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Regla de Vida 1. Mi propia experiencia de la Regla Mi historia personal de la regla no es probablemente tan distinta de la de ustedes, sobre todo si han hecho su noviciado antes de los años sesenta. Consta de cuatro etapas: A. Noviciado y primer año de escolasticado (1964-1966) Nuestro maestro de novicios nos hacía aprender la regla de memoria. Generalmente, una fila de novicios tras otra, recitábamos los números estudiados. El maestro se burlaba de nosotros cuando nos equivocábamos. Los anacronismos debidos a otra cultura, a alimentación diferente, incluso a educación que contenía la regla eran motivos de chistes, de risas, por ejemplo: «cuando el superior entra en una habitación, uno se "descubre" -i.e., se quita el sombrero, la gorra, la boina - pero en inglés puede interpretarse: se "desviste..." ¡lo que es otra cosa! Hemos creado nuestro propio «examen particular» basado en la regla. Con ocasión de la entrevista mensual, el maestro exigía que cada cual le enseñara su carnet (libreta) de examen particular. Nuestra observancia de la regla en este tiempo de primera formación se limitaba a un cumplimiento exterior. En el «capítulo de culpas» uno se acusaba a sí mismo, o acusaba a los demás, de haber subido la escalera de a dos gradas a la vez, de haber faltado al silencio, de palabras poco amables, de haber amarrado el cordón de un co-hermano a un árbol, etc. Me esforzaba a la fidelidad a todos los preceptos de la regla. En el recreo iba con el primer novicio que encontraba en el patio de juegos. Elegía la presa de pollo menos sabrosa. Siempre llegaba a la oración puntualmente. Sólo el pensar ausentarme de la oración, ni siquiera me entraba en la cabeza. Todos los domingos rezábamos en comunidad dos rosarios, uno de ellos de pie. Creo que, en aquel momento, Dios me llamaba a dos cosas: primero, ala pertenencia. Quería verdaderamente ser miembro del grupo, quería ser hermano; entonces cumplía siempre lo que me precisaba hacer para pertenecer(ser parte de la comunidad). Además estaba convencido de que la segunda cosa que este Dios me exigía era el dominio de mí mismo. Para mí, la regla era el medio para pertenecer al instituto de Hermanos del Sagrado Corazón; debía domar mis concupiscencias (todos seguramente se 1

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Regla de Vida1. Mi propia experiencia de la Regla

Mi historia personal de la regla no es probablemente tan distinta de la de ustedes, sobre todo si han hecho su noviciado antes de los años sesenta. Consta de cuatro etapas:

A. Noviciado y primer año de escolasticado (1964-1966)

Nuestro maestro de novicios nos hacía aprender la regla de memoria. Ge-neralmente, una fila de novicios tras otra, recitábamos los números estudia-dos. El maestro se burlaba de nosotros cuando nos equivocábamos. Los anacronismos debidos a otra cultura, a alimentación diferente, incluso a educación que contenía la regla eran motivos de chistes, de risas, por ejem-plo: «cuando el superior entra en una habitación, uno se "descubre" -i.e., se quita el sombrero, la gorra, la boina - pero en inglés puede interpretarse: se "desviste..." ¡lo que es otra cosa! Hemos creado nuestro propio «examen particular» basado en la regla. Con ocasión de la entrevista mensual, el ma-estro exigía que cada cual le enseñara su carnet (libreta) de examen parti-cular.

Nuestra observancia de la regla en este tiempo de primera formación se limitaba a un cumplimiento exterior. En el «capítulo de culpas» uno se acu-saba a sí mismo, o acusaba a los demás, de haber subido la escalera de a dos gradas a la vez, de haber faltado al silencio, de palabras poco amables, de haber amarrado el cordón de un co-hermano a un árbol, etc. Me esforza-ba a la fidelidad a todos los preceptos de la regla. En el recreo iba con el pri-mer novicio que encontraba en el patio de juegos. Elegía la presa de pollo menos sabrosa. Siempre llegaba a la oración puntualmente. Sólo el pensar ausentarme de la oración, ni siquiera me entraba en la cabeza. Todos los domingos rezábamos en comunidad dos rosarios, uno de ellos de pie.

Creo que, en aquel momento, Dios me llamaba a dos cosas: primero, ala pertenencia. Quería verdaderamente ser miembro del grupo, quería ser her-mano; entonces cumplía siempre lo que me precisaba hacer para pertene-cer(ser parte de la comunidad). Además estaba convencido de que la segun-da cosa que este Dios me exigía era el dominio de mí mismo. Para mí, la re-gla era el medio para pertenecer al instituto de Hermanos del Sagrado Cora-zón; debía domar mis concupiscencias (todos seguramente se acuerdan de esta palabra). Ponía empeño en practicar las virtudes del dominio de mí mis-mo(del autocontrol): la modestia, la humildad, el silencio, el pedir todos los permisos. Una vez quebré un plato. Como buen novicio, fui a pedir una peni-tencia al maestro quien me espetó en son de reproche: «¡Apuesto que ni si-quiera era el suyo!» Creía firmemente lo que nos repetía el maestro:«Guar-den la regla y la regla les guardará.» Para mí este dicho significaba que la regla sería mi salvaguardia. La regla era para mí la disciplina, y me hacía falta disciplina, para mantener a raya mi naturaleza humana y todos aque-llos pensamientos impuros y todas las otras tentaciones.

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B. Vaticano II

Durante mi segundo año de escolasticado, conforme se iban publicando en folletos los documentos del concilio Vaticano II, me los devoraba. Me sen-tía, a la par con muchos de mis co-hermanos escolásticos, embriagado con aquel vino nuevo de Vaticano II, particularmente con Perfectæ Caritatis y Ecclesiæ Sanctæ. Un apartado de cada uno de estos documentos abrasó mi corazón: Ambos fueron para mí un nuevo llamamiento de Dios y, desde aquel momento, ellos guían mi vida.

La manera de vivir, de orar y de trabajar, debe adaptarse de modo apro-piado a las condiciones físicas y síquicas actuales de los religiosos.Para ello las constituciones, los «directorios», los libros de costumbres de cada región, los manuales de preces y de ceremonias, así como los demás libros de este tipo, deben ser revisados convenientemente, y lue-go de suprimir lo caído en desuso, estas publicaciones deben concordar con los documentos de este santo Concilio. (Perfectæ Caritatis)

En los institutos dedicados a las obras apostólicas, débese promover la vida común, de un modo adecuado a la vocación del instituto, por todos los medios; esta vida tiene una gran importancia para que los miembros cultiven las relaciones fraternales, como una familia unida en Cristo. (Ecclesiæ Sanctæ, 25)

Estaba del todo convencido de la importancia de estos dos principios. En el mismo escolasticado, me convertí en activista, con el fin de asegurar la aplicación de estas normas. Con otros escolásticos, empecé la publicación de un diario interno bautizado «la Puerta de la Bodega», nombre inspirado de la imagen de la parábola del intendente que saca de su reserva vino nue-vo y vino añejo. La finalidad de esta hoja era la promoción del diálogo entre los escolásticos acerca de lo que merecía ser cambiado. Para mí, dialogar era la forma de establecer el consenso en el Espíritu de Ecclesiæ Sanctæ, 25 como clima indispensable para desembocar en el espíritu de Perfectæ Caritatis, 3.

Echaba mano de «la Puerta de la Bodega» como medio para proponer ciertos cambios en los cuales creía. Tenía la convicción de que los encuen-tros para compartir e intercambiar sobre el evangelio debían remplazar el rosario, por ejemplo. A mi parecer, la «dirección espiritual»debería sustituir muchos de los controles estructurales de la Regla. Creía firmemente que más importaba un aumento de oración personal que el conservar tantas oraciones vocales. El director de los escolásticos, Hno. Marcel Rivière, nos alentaba a traducir en obras el llamado de Vaticano II. Llegó una hora en que los escolásticos tuvieron la oportunidad de interpelar a los miembros de nuestro capítulo provincial, responsables dela preparación del capítulo ge-neral de 1968.

C. La vida en las casas de la provincia (1968-1978)

Cuando inicié mi vida activa en la educación, debí enfrentar (y sufrir) mu-cha resistencia y muchas incomprensiones a propósito de Vaticano II. Mu-

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chos, sí, muchos hermanos no participaban de mi entusiasmo para rempla-zar las «prescripciones caídas en desuso» de la regla según recomendaba Perfectæ Caritatis. Después de todo, les eran tan familiares estas reglas en las cuales ellos habían sido formados. Se oían críticas amargas sobre ese li-brillo rojo de 1970 que contenía el texto de la regla preparado por el capítu-lo general extraordinario. Se le acusaba de demasiada vaguedad. Los her-manos ridiculizaban su lenguaje quimérico. Muchos hermanos abusaron de la confianza y de la libertad presentes en la nueva regla en provecho de be-neficios personales. Personalmente me tocó asistir a un encuentro comuni-tario amargo y encarnizado donde algunos aprovecharon la oportunidad pa-ra sacar a relucir unas heridas que dormían hace muchísimo tiempo. En una sesión, escuché a un hermano joven tratar aun hermano de edad de «viejo loco».

Asistí a la dolorosa defección de mis compañeros de clase. Partieron, uno tras otro, desalentados, desorientados. El que fuera el submaestro en mi no-viciado abandonó también. Soy el único superviviente delos doce que for-maban mi grupo de noviciado. Nuestros dos provinciales entre los años 1960-1972 dejaron el instituto.

