Representación y poder soberano en Karl Schmitt

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Representación y poder soberano en Karl Schmitt Resumen El presente estudio se enfoca sobre la representación política como problema en el contexto de los cambios que afectan a las democracias. La observación se ajustará sobre las doctrinas desarrolladas por K. Schmitt. Para acotar el estudio nos centramos en la cuestión de la representación. ¿Qué significa, o qué razones, o qué se vuelve evidente al recurrir y traer a primer plano la ingeniería política que postula Schmitt? Investigaremos los fundamentos con que Schmitt legitima y justifica la representación como principio de la soberanía en el estado de excepción. Trataremos de revisar la consistencia epistemológica de dicha teoría y analizar las razones e intereses que llevan las reflexiones de Schmitt a tener vigencia en la actualidad como síntoma de la trama política. Por qué se vuelve actual la doctrina de la excepcionalidad, con qué razonabilidad se avala la fundamentación y legitimidad del modelo de representación, qué procura y qué se arguye para justificar determinado régimen político publicitado como democracia participativa y su compromiso con el inestable matrimonio entre capitalismo y democracia, por encima de las instituciones de las repúblicas liberales tradicionales. Palabras clave: Karl Schmitt – Representación – Soberanía – Estado de excepción - cat echon La conformación de determinado objeto de análisis o concepto impone metodologías y define disciplinas. El texto schmittiano deviene objeto de estudio y esto tiene que ver necesariamente con ciertos paradigmas que lo posibilitan como objeto y en consecuencia con cierta retórica, con cierta formalización discursiva y con definiciones de una

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Representación y poder soberano en Karl Schmitt

Resumen

El presente estudio se enfoca sobre la representación política como problema en el contexto de los cambios que afectan a las democracias. La observación se ajustará sobre las doctrinas desarrolladas por K. Schmitt. Para acotar el estudio nos centramos en la cuestión de la representación. ¿Qué significa, o qué razones, o qué se vuelve evidente al recurrir y traer a primer plano la ingeniería política que postula Schmitt?

Investigaremos los fundamentos con que Schmitt legitima y justifica la representación como principio de la soberanía en el estado de excepción. Trataremos de revisar la consistencia epistemológica de dicha teoría y analizar las razones e intereses que llevan las reflexiones de Schmitt a tener vigencia en la actualidad como síntoma de la trama política. Por qué se vuelve actual la doctrina de la excepcionalidad, con qué razonabilidad se avala la fundamentación y legitimidad del modelo de representación, qué procura y qué se arguye para justificar determinado régimen político publicitado como democracia participativa y su compromiso con el inestable matrimonio entre capitalismo y democracia, por encima de las instituciones de las repúblicas liberales tradicionales.

Palabras clave: Karl Schmitt – Representación – Soberanía – Estado de excepción - cat echon

La conformación de determinado objeto de análisis o concepto impone metodologías y define disciplinas. El texto schmittiano deviene objeto de estudio y esto tiene que ver necesariamente con ciertos paradigmas que lo posibilitan como objeto y en consecuencia con cierta retórica, con cierta formalización discursiva y con definiciones de una específica ontología política estrechamente relacionadas con la propaganda ideológica proveniente del populismo que viene a protagonizar un remedo de cambio para que no cambie nada y así se recicle el vínculo entre capitalismo y democracia, particularmente en el contexto de los países cuyo estructura económica continúa ostentando características de postergación y explotación.

En este sentido, la lectura de Schmitt como síntoma, pone en evidencia, en principio, la negación de todo proceso dialéctico. En el marco de una crítica o desencantamiento por la Modernidad, el Progreso y el Conocimiento, la ciencia y la técnica, se hace expresa la denuncia de todo el sistema jurídico-político liberal que es juzgado como ineficiente a la hora de preservar los intereses burgueses que se sienten amenazados por la fuerza que adquieren los movimientos populares. Una burguesía que se siente amenazada tanto por la representación que a través de los partidos políticos de masas promueven hacia las legislaturas a estos intereses y sectores sociales, como por la realidad de la revolución bolchevique. Desarrollaremos este aspecto caracterizado como cat echon, fuerza que

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detiene, como rasgo singular de las propuestas schmittianas que abogan por detener el avance del Anticristo.

Ernesto Laclau en su texto “La razón populista” escribe…”el resultado de una exclusión… de algo que la totalidad expele de si mismo a fin de constituirse (…) es mediante la demonización de un sector de la población que una sociedad alcanza el sentido de su propia cohesión.”1

De esta manera la ingeniería schmittiana plantea las cosas como cuestión de vida o muerte. Ante las “amenazas” no sólo postula la carta de defunción de cualquier fundamento racionalista para el orden jurídico sino que constriñe el devenir político a la urgencia con que deben ser tomadas las decisiones. Decisionismo y excepcionalidad requieren una legitimación que será avalada y justificada con fundamentos de una filiación muy distinta al orden sistemático racional-formal del liberalismo. En línea con esta necesidad procurarán instituir un régimen de sometimiento a la autoridad basado en la doctrina de la voluntad general como mera excusa cuantitativa de la legitimación. En efecto, para desplazar el orden funcional y sistemático del régimen (partidos políticos y parlamento) se procura infundir a la voluntad general de una entidad ontológica, un carácter trascendental, cohesionada y definida a partir de la identidad del enemigo demonizado. (Al respecto veremos más adelante la discusión entre Schmitt y Kelsen)

Con esta intención revisaremos la cuestión de la representación en Schmitt a la luz de la concepción nihilista de la su filosofía y la fundamentación de raigambre católica con claras reminiscencias de la pastoral cristiana.

II. Marco teórico. Naturaleza de la representación.

El marco teórico, para circunscribir la discusión, de acuerdo a un orden temático y académico, estará delimitado por las consideraciones de Sartori2 y Manim3 Asimismo dicho marco nos permitirá entrecruzar los ejes que determinan, por un lado, el análisis de los sujetos de la representación y el objeto de la misma, y por otro, los alcances y variaciones a lo largo de la historia.

a.-

Sartori circunscribe el problema de la representación al quién, al qué y al cómo, y desenvuelve la cuestión en tres direcciones: a) bajo la idea jurídica contractual de mandato o delegación; b) con la idea de representatividad como semejanza o identidad (sociológica) y c) con la idea de responsabilidad, para luego considerar la naturaleza de la representación política en relación con cada una de ellas.

Se sostiene casi unánimemente que la representación política tiene carta de nacimiento en el medioevo como representación jurisdiccional. Sin embargo habría que resaltar que

1 Ernesto Laclau. La razón populista. Pg 94. Fondo de Cultura. Argentina. 2005.2 Giovanni Sartori. Elementos de la teoría política. (Cap.11 Representación). Alianza. Buenos Aires.3 Bernard Manim. Los principios del gobierno representativo.. (Cap. VI). Alianza. Madrid.

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esta representación estaba definida por un vector específico: iba del monarca a sus delegados, del gobierno hacia sus apoderados. La representación era la delegación del monarca hacia sus representantes, obispo o señor feudal, según fuera el caso, para ejercer la autoridad sobre los siervos o población en general.

El rol del representante tenía entonces una naturaleza de poder instituido para ser ejercido en nombre de un soberano. Con la revolución burguesa se pretende sostener este carácter pero traerá aparejado un problema en cuanto al desdoblamiento de roles: el soberano ya no es el que ejerce el gobierno ni ostenta autoridad alguna. A pesar del derrocamiento del monarca como soberano e instituida la burguesía como nación, salta a la vista que el ejercicio de la representación aspira a sostener el mismo sentido delegativo e imperativo. Pero en virtud del enroque revolucionario que postula la soberanía “popular”, el órgano de gobierno y el Estado ocupan el lugar del monarca y la nación queda fuera del gobierno, o cuando menos, del estricto ejercicio de la autoridad.

Esta escisión otorga cierta autonomía a la autoridad que en lo sucesivo sólo recurrirá a la soberanía como argumento de legitimación. De tal modo que, en tanto el mandato imperativo siga siendo una cuestión de delegación de la autoridad, el poder constituyente podrá ser soberano pero curiosamente no será la autoridad. Este movimiento deja al poder constituyente con un título de principio pero con una operatividad relativa y una ineficacia manifiesta.

El poder constituyente es la novedad semántica que viene a desempeñar dos roles que implican contrariedades: el de soberano y el de legitimación del gobierno y autoridad. El principio de la representación tal cual operaba en sus inicios como delegación jurisdiccional no admitía que a través de sus delegados o representantes el poder se volviera contra sí.

