Relatos con ánimo de escudo (100% colisión) colegio san josé espinardo murcia

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1 Relatos con ánimo de escudo (100% colisión)

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Libro de relatos escritos por alumnos de Educación Secundaria del Colegio San José (Espinardo - Murcia). Curso 2015/2016.

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Relatos con ánimo

de escudo

(100% colisión)

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Relatos con ánimo de escudo (100% colisión)

Colegio San José Espinardo (Murcia)

Curso 2015/2016

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Relatos con ánimo de escudo

(100% colisión) Junio, 2016

Colegio San José

Espinardo (Murcia)

Edición: José Eduardo Morales Moreno

Ilustración de portada: Alberto Sevilla

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ÍNDICE

Prólogo ............................................................................................... 7

I. El espía John, Agente 006, por Abraham García Ibáñez ................ 11

II. Veni, vidi, vici, por Consuelo Torralba Esteban ............................ 17

III. La fuerza del destino, por Vanessa García Martínez ................... 27

IV. Regreso a Norfolk, por Elena Fernández Pelluz .......................... 33

V. Lo que llena está en el corazón, por Sofía Jiménez Belando ........ 41

VI. Quédate conmigo, por Paula Molina García ............................... 49

VII. Ni una más, por María José Muñoz Manzanares ....................... 63

VIII. Canción de bourbon y ceniza, por Marta Lares Tobaria ........... 71

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Prólogo

La escritura siempre ha tenido, entre sus funciones, una

terapéutica: ayuda al escritor a purgar sus fantasmas, a enfren-tar sus temores, a protegerse de los embates de la realidad y a digerir los envites de la vida. Mediante un proceso que los an-tiguos, en su ingenuidad por falta de conocimientos, atribuye-ron al influjo de la divinidad y de las musas y que la ciencia, hoy, atribuye a un determinado estado de conexiones neuro-nales, el escritor hace aflorar sus miedos, sus deseos, sus con-flictos, y los vuelca en sus textos, donde crea mundos imagina-rios que, a su vez, le sirven de escudo frente a ciertos avatares de la existencia, frente a los que se previene en cierta medida al imaginarlos y darles forma.

Los ocho cuentos que tiene el lector ante sí se mueven por estos derroteros: estos Relatos con ánimo de escudo (100% colisión) revelan deseos, pasiones, miedos, temores, ilusiones y esperanzas de ocho alumnos de Educación Secundaria del Co-legio San José, los ganadores del XXVIII Concurso Literario de Relato Breve.

El primer cuento, El espía John, Agente 006, de Abraham García Ibáñez, ganó el premio al mejor relato de Primer Ciclo de Educación Secundaria: en la búsqueda de la paz en el mun-do, el protagonista, un joven espía, se infiltra en una cruel or-

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ganización criminal, poniendo en riesgo su vida con tal de con-seguir su objetivo.

El segundo, Veni, vidi, vici, de Consuelo Torralba Este-ban, obtuvo el premio al mejor relato de Segundo Ciclo de Educación Secundaria, y nos adentra en el proceso de lucha contra una enfermedad donde la protagonista, también narra-dora, profundiza en reflexiones acerca del dolor, la soledad o la impotencia, y acaba descubriendo que con la compañía y el afecto del prójimo es más llevadero todo sufrimiento.

A continuación, La fuerza del destino (premio al mejor relato de 1º de ESO), de Vanessa García Martínez, nos propone un viaje en el tiempo a un futuro donde la Tierra ha sido arra-sada por el ser humano: a la protagonista se le plantea una disyuntiva que parece ponerla en un aprieto..., aunque no de-bería… ¿O sí?

Con Regreso a Norfolk (premio al mejor relato de 2º de ESO), Elena Fernández Pelluz nos hace reflexionar acerca de las cosas que realmente son importantes, situándonos en la piel del protagonista que, ante un giro drástico en su vida, toma consciencia de ciertas verdades que tienen que ver con la fami-lia y el amor.

Una reflexión similar a la anterior, por causas parecidas pero bajo unas circunstancias muy diferentes, nos la plan-tea Sofía Jiménez Belando en su cuento Lo que llena está en el corazón (premio al mejor relato de 3º de ESO), donde la prota-gonista, ante un hecho terrible e inesperado, se da cuenta de cuáles son realmente las cosas que merecen nuestra atención en esta vida, y de hasta qué punto son insignificantes y vacíos ciertos objetos que se nos venden como valiosos y necesarios.

En Quédate conmigo (premio al mejor relato de 4º de ESO), Paula Molina García nos ofrece un relato en primera persona en el que el amor finalmente, tras un conflicto interno de la protagonista acerca de la caducidad de este sentimiento,

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se erige en la única cosa que, según la narradora, nos hace sentir vivos.

Por último, cierran el libro dos relatos ganadores de ac-césit: por un lado, Ni una más, de María José Muñoz Manzana-res, que aborda un tema que preocupa especialmente a toda la comunidad educativa: el bullying, encarnado en esta historia por un ser oscuro y gris cuyas palabras influyen maléficamente en ciertos individuos...; por otro lado, Canción de bourbon y ceniza, de Marta Lares Tobaria, que nos arrastra a los subur-bios neoyorquinos de la mano de un bróker estafador, derro-tado por la vida y por los vicios, cuya aspiración es la de ser el escritor maldito de su época.

En fin, ocho relatos que cumplen con la doble función que ya Horacio atribuyó en su Epístola a los Pisones al arte en general y a la literatura en particular: deleitar e instruir, ense-ñar y entretener. Vaya desde aquí nuestro agradecimiento a estos jóvenes escritores que aportan belleza y verdad a este mundo que habitamos.

José Eduardo Morales Moreno Profesor de Lengua y Literatura

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I. El espía John, Agente 006

ABRAHAM GARCÍA IBÁÑEZ

Capítulo I Hacía ya varios meses que la mafia no movía ficha. El úl-

timo movimiento fue en diciembre del pasado año cuando saquearon el Gourmet, el tan prestigiado y famoso restaurante

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de París. Había sido una noticia tan mediática que el FBI tomó cartas en el asunto.

—Señores, la única manera de encontrar a esos malna-cidos va a ser infiltrándonos en la mafia —dijo Charles.

—Pero, señor, eso va a ser muy peligroso; además, segu-ro que se dan cuenta —respondió Jimmy—, nos habrán toma-do la matrícula a todos.

—Sí, de eso no hay ninguna duda... Pero no hay opción. —Pero, señ... —¡No hay peros que valgan! —Interrumpió a Jimmy—.

Aquí mando yo, ¿no? —Sí, señor. —Pues la decisión ya está tomada. Nos vemos mañana

en el cuartel. Me ocuparé yo de darle la buena noticia al chaval —Jimmy salió por la puerta y el señor Charles se quedó revi-sando algunos papeles.

A la mañana siguiente, todo el equipo asistió a la reunión, incluido John, el chico de veinte años que se había incorporado el mes pasado.

Se sentaron en una sala semicircular en torno a una me-sa en la que se sentaría Charles. La reunión duró alrededor de una hora, pero fue en los últimos diez minutos cuando empezó a hablar sobre la MCP (Mafia China Peligrosa). El señor Charles quiso hablar con John en privado. Estuvieron unos veinte mi-nutos en una sala aislada de la principal, donde se encontraba todo el equipo. Cuando salieron, a Charles se le veía descon-certado porque John había aceptado la decisión sin rechistar, como si ya lo supiera de antemano. Lo que no sabía es que su vida iba a dar un giro de ciento ochenta grados como agente infiltrado.

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Capítulo II La mañana transcurrió sin ningún sobresalto para John.

Se levantó, se preparó unas tiras de beicon y se sentó en el sofá de su casa. Encendió la tele y se puso a ver el canal 24 horas.

—En los deportes, Golden State Warriors sigue su avan-ce hacia el título tras vencer 129-105 a los... —se cortó la señal y se puso la pantalla en azul. Entonces apareció la imagen del presentador, que dijo las siguientes palabras:

—Últimas noticias que nos llegan desde Italia. Acaba de suceder un atentado cerca del Coliseo Romano. Los datos que nos están llegando hablan de unos treinta y cinco muertos y veintitrés heridos graves. Todo parece indicar que ha sido la banda de MCP —hizo una pausa el presentador—. Les informa-remos más sobre esto en las noticias de las tres.

John, sobresaltado, salió disparado hacia el dormitorio, se puso el traje oficial y se dirigió a la base secreta del FBI. Al llegar al cuartel se sorprendió de no encontrar a nadie y de que las luces estuvieran apagadas. Se volvió a casa sin saber qué hacer o adónde podría ir.

Mientras, Charles estaba por la calle, sentado en un ban-co, fumándose un cigarrillo. No se había enterado de la noticia. Como era la hora de merendar, se metió en una cafetería. El camarero encendió la televisión y en ese momento Charles vio la noticia. Los muertos habían aumentado a cuarenta y tres, y la mitad del Coliseo se había derrumbado por la explosión.

Entonces llamó a John, y le comunicó que era el momen-to de infiltrarse.

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Capítulo III El aeropuerto estaba casi vacío. Apenas había gente que

fuese de vacaciones, tan solo había periodistas y gente de ne-gocios. John llegó solo, sin acompañamiento, y llevando una sola maleta. Cuando llegó a China, lo primero que hizo fue irse a un restaurante, porque el vuelo había sido largo y la comida estaba asquerosa. Por la tarde se apuntó a una academia de chino, porque si hablaba en inglés lo pillaría y lo matarían. Se

apuntó a una que se llamaba 你好1. Al cabo de unas semanas ya sabía lo suficiente como para entablar una conversación.

Al ser del FBI, sabía dónde se encontraba la base secreta. Había que meterse por una alcantarilla en la calle de la emba-jada americana y abrir una puerta que ponía EMERGENCIA. Cuando entró tuvo que pasar unas pruebas bastante difíciles y hacer un juramento frente a la bandera china.

Se presentó a los del grupo, pero nadie le respondió. To-dos tenían pinta de matones y expresidiarios.

Entonces, entró en la sala un tal Yao Ming Lee, que se puso a preparar un croquis y a explicar cómo y dónde iba a ser su siguiente atentado. Iba a ser en Francia, en la Eurocopa. Iban a plantar una bomba en el Parque de los Príncipes, el es-tadio del París Saint-Germain. Eso sería dentro de una semana, por lo que empezaron a designar las posiciones de cada uno.

John estaba nervioso porque no podía hacer nada al res-pecto, ya que si llamaba y avisaba al FBI, todos los de la MCP se darían cuenta de que algo iba mal. Tenía que dejar que confia-ran en él, y por lo tanto él iba a ser el encargado de detonar la bomba.

El viaje a París no fue fácil, porque los de seguridad estu-vieron muy pendientes de ellos en el aeropuerto. Les habían

1 Hola.

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cacheado todo el equipaje, pero no habían encontrado nada. Los explosivos los habían mandado por mar en un barco ruso.

Esa misma tarde empezaba la Eurocopa con el partido de la anfitriona, Francia, contra Italia. Quedaban tres horas para que empezase el partido, por lo que la MCP se dirigió al estadio pasando entre la multitud.

Al llegar al campo, colocaron la bomba dentro del esta-dio, en una de las gradas. No les había sido nada fácil pasar los controles de seguridad, pero allí estaban.