D. Formación y servicio

El provincial me nombró director del programa de formación del pre-novi-ciado y, más tarde, director de novicios. Entendía que mi principal papel era el de articular la visión de Vaticano II y aquélla del nuevo texto de la regla para los jóvenes formandos. Mi segundo papel consistía en asegurar un puente firme entre Vaticano II y los hermanos mayores de nuestra provincia quienes resistían esa nueva regla. Hubiera sido faltar a la justicia, era mi convicción, el formar a nuestros candidatos a una visión particular, para lue-go largarlos a unas casas donde reinaban confusión y contiendas. La desu-nión llevaría a desalentarlos, a herirlos. Me consideraba a mí mismo como embajador encargado de una misión diplomática. Me hacía falta aprender el lenguaje y los valores tanto de jóvenes cuanto de mayores. ¿Acaso hablaba Dios dos lenguas distintas? Me daba la impresión de estar acorralado: ¿qué idioma hablaba Dios?

Junto a los hermanos Marcel Rivière (Nueva-Orleans), René Sanctorum (Francia), Vicente Albéniz (España), René Boucher (Sénégal) y Rosaire Ber-geron (Saint-Laurent) se me solicitó ser miembro de una comisión interna-cional encargada de revisar el texto de la regla de 1970 con el fin de some-ter dicha revisión al capítulo general y, finalmente, a la sagrada congrega-ción para los religiosos. El mandato del consejo general nos facultaba para contestar los cargos de falta de precisión y de idealismo con que se critica-ba el texto de 1970. Debía se asegurar un cierto parecer tendiente a la uni-dad de espíritu y de presentación del contenido y agregar un capítulo sobre el Sagrado Corazón.

Con tesón sostenía que todos los hermanos de la provincia debían partici-par en este proceso de revisión con el fin de consolidar la cohesión de las mentes y el sentimiento que esta regla era definitivamente «nuestra»regla. Ocurrió en cierto momento, que nuestro consejo provincial calificó de exce-sivos mi trabajo y mis esperanzas. Los hermanos o pusieron resistencia a tantos encuentros, sondeos, cuestionarios interminables. Mi cólera y mi im-paciencia iban creciendo.

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Cuando finalmente el texto revisado, sobre el cual habíamos trabajado, fue aprobado, primero por el capítulo general y, más tarde, por la congrega-ción de los religiosos, ello me aparecía como una gracia señalada. Mis senti-mientos eran una mezcla de orgullo y de alegría mas sin que dejara de man-tenerme a la defensiva.

Vuelvo a repetir: esta nueva Regla de Vida era una gracia de Dios. Una perspicacia aguda de parte de un gran número de hermanos había obrado un acercamiento y un consenso inauditos que nos permitieron responder a los llamados de Dios a través de Vaticano II. Nuestros «nuevos mandamien-tos» no los habíamos recibido de manos de un «Moisés» cualquiera. Muy por el contrario, éramos nosotros quienes los habíamos escrito, y éramos noso-tros mismos quienes subíamos a la cima de la montaña en una respuesta unánime ala invitación divina. Me sentía feliz de haber podido participar en esta renovación de nuestro instituto. Igualmente feliz porque habíamos con-siderado esta labor como respuesta al Espíritu. En verdad el consensus ob-tenido era fruto de la oración y del discernimiento en este proceso de escu-cha del Espíritu activo tanto a nivel de la base cuanto al de las autoridades eclesiales.

Insisto: estoy del todo seguro de que el divino Consejero estuvo presente a lo largo del desarrollo de puesta al día de nuestra Regla de Vida iniciado en 1964. No me cabe duda: si acaso nos queda un futuro para experimentar el crecimiento y la solidaridad, éste surtirá efecto en la medida de nuestros comunes esfuerzos para vivir esta Regla de Vida. No faltaron trabajos y sins-abores para dar a luz la Regla: te la ofrecemos, Señor.

Creo que hoy día, en mi papel de servicio de la autoridad, estoy llamado a dar testimonio, por mi propia vida, de la gracia y de los valores presentes en nuestra Regla de Vida. En las siguientes páginas, pongo por escrito mis intuiciones y mis búsquedas personales para atraerlos a estimar y amar la Regla de Vida. Ahora les toca a Uds. invitar a nuestros hermanos a alimen-tarse a la mesa de nuestra Regla de Vida. Que todos puedan alejarse de los dos extremos engendrados por los prejuicios: una libertad sin límites o un cerco de estructuras tradicionales. «A ver ustedes, que andan con sed, ¡ven-gan a tomar agua! No importa que estén sin plata, vengan nomás...» (Is 55, 1)

Creo que re-fundar nuestro instituto significa un firme arraigo en la gracia presente en esta Regla de Vida.

Les he contado un poco mi historia, mi experiencia de la regla. ¿Qué les parece dedicar algún tiempo a reflexionar sobre la suya propia?

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2. La Regla en el InstitutoComo nosotros, el instituto tiene su propia historia que contar a propósito

de la Regla de Vida. Un estudio de la génesis de nuestras reglas puede hacerse en dos direc-

ciones. Primero existe un trabajo del hermano Stanislas que trata del perío-do desde la fundación hasta 1968; se publicó en el Anuario no 61. Nuestra búsqueda también puédese hacer a partir del cuaderno de trabajo no. 3: Nuestras Reglas. Pero la historia de nuestras Reglas desde Vaticano II, aun-que en forma sucinta, está quizá mejor sintetizada por el entonces superior general hermano Jean-Charles Daigneault en una carta dirigida a la Congre-gación para los religiosos en 1983, a fin de solicitar la aprobación eclesiásti-ca para RdV. Dicha carta está reproducida en el cuaderno de trabajo no. 4: Presentación de la Regla de Vida. Dos fuentes pues, la del hermano Stanis-las y la del hermano Jean-Charles, nos servirán de tela de fondo para el tex-to que sigue. Primero daré una visión de conjunto; luego vendrá un análisis de los momentos claves. Éstos últimos considero vitales para el instituto; son unas experiencias de conversión no muy distintas, por lo demás, de los momentos críticos que la Escritura consigna en la historia del pueblo he-breo.

Ahora bien vale la pena darse cuenta de que, con el correr de los años, hemos tenido doce versiones distintas de la regla:1. Las cartas del padre André Coindre con observaciones sobre la Regla así

como algunas otras directrices precisas.2. La Regla de 1821 (publicada en el cuaderno de trabajo no. 1: André Coin-

dre).3. Un Manual del Instituto, publicado durante el gobierno de Vincent Coin-

dre.4. La Regla del hermano Policarpo publicada en 1843 (ver cuaderno de tra-

bajo no. 3: Nuestras Reglas).5. La puesta al día de la Regla del hermano Policarpo con los Estatutos de

1846.6. Las Reglas del Hno. Adriano de 1867 (traducidas al inglés en 1871).

Concilio Vaticano I7. Las Constituciones y Reglas aprobadas en 1927 por la Congregación pa-

ra los religiosos. (Hubo bosquejos antes: en 1900, 1915 y 1920).8. Las Constituciones y Reglas puestas al día en 1948 (traducidas al espa-ñol en 1959).

Concilio Vaticano II9. La Revisión de las constituciones esbozada por el consejo general en

1966.10. Textos de Animación, fruto del capítulo de 1968 para uso ad experi-

mentum, por el período de dos años entre el capítulo general extraordi-nario y la sesión de 1970 (nunca publicados en español).

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11. La Regla de Vida de 1970 la cual sirvió durante catorce años a títu-lo de uso ad experimentum.

12. La Regla de Vida actual, aprobada por el Vaticano en 1984.

A. Aprobación

Nuestras Reglas recibieron la aprobación de la Santa Sede solamente en dos ocasiones: primero en 1927 y luego en 1984. Vaticano II anuló la apro-bación de 1927 conforme al decreto Perfectæ Caritatis. La Santa Sede nun-ca nos ofreció la opción de seguir viviendo la Regla de 1927. Pasado el28 de octubre de 1965, no estábamos más autorizados a vivir según las reglas y constituciones que todo hermano del Sagrado Corazón, en el transcurso de cuarenta años, (incluido mi grupo de novicios) había aprendido en el novi-ciado. No fue nuestro instituto ni un grupo de líderes activistas los que deja-ron a un lado nuestra regla anterior, sino la misma Iglesia.

Pero ¿qué había, que no andaba en esas reglas y constituciones? ¿Cuál sinrazón les encontraba la Iglesia? Confieso que es un tantico osado afirmar que algo en ellas parecía le mal a la Iglesia. A lo mejor podría expresarme así: la Iglesia experimentó una conversión de gran amplitud. Según su pare-cer, mejor valía arreglárselas sin una regla durante cierto tiempo que asen-tar nuestras vidas sobre la regla de 1927 y aquélla modificada en 1947. La supresión de esa regla es un hecho suscitado a raíz de una conversión que voy a profundizar más adelante. Les invito a una reflexión sobre esta acción radical provocada por la Iglesia al intervenir de modo tan dramático en nuestra historia y en la de las demás congregaciones religiosas.

B. Originalidad

A lo largo de nuestra historia, ¡fuimos unos plagiarios de las reglas de otras congregaciones! A sabiendas, nuestros superiores se han valido del présta-mo recurriendo a lo que estaba disponible en el seno de la Iglesia. Hubo muy poco aporte original en nuestras primeras reglas.1. La regla de 1821 era más bien un resumen de las constituciones vi-gentes en los noviciados jesuitas, añadiendo, por supuesto, la feminización de unos pronombres para adaptarlas a las exigencias de la congregación de religiosas que también fundó el padre Coindre. La regla que recibimos en 1821 era lo que me atrevo a apellidar una regla «de ocasión» o de «tercera mano». En efecto, el padre Coindre entregó a las religiosas de Jesús María lo que él había tomado prestado delos novicios jesuitas, con la instrucción de que debíamos, a nuestra vez, tomarlo prestado de ellas.2. En la regla del hermano Policarpo, de un total de 228artículos, sólo 64 procedían de nuestros propios documentos, tales como unas decisiones de capítulos. El hermano Policarpo sacó un total de 164artículos sea de los no-viciados jesuitas, sea de las Reglas de los Hermanos de la Escuelas cristia-nas.3. El hermano Adriano plagió ochenta por ciento (80%) de su regla de la de los Hermanos Maristas. Las constituciones detalla dasagregadas en el transcurso de los años son en mayoría unas formulaciones copiadas palabra

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por palabra del derecho canónico, en vista de que habíamos aprendido la penosa lección, a saber: demostrar demasiada «originalidad»podía costar-nos nuestra aprobación.