Reformulado de este modo, el ejercicio de la representación servirá pues para decidir autoridades y para que, a partir de esta tensión, Schmitt pueda decir que la verdad no la dicen las leyes sino la autoridad. De hecho, como trataremos de mostrar, teorías como las de Schmitt no hablan de devolverle autoridad al soberano sino de legitimar al representante como autoridad.

Así las cosas, entonces la representación política ejercida en términos democráticos no alude a mandato imperativo alguno (está claro que ya es práctica consensuada que el Poder Legislativo como representante y vehículo de la voluntad general manda muy poco frente al protagonismo del Poder Ejecutivo; incluso semánticamente se advierte como la función ejecutora en cuanto se caracteriza por recibir y cumplir alguna orden ha torcido su condición hasta volverse ejecutiva por la toma de decisiones).

Tampoco es, la representación política ejercida en términos democráticos, la expresión de ninguna identidad en términos de unanimidad; no es la expresión de ningún poder absoluto, sino tan sólo una excusa discursiva que ya no se expresa deliberativamente al amparo de ninguna institución salvo a través de los medios como una diversidad de opiniones de errática hegemonización que relativiza la propia soberanía y manifiestamente acaba por subyugar al mismo soberano.

Soberano que de acuerdo a la teoría contractualista era el supuesto poderdante, es decir el titular de los derechos a ser representados pero que, sin embargo, frente a las

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autoridades aparece constreñido a la obediencia, desapoderado de toda autonomía y sometido a la autoridad del Gobierno.

Gobierno que, en definitiva, a partir de la imposición de la autoridad, termina suspendiendo y enervando la soberanía del poder constituyente y echando por tierra el fundamento de la representación democrática.

Esta consideración promueve una interesante discusión respecto de la titularidad e identidad del mandante y su soberanía: ¿es el pueblo como poder constituyente, o la Nación como poder constituido, el que detenta la soberanía? Al respecto, Sartori cita al abat Sieyes, padre de la teoría del poder constituyente: “El pueblo o la nación no puede tener más que una voz, la de la legislatura nacional… el pueblo no puede hablar, no puede actuar más que a través de sus representantes.”4

A propósito nos parece interesante consignar lo que Sartori expone respecto de las diferencias entre la concepción inglesa y la francesa acerca de la titularidad de la soberanía, la autonomía de los representantes y la fundamentación de la legitimidad. Sin perjuicio que en principio la realización es análoga en el sentido de que la soberanía era ejercida por los representantes y que la voluntad política quedaba constituida en el acto legislativo del cual salía la voz unánime, los ingleses sospecharon de esta tendencia hacia un realismo metafísico inscrito en la formulación francesa. No deja de ser curioso que justamente el espíritu empirista anglosajón mire con recelo la formulación francesa como un realismo que pretende naturalizar con fundamentos metafísicos la soberanía en el poder del pueblo, entelequia ontológicamente pergeñada cuya función ad hoc es la legitimación de la autoridad.

A partir de las revoluciones burguesas la representación adquiere perfiles que, en tanto intentan proveer otro contenido al mecanismo representativo, acaban por invertir la polaridad de la titularidad del mandato, van torciendo la naturaleza del contrato. En efecto, para los ingleses la representación tendrá que ver con el patrocinio de una clase y con los intereses económicos a ella vinculados (los terratenientes), con la expresa voluntad de imponer sus decisiones ante la autoridad. En tanto en el continente, particularmente en Francia, a partir de la revolución francesa y la constitución de 1791, se abrirá la cuestión a la representación de la Nación y de cómo expresar la voluntad general difiriendo hacia un ámbito virtual y teórico la discusión respecto de la función y protagonismo de la representación. Ni siquiera los contenidos objeto del mandato serían tema de discusión si no es a través de los propios representantes, es decir del poder constituido, como autoridad o gobierno.

Precisamente este sesgo metafísico, auspiciado en gran medida por las interpretaciones que se harán de Rousseau, es el que a mi criterio permite la articulación que postulará Schmitt, si se quiere a modo ilustrativo, francamente opuesta a la formulación de Burke citado por Sartori:

4 Giovanni Sartori. Elementos de teoría política. (Cap.11 Representación) PG227. Alianza. Buenos Aires.

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“…gobernar y hacer leyes son cuestiones de la razón y del juicio… y qué clase de razón sería aquella en la que la decisión precede a la discusión? (…) El parlamento es una asamblea deliberante de una nación, con un único interés, el del conjunto.”5

En definitiva es este último aspecto el que nos parece pertinente para introducir a K. Schmitt, porque podremos ver que a pesar de esta precisa determinación referida a que la unanimidad de la voz se expresa a partir de la legislatura, Schmitt postulará la recuperación de una soberanía del poder constituyente del pueblo como la encarnación de una ausencia trascendental, esquema que viene a replicar el paradigma de la iglesia católica.

Pero también trataremos de demostrar que tal cosa no puede hacerse sin admitir primero que el orden de derecho que lo constituye es inmanente y apriorístico, y que en segundo lugar la apelación schmittiana al poder constituyente no tiene por objeto la recuperación de la autoridad, siempre delegada por el pueblo, sino el de explicitar un orden de excepcionalidad que en última instancia justifique y legitime el ejercicio de la autoridad por el representante que posterga, suspende y aplaza la intervención directa tanto del pueblo como de la Nación. Una autoridad que alza vuelo autónomamente desligada del poder constituyente.

De este modo, la razón decisiva y suficiente del argumento schmittiano es negar el orden jurídico que, según las propias premisas de Schmitt, se mostraría débil e insuficiente para enfrentar la política, y concluir que este orden jurídico no está capacitado para mediatizar eficientemente los controles que el propio sistema se había sabido imponer.

En referencia a esta tendencia metafísica que subyace a la maniobra de naturalización de la voluntad general nos parece necesario recordar que el propio Rousseau define sus postulaciones como una ficción y deja latente la tensión entre las condiciones materiales y el orden formal del sistema jurídico que determinan la formulación contractualista. A partir del diseño de un sistema jurídico se organizan los medios para que el poder sea ejercido por la autoridad. Pero de este modo la propia cuestión del poder se vuelve así una cuestión jurídica definida por el orden del derecho, porque está vinculada ya no con el marco de una autonomía sino, por el contrario, con la imposición de la fuerza para administrar justicia, asegurar la libertad de tránsito y comercial y procurar la cohesión nacional. No sólo la política no es reconocida como un orden superior sino que se institucionaliza como una realización del propio estado de derecho.

De todas maneras, y según nuestro criterio, las reformulaciones que abrigan la expectativa de sacralizar al Estado como soberano por encima de las normas, no pueden evitar dar por sentado el mismo orden jurídico (e incluso, el régimen de excepcionalidad que los legitima, es la condición de posibilidad y reproducción del propio orden jurídico.)

La “ficción” a pesar del esfuerzo de naturalización, no puede ser ocultada y termina comprometiendo los propios argumentos acerca de una representación “existencial” por trascendencia divina. Lejos de poder ser o constituirse como un a priori fundamentalista,

5 Giovanni Sartori. Elementos de teoría política (Cap 11.. Representación) Pg 229. Alianza. Buenos Aires.

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la concepción schmittiana implica, a su pesar, la totalidad sistémica del orden jurídico del derecho. No es la negación, ni la superación de dicho orden, sino la reafirmación de los mismos presupuestos que le dieron origen.

b.-

Ahora trataremos de enmarcar la discusión sobre la representación en función de la evolución del concepto y los cambios de su realidad político-institucional a lo largo de la historia para detenernos precisamente en la crisis del rol de los partidos políticos donde se hace palmaria la maniobra de K. Smith.

Si bien el recorrido histórico que propone Manim no se detiene particularmente en esta encrucijada, no obstante nos advierte respecto del cambio de naturaleza de la representación a lo largo de la historia. De un origen jurisdiccional, con un pasaje por la elección de notables, a una representación por medio de los partidos políticos. Precisamente cuando adquiere protagonismo la institucionalización de los partidos políticos es cuando se hace evidente el apuro que lleva a Schmitt a reformular la legitimación de la representación a partir de razones que rozan el misticismo, ciertamente emparentadas con la doctrina católica del cristianismo.