El partido comenzó con un gol de Benzema en el minuto diez, tras un córner. En el minuto treinta, cuando el campo estaba casi lleno, dieron la señal. John no estaba dentro, él se encontraba fuera del campo, por unas calles cercanas. Su mi-sión era... Bueno, al ser primerizo en esto lo único que le man-daron fue que vigilase si se acercaban refuerzos de la policía. Entonces se escuchó un estruendo y se hizo el silencio. La bomba había sido detonada y el campo derrumbado. No había señales de supervivientes. Cuando la gente de alrededor se acercó a ver qué había pasado, empezaron a gritar y todo el mundo llamó a la policía, bomberos y ambulancia. John salió corriendo para juntarse con la banda en el punto de encuentro, un callejón sin luz apartado del tráfico.

Esa misma noche se montaron en un coche y pasaron la frontera con Suiza antes de que los controladores de aduanas se informasen de la noticia. Ya en Suiza, cogieron un avión de vuelta a Pekín.

Capítulo IV Dos semanas después de que ocurriera el atentado, to-

davía se estaba hablando de eso. El campo de fútbol había quedado destrozado y la Eurocopa se había suspendido. John había avisado a los del FBI de que el próximo atentado iba a ser

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en Los Ángeles dentro de tres semanas. Los del FBI habían des-plegado los dispositivos y los refuerzos. Mientras, en China, la MCP estaba preparando la bomba y reclutando a más hom-bres.

Cuando ya era el día, el FBI desactivó la bomba y encar-celó a la mitad de la banda.

En China se enteraron de que John se había infiltrado, y lo iban a asesinar. El jefe de la banda, Yao Ming Lee, fue cazado por el FBI, por lo que ahora había un nuevo líder. Se llevaron a John a una sala y lo sentaron en una silla eléctrica. Entonces aparecieron los del FBI y asesinaron a todos los componentes de la mafia. Salvaron a John y se lo llevaron de vuelta a Estados Unidos.

John volvió con su familia y estuvo tres años en otros países de vacaciones.

Entonces dejó el FBI, porque quería trabajar como cama-rero y tener una vida normal.

Capítulo V Diez años después de retirarse del FBI, John vio por la te-

levisión que se había creado una nueva banda terrorista que había volado por los aires el Empire State.

Entonces John vio que quería volver a vivir una expe-riencia como la que vivió cuando estuvo en China. Se reincor-poró al cuerpo y dentro de poco le mandarían una nueva mi-sión...

Final del primer libro.

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II. Veni, vidi, vici

CONSUELO TORRALBA ESTEBAN

Era un lunes por la mañana, por fin recibiría los resulta-

dos de aquellas pruebas. —María Martínez, pase a consulta —dijo la doctora en

cuanto la enfermera la avisó de que habíamos llegado. —¿Vamos? —Miré a mi madre, que estaba junto a mí,

rígida y con una expresión que jamás había visto en su rostro. Ese día, el día en que me diagnosticaron cáncer, sentí

caer el mundo a mis pies. Aquello quedaría grabado en mí como si me lo hubiesen

tatuado a fuego. Cada palabra de aquella señora, cada uno de sus gestos compasivos...

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Ahora lo sé, no necesito la lástima ni la compasión de aquellos que ven en mí un ser débil y enfermo, como si enten-diesen esta maldita enfermedad que me corroe y me consume por dentro.

Cuando me dijeron que tenía cáncer me quedé en esta-do de shock. Contemplaba a mi madre llorar desconsolada-mente y yo, sin embargo, me sentía distante, como si no fuese conmigo. Llegaron a mi mente recuerdos de momentos des-agradables que le había hecho pasar a ella, contestaciones arrogantes y burlas de niña tonta. Y ahora, al verla llorar así, esos retazos de mi vida hacían que se me acongojase el cora-zón. El amor de una madre hacia una hija es infinito: trabaja, llora, ríe, siente, vive... Solo para verla crecer, reír, sentir, vi-vir...

Conforme pasaban las horas tomé consciencia de la no-ticia que había recibido. Me sentí pequeña, minúscula, como una simple brizna de hierba arrastrada por un vendaval. Y también fui tomando consciencia de lo absurda y cruel que es la vida: mi abuelo murió de cáncer, mi padre también, y ahora me tocaba a mí...

Sonreí fugazmente al pensar en aquella frase de Arquí-medes que yo repetía a menudo cuando quería sentirme fuer-te: “Dame una palanca y un punto de apoyo y moveré el mun-do”; pero mi sonrisa se truncó en una mueca de dolor y angus-tia al darme cuenta de que es el mundo el que nos mueve a nosotros a su antojo, nos zarandea y después nos arroja a un lado como si fuésemos basura.

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Primer día en el hospital Voy a estar ingresada durante el tratamiento, ya que mi

madre es doctora en este hospital y no tengo más familia que ella; mi padre murió hace apenas un par de años y mi hermana está en Texas, Houston, con Bryan (su novio) y Mike (su hijo y mi ahijado).

Conozco a casi todas las enfermeras, me costará acos-tumbrarme, pero no creo que vivir en un hospital sea tan ma-lo...

Como ya tengo dieciocho años, me ingresaron en la planta de los adultos, pero me han dado permiso para bajar de vez en cuando a la de los niños.

Primera semana en el hospital Ya me han hecho las pruebas necesarias y la doctora me

ha dicho que me van a dar cinco meses de quimio. Todos tie-nen la esperanza de que el tumor se reduzca hasta el punto de desaparecer.

Me han hablado sobre el tipo de quimio que me van a dar, se llama quimioterapia neoadyuvante y, por lo que tengo entendido, es para reducir el tumor antes de la cirugía.

Sí, cirugía: si el tumor no desaparece me harán una mas-tectomía, en la que me extirparan toda la mama (no sé si estoy preparada para eso).

Y también me han hablado de la posibilidad de dar más quimio después de la cirugía, esta sería la quimioterapia adyu-vante, que es para reducir cualquier célula cancerosa que haya quedado o se haya propagado, pero que no se puede ver ni siquiera mediante estudios por imágenes.

Creo que estoy empezando a asustarme...

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Primer mes en el hospital Mi hermana ha venido de Texas a verme, trae consigo a

Mike, mi ahijado; está tan mayor y llevaba tanto tiempo sin verle que hasta me resulta irreconocible.

Mis abuelos por parte de padre también han venido, no sé ni qué hacen aquí, nunca tuve trato con ellos, y desde que murió mi padre los trato aún menos.

Dentro de unos meses es Navidad, creo que me dejarán salir, aunque no me entusiasma la idea de ir con el pañuelo en la cabeza por la calle, ya que el pelo no lo tengo desde la pri-mera sesión de quimio (me dijeron que afeitarse la cabeza es lo más conveniente, así no sientes la impotencia de ver cómo se te cae el pelo).

Esta mañana, cuando estaban todos aquí, entendí que, a veces, cuando más acompañada estás es cuando más sola te sientes; todos estaban físicamente, pero sé que sus mentes estaban en otra parte: estaban aquí por pena. Les he pedido que no vengan hasta que esté recuperada.

Es tarde, debería dormir... Mañana me toca otra sesión. La quimio es como sentir fuego dentro del cuerpo. Con-

forme va recorriendo tu organismo te va quemando. Pero no solo quema lo malo, también abrasa tu energía, tu fuerza vital y tus ganas de vivir. Te agota, te derrumba, te apaga... Y tanta debilidad, al final, pasa factura. Pierdes las ganas de vivir. No contemplas la muerte como algo tan malo, sino como otra opción: la opción de dejar de sufrir.

Quinto mes en el hospital Llevo tiempo sin escribir, empecé porque me dijeron que

esto me ayudaría; no lo creí, pero ahora siento que me hace

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falta plasmar todo lo que he visto y lo que siento en mi inte-rior, necesito desahogarme.

Durante este tiempo he conocido a Richard (Richi para los amigos); tiene veinte años, está aquí por lo mismo que yo, es decir, también tiene cáncer, pero él está en una recaída, la primera vez fue en la pierna (se la tuvieron que amputar), aho-ra es en el pulmón...

Es un buen chico, y me hace reír (cosa que hacía tiempo que no conseguía nadie), incluso después de la inyección de Neulasta, que me pongo unos días después de cada ciclo para activar la producción de glóbulos blancos, y cuyos efectos me provocan tremendos dolores de piernas y de espalda.

Richi me hace feliz, me devuelve las ganas de vivir, de lu-char. Es ejemplo de admiración, luchador y valiente. Viene a verme a la habitación y nos escapamos juntos a la terraza; y nos quedamos allí, contemplando el exterior, las estrellas, y jugamos a imaginar cómo será nuestra vida cuando salgamos de aquí. Me besa, me besa como nadie, me hace temblar. Me abraza, me hundo en su cuello, y por unos momentos soy libre de todo miedo, y suelto el lastre que arrastro desde el primer día. Dios, es demasiado bueno y tierno. Paso mis días con él y, cuando no, lo pienso todo el tiempo. No imagino no verle, no estar juntos. ¿Qué me está pasando? ¿Le quiero, o va más allá?

He estado yendo a la planta de los niños muy a menudo, es muy duro ver cómo niños de la edad de mi ahijado, de ocho años o incluso aún menores, tienen cáncer, niños que no han vivido, y que quizás no tengan la oportunidad de vivir. ¿Quién decide quién vive y quién muere? ¿Qué tipo de monstruo con-denaría a niños a esto, a este infierno? Niños aún inocentes y puros, que no entienden por qué viven en un hospital, ni por qué cada cierto tiempo tienen que ponerles esa asquerosa medicación por vena, por la cual luego no tienen fuerza ni para jugar.

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Incluso esta noche, mientras yo estoy aquí, muerta del asco en este hospital, esperando a que me digan si me van a hacer la mastectomía o no, niñas de mi edad están por ahí bebiendo, bailando, echando su vida por la borda o descu-briendo un amor, viviendo esa vida que yo aún no puedo vivir.

No sé lo que pasa, todas las enfermeras están gritando,

corren de un lado hacia otro, ¿tan tarde? Creo que están en la habitación de Richi, aunque no esté permitido creo que iré.

Esta noche han pasado muchas cosas, mamá acaba de

salir de mi habitación, y Richi no para de llorar, ha muerto su compañero de habitación; no le veo sentido a la vida aquí den-tro, cada día muere alguien, y es por eso por lo que no quiero conocer a nadie, tarde o temprano casi todos se mueren. ¿Ha-bremos hecho algo malo para estar aquí? Y si esto fuese cierto, entonces, ¿y los niños, qué han hecho ellos?

Mamá ha estado en mi habitación porque ha visto a la doctora Peñalver y le ha dicho los resultados; no dejaba de llorar. Mañana me operan a primera hora, el tumor se ha redu-cido, pero no lo suficiente. No me gusta ver a mi madre sufrir así por mí, creo que lo peor no es tener cáncer, lo peor es te-ner una hija con cáncer.

Primer mes después de la cirugía La cicatriz por la intervención quirúrgica no me importa

tanto... Es como un tatuaje. Lo que más me preocupa es la pérdida de femineidad y la apariencia monstruosa cuando me miro en el espejo.

Después de todos estos meses aún no me acostumbro a los efectos secundarios de la quimio:

—Caída de pelo y cambios en las uñas.

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—Pérdida o aumento de apetito (en mi caso depende del ciclo).