C. Análisis

Las observaciones anteriores me llevan a reagrupar nuestros textos en tres categorías:1. Los textos de Vaticano II (nos 9-12 ya señalados).2. Textos sacados de los jesuitas, H.E.C. y H.M.S. (nos 2-8).3. Las cartas del padre Coindre.

Las cartas, incontestablemente, son originales y auténticas. El padre Coindre, en su carta de fecha de febrero de 1826 escribe: «Las leyes y los reglamentos no son perfectos sino cuando la experiencia ha permitido cono-cer lo que se debía hacer o evitar.» Se negaba a redactar precipitadamente una regla que a la larga se revelaría impracticable. «Por lo demás, nos ocu-paremos de esto un día. Mientras tanto... lo provisional...»

Después de 150 años tenemos por fin hecho lo que él había aconsejado. En su circular «A la escucha del Espíritu», no. 4 de febrero de1972, el her-mano Maurice Ratté señala que en el texto de 1970, se retoma elhilo de las ideas del padre André Coindre:«El examen de los informes, proposiciones y proyectos de los hermanos y de los capítulos provinciales reveló una cierta unanimidad en cuanto al len-guaje y a la doctrina de Lumen Gentium. Lenta y laboriosamente los capitu-lares de Roma, por su parte, han concebido y modelado, artículo por artícu-lo, nuestra Regla de Vida y nuestras actuales Constituciones nuevas. Las ac-tas del capítulo atestiguan la fuerte mayoría con que la asamblea plenaria del Capítulo aprobó cada una de las partes de estos textos así como su orientación general. Con fecha de 13 de marzo de 1970fue finalmente vota-da y proclamada la adopción de esta nueva regla por el Instituto.» (16)«Redactada siguiendo las orientaciones expresadas por las provincias y dis-tritos, ella es el fruto de reflexiones, de oraciones y dela vida misma de los hermanos. Preparada por ciento cincuenta años de vida religiosa, ella refleja la fidelidad de nuestros antecesores y expresa nuestro ideal de vida religio-sa para hoy. Por primera vez nuestro instituto se da una Regla que es autén-ticamente nuestra por su espíritu, su elaboración, su originalidad. Igualmen-te por vez primera una regla para«nuestra casa», es la obra colectiva de to-do un capítulo general.» (17)

Permítanme precisar mi mensaje. La Regla de los Hermanos del Sagrado Corazón experimentó doce virajes a lo largo de nuestra historia. Si bien es cierto decir que las más de las veces, no se trataba sino de modificaciones limitadas, al menos cuatro de ellas significaban un girar en180°. Esos cam-bios suponían conversiones comunitarias de unos saltos«quantum», si bien quieren Uds. aceptar una metáfora científica de parte de un no científico. La primera vez había que encarar un viraje a partir de una regla de fundación, que - hay que admitirlo - estaba inadecuada, hacia la regla muy pormenori-zada del hermano Policarpo.

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Ésta, a su vez, fue dejada a un lado después de su muerte para dar lugar a la regla del hermano Adriano.

Seguidamente una sucesión de capítulos generales nos hicieron evoluar progresivamente de una regla a unas constituciones más bien«dictadas» por la Iglesia para obtener la aprobación pontificia. Al final Vaticano II anuló dicha aprobación.

Para ayudarnos a vivir estos momentos de conversión, nunca tuvimos un santo oráculo para aconsejarnos y actuar como árbitro. Pues la muerte pre-matura de nuestro fundador, nos dejó huérfanos. El que hubiera podido ha-cernos gustar y saborear su espíritu y su pensamiento nos había sido quita-do. No pudimos beber de sus fuentes como lo pudieron, y continúan hacién-dolo, los Jesuitas o los Hermanos de las Escuelas cristianas, por ejemplo.

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3. Los dos troncos de nuestro árbol genealógico Antes de aclarar el título de esta reflexión, quisiera recordarles un dato científico: con el cristal, puédese fabricar dos géneros de materiales de construcción: el vidrio de la ventana y el espejo. En su habitación Uds. en-cuentran ambos sin duda.

Establecido este hecho del todo evidente, me gustaría volver a las reglas del inicio de nuestro instituto para comprender las etapas de las conversio-nes que hemos experimentado comunitariamente. Nos referimos a nuestra familia genealógica utilizando el árbol. De parecido modo, la Regla de Vida tiene su árbol genealógico. Permítanme forzar su imaginación: El árbol ge-nealógico de nuestra regla no se parece a ningún árbol que conocen uste-des. Es un árbol que produce el vidrio.

Sus estudios bíblicos les han aprendido que existe un «problema sinópti-co»; los «sinópticos» son Mateo, Marcos y Lucas quienes escribieron cada cual un evangelio: estos relatos no concuerdan en los detalles y en la crono-logía de la vida de Jesús. En el origen nos encontramos con una situación si-milar en lo concerniente a nuestra regla. Los exegetas muestran que el pro-blema de los evangelios sinópticos puede explicarse por el hecho de la exis-tencia de varias fuentes históricas relativas a Jesús. No me precio de ser un erudito, mas quiero mostrar, en lo que atañe a nuestra regla de los comien-zos, que existen dos fuentes distintas, como en un árbol con dos troncos.

La raíz común de ambos troncos hállase en la primera carta del Padre Coindre escrita alrededor de un mes después de la profesión de los primeros hermanos. Allí dice: «Por lo que se refiere a nuestros queridos hermanos...exactitud en el cumplimiento de las reglas que les dimos...» (3 de noviembre de 1821, Cuaderno de trabajo no 1, p. 33)

El Padre Coindre nos dio una regla que él había elaborado para las Her-manas. Exigía de los hermanos la estricta observancia de estas reglas. Ca-ben dudas en cuanto a que él redactó esta regla; en gran parte está copiada de fuentes comunes en esta época, y por lo mismo de fácil acceso en la Igle-sia. La regla de 1821 es un tronco de este árbol.

En la misma carta, reconoce André Coindre que la regla está inadecuada, que el hermano Borgia y los demás hermanos deberán mejorarla en concor-dancia con su experiencia. Al final del mismo párrafo, así los exhorta: «To-dos deben tener mil ojos, mil oídos para saberlo todo, verlo todo, entenderlo todo, comunicárselo y dejar que Ud. mande la ejecución.»

Más tarde el Padre Coindre le solicita al hermano Borgia, en su calidad de director general, el informarle de las necesidades de los hermanos, de las preocupaciones, de los problemas y dificultades en frecuentes cartas, de manera que ambos superiores puedan ayudarlos por medio de su respectiva correspondencia. Las intuiciones pastorales del Padre Coindre, frente a las preocupaciones del hermano Borgia, constituyen la segunda fuente para no-sotros, el segundo tronco de nuestro árbol familiar. Creo que sus cartas son una fuente más auténtica que la regla de 1821 pues tenemos la seguridad que son de él y porque tratan de lo vivido por nuestros primeros hermanos.

Nada ilustra mejor las diferencias entre las dos fuentes de nuestras re-glas que la carta-clave del Padre Coindre al Hermano Borgia, fechada el 15

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de mayo de 1823. Borgia, con la regla de 1821 en manos, se queja en una carta que la regla no está bien cumplida y se lamenta de la conducta de los hermanos. Tiene importancia notar que nuestro fundador no utiliza la misma regla en su respuesta. Saca agua de una fuente más honda, más pertinente: sus propias intuiciones, las que están al origen de nuestra fundación.

La contestación a la carta del hermano Borgia es crucial: el Padre Coindre comienza algo notable, i.e., dejar de lado la regla de 1821. Incluso a la lec-tura de su carta queda la impresión de que la repudia. A mi parecer, Coin-dre empieza a desarrollar un nuevo concepto de regla, en reacción a la exa-gerada dependencia del hermano Borgia hacia aquélla de 1821. Este her-mano utilizaba la regla como se utiliza un espejo grande para examinarse de cuerpo entero, para detectar los granos en la espalda.

Parecido problema tenía el hermano Agustín, maestro de novicios. Peor aúnes su caso: quería utilizar el espejo para amplificar los defectos ajenos. El Padre Coindre decía de su concepto de la regla: «Se va a ahogar en un vaso de agua.» Los hermanos Borgia y Agustín se servían de la regla como instrumento de medición; aquello engendraba desconfianza de sí y de los demás; esta manera de obrar apuntaba primeramente a la perfección del ser; concebía la comunidad tal una sociedad ordenada, monástica, regla-mentada hora tras hora. El hermano Borgia fijaba su mirada sobre sí mismo y sobre sus hermanos. La regla era un instrumento de autoservicio que

Borgia: Me dice, al ver que las cosas van mal, que no le faltan disgustos.

Coindre: Mi querido amigo, “mal” no es el término exacto, cuando hay en el fondo tanto bien en nuestra obra. (15 de mayo de 1823, Cuaderno de trabajo n.° 1 p.48)

Borgia: Al practicar la Regla se olvidan de muchas cosas

Coindre: Pero con todo, practican lo esencial. Sus costum-bres son puras; entre ellos la fe es viva; el desinterés total. Ahí tiene usted una lista de cosas más raras de lo que se cree. (15 de mayo de 1823, Cuaderno de trabajo n.° 1 p.48)

Borgia: Pero no se obedece en lo referente a los empleos.

Coindre: Pues haga lo que San Pablo aconsejó a Tito: “Reprenda, amenace, exhorte con toda paciencia y doctrina”. El hombre viene a ser un reloj desconcertado al que hay que dar cuerda con cierta maña todos los días. (15 de mayo de 1823, Cuaderno de trabajo n.° 1 p.49) Nuestro Dios necesita soldados que resistan el peso del cansancio y del tiempo. El celo de su gloria, el deseo de salvar, instruir y dar ejemplo al prójimo, es-to es lo que Dios aprecia: “Los que enseñaren a otros, brillarán como es-trellas por toda la eternidad”, dice el profeta. (15 de mayo de 1823, Cua-derno de trabajo n.° 1 p51)

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apuntaba ajuzgar a los hermanos en vez de animarse por el bien ya exis-tente.

