Recuerdos de otro

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RecueRdos de otRo

Santiago Clément

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©2015, Editorial Troquel S.A.Av. Olleros 1818, 4º “I”C1426CRH, Buenos Aires, ArgentinaTel.: (5411) 4779-9444E-mail: [email protected]

Diseño de tapa: Manuel Ressia

1ª edición: agosto 2015

ISBN 978-950-16-52048

Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723

Printed in ArgentinaImpreso en Argentina

Todos los derechos reservados. No puede reproducirse ninguna parte de este libro por ningún medio electrónico o mecánico, incluyendo fotocopiado, grabado, xerografiado o cualquier almacenaje de información o sistema de recuperación sin permiso escrito del editor.

Clément, Santiago Recuerdos de otro / Santiago Clément. - 1a ed. . - Ciudad

Autónoma de Buenos Aires : Troquel, 2015. 192 p. ; 20 x 13 cm. - (¡Viva la tinta!)

ISBN 978-950-16-5204-8

1. Cuentos. 2. Literatura. I. Título. CDD A863

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PRólogo

El hecho de escribir el prólogo de Recuerdos de otro, primer libro de un cuentista premiado en Buenos Aires y Mendoza —y fuera de la Argentina en otros países como España, Venezuela, Colombia y Chile— me produjo una sensación de placer por el descubrimiento de un nuevo valor en el género, dentro de las letras argentinas. Porque, aunque algunos de los 14 espléndidos cuentos escritos desde una narrativa de vanguardia obtuvieron premios, encontrarme, al leerlo en su totalidad, con un conjunto homogéneo y valioso —generalmente nada fácil de lograr a la hora de seleccionar los cuentos para publicar— me permitió comprobar y aseverar mi afirmación valorativa.

Un cuento es una obra de ficción. Pero al famoso postulado de Julio Cortázar de que “el cuento debe (por

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Prólogo

su remate) ganar por knockout mientras la novela lo hace por puntos”, Santiago Clément parece haberle encontrado un modo de cumplir con la consigna, pero desde su estilo personal. La mayoría de ellos alcanzan un final contundente y asombroso, pero desde una expresión poética —lo que no es mérito menor— con comienzos, desarrollos argumentales y finales reconocibles, como señalaron y solicitaron varios maestros del género entre ellos Enrique Anderson Imbert. O como de hecho son los cuentos de Jorge Luis Borges, Marco Denevi o de Allan Poe.

El autor expresa sus emociones sumergiéndose en los personajes que a veces orillan el desconcierto o la locura, la soledad absoluta, el deseo de volver a la libertad primigenia desde el azoramiento de una civilización que en ocasiones aturde o agobia. En otros casos lo hace indirectamente, mediante lo que T. S. Eliot llamaba el “correlato objetivo”. En algunos cuentos, Santiago Clément sólo muestra una parte, tomando distancia y sugiriendo el resto, configurando de esta manera una elipsis narrativa que induce al lector a introducirse en el cuento, transformándose en partícipe de lo que sucede. Es la llamada “teoría del iceberg” de Ernest Hemingway, quien fue practicante asiduo de dicha modalidad.

Pese a la diversidad temática, el conjunto de sus cuentos permite encontrar factores comunes, como la “invención de otro” que puede o no ser él mismo (como en el primer cuento que da título al libro), la especularidad,

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la búsqueda de libertad, los viejos, los linyeras. O en otros cuentos, el desdoblamiento, el factor onírico o el realismo fantástico (“Señales”, “El fin del mundo”, “Eternos instantes de Arregui”). En primera o tercera persona, las narraciones encuentran su cauce desde posiciones que a veces cambian de tiempo narrativo, o se mixturan con factores de ficción, pero que confluyen en finales clarísimos.

Si se nos permite la expresión en prosa de “minimalismo narrativo”, el autor escribe también cuentos monotemáticos. Así, las hormigas o una frondosa enredadera le permiten escribir originales cuentos (“Hormigueos”, “La Planta”). En otros, un hecho histórico como el combate de El Bellaco, librado en 1813 en las costas del río Uruguay, en el marco de las batallas y combates por la Independencia, el autor escribe un hermoso cuento de final conmovedor. En un relato breve, “Anhelos de Juan”, usa sus recursos poéticos configurando una obra que muestra que puede simplificarse la extensión, cuando se escribe con la naturalidad y frescura de su prosa, mientras que, en “El rostro de Dios”, “Detrás del origen”, o en “Ni una sombra”, deja entrever una visión filosófica y metafísica que se suma a las inquietudes y los elementos movilizadores enunciados. Queda claro que sin hechos sorprendentes, o sin sensaciones de soledad, sin desconciertos y dudas, sin perturbaciones o nostalgias, sin preguntas ontológicas o existenciales, no hay movilizadores que nos lleven a crear, a contar. Y Santiago Clément no está exento de esa generalidad, afortunadamente.

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Finalmente, “Detrás del origen”, cuento con el que cierra el libro, es una espléndida muestra de la narrativa del autor. A mi juicio su mejor obra; la búsqueda desde la civilización actual al hombre primitivo, al origen. Los deseos de libertad, la opresión, la desesperación, la noción del otro —“la otredad” que mencionaba a menudo Octavio Paz— y la “mismidad”. El hartazgo de la vida estructurada. La antropología, la sociología y la literatura a pleno en este cuento de un cultor del género, escribiendo en un estilo de vanguardia, que seguramente seducirá al lector con este libro, y a quien le damos la bienvenida al mundo de las letras.

Horacio Semeraro

Nota del autor “Horacio Semeraro falleció algunos meses antes de la edición de este libro. Fue cuentista, poeta, crítico y ensayista. Trabajó y colaboró con numerosos diarios y revistas del país, integró diferentes asociaciones de las letras y fue jurado en distintos concursos literarios.Nos quedaron tantas letras por compartir… quedarán allí flotando en alguna parte, un poco huérfanas, buscando oídos donde posarse, ojos donde bailar.”

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Entré al baño y mE Enjuagué la cara. En el momento en que el agua fría tocó mi piel, vino repentino el recuerdo de su adiós con la mano. Debajo del dintel de la puerta con su adiós en la mano. Tenía la seguridad de no conocer su rostro, y sin embargo, su recuerdo incuestionable allí en mi mente, perfectamente nítido; sus ojos verdes, su sonrisa clara, su preciosa tristeza, su adiós… o su chau… pero parecía un adiós. Nada más que eso.

Camino al trabajo fui pensando en ese extraño recuerdo surgido de la nada. Me pregunté si no estaría relacionado con los ejercicios que había comenzado a practicar hacía unas dos semanas. Unos ejercicios

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ridículos que me tenían obsesionado a punto tal de producirme insomnio y pesadillas. Pensé también que en realidad este raro suceso podía ser consecuencia de las mismas pesadillas y el insomnio.