—Náuseas y vómitos. —Tendencia a presentar moratones o sangrados (a cau-

sa de bajos niveles de plaquetas). —Cansancio. —Cambios en los periodos menstruales... Que pueden

llegar a menopausia prematura y a la infertilidad (las dos impli-can la incapacidad para quedar embarazada).

Y después de todo esto, no solo de parecer un monstruo físicamente sino también interiormente (estoy dañada y asus-tada, soy inútil, me siento rota, traumatizada, sola, y ¿me gusta estar sola?)... ¿Quién me iba a querer? Sin un pecho, sin pelo, con las uñas deformes y siempre con moratones, siempre can-sada, por no hablar de mi posible incapacidad para quedar embarazada...

Y aún tengo que aguantar tres meses más de quimio ad-yuvante.

A menudo tengo pesadillas y me despierto temblando, empapada en sudor, encogida en la cama. La noche pasada me vi a mí misma en un paraje desolado, desconocido y siniestro. Era una explanada enorme, oscura y húmeda. La escarcha em-papaba mi cuerpo. El suelo estaba cubierto de enormes arbus-tos plagados de espinas, que arañaban mi blanca piel, surcán-dola de delgadas y sanguinolentas líneas rojas. A lo lejos vis-lumbré varias siluetas y, con un hilo de esperanza, me acerqué a ellas. Pero, conforme acortaba distancia, me iba dando cuen-ta de que no era buena idea, de que debía darme la vuelta y salir corriendo. Sin embargo, había algo extraño que me atraía. Las figuras (parecían personas, pero al acercarme comprobé que eran sombras grises) formaban un círculo alrededor de otra silueta de mayor tamaño, que sujetaba frente a su rostro —un rostro vacío, sin facciones, sin boca, ni nariz, solo ojos, dos puntos negros en un semblante gris— una figura ovalada.

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Los ojos se me abrieron desmesuradamente cuando pu-de distinguir, horrorizada, lo que aquel siniestro ser sostenía en su mano: era mi cabeza, desmembrada de mi cuerpo, cho-rreando sangre... que caía al suelo cubriéndolo de un rojo in-tenso. Y una voz, proveniente de aquel rostro sin boca, repetía constantemente (como en la obra de William Shakespeare, Hamlet): “Ser o no ser, esa es la cuestión”. Una y otra vez, sin cesar.

Instintivamente llevé las manos hasta mi cabeza y me encontré en su lugar con un cráneo descarnado, vacío y seco. No podía hablar. No tenía lengua. El corazón me palpitaba fuertemente dentro del pecho, como luchando por salir de su prisión. Me faltaba la respiración. Comencé a oír risas guturales que reverberaban en todas partes, como si paredes invisibles rodearan toda la explanada. Y de repente todos los rostros se giraron hacia mí. Sentí cómo veinte pares de ojos negros hora-daban todo mi ser. Me quedé paralizada por el miedo. No po-día andar, ni siquiera moverme.

De improviso, la sombra predominante arrojó mi cabeza al suelo y pude ver, a mis pies, una profunda fosa. Una fuerza invisible me empujó y caí dentro, junto a mi propia cabeza. Todas las siluetas demoníacas me observaban desde arriba con avidez... Y comenzaron a arrojarme tierra encima. ¡Dios mío!, iban a enterrarme viva. La tierra me sepultaba lentamente, ya no podía ver nada. Sentía una gran opresión en el pecho, un dolor grandísimo. Miedo, ahogo, asfixia, la certeza de que iba a morir y, en un último suspiro...

… Me desperté en la cama, menos mal, viva, con el cora-zón a punto de salírseme por la boca, sudando con la garganta seca, y la enfermera al lado, preguntándome: “¿Estás bien?”.

Estoy viva, solo fue una pesadilla. ¿Por qué Hamlet? No lo sé. La mente va a su bola.

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Tercer mes después de la cirugía Richi salió hace un mes del hospital, aun así sigue vi-

niendo a verme, me trae pañuelos de colores llamativos, y algún que otro cigarrillo a regañadientes, ya que no quiere que fume. Me gusta.

Me sigo escapando como el primer día, salgo a la terraza y me fumo un cigarrillo, me relajo, observo cómo las densas volutas de humo ascienden hasta desvanecerse en el cielo, donde seguro que estará mi padre mirándome con su entrece-jo fruncido, como solía hacer cuando llegaba tarde a casa o con olor a tabaco; lo echo tanto de menos...

—María, he de decir que no dejas de sorprenderme, ca-

da vez te recuperas más rápido, se te ve muy feliz, y más des-pués del implante de mama que te hicieron hace quince días. ¿Sigues viendo a Richi? Me gusta mucho verte con él, es buen chico y os entendéis —dice la doctora Peñalver con una sonrisa en los labios y un gesto de complicidad—. ¿Te he dicho que estás guapísima? Me alegra ver que al fin has decidido quitarte el pañuelo —añade con gran satisfacción.

—Jamás me hundí por un desamor o una pérdida, ni si-quiera por un problema o dificultad más o menos pesada, mu-cho menos lo iba a hacer por una enfermedad —afirmo con cierta melancolía—. Richi está esperándome abajo, me ha traí-do y me ha dicho que iba a aparcar mientras hablaba contigo —digo sin poder evitar una sonrisa pícara—, me alegro de que te guste, si ves a mamá dile que luego pasaré por casa —ya en la puerta—, y Ana, muchas gracias por todo —sé que no le gusta que me dirija a ella como doctora Peñalver.

Es cierto que estuve al borde del abismo, pero con un

poco de ayuda superé lo que creí insuperable, y avancé aun creyendo que no podría; no hace mucho que salí de todo lo

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que esa enfermedad conlleva, pero ahora tengo a Richi y mi hermana ha vuelto de Texas para quedarse. Tengo lo que quie-ro cerca, y lo voy a disfrutar, solo por si algún día se va, nada de esperar.

Solo deseo que todos los que tengan esta desagradable enfermedad luchen y consigan decir, como bien dijo Julio Cé-sar:

Veni, vidi, vici.

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III. La fuerza del destino

VANESSA GARCÍA MARTÍNEZ

Esta es la rara historia que ocurrió no hace mucho, en un

sitio no muy lejos. Bueno, os voy a contar lo que a mí me pasó. Yo soy una

chica normal que va a un colegio llamado San José, y es aquí donde viví una aventura fascinante.

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Era fin de curso y estábamos todos deseando que termi-nara junio para irnos de vacaciones, a alumnos y profesores se nos notaban en la cara las ganas que teníamos de cerrar los libros, guardar el despertador en la mesilla y no sacarlo hasta septiembre. Era cuatro de junio, estábamos todos en clase, hacía mucho calor y de pronto se escuchó un gran estruendo que provenía del exterior.

Nos levantamos de las sillas y fuimos a asomarnos por las ventanas. Nos quedamos con la boca abierta al ver lo que había en el patio. Era un objeto redondo no muy grande, de color negro, que tenía ocho patas.

Fuimos corriendo para ver de qué se trataba e hicimos un círculo alrededor de este artilugio tan raro. De pronto se abrió una puerta y salió un mono; empezamos a reírnos, pero de repente todo se quedó en silencio y el mono empezó a ha-blar. Este dijo:

—Soy Sergio y vengo del futuro, concretamente del siglo XXII. Mi familia y yo somos unos de los pocos supervivientes que quedamos en la Tierra. Vengo para buscar a un familiar lejano que estudia aquí, ella es la única que puede evitar que el mundo tal y como lo conocéis desaparezca. Su nombre es Sara —¡y me nombró a mí! Yo no quería levantar la cabeza pero todos se volvieron y me miraron—. No bajes la cabeza —me dijo—, tú dentro de unos años te casarás con alguien y, si no ponemos remedio, será el destructor del mundo.

Yo no entendía nada, parecía un sueño o una pesadilla. Sí, una pesadilla de la que me quería despertar y no podía. Sergio me dijo que tenía que subir a la nave e ir con él, que no había tiempo que perder.

No me despedí de nadie, estaba pasmada y cuando me vine a dar cuenta me encontraba sentada en aquella cosa. Me dijo que no tuviera miedo, pero que íbamos a ver cosas que no me gustarían nada. La nave se puso en funcionamiento y como por arte de magia aparecimos en una plaza grande. Sergio me

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dijo que ahí es donde viviría, en Moscú, con mi futuro marido, un hombre bueno al que le gustaba ayudar a los demás, pero le ocurriría algo que haría que su carácter cambiarse y se con-vertiría en un hombre frío, con mucha maldad. Yo le dije que me contara algo más, y me dijo que Vladimir era militar y que, estando en una misión de ayuda humanitaria en África, caería un misil y morirían todos sus hombres y mucha gente inocente, entre ellos su querido hijo Vladimir Junior.

—Y así fue, en ese momento fue cuando Vladimir cam-biaría, cuando viviría la masacre que Estados Unidos había provocado. Estados Unidos pediría perdón, diciendo que había sido un fallo técnico. Pero Vladimir se enfurecería mucho y empezaría una guerra contra América, que pediría ayuda a otros países y entonces se formaría la Tercera Guerra Mundial. La mayoría de la población moriría por las armas químicas y otros huirían a sitios remotos de la Tierra, como nuestra fami-lia, que se fue a la selva del Amazonas. Allí, entre tanta vegeta-ción, logramos sobrevivir todos estos años.

»Hemos tenido que ir adaptándonos al hábitat, por eso nos hemos convertido en monos, pero la inteligencia la tene-mos muy desarrollada y hemos fabricado máquinas que nos hacen viajar en el tiempo, ese es el motivo por el que estoy aquí.

—¿Pero yo qué puedo hacer para evitar esta catástrofe? —Tú tienes que evitar que Vladimir sea militar y, ade-

más, no debes casarte con él, y así no tendréis a Vladimir Ju-nior, el motivo por el cual empieza una cruel guerra.

Yo no entendía nada. Sergio me dijo: —Te voy a llevar al año 2060 para que veas el estado del

planeta. La nave estaba llena de botones y luces, tocó unas cuan-

tas palancas y me dijo: —Asómate por la ventana.

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No me podía creer lo que veían mis ojos, estaba todo en ruinas, era como un desierto, era desolador el paisaje. Me ex-plicó que con las armas de destrucción masiva habían destrui-do todas las formas de vida, tanto vegetal como animal. Estaba confusa, ¿cómo una niña de mi edad podía evitar tanto daño?

El mono me dijo que lo único que tenía que hacer para que no pasara nada de eso era no casarme con Vladimir. Yo le dije que no se preocupara, que por salvar el planeta yo haría cualquier cosa.

Siguió enseñándome lugares del mundo en años poste-riores y todo lo que veían mis ojos eran paisajes desoladores.

Después de varias horas dando tumbos para acá y para allá, me llevó de vuelta al colegio. Aterrizó la nave en el patio pero, como era de noche, no había nadie. Me comentó que a todos los alumnos y profesores les habían borrado de la me-moria el momento en el que vino a buscarme y que nadie se acordaría de nada. Nos despedimos y me bajé y, si cuando me marché iba extrañada, ahora estaba triste. Me fui a mi casa y le conté a mi familia lo que me había ocurrido. Me dijeron que tenía la cabeza llena de pájaros, aunque yo les insistí en que había sido verdad, pero nadie me creía. ¿Quién iba a creerme, si ni yo sabía si había pasado realmente?

