Revista callejón finalpdf

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1 Septiembre / Octubre 2013 1 c all ejon ´

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UN VERDADERO APOSTOL CASERONO SE CASA CON NINGUNA...

Restaurante BrutoCra 10a 70-50, Bogotá, Colombia

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UN VERDADERO APOSTOL CASERONO SE CASA CON NINGUNA...

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FUNDADORMaría Carolina Álvarez Guzmán

Camila Arriaga TorresFiorella Ferroni Polchlopek

Nicolás Mejía Torres

DIRECTORCamila Arriaga Torres

[email protected]

EDITORMaría Carolina Álvarez Guzmánmcarolina.alvarez@callejón.com

INVESTIGACIÓNCamila Arriaga Torres

María Carolina Álvarez GuzmánNicolás Mejía Torres

DIRECTOR DE ARTEFiorella Ferroni Polchlopek

[email protected]

ASISTENTES DE DISEÑOMaría Carolina Álvarez Guzmán

Camila Arriaga Torres

ASISTENTE EDITORIALNicolás Mejía Torres

COLABORADORESLuis Fernando Afanador Jose Rafael Arango - @joserafaarangoIván Bernal Juan David Correa Camilo Giraldo - @camilogigaJorge OviedoFernando Quiroz Luisa ReyesLina A. Rodriguez Jedi Julieth Rueda

FUENTESCHALELA, Sebastiáin; SÁNCHEZ, Juan David; SANIN, Andrés. Bogotá bizarra. Editorial Aguilar: Bogotá, 2006.miami-bogota.tumbler.comwww.bogota.gov.cowww.bogota.vive.inwww.diarioadn.cowww.ellitoral.comwww.eltiempo.comwww.revistaarcadia.comwww.soho.com.co

CARÁTULAFiorella Ferroni P.

Carrera 7ª Nº 40-62 TEL: 3208320 - Bogotá, Colombia

Línea de atención al cliente 01 8000 765 893Correspondencia:[email protected]

www.callejon.com

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CONTENIDOCuriosidades pg. 6/7El Rodeo Store Tattoo

Ecos del callejón pg. 8/16Crónicas del Semáforo El indigente Vendedor de flores Vendedor de periódicos Vendedor ambulante Operador del semáforo

Recomendados pg. 18/21Restaurante NN Galería Miami Café Terra Bar Mi tierrita

Callejero pg. 22/24 Aguardiente de Hierbas de Monserrate Comer en Bogotá por 10.000

El sitio pg. 26/29 Callejón Usaquén Fundación Teatro Odeón Librería Merlín Monumento a las Banderas

El lector en el callejón pg.30 La Paletería

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RODEO

El rodeo: póngase sus botas, su chaleco de cuero, su sombrero y venga a bailar en este rancho subterráneo en el centro de Bogotá. A la entrada encontrará un joven vaquero que lo guiará hasta el bar. Mientras desciende las escaleras de madera lo acompañarán afiches de caballos y podrá ver a Roy Rogers y Clint Eastwood , con la mirada seria y penetrante que los hizo tan famosos en las películas de vaqueros de Hollywood.

Al tocar el subsuelo se sentirá en una mina del gran cañón, oscu-ra, paredes de madera, lámparas como faroles a gas colgadas de las vigas... Sólo hace falta el riel para las carretas que transportan el oro. Las mesas y las sillas son de cuero y madera, como en los billares del oeste. Abundan las pinturas de caballos, de vaqueros, de mujeres provocativas en vestido de baño o ropa atrevida. El techo está adornado con cuernos de vaca estirados en forma cir-cular y el resto de la decoración del lugar se compone de fustas, lazos y sombreros.

Claro, las puertas de los baños son las de vaivén por donde usualmente salen volando los malechores cuando el she rico lle-ga a imponer el orden. Los meseros y EL recepcionista parecen recién sacados de una historieta del llanero solitario o Lucky luck: botas tejanas con sus respectivos patrones, tejidos, jeans con protectores laterales de cuero, camisa a cuadros, chaleco he-cho con cuero de vaca, un sombrero bien atalajado y hasta el caminado abierto que conserva la forma de la silla al bajar del caballo. El barman, que no sale de detrás de las botellas, sirve tragos sin parar mientras lo observa una cabeza de tigrillo dise-cada. Aunque no suena música country, el bar es un perfecto set vaquero a la colombiana, donde los tragos valen desde 3000 para arriba, se baila merengué, salsa y una que otra pieza de joropo. ¡Ayyyyyyyy!

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TATTOO

Desde el 2001 la tienda Store Tattoo, ubicada en la carrera 13 con 52ª en el barrio Chapinero, ofrece los servivios de tatuado y perforación. Lo innovador de este lugar es que es pionero en Colombia en el arte de la Suspension, el equipo viene haciendo este tipo de Shows para eventos publicos y privados en todo el territorio nacional.

En Store Tattoo, los profesionales estan calificados para hacer diferentes procedimientos en modificacion Corporal, entre los cuales se destacan: implantes subdermales, bifurcación de len-gua y escrificación. Asimismo, el personal realiza perforaciones (piercings) de todo tipo: surface barra 90 grados, microdema, small, septum, lóbulo, expanciones, labret, chick, ceja, nariz, tragus, Industrial, Concha, Scarpelling, ombligo, Pezon, teti-lla. Entre los trabajadores destacados se encuentran: Julio Cé-sar Diaz, Sergio Diaz, Duvan Diaz, Leonardo Rodriguez, Jorge Ponzón, Sebastian Barrera, Sebastian Vinasco.

El espíritu del marqués de Sade toma posesión de la mente de los presentes para jalar esos hilos del inconsciente que unen el pla-cer con el dolor. El escenario es el segundo piso de Store Tatoo, uno de los más excéntricos lugares de tatuadores de la ciudad. Sentado sobre un piso de baldosín blanco, los asistentes esperan con ansiedad el comienzos del show. En el primer piso, julio César de lengua bífida y lóbulos expandidos, pincha con tres tatuadores la espalda de un melenudo para hacerle un tatuaje de proporciones monumentales.

Camilo, un boyasence de Sogamozo, de pantaloneta de skater, gafas de pasta gruesa, pelo largo negro y tupido, medias largas y estiradas y acento pastuso, se mueve de un lado a otro, sin poder ocultar el nerviosismo por ser uno de los tres “colgados” de la noche. Los otros dos son un flaco de barba roja, nariz aguileña y cachucha militar y una gordita con ímpetu de guerrera y lengua bífida. Tal vez la única mujer colombiana que se ha rebanado la lengua.

Unas 20 personas conforman el público voyerista. Apuntan con el lente diminuto de sus celulares para retratar cada mueca de dolor. Sobre una camilla pasan los debutantes. En un televisor proyectan un clase up que hace una de las cámaras de video que registra el momento. Son cuatro especies de anzuelos de casi un dedo de largo los que van ensartando a lo largo de una línea horizontal, el eje x del plano cartesiano que han dibujado previa-mente con marcador siguiendo un camino anatómico perfecto al lo dibujo de Da Vinci, para registrar el jalón sobre la espalda del primer colgado, una especie de Cristo moderno apócrifo que se sacrifica para satisfacer el morbo de sus fieles seguidores.

El filo atraviesa la carne con algo de esfuerzo, pero al salir al otro lado no lo hace acompañado de sangre. El proceso es limpio. Así lo demuestran la falta de glóbulos rojos salpicando el lugar, los rostros de los “cirujanos” cubiertos con tapa bocas y sus manos

enguantadas de látex. No hay luces que le den al acto un halo teatral. Sólo unos tubos de neón que crean una damos fuera mortecina de morgue urbana.

El “Cristo” de barbas rojas sé para. De frente luce normal, pero tan pronto se da la vuelta, quedan expuestos los cuatro aros de los bordes de los anzuelos con los que no han pescado. Da unos pasos en silencio. Enhebran las arandelas con un color rojo. El hombre sube a una butaca cual condenado a la horca (ya no hay tiempo para arrepentimientos) y una vez ene gran los otros ex-tremos de los cordones a los cuatro respectivos aros que se clavan indiferentes a una barra de acero colgada con cadenas como un trapecio, se suelta.

Todo queda en blanco para él. A superado el umbral del dolor, ha alcanzado una especie de Nirvana, un éxtasis que no produce ni el mismo éxtasis. Con los dedos hace la misma señal que los budistas al meditar y así parece un Buda desnutrido, más bien una marioneta. Y colgado se mesé cual pernil de cerdo en un matadero costeño al pasar la brisa. Los flashes de las cámaras golpean su piel. Él colgado ha redimido a los voyerista hacién-dolos sentir más vivos que nunca. Lo descuelgan y el silencio se rompe con un estrepitoso aplauso. Es el turno del boyacense. Tiembla. Esa noche prometió colgar se de las rodillas y no hay marcha atrás.

Store Tatoo

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Crónicas del semáforo

Carlos Enrique Serna Vallejo encontró a un hombre que era él mismo tendido en el suelo. Tirado sobre el asfalto de la

avenida Caracas con la calle 19. Era otro, porque él lo veía desde arriba. Pero era él mismo.

— Ese soy yo, pensó.—Ese soy yo, repitió el eco.