Lo de los ejercicios se me ocurrió un día durante el almuerzo en la plaza. Martes sobre el pasto, sandwichito de milanesa, olor a verde, botellita de coca-cola, sol en la espalda, pajaritos entre las ramas, pajaritos ilusorios tal vez, invento de nuestras ansias de libertad. Un hombre de anteojos rojos estaba sentado a algunos metros en uno de los bancos de la plaza, entregado a la contemplación. Me quedé mirándolo mientras el sándwich desaparecía de mis manos. Me pregunté en qué pensaría; la mirada errante… por dónde vagaría su mente, qué mundo verían sus ojos. Su vida separada de la mía, dos ríos paralelos. Me pregunté qué es lo que nos mantiene nadando en nuestro río sin poder cruzar al de los otros, qué nos mantiene tan poderosamente atados a nuestros cuerpos. Y me pregunté, finalmente, si realmente estamos atados a nuestros cuerpos o no. Una verdadera y absurda estupidez de martes en la plaza. Pero se me dio por pensar, y cuando uno suelta la cuerda, la imaginación vuela como un pajarito, como esos de mentira que revolotean en las ramas entre medio de los de verdad (los de verdad son los más opacos, lógicamente). Y mi imaginación voló, y entonces comencé con los ejercicios; el hombre de anteojos fue

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mi conejillo de Indias. Una verdadera estupidez. Me concentré profundamente durante un largo rato; lo miré, lo estudié, traté de meterme detrás de sus lentes rojos, de irme a él, pero nada. Lógico, sólo un primer ensayo.

Descubrí que el hombre iba allí todos los mediodías… o se pasaba allí todo el día (ahora sé que no era el día entero, porque recuerdo que en la siesta, él —o yo— pasaba a matear un largo rato con Calvetti hasta tarde). Cuando yo salía a almorzar él ya estaba allí, contemplando la vida. Su invariable rutina me permitió repetir los ejercicios los días siguientes. Pero luego de nueve o diez días, lo inesperado; comenzaron las pesadillas y el insomnio. El hombre de pronto se levanta de su banquito de plaza, se acerca hacia mí, furioso, me sujeta por el cuello y aprieta como una tenaza mientras grita algo inentendible y escupe con su aliento a moho. O yo que me levanto a buscar la ropa y me encuentro al hombre dentro del placar con su insípida cara gris, sus anteojos rojos y vistiendo mi camisa blanca. Gutiérrez, me puse tu camisa, Gutiérrez, permiso, me voy a la plaza Ramiro Gutiérrez, Ramiro Anastasio Gutiérrez. Anastasio, tu abuelo el de la foto del living de la casa de tu padre, Anastasio, absurdo Anastasio, no lo vas a lograr, absurdo Anastasio. El sudor en mi rostro, la paz de despertar de un mal sueño y el hartante insomnio dos, tres horas más, hasta el amanecer.

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Aparte de las pesadillas, no había ocurrido nada particular hasta la aparición de aquel primer recuerdo al enjuagarme la cara. Debajo de la puerta con su adiós en la mano. La plaza me quedaba casi de camino al trabajo, para pasar por allí debía desviarme sólo tres cuadras. Estaba ansioso por ver al hombre, pero me contuve; era tarde.

Dejé la bici, entré a la panadería, saludé a Gloria (rellenita, simpática, unas facturas como no hay en todo el barrio) y me puse a atender al primer cliente. Pan calentito, aroma a pan calentito… ese aroma siempre enredado con mil recuerdos, aquí y en la China. Un chinito amarillo sintiendo aroma a pan calentito y recordando las manos de su abuela china que dejaban un pancito humeante entre sus manos, medio a escondidas para que su papá chino no lo viera y no gritara todas esas cosas en ese mandarín imposible del sur que hablaba él.

Entré a la cocina, tomé uno de los fuentones del horno y al apoyarlo medio distraído sobre la mesada me rozó un dedo. Sentí el intenso calor en la yema. Te voy a extrañar Carmen, pero son sólo algunas semanas, no te preocupes. Cuidate, Horacio, cuidate ¡que hacen unos fríos por esas rutas!, te amo Horacio. Y Carmen diciendo adiós con la mano. Bastante bonita y joven, hermosa en mi recuerdo, y triste. Me chupé el dedo en forma instintiva y el dolor de la quemadura se alivió suavemente. Carmen… no conozco ninguna Carmen.

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Carmen te quiero, Carmen te adoro, Carmen quiero casarme con vos, pero no tenemos plata Horacio, qué van a decir mis padres, dónde vamos a vivir, mi padre es un cascarrabias y no quiero que vivamos con ellos, no importa Carmen, no importa, alquilamos un cuartito, algo, lo que sea mi vida, mi cielo, mi alma. No conozco a ninguna Carmen, definitivamente no conozco ni conocí a ninguna Carmen. Volví al mostrador chupándome todavía el dedo que ya comenzaba a doler de vuelta un poco. Un kilo de pan y un cuartito de masitas, quince pesos, gracias.

Que me duele un poco la cabeza, Gloria, sacá el pan en diez minutos, que salgo un rato a fumar un cigarrillo, que no, que no va a ser peor, que necesito tomar aire. No sólo fue el adiós con Carmen y la propuesta de matrimonio, también fueron sus ojos verdes, recuerdo bien; absurdo, sus manos blancas y suaves jugando en mi pelo, sus caricias, sus besos detrás de la oreja. El recuerdo de mi corazón latiendo fuerte… tum, tum, tum. Me empezó a entrar como nostalgia, una nostalgia amarga, pena, pena gris y ojos húmedos. Absurdo, no conozco a Carmen, por más que la recuerde, y… por más que la ame aún, qué estúpido. Y no sólo fue Carmen… fue también la ruta, la Renault 12 rural fundida en la estación de Venado Tuerto, la llovizna persistente y el viento helado y la pena húmeda.

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Terminé el cigarrillo, comencé a caminar, a mirar las vidrieras tratando de distraerme. Unos zapatos de cuero cada vez más caros, que la inflación en este país es atroz. Una lámpara con forma de… no sé, alguna cosa horrible y medio chueca que vale como tres pares de zapatos. Un hombre que ofrece cambio, cambio, cambio, casi sin abrir la boca… como un robot. Un puesto de comidas y un teléfono viejo en desuso, y yo poniendo monedas de mil australes, una tras otra, todas pasando de largo. ¡Clik, clak, clik, clak! Quiero hablarte Carmen, pero estas estúpidas monedas de aluminio están mal hechas y este teléfono de porquería no anda. La comunicación en este país es atroz Carmencita, que se fundió la Renault pero que aquí un hombre dice que no me preocupe, que tal vez sea la tapa y en un par de días la tiene lista. Que no llovizna tanto, que no hace tanto frío… que quiero sentir tu mano jugando en mi pelo y tus besos detrás de la oreja, aunque no pueda decírtelo Carmencita porque estas monedas de mil están mal hechas.

Estúpidos ejercicios, a qué mente retorcida se le ocurre. Mi cabeza no estaba bien, la cosa parecía grave. Seguí caminando un poco, ya casi sin mirar vidrieras; a la deriva. Decidí que si al día siguiente mi mente seguía con ese estúpido juego pediría unos días en la panadería. Carmen. Quién carajo era Carmen y dónde podía encontrarla. Creo que di un par de vueltas a la manzana, porque por la calle Vicente López ya había pasado y