El Padre Coindre empezó a desarrollar un enfoque de la vida religiosa que se podría llamar una espiritualidad de ventana. En lugar de un enfoque so-bre uno mismo, su consejo apunta a buscar alrededor a fin de hallar las ne-cesidades por satisfacer: «A nuestro Dios le hacen falta soldados que aguantan el peso de la fatiga y del día, más todavía que de esos contempla-tivos que sólo le honran con los labios. La espada en la mano, el celo de su gloria, el deseo de salvar, instruir, edificar al prójimo, eso es lo que agrada al Señor por encima de todo. Los que enseñan a los demás brillarán como estrellas en la perpetua eternidad», dice el profeta.

Construir la Iglesia y el Reino: la Iglesia militante necesita reclutas; con-céntrense en sus necesidades. En vez de censurar a los hermanos por sus límites, descubran sus dones y saquen provecho de ellos. La comunidad no es una sociedad monástica; ella es una reserva de soldados listos para la acción.

Quizás ello aparezca una simplificación exagerada, mas los dos troncos de nuestro árbol pueden representar dos enfoques: de una parte un enfo-que donde la regla - como - espejo dice: «Voy a hacer todas las cosas para llegar a ser perfecto y, consecuentemente, salvado»; de otra parte la regla - como - ventana dice: «Vivamos y trabajemos juntos y de esta manera la Iglesia y la juventud serán salvadas.»

La rama del hermano Borgia quiere que la regla los salve. Las intuiciones de Coindre dicen más bien: «No se inquieten tanto de su perfeccionamien-to. Deben ser salvadores.»

Desgraciadamente, esta naciente espiritualidad de «ventana» nunca lle-gó más allá de las cartas que nos la revelan. André Coindre muere repenti-namente. El tronco más auténtico, el que estaba asentado sobre las intui-ciones de origen de nuestro fundador, fue podado por su muerte prematu-ra, dejándonosla codificación llamada la regla de 1821. Las intuiciones y el espíritu de André Coindre dormirán por años y, por mientras, vemos que só-lo el otro tronco se desarrolla en varias etapas.

A. La Regla del hermano Policarpo

Cuando el Hno. Policarpo tomó las riendas, el Instituto se hallaba en el caos. El fue un reformador tratando de corregir abusos y de restablecer el orden y las estructuras. Por el momento el espejo servía mejor las necesida-des del Instituto que la ventana. Nos hacía falta adquirir buenos modales y merecer mayor respeto. Otros nos observaban. Elijamos algunos ejemplos de su regla, (Cuaderno de trabajo n° 3: Nuestras reglas, p. 27..), la cual se fundamenta sobre los siguientes principios:1. Prácticas exteriores conducentes a las disposiciones y conductas inte-riores (p. 44, n° 3, 5, 6).2. Dios nos habla por medio del superior (p. 37, n° 4).3. Honestidad, sinceridad no son tan importantes que las actitudes exte-riores (p. 46, n° 5).

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4. La salvación y la santificación están basadas en lo que HACEMOS (nuestras acciones) (p. 30, n° 8).5. El fin del instituto es la perfección personal (p. 27, n° 1).

B. La Regla del hermano Adrián

En el capítulo general de 1865, el hermano Adrián deja definitivamente a un lado las reglas del hermano Policarpo. Al parecer nunca encajaron bien con nuestra situación. Por una parte, nos exigían cerca de 5 horas diarias de oración. Suponían comunidades numerosas – siempre de tipo monástico - como las tenían los HEC. Pero el motivo principal parece ser que aquellas re-glas fijaban el ideal demasiado alto para los hermanos. Figúrense Uds. que vamos a ver la estatua de David en Florencia. Es un modelo demasiado per-fecto y nos entra la decepción frente a nuestro propio cuerpo. El hermano Policarpo nos dio una obra maestra con su regla pero casi imposible de practicar.

Por otra parte la regla del hermano Adriano, inspirada en la de los Maris-tas en vez de los HEC, presenta la misma tendencia, bajo varios aspectos, que la del hermano Policarpo. Todavía sigue siendo un espejo. Su fin siem-pre era nuestra salvación, nuestro perfeccionamiento. Nos examinábamos a nosotros mismos, solicitábamos penitencias por nuestras transgresiones, nos disciplinábamos a nosotros mismos y adquiríamos importantes dosis de culpabilidad. Cuando el fin es la perfección, no existen límites. El número de artículos aumentaba cada vez que una reedición basada en la regla del her-mano Adriano salía a la publicación. La edición original contaba con 400 ar-tículos comparada a la del hermano Policarpo con 228. Con la adición de ar-tículos sacados del derecho canónico, de reglamentos capitulares, de res-puestas a situaciones particulares al instituto, la versión de 1927 contenía 565 artículos de Constituciones. La edición de 1948 aumentó a 479 los ar-tículos de la regla.

Después de aquella dura labor de codificación de nuestra Regla de Vida, después de haberla estudiado de memoria, de haberla observado con un éxito relativo, sería conveniente decir que nuestro instituto desarrolló un culto de la regla - como - espejo. El noviciado nos enseñó que la regularidad estaba opuesta al laxismo (descuido). Después de más de un siglo de traba-jo, poseíamos una Regla de Vida bien codificada. A continuación llegó Per-fectæ Caritatis que tira todo aquello por el suelo. Toda aquella insistencia sobre la regularidad. ¡Demolición: el 28de octubre de 1965! El árbol con dos troncos acabó siendo un árbol con dos tocones.

C. Revisión de las Constituciones en 1966

En su revisión de las constituciones, el consejo general intentó regar y mantener vivo lo que Vaticano II había cortado. El consejo suprimió los ar-tículos caducos, abandonó totalmente la regla y conservó solamente las constituciones. Propuso una versión más clara, más moderna, la cuales ti-maba más ajustada a una variedad de culturas, ya que el instituto estaba bien implantado en África, Australia, América del Sur, Asia además de Euro-

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pa y América del Norte. Con todo, el capítulo general de 1968insistía. Re-chazó aquella versión, suprimiendo los últimos brotes decrecimiento de lo que fuera una floreciente rama del árbol genealógico de nuestra regla y, por ello mismo, de una parte de nuestra vida y de nuestra historia.

Les pido dediquen algún tiempo para reflexionar sobre este dramático hecho de poda. ¿Lo han vivido como buena nueva o como mala nueva? ¿Por quére currió la Iglesia a tan radical cirugía?

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4. La SALVACIÓN como DON

El doble tronco de nuestra regla fue duramente podado: tanto en la épo-ca misma de nuestros fundadores cuanto, más tarde, por los Padres de Vati-cano II. A menudo busqué respuesta a esta pregunta: ¿por qué la Iglesia re-chazó nuestra regla? Los hermanos mayores de mi provincia, formados se-gún esta regla, varias veces y con insistencia me han planteado aquella mis-ma interrogación.

A. Lumen Gentium

La mejor respuesta, creo, es ésta a la cual vamos a dedicar algún tiempo. Emana de Lumen Gentium, la Constitución dogmática sobre la Iglesia de Va-ticano II. Escrita alrededor de un año antes que se les quitara la alfombra debajo de los pies a las comunidades religiosas, ella afirma lo que habría pa-recido una verdadera herejía para los que redactaron y observaron la regla de los Policarpo y Adriano. Antes de ahondar en Lumen Gentium, recordé-monos el artículo - clave de aquellas dos reglas, el que enuncia el fin de nuestro instituto:

El fin del Instituto no es solamente trabajar con la ayuda de la gracia di-vina en su propia santificación, sino también entregarse con todas sus fuerzas, con la ayuda de la misma gracia, a la instrucción religiosa y moral de los niños. (Las Reglas del Hermano Policarpo, Cuaderno de tra-bajo 3, p 21, 1)

El Instituto…tiene por fin dar a los miembros que lo componen los me-dios particulares para trabajar eficazmente en su propia santificación y para educar cristianamente a la juventud, especialmente a los niños de las zonas rurales y pequeñas poblaciones. (Las Reglas del Hermano Adrien, Cuaderno de trabajo 3, p 65, 1)

Ahora estamos listos para comparar estos dos artículos con la doctrina de Lumen Gentium que reza así:

Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos y justificados en el Señor Je-sús, han sido hechos por el bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo, real-mente santos. (Concilio Vaticano II, pp 108-109)

Meditemos muy atentamente esta afirmación, pues ella es en verdad la hoja del hacha que derribó nuestra regla cuando nuestro instituto gozaba de su mayor expansión. Ya somos salvados, ya justificados por nuestro bautis-mo. Después de promulgar esta extraordinaria y sorprendente doctrina, la Iglesia ya no podía permitirnos trabajar a nuestra salvación como resultado de nuestros únicos esfuerzos personales. Tampoco podíamos pensar que

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nos salvábamos y llegábamos a ser santos a causa de una regla que obser-vábamos, de unos trabajos que realizábamos, o de nuestro empeño.

La Iglesia y nuestro capítulo general experimentaron una conversión en la manera de concebir la naturaleza de la vida religiosa y la Regla de Vida. Toda SALVACIÓN ES UN DON de DIOS. Ya somos salvados. Toda santifica-ción nos viene por Jesucristo en nuestro bautismo. Somos partícipes de la naturaleza divina.

Esta doctrina de gracia y salvación encuentra un eco en los artículos 1 y 2 de nuestra nueva regla: Jesús realiza el proyecto de su Padre de salvarnos a todos; nos hace partícipes de la naturaleza divina. Pues bien nuestro insti-tuto experimentó una conversión no tan diferente dela de Pablo camino a Damasco. Quisiera profundizar la expresión:«Justificados en el Señor Jesús», porque la creo esencial para comprender Vaticano II y nuestra Regla de Vi-da.