Había un charco de sangre. De una sangre roja como nunca había visto, como no creía que pudiera ser la sangre, porque no la imaginaba tan roja. Había visto la sangre: claro que la había visto. ¿Quién no ha visto la sangre? Pero tenía la idea de que era más oscura, más densa. Y ajena. Pensaba que la sangre era ajena. Pero esta sangre era suya y era roja, casi tan roja como el colorete que usaba su madre: lo recuerda (el colorete) y la recuerda (a su madre), a pesar de que la perdió cuando apenas tenía siete años. Siete. Pero ahora no pensaba en ella, aunque estuvo a punto de encontrarla en ese más allá hacia el cual alcanzó a dar unos pasos. Quizá fue ella misma la que lo detuvo, la que le dijo que aún no era la hora, la que le ordenó que diera media vuelta y regresara. Y al volver, Carlos Enrique Serna Vallejo encontró a un hombre que era él mismo tendido en el suelo. Tirado sobre el asfalto de la avenida Caracas con la calle 19. Era otro, porque él lo veía desde arriba. Pero era él mismo. No entendía el fenómeno, pero lo aceptaba como un hecho irrefutable. Era él mismo… no había duda. Lo temió: primero lo temió. Luego lo supo. Y no lograba salir de su asombro.— Ese soy yo, pensó.

— Ese soy yo, repitió un eco molesto.— ¿Qué hago ahí?— ¿Qué hago ahí?

Estaba quieto. Asustadoramente quieto. Tendido sobre un char-co de sangre roja en el asfalto. Lo acababa de atropellar un carro. ¿Qué carro? No lo sabe. ¿Qué pasó? No lo recuerda. Caminaba por ahí, por ese cruce siempre lleno de gente, siempre lleno de carros, siempre lleno de humo, siempre lleno de peligros que a él no lo asustaban porque se los conocía todos, porque era parte del peligro. De repente un carro chocó con él —chocó con él, más que atropellarlo— y cree haber oído una voz que salió por la ventanilla y le dijo a manera de insulto que se fijara por dónde andaba. Y le habría gustado responderle a ese hombre —cree que era un hombre—, increparlo, gritarle, pero no tuvo fuerzas: ni siquiera debió tenerlas para oír lo que cree haber oído. Porque el golpe fue violento: le quebró algunos huesos de la cabeza, lo tiró al suelo con violencia y lo dejó prácticamente muerto.

— Está vivo.— ¡Qué va a estar vivo!— Está vivo.— Mírelo: ¡qué va a estar vivo!— Movió los ojos.— Estará agonizando.— Está vivo.

Pasó mes y medio en el hospital. O tal vez fueron dos meses. Alguien lo llevó a La Samaritana. Algún buen samaritano. Al-guien pagó una cuenta que pasó de 40 millones. No sabe cuánto tiempo había pasado cuando de repente vio a su mamá. Él tenía los ojos cerrados, pero ella estaba allí, en sus recuerdos, en sus anhelos. Estaba en esa cabeza a la que ahora le faltaba un peda-zo. La vio, la sintió, y por ella se armó de valor, sacó fuerzas de donde no las tenía y empezó a moverse. Alguien dio la señal de alerta, alguien anunció el milagro, y fueron llegando uno tras otro todos los que usaban bata blanca, todos los médicos, y no lo podían creer. Unos días más tarde le preguntaron por su familia, y él contó que tenía 14 tías y tres hermanas que vivían en Me-dellín. Y le entregaron 40.000 pesos para que fuera a buscarlas. Nada más podían hacer por él en aquel hospital. Esas doctoras me cuidaron como nadie me había cuidado.

Esas doctoras me cambiaban.Esas doctoras me conocieron la cola.Los médicos no podían creerlo. Nadie podía creerlo. Pero lo cierto es que se salvó. Y de vuelta a la vida, quisieron devolverlo a Medellín, donde estaban sus hermanas y sus tías. Pero si algo tenía claro Carlos Enrique era que no podía llegar peor de lo

Carlos Enrique, el indigente:

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que había salido. El día que se fue —el día que cogió camino y llegó a Bogotá—, le dijo a su hermana que iba a buscar una vida mejor, que iba a ver qué conseguía, y salió como si fuera a conquistar un mundo que le ha sido esquivo. Por eso, aunque hubiera quedado tan impedido, tan limitado, no estaba dispues-to a regresar a Medellín para contar que no había logrado su cometido. Caminó, caminó y caminó hasta que, en el cruce de la calle 92 con carrera 11, se sentó a descansar y de repente le empezó a llover plata. La gente, al ver esa cabeza a la que le falta-ba un buen pedazo, se conmovía. Nada tuvo que hacer, a nadie tuvo que pedirle, y en unas pocas horas reunió 70.000 pesos. Pensó, entonces, que las cosas pasan por algo. Pensó que segura-mente con su cabeza hundida iba a pasar menos trabajos de los que pasaba antes de que lo atropellara aquel carro, en esos días en los que andaba de un lado para el otro contándole a la gente que él había estudiado Secretariado Comercial en Medellín, en la muy reconocida Escuela Remington del Comercio. Pero na-die le dio trabajo, nadie le dio la oportunidad de demostrar que sabía mover los dedos sobre la máquina, que podía escribir una carta, redactar un memorando, copiar un decreto o una fórmula médica. Nadie.

Usted sabe que yo siempre le doy, dice un hombre mientras baja la ventanilla de su Audi y estira la mano.

— ¡Gloria a Dios!

Otro día le doy, dice una mujer entrada en años y en bótox mientras sube la ventanilla de su Mazda y esconde la mano.

— ¡Gloria a Dios!

Sabe que muchos le dan porque se apiadan de él, porque entien-den que una persona con semejante lesión en realidad no tiene la opción de arreglárselas solo. Pero también sabe que hay mu-chos que le temen, que se asustan al verlo —porque impresiona su cabeza hundida y deforme—, que prefieren mirar para otro lado, que lo esquivan, que se pasan el semáforo en amarillo o incluso en rojo con tal de no tenerlo al lado, implorando ayuda, esperando una moneda. Sabe que unos le dan y que otros no le dan. Pero las matemáticas son exactas: si llega antes de las siete de la mañana, a eso de las once tiene cerca de 40.000 pesos.

Suficiente para sobrevivir dos días, con esas cuentas que tiene claras: 10.000 para pagar la pieza y 10.000 para comer y para los buses, si es que alguno decide recogerlo, pues aunque se para en la carrera 11 con el billete a la vista para que vean que tiene con qué y que su intención no es pedirles plata a los pasajeros, para encontrar uno que se detenga y le abra sus puertas debe soportar la indiferencia de 50 choferes que siguen de largo. A veces no le queda más remedio que caminar durante un par de horas para llegar a su casa. Una casa que no es suya, pero que en todo caso es su reino. Allí vive hace tres años, en la habitación número nueve. Aunque la palabra habitación resulta muy grande para los cuatro metros cuadrados de ese inquilinato del centro de Bogotá que le dan a Carlos Enrique Serna Vallejo la seguridad de que él sí tiene en dónde caerse muerto. Hay días en los que doña Emilse y su esposo —los dueños del caserón— caen en la cuenta de que el viejo no ha asomado en toda la mañana, y le tocan a la puerta con la disculpa de preguntarle si amaneció bien, si algo le duele, si algo necesita, aunque en realidad lo hacen para descartar que ese viejo —viejo a los 48 años— en realidad haya caído muerto, incapaz de seguir viviendo con apenas tres cuartos de cabeza. Feliz cuando salga de estos harapos. Feliz si pudiera volver a Medellín y buscar a mis hermanas.

Paga 10.000 por ese cuarto diminuto donde una cama de col-chonetas raídas apenas le deja espacio a un parlante que usa como mesa de noche y a un televisor que todos los días amenaza con dejar de funcionar. Allí duerme, muy cerca de Carlos Mat-tos y de Jaime de Marichalar, que lo acompañan desde las pare-des tapizadas con páginas de revistas del jet set por las que trepan esas ratas que devoran los restos de comida y que Carlos Enrique siente corretear en las noches de un lado a otro. Paga 10.000, en lugar de los 8000 que paga la mayoría —vendedores de tinto y rebuscadores de oficio—, por cuenta de ese televisor que le da sentido a las horas de la noche. No se pierde el noticiero, y en los últimos meses ha disfrutado sobremanera la serie sobre Pablo Escobar —el capo, le dice—, de quien tanto oyó hablar cuando aún vivía en Medellín. Suele quedarse dormido antes de que aparezcan en la pantalla los créditos finales, y a veces sueña con que regresa al barrio Castilla, donde se crio al lado de tres her-manas de las que hace varios años no tiene noticia, aunque no pasa un solo día en que no dedique un rato a recordarlas. A ellas y a su madre. De su padre, a quien acusa de ser el responsable de la muerte de su mamá por las palizas brutales que le daba, nunca supo más, nunca quiso saber más. Ni siquiera se interesó en averiguar si era cierto que había llegado a ser gobernador de Antioquia.?¿Para que le doy plata si se la sopla?

La gente juzga.

Eso sí me pone de mal genio: que la gente discrimine.