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esa lámpara ya la vi. No podía recordar cómo había solucionado lo de la Renault, no sé si lo solucioné… pero recuerdo sí que después la vendí, recuerdo que en ese entonces alquilaba un cuartito por la zona de Villa Urquiza y tenía una foto tuya en la mesita de luz… un cuartito muy mal iluminado. También recuerdo algunos gritos apagados detrás de la puerta de tu casa, yo del lado de afuera “¡Sólo a vos se te ocurre enamorarte de ese fracasado, no seas estúpida, hija!” Que no le hagas caso a mi papá, que es un salvaje. Pero me acuerdo que luego en ese cuartito mal iluminado yo miraba tu foto y recordaba tu adiós con la mano, y tus ojos verdes húmedos de tristeza. Me acuerdo también de estar en un colectivo de larga distancia con varias cajas encima… cajas de zapatillas de mala marca, o alguna baratija… Me detuve, me apoyé en el vidrio de un negocio y me tomé la frente con la mano, cerrando los ojos. Cambio, cambio, cambio. Recordé que te habías mudado, y que nos veíamos medio a escondidas al regresar de mis viajes. Qué estás flaco, Horacio. Que te adoro, Carmen, mi cielo, mi alma, mi vida, que quiero que nos casemos Carmencita, que voy a ahorrar para comprarme el Citroën de Mariano y vamos a alquilar algo un poquito más grande por la misma plata en Pergamino o en Ayacucho, cerca de los pueblos por donde más vendo, lejos del loco de tu padre. No conozco a Carmen, no la conozco, no la conozco, ¡no la conozco! Se me escapó

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un grito, o eso supongo, porque la gente alrededor me miraba como indignada, con repulsión, como si tuviera un sapo colgando en la frente. Su falsa y frágil normalidad fingida; todo mentira, todos tienen sapos colgando en la frente o de la papada, o bichos más feos; babosas, renacuajos, bagres, sanguijuelas. Decidí ir a la plaza, bajé de vuelta por Vicente López, tendría que haber ido antes, qué tonto, antes de ir a la panadería, antes de haber recordado todo esto, Carmencita mía.

El hombre estaba allí sentado, con su cara insípida, sus anteojos rojos y la vista perdida. Esta vez me dirigió una rápida mirada, su cara tomó otro semblante, como más despierto, pero enseguida volvió a su ensimismamiento habitual. Miré su tapado gastado de un marrón medio púrpura. Recordé entonces unas vacaciones en Mar del Plata, un invierno hermoso de playas desiertas al atardecer, vos jovencísima, con el pelo ondulado como lo tenías entonces, y esos pantalones anchísimos en los pies, muerta de frío, con mi tapado marrón púrpura que te llegaba casi hasta los tobillos, abrazándome, abrazándome en un beso que me hizo un nudo de nostalgia que subió desde el estómago y se atoró en la garganta hasta hacerme dar un corto sollozo. Carmencita…

¡Oiga, oiga! ¿qué hace?Levanté la mirada, estaba arrodillado frente al

hombre, cubriéndome la cara con un pedazo de su

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tapado que colgaba desde la cintura. Me di cuenta de que había llorado, sentía los mocos en mi nariz y los ojos hinchados. Carmencita, atiné a decir. En su rostro se dibujó repentinamente una leve sonrisa melancólica, un brillo dulce en los ojos, las cejas ligeramente arqueadas hacia arriba en un gesto de infinita tristeza que contrastó profundamente con el gesto de insípida indiferencia que había observado en él hasta ahora. Entonces lo reconocí. Reconocí el reflejo de su rostro en el espejo retrovisor de la Renault, en el espejo del hotel mientras me anudaba la corbata, en el vidrio detrás del cual se veían fusionados, como una alegoría del enamoramiento, tu rostro y el mío, Carmencita. Llevé sin pensarlo las manos al rostro del hombre que me miraba ahora asustado. Me invadió un nerviosismo incontenible. Comencé a gritarle desesperado, “¡Carmencita, Carmencita, dónde está Carmencita, dónde está!” “¡No lo sé, muchacho! No lo sé… …fue hace tanto tiempo… no lo sé…”. Me quedé mirándolo fijo a los ojos, tomando aún su rostro, viendo como comenzaban a formarse las lágrimas que luego corrieron por sus mejillas. Sentí súbitamente que me ascendía un dolor agudo por la espalda, hasta la cabeza, como si hubiese recibido una descarga eléctrica. Solté bruscamente el rostro del hombre, me levanté, me di vuelta y comencé a caminar desorbitado, pesadamente, como si mi cuerpo estuviera entumecido, avejentado. Recuerdo escuchar cómo se iba perdiendo detrás de mí

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el sollozo entrecortado del hombre, diciendo aquello, aquello que en ese momento no comprendí “¡Gracias, muchacho! Gracias por sacarme esta carga de encima, gracias por llevarte los recuerdos…”. Me acuerdo que su voz me pareció tan joven y tan… tan conocida.

Me alejé confundido, caminando dificultosamente con los recuerdos que fluían ahora como un caudaloso río hacia mi cabeza; la escuela, los pantalones con tirador, la gomina, dos padres que no eran los míos, la secundaria, la facultad, todo, y Carmencita, clara, nítida, impecable en mi recuerdo, y su adiós en la mano… en algún lugar que es lo único que no puedo recordar… y la soledad en mi cuartito de villa Urquiza llorando su retrato, y el alcohol, y finalmente la resignación, y luego las mañanas en la plaza y en la tarde la mateada larga y compinche con don Calvetti… De dónde, de dónde venía todo eso. Me detuve, me apoyé en un ventanal, me tomé el rostro y traté de serenarme, comencé a pensar en mis cosas, en la panadería, en Gloria y sus facturas de dulce de leche, en los cactus que trataban de sobrevivir mirando la ciudad desde el balcón de mi cálido departamentito, en las salidas con los muchachos, en mis últimas vacaciones en Villa Gesell, en mi bici camino al trabajo, en Gúliber, mi perro, en la música mía y en mi mente desatada, soñadora y absurda… en mí río, en mí río, en mí río que no se cruza con ningún otro río.

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Mi pulso se calmó, hasta me sentí algo adormecido. Hablaría con Gloria para pedir algunos días y poder sacarme de la cabeza toda esa estupidez que se me había metido… y dejaría de ir un tiempo a esa plaza. Volvería a almorzar al bar de la vuelta para charlar un poco con la gente y distraerme. Ahora, luego de cerrar la panadería, iría a mi departamento, me compraría una cervecita, pediría algo en el delivery y vería en la tele alguna comedia bien sonsa para despejarme. Sí, todo eso pensé, ya tranquilo, seguro de la única realidad; mi río. Pero cuando levanté la vista, el ventanal me devolvió mi mirada asustada detrás de unos anteojos rojos en un rostro avejentado que no era el mío (pero sí) vistiendo un tapado de un color extraño entre púrpura y marrón, atrozmente gastado, el mismo con el que te tapabas mientras corrías aquel dulce invierno por la playa, Carmencita mía.

Cuento consagrado finalista en “Concurso de cuentos Falsaria”, Madrid, España, 2011; publicado en antología del certamen.

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el veteRano aRmiño gómez

En El puEblo nunca nadiE se interesó en el caso de don Armiño, el loco Armiño. En realidad a nadie le importaba el viejo, y ahora ya lo han olvidado. Como el óxido que roe las vías del ferrocarril, así es el olvido; hace desaparecer las cosas y las gentes. Y en esta patria, el óxido del olvido avanza y devora obras, esfuerzos y héroes. El tren que trajo el progreso, y en el que alguna vez llegó don Armiño, nunca volverá a este pueblo; y el progreso tampoco, a no ser, tal vez, que comencemos a recordar.

Armiño parecía muy muy viejo, aunque no tanto como él decía. Igual nadie le creía; yo tampoco, porque desde bien chiquito me enseñaron Armiño el loco, y entonces yo por supuesto, Armiño el loco. Y es absurdo, pero nunca nadie sintió curiosidad por su caso.