B. Justificados en el Señor Jesús

La imagen de la justificación según San Pablo es una metáfora tomada de la ley. Cada cual se presenta al juicio. Se trata del juicio final. Cuando Pablo dice que somos justificados, él quiere que lo entendamos así. Imaginémonos subiendo al banquillo de acusados con nuestra hoja de servicios: realizacio-nes, buenas obras, ejercicios de piedad, misas, reglas observadas, méritos que pensamos haber acumulado por nuestras mortificaciones. Nos puede acompañar alguien - tal vez nuestro superior local - en calidad de abogado defensor.

Traemos nuestras acciones, nuestros trabajos. Estamos algo asustados. ¿Hemos hecho acaso bastante? ¿Estamos listos para sostener nuestra de-fensa? En la teología de Pablo, nuestro defensor es el Espíritu Santo. Nues-tro Juez es el Señor. Nadie mira nuestra hoja de servicios. Más aún la dejan de lado. Jesucristo y su amor concentran la atención. Su veredicto inmediato es absolutorio. Más que una absolución, es una justificación. Nuestro honor está salvado. Ni acusación ni sentencia. Nos dice el Juez que ya éramos sal-vados antes de realizar cualquier obra.

Volvamos a leer el n° 40 de Lumen Gentium. Estamos llamados por Dios no en virtud de nuestras obras mas por su propio designio, por su buena vo-luntad y su gracia. Quisiera que profundicemos, a la manera de San Pablo y de Lumen Gentium, enfocando la salvación y la santificación como un DON.

En el relato épico de Víctor Hugo, Los Miserables, un preso de nombre Jean Valjean acaba de expiar una pena de siete años de cárcel por haber ro-bado un pan. Se le asigna un oficial de probación, Javert, quien jura vigilarlo estrechamente y devolverlo a la cárcel en caso de reincidencia. La primera noche fuera de la cárcel, mientras mendiga su comida, es alojado por un obispo caritativo quien recién abandonó su palacio episcopal para convertir-lo en hospital. Valjean no tiene ni un duro con el cual iniciar una nueva vida. Entonces roba un valioso candelabro de plata, que adornaba el escritorio del obispo, y se da a la fuga. Detenido por la policía, miente diciendo que el obispo le dio el candelabro. Los guardias lo conducen donde el obispo para

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que él lo juzgue. Aquí empieza el primer canto de la ópera inspirada por la novela de Hugo:

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Los guardias:Cuenta a su Reverencia, el Obispo, tu historia.Vamos a ver qué piensa.Tú te alojaste aquí anoche.Fuiste el huésped del buen Obispo.Y luego el Obispo, en su caridad cristiana,cuando supo de tu necesidad,afirmas que te regaló esos objetos de plata.

El Obispo:Así es.Pero, amigo mío, te marchaste tan temprano que seguramente te has olvidado de algo. Te has olvidado que también te había dado estos otros.¿Cómo te dejaste lo mejor?Así que, señores, le pueden soltar porque esto hombre ha dicho la verdad.Les felicito por haber hecho su deber y que el Se-ñor les bendiga.Pero recuerda esto, hermano mío, que en todo estoun designio de lo Alto debes ver,tienes que emplear esta plata preciosa para hacerte un hombre honrado.Por el testimonio de los mártires, por la Pasión y la Sangre Dios te ha sacado de la oscuridad.Yo he comprado tu alma para Dios.

Valjean:¿Por qué he dejado que este hombre me toque el almay me enseñe el amor?Me ha tratado como a una persona normal.Ha puesto en mí su confianza.Me ha llamado “hermano”.Reclama mi vida para el Dios del Cielo.?Es posible que estas cosas ocurran? Porque yo había llegado a odiar el mundo, ese mundo que siempre me odiaba a mí.“Ojo por ojo”. “Diente por diente”.Cambia tu corazón por un corazón de piedra.Eso es lo que siempre he conocido.Una palabra suya, y de nuevo yo sería azotado y torturado.Pero, en lugar de eso, me ofrece mi libertad.Siento la vergüenza en mí como una espada.Me ha dicho que tengo un alma. ?C’omo lo sabe??Qué razón tiene para trastornar mi vida?¿No habrá otro camino?Lo intento pero fracaso, la noche me envuelvey escruto en el vacío.En el desorden de mis pecados.Ahora voy a escapar de este mundo, de este mundo de Jean Valjean.¡Ya no existe Jean Valjean, ostra historia tiene que empezar!

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Aun cuando Valjean es merecedor de una doble condena por haber roba-do y mentido, es absuelto. Incluso recibe más que el perdón: el obispo le ha-ce un segundo regalo, cosa del todo inesperada. El obispo encarna la ima-gen de Dios que San Pablo tenía en mente al proclamar su doctrina de la justificación.

Quisiera narrar dos hechos de mi vida que apuntan en la misma direc-ción: En el escolasticado, después de leer Lumen Gentium en 1967,Edward Delu-zain, un compañero desde el juniorado, me dice que abandona el instituto. Le pregunto por qué. Me hice hermano, contesta, porque creía queme iba a condenar si no asistía a misa todos los días. Me hice religioso para asegurar-me un puesto en el cielo. Al caer en la cuenta de que por su bautismo es salvado, por la gracia todopoderosa de Dios, el peso de la vida religiosa le fue quitado de encima los hombros.Un miembro del personal docente, colega del departamento de inglés en el colegio de Nueva Orleans, era hija de un personaje influyente y rico, dueño de un hotel y de agencias inmobiliarias. Mientras enseñábamos juntos, ella estaba tramitando su sucio divorcio y su caso iba a ser oído en unos días. La víspera del proceso, llegó a la sala de profesores, canturreando como aveci-lla. Uno de los profesores le preguntó: «¿Por qué te ves tan contenta hoy? ¿Tu padre va apagarte un buen abogado?» «No,» contestó ella, ¡ «Papá me compró un buen JUEZ!» No se olviden que, en la parábola de Jesús, Dios es-tá representado como un juez corrompido que tiene en cuenta a aquéllos que no lo merecen.

Para ahondar en la comprensión del pensamiento de San Pablo y de Lu-men Gentium respecto del enfoque de la salvación y de la santificación co-mo DON, les presento unas afirmaciones de un erudito biblista americano, Robin Scroggs:

a. Mientras me esfuerze en justificarme, no podré amar. (p 9)

b. La declaración de Pablo es que la salvación se encuentra precisa-mente en esto de abandonar este proyecto de vida de ganar la sal-vación.…La mayor parte de la gente quiere agarrarse a sus realiza-ciones. Pero Pablo nos dice claramente que esto de agarrarse, aun a una virtud moral, es egoísmo. (p 10-17)

c. La justificación por la gracia [y el bautismo infantil] quiere decir que se salva uno ANTES DE o anteriormente a los actos éticos, y no como resultado de tales actos. (p 48)

Por su parte Ralph Martin, teólogo y evangelizador laico católico, afirma «El corazón del mensaje evangélico es éste: Somos salvados por la gracia de Dios acogida con fe. La fe es la confianza en Dios, en su merced, en su amor misericordioso. Ponemos nuestra fe en Jesús quien nos enseña que Dios es sumamente generoso y que es la firme voluntad de Dios que sea-mos salvados.»

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C. La salvación en la RdV

He tomado nota de unos pasajes de nuestra Regla de Vida; quisiera re-leerlos ahora pues ilustran un punto importante señalado con motivo delas reflexiones anteriores. Helo aquí: nuestra actual Regla de Vida evoluciona de repente luego de un viraje en U, una conversión en nuestro instituto y en la Iglesia, cuando abandonamos una espiritualidad de espejo según la cual vivíamos nuestra regla para merecer la salvación y la santificación.

Nuestra Regla de Vida tendrá sentido sólo el día cuando cada uno de no-sotros efectúe una semejante conversión, aceptando la salvación y la santi-dad como una gracia gratuita, incondicional, un DON de Dios. Cada herma-no debe pedir en la oración esta libertad del corazón, junto con la confianza para aceptar el don gratuito de su salvación. Nuestra regla también nuestra vida religiosa, se desarrollan ahora a partir del tronco delas cartas del Padre Coindre: «El celo de su gloria, el anhelo de salvar, enseñar, edificar al próji-mo, esto es lo que el buen Dios ama por sobretodo» Alimentados pues por Vaticano II y por una evaluación revisada de la espiritualidad de la ventana, hemos decidido, en cuanto instituto, vivir como si fuéramos ya salvados, ya santos, ya partícipes de la naturaleza divina. Veamos estos artículos de RdV:

115. Jesús hace nacer la Iglesia y los sacramentos para que, atraí-dos por su Corazón, vengamos todos a sacar el agua con alegría a las fuentes vivas de la salvación.

El índice de referencias de la actual RdV indica que los dos primeros ar-

tículos se inspiran de tres párrafos de Lumen Gentium. Vale la pena dejar que éstos se adentren en nuestros corazones a fin de dejarnos coger de la mano por nuestro misericordioso Dios quien nos atrae a sí a fuerza de tier-nas iniciativas.

1. Por amor, El Padre ha enviado a su Hijo muy amado entre los hombres (para que todos sean salvados). Je-sús es “el camino, la verdad y la vida”.

2. Hemos llegado a ser participes de la naturaleza divi-na y miembros del pueble de Dios porque hemos creí-do…y hemos sido bautizados,

22. El Padre nos da en el bautismo el espíritu de filia-ción que nos hace hermanos de Cristo en la comunidad humana restaurada.

71. Testimoniamos la llegada de la salvación ya realiza-da aquí abajo.

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¿Hemos llegado a adoptar esta actitud de la Iglesia y de la Regla de Vida aceptando la gracia, la salvación, la santificación como dones de Dios?