Rara vez lleva a alguien a su pieza. La última vez que metió de contrabando a una noviecita se le desaparecieron los 15.000 pesos que tenía ahorrados. Por eso, cuando lo acosa el deseo, prefiere pagar los 10.000 o 20.000 que le cobran en el Bronx —él habla de la L, la zona L— por un rato de caricias. Y tra-ta de estar lo más presentable posible, aunque le toque bañarse con agua fría, como debe hacerlo cada vez que visita al médico, cuando el Ponstan 500 deja de hacerle efecto. Se baña, se amarra bien ese pantalón de pana en el que cabrían tres como él y cubre con una gorra su deformidad. Aunque no le gusta mirarse en el espejo, está convencido de que así, recién bañado, podría hacer algo mejor que mendigar: vender tinto, por ejemplo. O pararse frente a una multitud y dar testimonio de lo que fue. ¿Y qué fue? No fue, exactamente, como él mismo lo dice, el hijo de la Virgen del Carmen. Fue necio: metió marihuana, metió bazuco. Pero hace cara de niño bueno cuando asegura que eso fue el pasado. Que ahora nada de nada. Aunque en el desorden contenido de su cuarto se vean algunos papelillos que quizá le dieron forma a alguna necedad olvidada. El pasado. Ese pasado negro que a veces visita en el Bronx, donde tiene tantos amigos. Pero no aca-ba de pronunciar la palabra cuando empieza a corregir: yo ando solo, tu mejor amigo te miente.

— ¿Peligroso yo? ¡Qué va!— Si yo no mato ni una mosca.

Este palo es para tenerme, porque a veces me dan mareos.40.000 pesos. Eso es lo que espera de una jornada en el cruce de la ca-rrera 11 con calle 92. Y se puede dar el lujo de descansar al día siguiente, y de dejar descansar a sus clientes. Para no aburrirlos, piensa Carlos. Si está de buenas, 50.000. Y si es un día extraordi-nario, algo más. Una vez le dieron 300.000 pesos, poco antes de Navidad: llevaba mucho tiempo sin saber lo que era una muda de ropa nueva. Casi todo lo que tiene, casi todo lo que usa, es de segunda, como los pantalones de pana varias tallas más grandes que se pone cuando va a bailar al Bronx. O como esa chaqueta Ralph Lauren que alguna vez fue verde y que el tiempo, el sol y el humo han ido oscureciendo.

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Don Luis, el vendedor de flores:

Otra vez le dieron dos millones de pesos. Pregúntenles a los co-legas del semáforo para que vean que es cierto. Dos millones que casi le cuestan la vida. En la L se enteraron, lo rodearon y le quitaron millón y medio. En todo caso, con el medio millón que le quedó hizo maravillas. Cuando tiene unos pesos de más procura comprarle un mercadito a la mamá de su hija, a esa mu-jer con la que convivió un tiempo, hasta que el accidente lo sacó de circulación. Su hija se llama Olga Lucía y, aunque a Carlos Enrique le da pena que lo vea así, de vez en cuando se arregla y va a buscarla a Suba, donde vive, y le entrega a la mamá una platica para que le compre algo. Si está de buenas, de pronto lo dejan pasar esa noche allá, le lavan la ropa y le dan un poco de ese cariño que la vida tanto le ha negado. Si está de buenas. Por eso, para atraer la bondad y alejar los problemas, lo primero que hace cada mañana es leer alguno de los salmos que aparecen en su libro de oraciones. Su favorito es el 140: Líbrame, Señor, de la gente malvada. Protégeme de los hombres violentos, de los que solo piensan en hacer el mal… escucha, Señor, el clamor de mi súplica… Yo sé que el Señor hace justicia a los humildes y defiende los derechos de los pobres. Amén.

Si el territorio que comprende la esquina suroriental de la calle 92 con carrera 11, el separador de inmensos urapanes y pinos

y la esquina norte de la misma dirección fuera suyo, hace mucho que don Luis habría hecho una reforma agraria y, como hoy, cada uno de los seis hombres que se reparten el lugar sería dueño de su pedazo de calle.

Si don Luis fuera rey, seguro que hace mucho tiempo su régimen sería la democracia. No habría en su reino un autócrata seguro de tener la razón, y convencido de que sus lares son propiedad privada. Si el territorio que comprende la esquina suroriental de la calle 92 con carrera 11, el separador de inmensos urapanes y pinos y la esquina norte de la misma dirección fuera suyo, hace mucho que don Luis habría hecho una reforma agraria y, como hoy, cada uno de los seis hombres que se reparten el lugar sería dueño de su pedazo de calle. Porque don Luis Eduardo Her-nández fue el primero en llegar. Y por derecho, habría podido reclamarle a Carlos, el hombre al que una volqueta le aplastó medio cráneo; o a Vallejo, el canoso barbado que, según don

Luis, perdió a su familia en un accidente y se dedicó a caminar esa esquina alzando la mano derecha para pedir algo de ayuda; o al hombre que exhibe desde sánduches hasta empanadas, con generosas cocas llenas de ají; o al muchacho que vende tinto al lado de Auros Copias desde las seis de la mañana; o a los despla-zados con familias que descansan a la sombra de los árboles, a cualquiera de ellos habría podido decirles, como ocurre con mu-chas calles en Bogotá, que se fueran, que no estaban autorizados para vender nada en esa esquina. Pero don Luis la tiene clara: “Mientras no vendan leña ni flores ni El Tiem-po ni cuajada, pueden estar ahí”.

Don Luis sería un rey bueno porque es un hombre bueno. Por-que conoce como nadie esa esquina —que no era esquina— desde hace 44 años, cuando llegó por primera vez a vender leña y ese pedazo de ciudad era un incipiente barrio, planeado des-de 1954 por la firma Ospinas, sobre los viejos terrenos de la hacienda El Chicó, que pertenecía a varias familias como los Escallón, los Saiz, los Valenzuela y los París, y al propio Pepe Sie-

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rra, quien la compró a finales del siglo XIX. En ese entonces se levantaban casas que lamentablemente han desaparecido, cuyos diseños eran verdaderas muestras de cierta modernidad perdi-da: aún quedan algunos vestigios, pero enterrados bajo edificios que cobran uno de los metros cuadrados más caros de América Latina. Cuando pienso en 1968, el año en que don Luis llegó por primera vez, miro a mi alrededor y comprendo que, como Harvey Keitel en Smoke, aquella película de Wayne Wang con guion de Paul Auster, ha mirado y palpado el cambio de una sola esquina durante toda su vida.

De barriga generosa, pelo entrecano, dientes con remates de pla-tino, un bigotillo gris y una sonrisa constante, Luis Eduardo Hernández nació en el municipio de La Calera, en 1934. La ciudad, me dice, quedaba lejos, y desde allá se veían “poquitas luces”. Hizo hasta cuarto de primaria, “pero mi papá me dejó trabajar desde niño”, me dice. Peló papa, aprendió del campo, y cuando tuvo la edad suficiente, comenzó a bajar a Bogotá por caminos de mulas que todavía existen. “Bajaba leña y vendía por aquí”. El Chicó era entonces uno de los barrios más al norte de Bogotá, y dada su cercanía a las montañas, aún hoy, en los atardeceres y noches baja un viento helado de los cerros nororientales, lo cual hacía y hace que su mercado esté cautivo, a pesar de la antipática aparición de las chimeneas de gas a control remoto.

***

Subo por la calle 92 a las 5:30 a.m.. El cielo apenas es un anun-cio de un azul añil que se cernirá sobre la ciudad, pasadas las seis. A esa hora, Bogotá es vacía, plácida, los árboles del separador se mecen inquietos por una brisa apenas fría. Al llegar a la esquina pactada, me siento en un muro, junto a Auros Copias, y le pido un tinto a un muchacho que carga cuatro termos Imusa, en los cuales ofrece perico y tinto. Carga además una desvencijada caja con dulces baratos y cigarrillos Mustang. No es el potentado de la zona. Es más bien el primero en llegar, pues además de un reciclador que ha armado una suerte de instalación posmoderna con una carreta de la que salen cartones y decenas de desechos que él ha ido clasificando desde que llegué, no pasan sino los vigilantes que terminan su turno de noche, y piden un tintico con cigarrillo para comenzar el regreso a casa. De repente, un hombre vestido de saco azul, camisa del mismo color y pan-talones cafés rematados en unos mocasines con un raro tejido en el empeine llega, se sienta y habla duro. “Ayer no llegó temprano”, le dice al muchacho, que, entre tímido y lejano, le sirve un tinto en un vaso de plástico negro y le alcanza un pan. El hombre habla como para sí, como sabiendo que sus palabras no tendrán eco. Sé que es don Luis. Pero espero un rato a que sean las seis para que la hora de nuestra cita sea exacta. Quiero oírlo; quiero que no me conozca mientras le doy sorbos a mi café, y él se ríe alto como si estuviera en su casa y no importara que hasta ahora la ciudad se esté despertando en esa zona.

Don Luis, me lo cuenta después del saludo, ha estado levanta-do desde las 4:00 a.m.: se ha dado un baño, se ha vestido; ha salido hacia la carrera décima una hora después, y tras tomar un bus que viene del 20 de Julio, se ha bajado en la carrera 15 y ahí estamos. Después del tinto, don Luis me pide que lo acompañe a entregar un periódico: es una transacción extraña: de un edificio en la octava, a otro en la novena, sobre la 92 ha llevado un periódico del día. Aunque le pregunto, me elude y me dice que vayamos a organizar el puesto. Como el primer ha-bitante de ese mundo despoblado antes, y ahora desbordado en

su urbanización, don Luis saluda a cada vigilante, a cada señor o señora mayor de 60 años, a algunos más jóvenes, y todos le dicen por su nombre, pues es su amigo y lo conocen desde que tienen memoria. Bajamos hasta la carrera 11. Entramos a un edificio abandonado donde le guardan las flores que trae desde Tocancipá, Cajicá, Tabio o Tenjo, pues además de vendedor de leña, don Luis ha sabido diversificar su negocio vendiendo gira-soles, pompones, lirios, cartuchos, fresias y gérberas, además de una cincuentena de periódicos del día que “ya no se venden tan bien”. Arrastrando un carro de mercado, volvemos a su esquina. A las 6:30 a.m., don Luis va armando la producción de su esqui-na. De la alcantarilla extrae los baldes en los que reposarán las flores; de un banco cercano le dan el agua para que no se mue-ran; y poco a poco, sobre un tablón de madera va organizando la exhibición: en uno de los galones vacíos, puesto al revés, pone el montón de periódico. Después organiza su parasol, acomoda una silla Rímax a su lado, y cuando todo está listo, toma distan-cia para comprobar cómo ha quedado su trono. Un rato más tarde, caminamos hacia uno de los urapanes, don Luis saca la leña y la dispone sobre el andén norte de la misma esquina, en atados de a ocho o nueve maderos amarrados con una cinta roja.

