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31 EL PÁNICO ENTRE LOS PROPIETARIOS: REPRESENTACIONES DEL MIEDO EN LA ELITE SANTIAGUINA DURANTE LA CRISIS SOCIAL DE 1851 ROBERTO PIZARRO LARREA Universidad ARCIS Resumen El presente trabajo muestra los temores históricos que se conformaron a par- tir de problemas sociales y políticos. En esas crisis se desatan las diferencias que posicionan a una clase frente a otra, y que se habían desarrollado por un conflicto con un profundo impacto cotidiano. Estos elementos develan a su vez el cariz conflictivo que tuvo la relación social en una ciudad altamente desigual. Este análisis de corte histórico seguirá de cerca las ideas, la opinión pública, para en lo posible rendir cuenta del imaginario común de la elite frente al mundo popular. A partir del análisis del motín de Santiago del 20 de abril de 1851, se rastrean componentes provenientes de las dos décadas pre- cedentes, para plantear los discursos referentes al bajo pueblo. El fin de este seguimiento no es azaroso, fue necesario comprender la representación social del miedo que había sido apropiado por propietarios y políticos en general. Esto no sólo plantearía la historicidad de un factor social como el miedo te- niendo en cuenta las implicancias políticas e institucionales que tuvo para el régimen administrativo y policíaco de la época. Palabras clave: historia social, siglo XIX, elite, temor y bajo pueblo. Abstract This work shows the historical fears that arose from social and political problems. In such crises differences are exacerbated that place a class against another and that had arisen from a daily, deep-impact conflict. These ele- ments reveal, in turn, the conflictual aspect of social relationships in a highly unequal city. This historical analysis will closely follow the ideas, the public opinion, in order to give, as far as possible, an account of the elite‘s public mind as opposed to the popular classes‘. Taking the mutiny of Santiago on 20 April 1851 as a starting point, elements are tracked from the two previous decades in order to incorporate the discourse concerning the common peo- ple. The purpose of this monitoring is not haphazard: it was necessary in or- der to understand the social representation of fear that had been appropiated by landowners and politicians in general. This would raise the issue of the historicity of a social factor such as fear, taking into account its political and institutional implications for the administrative and police regime of the time. Keywords: social history, 19th century, fear and the common people.

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EL PÁNICO ENTRE LOS PROPIETARIOS: REPRESENTACIONES DEL MIEDO EN LA ELITE

SANTIAGUINA DURANTE LA CRISIS SOCIAL DE 1851

ROBERTO PIZARRO LARREA Universidad ARCIS

Resumen

El presente trabajo muestra los temores históricos que se conformaron a par-tir de problemas sociales y políticos. En esas crisis se desatan las diferencias que posicionan a una clase frente a otra, y que se habían desarrollado por un conflicto con un profundo impacto cotidiano. Estos elementos develan a su vez el cariz conflictivo que tuvo la relación social en una ciudad altamente desigual. Este análisis de corte histórico seguirá de cerca las ideas, la opinión pública, para en lo posible rendir cuenta del imaginario común de la elite frente al mundo popular. A partir del análisis del motín de Santiago del 20 de abril de 1851, se rastrean componentes provenientes de las dos décadas pre-cedentes, para plantear los discursos referentes al bajo pueblo. El fin de este seguimiento no es azaroso, fue necesario comprender la representación social del miedo que había sido apropiado por propietarios y políticos en general. Esto no sólo plantearía la historicidad de un factor social como el miedo te-niendo en cuenta las implicancias políticas e institucionales que tuvo para el régimen administrativo y policíaco de la época.

Palabras clave: historia social, siglo XIX, elite, temor y bajo pueblo.

Abstract

This work shows the historical fears that arose from social and political problems. In such crises differences are exacerbated that place a class against another and that had arisen from a daily, deep-impact conflict. These ele-ments reveal, in turn, the conflictual aspect of social relationships in a highly unequal city. This historical analysis will closely follow the ideas, the public opinion, in order to give, as far as possible, an account of the elite‘s public mind as opposed to the popular classes‘. Taking the mutiny of Santiago on 20 April 1851 as a starting point, elements are tracked from the two previous decades in order to incorporate the discourse concerning the common peo-ple. The purpose of this monitoring is not haphazard: it was necessary in or-der to understand the social representation of fear that had been appropiated by landowners and politicians in general. This would raise the issue of the historicity of a social factor such as fear, taking into account its political and institutional implications for the administrative and police regime of the time.

Keywords: social history, 19th century, fear and the common people.

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Las pasiones del pueblo son muy fáciles de irritarse y al menor grito se incendian…

La Época N°5. 02/08/1851

EL MIEDO HISTÓRICO Y SOCIAL

El ―miedo‖ es hoy uno de los aspectos más connotativos de la sociedad contemporánea, específicamente el temor a la delincuencia y al robo. Mu-chas son las preguntas que pueden rondarnos y por ello es necesario revisar los elementos que nos puedan dar luces sobre este tema tan contingente. En este trabajo daremos cuenta del ―miedo‖ analizando un repositorio de fuen-tes primarias y bibliográficas asociadas al periodo que va desde 1830 a 1851 con el fin de escudriñar en los imaginarios del temor y sus raigambres socia-les. En este artículo además plantearemos que el temor no es un factor so-lamente contemporáneo sino que es un elemento persistente en la historia, y se encuentra imbricado en el clasismo, la diferenciación social, adjunto al desconocimiento del otro y su posterior animadversión (animalización). Es importante destacar estos últimos elementos porque se suele pensar en el miedo como una cuestión psicológica, siendo que la constatación histórica es contundente en su contrasentido. Estos fenómenos están fuertemente re-lacionados con prácticas sociales, representaciones colectivas, convivencias y experiencias públicas y privadas. El miedo al otro es una remembranza his-tórica que debido a su peso se hace imposible de negar.

Durante el siglo XIX las fuertes diferenciaciones sociales llegaron a ser tan extremas que muchos observadores extranjeros y criollos dieron por cierto el hecho que la sociedad estuviera dividida en dos: patricios y plebe-yos y/o elite y bajo pueblo. Según el historiador Armando de Ramón esto es claramente rastreable; las clases populares no fueron movilizadas por los va-lores de la clase alta santiaguina, no se sintieron comprometidos e incluso trabaron una oposición que no dejó más alternativa para las autoridades que la imposición de las conductas deseadas por la elite (2007: 106). Una de las singularidades de este proceso fue la expansión plebeya dentro del espacio urbano debido a una fuerte migración campo-ciudad y al escaso empleo, es-to derivó en la formación de bolsones de pobreza a orillas de la ciudad de Santiago. Para de Ramón, esa cohabitación marcó la pauta para exacerbar ―fobias‖ y ―temores‖ que se inspiraban incluso desde los inicios de la colo-nia en Chile. Se trataba de un ―miedo histórico‖ ―cultivado por la clase po-seedora‖ (Ibid.: 107) que provenía de los levantamientos indígenas; era la reproducción de una sensación de pavor que requería de la protección y el resguardo policial.

Rolf Foerster (1991: 39-43) deja entrever una claro seguimiento a ésta lí-nea de análisis. En su artículo sobre el ―indio-roto‖ hace patente ese ―miedo

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histórico‖ que entrecruza al roto republicano con el indio de la conquista. El roto fue envuelto dentro del imaginario en el pánico a la capacidad subversi-va y al miedo del desbordamiento social. Estos elementos tuvieron que ser contenidos y el Estado el que tomó este significado flotante de ―roto‖ o ―bajo pueblo‖ (sustituyendo al ―indio‖) para enmendar la inseguridad social; a di-ferencia de lo planteado por Armando de Ramón, no es sólo una sensación de los propietarios o clase poseedora, sino que de la sociedad culta-racional y masculina en su generalidad.

Por otra parte, a partir de estas relaciones y el imaginario social de la época, Maximiliano Salinas (2001) propone implícitamente la idea del ―mie-do‖ sobre todo al verse la propiedad privada acechada por el populacho. Aquellos fueron duramente marginados por la sociedad, según el autor, bur-guesa y conservadora en general. Salinas plantea una interpretación agencia-da de la propiedad con la moral y la majestuosidad de lo público. Estos elementos son relevantes en el trabajo de Daniel Palma (2010) en cuanto a la conformación del ―miedo patricio‖ que emerge ante la convulsión social que se produce a mediados del siglo XIX. Estos dos autores son precisos en la comprensión de la propiedad privada como enclave social y político, y su es-trecha relación con los miedos sociales de la época.

Para el Santiago postcolonial, señala Luis Alberto Romero, la conviven-cia de esta sociedad dicotómica se mantuvo en equilibrio debido a la dife-rencia y la separación entre ambos mundos (Romero, 2007). No obstante lo clarificador que nos pueda parecer la propuesta de Romero, también cabe notar que esa relación era de un frágil equilibrio. Karen Donoso, revisando el ―ambiente chinganero‖ de la época, da cuenta de ese preciso clivaje que es de gran tensión entre ambos sectores (Donoso, 2009); por ende, desde la perspectiva que podemos generar mayores contribuciones, es adentrándo-nos en la constatación discursiva de esa dicotomía social. Aunque es bastan-te difícil develar ese binario social entre la elite y el bajo pueblo, lo que trataremos de ahondar es la percepción de la elite sobre el bajo pueblo, rela-ción posible de verificar por los medios de prensa así como otras fuentes.

