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Revista de Filosofía 136 AÑO 46 • EnErO-JuniO • 2014 iSSn: 01853481 Debate Hermenéutica Cultura universidad iberoamer icana

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Revista de Filosofía

136 AÑO 46 • EnErO-JuniO • 2014

iSSn: 01853481

Debate Hermenéutica Cultura

univers idad ibe roamer icana

Contenido

El debate de la Filosofía contemporánea • AnaMa.ValleVázquez,Presentacióndedossier. • AlbertoConstante,Bartleby en la esfera del límite y el no a la modernidad.• SigifredoEsquivelMarin,Estilos de escritura (Notas sobre Jabès, Melville, Heidegger y Nancy). • MaríaLuisaMurgaMeler,Escribir sobre la indiferencia o para la indiferencia. Bartleby revisitado • FranciscoPamplona,Bartleby lector, o el antecedente. • AnaMa.ValleVázquezyMarcoA.JiménezGarcía,Bartleby Educador, reflexiones sobre el Nihilismo.

Hermenéutica y estudio de los clásicos en filosofía• CiroSchmidtAndrade, El ser del amigo en Santo Tomás de Aquino.• P.M.S.Hacker,Pasando de largo el giro naturalista sobre el Cul-de-sac de Quine.• JorgeFranciscoAguirreSala,La fusión hermenéutica de los horizontes de significatividad como alternativa a las filosofías españolas de la colonización. • PabloLazoBriones,Publicaciones del departamento de filosofía.

Filosofía y análisis de la cultura contemporánea• GustavoOrtiz,La legitimación del lenguaje religioso en la modernidad tardía. • ÁngelE.Garrido-Maturano,El odio. Una reconsideración. • DetlefR.Kehrmann,La verdad del arte y la estetización de la política. El ejemplo histórico del fascismo europeo.

Reseñas• IsraelCovarrubias,Las figuras de lo animal a través de la literatura y a pesar de la filosofía.• JoséAlfonsoVillaSánchez,Sendas para un humanismo nuevo.

136AÑO 46

2014

Universidad Iberoamericana, A. C.

RectorJoséMoralesOrozco

Vicerrector académicoJavierPradoGalán

Director del Departamento de FilosofíaPabloLazoBriones

RevistadeFilosofía,fundadaporJoséRubénSanabria†.PublicaciónsemestraldelDepartamentodeFilosofía

delaUniversidadIberoamericana.Número136,año45,2014.

Director:PabloLazoBriones

Consejo Editorial: •JoséBernal •CarlosMendiola •MaríaTeresadelaGarza •JoséLuisBarrios •FranciscoVicenteGalán •LuisGuerrero

Revisión Editorial:PedroJ.AcuñaGonzálezAsistente de la Revista:JenniferHincapié Sánchez

Consejo Asesor:

•HeinrichBeck •RicardoGuerra† (Otto-Friedrich-UniversitätBamberg) (UniversidadNacionalAutónomadeMéxico) •MauricioBeuchot •KlausHeld (UniversidadNacionalAutónomadeMéxico) (BergischeUniversitätWuppertal) •BernhardCasper •AugustoHortal,S.J. (Albert-Ludwigs-UniversitätFreiburg) (InstitutodeFilosofíadelConsejoSuperior •MichelDupuis deInvestigacionesCientíficas-Madrid) (UniversidaddeLovaina) •WilliamJ.Richardson,S.J. •VíctorRaúlDurana,S.J. (BostonCollege) (UniversidadIberoamericana) •Friedrich-WilhelmvonHermann •MiguelGarcía-Baró (Albert-Ludwigs-UniversitätFreiburg) (PontificiaUniversidaddeComillas) •AntonioZirión •PaulGilbert,S.J. (UniversidadNacionalAutónomadeMéxico) (UniversidadGregoriana) •Jean-FrançoisCourtine •JoséGómezCaffarena (UniversitédeParis-Sorbonne) (InstitutodeFilosofíadelConsejoSuperior •FrancoVolpi deInvestigacionesCientíficas-Madrid) (UniversitàdiPadova)

Revista de Filosofía

136 AÑO 46 • EnErO-JuniO • 2014

iSSn: 01853481

Debate Hermenéutica Cultura

univers idad ibe roamer icana

Revista de Filosofía Universidad Iberoamericana

Publicada anteriormente con la colaboración del Ateneo Cultural, Sociedad de Alumnos, Colegio de Filosofía y Asociación Fray Alonso

de la Veracruz (Sec. de Filosofía)

Revista de Filosofía Universidad Iberoamericana es una publicación semestral de la Universidad Iberoamericana, A.C., Ciudad de México. Prol. Paseo de la Reforma 880, Col. Lomas de Santa Fe. C.P. 01219, México, D.F. Tel. 5950-4000 ext. 4919. www.uia.mx, [email protected]. Editor Responsable: Pablo Fernando Lazo Briones. Número de Certificado de Reserva al Uso Exclu-sivo otorgado por el Instituto Nacional del Derecho de Autor: 04-2009-091716265800-102, ISSN 0185-3481. Número de Certificado de Licitud de Título y Contenido 15125, otorgado por la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas de la Secretaría de Gobernación. Domicilio de la publicación: Departamento de Filosofía, Universidad Iberoamericana, A.C. Prol. Paseo de la Reforma 880, Col. Lomas de Santa Fe, C.P. 01219, México, D.F. Tel. 5950-4000 ext. 4126. Impresión: Oak Editorial, S.A. de C.V., Cerrada de Veracruz 110, C-302, Col. Jesús del Monte, Huixquilucan, Estado de México. Distribución: Universidad Iberoamericana, A.C. Prol. Paseo de la Reforma 880, col. Lomas de Santa Fe, C.P. 01219, México, D.F. Tel. 5950-4000 ext. 4919 o 7330. De las opiniones expresadas en los trabajos aquí publicados responden exclusivamente los autores. Cualquier reproduc-ción hecha sin el permiso del editor se considerará ilícita.

Revista de Filosofía Universidad Iberoamericana No. 136, enero-junio 2014, se terminó de imprimir el mes de julio de 2014 con un tiraje de 600 ejemplares.

Revista de Filosofía 136 (enero-junio 2014)

Contenido

El debate de la Filosofía contemporánea • AnaMa.ValleVázquez,Presentacióndedossier. • Ana Ma. Valle Vázquez y Marco A. Jiménez García, Bartleby Educador, reflexiones sobre el Nihilismo. 13• María Luisa Murga Meler, Escribir sobre la indiferencia o para la indiferencia. Bartleby revisitado 29• Alberto Constante, Bartleby en la esfera del límite y el no a la modernidad. 39• Francisco Pamplona, Bartleby lector, o el antecedente. 49• Sigifredo Esquivel Marin, Estilos de escritura (Notas sobre Jabès, Melville, Heidegger y Nancy). 67

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Hermenéutica y estudio de los clásicos en filosofía• CiroSchmidtAndrade, El ser del amigo en Santo Tomás de Aquino. 95• P.M.S.Hacker,Pasando de largo el giro naturalista: sobre el Cul-de-sac de Quine. 121• JorgeFranciscoAguirreSala,La fusión hermenéutica de los horizontes de significatividad como alternativa a las filosofías españolas de la colonización. 151• PabloLazoBriones,Publicaciones del departamento de filosofía. 173

Filosofía y análisis de la cultura contemporánea• GustavoOrtiz,La legitimación del lenguaje religioso en la modernidad tardía. 191• ÁngelE.Garrido-Maturano,El odio. Una reconsideración. 215• DetlefR.Kehrmann,La verdad del arte y la estetización de la política. El ejemplo histórico del fascismo europeo. 241

Reseñas• IsraelCovarrubias,Las figuras de lo animal a través de la literatura y a pesar de la filosofía. 269• JoséAlfonsoVillaSánchez,Sendas para un humanismo nuevo. 275

El debate de la Filosofía Contemporánea

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Presentación del DossierBartleby, el escribiente, en los intersticios filosóficos, literarios y educativos

Dra. Ana Ma. Valle VázquezCoordinadora

En 1853, Herman Melville publicó, de manera anónima, su cuento “Bartleby, el escribiente: Una historia de Wall Street”; para 1856, finalmente fue incluido en The Piazza Tales, colección de cuentos de Melville. Probablemente, Bartleby es uno de los personajes más intrigantes de la literatura moderna y universal, y puede prefigurar de alguna manera, junto a Gregor Samsa, el protagonista de la Me-tamorfosisdeKafka,aEl extranjero de Camus, a Iván el Imbécil de Tolstoi, a El Idiota de Dostoievski, entre otros. Hay quienes incluso consideran este relato de Melville como precursor del existencialis-mo y de la literatura del absurdo. Bartleby es, para el propio narrador, una figura pálida y pulcra, respetable hasta inspirar compasión, con un aire irremediable de desamparo, una extraña criatura con inexplicables rarezas que siem-pre “prefirió no hacer”. Bartleby probablemente puede estar entre el misterio de la sacralidad y la santidad y, en el otro extremo, en la indiferencia mundana y la profanidad del absurdo. Con la contun-dente frase I would prefer not to, que Bartleby lleva a su máximo lí-mite, queda descarnada la tensión entre la preferencia y la negación, una preferencia que puede afirmar la nada y negar todo, excepto su preferencia negativa. Esta tensión entre la vida y la muerte es lo que hace de Bartleby, el escribiente un clásico como constitución activa o modificación esencial de la vida social. Podemos decir que este relato de Melville es fundamento y superación de las fronteras que enmarcan lo humano. Bartleby es un clásico porque es inevitable. Los escritos que aquí se reúnen derivaron del coloquio Educa-ción, Filosofía y Literatura. Crítica Cultural y Violencia, organizado

revista de Filosofía (universidad iberoamericana) 136: 7-11, 2014

8 Ana Ma. Valle Vázquez

en abril del 2013 entre el Departamento de Filosofía, de la UIA, la Facultad de Filosofía y Letras y la Facultad de Estudios Superiores Acatlán, de la UNAM. Si bien es cierto dicho coloquio consideró como tema general la crítica que, desde la frontera de los discursos de la educación, la filosofía y la literatura, se puede hacer de los fenómenos culturales contemporáneos, cargados de violencia, parti-cularmente, estos ensayos se centran en el análisis de “Bartleby, el es-cribiente”, sin dejar de lado las reflexiones en torno a la cultura y la violencia a partir de las encrucijadas y los intersticios habidos entre filosofía, literatura y educación. Algunas miradas de estos ensayos apuntan a provocaciones filosóficas, otros a creaciones literarias y uno más a reflexiones educativas. Todos ellos —desde lo filosófico, como una práctica del pensar lo humano, desde lo literario, como una forma de leer y escribir la vida, o desde lo educativo, como las formas humanas de ser y estar en el mundo— visitan a Bartleby. Los ensayos mismos son intersticios en cuanto que abren huecos o hen-diduras no sólo para pensar, leer, escribir o figurar a Bartleby, sino que este personaje es un magnífico lugar desde el cual los autores abren el mundo, agujeran la vida y perforan lo humano. El primer ensayo, “Bartleby educador, reflexiones sobre el nihi-lismo”, trata de pensar la posible relación entre ciertas formas del nihilismo, particularmente de Nietzsche y Bartleby. La hipótesis que se intenta sostener es que Bartleby es una viva expresión de ni-hilismo y que educar es un acto esencialmente nihilista. Los autores destacan que, a lo largo del relato de Melville, hay dos mundos: “el normal”, el de Wall Street; y el extraño mundo del inalterable Bart-leby. El primero dice sí “al correr de la vida” y el segundo “prefiere” decir “no” a esa vida y por ello muere. Valle y Jiménez afirman que “la negación del ser, el nihilismo, es tan sólo un síntoma de la de-cadencia de la vida. El ‘preferir no’ de Bartleby es un síntoma, no la enfermedad. Lo que está en descomposición es la vida misma y todo aquello que la afirma contribuye a esa patología […] La negación de Bartleby, de modo contradictorio, es el síntoma que está de parte de otra vida”. Lo que Bartleby mira a través de su ventana es la degra-dación de la vida y en esto radica su acto educativo. Bartleby es edu-cador porque enseña tanto una voluntad de negar como una nada

Presentación de dossier 9

de voluntad. Al final del ensayo, resulta interesante la descripción que Valle y Jiménez hacen de cómo sería un maestro y un alumno nihilistas, como Bartleby, que siempre “prefiere no”. María Luisa Murga toma a Wall Street como ese lugar donde se evidencian las desfiguraciones de la vida social, provocadas por las distintas modalidades de la modernidad y el capitalismo. Es una historia de Wall Street, afirma Murga, “en la que se expresa la su-blevación de Bartleby como una especie de indeterminación que se abre a la indiferencia con su gentil negación”. Para la autora, esta condición de ser miope (ser o parecer incapaz) es la condición que se impone a los sujetos tanto en el plano íntimo como colectivo. No es poca cosa que Bartleby y sus compañeros, desde este enorme centro financiero, trabajen en “la escritura de la ley”, porque esto, desde una crítica a la maquinaria de la globalización financiera, des-estabiliza tanto los sentidos de la escritura como los de la ley. Ésta es la indiferencia frente a los avatares de la producción destinadas al consumo indiscriminado. Murga propone cambiar la expresión “Preferiría no hacerlo”, más que como afirmación/negación, como interrogación: ¿preferiría no escribir en la indiferencia ni para la indiferencia? ¿Preferiría no hacerlo como Bartleby? En el ensayo “Bartleby en la esfera del límite y el no a la Moder-nidad”, de Alberto Constante, el personaje de Melville es el modelo de la “no modernidad” en la figura del límite, da lugar a proposi-ciones no significativas, claramente puestas en su “preferir no”. Esta preferencia se esparce “como la imagen precisa de lo que define los límites y las formas comprometidas de la decibilidad”. Bartleby nie-ga la modernidad porque ella es ética, dice Constante, “es un modo de acción, reflexión, elucidación de lo silencioso, palabra restituida a lo que es mudo, reanimación de lo inerte” y lo único que puede Bartleby ante esto es quedarse en el limes, en el límite, en la fuerza de la frase: I would prefer not to. En este límite, la razón se quebranta porque no hay lógica posible entre el abogado y el escribiente, en-tre la ética moderna y las proposiciones no significativas. Con ello, Bartleby pone en jaque a la propia filosofía. Los dos últimos textos están íntimamente relacionados, ya que reflexionan desde la literatura —particularmente desde la lectura y

10 Ana Ma. Valle Vázquez

la escritura— la figura de Bartleby, así como el relato de Melville. El ensayo “Bartleby lector o el antecedente”, de Francisco Pamplo-na, presenta en un primer momento algunas cartas que pudo haber leído Bartleby en la Oficina de Cartas Muertas de Washington, de donde fue despedido por un cambio de administración, según deja ver Melville en su fascinante epílogo. Las tachaduras y los espacios en blanco son parte de la atmósfera literaria que el propio Pamplo-na genera. Queda claro que quien recibe las cartas es la muerte; las letras, las palabras de las cartas que leía Bartleby, antes de ser escri-biente, están vivas y son tomadas por la muerte. En un segundo mo-mento, hace una crítica a las interpretaciones eruditas que “aguzan sus afilados ojos en el texto [literario] para realizar una deconstruc-ción a modo”, apuesta por la gratuidad de la reflexión que acompaña la lectura en silencio y en soledad. Rescata el silencio de Bartleby como su único medio de comunicación, un silencio como escudo contra la impertinencia del interrogar, dice Pamplona, un silencio relacionado con la defensa y el peligro del secreto. Podemos decir que el silencio de Bartleby lo protege de todo salvo de él mismo. Mientras Francisco Pamplona atiende la noción de “lectura”, Si-gifredo Esquivel centra su atención en “la escritura” en su ensayo “Estilos de escritura (notas sobre Jabès, Melville, Heidegger y Nan-cy)”. Supone que el estilo de escritura tiene como finalidad pensar la literatura en su relación con el mundo. Propone que la escritura de Edmond Jabès es la hospitalidad (im)posible; dicha hospitalidad consiste en la posibilidad de que el poema ocurra como advenimien-to de sentido. Esquivel afirma que esta escritura arriesga hipótesis sobre una condición humana fronteriza y errante. Probablemente esta condición se relacione con la propuesta de Constante sobre la “esfera del límite”. La escritura de Melville, según Esquivel, es la vo-luntad de nada, donde la potencia del “no” es decisiva en Bartleby, y aquí hay una articulación con la idea de educador que señalan Valle y Jiménez, donde lo que se enseña es la voluntad de negar, donde el poder obrar, dice Esquivel, es constitutivamente un poder no-obrar. La escritura de Heidegger y Nancy es la encarnación de la finitud, donde la escritura de la vida es siempre escritura de la muerte, es, siguiendo a Derrida, “el fin del hombre acabado”. Escribir es un

Presentación de dossier 11

pensar desde el umbral del fin, y aquí también resuena la idea del “cerco fronterizo”, manejada por Constante. Finalmente, Esquivel afirma que “la escritura literaria tal vez sea una de las formas privi-legiadas de llevar el lenguaje a los umbrales del silencio”. ¿Puede ser este el silencio de Bartleby que analiza Pamplona? Algunos intersticios en estas cinco miradas sobre Bartleby pue-den ser los que hay entre nihilismo e indiferencia, entre voluntad de negar y experiencia del límite, entre silencio y proposiciones no significativas, entre el callar y la negación de la Modernidad como ética. Otros huecos son los que habitan en la frase I would prefer not to como síntoma que está de parte de otra vida que es no mo-derna, como el guardar silencio ante la degradación de la vida y la impertinencia del interrogar en ella, como sublevación puesta en la experiencia del límite, como pregunta ¿preferiría no escribir, no leer, no decir, no hacer, no preguntar, no vivir, no morir, ni en la indiferencia, ni para la indiferencia? El filoso corte de Bartleby es su preferir la voluntad de nada, la no modernidad, el silencio, el nihilismo, la voluntad de negar y la experiencia del límite.

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Bartleby, educador. Reflexiones sobre el nihilismo

Ana Ma. Valle VázquezMarco A. Jiménez Garcíaunam

Lo que relato es la historia de los próximos dos siglos. Describo lo que viene, lo que ya no puede venir de otra manera: el advenimiento del ni-hilismo. Tal historia ya puede ser relatada hoy, porque la necesidad misma está actuando aquí. Tal futuro ya habla a través de un centenar de signos, tal destino se anuncia por todas partes […] Toda nuestra cultura […] se mueve desde hace ya largo tiempo, con una torturante ten-sión que crece de década en década, como hacia una catástrofe: inquieta, violenta, precipitada, como una corriente que busca el final, que ya no reflexiona, que tiene miedo a reflexionar.

Friedrich Nietzsche

ResumenHay diversos sentidos en torno al nihilismo propuesto por Nietzsche, in-cluso se habla de ello en plural: “nihilismos”. Aquí hemos optado por una interpretación propia considerando el relato de Herman Melville, “Bart-leby, el escribiente”, como una encarnación del nihilismo. Se trata de pensar la posible relación entre ciertas formas de nihilismo y Bartleby a la luz y la sombra de las reflexiones que Deleuze hace de Nietzsche. Nuestra hipótesis es que Bartleby es una viva expresión de nihilismo y que esto constituye un elemento sustancial del quehacer educativo. Dicho de otro modo, educar es un acto esencialmente nihilista. ¿Por qué recurrir a la concepción nihi-lista de Nietzsche para pensar la posibilidad de lo educativo? “Preferir no” puede ser el nihilismo de la voluntad de negar, así como el nihilismo del último hombre.Palabras clave: nihilismo, educación, voluntad, negación.

revista de Filosofía (universidad iberoamericana) 136: 13-27, 2014

14 Ana Ma. Valle Vázquez y Marco A. Jiménez García

AbstractThere are various meanings around the nihilism proposed by Nietzsche, even we can talk about nihilism in plural. In this essay we develop an original inter-pretation of nihilism considering an interpretation of Herman Melville’s story “Bartleby, the scrivener” as an incarnation of nihilism. The aim is to think the possible relationship between certain forms of nihilism and Bartleby in the perspective of the lights and shades of the reflections made by Deleuze about Nietzsche. Our hypothesis is that Bartleby is a vivid expression of nihilism, and that this fact constitutes a substantial element for educational work. In other words, education is an act essentially nihilistic. Why turn to Nietzsche’s nihilistic conception to think the possibility of education? When Bartleby says “I would prefer not to”, it can be interpreted as the nihilism of the will, its capability to deny, and also the nihilism of the last man.Keywords: nihilism, education, desire, denial.

Prefiero no

“Bartleby, el escribiente” relata la historia de “un muchacho impasi-ble, con figura pálida y pulcra, respetable hasta inspirar compasión, con un aire irremediable desamparo”,1 quien acudió al llamado para trabajar con un abogado que tiene su oficina en Wall Street, Nueva York. Él es quien relata su experiencia con Bartleby como escribien-te de su despacho. El abogado dice de sí mismo:

Soy un hombre que desde su juventud, ha estado imbuido de una honda convicción de que la mejor forma de vida es la más sencilla. De ahí que, aunque mi oficio exija, en ocasiones, una energía y un nervio proverbiales, hasta rozar el desvarío, no haya permitido jamás que nada de esto turbe mi tranquilidad. Soy uno de esos abogados sin ambiciones que jamás se dirige a un jurado, ni hace por atraer el aplauso del público […] En el fresco sosiego de un cómodo recogimiento, hago una labor cómoda entre obligaciones,

1 Herman Melville, Preferiría no hacerlo: Bartleby el escribiente de Herman Melville, seguido de tres ensayos sobre Bartleby de Gilles Deleuze, Giorgio Agamben y José Luis Pardo, Valencia: Pre-textos, 2000, p. 20.

Bartleby Educador, reflexiones sobre el nihilismo 15

hipotecas y títulos de propiedad de hombres ricos. Quienes me conocen me consideran, ante todo, un hombre seguro.2

Antes de la llegada de Bartleby al despacho, colaboran con el abogado tres empleados que, por los apodos, que ellos mismos se habían asignado según sus respectivas personas y caracteres, se lla-maban: Turkey (pavo), Nippers (tenazas) y GingerNut (nuez de jen-gibre). Turkey y Nippers son copistas o escribientes, en tanto que GingerNut es el chico de los recados. Turkey era un inglés bajito y regordete, más o menos de sesenta años; se consideraba la mano derecha del abogado. Por la mañana, no hacía más que desplegar sus fuerzas y, por la tarde, se ponía al frente de ellas, era descuidado al mojar la pluma en el tintero, por lo que sus copias estaban reple-tas de borrones.3 Nippers era un hombre patilludo, amarillo y con cierto aspecto de pirata, tenía unos veinticinco años y, según el abo-gado, era ambicioso, impaciente, irritable, indigesto y abstemio, no sabía lo que quería como escribiente o lo que quería no era otra cosa que verse libre de la mesa de escribiente.4 Ginger Nut, de apenas doce años, era un muchacho espabilado, para quien toda la noble ciencia del derecho cabía en una cáscara de nuez; entre sus deberes estaba el proveer de bizcochos y manzanas a Turkey y Nippers. Ante su llegada, el abogado le asigna a Bartleby un lugar junto a la ventana. Al principio, Bartleby realiza una gran cantidad de traba-jo. Sin embargo, cuando el abogado (quien hace el relato) le solicita que examine con él un documento, Bartleby contesta: “Preferiría no hacerlo” (I would prefer not to, en el original, que literalmente puede traducirse como “prefiero no”). “Su cara permanecía serena en su delgadez, el ojo gris oscuramente tranquilo. Ni la menor señal de turbación”.5 A partir de entonces, a cada requerimiento que se le hacía, Bartleby únicamente contestaría con esta contundente frase. Esta rara e inquietante negativa no le apartaba de seguir trabajando,

2 Ibid., p. 12.3 Ibid., pp. 14-15.4 Ibid., pp. 16-18.5 Ibid., p. 22.

16 Ana Ma. Valle Vázquez y Marco A. Jiménez García

aunque siempre estaba ajeno a todo lo que no fuese su propio tra-bajo. El abogado se da cuenta de que Bartleby no abandona nunca el despacho y que, más bien, de manera clandestina, se ha quedado a vivir allí. Poco después, Bartleby decide no escribir más, por lo que es despedido, aunque evidentemente no abandona el despacho, de tal manera que continua viviendo en la oficina. Incapaz de ex-pulsarlo, y ante la clara incomodidad de los abogados que visitaban el despacho, el jefe del escribiente decide trasladar sus oficinas y dejar a Bartleby en Wall Street. Bartleby permanece primero en el despacho, luego, al ser echado de ahí por el dueño, deambula por el edificio hasta quedarse sentado en la barandilla de la escalera du-rante el día y en el zaguán por las noches. Finalmente, es llevado a la cárcel, a lo que consintió con su impavidez y palidez características. Allí, Bartleby, poco después de la última visita que le hace el aboga-do, se niega a comer y muere de hambre. El abogado lo encuentra “acurrucado de un modo extraño al pie del muro, las rodillas levan-tadas y echado de costado, la cabeza contra las frías piedras, sin el menor movimiento, sus ojos turbios estaban abiertos. Salvo por este detalle, parecía profundamente dormido”.6 Al final, en un breve y sorprendente epílogo, el abogado dice que, según los rumores, el antiguo trabajo de Bartleby, antes de llegar a su despacho, fue en la “Oficina de Cartas Muertas de Washington, de donde fue despedi-do por un cambio de administración”.7 Con sus mensajes de vida, estas cartas van directamente a la muerte. Así concluye Melville su extraordinario relato. “Bartleby” es un texto de una violenta comicidad, dice Deleuze,8 donde lo cómico siempre es literal y lo violento se va desocultando a medida que avanza el texto. Podemos apreciar, a lo largo de todo el relato, dos mundos: el “normal”, el de Wall Street, al que pertene-cen el seguro, positivo y amable abogado, el descuidado Turkey y el impaciente Nippers; por otro lado, el extraño mundo del inalterable

6 Ibid., pp. 54-55.7 Ibid., p. 56.8 Cfr. Gilles Deleuze, “Bartleby o la fórmula”, en Herman Melville, op. cit.,

p. 59.

Bartleby Educador, reflexiones sobre el nihilismo 17

Bartleby. El primero dice sí “al correr de la vida”, a las acciones per-mitidas, esperadas y asumidas por la comunidad. El segundo “pre-fiere” decir “no” a esa vida y, por ello, muere. “Prefiero no” es una elección negativa. No es que no se prefiera, que no se quiera; más bien lo que se prefiere es “no”. Esta negativa es lo que lleva al límite la preferencia. De esta manera, la negación bloquea el querer externo, el querer de otro o el deseo ajeno para sólo quedarse con el más íntimo preferir de sí mismo. En otras palabras, lo que se niega es algo no preferido. Es una afirmación (preferir) que se niega (no) sólo para volverse a afirmar y volverse a negar. Cuando se afirma en la traducción que lo que se prefiere es “no hacerlo”, algo queda explícito: “hacer”. Lo que aquí sostenemos es que más allá del verbo “hacer”, de la acción, de la palabra, incluso de los signifi-cados que pudiera tener el “hacer”, lo que se prefiere es “no”. Esto mismo vale cuando se confunde “nada” con “no”, porque “preferir hacer nada” nunca es igual a “preferir no”. Bartleby prefiere “no una voluntad de nada, sino la emergencia de una nada de voluntad”.9 Justamente aquí está la intersección entre Bartleby y cierto nihilis-mo. A la nada de voluntad de Bartleby sólo le está permitido negar hasta la muerte. Su preferir no, su querer no, su desear no, es para-dójicamente una voluntad de negar. La nada de voluntad es la opor-tunidad, el momento justo de su muerte, es kairos tanathos, tiempo interior sin el cual la vida pierde sentido. No es el relato de la crónica de una muerte anunciada, sino de la muerte como coyuntura. En esta extraordinaria intersección entre nihilismo y Bartleby, está la posibilidad de colocar a la educación en otro lugar, en el lugar de la voluntad de negar y en el de la nada de voluntad. Es decir, la educación como la facultad para “preferir no”, la educación para bloquear la preferencia ajena, para no ceder al deseo del otro, la edu-cación que prefiere negar la normalidad, la educación que mora en la imperturbabilidad de la extrañeza, la educación para preferir “no” antes que no preferir, la educación nihilista, aquella que permite al infante rechazar el castrante cuidado materno, aquella que permite al estudiante obturar la grotesca didáctica que ofusca.

9 Ibid., p. 63.

18 Ana Ma. Valle Vázquez y Marco A. Jiménez García

Voluntad de negar y nada de voluntad

Según Gonçal Mayos, Nietzsche toma el nihilismo de Paul Bourget, quien lo concebía como la aparición y crecimiento de una “gran en-fermedad europea, un mortal cansancio de vivir, una tétrica percep-ción de la vanidad de todo esfuerzo”.10 Para el filósofo de Röcken:

No se ha comprendido lo que sin embargo es palpable: que el pe-simismo no es un problema, sino un síntoma —que este nombre tendría que ser substituido por el de nihilismo—, que la cuestión de si el no-ser es mejor que el ser, es ya una enfermedad, un decli-nar, una idiosincrasia […] el movimiento pesimista no es más que la expresión de una decadencia fisiológica.11

Es decir, creer que el nihilismo como juicio es mejor que la reali-dad decadente, que el no-ser es mejor que el ser, es una enfermedad. Si la negación del ser es considerada mejor que la afirmación del ser, esto es una enfermedad, como menciona Nietzsche. La negación del ser, el nihilismo, es tan sólo un síntoma de la decadencia de la vida. El “preferir no” de Bartleby es un síntoma, no la enfermedad. Es la fiebre que anuncia un cáncer. Lo que está en descomposición es la vida misma y todo aquello que la afirma contribuye a esa patología. Como cuando el estudiante repite, sin ningún tipo de reflexión, lo que el profesor dice y, en consecuencia, el profesor aplaude la repe-tición de la afirmación. Es como saber que alguien está enfermo y fingir lo contrario. En todo caso, se trata de no querer saber, para así poder afirmar la vida decadente. En el relato de Melville, el abogado y los escribientes afirman esa decadente vida plena de valores con-vencionales. La negación de Bartleby, de modo contradictorio, es el síntoma que está de parte de otra vida, es el nihilismo que niega la vida de los valores convencionales. Sin embargo, su imperturbable extrañeza hace patente la vida otra. Preferir no es la negación del ser, es la voluntad de negar. Nos parece que Nietzsche apunta no sólo al

10 Friedrich Nietzsche, El nihilismo: Escritos póstumos, Barcelona: Península, 1998, p. 10.

11 Ibid., p. 171.

Bartleby Educador, reflexiones sobre el nihilismo 19

anuncio del no-ser como enfermedad, sino también a la negación de la decadencia de la vida. En otras palabras, lo que pareciera ser un pesimismo mortificante más bien es el contundente señalamiento y denuncia del ocaso de la vida encarnada en las bondadosas accio-nes del abogado de Wall Street. Esta negación de la declinación de la vida es tener la valentía para mirar el rostro de la Gorgona, no como suicidio, sino como la asunción de lo inevitable; este sentido del nihilismo es una voluntad de negar. Bartleby es la monstruosa rareza insoportable de esta voluntad de negar: él, con su “preferir no”, detona la más profunda extrañeza de la afirmación (preferir) al negarla (no). La tendencia hacia la “nada” no conduce a un vacío absoluto; este último sólo es posible en el pensamiento matemático o abs-tracto. Aquí la nada es todo, que se nos presenta como caos ina-trapable y originario, es el enloquecedor y mortífero canto de las sirenas. Educar en el reconocimiento de lo irreconocible, del caos, no significa desprenderse del cosmos, sino colocar la tensión entre el nihilismo, entre el “preferir no”, y el sentido de la vida ascendente. No se trata de la vieja creencia de haber sido arrojados de un paraíso (el cual habría que restaurar) ni de inventar un paraíso al cual llegar. No es una metafísica que acaba de una vez y para siempre con lo viejo, descompuesto, putrefacto y perdido para dar paso a lo nuevo, a lo sano, a lo limpio, a un súper hombre que reemplazaría al último hombre. Interpretar así a Bartleby es retornar a la serpiente que se muerde la cola, es renunciar a la experiencia humana, demasiado humana. ¿Cómo interpretar la transmutación de los valores que hace el último hombre si no como una ironía revelada en el superhombre? ¿O acaso creer seriamente en esta figura es garantía de una vida sin enfermedad, mientras lo contrario, es decir, el dudar de la salvación es muestra, es síntoma, de estar enfermo? En otras palabras, ¿creer en el superhombre, no como una ironía sino como una verdad, es señal de salud, de verdad y de salvación? ¿O mirar al superhombre como una ironía es un síntoma de una morbosa enfermedad? Pa-rafraseando a Foucault, es mejor decir que, si antes fuimos objeto de salvación, mas no de verdad, hoy con seguridad somos objeto de

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verdad, mas no de salvación. Aun esto último es sospechoso. Todo parece indicar que las ideas de salvación y verdad están hoy día muy por debajo de la pretensión del valor “éxito”. Quién se atrevería a proponer a un pesimista, a un nihilista como educador, cuando ser pedagogo, ser maestro, es sinónimo de un op-timista hoy en día en las figuras de facilitador, instructor, animador, capacitador o promotor, que sin querer saberlo afirman la vida deca-dente. Bartleby deprecia al sistema. Con su voluntad de negar, está próximo a una dialéctica negativa, a una lógica de la desintegración, a una deconstrucción radical de la vida. No se trata de un nihilista reactivo que responde contundentemente “no” a todo lo que se le demanda, ya que no es el hombre que está cansado de querer (tiene voluntad de negar). En el hombre reactivo, nada es verdad, nada está bien, Dios ha muerto. Ocurre la desvalorización de los pro-pios valores: “La nada como voluntad no es sólo un síntoma para una voluntad de la nada, sino, en el límite, una negación de cual-quier voluntad, un taedium vitae”.12 El nihilista reactivo niega la voluntad. Este sentido del nihilismo refiere a “que los valores supre-mos pierden validez. Falta la meta; falta la respuesta al ‘por qué’”.13 Bartleby no mata a Dios, no enaltece la ciencia, no niega las ins-tituciones, no hace revolución; sencillamente “prefiere no”. Con esto, produce una insoportable vorágine en la existencia de todos aquellos que le rodean, al grado de expulsarlos del torbellino en el que él fenece. Quienes huyen del despacho por lo insoportable de la negación que evidencia Bartleby son el abogado y sus empleados. ¿Qué es lo que mira Bartleby a través de la ventana cercana a su escritorio? La afirmación de la declinación de la vida, que él es el último hombre, la asunción de lo inevitable que es su muerte, en fin, la imposibilidad, el caos, la nada. Es precisamente ahí donde Bartleby se muestra como maestro, es decir, cuando su nihilismo, su voluntad de negar, su ser síntoma, nos devela que es de la nada de donde proviene toda creación. Lo cual no quiere decir que esto es mejor, ascendente, progresivo o lineal. Yerran quienes confunden

12 Gilles Deleuze, Nietzsche y la filosofía, Barcelona: Anagrama, 1998, p. 208.13 Friedrich Nietzsche, La voluntad de poderío, Madrid: Edaf, 1996, p. 33.

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creación con lo bueno, lo bello, lo verdadero, lo útil, lo mejor o lo sano; toda creación implica también destrucción, maldad, fealdad, falsedad, inutilidad, corrupción y violencia. El reconocimiento de que todo acto pedagógico es una experiencia violenta no es algo extraordinario. El nihil, dice Deleuze, atendiendo a Nietzsche, “no significa el no-ser, sino un valor que es un valor de la nada [de todo]. La vida toma un valor de nada siempre que se la niega, se la deprecia”.14 La vida de Bartleby tiene este valor de nada. En este estado del nihilis-mo, como voluntad de negar, lo que se niega es la vida decadente, lo que se niega es la vida como nada, lo que se niega es la vida donde hay valores superiores a ella misma. Cuando hay valores superiores a la vida, es posible depreciarla. Se puede depreciar la vida, negarla, incluso aniquilarla, cuando, por ejemplo, los valores fabriles, como competencia, costo, utilidad, eficiencia o eficacia, están por encima de la vida. Esta vida sobajada, esta vida subsumida, esta vida depre-ciada es la que se niega, es la que toma un valor de nada. No es que la vida no valga nada, sino que la vida vale “nada”. Aquí la nada está colmada de sentido: el sentido de negar, el sentido de la posibilidad de “preferir no”. Educar permite vivir para morir consigo mismo sabiendo que es desde su propia carne que Bartleby niega, porque el cuerpo no se tiene sino que se es un cuerpo, es decir, “no tengo un cuerpo, soy mi cuerpo”. Es la posibilidad de resistirse a las redes de la maqui-naria del sistema educativo, que mortifica, que provoca una muerte estéril. Bartleby no es que no haga nada, sino que no hace, mejor dicho “hace no”. No es lo mismo “no hacer nada” que “no hacer”. Por ejemplo, un estudiante que “no hace nada” es aquel que, en primera instancia, cumple a la perfección y con éxito lo que la insti-tución, el sistema, la sociedad, su familia y el maestro le demandan; también es aquel que no cumple por pereza, desidia, indiferencia o rebeldía hacia las mismas instancias. El estudiante que “no hace”, aquel que “prefiere no”, en principio, es quien ha elegido algo pro-pio, algo distinto de sí, es aquel que no ha cedido, por diversos

14 Deleuze, Nietzsche y la filosofía, p. 207.

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caminos, a la demanda ni al deseo del otro, ni para bien ni para mal; es el que no pretende ser héroe ni antihéroe: “es lo que es”. Lo cual, por lo regular, se tiene que pagar con un pedazo de carne del propio cuerpo. No es que exista a priori o se pretenda la pureza de Bartleby; no se trata de santificarlo, sino de reconocer la posibilidad del nihilis-mo como voluntad de negar y como nada de voluntad. En este sen-tido, la educación se establece en el “espíritu del don de nada” y no como una experiencia que considera a la enseñanza como un acto de amor, es decir, de dar lo que no se tiene a quien no corresponde. Pensada así la educación, estamos en un régimen de intercambio que sólo hace circular bienes materiales, útiles, conocimiento, infor-mación, datos para “el bien” de los otros. Marcel Mauss, en su “En-sayo sobre los dones”, se interroga: “¿Qué fuerza tiene la cosa que se da, que obliga al donatario a devolverla?”.15 En otras palabras, ¿cuál es el espíritu del Don? De acuerdo con él, lo que ata, lo que vincula, lo que re-liga y hace comunidad es “nada”, que no es vacío; antes bien, es todo aquello que no es útil, que no es comprable porque no es vendible, porque no es fabricable, que no es mercancía, que no es un artefacto. Lo que se intercambia bajo el principio de “el Don de nada” “no son exclusivamente bienes o riquezas, muebles e in-muebles, cosas útiles económicamente; son sobre todo gentilezas […] en las que la circulación de riquezas es sólo uno de los términos de un contrato mucho más general y permanente”.16 Gentilezas que pueden ser un guiño, una mirada, un bostezo, un gesto, una sonrisa, un ademán o una frase, como “prefiero no”. Bartleby es un gentil negativo, que encarna el espíritu del don de nada. Continua Deleuze: “La depreciación supone siempre una fic-ción: se falsea y se deprecia por ficción, se opone algo a la vida por ficción. La vida entera se convierte entonces en irreal, es representa-da como apariencia, toma en su conjunto un valor de nada”.17 Esta ficción está representada en el melodrama de Wall Street actuado

15 Marcel Mauss, Sociología y antropología, Madrid: Tecnos, 1979, p. 157.16 Ibid., p. 160.17 Deleuze, Nietzsche y la filosofía, p. 207.

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por el abogado, los empleados y demás personajes en derredor de Bartleby. Es un melodrama que se escenifica en torno a una tragedia.Siguiendo a Nietzsche:

Ni la moral, ni la religión tienen contacto, en el cristianismo, con punto alguno de la realidad. Causas puramente imaginarias (“Dios”, “alma”, “yo,” “la voluntad libre”) […] Este puro mundo de ficción se diferencia, con gran desventaja suya, del mundo de los sueños, por el hecho de que este último refleja la realidad, mientras que aquél falsea, desvaloriza, niega la realidad. Una vez inventado el concepto naturaleza, como anticoncepto de “Dios”, la palabra para decir “reprobable” tuvo que ser “natural”, todo aquél mundo de fic-ción tiene su raíz en el odio a lo natural (¡la realidad!) […] Pero con esto queda aclarado todo ¿quién es el único que tiene motivos para evadirse, mediante una mentira, y de la realidad? El que sufre de ella. Pero sufrir de la realidad significa ser una realidad fracasada […] La preponderancia de los sentimientos de displacer sobre los de placer es la causa de aquella moral y de aquella religión ficticia: tal preponderancia ofrece, sin embargo, la fórmula de la décadence.18

Sin duda, reconocemos en Nietzsche dos formas de negar la realidad, de depreciarla: una es representada por el abogado y otra la que encarna Bartleby. La primera vive en un puro mundo de ficción, es un trato entre seres ficticios: sistema, burocracia, institu-ciones, ciencias, Dios, gobierno, curriculum vitae, etcétera; esta rea-lidad de ficción niega la vida, o la naturaleza, como dice Nietzsche. La de Bartleby niega esa realidad de ficción; es una postura radical, es la realidad del nihilismo; él vive en los márgenes con su soledad. Nietzsche menciona un doble sentido del nihilismo: “[El] nihilismo como signo del creciente poder del espíritu: nihilismo activo. El nihilismo como decadencia y retroceso del poder del espíritu: nihi-lismo pasivo”.19 El poder del espíritu se aleja de la ficción, se repliega ante la depreciación de la vida, es pasivo porque no cede al ideal ni a las esperanzas “vividas” por el resto del mundo.

18 Friedrich Nietzsche, El anticristo, Madrid: Alianza, 1997, pp. 39-40.19 Nietzsche, La voluntad de poderío, p. 41.

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¿Que no es la educación contemporánea un mundo de ficción? Para nosotros, la realidad ficticia no es la falsa, la mala ni la equívoca; ni tampoco la realidad de Bartleby, la natural, es la alternativa, la buena, la verdadera ni la salvadora. Todo lo contrario, Bartleby como educador nos remite a la tensión constante entre la ficción, la decadencia, y lo que Nietzsche llama la vida natural, la realidad. Cualquier pedagogía que proponga un adelanto o un progreso a un mundo mejor está condenada al fracaso, a la mentira, a la más profunda decadencia. La educación que Nietzsche nos propone es la del resentimien-to, entendido éste como “volver a sentir”, como no quedarse con la primera y más superficial sensación. Resentimiento que habla de que la vida es una vida sensible, no sólo razonable. Resentimien-to en el reconocimiento del vínculo del don de la palabra entre maestro y alumno, en donde, parafraseando a Blanchot, basta una palabra para destruirme, basta una palabra para salvarme. De nin-gún modo Bartleby es un resentido social que niega la vida, un re-accionario sin palabras, un mediocre o un charlatán. Pero tampoco es un hombre de éxito, un diletante o con estatus social. Es, si se quiere, un residuo emblemático de lo que Nietzsche llama “el últi-mo hombr”. “El inicio de un crecimiento decisivo y completamen-te esencial, del paso a nuevas condiciones de existencia, sería que viniera al mundo la más extrema forma de pesimismo, el auténtico nihilismo”.20 Éste es el nihilismo del último hombre. Digamos que el auténtico nihilismo es aquel que habita el extremo de la asunción de lo inevitable, de la muerte. La muerte encarnada en el último hombre no es fatalismo, no es mordacidad corrosiva, más bien, es quien quiere la nada:

¡Llega el tiempo en que el hombre dejará de lanzar la flecha de su anhelo más allá del hombre, y en que la cuerda de su arco no sabrá vibrar! […] Llega el tiempo del hombre más despreciable, el incapaz ya de despreciarse a sí mismo ¡Mirad! Yo os muestro el

20 Nietzsche, El nihilismo, p. 87.

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último hombre. ¿Qué es amor? ¿Qué es creación? ¿Qué es anhelo? ¿Qué es estrella? Así pregunta el último hombre, y parpadea.21

Efectivamente, el último hombre es el que prefiere una nada de voluntad, apagarse pasivamente antes que una voluntad de la nada.Bartleby, al “preferir no”, prefiere nada y no algo. El escribiente can-cela la posibilidad de cualquier acción, de todo algo, digamos que da sentido a una imposibilidad, que es la negación misma. Es decir, esa pequeña acción de copiar, ese pequeño algo, ante el filo del “pre-ferir no”, se cancela y va anulando toda posibilidad, toda acción, todo algo, dejando sólo la imposibilidad, la pasividad, la nada. Pre-fiere, afirma, no hacer, no copiar, no responder, no llevar papeles, no cambiar nada, no decir, no comer. Hagamos un par de señalamientos. El primero es que, desde el ini-cio, lo que Bartleby “prefiere no” es “hacer”, “preferiría no hacerlo” es tal cual se traduce I would prefer not to; lo que prefiere es no hacer cualquier cosa. El segundo señalamiento es que, al final, ya en la cárcel, Bartleby lo que prefiere es no cambiar nada, no decir y no comer; lo que prefiere es la inmovilidad, la mudez y la muerte. Lo interesante es que su “preferir no” en absoluto es debilidad, desde-ño, pereza o indiferencia, sino todo lo contrario: es fuerza, respeto, energía y perseverancia. En este sentido, Bartleby educador poten-cia esta fuerza, respeto, energía y perseverancia de la voluntad de negar como de la nada de voluntad. Es una educación que afirma la negación de hacer algo, que afirma la inmovilidad, la mudez y la muerte no como suicidio ni como pesimismo mortificante, sino, como hemos dicho, en la asunción de lo inevitable y la negación de la decadencia de un tipo de vida y de un tipo de realidad, siguiendo a Nietzsche. Bartleby es el último hombre, su muerte es la emergen-cia de una nada de voluntad. Para el “preferir no” es lo implícito de la acción, es el momento de la aparente ingenuidad.

21 Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra. Un libro para todos y para nadie, Madrid: Alianza, pp. 38-39.

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Palabras finales

Imaginemos por un momento que el despacho de abogados es un salón de clase donde el maestro es el abogado. Lo que se enseña es ficción. El maestro pide a los estudiantes que colaboren en una tarea común y que trabajen en grupo; uno de ellos le responde “pre-feriría no hacerlo”. El asombro del maestro es grande. ¿Qué quiere decir? ¿Se ha vuelto loco? El maestro insiste: hay que corregir en equipo la tarea, repasar la lección y revisar el escrito. Y el estudian-te responde, con una mansedumbre, una tranquilidad, sin la me-nor turbación, sin malos modos o impertinencia: “Prefiero no”. El maestro se percata de que hay algo en ese estudiante fuera de lugar, extraño, irreconocible, anómalo y desconcertante. Por supuesto, los demás compañeros están molestos porque éste se niega a colaborar en el trabajo común, incluso alguno de ellos le ofrece al profesor obligar a su compañero estudiante a cumplir con lo que la institu-ción demanda. Sin embargo, el mentor no acepta, se queda perple-jo y pensativo, porque efectivamente lo que este alumno negativo le devuelve no es sólo un “no” sino un conjunto de gentilezas, de gestos, de actitudes que hacen imposible considerarlo como un sim-ple mediocre, flojo, rebelde e indiferente. Hay una voluntad en ese estudiante que, al tiempo que perturba al colectivo, se hace impene-trable e imperturbable. De ninguna manera lo hace por miedo, por maldad, por amor, por bondad, sino por rareza: él es algo a quien no se le teme pero tampoco se le tiene confianza, no se le odia ni se le ama. Se sabe que está vivo, que hace, aunque cada vez menos, pero que esa vida y ese hacer nada tienen que ver con la de los otros. Es como si se tratase de un ser de “otro mundo” que anuncia otra cosa por venir. Ahora supongamos que el maestro es Bartleby, lo que se enseña es el mundo “real” y “natural”, esto es lo que nos anuncia como la buena nueva. Anuncia con su vida el fin de una era y el principio de otra, es el último maestro. Frente a la demanda institucional y social de enseñar, de educar o de instruir, él responde: “Prefiero no”. Y en esto radica su enseñanza. Los alumnos, perplejos, insisten a su maestro hacer algo, lo que sea, que les señale un camino; el maestro

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sostiene sin perturbación alguna su respuesta: “Prefiero no”. Ante cada demanda social, cultural, de sus alumnos, la voluntad de negar del profesor es cada vez más fuerte. Frente a las preguntas e iniciati-vas de sus estudiantes por hacer algo, el maestro mira a través de la ventana y responde “Prefiero no”. Ante las afirmaciones formuladas como invitaciones a comer, a hablar y a trabajar de sus estudian-tes, el maestro tranquilamente, con paciencia, con serenidad y con respetuosa distancia dice: “Prefiero no”. Ni siquiera le es necesario y posible dar las gracias. Los alumnos, hartos de esta condición, abandonan el aula. Los burócratas escolares no saben qué hacer con el maestro que permanece deambulando en los pasillos, sin estable-cer contacto alguno con el personal. Deciden finalmente llevarlo a una institución psiquiátrica donde él se resiste a comer o a entablar cualquier lazo social para finalmente morir acurrucado en su propio cuerpo. Bartleby es voluntad de nada (voluntad de negar la vida deprecia-da) al mismo tiempo que “prefiere una nada de voluntad [la muerte] apagarse pasivamente, antes que una voluntad de la nada”.22 El es-cribiente pasa por dos estados del nihilismo: el negativo y el pasivo. El primero es la negación de la vida depreciada y el segundo prefiere morir pasivamente antes que querer una voluntad de la nada. En un estado y en otro, reina siempre el elemento de la negación como voluntad de poder, la voluntad como voluntad de la nada. Sólo a partir de la negación del valor y de la afirmación de la nada puede mutarse la esencia del ser humano, transvalorar los va-lores a partir de la nada y, así, pasar a algo diferente.

22 Deleuze, Nietzsche y la filosofía, p. 244.

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Escribir sobre la indiferencia o para la indiferencia. Bartleby revisitado

Dra. María Luisa Murga MelerUniversidad Pedagógica Nacional

ResumenEn este texto se presenta la reflexión en torno de los efectos de la desfigu-ración de la vida social por causa de las transformaciones ocurridas por las distintas modalidades que ha impreso la modernidad y el capitalismo en las últimas décadas, a partir del reconocimiento de que dichas transforma-ciones han generado la indiferencia que se ha apoderado de nuestras con-diciones de vida y de nuestras posibilidades de encontrar sentido. Es desde la referencia al subtítulo del texto de Melville “Bartleby, el escribiente” —“Una historia de Wall Street”— que se plantea la reflexión acerca de las condiciones en las que la globalización financiera especulativa ha transfor-mado el mundo sin detener su maquinaria por lo menos para contemplar los estragos que genera y donde el resultado es un mundo en el que el tema de la alimentación es tratado de igual forma que la venta de zapatos, es decir, con indiferencia. Y con base en la escalada de la gentil expresión: “Preferiría no…”, que exacerba y enloquece precisamente por la indiferen-cia que señala insistente, se plantea que quizá podríamos llevar esa zona de indeterminación hacia la forma de una interrogación, relacionándola con nuestras propias condiciones de vida (de vida personal, académica, colecti-va) para que ante cada nueva exigencia de realizar esa escritura “silenciosa, pálida y mecánica” con la que reiteramos los índices de la indiferencia por la reflexión y el diálogo, pudiéramos preguntarnos ¿Preferiríamos no hacerlo?Palabras clave: indiferencia, globalización, modernidad, transformaciones sociales.

AbstractThis text presents the reflection on the effects of the disfigurement of the social life because of the transformations that occurred by the various forms that has printed the modernity and capitalism in recent decades, from the recognition that these transformations have generated the indifference that has taken over our conditions of life and our ability to find meaning. Since the reference to the

revista de Filosofía (universidad iberoamericana) 136: 29-37, 2014

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subtitle of the work of Melville “Bartleby, the Scrivener” —“A history of Wall Street”— makes the reflection about the conditions in which the speculative financial globalization has transformed the world without stop it machinery at least to contemplate it’s ravages generated and where the result is a world in which the theme of food is treated in the same way that the sale of shoes, with indifference. And based on the escalation of the gentle expression: “I would prefer not to…”, which exacerbates and crazy precisely by the indifference, it suggests that this zone of indeterminacy would perhaps take to the form of a question and relate it to our own conditions of life (personal, academic, collective) and if each new requirement for writing “silent, pale mechanics” to reiterate the disregard for reflection and dialogue, maybe we could ask ourselves We would prefer not to?Keywords: indifference, globalization, Modernity, social transformations.

Releer “Bartleby, el escribiente. Una historia de Wall Street”, en pre-paración para el coloquio Educación, Filosofía y Literatura. Crítica Cultural y Violencia, ha sido nuevamente una experiencia estimu-lante. Una experiencia interesante a pesar de tener que tratar de encontrar qué decir acerca de esta obra que fuera algo más que el remedo de lo que ya con lucidez han dicho otros. Tratar de decir de Bartleby otra cosa y no reiterar acerca del poder de la literatura para proyectar realidades que nos enmudecen y, en ocasiones, cambian radicalmente nuestras formas de pensar o de sentir. Tratar de decir algo más acerca de los diversos temas que una obra potencia en aquellos que aceptan ser llevados por los senderos que ofrece para transitar de la ficción a la realidad y viceversa, transitar los cami-nos del asombro, del distanciamiento, de la afección y la reflexión. Escribir creativamente acerca de Bartleby en estos tiempos era una tarea difícil, por decir lo menos, para el caso de quien esto escribe. Además podría pensarse que releer Bartleby en este año, en el rimbombante siglo xxi, sería un tanto anacrónico. En esta época, la idea de un escribiente como nuestro personaje parecería poco común, ya que hoy, con todos los dispositivos electrónicos y de comunicación de que disponemos, la tarea de copiar una escritura textualmente no requiere más que realizar unas cuantas operaciones casi mecánicas, que incluso se han transformado en procesos que las

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computadoras realizan mediante un solo comando. Pensar en un empleado como él, especializado en copiar los textos de las leyes y sus derivados, con buena caligrafía y fidelidad, sería pensar fuera de la lógica que define la formas en las que actualmente se concretan los negocios que marcan las condiciones en las que se dirimen las for-mas del empleo, en las cuales se insiste no sólo en la automatización sino en la flexibilización de la mano de obra. Además, el ejercicio de adentrarse en las vicisitudes de la vida de un escribiente como Bart-leby para algunos sería “inútil”. Sin embargo, a pesar de todos los posibles argumentos en contra de la idea de la vigencia de la historia de Bartleby (lo lamento pero tendré que echar mano de cierto lugar común), la obra de Melville, como algunas otras piezas de la literatu-ra universal, es asombrosa de cierto modo por la vigencia de algunos de los rasgos que señalan tanto las características de los personajes, como los efectos de la desfiguración de la vida social, causados por las transformaciones ocurridas por las distintas modalidades que ha impreso la modernidad y el capitalismo en las últimas décadas. Por todo ello —y antes de desarrollar la reflexión que esta nueva lectura provocó, y en ánimo de no desestimar por temor a la reite-ración la importancia de lo que ésta ha suscitado en otros autores, ya que esto sería una indiferencia para con lo que ha generado de comentarios y reflexiones— es preciso señalar algunos de los temas que se han desarrollado a propósito. Porque como en otros casos de la literatura, “Bartleby el escribiente” ha potenciado en sus lectores y críticos diversos tratamientos para los temas que aborda: el encie-rro, la negación, la escritura, el lenguaje. Además, se han expuesto tesis acerca del carácter enigmático del personaje y del autor, de los vínculos de la historia con otras de Melville u otros escritores, o bien se han señalado las semejanzas entre Melville y otros autores y poetas. En algunos estudios se plantea que, a pesar de que, según el narrador, Bartleby “es una pérdida irreparable para la literatura al ser uno de esos de quien nada es indagable salvo en sus exiguas fuentes originarias” y de “la reticencia irreparable” que señala su silencio,1

1 Raymundo Mier, “Melville, Frege y Freud. Bartleby y los signos de la nega-ción”, Poligrafías: Revista de literatura comparada 4 (2003): pp. 53-81.

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catatónico y anoréxico, este personaje es una especie de héroe de la resistencia civil pacífica. De estas últimas referencias a Bartleby, llama la atención que se realicen señalamientos e interpretaciones centrados en aspectos relacionados con la constitución psíquica del sujeto, en torno de al-guien que dijo pocas palabras y de quien poco se conocía la historia personal, ya que esto hace que dichas afirmaciones queden como especies de interpretaciones especulativas, resbaladizas y fragmenta-rias. Por ello, este trabajo se orienta más hacia la reflexión en torno de otros temas y no acerca de las características del personaje en cuanto que objeto de interpretación psicológica, ya que ese hubiera sido otro tipo más de indiferencia. Una que, indiferente a la historia del sujeto, adelantara juicios acerca de trastornos o padecimientos varios sólo a partir de las descripciones fragmentarias expuestas por el narrador. Por ello, y para no ahondar más en la indiferencia, es que este trabajo se centra en la reflexión en torno del hecho de que esta histo-ria, más que sobre los temas de la personalidad o las extravagancias del lenguaje, es una historia de Wall Street, aunque para la reflexión final recupero el acento en la expresión “Preferiría no hacerlo” tanto por la obstinación con la que se esgrime, como por esa dualidad negativa que expresa en sus límites, erigiendo una especie de zona de indeterminación. De manera muy significativa, sigo la escalada de la expresión “Preferiría no…”2 porque al ser tan gentil exacerba y enloquece a quienes lo rodean precisamente por esa gentileza y por la indiferencia que señala insistente. Es así que Melville, en “Bartleby el escribiente. Una historia de Wall Street”, con ironía y elegancia en cada una de las puntualiza-ciones del relato, señala los índices de algunas de las condiciones en las actualmente que se concreta la vida de nuestras sociedades y de

2 Esta premisa que Bartleby repite y que a lo largo del relato se despliega es, como señala Raymundo Mier, la emergencia de “una resonancia de la mortandad del deseo, el deseo de lo mismo […] Bartleby es la narración del impulso marcado por la compulsión a la disolución de sí, construido en el fulgor emblemático de la extinción de la historia” (ibid., p. 79).

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las que, trágicamente, pareciera no podemos escapar aunque realice-mos toda suerte de requiebres fantásticos con los que nos hacemos la ilusión de que este mundo puede ser otro y tener algo de sentido. Como señala Raymundo Mier, Bartleby (que Meville publica en 1853) es una “extraña recreación sarcástica, cuya extravagancia acer-ca el realismo a la alegoría […] es la trama sutil de una tragedia ínfi-ma que culmina en la entronización del abandono, la indiferencia y la muerte que alcanzan tonalidades cosmogónicas”.3 Efectivamente, el relato sobre las vicisitudes que pasa Bartleby hasta el final es uno acerca de la reiteración mortecina de la indiferencia. Y es que desde la anodina exposición que el narrador realiza de la propia persona del notario, de sus ocupaciones profesionales, de sus clientes, colegas y empleados, del contexto socio-histórico en el que ocurre, incluso hasta del desenlace mismo, la indiferencia señala la condición de eso a lo que en esta historia y hoy indiferentemente llamamos vida. En el relato, la reiteración lleva de la mano lo inerte y se engolosi-na con la prudencia y el método de un narrador-notario-jefe que no dudaba en hacer gala de su gusto por la repetición (reiteración) de un nombre como el de Juan Jacobo Astor, que tenía un sonido orbi-cular y tintineaba como el oro,4 mientras que a sus empleados —con excepción de Bartleby— les negará el nombre concediéndoles sólo sendos apodos que señalan los rasgos de las deficiencias que para su serena potestad mostraban: el envejecimiento, la vacuidad, la impa-ciencia, la ambición enfermiza y esa obtusa juventud que, perspicaz, reduce “toda la noble ciencia del derecho en una cáscara de nuez”.5

Esa indiferencia de los apodos con los que el narrador-jefe habla de las deficiencias que para él presentan sus empleados es también la indiferencia que marca la vida en nuestras sociedades actualmente. La indiferencia resulta una especie de atmósfera en la que queda

3 Ibid., p. 724 Esto es lo que el narrador usa como referencia de su reputación como no-

tario y negociante al señalar que un tal Sr. Juan Jacobo Astor —cliente suyo— tenía buena opinión de él y no desdeñaba sus servicios.

5 Esto es lo que en su narración el notario-jefe dice del tercer empleado, a quien apoda Ginger Nut.

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envuelta la exposición acerca de los personajes y sus circunstancias, pero no sólo al interior de la obra, si es que se me permite esta expresión, sino en el contexto de su publicación, incluso más allá de los límites geográficos y del lenguaje. Me refiero tanto a la indi-ferencia con la que se recibieron las obras de Melville (publicadas varios años después de su terminación) como a la indiferencia con la que en las traducciones al español el subtítulo “Una historia de Wall Street” queda suprimido, o no siempre aparece en la portada, y el relato queda reducido en su referencia sólo a Bartleby, al individuo sin vínculo colectivo. Con ello se diluye la fuerza nominativa que propuso Melville para esta obra. Como en el caso de los otros perso-najes, se le abrevia el nombre a la historia y se la desarraiga como si no importara si es de Wall Street o de cualquier otra calle. Porque, al parecer, la intención del autor era la de ubicar específicamente, por medio del subtítulo, la historia del escribiente Bartleby en Wall Street. Además, tal pretensión no es menor, pues hacer “una historia de Wall Street” en breves páginas resulta significativo y más aún si ésta se realiza a partir de la referencia a una persona que, desde su soledad y pasividad, resiste los embates de un sistema agobiante. Entrando en materia, debemos decir que efectivamente ésta es una historia de Wall Street en la que se expresa la sublevación de Bartleby como una especie de indeterminación que se abre a la in-diferencia con su gentil negación. En el desarrollo de la trama pode-mos encontrar un conjunto de referencias metafóricas que —desde mi perspectiva— llevan a pensar en la indiferencia que poco a poco ha ido apoderándose de nuestras condiciones de vida. Esa indiferen-cia con la que desde una calle que mide poco más de 500 metros de longitud, ubicada en el sur de una isla, de la que las consejas dicen fue comprada por los holandeses a sus primeros pobladores en no más de 100 dólares. Se expande más allá de los límites geográficos, simbólicos y del lenguaje una crisis intelectual de valores trascen-dentales, potenciada por la desaforada circulación de los valores bursátiles que se sobreponen a todas las esferas de la vida social. Indiferente, desde Wall Street, la globalización financiera espe-culativa, sostenida por los cacicazgos que promueven las cotizacio-nes bancarias sin sustentos productivos, quizá desde 1853, ha ido

Escribir sobre la indiferencia o para la indiferencia. Bartleby revisitado 35

transformando el mundo sin detener su maquinaria por lo menos para contemplar los estragos que genera (depredación de los recur-sos naturales, depredación de la cultura, desmantelamiento de la vida comunitaria, despidos masivos, ingobernabilidad, etcétera). El resultado es un mundo en el que el tema de la alimentación es trata-do en las oficinas gubernamentales, por los especuladores y los polí-ticos, de igual forma que la venta de zapatos; un mundo en el que, por la búsqueda desenfrenada de la maximización del costo-eficien-cia, se ha llevado a la aberrante situación en la que, a mayor despido de trabajadores, mayor valor en las cotizaciones de las empresas en la Bolsa de Valores. Y más recientemente, se ha llegado a la exigencia de mayores privatizaciones, ya que la ventaja de privatizar empresas estatales o la seguridad social (la salud o la educación) radica en el “interés de los operadores financieros por llevarse parte de los costos de las transacciones”. Es decir, Wall Street es un mundo en el que no hace diferencia que un valor bursátil tenga sustento productivo o no, porque tampoco hace diferencia si efectivamente esa privati-zación o cualquier otra transacción se realiza efectivamente a costas o no de las condiciones de vida de las personas. No hace diferencia porque el único objetivo es obtener de cada transacción la mayor ganancia de la manera más eficiente. Lo que ha ocurrido desde el territorio de Wall Street es que esa aspiradora arrogante y gigantesca que en el vacío succiona todas las monedas ha devorado la economía y, con ella, anulado todas las diferencias. Si bien Marx (en El capital y los Grundrisse) no adelantó mu-chas reflexiones acerca del capital financiero, sí indicó esa especie de núcleo central del capitalismo que, con las distancias debidas a la condición diferencial de la dimensión financiera actual, podríamos señalarlo aquí como el primado —premisa— que anima la vida del mundo actual. Esta premisa es la del costo-eficiencia, que hace que, a medida que el sistema se desarrolla y amplía, presenta la tenden-cia a extenderse masivamente y a descomponer e incluso disolver formas de producción, y con ello borrar sistemáticamente las dife-rencias. Así, en la forma que adquiere el mercado capitalista en esta faceta financierista, los intercambios tienden a presentarse como ca-rentes de sentido en cuanto diferencias que serán desaparecidas por

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efectos de la activación inmediata de los ciclos de la especulación, en sus fases recurrentes y no. Es en Bartleby que este mundo es mostrado irónicamente desde las primeras líneas. El propio narrador se presenta como un hombre “que desde la juventud ha sentido profundamente que la vida más fácil es la mejor […] que gusta de repetir el nombre Juan Jacobo Astor porque tiene un sonido orbicular y tintinea como el oro acu-ñado […] que raras veces se permite una indignación peligrosa ante las injusticias y los abusos” y sólo rompe ese primado de su código de conducta al sufrir en su persona el abuso de la supresión del puesto de agregado a la Suprema Corte (puesto que ostentó). pues, como dice: “Tenía descontado hacer de sus gajes una renta vitalicia”, la que sólo percibió por unos años. Es decir, sólo en tanto sufre in-dividualmente la suspensión de las condiciones en las que obtendría las ganancias proyectadas es que se atreve peligrosamente a rebelarse e indignarse por el abuso sufrido. Adicionalmente, las oficinas del narrador-jefe son también pre-sencia de esa mortandad que se expande y su manso espectáculo —como él lo llama— es para espectadores miopes, como cierta-mente lo propone y se extiende al entorno, abarcando calles y es-tablecimientos.6 Miopía que pareciera es hoy en día también una especie de exigencia adaptativa para este mundo. Porque ser miope, acortar las miras, reducir los alcances del entendimiento frente al maremágnum de datos e informaciones que se ofrecen al consumo indiscriminado, es quizá la condición para subsistir rodeados de este desatino enloquecedor que llamamos mundo. Ser miope, ser o pare-cer (dejarse tomar por) incapaz de darse cuenta de lo que es patente, es quizá la condición exacerbada que hoy se impone en el mundo a los sujetos, tanto en el plano íntimo como en el colectivo. Por ello, Bartleby, luego de haber escrito “silenciosamente, páli-damente, mecánicamente”, resiste en esa zona de indeterminación que la premisa Preferiría no hacerlo establece en su despliegue, don-de “la inercia de la escritura adquiere la cadencia silenciosa de la

6 Esa especie de cárcel-hospital psiquiátrico en la que termina sus días Bart-leby es ejemplo de ello.

Escribir sobre la indiferencia o para la indiferencia. Bartleby revisitado 37

máquina” y “el único signo de humanidad es el rostro pálido, signo de un cuerpo perturbado, de un declive vital que advierte de otro sentido de lo escrito, otra significación del acto de escritura, el con-sumo, la dilapidación de sí mismo”.7 Bartleby, como sus compañe-ros, trabaja en esa tarea inverosímil por su importancia: la escritura de la ley. Y en las condiciones de efectuación de la vida social en la que esta escritura se despliega, no es posible encontrar sentido a esa escritura para que la Ley permanezca frente al impulso desregulador de los embates de un sistema que todo lo desfigura sometiéndolo al interés especulativo sobre las ganancias. Es la indiferencia frente a los avatares de la producción industrial de cualesquiera mercancías (ropa, calzado, computadoras, alimen-tos, medicamentos, etcétera) destinadas al consumo indiscriminado que, como la basura, crece exponencialmente mezclándose y mez-clándolo todo8 en revoltijos informes, luego de haber producido el interés de la especulación. Es también la indiferencia al promover objetivos de maximización del costo-beneficio para cualquier con-dición de la actividad humana, ya sean las comunicaciones o bien, la salud, la educación o las manufacturas. Es la indiferencia frente a la dinámica del deseo y las afecciones. Paradójicamente, es la indife-rencia de la Ley la que nos permite vivir juntos en la igualdad frente a ella, con nuestras diferencias. Así, después de esta relectura y lo que evocó, pienso si es posible llevar la expresión Preferiría no hacerlo, más que hacia una afirma-ción/negativa, hacia la forma de una interrogación y relacionarla con nuestras propias condiciones de vida, de vida personal, acadé-mica, colectiva y, ante cada nueva exigencia, realizar esa escritura “silenciosa, pálida y mecánica” con la que reiteramos los índices de la indiferencia por la reflexión y el diálogo; ante la exigencia de nuestros sistemas laborales, de evaluaciones, de puntajes y estímulos, nos ha-cemos la pregunta ¿Preferiríamos no hacerlo? ¿Preferiríamos no es-cribir en la indiferencia ni para la indiferencia? ¿Preferiríamos no hacerlo como Bartleby?

7 Ibid., p. 101.8 La palabra garbage, en inglés, señala bien esta mezcolanza.

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Bartleby en la esfera del límite y el no a la Modernidad

Alberto Constanteffyl, unam

Al día siguiente noté que Bartleby no hacía más que mirar por la ventana, en su sueño frente a la pared. Cuando le pregunté por qué no escribía, me dijo que había resuelto no escribir más.

H. Melville, Bartleby.

ResumenBartleby sabe que la Modernidad propone una moral, no porque sea sólo especulación, sino porque ella es en sí misma una ética, un modo de ac-ción: reflexión, toma de conciencia, elucidación de lo silencioso, palabra restituida a lo que es mudo, reanimación de lo inerte. Todo esto consti-tuye, por sí solo, el contenido y la forma de la ética moderna y ante ella Bartelby simplemente le responde I would prefer not to, ignora todo aquello que intente integrarlo al mundo del progreso, del cambio, del ordenamien-to, del sentido, de la razón.Palabras clave: modernidad, ética, progreso, sentido, razón

AbstractBartleby knows that modernity offers a moral, not because it is just specula-tion, but because it is itself an ethics, a mode of action: reflection, awareness, elucidation of how quiet, word restored to what is mute, reanimation of the inert. All this is, by itself, the content and form of modern ethics and before it responds Bartelby I just would prefer not to or ignore anything that tries to integrate the world of progress, of change, of ordering, of meaning , of reason.Key words: modernity, ethics, progress, sense, reason.