A don Luis nadie lo roba, por eso camina por el sepa-rador, a veces limpia porches de edificios que aún tienen jardín, y si algún cliente frena en su esquina y él no está, alguno de los vendedores del lugar hace la venta. Lo peor de su oficio son los días malos: hay días en que no hace nada, ni un solo peso. Pero otros en los que la suerte le sonríe, pueden ser de 60.000 u 80.000 pesos. Pero don Luis también debe moverse, porque hace diez años padeció una trombosis que le causó afecciones cardiacas. Le da gracias al hospital Simón Bolívar y al Sisbén por existir, pues lo compusieron, como me dice. Hipertenso, con 78 años, lo miro y me parece que es un hombre recio, fuerte. Y entonces le pregunto por el amor: me confía que tiene una novia que tiene dos hijos y vive por su barrio. Con los dos se la lleva bien. Como con los suyos, de los cuales le quedan cinco, pues una de sus hijas murió hace ocho años. Otra, lucha contra el cáncer actualmente. De su exesposa no me dice mucho. Solo insiste en que a veces “las mujeres son las que lo separan a uno”, pero como el caballero que es, cierra la boca en cuanto a los motivos de su separación.

Hoy, don Luis ha vendido tres paquetes de rosas, cada uno de 10.000 pesos. No parece desanimado, aun cuando llegue el fin de mes y la temporada no sea la mejor. Desde las nueve y hasta mediodía ha estado sentado en su trono, mirando mansamente el tráfago de carros que se descuelgan por la calle 92 hacia la carrera 15. A mediodía, don Luis va a almorzar adonde Manuel, uno de los vigilantes de una casa sobre la 11, que antiguamen-te era una escuela de idiomas. Dice, mirando el edificio, y el contiguo, y las casas del frente donde ahora están Suramericana y Davivienda, que todo eso va a desaparecer muy pronto. Los avisos amarillos de las curadurías urbanas anuncian torres de 11 pisos. Le digo que su andén dejará de ser suyo cuando constru-yan el edificio. Alza los hombros y me dice que todavía le queda el separador.

Después de comerse un ‘entero’ de almuerzo, una porción de yuca, papa, plátano, arracacha, arroz y pollo, don Luis sale de nuevo hacia el se-máforo. Hoy, por el sol relumbrante, la venta no será buena, anuncia. Es que los días de mucho sol o de mucha lluvia nunca son buenos. Sentados en su esquina, don Luis me habla de algo que sé que no podré comprobar, pero de todos modos presto

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atención. Me dice que él ha vivido casi 15 años en este barrio, en el Chicó original. “Un día —presume— me buscó doña María Eugenia de Rojas, que tenía una mansión al lado del parque El Virrey. Me dijo que se la cuidara el tiempo que fuera necesario, gracias a que conocían a mi papá. Además me aseguraron que podía guardar la leña y lo que quisiera”. Según sus cálcu-los, fueron diez años, de 1990 a 2000, aunque no puede precisarlo. De repente, se da la vuelta y me dice: “Acá —señala la casa blanca que le sirve de sede a la aseguradora— también cuidé una casa, la de la familia Melo; eso fue como dos años después y duré unos cinco años”.

***

Don Luis me dice que le gusta irse antes de las cinco, porque si no se forma mucho trancón y le toca irse de pie en la buseta. El recorrido hasta su casa, en el barrio San José, en ese momen-to del día tarda una hora y media. En la mañana, en cambio, me dice, solo 30 minutos. Su casa está en el tercer piso de una edificación modesta, pintada de verde, con puerta metálica que chilla cuando él la abre. Al lado hay una tienda con chucherías, flotadores y una serie de avisos donde se anuncia que se venden DVD de cine y videojuegos, por 1000 pesos. Veo a dos chicas con corte punkie entrar a la tienda. La avenida 27 sur es amplia: al frente hay un conjunto cerrado y decenas de tiendas y comer-cios: hacia el norte, entre la décima y la Caracas, está Ciudad Jardín, que es, con Santa Isabel, el norte del sur. Don Luis dice que los traquetos, a mediados de los ochenta, fueron los que da-ñaron esos barrios. Aún hoy pueden verse entre sus casas algunos mármoles en la entrada y columnas dóricas, como el recuerdo de quienes se creyeron emperadores en esta ciudad que tras el sol se ha convertido en un páramo.

“Aquí vivo yo —dice sonriendo—, la cama está destendida, pero como ustedes dijeron que querían hablar de mi vida, yo dejé las cosas como las dejo todos los días”. Don Luis nos ha conducido, antes, por un corredor que remata en unas escaleras que suben, angostas, al segundo piso. En un rellano hay un loro que saluda gorgoriteando. En el segundo piso viven los dueños de la casa: en el tercero, tras un patio lleno de chécheres viejos, donde al-canzo a advertir una mecedora rota con ropa encima y de la que salen los pies de una muñeca. Es un espacio amplio, con una cama doble, cuyo edredón —que él extiende para medio tender la cama— es la imagen repetida de unos pavos reales, en tonos ocres, rojos y verdes. Encima de una cómoda está el televisor:

“Veo novelas, ahora estoy viendo una muy bue-na… con este famoso… ah”. Tras unos minutos de duda dice: “¡Carlos Vives!”.

Más allá de la cómoda, un tubo sostiene sus chaquetas y camisas. Además está su mesa de noche, que es una especie de mezcla peligrosa de objetos: unos anteojos a punto de caer en un pocillo sucio y, encima, varias cajas de Nabumex, un inhalador para el asma. También, un retrato de la Virgen del Carmen, la patrona de los viajeros, se sostiene gracias a una cuerda de una solita-ria puntilla. Leo parte de la oración. Don Luis tiene hambre y sueño. Le digo que vayamos a comer algo para después dejarlo descansar.

Sale caminando despacio para ir hasta la panadería de don Je-sús, a dos cuadras de su casa. Allí lo miran sonriendo los demás clientes, que lo conocen como ‘el vecino’, y le dicen que “se va a

volver famoso”. Don Luis posa para las fotos, se come un pan in-tegral con Coca-Cola, sonríe cuando se lo piden, mira para otro lado cuando le dicen, es paciente, no siente pena, desconoce el pudor de la juventud o la arrogancia del poder; sabe que es quien es, y que eso ya nadie se lo va a quitar: es un rey sin corona; pero rey al fin y al cabo. Y entonces pienso en la oración que tiene en su cuarto cuando lo veo desaparecer por la calle oscura: Aquí me tienes, Madre Mía del Carmen, cerca de ti, estoy desfallecido: ¡esta dura jornada del diario vivir! En medio de tantas preocupa-ciones, tentaciones y abatimientos busco tu refugio. Madre mía, ayúdame a ser bueno. No me dejes solo, llevo tu Santo Escapu-lario, acuérdate de tus consejos y promesas para que en la vida me protejas, Señora mía, y en la muerte me ayudes y me alcances la dicha inefable de salvarme. Que tu mirada y bendición me defiendan y protejan. Amén.

Luis Rojas: el vendedor ambulante.

Vendedores callejeros a la antigua, atletas de semáforo, como Luis Rojas Pinzón, parecen en vías de extinción por lo que se puede encontrar en los alrededores de la calle 92 con carrera 11.

El rojo del semáforo y el freno de los carros son su señal de par-tida. Trota, extiende una caja, enciende un cigarro para alguien. Vadea la corriente de llantas, saca un periódico, una menta, una iglesia de cerámica, y corre. No toma, aunque sus gafas recuerden minibotellas de aguardiente y se tambalee como bo-rracho en su contrarreloj cotidiana… debe ser por la parálisis de la pierna y el brazo derechos, o por el peso de la bandeja de madera que le pende del cuello. Solo una vez corrió sin ella: en la Media Maratón de Bogotá de 2010, y recibió una medalla. Ahora trota y trota detrás de monedas que le sirven mucho más. Hasta que el amarillo despierta el rugir de los motores y el verde lo obliga a buscar la orilla de cemento. Un chorro de humo lo baña mientras cuenta los pesos que se acaba de hacer, sus nue-vas medallas. Los pulmones buscan aire. Aprieta los dientes y abre toda la boca, como en una sonrisa.

Vendedores callejeros a la antigua, atletas de semáforo, como Luis Rojas Pinzón, parecen en vías de extinción por lo que se puede encontrar en los alrededores de la calle 92 con carrera 11. Tras una breve caminata, cualquiera comprueba que el reino del rebusque hoy es dominado por razas evolucionadas: acróbatas, puestos estacionarios, surfistas de busetas, músicos, artesanos.

Él es un sobreviviente de otras épocas, que espera que el semá-foro de la calle 94 con carrera 15 vuelva a darle la señal roja todos los días, desde las 7:00 a.m. hasta las 4:00 p.m. Y vende diarios impresos y cigarrillos, como si internet y la discrimina-ción preventiva no estuvieran dejando en el pasado ambos pro-ductos. Reflejo de un aspecto de su personalidad: su añoranza de tiempos que supuestamente fueron mejores.