LA CIUDAD COMO ESPACIO DE CONFLICTO

Existía la sensación en la capital post-independencia de que los ladrones y ―toda clase de vagabundo‖ se habían multiplicado (Domeyko, 1965: 40). En esa ciudad atemorizada fue una peripecia escapar a la ―condición‖ de pobre, vagabundo o ladrón. Al caminar ―era cosa común ver todas las ma-ñanas tendidos, al lado de afuera de la arquería de este triste edificio, uno o dos cadáveres ensangrentados, allí expuestos por la policía para que fuesen reconocidos por sus respectivos deudos‖ (Pérez Rosales, 1971: 7); el mismo escándalo se exhibía cuando se veían ―todos los días cadáveres en los porta-

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les de la cárcel‖ producto de los asesinatos. El tránsito de los pordioseros por la calle escenificaba públicamente el rechazo al populacho. Esta clase de sujetos interrumpía la parsimonia del orden y la tranquilidad pública (Salinas, 2001) ―andan por las calles lastimando el alma de los transeúntes, con ex-clamaciones fervientes para arrancarles una limosna‖ (La Época. N°6: 05/08/1851). Estos cuerpos corrompidos, errantes sin alma, debían ser de-tenidos por la policía y ser duramente castigados por ―olgazanes i perdidos‖ (Ibid).

Esa andanza y acechanza no estuvo exenta de conflictos. La presencia del bajo pueblo en la iglesia de Santiago llevó a clausurar sus funciones noc-turnas. En un oficio del 9 de septiembre de 1800, se hace referencia explícita a la necesidad de que la iglesia no se convirtiera en ―casa de entretenimiento o diversión, lo que es peor en casa de tropiezo, disolución o libertinaje‖ (Vi-cuña Mackenna, 1869: 516). La presencia del pobre iba de la mano con sus propios (malos) hábitos; el ―juego‖ al lado de una parroquia molestaba al hábito de pulcritud y de abstinencia que supuestamente caracterizaba a la eli-te. Esa presencia fue la que llevó al presbítero Don Wenceslao Riesco arre-meter ―a palos con un infeliz anciano, y otro pobre que oyan misa en la iglesia Catedral‖ hasta hacerle verter sangre de la cabeza (A.I.S., vol. 14: 13/04/1835, 67).1

El bajo pueblo no sólo acechaba a la ciudad patricia como cuerpo muer-to, pobre, incluso enfermo, sino que también desde distintas facetas. A las nueve de la mañana en la Plaza de Armas el movimiento era intenso, carre-tones gigantescos cargados de melones y sandías, mulas cargadas con trigo y frutas llegaban del campo a manos de ―una multitud de campesinos con ponchos de colores‖ y peones (Domeyko, 1965: 34-5); se podían ver pana-deros y lecheras con grandes receptáculos que cargaban a cada lado de las mulas y también los que traían consigo la correspondencia desde el puerto (Gillis, 1855: 177).

En casas aledañas al mercado durante 1850 se vendían granos, porotos, ropa, etc.; en el lado oeste, pertrechos para caballos y ponchos. Mientras que en la otra calle al lado del río, algunas mujeres ofrecían en cestos zapatos pa-ra los peones y las damas (Ibid.: 184). En el mismo mercado era posible en-contrar ventas en variedad de aves y patos, carnes, vegetales, frutas y verduras. También se podían comprar guanacos, ya que si bien su carne no se comía se vendían como mascotas. Era posible comprar en la calle cuando se escuchaba el grito de los comerciantes que, acompañados con algunos muchachos que cargaban las mercancías, se acercaban a sus posibles clien-tes; aunque escaseaba el agua potable, ésta se podía adquirir de la misma forma: mediante los aguadores (Ibid.: 177).

1 Abreviaturas: A.I.S.: Archivo Intendencia de Santiago; A.M.S.: Archivo Municipalidad de Santiago;

A.B.V.M.: Archivo Benjamín Vicuña Mackenna; A.F.V.: Archivo Fondo Varios; A.D.S.M.: Archivo Do-mingo Santa María.

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Los días domingos eran bastante rentable para los que se dedicaban a la venta de dulces. Los helados, por ejemplo, eran muy solicitados en todas las temporadas y por todas las clases; se vendían no sólo en dulcerías, chocola-terías y tiendas del giro, sino que en la calle se encontraban decenas de ven-dedores ambulantes que de día o de noche ofrecían sus helados con sabor a canela, café o chocolate, los preferidos de muchos niños, sirvientes y quie-nes en general compraban. Aunque existe una relación cercana con el con-sumo de dulces, para algunos el no querer dulces y helados era evidencia de buen gusto (Ibid.: 198).

Los vendedores ambulantes representaron una fuerza que tuvo que ser controlada (Salazar, 2000). La fuerza ambulante, de clara extracción popular, tuvo que resistir a constantes ataques de control y prohibición que prove-nían de la municipalidad (Salazar, 2003). La introducción en carreta de ropa para la venta callejera en los días festivos tuvo que someterse a la vigilancia o directamente a la fuerza y abuso policial, como el que cometían contra los ―carretoneros del comercio‖ que siendo emplazados por los ―vigilantes‖ de-bían prestar servicios para conducir al ―patíbulo‖ en carretas a los reos (A.M.S., vol. 153: 7/04/1851, 284). Se estableció también la ―prohibición de la venta de frutas en las plazuelas‖ (A.M.S., vol. 149. 22/05/1849, 11)

Muchos de los peones gañanes, en vez de dedicarse al jornal, ponían ventas que sacaban al fiado o a préstamos; al momento de reubicarse en un local o casa, las ganancias disminuían de inmediato, y esto aumentaba aún más la deuda morosa. Está misma razón, al igual que costear la patente, no inhibía el montaje de un pequeño giro que estos peones localizaban esporá-dicamente en el comercio: ―en el medio de la plaza tenían sus montonsillos de arina‖ (A.I.S., vol. 6: 11/10/1830, 53).

A partir de esta noción hay que diferenciar bodegoneros, panaderos, ba-ratilleros, dueños de cantinas y licorerías, entre varios otros de las activida-des peónales que eran de menor ingreso. No por nada a la hora de referirse al proceso cívico de votaciones, La Tribuna permite describir conflictos entre los sectores populares:

Los comerciantes podrán tener el candidato que más les agrade i trabajar por él, sin que el Gobierno ni su prensa, los trate de perjudicar en sus especula-ciones, ni los esponga al odio de la chusma con el apodo de usurero, cartaji-nes, ni ladron. (La Tribuna. Nº552: 11/03/ 1851)

Tanto los comerciantes establecidos como los ambulantes fueron fami-liarizados por la prensa y la elite con el robo. En 1837 todos los herreros que fabricaban instrumentos que sirvieran para falsear las cerraduras ―por analojia, se entiende haber incurrido en igual delito y pena‖ (A.I.S., vol. 17: 05/04/1837, 33). Lo mismo sucede con los sirvientes domésticos que fue-ron considerados cómplices de los ladrones que podían entrar por acequias

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y patios interiores a la propiedad (Gillis, 1855: 216). Es por ello fácil encon-trar, entre las discusiones públicas de la municipalidad para 1849, la necesi-dad de un arreglo al servicio doméstico ―que en el día se halla en poder de una clase de hombres y mujeres que por su condición necesita más que cualquier otra una atención directa e inmediata de parte de la policía‖ (A.M.S., vol. 150: 29/07/1849, 179). A partir de esta base se solicitó el nombramiento de una comisión de ―buenos ciudadanos‖ para someter a de-liberación una ordenanza que fije ―todas las reglas que son necesarias para reducir a buenos términos y a un orden igual el servicio doméstico que se presta en la capital por el sin número de hombres y de mujeres que hacen de él una profesión‖ (Ibidem). El doméstico podía convertirse en asesino o peor aún, si era nodriza, determinar la falta de nutrición y muerte de un hijo pa-tricio por la ―cualidad viciada‖ de la leche que emanaba de los pechos de la mujer de pueblo (Mackenna, 1850: 142).

Era por tanto bastante común encontrar una fuerte semiótica sobre las actividades que estaban a cargo de los estratos populares, rodeadas por las ideas de miseria, necesidad, delincuencia, prostitución, irracionalidad, lujuria, ociosidad, y muchas otras. Naturalizar las labores realizadas por la plebe con supuestos hábitos y prejuicios desde la elite hizo problematizar la relación de clase que componían ambos grupos.