Siempre me ha sorprendido advertir que: “La llamada virtud, el lla-mado vicio, la llamada verdad, la denominada mentira, todo provie-ne del mismo pozo: del soborno de lo existente, de la confirmación

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apasionada y sin miramientos de lo que es y sigue queriéndose a sí mismo, del impío amor propio que a veces se ciega sobre lo que le conviene, pero nunca renuncia a su conveniencia”.1 Porque esto es Melville, al menos toda la mitología que preside, paladina y secretamente nuestro tiempo. Porque la literatura de Melville tiene tanto de familiaridad con elprocesodeJosephK.y“El artista del hambredeKafka,conJackob von Gunten de Walser o Wakefield de Hawthorne que no podemos quedar impasibles cuando asistimos al apagamiento voluntario de Bartleby. Nos conmueve Bartleby y nos estremecen los demás por-que en estos personajes advertimos el rostro de lo imposible, es de-cir, esa posibilidad por la cual difícilmente podríamos optar. De la letanía fúnebre de agravios contra la existencia y del nihi-lismo como pose pedantemente metafísica que todo lo iguala en su derogación, apenas si podemos rescatar libros infames como Billy Bud el marinero, que narra la historia de un muchacho ingenuo al que un suboficial envidioso acusa de tendencias rebeldes. El capitán le manda llamar para que oiga tales acusaciones de boca del acusa-dor. Billy, tartamudo, no acierta a contestar y reacciona matando al acusador de un puñetazo cumpliendo el dicterio del suboficial por el que le imponen la horca. Pero también Benito Cereno del que po-día decir Borges que era “una de las obras maestras de la literatura”, aunque agregaba: “Hay quien lo considera un error o una serie de errores. Hay quien ha sugerido que Herman Melville se propuso la escritura de un texto deliberadamente inexplicable que fuera un símbolo cabal de este mundo, también inexplicable”. Fue Camus quien propuso en El Mito de Sísifo como ejemplo perfecto de la novela del absurdo a Moby Dick. No le faltaba razón. “En ese libro de Melville se habla del destino y de la muerte, de una venganza que olvida el tamaño del agravio y cuyo objeto finalmente es el universo: se habla de la locura, del miedo y de las armas con un estilo bíblico y blasfemo que nos conmueve extrañamente”.2 Y Bartleby…

1 Fernando Savater, Despierta y lee, Madrid: Alfaguara, 1998, p. 122.2 Fernando Savater, La filosofía tachada precedida de Nihilismo y acción, Ma-

drid: Taurus, 1984, p. 71.

Bartleby en la esfera del límite y el no a la modernidad 41

En un libro que nos asombra por su agudeza, y en el que es-criben Deleuze, Agamben y José Luis Pardo, llamado Preferiría no hacerlo, Bartleby el escribiente,3 luego de su lectura:

Queda la idea general, de que los tres ensayos comparten la frase de Aristóteles según la cual “toda potencia es también potencia de no”. La fórmula lingüística de Bartleby (cuya indeterminación se pierde en la traducción al castellano “preferiría no hacerlo” al agregar el verbo) es, según los autores, la más pura exaltación de la potencia, es decir de una forma de habitar el mundo en la que se renuncia al acto, al hacer, y más bien se sitúa en la indeterminación de lo que puede ser o no ser al mismo tiempo o, mejor, de lo que es y no es al mismo tiempo. Cuando Bartleby se mantiene en su “preferiría no”…, lo que hace es negar el paso tanto a la afirmación como a la negación, manteniendo intacta la posibilidad de las dos, de la potencia.4

Hay otro texto de Aristóteles que también nos habla de la po-tencia. En la Ética a Nicómaco, Aristóteles decía que los animales no actúan porque ellos carecen de praxis. Actuar implica aquello que podemos hacer o no hacer, aquello que está sujeto a nuestra invención, y que fundamentalmente podemos elegirlo o rechazarlo. La elección es la posesión de esa posibilidad o “potencia” que nos posibilita la existencia y para ello hay que discernir. En esto consis-te la paradoja que encontramos luego en las Cartas de San Pablo: “No hago el bien que quisiera y hago el mal que no quiero”; en un verso de sus Metamorfosis, Ovidio escribe: “Veo lo que es mejor y lo apruebo, pero hago lo peor”. Creo que a todos nos ha sometido la misma desdicha y más si comprendemos que esto es así porque, como dice Aristóteles de la acrasia, esa suerte de enfermedad de la

3 Herman Melville, Preferiría no hacerlo, Bartleby el escribiente, seguido por tres ensayos de Gilles Deleuze, Giorgio Agamben y José Luis Pardo, Valencia: Pre-textos, 2000. Visto a través del blog de Vladimir Caraballo Acuña, re-visado por última vez el 5 de abril de 2013 de http://porpublicar.blogspot.mx/2012/07/preferiria-no-hacerlo-gilles-deleuze.html

4 Id.

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voluntad, que puede hacer que uno, aun teniendo conocimiento e imaginación, no elija lo mejor, acaso buscando opciones más gratas o placenteras a corto plazo. Bartleby no elige. No se trata de la retórica de que si no elige ya está eligiendo, no, porque el I would prefer not to tiene la característi-ca de dejarlo en el límite de la no elección y de la elección, al mismo tiempo, Agamben señala que:

Es como si el “to” con el que concluye, que tiene un carácter anafó-rico puesto que no remite directamente a un segmento de realidad sino a un término precedente, único gracias al cual puede adquirir significado, se absolutizase hasta perder toda referencia, volviéndo-se, por así decirlo, sobre la frase misma: anáfora absoluta que gira sobre sí misma, sin remitir a un objeto real ni a un término anafo-rizado (I would prefer not to prefer not to…).5

El I would prefer not to, en realidad, nunca dice “hacerlo”; el to, es un momento suspensivo, un instante retenido lingüísticamente, un quedarse en el límite de aquello que los demás pondrán: “hacer-lo”. El mundo puede hacerlo pero Bartleby no, el prefiere no… Esa forma gramatical de suspenso es como la analogía solicitada, como si fuera un conjunto de signos adormecidos que deben ser desperta-dos para que empiecen a hablar de nuevo. Bartleby es lo contrario a aquello que decían los estoicos de que el cuerpo tiene demasiadas venas y el mundo demasiadas altura para que los hombres sean nun-ca esclavos. Bartleby, según los estoicos, siempre tendría “las puertas abiertas”. Pero no, Bartleby se convierte en un signo errante en un mundo que no lo reconoce, se ha convertido, ahora y sin saberlo, en el modelo de la “no modernidad” en la figura del límite. No es un rechazo ni una trasgresión, no es poner distancia, no es la exclusión ni el estado de excepción, no es el acto mismo de la resistencia, de lo no dicho, sino sólo su sombra, el límite. Diría que ese I would prefer not to es como la estructura lógica del mundo: de ella no se puede hablar pero se muestra en el lenguaje; da lugar a proposiciones no significativas (sinnlos), que no sinsentidos (unsinnig).

5 Id.

Bartleby en la esfera del límite y el no a la modernidad 43

En una sociedad como la nuestra son bien conocidos los proce-dimientos de exclusión. El más evidente, y el más familiar también, es lo prohibido. Se sabe que no se tiene derecho a decirlo todo, que no se puede hablar de todo en cualquier circunstancia, que cual-quiera, en fin, no puede hablar de cualquier cosa. Tabú del objeto, ritual de la circunstancia, derecho exclusivo o privilegiado del sujeto que habla: he ahí el juego de tres tipos de prohibiciones que se cru-zan, se refuerzan o se compensan, formando una compleja malla que no cesa de modificarse. Por ello, cuando el patrón de Bartleby lo contrata puede expresar con entera satisfacción:

Resolví colocar a Bartleby en un rincón junto a la portada, pero de mi lado, para tener a mano a este hombre tranquilo, en caso de cualquier tarea insignificante. Coloqué su escritorio junto a una ventanita, en ese costado del cuarto que originariamente daba a al-gunos patios traseros y muros de ladrillos, pero que ahora, debido a posteriores construcciones, aunque daba alguna luz no tenía vista alguna. A tres pies de los vidrios había una pared, y la luz bajaba de muy arriba, entre dos altos edificios, como desde una peque-ña abertura en una cúpula. Para que el arreglo fuera satisfactorio, conseguí un alto biombo verde que enteramente aislara a Bartleby de mi vista, dejándolo, sin embargo, al alcance de mi voz. Así, en cierto modo, se aunaban sociedad y retiro.6

En este tejido extraño de cercanía y lejanía vemos que hay una distancia en la relación de las palabras con el mundo y que no existe ni siquiera el más mínimo acomodo de la tenue y constante relación que las marcas verbales tejen entre ellas mismas. Bartleby se resuelve a empezar a no preferir o a preferir no preferir y sus palabras se en-cierran de nuevo en su naturaleza de signos. Bartleby no es el Qui-jote que es, como dice Foucault, “el jugador sin regla de lo Mismo y de lo Otro”. Bartleby es la postura del cierre de la modernidad, el silencio que limita ese proyecto, porque, si estamos de acuerdo, la modernidad comienza cuando el acceso a la verdad es una cues-

6 Id.

44 Alberto Constante

tión de conocimiento que ciertamente implica condiciones internas (de método) y externas (el consenso científico, la honestidad, el es-fuerzo, no estar loco, realizar estudios sistemáticos), pero que no involucran al sujeto en cuanto a su estructura interna. En otras pa-labras, la modernidad comienza cuando la verdad se vuelve incapaz de salvar al sujeto. Nadie salva a Bartleby; el abogado se esfuerza, lo empuja, lo incita, intenta doblar los círculos perversos que devoran al escribiente porque su sensación respecto del empleado es dura: “Entonces, me cruzó el pensamiento: ¡Qué miserables orfandades, miserias, soledades, quedan reveladas aquí! Su pobreza es grande; pero, su soledad ¡qué terrible!”.7

Lo sabe, no hay defensa alguna, la soledad de Bartleby es, para el abogado, inaudita:

Los domingos, Wall Street es un desierto como la Arabia Pétrea; y cada noche de cada día es una desolación. Este edificio, también, que en los días de semana bulle de animación y de vida, por la no-che retumba de puro vacío, y el domingo está desolado. ¡Y es aquí donde Bartleby hace su hogar, único espectador de una soledad que ha visto poblada, una especie de inocente y transformado Mario, meditando entre las ruinas de Cartago!8

La única recompensa es que el conocimiento se proyecta en la dimensión indefinida del progreso. Y Bartebly es indiferente a las propuestas del abogado. Qué importa el progreso y todas sus dia-tribas si lo único que puede Bartleby ante el embate del poder de la modernidad es quedarse en el limes, en el límite, la frontera. Bartleby sabe que la modernidad no propone una moral, no porque sea sólo especulación, sino porque ella es en sí misma una ética, un modo de acción: reflexión, toma de conciencia, elucidación de lo silencioso, palabra restituida a lo que es mudo, reanimación de lo inerte. Todo esto constituye, por sí solo, el contenido y la forma de la ética mo-derna y ante ella Bartelby simplemente le responde I would prefer

7 Id.8 Id.

Bartleby en la esfera del límite y el no a la modernidad 45

not to…, o ignora todo aquello que intente integrarlo al mundo del progreso, del cambio, del ordenamiento, del sentido, de la razón.

Lo miré con atención —dice el abogado—. Su rostro estaba tran-quilo; sus ojos grises, vagamente serenos. Ni un rasgo denotaba agitación. Si hubiera habido en su actitud la menor incomodidad, enojo, impaciencia o impertinencia, en otras palabras si hubiera habido en él cualquier manifestación normalmente humana, yo lo hubiera despedido en forma violenta. Pero, dadas las circunstan-cias, hubiera sido como poner en la calle a mi pálido busto en yeso de Cicerón.9

Bartleby, en el I would prefer not to, señala que la modernidad no es el avance de la luz contra las sombras, del conocimiento con-tra la ignorancia, sino una historia de combates entre saberes, una lucha por la disciplinarización del conocimiento en el que él mis-mo ya no está en juego: “Observé que jamás iba a almorzar —dice el narrador—; en realidad, que jamás iba a ninguna parte. Jamás, que yo supiera, había estado ausente de la oficina. Era un centinela perpetuo en su rincón”. La actitud del abogado, como lo ha dicho Deleuze, es la de un padre: el abogado institucionaliza la relación y se convierte en un espacio de tiempo en el padre; para el abogado ¿qué era lo que pedía Bartleby sino un poco de confianza, y que “el abogado le responde con la caridad, la filantropía, todas las máscaras de la función paterna. La única disculpa del abogado es que retro-cede ante el devenir en el que Bartleby, por su mera existencia, corre el peligro de arrastrarlo”.10

Ya hemos dicho que Bartleby encarna la idea del límite mismo “porque se impone en la presente coyuntura histórica como necesi-dad en razón de haberse agotado y consumado una forma de pensar, la moderna, en la que se ha retenido tan sólo la dimensión negativa del límite”.11 Nietzsche, en Así habló Zarathustra, nos ha vuelto a traer

9 Id.10 Id. 11 Eugenio Trías, Lógica del límite, Barcelona: Ensayos/Destino, 1991, p. 17.

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a nuestras mentes que “Los grandes acontecimientos son silenciosos” y esto quiere decir que Bartleby, en la literatura, es el gran aconte-cimiento de nuestro tiempo porque es la viva imagen de lo que no podría ser la propia modernidad. Bartleby es, como muchos otros personajes de la propia literatura, limes, límite o frontera, que es lo que puede ser conocido o ser dicho, límite entre lo decible y lo visible, pero siempre límite, cerco fronterizo, como le gustaba decir a Trías. ¿De dónde extraigo estas conclusiones? Del mismo abogado:

El rumor es éste: que Bartleby había sido un empleado subalterno en la Oficina de Cartas Muertas de Washington, del que fue brus-camente despedido por un cambio en la administración. Cuan-do pienso en este rumor; apenas puedo expresar la emoción que me embargó. ¡Cartas muertas!, ¿no se parece a hombres muertos? Conciban un hombre por naturaleza y por desdicha propenso a una pálida desesperanza. ¿Qué ejercicio puede aumentar esa des-esperanza como el de manejar continuamente esas cartas muertas y clasificarlas para las llamas? Pues a carradas las queman todos los años. A veces, el pálido funcionario saca de los dobleces del papel un anillo —el dedo al que iba destinado, tal vez ya se corrompe en la tumba—; un billete de Banco remitido en urgente caridad a quien ya no come, ni puede ya sentir hambre; perdón para quie-nes murieron desesperados; esperanza para los que murieron sin esperanza, buenas noticias para quienes murieron sofocados por insoportables calamidades. Con mensajes de vida, estas cartas se apresuran hacia la muerte.12

Esas Cartas muertas, sin el candor de la metáfora que producen nuestra tristeza, constituyen el tropo de las reglas de ese límite que es el mismo Bartleby y que se resumen en su enigmático I would prefer not to, pues este “prefiero no…” se esparce como la imagen precisa de lo que define los límites y las formas comprometidas de la decibilidad (es decir, de qué es posible hablar, qué ha sido constitui-do como dominio discursivo, qué tipo de discursividad posee este dominio y que se advierten en los diálogos del abogado); los límites

12 Id.

Bartleby en la esfera del límite y el no a la modernidad 47

y las formas de la conservación (qué enunciados están destinados a ingresar en la memoria de los hombres; qué enunciados pueden ser reutilizados como esa lógica perversa que se da entre Turkey y Nippers); los límites y las formas de la memoria tal como aparece en cada formación discursiva; y el tema de la experiencia del límite por la cual el sujeto sale fuera de sí mismo, se descompone como sujeto en los límites de su propia imposibilidad que sería ese diálogo brutal y excesivo de Bartleby. En este punto, la razón se quebranta porque no hay lógica posi-ble entre el abogado y el escribiente. Hay un pequeño diálogo que nos muestra la penetrante imposibilidad del diálogo: dos lógicas di-ferentes, dos miradas sobre el mismo hecho, dos instantes que no se cruzan, sino que se yuxtaponen:

—¿Por qué no? ¿Qué se propone? —exclamé—. ¿No escribir más?—Nunca más.—¿Y por qué razón?—¿No la ve usted mismo? —replicó con indiferencia. Lo miré fijamente y me pareció que sus ojos estaban apagados y vidriosos. Enseguida se me ocurrió que su ejemplar diligencia junto a esa pálida ventana, durante las primeras semanas, había dañado su vista.13

Este “preferir no” es la forma del límite mismo, de ese no a la modernidad que nos hace preferir, elegir, actuar y nos afianza en las elecciones que están avaladas por el consenso social. Foucault ya nos prevenía cuando escribe que: “la sociedad en la que vivimos, las relaciones económicas dentro de las que funciona, el sistema de poder que define las formas regulares y los permisos y prohibiciones regulares de nuestra conducta [...] la esencia de nuestra vida consis-te, después de todo, en el funcionamiento político de la sociedad en la que nos encontramos”.14

13 Id.14 Michel Foucault, History, Discourse and Discontinuity, Nueva York: Semio-

tex, 1996, p. 48. 

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Vivir dentro de este orden es “la esencia de nuestra vida”, la de-terminación de la aceptación del mito y del proyecto de la moder-nidad, ya que nuestra cultura determina quiénes somos. De esta suerte, Bartleby es un excluido de la sociedad, quizá del que ahora diría Bauman: una vida desperdiciada, un residuo humano.

Bartleby lector o el antecedente

Francisco PamplonaProfesor-Investigador del Posgrado de Humanidades y Ciencias Sociales de la UACM

ResumenEl presente ensayo inicia con una ficción sobre la ficción literaria de Her-mann Melville al proponer una lectura de tres cartas a las que —de manera verosímil— tuvo acceso Bartleby cuando fue empleado en la oficina de “cartas muertas” en Washington. Por medio de una exploración sobre lo que significa la interpretación de textos de ficción, se realiza una aproxima-ción al relato de Bartleby y se indaga su sentido y significado. Palabras Clave: silencio, soledad, cartas, interpretación.

AbstractThis essay begins with a fiction about fiction literary Hermann Melville to pro-pose a reading of three letters which —so credible— had access Bartleby when he was employed in the office of “dead cards” in the Post Office in Washington. Through an exploration of what it means to the interpretation of fiction, is an approach to the story of Bartleby and explores its meaning and significance.Key words: silence, solitude, letters, interpretation.

Las cartas muertas

Bartleby saca de sus ropas un pequeño bulto y lo pone sobre la mesa; acerca dos velas y las despabila con mucho cuidado. Es tarde ya y pronto oscurecerá. Mientras espera a que la luz que viene de afue-ra se difumine totalmente, abre el bulto de trapos y extrae de él varios sobres y trozos de papel muy sucio. Lee en uno de ellos: “Vo-lodia Petrov. Nort str, Chicago, New York”, con un matasellos ape-nas visible y al reverso, en caracteres cirílicos rusos, entiende con dificultad las palabras “Sveta Petrova” y “Píter”. La abre, afina la pluma en la pata de la mesa, acerca el pequeño frasco de tinta seca

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que humedece con un poco de agua del vaso en donde bebe; lee con dificultad una y otra vez, garrapateando eso que lee arduamente en un pedazo del papel de la envoltura:

Píter, otoño 18…

Mi amado Volodia:

Han pasado seis meses desde que partiste a Nueva York y no tengo noticia tuya. El frío ha comenzado a arreciar. Pregunté a Masha, la recordarás, una pelirroja joven esposa de Seriozha si sabía de él, ya ves que partiste así con él. No sabe nada, ha recurrido a sus padres que viven tan lejos pues dinero no tiene y sus pequeños lloran según me dijo, todo el día. ……………………………………………… Pero me sien……………………. [ilegible] Yo vine con el señor Golúvev para que me ayude con la carta y él me dijo que las noti-cias del otro lado del mar, del mundo siento yo, tardan mucho, a veces más de un año. Pero ya me falta la fuerza y el dinero se acaba rápido. No sé qué haré este invierno pues mis hermanos tampoco responden lejos como están. ¡Ay! Te extraño Vova, te hubieras quedado, seguramen-te el señor de la granja te hubiera empleado y no estuvieras tan lejos. Ayer Yura comenzó a preguntar por papá y no supe que de-cirle, es tan pequeño. Contéstame Vova, que me desespera la idea del invierno que se asoma helado desde ahora. Ya ves hace un año que nos instalamos aquí soplaba la ventisca muy fuer-te y luego todo se inundó ……… …… …………………… …………………………… …………………………………… ……………………………… ………………………………… ………………………… ………………….. [ilegible] El señor Golúvev me ha regalado una cobija que acaricio en las tardes ade-lantando el frío. Los rumores son que la leña subirá otra vez de precio y a mí me quedan sólo tres rublos y unas cuantas denezhkas. Además pienso que hiciste bien en irte, los señores se irritan de pen-sar que la corvea va a desaparecer y ahora castigan con mayor rigor a sus sirvientes. Masha comentó que se irá con su tío hacia el norte.

Te abrazo

Sveta

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Bartleby frota sus ojos y se echa para atrás. Mañana llevará de regreso al trabajo las cartas que ha traído hoy a este cuarto solitario y vacío, salvo la mesa, un catre y dos sillas hechizas, incómodas, lo que impide sentarse en ellas por mucho tiempo; observa el viejo perchero de madera que está en el rincón y piensa que debe repa-rarlo; también, piensa en que debe deshacerse definitivamente de las dos pelotitas que permanecen allí debajo de la ropa desde que llegó; le desconcierta sobre todo el material con el que están hechas, material que desconoce, “debo tirarlas”, piensa. Se detiene un mo-mento, retira los papeles y el tintero, se levanta y va hacia la ventana; piensa en los rumores de voces que vienen del otro lado de la pared que sigue ahí a unos cuantos pies, tras los vidrios sucios. Piensa en Sveta y en Masha y en la carta que leyó la semana pasada de Mary, tan feliz de contarle a su madre del nieto que quizás nunca conozca. Pasa un momento de tiempo congelado y, ya a oscuras, se dirige a la mesa. Tiene allí las dos velas que le quedan; también está allí una caja de cerillas que un compañero de la oficina trajo de Nueva York, obsequio de un abogado de Wall Street, proclive a la novedad y muy amable. Es fácil así prender las velas. Al frotar la cerilla cerca del bor-de de la mesa, se despide un olor fétido y un humo grasiento, pero se ha encendido y rápido la lleva a la vela y la llama brota. Absorto, Bartleby entrevé en las sombras la mueca sonriente, rígida, de un niño que le presenta, quemada, una de sus manos y piensa en que todo ese lugar apesta. Mira sus manos y jala el tintero, desamarra otro sobre que ha cogido y lee [fecha y lugar emborronados]:

Auburn, CA. Mayo, 18…

Querida Maude:

Nos hemos instalado ya, finalmente. Digo que todo es una locura, aunque el lugar promete. Está cercano al mar y al desierto; no he ido a un lago próximo, pero quienes lo conocen aseguran que es tan bello que atonta. Todavía no sé qué me trajo hasta este rincón; el oro, claro, el oro. Pero allá se quedaron ustedes, lejos, muy lejos de acá, como si el oro valiera lo que ustedes valen. No dormí en varias jornadas y el dolor de piernas no me dejó en paz, aunque llevaba suficiente agua y comida. Tuve que ayudar a una pobre mujer que

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cargaba con dos niños pequeños, en busca de su esposo, deslumbra-do y pobre como yo, en busca de ríos caudalosos llenos de oro. Fue largoelpasohaciaelnorte,desdeLosÁngeles;ahítodavíacuentande los balazos, de los gritos, de las fanfarronerías de mexicanos que no querían serlo. Cuentan de todo lo de la guerra. Hubo fiesta en el pueblo, pero los negros son numerosos y veo con recelo su mirada de desconfianza hacia los blancos que por esos lugares pasamos; el sheriff es violento y se refiere a todo con desprecio: al lugar, a los curas que abundan y visitan la vieja misión; de las mujeres sólo ha-bla bajezas. Habla mal de los políticos, del clima. ¡Ese hombre no tiene consideración por nadie ni nada! Muestra su arma con labios hipócritas y con deseo de disparar a cualquier insinuación. A los que vienen a buscar oro al norte, como yo, les llaman los “cuarenta y nueves”, pero no, yo no soy de ellos: ellos llegan en grupos numerosos, empujando. Ah, me arrepiento de haber dejado mis libros, pero ¡cómo los iba a cargar! Acá todos se comportan como bestias hambrientas y vaya que hay hambre y especuladores del hambre. La palabra “bestia” tiene ya para mí un significado nue-vo y preciso. Un tipejo que se hace llamar Torres vino a exigirme que le diera la última porción de jugo de uva que he cuidado todo el camino, tomándolo a pequeños sorbos; me vio cuando sacaba la botella entre mis pertenencias y así se acercó y me increpó en un in-glés pésimo, revuelto con palabras en español que no entendí pero que a todas luces eran insultos; dormí inquieto por esas amenazas. Sobre todo porque sé que irá en el mismo grupo que yo y no hay manera de evadirlo; saldremos al amanecer. Todos hablan de un tal Sutter y su descubrimiento; nos aprestamos a salir como si fuéra-mos a la guerra y no cesan de llegar brigadas; unos incluso partirán de noche. Dormiré con inquietud por Torres, pero también porque no he conseguido en dónde asearme y visto la misma ropa desde hace días. Un viento cálido me aprisiona el rostro, Maude, me hace recordar nuestras tardes en el porche y tu voz que me apaciguaba. Querida Maude, beso tu frente y la de mis pequeños (¡John debe correr ya! Y Sebastian, ¿perdió su diente?)… También beso tus manos; reza por mí. Aún falta que lleguemos al aserradero y luego al río; por el tropel de buscadores sé que tardaré en darte buenas noticias. Espero que nuestros ahorros sean suficientes para tres me-ses. ¡Ay!, lamento tanto no tener un domicilio al que escribas; por lo pronto recíbeme con estas palabras. Del alma, Robert.

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Bartleby sonríe levemente y la llama de la vela juega con esa son-risa; si se viera, observaría que sus ojos brillan, como si titilaran. En-tonces pensaría en el sonido de las estrellas que un día, recostado en la hierba de un bosque, pudo percibir. Se estira de cansancio; está en-corvado demasiado tiempo, piensa. Y entonces se estira y piensa que debería cambiar las sillas, o una silla, después de todo nadie lo visita. Abre la tercera carta que trajo; al verla se distrae con el recuerdo de que su supervisor, señor sesentón amable pero estricto, casi lo descu-bre. Le dijo: “Bartleby, ponga más atención, deje de pensar en usted y fíjese bien”, “La señora Collins no quiere reiterar sus órdenes de atención a lo que se lea. ¡Vamos Bartleby!, preocúpese, deje de pen-sar en usted y no seleccione, tome las cartas al azar”. Casi lo descu-bre. Cualquier infidencia de ese tipo se castigaba, no con el despido, sino con la cárcel y Bartleby preferiría no. Abre la tercera carta y lee (piensa que la letra es clara y notoriamente femenina):

Junio de 18…

Nathan, te fuiste sin decir palabra. Bueno, podrías alegar que yo había partido al pueblo con las señoras y que eso no te detuvo, simplemente. Ayer acaricié la foto en la que estás con las botas nuevas, y en-furruñado como siempre, pero había en tus ojos algo de ternura. Recuerdo bien: aquél día, pensé que te fijabas en mí amorosamente y luego nos fuimos a caminar. Pero ya no soportabas nada, me veías de reojo en la habitación eludiéndome, y con ese gesto de “pagarás caro”. Y mira cómo lo he pagado. Estoy sola desde hace meses. En el pueblo se pasó de rumores y chismes a la indiferencia y la com-pasión hipócrita, como la del pastor, que me invita a platicar y a redimir mis pecados en la oración. Pero tú también eres culpable. Tanto como yo. ¡Cómo podrías mirarme ahora a la cara si abando-naste cuanto has tenido! Me encolerizo de solo pensar que no puedas leer esta adverten-cia. Pero mi soledad ha afincado mejor mi decisión, pues la verdad es que no somos dignos de vivir, ni hemos de serlo. Tú te has ido sin decir palabra, y ese silencio de pared fría y todavía la mirada esquiva, de dureza de odio. El doctor Wilkins, sin saber nada, pre-gunta por ti y tu nuevo trabajo. Cree que estás en Savannah y luego

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se confunde y cree que en Columbus. Pero yo te envío está carta allá con tus primos. El temporal viene terrible y no es lo mismo el norte que el sur, lo sabes bien. Estoy tan triste, Nathan. Hoy me vi en el espejo y pensé que nada tenía remedio, pensé en nuestro pequeño arrastrado por las aguas y me solté a llorar, inconsolable porque no quería que me consolaran los recuerdos buenos y alegres; preferiría no tenerlos… Voy de prisa al correo, no quiero aplazar más el envío, que va te-niendo sabor a súplica y eso no… Te amé.

Sarah

Bartleby no sabe llorar, sólo estar triste; la soledad le sabe, le con-tiene, se hace en ella, vibra de su sabor y paladea cada silencio entre sus pensamientos. Sabe que no puede, que no quiere y que espera, aunque no quiera. En el fondo resonante del silencio, sus ojos se cierran y la llama de la vela declina.

El relato y las interpretaciones

Herman Melville era escritor y buena parte de su vida estuvo de-dicada a realizarse como escritor. ¿Qué significa esa realización? En su época, significaba vender sus historias y conseguir vivir de ellas. Su genio narrativo, es obvio, no era dependiente de esa necesidad, aunque puede ser que en ocasiones lo apremiara para hacer sus en-tregas al editor. Al leer la narrativa breve o de mediana extensión de Melville, su genio de escritor aparece con claridad en la mayoría de las historias, en algunas con mayor contundencia que en otras. Así, si uno lee “¡Quiquiriquí!”, “El campanario”, “Dos templos” o “El violinista”, encuentra los rasgos del relato perfecto, es decir, de aquel que logra además de entretener, instruir y emocionar. Sé que las dos primeras palabras suenan a superficialidad y a un encuadre de la literatura como asunto poco serio, pero ¿qué tipo de seriedad ocupa a la litera-tura? No ciertamente la del interprete erudito que aguza sus afilados

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ojos en el texto para realizar una deconstrucción a modo, es decir, a propósito de sus conocimientos arduamente logrados y de lo que supone constituyen las claves de aquello que escudriña. La seriedad de la literatura viene de la legitimidad que logra con sus narraciones y poemas, con el aporreo de los valores establecidos incluso provenientes de su propia historia. Instrucción y entrete-nimiento vienen aquí para rechazar cualquier intento de que las historias deban partir de una moralización del lector, sea esta ideo-lógica, política o religiosa. La narrativa duradera es contundente en la entraña del lector, y la fidelidad de éste por aquélla deviene del reconocimiento de la emoción que atrapa, de la frase que cautiva, de la escena que se convierte en inolvidable y de la gratuidad de la reflexión que acompaña la lectura del libro, en silencio y en soledad. Todo escritor serio habla de su arte a través de su obra; es un reto estético, en el que sólo se compite con fidelidad y autenticidad. La literatura gana sus batallas en un terreno distinto al de la ela-boración erudita, como ha mostrado a lo largo de su trayecto, desde Cervantes a Beckett, desde Rabelais hasta Neruda o Eliot; es decir, las gana en los grandes narradores y poetas cuyas obras se distin-guen del montón de literatura prescindible, al cual nos acostumbra la mercadotecnia y un cierto sentido de novedad y superficialidad, que es omnipresente, parte de la “instancia dominante”, en palabras deKosík.Losgrandesnarradoresypoetassonungrupoheterogé-neo, numeroso, reconocible más allá de los libros obligatorios y de texto. Es un grupo, sin embargo, eminente. Cada uno de sus repre-sentantes gozó y padeció su época. Muchos de los juicios de los crí-ticos hacia obras que consideramos importantes en la historia de la literatura fueron adversos, contenían el veneno del prejuicio de época y del sentido común de ella. En varios de sus libros sobre la novela, en particular en El telón, Milan Kundera ejemplifica demanera abundante cómo la mirada de los críticos y sus juicios, a propósito de autores (y de sus obras) como Flaubert, estuvieron acompañados de ese tufo provinciano y prejuicioso. Incapaces de acercarse a las obras prescindiendo del lujo del juicio, los críticos, literatos y no literatos han superpuesto ladrillos de incomprensión del arte literario y poético.

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EscribeKundera:“Laobraesla consecución de un largo trabajo sobre un proyecto estético” […]“La obra es lo que el novelista apro-bará a la hora de hacer el balance. Porque la vida es corta, la lectura es larga y la literatura se está suicidando debido a una proliferación insensata. ¡Y cada novelista, empezando por sí mismo, debería eli-minar todo lo que es secundario, clamar para sí y para los demás la moral de lo esencial!”.Aestamoral,diceKunderaconrazón,sehaimpuesto la lectura de los materiales que el autor rechazó por los motivos que fueren y que la erudición trae como variantes del texto y, por ende, de su lectura: “Lo cual quiere decir —reitera—, si las palabras tienen todavía sentido, que todo lo que el autor ha escrito es válido por igual, y por igual ha sido aprobado por él. La moral de lo esencial ha dejado lugar a la moral del archivo”.1

El llamado no es a prescindir de la crítica ni de hacerla a un lado procurándonos una lectura plana y superficial de las obras. Se trata de encontrar un intermedio que nos ayude a hacer una lectura clara en el margen de ambigüedad que nos ha procurado el escritor y en el llamado a la complicidad para lograr el disfrute. Se trata de ensayar sin aleccionar, de proponer diversas lecturas a un texto que es irreparable e inconmensurable. ¿Cómo lograr ese propósito? Primero, iniciar leyendo el texto y no iniciar con las interpreta-ciones del texto; segundo, si es posible, leer otras obras significativas del autor para entender sus rasgos narrativos; y tercero, rechazar

1 MilanKundera,El telón. Ensayo en siete partes, México: Tusquets, 2005, p. 120. Gadamer, en un texto que comenta el Zaratustra de Nietzsche, escri-

be: “En un pequeño libro nuevo de Derrida, Espolones. Los estilos de Nietzsche, encontramos todo un capítulo sobre una pequeña nota de Nietzsche. Dice

la nota: ‘Olvidé mi paraguas’. Derrida escribe un elegante ensayo acerca de este renglón. Quizás Nietzsche de veras olvidó su paraguas. Pero ¿quién sabe si quizás haya tras esto algo significativo? Sea como sea, el ejemplo ilustra que una edición tan completa, al mismo tiempo, resulta un método fantástico para ocultar cuestiones importantes detrás de otras que no lo son. Necesitamos siempre alguien que de nueva cuenta escarbe para mostrarnos las cosas bajo nueva luz” (Hans-Georg Gadamer. “Nietzsche —el antípoda. El drama de Zaratustra”, en Nietzsche —el antípoda. El drama de Zaratus-tra, La muerte como pregunta, la experiencia de la muerte, Pola Mejía Reiss (trad.), México: Me cayó el veinte, 2011, p. 22).

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todo provincialismo interpretativo, ya sea este de corte nacional o religioso o político. El encuadre de la obra es esencial a la hora de entender. El relato “Bartleby, el escribiente”, de Melville, ha sufrido otro tipo de consecuencia de la crítica: la del encuadre “todo terreno” y la del abuso interpretativo. Y no es sólo el hecho de que grandes filósofos, como Deleuze y Agamben, se hayan ocupado de manera abundante y profunda de Bartleby; la narración ha sido admirada y refrendada en sus valores literarios por críticos y escritores de culto en los medios académicos y snob. Otros personajes de Melville —se-ñaladamente, Benito Cereno y, por supuesto, el capitán Ahab— han sufrido del embate crítico. Puede interpretarse la personalidad de Cereno como misteriosa e incluso como arcana, aunque la lectura de la novela nos lleve a concluir que este personaje estaba simple-mente prisionero por causa de una rebelión de sus subordinados, obligado a callar y fingir, y que la hosquedad de la mirada, la gestuali-dad enigmática y la ensayada indiferencia con su recíproco son pro-ducto sólo de eso, de una condición en que su narrador le ha puesto. Bartleby es un personaje literario ciertamente extravagante, sólo comparable con algunos también propicios, como Blumfeld, de Kafka,Wakefield,deHawthorne,olosdiversosdeRobertWalser(como Vladimir o Erich). Sobre su personalidad y sobre su historia se han propuesto diversas claves, de las que enumero aquellas que me parecen más plausibles o significativas, incluso las que personal-mente encuentro (son claves-conceptos): el silencio, la obstinación, el hambre (?), la soledad, el misterio, lo patético, la identidad, la insignificancia, el humor. Podrían agregarse otras, como la sorpresa. Sobre estas posibili-dades para afincar una interpretación válida es preciso atender a las necesidades de contar con el texto original y las diversas traduccio-nes a nuestra lengua. Así, propongo rechazar la corrección que hace Deleuze (después de un largo excurso erudito sobre el significado de la acotación de la frase completa; ignoro si es válida para el idioma francés) de quedarnos con la cláusula estricta de “Preferiría no” en vez de la usual de “Preferiría no hacerlo”, debido a que Bartleby res-ponde en todos los casos en los que se le interpela con voz activa a la so-

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licitud de que haga algo y no simplemente a que haga.2 Diego Taitán enumera treinta y tres intervenciones de Bartleby a lo largo del re-lato (es preciso acotar que utiliza la traducción de Borges, de la que se ha escrito que contiene un número de palabras cercano al texto en inglés), la más larga de tres líneas. Aparte de la fórmula “Prefe-riría no hacerlo”, expresa en tres ocasiones “pero no soy exigente” y otras a partir del verbo preferir. Taitán dice: “A eso se reduce todo lo dicho por Bartleby”.3 Así es, y es dramáticamente eficaz, pues el misterio del personaje es sustancial a ese casi mutismo, contrastante con el pensamiento del abogado, que sostiene el hilo de la narración en primera persona. Deseo resaltar tres de las palabras clave que dan pauta, creo, a in-terpretaciones menos abusivas del texto. En primer lugar, el silencio. David le Breton ha escrito:

Al romper el principio de los intercambios y hacer del silencio su único medio de comunicación, Bartleby se condena a la exclusión, pues en la vida cotidiana el silencio no es más que una respuesta provisional, basada en motivos que sobreentienden los participantes en la interacción. Pero al convertirlo en el estilo de su relación con el mundo, sin que sus interlocutores puedan captar alguna brizna de sentido para comprenderle, Bartleby se convierte en un disiden-te y destruye el vínculo social. Utiliza el silencio como un rechazo frontal del lenguaje, y su posición es cada día más insostenible.4

Le Breton interpreta el silencio de Bartleby en los marcos de una cierta teoría de la interacción social y de las funciones del lenguaje. Convierte el lenguaje de Bartleby en mutismo, pero, como es de-

2 “Entonces recordé todos los misterios que había notado en ese hombre. Recordé que sólo hablaba para contestar” (Herman Melville, Bartleby, el escribiente, Jorge Luis Borges (trad.), Madrid: Siruela, 2009, p. 46).

3 DiegoTaitán.“Tentativas sobreBartleby”,enGregorioKaminskyet. al., Bartleby: preferiría no. Lo bio-político, lo post-humano, Buenos Aires: La ce-bra, 2008, p. 117.

4 David le Breton, El silencio. Aproximaciones, Buenos Aires: Sequitur, 2006, p. 32.

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mostrable, en ningún momento Bartleby es mudo. Sus silencios son significativos dentro de un diálogo que no quiere establecer, que prefiere no establecer, pero que de ningún modo rechazan el inter-cambio. Su silencio provisional anuncia otro que vendrá en otro diálogo imposible, no por su mutismo sino por su fórmula. Asedia-do para que dé respuestas, Bartleby prefiere no expresarse. El silencio de Bartleby existe en la pared que observa largamen-te y que lo acompaña. Pero el silencio no es no pensamiento, al contrario, puede ser de manera absoluta pensamiento constante, en diálogo interminable consigo. La soledad está íntimamente empa-rentada con el silencio, de allí la condición de solitario y de silen-cioso que encontramos en Bartleby. Hay, sin embargo, soledades ruidosas, como la del personaje Hanta en la novela de Bohumil Hrabal. Su soledad ruidosa tiene la clara compañía de su prensa de papel; Hanta apisona papel durante 35 años: folletos, reproduccio-nes de pintura, envolturas de flores y, sobre todo, libros. En su ruti-na está extraer algunos libros por jornada y aprender de ellos. Hanta aprende también de las historias anónimas que cuentan los papeles sucios, raídos, manchados. Mientras Hanta imagina historias que cuenta ese papel de desecho, Bartleby había leído historias reales en su pasado (las cartas muertas), que Melville cuida de no contar. La pérdida de identidad de Bartleby viene de su pasado no reve-lado, de la inescrutable verdad que quizás esconda cada vez que se estira para tomar un respiro del arduo trabajo que significa copiar. Bartleby es un no semejante, y el genio de Melville estuvo, también, en hacerlo sentir así por contraste, pues se entretiene por la voz-pen-samiento del abogado-narrador, que describe a Turkey (Pavo), a Ni-ppers (Pinzas) y a Ginger Nut (Nuez de jengibre). Elias Canetti ha aclarado en gran parte el interrogante y la cer-teza de Melville. Para Canetti, el silencio está relacionado con el secreto y quien decide callar ante las preguntas que se le hacen se encuentra en una situación peculiar frente a quien pregunta:

El callar ante una pregunta es como el rebotar de un arma contra el escudo o la armadura. Enmudecer es una forma extrema de la defensa, en que ventajas y desventajas se equilibran. El enmudecido

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no se expone pero parece más peligroso de lo que es. Se supone que en él hay más de lo que calla. Enmudeció sólo porque tiene mucho que callar; tanto más importante entonces no soltarlo. El obstinado callar conduce al interrogatorio penoso, a la tortura […] La prime-ra pregunta se refiere a la identidad, la segunda al lugar.5

¿Es, entonces, el silencio de Bartleby un secreto? ¿Qué secreto guarda este escribiente ante sus compañeros y ante el mundo? ¿O es que ha decidido callar porque no sabría qué responder a lo ordina-rio de las preguntas sobre sí mismo, sobre su lugar de origen, sobre quién es? La identidad de Bartleby no se integra a la trama, en parte porque así puede construirse la historia, pero también porque su si-lencio (su estar callado ante las preguntas sobre sí) es un escudo contra la impertinencia del interrogar. Ahora bien, el silencio de Bartleby se acompaña dramáticamente con su negativa a hacer: silencio y nega-ción son sorprendentes para sus interlocutores, que lo tomarán por impertinente o loco. Sin embargo, el mutismo total de Bartleby sólo adviene en la víspera de su muerte, aunque sus silencios se hicieran cada vez más prolongados. Optar por el silencio es importante:

¿Qué es el silencio y qué significa mantenerse en silencio? En esta época de charlatanería, ¿no es el silencio elocuente y no nos re-cuerda la existencia de algo esencial que la charlatanería superficial ignora y oculta? […] En la diversidad semántica de tres frases: la mayoría calla, la mayoría está en silencio, la mayoría ha sido aca-llada, se manifiesta la divergencia entre situaciones históricas […El pueblo] ¿Calla porque está cansado y desencantado, porque está ocupado en sus problemas —con el trabajo, con ganarse la vida, con obtener riquezas— o porque no tiene qué decir o porque deja en manos de otros, de sus representantes, la tarea de hablar por él y en su nombre? ¿O desearía expresar su descontento, sus temores pero no tiene ocasión y no sabe formular sus sentimientos con pala-bras adecuadas? ¿O es que ha vuelto a caer nuevamente, como tan-tas veces en la indiferencia, de la que únicamente los despertarán los estremecimientos del día de mañana?

5 Elias Canetti, Masa y poder, Barcelona: Muchnik, 1981, p. 282.

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LasestremecedorasyreflexivaspalabrasdeKarelKosik6 permi-ten ubicar el silencio de Bartleby en el tropel de silenciosos que quisieran decir pero prefieren no hacerlo, a fuerza de vivir en un mundo que los rechaza y que rechazan. El silencio es resistencia: “Nada exaspera más a una persona seria que una resistencia pasiva. Si el individuo resistido no es inhumano, y el individuo resistente es inofensivo en su pasividad, el primero en sus mejores momentos, caritativamente procurará que su imaginación interprete lo que su entendimiento no puede resolver”.7

Debo decir rápidamente que en Bartleby hay humor, un humor prístino derivado de la trama, no accesorio o postizo. Hacia la mi-tad del relato, Pavo, Pinzas y Nuez de Jengibre se involucran con la fórmula de Bartleby, contagiados por su locura, por la locura de la frase, que ha precipitado a la oficina literalmente de cabeza.

—Ésa es la palabra, Turkey, ésa es. —¡Ah! ¿referir?; ah, sí, curiosa palabra. Yo nunca la uso. Pero señor, como iba diciendo, si prefiriera… —Turkey —interrumpí—, retírese por favor. —Ciertamente, señor, si usted lo prefiere. Al abrir la puerta vidriera para retirarse, Nippers, desde su es-critorio, me echó una mirada y me preguntó si yo prefería papel blanco o papel azul para copiar cierto documento. No acentuó maliciosamente la palabra preferir. Se veía que había sido dicha involuntariamente.8

6 KarelKosik,“Todopoderprovienedelaimaginación”,enReflexiones ante-diluvianas, México: Ítaca, 2012, p. 22.

7 Melville, op. cit., p. 34. Por otra parte, no dejo de pensar que, al principio de la narración, Bartleby esboza un intento por conectarse con esa humani-dad que le inquiere; un rasgo si se quiere próximo a la normalidad:

“—¡Bartleby!, pronto, estoy esperando. Oí el arrastre de su silla sobre el piso desnudo, y el hombre no tardó en

aparecer a la entrada de su ermita. —¿En qué puedo ser útil? —dijo apaciblemente”. 8 Ibid., pp. 52-53.

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“Elhumor—diceKundera—noesunachispaefímeraquesaltacuando una situación tiene un desenlace cómico o cuando un relato quiere hacernos reír. Su luz discreta abarca todo el entero pasaje de la vida”.9¿No es acaso así el relato de Melville un claroscuro discreto en toda su extensión? ¿Quién era Bartleby? No lo sabemos, no lo sabremos jamás, pues su narrador ha querido solamente dejarnos un indicio, único pero de primera magnitud. Además, incierto, proveniente de rumores. El abogado intenta saber de Bartleby:

—Bartleby –dije, llamándolo comedidamente. Silencio. —Bartleby —dije en un tono aún más suave—, venga, no le voy pedir que haga nada que usted preferiría no hacer. Sólo quiero conversar con usted. Con esto, se me acercó silenciosamente. —¿Quiere decirme, Bartleby, dónde ha nacido? —Preferiría no hacerlo. —¿Quiere contarme algo de usted? —Preferiría no hacerlo. —¿Pero qué objeción razonable puede tener para no hablar conmigo? Yo quisiera ser su amigo.10

La identidad de Bartleby es insondable, pero, si uno da por cier-tos los rumores de que trabajó un tiempo en la Oficina de Cartas Muertas en Washington, surge la posibilidad de entender la tristeza, la soledad y el silencio de Bartleby.11

El propio Melville fija una postura sobre el contenido de las car-tas a las que tuvo acceso Bartleby. Recordemos su reflexión:

9 Ibid., p.134.10 Melville, op. cit., p. 49.11 “Entonces me cruzó el pensamiento: ¡qué miserables orfandades, miserias,

soledades, quedan reveladas aquí! Su pobreza es grande, pero su soledad, ¡qué terrible! Piensen” (ibid., p. 44).

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Cuando pienso en este rumor, apenas puedo expresar la emoción que me embargó. ¡Cartas muertas! ¿no se parece a hombres muer-tos? Conciban un hombre por naturaleza y por desdicha propenso a una pálida desesperanza. ¿Qué ejercicio puede aumentar esa des-esperanza como el de manejar continuamente esas cartas muertas y clasificarlas para las llamas? Pues a carradas las queman todos los años. A veces, el pálido funcionario saca de los dobleces del papel un anillo —el dedo al que iba destinado, tal vez ya se corrompe en la tumba—; un billete de Banco remitido en urgente caridad a quien ya no come, ni puede ya sentir hambre; perdón para quie-nes murieron desesperados; esperanza para los que murieron sin esperanza, buenas noticias para quienes murieron sofocados por insoportables calamidades. Con mensajes de vida, estas cartas se apresuran hacia la muerte. ¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!12

La lectura que pudo haber hecho Bartleby de numerosas cartas sin destino en la oficina postal de Washington es verosímil y, desde mi punto de vista, interesante. El ejercicio que propongo al inicio de este trabajo queda así sometido a la plausibilidad literaria tanto como a la realidad de cientos de miles de cartas sin origen y sin des-tino.

Notas

(a) La idea de escribir las cartas que con probabilidad hubiera leído Bartleby surgió de la inquietud de saber por qué se dejó morir y por qué Melville hace de su personaje alguien que decide callar y no obedecer. Pero, además, es un solitario de quién nada sabemos. Sin familia, sin amigos, es un solterón, comoBlumfeld, deKafka, aquien se alude muy directamente con las pelotitas que aguardan en un rincón de la habitación de Bartleby. La señorita Patti Lyle Collins fue la encargada de la oficina de cartas muertas en Washington a fines del siglo xix y principios del xx; aquí, simplemente utilizo su nombre. En realidad, su labor fue enorme y encomiable, porque se esforzó en identificar y buscar a los

12 Ibid., pp. 85-86.

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destinatarios de las cartas para entregárselas, muchas de ellas con di-nero o pequeños objetos valiosos. James Bruns, en el artículo citado en la bibliografía, explica por qué eran destruidas las cartas:

Why was this mail destroyed? The answer is simple. On an aver-age, over 80,000 of the letters and packages forwarded to the Dead Letter Office at that time didn’t contain any address at all, and on much of the rest, the information provided was either incomplete or so poorly written that the addressee could not be found. This was especially true about mail from foreign countries. The dead letter snoops had a real knack for unscrambling the scribbled ad-dresses on overseas mail.

(b) El niño que tiende su mano quemada a Bartleby está inspira-do en un párrafo del capítulo viii, “La jornada laboral”, del primer tomo de El capital, en el que Marx escribe:

La manufactura de fósforos data de 1833, cuando se inventó la apli-cación de fósforo al palillo mismo. A partir de 1845 esta industria se desarrolló rápidamente en Inglaterra […] y con ella el trismo, afec-ción que un médico vienés descubrió ya en 1845 como enfermedad específica de los trabajadores fosforeros. La mitad de los obreros son niños que no han llegado a los 13 años y menores de 18. Esta ma-nufactura, por su insalubridad y repugnancia, está tan desacreditada que sólo la parte más desmoralizada de la clase obrera, las viudas medias muertas de hambre, etc., le suministran niños, “niños za-rrapastrosos, famélicos, completamente desamparados e incultos”.13

El trismo (tétanos) es causado por una toxina del bacilo C. te-tani, y se caracteriza por su ataque al sistema músculo-esquelético y su gravedad. Los signos de esta enfermedad son rigidez de cuello y mandíbula en su manifestación temprana. En época de Marx no se había descubierto aún el bacilo ni la toxina.

13 KarlMarx,“Elprocesodeproduccióndelcapital”,en El capital. Crítica de la economía política, tomo i, vol. 1, libro primero, México: Siglo xxi, 1981, p. 296.

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(c) Bartleby es también un soñador, en el sentido que utiliza Bachelard en La llama de una vela,14 pues ¿acaso Bartleby era in-diferente al chisporroteo de la cera, al vaivén de la llama? Con esa luz mortecina, el escribiente trazaba las líneas de su cansancio en el papel, ahí, metido en la soledad imperiosa de su sentir. “La llama rumorea, la llama gime. La llama es un alma que sufre. Sombríos murmullos nacen de este gemido. Todo dolor pequeño es el signo del dolor del mundo”, escribe Bachelard. Bartleby conciliará su do-lor con el del resto del mundo hasta dejar de arder.

14 Gaston Bachelard, La llama de una vela. Seguido de instante poético e instante metafísico, Puebla: Universidad Autónoma de Puebla, 1975, p. 53.

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Estilos de escritura(Notas sobre Jabès, Melville, Heidegger y Nancy)

Sigifredo Esquivel MarinProfesor-Investigador en la Universidad Autónoma de Zacatecas- ipec

ResumenEl presente ensayo dilucida algunas proposiciones sobre los estilos de escri-tura. Siguiendo el célebre Tractatus lógico-philosophicus, de Wittgenstein, se entiende por proposiciones símbolos que expresan determinado estado de cosas. No obstante que la literatura no cumpla con las condiciones del significado y el principio de verificación, nos da luz sobre verdades esencia-les. De manera indirecta y oblicua, dilucidar algunas de las proposiciones que circunscriben el estilo de la escritura tiene como finalidad pensar la literatura en su relación con el mundo y con los seres humanos. Algunas de las proposiciones sobre el estilo de escritura que aquí se dilucidan son: 1. La escritura es la hospitalidad (im)posible (Edmond Jabès). 2. La escritura es la voluntad de nada (Bartleby, de Melville). 3. La escritura es la encarnación de la finitud (Heidegger y Nancy).Palabras clave: proposición, escritura, hospitalidad, nihilismo, finitud.

AbstractThis paper examines some propositions about writing styles. Following the famous Wittgestein’s Tractatus Logic-Philosophicus, propositions are defined as symbols that express the state of affairs. Although the litera-ture does not comply with the conditions of meaning and verification principle, gives us light on essential truths. Indirectly and obliquely, to elucidate some of the propositions that circumscribe the style of writing is aimed think literature in its relation to the world. Some of the proposals on the writing style here are clarified are: 1. The writing is hospitality (im)possible (Edmond Jabès). 2. Writing is the will to nothingness (Melville’s Bartleby). 3. Writing is the incarnation of finitude (Heidegger and Nancy).Keywords: proposition, writing, entertainment, nihilism, finitude.

revista de Filosofía (universidad iberoamericana) 136: 67-91, 2014

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Introducción

El presente ensayo dilucida algunas proposiciones sobre los estilos de escritura. Siguiendo el célebre Tractatus lógico-philosophicus, de Wittgenstein, se entiende por proposiciones símbolos que signi-fican o expresan determinado estado de cosas. El pensador vienés parte del axioma de que la estructura de la proposición corresponde con la estructura de los hechos. Para que una proposición afirme un hecho, tiene que haber algo en común entre la estructura de la pro-posición y la estructura del hecho. Ésta es la tesis más fundamental de la teoría de Wittgenstein, nos aclara en su introducción a la obra su interlocutor más aguerrido, Bertrand Russell: “Aquello que haya de común entre la proposición y el hecho, no puede decirse a su vez en el lenguaje. Sólo puede ser, mostrado, no dicho, pues cualquier cosa que podamos decir tendrá siempre la misma estruc-tura”.1 Habría un isomorfismo entre lenguaje y mundo. El Tractatus distingue las proposiciones sensatas o provistas de significado de las insensatas, desprovistas o vacías de significado. Para el primer Witt-genstein —según aclaran sus comentaristas— cualquier expresión cuyos términos no refieren a algo carece de significado. Esto incluye la ficción y la metafísica; la última podría considerarse un desarrollo monstruoso e indigesto de la primera. Las proposiciones sensatas pueden verificarse. Los enunciados no sensatos son seudo-enuncia-dos; sin embargo, un seudo-enunciado no necesariamente resulta ser insensato. Puede haber expresiones carentes de sentido que no sean necesariamente sinsentidos: podríamos pensar que hay propo-siciones de la literatura que tienen significado aunque su referente real no sea claro o explícito, y que nos hablan acerca de lo que existe.

1 Bertrand Russell, “Introducción”, en Ludwig Wittgenstein, Tractatus lógi-co-philosophicus, edición electrónica de la Escuela de Filosofía Universidad de arcis, Colombia. Disponible en http://www.philosophia.cl/biblioteca/Wittgenstein/Tractatus%20logico-philosophicus.pdf (consultado el 13 de octubre de 2013).

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La literatura puede ser concebida como una variedad del cono-cimiento de lo contingente. Y si las proposiciones de la metafísica y la ficción son insensatas, lo mismo ocurre con las de la ética y la estética. Wittgenstein distingue entre lo decible y lo indecible. Las proposiciones vacías de significado son indecibles, no tienen pre-tensión informativa. No ocurre lo mismo con las proposiciones del sinsentido. Éstas son enunciados que creen afirmar cosas sobre lo real cuando no lo hacen y, sobre todo, no pueden hacerlo. El sinsen-tido no se identifica, sin embargo, con el absurdo. No porque una proposición sea insensata, aquello de lo que trata de hablar carece de importancia. Los enunciados de la literatura y la metafísica tendrían un estatus muy particular. No obstante que la literatura no cumpla con las condiciones del significado y el principio de verificación, nos da luz sobre verdades olvidadas, potencia la vida y reflexión éticas, problematiza la reflexión de la racionalidad pública y, sobre todo, dilucida la condición humana situada en un contexto aporético y conflictivo. Asimismo, renueva le lenguaje. Por su parte, el sabio naturalista francés Buffon consideraba que “estas cosas (los conocimientos) están fuera del hombre, pero el es-tilo es el hombre mismo”2, y que, por tanto, la belleza interior del espíritu es más importante que el mismo del fondo del asunto. Tales ideas fueron expuestas en el Discours sur le style el día de su recepción en la Academia Francesa. El estilo —según Buffon— es lo contrario de una retórica ornamental. Añade que “escribir bien es, a la vez, pensar bien, sentir bien y expresarse bien”.3 Por tanto, la literatura sería, más que un asunto de correspondencia con una verdad obje-tiva, el auto-descubrimiento, el desocultamiento, la aletheia de una verdad inmanente al propio espíritu creador. De manera indirecta y oblicua, dilucidar algunas de las proposiciones que circunscriben el estilo de la escritura tiene como finalidad pensar la literatura en su relación con el mundo y con los seres humanos.

2 Buffon, Discours sur le style. Disponible en http://www.difusioncultural.uam.mx/casadeltiempo/88_may_2006/casa_del_tiempo_num88_10_20.pdf (consultado el 10 de octubre del 2013)

3 Id.

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Algunas de las proposiciones sobre el estilo de escritura que aquí se dilucidan, de manera parcial, provisional, perentoria y quizá frag-mentaria, son: 1. La escritura es la hospitalidad (im)posible (Edmond Jabès). 2. La escritura es la voluntad de nada (Bartleby de Melville). 3. La escritura es la encarnación de la finitud (Heidegger y Nancy). Sin lugar a dudas, habría muchas otras proposiciones dignas de exploración y problematización en torno a los estilos de escritura; lejos de agotar la discusión, aquí apenas sugiero algunas de sus líneas maestras de análisis.

La escritura es la hospitalidad (im)posible (Edmond Jabès)

La escritura es la hospitalidad y la imposibilidad es lo que posibilita la única hospitalidad verdadera. La hospitalidad —según Edmond Jabès— consiste en la posibilidad de que el poema ocurra como advenimiento de sentido y sea el verdadero acontecimiento. Jabès refiere esto en Le livre de l’hospitalité cuando dice:

—¿Si yo traspaso el umbral de tu morada, a quién le ofrecerías la hospitalidad? ¿A tu maestro o al extranjero de quien no sabes nada? —¿Cómo podría yo no ofrecérsela a mi maestro que me ha concedido el honor de entrar a mi casa? —Tu maestro —dijo, entonces, el sabio— no necesita esta muestra de deferencia: el viajante extraviado, en cambio, que llama a tu puerta, la espera con todas sus fuerzas, pues no la pide única-mente para él.4

En El pequeño libro de la subversión fuera de sospecha, enfatiza que toda duración está ligada al recuerdo: el pensamiento es el relámpa-go que desgarra el vacío, es responsable, responde ante el porvenir. Como Paul Celan, Jabès ha probado y comprobado la enorme di-

4 Edmond Jabès, El libro de la hospitalidad, México: Aldus, 2002, p. 95.

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ficultad de ser un judío extranjero para el propio judaísmo, que se enfrenta con la dificultad de escribir en una lengua y cosmovisión extranjeras y extrañas, y al mismo tiempo, entrañables. La poesía de ambos se instaura como apertura del otro, de otro que no viene, pero en cuya espera se cifra toda esperanza de sentido. Según Olivier Houbert, Jabès ha evocado esa proximidad silenciosa con el poeta de Czernowitz dentro de un opúsculo titulado la Mémoire des mots. La palabra sería esa oración, rezo profano, que Celan pronuncia y anuncia dentro del re-encuentro íntimo con Jabès como una pala-bra amiga dentro de la lengua enemiga, pese a la extranjería de esta palabra del otro. Se trata de una palabra marcada por la lesión del crimen, crimen a partir del cual es necesario escribir porque la me-moria de las palabras representará siempre un desafío mortal para el verdugo, una huella imborrable como mancha sangrienta en el recuento de los vencedores. A través de la palabra pronunciada, se instaura la inteligibilidad de la voz y la posibilidad de acoger, y por ende, entender las otras palabras venidas de otras voces, ahí donde se escucha el silencio más sonoro y parlante: silencio reservado a una comunicación y una comunidad más alta y potente que la del simple discurso y comunicado.5

No hay escritura sin riesgo; ahí donde empiezan los riesgos, don-de alguien se arriesga de verdad, se juega el pellejo, comienza la tarea del escritor y de la escritura. La escritura es un camino infinito que conduce a lo infinito, trayecto siempre por hacerse y rehacerse, por andarse y desandarse. Para el egipcio exiliado en París, donde murió en 1991, la escritura, espacio de interrogación interminable, se pierde en laberintos desmesurados: escritura como expulsión y añoranza perpetua de retorno al Libro, escritura como errancia en la extensión infinita del desierto que rememora el Verbo. Desierto y página en blanco son dos espacios que convocan al silencio y a la palabra. La escritura ensaya, otra vez, arriesga hipótesis sobre una condición humana nómada y fronteriza, exiliada y errante. El ser es interrogarse sin reposo y sin respuesta, sin fin y sin finalidad algu-

5 Olivier Houbert, “Jabès l’éclaireur”, La Nouvelle Revue Française 459 (1991): p. 70.

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na. Y si hay libre albedrío, es únicamente como exigencia, y acaso urgencia, de responder al prójimo. La responsabilidad ante el otro me singulariza: yo soy ante y frente al otro. La alteridad se instaura como la posibilidad de la mismidad que me permite ser. Dialogar instaura un nuevo espacio distinto al mío, al tuyo y al de los demás. La escritura es la apertura del diálogo con el lector, se mete y se compromete con el otro —prójimo y semejante, extranjero y huérfano— la víctima de todas las opresiones políticas, sociales, sexuales, religiosas, culturales. El compromiso con el otro es la forma suprema de la hospitalidad. Y la hospitalidad es el nombre sagrado de la esperanza. Pese a la masacre y la barbarie —o mejor dicho, de-bido a ello— la escritura hoy más que nunca resulta indispensable, pues la capacidad de dilucidar la hospitalidad, experiencia viva de la bondad y la justicia, requiere la palabra que se deja (entre)ver en el Libro. El Libro es la posibilidad del diálogo ante la indiferencia y la ignominia. El encuentro con el otro se verifica en la hospitalidad de la escritura. El lector impone un pacto —más allá de todo contrato jurídico y trato comercial— desde el silencio y la soledad que se diri-ge al silencio y a la soledad acompañados. El Libro es un instrumento de autocrítica para disipar el espejismo de las certezas, medio idóneo para que el lector asuma sus propias contradicciones, vértigos, dudas, y que aprenda, de la mano de Jabès, poco a poco, a no tener miedo, a poder encarar el vacío y la ausencia radical de sentido. Por eso, el escritor egipcio se negó a formular una teoría de la escritura; sólo nos dejó una serie de premisas, intuiciones e hipótesis sin confirmar. Toda forma de escritura sería una tentativa —fracasada y siem-pre postergada— de responder a la inquietud y a la angustia. El Libro es la puesta en abismo de la imagen móvil del desastre y la guerra interior, es lo que nos permite hacernos semejante. La escri-tura y el pensamiento son aproximaciones sutiles e interminables a una semejanza infinita: juegos de proximidad, fuegos de guerra sin cuartel contra el vacío. Pensar al otro perpetúa la semejanza y, a la vez, la diferencia:

En el principio era el verbo que se quería semejante. De esa ma-nera Dios enfrentó Sus semejanzas en la Palabra, y, el hombre, las

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propias, en Dios. Toda creación es cumplimiento de semejanzas; el acto merced al cual ella corre el riesgo de afirmarse. Lo que creamos se nos parece. La creación del hombre por Dios sólo podía pasar —como se atraviesan los mares— a través de la semejanza. Decir que Dios nos hizo a su imagen, es la confirmación: una deducción lógica... (Tú te asemejas a quien se asemeja a ti durante el tiempo de una semejanza. No hay imagen eterna. La eternidad de Dios es ausencia de imagen.)6

El desierto es al libro lo que la hospitalidad es a la escritura. Se nombra en y desde el desierto. No hay desierto que no haya sido un nombre fecundo y resplandeciente. Espejo divino pulverizado, en el desierto se encuentran todos los libros enterrados bajo el pol-vo de las palabras: “No existe nombre que no sea un desierto. Tú percibes lo que, contigo, se borra. No puedes aprehender lo que dura más que tú. El desierto es universo de transparencia”.7 La expe-riencia del desierto fue, para Jabès —según sus propias palabras—, absolutamente fundamental. Es la experiencia de la extrema y au-téntica escucha. “El nómada” es la figura que se identifica de forma natural con el desierto. Más que una práctica de silencio y escucha, el desierto es apertura de toda escritura. Apertura de la misma aper-tura: Nunca que has llegado; en cualquier parte no eres más que viajero en tránsito. Para Jabès, frente al hombre está el hombre, pero frente a Dios no hay nada. Dios no responde ni corresponde al hombre. Nunca seremos más que una pequeña nada en la nada, círculo finito dentro del círculo infinito, pequeño abismo cayendo en otro abis-mo inconmensurable. Escribir intenta, de forma vana y testaruda, ingresar la divinidad en el tiempo humano finito y limitado. Desde la esfera humana, Dios es una palabra sin fin y sin finalidad, no es nuestra verdad. Su verdad no nos atañe, pero en ella reposan nues-tras verdades minúsculas.

6 Edmond Jabès, “La transparencia escrita”, Fractal. Revista trimestral. Dis-ponible en http://www.mxfractal.org/F5jabes.html (consultado el 15 de octubre de 2013). ]

7 Id.

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La escritura como la hospitalidad nos remite al Libro. Jabès nació y murió con el Libro. No conoció otras moradas ni otros caminos ni cielos fuera del Libro: “¿Acaso […] nací con el libro como se nace con la sombra. Durante la noche mi libro y yo somos uno y el mismo? Leo y releo el libro que voy a escribir […] Contrariamente al pájaro, el libro muere con las alas desplegadas”.8 Allende, en su misterio y se-creto, Dios permanece en la distancia y distinción de las palabras. La página choca con la reserva infinita del Libro, la palabra justa emerge en el juego de la injusticia humana de búsqueda. Encontrar el tono justo, más que asunto literario o estilístico, es una cuestión ético-po-lítica de vida y de muerte. La palabra de Dios insufla el alma humana, pero la palabra del hombre reposa en el silencio de Dios. Y el silencio divino es intransferible e intransitivo. Escribir escala la carencia en el despeñadero del vacío. Cúspide anhelada, la palabra es la conquista silente de uno contra sí mismo: corazón del diálogo inquisidor. La sa-biduría es el desaprendizaje: la virtud del diálogo alimenta el fuego de la apertura ilimitada. Aquí reside la gravedad —y a la vez, la cómica levedad— de la escritura: efectuar una violencia por transigir con el vacío, para que el otro tenga derecho a expresarse como otro. La escritura como fruto del Libro, y éste como árbol sagrado desojándose. La escritura humana como la parte conocida, y la di-vina como la desconocida. Por eso, la lectura es semejante a los gra-nos germinados nacientes. Ésta es —según Jabès— la única lección del judaísmo: “Escuchar a Dios en Su escritura”; lección imposible, impasible, inútil. Lejos del judaísmo nacionalista, incluso del pro-gresista, Jabès considera que la verdad de Dios está en el silencio, la finitud y la soledad humana absoluta. El abandono divino se impone como insoportable certeza. La falsificación del Libro es lo que nos queda. Fuera de la verdad, la errancia más que el error: la escritura como imagen del vacío. La errancia se escribe con nosotros y en nosotros: “Errante, yo soy su escritura”. La palabra debe toda su fuerza —añade— a la carencia, al abismo y a la incertidumbre de su decir; y su verdad, a la impronta divina del otro que susurra, sin voz, misericordia infinita:

8 Id.

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—¿Qué es un extranjero? —Aquel que te hace creer que estás en tu casa […] (Abrazar la palabra del otro es, de cierta manera, renunciar a la propia. Violencia contra violencia. El verbo es generador de conflictos. Es la expresión agresiva de nuestra condición finita).9

La extranjería es el destino único del ser humano contempo-ráneo. El extranjero es aquel que nos permite que seamos noso-tros mismos, hace de cada uno de nosotros un extranjero para uno mismo. La singularidad anómala es silenciosamente subversiva. Al igual que en la obra de Celan, la palabra hermana con la muerte: “Cuando la ceniza se hace libro póstumo, las palabras renacen de sus primeros sonidos”.10 Empero, sólo podemos comunicarnos a través de una palabra parcial e imperfecta que nos comunica con el próji-mo, porque Dios se ha muerto de soledad o se ha retirado. El fracaso de Dios es el fracaso del Verbo que es el fracaso del Hombre que es el fracaso de la palabra que es el fracaso de Dios… Pero en su Silencio, soy responsable por mi hermano. ¿Soy res-ponsable por la elección del otro? Puedo aceptarlo o no, pero de ninguna manera puedo renunciar a mi elección. Eterno conflicto entre morada y nomadismo, entre el Todo y la Nada, entre el ase-sinato y la indiferencia, entre el Libro en blanco y la plenitud de sentido, entre la palabra silenciada y el silencio parlante. Escribir no es otra cosa que no sea escribir ese silencio. No escribimos “más que la blancura donde se inscribe nuestro destino […] Tantos adioses en cada adiós. Tantas cenizas para cubrir un poco de ceniza. Inútil es el libro cuando la palabra es desesperanzada”.11 Pero queda algo: la sabiduría ha recorrido todos los grados de la tolerancia y descubier-to que la fraternidad tiene una mirada y la hospitalidad, una mano. La hospitalidad jamás es merecida ni posible ni sensata. Inmerecida, imposible e insensata, la hospitalidad escapa a toda legalidad, orden y racionalidad. La hospitalidad no puede pensarse dentro del ám-

9 Id.10 Id. 11 Id.

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bito humano de lo posible, incluso excede la responsabilidad y la libertad. La hospitalidad es levedad que aligera:

Acoger a otro por su sola presencia, en nombre de su propia exis-tencia, únicamente por lo que representa. Por lo que es. Serás siem-pre el huésped de mi alma, incluso si ignoro quién eres, decía. Un texto destinado a un periódico —decía un sabio—, es un texto al cual, de común acuerdo, se le ha otorgado un día de vida […] La solidaridad en la desgracia —decía— no es, quizá, sino la tentativa común de fertilizar un suelo árido. Que tu memoria sea mi mora-da. La noción de hospitalidad le es extraña a Dios. Eva no lo igno-raba. Y puso a Dios a prueba. Dios cayó en la trampa y, devuelto a Sí mismo, se hundió en Su ausencia.12

Prolongar la esperanza es la mayor y única sabiduría. La dis-ponibilidad total de la apertura que abre la espera como esperanza desemboca en la hospitalidad. La escritura retrotrae la hospitalidad a su corazón palpitante y eterno. La obra singular de Jabès junto con la reflexión lúcida que suscita Jacques Derrida en Escritura y diferen-cia13 (en su intercambio con Levinas) dan cuenta de la importancia de repensar la escritura como hospitalidad.

La escritura es la voluntad de nada (Bartleby de Melville)

La escritura es la voluntad de nada, la voluntad de una negación activa. Preferir el no. Hacer del no una revuelta silenciosa, invisible e incalificable. “Bartleby, el escribiente”, el paradigmático cuento de Herman Melville, sería el modelo del escritor que busca devenir imperceptible, anónimo, desaparecer bajo el paradójico borramien-to de su escritura. Así como el retrato magistral que hace Sebald de Robert Walser en El paseante solitario.14

12 Id.13 Cfr. Jacques Derrida, L’écriture et la différence, París: Éditions du Seuil,

1967. 14 Winfried Sebald, El paseante solitario. En recuerdo de Robert Walser, Madrid:

Siruela, 2008.

