proveedura. Los

    hombres trabajaban como esclavos. Y no era ms que el comienzo. Pero de los

    patacones con que soaban, no vean ni "el pelo en la chipa", porque el patrn les

    pagaba con vales.Acciones al portador, muchachosles deca los sbados. Vyanse tranquilos.

    Kuati re, patrnse atrevi alguno a protestar.

    Qu dice ste?pregunt a Penayo, que echaba su sombra protectora sobre l.

    Papel debartetradujo el mulato.

    Tonto, ms que tontoargument sonriendo el patrn. El papel es la madre del

    dinero. Y este papel es ms fuerte que el peso fuerte. Son acciones al portador. Vayan

    a la proveedura y vern.

    Eso de "acciones al portador" sonaba bien pero ellos no lo entendan. Crean que era

    algo bueno relacionado con el futuro. Tomaban sus vales y se iban al almacn de la

    proveedura que chupaba sus jornales a cambio de provistas y ropas diez o veinte

    veces ms caras que su valor real. Pero eran ropas y provistas y eso lo adquiran con

    la kuati re, el papel blanco que era ms fuerte que el peso fuerte, que el patacn

    can.

    Simn Bonav teja su tela de araa con el jugo de las mismas moscas que iba

    cazando. Llevaba los hilos de un lado a otro en sus manos pequeas y regordetas,

    balancendose mucho al andar sobre sus piernas estevadas, como un pndulo

    ventrudo, rapaz y sonriente. El pndulo de un reloj que marcaba un tiempo cuyo

    nico dueo era Simn Bonav.

    Los nativos vean crecer el ingenio como un enorme quiste colorado. Lo sentanengordar con su esfuerzo, con su sudor, con su temor. Porque un miedo sordo e

    impotente tambin empez a cundir. Su simple mente pastoril no acababa de

    comprender lo que estaba pasando. El trabajo no era entonces una cosa buena y

    alegre. El trabajo era una maldicin y haba que soportarlo como una maldicin.

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    Antes de que la fbrica estuviera lista, Simn Bonav ya tena bien ablandada a la

    gente por la intimidacin. l segua sonriendo mansamente y aspirando el casto rap

    de sus entrepiernas. No intervena personalmente en la tarea del amansamiento. Para

    eso haba puesto al frente de los trabajos a Eulogio Penayo, que ahora blanda a todashoras un largo y grueso tey-ruguai atado al puo.

    Chake, Ulogio!...susurraba el miedo en el terrapln, en las oleras, en los

    rozados, en los galpones. Y la cola de cuero trenzada restallaba en la tierra, en la

    madera, en las mquinas, en las espaldas sudorosas de los esclavos. A veces sonaban

    los tiros del parabellum en son de amedrentamiento. Penayo quera que supiesen que

    l era tan zambo para los trallazos como para los balazos.

    Uno de los tiros dio en la cabeza de Esteban Blanco, que se atrevi a levantar la

    mano contra el capataz. El mulato le dispar a quemarropa.

    Oman Teba! Ulogio oyuka Teb-pe!los testigos esparcieron la noticia.

    Fue el primer rebelde y el primer muerto. Lo arrojaron al ro. El cadver se alej

    flotando en un leve lienzo de sangre sobre la tela verde y sinuosa del agua.

    Simn Bonav sonrea y se ola los dedos. Los ojos bizcos del mulato rondaban entre

    las hojas y el polvo. El patrn era manso. El mulato era la sombra siniestra del

    risueo hombrecito.

    Entre los dos cerraron el crculo en torno a los pobladores de Tebikuary del Guair.

    Los nicos que quedaron libres fueron los carpincheros. Ellos no quisieron vender su

    vagabundo destino al patrn que compraba vidas con vales de papel para toda la vida.

    Vino una peste. Enfermaron y murieron muchos. Algunos se animaron al principio a

    pedir al patrn un adelanto para comprar remedios en San Juan de Borja. Con sumansa sonrisa, Simn Bonav los regres:

    Ah, los pobres no tenemos derecho a enfermarnos! Ah est el rodijo tirando

    leves pulgaradas por sobre el hombro. Denles agua, mucha agua, hasta que se

    cansen. El agua es un santo remedio.