Aunque en esa dicotomía social hayan existidos sectores que se alejaban del populacho como los artesanos, la elite no los disoció nunca completa-mente. Los artesanos desde los inicios de 1820 vivieron un proceso gradual de estratificación debido a la modernización en el consumo producido por la apertura de los mercados; este proceso benefició a los puertos y las capitales con mercancías y otros bienes que requerían de una mano de obra especiali-zada (Romero, 2007). En aquella época se comenzaba hablar del ―lujo i la moda‖ y ello perfiló un nuevo tipo de ―artesano‖. El 23 de enero de 1851 La Estrella del Sur criticaba aquellos ―vicios funestos‖, ―ese gusto de los pue-blos, ese capricho de la novedad a quien llaman lujo‖ (La Estrella del Sur. N°2: 23/01/ 1851), señalando con ello la vanidad fomentada por intereses pueriles y ridículos, llamando la atención de tanto grandes poseedores como pequeños ―el de cuantiosa como el de mediocre fortuna, i hasta el artesano mismo, todos quieren dar su continjente; atropellan a rendir al lujo i a la moda un culto que divinidad alguna ha recibido‖ (Ibidem). Esto para el folle-to mencionado es parte de los caprichos de aquel ―poderoso‖ que ―crea ne-cesidades imajinarias, busca deseos que saciar, placeres que agotar, i desplega en fin una profesión rejia‖. Finalmente concluye con una idea voraz: ―de aquí nace esa división que existe entre las diferentes clases de la sociedad: división que no podrá jamás borrarse mientras subsista el espíritu aristocrá-tico herencia del coloniaje‖ (Ibidem).

Con respecto a este proceso, Luis Alberto Romero nos entrega un mapa conceptual muy interesante. El proceso de expansión de comercialización

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permitió el desarrollo de nuevos artesanos relacionados con bienes y técni-cas no tradicionales, esto los perfiló de tal manera que lograron conseguir cierto estatus y respetabilidad social, llegando incluso a visitar la iglesia o el teatro popular más que la chingana, y por lo demás, no vestir trapos rotosos sino que notoria y elegantemente tal que ―… un extranjero dificilmente sos-pechará que el hombre a quien encuentra con una capa de fina tela, acom-pañando una señora envuelta en joyas y pieles ocupa en la escala social un rango no más alto que el de un hojalatero, carpintero o tendero‖ (Romero, 2007: 83).

En 1879, tres años después que Benjamín Vicuña Mackenna escribiera Los Girondinos Chilenos (Vicuña, 1989), el novelista Vicente Grez relata tam-bién la vida santiaguina. Ambos presentan una idea similar: ―a mediados del siglo XIX‖ estaba naciendo el lujo y la moda. Según Grez (1879: 125), la ―fiebre del oro‖ fue el episodio que marcó una tendencia extraña ―hácia los goces‖; esto iniciaba no sólo la expansión del materialismo, como especifi-caba Grez, sino que del lujo extranjero. Mientras los artículos de consumo triplicaban su valor, ―el amor al lujo i a las grandes empresas nacía tímida-mente para convertirse luego en una pasión i después en una calamidad‖; era una fiebre que la moda introducía en los trajes (Ibid: 127-29). La afirmación de un marco librecambista, la afluencia de artesanos extranjeros y el creci-miento-concentración de los sectores con más recursos en las ciudades fue-ron procesos que diferenciaron al artesanado, por ende es necesario estratificarlo (Romero, 1978: 8).

Entre la rotería visualizada por la elite y su propia austeridad el artesana-do adquiría para sí una fisonomía peculiar diferenciada del populacho. Esa ostentación pública, si bien particular, debió haber sido también considerada ridícula y sobrecargada, y por esta razón aunque se comenzó a singularizar el bajo pueblo siempre fue homogeneizada en su naturaleza. Por ende, conti-nuó en la persistente hostilización y exclusión social propia de la sociedad santiaguina.

LA EXPECTACIÓN SOCIAL: ENTRE TEMBLORES Y RELÁMPAGOS

Comenzaba el mes de abril de 1851 con un fuerte remecimiento en las tierras de nuestro país; según Diego Barros Arana (2003, Nota. 20: 374-75) fue considerado por los contemporáneos como uno de las más fuertes te-rremotos desde 1822. Alrededor de las siete de la mañana del 2 de abril, se iniciaba un movimiento telúrico de escasa duración, casi medio minuto, que probablemente despertó a muchos santiaguinos con un ―temor‖ bien fun-dado.

―En Santiago se rasgaron algunas paredes […] En la parte exterior de la iglesia de San Francisco se desprendió una cornisa que al caer mató a una

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mujer anciana. En varios puntos de las cercanías de Santiago se produjeron rasgaduras longitudinales en el suelo de norte a sur…‖ (Ibidem).

Durante el primer temblor la consternación fue general (La Tribuna. N°570: 02/04/1851), las calles se cubrieron de gente, oyéndose entre gritos y alaridos algunos que imploraban clemencia al Todopoderoso. ―… las ma-dres corrian con sus hijos en brazos, los niños gritaban, las mujeres rezaban i los hombres más varoniles temblaban de espanto‖ (Ibidem). Entre la confu-sión y la angustia general, aquel escaso medio minuto de terremoto debió re-sultar aterrador; el profundo rugido de la tierra desgarrándose, los techos volando como olas revueltas en un huracán (Ibidem), y el pandemonio de gri-tos, llantos, gemidos y plegarias; impregnando el ambiente con el olor de la sangre de los heridos y el miedo.

Posteriormente, como suele ocurrir, al terremoto siguieron una serie de temblores menores, contándose otros trece tan solo al día siguiente. De ma-nera que para los días consecutivos mucha gente, tanto del campo como de la ciudad, durmió al aire libre; ya sea por el temor de que el techo se des-plomara sobre sus cabezas mientras dormían o bien que sus casas habían si-do efectivamente destruidas y no tenían dónde dormir; como el caso del Almendral en Valparaíso, donde alrededor de 300 familias se negaron a vol-ver a sus casas por temor, teniendo que ser reubicadas en ramadas construi-das provisoriamente en la Plaza de la Victoria (Ibid. N°571: 03/04/1851). Una situación análoga se vivió en Casablanca, donde muchas familias no tu-vieron más refugio que las arboledas (Ibid. N°572: 04/04/1851).

Similares horrores se habían experimentado en Santiago en diciembre de 1850, específicamente el día 6, a causa de otro temblor ―acompañado de un fuerte ruido…‖ (Arana, 2003. Loc. cit.) que, un cuarto para las siete de la ma-ñana, perturbaba violentamente el sueño de muchos santiaguinos. Apenas dos horas después, cuando aún ―las gentes‖ se encontraban asimilando la te-rrible sorpresa, la tierra volvía a estremecerse. La prensa, haciendo eco de la consternación general, señalaba que no se había experimentado un movi-miento igual en 15 años y que durante su breve minuto de duración, se noti-ficaron las muertes de un joven que fue herido en la Plaza de la Independencia por unas moldaduras desprendidas de las murallas del palacio y las de otras dos personas heridas en la calle San Isidro por el vuelco de unas tejas. Estas notas permitieron generar un panorama en detalle de la destrucción y las pérdidas (La Tribuna. N°476: 06/12/1850).

Un poco más atrás, Diego Barros Arana, rememora otro acontecimiento aún más gráficamente. Durante la primavera de 1850, las tormentas electri-cas con lluvias cortas, pero abundantes, no pasaron desapercibidas; desper-taron ―entre nosotros el terror en el vulgo‖. En la tarde del 30 de noviembre de aquel año, cayó en la capital una lluvia de 45 minutos y en medio de este aguacero, fue el día sábado cuando esa tormenta de verano a las tres de la tarde cubrió la cordillera de inmensos nubarrones ―sucediendose sin inte-

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rrupcion los truenos i relampagos‖ (Ibid. N°472: 02/12/1850) sin noveda-des, hasta que el resplandor y el estampido de un rayo denunció la violencia con la cual azotó a una cocinera que trabajaba en una casa de la calle Santo Domingo, entre San Antonio y las Claras (Mac-Iver). Según La Tribuna el rayo penetró por la chimenea ―despedazando los útiles de cocina‖. La des-afortunada mujer que estaba en aquel lugar, quedó en coma hasta el lunes 2 de diciembre cuando se despertó, manifestando una parálisis total en el cos-tado derecho de su cuerpo y falleciendo al día siguiente (Ibid. N°474: 04/12/1850). Esto en las palabras de Barros Arana produjo una ―impresión de que nos es difícil formarnos idea, considerando que no había recuerdo escrito o tradicional de que jamás hubiera ocurrido antes tal accidente‖ (Arana, 2003. Loc. cit.).

Este género de perturbaciones –el temblor, el rayo y el incendio de Val-paraíso, entre otros– agitaron antiguos temores de ―las viejas de campo i […] las beatas de las ciudades‖ (La Tribuna. N°486: 18/12/1850) que consi-deraban todos estos eventos como ¡señales del juicio!, llegando a tal punto que se cuenta por verdadera la historia de una señora de 90 años de edad que dio a luz a un rollizo muchacho que al nacer gritó: ¡el juicio! para morir en el acto (Ibidem). De modo que, desde fines de 1850, se esperaba el juicio final.

Estas emociones y pavores colectivos no son de ningún modo represen-tativos solo de estas eventualidades. En este pánico se refleja el estado laten-te de otros ―temores‖ que provienen de la psicosis más honda de la gente; por un lado, la fragilidad ante la fuerza de la naturaleza y, luego, las convul-siones sociales. Trataremos de dar cuenta de cómo este comportamiento se ve relacionado con los axiomas de la política formal y el comportamiento social, desde este punto de vista: El miedo patricio (Palma, 2010).