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Ni siquiera la gente del municipio que, si hubieran dado crédito a mi historia y a las pruebas que descubrí, podrían haber aprovechado a Armiño como un excelente atractivo turístico para el lugar (y aún podrían hacerlo). Pero él estaba allí en la vieja estación como un fantasma a quien nadie ve; uno más de tantos.

Yo me interesaba en don Armiño lo mismo que todo el pueblo; es decir nada. Hasta que una tarde, doña Luisa, la viejita del polirrubro, me dice como tal cosa que cuando ella era chica la mamá la llevaba a la estación los domingos para recibir a su padre que volvía de Buenos Aires y don Armiño, que era el guarda, la divertía con sus morisquetas. ¿Y cómo era don Armiño en ese entonces, doña Luisa? Era viejo, m’hijito, muy viejo. En ese momento creí que doña Luisa desvariaba. Les pregunté a otros viejos del pueblo, y todos me decían lo mismo, el viejo Armiño, ya era viejo. Sin embargo a nadie le llamaba la atención esto. ¡Ah, qué se yo! tendrá cien años, decían levantando los hombros sin interés. Pero yo hacía cuentas (cosa que ellos al parecer no sabían hacer), y las cuentas no cerraban.

Me propuse entonces conocer a don Armiño y su historia, y al hacerlo me convencí casi de su locura. Su aspecto, sus gestos, su forma de hablar, su acento, su memoria yendo de aquí para allá enmarañada en los años, hablando de cosas antiguas como si hubiesen ocurrido hacía un año, o ayer, o aquel mismo día,

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haciendo un gran engrudo con el tiempo. Sin embargo me sorprendió la precisión en los detalles de sus historias, la capacidad de narrar los hechos con pormenores y de una forma tal que a uno le daba la certeza de estar hablando con alguien que realmente había vivido aquello. Y de pronto su mente se iba y sin que viniera al caso se ponía a cantar “de aquel cerro verde, quisiera tener, hierbas del Olvido, para no querer”. Ésa la cantaba un tal payador Vega, m’hijito, un mulato que nos acompañaba en la campaña. ¿La campaña? ¿Qué campaña? Ese día me contó la historia de su sablazo, y me mostró la espalda; una enorme cicatriz le atravesaba la raquítica espalda desde el omóplato hasta casi la cintura. Me dijo que fue al sur de Entre Ríos, en un arroyo confluente al Uruguay, entendí arroyo El Befaco. Esos chapetones eran duros de morir me dice, pero más duro fui yo. Yo no entendía de qué me hablaba. Entonces me contó que unos compañeros habían visto por la mañana que habían fondeado unos barcos en la desembocadura del arroyo, y entonces el comandante de la villa los había llamado a alistarse, pero recién atacaron al día siguiente, y como él era guapo fue uno de los primeros en subir a la nave, con Gorosito, y fue ahí mismo... ¡traz! el sablazo en la espalda, que primero casi ni se dio cuenta por la animosidad de la lucha, pero después el desmayo y despertarse ya en la enfermería. Él había hecho saltar al agua al menos a dos chapetones

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que se habrían ahogado en el río, los muy puercos. Y su premio fue esa cicatriz que lo acompañó siempre. A los pocos días estaba yo en casa leyendo unos cuentos de Lugones y veo la palabra chapetones y me di cuenta de que así llamaban a los españoles en las épocas de las guerras de la independencia y entonces me dije: Armiño está loco.

Lo descabellado de la historia de Armiño luchando con españoles me dejó realmente perplejo. Se me ocurrió entonces llamar a un amigo entrerriano que vivía en Gualeguay. Le pregunté si podía averiguarme algo sobre una batalla con dos barcos en un arroyo El Befaco o algo así, cerca del Uruguay. Me llamó a los pocos días y me dijo sí, averigüé en la biblioteca, no es El Befaco, es El Bellaco, y es justamente cerca de acá, es un arroyito de nada que apenas si podés pescar una tararira, pero nada más, y puro barro. Que en 1813. Sí, Mariano, la batalla fue en 1813, seguro.

Le pregunté a Armiño si había luchado otras veces y me dijo que sí, que había andado por muchas regiones, sobre todo por el litoral que era su patria, pero que sólo esa vez lo habían herido, lo que resultaba muy sonso porque había sido la batalla más sencilla de todas, que Nazario siempre se le reía por eso. Era bravo ese Nazario, y guay de gritón para mandar, salvo conmigo; conmigo era diferente porque llevábamos los dos el mismo apellido; Gómez, aunque Nazario se hacía

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llamar Nazario Lucero para que le temieran más, y en los fogones cantaba siempre una copla que remataba así:

Nudo al lazo de mi suerte,quiso así el hado ceñir;

si llego a partir,ausente de ti me muero.Ley de Nazario Lucero,te lo jura hasta morir.

Pero Nazario Lucero era en realidad un bandido bravo de las sierras que ya estaba viejo y medio olvidado; este Nazario era bravo también pero era un hombre derecho, y no un bandido. Anoté estas cosas pero me contó muchas otras más, aunque era difícil seguirle el hilo a Armiño, porque se ponía a hablar de una campaña con las montoneras aliadas a Urquiza y de pronto decía que en los patios de la casa donde habían armado el cuartel había un naranjo, pero que las naranjas tenían polvillo y estaban abichadas, que venga, que mire y le muestro, y te llevaba detrás de la estación, y te mostraba un naranjo con las naranjas abichadas y uno ya no sabía de qué hablaba, y si lo del cuartel era cierto o era parte de una madeja de historias fantasiosas que el viejo inventaba haciendo uso de alguna capacidad sobrehumana de crear imágenes y momentos falsos y ubicarlos a la perfección dentro de hechos históricos ciertos. Yo sé poco y nada de historia, en cambio el viejo

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nombraba lugares, personajes y acontecimientos (los anoté) con una naturalidad que resultaba convincente; algunos me sonaban conocidos, pero la mayoría no: Juan Pablo López el Mascarilla, Francisco Ramírez, el arroyo Espinillo, Rincón de Ábalos, Artigas, el domador Hereñú, don Pazos y su robo en los potreros de Arengurú, o algo así y qué sé yo cuántas cosas más. Me dijo que todas esas cosas eran de joven, que la sangre le quemaba en las venas; a todos les quemaban las venas, y las sienes latían, no como ahora, y se la pasaban de aquí para allá guerreando y llevando todas sus cosas a cuestas; mujer y gurises también. Pero que después se fue poniendo viejo y se fue quedando, y los hijos se fueron yendo para aquí y para allá, y que volvió a su pueblito natal, pero cuando llegó ya no quedaban muchos de los que estaban antes, y de a poquito todos se fueron muriendo, menos él, que seguía viviendo y viviendo. Finalmente la miseria lo terminó llevando a Buenos Aires y consiguió que la Sociedad del Hierro, o del Camino de Hierro, lo contratara de sereno para una estación del Ferrocarril Oeste. Después nombró otras muchas estaciones más en las que estuvo, en el Urquiza, en el Mitre, y que después me afinqué en las orillas, en el tiempo de los taitas y compadritos, y ahí me encontré con la Clementina, una nieta de un viejo amigo de mis pagos, don Juárez, muerto hacía mucho tiempo, y el hijo de la Clementina se enredó en líos, porque mató a un tal Garmendia en una pelea y para zafar se tuvo

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que meter en el partido y fue ahí que hizo contactos y me recomendó a mí a los del Ferrocarril Sud, y terminé de sereno en la estación de Dolores. Pero me aburrí y pedí un traslado; no estaba acostumbrado a esa vida sedentaria. Pasé así por muchos pueblos hasta que llegué aquí, m’hijito, ya hace más de setenta años, y me sentí viejo para seguir trotando campos, así que me quedé siempre aquí, en esta estación, que hace más de treinta años está abandonada.