Vino, por tanto, el Hijo, enviado por el Padre, quien nos eligió en El antes de la creación del mundo y nos pre-destinó a ser hijos adoptivos, porque se complació en restaurar en El todas las cosas. Así, pues, Cristo, en cumplimiento de la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos, nos reveló su misterio y con su obediencia realizó la redención. La Iglesia o reino de Cristo, presente actualmente en misterio, por el poder de Dios crece visiblemente en el mundo. Este comienzo y crecimiento están simbolizados en la sangre y en el agua que manaron del costado abierto de Cristo crucifi-cado y están profetizados en las palabras de Cristo acerca de su muerte en la cruz: Y yo, si fuere levantado de la tierra, atraeré a todos a mi. La obra de nuestra re-dención se efectúa cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, por medio del cual Cristo, que es nuestra Pascua, ha sido inmolado.(LG3 Art.1)

He aquí que llega el tiempo, dice el Señor, y haré un nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Ju-dá…Pondré mi ley en sus entrañas y la escribiré en sus corazones, y seré Dios para ellos y ellos serán mi pue-blo… Todos, desde el pequeño al mayor, me conocerán, dice el Señor. Ese pacto nuevo, a saber, el Nuevo Testa-mento en su sangre, lo estableció Cristo convocando un pueblo de judíos y gentiles, que se unificara no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera el nuevo Pue-blo de Dios. Pues quienes creen en Cristo, renacidos no de un germen corruptible, sino de uno incorruptible, mediante la palabra di Dios vivo, no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo. (LG 9 Art.2)

Este solemne mandato de Cristo de anunciar la verdad salvado-ra, la Iglesia lo recibió de los Apóstoles con orden de realizarlo hasta los confines de la tierra. … Predicando el Evangelio, la Iglesia atrae a los oyentes a la fe y a la confesión de la fe, los prepara al bautismo, los libra de la servidumbre del error y los incorpora a Cristo para que por la caridad crezcan El hasta la plenitud. Con su trabajo consigue que todo lo bueno que se en-cuentra sembrado en el corazón y en la mente de los hombres y en los ritos y culturas de estos pueblos, no sólo no desaparezca, sino que se purifique, se eleve y perfeccione para la gloria de Dios, confusión del demonio y felicidad del hombre. La responsa-bilidad de diseminar la fe incumbe a todo discípulo de Cristo en su parte.( LG 17 Art. 2)

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5. El DON de la SANTIDAD

Al presentar la constitución Lumen Gentium, 40 tal como está integrada en nuestra Regla de Vida, insistí en este don maravilloso, a saber: somos salvados ya a los ojos de Dios y, por ello mismo, aliviados de la obligación opresiva de salvarnos a nosotros mismos. Examinemos un segundo aspecto de esta doctrina revolucionaria de Vaticano II. En calidad de partícipes de la naturaleza divina, somos ya santificados. No solamente salvados, mas tam-bién beneficiarios del don de la santidad. Acostumbrábamos creer que nos hicimos religiosos para trabajar a nuestra santificación. Quisiera ocupar unos momentos en definir la santidad según Vaticano II. Esta aclaración nos ayudaría a profundizar el llamado a la conversión, resultante de la poda que nos viene de la Iglesia misma.

Antes de definir positivamente la santidad, quisiera aclarar lo que ella no es. La santidad no es la perfección. En su carta n° 7 dice el Padre Coindre: Ya que sólo el Señor es perfecto. Incluso sus obras, por muy admirables que sean, tocan siempre a la nada por algún lado. (Cuaderno de trabajo 1, p. 48)

Tendemos a creer que la formación es un proceso de perfeccionamiento del conocimiento y de nuestras capacidades, tanto humanas cuanto espiri-tuales. La vemos como un cultivo de virtudes y de competencias. Mi opinión es que la formación personal no es la prosecución de la perfección. Pense-mos distinto. Formarnos en la vocación de Jesús, requiere más que una ética individual. Nuestra Regla de Vida no utiliza la palabra perfección sino cuatro veces, siempre en la expresión «la perfección de la caridad».

Nuestra conversión personal, en la lucha contra el egoísmo para buscar el verdadero sentido de la vida, no puede descuidar nuestros legítimos inte-reses. Después de todo, ¿no es nuestra conciencia un anhelo hacia la au-tenticidad personal? Sin embargo debemos orar por la gracia de centrar nuestras preocupaciones más allá de nosotros mismos. Un apóstol, discípu-lo de André Coindre, no puede satisfacerse con la sola preocupación por su perfeccionamiento personal o por su propio mejoramiento. Nuestro funda-dor nos da el ejemplo al supeditar el propio progreso al de la Iglesia y de la ciudad terrestre. ¿No fue él quien escribió al hermano Borgia?: No se limite a ver únicamente lo que se encierra entre las cuatro paredes de Lyon. (Cua-derno de trabajo 1, p. 50)

La perfección personal no es una opción bien ajustada a nuestra Regla de

Vida, a la formación tal la entendía André Coindre, a nuestra vida religiosa, a una vida cristiana genuina. El desarrollo de sí mismo y el perfeccionamien-to de los propios dones son bienes verdaderos, con tal que sean vistos den-tro de una perspectiva cristiana. Desde la perspectiva del Padre Coindre y de nuestra regla la santidad no significa el perfeccionarse, mas antes bien el dejarse transfigurar por el amor.

Una mirada más amplia a la regla nos revela que la santidad es ante todo un don, un don que se manifiesta bajo seis aspectos:

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A. La santidad brota de nuestro bautismo.B. La santidad ya está presente en nosotros.C. Jesús encarna la santidad perfecta.D. La santidad viene del hecho de ser amado.E. La santidad es humana y entonces de este mundo.F. La santidad es comunitaria.

A. La santidad brota de nuestro bautismo (RdV 3, 26, 62, 131)

Gracias a nuestro bautismo, el Espíritu es vivo y activo en el fondo de nuestros corazones. El don de la santidad busca su propia expresión. Nues-tra santificación no es obra nuestra como tampoco lo es nuestra salvación. No adquirimos la virtud; el Espíritu es el maestro de obras de la santidad nuestra. La vida espiritual es la vida en el Espíritu. El Espíritu ora en noso-tros y por nosotros. Cooperamos como vehículos instrumentos del Espíritu, quien es santo en nosotros.

André Coindre: «El Espíritu divino es un espíritu de fortaleza y de genero-sidad que nos eleva encima de los humanos temores, nos robustece frente a la aprensión de las dificultades, nos hace aceptar los sacrificios o por lo me-nos despreciar penas y humiliaciones que se presentan.” (Notas de predica-ción, p. 122-123)

B. La santidad ya está presente en nosotros (RdV 60, 62, 65)

Conozco a varios hermanos agobiados porque no han descubierto todavía la gran libertad que sería la suya al aquilatar su profunda bondad y su santi-dad interior. Trabajan en hacerse santos y en conseguir un lugar en el cielo. Una lamentable herencia de un tronco de nuestro árbol genealógico: varios hermanos mayores se agotan, se cansan en un esfuerzo escrupuloso, si bien concienzudo, para agradar a Dios. Siempre en este espíritu, no hace falta triturar nuestras energías para ser santo. Dios nos deja libres de contestar Sí o No a su don de santidad. Ya somos santos y consagrados aun antes de nuestra respuesta y aun si esta respuesta es defectuosa.

André Coindre escribe: “El deseo de lo mejor no debe hacernos des-conocer lo que de por sí es bueno.…Sus costumbres son puras; entre ellos la fe es viva; el desinterés total. Ahí tiene usted una lista de cosas más ra-ras de lo que se cree”. (Cuaderno de trabajo 1, p. 48-49)

C. Jesús encarna la perfecta santidad (RdV 61, 113, 118, 133,153, 162)

En los documentos de Vaticano II, la santidad de la cual se habla admite un perfeccionamiento. Pecamos, ofendemos al prójimo. Tenemos faltas y debilidades. Podemos dominarlas o no. El llamado a la santidad es una invi-tación a asemejarnos a Jesús. En él encontramos la plenitud de una forma de santidad «adquirida» no por el cultivo de virtudes, mas por la aceptación de nuestros límites como hombre.

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André Coindre: “Usted tiene que sufrir; pues bien, tanto mejor. Va en seguimiento de …Jesucristo que entró en la gloria a través de contradiccio-nes, humillaciones, torturas”. (Cuaderno de trabajo 1, p 52)

La manera de asemejarnos a él, de conformar nuestra vida a la suya, está en la contemplación del cómo él responde en sus pruebas y a los límites de su humana condición. La santidad empieza en el momento en que acepta-mos nuestros límites.

André Coindre: “Tendrá que autorizarme para que le diga – sin que es-to signifique que usted sea un águila precisamente – que no acierto a ver su sustituto”. (Cuaderno de trabajo 1, p 49)

D. La santidad viene del hecho de ser amado (RdV 13-16, 83, 114)

Somos santos porque Dios nos ama. El que Dios ama es santo. Siguiére-mos la plenitud de la santidad que nace en nosotros por el hecho de ser amado, el objetivo primero es el crecimiento en el amor, i.e. en los vínculos hondos, la comunión. «Crecer en el amor» es mejor que «buscar la perfec-ción, pues conduce a la ventana más que al espejo. La santidad tiene algo que ver con el desarrollo de nuestras relaciones, con nuestra respuesta a la gente y a sus necesidades.

André Coindre: «El Espíritu dijo: ¡Ay del hombre solo! para que entenda-mos que en la soledad misma, hay serios peligros.» La RdV se refiere a 5 amores: Dios, uno mismo, el apostolado, la comunidad, los amigos. El amor primordial es dejarse amar por Dios. El nos ama no por lo que hacemos, mas por lo que somos.