El Álbum de Santiago escribía el 25 de enero de 1851 la siguiente caracte-rización:

Santiago en la apariencia está quieto: en sus entrañas se conmueve. Hai ru-mores, i por desgracia cierto, que se mina el ejército, que los presos de su ca-labozo conquistan los guardias para que estos influyan en sus compañeros, a fin de llevar a cabo intentos criminales: se ajitan todos, el movimiento crece i arroja a la superficie las lavas del volcán. ¿Qué significa todo esto? ¿Qué se intenta? ¿Se pretende anegarnos en sangre i lagrimas? (El Álbum. N°4: 25/01/1851).

No es vano mencionar estos antecedentes si seguimos el desarrollo de una psicosis social. Es esto lo que iremos describiendo lentamente desde distintos niveles y perspectivas. Comenzamos entonces, con la idea del ―te-mor‖.

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EL MIEDO PATRICIO Y SU EXPRESIÓN MULTIFORME

El miedo patricio es uno de los aspectos más complejos y característicos de la elite, el cual, por varias razones, gira en torno al concepto de propie-dad; principalmente porque es la base que mantiene unida a la elite en gene-ral (dirigente/política, empresarial, etc.). Un ejemplo de esto es la prensa adicta al gobierno, como el periódico La Tribuna, que fue editado por Do-mingo Faustino Sarmiento desde mediados de 1849 como la voz de la co-rriente progresista y republicana moderada, siendo portavoz de la candidatura de Manuel Montt. Durante el periodo de 1850 se concentró (sobre todo en los momentos más álgidos) en cuestionar el desarrollo de la Sociedad de la Igualdad, club que radicalizaba las posturas liberales, germi-nando en sectores medios como los artesanos el ideario demócrata-republicano.

En esa empresa de desprestigio hacia los igualitarios, el sábado 4 de ma-yo de 1850 se publica el artículo ―Los Anarquistas‖, citando a Alphonse Ma-rie Louis Lamartine (el mismo autor de Histoire des Girondins en 1847, que fue muy consultado por los igualitarios), el ―Conseiller du peuple‖:

… hai bastante razon en este pueblo para contrabalancear sus pasiones; hai bastante virtud en estas masas para contener su impaciencia i su hambre […] hai bastante buen sentido en estos obreros para hacerles conocer que el capi-tal inviolable i asegurado es la única fuente de donde puede salir para ellos el salario, el trabajo i la vida; hai bastante intelijencia en estos aldeanos para ha-cerles comprender que la propiedad es un depósito de donde surten todas las cajas; que el castillo, la casa o la choza reposan en el mismo fundamento, i que si minais o dejais minar ese simento bajo los piés de vuestro vecino que es un propietario rico, se desmoronará al mismo tiempo debajo de nosotros que sois propietarios de mediana fortuna o propietarios pobres […] vereis pronto que no hai fuerza bastante para contener el desenfreno de las pasio-nes populares que fermentan por lo regular en crisis semejante a la que se nos acerca… (La Tribuna. N°300: 04/05/1850).

Se plantea el desencadenamiento de las fuerzas de las ―pasiones popula-res‖ y lo irrefrenable que sería golpear la propiedad para el bienestar social completo desde los pequeños hasta los grandes propietarios, ya que todos se cimentan en torno a ese mismo eje. En 1850, en pleno proceso de expan-sión de la Sociedad de la Igualdad en Santiago y después de la reunión tu-multuosa del 19 de agosto, se señalaba en La Tribuna por medio de un manifiesto enviado al periódico ―…al atravesar la calle de las Monjitas, noté que todas las puertas estaban cerradas, porque la reunion de tantos iguales habia esparcido un terror pánico entre los propietarios: habíase corrido la voz de que esa noche habia un saqueo‖ (Ibid. N°396: 30/08/1850). Poste-

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rior al decreto del Estado de Sitio y la disolución de dicha ―Sociedad‖, se re-flexionaban en febrero de 1851 las siguientes ideas.

Existia en Santiago, una sociedad con el título de igualdad. Su objeto era ha-cer, oposicion al Gobierno sin detenerse en los medios que pudieran hacerla triunfar. Como tales se emplearon los tumultos, las asonadas, las provoca-ciones contra la jente pacífica i laboriosa. La alarma crecía por momentos, i esa sociedad que por los opositores era mirada como el instrumento ciego destinado a la realización de sus pensamientos filantrópicos i liberales, estaba ya a punto de lanzarse al saqueo i pillaje. Las manifestaciones contínuas de la fuerza con que contaba esa sociedad llegaron a producir serios temores, i con bastante fundamento […] la alarma excitada por esas procesiones perió-dicas, sin más objeto que la ostentación de una fuerza númerica, i la insegu-ridad de las propiedades […] fue más que suficiente causa para prohibir esa vana ostentación. (Ibid. N°539:22/02/1850).

Esto es bastante representativo del temor al ―comunismo‖ (redistribu-ción de la propiedad) y el ―anarquismo‖ (desconocimiento de la autoridad), tal como se opina el 5 de octubre de 1850, cuando se menciona que para esos tiempos se estaba resucitando 1846, ―…cuando una oposición sin cor-dura i rectitud propagaba con altanería las doctrinas pueriles i nocivas […] Se despopularizó con afan a los majistrados más íntegros i respetables de la Republica‖ (Ibid. N°424: 05/10/1850). El 8 de octubre se escribía lo siguien-te:

Las últimas noticias que tenemos de la capital han venido a confirmar los temores que tenemos formados al respecto de la desorganización i la ruina a que marchaba el país por medio de los instrumentos empleados por el parti-do de la oposición […] Esa prédica constante i sostenida de las doctrinas más subversivas contra la propiedad, contra el Gobierno, inventadas con el objeto esclusivo de sublevar a la mayor parte de los individuos que compo-nen la sociedad… (Ibid. N°426: 08/10/1850).

Marcelo Segall, al tratar de establecer una línea tendencial de los métodos políticos durante el siglo XIX, concluye que ―toda agrupación política en sus divergencias con las demás, ha tratado de contrarrestar el peso de sus rivales usando la masa‖ (Segall, 1962: 11). No obstante, esto constituye, más que una conclusión, una hipótesis que se puede complejizar en varios puntos.

Uno de los problemas de entender o caracterizar al pueblo en base a una clave política es la comprensión de su participación en los conflictos de par-tidos y/o institucionales. Esto se da por la dificultad de encontrar una refe-rencia explícita a una politización del ―bajo pueblo‖ salvo en algunos fragmentos (como el caso de gremio de Jornaleros en Valparaíso, el peonaje minero del Norte y posteriormente el ―artesanado‖).

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Tanto las fuentes de la época como la historiografía tradicional y conser-vadora hacen referencia constante a la figura del ―caudillo‖, expresado como ―alborotadores‖, ―sediciosos‖, ―facciosos‖, ―corruptores‖, ―cabezas exalta-das‖ entre varios otros.

Hombres que por su mayor parte han sido el azote de la tranquilidad pública arrastrando en sus redes a unos pocos incautos, han puesto a práctica todos los recursos que le sujiere su larga experiencia en la carrera de la anarquía, no han omitido arbitrio para realizar este pensamiento de devastación i ruina, rechazado por la parte sensata i juiciosa de la sociedad i por los artesanos honrados. (A.B.V.M., vol. 34: 448).

―El pueblo, esa pobre víctima de todas las contiendas civiles, esa colum-na en que van a recostarse todas las opiniones subversivas‖ (El Conservador. N°1: 1851), esas opiniones que desvían, corrompen el ideario del pueblo, aquel ―pueblo‖ que sólo responde al imaginario que poseía la elite. En un momento de gran agitación política se escribía ―porque a miras de estar esta pleve tan insolentada y amenazándonos a cada momento con tumultos y asonadas de pueblo‖ (A.I.S., vol. 8: 18/11/1829, 38) y cuando los igualita-rios alcanzaron mayor visibilidad pública se decía de ella ―… conatos de la oposición para extraviar el espíritu del pueblo mediante la formación de so-ciedades secretas.‖ (La Tribuna. N°325: 05/06/1850).

Cada uno de sus miembros, como el enfermo que acaba de consultar un charlatán lisonjero de las miserias humanas, sale de la reunión a que ha asis-tido soñando con un porvenir dorado, con una mejora de posición que solo debiera esperar de sus esfuerzos individuales. (Ibid. N°344: 27/06/1850).

Aquel imaginario se inspiraba en la idea de un pueblo laborioso ―el ver-dadero pueblo‖, el de artesanos, y otro formado por la parte ―más ruin, más miserable, del populacho‖ (Ibid. N°584: 21/04/1851). Lo mismo se denun-cia en las declaraciones sobre el Estado de Sitio de 1846:

… han ido a buscar instrumento de sus maquinaciones, en las personas sin oficio i aun en los mismos lugares destinados al castigo de los criminales […] cárceles i presidios son también un taller en que se fraguen proyectos contra el orden público. (A.B.V.M., vol. 34: 448).