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Bartleby es la historia del amanuense que se niega, primero, a revisar sus escritos y hacer encargos y, finalmente, a toda actividad hasta morir de inanición e inacción. Empero, es mucho más que una metáfora del escritor que se niega a escribir o a publicar. Como bien ha escrito Gilles Deleuze:

Bartleby no es una metáfora del escritor ni el símbolo de nada. Es un texto violentamente cómico, y lo cómico siempre es literal. Es como unanovelacortadeKleist,Dostoievski,KafkaoBeckett,conlasque conforma un linaje subterráneo. Sólo quiere decir lo que dice, literalmente. Y lo que dice y reitera es “preferiría no”, I would prefer not to. Es la fórmula de su gloria, y cada lector enamorado la repite a su vez. Un hombre enjuto y lívido pronunció una fórmula que vuelve loco a todo el mundo.15

Deleuze añade que la fórmula resulta devastadora, hace estragos, contagia y dinamita todo a su paso. No es una afirmación ni una negación. No rehúsa, pero tampoco acepta, avanza y retrocede en el mismo movimiento. Bartleby se mantiene en la indecisión, en la postergación indefinida de una respuesta tanto negativa como po-sitiva de manera tajante: “Se limita a plantear su imposibilidad. La fórmula es devastadora porque elimina tan despiadadamente lo pre-ferible como cualquier no-preferido. Suprime el término al que se refiere y rechaza el otro término que parecía preservar, y que se torna imposible. De hecho los hace indistintos, excava una zona de indis-cernibilidad”.16

Es una fórmula que aniquila toda referencia, particularidad, de-terminación. Pura pasividad paciente de un hombre sin referencias, voluntad absoluta como silenciosa inmovilidad, ser puro y simple, desterritorialización y fuga, la fórmula excluye cualquier alternati-va, descarta toda posibilidad, desconecta las palabras de las cosas. Desarma y desampara tanto el emisor como a los receptores. Nos lleva a una nueva lógica de preferencias que socava la lógica de los

15 Gilles Deleuze, Crítica y clínica, Barcelona: Anagrama, 1997, p. 98.16 Ibid., p. 102.

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presupuestos lingüísticos. Reconcilia y conecta lo humano con lo inhumano. Libera al hombre de sus funciones y mecanismo socia-les, y paradójicamente, “aún catatónico y anoréxico, Bartleby no es el enfermo, sino el médico de una América enferma, el nuevo Cristo o el hermano de todos nosotros”.17 A través de la figura y fórmula de Bartleby, podemos pensar la voluntad de estilo que se expresa en una paciente y serena lucha y conquista poder devenir impercepti-ble, anónimo, anómalo. En un lúcido ensayo, Gorgio Agamben se pregunta ¿qué quere-mos decir cuando decimos: “Yo puedo, yo no puedo”? Se pregunta sobre el significado de “la experiencia de la potencia” y sobre lo que significa “tener una facultad”.18 En principio, “tener una potencia, tener una facultad significa tener una privación”, la potencia como héxis. El potente es tal porque tiene o le falta algo. La potencia no sólo existe en el acto, la privación es como una forma de la potencia. La potencia está relacionada con la auto-afección. La grandeza y la miseria de la potencia humana consiste en que es, ante todo, una potencia de no pasar al acto, potencia para la tiniebla. Dado que el hombre es ser de privación, la privación está en su ser, signada y asignada a la potencia. Pero esto significa también que está consig-nado y abandonado a ella. Su poder obrar es constitutivamente un poder no-obrar, su conocer un poder no-conocer. Para Aristóteles —según Agamben— potencia e impotencia se co-pertenecen. Toda potencia es impotencia de lo que potencia: “El hombre es el animal que puede la propia impotencia. La grandeza de su potencia se mide por el abismo de su impotencia”.19

Agamben se pregunta —haciendo eco de Aristóteles— ¿cómo puede la potencia neutralizar la impotencia que le co-pertenece? En principio, lo que es potente no siempre lo es en acto. La potencia del no pasa al acto integralmente como tal. Esto lo lleva a preguntarse ¿cómo pensar el acto de una potencia de no? Habría que pensar de

17 Ibid., p. 127.18 Giorgio Agamben, La potencia del pensamiento, Barcelona: Anagrama,

2008, p. 287.19 Ibid., p. 294.

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un modo nuevo y no trivial la relación entre acto y potencia. El pasaje al acto no anula ni agota la potencia, sino que ella se conserva en el acto como tal, en su forma eminente de potencia de no (ser o hacer). La potencia del no al pasar al acto no se ve mermada o alte-rada; todo lo contrario se conserva y se perfecciona. Don adjunto y acrecentamiento, la potencia del no se efectúa como cumplimiento más que de una privación, de una donación a sí misma que se salva. Lo cual nos obliga a re-pensar las relaciones entre potencia y acto, lo real y lo posible; así como a repensar las dimensiones centrales de la estética, la ontología y la política. El don y la salvación de la po-tencia desde su co-perteneciente dimensión constitutiva y constitu-yente de la potencia del no nos obligarían a repensar por completo la tradición filosófica occidental y lo que significa la potencia del pensamiento y la literatura. Por su parte W. G. Sebald, en su recuerdo del paseante solitario Robert Walser, nos expone una historia que se pierde en las brumas de la leyenda. Se trata de un hombre sin pertenencia material ni pertinencia social. Nunca tuvo nada, jamás pudo establecerse. Sin domicilio fijo sin beneficio alguno, no tenía libros ni un lugar para escribir. Hasta el papel de escribir era de segunda mano. Apartado de los hombres, lejos de los reflectores y el éxito, Robert Walser pasó por la vida humana como un meteoro fugitivo y rutilante. Si no fuera por Carl Seeling, quien lo acogiera en su casa y publicara su obra y publicitara un poco su biografía, hubiera pasado totalmente inadvertido como la mayor parte de su vida. Después de su reco-nocimiento póstumo, Walser sigue siendo una figura semi-pública. Lo único cierto es que escribió sin prisa y sin pausa, sin esperanza y sin desasiego, casi desde una mística indiferencia. Los retratos suyos que quedan —comenta Sebald— lo muestran carente de vanidad, retraído, desaliñado, pero con cierto aire señorial, casi en estado catatónico, como Bartleby. Su ideal no sólo era vencer la gravitación —como cree Sebald— sino, como escribió el propio Walser:

La mera existencia se convirtió en una suerte para mí, para la que no hallaba palabras ni pensamientos. Me apetecía sobremanera

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compararme con los árboles, que son mudos, que no necesitan en modo alguno estar pensativos, que se mantienen callados forman-do así el bosque, que pueden vivir sin necesidad de pedirse cuentas al respecto, que pueden crecer sin tener que alegrarse o afligirse, sin buscar un motivo para hacerse toda clase de preguntas como les ocurre a las pobres, arrogantes, ora derrotadas, débiles, medrosas personas.20

Mientras que las personas están enfrascadas en la lucha titánica por el reconocimiento, amor, la gloria, la ambición y el éxito, los árboles “crecen sin por qué ni para qué” —diría el poeta naturalista Ricardo Reis, heterónimo de otro tránsfuga de la sociedad y de la literatura: Fernando Pessoa—. Por consecuencia, uno de los objeti-vos de Walser era devenir un ente vivo más allá del umbral humano. El silencio, la soledad y una ataraxia invisible eran una meta no propuesta de manera consciente, pero sí un método de vida. Walser renunció a todo apego, a toda atadura. Para poder ver mejor, hay que estar libre de todo y de todos. Por eso, al escritor suizo se le consideraba un vidente de lo pe-queño. Su escritura minimalista se pierde en detalles anodinos: escritura de la intrascendencia más radical, extrema y atípica. Su pretensión como escritor —si tuvo alguna— fue la de la lucidez sin cortapisas, lucidez que bordea y pacta con la locura y la enfermedad. Huye de toda vanagloria. Reúsa los grandes gestos y temas, silencio sobre las catástrofes colectivas, expurga todo sentimentalismo, ajeno a los tópicos de moda. Es un paseante solitario; como Baudelaire y Benjamin, es un ermitaño en medio del bullicio:

Robert Walser, creo yo, había nacido para ese viaje silencioso por el aire. Siempre, en todos sus trabajos en prosa, quiere remontarse sobre la pesada vida terrestre, desaparecer suavemente y sin ruido hacia un reino más libre. El suplemento cultural del viaje sobre una Alemania dormida en la oscuridad es sólo un ejemplo, uno, por

20 Robert Walser, “Estudio del natural”, en Mechas con poesía. Disponible en http://ana-zar.blogspot.mx/2010/08/estudio-del-natural-de-robert-walser.html (consultado el 16 de octubre de 2013).

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cierto, al que se une para mí un recuerdo de Navokov de uno de sus libros infantiles más preciados. El negro de trapo y sus amigos, de los que forma parte también una especie de enano liliputense, corren numerosas aventuras en una novela gráfica por entregas, se van muy lejos de casa y llegan a caer en manos de caníbales.21

Walser hubiera querido volverse absolutamente etéreo, disolver-se en el éter de las cosas, hundirse en un abismo de estrellas, la nieve y la infinitud. La voluntad de nada se convierte aquí en una estra-tegia activa, paciente, meticulosa —como la genealogía nietzschea-na— que busca disolverse en un vaciamiento absoluto, que absuelve las cosas y los seres de su pétrea gravidez.

La escritura es la encarnación de la finitud (Martin Heidegger y Jean-Luc Nancy)

La escritura de la vida es siempre escritura de la muerte: al escribir adelanto mi muerte, soy póstumo. Además, siempre dejo un resto, un residuo que no se deja domesticar por el pensamiento y la pala-bra. Siempre aparece la excedencia de sentido. Para Martin Heide-gger, el arte y la escritura auténticos son formas de pensar y fundar la habitación humana en la Tierra. Desde el corazón de la finitud, la poesía funda en la palabra “lo permanente”. El poeta es aquel que cobra conciencia del destierro y de su inhóspita finitud. Heidegger, de su libro Introducción a la filosofía, recapitula ideas claves de su obra fundamental, Ser y tiempo:

Existir como hombres, ser ahí como hombres, da sein como hom-bres, significa filosofar. El animal no puede filosofar. Dios no nece-sita filosofar. Un Dios que filosofase no sería Dios porque la esencia de la filosofía consiste en ser una posibilidad finita de un ente fi-nito. La existencia humana, el ser-ahí humano, el Dasein humano, está ya como tal en la filosofía […] La filosofía ha de quedar libre en

21 Sebald, op. cit., pp. 71-73.

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nosotros, es decir, ha de convertirse en íntima necesidad de nuestro ser más propio, de nuestra más propia esencia. En la exsistencia ha de ponerse en marcha la filosofía […] Pero la existencia humana, el Dasein humano, no existe nunca en general, sino que, cuando existe, cada existencia existe en ella misma. En nuestra exsistencia o Dasein mismo tiene que hacerse suceder el filosofar […] En nuestra exsistencia aquí y ahora y en este instante en que nos disponemos a tratar de filosofar. En nosotros ha de quedar libre la filosofía, en nosotros y en esta situación.22

En 1968, dentro de un coloquio internacional sobre filosofía y antropología, Jacques Derrida pronuncia una conferencia clave para la deconstrucción francesa: “Los fines del hombre”, ensayo que aparecerá en el libro Márgenes de la filosofía. Derrida señala en el artículo referido:

Es el fin del hombre acabado. El fin de la finitud del hombre, la unidad de lo infinito y lo finito, lo finito como rebasamiento de sí mismo, estos temas esenciales de Hegel se reconocen en el final de la Antropología cuando la conciencia es designada al fin como “relación consigo mismo”. El relevo o la relevancia del hombre en su telos o en su eskhaton […] El pensamiento del fin del hombre está entonces ya prescrito siempre en la metafísica, en el pensa-miento de la verdad del hombre […] El fin del hombre (como límite antropológico factual) se anuncia en el pensamiento desde el fin del hombre (como apertura determinada e infinidad de un telos). El hombre es lo que tiene relación con su fin, en el sentido fundamentalmente equívoco de esta palabra. Desde siempre. El fin trascendental no puede aparecerse y mostrarse más que a condición de la mortalidad, de una relación con la finitud como origen de la idealidad. El nombre del hombre siempre se ha inscrito en la metafísica entre estos dos fines. No tiene sentido más que en esta situación escato-teológica […] En el pensamiento y la lengua del ser, el fin del hombre, el fin del hombre ha estado prescrito desde siempre, y esta prescripción no ha hecho nunca más que modular

22 Martín Heidegger, Introducción a la filosofía, Madrid: Frónesis, 2001, pp. 19-21.

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el equívoco del fin, en el juego del telos y de la muerte. En la lectura de este juego, se puede entender en todos sus sentidos el siguiente encadenamiento: el fin del hombre es el pensamiento del ser, el hombre es el fin del pensamiento del ser, el fin del hombre es el fin del pensamiento del ser. El hombre es desde siempre su propio fin, el fin de lo suyo propio. El ser es de siempre su propio fin, es decir, el fin de lo suyo propio.23

La pregunta que interroga por el sentido del ser ya está instalada en el ser mismo, en su comprensión pre-ontológica. De ahí que el pensamiento y la escritura que asumen la preeminencia óntico-on-tológica del ser ahí esbozan la problemática de la existencia y nos remiten a la finitud más radical. Y sin embargo, el mundo del ser ahí es un mundo que comparto con los otros. Es con y desde el otro. El ser es ser con otros. Este “ser con” es un ser otro y para el otro. La escritura, en cuanto encarnación de la finitud, asume el sentido como una condición existencial-trascendental, es decir, condición de la propia existencia como lo trascendental. La escritura de la finitud es la escritura del sentido como acon-tecimiento existencial: algo ocurre y, en su ocurrencia, nos arroja a la desnudez de un cuerpo mundano. El sentido lo constituye el mundo, el sentido del mundo, “la capacidad de otorgar sentido o de hacer sentido”.24 El sentido se encuentra en lo que (nos) acontece. Inmanencia radical del sentido. En su exposición a lo abierto, el cuerpo es el lugar donde ocurre el acontecimiento de existir. Aper-tura del acontecimiento: “Gozar, sufrir, nacer, morir, pensar, reír… El cuerpo es un acontecimiento de la existencia, la materialización misma del ek-sistir, de la pura exposición. Es, pues, un punto de

23 Jacques Derrida, “Los fines del hombre”, en Márgenes de la filosofía, Ma-drid: Cátedra, 1998, pp. 158, 160, 172.

24 Adán Salinas, “Toque. A propósito de la noción de sentido en Jean-Luc Nancy”. Disponible en http://www.cristobalholzapfel.cl/alumnos/adan%20salinas,%20sobre%20el%20sentido.pdf ]Véase también el dossier “Jean-Luc Nancy. El cuerpo como objeto de investigación de un nuevo pensar filosófico y político”, Anthropos. Huellas del conocimiento 205 (2004)

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partida y de llegada en la trama del tiempo vivido”.25 La existencia es o hace sentido como co-existencia. Sin la existencia del cuerpo sin-gular plural, no sería sentido el sentido. Un pensamiento del sentido de la existencia es un pensamiento rebelde y herético, reivindica la finitud como la esencial multiplicidad de fuentes de sentido. La finitud designa la errancia del existir sin esencia. Occidente se está derrumbado como proyecto universal de sen-tido porque se asumió como el significante despótico único, univer-sal, como el dios-padre dador de sentido. Ya no importa designarnos modernos o posmodernos, no estamos ni en el antes ni en el des-pués de un Sentido, sino en su escansión, en su inflexión final como apertura y acogimiento posible de otro por-venir. En este sentido, la escritura como encarnación de la finitud conlleva un sentido como un tensor de multiplicidades. Partimos (com-partimos) de la radical ausencia de un sentido completo y fundante; ya no hay mundo sino como girones y retazos de mundo. Si el sentido es posible, es en tanto sentido fisurado, encentado, fracturado, inconcluso. El cobijo del sentido, lejos de darnos cierta seguridad, expone nuestra desnu-dez de forma más implacable. Si en Deleuze el sentido se expresa en el acontecimiento (Lógica del sentido),26 en Nancy lo hace en la existencia, en la encarnación del sujeto (Un pensamiento finito).27 El sentido es una construcción existencial. Sin reducirse a lo material, el sentido es primariamente sensorio corporal. Si el sentido aparece en su ausencia, la presencia y ausencia del sentido se co-determinan: “Si el sentido está ‘ausente’, lo está al modo de estar aquí —hoc estenim—, y no al de estar en otra parte y en ninguna parte”.28 La escritura —también el arte— que asume la finitud insobornable, más temprano que tarde, descubre, se au-to-descubre, bajo el hallazgo de que el sentido está en la superficie:

25 Salinas, op. cit..26 Cfr. Gilles Deleuze, Lógica del sentido, Barcelona: Paidós, 1989, pp. 43-44,

90-91.27 Cfr. Jean-Luc Nancy, Un pensamiento finito, Barcelona: Anthropos, 2002,

pp. 1-37.28 Jean-Luc Nancy, Corpus, París : Métailié, 1992, p. 91.

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el sentido es la existencia en el devenir de su desnudez. Pensar/escri-bir desde la finitud es pensar/escribir el sentido bajo la ausencia de cualquier sucedáneo de sentido trascendente, arrojarse al vacío sin paracaídas y ser acogido por la buena ventura del corazón hospita-lario de las cosas. Empero, siempre hay una desmesura de las cosas frente a las palabras y de las palabras respecto a las cosas, e incluso de las palabras frente a sí mismas. Hay una excedencia entre cosa y palabra, un desajuste perpetuo. Pensar es abismarse en una experiencia absolutamente descono-cida, incluso decir experiencia sería traicionar la irrupción de ese acontecimiento inédito que rompe con toda estructura significativa y racional. El ejercicio del pensar no es irracional o racional sino previo al orden de la razón; el pensar funda y dinamita, al mismo tiempo, el orden del logos. El encontrarse del ser ahí implica que el ser y el pensar tienen como horizonte último la finitud del mundo. El ser ahí está arrojado, embarrado, en el mundo. Los límites de mi mundo son los límites del uno mismo del ser ahí. Pensar es pensar desde la finitud del mundo. La apertura, el desocultamiento, la re-velación de la verdad del ser, está ahí, es la misma existencia en su auto-despliegue y su propio desocultamiento. La existencia se abre, se alumbra, se despliega, se entrega a sí misma, y en dicha ofrenda también abre, alumbra y despliega el ejercicio del pensar como su forma más propia de darse. El pensamiento es un don de la exis-tencia. Lo decisivo de un pensamiento y una escritura de y desde la finitud existencial consiste en emprender en cada caso un camino nuevo y distinto. La escritura de la finitud abre un corte en el continuum del sen-tido. Movimiento repentino, fulgurante o resbaladizo, en una escri-tura que la precede y que no alcanzará si no es re-escribiéndola en otra parte y de otra manera, ex-cribiéndola, fuera de ella misma, esta escritura se efectúa como re-lectura. La escritura de la finitud permi-te, es la posibilidad de toda “lectura” (en el sentido de comentario, exégesis, interpretación) en cuanto vuelta y revuelta sobre la propia existencia. Abandonarse en el texto del mundo, abrir o emprender un movimiento, una avanzada, sin saber a dónde se va, y sin que im-porte mucho llegar a saberlo. Y no obstante, no quedarse en el puro

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placer del texto, en el encierro onanista del disfrute psicológico del texto, sino que se trata de hacer del viaje una experiencia de lucidez y, en el límite del texto, una recreación del sentido, un sentido que estaría más allá del logos y de la sin-razón. El comentario, desde la perspectiva de la deconstrucción, es una escritura que ex-cribe el sentido del texto, inscribe y re-escribe el sentido, es decir, desplaza y reordena el sistema de significacio-nes del texto. Abre el sentido del texto a su afuera constituyente. En la apertura del sentido, la escritura se pone en marcha, como ex-criptura, es decir, como incisiones en el corazón sangrante de los grafos y los glifos. El texto está ya en los pretextos y paratextos, pero está sólo como un umbral que comunica un exceso y una au-sencia y, por tanto, exige el acto mismo de escribir la finitud desde la finitud misma. Paralosantiguos(ytodavíaparaelKantdelaética),pensareramirar el cielo estrellado, ver hacia arriba, en dirección a los astros. Hay una raíz en el pensamiento occidental que se erige, se pone en erección, hacia la inmaterialidad celeste. Empero, el pensar mismo, el acto de pensar, no ha sido nunca sino el ejercicio finito de los mortales, el reconocimiento agónico de sus límites y pequeños már-genes de posibilidad. El pensamiento se efectúa a partir de un acto de sustracción en varios sentidos: a) se piensa desde lo no pensado, hay un sin-fondo impensable que catapulta el pensar mismo; b) el pensamiento borra y reinventa sus orígenes, pensar es dirigirse hacia lo otro, huir, poner y ponerse en fuga, pensar borra, es un acto de borradura que (según dijera Nietzsche y constatara Funes) remite al sagrado e inocente olvido, pero (desde Freud) sabemos que no hay olvido sin memoria, que el pensamiento tiene que reinventarse para ser y hacerse, el origen del pensamiento nos remite a su fin; c) consecuencia de lo anterior, el pensamiento humano, pensamiento mortal y finito, fue remitido por el logos occidental, y las grandes re-ligiones monoteístas, a un fundamento infinito e inmortal, en suma supra-humano o divino. Ahora que ha tocado su fin la infinitud y la inmortalidad del fundamento, ahora que podemos ver su fecha de caducidad, el pensamiento ha quedado huérfano, desnudo y abso-lutamente vulnerable.

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Los estilos del pensamiento y de la escritura muestran hoy la refutación activa de un pensar absoluto y una obra total. No pode-mos seguir pensando/escribiendo como San Agustín, Santo Tomás oDante,nisiquieracomoKant,Hegel,Heidegger,ProustoJoyce.Hay una correspondencia profunda entre el pensamiento y la época, lo cual no quiere decir pensar/escribir a la carta como piden los edi-tores y el público, sino que en la época actual, de ruptura y quiebra de todos los sentidos, incluyendo la misma idea de sentido. La cues-tión del sentido finito no es una cuestión que se pueda articular en los términos del sentido, aunque tampoco se la pueda desarticular en los términos de un sinsentido, y de hecho, en consecuencia, no es ni siquiera una cuestión. ¿Qué es el sentido finito sino solamente “la finitud del ser [que] suspende el sentido de lo que es el sentido”?29 Pensar la finitud en toda su radicalidad implica pensar desde el ser finito y singular que cada uno somos sin ningún punto de apoyo, pensamiento que nos arroja a la ausencia completa de sentido. Pen-sar la finitud, hasta sus últimas y funestas consecuencias, sería pensar desde la fugacidad y la errancia, esto es, un pensamiento finito es un pensamiento trágico que asume la ausencia absoluta de cualquier sentido trascendente. Un pensamiento finito tiene que abismarse a pensar sin método, sin principio y sin finalidad. Pensar sería abandonarse al ejercicio intempestivo de la creación, no de la creación divina o seudo-divina del antropocentrismo, sino que pensar sería crear desde la repetición y la diferencia un sentido y los límites del sentido de la vida y la propia existencia. Todo esto sin estar nunca a salvo del error y de la errancia. No es que el genio maligno acose al pensamiento, como temiera Descartes y celebrara Derrida, sino que el genio maligno es el mismo pensamiento finito. La malignidad tropieza con los límites de nuestra finitud. De ahí que pensar sea extraviarse en las sendas perdidas de un bosque donde el ser está tan ausente y tan presente como el no-ser y la nada. Pensar despliega un horizonte en la ausen-cia de todo fin, de cualquier frontera. Viaje y vértigo, fascinación, horror y amor al vacío, el pensar se arroja en una senda tan intransi-

29 Nancy, Un pensamiento finito, p. 36.

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table como imposible de abdicar. Pensar experimenta la mortalidad de las ideas, es un trabajo de zapa de las creencias, incluso, de esa creencia límite y antaño venerable: la creencia en el pensamiento filosófico. Pensar con el cuerpo, pensar desde la materialidad del pensamiento, implica pensar la finitud desde su experiencia limítro-fe, por eso es que el pensamiento finito es un pensamiento límite, es un pensar desde el umbral del fin. Pensamiento imposible e inevita-ble, el pensamiento finito está en perpetua rebeldía y confrontación contra todo y contra todos, incluso contra sí mismo. La finitud designa la esencial multiplicidad e inconmensurabili-dad que habita y encarna el propio sentido, esto es, la imposibilidad de superar el perspectivismo, el azar y el riesgo. La finitud impli-ca dejar las cosas y los acontecimientos siempre en un estado de apertura, en la suspensión del sentido; abrirse a la indeterminación trágica del azar y del abismo. Habitar decididamente la ausencia del fundamento, las ruinas del orden universal. La finitud radical del pensamiento seculariza todo orden trascendente como efecto o im-pacto de una inmanencia que funciona como un hoyo negro cós-mico que todo lo devora. Desde esta óptica, pensar lo sagrado sería tocar los límites de la finitud, límites que se revelan en su opacidad extrema más que como infinitos, ilimitados. Es en este sentido que el arte moderno es un trabajo sobre los límites del objeto y la expe-riencia del arte —por ejemplo el grupo de teatro alemán Panopti-kon y su obra Il corso—.30

Un pensamiento finito violenta el pensar en su grado extremo, al punto de su ruptura, por eso este pensamiento se llama también escritura, es decir, inscripción de la violencia secreta que anima todo pensar. La ex-criptura irrumpe en la unidad del texto, en los tejidos del lenguaje, en el cuerpo del habla, del pensamiento y del sentir. Lo ex-crito abre y nos abre, deja y se deja atravesar por una multiplici-dad de restos y residuos, singularidades anómalas. La escritura nos señala que todo pensamiento finito despliega este exceso infinito mediante el cual somos tocados por el sentido. Cuestión de tacto, el

30 Panoptikon, Il corso. Disponible en http://www.youtube.com/watch?v=IL-2zDIvP1dw (consultado el 16 de octubre de 2013).

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sentido es el contacto entre la finitud y su límite: entre el cuerpo, las sensaciones y las ideas. En la escritura de la finitud, hay un abismar-se en la experiencia de las cosas, de pensar “el corazón de las cosas”:

Ese corazón inmóvil ni siquiera palpita. Es el corazón de las cosas. Ése del que uno habla, cuando dice: “ir al corazón de las cosas. El corazón de todas las cosas: un mismo corazón para todas y para cada una, una manera única de no palpitar —y que no tiene nada que ver con la muerte. Para todas y para cada una: una retención absolutamente singular, local, fugaz y tenaz. Una posición, una dis-posición, una exposición contra la que tropieza el pensamiento, contra la que rebota: que hay ahí alguna cosa, y algo más, la cosa misma, en el corazón de esta cosa. Pero a su vez, el pensamiento es una cosa. “Se creería que pensar es algo así como una brutalidad que se presume sin identidad”.31

La cosa es, en su opacidad intransitiva, impensable. Paradóji-camente, el pensamiento también es una cosa que se resiste a su propio acto de pensarse, siempre se piensa más, y al mismo tiempo, menos de lo que se cree. Existir desde la finitud es ser en la indigen-cia, o mejor dicho, dejarse llevar, abandonarse al transcurso y bajo el dicterio del mismo curso del acontecer. Por eso existir es darle sentido al ser en ausencia de todo sentido y todo ser supremo u or-den cerrado. Darle sentido al ser propio que soy no es partir de un sentido preestablecido, sino que, de continuo, en cada instante, se busca crear y recrear un sentido desde una singularidad finita de ser bajo una determinada forma, convivencia y constitución corporal. Existir es estar en falta de sentido y, al mismo tiempo, en su bús-queda de realización. La realidad del sentido es su sentido de reali-zación. Por tanto, el pensamiento finito tiene implicaciones vitales, de orden práctico, nos conmina a pensar y asumir nuestra propia existencia fuera de toda jerga existencialista e incluso vitalista. El estilo de escritura que encarna la finitud conlleva la responsabilidad de (co-creación de) sentido compartido. Tal operación puede desig-

31 Nancy, Un pensamiento finito, p. 155.

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narse como libertad en tanto la existencia está abriéndose al existir mismo, es decir, al sentido. Libertad expresa el sentido ausente. La voluntad de estilo que despliega la finitud existencial hace que el fin literario sea aplazado, desplazado, navío y naufragio, fin que no termina de ser fin.

En lugar de conclusiones

La proposición “la escritura como encarnación de la finitud” nos re-envía a las dos proposiciones anteriores “la escritura como hospi-talidad” y “la escritura como voluntad de nada”, pues las tres enun-ciaciones resultan concomitantes del problema de la libertad como un asunto de decisión. La decisión no es un atributo o facultad de algún sujeto, sino que la decisión constituye una experiencia óntica. Decidir es la forma única e intransferible mediante la cual asumimos este existente finito singular y no otro, esta situación y no otra, en este momento y no en otro. El estilo de escritura que encarna lúcida y de manera consciente la finitud hace de la decisión un ejercicio estético y ético por pro-crear el sentido con el lector en un mundo acosado por la barbarie, la banalidad y el conformismo. El parto de sentido es la odisea literaria contemporánea que libra el escritor co-tidianamente, incluso contra sí mismo. En el Discours, Buffon expone un conjunto de normas dirigidas, más que a los literatos; a los científicos que escriben o desean escri-bir. El estilo sería expresión directa del pensamiento y únicamente las obras bien escritas pasarán a la posteridad: “El estilo no puede desaparecer, ni transportarse, ni alterarse: si es elevado, noble, subli-me, el autor será igualmente admirado en todos los tiempos; porque no hay más que la verdad que sea duradera e incluso eterna. Y un estilo bello no lo es, en efecto, más que por el número infinito de verdades que manifiesta”.32 El estilo de la escritura siempre es plural, atañe a una multiplicidad de estrategias, tácticas, métodos y dis-positivos. Empero, la hospitalidad, la voluntad de nada, la finitud

32 Buffon, op. cit.

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abierta al juego intermitente de la inmanencia y la trascendencia, sin lugar a dudas, abre el espectro de sus posibilidades y potencias fundamentales. Quizá la proposición “sobre lo que no podemos hablar debemos guardar silencio” nos (des)vela el ámbito de la literatura. La escri-tura literaria tal vez sea una de las formas privilegiadas de llevar el lenguaje a los umbrales del silencio. Junto con la meditación, la lite-ratura quizá sea una forma precisa y preciosa de guardar el silencio en su diáfana claridad y clarividencia.

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Hermenéutica y estudio de los clásicos en Filosofía

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El ser del amigo en Santo Tomás de Aquino

Ciro Schmidt AndradeChile

Resumen Santo Tomás ve la amistad o el amor como una característica del ser social. Brota del hombre como instinto de su propia naturaleza, pero se realiza según la inteligencia y la voluntad, es decir, conforme a la razón. En ella se revela al otro y también a Dios, pues su fundamento esta en el amor.Palabras clave: amistad, amor, relación, Dios.

AbstractSanto Tomás sees the friendship or the love like a characteristic of the social be-ing. Shoot of the man like instinct of its own nature, but is realised according to intelligence and the will, that is to say, according to the reason. In her one also reveals to the other and God, because his foundation this in the love Key words: friendship, love, relation, God.

Los dolores del espíritu se curan con ayuda de fármacos, de sueño, de baños… pero también con los amigos en el disfrute del amor, en la con-templación de la verdad, en el trato con Dios.1

Santo Tomás fue el pensador que más estudió la amistad como pilar de la sociedad, relacionándola con la vida social, con el trabajo, con la justicia y con las demás virtudes. Sólo en el Aquinate puede decir-se que hay toda una teoría sistemática de la amistad, una filosofía de ella desde la mayoría de sus ángulos y aspectos importantes.

1 S. Th., i-ii q. 37, a. 5.

revista de Filosofía (universidad iberoamericana) 136: 95-120, 2014

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En la linea de Aristóteles, Santo Tomás ve la amistad o el amor como una característica del ser social. Brota del hombre como ins-tinto de su propia naturaleza, pero se realiza según la inteligencia y la voluntad, es decir, conforme a la razón. La amistad no es de suyo una virtud, pero necesita de las virtudes para darse; sólo cuando se trata de la amistad como amor de caridad, entonces puede verse como una virtud. Cuando se quiere tener una amistad auténtica, ésta tiene que fundarse en la virtud para ser amistad perfecta. En todo caso, la amistad inclina a la sociabilidad y, al mismo tiempo, va permitiendo y orientando la correcta vida social.2

El amor como fundamento de la amistad

Tomás de Aquino, en su comentario al De divinis nominibus analiza la definición que propone Dionisio sobre la naturaleza del amor: “Intelligimus per nomen amoris quamdam virtutem unitivam et concretivam”. El género de la definición de amor se designa con el término virtus, que no tiene aquí el significado de una pasión ni de un hábito, porque el amor no es ni uno ni otro, sino todo lo que lo que tiene eficacia para realizar algo, es decir, principio de movimien-to u operación. Por eso, el amor es más radical que las tendencias o es raíz de toda tendencia.3

En el amor se registra una triple forma de unión: a) una primera unión, “causa del amor”, abarca tanto unión sustancial, que es el amor con el que uno se ama a sí mismo, como semejanza, que es el amor que se tiene por otras cosas; b) una segunda unión determi-na al “amor por esencia”, en cuanto es un afecto coaptativo, lo cual se parece a la unión sustancial porque el amante quiere como a sí mis-

2 S. Th., ii-ii, q. 23, a. 1, ad. 1; q. 114, a. 1, ad. 1. Véase también Daniel Cha-cón Rodríguez, La Filosofia de la Amistad en Santo Tomás de Aquino. Dispo-nible en http://www.monografias.com/trabajos10/satom/satom.shtml

3 “Ad amorem pertinet quaedam inclinatio seu aptitudo seu connaturalitas ad bonum” (S. Th., i-ii, q. 23 a. 4 c; q. 32 a. 3 ad. 3; “Est complacentiae boni” (S. Th., i-ii, q. 25 a. 2 c); “Prima dispositio mentis humanae ad bo-num est per amorem” (S. Th., i-ii q. 70 a. 3 c).

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mo (amistad) o como algo suyo (concupiscencia); c) la tercera unión es “efecto del amor”, que es una unión real entre amante y amado, consecuente a la convivencia que el amor implica. De la esencia del amor es la segunda forma de unión, el afecto coaptativo, que se asemeja a la unión sustancial, porque el amante tiende a unirse y fundirse en lo amado.4

En esta unión afectiva, se registra una información en el aman-te por lo amado semejante a lo que ocurre en el comportamiento intelectual. Se da un primer momento (fase pasiva: especificación del bien) en el amor por esa coaptación unitiva con el bien amado en que el amante se complace en la atracción del objeto y en la infor-mación que él produce;5 de caso contrario, nada apetecería. En sus naturalezas, los entes finitos poseen por antelación el fin, que será la participación plena en el acto de ser, como amor natural de lo que le es connatural y perfectivo. Este amor es una “unidad potencial” con el bien, teniendo por sujeto el apetito natural, que es la misma naturaleza del ente y de sus facultades operativas. Por su parte, en los entes cuyos apetitos son consecuentes a la presencia intencional del bien —animales y hombres—, la tendencia es un amor elícito, que tiene por sujeto una potencia especial del alma, diferente del conocimiento y principio próximo de operación. En el amor elícito, se registra a una “unidad actual”, que nace del amor natural para remediar el destino existencial del ente a través de la operación. Pero ambos amores se continúan y complementan en la búsqueda del úl-timo fin, es decir, la recomposición del acto originario al encuentro del mismo acto de ser subsistente y Bien sumo.6

4 S. Th., i-ii, q. 25 a. 2 ad. 2. La palabra “coaptativo” viene del verbo “coap-tar”: proporcionar, ajustar o hacer que convenga algo con otra cosa: “Unio pertinet ad arnorern, inquantum per complacentiam appetitus amans se habeat ad id quod arnat, sicut ad scipsurn, vel ad aliquid sui” (S. Th., q. 26, a. 2 ad. 2).

5 “Unde amor nihil aliud est quantum quaedam transformatio affectus in rem amata… efficitur unum cum illo; idea per amoren amans fit unum cum amato, quod est factum forma amantis” (id.).

6 Maria Cristina Donadio Maggi de Gandolfi, “Amar en cuerpo y alma”, Sapientia (2008): p. 161.

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¿Cuál será, pues, la causa del amor? En primer lugar, como acabamos de decir, el bien, porque nuestra apetición o nuestra tendencia encuentra en él la satisfacción plena que le hace complacerse en él y detenerse en él. Entre el bien y lo bello, los cuales son inseparables del ser, no hay más que una distinción de razón. En el bien, la voluntad encuentra su sosiego. En lo bello, es la aprehensión sensible o intelectual la que encuentra su sosiego. Cada uno de nosotros lo ha experimentado a menudo a propósito de los objetos de la vista o del oído, los dos sentidos que utiliza la razón. Es a partir de los colores, sonidos o armonías, cuya percepción se acompaña del sentimiento como es para sí misma su propio fin.7

En Tomás de Aquino, la dinámica amorosa aparecerá así posibi-litada e impulsada por aquello mismo que es amado por el sujeto amante: “Lo amado existe en la voluntad como inclinando y en cier-to modo impeliendo intrínsecamente al amante hacia la misma cosa amada”.8 El Aquinate habla, sin duda, frecuentemente del amor como actividad subjetiva humana, pero no deja de insistir en que tal acti-vidad está “causada” por su “objeto”, el “bien”, realidad “buena” que aquí ejerce la función del «amor» agustiniano como «peso» o energía.9 La dialéctica del amor se explica, entonces, desde el mismo amor natural de todo lo creado hacia aquel Ser que subsiste en su propio acto de ser y que por ello es razón de todo lo que es; es Inteligencia suprema y Apetecible superlativo. Ésta es una dialéctica común a todo ente y es insoslayable. Entonces, del amor a ese bien perfecto y cabal, que es insoslayable, que no se puede no amar, surge el amor a la propia perfección y, en última instancia, a Dios mismo. Incluso, en lo que respecta al amor de caridad, el sacrificar nuestra perfección personal sería contrario a la caridad por serlo contra la naturaleza. Vimos que la unidad afectiva más estrecha es entre los que tienen la

7 Cfr. S. Th., iii. q. 27: “De causa amoris”; q. 28: “De effectibus amoris”. Véase tambien Joseph De Finance, Étre et agir dans la philosophie de Saint Thomas, Roma: Presses de l’Université Grègorienne, 1965, p. 483.

8 C. G., iv, c. 19.9 Véase, por ejemplo, S. Th., i-ii, q. 27, a. 1. Cfr. Manuel Cabada Castro, El

Dios que da que pensar. Acceso filosófico-antropológico a la divinidad, Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1999, p. 303.

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semejanza por identidad formal, por eso que el amor originalmente es entre cuasi habentes unam formam. Todo ente tiene una identidad con su propio acto de ser y así el acto de ser le es lo máxime amable, porque amándolo se ama el estado perfecto que le corresponde a su acto, que no puede dejar de amar. Es muy simple: si no se amara, no amaría. El amor de su bien propio es condición ontológica insosla-yable del amor al bien. Sólo tiene una forma de acceder al bien y es haciéndose bueno. El amor cubre un arco tendencial desde la unión concretiva por coaptación e impulso —del bien— hasta la difusión del bien de los otros tanto como el suyo. Y esto es así porque la máxima medida del amor la representa el amor divino. El amor divino es difusivo de la bondad en las cosas. Es principalmente difusivo de la perfección en los entes porque es la fuente del acto de ser y por ello el amor divino es creador. “Quod voluntas Dei est causa omnium rerum: et sic opor-tet quod intantum habeat aliquid esse, aut quodcumque bonum, in-quantum est volitum a Deo”. Dios es causa de todas las cosas porque no es un agente determinado a un efecto como lo son los agentes naturales, sino que contiene en sí “totam perfectionem essendi”, por lo que “causaret aliquid indeterminatum et infinitum in essendo”. En consecuencia, no podemos aplicar a Dios la noción de amor como tendencia al bien y a lo perfecto, ni siquiera por semejanza. Empero, es esta última conformidad, la de la criatura con el Crea-dor, la que fundamenta el amor entre las partes ordenadas del univer-so. Dios, al amar, difunde ser y bondad como la máxima semejanza con su divina esencia; el orden de los múltiples y diversos grados de ser expresan más perfectamente su ser: la inmensidad de su amor. No es un giro metafísico decir que Tomás de Aquino ha construi-do una metafísica del amor, en cuanto el amor resulta el principio originario y originante. Es el Esse-Bonum-Volens donde se suelda la metafísica del esse intensivo y tiene su fundamento en el ente-por-par-ticipación.10 La situación metafísica misma del Bonum-per-partici-pationem lo orienta intrínsecamente al Bonum-per-essentiam.

10 Julio Méndez, “Emergencia y sentido del hombre en la reflexión ética de la Suma contra gentiles”, Sapientia 167-168 (1988): p. 81.

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En el caso del hombre, la asimilación con Dios se produce por el apetito específicamente humano que es el amor. De allí que la ley divina, en cuanto establece el orden para que el hombre se adhiera a Dios, posee como fin principal que el hombre ame a Dios.11 De allí que podamos decir que el sentido del hombre es el amor. En efecto, el amor originario y originante lo hace partícipe de su amor intro-duciéndolo en él: al tender a Dios por el amor, el hombre se mueve hacia Dios del modo más perfecto y más semejante a Él mismo, se mueve participativamente en y por la dinámica por la cual Dios se ama a sí mismo y por la cual creó y gobierna todo.12

El amor, entonces, es la comunicación de bien a otro sobre la base de la semejanza participativa de afectos ante un mismo bien común. El amor es una tendencia ordenada al bien común. La noción comprehensiva de amor recibe el nombre de amistad, entendida ésta desde sus profundidades ontológicas. Esta noción ha surgido en el encuentro originante con Aquel que es amor, fuente, razón de ser y modelo de todo amor posible. Ahora bien, en los entes carentes de conocimiento o entre los que conocen pero no son libres (como en los animales), esta dialéctica sólo puede cumplirse bajo el impulso de la primera fase: el deseo o el deleite. Esta tendencia es exclusivamente hacia el bien propio. Aquí yace la clave de su incorporación en el orden: su propia perfección en el todo. Amar al otro como a sí mismo es propio de la criatura inteli-gente y libre, abierta a un horizonte infinito de ser y de bien. Sólo en este horizonte se puede tener la captación y la vivencia de la relación y del orden entre los amantes y sus bienes; sólo en ese hori-zonte, puede el bien y el proceso de perfección ser comunes, hacerse amistad. En el caso del amor humano, es el juego entre la voluntas ut na-tura, que es el amor constante y espontáneo hacia lo que le es máxi-me connatural: su fin cabal y la voluntas ut ratio, amor consecuente del conocimiento intelectual, el cual, ofreciendo un horizonte de

11 Cfr C. G., iii, c. 19-20, passim.12 C. G., iii, c. 116

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múltiples y variados apetecibles, abre a una forma nueva de amar: el poder ser por la operación no sólo él mismo sino los otros.13

El problema del amor “desinteresado” aparece planteado formal-mente por Pierre Roussselot: si en el pensamiento de Santo Tomás es posible un amor natural que no sea egoísta, habida cuenta de que el amor de sí pareciera ser la raíz de todas las tendencias naturales, particularmente, la posibilidad del amor a Dios por él mismo, úni-co Fin último y sumo Bien. Sin embargo, a su vez, siendo Dios el objeto del amor virtuoso de caridad, único fin último y autor de los apetitos naturales, será en el amor de Dios que uno puede encon-trar la explicación de todo amor desinteresado. Según Rousselot, la conciliación de un amor de sí, amor de la felicidad personal, que él considera “interesado” (concepción física), y un amor de benevo-lencia, amor de amistad y “desinteresado” (concepción extática), se logra en la vida eterna.14

La relación de amistad permite el acceso a un ámbito metafísico que transciende la realidad meramente agradable o instrumental de las cosas. El amigo o, en general, aquello que —sea persona, sea cosa— es amado o amable como tal define el ámbito de lo querido no por/para mí mismo (lo agradable o placentero) ni por/para otra cosa (lo útil), sino por/para sí mismo (lo honesto); es decir, no de una forma meramente condicionada o coyuntural —aquí y ahora, en función de un interés determinado de alguien para sí mismo o para otra cosa—, sino incondicionada o absolutamente. Es por ello por lo que la pregunta acerca del ser del amigo como tal no es sepa-rable de la cuestión metafísica fundamental acerca de lo absoluto y

13 Gandolfi¸ op. cit., p. 164.14 Ibid., p. 165. “Natura in se curva dicitur, quia semper diligit bonum suum.

Non tamen oportet quod in hoc quiescat intendo quod suum est, sed in hoc quod bonum est: nisi enim sibi esset bonum Únoquo modo, vel secun-dum veritatem, vel secundum apparentíam, numquarn ipsum amaret. Non tamen propter hoc amat quia suum est; sed quia bonum est: bonum enim est per se obiectum voluntatis” (In i Sent., d. 3, q. 4, a. 1 ad. 2); “Sicut cog-nitio naturalis semper est vera, ita dilectio naturalis semper est recta: cum amor naturalis nihil aliud sit quam inclinatio naturae indita ab Auctore naturae” (S. Th., i, q. 60, a. 1 ad. 3).

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su relación con lo real en general. Es justamente tal relación esencial de amistad la que nos va a ocupar en lo que sigue.15

El amor de amistad o benevolencia se presenta como la última fase en el despliegue natural del apetito, el cual —reitero— ha de ser entendido como una realidad totalizante y única pero compleja. Ni la amistad ni la concupiscencia son una especie del amor, sino que ambos son momentos de este último.16

La amistad

Por el solo hecho de que entra en relaciones con una razón, el amor se diversifica en el hombre según muchos aspectos, que se designan bajo muchos nombres. En primer lugar, es preciso un nombre para señalar el hecho de que un ser racional puede escoger libremente el objeto de su amor; se le denomina, por este hecho, dilección. Así escogido, este objeto puede serlo en razón de su alto valor, que le hace eminentemente digno de ser amado; el sentimiento que se ex-perimenta por él toma, entonces, el nombre de caridad. Finalmente, se puede querer expresar el hecho de que un amor dura hace tanto tiempo que se ha convertido en una disposición permanente del alma, un hábito; se le denomina entonces amistad. 17 No deja de ser cierto que todas estas afecciones del alma no son más que otras tan-tas variedades del amor, por donde se ve qué inmensa multiplicidad de hechos y de problemas encubre solamente esta noción. Estamos aquí en el orden de las acciones particulares y lo particular no se dejará agotar.18

15 Andrés Quero Sánchez, “Sobre el ser del amigo: amistad y metafísica en Platón, Aristóteles, San Agustín y San Alberto Magno”, Pensamiento 247 (2010): p. 14.

16 S. Th., i, q. 20, a. 2 c; q. 19 a. 4 c; q. 20 a. 1 c. Cfr. Gandolfi, op. cit., p. 170. 17 S. Th., i-iie, q. 26 a. 3 ad. Resp. La amistad no es una pasión, sino una

virtud. La fuente principal de Santo Tomás en este punto son viii y ix de Ética a Nicómaco.

18 “Quattor nomina inveniuntur ad idem quodammodo pertitentia: scilicet amor, dilectio, caritas et amicitia. Differunt tamen in hoc, quod amicitia est quasi habitus; amor autem el dilectio significantur per modum actus

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He aquí, al menos, una distinción de alcance general que permi-te introducir cierto orden en esta multiplicidad. Está sugerida por la naturaleza misma de la amistad, que acaba de distinguirse como una variedad del amor. De un hombre se dice que le gusta el vino, pero no se dice de ordinario que tiene amistad por el vino. Esta diferencia de lenguaje indica una diferencia de sentimientos. Me gusta el vino por el placer que me da, pero si sólo amo a alguien por las ventajas que obtengo de él, ¿puedo decirme verdaderamente amigo suyo? Por consiguiente, hay que distinguir entre el amor de persona y el amor de cosa. El amor de persona va directo a la persona y la ama por sí misma, pues su eminente dignidad le da derecho a ser amada. Tal es el amor que se denomina amor de amistad. Mejor dicho, el amor, pura y simplemente. En efecto, amar consiste en complacerse en el bien; el amor puro y simple es, pues, el que se complace en un bien, simplemente porque, tomado en sí mismo, es un bien. En cuanto al otro amor, no se dirige a un bien como bueno y en sí mismo, sino únicamente como bueno para otro. Se le denomina amor de deseo (amor concupiscentiae) porque este otro, para quien deseamos un bien, somos nosotros. Puesto que no se dirige al bien directamente y por sí mismo, este amor se subordina al primero y no merece más que secundariamente el título de amor.19 Por ahí se ve ya qué alto concepto tiene Santo Tomás de la amistad. Va de suyo que cada uno ama en sus amigos el placer y las ventajas que obtiene de ellos, pero, en esa medida, desea más bien que ama. Estos deseos se mezclan con la amistad pero no pertenecen a la amistad.20

vel passionis; caritas autem utroque modo accipi potest” (S. Th. I, q. 26 a. 3); “Sunt amicitiae differentes a caritate, secundum alias rationes quibus homines amantur” (S. Th., ii-ii, q. 103 a. 3 ad. 2).

19 S.Th., i-iie, q. 26, a. 4 ad. Resp. La fuente de la amistad, que es una virtud, es la benevolentia, que consiste en un movimiento interno de afecto por una persona; su estabilización en la costumbre engendra la amistad.

20 S. Th., I-II, q. 26, a. 4, ad. Resp. “Ad illud ergo bonum quod quis vult al-teri, habetur amor concupiscentiae: ad illud autem cui aliquis vult bonum, habetur amor amicitiae […] Amor amicitiae simpliciter et per se amatur: qud autem amatur amor concupiscentiae, non simpliciter et secundum se amatur, sed amatur alteri” (S. Th., i-ii, q. 26, a. 4 c).

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La amistad meramente útil se da cuando se busca al amigo por algún interés material, como la ayuda en el trabajo, el apoyo de su poder o la conexión con otros que puedan producir algún beneficio. La amistad deleitable se caracteriza por la busqueda del placer o de la compañía de la otra persona para sentir gusto y contento, pero no se va más allá. En cambio, la amistad honesta está en función de la virtud, y, como la principal virtud en el nivel humano es la de la justicia, esta amistad está orientada a la justicia.21 Resulta, entonces, que la amistad por utilidad es la más impropia e imperfecta;22 la amistad por deleite tampoco es la más perfecta;23 la única que es perfecta es la amistad honesta o por la virtud. La mejor amistad es, en efecto, la que busca el bien y la perfección del amigo; consiste en convivir según la naturaleza racional, compartiendo el bien teó-rico y el práctico. Se busca para el amigo, ante todo, la vida; después se le procuran los otros bienes útiles; además se tiene conversación deleitable con él; y, sobre todo, concordia en la virtud.24 Sin embar-go, aunque la amistad, como se ha dicho, no es propiamente una virtud, se funda en la búsqueda de la virtud, y, en ese sentido, lo que es contrario a la virtud impide la amistad y lo que es virtuoso la fomenta.25 Por eso, si el amigo peca o pierde la virtud, pero se ve que puede recuperarla, hay que seguir cultivando su trato y ayudarlo a reconquistarla; pero si se ve que esto no es posible, hay que romper la familiaridad.26 Según Santo Tomás, la amistad o el amor tienen su raiz en el apetito concupiscible, pero tiene que ser superado el amor de concupiscencia hasta hacerlo amor de benevolencia. El más perfecto es el de benevolencia, por eso la amistad de concupiscen-cia no puede superar lo deleitable y sólo la de benevolencia puede ser honesta. En la amistad de benevolencia se quiere ante todo el bien del amigo (a tal grado que, si se ve que uno mismo no es un bien

21 S. Th., ii-ii, q. 23 a. 1. ad. 3; a. 5 c.22 S. Th., i-ii, q. 26, a. 4, ad. 3.23 S. Th., ii-ii, q. 189, a. 10, ad. 2.24 S. Th., ii-ii, q. 25, a. 7 c.; q. 27, a. 2, ad. 3; q. 31, a. 1 c.25 S. Th., ii-ii, q. 106 a. 1 ad. 3.26 S. Th., ii-ii, q. 25 a. 5 ad. 2.

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para el amigo, uno se retira discretamente). De un modo común y normal, la amistad de benevolencia se fundamenta en alguna co-municación;27 su base principal es la comunicación de la virtud y la participación en el bien. Es concordia en la virtud, en lo justo. Entre los amigos puede, por lo tanto, haber discordia de opiniones y, sin embargo, haber concordia en el trato y paz.28 La amistad fundada en el mero apetito concupiscible es una amistad posesiva y destruc-tora del otro; sólo vale la amistad de benevolencia, que quiere la construcción y realización del otro en la auténtica perfección del hombre, que es la virtud. Como la virtud se orienta a la justicia, la amistad más perfecta es querer la justicia para los amigos, querer el bien común. Lo que distingue la amistad de benevolencia de la concupiscencia es querer el bien y no la imposición.29 Cuando esta amistad de benevolencia es una dilección perfecta, por la fuerza so-brenatural de la gracia, da paso a la caridad cristiana;30 ésta es pro-piamente una virtud, la más excelsa de las virtudes tanto naturales como sobrenaturales.31

La inclinación a la propia plenitud nos hace desear y amar aque-llo que nos perfecciona. Por eso, amar es desear, es decir, buscar con afán lo que no se tiene. En el hombre hay un deseo de plenitud que nunca parece apagarse. Lo que colma ese deseo, total o parcialmen-te, es la felicidad: sólo es feliz quien ya no desea nada más porque en él se ha cumplido todo deseo, porque tiene todo lo que puede querer y no echa nada en falta. El hombre busca poseer aquello

27 S. Th., i-ii, q. 65 a. 5 c; ii-ii, q. 23, a. 3 c; a. 5 c.28 S. Th., ii-ii, q. 28 a. 3 ad. 2; q. 37 a. 1 c.29 S. Th., i, q. 60 a. 3 c; i-ii, q. 26 a. 4.30 S. Th., ii-ii, q. 23 a. 1.31 S. Th., ii-ii, q. 23 a. 3 ad. 1; “Felix indiget amicis, non quidem propter

utilitatem, cum sit sibi sufficiens; nec propter delectationem, quia habet in seipso delectationem perfectam in operatione virtutis; sed propter op-erationem, ut scilicet eis benefaciat, et ut eos inscipiens benefacere delec-tatur, et ut etiam ab eis in benefaciendo adiuvetur. Indiget enim homo ad bene operandum auxilio amicorum, tam in operibus vitae activae, quam in operibus vitae contemplativae” (S. Th., i-ii, q. 4 a. 8 c).

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que ama, pues el amor tiende a la unión.32 Amar es poseer, alcanzar lo amado, hacerse uno con ello. Poseer lo amado significa gozo, es decir, deleitarse en aquello que se alcanza: “El gozo lo causa la pre-sencia del bien amado, o también el hecho de que ese bien amado está en posesión del bien que le corresponde y lo conserva”.33 Amar es gozar.34

Cabe confundir el deseo y la posesión, propias de la voluntad, con el deseo y posesión sensibles (tomarse un helado, etcétera). Cier-tamente, el deseo y el goce sensibles son también formas sensibles de amor, vividas en presente, pero se ve fácilmente que los impulsos de la vida intelectual buscan formas más altas de goce y posesión. Si se habla de un amor entre personas (en el que aparece el núcleo de lo personal del otro y, precisamente, se le quiere como otro, como un tú), no tiene sentido reducir el amor a goce físico (agrado por la pre-sencia del amigo, placer sensual, etcétera); en el amor de la volun-tad entran en juego dimensiones mucho más profundas de la reali-dad del hombre. Por eso, el amor del hombre busca el conocimiento de lo amado,35 un poseer mucho más profundo que el tener físico. Ningún amante se conforma con conocimientos superficiales del ser amado: busca conocerlo del todo, hasta identificarse con él. Amar es conocer. Cuando dos personas se aman se tienen en común la una a la otra. No se trata sólo de hacer lo mismo o de compartir unas ideas, sino de conocerse, de darse a conocer. El amado posee a quien ama al tiempo que se da a él. La inversa también se cumple: amar es una relación de ida y vuelta en la que se produce una donación recípro-ca, en la que uno a otro se manifiestan su intimidad. Eso es lo carac-

32 S. Th., iii, q. 26 a. 2 ad. 2. “Al amor pertenece la unión”, por eso Dionisio lo llama “fuerza unitiva”. Ésta es una vieja idea que recogió Platón en el Banquete 192a.

33 S. Th., iiii, q. 28 a. 1. 34 Ricardo Yepes y Javier Aranguren, Fundamentos de antropología, Pamplona:

eunsa, 2003, p. 143.35 “El amor requiere el conocimiento del bien que se ama” (S. Th., i-ii, q. 27

a. “Nihil potest voluntate amari nisi sit in intellectu conceptum”; i, q. 27 a. 3 ad, 3; q. 36 a. 2 c).

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terístico del dialogar. Sin esa comunicación no se puede conocer a la persona amada ni, por tanto, afirmarla. Amar es dialogar. En este diálogo se hace manifiesto al amigo aquello que tengo y soy. Al dialogar se comunica la realidad del que da y se convierte en una realidad compartida, común. En el caso de dos personas que se aman, lo común es lo íntimo. Amar es compartir. Lo que comparten los que se aman es la intimidad, aquello que sólo pueden saber los amigos, lo que no se dice en la plaza pública. Del compartir nace el deseo de seguir compartiendo; del goce que da la presencia de la persona amada nace la voluntad de no separarse, de seguir estando con ella más tiempo. Amar es acompañar, permanecer y estar juntos: “Nada hay tan propio de la amistad como convivir”. El amor busca la compañía del ser amado.36

En el amor se usa la afirmación del otro; cuando se odia, se de-searía que el odiado no existiera, se le niega como persona. Por eso, el sí es propio del amor: con él, aceptamos al ser amado. El que ama recibe afirmando la existencia del amado, es una confirmación de que su propio vivir merece la pena. Y merece la pena con aquel a quien ama: los que se quieren buscan estar juntos, convivir, vi-vir junto al amado, ser uno siendo dos. De esta aceptación nace la alegría de estar con él. Amar es alegrarse. Quien ama está alegre; se advierte en su semblante, en sus gestos. La alegría es el sentimiento que nace al afirmar “¡Es bueno que tú existas!”.37 Amar es afirmar. Esta afirmación incluye no sólo el presente, sino también el pasado. El amante aprueba lo que el amado ha hecho y, cuando no puede hacerlo porque ha actuado mal, lo que hace es perdonarlo.38 El sufrimiento propio del amor, sin embargo, nace del hecho de que compartimos los dolores con el amado: “Quien ama considera

36 “Duplex est unio amantis et amatum: Cum amatum praesentialiter adest amanti, Alia vero secundum effectum: Gaudium enim ex amore causatur vel propter praesentiam boni amati; vel propter hoc quod ipsi bomo amato proprium bonum inest et conservatur. Et hoc secundum maxime pertinet ad amorem benevolentiae, per quem aliquis gaudet de amico prospere se habente, etam si sit absens” (S. Th., ii-ii, q. 28 a. 1 c).

37 S. Th., ii-ii, q. 30 a. 2. 25. 38 Yepes y Aranguren, op. cit., p. 144.

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al amigo como a sí mismo, y hace suyo el mal que él padece”, mul-tiplica sus posibilidades de sufrimiento. Además, porque sabe amar, quien ama tiene “corazón”, “entrañas”, sabe ponerse en el dolor del otro y sufrir con él, y tener el deseo de sufrir por él. Los clásicos llamaban a este sentimiento misericordia, y por él “nos entristecemos y sufrimos por la miseria ajena en cuanto la consideramos como nuestra”. Amar es compadecer, padecercon. Si el amado está triste, le damos consuelo y aliento en el sufrimiento: amar es consolar.39

La llegada del amado es siempre alegre, porque se consigue por fin tenerle y estar con él. Un acto específico del amor es acoger, re-cibir bien a la persona que llega, tener hospitalidad con ella, aceptar todo lo que nos quiera ofrecer, aunque sean también problemas. Es lo que hacen las madres al abrazar a los hijos: los unen otra vez a sí. Es la imagen arquetípica del volver a casa: hay un abrazo de bienve-nida que siempre espera. Amar es acoger. Quien ama atiende el alto del camino para divisar la traza del caminante que toma. Quien ama se alegra de ese volver y prepara una fiesta. Quien ama recoge aque-llo que la otra persona le da, lo acepta, porque se trata de algo que el amado guardaba en su intimidad: amar es aceptar lo que el otro nos da y hacerlo propio. Amar es aceptar el don del otro y hacerlo nuestro. Amar es preferir. Sin embargo, cuando se trata de otro ser hu-mano, amar es ponerse en el lugar del otro y elegir aquello que él elegiría. Es otra forma de querer que haya más otro. Preferimos que el amado sea feliz y perfecto. Por eso elegimos lo que le gusta a él, no a nosotros. Ponerse en el lugar del otro es una de las claves para que el amor pueda consolidarse y crecer; cuando esto falta nace la discordia, pues no hay una donación recíproca entre los supuestos amantes. A lo sumo, hay una cooperación en el egoísmo. La concor-dia es también comprensión, es decir, un conocimiento del otro que nos lleva a ponemos en su lugar y entender y apoyar sus decisiones, sus puntos de vista. Amar es comprender.

39 “Naturaliter amicus condolens in tristitiis est consolativus” (S. Th., i-ii, q. 38 a. 3 c); “Facit amicos de eisdem gaudere et tristari” (S. Th., iiii, q. 157 a. 4 ad. 3); “Dolet de malo amici sicut de suo” (S. Th., ii-ii, q. 30 a. 2 c).

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El otro como amigo

Así, la amistad o solidaridad es resultado de todas las virtudes. Sólo es virtud cuando se trata de la amistad sobrenatural, que es la caridad cristiana, es necesaria para la vida, y no es idéntica a la justicia, pues a veces se aparta de ella, ya que, cuando hay amistad mal entendida, se cometen injusticias. Pero generalmente la amistad puede conside-rarse como una experiencia de concordia y de justicia.40 La amistad y la justicia, o la caridad y el derecho, son fundamento de la vida so-cial, por eso son indispensables para ella, pues sólo de ellos surge la paz. La amistad está conectada, en efecto, a la justicia y al derecho: todo hombre tiene derecho y deber de amar. La misma justicia no es, en el fondo, más que una aplicación de la caridad. Justicia y cari-dad vienen a ser lo mismo, sólo que desde puntos de vista diferentes. El sentimiento de fraternidad y de amistad es natural en el hom-bre, por eso es causa de la sociedad. El amor está en la base de la sociedad, porque “todo agente hace por amor todo lo que hace”41 tiene relación con el bien, y como el bien es el fin, el amor dirige hacia el bien común y fin último: “La caridad ordena los actos de todas las virtudes al fin último”.42 Este fin se realiza en la justicia y es promovido por el derecho, por la ley. De acuerdo con ello, el derecho y la ley tienden a dar consistencia a la amistad. Santo Tomás sabe que la justicia y la caridad son distintas; sostiene, sin embargo, que la amistad sin justicia es disolución y la justicia sin amistad (o misericordia) es crueldad. En conclusión, para Tomás, el amor da equilibrio a las relaciones sociales y jurídicas; y la amistad es un factor de sociabilidad, ordenado a la justicia, sin la cual la sociedad política no puede subsistir. En defintiva hay amistad cuando uno se introduce en el mundo del amigo y, por ello, se establece comunicación con él.43 Esta co-

40 De veritate, q. 23 a. 8 ad 7.41 S. Th., i-ii, q. 28 a. 6 c).42 S. Th., ii-ii, q. 23 a. 8.43 “Respicit principaliter illud in quo principaliter invenitur illud bonum su-

per cuius communicatione fundatur” (S. Th., ii-ii, q. 26 a. 2 c); “Fundatur

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municación es comunión44 en la que se busca su bien45 y no el pro-pio, pues en ella no se busca utilidad,46 ya que uno de sus resultados de la amistad es consentir a la voluntad del amigo.47

Santo Tomás reconoce al conocimiento, por vía affectus, el poder de penetrar, de alguna manera, en el secreto de las existencias indi-viduales. No solamente el amor impulsa al sujeto a escrutar siempre más allá, en las profundidades de su objeto,48 sino que, por sí mis-mo, implica presencia misteriosa de uno en el otro, une amigo y amado y los connaturaliza de tal forma49 que uno no tiene más que

super aliqua communicationem vitae” (S. Th., ii-ii, q. 25 a. 3 c; Suppl., q. 55 a. 1 c: “Amicitia in praetentiam amici crescit” (S. Th., i-ii, q. 48 a. 2 ad. 2).

44 “Ex duobus facit unum per affectum” (C. G., iii, c. 158).45 “Amare es velle bonum alicui” (S. Th., i, q. 20 c. 1 ad. 3; a. 2 c; a. 3 c; q. 23

a. 4 c. 38 a c; q. 59 a. 4 ad. 2; i-ii, q. 26 a. 4 c; q. 29 c. 4 c; q. 46 a. 2 c; q. 77 a. 4 c a. 5 c; q. 84 a. 2 ad.; ii-ii, q. 26 a. 6 arg. 3; q. 27 a. 2 arg. 1 ad. 1; C. G., i, c. 91; c. 96; iii, c. 90); “Omne amatum fit delectabilie amanti” (S. Th., i-ii, q. 32 a. 3 ad. 3).

46 “Etsi non sit propter propriam utilitatem, habet tamen multas utilitates consequentes (C. G., c. 153); “Quicumque amat aliquid secundum se et propter ipsum, amat per consequens omnia in quibus illud invenitur” (C. G., i, c. 75”; “Super amorem addit mutuam redamationem cum quadam mutua communicationem” (S. Th., i-ii, q. 65 a. 5 c; Suppl. q. 47 a. 4 ad. 1; q. 54 a. 1 c).

47 “Amatum est quodammodo in amante et etiam amans trahitur per affec-tum ad unionem amati” (S. Th., i-ii, q. 66 a. 6 c; C. G., iv, c. 19, c. 21); “Est proprium amoris quod moveat et impelat voluntatem amantis in ama-tum”; S. Th., i, q. 36 a. 1 c; “Facit estimare amicum quasi eundem sibi” (S. Th., i-ii, q. 32 a. 2 c); “De diversis proprietatibus amicitiae” (S. Th., ii-ii, q. 25 a. 7 c; q. 27 a. 2 arg. 3; iii, q. 75 a. 1 c; C. G., iv, c. 21, c. 22; “Ad alterum est” (S. Th., ii-ii, q. 44 a. 3 c); “In quadam aequalitate consistit” (C. G., iii, c. 124; iv, c. 54).

48 “Amans... dicitur esse in amato secundum apprehesionem, in quantum amans non est contentus superficiali apprehensione amati, sed nititur sin-gula quae ad amatum pertinent, intrinsecus disquirere, et sic ad interiora ejus, ingreditur “ (S. Th., i-ii, q. 26 a. 2).

49 “Quantum ad vim appetítivam amatum dicitur esse in arnante. prout est pr quamdam complacentiam in eius affectu [...] E converso autem amans est in amato, aliter quidem per amorem concupiscentiae, aliter per arnorem amicitiae […] Amor namque concupiscentiae non requiescit in quacum-

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mirar vivir y sentir y pensar para conocer, de otra forma que por conceptos, las reacciones singulares del otro.50 Pero el amor humano se dirige, acá, siempre a un ser imperfecto, indigente, del cual se asumen las necesidades y los deseos. La certeza de ser amado no es menos necesaria que el pan en una vida verdade-ramente humana. Tenemos necesidad de afirmar nuestro frágil ser en otros seres que nos den, acogiéndonos, la seguridad de nuestro valor y nos impidan desesperar de nosotros mismos. Así, el ser in-digente siente el amor como un llamado. Y esto es más verdadero cuando el amor se dirige a Dios. Cuando más alto sea el don, más alta también la señal de amor con la que la criatura podrá saciarse.51

Amistad con Dios

El amor y la amistad como su expresión requieren como funda-mento el amor a Dios que se muestra como amigo y respetuoso de la libertad de los hombres. De una profunda amistad con el Señor surge el hondo deseo de ser amigo de los hombres y ayudarlos a que sean amigos del Señor.52

El destinarse a la persona amada nos hace ver que una persona humana no es suficiente para colmar las capacidades potencialmen-te infinitas del hombre. Si el hombre tiene una apertura irrestric-ta, lo que se corresponde con su libertad fundamental no es esta o aquella persona humana, sino el Ser Absoluto. De nuevo, volvemos al planteamiento clásico: Dios es la suprema felicidad del hombre,53 pues es en Él donde se colma plenamente el anhelo que marca la vida de todos los hombres. Dios es el amigo que nunca falla; toda

que extrinseca aut superficiali adeptione vel fruitione arnati, sed quaerit arnatum perfecte habere, quasi ad intima illius perveniens. In amore vero arnicitiae amans est in amato, in quantum reputat bona vel mala sicut sua, et voluntatem amici sicut suam” (S. Th., i-ii, q. 26, a. 1).

50 De Finance, 182 51 Étienne Gilson Etienne, El tomismo, Pamplona: eunsa, 1978, p. 331.52 Ibid., p. 338.53 S. Th., i-ii, q. 3 a. 1.

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persona humana puede hacerlo, aun sin querer. Sólo con Dios que-da asegurado el destino del hombre al tú, porque cualquier otro tú es falible, inseguro y mortal. La respuesta que se dé al problema de la felicidad y el sentido de la vida está, en último término, intensa-mente condicionada por la cuestión del más allá de esta vida.54

“La voluntad está en relación con el bien universal; ninguna otra cosa puede, por tanto, ser causa de la voluntad sino el mismo Dios, que es el bien universal. Todo otro bien se dice por participación y es un bien particular concreto. Ahora bien, una causa particular no da una inclinación universal”.55 Las últimas palabras son decisivas, ya que en ellas se expresa de manera concisa la exigencia tomasiana de una “causa” primera (y no mero término final) que explique, de manera total y adecuada, el hecho humano que se manifiesta en el indefinido o ilimitado deseo humano, lo que Tomás de Aquino formula como la “inclinación universal” del deseo. La verdadera causa de tal dinámica interior indefinida o “universal” no puede ser, por tanto, algo distinto de la misma divinidad en cuanto realidad infinita y capaz, en consecuencia, de provocar tal característico y específico modo de comportamiento humano. Como para Tomás de Aquino la felicidad es algo eminente-mente “intelectual” más que volitivo, no es nada extraño, por lo demás, que en él se encuentren relacionados sus análisis sobre la “verdad” (de los que nos hemos ocupado más arriba) con sus re-flexiones sobre la felicidad. Pues bien, si la felicidad plena del hom-bre consiste para Tomás de Aquino en la totalidad del “saber” y el deseo de saber aumenta en la misma medida en que crece el saber mismo,56 ello quiere decir que la divinidad —que es la plenitud e infinitud de la verdad y que, por ello, es también “fin último del hombre”— actúa a la manera de un poderoso centro de gravedad que atrae hacia sí el espíritu del hombre, provocando en él tanta

54 Yepes y Aranguren, op. cit., p. 168.55 S. Th., i-ii, q. 9 a. 6 c. De manera similar, algo después, en el mismo artícu- lo: “Díos mueve la voluntad del hombre como motor universal hacia el

objeto universal de la voluntad, que es el bien” (S. Th., i-ii, q. 9, a. 6 ad. 3). 56 Cfr. C. G., iii, c. 48.