Al día siguiente volví al colegio y estaba todo como si no hubiera sucedido nada. No hablé del tema para que no me tomaran por loca. Pasó el tiempo...

Terminó el curso y empezó septiembre. —¡Qué nervios, curso nuevo! Entramos a la clase y había muchos compañeros nuevos,

entre ellos uno que era rubio con ojos azules. No parecía espa-ñol y me acerqué para saludarlo:

—Hola, soy Sara. Él me miró y me dijo: —Hola, yo me llamo Vladimir y creo que vamos a ser

muy buenos amigos.

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Él me miró a los ojos y en ese momento me di cuenta de que tenía que luchar mucho para cambiar el futuro de la hu-manidad y mi propio destino, porque me había enamorado...

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IV. Regreso a Norfolk

ELENA FERNÁNDEZ PELLUZ

Soy Thomas Layg, vivo en Londres, pero crecí en Norfolk.

Estoy en el hospital de Londres, enchufado a extraños apara-tos. No hace mucho me diagnosticaron una extraña enferme-dad y ahora no puedo respirar con normalidad, ni siquiera puedo moverme.

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Ahora, postrado en esta cama, pienso en Norfolk. Qué poco me cuesta recordar la felicidad que sentía cuando estaba en la plaza del pueblo, jugando con mi pelota preferida, con mis mejores amigos, con la mirada de mis padres a lo lejos; sin embargo, aún me cuesta menos recordar, por ejemplo, la muerte de mi padre.

Mi padre fue la persona que más he admirado; con nada lo hizo todo, de una idea sacó una empresa de éxito que, tras su muerte, heredé yo. Tendría unos dieciséis años y a los vein-titrés empecé a hacerme cargo de la empresa, lo tenía todo. Con los beneficios me compré una casa en Londres, lejos de mis amigos y mi madre. Pasaban los años y la empresa no hacía más que crecer, estaba constantemente viajando de ciudad en ciudad, de reunión en reunión, no tenía tiempo para llevar una vida social normal, me alejé del mundo, solo pensaba en el dinero que me aportarían todos esos viajes y reuniones.

En este momento, recordando aquellas anécdotas, miro hacia la ventana que está a mi derecha, el cielo está gris, y las nubes son tan densas que apenas se pueden apreciar unos pocos rayos de luz a lo lejos. El cielo está igual que aquel día, el día que empecé a abrir los ojos...

* * *

Eran las siete de la mañana, el despertador empezó a

emitir molestos ruidos, empezaba a dolerme la cabeza, así que lo apagué como pude y me levanté. Me preparé el desayuno y comencé a planificar el día, como siempre. En mi mente solo pensaba: “Menuda mañana”, pues al poco de terminar de desayunar oí sonar el teléfono, odiaba ese sonido, siempre sonando. Lo cogí y enseguida mi corazón empezó a latir con tanta fuerza que apenas podía escuchar a la persona de la otra línea.

—Eli, ¿eres tú?

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Elisabeth Price era mi mejor amiga desde la infancia y la enfermera de mi madre, Laura.

—¿Ha pasado algo? —Lo siento, Thomas, pero... Tu madre... No escuché lo siguiente, mi mente no reaccionaba, no

quería escucharlo, no lo admitía. —¿Qué has dicho? —Tu madre ha muerto, Thomas, ha muerto. Un silencio se hizo en el teléfono. ¿Por qué? Me sentía

mal, no como si hubiese perdido a mi madre, era un dolor ex-traño, sentí culpabilidad y arrepentimiento. Siempre pensé que tendría más tiempo para verla, pero el tiempo pasaba dema-siado deprisa y yo estaba demasiado ciego.

* * *

Estaba en el coche, dirección Norfolk. Eli me dijo que no

me preocupase por los preparativos del velatorio, ella se en-cargaría de todo. En lo único que podía pensar era: ¿Por qué me alejé tanto de mi madre?

Entonces me asaltó el recuerdo de una de las discusio-nes que tuvieron mis padres. Mi padre se quejaba de que mi madre no lo había querido nunca y esa discusión siempre ron-dó mi cabeza, aunque nunca le pregunté el porqué de las pala-bras de mi padre. Llevaba casi cinco horas conduciendo, así que paré en la cafetería-gasolinera en la entrada a Norfolk. Mientras estiraba la espalda y me tomaba mi amarga taza de café, observé a mi alrededor.

El sol se estaba ocultando entre las frondosas montañas, dejando una espectacular vista del Lago Monroe; los últimos rayos de sol se reflejaban en el agua donde aparecían precio-sos tonos dorados. Más al sur, sobre una cumbre, se alzaba la mansión del Duque Monroe, creando un paisaje entre bello y melancólico.

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* * *

Dejé el coche justo delante de la casa de mi madre. Eli

estaba en la puerta hablando con unos extraños. Cuando me vio, dio un respingo y su cara se iluminó con una sonrisa. Ella corrió hacia mí y me dio un fuerte abrazo, poniendo su cabeza en mi pecho y diciendo:

—Cuánto te he echado de menos. Se me hizo un nudo en la garganta y la abracé con más

fuerza. —Te están esperando dentro —me dijo. Vinieron a darme el pésame las amigas de mi madre y

mis queridos amigos de la infancia, Jonny el Pelirrojo y Macius el Lento. Me alegré mucho de verlos, pero lo que realmente quería era estar a solas con mi madre.

Al fondo de la habitación, un hombre de pelo plateado, traje negro y gran altura se acercó a mí y se presentó, era Mar-cus Monroe:

—Siento mucho su pérdida, su madre era una bellísima mujer —dijo.

Me quedé bloqueado, no sabía que aquel hombre cono-ciera a mi madre.

Mientras me encerraba en mis pensamientos, otro hom-bre se acercó a mí, era el alcalde John Mayor:

—Siento mucho la muerte de su madre, señor Layg, ella siempre intentaba ayudar en el pueblo todo lo que podía, de-cía que Norfolk podría ser un pueblo lleno de vida, pero el Du-que Monroe no quiso cedernos las tierras para atraer el turis-mo aquí.

Sus palabras me hicieron pensar en lo mucho que me gustaba vivir en este pueblo y ahora, tras la muerte de mi ma-dre, el pueblo seguía muriendo. Salí del salón y fui a la habita-ción donde estaba mi madre. Se me saltaron las lágrimas, tenía

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tantas cosas que decirle, no podía dejar de sentirme culpable. Entonces Eli me cogió de la mano.

* * *

Habían pasado unos días desde que enterraron a mi ma-

dre, Eli venía todos los días a visitarme y nos íbamos a pasear por los bosques donde habíamos estado jugando con Macius y Jonny en nuestra infancia. No paraban de entrarme mensajes, sabía que me estaban reclamando en la empresa, pronto tenía que marcharme, así que era mi último día con Eli en Norfolk.

Entré en la habitación de mi madre para verla por última vez, cuando un pequeño cofre encima de su cómoda me llamó la atención y lo abrí. Dentro había un gran número de cartas, las cuales nunca habían sido enviadas. Me senté en la cama y empecé a leer. No salía de mi asombro, eran cartas de amor dirigidas a Marcus Monroe. Al leerlas sentí una gran tristeza en el corazón.

Las cartas relataban cómo mi madre había amado a Marcus desde muy joven. Los padres de Marcus se lo habían llevado lejos del pueblo cuando eran novios. Luego él volvió, pero mi madre ya se había casado y me había tenido a mí. Tu-vo que rechazar a Marcus para que permaneciéramos como una familia. Todo lo que hizo mi madre fue para mantenernos unidos, por mí y por mi padre y, sin embargo, yo me fui de su lado, rompiendo así todo el sacrificio que había hecho para mantenernos unidos.

En ese instante, me vino a la mente la conversación con el alcalde John Mayor: si salvaba el pueblo donde vivimos, donde jugamos, donde habíamos pasado los mejores días de nuestras vidas, ella podría perdonarme. Llamé a Eli y le conté la idea que había tenido, ella aceptó acompañarme.

* * *

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Fuimos a visitar a Marcus y, al abrir la puerta, el servicio

nos acompañó hasta una gran sala en penumbra iluminada, únicamente, por el fuego de una gran chimenea. Marcus, con voz fuerte y pesada, nos dijo:

—Por favor, pasad y sentaos. Nos sentamos y comencé a hablar: —Marcus, mi madre tenía escrito esto para ti, pero nun-

ca se atrevió a dártelas —le dije dándole las cartas. Él, con las manos temblorosas, me miró perplejo y dijo

tartamudeando: —¿Esto es para mí? —Dijo mientras que los ojos se le

llenaban de lágrimas. —Cógelas. Son todas tuyas. Perdona que haya leído al-

gunas. —Gracias —dijo llorando. —Me gustaría que quedásemos en otro momento me-

nos emotivo para poder hablar sobre cómo vivió mi madre. Él aceptó. Al salir de allí, noté como si mis piernas flaquearan y caí

al suelo. Amanecí en el hospital de Londres, desde donde estoy contando esta historia.

Por cosas del destino, yo ahora, cuando más deseo vol-ver a Norfolk, me quedo postrado en una cama de hospital. Marcus, después de haber leído las cartas, entendió que ella creía en la vida y no le hubiera gustado ver el pueblo morir. Ella nunca se casó con Marcus porque siempre le reprochó que no hiciera nada para que la gente joven, como yo, no se marchara del pueblo. Y él nunca quiso ceder sus tierras porque pensó que cuando yo me fuera tendría su corazón libre, pero solo le hizo más daño.

Ahora él, después de todo, ha cedido sus terrenos para poder hacer una zona turística. Elisabeth viene todos los días a verme y nunca me abandona.

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Los médicos dicen que milagrosamente mi cuerpo se es-tá curando y tengo las esperanzas de volver a vivir en Norfolk, porque allí he aprendido que lo más importante son los pe-queños momentos que pasamos con las personas que nos quieren y que a veces, en el camino de la vida, buscando el éxito, perdemos lo que realmente importa.

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V. Lo que llena está en el corazón

SOFÍA JIMÉNEZ BELANDO

Comprar. Comprar ropa, para estar a la moda y no repe-

tir conjuntos. Comprar joyas, para sentirse con clase. Comprar móviles y portátiles, y si son de buena marca, mejor. Comprar maquillaje, para sentirnos más guapas. Comprar zapatos, para llenar tu zapatero y que la gente vea tu gran nivel económico.

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Comprar lencería cara y bonita para sentirnos sexis. Comprar, comprar y comprar

* * *

Mi mente piensa en eso todo el rato. Pensar en comprar

incluye pensar en dinero. Quiero dinero, mucho, a ser posible. Billetes de quinientos euros por doquier. Todas las noches me quedo durmiendo pensando en que tengo la habitación llena de billetes y que podré comprarme muchas cosas. Así que, podría decirse, soy un tanto capitalista.

Creo que ese es un gran defecto mío. Quiero aparentar, quiero que crean que tengo dinero, quiero sentirme superior a los demás por tener cosas mejores.

Cuando estreno algún conjunto nuevo mi autoestima se dispara, y me veo por encima de los demás. Cuando llevo un reloj de marca, quiero que todos lo vean y me pregunten por el precio. Me encanta presumir, adoro tener un nivel de vida alto. Pero hay un gran problema: que ese nivel de vida no es el mío. Vivo por encima de mis posibilidades. Nada de lo que aparento es real. Mis padres no tienen casa, ni coche. Mi padre es alba-ñil y mi madre barrendera. Hay meses que no pagan el alquiler. Y la luz nos la han cortado alguna vez. O sea, no tenemos nada. Las cosas que me he comprado han sido con mi beca de estu-dios, y porque soy una gran ahorradora. Odio la familia que me ha tocado, yo quería un padre médico y una madre notaria, por ejemplo. Quería una familia con clase, y nivel.