Ellos son constante objeto de las prédicas de los ―insensatos demago-gos‖ que ―ponen la sangre del pueblo como una parada de desesperación en un juego perdido‖ (La Tribuna. N°584: 21/04/1851) y que permiten satisfa-cer ―su odio i su venganza en la sociedad que castiga sus crímenes […] por-que la mayor parte de los proletarios‖ (Ibidem) que para el motín del 20 de

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abril de 1851 ―llevaban armas de oposición‖ nuevamente ―eran presidiarios sueltos por los facciosos‖ (Ibidem).

Siempre nos complaceremos en creer, que en estos estravíos de la razón humana, no tienen parte sino las cabezas exaltadas de algunos sectarios de las revueltas […] ¿Qué demolición? La más funesta de todas. La demolición que obran las turbas en medio del sangriento combate que provoca la de-sigualdad de condiciones. (Ibid. N°563: 24/03/1851).

Y que para la conclusión de la guerra civil en su totalidad:

No es probable que los malhechores se sustraigan al castigo ejemplar que merecen. El de creer que no hallarán asilo alguno unos facinerosos que se han manifestado desnudos de todo sentimiento de humanidad, i de que de-ben ser mirados en todas partes como enemigos del jénero humano. Contra la corrupción de una parte de la fuerza veterana, contra el prestijio de ideas seductoras e inmorales, con que se había envenenado el ánimo de la parte más abyecta de la población de ciertas localidades, triunfó el Gobierno apo-yado principalmente en la fuerza moral, en el respeto a las instituciones arraigado en casi todas las clases. (A. F. V, vol. 849: 02/1852, 88).

Con ello se ha expresado la relación de la política formal con la ―plebe‖, mediante la ―seducción‖. En la medida que el ―pueblo‖ no posee una cultu-ra ilustrada y vive en la miseria, se deja llevar por los profundos ―sentimien-tos pasionales‖, por sus necesidades más básicas. No se reconoce ninguna voluntad de empoderamiento o soberanía en los plebeyos.

… nada es, ciertamente, más fácil que cautivar el aura popular propalando doctrinas subversivas, que halagan siempre a la multitud por las ilusiones de bienestar consiguientes a un trastorno, i haciendo consentir a las masas igno-rantes e indigentes que están llamadas, a pesar de su falta de educación a ocupar el sitio que corresponde al saber i al talento. (La Tribuna. N°574: 07/04/1851).

Es por esta razón que no llama la atención el temor que causó un religio-so franciscano llamado Luis Navarro que andaba por las calles públicas pre-dicando con el hábito de la orden, doctrinas que son ―a propósito para ocasionar desordenes entre la pleve, y no puede, en manera alguna, dejársele libre un solo instante‖ y aunque fue llevado al convento vigilado, se ordenó ―terminantemente que no se le permita ver la calle […] por evento alguno‖. (A.I.S., vol. 22: N°305: 05/08/1837, 35).

Como lo hemos mencionado anteriormente, la razón y la propiedad figu-ran como dos nudos problemáticos en los cuales la elite sustenta gran parte de su planteamiento político, institucional, moral y social.

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El discurso de la elite más conservadora es bastante fiel a la enseñanza de la Biblia, la cual reconoce en el ―pueblo‖ la necesidad de un tutelaje, una au-toridad que sea capaz de contentar (―cuando los justos dominan, el pueblo se alegra; Más cuando domina el impío, el pueblo gime‖ (La Biblia, 1960: 913)) de lo contrario, el alzamiento es su causa natural. Y esto último le qui-ta todo ―derecho‖ a la manifestación del pueblo.

Art. 158. Toda resolución que acordare el Presidente de la República, el Se-nado o la Cámara de Diputados a presencia o requisición de un ejército, de un jeneral al frente de fuerza armada, o de alguna reunión de pueblo, que, ya sea con armas o sin ellas, desobedeciere a las autoridades, es nula de dere-cho, i no puede producir efecto alguno. (Constitución 1833: art. 158).

―Conoce el justo la causa de los pobres; más el impío no entiende sabi-duría‖ (La Biblia. Loc. cit.); la representación del pueblo está prohibida cons-titucionalmente, en la medida que es solamente el Gobierno quien puede adjudicarse lo ―popular representativo‖ (Constitución 1833: art. 159).

Cada grupo u asociación de personas deben referirse a los objetivos que por ley les corresponda (Ibid.: art. 160). Con ello se regula el tutelaje sobre el pueblo, sin embargo siempre cabe una posibilidad que se escape a ese orden, tal como se observa en la prensa adicta al Gobierno respecto a la Sociedad de la Igualdad y a la oposición liberal (La Tribuna. N°540: 24/02/1851).

Siempre hai que temer o al ménos que dudar de la sanidad de las miras con que los hombres se congregan a hurtadillas i a favor de la oscuridad […] una revolución fundamental, se hacen en las calles i plazas públicas, a la luz del día, con la mayor publicidad […] sus oradores, léjos de hablar como quien comete un delito… (Ibid. N°327: 07/06/1850).

El principal temor de la elite frente a la Sociedad de la Igualdad era el he-cho de despertar las ―pasiones populares‖, mediante un acercamiento al bajo pueblo. ―Los hombres de orden‖ determina La Tribuna, ―han comenzado secretamente a organizar un club en los arrabales de esta capital‖ (Ibid. N°325: 05/06/1850). Los grupos sociales no debían interferir en la relación de aculturación que media entre el Estado y el bajo pueblo, y ésta fue la ex-cusa para criminalizar a los igualitarios.

El orijen de aquellos desórdenes es conocido i ellos son consecuencia natu-ral de la hora en que se hace la reunión, de la clase de personas que asisten a ella, i de la circunstancia de ser clandestina i estar por consiguiente fuera del alcance protector i de la vigilancia de la autoridad de la policía. (Ibid. N°388: 21/08/1850).

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Pese a que esta fuente fue escrita posterior a los desórdenes producidos por el pleito dentro de la sede igualitaria el día 19 de agosto de 1850, la ver-sión de la prensa fue clara. El alboroto era consecuencia natural de este tipo de reuniones por las personas implicadas, la hora de realización y su condi-ción de clandestinidad.

Estos ―gritos‖ que incendiaban al pueblo no son del todo imaginarios. Efectivamente, cuando se verbalizaba la ―plebe‖ en un discurso, ésta se ma-terializaba y circulaba por la ciudad, no era un impedimento ser analfabeto para estar al tanto y cualquiera que ofreciera aspectos articuladores con sus necesidades y manifestaciones podía agrupar a las ―gentes de pueblo‖.

Esto da cuenta del temor a la convulsión social, que trae como conse-cuencia la enajenación de la propiedad. Si bien estas fuentes están sujetas a una época altamente convulsionada, la propiedad siempre se constituyó co-mo un elemento fundamental del régimen social y político de todo este pe-riodo (1830-1850 aproximadamente).

En un momento de gran agitación política-militar y también social como lo fue la construcción del Estado durante 1829-1830, se dio un debate que tributó a favor de la privación del derecho a voto. Como lo plantean Julio Pinto y Veronica Valdivia (Pinto & Valdivia, 2009), por medio del periódico El Araucano ―…el derecho de sufragio solamente debiera concederse a los individuos que sean capaces de apreciarlo en su justo valor, y que no estén expuestos a prestarse a los abusos de un intrigante, ni a ser engañados por algún corruptor, ni sometidos a voluntad ajena‖ (El Araucano: 27/11/1830). Y es por ello que a partir de esa noción se justifica la posesión de la ―pro-piedad privada‖; en otras palabras la relación de los medios de producción con la política. Era por medio de la ―propiedad‖ o la ―acumulación de capi-tal‖ que el individuo se lograba autonomizar de los abusos y engaños de los ―corruptores‖. Por lo tanto y en toda su antinomia, la miseria:

… hace al hombre perder su dignidad por el abatimiento del espíritu a que le reduce la escasez, por el entorpecimiento de la razón que le ocasiona la des-dicha, y en este estado adquiere una propensión a usar de todos los medios que pueden proporcionarle algún interés, sin consideración a la decencia, ni a ningún respeto. Frecuentemente es víctima de las pasiones, o esclavo de los vicios, y un ser de esta clase no puede tener voto en esas solemnes confe-rencias en que se estipulan las obligaciones de la vida social… (Ibidem).

El diario oficialista llamaba entonces a reformar la Constitución de 1828 con el fin de delimitar la excesiva libertad de la condición ciudadana, que el votante fuera capaz de apreciar el derecho a sufragar y que el voto no fuera representativo de una ―inconsciencia de la muchedumbre‖ (Ibídem).

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Sea cual fuere el bien o el mal que la sociedad se haya procurado durante su agitación, la propiedad es el más poderoso ajente que lo allana todo; el que repara los desastres del pasado i aumenta los bienes que se aguardan del porvenir: en una palabra, el principio motor del bien o el malestar social, se-gún las garantías de la lei civil, tiene su fuente en la propiedad. (La Época. N°4: 31/07/1851).

Se ponía en discusión, entonces, cerrar el universo del sufragio, para no permitir que se ampliara la movilización ciudadana que podría haber comen-zado a desarrollarse. En estos momentos el temor a la ―convulsión‖ no se vislumbra con facilidad, pero sí el temor al ―desorden‖, a la disrupción del orden social. Tal como publica La Tribuna, con posterioridad al motín mili-tar del 5 de noviembre de 1850 en San Felipe ―…que Chile no caiga en los desórdenes de que el resto de América no ha podido salir en treinta años de independencia, que la insurrección popular avance; no‖ (La Tribuna. N°459: 16/11/1850). Ese orden estaba circunscrito a la propiedad, y al temor frente al ―pueblo-alzado‖, porque ello sólo podía significar el saqueo y es a partir de este significante cultural, que la elite desvirtuó cualquier posibilidad de re-presentar al pueblo.