El ser del amigo en Santo Tomás de Aquino 113

mayor aceleración de su dinámica anhelante de sabiduría cuanto más accede hacia ella.57 Tal realidad es la única que puede ofrecer una explicación adecuada y coherente del fenómeno humano de la búsqueda de felicidad.58

Hay que notar al respecto, por lo demás, que el Aquinate es bien consciente de que el hecho de que la libre actividad volitiva esté siempre posibilitada en sí misma por la necesaria atracción que sobre ella ejerce el “último fin” o la felicidad no implica que tal atracción esté necesariamente siempre presente o actualizada en la cons-ciencia del hombre, si bien tal circunstancia no aminora en modo alguno el influjo real de tal atracción sobre la voluntad. “La voluntad [...] está ordenada al último fin con una necesi-dad natural: lo que se muestra en el hecho de que el hombre no puede no querer ser feliz”.59 En este sentido, Tomás de Aquino no sólo conecta, como Agustín, la voluntad y su libertad con el inevitable o necesario deseo de felicidad, sino que también piensa, de manera similar al filósofo de Hipona, la íntima conjunción de necesidad y libertad en la plena felicidad del bienaventurado: “La voluntad del que ve a Dios por esencia se adhiere a Dios necesaria-mente del mismo modo que ahora necesariamente queremos ser felices”.60 La intimidad tomasiana de la divinidad con las cosas procede también justamente de su función, fundamentante radical. Dios “está, y de manera íntima, en todas las cosas”61 y “opera íntimamen-te en todo”, por ser el fundamento del “ser mismo” de todo.62 De

57 Cfr. C. G., iii, c. 25.58 Cabada, op. cit., p. 156.59 S. Th., ii –i, q. 5 a. 4 ad. 2. Ver también S. Th., i-ii, q. 5 a. 8 ad. 2; i-ii, q.

10 a. 2 ad. 3.60 S. Th., i, q. 82 a. 2 c. Véase también Cabada, op. cit., p. 254.61 “Esse autem est illud quod est magis intimum cuilibet, et quod profundius

omnibus inest [...] Unde oportet quod Deus sit in omnibus rebus, et in-time” (S. Th., i, q. 8 a. l c).

62 “Et ipse Deus est proprie causa ipsius esse universalis in rebus omnibus, quod inter omnia est magis intimum rebus; sequitur quod Deus in omni-bus intime operetur” (S. Th., i, q. 105 a. 5). “Deus est propria et immediata

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aquí que Tomás se apoye explícitamente en Agustín al indicar como Dios es “en cierto modo más íntimo a cualquier realidad que ésta misma respecto de sí misma”. En este sentido, Dios no “dista” de las cosas, sino que, por el contrario, “opera inmediatamente en todas”, ya que en todas y cada una de ellas está él;63 algo así como “el alma está, toda ella, en cada una de las partes del cuerpo” 361 . Tomás de Aquino conecta así, de hecho, con la tradición anterior al ver la in-timidad del “alma” en cada una de las partes del cuerpo, posibilitada por el hecho de que el alma “contiene” al cuerpo (y no éste al alma) en el que está.64 Porque el amor providente quiere el bien para el amado y lo que más hace “bueno” al hombre es el amor al Bien Sumo,65 la ley divina que el hombre recibe tiene sentido en él; desde los primeros principios universalmente conocidos,66 la ley sirve al designio de la participación emergente del hombre en el dinamismo originado por el amor de Dios.67 Ese Bien perfecto es Dios, causa primera y origen del mundo. Por eso, el Aquinate sostiene que la última perfección del hombre consiste, precisamente, en que alcance con su intelecto y su volun-tad a Dios como principio de su ser,68 pues las criaturas vuelven a

causa uniuscuiusque rei et quodarrunodo magis intima cuique quam ipsum sit intimum sibi, ut Augustinus dicit” (De veritate, q.8 a. 16 ad. 12).

63 “Hoc autem ad maximam vírtutem Dei pertinet quod immediate in omni-bus agit. Unde nihil est distans ab eo, quasi en se illud Deum noll habeat” (S. Th., i, q. 8 a. l ad. 3). “Sicut anima est tota in qualibet parte corporis, ita Deus est in omnibus et singulis” (S. Th., i, q. 8 a. 2 ad. 3). “Anima enim est in corpore ut continens, et non ut contenta” (S. Th., i q. 52 a. 1). Cfr. también In De Anima, i, lect. xiv, n. 206 (ed. Pirotta).

64 Cabada, op. cit., p. 453.65 “Amor Summi boni, scilicet Dei, maxime facit bonos, et est maxime inten-

tum in divina lege” (C. G., iii, c. 116).66 C. G., iii, c. 47.67 Julio Méndez, “Emergencia y sentido del hombre en la reflexión ética de la

Suma contra Gentiles”, Sapientia 167-168 (1988): p. 5868 “Unde ultima perfectio intellectus humani est per coniunctionem ad

Deum, qui est primum principium el creaciones animae et illuminationis eius” (S. Th., i-ii, q. 3 a. 7 ad. 2).

El ser del amigo en Santo Tomás de Aquino 115

su principo, en cuanto expresan y llevan a cabo la semejanza con su principio según su ser y su naturaleza.69

La caridad representa la perfección que se ofrece al hombre en el orden actual. El fin al cual él tiende es a estar unido con Dios, y esto no en un acto sin raíz, sino un acto que procede de una disposición estable: la virtud de la caridad. Una unión completa, tanto como es posible a una criatura, está reservada al término de este viaje; pero toda la dignidad del hombre, a lo largo de esta ruta, es preparar esta unión, comenzado desde ahora. Perfección, la caridad lo es porque ella es la realización progresiva de nuestro fin último, Dios conocido y amado. Es esta relación hacia el fin último la que determina la inserción en la actividad humana. Ella es la forma de las virtudes, asumiéndolas en la “verdad” cuando las ordena a su fin último.70

La doctrina de la participación de esse muestra, en el amor ne-cesario y soberano que Dios se tiene a sí mismo, la garantía de la gratuidad y de la verdad de su amor por nosotros.71 El ser creado tiene en el fondo una ordenación a la bondad divina.72 El objeto del amor está presente no solamente en la inteligencia, sino también en la voluntad, aunque de una manera diferente. Presente al intelecto según sus determinaciones esenciales (secundum similitudinem suae species), él está en la voluntad como el término del movimiento en el principio motor que le es acordado y que lo precontiene en virtud de este mismo acuerdo. Todo objeto finito por excelente que sea, eleva su pensamiento hacia un objeto más perfecto La intencionalidad de la voluntad es hacia el fin. El sujeto en-cuentra en la posesión del fin su perfección. El sujeto se relaciona con el fin, no porque va a recibir un enriquecimiento, un perfeccio-

69 “Redeunt autem ad suum principium singulae et omnes creaturae inquan-tum sui principium similitudinem gerunt secundum suum esse et suam naturam” (C. G., ii, c. 46). Véase también María Lukac de Stier, “Natu-raleza humana e historia en la doctrina del Aquinate”, Sapientia 221-222 (2007): p. 264.

70 François Marty, La perfection de l’homme selon saint Thomas d’Aquin, Roma: Presses de l’Université Grégorienne, 1962, p. 339.

71 De Pot., q. v a. 4.72 De Finance, “Étre et agir dans la philosophie de Saint Thomas”, p. 182.

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namiento, etcétera, sino por el mismo, a causa de su excelencia y su amabilidad intrínsecas. La causalidad final no se agrega a la causali-dad eficiente; ella la integra. La causa no es verdaderamente eficiente sino por su ordenación al fin. El fin es causa de la causalidad de la causa (“Finis est causa causalitatis efficientis, quia facit efficientem esse efficientem”).73

El deseo de felicidad es de tal forma esencial y radical que, si Dios no se presenta a nosotros como nuestro bien, si nosotros no reconocemos en Él la condición de nuestro perfeccionamiento, no habría para nosotros ningún motivo para amar (a los otros). El deseo de Dios por ser fiel a él mismo o, más bien, a su objeto debe sobrepasarse en amor. El amor es la raíz del deseo. En el punto de partida de toda nuestra afectividad y de toda nuestra actividad espi-ritual existe una adhesión ontológica con la Perfección subsistente; éste es el amor indeterminatus Dei del que nos habla Santo Tomás en el Comentario a las Sentencias,74 derivación del amor infinito con el que Dios ama su Perfección, puesto que es la Perfección.,75 afinidad fundamental que en la criatura espiritual pide desarrollarse en amor de complacencia espiritual Sobretodo, es en la experiencia mística en la que la aparece la in-tervención del amor. Todo un potencial místico está condensado en algunos artículos de Comentario a las Sentencias y en la Summa.76 En los Bienaventurados se unen necesidad objetiva y subjetiva de amar a Dios: necesidad de inclinación y necesidad libremente asumida de acabamiento El efecto primero de la gracia es, pues, perfeccionar esta seme-janza del hombre con Dios divinizando su alma, su pensamiento y, en consecuencia, toda su naturaleza. A partir de este momento, el hombre pede amar a Dios con amor digno de Dios, puesto que este amor es divino en su origen; Dios puede, por consiguiente, aceptar

73 De principiis naturae. Véase también Joseph De Finance, Essai sur l’agir hu-main, Roma: Presses de l’Université Grégorienne, 1962, pp. 71, 75, 337.

74 In i Sent., d. 3, 4 5. 75 De Finance, Essai sur l’agir humain, p. 404.76 Cfr., por ejemplo, In iii Sent., d. xv, q. ii a. 1.

El ser del amigo en Santo Tomás de Aquino 117

este amor; por la gracia de Dios, el hombre se ha hecho santo y justo a los ojos de Dios. La vida de la gracia consiste, pues, en el cono-cimiento y el amor de Dios por un alma racional que se ha hecho partícipe de la naturaleza divina y capaz, gracias a Dios, de vivir en sociedad con Él:77 “Unumquodque tendens in suam perfectionem, tendit in divinam similitudinem”. No obstante, al definirse cada ser por una esencia propia, se debe añadir que tendrá su manera pro-pia de realizar su fin común. Puesto que todas las criaturas, incluso aquellas que están desprovistas de intelecto, están ordenadas a Dios como a su último fin y puesto que todas las cosas alcanzan su fin úl-timo en la medida en que participan en su semejanza, es preciso que las criaturas inteligentes alcancen su fin de una manera que les sea particular, es decir, por su operación propia de criaturas inteligentes: conociéndo. Es, pues, inmediatamente evidente que el fin último de una criatura inteligente es conocer a Dios. Esta conclusión es inevitable, y otros razonamientos tan directos podrían confirmarnos en el sentimiento de esta necesidad. No obstante, sólo estaremos íntimamente convencidos después de haber visto de qué modo este fin último recoge y ordena en sí todos los fines intermedios.78

Si designamos por el término bienaventuranza no la adquisición o la posesión de la bienaventuranza, que depende en efecto del alma, sino aquello mismo en lo que consiste la bienaventuranza, hay que decir que ésta no es ninguno de los bienes del alma, sino que subsiste fuera del alma e infinitamente por encima de ella. “Beatitudo est ali-quid animae; sed id in quo consistit beatitudo, est aliquid extra ani-mam”.79 Y es efectivamente imposible que el fin último del hombre sea el alma humana o cualquier cosa que le pertenezca. El alma, si la consideramos en sí misma, no está más que en potencia; su ciencia o su virtud tienen necesidad de ser llevadas de la potencia al acto. Ahora bien, lo que está en potencia está respecto de su acto como lo incompleto está respecto de lo completo; la potencia sólo existe con miras al acto. Es evidente, pues, que el alma humana existe respecto

77 Gilson, op. cit., p. 608.78 S. Th., i-ii, q. 26 a. 3 ad. Resp. 79 S. Th., i-ii, q. 2 a. 7 ad. Resp.

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de otra cosa y que, en consecuencia, no es para sí misma su último fin. Pero es mucho más evidente todavía que ningún bien del alma humana constituye el Soberano Bien. El Bien que constituye el fin último no puede ser más que el bien perfecto y que satisface plena-mente el apetito. Pero el apetito humano que es la voluntad, tiende, así como hemos establecido, hacia el bien universal. Por otra parte, es claro que todo bien inherente a un alma finita como la nuestra es, por ese mismo hecho, un bien finito y participado. Luego es impo-sible que ninguno de estos bienes pueda constituir el Soberano Bien del hombre y llegar a ser su último fin. Digamos además que, de ma-nera general, la bienaventuranza del hombre no puede consistir en ningún bien creado. Ésta no puede residir, decíamos, más que en un bien perfecto y que satisfaga plenamente el apetito —no sería real-mente el fin si, una vez adquirida, dejara todavía algo por desear—, y puesto que nada puede satisfacer plenamente la voluntad humana, a no ser el bien universal, que es su objeto propio, es preciso nece-sariamente que todo bien creado y participado sea impotente para constituir el Soberano Bien y el último fin. Únicamente en Dios consiste la bienaventuranza del hombre,80 como un bien primero y universal, origen de todos los demás bienes.81

Sabemos en dónde reside la bienaventuranza; intentemos deter-minar cuál es su esencia. Y he aquí la exacta determinación de esta cuestión. El término fin puede recibir dos sentidos. Puede designar la cosa misma que se quiere obtener; así es como el dinero es el fin que persigue el avaro. Pero también puede designar la adquisición, la posesión, o finalmente, el uso y disfrute de lo que se desea; de este modo es como la posesión del dinero es el fin que persigue el avaro. Estos dos sentidos deben distinguirse igualmente en lo que concierne a la bienaventuranza. Sabemos lo que es en el primer sen-tido, a saber, el bien increado que llamamos Dios y que solamente Él, por su infinita bondad, puede saciar perfectamente la voluntad del hombre.

80 C. G., iv, c. 54; S. Th., i-iie, q. 2 a. 8 ad. Resp.; Compend. theol., 1, 108, y 11, 9.

81 Gilson, op. cit., p. 401.

El ser del amigo en Santo Tomás de Aquino 119

He señalado que la presencia del amor en el amigo se manifiesta en presencia y en la comunicación con él. Santo Tomás piensa aquí, de modo manifiesto, en la plegaria cristiana.82 Religión, santidad, devoción y contemplación son, pues, inseparables. Esta contempla-ción no es necesariamente asunto de ciencia. Puede incluso suce-der que, al ocupar demasiado el pensamiento, la ciencia inspira al hombre demasiada confianza en sí mismo y le impida entregarse a Dios sin reservas. En cambio, existen mujeres sencillas y buenas a las que ninguna ciencia embarga y que tienen a veces una devoción so-breabundante. Pero no hay que concluir de ahí que la devoción crez-ca con la ignorancia, pues cuanta más ciencia, u otra perfección cualquiera, tiene que someter perfectamente a Dios el hombre para rendirle culto, tanto más se acrecienta su devoción. En tal caso, se entabla entre el hombre y Dios esta sociedad que es la religión mis-ma. El hombre habla a Dios y esto es la oración, en la que la razón humana, después de haber contemplado su Principio, se atreve a dirigirse a Él con confianza para exponerle nuestras necesidades. Un Dios creador no es una necesidad, sino un Padre, y si el hombre no puede esperar que Dios cambie el orden de la providencia para acceder a sus súplicas, puede —e, incluso, debe— rogar a Dios que se cumpla su Voluntad; de este modo, el hombre merecerá recibir por sus plegarias lo que Dios decidió desde toda la eternidad otor-garle.”83

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82 S. Th., ii-ii, q. 83 a. 2 ad. Resp. Cfr. Gilson, op. cit., p. 592.83 S. Th., ii-ii, q. 82 a. 3 ad. Resp.; ad. 3m. Acerca de los efectos psicológicos

—alegría y tristeza— de los que se acompaña la devoción, ver S. Th., ii-ii, q. 82 a. 4 ad. Resp. Acerca de los actos del culto (plegaria, adoración, sacri-ficios, y ofrendas), ver S. Th., iiii q. 8386.

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Pasando de largo el giro naturalista: sobre el cul-de-sac de Quine1

P. M. S. HackerProfesor emérito, St. John´s College, Universidad de OxfordTraducción de Gonzalo Bustamante Moya

ResumenEste artículo analiza el proyecto filosófico de Quine y, específicamente, la epistemología naturalizada. Respecto a este proyecto, el autor argumenta que la epistemología naturalizada no contribuye a la solución o disolución de los problemas de la epistemología tradicional, que las respuestas epis-temológicas de Quine no resuelven tales cuestiones y que la imaginaria ciencia quineana es ininteligible y filosóficamente inútil. En contraste con esta postura, el autor propone concebir a la filosofía como una disciplina de análisis conceptual a priori.Palabras Clave: naturalismo, Quine, epistemología, metafilosofía, análisis conceptual.

AbstractThis article analyzes the philosophical project of Quine and, specifically, natu-ralized epistemology. Regarding this project, the author argues that naturalized epistemology does not contribute to the solution or dissolution of philosophi-cal problems regarding traditional epistemology, that Quine’s epistemological answers fail to solve this questions, and that the quinean imaginary science is unintelligible and philosophically useless. Opposed to this view, the author proposes philosophy as an a priori conceptual discipline.Key words: naturalism, Quine, epistemology, metaphilosophy, conceptual analysis.

1 Este artículo de P. M. S. Hacker apareció por primera vez con el título “Passing by the Naturalistic Turn: On Quine’s Cul-de-Sac” en Philosophy 81 (2006): pp. 231-253, publicado por Cambridge University Press. Esta traducción fue realizada por Gonzalo Bustamante Moya, con el permiso correspondiente. El traductor expresa su gratitud al Dr. P. M. S. Hacker, al Dr. Anthony O’Hear,alDr.FernandoÁlvarezOrtega,aSvetlanaShadrinay a Linda Nicol por su invaluable ayuda durante el proceso de traducción.

revista de Filosofía (universidad iberoamericana) 136: 121-150, 2014

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1. Naturalismo

Se ha dicho que el naturalismo es el avance distintivo de la filosofía de los últimos treinta años. Ha habido un giro naturalista que se separa de los métodos a priori de la filosofía tradicional y desembo-ca en una concepción de la filosofía como continua con la ciencia natural. Dicha doctrina ha sido discutida exhaustivamente y ha ga-nado considerables seguidores en los Estados Unidos. Esto es, en general, falso para Gran Bretaña y Europa, en donde la tradición pragmatista nunca arraigo y las tentaciones cientificistas en filosofía fueron menos seductoras. El naturalismo americano contemporáneo se origina en los es-critos de Quine, el metafísico de la ciencia natural del siglo xx. Con extraordinario brío, el filósofo estadounidense pintó un cuadro a gran escala acerca de la naturaleza humana, el lenguaje y la red de creencias. Yo creo que, en casi todo aspecto relevante —como el cuadro pintado por Descartes, el gran metafísico de la ciencia del siglo xvii— está errado. A pesar de ello, es evidente que atrae dado el espíritu de estos tiempos; por lo tanto, merece una examinación crítica y una refutación cuidadosa. Argumentaré que el giro natura-lista es un cul-de-sac: un giro que debe ser pasado de largo si es que queremos mantenernos en el camino del buen sentido. El naturalismo, como tantas de las doctrinas de Quine, fue plan-teada en respuesta a Carnap. Como Quine lo entendió, Carnap ha-bía sido persuadido por Los problemas de la filosofía, de Russell, de que la tarea de la filosofía era demostrar que nuestro conocimiento del mundo externo es una construcción lógica de —y, por lo tanto, puede ser reducida a— experiencias elementales. Quine rechazó el reduccionismo de La construcción lógica del mundo, de Carnap, y en-contró que la base idealista de éste no congeniaba con su dogmático conductismo realista, inspirado por Watson y reforzado por Skin-ner. Quine afirmó que el rechazo al reduccionismo y al “realismo pertinaz” eran las fuentes de su naturalismo (fme 72, *92)2. ¿Qué significa esto exactamente?

2 Algunas de las obras de Quine citadas por Hacker están traducidas al cas-tellano. Por ello, he decidido mantener la cita de la obra original en inglés

Pasando de largo el giro naturalista: sobre el Cul-de-sac de Quine 123

Podemos distinguir en Quine tres diferentes, pero interrelacio-nados, proyectos para toda filosofía futura: el naturalismo epistemo-lógico, ontológico y filosófico. La epistemología naturalizada ha de reemplazar a la epistemología tradicional, transformando la investigación en una “empresa dentro de la ciencia natural” (nnk 68) —una empresa psicológica encar-gada de investigar cómo una entrada [input] de radiación, etcétera, que afecta los nervios de los seres humanos puede, en última instan-cia, resultar en una salida [output] de nuestras descripciones teoréticas acerca del mundo externo—. Argumentaré que el fracaso del proyecto de Russell y Carnap de ninguna manera implica que la epistemología debe ser naturalizada; que el proyecto de la epistemología naturalizada no contribuye en nada a la solución o disolución de los problemas con los que ha batallado la epistemología tradicional; que las pocas incur-siones de Quine a genuinas preguntas epistemológicas son fallidas; y que la ciencia imaginaria de epistemología naturalizada propuesta por Quine es de dudosa inteligibilidad y de nula utilidad filosófica. El naturalismo ontológico es la doctrina que afirma que “la rea-lidad tiene que ser identificada y descrita en el interior de la ciencia misma y no en una filosofía anterior” (ttpt 21, *31-32). Es deber de la ciencia decirnos qué es lo que existe, y es ésta la que ofrece la mejor teoría sobre lo que existe y cómo llegamos a conocerlo. La única diferencia entre un ontólogo y un científico yace, de acuerdo a Quine, en la amplitud de su interés: el primero está interesado, por ejemplo, en la existencia de objetos materiales o clases y el se-gundo, en marsupiales o unicornios. No discutiré esto en detalle aquí, pero debe notarse que está lejos de ser claro qué es “identificar y describir la realidad”. Si identifico una rosa en el jardín, el Opus 132 de Beethoven en la radio, el olor a cebollas en la cocina, ¿estoy identificando “realidad”? ¿La he identificado “dentro de la ciencia”?

y añadir su correspondiente referencia en la obra en español. Señalo esto con un asterisco. Por ejemplo, (fme 72, *92) dice que la cita se encuentra en Five Milestones of Empiricism (Cinco hitos del empirismo) en la página 72 de su versión en inglés y en la página 92 de su versión en castellano. La bibliografía de la obra de Quine se encuentra al final del texto [N. del T.].

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En ningún sentido ordinario de “ciencia” es ésta la única y final juez acerca de lo que existe (v. g. los diarios de la niñez de Russell, el dolor en mi pierna, el romanticismo, el estilo manierista, la ley in-ternacional, un complot para derrocar a un rey…). No hay ninguna ciencia específica que nos ofrezca la mejor teoría sobre lo que existe, ni las ciencias colectivamente lo hacen; esto se debe a que no hay tal cosa como una teoría acerca de todo lo que existe. La ontología filosófica no está enfocada en determinar qué existe de manera similar a como la taxonomía biológica se enfoca en de-terminar, tabular y clasificar qué cosas vivas existen. La ontología tampoco está diferenciada de una ciencia —v. g. la física— por la generalidad de sus categorías. No es como si la física estuviera preo-cupada por establecer que los mesones o los quarks existen, mientras que la filosofía lo estuviera por establecer que los objetos materiales o los eventos existen (a pesar de Davidson). La tarea de la ontología es clarificar, de un dominio a otro, qué significa decir que tal o cual existe (v. g. una sustancia, una propiedad, una posibilidad, un nú-mero, un concepto, el significado de una palabra, una ley o un sis-tema legal).3

El naturalismo filosófico es la perspectiva de que la filosofía es “no una propedéutica a priori o un trabajo preparatorio para la cien-cia, sino que es continua con la ciencia” (nnk 126). Quine afirma haber borrado las fronteras entre la filosofía y la ciencia (nlwm 256). A pesar de haber elaborado muy poco sobre esto, sus seguidores no muestran reticencia a esta tesis. En Estados Unidos, es ampliamente aceptado que, con el rechazo de Quine a la distinción analítico/sin-tético, se colapsan la posibilidad del análisis filosófico o conceptual y la de resolver problemas filosóficos por argumentación a priori y por elucidación; con ello, todos los buenos filósofos resultan ser científicos de clóset. Me es imposible discutir esto aquí en detalle, pero haré algunas observaciones.

3 Para una elaboración más detallada de esta tesis, cfr. P. M. S. Hacker, Witt-genstein’s Place in Twentieth-Century Analytic Philosophy, Oxford: Blackwell, 1996, pp. 121f., 223-226.

Pasando de largo el giro naturalista: sobre el Cul-de-sac de Quine 125

Algunos ataques a la idea de analiticidad podrían mostrar que la filosofía es continua con la ciencia sólo si (i) son exitosos, (ii) la filosofía consiste en enunciados y (iii) éstos contrastan con los enun-ciados científicos en virtud de su analiticidad. Se puede cuestionar si Quine fue exitoso en mostrar que la distinción de Carnap es insos-tenible. Carnap no lo pensaba y explicó por qué.4 Grice y Strawson tampoco.5 Quine jamás dio respuesta satisfactoria a estas objecio-nes, incluso en Dos dogmas del empirismo no negó la sinonimia —ni, por lo tanto, a la analiticidad— en casos de estipulación, sino sólo en casos de términos ordinarios no así introducidos. En Las raíces de la referencia, él mismo ofreció una versión de verdades analíticas: son aquellas verdades que todos aprenden meramente aprendiendo a entenderlas (rr 79, *97). Incluso si Quine hubiera demolido exitosamente la distinción de Carnap entre verdades empíricas y verdades en virtud del significa-do, no se sigue que haya mostrado que la distinción analítico/sinté-tico es insostenible; esto debido a que no hay sólo una distinción de tal índole. Está la distinción de Locke entre proposiciones “triviales” o “apenas verbales”, por un lado, y “no triviales”, por otro, así como las diferentes distinciones entre verdades analíticas y sintéticas de Kant,Bolzano,FregeyCarnap.Laextensióndedichasdistincionesnoesequivalente(Kant,porejemplo,sosteníaquelasverdadesdelaaritmética eran sintéticas a priori, mientras que Frege afirmaba que eran analíticas).6 Algunas de éstas son distinciones epistemológicas,

4 Cfr. Rudolf Carnap, “W. V. Quine on Logical Truth”, en P. A. Schilpp (ed.), The Philosophy of Rudolf Carnap, Chicago: Open Court, 1936, pp. 915-922; y “Quine on Analyticity”, en R. Creath (ed.), Dear Carnap, Dear Van, Berkeley: University of California Press, 1990, pp. 427-432.

5 Cfr. Herbert Paul Grice y Peter Frederick Strawson, “In Defence of a Dog-ma”, The Philosophical Review, vol. 65, núm. 2 (1956): pp. 141-158.

6 Quine asimila explícitamente la posición de Frege y la de Carnap (rr 78, *96), pero mientras que Carnap afirmaba que las leyes de la lógica eran convenciones opcionales y que las verdades analíticas en general se soste-nían en virtud de su significado (cfr. “Meaning Postulates”, en Meaning and Necessity, Chicago: University of Chicago Press, 1956, pp. 222-229.), Frege mantenía que las leyes de la lógica son “mojones puestos en cimientos

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otras son puramente lógicas; pero incluso si alguien demostrara que ninguna distinción similar a cualquiera de las mencionadas previa-mente es sostenible, eso no muestra que la filosofía es “continua con la ciencia” ni que es imposible el análisis conceptual.7

Si todas las distinciones entre proposiciones analíticas y sinté-ticas son insostenibles, no se sigue que no haya distinción entre proposiciones a priori y empíricas. Incluso si la matemática no es analítica, no se sigue que no sea a priori. Según Quine, “la obser-vación fundamenta la matemática y la lógica sólo del mismo modo indirecto como fundamenta dichos aspectos más generales de la ciencia de la naturaleza, o sea, en cuanto elementos participantes en un todo organizado que, por sus bordes empíricos, encaja con la observación” (pl 100, *170). Esta concepción es errónea, ya que las proposiciones de la matemática y la lógica no están “respaldadas por la observación”, sino que son demostradas por pruebas deduc-tivas. No es como si la confirmación de la mecánica newtoniana por medio de la observación celeste hubiera hecho que los teoremas del cálculo estuvieran mejor respaldados que antes.8 Y, respecto a la aprioridad, lo que respecta a las proposiciones matemáticas y lógi-cas también aplica para proposiciones como “el rojo es más como el naranja que como el amarillo” o “el rojo es más obscuro que el rosa”. Mientras podamos distinguir entre una tautología y una pro-posición no tautológica y entre la especificación de una medida y

eternos que nuestro pensamiento puede desbordar, pero nunca desplazar” (cfr. “Introduction”, en Basic Laws of Arithmetic, vol. i, p. xvi), y su heroico intento de probar la analiticidad de la aritmética claramente no era un in-tento por probar que era cierto por convención lingüística.

7 Wittgenstein también rechazó la idea carnapiana de que puede haber ver-dades en virtud del significado y la caracterizó como la concepción de un “cuerpo de significados” (Bedeutungskörper). Cabe mencionar que virtualmente no hay invocación alguna al concepto de analiticidad en sus escritos pos-teriores, pero ciertamente pensaba que los problemas de la filosofía y los métodos para solucionarlos eran a priori y categorialmente distintos de

los problemas y métodos de las ciencias.8 Cfr. Daniel Isaacson, “Quine and Logical Positivism”, en R. Gibson (ed.),

The Cambridge Companion to Quine, Cambridge: Cambridge University Press, 2004, p. 254.

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la enunciación de una medida —la enunciación de una regla y la aplicación de una regla—, podremos distinguir entre lo que es a priori y lo que es empírico. La idea de que, si no hay distinción entre proposiciones analíti-cas y sintéticas, entonces la filosofía debe ser continua con la ciencia, recae en la suposición falsa de que lo que se pensaba que distinguía a las proposiciones filosóficas de las científicas era su analiticidad. Esta suposición puede ser desafiada de dos maneras: en primer lugar, mostrando que proposiciones filosóficas características que los filó-sofos han desarrollado no son analíticas ni empíricas (el postulado del segundo Wittgenstein y del joven Quine de que no hay proposi-ciones que sean verdaderas en virtud de sus significados puede servir de ejemplo); y, en segundo lugar, negando que haya proposiciones filosóficas en absoluto. Sorprendentemente, el manifiesto del Círculo de Viena —del que Carnap fue autor y signatario— pronunció que “la esencia de la nueva concepción científica del mundo, en contraste con la filosofía tradicional, [afirma que] no hay ‘aseveraciones filosóficas’ especiales ya establecidas, sino que tales aseveraciones sólo se clarifican”.9 De acuerdo a esta perspectiva, el resultado del buen filosofar no es la producción de proposiciones analíticas propias de la filosofía, sino la clarificación de proposiciones conceptualmente problemáticas y la eliminación de seudo-proposiciones. El segundo Wittgenstein también sostenía que no hay propo-siciones filosóficas. La tarea de la filosofía es resolver o disolver los problemas filosóficos; éstos son problemas conceptuales a priori que deben ser abordados por medio de la elucidación de proposiciones, no por un análisis que desemboque en otras más básicas. El resulta-do de esto no consiste en proposiciones analíticas. Esta concepción del análisis conceptual influye en la “geografía lógica” de conceptos de Ryle y el “análisis conectivo” de Strawson, siendo ambos me-nos orientados terapéuticamente que la filosofía de Wittgenstein. Ninguno de los múltiples filósofos que persiguieron el análisis con-

9 The Scientific Conception of the World: the Vienna Circle, Dordrecht: Riedel, 1973, p.18.

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ceptual en esta vena produjeron (o pretendieron producir) series de proposiciones analíticas que pertenecieran a la filosofía, como tampoco Quine produjo series de proposiciones que pertenecieran a la ciencia. Ya sea que la crítica de Quine a la distinción de Carnap dé en el blanco o no, la posibilidad del análisis conceptual tal como lo he enunciado no queda invalidada de ninguna manera. La filosofía no ha perdido su vocación propia, la cual no es ser ciencia de si-llón [armchair science]. La filosofía es categorialmente distinta de la ciencia, tanto en sus métodos como en sus resultados. Los métodos a priori de la filosofía respetable son completamente distintos de los métodos experimentales e hipotético-deductivos de las ciencias naturales, y los resultados de la filosofía anteceden lógicamente a los descubrimientos empíricos de la ciencia. Los resultados filosóficos no pueden lícitamente entrar en conflicto con la verdad de las teo-rías científicas, pero pueden, y algunas veces deberían, demostrar su falta de sentido. Una tarea de la filosofía es aclarar las confusiones conceptuales y las incoherencias de las teorías científicas; esto debi-do a que la filosofía no es la reina de las ciencias ni su sirvienta, sino un tribunal frente al cual se consigna a una teoría científica cuando ha transgredido los límites del sentido.

2. Epistemología naturalizada

Quine sostenía que el problema central de la epistemología a través de los años ha sido explicar la relación entre la evidencia, tradicio-nalmente entendida como experiencia sensorial, y el conocimiento del mundo, que él —idiosincrásicamente— denominó “conoci-miento científico”. El filósofo estadounidense adscribió a Carnap la empresa de construir una “filosofía primera”, es decir, una forma de fundacionalismo cartesiano que pretendía proveer una fundamen-tación extra-científica para la ciencia. El fundacionalismo es la doc-trina epistemológica que afirma que todo conocimiento empírico descansa, en última instancia, en nuestro conocimiento sobre cómo se nos aparecen sensiblemente las cosas. Se sostiene que dicho cono-cimiento no necesita soporte evidencial, pero que provee la eviden-

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cia para todo juicio posterior. El fundacionalismo carnapiano era reductivo, es decir, alegaba que los enunciados concernientes a cosas materiales eran traducibles a enunciados concernientes a experien-cias simples; por lo mismo, los enunciados sobre cosas materiales podían ser eliminados en favor de enunciados sobre experiencias sensibles. Según Quine, el fracaso de la empresa carnapiana garanti-za la naturalización de la epistemología. La importancia de La construcción lógica del mundo, de Carnap, era, según Quine, afín a la de Principia Mathematica, de Russell. Mostraba, gracias a su fracaso, que una concepción particular del conocimiento del mundo externo —a saber, la reductivista— era errada. A diferencia de Austin, Ryle y Wittgenstein, Quine no pensó que la empresa de “tender un puente entre los datos sensoriales y los cuerpos” fuera un seudo-problema (rr 2, *15; cfr. ttpt 22, *33). El problema era real, pero la solución propuesta era desesperanzadora debido a que la verificación que requería era holística. La reducción estricta y la consecuente eliminación de los enunciados de objetos materiales fallaban, según Quine, porque un “enunciado típico so-bre cuerpos no tiene un fondo de implicaciones experienciales que pueda llamar suyo propio. Una masa sustancial de teoría tomada en su conjunto” es un requerimiento necesario (en 79, *105). Por esto mismo, no es necesario suponer datos sensoriales para dar cuenta de las ilusiones, etcétera, ni suponer tales objetos sensoriales inter-medios de aprehensión para dar cuenta de nuestro conocimiento de objetos materiales. La “relevancia de la estimulación sensorial para sentencias sobre objetos físicos” —declaró Quine con un aire con-ductista— “puede explorarse y explicarse igual (y mejor) a base del condicionamiento de esas sentencias o de sus partes por irritaciones físicas de las superficies del sujeto” (wo 235, *297). El conformismo subsecuente de Carnap con oraciones de re-ducción no eliminativa (oraciones de Ramsey) le pareció inútil a Quine puesto que renunciaba a la última ventaja de la reconstruc-ción racional frente a la psicología, a saber, la reducción traslacio-nal (en 78, *104). “¿Por qué toda esta reconstrucción creadora, por qué todas estas pretensiones?” —objetó— “Toda la evidencia que haya podido servir, en última instancia, a cualquiera para alcanzar

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su imagen del mundo, es la estimulación de los receptores sensoria-les. ¿Por qué no ver simplemente cómo se desarrolla en realidad esta construcción? ¿Por qué no apelar a la psicología?” (en 75, *101). ¿A qué equivale “conformarnos con la psicología”? Primero, abandonamos el objetivo de una filosofía primera previa a la ciencia natural (fme 67, *87). Se nos dice que nuestra investigación es en sí misma parte de y continua con la ciencia natural. En segundo lugar, se nos llama a reconocer que todos los retos escépticos con los que ha tratado la epistemología tradicional surgen de “ciencia rudimen-taria”. El argumento de la ilusión, según Quine, debe su fuerza a nuestro conocimiento de que los palos no se doblan por inmersión; y ejemplos de espejismos, ilusiones ópticas, sueños y demás, son “simplemente parasitarios a la ciencia positiva, por más primitiva que pueda ser” (nnk 68). Consecuentemente, al tratar con estos problemas científicos de escepticismo, somos libres de usar datos de la ciencia y el conocimiento científico (rr 3, *16-17). Los descubri-mientos científicos pueden, sin circularidad o petición de principio, ser invocados para resolver inquietudes escépticas. En tercer lugar, la epistemología así naturalizada es una rama de la psicología: estudia a los seres humanos y su adquisición de conocimiento —o, como lo pone Quine, de la “teoría”— por medio del análisis de la relación entre el estímulo neuronal y la respuesta cognitiva (en 83, *110). Por consiguiente, en cuarto lugar, la epistemología naturalizada, como la epistemología tradicional, está interesada en la relación entre evidencia y teoría. La ciencia, afirmó Quine, “nos dice que nuestra información sobre el mundo está limitada a las irritaciones de nuestras superficies” y la tarea de la epistemología científica es explicar cómo nosotros “hemos podido arreglárnoslas para llegar a la ciencia a partir de esa información tan limitada” (fme 72, *93). Antes de comentar sobre esta nueva concepción de epistemolo-gía, cabe mencionar algunos de los usos idiosincráticos de Quine, puesto que se vuelven problemáticos al verse cuestionados. Primero que nada, él usa el término “ciencia” con la promiscui-dad característica de los miembros del Círculo de Viena. Algunas veces, “ciencia” significa la totalidad del conocimiento del mundo externo de una persona; otras, significa la totalidad de “nuestro” co-

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nocimiento del mundo externo. Algunas veces significa ciencia na-tural, con especial énfasis en la física, y en otras significa todas las ciencias naturales; incluso, en ocasiones, significa todas las discipli-nas académicas interesadas en la verdad sobre el mundo, incluyendo las ciencias sociales y la historia. Es muy importante, de contexto a contexto, tener claro qué sentido de “ciencia” Quine tiene en mente. Cuando Quine afirma que “la epistemología se ocupa de la funda-mentación de la ciencia” (en 69, *93), hay una presuposición de que se está refiriendo al conocimiento empírico en general. Cuando afirmó retóricamente que “la ciencia es nuestro camino más elevado hacia la verdad” (nlwm 261), claramente no está usando la misma definición de ciencia. Esta equivocidad es fuente de confusión. Mi conocimiento de que hay un libro rojo en la mesa de allá, de que mi nombre es P. M. S. Hacker o de que tenía un dolor de cabeza anoche no es parte de la ciencia en general ni de alguna ciencia particular, ni tampoco de mi conocimiento científico. Más aún, no hay tal dis-ciplina homogénea llamada “ciencia”: —sólo hay una multiplicidad de diferentes búsquedas empírico-cognitivas (las ciencias físicas, las ciencias de la vida, las ciencias sociales, la historia, la psicología, etcé-tera), con métodos y cánones de evidencia enormemente diferentes. Quine, quizá por su monismo metodológico vienés, deploraba la artificialidad (aristotélica) de dividir a las ciencias en disciplinas se-paradas: “Los nombres de las disciplinas”, escribió, “deben conside-rarse sólo como auxiliares técnicos en la organización de bibliotecas e historias académicas” (am 88, *111). Eso explica, pero no garantiza, la perspectiva de que la segregación de diferentes ciencias no marque diferencias fundamentales en método y formas de explicación que ameritan investigación (contrastar a la física con las ciencias de la vida, las ciencias naturales con las ciencias sociales). Asimismo, ex-tender el término “ciencia” para que coincida con las “Wissenschaft” alemanas no hace a la historia y a las ciencias sociales más parecidas a la física o a la química de lo que son, es decir, muy poco pareci-das —la mera aseveración de la doctrina vienesa de la unidad de la ciencia no es argumento válido para establecer su verdad. En segundo lugar, Quine usa la expresión “el mundo externo” literalmente para significar la totalidad de las cosas o los estados de

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cosas externos a la piel de una persona, lo cual contrasta con el abu-so tradicional del término para significar “extra-mental”. Pero esta elogiable literalidad implica un costo, debido a que nuestro conoci-miento del estado de nuestro cuerpo —de si está dispuesto de tal o cual manera, si está en movimiento o estático, jadeante o tranquilo, descansado o cansado, sobrio o ebrio, caliente o frío, etétera— es parte del conocimiento de lo que Quine llamó “el mundo”, a pesar de que no es conocimiento del mundo externo. Esta aparente tri-vialidad tiene consecuencias no triviales puesto que, según Quine, la epistemología naturalizada estudia cómo un ser humano “supone cuerpos y proyecta su física desde sus datos” (en 83, *110; las itá-licas son mías). Según esta perspectiva, todos los enunciados que conciernen a cuerpos externos son supuestos (ttpt 2, *10; 8, *17).10 En efecto, Quine sostuvo que “todos los objetos son teóricos” (ttpt 20, *31), por lo que surge la cuestión respecto de si mis enunciados sobre mi cuerpo y sus partes son supuestos también. Dada la buena disposición de Quine para hablar sobre el cuerpo, podemos confrontarlo con un dilema. O mi cuerpo es un supuesto mío o no lo es. Si no lo es, entonces yo sé de la existencia de, al me-nos, un objeto material y de algunas de sus partes sin suponer nada. Y si mi pie no es un supuesto mío, no es claro por qué mi calcetín y mi zapato deban serlo. Si mi cuerpo y sus partes son supuestos míos,

10 Quine afirmó que todos los “objetos externos” son “supuestos”, pero que “el suponer objetos es un acto mental y los actos mentales resultan noto-riamente difíciles de apresar [...] Poco puede hacerse por la vía de rastrear los procesos de pensamiento, a menos que podamos asignarles palabras [...] Si llevamos nuestra atención a las palabras, entonces la que era una cues-tión de suponer objetos se convierte en una cuestión de referencia verbal a objetos. Preguntar en qué consiste suponer un objeto es preguntar en qué consiste referirse al objeto” (ttpt 2, *10). Esto está equivocado. Asumir que el puente es seguro cuando pone uno su pie en él no es realizar un acto mental, es tomar algo por sentado (y, por lo tanto, fracasar en realizar un acto mental de reflexión sobre el asunto). Preguntar en qué consistía mi suposición en la seguridad del puente ciertamente no es preguntar en qué consistía mi referencia al puente; esto debido a que normalmente asumo la seguridad del puente sin referirme a él y a que yo puedo referirme a un puente preguntando si es seguro o no sin asumir que lo sea.

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entonces ¿qué es de mí? O supongo mi propia existencia o yo sé que existo sin suponerlo o asumirlo. Por razones agustinianas y carte-sianas, Quine no puede argumentar que mi propia existencia es un supuesto, menos aún que yo soy un “objeto teórico” en mi “teoría del mundo”. Por lo tanto, yo sé que existo sin suponer o asumir mi existencia.11 Si es así y mi cuerpo sí requiere suponerse —si es un objeto teórico—, ¿qué soy yo? ¿Sé de mi propia existencia sin saber qué soy? Ésta no es una opción que Quine pudiera admitir (“No hay entidad sin identidad”). ¿Soy, entonces, una res cogitans? —este también es un camino que Quine no estaría dispuesto a recorrer—. La incoherencia merodea en estas sombras cartesianas y no es evi-dente cómo sería posible librar a Quine de ellas. En tercer lugar, Quine usó el término “teoría” en un sentido am-plio y supuso que los seres humanos tienen algo llamado una “teoría del mundo” (ttpt 21, *32) o un “sistema científico del mundo” (fme 71, *91). No es claro qué pudiera ser una teoría o un siste-ma científico del mundo. ¿Cuáles son los criterios de identidad para dichas entidades? ¿Un sistema científico del mundo es la suma de las todas las teorías de las ciencias naturales en un momento dado? ¿Una teoría del mundo es la suma total de verdades empíricas que una persona puede saber o cree saber en un momento dado? ¿Por qué tal masa indiferenciada de información cuenta como una sola teoría de algo? ¿Por qué los indefinidamente múltiples fragmentos de información que nosotros recogemos cuentan como parte de una teoría? Si esto es una teoría, entonces necesitamos una palabra dife-rente para referirnos a lo que se solía nombrar “teorías”, tales como la teoría de la gravedad de Newton o la teoría electromagnética de Maxwell. El uso que Quine hace de “teoría” crea una mera semejan-za de uniformidad entre el desorden de creencias de todo hombre y las teorías científicas, y erradamente sugiere que la suma de nuestro conocimiento común, así como nuestras creencias del sentido co-mún, constituye una teoría.

11 No retaré aquí la inteligibilidad de hablar acerca de saber que uno existe (a fortiori de suponer la existencia propia). Este camino wittgensteiniano no es uno que Quine hubiera estado dispuesto a tomar.

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3. Epistemología desnaturalizada

Quine mantuvo que el intento russelliano de Carnap de reducir nues-tro conocimiento de objetos físicos y de los estados mentales de las personas a los “datos sin propietario” de la experiencia elemental era la culminación de la epistemología tradicional (fss 13). En su perspecti-va, el fracaso de tal proyecto invitaba al abandono de la epistemología tradicional. Pero tal conclusión no se sigue. Hay más variantes del fundacionalismo que el reduccionismo de Carnap y, contra Quine, hay más a la epistemología tradicional que el fundacionalismo. En primer lugar, dudo que Carnap hubiera aceptado la des-cripción propuesta por Quine de su empresa como un intento de establecer una “filosofía primera” que fuera extra-científica y que proporcionara un fundamento filosófico a la ciencia. Sospecho, además, que Carnap estaría en lo correcto en tal rechazo. Además, una razón principal que Quine dio para el fracaso de la empresa de Carnap fue que éste asumía la verificación proposicional en lugar de la verificación holística. Pero, de hecho, Carnap explícitamente se adhirió a una perspectiva holística de verificación y falsación teó-rica, y lo hizo de una manera mucho más cercana al holismo modes-to de Duhem que al de Quine.12

En segundo lugar, es verdad que Descartes —quien usó el término “filosofía primera”— estaba proponiendo un fundamento metafísico y extra-científico para la ciencia. El fundamento que propuso invo-

12 El holismo de Duhem estaba confinado a la teoría científica propiamente hablando y, a diferencia de Quine, no mantuvo que “la mayoría de las sentencias, aparte de las sentencias de observación, son teoréticas” (en 80, *107). Según Duhem, sólo los enunciados que contienen términos teóri-cos (v. g. “voltaje”, “fuerza electromotriz”, “presión atmosférica”) pueden enfrentarse al tribunal de la experiencia junto con el todo de la teoría a la que pertenecen. Él no pensaba que los objetos externos fueran entidades teóricas ni que los nombres de objetos comunes o las propiedades fueran términos teóricos (Cfr. Pierre Duhem, The Aim and Structure of Physical Theory, Princeton: Princeton University Press, 1954, p. 147f.). El holismo de Carnap respecto a la falsación de una teoría es evidente en The Logical Syntax of Language (Londres:RoutledgeandKeganPaul,1937,p.318).

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lucraba no sólo el conocimiento de nuestros propios pensamientos (cogitationes) respecto a cómo las cosas sensiblemente nos parecen ser, sino también las verdades de razón conocidas por la luz natural, el conocimiento de naturalezas simples y la prueba de la existencia de Dios. Pero el fundacionalismo de Descartes en ningún sentido era reductivo y el fracaso del reduccionismo carnapiano es irrelevante al fundacionalismo cartesiano. El fundacionalismo de Locke también es diferente y es afín a la inferencia de datos sensibles —es decir, ideas—, a la mejor explicación de dichos datos. Esto tampoco era reduccionista y sus herederos posteriores (v. g. La versión de J. L. Mackie) permanecen intactos a pesar del fracaso del reduccionismo carnapiano. Entonces, el fracaso del reduccionismo carnapiano en sí ni siquiera implica la bancarrota de otras empresas fundacionalistas, menos aún el abandono de la epistemología tradicional. Lo que sí estaba mal con el fundacionalismo cartesiano y loc-kiano no era el reduccionismo (puesto que no eran reduccionistas), sino la base fundacionalista. Esta objeción aplica igualmente al re-duccionismo carnapiano. Pensar que los fundamentos de nuestro conocimiento del mundo exterior recaen en el conocimiento de nuestra propia experiencia subjetiva —es decir, en cómo las cosas subjetivamente nos parecen ser o en las ideas proporcionadas a la mente por la experiencia— es un error. Esto se debe a que las justi-ficaciones filosóficas de “nuestro conocimiento del mundo externo” en la tradición fundacionalista involucran abusos radicales en un amplio rango de verbos de sensación, percepción y observación, y sus múltiples cognados. El fundacionalismo presupone la inteligibi-lidad de un lenguaje privado. Además, malinterpreta el papel real de las oraciones de la forma “Me parece como si p” o “Parece ser una M” y de los operadores para formar enunciados del tipo “Parece como...”, “Parece ser...” y “Parece como si...”. Finalmente, la base reduccionista presupone una referencia espacio-temporal objetiva y, simultáneamente, la vuelve imposible. El fundacionalismo (reduc-cionista y no reduccionista por igual) no es, como Quine afirmó, un fracaso inteligible por razones holísticas, sino que es un esfuerzo ininteligible arraigado en malas interpretaciones de Descartas res-pecto al conocimiento, la duda y la certeza, y en las erradas estra-

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tegias cartesianas de combatir el escepticismo en un terreno de su propia elección, a saber, en la búsqueda por la certeza. Entonces, el fundacionalismo debe ser rechazado, pero ¿por qué debe seguirse de ello la naturalización de la epistemología? Las úni-cas pocas razones que da Quine son inadecuadas. (1) Tras admitir que la epistemología naturalizada está “a buena distancia de la vieja epistemología”, Quine sostuvo que era una “per-sistencia ilustrada” respecto al problema epistemológico original (rr 3, *16). El problema original era: ¿cómo podemos justificar nuestras afirmaciones respecto a nuestro conocimiento de algo extra-mental? La iluminada transformación quineana es: ¿cómo es que llegamos a conocer algo extra-somático? Esa pregunta, Quine sostuvo, es una pregunta para la psicología, la cual explicará cómo varias irritacio-nes a nuestras superficies, en última instancia, resultan en enuncia-dos científicos verdaderos. Mientras que Carnap intentó mostrar un patrón complejo de relaciones lógicas entre enunciados básicos acerca de lo dado (es decir, “datos sin propietario”), enunciados “au-topsicológicos”, enunciados sobre objetos materiales y enunciados “heteropsicológicos”, la epistemología naturalizada estará enfocada en elaborar vínculos causales entre la entrada de estímulos sensoriales y la salida de enunciados que describen el mundo exterior. La tarea propia de la epistemología científica debe ser forzosamente asignada a la neuropsicología. Quine mismo esbozó el contorno conductista de aquello que él tomó por “entrada” y “salida”, en lo que debe ser la más brillante exposición de una teoría de sillón del aprendizaje [armchair learning theory] privada de toda evidencia empírica desde Locke —pero eso no fue una contribución a la epistemología natu-ralizada—. Es errado suponer que hay algo iluminador acerca de sustituir una pregunta causal sobre la ontogenia del conocimiento humano por preguntas conceptuales concernientes a las categorías generales de conocimiento y el tipo de garantía o justificación que requieren las creencias no-evidentes. La pregunta acerca de qué garantiza una afirmación de conocimiento concerniente a particulares objetivos no se resuelve por una explicación de cuáles son los procesos causa-les necesarios para obtener tal conocimiento. En efecto, la investiga-

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ción causal presupone que las dudas escépticas pueden ser enterradas, pero tal investigación no puede encargarse de dicho entierro. Las dudas escépticas que, en la visión de Quine, son la fuente de la epistemología tradicional, surgen —según él— de la “ciencia” (es decir, conocimiento empírico) y al responder al escéptico somos libres de apelar al hecho científicamente establecido (es decir, cono-cimiento empírico convenido) sin circularidad (rr 3, *16). Esto es un error. Uno puede aceptar que el escepticismo metodológico carte-siano, en al menos alguna de sus etapas cuando es meramente local, presupone que nosotros tenemos conocimiento empírico (v. g. que, a la distancia, las torres cuadradas parecen redondas o que nosotros algunas veces soñamos). Pero el escepticismo global (v. g. escepti-cismo académico), que niega que podamos obtener conocimiento objetivo, brota de la idea de que nosotros no tenemos un criterio de verdad para juzgar entre apariciones sensibles. Citar otra aparición sensible, incluso una ratificada por la “ciencia”, es decir, la expe-riencia común, no resolverá esta perplejidad. De manera similar, nosotros no tenemos un criterio para juzgar si estamos despiertos o dormidos, puesto que todo lo que pueda surgir como criterio puede ser parte del contenido de un sueño. El verdadero escéptico sostiene que no podemos saber si estamos despiertos o dormidos. Por ello, estamos llamados a mostrar que él está equivocado y a señalar en dónde radica su error. A esta empresa, el sentido común y la ciencia no pueden aportar nada. Ninguna duda escéptica puede resolverse apelando al conocimiento científico o a fragmentos del conocimien-to común, puesto que todo a lo que apelemos provocará la objeción de que pudiera, por todo lo que sabemos, ser parte del contenido de un sueño. Lo que tenemos que mostrar es que los argumentos es-cépticos y sus presuposiciones están equivocados. Quine raramente se aventuró dentro del terreno del escepticismo epistemológico, pero cuando lo hizo, sus incursiones carecieron de penetración. Al escepticismo del sueño respondió: “La hipótesis del sueño es muy improbable y, por ello, la descarto”.13 A la variante

13 Cfr. Robert J. Fogelin, “Aspects of Quine’s Naturalized Epistemology” en R. F. Gibson Jr. (ed.), The Cambridge Companion to Quine, Cambridge: Cambridge University Press, 2004, p. 43.

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actualizada del escepticismo del sueño, que dice que uno podría ser un cerebro en una cubeta, Quine respondió: “Yo pensaría en térmi-nos de plausibilidad naturalística. Lo que sabemos o lo que creemos [...] es que sería un logro poco probable, por lo menos en esta etapa, armar dicho cerebro. Por lo tanto, yo no creo ser un cerebro en una cubeta”.14 No creo que Quine haya entendido el punto. El escepti-cismo no es un reto a uno de los remos en el bote de Neurath, es un reto a la posibilidad lógica de navegar. Y tal reto no puede ser resuel-to invocando hechos “científicos”, al sentido común o señalado que los botes, de hecho, van al mar. Uno no puede resolver la paradoja de Zenón observando que Aquiles puede rebasar a la tortuga, po-niendo un pie delante de otro. Los problemas que plantea el escep-ticismo son puramente conceptuales y deben ser respondidos por medios meramente conceptuales, es decir, por clarificación de los elementos relevantes de nuestro esquema conceptual. Esto mostrará lo que está equivocado en el reto escéptico en sí mismo. (2) La segunda razón que Quine dio para optar por la epistemo-logía naturalizada fue que “si todo lo que esperamos es una recons-trucción que vincule la ciencia a la experiencia por procedimientos explícitos, más débiles que traducción, entonces parecería más sen-sato apelar a la psicología. Mejor es descubrir cómo se desarrolla y se aprende de hecho la ciencia que fabricar una estructura ficticia que produzca un efecto similar” (en 78, *104). Pero el fracaso del fundacionalismo reductivo carnapiano no tiene tal implicación. Si la empresa reductiva de manifestar nuestro conocimiento de objetos como una construcción lógica salida del conocimiento de nuestras experiencias subjetivas fracasa, lo primero que se pide es una inves-tigación filosófica respecto al problema en cuestión. (Los problemas más profundos de la filosofía están enterrados en las presuposicio-nes de las preguntas. El problema más grande de la filosofía co-múnmente radica en intentar responder, en lugar de impugnar, la pregunta). Esta investigación puede revelar que las preguntas están basadasenmalentendidosfundamentales.Kantdeclaróqueera“es-

14 Ibid., p. 44.

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cándalo de la filosofía y del entendimiento humano en general el tener que aceptar sólo por fe la existencia de las cosas exteriores a nosotros” y, en consecuencia, ofreció una prueba “de la realidad objetiva de la intuición externa”.15 Quine sostuvo que preguntar por la existencia del mundo externo es una mala pregunta,16 pero, como Hume, afirmó que la pregunta que la reemplaza es “¿de dónde surge la fuerza de nuestra noción de que existe un mundo externo?” (sls 217). En su perspectiva, la existencia de los objetos externos en el mundo físico es un supuesto eficiente. Quine escribió: “Si se trata simplemente de discutir la utilidad sistemática para la ciencia, la no-ción del objeto físico sigue estando a la cabeza.” (wo 238, *301). La empresa epistemológica de tratar de justificar nuestro conocimiento del mundo externo frente a los retos escépticos debe ser reempla-zada por la explicación científica de procesos causales que llevan a nuestra suposición de objetos y a la adquisición de nuestra “teoría del mundo”. Eso, como he sugerido, es un error: nosotros no “su-ponemos” objetos ni tenemos una “teoría del mundo”. Algunos filó-sofos han argumentado sesudamente que la demanda escéptica que exige la justificación de “nuestro conocimiento del mundo externo” es la que debe ser analizada y sus presupuestos deben ser expuestos. Tras esto, su coherencia mostrará ser defectuosa.17

15 ImmanuelKant,Crítica de la razón pura, B xl, fn. a. [Uso la traducción de Pedro Ribas, Madrid: Taurus, 2005. La cita se encuentra en la nota al pie

de página k del prólogo a la segunda edición de la Crítica, p. 23. (N. del T.)].16 La existencia del mundo externo, o “que hay evidencia de objetos externos

en el testimonio de nuestros sentidos”, no puede ser negada de manera signi-ficativa, según Quine. La razón que dio para sostener esta afirmación fue que “hacerlo es, simplemente, disociar los términos ‘realidad’ y ‘evidencia’ de las aplicaciones que originalmente hicieron mucho para construir dichos térmi-nos de manera inteligible para nosotros” (sls 216). Si hubiera elaborado más este argumento, Quine hubiera llegado al análisis conceptual a priori.

17 Cfr. Peter Frederick Strawson, Individuals, Londres: Methuen, 1959, capí-tulo 1 [Hay traducción al español: Individuos: ensayo de metafísica descrip-tiva, Alfonso García Suárez y Luis M. Valdés Villanueva (trads.), Madrid: Taurus, 1989 (N. del T.)]. Carnap, Heidegger y Wittgenstein, por distintas razones, sostuvieron perspectivas similares respecto a la cuestión sobre la validación de nuestro conocimiento del “mundo externo”.

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Es correcto que el fundacionalismo, en sus varias presentaciones, es erróneo, pero es incorrecto suponer que, una vez rechazado, no le queda nada por hacer a la epistemología más que volverse cientí-ficamente naturalizada. Sería un error suponer que la única fuerza que ha empujado a la epistemología es el escepticismo. En efecto, la epistemología antigua no se centró en el escepticismo hasta la emergencia del escepticismo académico de Arcesilao y Carnéades. Tomás de Aquino —uno de los más grandes escritores medieva-les en temas de epistemología— no estaba interesado en las pre-guntas escépticas. La epistemología es mucho más que solamente responder al escéptico. Contrario a lo aseverado por Quine, lo que estimuló el surgimiento de la epistemología no fue ver cómo la evidencia se relaciona con la teoría. Fue, sobre todo, explicar qué es el conocimiento, cuáles son sus características fundamentales y cuál es la diferencia entre conocimiento y opinión. Asimismo, se buscó investigar el alcance y los límites del conocimiento; deter-minar si la mera razón pura podía obtener algún conocimiento del mundo; decidir si la certeza absoluta es obtenible en alguna de las formas de conocimiento que podemos adquirir; mostrar si es posi-ble obtener conocimiento moral, si el conocimiento matemático es más certero que el perceptual, si podemos saber que Dios existe o si el alma es inmortal, etcétera. La epistemología temprana se concentraba en las diferentes fuentes del conocimiento y en los diferentes tipos de conocimien-to que podemos adquirir. A pesar de las afirmaciones contrarias de Quine, hay diferencias radicales entre el conocimiento matemático y el conocimiento empírico, entre el conocimiento de uno mismo y el conocimiento de los otros, entre el conocimiento de objetos y el conocimiento de teorías científicas (v. g. electricidad, magnetismo, teoría iónica), entre las ciencias naturales y las sociales, etcétera. Se-ría un error suponer que uno puede decir de manera simplista que el conocimiento es conocimiento y que solamente tiene diferentes ob-jetos. El conocimiento de que Juan es más alto que Pedro es catego-rialmente diferente al conocimiento de que el rojo es más oscuro que el rosa. Saber la diferencia entre bien y mal es radicalmente distinto a saber la diferencia entre los Pérez y los Hernández. Saber lo que yo

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quiero es epistemológicamente diferente a saber lo que tú quieres, y saber lo que yo pienso sobre una cuestión no es parecido a saber lo que tú piensas. ¿Podría la epistemología naturalizada contribuir a la clarificación de tales diferencias conceptuales? Yo creo que no, de la misma manera que las matemáticas naturalizadas serían incapaces de explicar las diferencias entre los números naturales y las integra-les o entre los números racionales y los irracionales. Los epistemólogos tradicionales quieren saber si el conocimien-to es una creencia verdadera y una condición ulterior (como se suponía a mediados del siglo xx) o si el conocimiento ni siquiera implica creencia (como se sostuvo después). Queremos saber cuán-do el conocimiento requiere justificación y cuándo no. Necesita-mos ser claros sobre qué se adscribe a una persona cuando se dice que conoce algo. ¿Es un estado mental distintivo, un logro, una ejecución, una disposición o una habilidad? ¿Conocer o creer que p es idéntico a un estado cerebral? ¿Por qué uno puede decir “Él cree que p, pero no es el caso que p”, mientras que uno no puede decir “Yo creo que p, pero no es el caso que p”? ¿Por qué hay maneras, métodos y medios de alcanzar, obtener o recibir conocimiento pero no creencias (a diferencia de la fe)? ¿Por qué puede uno saber, pero no creer, “quién”, “qué”, “cuál”, “dónde”, “si” y “cómo”? ¿Por qué puede uno creer, pero no conocer “de todo corazón”, “apa-sionadamente”, “vacilantemente”, “ignorantemente”, “irreflexiva-mente”, “fanáticamente”, “dogmáticamente” o “razonablemente”? ¿Por qué uno puede conocer algo, pero no creer, perfectamente bien, exhaustivamente o en detalle? Y así sucesivamente a través de cientos de preguntas similares pertenecientes no sólo al cono-cimiento y la creencia, sino a la duda, a la certeza, al recuerdo, al olvido, a la observación, al notar, al reconocer, al atender, al estar al tanto de, el estar consciente de, sin mencionar los numerosos verbos de percepción y sus derivados. Lo que se necesita clarifi-car para responder estas preguntas es la red de nuestros conceptos epistémicos, las maneras en las que tales conceptos están unidos, las varias maneras en las que son compatibles e incompatibles, su punto y su propósito, sus presuposiciones y las diferentes formas de dependencia contextual. A este venerable ejercicio de análisis

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conectivo no pueden contribuir en nada el conocimiento cientí-fico, la psicología, la neurociencia y las autodenominadas ciencias cognitivas. Quine rara vez le puso atención a dichas preguntas, pero cuando lo hizo, sus respuestas no fueron ensayos en epistemología natura-lizada, es decir, partes de teorías empíricamente evaluables, sino, evidentemente, afirmaciones filosóficas tradicionales. Sus respues-tas fueron, de igual manera, evidentemente inadecuadas. Daré tres ejemplos. “El conocimiento”, escribió Quine, “connota certeza” (q 109), y correctamente vaciló antes de limitar el conocimiento a la certeza absoluta. Pero el conocimiento no connota certeza en lo absoluto. Más bien, es impropio afirmar que se sabe algo si uno tiene dudas. Una afirmación legítima de conocimiento presupone ausencia de duda (no presencia de certeza), pero el conocimiento como tal no (es claro que no reprobamos a los alumnos de doctorado en sus exámenes orales debido a su incertidumbre). Ante los contra-ejemplos de Gettier respecto a la definición de “conocimiento” como una creencia verdadera justificada, Quine ni siquiera intentó mostrar cómo podrían ser acomodados dentro de una versión alternativa de conocimiento,18 sino que concluyó: “Pienso que para propósitos científicos o filosóficos, lo mejor que podemos hacer es abandonar la noción de conocimiento debido a que es algo que no vale la pena continuar teniendo y conformarnos solamente con sus ingredientes separados. A pesar de ello, todavía podemos hablar de una creencia como siendo verdadera o de una creencia como siendo más firme o más certera —a la mente del creyente— que otra” (q 109). Uno se pregunta qué propósitos cien-tíficos y filosóficos tiene Quine en mente. En verdad, el concepto de conocimiento no es algo que cuelgue aislado en nuestro esquema conceptual epistémico y que pueda ser extirpado sin daño colateral. ¿Quería Quine abandonar también la noción de memoria (conoci-miento retenido) como algo que no vale la pena seguir mantenien-

18 Una manera de lograr esto es expuesta en Oswald Hanfling, Philosophy and Ordinary Language, Londres: Routledge, 2000, capítulo 6.

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do? ¿Acaso los neurocientíficos que investigan síndromes afásicos clínicos producidos por lesiones en las áreas de Wernicke y Broca en el córtex cerebral no están investigando aspectos de la memo-ria? ¿Quería Quine abandonar las nociones de “percibir que p” (en sus varias formas), “estar al tanto”, “estar consciente”, “reconocer”, “notar que p”, las cuales implican “saber que p”? Estos conceptos cognitivos también son integrales a la neurociencia cognitiva y a la psicología experimental. Si abandonamos la noción de conocer, por lo menos habría que retener la de creer. ¿Qué significa esto, de acuerdo con Quine? “La creencia”, escribió, “es una disposición” (q 18). Según afirma, las disposiciones en las que consiste la mente “son disposiciones para comportarse y esas son estados fisiológicos”. Por lo tanto, Quine decía que acababa llegando a “la teoría de la identidad de la mente: los estados mentales son estados del cuerpo” (mvd 94). Pero esto también está equivocado. Las creencias no son disposiciones para comportarse. Las disposiciones son esencialmente caracterizadas por lo que ellas disponen a hacer o por referencia a lo que se cree que es tal. Explicar el comportamiento humano voluntario por referencia a una disposición es explicarlo por referencia a la naturaleza, el tempe-ramento o los rasgos individuales de una persona. Explicar el com-portamiento voluntario de A por referencia a su creencia que p no es explicarlo por referencia a los rasgos de su carácter; pero tampoco es explicarlo por referencia a sus hábitos conductuales, tendencias o susceptibilidades (que es lo que Quine quería decir con “disposi-ción”). Explicar el comportamiento voluntario de A por referencia a su creencia que p es explicarlo en términos de lo que A tomó como su razón para comportarse de tal manera. Saber que A tiene cierta disposición (en el sentido de Quine) es saber que es susceptible o propenso a actuar o reaccionar de cierta manera en respuesta a cier-tas circunstancias; pero uno puede saber que A cree que p sin saber qué es susceptible o propenso a hacer. La articulación “Yo creo que p, pero no es el caso que p” es un tipo de contradicción, pero “Yo tengo una disposición (yo tiendo, estoy inclinado o soy susceptible) a V, pero no es el caso que p” no es una contradicción de ningún tipo. Si A cree que p, entonces se sigue que A está en lo cierto si p y

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está equivocado si no-p, pero nada de esto se sigue de que A tenga una disposición conductual, una tendencia o una susceptibilidad. Quine intensifica sus errores identificando una disposición con su vehículo y afirmando que las disposiciones humanas son estados fisiológicos del cuerpo o el cerebro. Una disposición, no importa si es inanimada o humana, nunca es idéntica con su vehículo, al igual que una habilidad nunca es idéntica a las estructuras que la hacen posible.19 Los caballos de fuerza de un coche no están debajo del capó; el poder intoxicante del whisky no es más liviano o más pesa-do que el alcohol constituyente que es su vehículo, pero tampoco es del mismo peso; y no es posible considerar redonda la habilidad de una clavija redonda de caber en un hoyo redondo. Así, aun si fuera cierto que creer que p es una disposición, susceptibilidad o tenden-cia, no se seguiría que es idéntica a un estado neuronal. Quizá algún estado neuronal es condición necesaria para que alguien crea que p, pero su creer que p no podría ser idéntico con ese estado neuronal. De otro modo, inter alia, uno podría decir “Yo creo que p (refirién-dose al estado neuronal de uno), pero no es el caso que p”. En resumen, la alternativa al reduccionismo de Carnap no es la epistemología naturalizada. La epistemología naturalizada no da respuesta a las grandes preguntas de la epistemología y no puede sustituir a dichas respuestas. Sin embargo, la pregunta permanece: ¿tiene sentido el proyecto de Quine?

4. El proyecto de Quine

Habiendo rechazado el proyecto de Carnap, Quine declaró que la epistemología simplemente se convierte en un capítulo de la psico-logía que estudia la adquisición del conocimiento:

19 Cfr.AnthonyJohnPatrickKenny,Will, Freedom and Power, Oxford: Black-well, 1975, pp. 10f.; y The Metaphysics of Mind, Oxford: Clarendon Press, 1989, pp. 72f. [De este último hay traducción al español: La metafísica de la mente: filosofía, psicología, lingüística, Francisco Rodríguez Consuegra (trad.), Barcelona- México: Paidós, 2002 (N. del T.)].

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La epistemología todavía sigue, si bien con una nueva formulación y un estatuto clarificado. La epistemología, o algo que se le parece, entra sencillamente en línea como un capítulo de la psicología, y, por lo tanto, de la ciencia natural. Estudia un fenómeno natural, a saber, el sujeto humano físico. A este sujeto humano se le suministra una cierta entrada, experimentalmente controlada —por ejemplo, ciertos patrones de irradiación de diferentes frecuencias—, y cum-plido el tiempo este sujeto devuelve como salida una descripción del mundo externo tridimensional y su historia. La relación entre la magra entrada y la torrencial salida es una relación cuyo estudio nos apremia por, en parte, las mismas razones que apremiaron siempre a la epistemología; vale decir, objeto de saber cómo se relaciona la evidencia con la teoría, y de qué manera la teoría de la naturaleza trasciende cualquier evidencia disponible (en 83, *109-110).