André Coindre: «Al crearnos, Dios nos ha amado como un padre y más que un padre, pues su amor no ha sido interesado, o mandado, pero gratui-to, libre, de pura ternura. Al crearnos, Dios nos ha amado como un padre y más que un padre, porque cualquiera sea la ternura paternal, no está libre de elegir a sus hijos. Pero Dios nos ha amado con un amor de elección, de predilección. Yo hablo de esta gracia especialísima por la cual Dios nos creó de preferencia a tantos espíritus quienes habrían ardido de amor por Él. Es-te corazón nuestro, tan pequeño, tan estrecho Dios, por nuestro amor, lo prefirió.» (Notas de predicación, pp. 46-47)

E. La santidad es humana y de este mundo (RdV 16, 87, 129, 155)

Es de AQUÍ y por AHORA. La santidad se encuentra en cada cristiano, no solamente en los religiosos. Los lugares, las experiencias, por lo que dicen seculares, las culturas son fuentes de gracias. La santidad no es adquirida o entregada como la luz a través de un vidrio de color. Si bienes cierto que los lugares santos y los lugares de silencio nos pueden poner en una relación más explícita con nuestra santidad, también es cierto que Dios nos espera en lugares desiertos y seculares. Las experiencias enteramente culturales, estéticas, humanas, aun a veces pecaminosas, pueden en resumidas cuen-tas permitirnos experimentar un mayor amor.

El mundo no es diabólico. La constitución del concilio «La Iglesia en el mundo de hoy» nos invita a la colaboración, al diálogo, al servicio, a menu-

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do a la inculturación con los ateos o agnósticos. Ella nos llama al respeto y a la justicia aun con los no cristianos.

André Coindre: “Nuestro Dios necesita soldados que resistan el peso del cansancio y del tiempo”. (Cuaderno de trabajo n.° 1 p. 51)

F. La santidad es comunitaria (RdV 26, 27, 29, 35, 173)

André Coindre: “No enviaríamos nunca, sin más, un Hermano suelto sino dos o tres que sencillamente formasen comunidad”. (Cuaderno de tra-bajo n.° 1 p57)

Ninguna persona sola es capaz de una expresión de santidad y de amor de Cristo. La Iglesia y la comunidad pueden, en su expresión como grupo, testimoniar de una santidad más perfecta. Creo que estamos llamados a ha-cer la Iglesia y la comunidad más santas. Llamados también a aceptar nues-tras limitaciones y las de nuestros hermanos. Sí, llamados a preocuparnos menos del perfeccionamiento individual, que del crecimiento dela unidad, de la armonía, y de la santidad de la comunidad en el servicio de la Iglesia.

La exhortación Vita Consecrata del Papa Juan Pablo II plantea la dimen-sión comunitaria de nuestra vocación: “Los religiosos hermanos recuerdan de modo fehaciente la dimensión fundamental de la fraternidad en Cristo, que han de vivir entre ellos y con cada hombre y mujer, proclamando a to-dos la palabra del Señor: ‘Y vosotros sois todos hermanos’”. (VC 60)

La metáfora comunitaria del Padre Coindre se inspiraba de la imagen de la Iglesia militante de su época. Los soldados se han vinculado entre ellos por su honor, su fidelidad, su mutual agradecimiento: “Inculque a sus Her-manos el amor a la propia vocación; dé realce a cualquier bien que hagan, de manera que todos aprecien y amen este bien. Por su concepto del honor, lealtad y agradecimiento cobrarán apego a usted y a mi. El amor a Dios y a su Providencia les une, ante todo, a los Sagrados Corazones de Jesús y de María. Estos dos Corazones son sus banderas que no deben abandonar ja-más. No olvide nadie que si, estando el grueso del ejército en un sitio deter-minado, le designan a uno para las avanzadillas es porque los jefes tienen confianza en su valor y bizarría”. (Cuaderno de trabajo n.° 1 p55)

Estos seis aspectos de la santidad nos devuelven todos a la espiritualidad de la ventana. Podríamos hablar de una ventana con 6vidrios. Sea lo que fuere, la santidad según Vaticano II nos llama a alejarnos de nuestro espejo y de nuestras inquietudes, con el fin de poder ver a nuestros semejantes de todas las naciones, responder a sus esperanzas, a los acontecimientos, a los anhelos de nuestros contemporáneos, a ejemplo de Jesús manifestado en la vida y en el mensaje heredado de nuestro fundador. Tal fue el sueño de és-te, su voluntad.

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6. ¿Por qué una Regla de Vida?

Así, pues, la teología que fundamenta nuestra Regla de Vida de 1984 se diferencia de aquélla de las reglas anteriores por dos actos de fe:a. La salvación es un don ya recibido de Jesucristo.b. La santidad es un don ya recibido por el bautismo.

Mientras progresamos, en nuestra comprensión de esta nueva teología, al-gunas preguntas espontáneas surgen: Si ya Dios nos salvó, ¿por qué hacer-se religioso? Si la santidad es un don gratuito ¿por qué cumplir con la regla? Incluso, ¿por qué una regla?

A. Ya que somos salvados ¿por qué hacerse religioso?

Les conté ya la historia de un compañero de escolasticado quien abando-nó el instituto al descubrir que no le hacía falta merecer su salvación dentro de la vida religiosa. Y nosotros ¿por qué nos quedamos? Es una buena pre-gunta. Nosotros también podríamos marcharnos sin que Dios nos quite sus dones. Nada nos dice que Jesús dejó de amar al joven rico después de su negativa. El Padre Coindre nos recuerda que Jesús, en la última cena, no ne-gó sus dones a Judas: ¿«Quién sino un Dios podía amar a un Judas hasta darle su sangre a beber y su carne a comer? ¡Oh amor incomprensible del Corazón de Jesús! Es para los que no aman al Amor que su Corazón se apa-gó»(Notas de predicación, p. 51) Dios respeta nuestra libertad. No exige res-puesta. Al contrario, quiere que no sintamos apremio alguno ni culpabilidad. Nos quiere totalmente libres.

La única razón válida para vivir la vida religiosa es la de responder libre-mente a los dones gratuitos de Dios. Elegimos seguir siendo religiosos por-que hemos sido atraídos a responder a las inconmensurables riquezas de los dones de Dios para con nosotros. Queremos responder. Queremos que Dios sepa que somos agradecidos. Vivimos la vida religiosa porque queremos aportar una respuesta libre. Nuestras buenas obras no exigen reciprocidad. Las cumplimos sin buscar conseguir un favor de Dios. Los nuestros, profeso-res con la juventud, saben del extraño sentimiento que nace en ellos cuan-do un alumno intenta agradar para conseguir un mejor puesto. No tratamos, por nuestras buenas obras, de alcanzar un trato especial de parte de Dios quien ya nos otorga, hoy como ayer, favores sin cuenta por pura bondad.

B. ¿Por qué observar una regla? ¿Por qué, incluso, una regla?

La fórmula de profesión (ver a continuación del no 207) resume porqué aceptamos vivir «según la Regla de Vida de los Hermanos del Sagrado Cora-zón.» Lo hace con dos palabras: «en respuesta». Cada cual podría responder a Dios independientemente, mas al aceptar nuestra vocación de hermano, hemos elegido participar de la respuesta de una comunidad que posee una identidad particular marcada del carisma del fundador y del suyo propio. Desde el instante en que hemos dicho por nuestros votos que queríamos responder como miembro de una comunidad, hemos tomado un compromi-

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so formal con esta comunidad. La regla viste nuestra respuesta con una for-ma comunitaria. Ella clarifica nuestras expectativas comunes unificadas por la manera en que presenta nuestra respuesta conjunta. No es Dios quien es-pera que cumplamos con la regla, mas la comunidad con la cual hemos fir-mado un pacto de vida. La regla no se nos cae de arriba encima delos hom-bros. No fue traída desde la montaña. Todo lo contrario es la comunidad que la formuló y ella también se la lleva a la montaña en ofrenda al Padre. Como individuo, me uno a esta ofrenda comunitaria.

Si la regla es un pacto comunitario de respuesta, ella debe presentar el motivo de esta respuesta. La continuación de la fórmula de profesión pre-senta aquel motivo: «al amor del Corazón de Jesús.» La regla elabora este motivo en el artículo 115, el cual llamo «el corazón de la regla» por su con-tenido, por supuesto, pero igualmente por su inserción en el centro físico del texto.

Como reza el artículo 14, nuestra respuesta comunitaria brota de la con-templación del acontecimiento señalado en este artículo; «el acontecimien-to Sagrado Corazón.»

Este es el primero de dos articulos de la regla que atribuyen a Jesús el tí-tulo de Salvador. El otro es aquél sobre la eucaristía (117), la conmemora-ción sacramental de aquel mismo acontecimiento. Lumen Gentium nos invi-ta a leer dicho artículo como si fuera la reparación del pecado de Adán. Así como el costado de Adán fue abierto, el costado del nuevo Adán ha sido abierto para hacer nacer la nueva Eva, i.e. la Iglesia. Así como Adán arrastró toda la humanidad, en su caída, el Salvador ha unido en Él todo el género humano en su gesto de perfecta obediencia en la cruz. La solidaridad con Adán nos trajo la muerte; la solidaridad con Cristo conduce a nuestra salva-ción.