Ofrecer a los que sufren las mesas i las comodidades de los que las tienen, no es otra cosa que abrirles el camino de la matanza. Ofrecer las riquezas del acaudalado a una turba hambrienta de pillaje, no es otra cosa que incitar el salteo i la disolucion‖ (Ibid. N°564: 26/03/1851).

Cuando en 1846 se declaraba el estado de sitio en Santiago por las mani-festaciones callejeras de la oposición tras las elecciones presidenciales de 1845, Manuel Montt se refirió a ―insinuaciones repetidas de ciudadanos res-petables alarmado con la excitación de la clase de proletarios, con las predi-caciones abiertamente sediciones de la prensa…‖ (A.B.V.M., vol. 34: 07/03/1846, 450). En consecuencia, la convulsión que se pudiera despertar en las clases laborales encendía el pánico de la elite; este era el punto que li-mitaba cualquier tipo de política, ya sea de los partidos o de la constitución; el temor a la representación del pueblo se descifraba por ser una incitación al odio, el saqueo y la corrupción del poder. Era la posibilidad de perder la propiedad.

El temor a los robos, salteos, abigeatos y otros, es la esencia que cuadra las políticas gubernativas en torno a la población. Son repetidas las quejas de vecinos acerca de robos y salteos en caminos.

Habiendo tenido repetidas quejas de algunos vecinos de ese Departamento acerca de los continuos robos y salteos que se esperimentan asi en los cami-nos como en las poblaciones… (A.I.S., vol. 5: 24/09/1829, 61).

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Como en las poblaciones o en las propiedades prediales.

Ha llegado a mi noticia que el jueves 11 del corriente despues de las nueve de la noche se ha introducido una partida como de catorce hombres arma-dos a la Chacara de las SS(as) Lagunas en La Palmilla, y han robado las espe-cies que constan de la lista que acompaño pertenecientes a Don Juan Antonio Gomes, a quien, como a los que alli estaban, los dejaron amarrados, encontrándose además, en el campo dos fusiles que se me han presentado. (Ibid., vol. 20. N°97: 02/1836, 15).

[…] a noticias de este Gobierno que el partido de Colina y demás sercanos están sembrados de multitud de ladrones, y que ya han cometido escandolo-sos delitos y salteos orribles. (Ibíd, vol. 6: 17/08/1830, 51).

Desde 1830 que se insistió en el mejoramiento de las actividades policía-cas, solicitando redoblar su ―celo‖ y actividad en el desempeño de sus fun-ciones (orden y seguridad pública) mandando salir en la noche dos patrullas, para proteger la seguridad individual y social, así como también el orden y la tranquilidad del espacio público (Ibid., vol. 5: 24/09/29, 61).

La ―población‖ que atentaba contra este orden fue comprendida por medio de su naturaleza; la ―raíz del mal‖ era el corazón de los culpados, pe-ro junto a ello su sociabilidad, ―las relaciones que ellos mantienen con otras personas que fomentan sus vicios‖ (Ibid., vol. 22: 01/03/1837, 9).

La ley del 20 de marzo de 1824 era clara al prohibir absolutamente el ―uso de toda clase de armas‖ a toda la población excepto carniceros, verdu-leros y a quienes por sus labores llevaran consigo un cuchillo despuntado (la mayoría del peonaje) (Ibid.: 04/09/1837, 38-9). Pero los repetidos crímenes pusieron en cuestión la eficiencia policíaca, de tal modo que para 1831 se ordenaba reprender a cualquier persona que portara cuchillo, subrogándole la pena de presidio por cincuenta azotes (considerado por muchos como la única forma de remediar ―estos males tan repetidos‖ (Ibid., vol. 6: 03/06/1831, 68). El porte de esta clase de armas no se resolvió de ninguna forma y nuevamente pasa a ser un tema gubernativo cuando ―varias perso-nas han ocurrido a esta Intendencia solicitando se les permita cargar pistolas u otras armas para su defensa y seguridad individual…‖ (Ibid., vol. 22: 04/09/1837, 38-9).

La mezcla entre sociabilidad y naturaleza viciosa compone una parte del sustrato material del concepto ―criminal‖ asociado a quienes ―promovían desórdenes y corrompían la moral‖ (Ibid.: 01/03/1837, 9), aquellos que pro-vocaron una reacción en vecinos y a quienes cuya corrección debía ceñirse al respeto de esas premisas para con ello no cometer acto alguno que ―eccedie-re estos límites‖, ya que ―…era ilegal y atacaba directamente la propiedad que es el más sagrado de cuantos derechos garantizan las leyes al hombre en

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la sociedad‖ (Ibidem). El criminal, aquel hechor de un crimen atroz, era pro-ducto de ―la flaqueza de la humanidad y la exaltación desarreglada de las pa-siones‖ (Ministerio del Interior, 1839: 10) y ante esto era necesario nuevamente disponer de los instrumentos adecuados para ―proteger las per-sonas y propiedades de sus vecinos‖ (Ibidem).

A partir de estas repetidas situaciones, la Constitución de 1833 estipuló en los artículos 12 y 146 su referencia en torno a la inviolabilidad del dere-cho a propiedad, considerándose como ―asilo inviolable‖ y posteriormente como un ―asilo sagrado‖, tal como se menciona en 1850 en un documento público que presentó la Sociedad de la Igualdad contra el Intendente de San-tiago, Matias Ovalle (A.D.S.M.D. 1850/SMA4284: 1). Y es que la carta constitucional reflejaba a la perfección las principales motivaciones de la cla-se política y junto a ello a los estratos sociales que representaba.

Cuando se era detenido cualquier sujeto por los Cuerpos de Serenos en la noche, era calificado como sospechoso (A.I.S., vol. 18: 02/03/1837, 154). La sospecha se podía dar por distintas razones, pero el sólo hecho de deam-bular en la noche es excusa necesaria para ser arrestado (Ibid., vol. 14: 24/10/1834, 46). En oficio del 2 de marzo de 1837, se informa al Gobierno de la poca rigurosidad que tenía el Comandante de Serenos, quien tomaba sospechosos en la noche y los ponía en libertad sin considerar la cadena je-rárquica y su correspondiente obligación, por ésta razón los sospechosos fueron remitidos a la policía regular (Ibid., vol. 18: 02/03/1837, 154).

Así se expresa otro de los temores de cualquier santiaguino rico o aco-modado: la ―noche‖ y en particular la ―oscuridad‖, porque son ellas el esce-nario de desórdenes como en la Noche Buena; los salteos, las muertes, los bailes en bodegones y chinganas, entre varios otros. Son la espacialidad des-controlada que no puede ser captada por el ojo de la vigilancia.

Los continuos escándalos, que a fabor de la poca luz, se cometen en un lugar tan público como el puente de madera, que comunica un barrio populoso con el centro de la ciudad, me pone en el caso de hacer presente a U. S, la necesidad que hai de aumentar un farol en el dicho puente. Pero no solo el motivo arriba indicado, hace precisa esta medida, sino tambien la seguridad de las muchas jentes que a todas horas de la noche transitan por el espresado puente, que si no está bien iluminado, puede ofrecer ocasión para hurtos que la policía no podría evitar. (A.M.S., vol. 153: 25/05/1850, 84).

La noche se presta para los desórdenes públicos, donde incluso en algu-nos de ellos se ve envuelta la policía, ya sea en pleitos callejeros o permitien-do cierta licencia en la cárcel y/o aprehensión de los reos; demostrando con ello su ―relajamiento moral‖.

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Tiene noticia esta Intendencia, de que, en la cárcel de esta ciudad, se come-ten algunos desórdenes, y se permite la embriaguez, y tráfico de toda clase de personas, y á todas horas del día. Tambien se la ha informado, que, los reos de leve delito, y los ya condenados… (A. I. S, vol. 22: s/n fecha. 04/1837, 19).

Llegando a tal punto, que es posible rastrear disconformidad ciudadana en la prensa, debido al descarrilamiento de los objetivos primigenios de la policía. Por medio de la correspondencia al periódico La Tribuna se remarca el ―mal espíritu de la policía‖:

[…] que siendo para servir al público se convierte a cada paso por medio de sus ajentes que se llaman serenos i vigilantes, so pretesto de llenar artículos reglamentarios o malos en sí, o mal entendidos, en verdaderos hostilizadores de los ciudadanos. (La Tribuna N°539: 22/02/1851).

Esto sucede porque el problema de la delincuencia no fue resuelto du-rante años, y si bien no manejamos datos cuantitativos de esta cuestión, si podemos dar cuenta del aspecto cualitativo, aquel que fundaba inseguridad y temor en la ciudadanía. En 1849 un birlochero escribía a la Municipalidad de Santiago:

… con el debido respeto decimos: que cansados de los reclamos que conti-nuamente se hacen por los pasajeros que ocupan nuestros Birlochos y de los perjuicios que éstos y los dueños reciben por los empleados de los Birlochos, por falta de un reglamento […] De este modo tendremos más seguros nues-tras propiedades y más garantizada la seguridad individual de toda persona que tenga necesidad de un mueble de esta naturaleza para el tráncito de un pueblo á otro. (A.M.S., vol. 150: 274).