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En su metro y medio de estatura están vertidos algunos de los principales rasgos de la realidad que le tocó. Es un legítimo ha-bitante del tercer país más desigual —y supuestamente también el más feliz— del mundo. La respuesta es Colombia. Marcado desde su nacimiento por la pobreza y los errores médicos, con-denado a padecerlos hasta la vejez, rematado por una violencia que creía ajena, aferrado al único trabajo que aprendió, con fe, aunque cada vez venda menos. Y, a pesar de todo, con un opti-mismo que franquea los límites entre lo descabellado y lo espe-ranzador.

“No necesito eso, yo ya soy famoso”, responde, por ejemplo, cuando se le pide permiso para tomarle fotos. “A mí todo el mundo me conoce”, termina la frase abriendo los dedos de una mano torcida, irguiéndose hacia atrás, solemne ante la obviedad. La pose se esfuma, los ojos se empequeñecen tras los lentes y la pianola de dientes se revela amarilla y puntiaguda, en una carcajada de hiena. Costras de mugre cubren sus arrugas. Tiene la piel tostada. Viste cuatro chaquetas, además de chaleco. Es necesario detenerse un momento para notarlo en sus carreras entre camionetas y buses, frente a las vitrinas del banco Helm y la cooperativa Coomeva. Ha pasado los últimos 50 de sus 64 años revoloteando en esa esquina, fundiéndose con el ruido y el trajín bogotano hasta hacerse imperceptible para el transeúnte afanado. Solo cuando el paisaje se queda quieto, en las noches, el vacío que deja su ausencia hace preguntarse qué, o quién, suele llenar ese pedazo de la ciudad.

Son las 9:00 a.m. de un jueves. El tráfico fluye y un joven de cor-bata anaranjada aborda a Luis y le pide que le venda un minuto de celular. Él lo dirige hasta su acompañante, su esposa hasta hace cuatro meses, la rubia de ojos verdes Olga Edith León. Está sentada al lado de un poste de luz, en una silla Rímax igual a ellos: con manchas negras en cada centímetro. “Ya esto se puso malo. Antes tenía tres celulares, ahora toca uno solo”, dice la santandereana, mientras pasa el teléfono. Su relación con Luis tiene los mismos años que su hijo, Richard Montoya. El apellido es lo único que el padre biológico le dio al bebé. Tras el emba-razo, Olga dejó su trabajo como auxiliar en una clínica odonto-lógica, y el vigilante del lugar le comentó que tenía un hermano que vendía periódicos y cuidaba carros. Hace 22 años, cuando el niño nació, ella empezó a venir a diario a la esquina con Luis, y él comenzó a convertirse en un papá para Richard.

Olga viste un saco de una lana tan gris como el piso, unas botas de cuero con tacones y una gorra roja con una bandera de cua-dros. En su espalda está colgado el muestrario de periódicos de Luis, con titulares de esa realidad que lo gestó:

“Con una granada sacó a inquilinos de su vi-vienda”, “Calabazas repletas de marihuana”.

A sus pies tiende una alfombra de plástico, llena de figuras co-leccionables que ofrecen los periódicos como salvavidas de unas ventas que se hunden. Hoy exhibe carritos rojos, réplicas de mo-noplazas de Fórmula 1.

Las señales de deportes y velocidad no son coincidencia. El tema es una constante en la vida de Luis desde antes de que ganara la medalla por su quinto puesto en la Media Maratón, categoría veteranos. La muestra orgulloso, como si se tratara de su propio récord mundial. El tesoro cuelga de un reloj de pared en la sala de su casa. Es fácil imaginarlo viéndola cada día antes de salir, casi rezándole, inspirándose. Quizá le hace presentir una verdad de la que no es consciente: la desgracia lo persigue, pero él corre

más rápido. Fue el primero de los diez hijos de Luis Fernando Pinzón Zamora, un futbolista que enfermó y dejó de correr tras un balón para correr detrás de carros vendiendo diarios. Luis nació un 2 de noviembre en un municipio de Cundinamarca llamado Agua de Dios. El parto estuvo empapado de complica-ciones para su madre. Ella solo tenía 15 años y él venía de medio lado. Tuvieron que sacarlo al mundo con unas tenazas médicas llamadas fórceps. Aunque el municipio es conocido como “el pueblo de la lepra”, no fue esa enfermedad la que le causó ci-catrices y daños irreparables, sino los maltratos del nacimiento.

Un cáncer acabó prematuramente con la carrera de su papá, de quien dice fue defensa de Santa Fe durante tres años. Luis se hizo vendedor ambulante a los 14, cuando empezó a acompañarlo a él, su padre, a las calles aledañas a los negocios que monta-ron excompañeros del fútbol, como Hernando ‘el Mono’ Tovar. Hasta que tuvo que asumir de lleno el negocio y el cuidado de sus hermanos. Papá y mamá murieron por cáncer de pulmón, sí, causado por cigarrillos como los que vende hoy. Ese producto que lo dejó sin padres a los 32 años es el más rentable entre los que ofrece. “Es que fumaban puro Pielroja, yo no vendo eso”, dice, y pasa los dedos negros por las cajetillas que cuelgan de su cintura, como excusándolas.

El tren de las memorias de Luis sale a toda marcha, con vago-nes de recuerdos que se suceden uno tras otro: Millonarios sale campeón, se suma a una barra del equipo azul, viaja por carrete-ra con otros hinchas. Sobrevive a un accidente automovilístico. Conoce el Metropolitano de Barranquilla, su estadio favorito, y los parques de Bucaramanga, su ciudad favorita. A los 42, sus hermanos le presentan a Olga, la vida pa-rece buena. Una madrugada matan al dueño de la casa que está frente a su esquina, en la 94, y los hijos venden el terreno. Ahorcan a un celador en el cuarto piso de un edificio aledaño, atracan con un revólver a otro vendedor ambulante. Atropellan a uno más, “pero por borracho”. Las cosas parecen pasarles a otros, hasta que un día, en 1993, sale volando.

Cuando abrió los ojos tenía todo el cuerpo vendado. Estuvo ocho meses hospitalizado. Le tuvieron que insertar platino en los brazos. Quedaron destrozados cuando lo golpeó la onda expan-siva de los 300 kilos de dinamita del carro bomba que explotó en el Centro 93, a una cuadra de su semáforo. Todavía le agradece a Olga haberlo cuidado. Y todavía odia el frío que siente por cuenta de la placa que está en su cuerpo desde entonces. Por eso se reviste con chaquetas viejas, así haya sol. El metal en los huesos le resulta una tortura, lejos de los efectos impresionantes que tiene para personajes como Wolverine en el terreno de lo fantástico. Cada noche y cada mañana, Luis siente que se conge-la de dolor desde adentro, desde los brazos. Sobre todo cuando debe madrugar: siempre.

Vive en el barrio Castilla, entre matorrales de monte, contene-dores y camiones abandonados, torres de ladrillos y cables col-gantes. Olga compró en 2002 un lote que estaba embargado. Hace poco terminó de pagar los diez millones que le costó. Lo único que revela la dirección (carrera 80 con calle 10) es que hay una ciudad entera entre su esquina y su cama.

Un muro de diarios viejos separa la sala del comedor. Hay man-chones de cemento aquí y allá, los tacos de energía eléctrica están destapados y un afiche de un barco industrial adorna una pared. Tiene apenas seis baldosas de ancho, pero ya han pegado los pri-meros ladrillos del cuarto piso. Hasta allá llevan los periódicos a

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Luis. Debe cargarlos en un maletín y salir a buscar TransMilenio cuando el reloj marca tortolito común con gorrión cantor; por-que la hora la dan dibujos de aves con sus nombres, en vez de números, y tortolito con gorrión significa que son las 5:00 a.m. En lugar de péndulo, se balancea la medalla.

Era natural que la ganara con el ritmo que fue obligado a seguir desde adolescente. A las 7:00 a.m. debe estar en sus marcas. Tro-ta cientos de kilómetros a la semana en un mismo tramo de la carrera 15, entre los carros de los consumidores de cigarrillos, dulces y noticias que van rumbo a sus oficinas. “No fumo, no tomo, nada de vicio. Por eso tengo mis medallas colgaditas”, no se sabe si se refiere a la que está en el reloj o a la palangana llena de productos que lleva colgada al cuello.

Luis está seguro de que la venta ambulante es todavía un buen negocio.

“Sí da, siempre que sea juicioso. Si se va a jartar, a jugar billar, no”. Hasta hace unos años vendía 100 periódicos al día, ahora es afortunado si al-canza los 25. Solo lo logra “cuando hay buenas noticias”.

¿Y qué es lo bueno? Lo que vende. Pero su franqueza para res-ponder lo haría parecer un sádico, puesto que incluye en esa categoría de buenas noticias la muerte de Colmenares, el suici-dio de Lina Marulanda o el paro universitario. “¡A las ocho ya había vendido todo!”. A cada impreso solo le saca 200 pesos. Una cajetilla de 20 cigarros, en cambio, la consigue en 2500 y se la pueden comprar a 6000 pesos. Vende unas seis diarias. A la semana se gasta un par de paquetes de 12 cajetillas. Cada martes se los lleva hasta el semáforo un tipo motorizado, el mismo que hace décadas necesitaba venderlos, y al pasar por el lugar encon-tró en Luis a un distribuidor. Si le va bien, se llevará alrededor de 35.000 pesos al atardecer. Por la zona no se consiguen almuerzos a menos de 10.000 pesos. Pero Luis tiene resuelto el tema: una cocinera de un centro médico cercano le lleva un plato de comi-da si él le cambia billetes grandes por dinero sencillo; entonces, ella le pasa 250.000 pesos que él se encarga de canjear por mone-das con sus “amigos” buseteros, y de paso come. Aunque a veces, como hoy, no le traen nada. Y se devuelve a casa con un hambre que supera el cansancio.