Este pasaje pretende ser una fanfarria para la nueva materia de epistemología naturalizada, pero, de hecho, no es nada más que otra canción de las sirenas. Quine veía una continuidad entre la pregunta tradicional de cómo podemos obtener conocimiento del “mundo externo” y la epistemología naturalizada porque, en su perspectiva, “toda eviden-cia que haya podido servir, en última instancia, a cualquiera para alcanzar su imagen del mundo, es la estimulación de los receptores sensoriales.” (en 75, *101). Explicó que su preocupación era “la relación entre la teoría científica y su evidencia sensorial” y que por “evidencia sensorial” quería decir “estimulación de receptores sen-soriales” (ec 24, *37). Asimismo, afirmaba que estaba preocupado por “la manera como esta recepción sensorial apoya la teoría física” (ec 24, *37). En general, sostenía que “es nuestro entendimiento, tal como es, de lo que está más allá de nuestras superficies, lo que muestra la evidencia de que ese entendimiento está limitado a nues-tras superficies” (sls 216). Pero esto es un error. La estimulación de receptores sensoriales no es evidencia que una persona emplea en sus juicios concernientes a su entorno extra-somático, menos aún en sus juicios científicos. La evidencia de que hubo un pan sobre la mesa es que hay migajas. Que haya migajas en la mesa es algo que yo veo, pero que yo vea que hay migajas en la mesa no es mi eviden-

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cia de que haya migajas ahí. Puesto que puedo verlas, no necesito evidencia de su presencia: es evidente a mis sentidos. Que los conos y bastones de mi retina se dispararan en un cierto patrón no es evi-dencia de nada, ni de mi visión ni de lo que veo, puesto que no es algo de lo que, normalmente, tenga algún conocimiento. Que algo es tal puede ser la evidencia para alguien sobre algo solamente si éste lo conoce. Quine sostiene que “la ciencia sola nos dice que nuestra infor-mación sobre el mundo está limitado a las irritaciones de nuestras superficies y, posteriormente, la pregunta epistemológica se convier-te en una pregunta dentro de la ciencia: la pregunta sobre cómo nosotros los animales humanos podríamos haber logrado llegar a la ciencia con tan limitada información” (fme 72, *93). Ignorando la comezón y las cosquillas, ni las “irritaciones de nuestras superfi-cies” ni el hecho de que ocurran es la información que tenemos para hacer juicios sobre nuestro entorno; son, a lo mucho, condiciones causales para hacer tales juicios. Que algo juegue un rol causal en la formación de una creencia no significa que sea evidencia para la creencia que se formó. Las ondas de luz que chocan con nuestra retina y las ondas sonoras que agitan nuestros tímpanos son mal caracterizados como “información sin procesar”, puesto que no son información en absoluto. Lo que me dices cuando me dices que p, lo que leo cuando leo que p, puede ser información, pero la corrien-te de fotones y ondas sonoras no. La proposición p puede ser una premisa de mi razonamiento inductivo para concluir q, pero ni la corriente de fotones inmiscuida en mi lectura de p ni una propo-sición que describa tal corriente de fotones serían evidencia de q. La ciencia no nos dice que toda nuestra información sobre el mundo esté limitada a la irritación de nuestras superficies. Lo que la ciencia (neurociencia) nos puede decir es que, si no hubiera “irritaciones”, no podríamos adquirir tal información. Desde que Quine describió la entrada en términos de irradia-ciones, etcétera, la salida (es decir, la salida que le interesa —expre-siones de lo que llamó “teoría”—) debería de ser caracterizada en términos de ondas sonoras. Si la salida debe describirse en términos de aseveraciones verbales inteligibles y teorizaciones, la entrada debe

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describirse en términos de percepciones inteligibles de nuestro en-torno y de expresiones inteligibles de nuestros profesores y nuestros semejantes. De otro modo, no tendría sentido afirmar, ya sea verda-dera o falsamente, que la “teoría” resultante supera a la evidencia. Los patrones de irradiación en frecuencias clasificadas a las que estamos sujetos no son escasos en lo absoluto. ¿Qué querría Quine para hacerlos menos escasos? ¿Más ruido y destellos de luz? ¿Más calor y menos frío? ¿Eso haría que nuestra adquisición de conoci-miento y la expresión verbal de éste fueran más inteligibles y menos sorpresivos para Quine? Similarmente, la “salida” no es torrencial, excepto en el caso de parlanchines compulsivos. Toda apariencia de escasez en la entrada relativa a la salida es generada por la descrip-ción de la entrada en términos de radiación y, posteriormente, por la descripción de la salida en términos de expresiones descriptivas en lugar de ser descrita en términos de ondas sonoras, pues solamente con tal descripción podría surgir una disparidad. La cuestionable afirmación de que la teoría debe ser probada por la evidencia no debe de ser confundida con la afirmación claramente diferente y falsa de que la base evidencial para la teoría es la estimulación de receptores sensoriales. La psicología del aprendizaje estudia cómo los niños adquieren conocimiento en respuesta a lo que ven y oyen; estudia las prácticas que se les enseñan y sus respuestas consecuentes actuando sobre su entorno; sin embargo, no estudia cómo hacen aseveraciones en res-puesta a irritaciones nerviosas. La concepción conductual de Quine respecto a la entrada de irradiación (estímulo) y la salida de expre-siones (respuesta) descriptivas y teóricas es cercana a la concepción empirista clásica de entrada corpuscular y de salida de juicios acer-ca del mundo, puesto que sigue siendo una visión de la receptividad del conocimiento, no de su adquisición. Pero el niño no es sólo un observador, sino que es también un actor. No es sólo un espectador, que recibe estímulos neuronales y emite ondas sonoras, percibe su entorno y lo describe, sino que también es un habitual e incurable experimentador , pues actúa sobre los objetos que encuentra a su alrededor a fin de descubrir lo que hacen cuando son empujados o halados, tirados o aventados. Desde muy temprano, el niño no

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sólo percibe en su propio cuerpo, sino que, a voluntad, también lo controla, lo mueve y mueve sus extremidades. Al tocar, manejar y manipular cosas, la percepción y la acción están unidas. El niño aprende a verse a sí mismo como un agente actuante que se mueve a sí en un mundo de agentes intencionales; esto no es ni una teoría ni un supuesto.20 El cuento de Quine, para su detrimento, no pone atención a estos aspectos. La disciplina concebida por Quine supuestamente rastrea la esti-mulación neuronal de irradiaciones de nuestras superficies, a través del cerebro, hasta el punto de expresión verbal de juicios concer-nientes con la realidad, que van desde expresiones como “El gato está sobre la alfombra” hasta “El adn es una molécula de doble héli-ce”. Una ciencia tal no existe. Ya sea concebible o no, no es necesaria para los propósitos de explicar la génesis y el desarrollo de la teoría. Lo que posibilita la inteligibilidad del descubrimiento de la estruc-tura del adn no es y no podría ser la descripción de las irradiaciones de las superficies de Crick y Watson y los eventos neuronales con-secuentes en sus cerebros, no importa cuán necesarios pudieran ser éstos para sus triunfantes ideas. Aun así, uno puede leer recuentos históricos bien documentados de los descubrimientos actuales para descubrir cómo surgieron. Incluso si una ciencia imaginaria como la de Quine llegara a existir, no sería capaz de arrojar luz al soporte evidencial de las teo-rías. Si uno quiere entender la relación entre la evidencia y la teoría en este caso específico, debería estudiar los papeles que explican el descubrimiento del adn y proveer el terreno evidencial para ello. Ninguna descripción de irradiaciones nerviosas podría arrojar luz en el razonamiento evidencial que garantizó la teoría de Crick y Watson. Esta ciencia imaginaria no es un sustituto para la epistemología, es un callejón sin salida [cul-de-sac] filosófico. No podría arrojar luz sobre la naturaleza del conocimiento, su posible extensión, sus tipos

20 Este tema es explorado por Stuart Hampshire en Thought and Action, Lon-dres: Chatto and Windus, 1959. Cfr. P. M. S. Hacker, “Thought and Ac-tion: a Tribute to Stuart Hampshire”, Philosophy 80 (2005): pp. 175-197.

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categorialmente distintos, su relación con la creencia y la justifica-ción, y sus formas de certeza. Asimismo, la investigación de la relación entre irradiaciones y expresiones cognitivas no es un tema para ser estudiado por lo filósofos. Esto se debe a que la filosofía no es con-tinua con la ciencia existente ni con una ciencia imaginaria del fu-turo. Cualquiera que sea el estatus pos-quineano de la analiticidad, el estatus de la filosofía como una disciplina conceptual a priori preocupada con la elucidación de nuestro esquema conceptual y la aclaración de confusiones conceptuales no se ve afectado de ningu-na manera por la filosofía de Quine.21

Abreviaciones de la obra de W. V. O. Quineam – “On Austin’s Method”, reimpreso en Theories and Things. Versión en

español: “El método de Austin”, reimpreso en Teorías y cosas, Antonio Zirión (trad.), México: unam, 1986.

ec – “Empirical Content”, reimpreso en Theories and Things. Versión en español: “Contenido empírico”, reimpreso en Teorías y cosas, Antonio Zirión (trad.), México: unam, 1986.

en – “Epistemology Naturalized”, en Ontological Relativity and Other Es-says. New York: Columbia University Press,1969. Versión en español: “La naturalización de la epistemología”, en La relatividad ontológica y otros ensayos, Manuel Garrido y Josep Ll. Blanco (trads.), Madrid: Tecnos, 1974.

nnk–“TheNatureofNaturalKnowledge”,enS.Guttenplan(ed.),Mind and Language. Oxford: Clarendon Press, 1975.

nlwm – “Naturalism; or Living Within One’s Means”, Dialéctica 49 (1995).

mvd – “Mind and Verbal Dispositions”, en S. Guttenplan (ed), Mind and Language, Oxford: Clarendon Press, 1975.

21 Este texto fue presentado como una conferencia en el Rutgers University Institute of Law and Philosophy los días 6 y 7 de junio de 2005, gracias a la amable invitación de Dennis Patterson. Estoy agradecido con Hanoch Ben-Yami, Hanjo Glock, Oswald Hanfling, Peter Hylton, John Hyman, Hans Oberdick, Herman Philipse y David Wiggins por sus comentarios en un borrador previo del presente texto.

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fme – “Five Milestones of Empiricism”, reimpreso en Theories and Things. Versión en español: “Cinco hitos del empirismo”, reimpreso en Teorías y cosas, Antonio Zirión (trad.), México: unam, 1986.

fss – From Stimulus to Science, Cambridge: Harvard University Press, 1995.

pl – Philosophy of Logic, Englewood Cliffs, N.J.: Prentice-Hall, 1970. Ver-sión en español: Filosofía de la lógica, Manuel Sacristán (trad.), Madrid: Alianza, 1991.

q – Quiddities: An Intermittently Philosophical Dictionary, Londres: Pen-guin Books, 1990.

rr – Roots of Reference, La Salle: Open Court, 1974. Versión en español: Las raíces de la referencia, Manuel Sacristán (trad.), Madrid: Revista de Occidente, 1977.

sls – “Mr. Strawson on Logical Theory”, reimpreso en W. V. O. Quine, The Ways of Paradox and Other Essays, Nueva York: Random House, 1966.

tt – Theories and Things. Cambridge: Harvard University Press, 1981. Ver-sión en español: Teorías y cosas, Antonio Zirión (trad.), México: unam, 1986.

ttpt – “Things and their Place in Theories”, reimpreso en Theories and Things. Versión en español: “Las cosas y su lugar en las teorías”, reim-preso en Teorías y cosas, Antonio Zirión (trad.), México: unam, 1986

wo – Word and Object, Cambridge: mit Press, 1960. Versión en español: Palabra y objeto, Manuel Sacristán (trad.), Barcelona: Herder, 2001.

La fusión hermenéutica de los horizontes de significatividad como alternativa a las filosofías españolas de la colonización

Jorge Francisco Aguirre SalaUniversidad de Monterrey

Resumen: La Conquista y el dominio de América provocaron la “reificación”, es de-cir, la cosificación del referente “indio”. Ello plantea un reto todavía ac-tual y también ejemplar para otras latitudes del orbe, dada la pluralidad étnica contemporánea: la superación de esta injusta reificación por medio de aquella que otorga la hermenéutica más allá del mero conocimiento. Dicho en términos modernos: es necesario el reconocimiento de la fusión de horizontes de significatividad efectuado en tres momentos: concien-tización de la praxis agraviante hacia “los indios” en la Colonia y época poscolonial, la interpretación de lo ajeno desde lo propio y su apropiación, y el desenlace a la pluralidad cultural. Palabras clave: apropiación, perspectiva histórica, filosofías españolas, co-lonización.

Abstract:The colonization and domination of America led to a “reification”, that is, rei-fying the term “indian”. This raises a current and also exemplary challenge, to other parts of the world, given the contemporary ethnic plurality: overcoming this unjust reification through the comprehension granted by hermeneutics be-yond mere knowledge. To put it in modern terms: the acknowledgement of the fusion of significative horizons, accomplished in three moments: the awareness of the offensive practice towards “the Indians” in the Colonial and post-colonial era; the interpretation of the foreign from the self and its appropriation; and the outcome of cultural plurality. Key words: appropriation, historical perspective, spanish philosophies coloniza-tion. 

revista de Filosofía (universidad iberoamericana) 136: 151-171, 2014

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i. Introducción

La Conquista y dominio de América latina provocó una cosificación étnica que todavía hoy obliga a evaluar su problemática. Además, representa una oportunidad de aportar soluciones a otras latitudes del orbe donde la dominación de una etnia sobre otras ha cometido la misma injusticia de reificación. Por otra parte, también represen-ta una evaluación de las pretensiones de universalidad de algunas propuestas nacidas en el eurocentrismo. Para librarse del eurocen-trismo, en América Latina durante décadas se debatió sobre la origi-nalidad de lo latinoamericano. Lo atestiguan las consabidas réplicas entre Salazar Bondy y Leopoldo Zea; la exposición de las temáticas indigenistas por Luis Villoro, del mestizaje por Andrés Molina En-ríquez y la prospectiva utópica de José Vasconcelos; la discusión de la identidad continental o mexicana en ensayos ya clásicos de Oc-tavio Paz y Samuel Ramos, respectivamente. A lo anterior hay que sumar en el último lustro las aplicaciones de la hermenéutica ante el problema de la diversidad, la diferencia y los choques entre distintas tradiciones. Evaluar la reificación que sufrió la población autóctona latinoa-mericana apunta a considerar los procesos identitarios, de recono-cimiento y de comprensión hermenéutica, por encima de la mera explicación. Estos procesos son necesarios para evitar enfrentamien-tos estériles e injusticias. Es un desafío que busca evitar conflictos y obtener el enriquecimiento cultural. Ese reto se aborda bajo la siguiente hipótesis: la filosofía de la comprensión hermenéutica, aplicada al pluralismo indoamericano, aporta el reconocimiento y su valoración, y no sólo su conocimiento. Además, produce el enri-quecimiento de la propia percepción y se obtiene una justificación de la pluralidad cultural. Este reconocimiento se da en tres momen-tos, los cuales se desarrollan en las secciones subsiguientes: concien-tización de la praxis agraviante hacia “los indios” en la Colonia y época poscolonial, la interpretación de lo ajeno desde lo propio y su apropiación, y el desenlace a la pluralidad cultural.

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ii. La filosofía española ante “los indios” en la colonia

En la época colonial de América latina, el progreso, entendido como culturalización civilizatoria y evangelizadora, provocó la imposición de una cultura sobre otras bajo el pretexto de una supuesta superio-ridad. La pretendida superioridad de los “no indios” afectó no sólo a los indígenas, sino también a los mestizos y, paradójicamente, a los mismos “no indios”. Los “conquistadores” de América y también algunos “evangeli-zadores” no procuraron el reconocimiento de los autóctonos, sino que los encasillaron en sus “civilizados” y “cristianizados” paráme-tros. Esto se tradujo en la considerable amenaza o destrucción de las tradiciones indígenas. Transcurridas algunas generaciones y con la inevitable mezcla de etnias, inclusive el mestizo se incorporó como una figura más del “no indio” dominante. El mestizo no fue capaz de reconocer su propia raíz indígena, peor aún, “utilizó al indígena como objeto o herramienta para su propio beneficio”.1 Tanto en la Colonia como en la época postindependentista, los “no indios” adoptan una postura solipsista respecto al indígena, pues el reconocimiento o es falso o nulo. Y como Taylor ha indi-cado, un reconocimiento falso es peor que la falta misma del re-conocimiento, porque la identidad se moldea en gran parte por el reconocimiento. El falso reconocimiento de un individuo, o bien, de un grupo, puede causar un considerable daño a manera de “una auténtica deformación”.2 El falso reconocimiento es grave, pues no sólo muestra una falta de respeto, sino que puede infligir una herida que llega a causar en sus víctimas un mutilador odio a sí mismas. Odio hacia sí mismo que Axel Honneth3 ha expresado en el primer tipo de los agravios morales: un maltrato que arrebata a un sujeto la

1 Luis Villoro, Los grandes momentos del indigenismo en México, México: El Colegio de México-El Colegio Nacional-Fondo de Cultura Económica, 1998, pp. 233ss.

2 Charles Taylor, El multiculturalismo y la política del reconocimiento, Mónica Utrilla (trad.), México: Fondo de Cultura Económica, 1993.

3 Axel Honneth, “Reconocimiento y obligaciones morales”, Revista Interna-cional de Filosofía Política 8 (1996).

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seguridad de poder disponer de su bienestar al destruir la confianza en sí mismo, es decir, en su valor como persona. Lo que en buena parte les sucede a los mestizos que no se atreven a reconocer sus orígenes indígenas. La causa típica de esta herida moral, amén de sus reincidencias en el maltrato físico, la tortura y la violación, es la reificación. Como muestra de ella tenemos las Cartas de relación de Hernán Cortés, donde a los indios se les llama “perros” y también “bárbaros” sus-ceptibles de llegar a ser “esclavos”.4 Esclavitud y servidumbre era el destino de los naturales que no se alinearon como vasallos del em-perador Carlos v. Estas condiciones desarrollan en los sujetos una especie de vergüenza social que les impide conducirse con autono-mía, perdiendo la seguridad en sí mismo, lo que a la postre algunos expresan con la frase “Se comporta como un indio”. Baste consultar la entrada “indio” en la versión actual del Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua para apercibir el uso despectivo, instrumental, de engaño, de vergüenza y desacierto o perjudicial. El indio fue visto como maligno, Sahagún describe en su mo-numental obra que antes de la llegada de los españoles al territorio americano: “Todo era antaño tiniebla y engaño. Era el mexicano pueblo esclavo, dominio propio de su peor enemigo, [dado que] el indio era en su gentilidad enemigo de Dios y digno, por ende del mayor castigo, porque aborrece Dios a los idólatras”.5 Así, la posibilidad de evangelización y vasallaje llevó las cosas hasta la célebre Junta de Valladolid, en 1551, donde se discutió el reconocimiento que, como humanos, los indios deberían tener para ser educados y liberarlos de la idolatría y de la costumbre de los sacrificios humanos. Pero el falso reconocimiento ya había operado sus efectos, porque el proyecto de la evangelización cristiana fue fraudulento. Incluso la implementación de las encomiendas isabe-linas, que pretendía la convivencia evangelizadora (que llevó a la

4 Hernán Cortés, Cartas de relación de la conquista de América, México: Nue-va España, 1940, carta ii, 265, carta v, 589, respectivamente.

5 Bernardino De Sahagún, Historia general de las cosas de Nueva España, Mé-xico: Nueva España, 1946, pp. 80-91.

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explotación indiscriminada de mano de obra), delata la visión eu-rocéntrica con que se trató a las culturas indígenas como infieles y salvajes. Las legislaciones, los sistemas y las ideologías en las cuales los gobiernos de la Colonia se hallaban constituidos también apoya-ron dicha cosificación. Revisemos algunas de estas formas graves de “inculturación o civilización” reificante. La cosmovisión europea que se impuso en la Colonia arrastra una raíz aristotélico-tomista que, pudiendo ser bien utilizada, no lo fue. Aristóteles en su Política (1252a31-1252b9) había asentado como argumento de autoridad para la posteridad que algunos hombres por naturaleza deben gobernar y otros por su naturaleza misma deben obedecer y ser esclavos. Santo Tomás, si-guiendo a Aristóteles y aunando argumentos de su autoría, también asentó que unos deben ser siervos y, en cuanto tales, deben obede-cer al amo con imperio (Suma Theológica iii, q. 20 a. 1 ad2); que hay quienes deben estar sujetos a servidumbre (Contra Gentiles iii, c.112). El argumento es simple: quienes merecen gobernar tienen tal mérito porque se guían por la inteligencia que debe gobernar a las pasiones, la ira, la sensualidad, etcétera; y quienes deben obede-cer han de hacerlo porque su naturaleza se inclina por las tendencias irracionales a las que está sujeta su alma. Los primeros, ya en la era cristiana, conocen a Dios en su trinitaria personalidad, mientras que los segundos deben seguir a los primeros porque lo desconocen. Los indios americanos, por razones obvias, no conocían al dios cristiano y trinitario y, por tanto, debían obedecer a quienes sí lo conocían. Para la mentalidad europea en la época de la Conquista, el papa es el cristiano que más y mejor conoce a Dios. Por tanto, todos los indios han de quedar bajo la jurisdicción de él y éste, por interme-diación de los nobles y sus capataces, extiende su dominio de ma-nera temporal e indirecta. Ésta es, sin muchos matices, la posición que encontramos en el Tratado comprobatorio del Imperio soberano y principado universal que los Reyes de Castilla y de León tienen sobre las Indias (1552) de Bartolomé de las Casas (el subrayado de “uni-versal” es nuestro y nos lo permitimos en aras de ejemplificar la pretensión de universalidad de la visión de la época, así como la su-puesta superioridad que la universalidad en sí misma tendría). Los

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cristianos y los emperadores cristianos, entonces, tienen el derecho de evangelizar, defenderse de quiénes lo impidan y utilizar todos los medios a su alcance para lograr esta labor trascendental, incluso la dominación, conquista y despojo de los indios, pues ello les provee-ría de más medios para evangelizar. Tales son los argumentos gene-rales de Fray Alonso de la Veracruz en De dominio infidelium et iusto bello (entre 1553 y 1556) y Relectio de decimis (entre 1555 y 1557). Y todavía una versión más severa de la cosificación que sufrieron los indios la encontramos en las argumentaciones de Domingo de Soto. El fraile del blanco hábito, citando al pasaje aristotélico que hemos referido, alega: “Entre el siervo y su señor no se puede dar absoluta-mente lo justo […] así como entre el instrumento y quien lo maneja no hay propiamente razón de lo justo, ni constituye injuria alguna para el instrumento que quien lo maneja haga uso de él a su gusto, así también ocurre entre el siervo y su señor”.6 El texto habla por sí mismo: no sólo el indio es considerado siervo, sino que el siervo no tiene relación alguna de igualdad con el amo y por ello pude ser utilizado a placer, es decir, queda completa-mente cosificado. Pero lo asombroso apenas se patentiza: los tres autores referidos anteriormente eran teólogos y enfrentaban al “humanista” Juan Gi-nés de Sepúlveda, quién, en un tratado censurado en el reino español (Democrates, sive de justi belli causis) y en otra polémica obra (De justis belli causis apud indios), argumentaba que existían justas y bellas cau-sas para hacer la guerra contra los indios. Categóricamente escribe:

Con perfecto derecho los españoles imperan sobre estos bárbaros del Nuevo Mundo e islas adyacentes, los cuales en prudencia, in-genio, virtud y humanidad son tan inferiores a los españoles como niños a los adultos y las mujeres a los varones, habiendo entre ellos tanta diferencia como la que va de gentes fieras y crueles a gentes clementísimas.7

6 Domingo De Soto, De iustitia et iure [1553], Madrid: Instituto de Estudios Políticos, 1967-1968, iii, q. 1, a. 4.

7 José Ginés De Sepúlveda, Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los indios, México: Fondo de Cultura Económica, 1941, p. 101.

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Las analogías de Sepúlveda sólo pueden entenderse en el contex-to de la época, pues iguala a los indios con la barbarie y a ésta con los niños, las mujeres y la crueldad. Sin duda, la reificación del indio era imposible de evitar cuando, desde los prejuicios y la carencia de evidencias, niños y mujeres eran considerados de manera natural y por sus naturalezas mismas despreciables. Pero la verdadera razón para someter culturalmente a indios, niños y mujeres no reside en sus semejanzas, sino que, según Sepúlveda, se justifica porque:

La primera [razón justa de la guerra de conquista] es que siendo por naturaleza bárbaros, incultos e inhumanos, se niegan a admitir el imperio de los que son más prudentes, poderosos y perfectos que ellos; imperio que les traería grandísimas utilidades, magnas comodidades, siendo además cosa justa por derecho natural que la materia obedezca a la forma.8

Y aún todavía peor, en el Dermócrates alter (una de las versiones censuradas), Sepúlveda consideró “que las personas y los bienes de los que hayan sido vencidos en justa guerra pasan a poder de los ven-cedores”.9 Es decir, las personas de los indios eran consideradas en el mismo estatus que los botines de guerra. La cosificación se hace extrema y la única pequeña diferencia entre este autor y sus teólogos opositores es la distancia entre oprimir o cristianizar forzadamente. El pensamiento filosófico y teológico sobre los indios en los si-glos xv y xvi presenta una franca falta de reconocimiento al sentido de pertenencia y tradición de los indígenas; éstos son alienados en un proyecto de historia de corte típicamente eurocéntrico: único, lineal y progresivo. Si bien ello es comprensible por las limitaciones e intereses de la época, lo inexcusable es que estas ideas se extendie-ron soterradamente hasta el siglo xx en toda América Latina bajo la consigna de las políticas nacionales y estatales para construir una identidad cultural encausada a “realizar la patria”, es decir, lograr la

8 Ibid., p. 153.9 José Ginés De Sepúlveda, Demócrates alter, vol. iv, Matriti: Opera, 1780,

pp. 352-353.

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emergencia de la identidad nacional bien diferenciada. Por tanto, resultó imprescindible discriminar qué población era indígena para considerarla fuera de las estadísticas del progreso y hacerlas objeto de los programas de desarrollo del modelo estatal. Pero los indígenas son de muchas etnias y características (con sólo pensar en una po-blación sedentaria y una nómada surge el error de clasificar en una misma cultura a identidades diferentes o de dividir cualidades simi-lares en taxonomías distintas). En un trabajo antropológico, Frye10 hace ver que los estudiosos y muchos de los encargados de tomar decisiones gubernamentales emplean la denominación “indio” de manera ambigua, “como adjetivo, sustantivo, condición y esencia”. Ello da idea de la reificación actual de la que todavía son objeto los indígenas. Para muchas personas, “indígena” simplemente significa pobre, inculto, mugroso o atrasado, amén de que durante la Colo-nia implicaba flojo, lascivo, desobligado y traicionero. Desgraciadamente, cuando un error entra en la historia es muy difícil de extirpar, según una expresión atribuida al controverti-do historiador Jacques Le Goff. No obstante, los efectos de estos ejemplos nos advierten que las consideraciones eurocéntricas han querido transformar a los indígenas o indios actuales en cristianos mestizos por razones hegemónicas que destruyen identidades cultu-rales no alineadas. Parafraseando al gran antropólogo Robichaux,11 podemos decir que desde la Conquista de América se ha querido co-locar al indio indomable en los museos y al útil en la parroquia del mestizaje. Porque un efecto de la historia eurocéntrica es considerar al “mestizaje” como un paso evolutivo en la historia indígena. Desde esta tesis, los mestizos tienen razón para negar sus raíces y querer diferenciarse. Sin embargo, cuando lo indígena se ve como el lugar original desde donde se devela la “americanidad”, surge “la paradoja del indigenismo”,12 se propicia la negación de lo indígena

10 David Frye, Indians into Mexicans: History and identity in a Mexican town, Austin: University of Texas Press, 1996.

11 David Robichaux, Identidades indefinidas: entre “indio” y “mestizo” en Méxi-co y América Latina, 2007.

12 Villoro, op. cit., p. 235.

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y hasta de lo mestizo, pero no pueden omitirse para la constitución de lo latinoamericano. Ello obliga a la filosofía a preguntarse por la identidad, la tradición, a respetar la historia de la pluralidad étnica y evitar taxonomías reificantes y esencialistas. Los “no indios” latinoa-mericanos deben responder la pregunta: ¿cómo salir de la paradoja y llegar a ser sí mismos?

iii. La hermenéutica ante la reificación del “indio”

La interpretación de lo ajeno desde lo propio y su apropiación

La filosofía de la comprensión o metodología hermenéutica es reco-nocida por Taylor (uno de los mayores promotores de las políticas multiculturales y del reconocimiento) como el proceso por el cual una cultura ajena puede ser comprendida. El autor canadiense in-dica: “Lo que tiene que ocurrir es lo que Gadamer denomina la ‘fusión de horizontes’”.13 Por ello, la hermenéutica es la condición para solucionar los problemas de la reificación india en el sentido de lograr un verdadero reconocimiento que aporte respuestas políticas, jurídicas, psicológicas o sociales. No es la tolerancia, como ya se ha evaluado,14 ni el simple respeto —jurídicamente correcto pero per-sonalmente indiferente— a los Derechos Humanos fundamentales, las propuestas más viables, sino el reconocimiento verdadero que transforme tanto al sujeto que reconoce como al reconocido. De ahí la relevancia, vanguardia y vigencia que tiene la temática del reconocimiento hoy en día, como puede percatarse no sólo por la vitalización que le dan figuras como Ricœur, Fraser y Honneth, sino por la amplitud, alcances y aplicaciones que muestra el desarrollo que tiene en el Recognition Forum (http://www.recognitionforum.com.au/). Sin auténtico reconocimiento, no habrá pluralidad étni-co-civilizatoria, sólo autismo compartido.

13 Taylor, op. cit., p. 99. 14 Jorge Aguirre, “Ciudadanía hermenéutica. Un enfoque que rebasa el mul-

ticulturalismo de la aldea global en la sociedad del conocimiento”, Anda-mios (2009): pp. 241-242.

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Asumir el lugar de la propia visión Tanto las comunidades como los sujetos cuentan con su horizonte de significatividad. Es decir, al pertenecer a un contexto histórico y una tradición específicos, que se conserva y transmite por su lengua-je, poseen una serie de pre-juicios. Éstos no deben condenarse siem-pre como actitudes reprobables, sino comprenderse como modos anticipados de ver, sentir, pensar y actuar en el mundo. La herme-néutica no denota los prejuicios con la evaluación negativa que les atribuyó la Ilustración desde Bacon, sino que, por el contrario, los valora como un núcleo que nos ayuda a comprender la cosmovisión cultural de quién mira, pues los considera como “[el] juicio que se forma antes de la convalidación definitiva de todos los momentos que son objetivamente determinantes”.15 Dicho en otras palabras, no es un juicio carente de fundamento y por tanto falso, sino un juicio con capacidad de ser valorado. Los prejuicios son los lentes por los que mira y se constituye una tradición y lo que ha formado a un sujeto. Por tanto, son la clave para descubrir qué y por qué algo es significativo en una cultura. Son la realidad histórica del ser.16

Los prejuicios, instalados de manera previa a toda experiencia de mundo y su correspondiente interpretación, son la pre-estructura de la comprensión. Sólo se pueden mostrar por medio de la auto-rreflexión o ante el choque y enfrentamiento con algo que haga salir al sujeto de sus parámetros porque se le presenta como “ajeno”. En la situación ante lo “anómalo”, el sujeto ha de descubrir en sí mismo algo extraño: al sacar a la luz su posesión de prejuicios y hacer auto-conciencia de las gafas con las que interpreta el mundo, se encuentra con su propio horizonte de significados. Si el horizonte es “el ámbito de visión que abarca y encierra todo lo que es visible desde un determinado punto.;17 “el horizonte de significados u horizonte de la historia efectual, es lo que se configura al tiempo que en reciprocidad configura al sujeto. Por lo tanto, el

15 Hans-Georg Gadamer, Verdad y método, vol. i, Ana Agud Aparicio y Rafael de Agapito (trads.), Salamanca: Ediciones Sígueme, 2000, p. 337.

16 Ibid., 334.17 Ibid., 372.

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horizonte de significatividad no es fijo, sino que se encuentra en perpetuo movimiento”.18 Es como si dijéramos: los intereses deter-minan lo que hay que ver y, a su vez, lo visto, recrea a los intereses. Así, el horizonte de significados, al no ser inmóvil, permite al sujeto percatarse de ser un ser inacabado, en constante cambio y creci-miento. El que no tiene un reconocimiento de su propio horizonte simplemente no ve lo suficiente y, por tanto, sólo es capaz de valorar lo demás como extraño y permanece sin poder valorar, a su vez, el proceso de la valoración que hace. Sólo ve aquello que le cae más cerca. Éste sería el caso de los ejemplos que reifican a los indígenas y mestizos. Simplemente no se comprende lo ajeno. A lo que está más allá de sus límites se le limita a parámetros próximos, pero no se lo-gra la aplicación de los propios parámetros sobre su propia indaga-toria. Seguramente esto le aconteció a Juan Ginés de Sepúlveda. En contraste, quien tiene el reconocimiento de los propios prejuicios, tiene la capacidad de poder ver por encima de los mismos y, por tanto, valorar correctamente lo que cae dentro de sus parámetros, tanto de cerca como de lejos, y lo más importante: también “desde dentro”, pues está consciente de que hay algo de él que puede ver al ver aquello que fuera de sí puede ver. El horizonte es el marco de di-cha comprensión histórica como significativa.19 Para dejar claro qué abarca y hacer conciencia de la pertenencia recíproca (pues el sujeto posee el horizonte en la misma medida que el horizonte posee al su-jeto o, en palabras de Merleau-Ponty, es el el perceptor percipiente), es menester reparar en cuatro aspectos preponderantes: a) el sujeto con tradición; b) el sujeto con historia; c) el sujeto con lenguaje; y d) el sujeto que interpreta. a) La tradición o cultura está constituida por una serie de creen-cias comunes sostenidas por una colectividad de individuos. “La tradición vendrá a ser la serie de valores compartidos, la forma de vida semejante en colectividad, así como sus comportamientos, cos-tumbres y reglas de conducta en general”.20 Gadamer, por su parte,

18 Ibid., p. 337.19 Ibid., p. 337.20 Villoro, op. cit., pp. 110-111.

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sostiene que lo consagrado por la tradición vendrá a poseer una au-toridad. Y aunque ésta sea anónima, determina a las personas, pues tiene poder sobre la acción y el comportamiento.21 Se erige como un verdadero elemento constitutivo: ejerce acción y comportamiento, es decir, es dinámica en el sujeto, pues al desenvolverse en el sujeto, éste desenvuelve su tradición y éste desenvolvimiento a su vez des-envuelve al sujeto. Entonces, es la tradición el medio por el cual se posibilita la autoconciencia, más que como acción, como contenido a conocer y comprender. Se descubre, a su vez, que es límite del horizonte y me-dida por la cual se juzga el entorno que envuelve al sujeto. Afirma Hernández-Pacheco: “Lo que cada uno somos está dado como algo desde dónde se explica nuestra vida y [es] el presupuesto de toda explicación. Por ello la autoconciencia está históricamente condi-cionada, y tiene un límite insuperable en la tradición”.22

b) El sujeto como historia muestra que el presente nunca se po-drá desligar enteramente del pasado. La historia pasada produce la historia del presente, y desde ahí se construye la tradición. Constan-temente se hace revisión histórica, pues más que pertenecernos le pertenecemos a ella.23 No llegamos a un mundo listo para ser inven-tado por nosotros, sino que llegamos a un mundo ya hecho por la historia. Pero terminamos de hacer el contexto al cual pertenecemos y nos vemos inmersos en él mucho antes de comprendernos a no-sotros mismos por medio de la reflexión. La historia nos determina, pues sus efectos nos constituyen al recaer sobre nuestra propia for-ma de comprender y de reflexionar el mundo. Se trata, por tanto, al ser sujeto histórico, de descubrir los pro-pios prejuicios que la historia nos ha instaurado. Se trata de realizar la comprensión hermenéutica desde una conciencia histórica, de forma que al detectar lo “históricamente diferente” no nos limite-mos a una confirmación de las propias hipótesis referentes a la rea-

21 Gadamer, op. cit., p. 348.22 José Hernández-Pacheco, Corrientes actuales de filosofía: la Escuela de Fránc-

fort, la filosofía hermenéutica, Madrid: Tecnos, 1996, p. 245.23 Gadamer, op. cit., p. 344.

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lidad dada,24 sino que, por el contrario, dejemos que la conciencia histórica nos abra la posibilidad de realizar una auténtica compren-sión, lo que enriquecerá el propio horizonte histórico al reconocerlo como horizonte de significados. c) En un principio, el lenguaje ejerce influencia en nuestro pen-samiento, pues pensamos con palabras. El sujeto como lenguaje posee un logos, una decodificación del mundo que permite pensarlo; pero a su vez es un logos que puede comunicar, que puede transmitir co-nocimiento a través del diálogo. La socialización es, por una parte, la maduración de la conducta social. Sin embargo, es también el aprendizaje de un lenguaje, de la palabra hablada, que, a su vez, al ser aprehendido, es aceptación de compromisos y de ideologías. El aprendizaje del habla es un cons-tante ejercicio de expresiones y de temas, pero también es nuestra formación de creencias y de opiniones. El lenguaje es el camino en el cual se mueve, una estructura preformada de articulaciones signi-ficativas.25 Es más correcto afirmar que el lenguaje nos habla a decir que nosotros lo hablamos a él.26 Sin embargo, no ha de concebirse a la experiencia lingüística, ni siquiera a la historia o a la tradición, como lo que meramente deter-mina al sujeto y a las comunidades. Porque, como hemos visto en el caso de los indígenas, una o varias de estas categorías combinadas de todos modos los reificarán. Por el contrario, ha de concebirse una seria participación del sujeto en la creación del lenguaje a partir de su pragmática y, a su vez, en la generación de su historia y la con-servación o transformación de su tradición. Estas acciones implican al proceso de la interpretación para lograr producir un sentido, una significatividad, un puesto, que supondrá, precisamente, el lengua-je, la historia y la tradición de un individuo, comunidad o cultura. d) Con lo anterior, se arriba a la necesidad del sujeto que interpre-ta; los seres humanos, al auto-concebirse como seres interpretado-res, ya no sólo proyectarán sus prejuicios en todo suceso ajeno, sino

24 Ibid., p. 64.25 Ibid., p. 197.26 Hernández-Pacheco, op. cit., p. 251.

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que se expondrán en ellos. Ricœur lo manifiesta diciendo: “Recibo del acto de apropiación lo que el mundo de la interpretación me propone, un sí (de mí) más amplio”.27 No se trata de desligarse de los prejuicios propios, ya que éstos son parte de la propia tradición, historia y lenguaje. Se trata de hacer autoconciencia de ellos para quitarles el título de “única verdad”. De hecho, debemos mantener-los, pero conscientemente, para no buscar en lo ajeno lo igual y, a su vez, encontrar en la diferencia la mismidad ontológica. Para ello tendremos que pasar al segundo paso.

Provocar la perspectiva histórica Como cada sujeto es parte de un conjunto de tradiciones y responde al interés de una época histórica en la cual se encuentra sumergido, entonces debemos comprender al otro desde esa perspectiva, pero sobre todo a nosotros mismos desde nuestro interés y nuestra his-toricidad. Ahora bien, ¿qué es cabalmente la comprensión hermenéutica de la pluralidad indoamericana por encima de la mera explicación o entendimiento? En primer lugar, la comprensión hermenéutica se da por la dinamicidad de dos movimientos: el movimiento de la tradición y el movimiento del intérprete. El primero es evidente desde la anticipación del sentido que guía nuestra manera de ver, sentir, pensar y actuar en el mundo, y no es un mero producto de la subjetividad, sino que se determina desde la comunidad, la cual precisamente nos une a la tradición. Esto es lo que principalmente debería comprenderse no sólo para el caso indomericano, sino para todo escenario plural, amén de que esta relación entre individuo y tradición está sometida a un proceso de continua formación. “No es un simple presupuesto bajo el cual nos encontramos siempre, sino que nosotros mismos la instauramos en tanto comprendemos y participamos del acontecer de la tradición”.28 He aquí el inicio del segundo movimiento: sostenerse en esa tradición y poder hacerlo

27 Paul Ricœur, Del texto a la acción. Ensayos de Hermenéutica, vol. ii, Pablo Corona (trad.), México: Fondo de Cultura Económica, 2002, p. 340.

28 Gadamer, op. cit., p. 363.

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a cierta distancia que no ciegue la percepción desde la cual se sabe percibiendo. Por lo tanto, debemos respetar y mantener la serie de supuestos que marcarán la diferencia entre ambos interlocutores. Eso sería respetar la tradición y la identidad cultural de los otros. La diferencia entre interlocutores podemos visualizarla como “diferencia histórica”. Por lo que “se trata de reconocer la distancia en el tiempo como una posibilidad positiva y productiva del com-prender”.29 Esta “diferencia histórica”, en el caso de dos individuos que ante un panorama multicultural necesitan comprenderse a par-tir del choque de horizontes, se toma como la distancia en la que el intérprete se presta a desligarse de sus prejuicios y no pretende des-ligar al otro de los suyos al interpretarlo desde sus propios paráme-tros o dialogar con él. De lo contrario, estaríamos provocando un discurso solipsista, como el de la Colonia y la conquista, señaladas arriba, en el cual, si bien los primeros evangelizadores defendieron la dignidad humana del indio, a su vez no comprendieron su propia religiosidad. Fue tardíamente cuando aprendieron a aprovecharla, pero siempre bajo el interés de inculturizar el cristianismo. La dife-rencia o distancia histórica se realiza al saberse poseedor de un hori-zonte de significados propios, mientras, además, se reconoce que el otro responde a su propio horizonte de significados. De esta manera mantenemos nuestros prejuicios de modo consciente, reconociendo que existen otros horizontes de significatividad y que, por lo tanto, nuestros parámetros le resultarán “lo ajeno, lo otro” al Otro. Así po-demos descubrirnos siendo el otro del Otro. Es decir, nos excluimos de la única manera de ver, sentir, pensar y hacer en el mundo y, a su vez, nos implicamos en una actitud ética ante los demás. Cuando se hace distancia, se encuentra el verdadero sentido de las cosas. Ya que gracias a ella es posible “resolver la verdadera cuestión crítica de la hermenéutica, la de distinguir los prejuicios verdaderos bajo los cuales comprendemos, de los prejuicios falsos que producen malentendidos”.30 La tarea consiste en hacer conciencia histórica, hacer conciencia de los propios prejuicios que guían la compren-

29 Ibid., p. 367.30 Ibid., p. 369.

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sión, con el fin de que la tradición se destaque como opinión y no como criterio último de verdad. Es decir, se ha de poner en suspenso la validez del propio parecer. Un verdadero acto fenomenológico de la epojé que, al inicio de toda hermenéutica, exigía Husserl. Cuanto más importante en el momento en que algo nos interpela. La conciencia de los propios prejuicios ante el otro, el distan-ciamiento de sí al reconocer las diferencias, es la experiencia her-menéutica. Ésta posibilita la solución al choque de cosmovisiones porque, reconocidos los correspondientes horizontes de significati-vidad, están dadas las condiciones para obtener la fusión de hori-zontes. Nos atrevemos a decir que los sabios tlamatinime indígenas y los padres franciscanos, encabezados por Martín de Valencia, die-ron una muestra eficaz de este ejercicio, según puede recogerse en El coloquio de los doce (acontecido en 1524), que años después con-signó Sahagún.31 La conversión hacia los indios se logró alegando que, según su propio modo guerrero de pensar y de actuar, tiene mejor ejército y, por tanto, mejor Dios para ser aceptado, aquél que logra vencer a los demás. Y habiendo vencido los españoles a los aztecas, éstos aceptaron que el Dios español debe aceptarse, del mismo modo que los demás pueblos indios conquistados por los az-tecas habían aceptado a los dioses de éstos. En definitiva, los padres franciscanos expusieron sus razones, pero lo hicieron en términos de guerra-conquista-protección divina de sus interlocutores aztecas para darse a entender. Es decir, comprendieron desde dentro de la cosmovisión azteca el modo de argumentar persuasivamente una verdad que, de suyo, era totalmente ajena al mundo indígena.

Asumir la identidad desde las diferencias Ante la confrontación con un “otro”, aparecen las diferencias. Dife-rencias de las cuales se obtiene experiencia al develar otro horizon-

31 La edición crítica es Coloquios y doctrina cristiana (Diálogos de 1524 dis-puestos por Fray Bernardino de Sahagún), edición facsimilar, introducción, paleografía, versión del náhuatl y notas de Miguel León-Portilla, México: Instituto de Investigaciones Históricas-Universidad Nacional Autónoma de México-Fundación de Investigaciones Sociales, A. C., 1986.

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te distinto del propio y provocar la develación del propio. En esa experiencia descubrimos algo de nosotros mismos; descubrimiento que no vendrá a ser unilateral, sino que provocará una transforma-ción al ampliar los respectivos horizontes porque nos comprende-mos diferentes ante y desde los otros. Los padres franciscanos del Coloquio de 1524 comprendieron de sí mismos la primacía de sus argumentos de piedad y caridad, al tiempo que se percataron de un interlocutor que le daba primacía al argumento de la fuerza. Y por la develación de los dos horizontes históricos pudieron exponer y adaptar el propio al diferente para que el diferente cayera en la cuenta de la verdad del propio. La fusión de horizontes además exige otros factores: entre ellos los del auténtico reconocimiento de diferencias. Charles Taylor ha insistido que el reconocimiento de las diferencias está condicionado por el de las identidades.32 Y la identidad, afirma Taylor, se moldea en parte por el reconocimiento o por la falta de éste. El falso reco-nocimiento de un individuo o de un grupo de personas puede ser causa de verdaderos daños en la formación de sus identidades, tal como el desarrollo de un reflejo despreciable, degradante o limitati-vo de uno mismo. Sobre este punto, la insistencia de Taylor ha sido menor a la de Honneth. Al menos así lo expresa el segundo cuando afirma:

En el caso de Taylor el asunto es más complicado, ya que él utilizó el concepto de reconocimiento sólo para el reconocimiento de di-ferencias [...] Hegel habla del ser reconocido y del reconocimiento siempre en relación con la idea de igualdad, y eso lo abandona totalmente Taylor en su libro sobre la política del reconocimiento, lo cual, debo decir, me irrita bastante.33

Finalmente, el nexo entre identidad y reconocimiento es debido a que la formación de una identidad no se puede dar de manera

32 Taylor, op. cit., p. 43.33 Axel Honneth, Reconocimiento y menosprecio, Madrid: Safekat, 2010, pp.

53-54.

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plenamente individual, porque siempre requeriremos del reconoci-miento de otros para afirmarnos como seres individuales y autén-ticos. Y ello implica la igualdad. Ante la reificación indoamericana se debe proceder con precisión: reconocer la igualdad no es la iden-tificación, pues los seres de distintas etnias, culturas o tradiciones son iguales pero no son idénticos. Por ello la hermenéutica ha de ser dialógica, pues “siempre definimos nuestra identidad en diálogo con las cosas que nuestros otros significantes desean ver en nosotros, y a veces en lucha con ellas”.34 La necesidad de la lucha se da porque la igualdad no es la asimilación ni la identificación con el otro. Sin embargo, Gadamer advierte que el verdadero diálogo no consta del simple propósito de llegar a conocer a un individuo, esto es, de formarnos una idea de su posición y posesión de horizonte. Esta situación no afectaría necesariamente a ninguno de ambos in-terlocutores.

“Se requiere de “desplazarse” con nuestro propio horizonte hacia el horizonte del otro. Permitiendo de esta forma una auténtica com-prensión hermenéutica del otro, al hacerme consciente de su alteri-dad, de su individualidad irreductible, pues uno es el que desplaza a su situación. El desplazamiento implicará el ascenso a una gene-ralidad superior, al rebasar tanto la peculiaridad propia como la del otro.35

“Desplazarse” a través del diálogo va más allá de conocer al otro como un objeto de indagación, de entablar una conversación para simplemente entender al interlocutor o superar con acuerdos las di-ferencias; en palabras un tanto existencialistas podríamos decir: “Es un comprender lo que es diferente de mí en ti y no las diferencias de ti que se hacen patentes en mí”. Así, comprender no significa dar cuenta “de un objeto de indagación” para predecir su comporta-miento, sino, parafraseando a Taylor, es más bien una actitud donde nunca se cierra el paso a lo que el otro tiene que decir. Conocer es

34 Taylor, op. cit., p. 53.35 Gadamer, op. cit., p. 375.

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pretender controlar intelectualmente al objeto, haciendo imposible que éste responda, mientras que comprender es establecer al otro sobre el diálogo.36

En el diálogo, para llevar a cabo la fusión de los horizontes, no sólo se comprende un objeto, sino también a alguien capaz de com-prendernos. Las expectativas sobre lo otro cambian y se abre camino al descubrimiento. Éste vendrá a ser enriquecedor a partir del logos que se transmite y fusiona a través del diálogo. Palabra, que como enseñó Carlos Lenkersdorf, es dicha en la medida que es escucha-da.37 Aceptar un diálogo implica asumir el mundo implícito en su lenguaje. Lenguaje que transmite tradición, contexto, historia y cos-movisión. En el diálogo, el mundo es el suelo común y vendrá a ser la consecuencia y acuerdo de la conversación.38 La comprensión hermenéutica y el diálogo preguntan por la tra-dición del otro, por su horizonte de significados, haciendo epojé del propio. No se pregunta por la identificación, pues sería proyec-tarse en prejuicios y supuestos, sino por lo diferente, por su iden-tidad. Produciendo, más que un intercambio de información, un encuentro humano. Ahí surge la fusión de los horizontes, en el en-cuentro ante la identidad y reconocimiento del otro y su posterior separación, pues la fusión de horizontes no implica la disolución de identidades en identificaciones enajenantes. Esto último no se comprende del todo en los proyectos de asimilación, integración y desarrollo de identidades hacia una nación de modelo eurocéntrico sobre las “naciones” indoamericanas que no fueron, ni son, ni qui-sieron, ni quieren ser eurocéntricas. En el mismo ánimo y con el propósito de que el caso indo y mes-tizo resulte un modelo ante el resto de la aldea global atravesada por la economía del mercado libre y por las incontenibles migraciones, podemos citar a Dora García-González:

36 Taylor, op. cit., 2002. 37 Carlos Lenkersdorf, Filosofar en clave tojolabal, México: Porrúa, 2002, pp.

11,31.38 Hernández-Pachecho, op. cit., p. 251.

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La hermeneutización de la cultura permite su interpretación a tra-vés del enfrentamiento que interroga, interpela e interpreta dife-rentes contextualidades e identidades […] de tal modo que sea [la hermeneutización] el puente que permita la interlocución, la rela-ción, el pasadizo a través del cual se puede transitar de una cultura a otra, reconociéndose cada ser humano o grupo cultural como portador de una identidad y una dignidad invaluables.39

Esta declaración ilustra el aporte hermenéutico al proceso del “reconocimiento” como diálogo y la fusión de horizontes de signifi-catividad, que fue deseable ante la pluralidad étnica de la Colonia y que lo sigue siendo hoy ante las circunstancias de la diversidad.

iv. La hermenéutica como herramientade dignificación e identidad

El desenlace de la pluralidad cultural: balance conclusivo

La filosofía hermenéutica, particularmente gadameriana y contem-poránea, revitaliza la revisión de la inculturación de la Conquista y la Colonia. No sólo muestra las injusticias cometidas a los “indios”, sino la causa de las mismas por la visión unilateral de su horizonte de significatividad y pertenencia. Y en este último sentido, muestra también la falta de comprensión e injusticia con que se condena a los actores inculturizantes del período de la Colonia. Ello es una oportunidad (como ejemplo y modelo en el mundo actual), pero también expone algunas limitaciones. Como oportunidad, está la intención del reconocimiento de los horizontes de pertenencia y de significatividad y su fusión. Como limitaciones, se puede decir, dado el tratamiento formal o metódico de la hermenéutica, que se circunscribe al contenido de los hori-zontes en cada caso particular, en cada ejemplo, aunque se pueden

39 Dora García-González, Hermenéutica analógica, política y cultura, México: Ducere, 2001, p. 137.

La fusión hermenéutica de los horizontes de significatividad como alternativa… 171

tomar como modelos. Lo importante, en todo caso, es a la fusión horizontes. Ésta se da en la declaratoria: “Lo reconozco”, pero cabe precisar si ocurre como idéntico o como igual o como distinto. Por-que uno de los principales problemas de la inculturación de todos los tiempos es que promueven la “tolerancia” y el “respeto” pensados desde el reconocimiento de la igualdad, pero ésta ha sido interpre-tada como identidad o identificación a partir del ambiguo supuesto de que todos “somos iguales”, que en el fondo quiere que todos seamos idénticos. Hay, entonces, una distancia enorme entre la pro-moción de la tolerancia y el respeto a la pluralidad étnica. Más aún, si la tolerancia y el respeto caen en la indiferencia y sólo permiten la existencia de una cultura ajena pero no la llegan a defender o a promover, entonces es necesario comprender que “la Diferencia […] implica la responsabilidad por y hacia lo distinto de los otros, motiva a la comprensión por y hacia la alteridad y las acciones del extraño”.40 El respeto, como el reconocimiento, no ha de ser pasivo, sino también promotor de lo diferente. El reconocimiento implica la diferenciación de las minorías cul-turales dotándolas de una posibilidad incluyente. Sólo así pueden defenderse los horizontes de significatividad expuestos a panoramas diversos, y sólo así pueden enriquecerse mutuamente. Los cambios de significatividad, la fusión de horizontes, no sólo resguardan la identidad cuando hay buenas razones para ello, sino que la mejoran. Ejemplifiquemos, otra vez, con el encuentro entre los tlamatinime y los hermanos franciscanos. Los aztecas declararon: “Totecujoane, ca njcan ticcuj nica ticana in ruhquj amotlatoltzin, manoco tlacua in amoiollotzin. [que en Nahuatl quiere decir] Señores nuestros, aquí cogemos, aquí tomamos tal como es, vuestra palabra. Que no se altere vuestro corazón, que esté tranquilo el nuestro”.41

Estos sabios aztecas simplemente reconocieron la verdad de sus interlocutores y, sin perder su identidad y mentalidad guerrera, se convirtieron al catolicismo, con lo cual pudieron asumir un nuevo horizonte cultural e incrementaron el propio.

40 Jorge Aguirre, op. cit., p. 97.41 El coloquio de los doce, 160 en náhuatl, 161 en castellano.

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Publicaciones del Departamento de Filosofía

Pablo Lazo BrionesDepartamento de Filosofía, uia.

Así nació, en ese día de 1943, el Centro Cultu-ral Universitario, y la Escuela de Filosofía que le servía de sustento y razón de ser. Filosofía y Uni-versidad Iberoamericana caminarían en adelante siempre juntas.

Héctor González Uribe

ResumenEn este artículo se ofrece una exposición crítica de la historia de las publi-caciones del Departamento de Filosofía de nuestra universidad, contem-plando tanto los momentos de originalidad que nos han dado identidad en términos de producción de pensamiento, como los giros en las temática y los procesos de normalización profesional que han consolidado el carácter que tienen hoy.Palabras clave: historia, filosofía, crítica.

AbstractIn this article is given a critical exposition of the history of the publications of the Department of Philosophy of our University, regarding both the moments of originality that have given us identity in terms of production of thought, and the turns in the thematic and processes of professional normalization that have consolidated character that they have today.Key words: history, philosophy, critics.

revista de Filosofía (universidad iberoamericana) 136: 173-188, 2014

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La relevancia de las publicaciones del Departamento de Filosofía en el contexto mexicano del siglo xx

Abriremos estas líneas con una reflexión sobre la necesidad de la di-fusión de la filosofía en el contexto social y político de México, en el cual nuestro Departamento de Filosofía ha desplegado un abanico de publicaciones. Describiremos así, en primer lugar, la necesidad de un juego siempre dinámico entre la crítica del pensamiento filosó-fico y su ubicación en un entorno que lo marca y le da su configu-ración propia. Sólo desde esta perspectiva social, de anclaje cultural amplio, se aprecia en toda su magnitud la peculiaridad del papel de la filosofía respecto a su relación con otros discursos culturales en general, y, viéndolo desde los intereses de este texto, se puede hablar en específico de la aportación que el Departamento de Filosofía de la Universidad Iberoamericana ha tenido en setenta años de produc-ción ininterrumpida. Los problemas políticos, culturales y sociales que se enfrentaron en nuestro país en la primera mitad del siglo xx son bien conocidos: México pugnaba por sostener un intento de integración nacional en todos los niveles, intento que ahora, a la luz de sus consecuencias, puede discutirse. Los múltiples grupos étnicos y de clases precarias, las minorías extranjeras y la enorme afluencia migratoria del campo a las ciudades, los intelectuales y políticos formados en universida-des extranjeras y el grueso de la población en gran parte iletrada, todos estos grupos divergentes y hasta opuestos entre sí, y otros tan-tos agentes sociales plurales, eran protagonistas del reto de unidad y vinculación en un proyecto social de crecimiento económico y representatividad política que se defendía como vía única de moder-nización. Para ello, en el registro de las políticas públicas referentes a la educación, el gobierno mexicano adoptó medidas unificantes y homogeneizadoras de la gran diversidad de los educandos, que muchas veces hacían violencia a las relaciones naturales que exis-ten entre educación y contenidos de la cosmovisión cultural, como creencias endémicas míticas y religiosas, o usos locales del lenguaje. La conformación en 1943 de la institución educativa que fue el antecedente de la Universidad Iberoamericana, el Centro Cultural

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Universitario, y la posterior fundación de la propia universidad en 1951, fecha en la que la Escuela de Filosofía llevaba casi ya una dé-cada funcionando, respondieron a estas condiciones culturales y so-ciales de forma asertiva, ofreciendo una oferta educativa distinta a la corriente radical socialista-marxista del período del presidente Láza-ro Cárdenas, y, aprovechando la coyuntura del gobierno de Manuel ÁvilaCamacho,sedefendióensusaulasunaeducaciónlaicadeins-piración cristiana y fuerte conciencia social, de lucha por la equidad y la justicia para los más desfavorecidos, y de rescate de valores de la cultura mexicana, amenazados por las nuevas corrientes ideológi-cas. Así relata este importante período de gestación institucional el profesor Héctor González Uribe en su ya clásico texto Historia del departamento de filosofía de la Universidad Iberoamericana:

En la nueva época de conciliación, y habiendo pasado el peligro inmediato del marxismo educativo, los movimientos estudiantiles de contenido ideológico, y sus organizaciones representativas, per-dieron gran parte de su razón de ser y de su necesidad táctica, y se abrió entonces un campo nuevo de difusión de filosofía cristiana: la Escuela de Filosofía, como base para una universidad renovadora de los valores tradicionales de la cultura mexicana. Así nació, en ese día de 1943, el Centro Cultural Universitario, y la Escuela de Filo-sofía que le servía de sustento y razón de ser. Filosofía y Universidad Iberoamericana caminarían en adelante siempre juntas.1

Las publicaciones de nuestro Departamento de Filosofía (con-formado en 1973, con el antecedente de la Escuela de Filosofía con cuatro décadas de trabajo), desde sus primeros textos de apoyo a la docencia y de difusión de las ideas filosóficas hasta los actuales libros de investigación de alto nivel y propuestas originales dentro de los debates más vigentes en el mundo filosófico, han respondi-do a esta inspiración original de crítica y conciencia social, muchas veces a contrapelo de las corrientes ideológicas de moda que institu-

1 Héctor González Uribe, Historia del departamento de filosofía de la Universi-dad Iberoamericana, Cuaderno de Filosofía 14, México: uia-Departamento de Filosofía, 1990, p. 9.

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cionalmente se quieren imponer en los medios academicistas, o de aquellas otras corrientes de pensamiento politizadas que se quieren únicas representantes del juego educativo nacional. De frente a estas corrientes, me parece que el talante de las publicaciones del De-partamento de Filosofía, como núcleo del nacimiento e ideario de nuestra universidad, y como motor de su crítica y propuesta social, pueden cifrarse con la frase que Héctor González Uribe rubrica: “Fi-losofía y Universidad Iberoamericana caminarían siempre juntas”. Antes de comentar en detalle las distintas publicaciones que a lo largo de estas décadas han encarnado este talante crítico social y cul-tural, que es al mismo tiempo el núcleo de la propuesta académica de la Universidad Iberoamericana, permítanseme un par de reflexio-nes más sobre la importancia de la difusión de la filosofía de cara a la situación cultural y social. A despecho de equivocadas concepciones de la filosofía que la identifican con un pensamiento abstractivo y meramente academicista sin repercusión en el mundo de la vida social, cultural y político, la reflexión que implica la filosofía au-téntica siempre está involucrada con una respuesta inmediata a las condiciones socio-históricas que la vieron nacer. El auténtico pen-samiento crítico-reflexivo de la filosofía lucha precisamente contra las mitificaciones y fetichizaciones presentes en las formas culturales que son sus propias falsificaciones, ya sea en la forma de ideologiza-ciones que se quieren extender sin reservas en la manipulación y la instrumentalización de la acción, ya sea en la alienación respecto a las condiciones contextuales e históricas, que son la plataforma de cualquier tipo de verdad. He aquí la importancia de insistir en un método de investigación de la realidad social como aquel que realiza la filosofía: a distancia crítica de ésta y no en abstracción de ella. Pero también se entrevé la importancia de insistir en el método que se apertreche críticamente respecto a la propia producción filosófica en el mundo académico y cultural en general, en donde, en efecto, tal producción puede verse desviada a usos meramente utilitarios, ideológicos o institucionales, cuando las instituciones —académicas, culturales o políticas— ya no representan las realidades sociales sino que las falsean en función de intereses creados. Ejemplos hay muchos en el mundo de nuestra

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cultura actual, pero pongamos como paradigmático el uso de la fi-losofía academicista para los fines exclusivos de ascenso en un esca-lafón universitario y de investigación, y no de comprensión, crítica y transformación de la realidad que se propone como motivo de este uso. Lamentablemente, ésta es una de las formas más perversas de utilización de la producción filosófica hoy día, que llamamos, sin ambages, fetichizada, espuria. Las publicaciones del Departamento de Filosofía han ido cre-ciendo significativamente en número a lo largo de los años, pero sobre todo en posicionamiento crítico respecto a estos usos ideoló-gicos o fetichizados de su propio discurso. Tendremos oportunidad de hablar un poco más adelante de los lazos naturales que se han tendido entre las líneas de investigación departamentales actuales y la publicación de los resultados de los distintos proyectos de in-vestigación que éstas incluyen. En tales lazos entre investigación y publicación, entre reflexión crítica y su necesaria difusión, se juega la relevancia social y cultural del combate peculiar que implica el quehacer filosófico: lucha contra las formas espurias del pensamien-to y defiende las auténticas; desarticula las manipulaciones, instru-mentalizaciones e ideologizaciones de las acciones sociales y da una propuesta constructiva de acciones con más conciencia histórica y social, acciones menos alienadas, más justas, políticamente más comprometidas y racionalmente más orientadas.

Inicios de las publicaciones y entrada al “período de normalización” de la producción editorial

Como hemos comenzado a decir más arriba, las publicaciones del Departamento de Filosofía tuvieron comienzo con materiales fuertemente ligados con el nuevo proyecto universitario del Cen-tro Cultural Universitario y la Escuela de Filosofía con la que éste nació. Se trató de materiales muy ricos en conocimiento y de fuerte orientación social y cultural, cuyo fin primordial fue el apoyo a la docencia universitaria y la difusión de las cátedras de connotados profesores, entre los que cabe destacar al Dr. José Sánchez Villaseñor

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y sus apuntes de la cátedra sobre la historia del pensamiento griego (1983), al Dr. Fernando Sodi Pallares y sus apuntes de la cátedra deontología(1989)yalDr.MiguelMansurKuriysusapuntesdela cátedra de estética (1993). Estos profesores se hicieron famosos dentro y fuera del Departamento de Filosofía, y dentro y fuera de la Universidad Iberoamericana (sus clases eran muy recurridas por estudiantes de otras universidades, como la unam), por su elocuen-cia y enorme conocimiento de los temas filosóficos de su interés. Afortunadamente, se recogieron sus palabras en estos cuadernos. Como antecedente de estas primeras publicaciones del Depar-tamento de Filosofía, destinadas prioritariamente al servicio de alumnos, en el período de formación y ejercicio de la Escuela de Filosofía del Centro Cultural Universitario hubo una gran actividad de publicación por parte de los profesores en varias editoriales de prestigio. Mencionaremos sólo algunas de estas publicaciones por considerar que también son parte de nuestra historia como Depar-tamento y, por ello mismo, fueron parte estructural de las proyec-ciones de publicación y líneas editoriales que en los años posteriores se lanzaron con éxito. Estas publicaciones, por su contenido crítico, social, humanista y de inspiración cristiana, fueron la plataforma, a su vez, de la perspectiva reflexiva de obras posteriores. En los años cuarenta, el profesor José Sanchez Villaseñor se in-teresó en el pensamiento existencialista, historicista y contextualista de autores clásicos de estas corrientes: Ortega y Gasset, José Gaos y Jean Paul Sartre. Cabe destacar que la discusión de estos tópicos entraba en el estado de la cuestión de los debates filosóficos más vigentes en aquellos años, y es prueba de la preocupación política y social de la filosofía, que reflexiona sobre el lugar existencial del hombre en su mundo. Así, del profesor Sánchez Villaseñor se publi-caron tres importantes libros en editorial jus: José Ortega y Gasset. Pensamiento y Trayectoria (1944), La Crisis del Historicismo y otros Ensayos (Gaos en Mascarones) (1945) e Introducción al pensamiento de Jean Paul Sartre (1950); y un libro más a cargo de la editorial del Centro Cultural Universitario de aquellos años: ¿Es idealista Ortega y Gasset? (1944). El profesor David Mayagoitia publicó El ambiente filosófico de la Nueva España (1945), el profesor José de Jesús Her-

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nández Chávez hizo lo propio con su Lógica (1953), y el profesor Rafael Martínez del Campo publicó su Philosophia Moralis Generalis (1950). Las obras fundadoras de estos tres profesores pioneros apa-recieron en la casa editorial jus. Más tarde, de los sesenta, y sobre todo de los setenta en adelante, otros connotados profesores siguieron animosos la labor de publica-ción de sus investigaciones hechas ya en el recién formado Departa-mento de Filosofía. El profesor Fernando Sodi Pallares publicó sus Ejercicios de Lógica (Progreso, 1966), y, poco después, el profesor José Rubén Sanabria, prolífico y muy inquieto en sus intereses filo-sóficos, publicó varios libros generales de introducción a disciplinas clásicas de la filosofía, para utilización en las escuelas preparatorias y en los primeros años de la carrera de filosofía: su Lógica (Porrúa, 1973, con varias reediciones en los años posteriores), su Ética (Po-rrúa, 1993) y su Introducción a la filosofía (Porrúa, 2001). Cabe en-fatizar que estos libros de iniciación a las disciplinas filosóficas se distribuyeron de manera sorprendente, tirándose varias ediciones de todos ellos. Aunque el profesor Sanabria también publicó obras de mayor juego reflexivo y mayor propuesta personal, como su tem-prana Filosofía del Absoluto. Afirmación y rechazo de Dios en diversas corrientes filosóficas (Progreso, 1966), y obras posteriores como El problema de la filosofía cristiana (uia, 1999). En un caso similar de gran distribución y demanda en los niveles de preparatoria y primeros años de formación universitaria, se edi-taron las publicaciones del profesor Raúl Gutiérrez Sáenz, a cargo todas ellas de la editorial Esfinge: Introducción a la lógica (1979), Introducción a la ética (1975), Introducción a las doctrinas filosóficas (1977), Antropología filosófica (1980), Introducción a la pedagogía existencial (1975), entre otras obras. Aunque estas obras no tienen propuesta personal y no entran en el juego de los debates filosóficos de alto nivel sino que son expositivas y descriptivas, no carecen de importancia a la hora de pensar en la gran necesidad de difusión y explicación del pensamiento reflexivo y crítico de los grandes clá-sicos en los niveles de bachillerato. El profesor Antonio Ibargüen-goitia Chico se interesó por la generación de la filosofía en México, tema esencial para comprender justo el tema del que hablamos: la

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relevancia de un pensamiento crítico de configuración propia. Así, publicó sendos libros: Filosofía mexicana: en su hombres y en sus textos (Porrúa, 1976) y Summa filosófica mexicana (Porrúa, 1990), que se ha convertido en una referencia obligada del tema con los años. Por su parte, el profesor Miguel Villoro Toranzo publicó con gran éxi-to editorial su Filosofía del derecho (Porrúa, 1983). Un último caso es digno de entrar en esta mención de publicaciones destacadas de profesores del Departamento de Filosofía en distintas editoriales: el profesor Jorge A. Serrano y sus muy comentados trabajos sobre ciencias y la relación que éstas guardan con el pensamiento filosófi-co, destacando entre ellos su Filosofía de la ciencia (cee, 1980). Como continuación, y en gran medida como resultado natural, de esta labor de publicación de las primeras generaciones de pro-minentes profesores del Departamento de Filosofía, a partir de los años noventa, y sobre todo en la primera década de los años dos mil y hasta la fecha, las investigaciones de alto nivel de los profesores actuales y los procesos de edición de los resultados de éstas se siste-matizaron y ganaron en calidad y cantidad. Es a esto a lo que nos referimos cuando hablamos del “período de normalización” de las publicaciones de nuestro Departamento de Filosofía: al hecho de que no sean eventos casuales o producto único de la iniciativa per-sonal de algún profesor o grupo de profesores entusiastas, sino que están perfectamente integrados y sistematizados como parte fun-damental de la vida del propio Departamento de Filosofía, siendo parte de una sola dinámica entre investigación, aprovechamiento de recursos destinados exclusivamente para publicación y las mis-mas obras ya editadas y apropiadamente distribuidas en librerías de prestigio. Es importante enfatizar este hecho porque representa una enorme ganancia institucional, que le da un lugar privilegiado (el que debe tener en una universidad que se precie de serlo) a las inves-tigaciones de sus académicos y la publicación de las éstas. Sólo cuan-do se cuida este binomio central —investigación/publicación— se desarrolla una identidad académica verdaderamente fuerte que le da presencia y posición a un departamento académico. Expliquemos un poco más este vínculo esencial entre investiga-ción y publicaciones de cara a los años más recientes de vida editorial

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del Departamento de Filosofía. Los campos específicos de conoci-miento de nuestras líneas de investigación departamentales se han visto enriquecidos y ampliados tanto por la propuesta de investiga-ción de los profesores y sus respectivos productos de investigación publicados en revistas arbitradas y en editoriales de prestigio, como por la publicación en la editorial de la Universidad Iberoamericana. La ampliación y enriquecimiento del campo de conocimiento espe-cífico de nuestro Departamento de Filosofía se advierte, en primer lugar, en las propuestas de reflexión crítica filosófica de objetos y prácticas culturales contemporáneas en la que convergen los cuatro proyectos individuales de los profesores de tiempo completo adscri-tos a la línea de investigación denominada “Filosofía y análisis de la cultura contemporánea”. Los cuatro proyectos, que comparten el sentido de conexión heurística entre filosofía crítica y cultura que plantea esta línea, han hecho innovaciones en los siguientes campos de conocimiento: 1) la estética y la producción contemporánea de las artes; 2) las nuevas tecnologías y su repercusión en los usos y prácticas culturales; 3) el multiculturalismo y los desafíos éticos y políticos de la diversidad cultural; 4) la bioética y los problemas jurídicos y políticos que compromete. En segundo lugar, los cinco proyectos individuales de profesores adscritos a la segunda línea de investigación, denominada “Hermenéutica y estudio de los clási-cos”, han aportado innovadoras perspectivas interpretativas de te-masclásicoscomoelpensamientodeSørenKierkegaard,lafilosofíadel derecho o la filosofía de la liberación latinoamericana, así como la reactualización de problemas epistemológicos y metafísicos en autores contemporáneos como Bernard Lonergan, reactualización que es fruto de la denodada labor de investigación del Dr. Francisco Galán Vélez. Recientemente se ha puesto en marcha una tercera línea de in-vestigación, denominada “Análisis de la cultura contemporánea des-de las fronteras de la filosofía y la literatura”, en la que participan proyectos de cuatro profesores del Departamento de Filosofía de la Universidad Iberoamericana y profesores de la ffyl de la unam. Éste es un proyecto interinstitucional de gran innovación en el campo de conocimiento específico de las fronteras entre la filosofía, la literatu-

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ra y las prácticas culturales, que ya ha tenido sus primeros frutos de publicación: el número 129 (septiembre-diciembre de 2010) de la Revista de Filosofía de nuestro departamento se dedicó en su mayor parte a publicar los resultados de investigación de ocho profesores de la Ibero y de la unam. Ya se proyectan otras prometedoras publi-caciones en esta línea, como un libro colectivo de alto nivel a cargo de la coordinación del Dr. Carlos Mendiola Mejía. Los resultados de todas estas investigaciones se han publicado en libros, capítulos de libros y artículos en revistas especializadas y arbitradas. En los últimos seis años (del 2007 a la fecha), se ha tenido una importante producción de publicaciones, que colocan al departamento de filosofía a la par, por ejemplo, del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la unam: 19 libros publicados, dos libros editados, dos libros traducidos, cuatro compilaciones con tra-bajos de profesores nacionales y extranjeros, y dos libros autorizados y en proceso de edición, lo que da como total 30 libros producidos; 15 capítulos de libros y diez artículos en revistas indizadas de alto nivel; 17 artículos en revistas arbitradas; 14 artículos en revistas sin arbitraje; lo que da un total de 31 artículos publicados. Esta enorme capacidad de producción editorial es resultado también de la renovación del claustro de profesores casi en su totali-dad en la última década, incorporando profesores-investigadores de formación académica sólida, que dedican la totalidad de su tiempo a las labores académicas de un Departamento de Filosofía, con cada vez más presencia en el medio nacional e internacional.