Sirva pues este resumen introductorio para destacar que este recorrido pone de manifiesto que la representación política se ha legitimado, según el momento histórico, de acuerdo a criterios artificiosos adecuados a las circunstancias y que la naturaleza del quién/qué y cómo de la representación política supone necesariamente una discusión respecto de la razón de dichos argumentos como así también respecto de las condiciones de posibilidad con que aparecen en cada momento. Que no hay posibilidad de reconocer la representación si no es como delegación de la autoridad y que en este sentido se está discutiendo, entonces, si el soberano puede ejercer dicha autoridad o en términos schmittianos, si es la autoridad quien detenta la soberanía. Una discusión que tenga a la vista la cuestión de si la representación es efectivamente una delegación por mandato expreso desde el poder soberano hacia las autoridades, o es un fenómeno práctico que aceita el ejercicio de la autoridad para mantenerse más allá y por encima del orden de las instituciones o es un fenómeno que sirve simplemente para que, a partir de las elecciones y de sus expresiones cuantitativas se dé una manera de legitimar la autoridad que acaba siendo instituida en otro.

En síntesis la cuestión del poder constituyente y el ejercicio de la delegación por mandato o por identidades, queda planteada como una cuestión de derecho que no encuentra realización ni soporte material más allá del propio ordenamiento determinado por las condiciones históricas; y que incluso se manifiesta diversamente operando al servicio de diferentes ordenamientos legales: se denuncia el desmoronamiento del Estado de Derecho y se postula un nuevo orden jurídico caracterizado por el imperio de la autoridad legitimada groseramente, sin que esto suponga de ninguna manera la posibilidad de pensar una ruptura entre política y derecho, sino más bien una reestructuración conservadora que viene a poner límites a las manifestaciones que incomodan a la burguesía.

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La cuestión analizada en términos de poder constituyente o en el plano de la representación patentiza que no se trata sino de discursos políticos que sólo la esgrimen como argumento de la legitimación de la autoridad para, acto seguido, asegurar que el soberano del orden contractualista –es decir el pueblo o la Nación- permanezca aplazado y enervado de todo protagonismo político, sometido al poder excepcional de quien toma las decisiones.

Como veremos en Schmitt, la soberanía es ostentada por quien toma las decisiones sin instancia de reclamo o revisión posible. Los propios argumentos schmittianos basados en la urgencia y excepcionalidad deberían servir para objetar la legitimación de la autoridad y los gobiernos: la paradoja del nuevo ordenamiento será que no puede garantizar ni proponer ningún orden sin que esto atente contra su propia condición de excepcionalidad.

A pesar de las declamaciones revolucionarias que postulaban la soberanía de la voluntad popular, en realidad, la soberanía –que nunca ha podido ser otra cosa que la expresión formal a través de leyes de un determinado ordenamiento político/jurídico- acaba siendo relegada al rol de mero legitimante, ya ni siquiera como poderdante porque no tiene voz para expresar su mandato; en tanto el protagonismo es ejercido por la autoridad, casi siempre consagrada con la suma del poder público, al frente de la toma de decisiones.

El soberano de la ficción contractual ha sido relegado al penoso rol de demandante de derechos y reivindicaciones, y lejos de reformular la manera de adjudicarle o restituirle el poder y la potestad que le fue usurpada, por el contrario, se instituyen discursos que fortalecen la legitimidad de la autoridad del gobierno en una escalada que lo coloca siempre más allá de todo control. Incluso, aunque esto merecería un tratamiento más extenso, el supuesto ejercicio del control a través del acto eleccionario cada vez aparece más constreñido por los sistemas eleccionarios diseñados al efecto.

A partir de este concepto es que proponemos abrir el debate en torno de K. Schmitt y las implicancias de sus teorías, las que, sin perjuicio de la relevancia que tuvieron en la Alemania de Weimar y como antecedente del nazismo, adquieren vigencias por las reinterpretaciones que le devuelven actualidad en el debate político.

III. Algunas consideraciones filosóficas sobre la doctrina schmittiana. Heidegger. Amigo/enemigo. La guerra.

Creemos pertinente, a los efectos de ponderar las tesis de Schmitt, tener a la vista algunos aspectos de la filosofía de Heidegger. Precisamente todo aquello que supone el desplazamiento de cualquier fundamento con el que se pretenda dar una razón trascendental para explicar la condición humana y a la vez postular una filosofía práctica en la que se puede reconocer un paralelismo con Schmitt.

Digámoslo rápidamente: el fundamento en la Nada que inhibe toda proyección teleológica que no esté basada sino en la toma de decisiones en un contexto contingente resulta manifiestamente coherente con el fundamento de la soberanía que propone Schmitt.

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Para Heidegger, en el marco de la crítica a la Modernidad, no hay otra cosa más que la nada como sustento de la existencia humana. Este nihilismo tiene su correlato político en la doctrina de K. Schmitt: la nada y la guerra, como estados de necesidad y excepción, son los criterios últimos de la decisión.

Está claro que dar soporte y fundamento a partir de la nada no es todo lo inocuo ni neutro que podría imaginarse, sino más bien es un disparador que viene a legitimar –dentro de parámetros de contingencia- cualquier cosa, probablemente el propio nazismo.

Lo único que queda como finalidad de la decisión es la guerra: es decir la disposición a la nada que representa la muerte entendida como sacrificio de la vida en beneficio de un Estado. Lo que en Heidegger es la libertad para la muerte.

La libertad para la muerte por medio de la cual el Dasein (el ser ahí, el hombre) alcanza su poder ser total, se corresponde con el decisionismo político y con el sacrificio de la vida porque sólo esta libertad para la muerte justifica toda decisión.

El criterio que hace prevalecer a las decisiones sobre las normas no reconoce instancias superiores de apelación; en última instancia los “fundamentos” no son otros que la nada y la muerte en tanto ponen de manifiesto la contingencia y finitud del hombre en su condición de “arrojado” al mundo dado.

Frente a esto no es que nuestro análisis crítico se construya sobre el anhelo de reponer algún fundamento trascendental. Por el contrario queremos denunciar explícitamente que la nada entificada lejos de liberarnos del lastre metafísico funciona de tal manera que repone irresponsablemente los mismos mecanismos deterministas. En cierto sentido nietzscheano, la prerrogativa de la nada tiene que ver con el desplazamiento de la racionalidad que orquestaba lo republicano y democrático.

Al desconocer todo fundamento, la única y última razón de todo Estado reposa en la preocupación –organicista- por la subsistencia vital de él mismo: la razón de Estado es el Estado como una totalidad homogénea preexistente a todo ordenamiento. Un Estado que se aboca a dirimir cuestiones que, aunque contingentes en sí mismas, hacen a la necesidad de discriminar entre amigo/enemigo y caracterizar a la política como soberanía en el ejercicio de las decisiones, desconociendo expresamente el carácter consensual del Estado de Derecho liberal.

En síntesis, el concepto de ocasión/decisión es un contexto de excepcionalidad niega todo vínculo con la norma: “Para hacer Justicia no hace falta tener razón… la autoridad y no la verdad hace la ley”. Así quedan refundados y deformados los presupuestos del derecho: lo que otrora fuera organizado como una razón dialéctica que generaba la voz legislativa, ahora se esquematiza como la arbitrariedad consagrada por encima de cualquier diálogo.

Concordancia con Heidegger, consonancia con la ontología de la existencia: la disposición fundamental del Dasein sólo consiste en ser sin importar un para qué, que no sea el que se improvisa circunstancialmente a partir de su condición de arrojado para enfrentar las contingencias del mundo. Cualquier quididad resulta indiferente: se trata

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sólo del caso del conflicto existencial y la supervivencia; en el caso de Heidegger, problema del Dasein; respecto de Schmitt, la supervivencia del Estado.

Otro elemento decisivo en Schmitt, el criterio amigo/enemigo, expresa una necesidad de identidad a partir de la oposición y la diferencia, afirmación del nosotros frente a la extrañeza discriminatoria que representa el otro. La afirmación de sí por la expresa negación del otro. La posibilidad de reconocer al enemigo implica la identificación de un proyecto político que genera un sentimiento de pertenencia. Esta igualdad de “índole” que constituye la unidad e integridad de un proyecto nacional religado entre amigos, en el caso de Alemania se hegemoniza a partir de la cuestión aria.

El enemigo es siempre resultado de una eventualidad o contingencia, igual que la guerra; no hay ningún carácter trascendente que defina la enemistad. En este sentido es puramente arbitrario y oportunista, sin embargo, estructuralmente, resulta que la discriminación y la guerra son requisitos esenciales que están por encima de la nada.