Debe acercarse los billetes y monedas hasta la nariz para distin-guirlas, pues está en una carrera por quedarse ciego: ha perdido el 75 % de la visión. Debe operarse, lo sabe, pero ahora “con todas las EPS emproblemadas por corrupción, no me arreglan nada. Estoy peleando por eso, pero a ellos no les importa. Todos los días salen pacientes muertos en salas de espera… ¿entonces?”.

Se aleja de esa triste realidad en un chasquido. Se refugia en su convicción de que es “el rey del periódico”. Quita los car-teles viejos de los postes, explica direcciones, no deja que ningún otro vendedor se instale allí. A lo largo de una jornada, pasan a saludarlo decenas de recepcionistas, vigilantes, mensajeros, cho-feres, meseros. Aunque no pueda estrecharles la mano, por sus tendones dañados, y solo los reconozca cuando hablan. A esto se refiere con ser famoso. En sus 50 años en la zona se convirtió en un punto de encuentro para muchos.

Desamarra sus cosas del poste, barre los alrededores, carga el maletín y empieza a alejarse. Tropieza cada 2 metros, incapaz de prever cada andén o desnivel a su paso. Se inclina hacia adelante y hacia atrás con brusquedad, y su mano convulsiona al aire, en

lo que parece la danza de un borracho. Pero no cae, se estabiliza y sigue recto como si nada hubiera pasado. Aprendió a equili-brarse así, bailando la tragedia que le tocó. Donde otros veían una señal de “pare”, tuvo que descifrar un “salga adelante”. Hay luz roja otra vez, pero ya el medallista del semáforo trotó. Ahora cruza la calle caminando. Son más de las 4:00 p.m. y la única meta que importa es un colchón.

Erwin Ramírez, el operador del semáforo:

Llego a la carrera 18 n.° 93-54. Es la central del Chicó, una de las tantas casas de ese barrio adaptada como oficina y una de las tres sedes —las otras están en Paloquemao y Muzú— desde donde se monitorean todos los semáforos de Bogotá. Me anuncio. Dejo una identificación y doblo a la izquierda: me encuentro con una pequeña y modesta oficina donde hay tres computadores y tres funcionarios. Oh sorpresa: no era eso lo que había imaginado. Bueno, ¿y qué me había imaginado? No lo sé con exactitud, pero en todo caso una oficina más grande, con más gente, con unos equipos más sofisticados.

En la central del Chicó trabajan dos ingenieros electricistas, dos ingenieros para el área civil y dos operadores de sala, estos últi-mos, frente a una pantalla, pueden detectar cualquier falla que se presente en los semáforos de la zona y también de la ciudad. Hoy, el operador de turno es Erwin Sergio Daniel Javier Ramírez. El hombre de los cuatro nombres y sombrero de ala ancha, músico rockero en sus ratos libres que lleva cinco años trabajando en movilidad. No dejemos pasar por alto la ironía: solo un rockero es capaz de resistir el ritmo semafórico de Bogotá. Erwin Sergio Daniel Javier tiene un aspecto tranquilo y melancólico, pero la intensidad va por dentro. “Cuando hay mayor presión, más me gusta este trabajo”. Y la verdad es que el estrés no falta. Las que-jas, los insultos y la incomprensión. “A nosotros nos pasa como a los técnicos de fútbol: todo el mundo se cree ingeniero de tránsito”, dice Luis María Muñoz, el coordinador del grupo de semaforización. Y como a los técnicos de fútbol, los miden por los resultados: “Cuando se daña un se-máforo, sí o sí lo tenemos que arreglar”, interpela Erwin Sergio Daniel Javier.

El ingeniero de vías y comunicaciones, Luis María Muñoz, tiene ya once años de trabajar en semaforización. Ha pasado por las

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tres centrales y ahora es el coordinador del grupo, una distin-ción por la que no recibe más sueldo. Pero le gusta hacerlo y le gusta su trabajo, la estabilidad laboral que tienen sin depender del vaivén de la política local. Por eso ha rechazado ofertas de la empresa privada. En total trabajan con él 23 personas de planta en el área de movilidad. Las otras 150, los cuadrilleros que están en la calle, por contrato.

Pero dejemos por un momento nuestra apasionante oficina y hablemos del semáforo. Si uno escarba en sus recuerdos, siem-pre aparece una historia relacionada con un semáforo. La mía es esta: un campero Vitara detenido ante un semáforo en rojo a las tres de la mañana. El semáforo era el de la 92 con 11 y el conductor, un amigo alemán, que se negaba a cometer la infracción pese a mi argu-mento de que estábamos completamente solos y en Colombia, no en Alemania. En esa época no había cámaras, nada iba a pasar, no había la menor posibilidad de que apareciera un ser humano, incluidos ladrones y policías. Pero el alemán seguía ahí, obediente, resignado. Como si aquel semáforo fuera un dios autoritario e implacable.

Sin embargo, no fueron los alemanes, obsesivos con las normas, los que se inventaron el semáforo. Fue un inglés: el ingeniero ferroviario John Peake Knight, basado en las señales ferroviarias de su época. El primer semáforo de la historia se instaló en Lon-dres en 1868 y era distinto al que conocemos hoy: manual —un policía lo accionaba— y con dos brazos que se levantaban para indicar que había que detenerse. Y en las noches, lámparas de gas de colores verde y rojo, las cuales terminaron produciendo un desastre al año siguiente: un policía quedó gravemente heri-do. La invención tenía que mejorar y, en 1910, Earnest Sirrine la mejoró con un semáforo automático. Y en vez de las luces rojas y verdes, las palabras proceed (proceder) y stop (detenerse). La supresión de las luces no gustó, y en 1912 Lester Wire, un ofi-cial de policía de Salt Lake City, las reintrodujo, pero ya no con un sistema de gas sino eléctrico. Como era funcionario público, no patentó su invento, lo que sí hizo William Ghiglieri, cuyo nombre aparece asociado al primer semáforo automático —con la opción de un modo manual— con luces eléctricas rojas y ver-des, instalado en San Francisco en 1917. Solo faltaba el color amarillo para que el invento quedara completo y eso fue obra de William Potts, en 1920.

La palabra ‘semáforo’ viene del griego sema, que significa ‘seña’, y de phoro, que significa ‘llevo’, es decir un semáforo es “el que lleva señales”. Aunque a nosotros no nos llegó directamente del griego sino del francés, como tantas palabras relacionadas con el automovilismo. Muy linajuda su etimología, pero la verdad es que el semáforo ha producido mucha literatura didáctica, es decir, mala literatura: En la esquina allá en lo alto/ hay un señor vigilando. / Él es testigo de todo./ ¡Cuidado! Te está mirando. (El semáforo, Rubén Sada).

A Bogotá llegaron los semáforos en los años cuarenta del siglo pasado. A finales de esa década había 11.834 automóviles, una ci-fra que venía creciendo con rapidez: en 1927 apenas había 1143 y en 1903, un Cadillac —uno solo, traído a lomo de mula— circulaba por sus calles. Con la disculpa de la IX Conferencia Panamericana que se realizaría en 1948, el cabildo municipal au-torizó la construcción de una amplia avenida —la de las Améri-cas— que seguía el modelo americano, de autopista, en función del automóvil, no del peatón, como la avenida Caracas o el Park Way. “Como símbolo máximo de expresión de lo moderno en la

ciudad, para la nueva avenida de la Américas se previó la instala-ción de semáforos o señales luminosas sincronizadas, los cuales, conforme aumentara el número de vehículos que circulaban por ella, debían ser instalados en los cruces. La reglamentación exigía la eliminación de todos los elementos que obstruyeran el paso por la vía o afectaran su calidad estética. Como consecuencia de ello estaba prohibido “en ambos sentidos de la avenida el tránsi-to de ganado, aves, recuas conducidas por pastores o por jinetes. Igualmente no es permitido el tránsito de vehículo de tracción animal. Tampoco podrán transitar carritos, ‘zorras’ o volquetas animadas por personas” (Leopoldo Prieto Peláez, La aventura de una vida sin control). Sin embargo, el primer semáforo de la ciu-dad se instaló en la Jiménez con séptima. En una foto de 1946 se puede ver un semáforo cerca del hotel Europa, en la calle 12, regulando el paso de los tranvías.

En 2012, hay cerca de un millón de vehículos en Bogotá. ¿Y cuántos semáforos? “Intersecciones”, me corrige el ingeniero Muñoz. Ellos hablan de “intersecciones”, que pueden incluir uno o varios semáforos “como tal”. Por ejemplo, la intersección de la 92 con 11 tiene cinco semáforos “como tal”. En Bogotá hay 1221 intersecciones que son manejadas por 999 equipos de control electrónico conectados a un transformador de Codensa, que se comunican con la central semafórica a través de un mó-dem y un cable telefónico.