Colecciones, coediciones, traducciones y libros destacados

Hablando más finamente de la producción editorial del Departa-mento de Filosofía de las últimas décadas, y sobre todo de lo que hemos identificado con su “período de normalización”, debemos destacar que esta producción no sólo se mide en buenos números, en cada vez mayor cantidad de textos publicados —que, dicho sea de paso, es el pobre criterio administrativo de muchas dependencias gubernamentales e instituciones de enseñanza tecnocráticas para

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“medir” la capacidad de investigación de una dependencia académi-ca—. Ponderamos la producción editorial de nuestro Departamen-to con un criterio más cualitativo que cuantitativo, es decir, respecto a sus propuestas originales en los distintos libros, artículos y reseñas, respecto a la inclusión de estas propuestas en debates filosóficos de altura en el medio académico nacional e internacional, y sobre todo respecto a la tendencia a conformar una “Escuela de investigación” propia, con una identidad y un sello propios del Departamento de Filosofía de la Universidad Iberoamericana. La continuidad en las colecciones de estas publicaciones —y de las publicaciones individuales que tienen que ver con las líneas di-rectrices de investigación que ya hemos mencionado— enlaza direc-tamente con esta aspiración a formar “Escuela de investigación”. Existen tres colecciones de libros que, cada una en su momento, han tenido presencia y personalidad propias y encarnan el espíritu crítico del Departamento de forma peculiar. La primera es la colec-ción ya mencionada de Cuadernos de Filosofía, que, a lo largo de una treintena de años y 35 números, publicó textos breves pero de gran contundencia sobre los temas clásicos que interesaban al debate filosófico de la primera época del Departamento de Filosofía: co-mentarios de pensadores y temas clásicos de la filosofía, reproduc-ciones de cátedras de profesores prominentes y homenajes a sus labores académicas, pero también textos inspirados en la filosofía educativa y el ideario humanista de la universidad, así como temas de punta en esos años como la filosofía de la empresa o conside-raciones éticas sobre nuestro mundo contemporáneo. La segunda colección de nuestro Departamento nació hace apenas unos años (2008) pero de forma muy prometedora; es la denominada Las Lec-turas de Sileno, bajo la coordinación del Dr. José Luis Barrios Lara. En esta colección, que ya cuenta con cinco libros publicados y tiene en preparación otros cinco, se intenta concentrar textos ensayísticos de especialistas en temas que cruzan la filosofía y la crítica de la cul-tura, temas de mucha vigencia en los debates contemporáneos pero pensados con la ligereza y el estilo dinámico del buen ensayo filosó-fico. La tercera colección es la coordinada por el Dr. Luis Guerrero Martínez, y se denomina Papeles de Kierkegaard. En esta colección se

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han concentrado reediciones y traducciones de textos originales del pensador danés, de gran relevancia pues se trata de versiones inexis-tentes hasta el momento en castellano o de nuevas versiones crí-ticas que le añaden nuevos contenidos reflexivos al comentario de este pensador clásico. Respecto a las traducciones, hay que decir que la labor filosófica no se agota en la exégesis de los clásicos o de los contemporáneos, en el comentario erudito de los debates al día, ni siquiera en la pro-puesta que concebimos como más original en el momento en que el pensador propone nuevos esquemas conceptuales o ideas originales. La labor filosófica también consiste en la divulgación de importan-tes textos que han probado ser influyentes en medios culturales de otras latitudes. La labor del traductor no sólo es reproducir mecáni-camente lo que lee, sino interpretarlo, evaluarlo y saber trasladarlo a otra lengua, sirviéndose de su bagaje de conocimiento filosóficos especializados. Para mencionar sólo algunas traducciones de gran relevancia de nuestro Departamento de Filosofía, mencionaremos los títulos: Husserl. Sobre el problema de Dios, de Angela Alas Bello, traducido por Ma. Concepción Márquez de Carnevale (uia-jus, 2000); Insight. Estudio sobre la comprensión humana, de Bernard Lo-nergan, traducido por Francisco Quijano (uia-Sígueme, 2004); He-gel, de Charles Taylor, traducido por los doctores Carlos Mendiola, Francisco Castro y Pablo Lazo (uia-Anthropos-uam, 2010). A estas colecciones y traducciones hay que agregar las exitosas coediciones de varios títulos de nuestra producción de investiga-ción con casas editoriales de prestigio nacional e internacional. Estas coediciones hablan de la consistencia del trabajo académico hecho en el Departamento de Filosofía, que ha convencido a los consejos asesores de estas editoriales por ser un producto académico de gran repercusión social y por la gran demanda que han tenido estos tra-bajos entre los profesionales de la filosofía. Algunas de estas obras en coedición que cabe destacar son: Política de la Memoria, de María Teresa de la Garza (uia-Anthropos, 2002); La Frágil Frontera de las Palabras. Ensayo sobre los (débiles) márgenes entre filosofía y literatu-ra, de Pablo Lazo Briones (uia-Siglo xxi, 2006); Topografías de la Modernidad. El pensamiento de Walter Benjamin, compilado por T.

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de la Garza y J. L. Barrios (uia-unam, 2007); Habitar en la Época de la Técnica. Heidegger y su recepción contemporánea, de Francisco Castro Merrifield (uia-Plaza y Valdés, 2008); ¿Quién decide lo que está bien y lo que está mal? Ética y Racionalidad, de Luis Guerre-ro Martínez (uia-Plaza y Valdés, 2008, y que va ya en la segunda edición); Atrocitas Fascinans. Imagen, Horror y Deseo, de José Luis Barrios (uia-Conejo Blanco Galería de Libros, 2010); Crítica del multiculturalismo. Resemantización de la multiculturalidad, de Pablo Lazo Briones (uia-Plaza y Valdés, 2010). Decíamos que dentro de las líneas de investigación que le dan personalidad y presencia a nuestro Departamento de Filosofía como una unidad de propuesta reflexiva, tendiente a lo que puede lla-marse “Escuela de investigación”, encontramos una gran cantidad de libros que encarnan este espíritu crítico, atento tanto al comen-tario “hacia dentro” de los discursos filosóficos, que requieren ser revisados desde posturas analíticas, como a los fenómenos sociales, políticos y culturales, que requieren ser desarticulados y abiertos en su compresión “hacia afuera” del pensamiento filosófico. De estos dos grupos, mencionaremos los títulos El Hombre Pregunta, de Ro-berto Cruz F. (uia, 1994), obra en la que se elabora una fenome-nología hermenéutica de la esencia humana de gran originalidad; El problema de la verdad: una aproximación analítica, de Fernando ÁlvarezOrtega(uia, 1999), en donde se estudian minuciosamente las condiciones para hablar de la definición y el criterio de la verdad desde la tradición analítica; El aborto. Aspectos: jurídico, antropológi-co y ético, de Virgilio Ruíz Rodríguez, en donde se lleva a cabo una reflexión concienzuda del preocupante problema del aborto y sus consecuencias morales y jurídicas; El poder de juzgar en Immanuel Kant, de Carlos Mendiola Mejía (uia, 2008), en donde se lleva a cabo una lectura novedosa de la obra kantiana desde la perspectiva de la distinción entre poder de juzgar determinante y poder de juz-gar reflexionante, dualidad que resume, propone el autor, el proyec-tofilosóficodeKant;Temperatura propia: ética y estética, de Javier Prado Galán (Arteletra-Colofón, 2011), en el que el autor establece un nexo indisoluble entre la experiencia ética y la experiencia estéti-ca sobre la plataforma del pensamiento de Xavier Zubiri, poniendo

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a dialogar las grandes tradiciones aristotélica y kantiana sobre los conceptos de felicidad, bien y deber. Existen múltiples títulos, además de estos que hemos destacado, todos ellos producto del estudio y dedicación de nuestros profeso-res, que en su compromiso intelectual de comprensión filosófica de nuestro mundo, proponen tesis originales y de mucho juego en los debates contemporáneos.2

Revista de Filosofía

Fundada en 1968 por el P. José Rubén Sanabria, la Revista de Filo-sofía de nuestro Departamento es de las más antiguas en México. Después de Diánoia (1955) y Crítica (1967) del iif ’s de la unam, es la tercera más antigua en nuestro país. Durante sus distintas etapas ha publicado artículos especializados de expertos de México y del extranjero en temas clásicos y contemporáneos de la filosofía. Con cuarenta y tres años de edición ininterrumpida, es de las revistas de filosofía con más reconocimiento en los medios académicos de muchas universidades del mundo. La Revista de Filosofía es la ventana más transparente de la ac-tividad de investigación actual de nuestro propio Departamento y de las relaciones con profesores y departamentos de filosofía de distintas universidades en Europa, Estados Unidos, Centro Amé-rica y Sudamérica. Su canje se realiza con 36 revistas de mucho prestigio en todo el mundo. También es un retrato fiel de la historia del propio Departamento de Filosofía, ya que sus distintas etapas corresponden a los intereses que durante estas cuatro décadas han transitado por las aulas y cubículos de nuestros profesores. De este modo, pueden mencionarse las tendencias generales que pueden encontrarse en sus 134 números hasta ahora publicados: en una primera etapa (1968-2001), el interés general de la recepción de artículos fueron los debates sobre filosofía neotomista, filosofía

2 Para una síntesis completa de la labor de investigación y las publicaciones que hasta el año 2011 se han generado, véase el catálogo Investigación y Publicaciones, México: Departamento de Filosofía-uia, 2011.

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de la ciencia y existencialismo; es ésta la etapa que corresponde a la dirección del Mtro. José Ramón Ulloa, en los primeros tres núme-ros, y del Dr. José Rubén Sanabria, del número cuatro al número 102 (diciembre 2001). En una segunda etapa (2002-2006), que se nombró“NuevaÉpoca”,enlaquefungiócomodirectorelDr.Án-gel Xolocotzi Yáñez, el interés general de la revista giró hacia los debates más contemporáneos sobre fenomenología hermenéutica y ética, y más ampliamente sobre filosofía continental. En su tercera etapa(2006-2008),bajoladireccióndelDr.RenéCeceñaÁlvarez,la revista continuó apareciendo de forma regular. La cuarta etapa de la revista (2008-2013), bajo mi propia dirección, ha conservado esta misma estructura, aunque la periodicidad ha cambiado a semestral, y se han aumentado las páginas al doble. También ha aparecido la versión virtual, con la ganancia de una difusión mucho más ágil y extensa en Internet.3 La tendencia general de la recepción de ar-tículos sigue siendo muy amplia, con el acento en los artículos que tienen que ver con nuestras líneas de investigación esenciales sobre hermenéutica de los clásicos y filosofía crítica de la cultura contem-poránea. La riqueza, calidad y diversidad de artículos concentrados en cuarenta y tres años de producción es, me parece, signo de la refe-rencia obligada en que se ha convertido nuestra Revista de Filosofía. Es uno de los motivos de orgullo más valiosos de nuestro Departa-mento de Filosofía.

Mirando al futuro: las publicaciones por venir

He sostenido más atrás que, dada la cantidad y calidad de las publi-caciones del Departamento de Filosofía, éste ha entrado, al menos en la última docena de años y en gran medida por la hábil gestión de nuestro actual director, el Dr. Luis Guerrero Martínez, en lo que lla-mé “período de normalización”. Esta etapa avanzada y competitiva

3 El lector interesado puede consultar la liga: http://www.ibero-publicacio-nes.com/filosofia

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de producción implica, como dije, un ritmo sistematizado tanto de la investigación de los profesores que conforman el Departamento, que se ha consolidado en proyectos de largo aliento, como de los procesos editoriales, administrativos y, en general, institucionales que permiten hablar de un tal período estable y siempre en creci-miento de edición de obras. Por esto indicaba que en el Departa-mento de Filosofía nos encontramos en la tendencia ya evidente de formar una “Escuela de investigación”. Puede argumentarse que hasta ahora, en el Departamento de Filosofía, no ha habido tal “Escuela de investigación” lo suficiente-mente cohesionada y unitaria como para que se desprenda de ella una línea de publicaciones verdaderamente representativa de un movimiento intelectual original, al modo como hablamos de la Es-cueladeFrankfurtodelCírculodeViena,delaEscueladeKyotoodel Círculo de Eranos. Pero, sin exagerar las cosas, puede decirse que estos ejemplos históricos comenzaron de forma similar a nuestro Departamento de Filosofía: unificando la diversidad de proyectos de los integrantes de los institutos que son su sede en una perspectiva crítica y conceptual unitaria, y conjuntando los esfuerzos indivi-duales, sistematizando los procesos de difusión y publicación; pero sobre todo, consolidando una apuesta reflexiva peculiar, lograron con el tiempo constituirse como “escuelas” y “círculos”. Hablando de la perspectiva compartida y la consolidación cada vez mayor de las dos principales líneas de investigación de nuestro Departamento de Filosofía —hermenéutica de los clásicos y filosofía crítica de la cultura contemporánea— y del ritmo en ascenso en la producción de nuestras publicaciones, no hay razones para pensar que, con es-fuerzo y unidad sistemática, no pudiéramos nombrarnos la “Escuela de investigación” del Departamento de Filosofía de la uia. Así, las colecciones y coediciones, las traducciones y los libros de autor, las compilaciones y nuestra querida Revista de Filosofía, están en su momento más representativo y prometedor, anunciando un futuro de consolidación como centro de investigación de alto ni-vel, con publicaciones que se irán convirtiendo en referencia obli-gada con el tiempo.

Filosofía y análisis de la cultura contemporánea

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La legitimación del lenguaje religioso en la Modernidad tardía

Gustavo OrtizConicet-ucc-unc

ResumenEl texto plantea y discute el problema de la legitimación del lenguaje re-ligioso en la modernidad tardía. En primer lugar, circunscribe el tema, posteriormente analiza el significado de los términos que intervienen en su formulación, los reconstruye históricamente y finalmente, analiza y re-flexiona sobre los desafíos contemporáneos que se le presentan al cristianis-mo, la religión que se considerada predominante en occidentePalabras clave: lenguaje religioso, legitimación, modernidad.

AbstractThe text presents and discusses the problem of the legitimacy of religious lan-guage in late modernity. First, circumscribes the subject, then analyzes the meaning of the terms involved in its formulation, the historically reconstructed and finally, explores and reflects on the contemporary challenges that are pre-sented to Christianity, the dominant religion in the West is considered.Keywords:religious language, legitimation, modernity.

El título y el texto de este artículo descansan en ciertos supuestos que conviene explicitar. Utilizo el término “supuestos”, en este con-texto, para individualizar condiciones dadoras de inteligibilidad. En el caso que nos ocupa, estas condiciones se instalan, al menos, en un par de niveles: uno es el ofrecido por publicaciones que los ante-ceden y que conforman una especie de marco teórico, en el que las formulaciones del título y el texto respectivo se inscriben y se hacen comprensibles;1 y otro que remite al ámbito de la praxis humana y

1 Se habrá advertido cierto parecido entre el título de este artículo y el del libro de J. Habermas Problemas de legitimación en el capitalismo tardío. Sal-

revista de Filosofía (universidad iberoamericana) 136: 191-214, 2014

192 Gustavo Ortiz

que, en consecuencia, está por detrás de esas formulaciones escritas, a las que alumbran, y en algún sentido, que aclararé en su momen-to, le otorgan existencia. En la primera parte, voy a comentar, en general, la caracteri-zación casi formal que he hecho de esos supuestos. Comenzaré utilizando una cuasi navaja de Occam, instrumento metodológico eventualmente peligroso pero efectivo: intentaré reducir la comple-jidad e inabarcabilidad bibliográfica aludida a la producida por las perspectivas filosóficas contemporáneas más relevantes. Para evitar el decisionismo metodológico, procuraré mostrar que las conven-ciones a las que echo mano para determinar la producción biblio-gráfica conllevan razones formulables lingüísticamente, lo que las hace argumentables y las convierte en intervenciones filosóficas (1.1). Las razones aludidas, que me permiten caracterizar mi inter-vención como filosófica por predicarse de las decisiones, se dicen también de las acciones humanas a las que dan lugar o, en otras pa-labras, del conocimiento práctico, que antecede y soporta al conoci-miento teórico, cuyo paradigma es el conocimiento científico. Esta prioridad reconocida al conocimiento práctico, entre otras conse-cuencias, atempera la crítica a la Modernidad y autoriza a denomi-nar los tiempos contemporáneos más bien como pertenecientes a una Modernidad tardía que a una Posmodernidad (1.2). En efecto, la rehabilitación del conocimiento práctico —cuya trayectoria en la tradición filosófica y sociológica se reconstruye trabajosamente en el texto— implica recuperar la legitimidad del conocimiento reli-

vadas las distancias intelectuales entre los autores, existe efectivamente un núcleo problemático que los acerca: el del problema de la legitimación, instalado básicamente en el ámbito del conocimiento práctico y de las ac-ciones humanas, en el lenguaje que los dice y en las crisis que los aqueja. Ocurre que la del capitalismo tardío, como el mismo capitalismo, es una crisis que se constituye históricamente. También la crisis de la religión, a la que me refiero, tiene un componente histórico, dado por la Modernidad tardía y posiblemente agudizado por la escasez de sentido que la caracteriza, pero que, en mi opinión, a diferencia del capitalismo, no es nada más (ni nada menos) que una versión dura de una escasez originaria, radicada en la misma condición humana.

La legitimación del lenguaje religioso en la modernidad tardía 193

gioso, una de sus realizaciones (1.3). Se rastrea, al respecto, la idea de disposición, en la cual se ancla el conocimiento práctico y que desemboca en la de percepción o imagen del mundo, que aloja a la de creencia religiosa. Ésta, a su vez, se vehicula social e históricamente y se dice en lenguajes diferentes (1.4). La cuestión a la que se arriba en esta primera parte, finalmente, es cómo se legitima el lenguaje religioso en la Modernidad tardía. En una segunda parte, trabajo específicamente el problema que acabo de formular.

1.1

El primero de los supuestos que he enunciado se refiere a la biblio-grafía sobre el tema —por cierto, compleja, voluminosa e inabarca-ble—. Para salir de un atolladero como el que acabo de describir (y en el que acabo de entrar), el recurso más a mano es el de las opcio-nes metodológicas, que no son arbitrarias sino convencionales. En efecto, así como se opone a lo antojadizo o casual, lo convencional se distingue, también, de la naturaleza (a la que presumimos orde-nada necesariamente) y de la tradición (cuando le damos el status encubierto de una segunda naturaleza). Por el contrario, una con-vención se decide —y en cuanto tal está asistida— por razones. La decisión metodológica que tomo, referida a la bibliografía, está orientada, antes que nada, a simplificar esa complejidad. Una forma sencilla de hacerlo es situándola espacio-temporalmente y circuns-cribiendo su temática. Así, la bibliografía en la que estoy pensando, es la que tiene un carácter filosófico, que ha aparecido en los últimos años en lo que llamamos Occidente y que reflexiona, básicamente, sobre el lenguaje religioso cristiano.2 Paso a justificar mis opciones a través de sucesivos rodeos expositivos.

2 Si se aceptara indicar, en un ambiguo gesto filosófico, las perspectivas contem-poráneas más relevantes, ciertamente habría que mencionar a la filosofía analí-tica, a la hermenéutica, y a la pragmática, a las que les es común el giro lingüístico y en las que aparece tratado, con una frecuencia impensada, el problema del lenguaje religioso. Me he ocupado del tema en mi libro Tiempos indigentes.

194 Gustavo Ortiz

Mi interés es filosófico, porque sea como sea que entendamos la filosofía, ésta tiene que ver, entre otras tareas que se le asignan, con razones que presumen legitimar el conocimiento imbricado en nuestras acciones, creencias u opiniones. Y lo hace, al menos, de una doble manera: o reflexionando sobre su propia praxis argumentativa y diciendo esa reflexión, o interviniendo sobre otras prácticas argu-mentativas y mostrando críticamente sus modos de funcionamiento y de validación.3 Que las razones legitiman significa, al menos, que provocan convencimiento en eventuales interlocutores sin apelar a violencias o presiones de ninguna naturaleza. Las razones son, en-tonces, ese tipo de entidades que aparecen en la argumentación y que toman la forma de una intervención lingüística. Así pues, pa-reciera propio de la filosofía legitimar, es decir, poner a prueba, por medio de la argumentación, las pretensiones cognoscitivas de las razones incardinadas en el lenguaje. Las consideraciones que estoy haciendo recogen características puestas de manifiesto, contemporáneamente, en el llamado giro lingüístico, especialmente en la dimensión pragmática del mismo.4 En efecto, es entonces cuando el lenguaje deja de ser tenido como un instrumento y hasta como una instancia constitutiva del cono-cimiento —así sucede en tendencias de la filosofía analítica— para

Sobre la religión, la educación y la pregunta por el sentido, Córdoba: educc, 2011. Un indicio bibliográfico: Jacques Derruida, Gianni Vattimo (eds.), La religion. Le Séminaire de Capri, Atenas: Alexandria Publications, 2012 ; Richard Rorty, Gianni Vattimo, El futuro de la religión, Buenos Aires: Pai-dós, 2012; Jürgen Habermas, Zwischen Naturalismus und Religion, Fránc-fort: Suhrkamp Verlag, 2005. El impacto de Habermas en la teología ha sido notable; véase la obra pionera de Edmund Arens (ed.), Habermas und die Theologie. Beiträge zur theologischen Rezeption. Diskussion und Kritik der Theorie kommunikativen Handelns, Dusseldorf: Patmos, 1989.

3 Gilles Gaston Granger, Pour la connaissance philosophique, París: Odile Jacob, 1988; Oscar Nudler (ed.), Filosofía de la Filosofía, Madrid: Trotta, 2010.

4 Un clásico es el libro de Richard Rorty, El giro lingüístico, Barcelona: Paidós, 1990.

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pasar a desempeñar, además, con la teoría de los actos de habla y la capacidad reflexiva que los asiste, tareas de legitimación de sus mismas pretensiones cognoscitivas.5 Ya de por sí, el giro lingüístico periodiza; en efecto, aunque en su vertiente analítica hay precedentes importantes en Peirce y en el positivismo lógico, adquiere francamente carta de ciudadanía prag-mática en el Wittgenstein tardío y en sus seguidores. En ellos, la categoría de significado se convierte en central; del mismo modo, desde una perspectiva diferente pero no contradictoria, también se la intuye presente en Husserl, manifiestamente identificable en Heidegger, imprescindible en la tradición hermenéutica e incontro-vertible en Appel y en Habermas, indicando, de esa manera, rasgos nítidamente contemporáneos. 1.2

A mediados del siglo pasado, por otro lado, la epistemología ocupa-ba un lugar privilegiado en el universo filosófico, con la caracterís-tica de que sus problemas y la solución propuesta a esos problemas estaban moldeados en la práctica de las ciencias de la naturaleza. Con la crisis del fundamento de fines del siglo xix, se había renun-ciado definitivamente a la evidencia como criterio de cientificidad; en su lugar, se exigía atenerse a resguardos metodológicos. Sin em-bargo, tanto en la tradición nomológico-deductiva (Hempel) como en la hipotético-deductiva (Popper), y con mayor claridad en el pos-tempirismo kuhniano, se advierte acerca de que la declaración sobre la cientificidad de una teoría o de un paradigma, es una decisión —no científica— que toma la comunidad de los científicos. Esta situación, claramente perceptible en los últimos años del siglo pasa-do, invita a enumerar, al menos, algunos rasgos que la identifican y que considero importantes para nuestro tema.

5 Jürgen Habermas, Acciones, actos de habla, interacciones lingüísticamente me-diadas y mundo de la vida, en Escritos filosóficos, Fundamentos de la sociología según la teoría del lenguaje, Barcelona-Buenos Aires-México: Paidós, 2009, p. 217.

196 Gustavo Ortiz

Así, el conocimiento científico, y en consecuencia la epistemo-logía, pierden hegemonía, haciendo que disminuya, de manera proporcional, el prestigio social del que gozaban. Contribuyeron a este sinceramiento las críticas del pensamiento posmoderno (Lyo-tard, Foucault, Derrida) y de los francfurterianos de la primera generación (Horkheimer, Adorno), corrientes que convergían en cuestionamientos, con una radicalidad diferenciada, a la razón ins-trumental y a la Modernidad y, por proyección, a la ciencia y a la epistemología.6 La identificación (indebida) de la razón con la razón moderna instrumental fue acompañada con distintos niveles de des-encanto, algunos tan pronunciados como los que en su momento mostrara Nietzsche. Como se sabe, Habermas fue más cauto y pre-firió hablar acerca de la Modernidad como de un proyecto inacaba-do, recuperando dimensiones de una racionalidad verdaderamente emancipadora, entrañadas en los complejos procesos inconclusos o deformados de su constitución.7 Es claro que no se trataba solo de una discusión teórica, enclaus-trada en el estrecho círculo de los intelectuales. Hacia fines de los años ochenta, colapsaba la Unión Soviética, se distendían las rela-ciones internacionales, irrumpían las recetas neoliberales y se habla-ba ya de la crisis de las ideologías y de las utopías. Algunos creyeron ver en los tiempos que siguieron el inicio de una nueva época; la llamaron posmoderna. Otros pensaron que se trataba de una incon-sistencia antecedente y progresiva, aquella que había acompañado a la irrupción del capitalismo, y que Marx comparaba con lo sólido que se desvanece en el aire; éstos la llamaron Modernidad tardía. La controversia sobre la Modernidad, la crítica a la ciencia y a la epistemología, la crisis económica y, especialmente, la político-ideo-lógica corporizada en las últimas décadas del siglo pasado fueron acompañadas de una valoración de la racionalidad y una rehabili-

6 Alex Honneth, “Foucault y Adorno. Dos formas de una crítica a la moder-nidad”, en Crítica del agravio moral. Patologías de la sociedad contemporánea, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2009, p. 125.

7 Jürgen Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, Madrid: Taurus 1989.

La legitimación del lenguaje religioso en la modernidad tardía 197

tación del conocimiento práctico. El término racionalidad, cuando se lo emplea, dice más que el de razón, reservado para designar, generalmente, la facultad o capacidad cognoscitiva que en Aristó-teles es llamada apofántica, que produce y trabaja con conceptos, que procede con demostraciones y pruebas y que, en consecuen-cia, se la considera operando, como en su ámbito específico, en el conocimiento que alcanza resultados rigurosos y contundentes. La racionalidad, por el contrario, más que de una facultad o capacidad cognoscitiva teórica, se dice de un modo de conocer, especialmente de aquel que se da en las acciones, creencias u opiniones. Si hubiere que buscarle un antecedente, se lo encontraría en lo que, ya en Aris-tóteles, se entiende como conocimiento práctico o razón hermenéu-tica. 8

1.3

El conocimiento práctico es tal porque orienta la acción huma-na; esto es, su dimensión práctica se efectiviza en esa capacidad de orientación. Está coimplicado en la acción y accedemos a su conoci-miento de una doble manera: o como observadores, atribuyéndolo a un sujeto y formulando el conocimiento respectivo en un lenguaje enunciativo; o por reflexión, cuando explicitamos nuestra condi-ción de sujetos de éste9 y lo sabemos siendo “desde dentro”. Carece de las relaciones necesarias y universales que se encuentran en el conocimiento teórico, operante en el ámbito de la ciencia, tal como la entendía Aristóteles. Por el contrario, transido como está por la contingencia, pues se origina en la libertad del sujeto y no garantiza el logro de sus objetivos, sólo orienta intencionalmente. En el vocabulario de Aristóteles se encuentran rasgos intere-santes: habla del conocimiento práctico utilizando el vocablo hexis (disposición), que abre un espectro significativo sugestivo. Inicial-mente, la disposición se atribuye al sujeto agente —no a un orga-

8 Aristóteles, Ética Nicomáquea vi, 1142a. 9 Gertrude E. M. Anscombe, Intención, Barcelona-Buenos Aires: Paidós,

1991.

198 Gustavo Ortiz

nismo vivo, sin más— que le da poder de actuar. Ese poder aparece como adquirido a través de hábitos, costumbres o comportamiento reiterados que implican a otros, es decir, tienen un carácter social y político que configura simultáneamente su apropiación individual. Ese plus que constituye la hexis o disposición y que capacita a los sujetos a actuar es el ethos, trama de actitudes, creencias, y valores (en un lenguaje no estrictamente aristotélico) que se han ido ad-quiriendo en la experiencia de las relaciones sociales como tramas simbólicas internalizadas y mantenidas en la memoria colectiva. Quizá convenga recordar la complementariedad entre hábito y disposición, significados en el término hexis. Ambos se adquieren, pero el primero indica una permanencia de la que carece la segunda; toda disposición es un hábito, pero no todo hábito es una disposi-ción. Los hábitos se poseen (por ejemplo, la ciencia); las disposicio-nes se tienen (por ejemplo, una cierta sensibilidad al calor).10 El término hexis (disposición), que Aristóteles utiliza para definir el conocimiento práctico, ha tenido traducciones distintas. Así, apa-rece,enKant,paradesignarlasdisposicionesoriginales(ursprüngli-che Anlagen).11 Inicialmente, la teoría kantiana de las disposiciones se ubica dentro de la pregunta acerca de las características del hombre y se las imputa como existentes, formando parte de nuestro baga-je cognoscitivo, no por constatación empírica, sino por suposición trascendental, precisamente cuando intentamos hacer inteligible su comportamiento. Por las disposiciones que posee, el hombre se distingue de los animales; esas disposiciones originales son tres: hacia la fabricación de instrumentos, posible por la disposición técnica que se descubre en nuestros órganos, especialmente en los que llamaríamos órganos ejecutores superiores (las manos, los dedos, la sensibilidad que los

10 Jeffrey Andrew Barash, “Los encastres de la memoria”, en Gaëlle Fiasse (ed.), Paul Ricœur, del hombre falible al hombre capaz, Buenos Aires: Nueva visión, 2008, p. 33.

11 Soledad García Ferrer, La teoría de las disposiciones en Kant. Disponi-ble en http://www.academia.edu/1165373 ; Immanuel Kant, La religión dentro de los límites de la mera razón, Madrid: Alianza Editorial, 1969, pp. 35-37.

La legitimación del lenguaje religioso en la modernidad tardía 199

asiste) y que se denuncia en la habilidad, destreza o maña para con-vertir las cosas en útiles; la capacidad de orientar nuestras relaciones con los demás, creando usos o costumbres que nos diferencian de los animales (disposición pragmática); finalmente, la disposición mo-ral, por la cual el hombre muestra lo que está dispuesto a hacer de sí mismo. Las Anlagen son, pues, disposiciones a ser actuadas, pero que indican, más que una propensión a actuar de tal o cual manera, una indeterminación constitutiva dada por la libertad.12 Me interesa esta línea kantiana de argumentación porque conduce a mostrar la vinculación de la religión con la razón práctica, enraizada en las dis-posiciones comentadas, especialmente la disposición moral, que aca-bo de introducir. De esta manera, la religión y su afirmación de la existencia de Dios no son una conclusión de la razón crítica ni una necesidad de la naturaleza; tampoco se identifican sin más ni más con la moral, que tiene pretensiones de universalidad, sino que, más modestamente, es una suposición de la razón práctica, una cer-teza moral del sujeto.13 Con un sentido influido por Kant, Popper hablará de dispo-siciones pero como precontenidas inicialmente en el código gené-tico.14 Después, sí, vienen las creencias y las teorías, que actúan a priori como condiciones de posibilidad de todo otro conocimiento, aunque no sean válidas a priori. Esas disposiciones llevan a ordenar lo que nos adviene y conformarlo como totalidad inteligible, como mundo, en una función con muchas semejanzas a la de la antigua metafísica. Y muy cercana, también, a la que lleva a encontrar regu-laridades o propensiones en lo que nos es dado, corporizadas en lo que se suele denominar leyes de la naturaleza. Así, los ordenamientos primeros que convierten a algo en experiencia —en eso consistirían las creencias metafísicas— muestran una notable cercanía con una

12 ImmanuelKant,Anthropologie in pragmatischer Hinsicht, iiKapitel:i. Von dem Naturell. Basis-Ausgabe: Akad. (1905ff ) S. vii:286.

13 ImmanuelKant,Crítica de la razón práctica, E. Miñana y M. Garcia Mo-rente (trads.), Madrid: 1981, pp. 197.

14 KarlPopper,Realismo y el objetivo de la ciencia. Post Scriptum a la lógica de la investigación científica, vol. 1, Madrid: Técnos, 1983, p. 75.

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propensión radicada en nuestro código genético y que nos lleva a hallar o suponer ordenamientos legaliformes en lo que tenemos por realidad. De todas maneras, las disposiciones popperianas, eco de la Anlage kantiana, y también, pero en este caso, eco lejano de la hexis aristotélica, más que predisponer al conocimiento práctico, se las ve apuntando al conocimiento técnico, una derivación del conoci-miento teórico. En Popper, el conocimiento práctico no es cono-cimiento propiamente, sino un conjunto de creencias no racionales. Quien sí se remite explícitamente a la hexis aristotélica es Bour-dieu; su noción de habitus toma su impulso de aquélla. La categoría de Bourdieu es comprensiva —como toda buena categoría— densa y propuesta para dar cuenta de la acción humana, que siempre y antes que nada es una acción social.15 Aplicada a la acción religio-sa, como con frecuencia lo hace Bourdieu, tiene alcances y con-secuencias interesantes. Sin embargo —y es claro que tendría que justificar más largamente mi afirmación— el fenómeno religioso, en Bourdieu, es explicado y comprendido recurriendo básicamente a la categoría de función, en el marco de una relectura estructuralista del marxismo y de una interpretación más bien funcionalista de Weber.16 Así, a pesar de los análisis inteligentes y penetrantes, Bour-dieu ignora o relega la categoría de sentido como constitutiva de la acción humana. En ese aspecto, comparte la perspectiva en la que se instala Luhmann; ambas perspectivas (a las que ciertamente hay que tener en cuenta) son necesarias pero no suficientes, en mi opinión, para hablar sobre la fe, que implica siempre una opción personal, en la que se compromete la existencia. Con todo, son fecundas (siem-pre en mi opinión), cuando se trata de caracterizar a la religión.17

15 Pierre Bourdieu, Esquisse d’une theorie de la pratique, Ginebra-Paris: Droz., 1972, pp. 178.

16 Pierre Bourdieu, La eficacia simbólica. Religión y Política, Buenos Aires: Bi-blos, 2009.

17 Supongo una distinción analítica entre religión y fe. La primera puede ser considerada como una constante antropológica, caracterizada en general por una relación de los hombres con lo divino; la segunda es una relación personal, donde hay una opción del hombre con un Dios también personal. La distinción se encuentra en los textos que recogen la fe judeocristiana.

La legitimación del lenguaje religioso en la modernidad tardía 201

Creo que está inicialmente mejor orientada la conceptualización que trae Habermas, cuando presenta la categoría de imagen del mundo: “Las imágenes del mundo fijan el marco categorial en cuyo seno todo lo que acaece en el mundo puede interpretarse de determinada manera como algo”. Sin embargo, escapando a una estrechez cog-nitivista (aunque de ellas pueda decirse que posibilitan emisiones susceptibles de verdad o falsedad), las imágenes del mundo fundan sentido, socializan los individuos y conforman y aseguran la iden-tidad de éstos.18 1.4 Así pues, el mundo del que son imágenes, las constituye; por mundo se podría entender tramas de significado. Trama refiere, metafórica-mente, un conjunto de relaciones; aquellas relaciones que subyacen a las imágenes, según lo dicho, son relaciones significativas, pero, además, la calidad de tramas que se les adjudica a esas relaciones, hablan de una complejidad y densidad fuertes. La complejidad de la trama alude a un entrecruzamiento y solapamiento de los “hilos” que la componen; su densidad, a un grado notable de compactación y concentración. Así pues, las tramas de significados que consti-tuyen el mundo vienen complicadas, enredadas; pareciera que tal condición, proviene de los significados. Los significados, a su vez, se dicen del lenguaje y de las acciones; en última instancia, de la expe-riencia. Y los significados embutidos en las acciones, en los lengua-jes y en la experiencia, dan la impresión de propender a enredarse —en el caso de las relaciones humanas, que son siempre relaciones sociales— debido a la espontaneidad de los sentimientos, pasiones, instintos o pulsiones que las disparan, se contraponen e introducen tensiones y contradicciones. Y se tornan impredecibles e imprevisi-bles cuando entran al tráfico social, provocando consecuencias no deseadas, como lo dice Weber.

18 Jürgen Habermas, Teoría de la acción comunicativa, tomo I, Madrid: Taurus, 1987, pp. 89, 91, 97.

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Pero las relaciones humanas son siempre ya relaciones sociales; se constituyen en la interacción, mejor, en la intersubjetividad. La in-teracción hace alusión a los comportamientos en nuestra condición de organismos vivos; la intersubjetividad remite a comportamientos atravesados de significación, a aquello que llamamos propiamen-te acción y que implica comportamientos compartidos porque hay significados o sentidos que los contienen y los organizan. Estos sen-tidos y significados se anudan y desanudan de manera compleja; complejidad que se acrecienta por la contingencia y la historicidad que los constituye, en definitiva, por cierta maleabilidad e imprevi-sibilidad que les viene de la libertad que los genera. Las imágenes del mundo se forman en los mundos de la vida históricamente situados; en los tiempos de la Modernidad tardía, fragmentada por descentramientos provocados por la pérdida de un fundamento único, han perdido homogeneidad. Esto significa que la religión —que en los tiempos premodernos y en Occidente ejer-cía funciones semejantes a los de un saber de fondo a partir del cual los sujetos que en él se socializaban organizaban la comprensión de la realidad— ha sufrido empujones devaluadores. Como dice Haber-mas: “No es ésta o aquella razón la que ya no convence; es el tipo de razones el que deja de convencer”.19

En efecto, según lo dicho, las imágenes del mundo se adquieren histórica y socialmente, aun cuando se encuentren requeridas por nuestra organización genética, al estilo de Popper, a la que informan y en la que se constituyen. Las imágenes son construcciones de la percepción, pero, desde siempre, de una percepción comprensiva; son un ver qué y un ver cómo, casi en los mismos términos en los que se instaló la polémica entre Husserl y Heidegger, a saber, el ver como percepción y el ver como comprensión. Heidegger critica a Husserl proceder como si el pensar fuera equivalente al ver, ignorando el tiempo y la historicidad constitutiva del existente.20

19 Ibid., p. 101.20 Martin Heidegger: Sein und Zeit, décimo sexta edición, Tubinga: Max Nie-

meyer, 1986, & 6.

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Desde una perspectiva todavía marcadamente fenomenológica, dice Merleau Ponty: “Ser un cuerpo es confundirse con un cierto mundo y la conciencia no hace sino continuar una tarea de dar sentido que ya ha sido efectuada por el cuerpo”.21 La percepción no es del mundo, sino previa al mundo, según la noción de tem-poralidad de Merleau-Ponty, y es posible (la percepción) por un conocimiento ya sedimentado en el cuerpo, prelógico y preracional; es el conocimiento del cuerpo vivido, que hace posible la conciencia del propio cuerpo y que abre la posibilidad de concretar un mundo (particular) posible, dentro de los muchos mundos posibles; aquí, mundo es trama de significados, en lo que estamos como entram-pados. Son tramas construidas de significados; de acciones y de len-guajes. Heidegger, de nuevo, lo dirá de la siguiente manera: “La piedra es carente de mundo… el animal es pobre de mundo… el hombre es configurador de mundos”.22

En lo precedente, he hecho un esfuerzo por ordenar, recortando orientaciones y perspectivas, la bibliografía que está supuesta en la formulación del título de este artículo. Me he ocupado, así, de asig-narle a la filosofía una tarea que la singulariza entre otros tipos de conocimiento: la de la legitimación. He mostrado cómo esta tarea está imbricada en la argumentación, la que a su vez, aparece como propia del lenguaje, tematizado en el llamado giro lingüístico. Pero el giro lingüístico, que se inició con la orientación epistemológica propia de la Ilustración y la Modernidad, trabajó especialmente con las dimensiones sintáctico-semánticas, preocupado por determinar el lenguaje enunciativo de la ciencia; Descartes fue su figura señera y fundadora. Por distintos motivos, la ciencia y la epistemología que la reflexionaba empiezan a perder la hegemonía que ambas osten-taron. La crisis provino de sus mismas instancias de justificación: el falibilismo emergente muestra que no hay conocimientos apodícti-

21 Maurice Merleau-Ponty, Fenomenología de la percepción, Madrid: Plane-ta-Agostini, 1984, p.106.

22 “Der Stein ist weltlos… das Tier ist weltarm… das Menschen ist welt-bildent” (Martin Heidegger, Die Grundbegriffe der Metaphysik, segunda edición,FráncfortdelMeno:VittorioKlostermann,1992.

204 Gustavo Ortiz

cos y definitivos y que éstos —al menos los que se formulaban en un lenguaje asertórico— se asientan siempre en creencias. El ámbito de las creencias es el del conocimiento práctico, que se dice en un lenguaje capturado en la noción de acto de habla. De las creencias se predica la racionalidad; las creencias configuran las imágenes del mundo, que orientan las acciones individuales y colectivas; la reli-gión forma parte de las creencias básicas; las creencias se constituyen históricamente (también las creencias religiosas, que demandan ser legitimadas). Veamos cómo la legitimación del lenguaje religioso, especial-mente el del cristianismo, tiene exigencias que no lo apuraron en los tiempos premodernos. Me ocupo del lenguaje cristiano porque la religión que se constituye en Occidente —y que lo constituye— es el cristianismo, en una versión que se suele denominar “cristian-dad”, vigente al menos en la época premoderna. En lo que sigue, intentaré decir algo.

2

Se suele echar mano a las denominaciones “filosofía analítica” (o an-glosajona y escrita en inglés) y “filosofía continental” para trazar un mapa del pensamiento contemporáneo. La primera indica una filo-sofía predominantemente orientada a la epistemología, a la filosofía del lenguaje, a la filosofía de la mente, de la tecnología y de la ac-ción; la segunda refiere a una en donde no faltan los temas anterio-res, pero son tratados desde una perspectiva más bien humanista (un capítulo aparte merecerían el estructuralismo y el posestructuralis-mo francés).23 Es claro que la distinción es útil para un ordenamien-to primero; finalmente, serían tantas las diferencias y excepciones que, más que un ordenamiento, aparecería como un agrupamiento con base geográfica; en definitiva, los criterios temáticos, articula-dos con los históricos, continúan siendo pertinentes para una re-

23 Franca D’Agostini, Analíticos y continentales. Guía de la filosofía de los últi-mos treinta años, Madrid: Cátedra, 2000.

La legitimación del lenguaje religioso en la modernidad tardía 205

construcción del pensamiento contemporáneo. Lo que me animaría a afirmar como común, inesperadamente, es una actitud comparti-da por las filosofías contemporáneas frente a lo religioso. Compara-das con la que exhibieron la Ilustración y las filosofías e ideologías que buscaron reemplazar a la religión (y que de distintas manera fueron fuertes hasta fines del siglo xx), han perdido en agresividad. La actitud parece obedecer a la autopercepción falibilista que, en general, han terminado haciendo suya las filosofías, las ciencias, las culturas y las grandes religiones, lo que las ha llevado a practicar la tolerancia recíproca. Por el contrario, los conflictos y tensiones políticos y económicos se han desplazado a las prácticas religiosas fundamentalistas, especialmente duras en los movimientos religio-sos que no han pasado por la Modernidad. A continuación, intro-duciendo un recorte inevitable, quisiera referirme a las difíciles y enmarañadas relaciones del cristianismo occidental con la Moderni-dad, pero sólo a un aspecto que, en mi opinión, indica el deterioro de la credibilidad en un modo histórico de aparición y de presen-cia del cristianismo y que exige nuevas formas de legitimación. Las ideas adelantadas acerca del conocimiento práctico, de las acciones y lenguajes, disposiciones e imágenes del mundo, tendrían que ayu-dar a comprender lo que sigue. 2.1

Es curioso que el término modernus haya comenzado a ser utilizado entre la caída del imperio romano y el nacimiento del cristianis-mo;24 curioso, dado que el mismo término, empleado para traducir esa época histórica que denominamos Modernidad, se contrapone, en ese contexto, al cristianismo, es cierto que ya convertido en cris-tiandad. La Modernidad es un fenómeno complejo, del que me interesa señalar sólo una característica que lo relaciona de mane-ra directa con lo religioso, específicamente, con el cristianismo; esa

24 Jürgen Habermas, Escritos filosóficos, Barcelona: Paidós, 2009, p. 404, Ha-bermas cita a H. R. Jaus, Literaturgeschichte als Provokation, Fráncfort: Su-hrkamp, 1970, p. 11.

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característica tiene que ver con los fundamentos. Se dice, así, que la Modernidad conlleva la pérdida de fundamento religioso y me-tafísico del conocimiento y de las acciones, fundamento del que gozaron en los tiempos anteriores, el período griego y el medieval, respectivamente.25 Pero lo que, para el pensamiento griego y me-dieval fundamenta en el orden del conocimiento, lo hace porque antes fundamenta en el orden del ser y del obrar, y en cuanto tal, es recogido por las pregunta por qué y respondida por razones o por causas,26 alguna de las cuales presumen ser últimas. La Modernidad fue un proceso histórico que carcomió los fundamentos alegados; y lo hizo de distintas maneras, en función de los fenómenos que la identifican: el nacimiento de la ciencia empírica (la astronomía y la física de Copérnico, Galileo, Tycho Brahe, Newton), la Reforma protestante, el surgimiento del capitalismo y la Revolución francesa, todos atravesados por la ilustración. Los comentaré brevemente.27 He intentado mostrar el proceso de desfundamentación metafí-sica del conocimiento teórico-científico: se da con el paso de la evi-

25 La pregunta por el fundamento, formulada por Leibniz y reformulada por Heidegger, se instala en el orden cognoscitivo de los enunciados o los jui-cios; en cuanto tal, demanda un enunciado primero, evidente, indemos-trable y punto de partida de todo conocimiento que se infiera de manera inmediata y cargue con la inteligibilidad que le suministra su fundamento. Véase Martin Heidegger, La pregunta por el fundamento, Barcelona: Edicio-nes del Serbal, 1991, pp. 183-200. El modelo axiomático deductivo fun-cionó, así propuesto, con la lógica de Aristóteles, con su metafísica y con la geometría de Euclides; también lo hizo con el derecho romano y con la teología católica medieval. De todas maneras, fue cambiando la naturaleza del axioma, especialmente su noción de evidencia, que tuvo que ser refor-zada con una serie de supuestos culturales en el caso del derecho romano y de la teología.

26 No puedo detenerme en el tratamiento específico de la cuestión del funda-mento que hace Heidegger, pero la desfundamentación metafísica provoca-da por su pregunta ontológica es profunda o abisal; es el des-fondamiento (Ab-grund), la pérdida del fundamento, de las razones y de las causas, y, en el fondo, la irrupción de la nada.

27 Véase Habermas, El discurso filosófico de la modernidad; Jürgen Habermas, “Concepciones de la modernidad. Una perspectiva sobre dos tradiciones”, en Escritos filosóficos, Barcelona-Buenos Aires: Paidós, 2012.

La legitimación del lenguaje religioso en la modernidad tardía 207

dencia al de las decisiones metodológicas tomadas por la comunidad epistémica; y éstas —las decisiones metodológicas— aparecieron, ya sin retorno, con la ciencia empírica, y se fueron afianzando pos-teriormente. El sujeto cartesiano o el yo trascendental, en sus dis-tintas variantes, otorgan certezas pero desprivatizadas; se sostienen sólo como suposiciones metodológicas. Durante la Modernidad, la ciencia sigue concibiéndose, con todo, como un conocimiento universal y necesario, claro que con un tipo de justificación ya no metafísico ni religioso. Hasta que la crisis deglute, también estas fundamentaciones, con el nacimiento de las físicas no newtonianas y las geometrías no euclidianas, ya hacia fines del siglo xix. Con el afianzamiento de la ciencia, la naturaleza pasa a estar escrita con caracteres matemáticos; y la existencia de Dios, lo sa-bemos, no puede ser formulada en un lenguaje matemático. Pero, además, la ciencia trabaja con la representación del mundo como un sistema, y entre los términos sistémicos no hay ninguno que dé lugar a la pregunta por el sentido, tan entrañablemente implicada en la pregunta acerca de Dios. Aunque con recaudos tendentes a salvaguardar la fe, la Reforma protestante introdujo la libre interpretación de la escritura. Más allá del significado teológico, lo que me interesa remarcar es que apu-ra un proceso de deshilvanamiento de una trama cultural con una costura religiosa ya resentida, y, sobre todo, deja de haber una sola autoridad que interprete legítimamente la Biblia. La Modernidad ha estado fuertemente marcada por el capitalis-mo; éste conoció diferentes estadios y nunca se dio de una misma manera en los países en donde pudo hacer pie firme. Pero si hay algo que caracteriza al capitalismo, es que representa un modo de producción económica, y éste actúa condicionando fuertemente los otros tipos de relaciones sociales (por cierto, también las religiosas). Querría recordar dos características del capitalismo que, en cual-quiera de sus estadios, han incidido fuertemente en la experiencia religiosa: una primera es la noción de interés, arraigada en el com-plejo instintivo y hasta en las pulsiones del organismo individual; la segunda es la de competencia. Se puede decir que tales característi-cas vienen genéticamente, pero el modo de producción capitalista

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ejerció una especie de causalidad estructural, exacerbándolas. Las relaciones sociales y, entre ellas, las relaciones religiosas, especial-mente las cristianas, sufren transformaciones profundas. Para no caer en un determinismo economicista, se debe afirmar que el indi-vidualismo económico, acicateado por el interés, tuvo motivaciones profundas en un ethos religioso marcado por la experiencia de la salvación individual, como lo vio Weber. El individualismo económico tiene relaciones innegables con el individualismo político, aun cuando haya que distinguirlos (Po-pper); las relaciones entre ambos se dan de una manera diferente en los autores que las estudian, y se complejizan exponencialmente en la realidad. Analizarlas escapa a la finalidad de este artículo; si los he traído a colación es para remarcar la irrupción del individuo en la Modernidad, liberado de fundamentos metafísicos y religiosos. Quizá la expresión filosóficamente mejor lograda la encontremos en Kant,endondelamoralsefundadesdelarazónmisma,sinremisio-nes a la metafísica o a la religión. No me refiero sólo a la centralidad teórica del concepto moderno de individuo, sino a su relevancia histórico-social. Esto se observa comparándolo, por ejemplo, con la experiencia de la comunidad, o del pueblo, o de la institución, en las formas que éstas adquieren en las épocas anteriores a la Moder-nidad, o con las experiencias masivas de lo colectivo, en las distintas versiones que asume en el marxismo y en el posmarxismo.28

En las Revoluciones (la inglesa, la norteamericana, la france-sa), hubo una clara influencia de las ideas ilustradas, una revuelta en contra de los absolutismos y una afirmación de la libertad. Ya en Locke (1632-1704), se introduce una distinción clara entre la reli-gión, que es recluida en la esfera privada y considerada una relación del hombre con Dios, y la política, que pierde toda legitimidad re-ligiosa. Privatizada, la religión pierde progresivamente su capacidad para enhebrar las relaciones sociales. Éste es un aspecto crucial en el que quisiera detenerme.

28 Antonio Negri, Movimientos en el imperio. Pasajes y paisajes, Barcelona: Pai-dós 2005; Michel Hardt y Antonio Negri, Multitud. Guerra y democracia en la era del Imperio, Madrid: Debate, 2004.

La legitimación del lenguaje religioso en la modernidad tardía 209

2.2

Aristóteles utiliza el término koinonia para hablar de la comunidad, sin hacer demasiadas distinciones acerca del tipo de vínculo que une a sus integrantes.29 Aunque en Aristóteles primaran los objetivos políticos tal como él los entendía: como los que se orientan hacia la acción social, posteriormente y en esta misma orientación, se habla de sentimientos, emociones, creencias religiosas y prácticas compar-tidas como de aspectos centrales que inciden en las interrelaciones comunitarias, otorgándoles identidad. Más allá de Aristóteles, ha sido a veces el territorio geográfico —esto es, el lugar en donde se vive, y que circunscribe la interacción de un grupo, intensificándo-la— el que crea vínculos; a veces son los lazos parentales y los que vienen de la sangre —que constituyen las familias, los clanes, y las tribus, antecedentes de los pueblos— aquellos que crean el vínculo. Finalmente, ha tenido ese papel la cultura —esa trama de valores, sentimientos, emociones, prácticas compartidas, formas de pro-ducción económica, especialmente las más simples y artesanales; dialectos y lenguas comunes que entregan modos de hablar, pero sobre todo, de habitar en el mundo—. Lo religioso infiltró las relaciones que fueron conformando las distintas comunidades: hasta el siglo xvii, el término koinonia, en el cristianismo, era el que designaba la comunidad de la Iglesia. Este poder integrador de la religión posiblemente tenga que ver con las respuestas que dice brindar a lo que se comprende como las “contin-gencias de la vida”, provenientes de la condición común de quienes se relacionan: la mortalidad.30 Pues bien, la religión católica y la metafísica griega actuaron como articulación de esa percepción o imagen del mundo que atra-viesa y otorga identidad a la historia de Occidente. La religión había

29 Axel Honneth, “Comunidad. Esbozo de una historia conceptual”, Isego-ría 20 (1999): pp. 5-15. Versión castellana de Roberto R. Aramayo y Juan Carlos Velasco.

30 Sobre el tema, véase G. Ortiz, Tiempos indigentes. Sobre la religión, la educa-ción y la pregunta por el sentido, Córdoba: Educc, 2011.

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sido tan poderosa que pudo sobrevivir a las tensiones y conflictos de todo tipo que la sacudieron, hasta que comienza a fisurarse con la Modernidad. Durante los siglos en los que se fue sedimentando y convirtiéndose en tradición, terminó confundiéndose con la natura-leza, ignorando su constitutividad histórica.31 Es esta “forma de vida” que penetra las relaciones sociales, que, al mismo tiempo, la legitiman; o en otras palabras, son estas relacio-nes impregnadas de religiosidad las que suministran fácticamente el sentido y brindan los motivos o las razones de las acciones y com-portamientos. Pero las viejas garantías normativas se vienen abajo con el desencantamiento del mundo.32 Se recurre, entonces, para mantener ese estado de cosas o modo de existencia, a garantizar la ortodoxia y la ortopraxis, esto es, a asegurar la unanimidad de un núcleo de creencias y la uniformidad de los comportamientos y prácticas, echando mano a distintas instancias. Los recursos a los que se echa mano para conservar este estado de cosas son variados. Pueden ir desde la invocación a Dios como últi-mo garante de un modo de pensar y de actuar (recurso que penetra en las conciencias, tiende a neutralizar el disenso, acallar la crítica y apaciguar el poder de la reflexión) hasta la apelación a la fuerza o a la coacción, pasando por la sacralización de categorías y concep-tos racionales. Por otra parte, aquellas instituciones que se definen como depositarias de creencias y valores con carácter normativo y vinculante disparan mecanismos reactivos que las resguarden y hasta inmunicen. Es claro que esto no excluye el discurso corres-pondiente, con una fuerte carga ideológica autoenmascaradora. Y es claro que puede haber, y seguramente hay, responsabilidades impu-tables a quienes las dirigen. Pero más que análisis psicologistas, en lo que conviene enfatizar es en el funcionamiento de las instituciones encargadas de preservar la ortodoxia y la ortopraxis, y en la manera

31 Sobre la legitimidad, sus orígenes religiosos y sus implicancias políticas, véaseK.Schmitt, Politische Theologie, Berlín: Duncker-Humblot, 1990. De ese contexto, se extrae aquella expresión “Autoritas, non veritas facit legem”.

32 Véase E. Serrano Gómez, Legitimación y racionalización. Weber y Habermas: la dimensión normativa de un orden secularizado, México: Anthropos, 1994.

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como los mecanismos activados moldean los comportamientos de los dirigentes y de los dirigidos. La formidable construcción alcanzada por la religión católica y la metafísica griega comienza a fisurarse en varios frentes; no se dan todos al mismo tiempo, ni son todos evidentes de la misma mane-ra, ni, mucho menos, producen efectos inmediatos y perceptibles. Abarcan siglos, se producen de diferentes modos y en culturas dis-tintas, pero tienen un denominador común: todas manifiestan crisis de legitimidad, esto es, tienen que ver con los motivos o razones, fuertemente devaluados, que se arguyen para demandar obediencia. 2.3

La crisis de legitimidad de la religión católica y de la metafísica grie-ga se presenta con modalidades diferentes: una es la del largo perío-do de la Modernidad; y otra, la de la Modernidad tardía. Veámoslo. En periodizaciones que siempre tienen mucho de convencional, se podría decir que la Modernidad, en su versión más dura, mani-fiesta signos de agotamiento a fines del siglo xix con el surgimiento de las geometrías no euclidianas y de las físicas no newtonianas. En otras palabras, con su irrupción, el falibilismo viene a horadar, precisamente, las suficiencias de la razón, la piedra basal en la que se asentaba la legitimidad del poder pretendido por la Moderni-dad. Hasta ese entonces, la religión institucionalizada en la Iglesia católica había reaccionado endureciendo sus posiciones frente a las manifestaciones de la Modernidad.33 Así fue frente a la Reforma protestante, a las percepciones de la realidad que producía la cien-cia, a las fenomenales transformaciones que venían con los nuevos

33 El recurso a una institucionalización rígida como instancia de legitimación es casi una reacción espontánea, como también lo es el uso de una normati-vidad operante en la tradición o en las costumbres; a su vez, el procedimen-talismo termina en el decisionismo y en el voluntarismo, pero los motivos empíricos nunca legitiman suficientemente; una sola pregunta racional, los hace trastabillar y los derrumba. Véase N. Luhmann, Legitimation durch Verfarhen, Fráncfort: Suhrkamp, 1983. En este texto, Luhmann no solo expone con inteligencia la posición; también la hace suya.

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modos de producción del capitalismo (y con las ideologías que los sustentaban) y a la debilitación de legitimidad traída por las revolu-ciones políticas. Sobre todo, reacciona ajustando los controles insti-tucionales frente al desgaste silencioso que se había producido en las relaciones sociales y que incidía en los procesos de socialización: los valores cristianos ya no eran hegemónicos. En el mejor de los casos, eran valores y percepciones fuertemente impregnados por las expe-riencias de un mundo secularizado. Así, por ejemplo, la fraternidad, la igualdad y la libertad (proclamados por la Revolución francesa), que habían sido originariamente cristianos, decantaron en su signi-ficación pragmática. Y no es de extrañar: finalmente, los cristianos habitaban los mundos de la Modernidad, y de esos mundos, atravesados ya por el ethos de la época, provenían oleadas de secularización. En este con-texto, entiendo por secularización la pérdida progresiva, en el ámbi-to cognitivo y valorativo, de las imágenes del mundo provenientes de la cristiandad (ese período que comienza con Constantino, en el 312 d. C., y que tiene una fecha incierta de inflexión). Sobre la crisis de la Modernidad se ha escrito mucho; también sobre la crisis de la cristiandad. En todo caso, tanto la Moderni-dad como la cristiandad parecen agotadas, al menos en sus formas históricamente paradigmáticas: han perdido el fundamento que las hacía seguras y contundentes. Respecto a la cristiandad, hay que reconocer lo que significó el Concilio Vaticano ii en su esfuerzo por dialogar con el mundo moderno. También es de notar la involución que se produce en la Iglesia posconciliar y que ha desatado una crisis aguda y compleja, caracterizada por fuertes conmociones institu-cionales y desarticulaciones en su ortodoxia y ortopraxis. Difícil de tematizar, creería que una de las causas profundas de la crisis, según lo dicho, reside en el problema de la legitimación del cristianismo en su actual modo de presencia, lo que afecta su credibilidad. Una religión que afirma que Dios se revela en la historia y se hace histo-ria, haciéndose hombre, hipoteca su credibilidad cuando se aferra a un modo de presencia institucional en el mundo que corresponde a una época histórica ya fenecida. Corre el riesgo de no ser compren-dida y, en consecuencia, de no ser creída, aunque derroche generosi-

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dad. La fe cristiana demanda razones, aun cuando éstas constituyan “escándalo para los judíos y locura para los gentiles”; esas razones, que presumen interpretar mejor que otras la verdadera condición humana, son siempre históricas. En medio de la crisis, parecieran multiplicarse las posturas fun-damentalistas, que, en mi opinión, manifiestan añoranzas por tiem-pos definitivamente idos. Sin las seguridades de la Modernidad ni de la cristiandad, el mundo occidental, al menos, se ha tornado más incierto, y, en lo que a nuestro tema respecta, han cambiado las con-diciones de posibilidad de la experiencia de la fe. No son mejores ni peores; son distintas. Posiblemente, se trate de un mundo más superficial y más chato: la tecnología hace cosas que estaban an-tes a nuestro cuidado, y ha avanzado impetuosamente hacia dentro del mundo de la subjetividad, colonizándolo. En este contexto, se puede experimentar la ausencia de aquellos absolutos que eran capa-ces de robar la confianza radical de la existencia, y que se dieron en los tiempos previos a la Modernidad tardía. Los sustitutos inventa-dos por el mercado hacen un ruido que ensordece y que alcanza para distraer la atención, pero no más que eso. También, fomentan una religiosidad sin Dios o, en todo caso, una religiosidad a medida, en la que podemos, incluso, cambiar de Dios sin siquiera sonrojarnos. En un mundo así, en donde se ausentaron las evidencias y las seguridades, y en donde, sin el paraguas de las instituciones, sin los resguardos metodológicos ni la salvaguarda de las ideologías o de los dogmas, hay, pues, demandas diferentes de legitimidad dirigidas al discurso religioso. La experiencia del falibilismo y de la falta de certezas es también la experiencia profunda de la contingencia, que no conduce necesariamente a la fe ni a su negación. Es, más bien, un desafío a las opciones radicales, a la libertad de creer en Dios o de vivir sin Él; la fe y el agnosticismo, o el ateísmo honesto, son posibilidades reales del existente. Empuñar esa responsabilidad en-teramente implica arrimar razones convincentes que las respalden. Éstas no se abrochan en razonamientos lógicamente apodícticos; caen, más bien, en el ámbito del conocimiento práctico, en el de la acción humana, tal como he intentado caracterizarla. Esas razones son las convocadas para legitimar las creencias y las opciones en las

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que se asientan. Esas razones son decibles en forma argumentativa y presumen ser lo suficientemente convincentes como para provocar asentimientos que involucren la voluntad y orienten las acciones de quienes las asumen. Hay dos maneras básicas de legitimar. La primera se remite a las experiencias de socialización de los sujetos: experiencias que van tejiendo trabajosa y hasta dramáticamente la existencia. La condi-ción humana históricamente situada puede dar motivos para creer o no creer; el trámite no es sencillo, ni lineal, ni transparente, ni contundente, en especial, en los tiempos de la Modernidad tardía, tal como la he caracterizado La segunda, que es una explicitación de la primera, tematiza los motivos y los articula argumentativamente. En todo caso, en estos tiempos de la Modernidad tardía, se han transformado profundamente esas condiciones de posibilidad en las que tenemos que vivir y en las que podemos creer o no creer, pero en las que se deben dar razones suficientes que legitimen cualquiera de esas opciones.

El odio. Una reconsideración

Ángel E. Garrido-MaturanoInstituto de Investigaciones Geohistóricas de Resistencia, Conicet.

ResumenEl artículo, a partir de una crítica a la concepción axiológica de Scheler, realiza un análisis fenomenológico-hermenéutico del odio que se concen-tra en la índole ontológica del fenómeno. Desde el punto de vista feno-menológico, describe los rasgos estructurales esenciales que posibilitan el surgimiento del odio. Dicha descripción se despliega tanto desde la pers-pectiva del modo en que se experimenta a sí mismo el sujeto que odia, cuanto del modo en que se da el objeto odiado. Desde el punto de vista hermenéutico, explicita el significado positivo y negativo del odio tanto en el plano ontológico como en el ético.Palabras clave: odio, intencionalidad, ontología, ética.

AbstractOn the basis of a criticism of Scheler’s axiological theory, this article advances a phenomenological and hermeneutic analysis of hatred. The analysis focuses on the ontological character of the phenomenon. From a phenomenological point of view, it describes the essential structural traits that render possible the emergence of hatred. This description is developed considering both the modes in which the subject that hates experiences itself and the modes in which the hated object is given. From a hermeneutic point of view, the article explains the positive and negative meaning of hatred, both in the ontological and in the ethical level.Key-words:hatred, intentionality, ontology, ethics.

1. Introducción

Si en el orbe de los sentimientos hay un fenómeno que siempre gozó de mala fama, y peor prensa, es el del odio. A diferencia del amor, hijo dilecto de la afectividad, que supo disfrutar no sólo de los más sublimes versos del poeta, sino también de las más elevadas

revista de Filosofía (universidad iberoamericana) 136: 215-240, 2014

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meditaciones del pensador, este otro hijo suyo, un poco deforme y ciertamente vergonzante, ha merecido muy poco el interés de la filosofía; y cuando ella se ha fijado en él lo ha hecho las más de las veces sólo para considerarlo desde la perspectiva de su afortunado hermano. Por momentos, pareciera que a la filosofía no le importó verdaderamente el odio en su especificidad, sino que, si le ha dirigi-do la mirada, sólo ha visto en él el mero reverso del amor. Si se ha interesado por el odio, ha sido (casi siempre) únicamente para resal-tar por contraste las ya luminosas virtudes de Eros.1 Aquí, en contra

1 Hasta donde mi conocimiento alcanza no son muchos los estudios espe-cíficamente dedicados al odio. Ante todo, hay que destacar el ya antiguo, peroamimododeveraúnnosuperado,trabajodeAurelKolnai,aparecidopor primera vez con el título “Versuch über den Haß”, en Philosophisches Jahrbuch der Görres-Gesellschaft 44 (1931), pp. 317- 331. Aquí citaremos laobradeKolnaideacuerdocon la siguienteedición:AurelKolnai,Ec-kel, Hochmut, Haß. Zur Phänomenologie feindlicher Gefühle, Fráncfort del Meno: Suhrkamp, 2007. También, sin reducirlo a mero opuesto del amor, Sartre se ha ocupado del odio en su tratado El ser y la nada (Jean-Paul Sar-tre, El ser y la nada. Ensayo de ontología fenomenológica, J. Valmar (trad.), Buenos Aires: Losada, 1966, en especial, pp. 507-511). Sin embargo, el au-tor sólo considera el odio en la perspectiva de la relaciones de objetivación mutua que caracterizan, en El ser y la nada, la vida intersubjetiva. Sartre no se interesa tanto por determinar cuáles son los rasgos esenciales y concretos que permiten reconocer una cierta intención afectiva como odio, sino que se centra en el carácter formal propio de la experiencia del sujeto que odia. Desde esta perspectiva, Sartre analiza el odio como una “posición absoluta de la libertad del para-sí frente al otro” (ibid., p. 509), es decir, como aquel modo de relación con el otro por el cual “el que odia proyecta no ser ya objeto en modo alguno” (id.). Ciertamente, Sartre tiene razón al considerar al odio reflexivamente y no sólo desde la perspectiva del correlato objetivo del fenómeno, esto es, al considerar no sólo el modo en que el odio com-prende o abre lo odiado, sino también el modo en que el sujeto que odia se siente a sí mismo cuando lo hace. Sin embargo, a mi modo de ver, no llega a alcanzar lo específico del sentimiento, en cuanto quien odia no sólo odia la imagen objetiva que el otro hace de él ni el hecho de que pueda objetivarlo de uno u otro modo, sino que odia específicamente al otro. Alguien puede objetivarme del peor modo, pero si yo no tengo una relación personal con él, si no lo conozco personalmente ni he entrado en conflicto con él, pue-do despreciar o desvalorizar esa imagen, pero propiamente no arde en mi

El odio. una reconsideración 217

de esta perspectiva, nos interesaremos por el odio en su especificidad y sólo lo compararemos con el amor en tanto la comparación pueda ayudar a elucidar la índole de un sentimiento tan legítimamente humano como lo es aquél, y del que, tal vez, no deberíamos aver-gonzarnos del todo. Un análisis que pretende describir el odio en su especificidad puede comprenderse, desde el punto de vista metodológico, como, en primer lugar, fenomenológico y, en segundo, hermenéutico. El

interior ningún odio hacia esa persona que me objetiva. La consecuencia que lógicamente extrae Sartre de su posición fundamental, a saber, que el objeto de odio es la posibilidad de ser objetivado por el otro, no puede ser otra que la siguiente: el odio no es odio a un otro determinado, sino al pró-jimo como representante de la humanidad, es decir, “que el odio es odio de todos los otros en uno sólo” (ibid., p. 510). Desde el punto de vista fenome-nológico, esta aseveración pareciera contradecir una característica esencial del odio, a saber, su especificidad. No odio a todo otro en uno, sino que el odio se dirige específicamente al ser así de alguien en tanto y en cuanto ese así expresa todo aquello con lo que estoy en conflicto. Podría decirse que no es el caso que odie a todos en la persona de uno, sino que, antes bien, la persona de uno expresa todo aquello que odio. Estas insuficiencias en el análisis sartreano surgen, a mi modo de ver, del hecho, que comparte con aquellos que supeditan su análisis del odio al amor, de no indagar el fenó-meno por sí mismo, sino sólo en tanto y en cuanto le sirve para ejemplificar su estudio de los modos de objetivación que se cumplen en las relaciones entre el para-sí y el prójimo. Entre los trabajos que se han ocupado del fenó-meno del odio en estricta correlación con el amor, destacan, por cierto, los de Scheler y Ortega. La entera sección B de Esencia y formas de la simpatía (Max Scheler, Esencia y formas de la simpatía, J. Gaos (trad.), Buenos Aires: Losada, 2004, pp. 193-270) se titula “El amor y el odio”, pero de hecho las referencias al último son mínimas comparadas con los extensos análisis del amor y, como he dicho, siempre para oponerlo o considerarlo como mera contracara del primero. Cosa parecida ocurre en los Estudios sobre el amor de José Ortega y Gasset (José Ortega y Gasset, Estudios sobre el amor, Madrid: Espasa Calpe, 1984, pp. 64-74), quien realiza observaciones ciertamente luminosas acerca del fenómeno, pero que distan mucho de ser un análisis suficiente del mismo y que en todos los casos se reducen a mostrar su opo-sición y su paralelismo al amor. A favor de Ortega puede decirse, empero, que su estudio es sobre el amor y no, como el de Scheler, sobre “El amor y el odio”.