Decíamos entonces, que la distinción amigo/enemigo no responde a nada específico, se instituye sólo a partir de una cuestión existencial; sólo el ser o el no ser. La distinción amigo/enemigo es un correlato de la oposición vida/muerte del orden de la pasión en el imaginario colectivo instituido a partir de la necesidad de la lucha por la supervivencia del Estado. Supervivencia que a su vez connota y conlleva la concepción de un Estado como un todo orgánico que responde a leyes biológicas.

El enemigo es necesario en una relación de complementariedad; la presencia del enemigo es necesaria para reabrir el espacio de hostilidad que define a la política. A diferencia de los parámetros liberales que presuponen discusión y deliberación para producir consenso, la finalidad del programa decisionista no es superar el conflicto sino vivir y justificarse a expensas del conflicto teatralizado a partir de la identificación ocasional de un enemigo para domesticarlo y que se rinda. El objetivo entonces no es la neutralidad. Lo decisivo, en cambio, es la lucha real que pone al descubierto la naturaleza de las cosas y, en última instancia, en tanto concierne a una referencia a la vida. Al mismo tiempo en tanto la pacificación supone una anulación de lo político, lo político requiere, se organiza y se manifiesta exclusivamente en los términos de la oposición amigo/enemigo que debe renovarse incesantemente para sostener las condiciones de excepcionalidad y urgencia. En el horizonte de la doctrina schmittiana no puede haber ninguna pacificación, so pena de atentar contra la propia legitimación y condición de posibilidad del representante soberano.

La esencia de la lucha no es la competencia o la discusión sino la posibilidad de la muerte física. La guerra procede de la enemistad y tiene que existir como posibilidad efectiva para que se pueda distinguir al enemigo (hipótesis de conflicto, terminología de estrategia militar). El conflicto no se resuelve con instancias mediadoras, se resuelve sometiendo a la contraparte a la voluntad de la autoridad (y de allí la necesidad de legitimar dicha autoridad). En este sentido la guerra no es entendida por Schmitt como la extensión de la política por otros medios (Clausewitz) sino como el presupuesto que determina el pensamiento y la acción políticos.

La guerra es, en tanto excepcionalidad, el parámetro último que no puede ser medido por otros criterios. La indiferencia radical frente a todo contenido político tiene como consecuencia que todos los contenidos tengan el mismo valor, es decir que dan lo

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mismo. Esto caracteriza el concepto básico (político-existencial) de la guerra como la cumbre de la gran política. Lo que queda como justificativo remanente de la guerra es la afirmación ontológica de base vitalista. Schmitt está seducido por el vértigo de las altas cumbres de la política, su horizonte político es marcadamente belicista, la guerra como lo peligroso y arriesgado: una ideología narcotizada de endorfinas.

La esencia de un Estado se reduce a un decisionismo absoluto creado desde la nada, que por lo tanto no requiere justificación. Lo único que queda como finalidad de la decisión es la guerra: es decir la disposición a la nada que es la muerte entendida como sacrificio de la vida por un Estado.

IV. Discusiones con Kelsen

En el contexto de la crisis del ´29, el primer ensayo de Estado de Bienestar (la República de Weimar, cimentada en una fuerte coalición entre la socialdemocracia, el liberalismo democrático y el catolicismo social) veía resquebrajarse su estabilidad. Desde marzo de 1930 de la mano de Brüning se disuelve el Gobierno y en las elecciones que siguen Hitler obtiene un importante éxito. A partir de octubre de ese año se comienza a gobernar por reglamentos (decretos de necesidad y urgencia) apoyándose en la segunda parte del Aº48 de la constitución de Weimar ante la indiferencia del Parlamento.

Kelsen y Schmitt protagonizan una discusión en torno de quién es o debe ser el guardián de la Constitución. Kelsen argumenta a favor de una legitimidad que proviene del propio ordenamiento jurídico en el que Estado y Derecho son la misma cosa, mientras K. Schmitt reprocha este formalismo como una secuela de la burguesía liberal con tendencia a la despolitización. Para K. Schmitt la soberanía la ostenta quien decide en un estado de excepción. Rechaza el ordenamiento normativo y pone por encima la contingencia de la decisión (decisión que por otra parte tampoco es deudora de ningún orden trascendental. El Estado se define por el monopolio de la decisión; ante la excepcionalidad, el Estado pone de manifiesto la superioridad sobre la norma, la decisión liberada de toda obligación normativa; la norma reducida a nada.)

Para Schmitt, el Parlamento, -considerado por la tradición liberal como el lugar de discusión para alcanzar el consenso- pertenece al horizonte metafísico del liberalismo determinado por los principios de la publicidad de la discusión y la libertad de expresión. La doctrina de Schmitt promueve una fuerte crítica de la democracia y del Parlamento como expresiones del liberalismo burgués.

El enemigo de Schmitt es claramente el Estado de Derecho liberal del s XIX al que caracteriza como a-político. Despolitización que se pone de manifiesto en la discusión, neutralidad o búsqueda de equilibrio. Para Schmitt la burguesía es indecisión liberal, sólo discute y negocia.. Lo que Schmitt defiende es una política de la decisión soberana para la cual, sin embargo, el contenido es sólo el producto de la ocasión contingente y no el resultado de la fuerza de un conocimiento íntegro sobre lo racionalmente pertinente. El decisionismo huye de la crítica y la reflexión por el atajo de la arbitrariedad y el autoritarismo.

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Y en este sentido, para asegurar la eficacia y vigencia del régimen, lo esencial es que ninguna instancia superior pueda revisar la decisión. El enfrentamiento entre Schmitt y las posiciones de Kelsen -quien sostenía que el propio sistema tenía los recursos para no sólo legitimar sino garantizar un régimen razonable de convivencia social dentro del marco del derecho y de las instituciones-, arrojaron un resultado histórico que quedó a la vista. La más grande ignominia de la que la humanidad tiene memoria fue sustentada en la doctrina del decisionismo y la excepcionalidad y sólo pudo ser desarticulada bajo sus propios términos. Y sin embargo aún hoy las interpretaciones críticas a la Modernidad cargan las culpas sobre la racionalidad del modelo kelseniano.

V. Algunas consideraciones sobre el Poder constituyente. Su naturalización: mecanismo y esteticismo.

Es necesario traer a colación una breve discusión sobre la naturaleza del poder constituyente dado que Schmitt hace un rescate relevante de esta noción confrontándola con la postulación de Rousseau. En un aspecto general queremos poner en evidencia los compromisos formales que entraña la propia noción de Poder constituyente con el marco jurídico del Estado de Derecho, dado que no es posible concebir la noción de poder constituyente si no es dentro del marco de posibilidad del mismo Estado de Derecho que aparece como un fundamento apriorístico y condición de posibilidad inexcusable para poder comprenderlo. Con esto quiero destacar que es muy difícil, si no imposible, deslindar el concepto poder constituyente de la propia naturaleza jurídica y procurar darle independencia y autonomía ontológica por encima de aquello que lo instituye. Sin embargo, al naturalizarse, veremos que se pretende que la noción adquiera propiedades absolutas e independientes que la consagren con una prerrogativa trascendente a dicho marco.

Por otra parte no podemos dejar de señalar que esta argumentación no puede desprenderse del condicionamiento mecanicista en la que está inscrita: todo concepto tiende a naturalizarse. Esto implica que dicho concepto adquiere propiedades ópticas tales como por ejemplo su determinación espaciotemporal, cierta materialidad y específicamente su inalterabilidad esencial. Y de todo ello corresponde que se derive una ontología de cuño metafísico. Este paradigma mecanicista, fácil de rastrear a lo largo de toda la historia del pensamiento, es singularmente relevante en la Modernidad y está presente aún en los críticos más rigurosos de la misma Modernidad.

Aquellos conceptos como átomo o electrón, que son resultado de la abstracción, de la especulación racional y de la crítica dialéctica que los niega metódicamente para redefinirlos, suelen padecer una captación, una apropiación que los objetiva y reifica como sustancia concreta y fundamental de lo real, como algo preexistente. Postulamos que la noción de voluntad general definida artificialmente, producto de una especulación racional, sufrió esta misma captación, para acabar naturalizándose y adquiriendo rasgos físicos y “propiedades” que desde su impronta “natural, real y objetiva” sirvieron de argumento para dinamizar la política según los términos schmittianos que venimos revisando.

Otra emergencia relevante y coincidente con este punto de vista y que rescatamos como parámetro ideológico/epistemológico es el surgimiento de las Estéticas. La modernidad

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también lleva en sí otro germen de su propio conflicto con el reconocimiento de las estéticas. La Estética como aquel ámbito que pone en jaque el orden formal para hacerle lugar a aquello otro del orden de las sensaciones: la “materialización” sin mediación racional de realidades preexistentes con autonomía ontológica que paradojalmente reivindican para si derechos anteriores al derecho.