Tomaba nota de todas las sorprendentes e improbables anécdotas de Armiño para intentar encontrar algún elemento que pudiera probar su veracidad. Fui con mis anotaciones a ver al director del diminuto y vacío museo del pueblo para tratar de corroborar algunos nombres y fechas de combates, y sobre todo con la esperanza de interesar al director sobre este caso. Pero no fue de mayor utilidad. El hombre no parecía saber mucho más de historia de lo poco que yo sabía. Incómodo por mis preguntas, intentó llevar una y otra vez la conversación al ferrocarril y al progreso que implicaría para el pueblo si volviera a funcionar. Yo volvía a Armiño, pero el director desviaba invariablemente el tema, hasta que finalmente miró fijo la puerta y entendí que me despedía. Traté de interesar a otras personas sobre el caso de Armiño, pero invariablemente todos terminaban desviando la conversación hacia cualquier otra cosa, como si Armiño en realidad no existiera o fuera un ruinoso espectro que había que sepultar en el olvido.

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Pasé muchas semanas pensando en don Armiño, releyendo las notas que había tomado, repasando las fechas y los nombres, tratando de encontrar alguna pista que pudiera seguir para comprobar si él realmente había vivido al menos uno de todos aquellos hechos. Pero me enmarañé en su madeja de historias improbables sin encontrar la punta del ovillo.

La línea roja de sangre que brotó lerda en mi cara una mañana mientras me afeitaba, me hizo volver a pensar en la herida de sable en la espalda de don Armiño. La batalla de El Bellaco había sido la única en la que el viejo había resultado herido de gravedad, según sus dichos. Ese día llamé nuevamente a mi amigo de Gualeguay y le pedí que me averiguara si la batalla de El Bellaco había sido una batalla grande o un combate pequeño, como había dicho Armiño, y si podía que consultara también cuántas bajas hubieron del lado argentino.

Mi amigo me llamó a la semana siguiente. Me dijo que había consultado y la batalla había sido apenas una gresca; el asalto a unos barcos que habían fondeado en la desembocadura del arroyo sobre el río Uruguay. Respecto a las bajas, no había consultado. Le insistí para que averiguara ese detalle, pero cuando lo llamé algunos días después, me dice que por qué no te venís a pasar el carnaval que empieza en diez días y averiguas vos, que ahora está todavía mejor que cuando éramos chicos. Guardo pocos recuerdos tan grandiosos como

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aquellos corsos; las vueltas entre comparsa y comparsa, las corridas a las chicas para empaparlas y robar de paso alguna sonrisa o algún reproche indulgente; los amigos, la cerveza. El jueves siguiente por la mañana temprano me tomé un colectivo con combinación en Buenos Aires para Gualeguay. Antes de ir a la terminal pasé una vez más por la estación del tren; don Armiño estaba sentado en su sillita mirando el horizonte, o al universo todo. Su ojos perdidos en la inmensidad de la pampa, como flotando bajo la eternidad pálida del cielo, ajeno al tiempo. ¡Me voy para sus pagos, don Armiño! Me miró y pude casi palpar la nostalgia que, en medio de mil arrugas, lloraron aquellos ojos. Dése una vueltita por Concepción y mándele saludos a Nazario, si es que anda todavía por allí. Y a los Juárez dígales que la vi a la Clementina por las orillas en Buenos Aires, que vive humildemente pero está bien… Aunque tal vez ya hayan muerto… si fue hace tanto tiempo… Y gracias por molestarse, joven, alce allí una copa en mi memoria, y sobre todo en la memoria de todos los hombres y mujeres de aquellos tiempos.

Llegué a Gualeguay al caer la tarde, José Luis me esperó en la terminal, fuimos a la casa, nos vestimos, visitamos a unos amigos suyos y nos fuimos derecho para el corso. Nos divertimos como nunca y nos emborrachamos; creo que terminamos abrazados llorando, reviviendo nostalgias y prometiendo amistad

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eterna. Al día siguiente me desperté pasado el mediodía con un terrible dolor de cabeza. La biblioteca ya había cerrado y no volvía a abrir hasta luego del fin de semana. El lunes temprano estaba allí; hablé con la señora a la que José Luis había consultado las otras veces. Me contó que sobre el combate de El Bellaco no había encontrado más que una breve reseña en un libro, y que era la información que le había dado a mi amigo. Estuve revisando índices durante todo el día hasta el hartazgo, pero no encontré ningún otro libro que mencionara la batalla. El martes fui a hablar con un historiador local que daba clases en una escuela ubicada al lado de la iglesia San Antonio. Me recibió en la sala de profesores. Cuando le consulté por la batalla los otros dos profesores que estaban presentes hicieron muecas de desconcierto y confesaron sin un atisbo de pudor que ni sabían que se habían luchado batallas por esos pagos. Sin embargo, el historiador conocía bastante sobre la batalla El Bellaco y me dio un dato importante que la mujer de la biblioteca no me había mencionado; me dijo que había sido una escaramuza y que estaba casi seguro de haber leído en algún lugar que no habían ocurrido bajas en el ejército patrio. Esto me esperanzó, porque si no habían existido bajas era razonable esperar que un hombre herido en combate fuera un incidente destacado como para que lo hubiesen colocado en los partes del combate. Le

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pregunté por Nazario Gómez o Nazario Lucero, pero no recordaba haber oído esos nombres. Solamente mencionó a un tal capitán Gregorio Samaniego, del que tomé nota.

Al día siguiente volví a internarme en la biblioteca para tratar esta vez de hallar alguna pista sobre el capitán Samaniego. Luego de casi siete horas de frustrante búsqueda di entusiasmado con un libro amarillento y quebradizo llamado Batallas en las costas del Uruguay, que detallaba brevemente el combate de El Bellaco. La batalla había sido en el verano de 1813. Milicias improvisadas con pobladores del lugar habían tomado por asalto tres goletas realistas. Sin bajas por parte de los criollos; algunos realistas muertos y un puñado de prisioneros. El único nombre que aparecía era efectivamente el del capitán Samaniego. Sin embargo, en la bibliografía del capítulo donde se hablaba de la batalla se citaba un libro titulado Batallas del litoral en las guerras de la independencia argentina. Busqué en los catálogos de la biblioteca pero el compendio no aparecía en las existencias. Al día siguiente me despedí de mi amigo y decidí, de regreso para mi pueblo, hacer una parada de unas horas en Buenos Aires.

Su frenesí de colectivos, autos y peatones, su concierto de bocinas y sirenas y sus brumas de hollín, hacen que Buenos Aires sea para mí un lugar bastante

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desagradable. Sin embargo disfruto de caminar por la costanera mirando el ignorado río fluir en su barrosa mansedumbre. Dejé el equipaje en Retiro y luego de un paseo por la costanera me fui, siempre a pie, hasta la Biblioteca Nacional. Pedí un catálogo y al revisarlo sonreí feliz ante el primer asombro de aquel día; figuraba en existencias el título que buscaba.