* * *

Estas vacaciones he conseguido algo de dinero en Papá

Noel y Reyes, y me he comprado todo lo que quería, todo lo que llevo soñando durante muchísimo tiempo. Debería sentir-me muy feliz. Pero en cuanto me he gastado el dinero y he

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dejado las bolsas sobre mi cama, me he sentido vacía. Ya no tengo dinero, y hay nuevas cosas que me quiero comprar. Siempre habrá nuevas cosas, y siempre me hará falta más di-nero. Así nunca podré ser feliz. Envidio a gente como Paris Hilton, me gustaría tener una vida así. Pero la vida es muy in-justa conmigo.

Estoy acostada en mi habitación, miro al techo y solo en-cuentro vacío ¿Cómo podría llenar ese vacío? Sin dinero no se puede llenar, es imposible. Hace días que les estoy pidiendo a mis padres que me compren la Playstation 4, y no quieren. Saben que eso me haría muy feliz y les da igual. Eso demuestra que no me quieren. Solo miran por ellos.

Hoy es el día de Nochebuena y estoy muy emocionada. Mis padres, mis abuelos y, en general, toda mi familia me da-rán regalos. Espero que entre todos hayan aportado algo para comprarme la Playstation.

Por la noche cenamos en casa de mi abuela y al volver a casa me voy corriendo a la cama. Quiero que acabe ya este día, levantarme mañana y ver mi árbol de navidad con regalos al-rededor.

* * *

Me despierto sobre las ocho de la mañana, más tem-

prano de lo habitual. Será por los nervios. Voy corriendo hacía el árbol. Hay un único regalo. Empiezo a ponerme nerviosa. Esperaba más. Respiro hondo, trato de tranquilizarme. Pero si hay un solo regalo significa que es caro, que es un muy buen regalo, un regalo capaz de alegrarme la Navidad. O sea, ese regalo tiene que ser la Playstation 4. Me sale una medio sonri-sa. Quiero abrirlo ya, pero no me atrevo, no estoy preparada para llevarme una desilusión. Toco el regalo, lo cojo. Pesa bas-tante, me cuesta sostenerlo. Me siento con él en el sofá, y lo miro detenidamente. Rompo un pedacito del papel. Es una

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caja. Mi respiración se vuelve entrecortada. Rompo el papel a toda prisa. Lo primero que ven mis ojos son unas letras. Plays-tation. Justo cuando voy a saltar de alegría veo algo justo al lado de esa palabra. 2.

2. 2. 2. 2. Esto es una broma. Es lo primero que pienso. Y a conti-

nuación empiezo a gritar. Grito más alto que nunca. Y lloro. Lloro como si me hubiesen metido la paliza más grande de mi vida. Mis padres se levantan asustados con mis gritos. Vienen corriendo al comedor.

—¡Sara! ¿Qué te pasa? —Preguntan mis padres al uní-sono y con voz alarmada.

—¿Que qué me pasa? ¡Me habéis arruinado las navida-des! Solo os había pedido una cosa. ¿Qué os costaba traérme-la? Me odiáis, lo sé. Parece que me habéis regalado esto solo para hacerme daño. La Playstation 2 ya no la tiene nadie, se pasó de moda. Es una basura —les digo con un odio infinito.

—Sara, lo siento. No teníamos dinero para la 4. Pensa-mos que te haría ilusión tener al menos esta —dice mamá con una profunda tristeza.

* * *

Me voy corriendo a mi habitación, dejando en el come-

dor el regalo. Empiezo a hacer la maleta. Quiero irme de esta casa. No aguanto más a mis padres. Me iré a casa de mi tía, que siempre me compra lo que quiero, y es muy buena conmi-go. Ojalá ella fuese mi madre.

* * *

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Llego a casa de mi tía y le cuento lo sucedido. Me dice que mis padres me quieren, que no lo habían hecho con mal-dad. No la escucho, entro a la habitación de invitados y dejo la maleta sobre la cama.

Empiezo a hacerle pucheros y aponerle cara triste y de niña buena, diciéndole que al final me he quedado sin regalo, y que ojalá tuviera la Play nueva. Siempre que le pongo esas caras acabo consiguiendo lo que quiero. Mi tía me mira con pena, coge su bolso y me dice que me vista.

—Vámonos de compras, Sara —dice sonriendo. Bien. Bien. Bien.

* * * Vamos a una tienda llamada Game. Entramos, y a los

pocos minutos estamos saliendo. Mi tía lleva en su brazo dos bolsas: en una está la Playstation 4, y en la otra hay cinco jue-gos que me han gustado. Amo a mi tía, es genial.

* * *

Llegamos a su casa y empiezo a jugar con mi superrega-

lo. Alguien llama por teléfono a mi tía. Después de colgar, vie-ne al comedor y me dice que tiene que hablar conmigo.

—Sara, a tu madre acaba de darle un derrame cerebral, y está en la UCI.

—¿Eso es grave? —Le pregunto un poco asustada. —Sí, pero se pondrá bien. Estate tranquila. En un rato iré

a verla. —¿Puedo ir contigo? —Será mejor que te quedes aquí —me dice.

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Mi tía empieza a vestirse y sigo jugando a la Play, pero mis pensamientos no están en el juego. Me siento rara. Vuelvo a sentir ese vacío que me acompaña desde hace tiempo. Se supone que ya he conseguido lo que quiero. ¿No debería estar feliz? Estoy preocupada por mi madre. Puede que me haya comportado injustamente con ella y con mi padre. Me tiro un rato pensando, haciéndome preguntas: ¿Soy feliz? ¿Estoy con-tenta conmigo misma? Son algunas de las cuestiones que me hago. Creo que no soy feliz, porque siempre está ese vacío. Intento llenarlo con cosas materiales, para sentirme mejor. Soy una mala persona, una caprichosa. Pero no puedo cambiarlo, el dinero y los objetos me hacen feliz, aunque solo sea por un momento. Un muy breve momento.

—Tía, por favor, quiero ir contigo, déjame ir —le digo con un poco de angustia.

Me siento mal, y ni yo misma sé por qué, pero necesito ver a mi madre, y saber que está bien.

Mi tía me mira y asiente. Podré ir.

* * * Llegamos al hospital y vemos a mi padre. Está llorando.

Nunca lo había visto llorar. Esto tiene que ser grave. Sin decirle nada le doy un abrazo, un poco forzado, pero

necesario. Oigo a las enfermeras hablar. Mamá está en coma, y du-

dan de que despierte. Comienzo a llorar. Quiero decirle a ma-má que lo siento, que me odio y ella no tiene la culpa de nada. Tiene que despertar, tiene que hacerlo.

Empiezo a correr buscando la habitación en donde está mi madre. Mi padre me llama pero yo sigo corriendo. Encuen-tro la habitación y entro. Mamá está blanca, en una camilla, con los ojos cerrados y con muchos tubos alrededor.

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La miro fijamente, la abrazo y le doy un beso. Pero no uno cualquiera, un beso profundo, en el que le trasmito lo que hace tiempo no le he trasmitido. Amor, mucho amor. Un beso que le deja marca en la mejilla. Un beso en el que hay mil lo siento, y miles de sentimientos. Un beso que hace que mamá abra los ojos. Me mira, y repito el beso. Y lo vuelvo a repetir. Le doy besos hasta que me canso. Y por una vez en mucho tiempo no siento ese agobiante vacío. Me siento llena, como si fuera un globo a punto de estallar.

* * *

Ha pasado un año desde aquello. Mamá está perfecta-

mente. Aquel día me di cuenta de que lo material no llena. De que el dinero no da la felicidad. Ahora valoro más todo lo que tengo, y el esfuerzo que hacen mis padres día a día. No penséis que de la noche a la mañana he dejado de ser una materialista. Llevo ocho meses yendo a una psicóloga. Me está ayudando a quererme más a mí misma. Que era el problema que tenía. Según ella necesito tener cosas para sentirme mejor, para va-lorarme. Y tiene razón, hacía tiempo que había dejado de que-rerme. Pero poco a poco me voy aceptando más. Acepto que no tengo dinero. Acepto que nunca seré como Paris Hilton. Acepto que no soy perfecta. Y veo que no todo lo que tengo es malo. Tengo cosas buenas. Pero, sobre todo, lo mejor que ten-go son mis padres. Y me alegro de haberme dado cuenta.

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VI. Quédate conmigo

PAULA MOLINA GARCÍA

Donde hubo fuego, cenizas quedan. Esta frase siempre me había parecido absurda, sin mu-

cho sentido. Si te olvidas de alguien, a no ser que fuera muy importante para ti, no tienes por qué volver a sentir cosas.

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Pero últimamente estoy experimentando tantos cambios en mi vida que ya me creo cualquier cosa. Todas esas frases y refra-nes no cobran sentido hasta que le ocurren a uno mismo.

Y ahora me estoy dando cuenta. Ha vuelto. Tras tres años sin saber nada de él, David ha

vuelto. Maldita sea, ¿por qué? Yo ya había superado su partida.

Yo ya no quería saber nada de él. ¿El destino? Me gustaría creer que sí. ¿Por qué tengo entonces la vaga sensación de que se va a volver a ir?

Su regreso alegra mis días, estoy mejorando gracias a él. Nuestro reencuentro fue casual. Salí de la biblioteca tras

una larga tarde de estudio. Llovía a cántaros y el viento agitaba mi pelo, quitándome la capacidad de ver hacia dónde me diri-gía.

Cuando llegué a la parada del tranvía me situé bajo un techado, con la ropa empapada y el pelo pegado a las mejillas.

Arrojé mi vaso con café a la papelera, y me desprendí lentamente de la empapada chaqueta. Miré el reloj: aún falta-ban cinco minutos para que llegara el tranvía. Resoplé, impa-ciente, y entonces le vi.

Estaba más alto, llevaba el pelo más corto y la mirada más triste. Pero era él. Se encontraba de pie, a un par de me-tros de mí, mirando al suelo. Mis piernas desfallecieron y mi boca soltó un breve susurro:

—David. Levantó la cabeza, miró al frente y sonrió. Yo aguanté mi

respiración. —No creí que fueses a reconocerme. Mi corazón dio un vuelco. ¿Se estaba dirigiendo a mí? No

podía saberlo. Me di lentamente la vuelta y fingí mirar a otro lado.

—Ten, ponte esto. Te vas a helar.

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Colocó una sudadera sobre mi pelo húmedo; la cogí y me la coloqué en la cara. Esa fragancia, su olor característico, ese olor que atraía tantos recuerdos a mi mente.

—¿Cómo sabes quién soy? —Le dije con cautela. El tranvía frenó frente a nosotros, y él soltó una risa. Dios mío, su risa. —Nunca te he olvidado, Pau —fueron sus últimas pala-

bras, justo antes de subir al tranvía. Allí me dejó. Se fue y me dejó parada y trastornada, olvi-

dando que yo también debía coger ese tranvía que poco a po-co se alejaba frente a mí.

* * *

Aquella noche me fue imposible dormir. Mi mente no

dejaba de mostrarme aquellos ojos verdes y serios. Nunca te he olvidado, Pau.