Necesariamente la cuestión política se instala en el teatro de lo contradictorio ente la teoría y la práctica. Las discusiones se plantean en torno de la fundamentación metafísica o racionalista o por las legitimidades justificadas y postuladas por lo empírico o por la sistematicidad.

De todas maneras, aquello que como la guerra aparece muchas veces justificado desde el punto de vista político, tiene desde lo filosófico infinidad de argumentos para ser desestimado. En definitiva, al igual que el discurso estético, el discurso político resulta inherente a la constitución ideológica imperante que le subyace y demanda para sí un ámbito de privilegio que rehúsa confrontar con la filosofía.

Mucho antes de las diferentes proposiciones que se puedan formular, la propia constitución de un determinado objeto de análisis nos está señalando los aspectos constrictivos que definen la disciplina: algunos dirán paradigmas; otros, ideología o imaginarios como concierto discursivo que patentiza los obstáculos epistemológicos.

Pero, retomando el hilo de lo que venimos señalando, se define así una disciplina que integra registros incompatibles que terminan por diluir toda expectativa por la formalización de un orden teórico que fuera competente para dar razones y explicaciones del estado de la sociedad. El cierre de la Gere heideggeriana ilustra a la perfección este movimiento en el que lo simbólico sólo opera como un velo que hay que correr para poder acceder a la verdad latente en el ámbito del ser.

Se pretende resolver la tensión dialéctica profesando la preexistencia de un sentido naturalizado en un orden previo a toda constitución formal, sistemática o simbólica. El ser preexiste y del mismo modo el poder constituyente preexiste. En algún sentido es irrelevante la constatación de la nada, porque lo que infunde sentido es la preexistencia. (Digamos, si la nada existe y preexiste, existe como cosa, como ente, y en este sentido opera como cualquier fundamento).

El esfuerzo por intentar una reconciliación entre la espontaneidad de la naturaleza y las formalizaciones de la construcción social acaba por poner en perspectiva todo esfuerzo estrictamente racional y relativizarlo a la luz de su incompatibilidad con las pulsiones humanas. De este modo los resultados de los análisis racionalistas materialistas (proclives a definir el ser como una síntesis) son confrontados con argumentos de cuño metafísico o pragmático que igualmente tienen por finalidad obturar todo ejercicio dialéctico. El núcleo irrebasable de la realidad, aún cuando luce innumerable, adquiere la entidad de lo que encabeza la serie, y en tanto núcleo, átomo indivisible, no admite su propia negación.

La introducción de algo así como la “vida sensata” (o el mundo de la vida) como algo extraño a la razón y como aquello de lo que la razón sigue sin dar explicación cabal es lo que viene a distorsionar el aparato sistemático y a repudiarlo porque justamente no contempla estos aspectos de la “naturaleza” humana. Este es el nudo de la discusión y a

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la vez, la discusión en sí que viene a conmover y poner en jaque el proyecto ilustrado. Lo político, concebido teóricamente como prerrogativa del orden social formalmente diseñado, ahora es reformulado a partir de la asignación de características esenciales que lo constituirían en su naturaleza anterior a lo que lo define.

Porque lo político entendido como vida sensata se propone como un antecedente originario y auténtico no susceptible de ser analizado. Así se inhibe todo análisis que procure indagar sobre las razones o causas de aquello que ahora se reivindica sin mediación alguna. Es propio de lo inmediato ser verdadero y no contradictorio. Indeterminado, en el sentido que no hay nada que lo condicione ni estructura hegemónica que lo pueda monopolizar. ¿Cuál podría ser la legitimidad de esta vida sensata si no es apelar a su pureza, espontaneidad y cualquier serie de rasgos intuitivos, como si de una naturaleza primera se tratara?

Veremos inmediatamente cómo el discurso decisionista se apropia de esta “naturaleza auténtica” replicando el milagro de la representación que esgrime la iglesia católica, la ausencia encarnada en el Representante.

Pero antes terminemos el capítulo abierto en torno de la Estética. La estética postula que hay un aspecto que tiene una materialidad no susceptible de ser reducida a leyes universales, del mismo modo como las teorías del poder constituyente objetan la sistematicidad de un orden legal autorreferencial. Este aspecto de lo que podríamos llamar lo material concreto, empírico, del orden de lo perceptivo, postula una consistencia que lo instituye al margen de toda consideración racional. Como si el juicio estético no tuviera en su formulación un débito racional que le es inherente. A todo juicio le es propia una matriz racional y esto es lo que intenta resolver Kant, reconocer en el juicio estético la misma forma que el imperativo ético.

Pero, a nuestro criterio, con esta reformulación se incurre en una contradicción de principios. Del mismo modo que la soberanía en Schmitt para perdurar y reproducirse no puede garantizar estabilidad alguna porque su razón de ser es la urgencia de la excepcionalidad, lo empírico en tanto no puede ser reducido a forma alguna que sostenga identidad con las proposiciones, implica que todo juicio o proposición, necesariamente sea la negación de cualquier entidad naturalizada. De allí se deduce, por tanto, la imposibilidad de gestionar hegemonía a partir del juicio singular de la voluntad emotiva sin que haya que recurrir de todos modos a la formulación de un sistema que la contenga y sea su condición de posibilidad e, inmediatamente, sea la negación de todo reconocimiento o identidad entre el representante y la voluntad general.

Este sesgo o perfil interpretativo es aplicable a la maniobra que aplica Schmitt sobre Rousseau. Lo que en Rousseau es expresamente una ficción, un artificio, aparece en Schmitt con la fuerza de lo trascendental. Así, la voluntad general bajo la forma del poder constituyente adquiere una entidad que preexiste y trasciende al orden jurídico (haciendo caso omiso que ha sido una creación concebida dentro y gracias al orden que pretende subsumir). En Schmitt el poder constituyente se presenta como un exceso respecto del orden jurídico.

El poder constituyente fundaría la constitución pero no estaría en ella. Formulación que luego nos llevará a plantear la representación signada por la misma impronta mística de la pastoral cristiana, como la presencia de una ausencia. Porque la maniobra schmittiana

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tiene todavía una finta para el estoque final: el poder constituyente, como veremos, resulta arrebatado y puesto aún más allá, en un lugar que sólo puede captar el poder del príncipe; del mismo modo que el Papado ostenta la representación del poder divino. Esto es, ni más ni menos, que renegar de la secularización que defendía el orden liberal que separaba el orden religioso del gobierno civil, para reinstituir un orden teológico para legitimar el poder.

Con esta excedencia, este estar por afuera, se minimiza la consistencia del orden sistemático y formal liberal. La voluntad general como poder constituyente adviene a la realidad política como un referente absoluto, desligado de toda determinación. El mandato divino que repone la jerarquía monárquica donde el rey es el representante de Dios sobre la tierra para guiar a los feligreses.

Así Schmitt apela a un recurso de legitimación jerárquica. Aunque la voluntad general no es la autoridad, su preeminencia sobre la norma habilita la conclusión que el orden jurídico es derivado, como poder constituido, y definir así el concepto de Estado como una categoría que presupone lo político por encima de lo jurídico.6

Para terminar de ilustrar este análisis, podríamos remitirnos al esquema de la ética kantiana y advertir de qué modo el orden político en tanto práctica irrumpe en el esquema kantiano colocándose por encima del imperativo categórico, por encima del orden metanormativo. Para Schmitt es necesario reservarse una instancia extrajurídica con competencia exclusiva para intervenir en las decisiones. Según estos términos la cuestión remite a dilucidar si la política puede demandar para sí un orden trascendental por encima del sistema de Derecho.

Pero al respecto y en principio, tenemos el problema de cómo adquiere entidad el poder constituyente. En efecto, el marco conceptual impuesto por las teorías contractualistas no nos permite comprender cómo, por fuera de un orden jurídico, habría aún sujetos de derecho. ¿Cómo formular un contrato sin teoría jurídica? Si el poder constituyente tiene personería, la tiene en tanto el orden jurídico se la reconoce. Dicho de otro modo, todo sujeto de un derecho contractual queda definido por el objeto del contrato y por la naturaleza jurídica del mismo.