En aquel artículo-corazón, la naturaleza comunitaria de nuestra respues-ta es innegable: todos juntos vamos a sacar agua. Mientras el pecado de Adán engendra un espíritu de egoísmo, el cual desemboca en el asesinato de Abel, el amor de Jesús hace posible que lleguemos a ser «custodios de nuestros hermanos» (R 35). Nuestra respuesta al prodigioso amor de Jesús es el amor por nuestro hermano: «Tal es la medida del amor que debemos tener para con nuestros hermanos: amarlos como Jesucristo nos ha ama-do.»(Epígrafe del hermano Policarpo antes del primer artículo de la RdV)

Los medios ofrecidos por la Iglesia y que nos permiten apropiarnos este acontecimiento de la salvación en nuestras existencias se nos ofrecen bajo formas variadas. San Pablo habla de la fe, de la unión al cuerpo de Cristo y de la participación de los sacramentos, sobre todo de la eucaristía y del bau-tismo. Nuestra regla nos da un medio peculiar. Quiere que empecemos por la contemplación del acontecimiento mismo. Nuestra primera respuesta co-

“El Evangelio nos muestra al Salvador con el costado traspasado co-mo la fuente del Espíritu vivificador, el camino y el signo del amor di-vino. De su costado, del que brotan la sangre y el agua, Jesús hace nacer la Iglesia y los sacramentos para que, atraídos por su Corazón, vengamos todos a sacar el agua “con alegría a las fuentes vivas de la salvación”. (R 115)

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munitaria, entonces, será el dejarnos penetrar por el capítulo 19, vv. 33-37 del evangelio de San Juan así como de su inspiración, el capítulo 12 de Isaías. Además el Padre Coindre nos dejó en herencia su contemplación de las «Grandezas y del Amor de Dios», cuyo punto culminante es la muerte en cruz del Corazón de Jesús. (Notas de predicación, pp. 34-54)

¿Cuál es pues la respuesta acertada a la buena nueva de nuestra salva-ción? ¿Cómo hacer la nuestra? Es «sacar agua con alegría de las fuentes vi-vas de la salvación.» Partiendo del artículo 115, sacamos agua de allí con-templando los dones que constituyen la estructura de la Regla de Vida, la cual se nos ofrece como un río de dones que manan de aquel artículo-fuen-te. En las orillas de este río, contemplamos otros muchos dones gratuitos de salvación y santificación los cuales inspiran y unifican nuestra respuesta co-munitaria.

C. Las cuatro partes de la RdV

La voz pasiva empleada en los títulos de las cuatro partes de la RdV sig-nifica la acción de Dios. La expresión «por Dios» está sobreentendida cada vez: estamos reunidos (por Dios), estamos consagrados(por Dios). Así for-mulados, nos recuerdan hasta cual punto somos beneficiarios de favores ex-traordinarios en cada instancia:1a: Estamos reunidos

en la Iglesia como instituto en comunidad

2a: Estamos consagrados en castidad en pobreza en obediencia

3a: Estamos unidos y consagrados en el Corazón de Cristo para la oración para el apostolado (“para” es un mejor traducción del francés: “pour”)

4a: Somos ayudados en nuestro caminar hacia la perfección de la caridad

por una formación permanente por el servicio de la autoridad

El cúmulo de estos títulos nos permite reconocer que Dios, por su Espíritu saca a luz continuamente en nuestra vida la salvación brotada del Corazón de Jesús. Él nos trata con mucho cariño. La contemplación de este abanico de dones tiende a engendrar en nosotros el deseo de corresponder.

Para asegurar y consolidar nuestra salvación, Dios nos reúne en Iglesia, en instituto y en comunidad local. Nos da los mismos dones de castidad, de pobreza y de obediencia que dio al Primogénito de su hijos. Nos une al cora-

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zón abierto de Jesús y, junto a él, nos santifica por los sacramentos. Nos sos-tiene mediante nuestros formadores y demás hermanos responsables a quienes otorga un espíritu de servicio.

Todo es don. Todo es iniciativa de Dios. Son solamente dos los capítulos que nos traen una indicación de respuesta: «para la oración» y«para el apostolado». Estas son las respuestas capitales: la oración y el apostolado. Ambos convergen en el seno de la comunidad; se funden en «la oración apostólica comunitaria». (R 168) Ambos concuerdan al cumplimiento de una misión que irradia la buena nueva de la salvación: iniciar la juventud en el conocimiento y en el amor de Dios. (Decreto de aprobación,1984) Ambos, en el fondo, no son sino una respuesta: la integración entre la contempla-ción y la acción. (R 178) El epígrafe del Padre Coindre, abajo de la hoja que sirve de título a la tercera parte, las une en una sola imagen: encender un fuego (oración) sobre la tierra (apostolado).

D. Los capítulos

En el interior de cada capítulo, los artículos llamados «de las reglas» pre-ceden aquéllos llamados «de las constituciones».

Las reglas se ordenan, en ciertos capítulos, en un diseño que llamo«un relato (¿letanía?) de dones». Aquel leitmotiv se repite al menos una vez en cada parte, normalmente en su primer capítulo:1. El primer artículo nos hace contemplar los dones del Padre;1. el segundo la acción gratuita del Hijo;2. y el tercero los dones del Espíritu Santo.

Esta tríada viene seguida de dos artículos estrechamente ligados que pre-sentan:4. las gracias que recibimos de la Iglesia;5. la gracia de vivir en comunidad.6. Finalmente, un último artículo del capítulo describe las gracias del ejem-

plo y de la mediación de María.

Siempre la idea es la de reconocer la iniciativa de un Dios que prodiga sus dones de salvación y de santificación por medio de varios intermedia-rios. El diseño se nota más claramente en los capítulos I (EN EL CORAZÓNDE LA IGLESIA), IV (LA VIDA CONSAGRADA), IX (LA VIDA DE ORACIÓN) y XI (LAFORMACIÓN). Otros capítulos se hacen eco de éstos sin insistir en su marco secuencial.

Mientras las reglas buscan establecer la relación entre don y respuesta, las constituciones precisan los gestos y los comportamientos que constitu-yen la cotidianeidad de nuestro pacto comunitario de respuesta. Si bien en-contramos en las reglas, un elemento de respuesta, las más de las veces se trata de opciones fundamentales o de disposiciones espirituales interiores que aseguran el vínculo entre don y respuesta.

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De un punto de vista jurídico, es con las constituciones que nos compro-metemos en el momento de nuestra profesión. Por ejemplo, los primeros ar-tículos de las constituciones, en los tres capítulos de los votos (77,89-91 y 109), definen las obligaciones esenciales de cada voto. Con el fin de resumir adecuadamente las exigencias asumidas en el momento de nuestra profe-sión, podríamos hacer una lista constituida de constituciones. Sin embargo, el capítulo general de 1982 tomó una decisión firme: la de mantener inte-gradas reglas y constituciones. La razón: aislar estas últimas traicionaría la inspiración de nuestra vida en cuanto a respuesta motivada por los pletóri-cos dones de Dios.

Mediante la ayuda del pliego adjunto, se ve más nítidamente el efecto producido con la yuxtaposición de dones y respuestas en la RdV. Habitual-mente las constituciones no tocan temas distintos de los y atratados en los reglas. Por lo contrario, cada artículo de las constituciones se refiere a un ar-tículo de reglas para completarlo en forma de respuesta. Yo no insistiría de-masiado acerca de todos los vínculos presentes en el pliego; lo importante es vivir, en comunidad, una respuesta siempre motivada por la contempla-ción de los dones brotando del Corazón traspasado de Jesús.

E. Conclusión: Las líneas maestras

Esto es lo esencial de una búsqueda personal y apasionante que inicié en los años 1979-1982 cuando participé en la comisión sobre la Regla de Vida. La he proseguido en el noviciado interprovincial en Nueva Orleans durante los años '80 y, después, he presentado ciertos elementos de ella a los her-manos durante una sarta de retiros y, más recientemente, en la SIR. La he presentado a Uds. muy simplemente a guisa de contribución en esta prime-ra sesión para formadores del CIAC.

Desde luego, es una búsqueda limitada y, consecuentemente, parcial. Les ahorro muchos otros elementos que podrían completarla, pero que esti-mo menos fundamentales. Nunca he sometido esta búsqueda a una evalua-ción, por ejemplo, a través de la crítica sistemática de mis colegas formado-res. Quizás haya llegado el momento de hacerla. Estoy abierto a sus juicios, sean ellos negativos o positivos. Ante todo, les invito a un diálogo para veri-ficar sus líneas maestras las cuales podrían inspirar nuestra formación indi-vidual y la de los jóvenes que nos confía el instituto.

A manera de conclusión, hago una lista de valores que yo pondría en el centro de la formación de un hermano del Sagrado Corazón. Luego de haber vivido esta sesión ¿qué les parece ella? ¿Cuáles valores mantendrían? ¿Qué contenido les parece esencial para nuestra formación? ¿Cuál pedagogía?

Valores fundamentales para la formación de un hermano del Sagrado Co-razón:1. La salvación y la santificación son dones gratuitos que anteceden el don de nuestra vocación. A propósito de éste, es la fuerza divina« que opera en cada uno el querer y el hacer.» (R 65)2. «El acontecimiento Sagrado Corazón» es signo y fuente de estos do-nes otorgados por el Espíritu Santo.

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3. «El acontecimiento Sagrado Corazón» nos revela que la gracia de Dios nos llega a menudo a través de una herida, un sufrimiento, una dificultad. A menudo no percibimos la gracia como gracia.4. La respuesta a estos dones debe proceder de un corazón liberado de las limitaciones impuestas por el miedo, la culpabilidad, la autoridad, el ego-ísmo, aun en las prácticas religiosas. A veces, la formación, es la liberación.5. La primera respuesta es la opción de formar parte de una comunidad orante que se esfuerza en responder a la buena nueva mediante la inicia-ción de la juventud en el conocimiento y en el amor de Dios.6. El discernimiento de nuestra vocación se hace a través dela vida co-munitaria. Igualmente, la formación es comunitaria en todas sus dimensio-nes.7. Vivir según la RdV quiere decir, en primer lugar, contemplar los dones de amor que brotan del «acontecimiento Sagrado Corazón», y consecuente-mente, comprometerse en responder.8. La ascesis de nuestra formación dimana de una vivencia en comunión con los demás. Es dejarse amar y convertir por el amor: de Dios, de sí mis-mo, de nuestros hermanos, de los amigos, de los jóvenes.9. Toda formación es búsqueda de una espiritualidad apostólica comunita-ria «de la ventana» la cual puede integrar nuestra misión en la Iglesia y en el mundo.

Hermano Bernardo Couvillion, s.c.Roma, Marzo 1998

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