Un hombrecito pequeño y gris, que parecía no haber recibido jamás la luz del sol en su rostro, me guió por entre pasillos también grises y umbríos. Tomó una endeble escalerilla por la que temerariamente subió casi tres metros hasta alcanzar un estante del que sacó un libraco de tapa dura, amarillento y cubierto de polvo. Me lo entregó recomendándome suma delicadeza. Tenía varias hojas desgajadas. Lo tomé ansioso, agradecí y me senté en una mesa de lectura. Busqué un rato en los índices y di con un capítulo que hablaba sobre batallas en la zona de Gualeguaychú y Gualeguay. En la cuarta hoja del capítulo encontré la primera referencia a la batalla de El Bellaco. Sin embargo de la batalla se referían pocos pormenores; se detallaba en cambio un intrincado litigio entre dos pobladores de Gualeguay que se enfrentaban por la propiedad de una de las goletas tomadas en la refriega, la Goleta Nuestra Señora del Rosario, de la que finalmente se adueñó un tal don Antonio Texo. El detalle más interesante que encontré

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en estas primeras páginas hacía referencia a una bandera española arrebatada en pleno furor de la batalla por dos valientes soldados que se habían arrojado al río con el sable entre los dientes y habían tomado por asalto, ellos solos, una de las goletas. La bandera había ido a parar a la Iglesia San Antonio, de Gualeguay, contigua al colegio donde me había citado con el historiador, y había sido dedicada a su patrono como trofeo de las armas de la patria. Tomé nota de este detalle con la idea de pedirle a mi amigo que se acercara por la iglesia para averiguar si no estaría aún por allí aquella bandera. En la tercera página se me apelotonó toda junta la sangre en el corazón. Di, lleno de asombro, con el nombre de Nazario Gómez; alférez Nazario Gómez, el hombre de las enredadas historias que me había referido el viejo Armiño; comencé casi a temblar de la emoción. Me devoré la página que narraba, ahora sí, detalles concretos de la batalla, aunque no daba ningún otro dato del tal Nazario. En la cuarta y última página del capítulo se transcribía, en forma textual, el parte de batalla: “El doce del que gobierna á las tres y media de la tarde tube parte por una de las guardias que amparan la boca de este Riacho, que dos buques enemigos estaban fondeados á su frente”, etc. Luego se detallaban todos los elementos secuestrados, entre los que se contaba la mencionada bandera, y finalmente leí, ya en un síncope de asombro,

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esta última frase: “Los prisioneros que quedan en este quartel son 17, de los quales hay 3 gravemente heridos: 4 negros esclavos tomados; entre estos aseguran que los muertos fueron 6 contando con 2 que se precipitaron al Uruguay, y que probablemente han perecido: por nuestra parte no ha habido la menor desgracia, salvo la herida de uno de los valientes que tomó la bandera, el soldado Armiño Gómez, que, con el auxilio de Dios, confiamos que sanará”.

Desbordando de ansiedad y entusiasmo, copié a mano todo el capítulo (¡iluso!), porque no estaba permitido fotocopiar aquel libro a causa de su fragilidad. Luego devolví el volumen al hombrecito gris, sin poder disimular mi exuberante emoción. Revolucionaría el pueblo, sabía que revolucionaría el pueblo, y tal vez más aún ¡un héroe de la independencia! Vendrían de todo el país a verlo; qué digo del país ¡del mundo! Repararían las vías, restaurarían la estación que los domingos se llenaría de gente como en los viejos tiempos, y doña Luisa iría a recordar allí a su padre con lágrimas en los ojos. Los incrédulos del pueblo harían fila para saludar al viejo, y ya nadie lo llamaría loco. Remozarían la plaza y las veredas, volverían a plantar los naranjos del bulevar, a regar el césped, a pintar los frentes de la casas, se instalarían nuevos comercios y casas de comida para atender a los turistas y el pueblo rebulliría exultante de prosperidad.

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Regresé a Retiro casi corriendo, busqué mi equipaje y saqué boleto en el primer colectivo que salía para el pueblo; ya había anochecido. Tuve que esperar una hora y media para la partida, tiempo que aproveché para planificar la forma en que daría a conocer la noticia.

Llegué al pueblo antes del amanecer. Fui a casa; dormí un poco pero me levanté temprano, me di una ducha, tomé toda la información que había documentado y salí hacia la estación para hablar con el viejo antes de anunciar a todos mi descubrimiento. La estación estaba desierta; no como de costumbre, sino más aún, pues Armiño no estaba tampoco. A unos metros de la estación, al costado de las vías, había una anciana de pie, mirando hacia los árboles. Me acerqué. No la había visto nunca; tenía un rostro tristísimo. Con un tono de voz aún más triste y extraño, lejano, como si viniera de otro lugar, u otro tiempo, me dijo “Estas historias siempre terminan igual y son tristes, m’hijito, Armiño murió hace dos días; la gente de la municipalidad lo llevó ayer temprano al cementerio; sólo yo fui al entierro, sólo yo y el cura, que ni habrá notado mi presencia”. Se me cayeron todos los papeles al suelo. Me arrodillé y me cubrí el rostro con las manos. Los pájaros allí en los árboles entonaban su mañana en un trinar de alba que no conoce del paso del tiempo. Los rieles mancharon mis rodillas con su óxido; óxido que no se detendrá hasta carcomer por completo las vías, para que nadie recuerde que allí hubo un tren, y una estación, y un héroe.

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Cuando me levanté la anciana ya no estaba. Fui hasta el cuartito de Armiño; la puerta estaba entreabierta. No había más que un viejo catre desvencijado, una mesa con un mate aún con yerba, un calentador y una pava; una lámpara pobrísima y una mesita de luz con un cajón. Abrí el cajón y hallé allí adentro algo que nadie creerá; como no creyeron en el pueblo mi historia, como no creen ya que haya vivido un viejo sin edad en nuestra estación durante tres cuartos de siglo; porque ya lo han olvidado por completo. En el cajón descansaba, roído por la polilla, un pedazo de tela viejísimo y prolijamente doblado. Lo extendí con mucho cuidado; a los lados tenía dos franjas cuyo rosado desteñido fue alguna vez rojo, y en el medio una franja amarillenta en cuyo centro podía adivinarse, entre manchas, un escudo español. Pero aunque no crean mi historia, allí está la estropeada bandera, la dejé de nuevo en la Iglesia San Antonio, donde tal vez estén también los fantasmas de Armiño, Nazario y los otros valientes de la batalla de El Bellaco, custodiando el trofeo de las armas de la patria; ya olvidado, como todos ellos; como la patria, y los rieles de su progreso; olvidados para siempre; salvo tal vez que un día comencemos a recordar.

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El 20 dE marzo dE 2064 a las 10.45 de la mañana, el ingeniero Arregui, anciano ya, desaparece repentinamente de su taller junto con su máquina, justo en el instante en que aprieta el botón verde. Su taller tal vez también desaparece, y yo, y usted, y el universo que, de todas formas, es y vuelve a ser una y otra vez, como todo, como todos.