Para resolver la tensión entre política y Estado de Derecho Schmitt recurre a la noción de soberanía con la que intenta orquestar un orden jerárquico de legitimación desde fuera del sistema. “Soberano (dice en teología Política) es aquel que decide sobre el estado de excepción.”7

Es necesario concebir en términos schmittianos que el sistema jurídico se ve excedido permanentemente por la excepcionalidad. Lo que significa que la excepcionalidad no es tal, sino que a la luz de su recurrencia, termina convirtiéndose en una regla. De todos modos la “norma” de la excepcionalidad, como la formalidad del orden jurídico, imponen las condiciones que definen los términos del contrato; la gran diferencia es la voz de quien la enuncia: el representante por medio de decretos de necesidad y urgencia o el Parlamento a través de leyes.

6 Karl Schmitt.. El concepto de lo político. Pg 10 en http:/obinfonet.ro/docs/tpnt/tpntres/cschmitt-el-concepto-de-lo-politico.pdf7 Karl Schmitt. Teología política. Pg. 13. Editorial Trotta. España 2009.

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No habría contrato si no se pudiera precisar ni el objeto ni la regularidad de ejecución del mismo. Hay pues que justificar la excepcionalidad con algo más que la evidencia de la inestabilidad del Estado que se desenvuelve bajo amenazas que atentan contra su identidad y cohesión. En cierto sentido hobbesiano, Schmitt nos propone una política fundamentada en la naturaleza paranoica del hombre, de la que se desprende que la mejor defensa es un buen ataque. Esto es, la configuración del enemigo. Con lo que, como decíamos, se invierte la ética kantiana para poner por delante los hechos por sobre el imperativo categórico y como corolario resulta que el acto político no necesariamente es legal. Queda justificado quebrar el orden legal para hacer política desde el gobierno.

En la conformación schmittiana del Estado, la política queda por fuera del sistema como expresión de la soberanía y el Estado no es del orden jurídico sino más bien una especie de órgano vitalista.

Otro problema o manera de reescribir lo mismo, es que para Schmitt la soberanía es una forma de mandar, de construir la autoridad (“autorictas non veritas facit legem…” Hobbes citado por Schmitt) siendo que, en cambio, para un orden formalista, la soberanía es autonomía, independencia de toda constricción heterónoma y ejercicio de la libertad.

Ahora bien, si el horizonte del mundo es la excepcionalidad y la contingencia, ¿qué justificaría esta intervención in extremis de la autoridad, qué tipo de reserva o garantía está en juego? Ya veremos cuando reseñemos el comentario de Benjamin los alcances y efectos no funcionales de sostener la excepcionalidad al extremo.

En síntesis, la cuestión del poder constituyente y el ejercicio de la delegación por mandato o por identidades queda planteada como una cuestión de derecho que no encuentra realización material e incluso es puesta al servicio de discursos políticos que sólo la esgrimen como argumento de la legitimación de la autoridad y mantienen al soberano relegado de la toma de decisiones. Como vemos en Schmitt, la soberanía queda directamente ejercida por la persona que toma las decisiones sin instancia de reclamo o revisión posible. Los propios argumentos schmittianos basados en la urgencia y excepcionalidad deberían servir para objetar la legitimación de la autoridad y los gobiernos.

VI. Representación.

Para abordar el tema de la representación ya dejamos planteado que para Schmitt la representación tiene un estatuto existencial, metajurídico y por lo tanto no susceptible de ser considerada en términos contractuales, toda vez que la decisión es precisamente la excedencia de todo contrato.

Aquella contrariedad que distinguimos a propósito del enroque entre soberanía y autoridad o gobierno sirve entonces para ver destacada la noción existencial de representación que propone Schmitt sobre un fondo de distinción y singularidad: el representante está tocado por la gracia que le arroga aquello que representa. Es el mediador a través del cual el poder divino trasciende y se hace evidente a los mortales.

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Ser la presencia de una ausencia es lo que constituye al representante en soberano y autoridad.

Esto resuena en otro teórico del populismo, Laclau, y su funámbula caminata por sobre los textos lacanianos de donde extrae a contrapelo de la propia teoría lacaniana, el concepto de significante vacío, para tergiversarlo en una suerte de horror al vacío aristotélico. Se debe tener presente que la vacuidad constitutiva del significante según lo plantea Lacan, en Laclau debe ser completada con las proposiciones que persiguen denodadamente la construcción de hegemonía. Con lo que aquel carácter decisivo de la insignificancia es reemplazado en Laclau por la funcionalidad del orden imaginario y artificioso que vendría a sintetizarse en el discurso del representante (o líder).

Releemos entonces en Laclau la cita ya apuntada pero ahora con una interpretación en clave schmittiana: es necesario sostener un exterior que no sea un lugar neutral sino “el resultado de una exclusión, de algo que la totalidad expele de sí misma a fin de constituirse (para dar un ejemplo político: es mediante la demonización de un sector de la población que una sociedad alcanza un sentido de su propia cohesión.”8

Demonización por un lado y significante vacío por el otro, juegos semánticos que aúnan vacío y ausencia. La necesidad de completar la cohesión y la unidad a partir de la diferencia con un enemigo ad hoc una identidad originariamente vacía (es decir, da lo mismo cuál sea porque el fundamento nihilista así lo requiere). Como para Laclau tampoco se trata de postular fundamento alguno (aunque su ingeniería es, al menos, manifiestamente apriorística y necesaria) de todos modos asistimos al problema de la construcción de hegemonía con contenidos que, aún siendo contingentes, deben presentarse como necesarios y urgentes.

Por otra parte si todo refiere a la totalidad, ¿cómo sostener la diferencia? ¿Cómo funciona la idea de una totalidad con algo excluido? Cómo hacer verosímil el horizonte de unidad si lo que se trata de reunir es la pura diversidad, lo innumerado? ¿Cómo identificar no sólo un representante sino aquello que sea razón suficiente para construir la hegemonía?

No hace mucho Toni Negri ha recordado en una entrevista que se realizara durante una visita a la Argentina que, según Schmitt, “la representación es la presencia de una ausencia. También la representación de Rousseau es siempre una ruptura, una fetichización de la presencia. Y esa presencia viene construida por elementos que no tienen nada que ver con la participación.”9

A confesión de parte, relevo de prueba. Creo que todo esto finalmente termina haciendo cuadrar las piezas cuando se analiza la teología política de Schmitt a partir no sólo del reconocimiento del estilo de política (complexio oppositorum) de la iglesia católica sino particularmente con su reivindicación del orden representativo y jerarquizado de la Iglesia y el Papado como representantes que encarnan la divinidad.

Sirvan estas ilustraciones para presentar entonces las consideraciones que hace Schmitt sobre la representación. En el marco de un ataque a fondo a las instituciones modernas reputadas como envases vacíos, neutrales, que sólo reflejan una cuestión puramente

8 Ernesto Laclau. La razón populista. Pg 94. Fondo de cultura económica. Argentina 2005.9 En http://carlos-girottiblogspot.com.ar/2011/12/acerca-de-presencia-y-ausencias.html

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procedimental atinente a lo económico y que, fundamentalmente, no se muestran idóneas ni con los reflejos necesarios para enfrentar las urgencias y apremios del momento, veremos cuál es la propuesta para enfrentar al “Anticristo” que según las escrituras será quien gobierne tras la caída del Imperio Romano. De eso se trata pues, de esta interpretación del cat echon como la fuerza que habrá que oponer a la amenaza que se cierne sobre la burguesía. Prevención y anticipación urgentes para suplir la ineficacia parlamentaria liberal que está allanando el avance que pone en riesgo el orden nacional: “así pues, mientras esperamos que aquel día se dilate, por no hacer en el peligro experiencia, favorecemos esta duración, y a este imperio lo prolongamos mientras a aquello lo detenemos.”10

A continuación seguimos el análisis que hace Rodrigo Karmy Bolton de la Universidad de Chile en su artículo Carl Schmitt y la política del Anti-Cristo.

“La tesis que aquí se juega es que el problema de la “representación” constituiría el hilo por el cual Schmitt articula el problema de la soberanía, el de la decisión y el del nomos, cuya articulación se plantea como un antídoto frente a la llegada del Anti-Cristo. Porque según Schmitt, la modernidad se definiría por el “nihilismo” en la medida que constituye la época de las neutralizaciones y de la emancipación global de la técnica y el liberalismo. Como veremos, el “nihilismo” es según Schmitt una “representación” vaciada de contenido y reducida, exclusivamente, a su aspecto eminentemente procidemental. Frente al nihilismo de dicha representación, Schmitt opone la “representación auténtica” que tendría como modelo el catolicismo romano.” 11

Digamos, antes de continuar con el análisis, que es por lo menos curioso que Schmitt recurra a la imputación nihilista. Venimos sosteniendo que la filiación filosófica de Schmitt está en línea directa de parentesco con el mismo nihilismo en lo que concierne a la falta de fundamento y su secuela necesaria que es completar el significante vacío con imaginarios hegemónicos que legitimen al representante como autoridad.