Esta fuente permite reflexionar a nuestro criterio en base a dos planos: uno, el uso de un discurso ―oficial‖ como el de ―garantizar la propiedad y la seguridad individual‖ con el fin de tener una respuesta de la autoridad men-cionada; y por otro lado, el de evidenciar la inseguridad que se da en cami-nos y espacios de tránsito. Ambos permiten aseverar lo mismo: el problema de la delincuencia. El martes 16 de abril de 1850 ―unos cuantos‖ escribían a La Tribuna para informar del poco resguardo que tenían los transeúntes del Campo de Marte (actual Parque O‘Higgins).

… no podemos convenir en que no se haga algo siquiera para disminuír la alarma en que viven los vecinos del Campo de Marte, a consecuencia de los continuos ataques que de algún tiempo acá se hacen tanto a los individuos como a las propiedades, por esos hombres perdidos, verdaderos salteadores, que se guarecen en la ranchería que tiene por nombre Villa del Cobi. Las

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chacras vecinas a esta posilga tienen que sufrir dia a dia robos de animales, de frutos i de ropas, esto tal vez podría tolerarse, culpando a los propietarios de poco cuidado; pero el ataque, el robo i el asesinato de los transeúntes del Campo de Marte… (La Tribuna. N°284: 16/04/1850).

El viernes santo de ese año, (agrega la misma fuente) se asesinó a un bo-degonero, se asaltó una carreta que iba a Valparaíso y luego agrega:

… hemos visto a esos hombres en la actitud hostil del salteador, i el sábado de la semana pasada fuimos atacados no con piedra, como tienen por cos-tumbre, sino con armas de fuego […] La banda, en la noche a que nos refe-rimos, se componía de seis hombres armados de palos, sables i armas de fuego […] Creemos que la Intendencia […] debiera desde luego establecer una visita domiciliaria en estos ranchos i purgarlos de los malvados que mo-ran en ellos i a quienes se dá asilo, ya por temor o por participar de la ganan-cia de los salteos i robos. Es una vergüenza que a la salida de la calle del Dieziocho, en la misma ciudad, se vean estos actos. (Ibídem).

La seguridad personal tampoco era una excepción dentro de la preocu-pación política-policial, ya que no logró ser resguardada incluso dentro de los espacios de vigilancia.

Anoche a la salida del teatro fueron atacadas cuatro señoritas de la primera sociedad por tres hombres a caballo, en un estado completo de embriaguez; a sus gritos acudió un caballero que acompañaba a la madre de estas niñas […] contuvo a los agresores, quienes arremetieron contra él; llamó en vano al sereno i no apareció este […] En la calle de San Antonio a la vuelta de la casa del señor alcalde, i es tanto mas estraño, cuando que el buen pié en que se halla montada actualmente la policía nocturna i el celo i vigilancia de sus jefes hacía imposible la consumación de tales actos. (Ibid. N°476: 06/12/1850).

Por lo tanto, entre las discusiones que se daban en la Municipalidad de Santiago para 1850, estaba la preocupación por los caminos y espacios don-de los transeúntes o mercancías que transitaban se convertían en apetecibles botines para los salteadores, por lo que el interés por los rancheríos a orillas del camino que iba hacia el matadero público se incrementó al notar la can-tidad de malhechores que albergaba (A.M.S., vol. 149: 15/03/1850, 111).

Por medio de la policía se intentó controlar con la mayor rigurosidad po-sible a los salteadores que amenazaban con atacar la riqueza de los propieta-rios. Este fue uno de los fantasmas que durante varios años engendró uno de los temores de la elite. La municipalidad no contaba con los medios ade-cuados para satisfacer una policía de calidad y al parecer los mismos com-ponentes de aquel cuerpo no eran de un gran ―linaje patricio‖, ya que su

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mismo comportamiento (violento y desmedido) y participación en fondas (entre otras diversiones), reflejaron el relajamiento de los principios que le interesaba resguardar a la clase propietaria. Esto generó una especie de ―des-control‖, de falta de disciplina, que aumentaban los temores en cuanto al control y la previsión de la población, aquella población de fisonomía parti-cular.

Se trató de ―disciplinar‖ a esos cuerpos y depurar esas costumbres aten-tatorias a la seguridad personal, la propiedad, la moral y las buenas costum-bres. Teniendo como ejes ―el orden social‖, ―la propiedad privada‖ y ―la religión‖ (Echeñique, 1849: 165), a partir de ese tri-nario se estructuraron una serie de características e imaginarios que de por sí retrataban al propieta-rio como ―modelo moral‖ (Salinas, 2001: 34), ―modelo social‖.

Un artículo denominado del ―derecho a la propiedad predial‖ publicado en el periodico perteneciente a Agustín Edwards, La Época, para el 31 de ju-lio de 1851, remarca que la ley protege a la propiedad porque de ella se espe-ra el ―porvenir‖ y es por ello necesario hacer uso de todos los medios que se tengan al alcance, pues ―su inseguridad era el contajio mas peligroso que alarmaría a la comunidad tan luego como se vulnerase la propiedad inútil e injustamente‖. Si la ―propiedad‖ antes era ―…ilusoria i nadie podía contar con ella‖, la ley civil la preparó como la fuente común de la cual debe espe-rarse todo ―bien general‖ (La Época. N°5: 31/07/1851).

La Época también plantea no sólo esa relación entre ―ley y propiedad‖, sino que la del hombre con su naturaleza, en la medida que fue obligado por necesidad a dejar ―su vida ambulante‖, ―llena de ajitación i violencia‖. Al pa-sarse a la vida sedentaria se conoció la ―utilidad del trabajo‖ y es a partir de aquello que la propiedad se convierte en el campo principal de la ley civil. Con ello, la posición de los des-territorializados por sí misma explicaba su comportamiento agresivo, agitado y delictivo.

A partir de estas nociones se siguen entrecruzando varias ideas que dejan en claro el temor que representaba para la elite cualquier acercamiento que se pudiera tener a la propiedad por parte de los no-propietarios. Es por ello que el reglamento del Cuerpo de Vigilantes discutido en la Municipalidad de Santiago durante el transcurso de agosto de 1851 determinaba la protección individual y la propiedad como ejes dentro del Art. 22 de dicho reglamento: ―1° Evitar que se cometan delitos […] 4° Prestar aucilio a cualquier vecino que se lo pida para precaver algun mal que le amenase bien sea en la calle o en su casa‖ (A.M.S., vol. 149: 01/04/1850, 117-18), llegando inclusive a car-tografiar los barrios por calles y casas con el fin de identificar a los ―propie-tarios‖ y los ―sospechosos‖, los transeúntes, siendo esta una figura metafórica bastante llamativa que pone en conflicto la posición del sedenta-rio y el nómade.

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Son deberes de los Comisarios i Tenientes […] 7° Tomar conocimiento de los transeuntes sospechosos que lleguen a habitar en su respectivo cuartel, dando parte a la Intendencia. 8° Formar un rejistro por calles, del número de casas, cuartos esteriores de habitacion ranchos que hayan en su cuartel con nominacion de sus propietarios. En este rejistro anotarán el movimiento que ocurra‖ (Ibidem).

Otra relación de la propiedad que se afirma explícitamente desde los ca-nales de información adictos al Gobierno es la que corresponde a la propie-dad y la familia. La prensa dice así: ―para que pueda existir toda nación civilizada, es preciso que descanse sobre estas tres bases, el Estado, la familia i la propiedad‖ (La Época. N°12: 23/08/1851). Mientras que el Estado ase-gura la tranquilidad de la existencia de sus ―ciudadanos‖ mejorando sus ―costumbres y leyes‖, la familia ―entrega lazos de fraternidad en la tierra‖, y la propiedad ―asegura el alimento de la vida por el trabajo‖. La Época pro-pone además que ―la soberanía de la razón es la que impera‖, con lo que se trata de vincular la propiedad a la razón y Dios: Es ―imposible el desquicia-miento porque la soberanía de la razón es la soberanía de Dios‖, asegurando que jamás se podría destruir la propiedad porque en ―el corazón relijioso del pueblo están grabadas las máximas del Evanjelio‖. Cuando observamos esta fuente, no sólo es clara la relación de la propiedad con la familia, sino tam-bien la razón y Dios dentro de una misma justificación.

Estos dos artículos fueron escritos el 29 de julio y el 23 de agosto de 1851 (por el periódico referido) cuando había estallado el motín de San Fe-lipe en noviembre de 1850, el de Santiago en abril de 1851 y Talca del mis-mo mes. Fue un llamado a la mantención del régimen ―pelucón‖, a la propiedad, la seguridad y al ―Pueblo‖, quienes en esta ocasión aparecen re-tratados como ―religiosos‖. Esto claramente responde a un fin bastante ma-noseado, el mismo que se trabaja en La Tribuna el jueves 15 de mayo de 1851: el orden social, entendido como la ―uniformidad, conforme a la natu-raleza de los seres…‖; dicho de otra forma, la locación de los individuos en su determinado estrato social, que significaba poner de ―intelijencia i la ra-zón […] en busca de las mismas verdades morales‖ (La Tribuna. N°605: 15/05/1851).