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análisis es fenomenológico en cuanto no le interesa hacer una valo-ración moralizante acerca del odio; menos aún explicar los condi-cionamientos psicológicos y las experiencias traumáticas que hacen surgir en una cierta persona un determinado y concreto sentimiento de odio hacia alguna otra. Tampoco se propone realizar una tipolo-gía de las diferentes formas del odio. Su perspectiva no es ni mora-lista ni psicológica. De lo que aquí se trata es de describir aquellos rasgos estructurales que hacen posibles que el fenómeno se dé y que son esenciales a toda manifestación concreta del mismo. El método es, además, fenomenológico en cuanto parte del presupuesto, pro-pio de la fenomenología, de que el odio no es un mero estado aní-mico, psicológico y subjetivo, sino que es un acto intencional por el cual un sujeto se refiere afectivamente a un correlato objetivo; y de aquel otro presupuesto que considera que esta referencia intencional debe ser considerada en su especificidad, es decir, no como un mero modo deficiente —por ejemplo, respecto de la razón o de senti-mientos “positivos” como el amor— de referirse a un objeto, sino como un modo genuino de abrirse y relacionarse con una cierta for-ma de darse de ese mismo objeto. Pero, además, el método se com-prende a sí mismo como hermenéutico. Por cierto que no se trata aquí de hermenéutica en el sentido de una cierta teoría de la in-terpretación de textos que se han ocupado, en este caso, del odio, sino que de lo que se trata es de una hermenéutica de la facticidad. Tal expresión no mienta otra cosa que el hecho de que lo que se da en aquella correlación intencional que configura el odio requiere, por su mismo modo de darse, explicitación para que, por obra de esa explicitación, esto es, de la interpretación de algo como algo, pueda hacerse patente la plenitud de significación —en este caso, ética y ontológica— de lo que se da. El análisis y la explicitación persiguen dos objetivos. En lo que respecta al primero, rige el momento des-criptivo; en lo que al segundo, el interpretativo. El primero radica, precisamente, en describir los fundamentos del odio y su estructura esencial, es decir, el análisis aspira a describir aquellas condiciones estructurales que permiten el surgimiento del odio y a determinar los rasgos esenciales del modo en que el sujeto intenciona al obje-to en el fenómeno y, correlativamente, también del modo en que

El odio. una reconsideración 219

el objeto se le manifiesta al sujeto en la correlación. El segundo objetivo pretende reconsiderar el carácter absoluto de la mala fama que sufre el odio. Sobre la base de lo ganado en la descripción de sus características esenciales, pretendo, pues, poner a la luz aquella significación implícita o dimensión del odio que ha quedado oculta en la mayoría de los estudios a él dedicados. Pretendo mostrar en qué medida y de qué manera el odio puede significar positivamente tanto en el plano ontológico cuanto en el ético. Dado que ha sido Max Scheler quien fundamentalmente extrajo el estudio del odio (y de los otros sentimientos) tanto de la perspec-tiva psicologista, para la cual el fenómeno no era sino un estado de ánimo subjetivo que no se refería intencionalmente a objeto alguno, cuanto de la racionalista, para la cual el odio, aunque se refería a un objeto, sólo lo veía deformado a través de los ojos nublados por la pasión, me parece que todo análisis fenomenológico del odio debe comenzar considerando el aporte de Scheler y, sobre todo, los pro-blemas que su concepción deja abiertos.

2. Análisis de la comprensión scheleriana del odio

Scheler se ha percatado de que el odio, como el amor, no es ciego; no ve “peor” lo mismo que el ojo de la razón vería “mejor”, sino que ve otras cosas. Ahora bien, inmediatamente Scheler identifica esas otras cosas con valores. El odio, como el amor, “hace que se vean valores más altos o más bajos que los que se pueden ver con el ‘ojo’ de la razón”.2 El odio no sería, entonces, un acto meramente nega-tivo que por su propia naturaleza deformaría el ser del objeto al que se refiere, sino un acto positivo de una índole muy peculiar. ¿Cuál? Pues bien, lo específico del odio consiste en que capta un “disvalor” o valor negativo, tanto como el amor lo hace con un valor positivo: “Pero mientras que el amor es un movimiento que va del valor más bajo al más alto y en el que relampaguea por primera vez en cada caso el valor más alto de un objeto o de una persona, el odio es un

2 Scheler, op. cit., p. 196.

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movimiento opuesto”.3 Es decir, desde la captación de un disvalor portado por su objeto, se dirige hacia la posible existencia de los valores más bajos de ese mismo objeto y, concomitantemente, anula la posible existencia del valor más alto. En otros términos, el odio proyectaría una suerte de imagen “anti-ideal” de los disvalores por-tados por el objeto odiado. Pero no la proyecta caprichosamente, sino que lo hace en tanto en cuanto en los disvalores, ya dados en lo odiado y que el odio puede “ver” con una agudeza que les es extraña a otras facultades, ese “anti-ideal” se halla latente como aquello a lo que posiblemente conduzca la dinámica del propio ser del objeto odiado. De allí que el odio, aunque tienda a la anulación4 de los valores positivos, de su objeto no sea un cerrarse en general al todo del reino de los valores, sino un “positivo dirigir la vista al posible valor más bajo”.5 Así concebido, el odio es un movimiento intencio-nal que, partiendo del disvalor A dado en un objeto y por él cap-tado, permite que aparezca la posibilidad de un disvalor aún peor, B, al que la dinámica del ser del objeto tiende. El odio no odiaría, entonces, ni el ser empírico existencial de su objeto ni algo que éste quiera o crea que debe ser, sino aquello que éste está “en trance de” o llegando a ser y que se anuncia como la consumación de su realidad más propia. La consecuencia de ello es que, como adelantábamos, el odio a una cierta persona empíricamente dada esboza siempre una “imagen anti-ideal de disvalores”, la cual —insiste Scheler6— no es ni una construcción arbitraria ni una mera proyección afectiva, sino que puede ser tomada al mismo tiempo como la verdadera realidad axiológica del objeto odiado, sólo que todavía no dada en el sentir, pero sí anunciada en los disvalores ya dados en tal sentir. En cuanto

3 Ibid., p. 200.4 No hay que malentender el sentido con el que Scheler (ibid., p. 200, 202)

utiliza el término “anulación” o “aniquilación” del valor positivo por parte del odio. No se trata, para Scheler, de que el odio elimine las cualidades positivas del objeto odiado —por eso podemos odiar a alguien a pesar de sus innegables virtudes, como podemos amarlo a pesar de sus innúmeros defectos— sino que se cierra a la captación de estos valores.

5 Id. 6 Cfr. ibid., p. 201.

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el objeto del odio no es, propiamente hablando, la persona odiada, sino esta imagen, el odio no tiene necesariamente un correlato in-tencional específicamente humano. Podemos odiar a todo objeto capaz de una potenciación del disvalor, así como podemos amar todo aquello que es capaz de una elevación del valor. Sin embargo, Scheler no puede ofrecer ni un sólo ejemplo de un odio que no sea dirigido hacia un ser humano o hacia un objeto, en cuanto que no refleje sentimentalmente rasgos originariamente propios de un ser humano. Finalmente, digamos que en cuanto el odio como el amor son aquellos actos afectivos intencionales que agudizan nuestra mi-rada para poder ver los valores estrictamente individuales de una persona u objeto, sólo gracias a ellos brota la persona individual pura e íntegramente. Si el amor o el odio desaparecen, “surge al punto en lugar del ‘individuo’, la ‘persona social’, esa mera x de diversas relaciones, la x de una determinada actividad social”.7

Hasta aquí hemos recordado los rasgos fundamentales de la su-ficientemente conocida comprensión scheleriana del odio. A mi modo de ver, ella implica tres aportes fundamentales. En primer lugar, el advertir que el odio en cuanto sentimiento es un acto inten-cional referido a un objeto específico y no un mero estado subjetivo, una turbia pasión que encierra al sujeto en sí mismo. En segundo lugar, el hecho de que el odio (como el amor) puede referirse de modo apropiado a su objeto, es decir, que el odio no ve peor lo que la razón vería mejor, sino que, a diferencia de esta última, es con-cernido, interesado, movido por aspectos del objeto —para Scheler, disvalores— que no pueden ser considerados neutralmente, sino que implican, por su propio modo de darse, una toma de posición del sujeto respecto de ese objeto. Así, por ejemplo, quien odia la maldad de una persona o su carácter resentido y violento no puede llegar a comprender la plenitud de significatividad propia de lo que odia a través de una posición teórica neutral, pues lo odiado signifi-ca, en esencia, de modo práctico y sólo se puede acceder al modo en que se me da o aparece el objeto odiado desde el sentirse a-fectado o concernido prácticamente por esas características bajo la forma del

7 Ibid., p. 209.

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odio. El tercer aporte, consecuencia directa de los dos anteriores, no es otro que el siguiente: el odio como acto presenta un carácter positivo. No es el mero reverso negativo del amor. No nos cierra el acceso al objeto o al mundo, sino que descubre un aspecto del obje-to o del mundo —para Scheler, su imagen axiológica anti-ideal— al que no tenemos acceso sino a través de él. Sin embargo, el análisis de Scheler deja también tres problemas abiertos que deben ser re-considerados por todo análisis fenomenológico del odio. El primero de esos problemas tiene que ver con la determina-ción del objeto odiado, que, para Scheler, es una imagen anti-ideal de disvalores, es decir, lo odiado no es la persona o el objeto, su ser así en el mundo y el modo en que ese así me concierne a mí en mi propio ser, sino una imagen de valores, de la cual lo odiado sólo es portador y a la que yo odiaría por una mera reacción intuitiva provocada por la cualidad axiológica de esa imagen.8 Esta deter-minación trae a colación inevitablemente el problema del estatus ontológico del valor o, dicho de otro modo, el nexo entre ser y valor. Los valores serían puras esencialidades subsistentes que sólo ocasio-nalmente resultarían portadas por los bienes. El espíritu humano se elevaría, entonces, más allá de la experiencia del ser del ente que lo porta hasta un puro sentir la imagen ideal de valores o disvalores que en él se encarna. Como señala S. Strasser, desde el punto de vis-ta fenomenológico, esta tesis resulta insostenible. Strasser ofrece un ejemplo sumamente significativo. Supongamos que, en una ciudad de aguda crisis habitacional, a un potencial inquilino se le ofrece una casa cómoda, amplia, de bello diseño, etcétera, a la que sólo le falta un detalle: el ser, la existencia. Es obvio que todos los presuntos

8 Ciertamente, Scheler reconoce que el amor y el odio nos revelan la ima-gen de valores que es estrictamente peculiar al individuo que los porta. Por ello, son estos sentimientos los que nos revelan el sujeto en su estricta particularidad. Sin embargo, no se ve muy bien cómo los valores pueden ser autónomos respecto del ser que los porta y valer objetivamente, siendo que, a la vez, son estrictamente propios de un ser individual. A mi modo de ver, cuando Scheler afirma que el odio alcanza la esencia axiológica ideal peculiar de un individuo, no hace sino una concesión al hecho de que lo odiado es el ser así individual del objeto.

El odio. una reconsideración 223

valores de la casa “se precipitan en la nada de la absoluta falta de va-lor tan pronto como a ella le es privado el valor fundamental, el valor de ser”.9 La conclusión es clara. Al valor o disvalor de los bie-nes “les pertenece en general y necesariamente su ser o su poder ser como fundamento ontológico; en otras palabras: el valor está unido al ser de una manera indisoluble”.10 Y si el ser es el fundamento de toda propiedad axiológica, entonces el objeto del odio no puede ser una pura imagen axiológica, sino el ser así de un determinado individuo. No odiamos la maldad en alguien, sino la maldad de alguien, es decir, el modo en que es conmigo en el mundo un determi-nado individuo, y no el modo en que idealmente pueden llegar a encarnarse en él oscuras entidades llamadas valores. No resulta para nada evidente cuál sería el estatus epistémico de estas formas puras que, paradójicamente, no significarían nada privadas de su relación ontológica con su objeto. En efecto, nadie odia la maldad en sí. La maldad en sí es una abstracción y, como tal, objeto del intelecto y no del sentir. Podemos comprender o conceptualizar la maldad o la envidia, pero no odiarlas. Odiamos el ser malo, envidioso o, incluso, las bondades de alguien. De hecho, la teoría de Scheler no puede dar cuenta del hecho fenoménico indubitable de que, por resentimiento o envidia, odiamos incluso los valores en cuanto son de alguien, pues lo que odiamos no son los valores, sino el ser así de ese alguien. Incluso es usual que el odio por alguien crezca cuanto más se le reconocen sus valores, y más se desprecie y se quiera ani-quilar al objeto odiado cuanto más brillantes sean los valores que él realiza. De allí que el primer problema que nos deja abierto Scheler sea el de la determinación del objeto del odio. Si no es el valor ni una imagen de valores, sino el ser así de un individuo particular que se abre positivamente en el odio para el sujeto que odia, entonces ¿cómo habrá que entender ese así? ¿Cuál es el fundamento del odio?

9 Stephan Strasser, Das Gemüt. Grundgedanken zu einer phänomenologischen Philosophie und Theorie des menschlichen Gefühlslebens, Friburgo: Herder, 1956, p. 18.

10 Id.

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El segundo problema que queda abierto a partir de la teoría de Scheler es el de la especificidad de la experiencia del odio vivida por el sujeto que lo padece. En efecto, el análisis entero de Scheler se dedica a explicitar qué y cómo se da el objeto odiado en el acto de odio. Pero el odio, como todo sentimiento, no implica sólo un modo de sentir el cómo del aparecer del objeto, sino un modo de sentirse a sí mismo sintiendo el objeto. Sobre este punto, el análisis de Scheler calla. En tercer lugar, aunque Scheler reconoce una po-sitividad en el odio, esto es, la capacidad de ser un acceso genuino a su objeto, no explicita las consecuencias ontológicas y morales de esa positividad, concentrándose, por el contrario, en el estudio de-tallado de los valores fundamentales del amor. En este sentido, cabe preguntarse lo siguiente: si el odio nos revela un modo de darse del objeto, ¿hasta qué punto es un fenómeno puramente negativo? ¿No constituye también una condición de posibilidad de la emergencia del ser en su verdad? Y, si esto último es cierto, ¿en qué medida te-nemos derecho a descalificarlo por completo desde el punto de vista ético?

3. Apuntes para una fenomenología del odio

3.1 La experiencia de sí en el odio y sus implicancias

Scheler ha reconocido con acierto en el odio un sentimiento inten-cional genuino. Como todo acto intencional, el odio implica una correlación. Estimo que es posible analizar fenomenológicamente dicha correlación no sólo centrándose, como lo hace Scheler, en las características (para él axiológicas) del objeto odiado, sino teniendo en cuenta también el modo en que se da y se experimenta a sí mis-mo el sujeto que odia cuando mienta su objeto bajo el imperio del odio, y las consecuencias que esta auto-experiencia implica para la elucidación de la forma en que el objeto del odio es comprendido en la correlación. Desdeestaperspectiva,hayquedecir,siguiendoaAurelKolnai,que el odio es, ante todo, un sentimiento intenso que implica una

El odio. una reconsideración 225

“intro-misión integral (Einsetzung) de la propia persona”,11 y que —a pesar de que el uso laxo del término por momentos favorece la confusión— no debe mezclarse sin más con el ocasional desagrado que me puede producir un cierto tipo de objetos y que usualmente me lleva a confesar que, por ejemplo en mi caso, odio los kiwis. Este compromiso integral de la persona, propio de la intensidad con la queéstaexperimentaelodio,ocurre,comoseñalatambiénKolnai,en una doble dimensión de profundidad y de centralidad concomi-tantes. Propiamente hablando no hay odio si el sentimiento tiene profundidad, si conmueve todas las fibras del ser íntimo, pero no reconoce un objeto definido en el cual se centra su intención, como ocurre, por ejemplo, en el caso de los sentimientos místicos. Tampo-co lo hay si lo que se da es la aversión hacia un objeto perfectamente definido y centrado, pero que no conmueve al conjunto de mi ser. Aquí podríamos retomar el ejemplo del kiwi. “La característica de profundidad ocupa sin embargo el primer plano en relación con la de centralidad”.12 Apenas voy a poder odiar al ratero que me atraca en la vía pública y me roba mi cartera; sin embargo, bien puedo odiar con todo mi corazón a un hombre que objetivamente no me ha hecho nada, pero que corporiza un modo de entender la vida y el mundo que me es adverso. En segundo lugar y en estricta relación con la dimensiones de profundidad y centralidad, es decir, con la intensidad con que nos sentimos integralmente a nosotros mismos concernidos por la aversión hacia un determinado objeto odiado, se halla un segundo rasgo fenomenológico esencial de la experiencia del odio: su aspecto histórico-actitudinal. El odio, a diferencia de, por ejemplo, la ira, no es un acto —en ello era imprecisa la deter-minación scheleriana del fenómeno— de carácter pasajero, sino una actitud que se mantiene como un elemento esencial del sentimien-to que la persona tiene de sí a lo largo del tiempo. Así, los padres pueden ser presos de la ira por alguna tontería que cometa su hijo e incluso castigarlo duramente, pero no por ello lo odian. En cambio el odio hacia alguien, que no necesariamente tiene que estar acom-

11 Kolnai,op. cit., p. 101.12 Cfr. ibid., pp. 101-102.

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pañado por una irrupción violenta de ira, constituye constantemente un elemento esencial y determinante de la configuración que va adquiriendo la vida del sujeto que odia y, en tal sentido, “el odio es un aspecto histórico de la vida humana”.13 Se podría, incluso, ir más alládelosanálisisdeKolnaiyreconocerlapotencialidadontológi-ca del odio, precisamente en cuanto constituye un elemento esen-cial del modo en que el existente que odia configura históricamente su propio “ser-en-el-mundo”. Ahora bien, si el odio puede compro-meter a la persona por entero, ser histórico y constituir un elemento determinante en la configuración que va asumiendo la vida a lo largo de su desarrollo, es porque el sujeto que odia toma “en serio” al enemigo u objeto de odio, es decir, lo experimenta de alguna manera como importante, significativo, peligroso, dañino, etcétera. Estos diversos calificativos apuntan en el fondo a lo siguiente: en el odio me siento ofendido u agredido intencionalmente por el otro en un aspecto que considero esencial de mi propio ser y, consecuente-mente, le reconozco una significatividad y un poder relevantes. De esta característica de mi auto-experiencia en el odio se derivan dos consecuencias directas. En primer lugar, que el odio es posible sólo respecto de un objeto al que se le reconoce la dignidad de la liber-tad y, por ende, de la responsabilidad de los actos que comete para conmigo. Sólo porque es considerado responsable, aquel que odio puede ser tomado por malvado. Nadie en su sano juicio odiaría a la lluvia por haberle ocasionado una inundación. En segundo lugar, el hecho de que el odio, a diferencia de lo que afirmaba Scheler, sólo puede estar dirigido a otro ser personal y espiritual14, y no a una cosa u objeto natural. No hay problema en conceder que puedan darse casos extraños de odio a algo inanimado o a personas irresponsables,

13 Ibid., p. 102.14 Aquí entiendo espíritu en el estricto sentido kierkegaardiano. Espíritu es

el sí mismo, es decir, aquella relación que, en la relación con lo otro, se relaciona (elige) a sí mismo. El espíritu es el ser del hombre en tanto el hombre —a diferencia de las cosas que están en relación con los otros entes, pero que no se relaciona a sí mismas en esa relación— es una relación que se relaciona a sí misma. Cfr.SørenKierkegaard,La enfermedad mortal, D. Gutiérrez Rivero (trad.), Madrid: Trotta, 2008, p. 33.

El odio. una reconsideración 227

pero éstos no son sino irradiaciones o traslaciones de un odio de base personal, como, por ejemplo, cuando alguien odia a los niños inocentes de un antiguo enemigo o a las flores de las que tanto gus-taba la mujer que lo traicionó. La necesaria contracara de este tomar en serio al otro en el odio es que éste no se dirige a un aspecto cir-cunstancial del objeto odiado (nadie odia auténticamente a alguien porque ese alguien, sumido ocasionalmente en un ataque de ira e “ido de sí mismo”, lo ofendió), sino a su esencia, a la índole profunda de ser del otro, que es aquello que propiamente me agrede u ofende enmipropiaesencia.EstaobservacióndeKolnairesultadecisiva.15 En efecto, el verdadero odio odia un modo de acaecer del ser que sólo se manifiesta y configura a través de la propia configuración del “ser-en-el-mundo” de la persona odiada. Sin embargo, el odio no se dirige a la esencia del objeto odiado considerada abstractamente en sí misma, “sino bajo la más aguda acentuación de la repercusión de esta esencia sobre el sujeto que odia”.16 Odiamos, pues, la esencia del otro, la figura estructural fundamental que conforma su “ser-en-el mundo”; y lo hacemos en cuanto esta esencia repercute del modo más agudo posible sobre nosotros mismos, es decir, en la medida en que esta esencia representa una imposibilidad para la consumación de nuestro propio ser. Es esencial al sentimiento de odio experimen-tar que no podemos hacer acaecer de modo consumado nuestro “ser-en-el-mundo”, no podemos concretar nuestra voluntad de ser, a causa del ser mismo del otro odiado. De allí el impulso de aniqui-lación de su objeto que es característico del odio y que usualmente se le reconoce. ¿Hasta donde puede llegar este impulso? Puede ir desde la exclusión o aislamiento del rival, pasando por su vilipendio público, hasta el asesinato, e incluso en los casos patológicos hasta el impedimento de los rituales religiosos del sepelio y la profanación de su tumba. Todo depende de la intensidad de la voluntad de odio. Sobre estas circunstancias concretas, no puede expedirse un análi-sis filosófico, pero ciertamente es consustancial a aquella intención que llamamos odio un cierto deseo de aniquilación del enemigo,

15 Kolnai,op. cit., p. 104.16 Id.

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que puede manifestarse de los modos más variados, pero que es siempre la contracara dialéctica de una voluntad de ser imposibilita-da por el ser mismo del rival. La principal diferencia de esta perspectiva de análisis —inspira-da,porcierto,enlasdescripcionesdeKolnai—,enrelaciónconlacomprensión scheleriana del odio, podría formularse en los siguien-tes términos: ya no se trata en el odio de una captación del rango in crescendo de los disvalores —de una cuestión axiológica—, sino de un conflicto ontológico —de un conflicto en el orden mismo del acaecer del ser—. En efecto, no odio los potenciales disvalores de otro captados por un acto puro y aislado del sentimiento, sino que odio el ser mismo del otro, la configuración esencial de su “ser-en-el-mundo” que constantemente impide la consumación de mi pro-pia esencia, de la figura estructural de mi propio “ser-en-el-mundo”, en tanto en cuanto mi “ser-en-el-mundo” es ya siempre “ser-con” el otro odiado. Por ello, el odio es una actitud constante a lo largo de nuestra vida “con” ese otro y no un acto, una mera captación, que bien puede ser ocasional, de los disvalores crecientes de un indi-viduo. De hecho, tal captación podría ser neutral (o despreciativa o descalificadora), pero no estar acompañada necesariamente por odio alguno si el ejercicio de los disvalores que caracterizan al otro no entra en conflicto con la realización o consumación de mi pro-pio ser e intereses. Por ello, también el ímpetu de aniquilación (que nunca termina de tener un sentido claro en la teoría de Scheler, ya que los disvalores como tales no pueden aniquilarse) adquiere ahora una significación definida. El odio quiere aniquilar porque odia lo que por excelencia es aniquilable: el ser del otro o, para decirlo más propiamente, la configuración o sentido que asume el ser a través de la existencia del otro. El testimonio más claro de este carácter ontológico y no axiológico del odio es que odiamos al otro no sólo por sus faltas, sino también por sus valores. Quien odia no quiere convertir o mejorar al otro. Ello implicaría ya un cierto amor por él.ComoconrazónobservaKolnai,cuandonosotrosodiamospro-fundamente no queremos de ningún modo educar ni ennoblecer al otro. “Por el contrario, no son sus falencias sino sus valores, los que nos molestan, y no lo queremos ver mejor, sino objetivamen-

El odio. una reconsideración 229

te peor”.17 Es verdad que ciertos disvalores que percibimos en una persona amada nos afligen y que podemos intentar mejorarla en ese aspecto, pero, a la inversa, al sujeto que odia, como odia el ser mismo del otro, le molestan, le dañan incluso aquellas perfecciones y valores que ayudan al otro a consumar su ser.

3.2 El aparecer del otro en el odio y sus implicancias

En este análisis del odio como actitud ontológica nos hemos cen-trado principalmente hasta ahora en el lado subjetivo de aquella correlación que es el fenómeno en cuanto sentimiento intencional, esto es, en el modo en que se experimenta a sí mismo el sujeto que odia. Desde esta perspectiva hemos encontrado —a través de unalibreinterpretacióndelosanálisisdeKolnai—quequienodiase siente, de una manera contínua e intensa, ofendido o agredi-do intencionalmente por el otro. Ésta no es una agresión u ofensa cualquiera, sino una tal que le hace sentirse imposibilitado de con-sumar su propio “ser-en-el mundo”; y lo que lo agrede u ofende tampoco es una cualidad circunstancial de la persona odiada, sino un aspecto esencial de su ser, un trazo determinante de la configura-ción que asume su “ser-en-el-mundo-conmigo”. Razón por la cual a la experiencia de sí del odio le es inherente también un ímpetu aniquilador. Pero un análisis integral requiere que ahora fijemos la mirada en la otra perspectiva posible, en el correlato objetivo, y nos preguntemos cuál es el fundamento del odio, esto es, aquellas características que determinan esencialmente el modo en que se nos da el objeto al que el odio se dirige. En otras palabras, que nos preguntemos por el ser mismo de lo odiable. En este sentido, tam-biénlosanálisisdeKolnaisondegranayuda.Antetodo,elautorreconoce en el odio una doble motivación,18 que en principio está presente en todos los casos del fenómeno. Por un lado, el odio capta la constitución misma (Beschaffenheit), el modo de ser de su objeto, y, por otro, capta el rol dinámico del objeto, es decir, el modo en

17 Ibid., p. 107.18 Cfr. ibid., p. 109.

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que el ejercicio de su constitución repercute en contra de mi propio inter-esse, esto es, de mi propio interés por ser. Ambos aspectos del objeto se dan siempre conjuntamente, aunque, según el caso, pueda tener más peso uno u otro de ellos. El ser mero agente de un daño o agresión que yo pudiese padecer no es suficiente motivo para con-siderar al otro odiable, si el daño no está vinculado necesariamente con la constitución misma del agente. Así no se odia, aunque sí se puede temer en grado sumo, al loco que es éticamente irrespon-sable y que puede llegar incluso a cometer atrocidades; pero sí a aquel otro que descubre su esencial rencor a través de una traición, aunque tal vez ella provoque un daño objetivamente menor que la acción del desquiciado. Tampoco se odia al rival leal y caballeres-co que compite conmigo por un cierto logro, y sí en cambio a aquel que lo hace maliciosamente, por ser él mismo una persona pérfida. Inversamente, no odio, aunque sí pueda despreciar en grado sumo, a aquel individuo a todas luces mentiroso, hipócrita y traidor, pero que a mí propiamente no me ha hecho ni puede hacerme nada, ni tampoco constituye obstáculo alguno para la realización de mi vida; y sí en cambio a aquel otro, que tal vez no es tan desprecia-ble como el primero, pero cuya maldad me afecta personalmente. “No se va por el ancho mundo tratando de detectar malvados a los que se podría odiar a gusto y con razón; se odia sólo el mal que de algún modo llega hasta mí, penetra en el círculo vital del sujeto y donde le es posible origina también daños”.19 En síntesis, el objeto del odio aparece bajo un doble aspecto y, correlativamente, el odio reconoce una doble motivación. Por un lado, odio el modo mismo en que se me da la constitución esencial del objeto, pero, por otro, el hecho de que el ejercicio de dicha constitución me afecta o daña personalmente. De cada uno de estos dos aspectos propios de la duplicidad ca-racterística del modo de aparecérseme el objeto en el fenómeno del odio, se derivan sendos rasgos esenciales del mismo. En primer lu-gar, del hecho de que odio la constitución esencial del otro, es decir, los rasgos estructurales que conforman su personalidad, resulta el

19 Ibid., p. 110.

El odio. una reconsideración 231

carácter de acontecimiento del fenómeno. En efecto, el odio, como el amor, no es algo que yo decida, sino que me ocurre, que padezco in-dependientemente de mi voluntad y que puede surgir en mí incluso en contra de ella, precisamente porque no es cuestión de mi volun-tad ni de mi poder determinar la constitución esencial de aquel otro que me sale al encuentro y cuyo ser así genera en mí la llama del odio. En este sentido, el odio es por esencia anti-patía: el padecer negativamente el dárseme del otro. Su salirme al encuentro es pade-cido (pathos) como contrario (anti) a mi propio ser. Ahora bien, si el odio es un pathos —el pathos antipatético— él, como todo pathos, representa también un límite impuesto a mi poder sobre el ser de lo que se da. El propio impulso de aniquilación es la confesión de esta imposibilidad del sujeto de determinar o reducir a una figura acep-table para él esa constitución esencial del otro que tanto odia. En este sentido, el odio, antes que un reconocimiento de mi objetivi-dad ante el otro, es un reconocimiento de la alteridad de ese otro.20 En segundo lugar, del hecho de que odio el daño personal que me infringe el otro resulta un nuevo rasgo determinante del odio, que podríamos llamar “vínculo existencial”. No odio a ningún extraño con el que no mantengo relaciones estrechas, sino a aquel que es significativo para mí existencia, que, de algún modo, forma parte de mi “ser-en-el-mundo” que es ya siempre un “ser-en-el-mundo-

20 En este punto es donde resulta altamente cuestionable la idea de Sartre de que el afán de aniquilación propio del sujeto que odia surge de su intento por “recobrar una libertad sin límites de hecho, es decir, desembarazarse de su inaceptable ser-objeto-para-el-otro y abolir su dimensión de alienación” (Sartre, op. cit., p. 509). A mi modo de ver, si lo que quiero es eliminar la imagen objetiva que otro se hace de mí, entonces tendría que querer eliminar a todos los otros, odiar a cada uno de ellos, porque ciertamente cada uno se hace una imagen objetiva del otro de acuerdo con el tipo de relación existente entre ellos. Pero, más allá de que fácticamente éste no es el caso, el hecho de que bien puedo odiar la imagen que el otro se haga de mí no resuelve la cuestión de fondo, porque lo que odio es que él sea de tal modo que pueda tener esa imagen de mí y que yo no pueda evitarlo. Por lo tanto, ese impulso de aniquilación va en última instancia dirigido al ser del otro, a lo que hemos llamado su constitución, y es una confesión de mi imposibilidad para poder reducir ese ser a mis deseos o intereses.

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con-él”. De allí que sea más intenso el odio cuanto más estrecha haya sido la relación, porque mayor y más íntima resulta, entonces, la afrenta padecida. El ejemplo típico de ello es el odio al antiguo conyugue que suele acompañar a numerosos procesos de divorcio. La interrelación dinámica, el vínculo existencial del que siente odio por su objeto, es una condición esencial del fenómeno. Con razón observaKolnaique,aunqueaparentementeciertasformasdeodio,parecieran, a primera vista, estar libres de esta condición, se revelan, a un vistazo más agudo, sometidos a ella. Así, por ejemplo, el odio a otras religiones o culturas pareciera estar ligado exclusivamente a la constitución esencial de esa otra religión o mundo cultural y ser in-dependiente del daño que propiamente ella haya hecho a mi propio mundo religioso o cultural; pareciera tratarse, pues, de un odio di-rigido exclusivamente al modo de ser del otro. El contacto, la cerca-nía, la historia de las relaciones y los vínculos entre esas dos culturas y las afrentas o daños que mutuamente se hayan causado constitu-yen, sin embargo, un elemento esencial del odio. Así, por ejemplo, el odio entre cristianismo y judaísmo o entre judaísmo e islamismo es moneda usual, pero resultaría muy extraño un odio encarniza-do del cristiano por el paganismo malayo o del judío por las creen-cias de los wichís. En síntesis, el odio, como fenómeno ontológico, implica dos componentes concomitantes resultantes de los dos modos co-im-plicados en que aparece su objeto: como agente de un daño y como constitución esencial. Por un lado, hallamos, pues, su núcleo des-encadenante representado por un cierto suceso o estado de cosas que vincula a los términos de la correlación (por ejemplo, la com-petencia de dos caballeros por una misma dama) y que obra como la matriz en la que crece la ofensa, el agravio o el daño personal de uno a otro. Pero el suceso o estado de cosas en el que surge el conflicto precisamente “desencadena” o “desata” el odio, no lo crea. Entra aquí en juego, por otro lado, el segundo componente, aquello que es desatado para que el odio se consume, a saber: una oposición fundamental de modos de ser o, como también podría decirse, una “anti-patía personal” resultante de distintas cualidades, distintos modos de comprender la vida, distintas convicciones, en

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una palabra, distintas maneras de asumir el sentido del ser de lo que es en la propia existencia, que ahora se vuelven patentes y entran en conflicto en función de un determinado estado de cosas o mundo en común. Ninguno de los dos aspectos puede faltar para que el odio exista.

4. El significado del odio

Hasta aquí, hemos analizado los rasgos fenomenológicos esenciales del odio desde la perspectiva de la experiencia de sí del sujeto que odia y del modo en que se le da a él el objeto de odio. Ahora, el momento fenomenológico cede su primacía al hermenéutico, esto es, a la explicitación del significado del odio. Dado que hemos consi-derado el odio como una oposición ontológica, su significado ha de buscarse en primer lugar en esa dimensión. Desde la perspectiva ontológica, podemos reconocer obviamen-te una significación negativa, pero también una positiva del odio. Por “negativo”, entendemos aquí un proceso de empobrecimiento ontológico, es decir, de ocultamiento o supresión de las diferentes configuraciones de sentido que el existente proyecta en el todo del ente: una merma, un desfallecimiento en la diversidad del ser. Por “positivo”, nos referimos a un proceso de enriquecimiento por el cual el ser o sentido viene a la luz y se configura con rostros cada vez nuevos y diversos: un alumbramiento de nuevos modos del ser. Si asumimos que lo que define al hombre es comprenderse compren-diendo el ser de todo aquello con lo que está en relación (mundo) y si asumimos también que dicha comprensión acontece esencial-mente a partir de la elección de un posibilidad de ser que es, al mismo tiempo, una posibilidad de relacionarme con el mundo, en-tonces tendremos que distinguir una doble significación negativa y una doble significación positiva del odio, según pongamos la mira-da en uno u otro de los términos de la correlación: el sujeto del odio o su objeto. La significación negativa desde la perspectiva del ob-jeto odiado es obvia e inherente al impulso de aniquilación que vive en el odio. El odio quiere anonadar al otro, quiere acabar con su

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ser; y no sólo con su ser físico ni, como creía Sartre,21 con la imagen objetiva que él tiene de mí, sino con su constitución esencial, con su modo esencial de ser, esto es, con la figura que el ser asume a través de la existencia del otro. No odiamos a Juan o a José, sino que, con-comitantemente, odiamos el modo en que Juan y José comprenden la vida y son y obran en el mundo. Como impulso de aniquilación de un modo de ser, que es un modo del ser, el odio constituye un proceso negativo desde el punto de vista ontológico. Centremos ahora la mirada no en el objeto odiado, sino en el sujeto odiante. Ortega, con mucha razón, ha escrito que el amor es “un fenómeno de la atención”;22 más específicamente “un estado anómalo de ella”,23 un proceso de concentración atencional “que lleva a una progresiva eliminación de las cosas que antes nos ocu-paban”.24 Esta paralización de la atención, que queda “presa de un solo ser”,25 lleva a un paulatino empobrecimiento de nuestra ac-tividad mental. La “conciencia se angosta”,26 escribe Ortega. Pues bien, estimo que otro tanto podría afirmarse del odio, y con tanta más razón cuanto más intenso sea el sentimiento. El mundo del sujeto que odia —al concentrarse en el objeto odiado y en el afán de aniquilarlo— se empobrece, se desrealiza. Las múltiples posibi-lidades de ser del desventurado que ha sido atrapado por el odio se evaporan y sus fuerzas son consumidas por una pasión obsesiva. Desde este punto de vista, es decir, desde el del correlato subjetivo del odio, podría, pues, también afirmarse que el odio representa un empobrecimiento en el orden del ser mismo del sujeto que odia, ahora restringido a su relación obsesiva y concentrada con su objeto. Pero el odio es un fenómeno multifacético, dinámico y, sobre todo, ambiguo. Escapa a definiciones rígidas que quieran agotar desde una sola perspectiva el modo en que el fenómeno mismo acaece, se tem-

21 Cfr., Sartre, op. cit., pp. 509-510. 22 Ortega y Gasset, op. cit., p. 100.23 Ibid., p. 102.24 Ibid., p. 104.25 Id.26 Id.

El odio. una reconsideración 235

poraliza y significa. En efecto, visto desde otra perspectiva, dialéc-ticamente complementaria con la anterior, el odio puede, en clave ontológica, significar también de modo positivo. ¿En qué sentido? Comencemos aquí también por el correlato objetivo. Así como el amor descubre perfecciones en el ser del amado a las que son ciegas otras facultades y sentimientos, así también el odio es la intenciona-lidad genuina y específica que permite descubrir con una intensidad y finura aspectos del ser del otro —en este caso aquellos aspectos y cualidades de su ser que entran en conflicto con el mío propio— que de otro modo y sin su poder de concentración atencional no verían la luz.27 El odio tiene, pues, una función positiva o, mejor

27 Paola-Ludovika Coriando, en el marco de una interpretación heideggeriana de Scheler, ha negado recientemente este carácter positivo del odio. Para la estudiosa, el odio, a diferencia del amor, no entra en contacto originario con su objeto, sino que permanece preso de una re-producción subjetiva (y negativa) de la realidad. Escribe Coriando: “No hay nada comparable en el odio a la plenitud significativa que despunta e irrumpe en el amor, el cual anímicamente pone en libertad la relación al mundo y al otro. El odio, por cierto, nos deja ver el otro y el mundo de otra manera, sin embargo lo hace de un modo tal que en él nosotros no somos deslimitados, sino que nos dejamos limitar por y caer prisioneros del impulso aniquilador propio del ciego imputar y querer saldar una cuenta. Por eso no puede el odio, comprendido esencialmente, alcanzar el estatus de un temple fundamental” (PaolaLudovika Coriando, Affektenlehre und Phänomenologie der Stimmun-gen. Wege eine Ontologie und Ethik des Emotionalen, Fráncfort del Meno: VittorioKlostermann,2002,p. 185).Desdeunaperspectivapuramentefáctico-pragmática, se podría decir que, de hecho, el odio es tan funda-mental como el amor, puesto que a él le debemos quizá tantos (sino más) acontecimientos decisivos en la historia de la humanidad. Piénsese en las guerras de religión o en los genocidios. Pero piénsese también en procesos revolucionarios o de liberación surgidos motivacionalmente del odio a una tiranía u opresión. Sin embargo, más allá de ello hay que decir que Corian-do, al referirse al impulso ciego de querer ajustar cuentas o imputar cargos, no advierte el problema central, a saber, que el odio puede descubrir aspec-tos esenciales de la realidad odiada, ocultos a otra intencionalidad, y que son precisamente esos aspectos los que originan y eventualmente pueden justificar el subsiguiente impulso ciego. El odio no se genera porque sí, por un mero capricho o “reproducción subjetiva” (subjektive Abbildung) del su-jeto que odia, sino que tiene su razón de ser en la correlación entre éste y la

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sería decir, reveladora o des-ocultante del ser: por él accedo a aque-llos trazos o rasgos esenciales del “ser-en-el-mundo” del otro odia-do que permanecen ocultos a aquellos incapaces de odiar. Además, cuando la relación de odio es mutua, ella constituye un nutriente que alimenta el desarrollo de los rasgos odiados. Así como el amor, a través y en virtud de mi “ser-con” el otro, tiene la capacidad de co-realizar las perfecciones que atisbo en potencia o latentes en él; el odio tiene el mismo poder de realizar el ser-odiado de quien odio. Cuando el odio es mutuo, el mismo odio fortalece e intensifica los modos de ser respectivamente odiados. Así, el odio a un enemigo religioso y a su modo de comprender la relación con lo divino hace que él acentúe los rasgos de su religión para mí tan siniestros. En síntesis, el odio es positivo ontológicamente en cuanto, por un lado, advierte aspectos positivos, esto es, efectivos del ser del otro que es-capan a otras facultades y sólo para él devienen patentes y, por otro,

índole propia del objeto odiado. Ciertamente y con razón se puede decir que el odio en sus formas degradadas o sentimentales —en el estricto sentido que Scheler usa esta palabra— puede proyectar en el otro rasgos negativos que en realidad no se encuentran en él, y que la consecuente re-produc-ción que de él hacemos nos limita y mantiene prisioneros para tener una relación originaria con la esencia de ese otro y del mundo. Sin embargo, ello es propio de las formas degradadas o sentimentales del odio o también un epifenómeno del mismo, pero originariamente el odio no surge de la proyección, sino de la correlación con el ser del objeto. No es la reproduc-ción la que genera el odio, sino el odio el que genera la reproducción y el impulso ciego. Y ese odio tiene su origen en la manifestación de un aspecto del objeto, tal como lo tiene el amor, entendido genuinamente. Además, contra la incomparabilidad afirmada por la autora entre amor y odio, es necesario reconocer que también resulta absolutamente característico del amor en sus formas degradadas proyectar idealizaciones del objeto amado que obran como un impulso igualmente ciego, pero esta vez en pro y no en contra del otro. Este impulso positivo, como el negativo del odio, nos limi-ta igualmente a relacionarnos de modo originario con la verdadera esencia del objeto amado. En síntesis, no se ve por qué el odio no podría, como el amor, descubrir aspectos del ser de lo odiado ni cómo (si se le reconoce a la afectividad, como lo hace Coriando, el carácter de una intencionalidad que accede genuinamente a su objeto) se puede negar desde fuera del odio la capacidad de revelar aquello que sólo se revela en el odio.

El odio. una reconsideración 237

es un factor que ciertamente quiere aniquilar al otro, pero en tanto en cuanto no lo logre, lo que hace es nutrir el desarrollo y potenciar los rasgos adversos del ser de aquel que odia. Ahora bien, el odio no es sólo positivo desde la perspectiva de su descubrir o co-crear aspectos del ser del objeto odiado, sino también desde la perspectiva del sujeto que odia. En este sentido, hay que recordar ante todo lo afirmado más arriba, a saber, que el odio presupone un compromiso personal con el ser de parte de quien lo ejerce, es decir, presupone que éste haya empuñado conscientemente su ser más propio, que se haya elegido a sí mismo y que, por tanto, haya elegido una forma o figura ideal del mundo en el que quiere ser. A quien le da todo lo mismo, quien, como diría Heidegger, es como “uno” cualquiera y se ha entregado en cuerpo y alma a la existencia impersonal, ése no tiene la posibilidad de odiar. Quien no se elige a sí mismo en su relación con los entes ni, por tanto, tampoco tiene una relación o interés auténtico por el ser de los otros y de las cosas, a ése, por su-puesto, el odio le es ajeno. Este hombre de término medio, que pasa por la vida como una sombra gris que se desvanece sin dejar rastro, no tiene ni la fuerza ni la enjundia para odiar. Él no aborrece ningu-na figura del mundo que entre en conflicto con la suya, porque no tiene ninguna. No hay modo de ser que se le enfrente, porque no le inter-esa el ser, ni el suyo ni el del mundo ni el del otro. Es, como Kierkegaardlúcidamentelohacatalogado,unfaltodeespíritu.Estálibre del odio, pero no porque esté por encima de él, sino porque está por debajo, pues el odio es una fuerza y una pasión del espíritu. Sólo aquel al que “le va” el ser y se compromete con él, aquel que no cesa en su empeño de alumbrar con una nueva luz los contornos de lo real, puede odiar toda oscuridad que se ciña sobre esa realidad. Sólo quien tiene ideales, quien se interesa por el ser, quien se haya comprometido con una determinada figura del mundo, en una pa-labra, quien es un sí mismo espiritual y asume su condición de tal, puede tener enemigos y puede odiar. En este sentido, la positividad noespropiamentedelodio,sinodelaposibilidaddeodiar.Kier-kegaard afirmaba que sólo quien puede desesperar, puede alcanzar la salvación. Algo similar podría decirse del odio. Sólo quien puede odiar, se relaciona verdaderamente con el ser, con el suyo y con el

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del mundo. El odio es un testimonio dialéctico ineludible de una seria pasión por el ser; y esta seriedad, a su vez, es la evidencia de haber asumido la propia condición espiritual: de haberse elegido a sí mismo y haber elegido, por lo tanto, lo otro en relación con lo cual se realiza el sí mismo. De allí que el afán de aniquilación propio del odio, con toda la negatividad que comporta, no sea sino el reverso dialéctico de un innegable afán de realización. En este específico sentido testimonial (y no sólo por la capacidad de mostrarnos otros aspectos del objeto) el odio es ontológicamente positivo. Puede, por cierto, llegar a aceptarse una positividad ontológica del fenómeno, pero afirmar una positividad ética ¿no es un desvarío? Sobre la negatividad ética del odio se han escrito innúmeras páginas en la filosofía, la teología y las obras de espiritualidad. No me parece necesario aquí engrosarlas. Todas ellas apuntan a la misma cuestión: la concentración e intensidad con que el afán de aniquilación do-mina al sujeto del odio, cuando se sobrepone a todo juicio racional, puede llevar y usualmente lleva a la violación de toda norma ética y a cometer las infamias más atroces. En el fondo, entregarse al odio es entregarse por completo al egoísmo, pues odio aquello que va en contra de mi interés personal y me impide consumar mi propio ser. Aunque no me interesa insistir en este aspecto, quisiera llamar la atención sobre aquella forma extrema de odio en la que el fenómeno alcanza un rango que trasciende el plano estrictamente ético y alcan-za lo religioso-demoníaco. Ello ocurre cuando el odio, por su misma intensidad, deja de ser un sentimiento y se convierte en una pasión. Ya no es tan sólo un modo del sujeto de dirigirse a su objeto, sino que la sensibilidad del sujeto ante su objeto se exacerba hasta un punto tal que ese objeto de odio se convierte para él en todo su mundo y en la meca de todas las maldades imaginables. Se produce así un proceso de demonización del otro, que no reconoce límite moral ninguno y que no se contenta ni siquiera con la muerte física del otro, sino que aspira, como bien señala Scheler, incluso a su “perdición eterna”.28 Lo propio de esta forma extrema del odio es, por un lado, la imposibili-dad de distinguir entre las maldades reales y todas aquellas otras que

28 Scheler, op. cit., p. 220.

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el obsesionado proyecta en su objeto de odio y, por otro, la completa identificación entre la persona odiada y la maldad en sí misma. Pues bien, todo lo contrario ocurre cuando el odio cobra, desde el punto de vista ético, un significado positivo. Dos son, entonces, las precon-diciones para que ello ocurra. Por un lado, es menester que el odio sea justificado, es decir, que aquella constitución esencial del otro que odio no sólo sea odiada porque se opone a mi propio ser, sino por ser malvada, injusta, inmoral o indigna en sí misma. Es necesario, pues, que al odio pertenezca aquello que Bollnow le reconocía a las formas legítimas de la ira, a saber: “La conciencia de la justificación y la con-sonancia con el orden ético objetivo”.29 Por otro lado, es menester que el sujeto que odia distinga los dos aspectos propios del odio antes señalados: el otro que me infringe un daño y la constitución esencial o modo de ser que se manifiesta o expresa a través de él. Cuando el odio se concentra en esa constitución esencial, es decir, en aquel modo de ser que se expresa paradigmáticamente en el otro (y no tan sólo en la persona del otro) y cuando, además, ese modo de ser es objetivamente malvado, el odio se sublima a sí mismo y deviene justa indignación. Es cierto que la sublimación nunca es completa y que el odio, por su propia esencia, va más allá de la mera rivalidad objetiva. Sin embargo, siempre existe la posibilidad de redirigir y circunscribir la confrontación estrictamente interpersonal a aquella zona en la que lo que está en juego no son tanto las personas por sí mismas, sino el sentido y la dignidad de la existencia humana, ofendidos por quien con sobrado motivo se ha ganado mi odio. Cuando ello ocurre, el odio está en camino de convertirse en indignación y en condiciones de desplegar toda su positividad ética latente. Es entonces cuando en él se reconoce un factor motivacional crucial de la eterna lucha con-tra la injusticia, la tiranía, la maldad, la opresión o la estupidez. Es entonces también cuando este odio “purificado” contribuye a reafir-mar la voluntad personal de hacer ser a través de la propia existencia todo aquello que, con buena conciencia, se considera digno de ser.30

29 Otto F. Bollnow, Einfache Sittlichkeit, Gotinga: Vandenhoeck, 1947, p. 109.30 Enestesentido,ycomobienseñalaKolnai,“seelevalapreguntaacercadesi

la combatividad, el espíritu reformador, la crítica a los imperios establecidos

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Kierkegaarddecíaquesóloelquehapasadoporladesesperaciónpuede conquistarse auténticamente a sí mismo. Pero aclaraba tam-bién que la desesperación es “la enfermedad, no el remedio”. Sus frutos sólo los recoge aquel que se ha curado. Estimo que algo simi-lar podría decirse del odio. Sus frutos éticos positivos no radican en él, sino en su sublimación como indignación. Pero una indignación que contenga todo el fervor, la sinceridad y la fuerza del odio debe haber crecido de éste. Aquí radica la luminosidad de un fenómeno que por lo común merodea entre las sombras. Es cierto que nunca brillará con el fulgor espléndido con que su hermano Eros suele cegarnos, pero me parece injusto no reconocerle ni un solo destello de luz propia.

serían posibles sin odio, o si incluso la afirmación de la propia identidad personal, que es inseparable de la confrontación en torno a cuestiones ob-jetivasdevalor,podríaavanzarsinningunaconcesiónalodio”(Kolnai,op. cit., p. 138).

La verdad del arte y la estetización de la política.El ejemplo histórico del fascismo europeo

Detlef R. KehrmannUniversidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo

ResumenEste ensayo tiene como objetivo aproximarse a la verdad política del fas-cismo europeo del siglo xx desde la perspectiva del arte. Esta perspecti-va se justifica a la luz de una caracterización de los regímenes totalitarios en Italia y Alemania como una “estetización de la política” (Benjamin). Nuestra búsqueda de la verdad en el arte durante el fascismo nos lleva a detectar ambigüedades estéticas que ponen en tela de juicio interpretacio-nes tradicionales del fascismo como política meramente anticuaria, ana-crónica, opuesta a la modernidad. Se concluye que el fascismo histórico se centraba plenamente en la temporalidad de la modernidad europea y que sus ambigüedades estéticas reflejaban la propia ambivalencia de esa misma modernidad. Frente a las víctimas del fascismo europeo del pasado se ha generado para las generaciones venideras una pesada deuda: evitar que tal experiencia repita.Palabras clave: arte, verdad, fascismo, modernidad, Adorno, Benjamin.

Abstract The essay aims to approach the political truth of European fascism in the twen-tieth century from the perspective of art. This approach is justified in the light of a characterization of totalitarian regimes in Italy and Germany as “aesthet-icization of politics” (Benjamin). Our search for truth in art during fascism leads to detect aesthetic ambiguities that put into question traditional inter-pretations of political fascism as merely antiquarian, anachronistic, opposed to modernity. We conclude that historical fascism fully focused on the timing of European modernity and that its aesthetic ambiguities reflected nothing but the ambivalence of that same modernity. Faced with the victims of European fascism of the past there has been generated for future generations a heavy debt: prevent such experience is repeated.Key words: art, truth, fascism, modernity, Adorno, Benjamin.

revista de Filosofía (universidad iberoamericana) 136: 241-265, 2014

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De acuerdo a Hannah Arendt, los políticos suelen estar en pie de guerra con la verdad, así que para hablar sobre “la política, desde la perspectiva de la verdad” hay que tomar “el punto de vista exterior al campo político”.1

Mis siguientes reflexiones intentan aproximarse hacia la cuestión de la verdad desde el ámbito de la producción artística durante el fascismo europeo del siglo xx (Italia, Alemania); buscando en el arte huellas de una verdad que remite a su contexto político.

i. La verdad del arte, de acuerdo a Adorno2

La continuidad de las ideas de Nietzsche en cuanto a la experiencia artística como modelo para la reflexión filosófica la vemos en la pro-puesta de Adorno de entender la teoría estética como forma más alta del pensar filosófico: el papel cognoscitivo del arte como la salvación de la filosofía. Esto da lugar a la esperanza de que para “la emancipa-ción de la fantasmagoría burguesa la obra de arte rescate algo con lo que la filosofía hasta ahora solamente se ha topado la cabeza”.3 El lu-gar de la verdad del arte es, para Adorno, la obra de arte y no el pro-ductor ni el receptor de la misma. Que su concepción del arte fuera de origen metafísico es algo que Adorno no ocultó. Su teoría estética, una respuesta a la prohibición de habla de Wittgenstein,4 la podemos

1 Hannah Arendt, “Verdad y política”, en Entre el pasado y el futuro. Ocho ensayos sobre la reflexión política, Barcelona: Península, 1996, p. 270.

2 En la tradición del pensamiento estético, hay diferentes opiniones en cuan-to a la pregunta si tiene sentido hablar de verdad en el arte. Éste es el pen-samiento estético de Adorno, al cual nos referimos explícitamente en el presente ensayo. Cfr. Peter Bürger, “La verdad estética”, Criterios 31 (1994): pp. 5-23 (traducción del alemán por Disiderio Navarro).

3 Theodor W. Adorno, “Carta a Thomas Mann del 3 de junio de 1950”, Criterios 31 (1994); y Thomas Mann, Briefwechsel 1943-1955, Fráncfort del Meno: Suhrkamp, 2002, p. 60.

4 “Sobre lo que no se puede hablar, mejor es callarse” (Wittgenstein, Trac-tatus Logico-philosophicus). En la problemática de esa prohibición de ha-blar, Adorno ve el fracaso de la filosofía y la superioridad del arte, porque Wittgenstein “ignora lo que es lo principal en la filosofía, la paradoja del

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entender como “el intento, sin ningún sustento de dogmática, de mantener despierto el preguntar metafísico por la verdad del arte”.5 La Teoría estética de Adorno, sus escritos acerca del arte y en particular la música y literatura contemporáneas reflejan las expe-riencias históricas del fracaso de una civilización y su Ilustración, que han dado lugar al dominio de la racionalidad instrumental, orientada exclusivamente a fines en todos los ámbitos de la sociedad —la economía, el Estado, la ciencia, la cultura—.6 y no ha podido evitar la autodestrucción del “individuo burgués”, la pérdida de sus valores y creencias de salvación, las catástrofes de las dos guerras mundiales y la barbarie del fascismo europeo. Dialéctica de la Ilus-tración, obra escrita por Adorno junto con Horkheimer, pretende manifestar la irracionalidad de un mundo opresor, de una sociedad que ha devenido lo contrario de su propósito inicial, según el pensa-miento ilustrado: la emancipación por medio de la razón. La crítica en Dialéctica de la Ilustración no es un alegato contra la razón o un programa a favor de un irracionalismo o intuicionismo; más bien, lo que se propone es trascender la razón tal como ha sido presentada por la Ilustración, ir mediante la razón más allá de la razón de la Ilustración, ilustrar la Ilustración sobre sí misma. Es un programa retomado más tarde por Adorno en su Dialéctica negativa; “dialéc-tica”, por partir del carácter contradictorio de la razón y “negativa”, por criticar y negar la positividad dada.7

intento de decir a través de conceptos lo que con los conceptos no se puede decir, decir lo indecible” (Theodor W. Adorno, Philosophische Terminologie I, Fráncfort del Meno: Suhrkamp, 1979, p. 56).

5 Renate Wieland, “Musikalische Aspekte der Ästhetik Adornos“, Marburger Forum. Beiträge zur geistigen Situation der Gegenwart 4 (2005).

6 Es Max Weber quien en la segunda década del siglo xx aborda la tarea de ex-plorar las raíces y consecuencias del proceso de racionalización occidental, partiendo de la economía capitalista para llegar hasta la religión y la cultu-ra, en una triple perspectiva: características, momentos clave del proceso y comparación con otras culturas.

7 Cfr. Esther Barahona Arriaza, Teoría de la racionalidad y crítica social en Theodor W. Adorno. Utopía y razón dialéctico-estética en su filosofía, tesis doc-toral, Madrid: Universidad Complutense, 2004, p. 6.

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En la dialéctica entre mito e Ilustración, le corresponde al arte un rol contradictorio. Si, por una parte, el arte pertenece a la Ilus-tración, siendo mecanismo del ejercicio del poder de la razón sub-jetiva, por otra parte, “sólo las auténticas obras de arte han podido sustraerse” a la industria cultural, “a la pura imitación de lo que ya existe”.8 Es en el arte donde Adorno ve aún fuerza de resistencia contra la racionalización total del mundo, posibilidad de transfor-mación social.9 El arte, de acuerdo a la Teoría estética de Adorno, “es esa promesa de felicidad que se rompe”,10 es una promesa que debe entenderse no como consuelo, sino como crítica de la vida alienada y falsa, que tiene un doble carácter en relación a la vida: es autónomo, separado de la sociedad, porque sólo así puede hacer visible la naturaleza opresiva de la sociedad, y, a la vez, el arte es un hecho social, parte de la sociedad, nace y toma sus contenidos de ella. Manteniendo su autonomía, la relación del arte con la vida necesariamente no es una relación de reconciliación, sino de tensión y crisis permanente. Adorno critica la estética del genio en la tradición del Romanti-cismo, la concepción del arte como algo meramente espontáneo, in-voluntario, inconsciente como ideología burguesa. El arte moderno, según él, no puede mantenerse como un refugio irracional dentro de un mundo racional, un refugio fuera de las mercancías. La auto-limitación del artista —en el sentido de su especialización técnica “hasta el sacrificio de la individualidad”—11 es necesaria para que ya no se perciba la obra de arte “de acuerdo al modelo de la propiedad

8 Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración. Frag-mentos filosóficos, tercera edición, Madrid: Trotta, 1998, p. 72.

9 La idea de atribuir al arte auténtico un valor de resistencia y subversión contra la deformación y alienación del mundo moderno se inscribe en la tradición del movimiento estético-filosófico desde finales del siglo xviii (Schiller, Hegel, Hölderlin, Schelling, F. Schlegel, Nietzsche). Cfr. Baraho-na Arriaza, op. cit., pp. 178-179).

10 Adorno, Teoría estética, p. 184.11 Theodor W. Adorno, “El artista como lugarteniente”, en Notas sobre litera-

tura, Obras completas, vol. 11, Madrid: Akal, 2003, p. 114.

La verdad del arte y la estetización de la política. El ejemplo histórcio del fascismo europeo 245

privada”,12 como algo propio de quien la produjo, como objeto, sino más bien que se la reconozca como sujeto. Al transponer el artista su subjetividad individual a la obra de arte, sometiéndose a las necesidades de ésta, se salva la idea utópica de una subjetividad supraindividual y libre de pretensiones de dominio y el artista “se convierte en lugarteniente del sujeto total social”.13 “Mimesis” es el modo de comportamiento cognoscitivo que realiza el arte entre sujeto y objeto, que no quedan enfrentados abstractamente como si fueran polos inconmensurables y, a la vez, no son reductibles entre sí; es, por tanto, el nombre de una racionalidad dialéctico-estética que pone en armonía la razón objetiva y la subjetiva. La autonomía es constitutiva para el arte auténtico, que apunta en una dirección negativa: crítica hacia la sociedad. Esa crítica social muda es el contenido de verdad de la auténtica obra de arte, que se encuentra atrás de su enigma para el receptor.14 Las auténticas obras de arte son enigmáticas en cuanto a su contenido de verdad al que sólo se puede llegar por medio de la comprensión filosófica, o sea, su interpretación crítica. “Arte y filosofía son convergentes en el contenido de verdad”,15 pues conjugan dialécticamente mímesis y racionalidad, lo aconceptual y lo conceptual, para revelar una ver-dad social distinta, lo otro de la razón. En la utopía del arte radica la inclinación en el pensamiento de Adorno hacia lo estético, que defiende un “último pensamiento de resistencia que la mala realidad haya podido dejar aún”:16 el aná-lisis de la auténtica obra de arte como de aquello que huye de la cosificación, que se opone a la identificación, que no es la esfera de diversión o de consuelo, sino el lugar de una verdad que se encuen-tra negada en todas demás esferas de la realidad moderna.

12 Ibid., p. 118.13 Ibid., p. 121ss.14 Adorno, Teoría estética, pp. 24, 173. 15 Ibid., p. 197.16 Horkheimer y Adorno, op. cit., p. 189.

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ii. El fascismo como la estetización de la política

Para Walter Benjamin, en su conocido ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica,17 de 1935, un rasgo central del fascismo18 es la estetización de la vida política, es decir, la inclusión de criterios estéticos en el espacio político, un “esteticismo de la po-lítica”, al cual la oposición antifascista debería contestar con la “poli-tización del arte”.19 De acuerdo con Habermas, la “victoria del movimiento fascista en Italia y la toma del poder por el nacional-socialismo en el Reich alemán constituyeron […] el fenómeno de que partieron olas no sólo de irritación, sino también de fascinada conmoción”.20 El temple de ánimo que se produjo en Alemania ha sido descrito como un sentimiento de alivio por el final de la demo-cracia tan poco querida, de redención de “un hechizo paralizante”.21 El salto mortal de una triste realidad política, caracterizada según

17 Walter Benjamin, “La obra de arte en la época de su reproductibilidad téc-nica”, en Discursos interrumpidos I, Buenos Aires: Taurus, 1989.

18 El término “fascismo” originalmente se refería al movimiento político sur-gido en Italia, donde adquirió el poder gubernamental entre 1922 y 1945 bajo el mando de Benito Mussolini. Más allá de este sentido históricamente limitado, a continuación, en congruencia con el enfoque de gran parte de la bibliografía al respecto, se usa este término en un sentido más genérico, haciendo referencia a características comunes de movimientos políticos que se extendieron desde Italia hacia Alemania y otros países de Europa entre-guerras. De acuerdo a Gentile, se pueden agrupar dichas características en tres dimensiones: la dimensión organizadora, la dimensión cultural o ideo-lógica y la dimensión institucional. (Emilio Gentile, “Der Faschismus. Eine Definition zur Orientierung”, Mittelweg 36 (2007): pp. 81-99). En otro lugar, Gentile define el fascismo en forma doble: como “religión política” y como parte del totalitarismo (Emilio Gentile, The Sacralisation of Politics in Fascist Italy, Cambridge: Harvard University Press, 1996; Emilio Gentile, Politics as Religion, Berkeley: University Press of California, 2006).

19 Cfr. ibid., p. 57.20 Jürgen Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, Buenos Aires:

Taurus, 1989, p. 260.21 Rüdiger Safranski, Romanticismo. Una odisea del espíritu alemán, México:

Tusquets, 2009, p. 327.

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Heidegger por el “uno” y las “habladurías”, a la “autenticidad”, a la “verdadera vida”,22 fue visto como una puesta en escena del gran “instante”;23 el inicio del Tercer Reich fue como “intento de dar a luz una estrella en un mundo sin Dios”,24, como un nacimiento de una gran obra de arte, pues se creía que el “arte sólo llega al gran estilo cuando incluye totalmente la existencia del pueblo en la marca típi-ca de su esencia”.25

Podemos decir que la atracción del fascismo para muchos in-telectuales y artistas se debía en gran parte a su bella apariencia, a su cara romántica o estética.26 La idealización romántica del arte como mito, de su utopía como religión, es recogida por el fascis-mo, convirtiéndola en la idealización del Estado como gran obra de arte con todas sus connotaciones mitológico-religiosas. El “mito

22 Martin Heidegger, Ser y tiempo, cuarta edición, Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 2005, passim.

23 Según Safranski (Romanticismo, p. 309), el descubrimiento del “instante”, originalmenteunconceptocentralenKierkegaardyenHeidegger,essin-tomático de la consciencia de una crisis cada vez más aguda al final de la República de Weimar, que obligaba a buscar “la verdad histórica no en el continuo del tiempo, sino en el desgarro y en la rotura”, en el “instante de la decisión” (Carl Schmitt), en la “oscuridad del instante vivido” (Ernst Bloch), en el “espanto súbito” (Ernst Jünger), en el “instante de despertar“ (Walter Benjamin).

24 Rüdiger Safranski, Un maestro de Alemania: Martín Heidegger y su tiempo, Barcelona: Tusquets, 2003, pp. 276-277.

25 Martin Heidegger, “Der deutsche Student als Arbeiter“, en Gesamtausgabe, vol.16,FráncfortdelMeno:Klostermann,2000,p.201.

26 “Creo que si aceptáramos que el nazismo es aparte de todo lo demás, uno de los movimientos artísticos más importantes del siglo xx nos ahorraríamos un larguísimo tira y aflojo intelectual. Las películas de Leni Riefenstahl, la arquitectura de Albert Speer, las coreografías de los mítines, los uniformes, incluso la bandera nazi, eran un derroche de creatividad. ¿Por qué fingir lo contrario? Para derrotar al diablo, lo mejor es ser justos con él” (Peter Schjedahl, “The Jewish Museum Revisits the Nazis”, The New Yorker, 1 de abril de 2002, p. 87; citado en Wolf Lepenies, La seducción de la cultura en la historia alemana, Madrid: Akal, 2008, pp. 56-57, n. 47).

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del Estado” (Cassirer)27 y la “sacralización de la política” (Gentile)28 son denominaciones del mismo fenómeno de una “movilización de las pasiones compartidas” en las masas en relación a la estetización del espacio político, donde el surgimiento del caudillo —el Duce, el Führer— “puede verse como el último correlato de la fusión colecti-va en una emoción estética común”.29 Los fascistas crearon, a través de métodos totalitarios militares y revolucionarios, una creencia en la nación; el caudillo y el partido adquirieron “las formas sacraliza-das de una religión política”30 relacionada con los mitos y valores de la “forma palingenética de un ultranacionalismo populista”.31

En el nazismo alemán, la “producción de lo político como obra de arte”32 tiene una connotación racista en forma de un “antisemi-

27 Ernst Cassirer, El mito del Estado, México: Fondo de Cultura Económica, 1993. En esta obra, Cassirer ve una causa del nacionalsocialismo en la mi-tologización de lo político, cuyas raíces las detecta en el nacionalismo del Romanticismo y en las ideas de lo absoluto en el Idealismo Alemán.

28 Gentile, The Sacralisation of Politics.29 Simón Royo Hernández, “Leni Riefenstahl y la estética fascista: prueba de

la imposibilidad de un arte apolítico”, Revista Observaciones Filosóficas 5 (2007). Disponible en: http://www.observacionesfilosoficas.net/lenirie-fenstahl.html

30 Gentile, The Sacralisation of Politics; Emilio Gentile, “Fascism as Political Religion”, Journal of Contemporary History 25 (1990): pp. 229-251. El con-cepto de la “religión política” está relacionado con el del “totalitarismo”, refiriéndose exclusivamente a sistemas totalitarios. En cambio, para des-cribir fenómenos de sacralización de la política y sus símbolos en sistemas democráticos, se ha usado el concepto de la “religión civil” (Rousseau) (cfr. Emilio Gentile, Politics as religion, passim).

31 Roger Griffin, The Nature of Fascism, Nueva York: St. Martin´s Press, 1991, p. 44. La palingénesis se refiere a la creencia en una reencarnación de un glorioso pasado: en el caso de Italia, la encarnación del Imperio Romano; en el caso de Alemania, el Tercer Reich de los nazis como encarnación del Sacro Imperio Romano Germánico (primer Reich, 962-1806) y del Impe-rio Alemán monárquico creado por Bismarck (segundo Reich, 1871-1918), una encarnación, debido a la duración del primer Reich, de unos mil años (Tausendjähriges Reich).

32 Philippe Lacoue-Labarthe y Jean Luc Nancy, El mito nazi, Barcelona: An-thropos, 2002, p. 37

La verdad del arte y la estetización de la política. El ejemplo histórcio del fascismo europeo 249

tismo eliminador”.33 Así, la tradicional diferencia estética entre lo bello y lo feo en el “nacional-esteticismo” nazi34 se transforma en la imagen caricaturesca del judío como lo feo, lo antiestético, en con-traste con imágenes de ideales de belleza nacional relacionada con la raza “aria” como la de los soldados políticos de la SS, que (desde 1932) con insignias de calavera en sus uniformes negros parecen representar profetas de excesos de muerte.35 De esta forma, lo esté-tico, al igual que lo religioso, llega a instrumentalizarse en función del mito racista nazi, otorgando una explicación teológica a dicho contraste: el ario como vivo retrato de Dios y el judío como “protes-ta encarnada en contra de la imagen del Señor”.36 Fue sólo un paso desde la distinción estético-religiosa de las razas hasta el genocidio, la aniquilación de la raza supuestamente inferior. Los intelectuales, embelesados “por la idea de que la política era la forma más elevada de arte y el Estado su obra maestra, hicieron todo lo posible para convencerse a sí mismos de que […] el fascis-mo era el l’art pour l’art de la política”.37 Admiraban a Mussolini y a Hitler por sus cualidades artísticas, como políticos tocados por las musas y le creían a la propaganda fascista y nazi de que las añoranzas románticas de pensadores y artistas se cumplieron al convertirse la política, después de tanto tiempo de ser representada por profesio-nales parlamentarios ajenos al pueblo, nuevamente en “una obra

33 Daniel Jonah Goldhagen, Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el holocausto, Madrid: Taurus, 1997, p. 537.

34 Philippe Lacoue-Labarthe, La ficción de lo político. Heidegger y la política, Madrid: Arena, 2002, p. 75. El autor comprende el nazismo como culmi-nación de una tradición alemana que concibe la política como obra de arte nacional, como “nacional-esteticismo” alimentado por el mito de la raza aria.

35 Cfr.KarlheinzBarck,“KonjunktionvonÄsthetikundPolitikoderPolitikdesÄsthetischen?”,enKarlheizBarckyRichardFaber(eds.),ÄsthetikdesPolitischen—PolitikdesÄsthetischen,Wurzburgo:Königshausen&Neu-mann, 1999, p. 107.

36 Adolf Hitler, Mein Kampf, Múnich: Zentralverlag der nsdap, 1936, pp. 195-196.

37 Lepenies, op. cit., p. 54.

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teatral popular”38 basada en rituales, recreando el arte dionisiaco en el sentido nietzscheano. En esa obra teatral, en Alemania con ciertos rasgos wagnerianos debido a las preferencias personales de Hitler por las óperas de Wagner,39 “las palabras rimbombantes, las banderas vistosas eran más importantes que la partitura musical”40 y los contenidos de los discursos políticos se convirtieron en meros medios para los rituales, así que arte y política parecían insepara-bles: arte de gobernar y arte teatral se confundían.41 Los principales personajes teatrales eran políticos —muchos de los cuales tenían antecedentes artísticos—42 que pretendían representar también la máxima expresión del arte y entendían su quehacer político como

38 Joseph Goebbels, citado en ibid., p. 52.39 Según Lepenies, Hitler presumía haber escuchado cien veces los Maestros

Cantores de Nuremberg de Wagner (ibid., p. 50). “‘Quien quiere entender el nacionalsocialismo, debe conocer a Wagner’, [Hitler] gustaba de afirmar. Hitler veía en Wagner a su ideal artista creativo y político en una persona. A base de retazos del pensamiento de Wagner, su culto a la herencia nórdica y su antisemitismo, su mito de la pureza de sangre, surgió su visión (reden-tora y sacrificadora) del mundo. En Wagner encuentra la idea del arte como fundamento (no tan sólo escenográfico) de la civilización” (Alberto Ruiz de Samaniego, “La estética nazi. El poder como escenografía”, en Domingo Hernández Sánchez (ed.), Estéticas del arte contemporáneo, Salamanca: Edi-ciones Universidad, 2002, p. 16).