Cuando vemos un semáforo fuera de servicio puede entonces significar lo siguiente: que se fue la luz —culpa de Codensa—, que se dañó y la central no lo sabe porque se robaron el cable te-lefónico de cobre para venderlo, luego de ser fundido, en el mer-cado negro. Por cierto, el 45,95 % de estos equipos de control son de tecnología antigua, de comu-nicación análoga, que no se puede operar por computador (el de la 92 con 11 pertenece a ese combo de vejestorios). Y de las 1221 intersecciones, úni-camente 841 —el 79 %— tienen módulos peatonales. “Hace doce años no se pensaba en los peatones”, me dice el ingeniero Muñoz. Esos “doce años” se refieren a la administración de la red semafórica por parte de la Secretaría de Movilidad —antes de Tránsito— que le fue transferida por la ETB en el año 2000.

Antes, el encargado era el Intra y ahora está previsto que en 2013 vuelva de nuevo a la ETB, dado el atraso tecnológico y el rezago presupuestal. Solo hay 21 intersecciones con semáforos inteli-gentes y de las 300 solicitudes pendientes de nuevas intersec-ciones se atienden por año apenas 50. Además, dice el ingeniero electricista Ricardo Patiño, una reciente y millonaria licitación para modernizar las viejas bombillas de los semáforos de Bogo-tá con el sistema LED —más nítido, ecológico y ahorrador— terminó en suministro de equipos que no sirvieron y en pleito judicial. Bueno, peor le fue a Quibdó: en 2001 al fin instalaron su primer semáforo —con fiesta incluida—, pero muy pronto cayeron en cuenta de que de poco serviría: la luz en esa ciudad de 130.000 habitantes se iba con mucha frecuencia.

Los semáforos ‘inteligentes’ no son un espejismo: tienen unos detectores que regulan automáticamente los ciclos de acuerdo con el número de vehículos en uno u otro sentido y no se olvi-dan de los peatones. Aunque habría que hacer antes una cam-paña: la experiencia con los pocos que hay en la actualidad es que los conductores no los saben utilizar: no se ubican correc-tamente sobre los detectores instalados en el piso y piensan que el semáforo está dañado. “No hay cultura ciudadana”, dice el ingeniero Muñoz, quien ha comprobado muchas veces la

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cruel paradoja colombiana de que un semáforo, en vez de dismi-nuir la accidentalidad, la incrementa.

“El semáforo es lo más democrático que hay”, me dice el ingeniero Muñoz. No le creo. Le cuento el caso del semáforo de la calle 77 con séptima, que da paso a Rosales —y el de la 76 con séptima, que le da salida—, son exageradamente generosos con el verde en desmedro de la carrera séptima que en ese trayecto vive siempre trancada, ya sea en hora valle o en hora pico, en día corriente o en día festivo. ¿En esa sospechosa ola verde no habrá la injerencia de algún peso pesado? El ingeniero me dice que nunca —“nunca”— ha recibido presiones y que los ciclos los determina un software programado por la Univer-sidad Distrital que ellos alimentan con información del día a día. Un criterio técnico al igual que el que determina la decisión de semaforizar una nueva intersección: movimiento o circula-ción progresiva de vehículos, antecedentes y experiencia sobre accidentes. “El semáforo es lo más democrático que hay”. En el semáforo de la 92 con 11 he sentido el rigor de esa democracia, bajando por el costado sur, a la hora del contraflujo: la luz verde dura apenas 10 segundos. Lo cierto es que en el imaginario de los bogotanos se encuentra arraigada la convicción de que los semáforos están mal sincronizados.

El semáforo parece ser el chivo expiatorio de los graves proble-mas de movilidad. “Las vías ya no soportan más, el problema no es el semáforo. Si uno viene por la NQS hacia el norte, necesariamente se encuen-tra con el trancón de la 94 que tiene también un alto flujo. En cualquier sentido que se priorice el ciclo, siempre va a haber un trancón. Ahí lo que se necesita son obras civiles”, dice el ingeniero Muñoz. La culpa no es del semáforo, pero es claro que si el siste-ma funcionara mejor, sería una gran ayuda. Corrección: la culpa no es solo del semáforo. Las tres centrales semafóricas trabajan de seis de la mañana a diez de la noche, de lunes a viernes y de seis de la mañana a seis de la tarde, domingos y festivos. ¿Qué pasa si se daña un semáforo a las once de la noche en una vía principal? “Ese es el horario que manejamos”, me responde el ingeniero Muñoz.

La máxima duración del ciclo de un semáforo en Bogotá es de 120 segundos. La vida puede ser eterna en 120 segundos. O un tiempo muy largo para un pueblo anárquico e impaciente. Que levante la mano el colombiano que nunca haya cruzado un semáforo en rojo. Respetar un semáforo puede resultar trágico. Nada más peligroso en Bogotá que confiar en un semáforo en verde a altas horas de la noche: alguien puede atravesarse. Por respetar un semáforo en rojo a las tres de la mañana, por esperar pacientemente como el amigo alemán del comienzo de esta cró-nica, un taxista y su pasajera, una joven trabajadora de una casa de banquetes, madre y padre de una bebé, perdieron la vida al ser brutalmente embestidos desde atrás por una camioneta con un conductor borracho en la 72 con séptima. Lo que va de un semáforo en Colombia a otro en Alemania. Cada país tiene los semáforos que se merece.

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RESTAURANTENN

NN es, sin duda, el lugar más exclusivo de Bogotá para ir a comer bien y tomarse unos tragos. Pocos saben dónde queda y solo algunos afortunados conocen cómo entrar. Nosotros no se lo diremos, pero le daremos algunas pistas. Este restaurante y bar está inspirado en los llamados speakeasy, que surgieron en Esta-dos Unidos en los años veinte, durante la prohibición de licor. En esa época era ilegal vender y distribuir alcohol, por lo que los bares se camuflaban tras barberías o tiendas de ropa. Por eso mismo eran tan únicos: solo el voz a voz permitía encontrarlos, y conseguir una mesa era una tarea compleja. En NN pasa algo muy parecido.

Si usted se levanta el teléfono de uno de los dueños, o del maî-tre, puede hacer una reserva. Si logra conseguir algún número, llegará a una tienda de objetos varios, un guardia intimidante le preguntará quién lo recomendó y, si le es permitido el paso, entrará por una cocina, subirá unas escaleras y, al fin, un piano de cola y una lámpara de cristales traídos de República Checa le darán la bienvenida.

wMuchos de los muebles y hasta el papel tapiz son originales de los años veinte, comprados en Nueva York. Y la comida es tan exquisita como la decoración: tuétanos al horno, coctel de langostinos, steak pimienta, muelas de Stone Crab.

En fin, una carta breve pero variada, diseñada por el chef car-tagenero Nicolás de Zubiría, que incluye cocteles típicos de los años veinte y buenos vinos. El ambiente lo da un pianista que toca covers de ACDC, Los Beatles, Eric Clapton y Rolling Sto-nes. Es muy bueno, de verdad. Bienaventurados los que consi-guen ingresar.

Un plato: el Beef Wellington: lomo de res sellado y luego hor-neado, con capa de paté al tartufo y envuelto en hojaldre.

Un coctel: el Metropolitan: mora, hierbabuena, sirope, aránda-nos, zumo de limón y ron.

Dirección: calle 71 n.° 5-65

Horarios: de lunes a sábado, desde las 12:00 m. hasta las 3:00 a.m. Domingos, de 12:00 m. a 5:00 p.m.

Precios: cocteles, de $20.000 a $40.000; platos, de $25.000 a $50.000.

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GALERÍA MIAMI

MIAMI es un espacio independiente. No depende económica ni programáticamente de ninguna entidad privada ni del estado, lo cual les da la libertad de generar proyectos que estén acorde, no sólo con su postura frente al arte contemporáneo, sino también con la postura de artistas que no necesariamente se encuentren dentro del circuito artístico de las galerías comerciales o del es-tado.

MIAMI tiene espacios destinados para artistas y diseñadores lo que les permite estar en contacto con el trabajo y reflexiones de los mismos. Estos talleres son abiertos, lo que significa que el trabajo de todos y todas está en constante comunicación, cola-boración y crisis, haciendo que todos los proyectos se nutran con los de los demás integrantes de MIAMI.

Carrera 17 36 # 61Bogotá, ColombiaContacto: 8120295Email [email protected]: http://www.m-i-a-m-i.net

LA AGENCIAEste proyecto artístico colectivp arrancó en junio del 2010 en Chapinero, con la idea de abrir las puertas de un espacio de experimentación y creación informal. Sus propios creadores afir-man que en este lugar puede pasar todo pero no de cualquier manera, de hecho todas las imágenes publicadas deben ser en blanco y negro. REGLA # 1: En laagencia sólo toman lugar exposiciones indivi-duales, no colectivas.REGLA # 2: Laagencia debe hacer parte del proceso de hacer la obra pública. REGLA # 3: El riesgo lo compartimos con el artista.

Calle 64 # 8 - 34Bogotá, Colombia

Contacto: 2171619Email: [email protected]

Website http://www.laagencia.net

RESTAURANTE

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CAFÉ TERRA BAR

Este extraordinario bar se encuentra ubicado en la Cr 5 Nº 117-39 en el barrio de Usaquén, desde la entrada se puede observar la delicadeza y creatividad de su diseño. Además del buen am-biente y ubicación, Café Terra Bar también ofrece servicios culi-narios, buenos vinos y cervezas, pasta italiana y deliciosos crepes.