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    Por fin la fbrica empez a funcionar. Sus intestinos de hierro y de cobre defecaron

    un azcar blanco, mas blanco que la arena del Paso. Blanco, dulce y brillante. Los

    hombres, las mujeres y los nios oscuros de Tebikuary-Costa se asombraron de que

    una cosa tan amarga como su sudor se hubiese convertido en esos cristalitos deescarcha que parecan baados de luna, de escamas trituradas de pescado, de agua de

    roco, de dulce saliva de lechiguanas.

    Azuc..., azuc mrt! Ipr itepa! clamaron al unsono en voz baja. Algunos

    tenan hmedos los ojos. Tal vez el reflejo del azcar. Lo sentan dulce en los labios

    pero amargo en los ojos donde volva a ser jugo de lagrimales, arena dulce empapada

    en lgrimas amargas.

    En el primer momento se dieron un atracn. Despus tuvieron que comerlo a

    escondidas, a riesgo de pagar un puito con diez latigazos del mulato.

    Terminada la primera zafra, Simn Bonav regres a la capital dejando en la fbrica

    al ingeniero alemn Forkel y en la comisara a Eulogio Penayo.

    Lo vieron alejarse a caballo sonriendo y olindose los dedos, como si al marcharse se

    sorbiera el resto de la luz y del aroma agreste que an sobraban en Tebikuary del

    Guair. Se eclips detrs del mulato que lo escolt hasta el tren.

    En la fbrica se encon entonces el sombro reinado del terror cuyos cimientos haba

    echado Simn Bonav con gestos tiernos y blandas miradas azules. Forkel y Penayo

    deban rendirle estrictas cuentas. Quedaban all como el brazo diestro y el siniestro

    del ventrudo hombrecito de Asuncin.

    De la chimenea del ingenio sala un humo negro que manchaba el aire limpio, el cielo

    en otro tiempo claro del valle. Era como el aliento de los desgraciados enterradosvivos en el quiste de ladrillo y hierro que segua latiendo a orillas del ro.

    La noche de San Juan, las hogueras pasaron ese ao, fugitivas y espectrales,

    verdaderos fuegos fatuos sobre el agua.

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    Solano Rojas tena entonces quince aos y trabajaba ya como pen en la conductora

    del trapiche. l vio rebelarse y morir a Esteban Blanco. Su grito, su cabeza

    destrozada por el balazo del parabellum, pero sobre todo su altivo gesto de rebelda

    contra el matn que lo haba azotado, se le incrustaron en el alma.Eulogio Penayo sigui cometiendo tropelas y vejmenes sin nombre. Estaba

    envalentonado. Se saba impune y omnipotente. Ahora era tambin el comisario del

    gobierno. Bonav le haba conseguido su nombramiento por decreto.

    La comisara, una casa blanca con techo de cinc, tan siniestra como su ocupante,

    estaba frente al recodo en la parte ms alta de la barranca. Desde all el capataz-

    comisario vigilaba el ingenio como un perrazo negro aureolado de sangriento

    prestigio. All arrastraba por las noches a las mujeres que quera gozar en sus antojos

    lbricos. A veces se oan los gritos o el llanto de las infelices por entre las risotadas y

    palabrotas del mestizo.

    Al ao siguiente de la partida del patrn, le toc el turno a la madre de Solano, que

    era una mujer todava joven y bien parecida. Consigui de ella todo lo que quiso

    porque la amenaz, si se negaba, con que ira a matar a su hijo que estaba trabajando

    en la fbrica. Solano lo ignor hasta mucho despus, cuando ya el mulato estaba

    muerto y cuando una venganza personal hubiera carecido ya de sentido aun en el

    caso de no estarlo.

    Pero entretanto, otro enemigo les apareci de improviso a los peones de la fbrica.

    Max Forkel hizo traer a su mujer de Asuncin. Lleg montada a lo hombre y con

    traje de amazona: botas negras, casaca y pantaln azules, sombrero de pao

    encasquetado sobre el cabello teido de indefinible color.Desde el primer momento supieron a qu atenerse con respecto a ella. Era una

    hembra cerrera e insaciable, la versin femenina del mulato. And