David era un buen amigo mío hace un par de años. Ha-blábamos, de niños jugábamos y, honestamente, yo confiaba en él.

Entonces, cuando fue lo suficientemente maduro, me di cuenta de que me gustaba. Este chico con el pelo oscuro albo-rotado y siempre sonriente me gustaba. Fue empezar a sentir cosas por él, cuando, por circunstancias, David y su familia se mudaron a otra ciudad. Me quedé desolada; no volvería a ver-le. Entonces pasaron los meses, y lo superé. Prácticamente aprendí a vivir con ello. Pero jamás me olvidé de él.

Miré el reloj que reposaba sobre mi mesilla: las 3:00 a.m. Respiré hondo, me froté los ojos y salí de la cama. El

contacto de mis pies con el suelo helado me hizo ruborizarme. Me quedé embobada frente al escritorio, mirando una foto del David de catorce años que hace tanto dejé atrás. ¿Yo también había cambiado? Me corté el pelo pero, ¿mis ojos lucían igual

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de cansados? ¿Mis facciones de la cara tan cambiadas? ¿Luzco más guapa? ¿Y para él? ¿Volveríamos a vernos?

Volví a la cama, con esa infinidad de preguntas que me rondaban la cabeza. Volví a la cama, dándole las gracias al des-tino por haberme dado la oportunidad de verle de nuevo.

* * *

Los días siguientes me costó demasiado concentrarme

en todo lo que hacía. No podía prestar la suficiente atención en clase, ya que mi mente volaba en el tiempo, y mi mirada se desviaba por la ventana, risueña, observando lo que ocurría en el mundo de fuera.

Pero conforme pasaba el tiempo, aquella tarde bajo la lluvia quedó apartada en un rincón de mi mente.

No volvería a verle, debía asimilarlo cuanto antes. En el fondo me dolía saberlo y tener que asimilar que no lo haría. Pero cuando se cumplió el quinto mes desde aquel reencuen-tro con mi amor del pasado, comencé a barajar la posibilidad de que solo hubiese sido un sueño.

* * *

—Creía que David se había ido a vivir a Cartagena. —Así es —respondí, indiferente. —Entonces, ¿cómo puede ser que te lo encontraras por

aquí? —Y yo qué sé, María. Tal vez vino porque había quedado

con alguien. —¿Con una chica? —Intervino de pronto Andrea. Me estaban sacando de quicio. Hacía seis meses del día de mi reencuentro con el chico,

y a mis amigas no se les pudo ocurrir otro tema de conversa-

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ción más incómodo, mientras recortábamos artículos de perió-dicos para un trabajo del instituto.

Decidí que la conversación continuara sin mí. De todas formas, se entretenían ellas solas con los cotilleos. Una vez que acabamos con ese periódico, solo Julia dijo algo en la conver-sación que llamó mi atención:

—Paula, yo solo sé que donde hubo fuego quedan ceni-zas.

Andrea y María soltaron una risita. Yo solo pude que-darme mirando el suelo, pensativa.

¿Era eso cierto? Yo no sentía nada por David. En ese caso, ¿por qué cuando lo vi, en aquella parada de

tranvía, noté mi corazón querer salir de mi pecho? Intenté convencerme de que solo fue la sorpresa del momento. Inten-té mentalizarme de que no le iba a volver a ver.

—¿Podemos cambiar de tema, por favor? Me levanté de la silla y me acerqué al frigorífico. Como

estábamos en casa de Andrea, la miré antes de coger nada. Ella me hizo señas de que me sirviese lo que me apeteciera, y sa-qué un refresco.

—Pero, ¿y si fue el destino? ¿Y si estaba escrito que os reencontrarais después de varios años? —Insistió María.

Abrí la bebida, que produjo un chasquido, liberando mu-cha espuma. Cogí un trapo, me sequé y a continuación se lo lancé a la cara a María.

—Estáis pesadas, ¿eh? Sé que pensáis que buscándome a alguien voy a dejar de estar triste. Pero no creo que vuelva a sentir amor por nadie. Además, lo del día de la lluvia fue pura casualidad: no voy a volver a verle más. No sé su teléfono, no sé dónde vive, no sé nada sobre él, y si creéis...

—Bueno, Paula, si has acabado tu discurso —interrum-pió Andrea—, yo creo que te interesará saber que he encon-trado su perfil de Instagram.

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Miraba embelesada el móvil. Pulsó unas cuantas teclas y me lo colocó en las narices. Me atraganté con la bebida y me puse a toser como loca.

—¿¡Qué!? —Dejé el refresco sobre la mesa y comencé a ponerme nerviosa. Julia y María soltaron una carcajada, mien-tras yo le quitaba a Andrea el móvil de las manos.

—¿Cómo lo has encontrado? —Volví a preguntar, atóni-ta.

—Tengo mis contactos —me hizo saber Andrea hacién-dose la interesante, justo antes de darle un buen trago a mi bebida.

Mirando entonces las fotos de David, pude recapacitar y fijarme bien en sus rasgos. Parecía otra persona. Tenía la man-díbula más marcada; la piel más morena, de un leve tono acei-tunado, como la mía; el pelo más corto por los lados, pero con un buen mechón de cabello oscuro en la zona del flequillo, en punta; más alto, como yo ya comprobé en la parada del tran-vía; los músculos más marcados.

Estaba más mayor, pero era él. Era David, el David de siempre.

Me quedé mirando la red social, atónita, buscando más y más fotos que me permitieran saber un poco más sobre su nueva vida.

María, para sacarme de mi ensimismamiento, chasqueó los dedos frente a mí.

—Está muy bueno. Y si no vas a ir a por él, lo haré yo. El destino te está dando una oportunidad, y tal vez no se te vuel-va a presentar otra en la vida. Te quedarás sola y arrepentida. Así que coge ese móvil y teclea un mensaje para ese chico.

Suspiré. María es tan cabezota. Me armé de valor, cogí aire y escribí un mensaje: “Tengo

tu sudadera. La he lavado, y tengo que devolvértela. ¿Podemos vernos?”.

Le di a enviar, y esperé.

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* * *

A la semana siguiente tuve mi primera cita con David.

Fue algo sencillo, cine y después a cenar. Me gustó salir con él, me hizo recordar lo que teníamos

antes. Nos lo contamos todo, fue una noche maravillosa. Cuando esta llegó a su fin, y ambos debíamos volver a

casa, llegó la despedida. —Quiero volver a verte —me dijo. —No lo sé, David. Tal vez no deberíamos. —No me importa. Quiero volver a verte, y quiero hacer-

lo todos los días que sea posible. Sentí mis mejillas sonrojarse. Comencé a jugar con mis

dedos. —David, tal vez esto sea demasiado precipitado. No nos

veíamos, no nos conocemos... —Te conozco lo suficiente —saltó de pronto, interrum-

piéndome— y sé que eres la chica más maravillosa que he po-dido conocer, con la que más confianza tengo. Déjame inten-tarlo.

Me cogió de la mano, me miró a los ojos fijamente y me dijo:

—Te he echado mucho de menos. —Te fuiste de pronto... —Lo sé. Pero no volveré a hacerlo. Me voy a quedar aquí

contigo, si me lo permites. Esta vez fui yo la que sostuvo su mirada. Pude ver en ella

miedo y desesperación. David no lo ha pasado demasiado bien estos años. Tal vez haya tenido problemas últimamente. Pero, si te fijabas bien, en su mirada, en su rostro, se distinguía una pizca de esperanza.

Me acarició la mejilla y me sonrío. —Estás preciosa.

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Me ruboricé. Entonces recordé por qué estuve enamo-rada de él.

—Tengo miedo, David. No quiero que vuelvan a hacerme daño. ¿Por qué tengo la sensación de que vas a poner mi mun-do patas arriba?

—Seré el indicado si tú quieres que lo sea. A cualquier si-tio te hubiera seguido. Me siento tan pequeño, tan insignifi-cante. Necesito significar algo para alguien. Sé que me tropeza-ré y caeré, todavía estoy aprendiendo a amar. Lo siento por no haber podido llegar a ti antes.

Sabe que no puedo hacer nada más que mirarle. Suelta un suspiro de exasperación, se revuelve y añade:

—Por favor, di algo. Me tragaré mi orgullo. Eres lo único que me hacía sentir vivo y te tuve que decir adiós. No me ha-gas tener que volver a hacerlo ahora.

Mi respiración, agitada. Mi pecho subía y bajaba y mi único impulso fue colocar su cara entre mis manos y plantarle un leve beso en los labios.

Se sorprendió, pero no se apartó. Me abrazó con fuerza y correspondió el beso. Entonces, en ese momento, juro que me sentí infinita.

* * * —¿Cómo fue? El beso, digo. —Andrea, qué pesada eres. Cuando dejes de presionarla

lo contará. Ten, come y calla. María le tendió el cuenco con palomitas a Andrea, que

sonrió y se llevó un puñado a la boca. —Ef que quiedo sabeflo. —Que comas y calles. —No me mandes callar, María, ¿quién te crees? —Yo no te he dicho nada.

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Comenzaron a gritarse la una a la otra, siempre están así. Así que las dejé discutir, sonreí y miré fijamente a Julia.

—Fue reconfortante. —¿Qué? —El beso. Fue reconfortante. Es como si lo tuviese guar-

dado y reservado para él estos años. ¿Sabes? Quiero intentar-lo. Pero, ¿y si sale mal? ¿Estarás ahí para recoger mis pedaci-tos?

Julia me cogió de la mano y la sujetó con fuerza. —Para recoger todos y cada uno de ellos.

* * * Dos días antes de que se cumpliese el primer año desde

que David y yo estábamos juntos, recibí la llamada. Yo me encontraba sobre la alfombra de mi cuarto, con

los altavoces y la música inundando toda la sala. Estaba feliz e ilusionada. Esa noche David me recogería con su moto nueva, e iríamos juntos a cenar a un restaurante recién inaugurado en la ciudad. Acababa de sacarse el carné, y ahora le permitían venir a verme y sacarme de casa siempre que quisiese.

Cuando miré el reloj por sexta vez en la última media ho-ra, decidí por fin levantarme a arreglarme para la cena.

Llené la bañera, preparé mi vestido nuevo y me quité la ropa. Fue cuando comenzó a sonar el teléfono.

—¡Mamá! ¡Mamá, cógelo! —Recordé, entonces, que en ese momento estaba sola en casa. Me di un golpecito con la palma de la mano en la frente y solté una risita tonta. Cogí una toalla, me envolví en ella y crucé descalza el pasillo. El teléfono no dejaba de sonar, por lo que yo cada vez aligeraba más el paso. Lo alcancé por fin y contesté, jadeando.

—¿Diga? Sí, soy yo. Era la madre de David. Le temblaba la voz.

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—¿Teresa? David iba a venir a recogerme dentro de una hora, pero si puede venir algo más tarde...

—Paula. —Se lo agradecería —concluí. Me di cuenta de que ha-

blaba de manera entrecortada, y no podía dejar de jadear—. ¿Ocurre algo? ¿Está David por ahí?

A continuación soltó un grito ahogado, y se puso a llorar desesperadamente. Supe lo que había ocurrido, antes incluso de que ella me lo dijera.

* * *

El amor puede doler a veces, pero es la única cosa que

conozco. Sé que es difícil a veces, pero es la única cosa que nos

hace sentir vivos. Juntamos todos los recuerdos para nosotros mismos.