Desde que se pasa la registradora del lobby, que alguna vez fue del Teatro Faenza, se siente una evocación por los viejos tiempos, este sitio es un homenaje al mercado de las pulgas, casi toda la decoración es de artículos reciclados y muchos regalados por sus clientes. Tiene ya, algo más de 5 años, y se convirtió en el lugar perfecto para los escapistas de la rutina que vienen a charlar a echar rulo o de plan romántico. El lugar está dividido en cinco espacios diferentes para cada gusto, música de plancha, rock, o rumberita, aunque no hay mucho espacio para bailar se puede hacer el intento, y también hay presentaciones en vivo. Además, cuenta con eventos permanentes como lunes de canción social o miércoles de cuentería.

Anteriormente, el bar estaba ubicado en calle 53 71ª-25, en el barrio Normandía, pero por su gran acogida fue trasladado a su ubicación actual con el fin de brindar a sus clientes un espacio más amplio y cómodo.

Café Terra Bar es el espacio adecuado para que nuevos grupos colombianos se den a conocer. Asimismo, en su fachada satu-rada de distintos elementos expone la diversidad del país. Esta casa se convierte casi que en una obra de arte llena de objetos expuestos para la contemplación del transeunte.

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CASA DE CITASCAFÉ ARTE

En el barrio La Candelaria, abordamos los 10 años sin esquivar las dificultades y las tribulaciones propias de los sueños que no se hilan de la noche a la mañana y que son el resultado de toda una vida de esfuerzos y entrega. Por ello, la Casa de Citas nos llena de orgullo y de satisfacción, sin olvidar que aún faltan ladrillos por emparedar.

Casa de Citas es un restaurante de cocina peruana y un agrada-ble espacio para citarse y compartir; pero es también un buen café, una tienda con recordatorios y, sobre todo, un lugar para el privilegio de la música colombiana. Ahora, déjenos acogerlo en su casa y disfruten los sabores de Casa de Citas.

¡Bienvenidos y bienvenidas!

Casa de Citas se encuentra ubicado en el barrio La Candelaria, centro histórico y cultural de Bogotá. Es una casa inspirada en una mezcla entre las arquitecturas republicana y colonial, con una fachada con 5 balcones y su entrada es un pasillo que lleva al patio principal, donde hacen presencia los balcones interiores y espaciosos ambientes, donde se destaca la plazoleta central con una tarima especialmente diseñada para la presentación de los diferentes espectáculos culturales: música, poesía, conversato-rios....

Otro bello espacio es el café, donde encontramos una vitrina que enseña la música de los diferentes grupos que se han pre-sentado y de los cuales se promociona su música. Contiguo a la barra, se encuentra la cocina, en un espacio generoso, dotada de equipos modernos a cargo de personal especializado en la rica y variada gastronomía peruana. En el segundo piso, se encuentran dos salones que, con el conjunto de la casa, dan capacidad para alvergar hasta 150 personas cómodamente sentadas.

Las paredes de la casa se destaca una galería de obras originales y una muestra repre sentativa de los diferentes eventos organi-

zados a instancias de Casa de Citas tanto en sus instalaciones, como en otros espacios de la ciudad.

Sitio Web: https://www.facebook.com/pages/Ca-sa-de-Citas/143291275720497

Dirección: Candelaria. Carrera 3 número 13 - 35

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A qué sabeEl aguardiente de

hierbas de Monserrate

Con esta cata sí “la sacamos del estadio” por bizarra. No sé si el Invima esté muy contento con esta bebi-

da, pero sí sé que Colombia es un país que se debate entre la mula y el jet, con ancestrales y mágicas

tradiciones.

Color: Amarillo ambarino, con sedimento vegetal.

Nariz: Melado de caña, anís, caramelo quemado y una nota ve-getal muy potente de yerba mate y sauco. El aroma inunda una casa en cuestión de minutos.

Boca: Tremendamente dulce, muy hostigante, con un alcohol medio, mucho anís y notas de aguapanela y remedio casero.

Final: Medio y misterioso, a mitad de camino entre remedio de la abuela y bebedizo del Indio Amazónico. Conclusión: Alguna vez oí hablar de las destilaciones clandesti-nas en los cerros de Bogotá, alquimistas a los que denominaban ‘cafuches’; no sabía que todavía existían y que elaboran bebidas salidas del libro de un ‘chamán’, una experiencia interesante y divertida.

Puntuación: Tres copas Precio: $10.000 (la media)Fabricante: ClandestinoNombre: Aguardiente de yerbas hecho en el Cerro de Monse-rratePaís de origen: ColombiaZona: BogotáCrianza: N/ AAlcohol: 25% Alc/ VolTemperatura de Servicio: 14 °C

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Comer en Bogotá por

$ 10.000

Ahora que Bogotá ocupa el puesto 53 en el ran-king de las ciudades más caras del mundo, nosotros recorrimos cuatro de sus zonas para averiguar si es

posible comer un día entero con solo $10.000.

NORTE:DesayunoCarrera 15 con calle 94Arepas Rellenas: Arepa con huevos pericos, mortadela y mantequilla + gaseosa- $2500Arepa con huevos pericos, mortadela y mantequilla - $2000Arepa con queso, mortadela y mantequilla - $1500Arepa con mantequilla $1000

AlmuerzoCalle 73 con carrera 13Quiere comer barato, vaya cerca de las universidades. TintoAlmuerzo – $4500Almuerzo con sopa - $50000Con limonada típica de corrientazo y derecho a refill.

ComidaEmpanadas a 900Carrera 15 con calle 82

CENTRO:DesayunoEl Rincón de la Candelaria Cafetería – Restaurante – Bar

Tel: 3427193Huevos pericos + pan + chocolate: $3000AlmuerzoCarrera 5 # 20 – 78Rapi BroasterPresa de pollo + arepa + Salsas: $1500Pechuga de pollo + arepa + salsas: $1800

ComidaPinchos del paisaCarrera 7 con calle 14Pincho de pollo y carne + papa salada + guacamole- $1000

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SUR:DesayunoCarrera 19 # 18 – 51sPlaza de Mercado del Restrepo – Combo o nevada 2do. pisoCaldo de costilla + arepa blanca: $3000Si le alcanza el presupuesto puede optar por la opción 2: Caldo de costilla + huevos pericos + arroz + pan + chocolate: $5000

AlmuerzoRomano resCarrera 8s # 22 – 54Sopa + 2 principios + carne o pollo + ensalada + tajada de pla-tano + naranjada: $4000

ComidaCuadra picha: Carrera 71d con calle 5sPerro caliente: $2000Perro caliente + gaseosa: $2500

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Callejón de Usaquén

Una mirada a...

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Fundación OdeónTeatro

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LibreríaMerlín

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Monumento a las Banderas

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L A PA EL TERIAFueron más de 3 años en los que estuve detrás de este diminuto local ubicado en todo el parque El Virrey, el ultimo negocio del costado Sur-Oriental se me hacía perfecto para montar cual-quier negocio. Finalmente descubrí allí “La Peletería”.

El Domingo mientras paseaba por la ciclovía me di cuenta que por fin se había abierto algo allí, intente asomarme pero cuando leí que decía “La Paletería”, la verdad es que no me llamo mucho la atención. Por supuesto la curiosidad me venció y hoy me tocó volver al lugar. Estacioné mi motico en frente y el resto fue todo una sorpresa.

La primera fue una paleta de agua de salpicón, me pareció una buena idea que falta explotar en su ejecución, muy dulce y sosa para mi gusto. La segunda de agua, estuvo mucho mejor, era de fresa y hierbabuena, tenía buen sabor pero no fue nada memo-rable.

Las paletas de crema son cosa aparte, la textura es perfecta y los sabores con las que son elaboradas se resaltan en su máxima expresión. Por recomendación de la señorita que trabaja en la caja probé la de mango light, como esta paleta se elabora sin azúcar es muy parecido a comerse un mango biche, es realmente deliciosa. Por ultimo, y ya con dolor de cabeza de tanto helado, pedí la de Baileys. Es probablemente el helado de este

licor con más carácter que he probado, a tal punto que si les cuento que estoy escribiendo este artículo un poco borracho no me creerían.

Mis felicidades a este grupo de emprendedores que lograron este concepto, me encanta y volveré por más, no veo la hora de pro-bar la paleta de Nutella.

Había una hermosa nevera repleta de paletas de colores paradas verticalmente. La idea no es nueva, lo que sí es no-vedad es verlo en Colombia, todo gracias a los propietarios del local que colinda “La Toscana”, quienes no sólo me ro-baron el local, sino que supieron aprovecharlo al máximo.

Mientras estuve parado ahí, vi como vendieron mas de diez paletas en cuestión de minutos, todos curiosean, y en realidad es difícil pasar por el frente sin antojarse. Conté por lo menos 20 sabores distintos pero solamente probé cuatro de ellos. Las paletas están hechas a base de agua, yogurt o crema. Degusté algunas de agua y otras de crema, que son increíbles.

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Desafío de guerreros 2013

Fecha: 23 de noviembre 2013

Lugar: Calle 80 (Autopista Medellín)

Precio: $ 90.000

La “Noche en blanco”

Fecha: 26 de octubre 2013

Lugar: 55 manzanas

Hora: 6:00 p.m

Paseo gastronómico (Chapinero Alto)

Fecha: 2, 16 y 30 de octubre

Lugar: Calle 60 #4-10

Hora: 6:00 p.m

Duración: 4 horas

Precio: $ 100.000

Tour de Fantasmas

Fecha: 28 de septiembre

Lugar: Candelaria, Cementerio central

Hora: 7:00 - 9:00 pm

Precio: $ 30.000

EVENTOS

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p.v.p: $ 5000

allejon´ c