En la misma tonalidad anterior, La Civilización 2 escribía el viernes 26 de septiembre de 1851 que:

[…] la institución de la Guardia de Santiago, institución honrosa en alto gra-do i digna de nuestra manera de ser radicada, porque ella significa la con-

2 De este periódico desconocemos sus creadores y editores generales, pero sí sabemos de la imprenta que

le permite circular: la imprenta de Julio Belin y Cia, la misma que soporta el periódico La Tribuna, El Ál-bum, El Cazador, El Nacional, El Consejero del Pueblo, todos de la prensa que sirvió de traductor de la voz oficialista del Estado.

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ciencia i el mantenimiento de un principio orgánico en la vida de la sociedad. Las leyes protectoras de la propiedad i el elemento conservador de la armo-nía han recibido nuevo vigor ante esta manifestación del sentimiento públi-co: asi cuando se ha sostenido que el desorden jamás podría elevarse entre nosotros del carácter de simple amenaza al de realidad permanente, es por-que se contaba con el corazón de un pueblo educado en veinte años de paz i bienestar‖ (La Civilización. N°6: 26/09/1851).

Posterior al motín del 20 de abril, se elevó por parte de los periódicos oficialistas una versión bastante particular. Se enalteció el valor del pueblo en la defensa de la causa del orden y de la mantención de las instituciones, pero junto a ello se mantuvo la idea de la ―propiedad‖, por ende no sólo se representaba el deseo público de su mantención en el poder sino que junto a ello la paz y la tranquilidad que significaba para la propiedad, la inmutabili-dad en el control y acceso a los medios de producción, status social y poder político. Fue de esa argumentación que se desarrolló una sobrevaloración de las guardias cívicas o milicianas, por encima de las tropas militares profesio-nales, pues la idea era enaltecer el valor ciudadano del ―pueblo‖.

Un año más tarde, el 21 de abril de 1852, cuando ya se había acabado la guerra civil, Pedro Valdivieso escribía su memoria universitaria sobre la in-violabilidad de las propiedades, a modo de reflexión académica que da luces de un pensamiento anterior y posterior a la crisis en sí misma. En ella se ar-gumenta muchas de las ideas sostenedoras del régimen, se consagran varios aspectos civiles de la Constitución de 1833, los derechos del ciudadano, la libertad, la propiedad y la seguridad, derechos base ―del hombre i de la so-ciedad civil‖. La propiedad nuevamente es fundamentada en cuanto a la se-mejanza del ―hombre‖ con ―Dios‖. El silogismo es el siguiente: ―El hombre, repito, es la imájen bella de la Divinidad, ¿i como negarle la facultad de po-seer, cuando el Hacedor supremo tiene en si este poder absoluto sobre todo el Universo?‖ (Valdivieso, 1852: 246), de modo que la propiedad es sagrada, ya que ―no es invención de la lei civil, es anterior a las leyes mismas‖ es ori-ginada en la divinidad ―La propiedad i el derecho que a ella se tenga son sa-grados i santos‖ (Ibid.: 247).

Era necesario defender y cuidar la sacralidad de la propiedad: ¿de quién?, de quienes no tengan igual acceso a ella. Era por eso que la seguridad se conviertió en una segunda piedra angular, en el ―jenio tutelar‖ que debía (como función) ―vijilar la poblacion‖. Es que la población en su totalidad contenía aquella ―jente desconocida, de fisonomías sospechosas‖ (La Tribu-na. N°433: 16/10/1850), aquellos ―hombres de semblantes extraños‖ (A.B.V.M., vol. 33: 31/03/1846, 108) que definen la diferencia entre unos y otros.

Una bifurcación que espacialmente se demostraba en la utilización del concepto de castigo homologado al de ―aislamiento‖, como elemento de

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rehabilitación. Esto reflejaba el temor a la ―exterioridad‖, considerada como una conjunción deseante, un campo del pecado producido por una praxis cotidiana establecida en una ciudad extramuros.

Así, un año después de la guerra civil, las temáticas seguían siendo las mismas que un año atrás. Esta mantención del discurso moral, político, reli-gioso y policial estaba dado entre otras por las constantes amenazas de gru-pos opositores que se expresaron en momentos como las votaciones por medio de la prensa y conatos callejeros, así como por la amenaza ambulante de la población que circundaba la ciudad o se entrometía en ella. Esto des-pertaba el celo y el resguardo de la propiedad, así como la diferenciación so-cial.

Fig. 1. El miedo en sus dimensiones socio-políticas

A MODO DE CONCLUSIÓN

La elite construyó un imaginario recreando su propio escenario social sobre las capas populares haciendo uso de sus temores y prejuicios, de mo-do que las fuentes no serán nunca suficientes para preguntarnos por la auto-nomía y la expresividad sociopolítica del mundo popular. Extrañamente el miedo y la necesidad de seguridad policial, resguardo y vigilancia se han convertido en elementos sobreexplotados durante nuestros tiempos. ¿Qué nos indican estas pistas? ¿Qué es lo que está presente en todos estas déca-

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das, que pareciera no sufrir modificaciones? Al menos hasta el momento, no contamos con respuestas satisfactorias.

El temor no es un factor moderno, o al menos únicamente moderno y contemporáneo, es un elemento que se encuentra arraigado en la diferencia-ción social y las relaciones de clases; por ende se encuentra en la praxis so-cial y el imaginario colectivo de una clase sobre otra. El temor no puede ser análogo a un objeto o incluso un hecho, el miedo es siempre un sentir, un percibir, una experimentación temporal, por ende su constante expresión no es sino el flujo de un temor a otro, como un relevo hasta llegar a cosificar la presencialidad de un momento, cosa, persona o fenómeno al cual se teme.

Los otros temores son lo que potencian un nuevo temor, es por esto que todo temor es también agenciamiento social. Los grandes temores sociales sólo pueden ser sostenidos por un enjambre de pequeños temores pudiendo ser estos privados o públicos, ya que ante todo son siempre sociales y cultu-rales. ¿Qué elementos nos permiten explicar ese movimiento? Principalmen-te los rumores: estos funcionan como una dimensionalidad intermedia entre sujeto y sujeto, y es a partir de ser entre-relación que acrecienta su acervo y su ferocidad. Entre elite y bajo pueblo la relación es bastante compleja, exis-tió una fuerte codificación sobre la mayoría de las personas del mundo po-pular desde los pordioseros hasta los artesanos, pasando por vagabundos, enfermos, peones, comerciantes, paisanos, etc. Esto se debió a la conviven-cia marcada por su inevitabilidad, recordemos que se teme no a la persona en particular sino que a los significados sobre esas personas y sus labores coti-dianas (los pordioseros rodeados por la miseria, la holgazanería, la enferme-dad; el comerciante vinculado con el robo; peones y rotos relacionados con la pasionalidad, el alzamiento). El fantasma más poderoso y el productor de uno de los mayores temores es la ―conjunción del pueblo‖: la turba, la tur-bamulta (Pizarro, 2010). Es notable la confirmación de las fuentes sobre este tema, la turba es aquella aglomeración de personas con una rostridad parti-cular, tal como escribió un baratillero a La Tribuna por una multitud que se congregó en la Plaza de Armas ―jente desconocida, de fisonomías sospecho-sas‖ (La Tribuna. N°433: 16/10/1850).

En los momentos de mayor algidez social se entendió la politización del bajo pueblo como la tarea de unos facciosos. Así existen al menos dos mun-dos populares para la elite el pueblo laborioso y el populacho, este último es aquel aquejado por su necesidad fisiológica y desprovisto de todo tipo de ra-zonamiento lúcido: falto de educación. El alzamiento era la causa natural del dominio injusto e impío, y es por esto que la elite pareciera desconocer el de-recho de movilización, ya que para ella el buen gobierno era aquel dotado de una fuerza moral y voluntad pública de mano de las personas educadas. Es por ello que el Gobierno monopoliza la representación-tutelaje del bajo pueblo, de manera que para la elite la organización tumultuaria del pueblo era una (pasión) acción no racional, iracunda, vacía de sabiduría. No es lo

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mismo la reunión y organización de la elite que una del bajo pueblo, ésta úl-tima inevitablemente provocaría alborotos, desorden social y lo peor: turbas dispuestas al saqueo de la propiedad.

La propiedad privada y su garantía de existencia definían el bien o el ma-lestar social. Era importante mantener una distancia social que no incitara la ostentación de la riqueza a la ―turba‖, ya que esa circunstancia sólo podía producir el saqueo. El crimen estaba en el corazón de los culpables y produ-cida por su sociabilidad y naturaleza viciosa. Una de las principales experien-cias que potenciaban el miedo y el temor era el de la inseguridad; ésta, tanto particular como social, era propia de un desacople en las funciones que cumplían las instituciones del Estado. Para la elite el mal funcionamiento de la policía y la corrupción de las instituciones hacía surgir esa sensación de ―vida desnuda‖: de vida amenazada.

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