Pero lo relevante de la cita que hacíamos es que con nuestro modelo interpretativo podemos aludir a la cuestión de la maniobra “defensiva” y conservadora que representa la ingeniería de Schmitt en la que, con notable coherencia, define al Estado en su condición de inestabilidad permanentemente amenazado por el enemigo, al punto que requiere la presencia de un representante que opere sin mediación y expeditivamente en la situación de excepcionalidad con la suma del poder público. A Schmitt le urge tomar decisiones, aún violatorias de la legalidad, con tal de oponer una férrea defensa al embate bolchevique, frente al cual la neutralidad liberal resulta, a criterio de Schmitt, complaciente y tolerante.

En contra de la representación liberal, Schmitt reivindica la representación según los cánones del catolicismo. Esto significa que las instituciones de la iglesia romana son las que encarnan como representantes lo trascendente, Dios como ausencia se hace presente y se manifiesta en el representante.

10 Tertuliano. Apología contra los gentiles. Citado por Rodrigo Karmy Bolton. Carl Schmitt y la política del Anti-cristo. En http://dialnet.unirroja.es/descarga/artículo/3021626.pdf11 Rodrigo Karmy Bolton. Carl Schmitt y la política del Anti-cristo. En http://dialnet.unirroja.es/descarga/artículo/3021626.pdf

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Este es precisamente el esquema que replica Schmitt sobre el Estado, convencido como está, que la teología política debe reponerse por sobre el presupuesto liberal que sostenía la independencia del orden civil y político respecto del religioso. El pueblo y su representante, como Cristo respecto de Dios, se ven enaltecidos por las cualidades trasmitidas por la divinidad. De esta manera la voluntad general encarnada en el cuerpo del representante está por encima de cualquier cuerpo normativo. Incluso se apoya en Rousseau para sostener que la voluntad general no puede ser formalmente representada.

La siguiente interpretación nos parece una buena síntesis:

“También en el ámbito político el ser imperceptible, que se va a actualizar en el Estado o en el pueblo como unidad de acción y no mero agregado social de individuos heterogéneos, constituye “una particular especie de ser: un ser trascendente.” Lo teológico de esta manera de entender la política se halla en la necesaria referencia a la idea, a algo que, como la divinidad, siempre permanece trascendente, a un elemento que por su naturaleza excede a lo que se da empíricamente. La representación política consiste así en un movimiento hacia lo alto, un movimiento que tiende a hacer presentes las ideas que, como pueblo, justicia, etc., permanecen ausentes incluso en el momento en que son representadas. No consiste ni en hacer inmanente lo trascendente, ni, al revés, en separar completamente ambos planos, sino en un movimiento hacia la trascendencia.”12

En definitiva deberíamos discutir entonces si se trata de una ausencia o de una proscripción. Si el ausente es el pueblo, el soberano según la teoría contractualista, ¿cómo restituir esta presencia si no como hace Schmitt a través del paradigma católico haciendo encarnar en el representante la gracia divina? Pero en definitiva, el poder de la voluntad general resulta birlado y depositado en manos del representante, porque soberano es quién decide.

Como contrapartida y para confrontar la consistencia del planteo schmittiano nos resulta pertinente el artículo de Francisco Naishtat (Conicet, UBA, UNLP) “Walter Benjamin y Carl Schmitt: Contrapunto entre soberanía y teología política. La herejía interpretativa de Benjamin”13, que expone la objeción de Benjamin respecto de la regla de excepcionalidad.

Frente a la tesis schmittiana que soberano es quien decide en el estado de excepción Benjamin va a oponer que el soberano más bien debe ser quien prevenga o evite el estado de excepción.

“De hecho la secularización barroca, la misma que hace que los príncipes se independicen de la Iglesia, es un arma de doble filo y que por elevado que fuera el poder del príncipe sobre los hombres éste sigue siendo un hombre, diferente por ende de Dios. Gobierna sobre las criaturas pero es, al mismo tiempo, una criatura. A diferencia de Schmitt, quien marca una identidad de carácter teológico-político entre Dios y el Soberano, lo que sobresale en Benjamin es un abismo inconmensurable. En Schmitt el soberano trasciende al Estado como Dios trasciende al mundo; para Benjamin en cambio, el soberano carece de consolación, no sabe a donde dirigirse, el

12 Antonio Rivera García. Representación y crítica de la modernidad. Voeglin y Schmitt. En http://www.revistadefilosofia.com/45-04.pdf13 En http://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/3021626.pdf

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estado de excepción se ha vuelto la regla (…) Desde este punto de vista, lo que estructura el drama barroco no es ya solamente el príncipe, sino también el intrigante, el bufón, el tirano, a través de las figuras de las intrigas de palacio y de los complots, que son características de una era en que la falta de apoyatura trascendente se ha vuelto existencialmente desgarradora.”14

La situación que prevé Benjamin es aquella en que si la excepción se vuelve regla, el propio representante se contamina de la regla y pierde su sustancialidad trascendental. El príncipe del estado de excepción viene a inmunizarnos, pero por sus propias condiciones de posibilidad lo que hace es reproducir el estado de excepción: no resuelve el desorden sino que está obligado, para sostener su legitimidad, a replicarlo y multiplicarlo. El príncipe es él mismo una excepcionalidad que en tanto tal no debería poder asegurar ni el orden sistemático ni las condiciones que lo sostienen como soberano. Una excepcionalidad que en tanto tal no debería poder asegurar las condiciones de reproducción; y que no puede restituir el orden sin tergiversar sus propias fundamentaciones dado que no responden a ningún orden sistemático sino que son emanaciones contingentes de lo trascendental. Por lo tanto su única manera de justificarse y legitimarse es regenerando sus propias condiciones de legitimidad y posibilidad que no son otras que la excepcionalidad devenida regla, pero donde la identidad para garantizar la cohesión del Estado no puede estar asegurada dado que ella misma ha devenido contingente.

Excede el alcance de este comentario profundizar en el análisis de Benjamin, pero su mirada nos proporciona un aporte significativo porque logra poner en evidencia las contrariedades que trae aparejada la concepción de Schmitt.

“La tradición de los oprimidos nos enseña que el “estado de excepción” en el cual vivimos es la regla. Debemos alcanzar una concepción de la historia que dé cuenta de esta situación. Entonces descubriremos que nuestra tarea consiste en instituir el verdadero estado de excepción; consolidaremos de este modo nuestra posición en la lucha contra el fascismo.”15

En resumen, la entidad del príncipe se halla inmersa en un contexto que pone de manifiesto -a partir de su propia fundamentación-, su falta de sustentación. El príncipe no sólo no puede asegurar la estabilidad ni la paz bajo su gobierno –ya que precisamente la falta de estabilidad y la guerra son las condiciones de posibilidad de su legitimación- sino que al mismo tiempo debería asumir su propia excepcionalidad.

VII. Cierre y conclusiones. Algunas consideraciones epistemológicas.

Para cerrar este estudio recurriremos a una última crítica de orden epistemológico, tal que nos permita tomar distancia de lo que podría ser reprochado como una simple opinión ideologizada. El programa schmittiano insiste específicamente en que la política está más allá del orden normativo, ése es el punto de confrontación que se pone de manifiesto en la discusión con Kelsen y en última instancia orquesta el reproche a Kant y a todo formalismo racionalista.

14 ibidem15 Walter Benjamin citado por F. Naishtat en http://dialnet.unirioja.es/descarga/artículo/3021626.pdf

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Hemos comentado que hay cierto aspecto del programa de Schmitt en el que queda a la vista un esquema mecanicista que está operando, determinando y condicionando sus postulaciones. Uno de los paradigmas irrebasables de todo mecanicismo es precisamente que si el objeto de análisis es la acción y la causalidad, esto sólo puede llevarse adelante si estas acciones están protagonizadas por cuerpos determinados espaciotemporalmente. Esta corporización supone una tendencia inherente al propio discurso mecanicista y que acaba comprometiéndose con el naturalismo.

Recurrir al sustancialismo es un importante obstáculo epistemológico, propio del realismo ingenuo con el que se justifican proposiciones que pretenden decir algo respecto de un referente objetivo, susceptible de ser medido cuantitativamente. Por ejemplo, la cuantificación de un caudal de votos sería la cabal demostración empírica de la existencia de la voluntad; materialización de aquella ficción fundadora del contrato social como algo sustancial y homogéneo que manifiesta la unidad.