El 27 de octubre de 1999, el ingeniero Arregui (que todavía no es ingeniero) moja la madera de la mesa sobre la que apoya los codos; la moja con el agua salada de sus lágrimas, agua que vertió y verterá en muchos de sus muchos días de existencia. Pero este día sus lágrimas mojan la mesa no sólo porque allí arriba, en la cama, yace tendido y casi sin aliento su padre, sino

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por el remordimiento que es un pájaro carpintero en su cabeza; tic tac tic tac, pica que pica que pica. Tan sólo un mes atrás, el señor Arregui (padre), un hombre maduro pero aún con energías, baja de su cuarto vestido de bermudas, camisa de mangas cortas y chaleco, con un bolso en una mano y una caja con un montón de anzuelos en la otra (aunque nunca fue a pescar, al menos que él recuerde). En la cocina se encuentra con su hijo, quien le había anunciado el día anterior que no iría a pescar con él. Pero el señor Arregui está allí parado en la cocina muy confiado en que logrará convencer a su hijo. Se equivoca; su hijo hace un tiempo ya que siente rechazo hacia su padre; no se explica bien por qué, sencillamente lo siente. Piensa que tal vez sea la edad; los viejos siempre dicen que a los quince años uno está en la pavada y sólo busca rebelarse. Pero los viejos escriben cosas sobre los chicos que casi nunca son ciertas. A Arregui hijo siempre le divirtió leer las sonseras que los grandes escriben sobre los chicos; lee infinidad de notas en el diario que tratan de explicar el porqué de cada una de las reacciones infantiles y adolescentes y se descascara de risa, y se pregunta por qué los grandes no les encargan escribir a los chicos esos artículos que tanto mejor lo sabrían hacer. Ahora los artículos de comportamientos adolescentes dicen que los jóvenes tienen necesidad de rebelarse, pero no es eso; simplemente le resulta aburrido salir con su viejo a calcinarse en una canoa, o a meterse

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en un museo lleno de moho, o salir a almorzar solos y visitar a la tía Angustias. Pero se arrepiente, mientras sus lágrimas caen en la mesa se está arrepintiendo, y sube al cuarto de su padre y lo abraza, y le dice viejito, viejito, voy a salir a pasear por el parque con el sol partiéndonos la cabeza, voy a ir a almorzar con vos una y mil veces, para que me enseñes a tomar vino, voy a salir para que pesquemos en canoa y alimentemos a todos los peces del delta con nuestras lombrices mal encarnadas. Ya no hay tiempo para eso, hijo, pero no importa ahora, para mí este abrazo es como un paseo en canoa. Y el señor Arregui se va yendo a la deriva por la orillita de ese abrazo, en un suave balanceo, imaginando que es un Pedro Canoero que se va arrastrado por la corriente a su dulce ocaso. Y el futuro ingenierito piensa, algunos días después, en el tiempo que no hubo, en el tiempo que no regresa, según dicen los viejos… según dicen.

El 20 de marzo de 2034 a las 22.00 el ingeniero Arregui festeja sus cincuenta años. En realidad él no los festeja todavía, sino que lo festejan sus amigos y sus parientes, porque él tiene la cabeza en un cálculo endemoniado que no cierra. Pero dos de sus mejores amigos (uno es con el que está brindando por Alejandra a las 4 de la mañana) dicen que eso no puede ser, que dejate de joder ahora con tus teorías, y lo sacan a los tirones una y otra vez de su taller, y le arrancan la tiza con la que garabateó todo el pizarrón y se la cambian

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por un vaso lleno de cerveza, y entonces sí, el 21 de marzo a las 00.30 horas, con un vaso de cerveza en alto, Arregui brinda por todos los presentes y se entrega a festejar su cumpleaños que ya es ayer. Pero no brinda aún por Alejandra, por Alejandra brindará después, justamente a las 4 de la mañana, cuando el gordo Berti le hace recordar su cumpleaños de treinta cuando; y él qué buena que estaba Alejandra, y qué dulce que era Alejandra, y te acordás qué tonto cómo la perdí; por llegar tarde, fue por llegar tarde; por estudiar. No por estudiar una materia, sino este tema del tiempo, y ella estaba en el restaurante sentada, y yo me olvidé, qué bruto, y tenía el teléfono apagado, como siempre en mi taller, y ella que habrá dicho me tiene harta, y habrá pedido una soda para esperar, o una cerveza, y habrá querido revolearle la botella por la cabeza a cualquiera, haciendo de cuenta que era mi cabeza, para que reviente de una vez y desparrame todas esas estúpidas ideas que tenés y pienses un poco en mí, y en las cosas importantes. Sabés qué pasó gordo, finalmente prendí el teléfono y vi sus llamadas perdidas, y la llamé; me gritó, enfureció y me hizo ir igual al restaurante, sólo para que el mozo me diera un papelito que decía “llegaste tarde, pero por última vez”. Porque era una manía mía, llegar media hora tarde a todas nuestras citas; no sé por qué; y efectivamente fue la última vez, no me la perdonó.

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Pero cuando vuelva también voy a cambiar eso, voy a llegar temprano antes de que ella diga que la tengo harta, antes de que pida una soda y le revolee la botella al mozo queriendo reventar mi cabeza para desparramar mis estúpidas ideas que no son estúpidas, Alejandra. A las seis de la mañana Arregui se duerme, o más bien se desmaya con su borrachera y sus cincuenta años sobre un sofá, sin saber que le quedan aún treinta años de estar recordando a Alejandra.

El 7 de octubre de 2045 a las 21.34 el ingeniero Arregui está mirando por la ventana mientras un rayo parte un árbol a quinientos metros de distancia y un bramido formidable inunda todo el mundo (el mundo de Arregui). En su cabeza sus neuronas lanzan rayos también, minúsculos rayos que combinados recrean en su mente el recuerdo de aquella tarde mientras cabalgaba con sus primos en un campo de La Pampa, o de Neuquén, y el caballo se asusta y él cae al piso. Anota; 1996 o 1997, atención, sujetar fuerte las riendas. Se han apartado de la casa hasta un río que baja marrón, arrastrando la tierra que va al mar para mezclarse con el agua salada que luego regresará dulce y limpia a los campos o a la montaña. Llevan los pelos mojados, igual que los trajes de baño, y una sonrisa indeleble de inmejorable infancia en los rostros. Van sin estribos, y de montura tres aperos, y las pantorrillas llenas de

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transpiración y pelos de los caballos. El calor aplasta las hojas de los pastos que ondulan con el viento que se agita nervioso anunciando tormenta; pero ellos no la ven, no la ven hasta que aparece allí plomiza en el horizonte. Pero igual no les preocupa, se han alejado bastante de la casa pero qué importa llegar tarde, aunque los viejos después refunfuñen un poco, y entonces galopan, siempre con sus sonrisas y entre algunos alaridos que están allí flotando en 1996 o 1997, justo un instante antes de que ¡pumba! cae un rayo a unos cientos de metros del futuro ingenierito Arregui y él no agarra bien la rienda en el momento en que el caballo empieza a corcovear y al piso, y uno de los huesos del brazo, el cúbito o el radio, se parte en un agudo dolor que pinza los nervios y está ahí mordiendo la nuca, y el viejo ingeniero se toca detrás de la cabeza y anota en un rincón del cuaderno; sujetar bien fuerte las riendas para evitar quebrarse el brazo.