40 Lepenies, op. cit., p. 50.41 Cfr. Frederic Spotts, Hitler and the Power of Aesthetics, Londres: Hutchin-

son, 2002, p. 61; Lepenies, op. cit., p. 52. 42 Hitler estaba rodeado por personas con aspiraciones artísticas propias

(novelísticas, poéticas, musicales, de pintura y de arquitectura): Joseph Goebbels, Alfred Rosenberg, Baldur von Schirach, Hans Frank, Reinhard Heysdrich, Albert Speer y otros más. Hitler mismo en su juventud fue un pintor frustrado, cuya solicitud para ingresar a la Academia de Arte en Vie-na había sido rechazada dos veces; además, en un sueño de ser arquitecto, elaboró frecuentemente diseños de arquitectura exterior e interior y tam-bién de muebles sin haber recibido una formación académica al respecto; también, se hizo conocedor de todos los edificios de teatro importantes en Europa (cfr. Ruiz de Samaniego, op. cit., pp. 16, 41; Spotts, op. cit., p. 5). Birgit Schwarz (Geniewahn. Hitler und die Kunst, Viena: Böhlau, 2009) describe a Hitler como un personaje que, penetrando en el culto al genio, según el concepto del siglo xix, termina sintiéndose él mismo uno.

La verdad del arte y la estetización de la política. El ejemplo histórcio del fascismo europeo 251

una necesidad determinada por el pueblo y, a la vez, una tarea pa-sajera para poder dedicarse en un futuro nuevamente al arte puro.43 Complementa la imagen de los político-artistas que, en el caso de Alemania nazi, durante la guerra, “todo el mundo sabía que la pér-dida de obras de arte afectaba mucho más a Hitler que la destruc-ción de grandes barrios residenciales”.44

Es importante recalcar que la bella apariencia, o sea “el poderoso atractivo estético del fascismo alemán”,45 no fue meramente segun-dario, accesorio del sistema racial y dictatorial de dominación nazi, sino una apariencia necesaria de este sistema. Arte y cultura de ma-sas fueron momentos constitutivos muy importantes del régimen nazi, esenciales para sí. En consonancia con la política, la ideología y la propaganda nazi, se produjeron las ilusiones de estar en el camino de solucionarse las cuestiones centrales del pueblo alemán.

43 En este sentido se expresó Hitler: “La política es sólo para mí un medio para el fin […] las guerras vienen y se van. Lo único que queda son los valores de la cultura. De ahí mi amor por el arte. Música, Arquitectura, ¿no son éstas las fuerzas que indican el camino a la humanidad venidera? Cuando oigo a Wagner es como si escuchara el ritmo del mundo pasado” (Adolf Hitler, citado en Ruiz de Samaniego, op. cit., p. 30). De acuerdo al diario de Goebbels, Hitler, en una conversación con él en 1943, le confesó su deseo para después de terminar la guerra: “Que dedicaremos entonces nuestras energías principalmente a las bellas artes, al teatro, al cine, a la literatura y a la música. Queremos convertirnos de nuevo en seres humanos” (Joseph Goebbels, citado en Lepenies, op. cit., p. 48). Hitler le confesó también a un diplomático británico: “En cuanto lleve a cabo mi programa para Alemania […] siento en mi interior que me convertiré en un uno de los artistas más importantes de la época, y los historiadores no me recordarán por lo hecho por Alemania, sino por mi arte”(Adolf Hitler, citado en ibid., p. 47). Albert Speer, arquitecto jefe de Hitler y, a partir de 1942, ministro de armamento en el Gobierno nazi, según sus diarios de Spandau, nunca tuvo interés en el poder y su sueño más bien fue “convertirse en un segundo Schinkel, el mejor arquitecto alemán hasta entonces” (ibid., p. 52).

44 Ibid., p. 9. 45 Ibid., p. 53.

252 Detlef r. Kehrmann

iii. Las ambigüedades estéticas del fascismo

Los dos regímenes totalitarios en Italia y Alemania consideraron importante reglamentar y manipular el desarrollo de las artes para dar énfasis a sus objetivos políticos y militares. Al mismo tiempo, ambos regímenes eran policéntricos, carecían de una “estructura de poder monolítica”,46 “había centros de poder con ideologías rivales, cuyos portavoces libraban batallas tanto encubiertas como abier-tas”,47 también en el escenario de la política cultural. Mussolini declaró en 1926 que era necesario abandonar la mera explotación de la herencia cultural y “crear el nuevo arte de nuestra época: el arte fascista”.48 Con eso se provocó un amplio debate en Ita-lia, con participación de muchos intelectuales y artistas cercanos al movimiento fascista, acerca de la concreción de las exigencias de un arte fascista, sin lograr ningún consenso.49 Y hasta los últimos años del régimen tampoco se pudo cumplir con una aspiración común desde el principio del movimiento fascista italiano: unir la alta cul-tura con la popular para ayudar generar el “nuevo hombre fascista”.50

En lo que respecta a Hitler, para él, el florecimiento del arte re-quería un Estado fuerte. Ya antes de su ascenso al poder político, en 1929, declaró: “El arte siempre, en todos los tiempos, ha sido la ex-presión de una visión del mundo, una experiencia religiosa, y tam-bién la expresión de la voluntad política de poder”.51 Sin embargo,

46 Ibid., p. 53.47 Safranski, Romanticismo, p. 318.48 Benito Mussolini, citado en Jeffrey T. Schnapp (ed.), A primer of Italian

fascism, Nebraska: University Press, 2000, p. 207.49 Cfr. Roger Griffin, “The Sacred Synthesis: The Ideological Cohesion of

Fascist Cultural Policy”,.Disponible en http://ah.brookes.ac.uk/resources/griffin/sacredsynth.pdf, pp. 16-19.

50 Ibid., p. 19. “A pesar de sus aspiraciones totalitarias entonces, lo que surgió en Mussolini no era uniforme, pero […] la situación paradójica de ‘plu-ralismo totalitario’. Sin embargo […] esto no fue debido a la falta de una ideología cultural coherente, pero a causa de la polivalencia y la ambigüe-dad intrínseca de ese núcleo ideológico a la hora de traducirlo a términos concretos” (ibid., p. 21).

51 AdolfHitler,citadoenKlausBackes,Hitler und die bildenden Künste: Kultur-verständnis und Kunstpolitik im Dritten Reich, Colonia: DuMont, 1988, p. 55.

La verdad del arte y la estetización de la política. El ejemplo histórcio del fascismo europeo 253

en forma comparable con la Italia fascista tampoco en la Alemania nazi se llegó al planteamiento de una estética unificada. A pesar del fuerte interés personal de Hitler por la política cultural, en lugar de un concepto consistente de ella, el régimen nazi ofreció única-mente unas “ideas vagas de asociar, con reserva autoritaria, restos distorsionados de la estética del arte, propia de la burguesía culta, con una afirmación de la cultura de masas”,52 volviendo siempre a la misma evocación de sangre y raza, de una voluntad cultural unifor-me bajo la reivindicación de la superioridad germana frente a otros pueblos y dirigida sobre todo contra el llamado “arte degenerado”, asociado con la influencia de judíos, el modernismo en el arte, el “bolcheviquismo cultural” y la “decadencia de la civilización occi-dental”.53 Por otra parte, el arte desprovisto de su autonomía, con-virtiéndose en una forma de propaganda de la ideología nazi,54 era una expectativa por parte de las autoridades estatales, a la cual con mayor o menor grado los artistas e intelectuales oficialmente acep-tados en la Cámara Cultural tenían que responder, si no querrían correr el riesgo de severas sanciones. Por esta razón, manifestaciones de desacuerdo fueron realmente excepciones relacionadas a perso-najes artísticamente muy reconocidos y, por ende, con un espacio de libertad individual más amplio. De ahí que sea entendible que muchas referencias a la producción artística durante el Tercer Reich tienden a destacar también la relación de ésta con la ideología nazi. Eran obvias las ambigüedades en la relación del fascismo con el modernismo en las artes. “Ya durante demasiado tiempo Italia ha

52 Georg Bollenbeck, Tradition, Avantgarde, Reaktion: Deutsche Kontroversen um die kulturelle Moderne, 1880-1945, Fráncfort del Meno: Fischer, 1999, p. 299.

53 Riccardo Bavaj, Die Ambivalenz der Moderne im Nationalsozialismus. Eine Bilanz der Forschung, Múnich: Oldenbourg, 2003, p. 153. Fullbrook dice: “Los nazis no propagaron una doctrina coherente o un cuerpo de ideas inte-rrelacionadas de forma sistemática, pero más bien una vaga visión del mun-do compuesta de una serie de prejuicios […] que difícilmente podría ser dignificado con el término ‘ideología’” (Mary Fullbrook, The divided nation: a history of Germany 1918-1990, Oxford: University Press, 1991, p. 51).

54 Cfr. Peter Adam, Art of the Third Reich, Nueva York: Abrams, 1992, p. 110.

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sido un mercado de antiguallas. Nosotros queremos liberarla de los innumerables museos que la cubren toda de cementerios innume-rables”, había escrito el poeta Marinetti en el Manifiesto futurista, publicado en 1909 en París,55 el cual inauguró el movimiento artís-tico del futurismo y sentó precedente para el Manifiesto surrealista, de 1924, y para otras vanguardias. A la vez, con las propuestas del mismo texto —glorificar el rompimiento con la tradición, la juven-tud, la velocidad técnica, la violencia, la agresividad y la guerra— y expresando una crítica radical de la cultura y la sociedad (el deseo de un cambio total más allá de lo meramente artístico, incluyendo lo político), el futurismo no sólo se acercó al anarquismo sino que también llegó a contribuir al nacimiento del fascismo. La politiza-ción de las actividades artísticas de los futuristas llevó, poco antes de la finalización de la Primera Guerra Mundial, hacia la formación de un partido futurista, precursor del Partito Nacionale Fascista, creado en 1919. A pesar de la posterior marginación política de algunas futuristas radicales, que se entendieron como defensores de la pureza de principios fascistas y cuestionaron fuertemente el pacto del Estado fascista con la cultura burguesa,56 a diferencia de la Alemania nazi y también de la Unión Soviética bajo Stalin,57 en la Italia fascista no se llegó a condenar la vanguardia artística como “degenerada” o “formalista“. Las vanguardias artísticas en Alemania de las primeras décadas del siglo xx retomaron algunos elementos del futurismo italiano:

55 Filippo Tommaso Marinetti, en Le Figaro, París, 20 de febrero de 1909. Disponible en: http://es.wikipedia.org/wiki/ Manifiesto futurista

56 Cfr. Patrica Chiantera-Stutte, Von der Avantgarde zum Traditionalismus. Die radikalen Futuristen im italienischen Faschismus von 1919 bis 1931, Fránc-fort del Meno: Campus, 2002.

57 El arte en Rusia, antes y poco después de la Revolución de 1917, tenía muchos rasgos comparables con las vanguardias en Europa occidental, en particular con el futurismo, los cuales posteriormente se superaron o fueron oprimidos bajo el dictado del programa estético oficial del “realismo socia-lista” (cfr.DetlefGojowy,“GesundeKunstingroßerZeit”,enBrunhilde Sontag et al. (eds.), Die dunkle Last: Musik und Nationalsozialismus, Colo-nia: Bela, pp. 50-51).

La verdad del arte y la estetización de la política. El ejemplo histórcio del fascismo europeo 255

su idea central de la unificación de arte y vida;58 su actitud provo-cativa contra la tradicional cultura burguesa, la cual caracterizó en particular al dadaísmo —surgido inicialmente durante la Primera Guerra Mundial, cuya burla “de las añoranzas románticas del más allá y los asaltantes del cielo”,59 más tarde, en los años veinte, llevó al “tono frío y desilusionado”60 de la “Nueva Objetividad”, al estilo constructivista y racionalista del Bauhaus, retomando elementos del cubismo, futurismo y expresionismo, a la “danza expresiva”61—. A diferencia del futurismo, en Alemania, la relación del arte con la modernidad económica, social y política quedó rota: el dadaísmo fue una protesta satírica contra el sinsentido de la guerra —la cual fue admirada por los futuristas como realización del hombre heroi-co y de la belleza de la técnica—; en cuanto al expresionismo (tal vez en Alemania la vertiente de la vanguardia más importante),62 sólo en un corto momento inicial (1912-1919) se confesó parti-dario del futurismo y de su admiración del progreso técnico, pero después llegó a distanciarse de la posición de Marinetti.63 A pesar de esas diferencias que impidieron en Alemania la transformación de las vanguardias en “arte de Estado”, la estetización de lo político, fuertemente impulsada por el régimen nazi, siguiendo el ejemplo del fascismo italiano, y a la vez las contradicciones de la política cultural, pueden explicar que muchos artistas contemporáneos, re-presentantes del modernismo, no llegaron a oponerse a ese régimen, sino que buscaron un modus vivendi entre la adaptación total64 y el

58 Ibid., p. 49.59 Safranski, Romanticismo, p. 300. 60 IbId., p. 307.61 Cfr. Roger Griffin, Modernismo y fascismo. La sensación de comienzo bajo

Mussolini y Hitler, Madrid: Akal, 2010, p. 208.62 Cfr. ibid., p. 45.63 Hansgeorg Schmidt-Bergmann, “Futurismus und Expressionismus“, en

York-Gothart Mix (ed.), Hansers Sozialgeschichte der deutschen Literatur, Múnich-Viena: Hanser, 2000, p. 477.

64 Es sabido que entre los artistas vanguardistas hubo no pocos simpatizantes y afiliados al nazismo. Algunos, durante los primeros años del Tercer Reich, trataron de obtener sin éxito el reconocimiento de su arte por el régimen:

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aprovechamiento de espacios para la producción artística aparente-mente libres de rigorosos mecanismos de control.65

Las ambigüedades estéticas, la “mezcla de estilos y formas esté-ticas” en la Italia fascista y la Alemania nazi, son “elementos que no esperaríamos en un régimen totalitario de acuerdo a la definición

v.g. el pintor Emil Nolde, el escultor Ernst Barlach, los literatos Gottfried Benn, Ernst Jünger y Hanns Johst (Griffin, Modernismo y fascismo, pp. 40, 48, 352), el compositor dodecafónico (estrecho colaborador del exiliado judío Arnold Schönberg) Anton Webern (cfr. Amaury du Closel, Erstick-te Stimmen: “Entartete Musik” im Dritten Reich, Viena: Böhlau, 2010, pp. 430-442). Véase también Justus H. Ulbricht, “‘Germanisch-Dichterische Monumentalkunst’und‘nordischerExpressionismus’”,enKalheinzBarcky Richard Faber (eds.), op. cit., pp. 97-118. También, ibid., pp. 59-78, don-de se hace referencia a tendencias nacionalistas y de acercamiento al nazis-mo por artistas vanguardistas, pertenecientes al Bauhaus y al expresionismo.

65 Así, el modernismo musical no dejó de existir y siguió presente en las com-posiciones musicales realizadas durante el Tercer Reich, dando continuidad a las diferentes tendencias como la atonalidad, la dodecafonía, el neocla-sicismo, etcétera, surgidas en los años veinte y anteriormente (cfr. Pamela M. Potter, “What is ‘Nazi’ music?”, The Musical Quarterly 3 (2005): pp. 442-445). Donde seguramente menos espacios libres de control por las autoridades de la política cultural alemana existían era en el ámbito de la literatura. Lo evidencian las repetidas acciones de quemas públicas de libros de autores judíos, marxistas y otros críticos del nazismo, bajo el lema “en contra del espíritu no alemán“, las cuales empezaron en 1933 —inmedia-tamente después del ascenso de los nazis al poder político— y contaron con amplia participación de estudiantes universitarios alemanes. Las listas negras de libros y escritos prohibidos parecen indicar que probablemente la literatura, debido a su mayor acceso a un público grande, fue conside-rada un riesgo muy especial para la estabilidad del régimen nazi, un riesgo más fuerte en comparación con la mayoría de las obras “degeneradas” de la música, pintura, plástica, etcétera, en las cuales una posición política en relación al régimen solía expresarse normalmente en forma menos eviden-te para sus receptores. Con ello se puede explicar el hecho de que entre los emigrantes alemanes no judíos durante el Tercer Reich se encontraban mucho más escritores que otros artistas. Sin embargo, muchos escritores permanecieron en Alemania, siguieron publicando y expresaron su eventual distancia crítica al régimen en un retiro hacia lo privado, la llamada “emi-gración interior”.

La verdad del arte y la estetización de la política. El ejemplo histórcio del fascismo europeo 257

del diccionario”66 y no concuerdan con una caracterización del fas-cismo y nazismo como movimientos políticos meramente “anticua-rios”, “anti-modernos.67 En un juicio sobre la relación entre ambos movimientos con la modernidad no debería perderse de vista que en el plano ideológico-cultural se percibieron a sí mismos como “futuristas”, teniendo como intención “crear un nuevo tipo de ser humano del cual surgiría una nueva moral, un nuevo sistema social y eventualmente un nuevo orden internacional”.68 En 1930, tres años antes del ascenso del movimiento nazi al po-der político, Walter Benjamin, en una crítica a Ernst Jünger, calificó tal estetización relacionada con el culto futurista de la técnica y la guerra como “imposición desenfrenada de las tesis de l’árt pour l’art para comprender la guerra”, una estética de lo sublime que exige del individuo “guardar la compostura” frente a la muerte y convierte lo meramente instrumental de la tecnología militar en una “abstrac-ción metafísica”.69 Tal apreciación puramente estética del horror de la guerra, su percepción futurista como espectáculo bello, demues-tra, para Benjamin, los peligros de una estética desvinculada de lo humano, cuya consecuencia lógica fue la estetización de la política por el fascismo. Aprovechándose los nazis de los nuevos medios de la era de la reproductibilidad técnica de la obra de arte —como la radio, la fotografía y el cine— lograron una “auratización del Führer

66 MichaelH.Kater,The Twisted Muse: Musicians and Their Music in the Third Reich, Nueva York, Oxford: University Press, 1999, p. 6.

67 Lo que la interpretación en particular del nazismo “como intrínsecamente reaccionario […] pasaba por alto es que lo característico del modernismo era la combinación de lo subjetivo y lo no racional con nuevas formas en la búsqueda de una síntesis novedosa […] El resultado no fue una vuelta a una utopía preindustrial ‘reaccionaria’, sino una ‘modernidad alternativa’ nueva y radical […]” (Stanley G. Payne, “Prólogo”, en Roger Griffin, Modernismo y fascismo, pp. 9-10).

68 Modris Eksteins, Rites of Spring: The Great War and the Birth of the Modern Age, Nueva York: Anchor, 1989, p. 303.

69 Walter Benjamin, “Theorien des deutschen Faschismus. Zu der Sammels-chrift‘KriegundKrieger’herausgegebenvonErnstJünger”,enGesammelte Schriften, vol. 3, Fráncfort del Meno, 1980, pp. 241, 247.

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y de las masas que éste hipnotizaba”,70 un “éxtasis de los dominados” que sustentaba el dominio de los dominantes71 y que planteaba con angustia, para Benjamin, la posibilidad de que las masas vivieran “su propia destrucción como un goce estético del primer orden”.72

Impulsados por la idea de “convertir la vida cotidiana en cosa bella, no justa o buena, sino bella”, el fascismo y el nazismo, “más que la estetización de la política”, fueron “la estetización de la exis-tencia como un todo”.73 Su ideología incluía una visión utópica de la unión entre arte y vida cotidiana: la vinculación de lo bello con lo útil bajo nombres como “estética tecnológica”, “estética práctica”, “belleza de la técnica”, “belleza de la vida cotidiana”, “romanticismo de acero”,74 volviendo “a través del romanticismo el alma a la técnica y mediante el arte el alma a la política”.75

70 Bernd Witte, Walter Benjamin. Una biografía, Barcelona: Gedisa, 1990, p. 180. 71 Wolfgang Benz, “The Ritual and Stage Management of National Socialism:

Techniques of Domination and the Public Sphere”, en John Milfull (ed.), The Attractions of Fascism, Nueva York: Berg, 1990, p. 273.

72 Walter Benjamin, “La obra de arte en la época de su reproductibilidad téc-nica”, p. 57. La propuesta de Benjamin de contrarrestar la estetización de la política por el fascismo con una “politización del arte” (id.) hay que enten-derla en el contexto político de la lucha antifascista, como pronunciación a favor del arte comprometido. Con esta propuesta, Benjamin perdió de vista que la politización del arte, que “ya era una práctica corriente en la Unión Soviética stalinista en esos años […] en nada difería de su presunto contrario” (Anibal Romero, “Benjamin y el nazismo”, 2004. Disponible en: http://anibalromero.net/Walter.Benjamin.estetica.pdf, pp. 3, 5). 

73 Eksteins, op. cit., p. 304.74 “Vivimos en una época que es a la vez romántica y acerada, que no ha per-

dido su profundidad de ánimo, pero que, por otra parte, ha descubierto un nuevo Romanticismo en los resultados de las invenciones y de la técnica en la modernidad [el nacionalsocialismo] ha sabido quitar a la técnica su carác-ter desalmado y llenarla con el ritmo y el impulso cálido de nuestra época” (Joseph Goebbels, discurso de 1935, citado en Safranski, Romanticismo, p. 320). En relación al intento nazi de fusionar el Romanticismo con la téc-nica en la modernidad, véase también los comentarios de Safranski (ibid., pp. 316-321), partiendo de la pregunta “cuánto Romanticismo tomó parte realmente en el triunfo del nacionalsocialismo” (ibid., p. 316).

75 Barck, op. cit., p. 107. Barck hace referencia particular a la “Institución de la Belleza en el Trabajo” (Amt Schönheit der Arbeit), la cual, bajo la responsabi-

La verdad del arte y la estetización de la política. El ejemplo histórcio del fascismo europeo 259

Desde la perspectiva nazi, la idea de lo bello no era compatible con lo racialmente considerado feo y enfermo76 y con lo decadente en el arte moderno. La estigmatización como “arte degenerado” se refería sobre todo a artistas judíos, así como a ciertas partes del mo-dernismo, consideradas decadentes o de “bolcheviquismo cultural” precisamente por su crítica a la modernidad técnica y por su carác-ter eminentemente intelectual, elitista. Es notable que el fascismo alemán no se encontraba solo en su rechazo del expresionismo por decadente, sino paradójicamente se situaba al lado de una posición del frente antifascista para la cual esa vanguardia artística significaba un “asalto a la razón”, que preparaba el terreno para el nazismo.77 En términos generales, se puede decir que las “continuidades entre nacionalsocialismo y temprana modernidad [artística] predomina-

lidad de Albert Speer, se encargaba de organizar y dirigir una red nacional de acciones de estetización en las esferas de trabajo y de tiempo libre de la población obrera, incluyendo medidas de “embellecimiento” del lugar de trabajo industrial como “buena luz – buen trabajo”, “máquinas limpias − fábrica limpia”, “aire sano en el local de trabajo”, etcétera, y de recuperación de la fuerza de trabajo a través de viajes, etcétera (ibid., pp. 104-107).

76 Partiendo del punto de vista nazi sobre las relaciones entre lo bello y lo sano e higiénico y entre lo feo y lo enfermo, se convirtió la estética en medicina y la medicina en estética. Sus respuestas fueron el antisemitismo exterminador, el genocidio, así como la eutanasia y la esterilización forzada de personas asociales y con enfermedades mentales y hereditarias; se llegó “a la delirante planificación de un mundo perfecto de diseño, es la trágica versión de una delirante ingeniería social”, “bajo un aura médica” garan-tizada por la fuerte colaboración de médicos con el régimen nazi, de una “biopolítica estética”, de “una medida de higiene” (Ruiz de Samaniego, op. cit., pp. 36, 45, 34).

77 Georg Lukács, El asalto a la razón. La trayectoria del irracionalismo desde Schelling a Hitler, México: Fondo de Cultura Económica, 1959. En re-lación a similitudes entre la crítica de los nazis al expresionismo y la de Lukács, véase Griffin, Modernismo y fascismo, p. 44. Es además evidente que en ambas posiciones se reflejan momentos de una crítica cultural conserva-dora que en los años veinte había hecho hincapié en la “deshumanización”, o sea, la eliminación de lo humano en el arte modernista (José Ortega y Gasset, La deshumanización del arte y otros ensayos de estética, Madrid: Alian-za, 1991).

260 Detlef r. Kehrmann

ban sobre las rupturas”78 y que se buscaba reemplazar las formas decadentes del modernismo artístico por una forma innovadora del arte contemporáneo, orientada a una visión futurista del mundo, combinando “lo clásico y realmente arcaico con nuevas formas de expresión que se valían de las técnicas más avanzadas”.79

iv. Conclusiones. La ambivalencia de la modernidad

Concluimos que el fascismo se centraba plenamente en la tempora-lidad de la misma modernidad europea, y representaba una forma del modernismo en un sentido “programático”, es decir, más amplio que el meramente artístico, estético o epifánico.80 También es po-sible decir que las ambigüedades estéticas del fascismo reflejaban la ambivalencia propia de la modernidad europea. En la “dialéctica de la Ilustración”, según la cual lo racional llega a ser irracional, lo mo-derno se convierte en anti-moderno y la Ilustración recae en mito.81

Esta conclusión se refiere también al lado más oscuro del nazis-mo alemán, el racismo y genocidio que “no significan una ruptura […], sino una variante [de] la tradición moderna de la estetización” de lo político.82 Sería un grave error identificar el Holocausto con fuerzas alemanas anti-modernas, como si fuera una reminiscencia de la antigua barbarie primitiva; más bien hay que reconocerlo como

78 IngeBaxmann,“ÄsthetisierungdesRaumsundnationalePhysis”,enKarl-heinz Barck y Richard Faber (eds.), op. cit., p. 80. La autora cuestiona el concepto de una “estética fascista”, considerando que la estetización de lo político por el fascismo da continuidad a una tendencia del desarrollo del arte desde finales del siglo xix, relacionada con “cambios en las disposicio-nes de percepción colectivas” del espacio político debido a la tecnología de los nuevos medios: fotografía y cine (ibid., p. 84).

79 Stanley G. Payne, “Fascismo y modernismo”, Revista de Libros de la funda-ción Caja Madrid 134 (2008). Disponible en: http://www.revistadelibros.com/articulos/fascismo-y-modernismo.

80 Para la distinción entre modernismo “epifánico” y “programático”, véase Griffin, Modernismo y fascismo, p. 94-99.

81 Cfr. Horkheimer y Adorno, op. cit., p. 56.82 Baxmann, op. cit., p. 83.

La verdad del arte y la estetización de la política. El ejemplo histórcio del fascismo europeo 261

“inquilino legítimo en la casa de la modernidad”,83 puesto que la posición del asesino de masas nazi, Eichmann, de acuerdo a Han-nah Arendt, pudo articularse con postulados éticos de la Ilustra-ción,comoelimperativocategóricodeKant.84 Siendo Auschwitz, el campo de concentración nazi más grande —para muchos autores, el símbolo del Holocausto—, resultado del dominio de la razón subjetiva, expresión de la dialéctica de la Ilustración, su identidad “reposa en la no identidad, en lo aún no acontecido [es] la verdadera identidad del todo, del terror sin fin”.85 Por ende, no se debe pensar en Auschwitz como algo ya pasado, sino como algo cuya posibilidad de repetición no está fuera del presente.86

Así, podemos decir que la experiencia histórica del fascismo euro-peo en el siglo xx, incluyendo el Holocausto, más allá de los países de su origen, constituye una verdad política de la modernidad y, además, ha generado para las generaciones venideras una deuda muy pesada frente a las víctimas del fascismo del pasado: “La exigencia de que Auschwitz no se repita”.87

83 Zygmunt Bauman, Modernidad y Holocausto, Madrid: Sequitur, 1997, p. 22.84 Cfr. Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad

del mal, cuarta edición, Barcelona: Lumen, 2003, p. 83.85 Theodor W. Adorno, Minima Moralia. Reflexiones desde la vida dañada,

Obras completas, vol. 4, Madrid: Akal, 2006, p. 244.86 “Conmemorar las víctimas del pasado es gratificante, ocuparse hoy de ellas es

más delicado” (Tzvetan Todorov, Memoria del mal, tentación del bien, Barce-lona: Península, 2002, p. 210).

87 Theodor W. Adorno, “Educación después de Auschwitz”, en Educación para la emancipación. Conferencias y conversaciones con Hellmut Becker (1959-1969), Madrid: Morata, 1998, p. 79. En relación a dicha exigencia, Adorno habla también de un “nuevo imperativo categórico”: “Orientar su pensamiento y su acción de tal modo que Auschwitz no se repita” (Theodor W. Adorno, “Dialéctica negativa”, en Dialéctica negativa – La jerga de la au-tenticidad, Obras completas, vol. 6., Madrid: Akal, 2005, p. 334). En forma comparable con Arendt, Adorno considera como “única fuerza contra el principio de Auschwitz […] la autonomía […] la fuerza de reflexionar, de autodeterminarse, de no entrar en el juego” (Adorno, “Educación después de Auschwitz”, p. 83).

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Reseñas

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Las figuras de lo animal a través de la literatura y a pesar de la filosofía

Israel CovarrubiasProfesor de teoría política en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México y Director editorial de la revista Metapolítica.

María Luisa Bacarlett Pérez y Rosario Pérez Bernal (coords.), Filosofía, literatura y animalidad,México:MiguelÁngelPo-rrúa-Universidad Autónoma del Estado de México, 2012.

El tema de la animalidad y del animal en general ha sido una me-táfora recurrente en el pensamiento filosófico moderno, aunque su utilización, como se sabe, puede remontarse a los orígenes de todo pensamiento. Pareciera que la figura del animal es una suerte de piedra de toque para suponer, inferir, referir y expresar cualquier universo que vaya más allá de los lenguajes “convencionales” en el campo de ciencias sociales y humanidades. Ir más allá no hace sino empujarnos hacia un problema crucial de cualquier reflexión fun-dante, es decir, nos obliga a trabajar a partir de y a través de los límites de las categorías que usamos para significar el mundo y par-ticularmente aquellos mundos donde la animalidad es, a un tiempo, afuera y adentro constitutivo de lo humano y no pura exterioridad. A pesar de ello, es frecuente que la animalidad se encuentre empa-rentada con lo monstruoso, esto es, con aquello que excede toda forma porque no quiere (y no puede) mantenerse en pie desde una definición precisa y asignada por las determinaciones del lenguaje predominante en un tiempo histórico. Pensemos, por ejemplo, en la imagen que nos ha heredado Tho-mas Hobbes, no la del Leviatán, cuya animalidad resulta necesaria para los objetivos de la producción de orden, sino la de “el hombre es el lobo del hombre”, utilizada para referirse —mediante la fuerza que puede tener una ficción de la lengua— a la necesidad de pro-ducción de un tipo específico de contrato entre los hombres.

revista de Filosofía (universidad iberoamericana) 136: 269-273, 2014

270 israel Covarrubias

Sin embargo, y como lo muestra la obra Filosofía. Literatura y animalidad, es posible y quizá necesario partir de un principio de reversibilidad en cuanto a la animalidad en el campo de la filosofía. Es decir, ¿por qué no iniciar un discurso entre filosofía, literatura y animalidad con el trastrocamiento de la sentencia de Hobbes y suponer más bien que “el lobo es el hombre del lobo”? Además, este reverso, que habla bien de una obra, nos permite decir que es un libro compuesto por una “Introducción” y seis capítulos, que pue-den ser leídos a partir de cuatro direcciones de discusión: a) el juego y la posibilidad de habitar el espacio político en el llamado a “estar entre”; b) la deficitaria relación entre filosofía y literatura; c) lo que llamaré las tareas imposibles de la filosofía (pero que también son de la política); y d) la reversibilidad antes citada con relación a las metáforas humanas del animal, suponiendo un “alejamiento” del primer momento respecto al segundo. La primera dirección, que recorre en gran medida las contra-dicciones y paradojas de las figuras condensadas en la animalidad, es precisamente la idea de pasaje, tránsito, “entre”, que en algunos de los capítulos de la obra cobra vida a través de la figura de la “haecceidad”. Es más, produce su espacio de entendimiento cuando pareciera que los límites del cuerpo humano son aquella animalidad que excede no sólo a su conceptualización, sino también respecto a su fuerza. Sin embargo, hay que agregar que el animal no es sólo el límite del cuerpo de los hombres —en plural—, supone además la imposición de una figura (“el salvaje”) que actúa con éxito en la producción de legitimidad, en especial, cuando se habla de la guerra y colonización. El animal funda y deforma (de aquí el miedo que produce) el principio de todo orden, de toda posibilidad de “estar en común”, de toda ley. Por ello, el problema de la animalidad para las ciencias humanas es el problema de la ley en sus aspectos más inquietantes (por ejemplo, bajo la forma del fetiche y fetichismo), que tienen que ver con la lex de los latinos frente al nomos de los griegos, como lo sugirió Hannah Arendt. Recordemos, dice Arendt, que el significa-do de la ley para los romanos es “algo que instaura relaciones entre los hombres, unas relaciones que no son ni las del derecho natural,

Las figuras de lo animal a través de la literatura y a pesar de la filosofía 271

en que todos los humanos reconocen por naturaleza como quien dice por una voz de la conciencia lo que es bueno y malo, ni las de los mandamientos, que se imponen desde fuera a todos los hombres por igual, sino las del acuerdo entre contrayentes”.1 En oposición, para los griegos la ley no es:

Ni acuerdo ni tratado, no es en absoluto nada que surja en el hablar y actuar entre los hombres, nada, por lo tanto, que corresponda propiamente al ámbito político, sino esencialmente algo pensado por un legislador, algo que ya debe existir antes de entrar a formar par-te de lo político propiamente dicho. Como tal es pre-política pero en el sentido de que es constitutiva para toda posterior acción política y todo ulterior contacto político de unos con otros.2

La segunda dirección es la conflictiva relación entre filosofía y literatura, particularmente cuando se establecen como caras y rever-sos de lo que tentativamente podríamos llamar “el arte de la escri-tura”. Es decir, hoy sabemos que el lenguaje es la tierra del sujeto y la palabra, su casa. De este modo, las distinciones que operan como principio excluyente de la animalidad de todo aquello que se dice es propio de lo humano radican en la (im)posibilidad de identificar con claridad lo específico de lo humano y de lo animal en términos de tierra y casa. De tal modo que el animal podría leerse como una suerte de “grado cero” de la escritura, una “minoridad”. Pensemos, por ejemplo, en el ius soli: tanto el perro que ladra y muerde (por cierto, éste es el origen de la corrupción) como el mafioso que extorsiona juegan precisamente al mantenimiento de la tierra propia, vuelta casa: como el cacique en cuanto que se vuelve “el que mantiene la casa”. Con todo, lo que es fundamental subra-yar es que éstas no dejan de ser experiencias del pensamiento. En este sentido, son fecundas las colaboraciones contenidas en esta obra

1 Hannah Arendt, ¿Qué es la política?, Rosa Sala Carbó (trad.), Barcelona: Paidós, 1997, p. 121 [cursivas mías].

2 Id. [cursivas mías].

272 israel Covarrubias

en torno a los bestiarios de Jorge Luis Borges y Juan José Arreola; así como las reflexiones sobre la figura del centauro en las Prosas Profanas de Rubén Darío; o bien el relato “Orovilca” de José María Arguedas. Todas estas puertas nos sugieren un criterio de distinción/separación intrínseco entre la semejanza del animal con lo humano y su incapacidad de ser uno en el otro. Piénsese un instante en el éxi-to publicitario y social a causa del advenimiento de la humanización de los animales (arquetipo) y en la animalización de los humanos (“la bestia”, “la loba”, “el mariposo”) por medio de la ironía y lo grotesco: ¡sabemos que todo esto es irreal, a pesar del clarísimo aire de familiaridad que producen! La tercera dirección relaciona los verbos que están en la base de la “exclusión inclusiva” de la animalidad en lo humano, al volverse los imposibles del hombre, y que podríamos reagrupar para fines analíticos en tres estaciones que ocasionan una cantidad elevada de problemas filosóficos: la cuestión del satisfacer, la del legislar y la del representar. En esta constelación se encuentra mucho de la poten-cialidad de una discusión posible en las relaciones entre filosofía, literatura y animalidad. Dicho de otro modo, a la animalidad le aparece su campo abierto de la satisfacción y sus encrucijadas; a la literatura le sucede y la detiene la cuestión de la representación; finalmente a la filosofía (pero decía que también a la política) la mantiene en pie la sola posibilidad de legislación. En medio de esta triple inscripción se encuentra una crítica necesaria a la categoría de organización y a las presuposiciones demasiado fuertes acerca de la institución y la institucionalidad, así como del consenso (que es en gran medida la apuesta del proyecto filosófico de Gilles Deleuze y que se vuelve una suerte de “presencia espectral” en muchas de las páginas de la obra). Con ello, no hacemos otra cosa que constatar la condición in-completa del sujeto y, dado su carácter de precariedad, no es más que por medio de torcer una y otra vez el lenguaje que irá despla-zándose en aras no de “completarse”, más bien, de aprender a vivir, de algún modo, incluso de modo animalesco. No olvidemos, nos su-giere el filósofo italiano Mario Perniola: “El hombre puede también querer lo contrario de la ley, puede ser movido por sentimientos

Las figuras de lo animal a través de la literatura y a pesar de la filosofía 273

que están conectados a la subjetividad: si la voluntad no pudiese sustraerse al imperativo, el hombre sería santo”.3

La cuarta y última dirección supone advertir el apetito del hom-bre por salirse del tiempo (por ejemplo, con la tradición “actual” de la cosmética y su fealdad) por medio de su racionalización que pre-tende superar sus límites. Aquí queda, a mi juicio, la transfiguración de la sentencia “El lobo como hombre del lobo”. ¿Por qué signamos a los lobos con aquel carácter destructivo de lo humano?, ¿quién es el hombre del lobo, no el lobo del hombre? Quizá es tiempo de decir que nos hemos equivocado con las maneras bajo las cuales metaforizamos lo humano a través de la animalidad en negativo.

3 Mario Perniola, El sex appeal de lo inorgánico, Mario Merlino (trad.), Ma-drid: Trama editorial, 1998, p. 31.

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Sendas para un humanismo nuevo

José Alfonso Villa SánchezInstituto de Investigaciones Filosóficas “Luis Villoro”Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo

Mario Teodoro Ramírez, Humanismo para una nueva época. Nuevos ensayos sobre el pensamiento de Luis Villoro, México: umsnh-Siglo xxi, 2011.

1. Sobrehumanismo

Hacia finales del 2011 apareció publicado el último libro del filó-sofo mexicano Mario Teodoro Ramírez Cobián, en una coedición de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo (umsnh)y Siglo xxi editores. Mario Teodoro ha sido director de la Facultad de Filosofía “Dr. Samuel Ramos”, de la umsnh, y es actualmente director-fundador del Instituto de Investigaciones Filosóficas “Luis Villoro”, de la misma universidad. Los datos vienen al caso porque precisamente una de las líneas fuertes que circunscriben el trabajo filosófico del autor es la que tiene que ver con la filosofía mexica-na, de Gabino Barreda, Vasconcelos, Caso, Ramos, etcétera, a Luis Villoro, y con la filosofía de la cultura; otra de estas líneas fuertes es la fenomenología de Maurice Merleau-Ponty. Su internamiento riguroso y creativo por los caminos de la estética, la filosofía del arte, la filosofía política, la hermenéutica, etcétera, tiene estos telones de fondo. La obra que nos ocupa no es la excepción. El estudio está conformado por diez capítulos, divididos en dos partes desiguales. La primera parte está conformada por los seis pri-meros capítulos. Son ensayos sobre el Humanismo para una Nueva Época. Los cuatro últimos son Nuevos ensayos sobre el pensamiento de Luis Villoro. Lo que anima la reflexión filosófica en todos los capí-tulos de la obra es la convicción que tiene el autor de que estamos

revista de Filosofía (universidad iberoamericana) 136: 275-286, 2014

276 José Alfonso Villa Sánchez

en los albores de una nueva época (epojé) y que, de suyo, esa nueva época nos está exigiendo ser pensada desde la tradición, con la tra-dición, pero más allá de la tradición, de un modo comprometido y diferente. O al revés, quizá: que de hecho hemos estado pensado, reflexionando con la tradición pero más allá de ella, ya de un modo comprometido y diferente; y que este trabajo y este compromiso es lo que está adviniendo en la historia un paréntesis nuevo, una nueva época. Por cualquiera de los modos, es el círculo productivo de la hermenéutica de la racionalidad crítica, tema del último capítulo del libro. La apuesta de Mario Teodoro es que en esta nueva época se puede y se debe postular un humanismo acorde con ella: “Un hu-manismo descentrado, humildemente autocrítico”,1 que dé cuenta de la pluralidad de lo que es, pero de forma exigente y rigurosa, sin recaer en relativismos escépticos. Los tres primeros capítulos (“Humanismo y sobrehumanismo”; “De la hybris moderna a la phronesis posmoderna”; “La presencia y el presente. Más allá del saber y de la historia”) son un lúcido balance de lo que se ha entendido por humanismo en la modernidad y en la posmodernidad, y son, al mismo tiempo, la propuesta para ir más allá de los humanismos dogmáticos recientes, sean estos el cien-tificismo o el relativismo. “En principio [dice Mario Teodoro] se trataría de dejar de hacer del hombre, de lo humano, una respuesta, una conclusión”.2 A este nuevo humanismo se lo podría llamar, en su sentido más etimológico, “sobrehumanismo”. Aunque aclara:

Quizá no haya una palabra precisa: la idea es pensar más allá del hombre, desde lo humano, naturalmente, pero usando lo humano como un espacio de comunicación, como un ámbito de inflexión (antes que de reflexión), como un pliegue (según la magnífica ex-presión de Gilles Deleuze) en el inmenso tejido del ser. No como un ente especialísimo, una sustancia o un espejo de lo existente, sino como un ser que es parte y no todo.3

1 Ramírez, Humanismo para una nueva época, p. 47.2 Ibid., 18.3 Id.

Sendas para un humanismo nuevo 277

Un acercamiento y un tratamiento de lo humano en estos térmi-nos es más acorde con esa categoría ontológicamente insuperable de nuestro ser-en-el-mundo, al modo como Heidegger lo ha descrito en Ser y Tiempo. El nuevo humanismo debe hacer por poner entre paréntesis toda teleología sobre lo humano y traer al primer plano en la investiga-ción filosófica la existencia sin más; entonces, ella “vuelve a relucir en su irreductibilidad y concreción”.4 Con la ayuda de Jean-Luc Nancy, Mario Teodoro suscribe la necesidad de un existencialismo ontoló-gico que muestre que “la existencia es lo primero y aquello de lo que participo, aquello a lo que me adscribo y gracias a lo cual puedo decir ‘yo’”.5 Y decir “yo” sólo se lo puede hacer desde el ontológico ser-en-el-mundo, es decir, desde el “nosotros”, desde la comunidad. Ésta es la crítica más radical a la ficción cartesiana del cogito como el fundamentum inconcusum de todo ser y de todo pensar. Existir es existir con otros, radicalmente, fundamentalmente; es coexistencia. “Comunidad, hemos de entender a partir de Nancy, no es el ‘ser común’ sino el ‘ser en común’ (el ‘estar juntos’), y este último está siempre ahí y ya dado, no es algo a construir forzadamente […] El ser, la existencia, es algo en común”6 La justificación racional de la alteridad a partir de una subjetividad sustancial constituida de antemano es una mera abstracción moderna. En el principio, era la comunidad, y de esta estructura ontológica es de la que hay que dar cuenta filosóficamente y de la que hay iniciar la reflexión. El nuevo humanismo, el que precisa la nueva época, ha de asu-mir como presupuesto la pluralidad de mundos que nos habitan: no se puede afirmar ya más que hay una sociedad, un estado, un mundo, una ciencia, una filosofía, una religión, un dios, etcétera. El sobrehumanismo ha de aprender de una vez que ha de hablarse en plural, porque lo que es tiene la carga y la marca de la pluralidad, como ya lo sabía el propio Aristóteles. Esto conlleva necesariamente una nueva definición de la racionalidad:

4 Ibid., 26.5 Ibid., p. 39.6 Ibid., p. 40.

278 José Alfonso Villa Sánchez

Esta razón que es más apertura que imposición, más búsqueda que encuentro, más aventura y riesgo que certeza inmutable y orden in-controvertible, opera desde la particularidad de la existencia, desde la precariedad del Ser, es sensible a los contextos y su movilidad, y sabe mantener el pasmo ante la novedad y lo incomprensible; es una razón que no impone: interroga; no ordena: conecta; se mueve en un plano de articulación horizontal más que en un orden de integración vertical, verticalista; que piensa desde la diferencia y no desde la identidad, que construye un camino más qué recorrer un camino ya trazado.7

La nueva época, el nuevo humanismo y la nueva racionalidad se requieren y se reclaman mutuamente. El nuevo humanismo precisa construir una filosofía del presen-te, piensa el autor, y se pregunta si hoy estamos en condiciones de construir una filosofía tal, una filosofía que abra a la experiencia en su originariedad y originalidad, en su apertura esencial. La respuesta es afirmativa, sobre los pasos de Heidegger y con la ayuda de Hans Ulrich Gumbrecht. Parece que hoy ya sólo vemos lo que sabemos: “Hoy casi nadie se atreve a ver lo que no ha sido visto antes o a hablar de lo que no tiene un saber previo, un esquema o unas ba-randillas ideológicas o conceptuales bien armadas”.8 Esta situación es la que una filosofía de la presencia querría remontar para ir al “campo de la experiencia, de la materialidad y la corporalidad, de la existencia pura”,9 en el entendido de que la presencia es algo que hay que conquistar, producir, hacer venir, ganarla. En fin, el lector interesado encontrará en estos tres primeros ca-pítulos un buen número de puntos de fuga, de tesis filosóficas de gran vigor.

7 Ibid., p. 53.8 Ibid., p. 61.9 Id.

Sendas para un humanismo nuevo 279

2. Lo político y la política

Si los tres primeros capítulos se unifican, según creo, en torno a esa idea de la nueva época que alborea y a la filosofía que precisa, los siguientes tres (“El giro político en la filosofía del siglo xx”; “Frag-mentos sobre (de) lo político”; “Singularidad, comunidad, e iguali-tarismo radical”) tienen claramente como objeto de investigación el fenómeno de lo político, problema que Mario Teodoro recoge sobre todo de Luis Villoro y que, con ayuda de Oliver Marchart, Anto-nio Negri, Roberto Esposito, Jacques Rancière, M. Merleau-Ponty, Jean-Luc Nancy, Giorgio Agamben, Paolo Virni y otros, lo elabora y lo desarrolla en el marco de ese nuevo humanismo que propugna. Recoge de Marchart el concepto de la diferencia política, “más allá [dice el autor] de la ‘diferencia ontológica’”.10 Se trata de distinguir “la política” de “lo político” y superar así, de manera definitiva la poco fructífera discusión sobre la relación de fundamentación entre filosofía y política. “Mientras que “política” hace referencia al orden jurídico-institucional que rige una sociedad, esto es, al Estado, a la estructura y funciones de lo estatal, “político” hace referencia al cam-po contingente e imprevisible —necesariamente contingente e im-previsible— de las acciones y relaciones que configuran/desfiguran el mundo social-humano”.11 Si, en el ámbito de la epistemología, la nueva época ya no puede pretender siquiera dar con el único funda-mento para todo tipo de conocimiento, en el ámbito de la política y de lo político, tampoco puede pretenderse en dar con un solo fun-damento. Sobre los pasos de Oliver Marchart, Mario Teodoro dice que “hoy la política se piensa, y ha de pensarse (en realidad, se la ha pensado de alguna manera siempre así) como un espacio sin “fun-damento” o, quizá, y en general, como el espacio del existir humano que hace patente mejor que ningún otro la ausencia de fundamento o, al menos, la carencia de un fundamento fuerte, único e indis-cutible”.12 Justo aquí es donde hay que hacer operar la diferencia

10 Ibid., p. 83.11 Id.12 Ibid., p. 79.

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ente “la política” y “lo político”. Ella viene en nuestra ayuda para decir en qué consiste ese “pensamiento posfundacional” en el giro sobre lo político de esta nueva época: “Lo político es el plano de la huida permanente del fundamento, de la desfundación continua; por el contrario, la política es el plano de la fundamentación, del intento de ordenar y gobernar lo quizá por esencia desorganizado e ingobernable”.13 Asumir la desfundamentación epistemológica y la desfundamentación política no tiene por qué ponernos en el terreno del nihilismo. Los nihilismos son la otra cara de los dogmatismos. Y Nietzsche ya nos mostró cómo los dogmatismos modernos por eso son precisamente nihilistas. Pero la nueva época no es dogmática, no puede serlo; por eso no puede tampoco ser nihilista. Lo que hay en la nueva época y en la razón que la piensa es

Pluralismo, diferencia, disenso, praxis, concreción: son las cate-gorías de un pensamiento político posfundacional. Es lo que hay. Ese espacio descentrado, mutante, cada vez más diversificado, esa vida que pulula por todos lados, es lo que queda tras la huida del fundamento. El “vacío” que queda no es una nada; o, más bien, la nada no es pura nada: es solamente un ser imperceptible, hecho de intensidades variables, de ondas y vectores intensivos.14

La filosofía política moderna, sustantivada en las instituciones y en el Estado, trajo consigo el ocultamiento y la retirada de lo políti-co. Pero hoy es posible buscar algunas alternativas teóricas que nos ayuden a mantenernos en la tensión generada en esta diferencia. No se ha ceder, ya decíamos, ni al dogmatismo ni al nihilismo (las dos caras del pensamiento moderno fundacionalista, trascendental y teleológico), sino que se ha de proceder con lo inmanentemente dado. Si bien los diez capítulos del estudio se mueven en la brecha que se va abriendo, casi por sí sola, al tematizar una razón más hu-milde, profundamente autocrítica, que da cuenta de la diferencia, que sigue los caminos de los pliegues que ella misma va abrien-

13 Ibid., p. 83.14 Ibid., p. 82. Las cursivas son mías.

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do-generando, el capítulo seis, titulado “Fragmentos sobre (de) lo político”, es ejemplar en este acercamiento a lo político desde una razón de la diferencia. Dice el autor que “con la suspicacia de que la crisis contemporánea de la política (la retirada de lo político) sea más radical de lo que parece, nos planteamos buscar algunas alter-nativas teóricas para encararla; en principio, que nos permitan calar hondo en la comprensión de esa crisis”.15 No se trata de resolver la crisis; eso lo pretendería una razón segura de sí misma, impositiva. Se trata sólo de calar hondo, al menos, en la comprensión de esas crisis.

Para acercarnos a algunas respuestas a estas cuestiones, y dada su complejidad y nuestra decisión de no dejar suelta ninguna de las puntas de esta madeja, queremos presentar algunas observaciones fragmentarias sobre los temas a colación, a través del comentario de algunos autores recientes que […] no mantienen entre sí nece-sariamente una relación sistemática y congruente. La fragmenta-riedad de nuestros comentarios resulta, en todo caso (suponemos), congruente con las características mismas de aquello sobre lo que hablamos.16

Y efectivamente, el capítulo es una armadura bien trabada con fragmentos sobre filosofía de lo político. Con Roberto Esposito, Mario Teodoro reflexiona sobre esa categoría de lo impolítico en cuanto la “negatividad” de lo político: “No en el sentido usual, como lo malo o lo cuestionable, sino en el sentido filosófico (hege-liano, heideggeriano) de la negatividad: como la sombra o la con-traparte de algo que igual constituye al ser de ese algo, en este caso, como la contraparte de lo político que él mismo implica y conlleva y que, en cierta medida, contiene el secreto de su propio ser”.17 Con Richard Rorty, se ocupa del fin de la representación también la po-lítica, tal como ha acontecido ya en los ámbitos de la epistemología. De Jean-Luc Nancy y Roberto Esposito, toma unas reflexiones que

15 Ibid., p. 86.16 Id.17 Ibid., p. 88.

282 José Alfonso Villa Sánchez

resemantizan el moderno concepto de comunidad en tanto aquello que “abre (al sujeto, a lo definido o determinado), eso ‘inapropiable’ o ‘impropio’ (el no man´s land originario), que es el rasgo del ser de la existencia en cuanto tal”,18 según Nancy, y en cuanto origi-nada etimológicamente no sólo en el communitas tradicional sino en munus “que significa ‘don’, pero como ‘tarea’, ‘cargo’, ‘encargo’ u ‘obligación’. Com-munus querrá decir entonces que la tarea se com-parte entre varios, se hace con otros”,19 según Esposito. Con Toni Negri y Paul Virni, recupera el concepto spinoziano de multitud y generan el concepto de la multitud de singularidades como la co-munidad que viene, como “la forma misma de operar de los conglo-merados humanos en el siglo xxi”.20 De Giorgio Agamben, recoge el concepto de la potencia negativa y “la solución genial” con la que el italiano la lleva al tema de lo político: “La potencia humana no consiste en un poder hacer ni en un poder no hacer sino en un poder no-no hacer”21. Del poeta Jules Laforgue, toma el término de inma-nensidad para nombrar “a la inmanencia [que] se abre por todos lados a un infinito positivo, a una inmensidad sin trascendencias ni carencias”,22 tal como acontece en el ámbito de lo político. De Jacques Rancière, en fin, el tema y el concepto de la democracia absoluta. El capítulo seis, titulado “Singularidad, comunidad e igualita-rismo radical”, es una interesante reflexión que tercia, sin entrar en ella, entre esa irresoluble disputa de comunitarismo e individualis-mo. Con Nancy, Agamben y Esposito, “se apuesta mejor por una visión totalmente inmanentista de la existencia y del mundo”.23 Es necesario pasar de una concepción ideológica de la comunidad a una concepción ontológica:

18 Ibid., 93.19 Ibid., p. 94.20 Ibid., p. 97.21 Ibid., p. 99.22 Ibid., p. 101.23 Ibid., p. 106.

Sendas para un humanismo nuevo 283

Es decir, el paso de una concepción donde la comunidad se piensa siempre en función de una identidad —ideológica o discursiva-mente definida— al reconocimiento de un “ser-en-común”, como estructura ontológica originaria que ninguna determinación y nin-guna definición será capaz de superar, negar, cambiar o mejorar y que, por ende, jamás puede reducirse a un cierto parámetro, idea o valor. No hay “ser común!, dice Nancy, sino ¡ser-en-común”.24

En estos capítulos (cuatro, cinco y seis), encontramos, pues, unas sugerentes y provocadoras reflexiones sobre el fenómeno de lo político en el modo como se vislumbra en los albores de una nueva época.

3. Sobre Luis Villoro

Los cuatro últimos capítulos conforman la segunda parte de esta obra y están dedicados al pensamiento de Luis Villoro. Mario Teo-doro es un amplio y profundo conocedor de la filosofía de Villoro y nos dice que “importa retomar sus planteamientos en el horizonte de una comprensión de nuestra historia intelectual (el pensamien-to filosófico mexicano del siglo xx) y en el horizonte mayor de la problemática y a veces terrible historia social y política de Méxi-co”.25 En el capítulo siete (“Teoría y crítica de la ideología en Luis Villoro”), se recoge un ensayo de 1974, titulado “Del concepto de ideología”, en donde resuena una discusión de Villoro con Adolfo Sánchez Vázquez sobre el añejo problema de si es posible pensar fuera de alguna ideología. Mario Teodoro nos dice que

Villoro no avizora otra solución frente a la disputa entre las diversas ideologías modernas —el conservadurismo, el liberalismo, el neo-liberalismo, el nacionalismo, el socialismo— que la posibilidad de traspasar el marco del pensamiento ideológico hacia la forma del

24 Ibid., p. 107.25 Ibid., p. 121.

284 José Alfonso Villa Sánchez

pensamiento crítico-racional, autónomo, auténtico, eficaz, com-prometido con principios éticos fundamentales.26

Esta última observación es importante porque parece, en alguna medida, marcar la trayectoria del pensar del propio Villoro, como indican los siguientes capítulos de este estudio. El capítulo ocho trata sobre un tema que le preocupa al autor y que ha ocupado un lugar importante en la obra de Villoro. Se titula “La inquietud por la verdad”. La tesis es que la postura de Villoro sobre la verdad está mucho más cerca de la fenomenología que de la filosofía analítica y que tenemos un acceso privilegiado a la postura definitiva de Villoro en el libro sobre El Conocimiento, que él mismo edita, de la Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía. “La realidad es como la captamos, pero, precisamente, la captamos en cuanto in-dependiente de nosotros como lo que existe ‘fuera de nosotros’: esto es, no como algo absolutamente independiente de nosotros (que es la suposición absurda, contradictoria, del realismo metafísico)”.27 Hay aquí, dice Mario Teodoro, una “combinación de relativismo gnoseológico con realismo fenomenológico”.28

En el capítulo nueve, penúltimo del libro, se da cuenta de un tema que ha venido a ser central en el pensamiento de Villoro: lo sa-grado. El capítulo se titula “Vindicación de lo sagrado en la filosofía de Luis Villoro”. Lo abre una muy buena pregunta:

¿Constituye la reflexión sobre la religión y lo sagrado un rema mar-ginal, secundario, casi inconfesable, en el pensamiento de Luis Vi-lloro? ¿O es parte esencial de su visión filosófica y, por ende, nos ayuda a comprender mejor el sentido de sus aportes en aquellos campos teóricos de que se ha ocupado señaladamente (la epistemo-logía, la filosofía política, la filosofía de la cultura)?29

26 Ibid., p. 141.27 Ibid., p. 151.28 Id.29 Ibid., p. 163.

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Mario Teodoro tiene clara la respuesta: “Creemos que es así. Que los ensayos sobre filosofía de la religión de Villoro no sólo tienen un valor como expresión de una experiencia personal, de una preo-cupación íntima; incluso su reflexión sobre lo sagrado plantea de alguna manera las bases últimas (metafísicas, ontológicas) de toda su inquietud filosófica”.30

Pero hay que hacer ya, de inicio, algunos deslindes. El primero de ellos es lo que sagrado no es propiedad exclusiva de ninguna religión; es más, habrá que decir que cada vez que esto sucede, que una u otra religión se autoerigen en la mediación última y única de lo sagrado, no hacen, paradójicamente, sino profanarlo. Y es pre-cisamente donde entra la razón filosófica, que puede deconstruir el carácter ideológico de tales absolutizaciones: “Para Villoro [dice Mario Teodoro] no hay verdadera comprensión de lo sagrado sin la participación del pensar filosófico y, a la vez, no hay filosofía en toda su plenitud si se pierde todo vínculo con la dimensión de lo sagra-do”.31 Desde la filosofía misma hay, pues, vislumbres de lo sagrado: en las experiencias del sentido-sin sentido, del silencio y el discurso, del ser y del no ser. No hay uno sin lo otro.

No obstante, lo que a Villoro le importa subrayar en esta mutua re-misión entre el sentido y el sin sentido, ente la esencia y la existen-cia, es el movimiento que nos lleva del orden acabado del sentido (de la significación) al descubrimiento (o redescubrimiento) de ‘la existencia escueta de las cosas’, a la manera como nos hace presente ‘la independencia del existir respecto del hombre’, como ‘muestra la trascendencia del ser, su otredad radical’; en fin, el modo como nos permite captar nuestra finitud y limitación, la imposibilidad que tenemos de cerrar el entero orden de lo que es en torno nuestro.32

Hablando sobre el texto de Villoro, titulado La mezquita azul, Mario Teodoro dice que “la experiencia mística consiste simplemen-te en la vívida sensación de la unidad de un conjunto de elementos

30 Ibid., p. 163.31 Ibid., p. 164.32 Ibid., p. 166.

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(el conjunto estético que forman el espacio, el diseño arquitectóni-co, la música, los cánticos, la luz, la oración, la actitud de los creyen-tes) como expresivo de un sentido superior, de una Otredad diáfana y esplendorosa”.33

El capítulo diez, titulado “Razón alterada”, propugna una ra-cionalidad hermenéutica cuyos principios y caracteres son los si-guientes:

a) es una racionalidad de la ‘escucha’, de la ‘atención’, antes que un logos que se adelante, que avasalle; b) es una razón humilde, que re-conoce que la irracionalidad puede provenir tanto de la falta como del exceso de razón; en este sentido, es una razón que reconoce lí-mites; c) pero es una razón motivada, no sólo quiere comprender en un sentido de aceptación pasiva, sino también ‘actuar’, modificar o transfigurar las condiciones de la existencia; en este sentido, es una razón que ‘interpreta’, que produce algo: discurso, comprensión, entendimiento, nuevas formas de vida; d) es una razón estrictamen-te dialógica, no en el sentido de que sólo exista con la presencia de dos o más, sino en cuanto asume que toda palabra es una respuesta y que toda respuesta implica una nueva pregunta.34

33 Ibid.., p. 175.34 Ibid., p. 186.

Datos de los colaboradores

Ana Ma. Valle VázquezProfesora del Posgrado en Pedagogía unam, Facultad de Filosofía y Letras unam y Facultad de Estudios Superiores Acatlán unam.

Marco Antonio Jiménez GarcíaProfesor del Posgrado en Pedagogía unam, Facultad de Filosofía y Letras unam y Facultad de Estudios Superiores Acatlán unam.

María Luisa Murga MelerProfesora de la Universidad Pedagógica Nacional-Ajusco. Cuerpo Académico “Constitución del Sujeto y Formación”

Alberto ConstanteProfesor de carrera de Filosofía de la Facultad de Filosofía y Letras de la unam

Francisco PamplonaProfesor-Investigador del Posgrado de Humanidades y Ciencias So-ciales de la uacm. Profesor de Asignatura de la Facultad de Filosofía y Letras de la unam

Sigifredo Esquivel MarinProfesor-Investigador en la Universidad Autónoma de Zacate-cas-ipec

Ciro Schmidt AndradeChile, Estudió humanidades e idiomas en el Colegio Loyola (San-tiago) de la Compañía de Jesús. Grado de Bachillerato en Filosofía en la Universidad del Salvador de Buenos Aires, Argentina. Licen-ciado en Filosofía y en Educación la Universidad Católica de Valpa-raíso. Post-títulos como Orientador Educacional y Administrador Educacional. Ha sido profesor de Ética en Sedes Universitarias e

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Institutos Profesionales de Puerto Montt, Autor de varios libros, entre ellos: “En el dolor, una esperanza”, “Pensando la Educación”, “Desde Santo Tomás”, “Reflexiones para tiempos de silencio”, “La Sabiduría como sentido del filosofar”, “Nosotros, pecadores...”, “Mis Salmos”, “La vocación del Educador: educación y Palabra de Dios”, “Cartas a un ex alumno”, “Cartas al Padre Dios”, “Nostalgias y presencias”, “Fundando la Educación” (publicado en México), “Crecer al final” (publicado en Venezuela) y otros, además de más de un centenar de trabajos en diversas publicaciones, especialmente universitarias, relacionadas con Filosofía, Literatura, Educación y Religiosidad, tanto en Chile como en el extranjero

P. M. S. (Peter Michael Stephan) HackerDoctor en filosofía por la Universidad de Oxford con una tesis di-rigida por H. L. A. Hart. De 1966 a 2006 fue profesor titular de filosofía en Oxford, hoy tiene el título de profesor emérito. Ha sido profesor invitado en universidades de diversos países como Uganda, Canadá, eua e Italia. Es una autoridad mundial en el pensamiento de Wittgenstein, por lo que en 2009 revisó y corrigió la traducción de las Investigaciones filosóficas. Ha escrito extensamente sobre filo-sofía del lenguaje y filosofía de la mente. Entre sus publicaciones se encuentran el monumental Analytical Commentary on the ‘Phi-losophical Investigations’ (algunos en coautoría con G. P. Baker) que consta de cuatro volúmenes y versa sobre la filosofía del segundo Wittgenstein, Philosophical Foundations of Neuroscience (en coauto-ría con M. Bennett) e Insight and Illusion: Themes in the Philosophy of Wittgenstein.

Jorge Aguirre SalaJorge F. Aguirre Sala es investigador de Filosofía Social y Política en la Universidad de Monterrey. Se licenció y doctoró en Filosofía por la Universidad Iberoamericana de México, D.F., y fue Decano en la misma en 1991. Autor de más de 85 artículos y libros publicados en México, Chile, Argentina, Uruguay, Brasil, Colombia, España, Alemania, Austria y ee.uu. Entre sus libros destaca: Hermenéutica ética de la pasión, Ed. Sígueme, Salamanca. Junto con importan-

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tes teóricos es autor de la propuesta Ciudadanía Mediática (Chile, 2011), nacida de su noción de Ciudadanía Hermenéutica (México, 2009). Sus publicaciones más recientes son: A New Approach of Citi-zen Participation through social Networks en “Archiv für Rechts- und Sozialphilosophie arsp”, (Stuttgart, 2014);  y La Web al poder (Es-paña, 2014)

Pablo Lazo Briones Es doctor en filosofía por la Universidad de Deusto, Bilbao, Espa-ña. Actualmente es Director del Departamento de Filosofía en la Universidad Iberoamericana. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores Nivel 1. Es autor de los libros: Crítica del multicul-turalismo, resemantización de la multiculturalidad (Plaza y Valdés, 2010); Interpretación y Acción. El sentido hermenéutico del pensa-miento ético-político de Charles Taylor (Ediciones Coyoacán 2007); La frágil frontera de las palabras. Ensayo sobre los débiles márgenes entre literatura y filosofía (Siglo xxi Editores, 2006). Es coordinador y coautor de los libros colectivos Slavoj Zizek. Filosofía y Crítica de la Ideología (uia, 2012), Corporalidades (unam/uia, 2010) y Ética, Hermenéutica y multiculturalismo (uia, 2008), Tradujo el libro de Richard Bernstein, El Giro Pragmático (Anthropos, 2014).

Gustavo Ortiz Doctor en Filosofía, posee un Master en Ciencias Sociales otorgado por el Departamento de Ciencias Sociales de la Fundación Barilo-che y estudios de postgrado en Ciencias Sociales en Alemania. Es Investigador Principal del Consejo Nacional de Ciencia y Técnica y Doctor Honoris.Causa de la Universidad Católica de Córdoba. Es también profesor titular en el Centro de Estudios Avanzados de la Universidad Nacional y Coordinador de la mención en Sociología del Doctorado en Estudios Sociales de América Latina, en el Cen-tro de Estudios Avanzados de la Universidad Nacional de Córdoba. Posee numerosas publicaciones, en forma de artículos y libros, so-bre diferentes áreas disciplinares, como el de la epistemología de las ciencias sociales, filosofía práctica y filosofía política.

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Ángel Enrique Garrido-MaturanoEs Doctor en filosofía por la Universidad de Buenos Aires, Inves-tigador del conicet con lugar de trabajo en el Instituto de Inves-tigaciones Geohistóricas de Resistencia. Profesor de la Universidad Católica de Santa Fe y de la Universidad del Salvador en Bs. As. Fue becario doctoral del daad y posdoctoral de la Fundación Alexander von Humboldt en Friburgo. Línea de investigación: fenomenología, filosofía de la existencia. Ha publicado varios libros y más de 100 ar-tículos en revistas académicas de Alemania, España, Portugal, Italia, Argentina, Brasil, México, etc. Publicaciones escogidas: „Illeität im Denken von E. Lévinas. Vom Vorbeigehen der Illeität bis zum Zeugnis der Liebe Gottes“ en: Philosophisches Jahrbuch, 103/1 (1996); „Die Erfüllung der KunstimSchweigen.BemerkungenzuFranzRosenzweigsTheoriederKunst,en: Théologie negative, Biblioteca dell’Archivio di Filosofia 27, Padova, 2002; Sobre el abismo. La angustia en la filosofía con-temporánea, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2005. Los tiempos del tiempo. Ensayo sobre el sentido filosófico, cosmológico y religioso del tiempo, Buenos Aires, Biblos, 2010; ¿Dónde estás Señor? El acceso al fenómeno religioso en la filosofía fenomenológica, hermenéutica y existencial, Buenos Aires, Biblos, 2012.

Detlef R. KehrmannRealizó estudios de filosofía, sociología y economía en Alemania. Obtuvo recientemente con mención honorífica el doctorado en Fi-losofía por la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo con una tesis titulada “El arte en su laberinto. Aproximaciones a la vida y obra musical-poética de Gerhart Muench en su contex-to socio-cultural”. Sus principales intereses de investigación están relacionados con la filosofía e historia de la cultura, la estética y la filosofía del arte y de la música, la sociología del arte y estudios culturales.

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Requisitos para las colaboraciones

La Revista de Filosofía recibe para su publicación propuestas en es-pañol e inglés de ensayos filosóficos inéditos, así como reseñas bi-bliográficas de obras filosóficas de reciente publicación. Los temas trtados or los ensayos propuestso habrán de versar sobre tópicos definidos por sus secciones:

El debate atual en FilosofíaDossier constituido por un tema de actualidad filosófica.

Hermenéutica y estudio de los clásicos en FiolosofíaEntendiendo por clásicos todos los grandes referentes dentro del campo filosófico, incluso autores contemporáneos.

Filosofía y análisis de la cultura contemporáneaEn donde se podrán abordar los temas y problemátias de la filosofía actual.

Además del texto constitutivo del ensayo, los artículos deberán ir acompañados de un resumen en español e inglés, así como de un listado de palabras clave (4 como mínimo, 6 como máximo), igualmente en español e inglés; además, en un archivo anexo deberá enviarse una corta relación de los datos curriculares del autor y la di-rección electrónica a la que podrán dirigirse los lectores que deseen comunicarse con él. La Revista de Filosofía comunicará a los autores la recepción de los trabajos que le sean enviados. Para decidir sobre la pertinencia de su publicación los textos propuestos seguirán un proceso de dicta-minación que incluye al Comité Editorial y a un grupo de expertos en el tema abordado. Los autores serán notificados del resultado de la dictaminación en un plazo no mayor a ocho semanas. Los artículos sometidos a evaluación para su publicación dentro de la Revista de Filosofía no podrán ser puestos a consideración de otras revistas durante el proceso de dictaminación.

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Revista de Filosofía

136 AÑO 46 • EnErO-JuniO • 2014

iSSn: 01853481

Debate Hermenéutica Cultura

univers idad ibe roamer icana

Contenido

El debate de la Filosofía contemporánea • AnaMa.ValleVázquez,Presentacióndedossier. • AlbertoConstante,Bartleby en la esfera del límite y el no a la modernidad.• SigifredoEsquivelMarin,Estilos de escritura (Notas sobre Jabès, Melville, Heidegger y Nancy). • MaríaLuisaMurgaMeler,Escribir sobre la indiferencia o para la indiferencia. Bartleby revisitado • FranciscoPamplona,Bartleby lector, o el antecedente. • AnaMa.ValleVázquezyMarcoA.JiménezGarcía,Bartleby Educador, reflexiones sobre el Nihilismo.

Hermenéutica y estudio de los clásicos en filosofía• CiroSchmidtAndrade, El ser del amigo en Santo Tomás de Aquino.• P.M.S.Hacker,Pasando de largo el giro naturalista: sobre el Cul-de-sac de Quine.• JorgeFranciscoAguirreSala,La fusión hermenéutica de los horizontes de significatividad como alternativa a las filosofías españolas de la colonización. • PabloLazoBriones,Publicaciones del departamento de filosofía.

Filosofía y análisis de la cultura contemporánea• GustavoOrtiz,La legitimación del lenguaje religioso en la modernidad tardía. • ÁngelE.Garrido-Maturano,El odio. Una reconsideración. • DetlefR.Kehrmann,La verdad del arte y la estetización de la política. El ejemplo histórico del fascismo europeo.

Reseñas• IsraelCovarrubias,Las figuras de lo animal a través de la literatura y a pesar de la filosofía.• JoséAlfonsoVillaSánchez,Sendas para un humanismo nuevo.

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2014