Donde nuestros corazones se juntan, donde podemos congelar el tiempo.

Una vez David me dijo: —Puedes tenerme cerca, puedes manejarme y meterme

en tu bolsillo si es lo que quieres. Siempre me tendrás a tu lado. Nunca estarás sola, espérame siempre.

El amor también puede sanar el alma, porque es la única cosa que nos llevaremos al morir.

Los médicos no sabían si David sobreviviría. No sabían si David llegaría a ver la luz del día siguiente.

Iba en la moto y un camión lo arrolló, lanzándolo por los aires. Seguía vivo, pero lo tenían conectado a una máquina.

Coma por accidente automovilístico, lo llamaron. En cuanto la madre de David me hubo explicado un poco

lo que había pasado, colgué el teléfono, me puse una sudadera y un pantalón de chándal sucio que pillé por el suelo. No me acordé ni de ponerme ropa interior.

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Llamé a mi madre, pero no contestaba el teléfono. Apa-gado o fuera de cobertura. Saqué un par de billetes que tenía escondidos en un bote de cocina y salí a toda pastilla del piso. Bajé las escaleras corriendo, sin parar, de cuatro en cuatro escalones. Me torcí el tobillo, pero era el menor de mis dolores en ese momento.

Cuando salí a la calle miré hacia los lados, pensando y analizando mi situación. Debía coger el autobús, y la parada estaba al otro lado de la calle. Eché a correr. Corrí y corrí tanto como mis piernas y mi tobillo me lo permitieron. Empujé a varias personas por el camino, grité varios lo siento a descono-cidos y crucé la calle sin mirar. Desgraciadamente, el semáforo estaba en rojo para los peatones. Varios coches consiguieron frenar frente a mí, y el último me golpeó la pierna, pero no me importaba. Nada importaba ya. No me paré.

* * *

En el hospital no me dejaron verlo. Aún estaban tratan-

do de reanimarle. La moto había quedado destrozada, así co-mo cinco de sus costillas, su hombro y una de sus piernas. Afortunadamente, la cadera y la espalda no sufrieron daños graves, tanto como podrían haber sido. Afortunadamente, no se partió el cuello.

Pero no sabían qué daños sufrió con el golpe en la cabe-za.

Cuando yo llegué, y tras preguntar la planta en la que se encontraba, encontré a su madre llorando desconsoladamente en una silla. Su padre estaba en la terraza fumándose un ciga-rro, pensando.

Intenté desesperadamente que los médicos me dejaran verle, pero fue inútil.

Lo llevaron a quirófano media hora más tarde.

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Pasado un rato, aparecieron mis padres por el ascensor. Me abrazaron y fueron a consolar a los padres de David. El típico procedimiento que toda la gente que aparecía por el ascensor repetía. Abrazo, consuelo.

Pero en esos momentos nada ni nadie me consolaba.

* * * Dos horas más tarde nos dijeron que no habían podido

hacer nada por él, y que no habían conseguido que David des-pertara del coma.

Lo ingresaron, y permitieron a sus padres verlo. A mí no me dejaron hacerlo. A media noche mis padres se fueron a casa, no consiguieron convencerme de que me fuera con ellos. Decidí quedarme sola sentada en la puerta de la UCI.

A las dos y media los médicos se dispersaron, y vi enton-ces mi oportunidad. Me colé en la UCI para verle.

Estaba demacrado y destrozado, reposando sobre una cama con sábanas blancas, sujeto a mil tubos que le mantenían con vida.

Me acerqué lentamente hacia él. A ver su magullada ca-ra, sus heridas en pómulos, labios, cejas. El pelo desordenado y todo el brazo vendado.

Me arrodillé a su lado, le cogí de la mano, y comencé a llorar.

—Hola, David. Soy yo, Pau —una lágrima resbaló sobre mi mejilla hasta pararse sobre mis labios—, sabes que estoy aquí, esperando. Mantente fuerte, quédate conmigo, no tienes nada que temer. ¿Sabes? Hace un rato una enfermera que me vio tirada en el suelo me trajo un café y me dijo que el que tú vuelvas a la vida depende ahora solo de ti. Tú eres el que lo controla todo ahora, David, y sé que lo harás.

»¿Cómo pudo un corazón como el tuyo enamorarse de un corazón como el mío? ¿Cómo podía vivir antes? Tú abriste

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mis ojos, David. Te escucho dormir ahora, duermes profunda-mente, ¿sabes? Ahora estás descansando, se te ve bien, no te preocupes. Tómate el tiempo que necesites, yo seguiré aquí esperando. No te vayas, mi amor. Eres todo lo que he conoci-do, todo lo que he tenido. Tengo la esperanza, vas a despertar, y yo estaré aquí para que sea lo primero que veas.

»Hasta pronto, mi amor. Quédate conmigo.

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VII. Ni una más

MARÍA JOSÉ MUÑOZ MANZANARES

—Me gusta el silencio... La soledad... Ellos no me hacen

daño, podría estar así siempre, encerrado en mi cuarto, mi Torre de Babel.

Un sonido inconfundible hace que Carlos dé un respingo. El horrible despertador le recuerda cada mañana que tiene que salir al mundo real. Nuevo día, nueva lucha, y a pesar de sus solo trece años, ya se siente cansado, sin fuerzas, sin ilusión.

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Miró aquel odiado reloj. Ya no podía demorarse más, apenas le quedaban cuarenta y cinco minutos para vestirse y desayunar, y ya escuchaba a lo lejos la voz de su madre recor-dándoselo.

Se dirigió al baño como un autómata, era lo mismo de siempre. No le gustaba el instituto, odiaba ir a las clases por-que no se sentía a gusto. No era muy sociable con sus compa-ñeros, ni ellos con él.

Intentó adecentar su cabello pelirrojo y enmarañado, pero le veía poca solución. Por un momento, se detuvo a ob-servarse. Odiaba la imagen que le devolvía el espejo: una piel blanca y cubierta de pecas, una cara redonda, en la cual había unos pequeños ojos azules que hacían que su nariz pareciese más grande, y, encima, la ortodoncia en los dientes. Eso sin hablar de su corta estatura. Todo el conjunto hizo que su inse-guridad fuese creciendo más y más.

Cada mañana hacía el mismo recorrido hacia el instituto y, conforme se acercaba, aumentaba su nerviosismo y su te-mor. ¿Qué pasaría hoy?

De aquí para atrás, Carlos había sido un chico más o me-nos normal, compañero de sus compañeros, no destacaba ni estaba por debajo, y, a pesar de las típicas bromas sobre el color de su cabello y sus pecas, se sentía cómodo en clase, pero todo cambió cuando empezó el instituto.

Nuevos compañeros, un sitio nuevo, nuevos profeso-res... Le estaba costando mucho adaptarse, de hecho pensaba que no encajaba. Había chicos y chicas que veía mucho mayo-res que él. Esto le creaba mucha inseguridad y le ponía bastan-te nervioso, hasta el punto de que se había vuelto alguien soli-tario.

Siempre que llegaba, cruzaba el patio acelerado y, una vez en clase, se relajaba un poco, allí se sentía a salvo, aunque no del todo, el problema era qué hacer cuando llegase la hora del descanso.

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La sirena anunciaba que tenían que salir al patio, pero Carlos decidió que se quedaría en clase (como siempre). Mien-tras cogía su bocadillo, comenzó a recordar cómo había empe-zado todo.

* * *

El primer día de instituto fue duro. No había coincidido

con ningún compañero de su anterior colegio, por lo cual, cuando entró en su nueva clase, todos los que le rodeaban eran extraños para él. La mayoría se volvía para mirarlo y de vez en cuando escuchaba algún que otro comentario jocoso sobre su aspecto; el que más, pelo panocha, pero ya estaba acostumbrado a eso, aunque le fastidiaba bastante.

A la semana justa de empezar las clases tuvo su primer encuentro con él...

«Cómo describirlo... Estaba sentado en un rincón del pa-

tio tomándome el bocadillo cuando noté su presencia. Yo sen-tía que algo no iba bien, no sabía qué era exactamente, pero no iba bien. Al instante vi a un hombre rodeado de una luz oscura, y conforme se acercaba peor me sentía yo. Era como si quisiera meterse en mi mente. Cuando llegó a mi altura me observó detenidamente y, con una voz muy desagradable, me dijo: “Estás condenado”. En ese momento un escalofrío reco-rrió mi cuerpo y eché a correr.

»Por fin terminaron las clases y pude volver rápidamente a casa, saludé a mis padres y con una nueva excusa subí a mi cuarto. Era el único lugar donde me sentía a salvo. El corazón me latía muy rápido cada vez que recordaba lo ocurrido. ¿Qué había querido decir? ¿Por qué me dijo que estaba condenado? ¿A qué y por qué? Ni siquiera lo conocía. Por fin el cansancio me venció y me quedé dormido.

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* * *

Otra vez el insoportable despertador, lo mismo de siem-

pre, solo que ese día iba a cambiar todo. Al entrar al instituto como cada mañana, se dio cuenta

de algo muy extraño. El patio estaba vacío. Miró el reloj de su muñeca, pensando que quizás se le había parado, llegaba tarde y ya habían empezado las clases, cuando observó que en la puerta estaba el hombre oscuro. Daba la sensación de que lo esperaba.

—No seas cobarde —se dijo a sí mismo—, tienes que pa-sar por ahí para entrar a clase, quizás todo sea producto de mi imaginación —pensó intentando convencerse.

Cuando estaba a punto de cruzar el umbral, una fuerte mano lo detuvo.

—Tú hoy no entras a clase, zanahoria. Tú hoy vas a ser mi bufón, y atente a las consecuencias si no consigues hacerme reír, niñato.

Era él, era su voz, la voz de la persona que le había ame-nazado el día anterior. ¡Dios mío! ¿Por qué estaba temblando? Simplemente seguiría su camino haciendo caso omiso, y así lo hizo, mejor dicho, intentó hacerlo.

Eso fue mucho peor. Un grupo de chicos lo cogieron a la fuerza y lo llevaron fuera del instituto. Mientras, el hombre oscuro miraba. Daba la sensación de que los chicos estaban hipnotizados por él, y que de alguna forma los dominaba sin decir nada.

—¿Adónde te crees que vas? ¿Pero tú te has visto? A nadie le gusta tu pelo, ni tus pies, fíjate bien, eres una peca con patas, ja, ja, ja, ja.

Supo inmediatamente que aquello no iba a parar ahí. En su cabeza resonaban las risas de todos y cada uno de ellos. Eran cuatro chicos y una chica.

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—Siempre he sentido curiosidad por saber si los pelirro-jos tienen pecas también por el cuerpo —dijo uno de ellos—, vamos a descubrirlo enseguida —continuó diciendo—. ¡Quitad-le la camiseta!

Entre todos lo cogieron a la fuerza y lo desnudaron de cintura para arriba, humillándole hasta donde no podían ima-ginar, incluso le hicieron fotos con el móvil. Carlos no podía entender nada en ese momento. Suplicaba y gritaba que le dejasen en paz, pero el resultado eran más y más carcajadas.

Nunca había sentido tanta impotencia y tanta rabia. Y de pronto aquel hombre sombrío se alejó. Todos pararon de golpe y se marcharon dejándolo ahí tirado.