Así, bajo la influencia del realismo ingenuo y para renegar del racionalismo, queda determinada la “sustancia” (soporte y referente) como aquello sobre lo cual se puede predicar algo, que ostenta propiedades intrínsecas y legitima la delegación de la soberanía en la autoridad.

Es Bachelard quien sabe advertirnos que toda realización o reificación supone una racionalización previa, que el concepto de sustancia no es algo empíricamente dado y que, por el contrario, es el resultado de un proceso de racionalización abocado a una dialéctica incesante del propio concepto 16, en clara oposición al espíritu empírico y realista, el que, una vez alcanzada la determinación por un concepto, suspende todo despliegue dialéctico.

A partir del mentado realismo se trata de imponer la noción de sustancia como aquello del orden de lo dado y suspender toda dialectización. Sin embargo, la sustancia no es un objeto sino una categoría, no es un sustantivo, sino más bien un adjetivo. Muchas de las características predicadas acerca de la sustancia resultan en realidad funciones accidentales de otros factores ajenos a la supuesta identidad de cualquier “sustancia”. Ante la tensión entre lo descriptivo y lo normativo, está muy claro para Bachelard que la ley domina el hecho. Todo elemento sujeto a análisis lleva el signo de la norma. Por lo tanto, este estudio se ha guiado con la intención de demostrar el carácter de categoría que le corresponde a aquello que se postula como unidad irreductible.

Para el caso de la representación en Schmitt, la “realización” del poder constituyente como sustancia que encarna la trascendencia, es una evidencia de la regresión, en el proceso de la interpretación de la ciencia política, a un estadio de realismo ingenuo. Dejamos explícita, de todos modos, una sospecha que formulamos en estos términos: si no es que, por otra parte, dicho realismo no entraña una suerte de manipulación capciosa que viene a aprovechar el impulso de la impronta romántica para justificar intuitivamente la legitimidad del representante.

La sustancialización del poder constituyente o voluntad general como unidad, desconoce el estatus normativo que la noción de sustancia ha adquirido racionalmente. Por el contrario, los caracteres dominantes del ser son caracteres que aparecen dentro de una perspectiva de racionalización, como síntesis.

16 Gastón Bachelard. Filosofía del No. Amorrurtu editores. Buenos Aires. Pg.46

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La trascendentalidad mítica con que se fundamenta la representación en Schmitt, reporta la sustancialidad de la soberanía a un ámbito ajeno al conocimiento y preñado de irracionalidad. Desarrollando en cambio, una filosofía del no-sustancialismo, podríamos dialectizar la categoría de unidad; dicho de otra manera, se llegaría a hacer entender mejor el carácter relativo de la categoría de unidad.

Es necesario pues, que el análisis deba modificar sus categorías de sustancia y unidad hasta jaquear y comprometer la misma causalidad que habitualmente desconoce todo lo imaginario que atraviesa el salto inductivo; imaginario que en definitiva se halla, precisamente, transido por la ideología subyacente.

En síntesis hemos presentado y puesto bajo análisis el tema de la representación en K. Schmitt para objetarlo según tres ejes: uno, el epistemológico, con el que se ha tratado de demostrar que el esquema “realista” y pragmático es deudor de una metafísica íntimamente comprometida con postulaciones trascendentales de orden místico y divino. Un segundo eje filosófico en el que vinculamos la teoría schmittiana con Heidegger. Y un tercer eje que ha intentado ceñirse al examen de la ciencia política para demostrar la inconsistencia a que se ve reducida la intención de establecer un orden político que exceda o preexista al normativo.

La conclusión de estos recorridos coincide en que esta pretensión de excedencia sólo hallaría legitimación en un orden trascendental (la sustancia, el ser o la divinidad) y que la excepcionalidad, al postularse como principio, acaba por condenar a la misma excepcionalidad a su propia contingencia; una inconsistencia postulada temerariamente al sólo efecto de legitimar un régimen arbitrario que sostenga la autoridad del representante como defensa conservadora.

En cierto sentido, suponer un poder constituyente es reponer un fundamento absoluto precisamente allí donde se había dado la batalla abolicionista. El poder no preexiste al orden, y ni siquiera es una entidad provista de características “sustanciales”; el poder es una gramática que se potencia simbólicamente y lo que hace posible el mundo real o político es el orden simbólico que se consagra sistemáticamente, es decir, en su propio devenir o funcionamiento dialéctico, negándose y reinventándose. Podemos quizás coincidir con Schmitt en cuanto no hay un fundamento firme e inalterable, pero esto no implica la negación del régimen jurídico del Estado de Derecho que está postulado como la condición de posibilidad para el ejercicio dialéctico de la convivencia social. Por el contrario, Schmitt parece dar un paso atrás, hacia la naturaleza lupina del hombre, para reducirlo todo a una mera cuestión de supervivencia apadrinada por un representante soberano y autoritario. De ese modo, la ilusión de promover, si bien ya no un orden estable, permanente y equilibrado, pero si de sentirse amparado paternalmente, en términos freudianos, nos lleva a añorar la muerte como el eterno retorno a lo inorgánico y es el único valor que nos propone Schmitt como dador de sentido.

Por nuestra parte pensamos que la noción de poder supone necesariamente un sistema que la determina, que el poder es una construcción jurídica: Construimos la noción de poder necesariamente a partir de haber instituido un orden simbólico (jurídico y de lenguaje) pero inmediatamente parece que hay quienes no pueden evitar volverlo trascendente a su propia fundación. Toda formulación al respecto son proposiciones acerca de funciones proposicionales pero se comete la falacia (por afirmación del

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consecuente) de atribuir predicados existenciales a las ficciones contractualistas y las palabras.

Lo único que tenemos es la sistematicidad y su funcionalidad. ¿Qué necesidad hay de negar la funcionalidad sistemática y relevarla por un orden mítico, basado en el relato nostálgico y conservador que tiene como único horizonte el retorno a lo inorgánico? Si no es porque apelando a los sentimientos intuitivos y menos racionales es la manera de construir un poder como el de la Iglesia (pastoral) basado en oposiciones creencia/ignorancia, fe/conocimiento con lo que se instituye autoridad y no consenso.

Si la soberanía sólo es legitimada por la voluntad general, el gobierno debería aparecer como un delegado, un mero agente ejecutor de las órdenes emanadas desde el poder. La redefinición del rol del Estado desde un punto de vista organicista postula igualdad de relevancia entre la población o ciudadanía y el gobierno y autoridad. Al integrarlos homogéneamente dentro del Estado; se postula así que se redistribuiría aquel poder originario en un supuesto pie de igualdad entre gobierno y voluntad general. Sin embargo queda del lado del gobierno y la autoridad el poder de las leyes, la policía administrativa y la fuerza de la violencia (aún legalizada), de tal modo que aquella postulación queda reducida a una petición de principio toda vez que en términos schmittianos la autoridad del representante es la que ostenta la verdadera soberanía. Sin embargo, de acuerdo con Kant, quien echó las bases rudimentarias del republicanismo, un gobierno que no respeta la división de poderes no puede ser legislador sin volverse despótico, riesgo inherente a la democracia.17

Si la soberanía y el poder, según la teoría contractualista, emanan de la voluntad general, lo que nos propone Schmitt ya no es una delegación hacia un sistema que se autorregula con sus controles constitucionales sino la enajenación fiduciaria hacia un representante que encarna y subsume la suma del poder público. Este planteo no democratiza el poder sino que por el contrario lo concentra y absolutiza en una instancia que no reconoce control alguno.

A partir de estas consideraciones parece difícil reconocer en Schmitt una teoría que abogue por la democratización participativa sino que claramente parece dirigirse hacia una exaltación del personalismo y una jerarquización de los órganos ejecutivos por encima del orden constitucional, para –por un lado- legitimar la autoridad y por otro, constreñir la autonomía. Por fuera del Estado pensado bajo estas características sigue habiendo un cuerpo social, la población, la ciudadanía, sobre la que se ejerce la autoridad que quedara así mediatizado, diferido, en el ejercicio de sus derechos a expensas del arbitrio del príncipe, quien a su vez, para justificar su soberanía, no podrá hacer otra cosa que sostener inestabilidades de excepción.

17 Inmanuel Kant La Metafísica de las Costumbres: Doctrina del Derecho (1797). En Selección de escritos políticos de Joaquín Barceló. http://www.pensamientopolitico.50g.com/textosautores/kant/escritos_politicos.pdf