¿Qué había pasado? ¿Había sido fruto de su imaginación aquel hombre? No tuvo fuerzas ni ganas de entrar a clase, pero tampoco podía volver a casa. Su madre lo acribillaría a pregun-tas y no le apetecía contestarlas, no le contaría nada, estaba decidido. Anduvo un buen rato alejándose del instituto. Daría vueltas por ahí hasta que fuese la hora de regresar. Deseaba que el tiempo pasase rápido para poder volver a casa y ence-rrarse en el único lugar donde se sentía seguro.

Esa noche le costó conciliar el sueño, no se quitaba de la cabeza aquel ataque hacia su persona, pero el cansancio le venció y se quedó dormido.

Aquella mañana todo parecía tranquilo, aunque su te-mor a encontrarse otra vez con aquel hombre le ponía los pe-los de punta. Mientras se vestía, se intentaba convencer a sí mismo de que aquello no tenía por qué volver a pasar. Es cier-to que en ese instituto había gente muy cruel, pero ya había acabado, ya se habían reído bastante de sus pecas y de su pelo.

Cuando terminó de prepararse, se marchó hacia el insti-tuto de nuevo. La mañana transcurrió de manera tranquila al principio, pero llegó la hora del descanso, y cuando estaba a punto de terminar se giró y lo encontró allí, pegado a él, con la sonrisa más maligna que nunca había visto y con los ojos en-

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sangrentados. Le observaba con odio. La respiración de Carlos se aceleró cuando ese ser se acercó a su oído y le dijo:

—Yo tengo el poder sobre vosotros, sobre todo el mun-do. Hago que todos me obedezcan solo con la mente, me gusta la maldad, soy cruel, disfruto haciendo daño. Pero hay deter-minadas mentes a las que no puedo dominar por su inteligen-cia y humanidad, y tú eres uno de ellos. Voy a por ti.

Desde entonces no ha habido un solo día en el que Car-los no haya sufrido una humillación tras otra.

* * *

Se terminó el bocadillo a la vez que sonaba la sirena del

fin del descanso y, cuando fue a tirar el papel a la papelera, coincidió con sus compañeros, que se encargaron de ponerle la zancadilla, haciendo que cayera y que se golpeara la cabeza con el pupitre. Ya ni le dolía, eran tantos los golpes que recibía a diario que ya no sentía dolor físico.

Había intentado de todo para que aquello acabase. Se había pintado el pelo en casa, lo odiaba, estaba harto de las bromas y risas por su color. No le importó la bronca de su ma-dre. Había perdido peso, intentaba por todos los medios pasar desapercibido, pero aun así la amenaza de aquel hombre oscu-ro se estaba cumpliendo. Todas las noches lloraba y lloraba. No valía nada. Sentía una ansiedad tremenda cada vez que veía en las redes sociales su cuerpo tirado en el suelo y un montón de chicos a su alrededor golpeándole, y siempre, al fondo de la imagen, la figura del hombre oscuro con su perversa sonrisa.

Todo había cambiado, hasta su rostro. Ahora en vez de predominar las odiadas pecas predominaban unas enormes ojeras, debajo de unos ojos llenos de tristeza.

Ni podía ni quería decírselo a sus padres, no tendrían forma de ayudarlo. Además, sabía que si lo contaba iba a ser peor. Esa mañana tenía clase de Educación Física, y cuando

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terminó se dirigió a las duchas. Cuando se estaba secando lo vio, estaba en un rincón mirando a sus compañeros (como siempre) y ya sabía que algo iba a pasar.

De pronto, notó unas manos que lo sujetaban por de-trás, a la vez que otros tres chicos le quitaban la toalla de la cintura y lo sentaban en el suelo. El quinto chico solo se dedi-caba a grabar con el móvil. No sabía qué iban a hacerle esta vez, lo único que le preocupaba era que eso lo colgarían en Internet y todo el mundo lo vería desnudo, acobardado y llo-rando... En ese momento quería morir, no soportaría la ver-güenza. Pero eso no acabó ahí, uno de ellos sacó de una bolsa una máquina de pelar, y sin darle tiempo a reaccionar empeza-ron a pasarla por distintas partes de su cabeza. Le estaban afeitando a lo bestia. Intentó oponer resistencia pero no le sirvió de nada. Cuando se cansaron de jugar con él y de grabar-lo, lo dejaron allí tirado y se marcharon...

Se miró al espejo, y la tristeza y la furia se asomaron en sus ojos cuando vio cómo lo habían dejado. Se limpió con rabia las lágrimas de los ojos. ¿Cómo saldría fuera con ese aspecto? En ese instante recordó que por suerte llevaba un gorro de lana en la mochila.

De camino a casa lo decidió, dejaría los estudios. No se sentía con fuerzas para terminar el curso de esa forma. Quizás si fuese a otro instituto...

Una vez en casa se sentía protegido y consiguió relajarse un poco. Necesitaba pensar de qué manera les diría a sus pa-dres los planes que tenía.

Nada más echarse en la cama se quedó dormido. En sueños, volvió a ver a aquel ser repugnante al que tanto odia-ba, que le hablaba y le decía:

—No pienso dejarte nunca en paz, estoy y estaré hasta en tus sueños, y los sueños nunca duermen. Tendrás que so-portarme durante mucho, muchísimo tiempo.

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Se despertó sobresaltado, empapado en sudor. Esa fue la gota que colmó el vaso. Ya no aguantaba más. Solo había una solución posible y estaba dispuesto a llevarla a cabo. Sin pensarlo dos veces, salió de casa sin hacer ruido. No quería despertar a nadie, esto tenía que hacerlo él solo. Subió por las escaleras hasta la terraza del edificio y, una vez allí, se sintió fuerte. Sabía que lo vería, que estaría esperándolo, pero no le iba a dar el placer de ver el miedo en su cara como en tan in-numerables ocasiones. Era un ser despreciable, y mirándole a los ojos le dijo:

—¡Ya no más, ni una más, Señor Bullying! Esta vez gano yo la partida. Voy a liberarme de ti para siempre, no me vas a destrozar más. No volverás a hacerme daño, voy a ser valiente y poner fin a esto.

Y con una sonrisa de satisfacción en su pecoso rostro, Carlos se lanzó al vacío.

* * *

Al día siguiente, aparecía un artículo en las noticias don-

de decían que a las cuatro de la madrugada un niño de trece años se había suicidado lanzándose al vacío desde la terraza de un séptimo piso. Por el momento no sé sabían las causas por las que lo había hecho.

Quizá ellos no las sabían, pero estoy segura de que sus compañeros, sí.

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VIII. Canción de bourbon y ceniza

MARTA LARES TOBARIA

Y allí estaba yo otra vez. Tirado en esa mugrienta habita-

ción de motel, con un cigarro medio consumido en la mano izquierda y con un mareo demasiado fuerte que me estaba causando la resaca. ¿Cómo había llegado allí? “Esto es de lo-

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cos. No debería estar aquí”, pienso mientras noto la sangre seca que tengo en la frente. Esta mañana todo era normal...

* * *

Thomas era un aclamado hombre de negocios. Un gran

bróker de la bolsa neoyorquina. Su vida era perfecta: millona-rio, una mujer preciosa, un flamante Ferrari nuevo y un fantás-tico ático en el East Side sin niños que le molestasen.

Creía que tenía toda la vida por delante, pero todo hom-bre tiene su kriptonita: tenía problemas con el alcohol, las dro-gas y el juego.

Su pasión era el bourbon viejo, los puros habanos y el póker, el trío de las calamidades para el pobre Thomas...

Qué cliché, ¿no? Un bróker ludópata, borracho y droga-dicto..., pero ahí no acababa todo. Aparte de cosas malas, él también tenía algo bueno: su pasión era escribir.

¿Su aspiración? Ser el Charles Bukowski de su genera-ción...

Pero también adoraba meterse en peleas en el Bronx, de las que siempre salía magullado, dolorido y, a veces, con algu-na que otra costilla rota. Todo el mundo le odiaba, tenía más enemigos que amigos y no sería la primera vez que intentaban matarle...

Muchos de sus enemigos eran la gente que había esta-fado con anterioridad y que había llegado a dejar incluso sin casa. Todos querían venganza, pero nadie lo conseguía...

Hasta que un día uno de esos inútiles fáciles de estafar, que era como él llamaba a la gente a la que conseguía vender acciones de empresas que nadie quería o incluso inexistentes, fue más listo que él...

Un día cualquiera, tras una jornada laboral, Thomas acostumbraba a tomarse una copa o dos antes de llegar a casa

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junto a su magnífica esposa, pero esa tarde un supuesto viejo amigo lo invitó a un bar que no era su habitual.

Un pequeño bar destartalado de los suburbios neoyorki-nos en el que no te atreverías a entrar ni aunque fuese el único de toda la zona y con el mejor bourbon de la ciudad.

Thomas aceptó sin pensarlo dos veces, pero en su inte-rior sabía que algo ahí olía a chamusquina…

Ese viejo amigo no dudó en invitarle a una copa del su-puesto mejor bourbon de toda la ciudad, que sabía a agua su-cia con hielo..., mientras lo embaucaba con su cháchara.

—Debería irme —le dijo a ese descuidado hombre. —¿Ya? Quédate un rato más, amigo. ¡La fiesta acaba de

empezar! Thomas no podía evitar sospechar de aquel personaje

que le acaba de invitar a una copa. Todo era demasiado extra-ño, pero se quedó, ajeno al peligro que le acechaba.

Ese viejo amigo era un matón contratado por un antiguo cliente al que Thomas había arruinado la vida vendiéndole unas acciones con las que garantizaba ganar una fortuna y que resultaron ser una miseria y una pérdida de dinero, hasta el punto de dejarlo en la calle y sin un centavo.

Este individuo pretendía drogar a Thomas y dejarlo en un sitio mugriento y desamparado para que nadie lo encontra-se y hacerlo desaparecer.

Y así lo hizo: cada vez que Thomas descuidaba su bebida, le añadía opiáceos para drogarlo, hasta que Thomas no pudo más.

Estando drogado, a Thomas se le ocurrió llevar a su viejo amigo a los sitios que regentaba en el Bronx e intentar conse-guir pelear allí con alguien. Se acercó, drogado y sin poder mantenerse en pie, hacia un grupo de jóvenes negros que an-daban escuchando hip-hop y que estaban muy musculados, y empezó a arremeter contra ellos hasta que uno se acercó a él y le propinó tal puñetazo que hizo que Thomas cayera al suelo

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sin poder defenderse, chocando contra el bordillo de la calle antes de caer, tal y como el viejo amigo habría querido...

Aprovechando su estado de embriaguez, cogió a Tho-mas, lo montó en su monovolumen y condujo hasta el siguien-te estado más próximo, para que en cuanto se despertase es-tuviera lo más desorientado posible.

Durante el camino encontró un mugriento hotel de ca-rretera que ofrecía habitaciones por horas y paró allí.

Thomas empezó a volver en sí, cosa que no se podía permitir su secuestrador, así que alquiló una habitación, le dio un nuevo vaso de bourbon adulterado y le ofreció un cigarrillo, se lo encendió y esperó hasta que cayó rendido...

Thomas no conseguía recordar nada. Se palpó los bolsi-llos y vio que le habían robado todo. Thomas se dio por venci-do y se tiró en aquella asquerosa cama. Cerró los ojos y pidió a Dios no despertar nunca jamás...

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