El 5 de enero de 2002 el futuro ingenierito Arregui duerme con los ojos abiertos en la cama, o sea no duerme, pero sueña. Su mente afiebrada (no de fiebre sino de ideas) no para de pensar. Ha leído mucha literatura y poca física, y piensa que el universo está loco y lleno de agujeros, igual que la ciencia que se jacta de lógica en su engranaje aparentemente perfecto, henchida de ciego orgullo en su falacia, creyendo que si dos más dos son cuatro, todo el resto se explica de la misma forma;

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si suelto una piedra se cae, si golpeo un tambor suena, si pongo un ladrillo en una bañadera Eureka y el cateto y la hipotenusa y el pasado pisado; todas falacias que serían verdades en un universo sin agujeros (el futuro ingenierito se levanta, se asoma a la galería y mira el cielo repletísimo de estrellas; para qué puso Dios las estrellas… ¿sólo para inspirar a los hombres? allí hay un agujero, allí hay otro, y allá como diez más), falacias que serían verdades en un universo sin agujeros, no en uno que tiene más buracos que un queso gruyer. Tres noches más tarde el futuro ingenierito está mirando nuevamente las estrellas; piensa en su viejo y el remordimiento pica tic tac en su cabeza y, aunque ya no puede, quiere salir con él a pasear por el parque con el sol partiéndole la cabeza, y quiere salir a almorzar y a pescar para alimentar todos los peces del delta, y piensa que el tiempo tal vez tenga también sus agujeros. Diez minutos más tarde decide que sí, que va a estudiar ingeniería para demostrarles a todos esos ingenuos cerebritos.

El 7 de octubre de 2051 por la mañana, el ingeniero Arregui está en el taller; el que todavía no desapareció. Va hasta el escritorio y toma un cuaderno repleto de anotaciones, con fechas y horarios de días que están allí congelados en su pedacito de tiempo. El cuaderno tiene tachones con correcciones de horas, minutos y hasta segundos. Al levantar el cuaderno caen fotos al piso; Arregui las levanta y toma una que tiene anotado

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detrás el año 1998. La mira; sus ojos intentan con disimulo deslizar una lágrima, pero él se da cuenta y lo evita. La lágrima está allí, haciendo de vidrio sus ojos. Arregui recuerda una canción que siempre recordó al mirar esa foto; y las lágrimas y la canción están ligadas. Recuerda las lágrimas saliendo de sus ojos sin disimulo, con tristeza o con alegría, no sabe discernirlo, y la canción sonando una y otra vez; ayer, repite… “ayer todos mis problemas parecían tan lejanos”. Es el año 2000 o 2001, lo tiene por allí anotado. Era un casete… por allí estará el casete en algún cajón, y estará también allí en el 2000 o 2001 sonando y sonando en su eterno pedacito de tiempo. ¿Lo anotó? Arregui cree que sí, pero por si acaso, lo anota de vuelta. Martina tenía unos ojos verdes divinos. Más que divinos; tenía los ojos verdes más hermosos de la tierra; y a Arregui, que aún no había decidido ser ingeniero, esos ojos le hacían retumbar el corazón contra las costillas sacudiéndolo de tal forma que se veía la remera vibrar sobre su pecho. Y Martina lo miraba, lo miraba y lo miraba, y el futuro ingenierito no podía dormir. Y de día Arregui iba detrás de ella como un perrito; y se pasaba todo el tiempo tratando disimuladamente de rozar su mano; y eso sólo era la felicidad en esas vacaciones; rozar su mano. La tarde del 10 o del 12 de enero, el sol cómplice hace lucir sobre las nubes un rosado irreal; las hojas en los árboles aplauden, tal vez a la sinfonía de pajaritos o tal vez a la

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pareja de jovencitos que pasa. Arregui camina lo más despacito que puede y en su pecho cómo la amo, cómo la amo, cómo la amo. El verde de los ojos de Martina se derrama como luz sobre el pobrecito de Arregui, que no se anima a mirarla, que no se anima a insinuarle nada; y desesperado por decirle que la ama, calla; sus labios están soldados, imposible pronunciar tales palabras. Dos días después Arregui, tieso como una estatua, descansa el brazo sobre el hombro de Martina y su mano se marea en un vértigo de amor. Sueña, sueña con que su brazo puede estar allí sin necesidad de que la máquina de fotos esté enfrente. Pero allí está la máquina, y su brazo sobre el hombro sólo puede estar allí gracias a la excusa de la cámara que hace click sacando la foto que luego mira Arregui mientras sonríe, de tristeza, de alegría, no sabe discernirlo. La mira una noche del año 2000 o 2001 mientras la canción del casete suena y suena, la mira la mañana del 7 de octubre de 2051 mientras susurra la misma canción y una lágrima logra al fin escapar de la cárcel de sus ojos manchando la hoja donde el viejo ingeniero acaba de anotar: decirle que la amo.

La tarde del 15 de abril de 2041 el ingeniero Arregui pasea por el parque; aunque más que pasear saltiquea, corre y gira, como un loco, o como el loco que será a partir de esa noche. Está feliz, se le desborda la alegría, les habla a los árboles, a las plantas y a las ancianas que pasan. Ha estudiado decenas de teorías sobre el

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tiempo y el espacio, ha estudiado la materia, los gases, la química y últimamente los tejidos, el cuerpo humano, el cerebro, y hoy cree haber dado en la tecla. Recuerda una noche en 2011 o 2012 en que no pudo dormir, otra vez la fiebre de ideas. En esa noche, el joven ingeniero está acostado con los ojos redondos como la luna que pálida dibuja luces y sombras sobre los techos dormidos. Durante el día estuvo mirando un libro con fotos de indígenas americanos de fines del siglo XIX. Los ojos de esas personas brillan allí en las fotos, brillan de vida, piensa el ingeniero, de vida palpable. Sus venas están estáticas, pero parecen sin embargo latir movidas por el paso de la sangre, y sus músculos parecen tibios de estar aún trabajando. Y Arregui piensa que si él viajara en el tiempo hasta ese día vería a esos hombres mirando curiosos a un sujeto que puso un aparato frente a ellos y les pidió una pausa en su trabajo para hacer una imagen, vería que realmente sus ojos brillan de vida y la sangre corre entibiando sus músculos, y piensa que esos hombres están efectivamente allí, haciendo una pausa en su trabajo, tan cierto como él está esa noche en 2011 o 2012 mirando el techo con los dos ojos como lunas. Arregui sabe que el universo se expande (lo estudió), y sabe que tal vez un día se contraiga (el universo es un gran queso lleno de agujeros), y si el espacio y el tiempo están relacionados (lo estudió), entonces tal vez el tiempo también se contraiga, y la vida brille nuevamente en los

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ojos de aquellos aborígenes, como ya brilló, como brilla allí en un día de fines del siglo XIX. La tarde del 15 de abril de 2041 se diluye lerdamente en la noche. El ya maduro ingeniero Arregui está sentado en su taller, dibuja diagramas que llena de flechas y notas, acaba de comenzar a diseñar su máquina, es el momento exacto en el que traspasa, a criterio de sus amigos y de casi todo el mundo, la línea de la cordura. Todo aquel hombre que ose tratar de viajar en el tiempo, será calificado como loco, lisa y llanamente loco. Regístrese, comuníquese y archívese.

El 4 de octubre de 2063, el ingeniero Arregui, casi octogenario ya, repasa una infinidad de notas que se encuentran desparramadas por su taller; pegadas sobre los muebles, sobre las paredes, sobre el velador, sobre el escritorio en el que descansa un enorme cuaderno plagado de hechos con sus fechas y sus horarios. En los márgenes de cada nota hay flechitas con detalles; el estado del clima, noticias del día, olores y sensaciones. Algunas notas tienen adosadas con alfileres fotos ya descoloridas en las que se ve al cuarentón Arregui en brazos de dos amigos, al futuro ingenierito Arregui con su sonrisa de lluvia en primavera, y aquel abrazo que sólo fue una sonsa postura, y la mano con su vértigo de amor. Porque entre las notas el viejo Arregui ha colocado también fragmentos de poesía, suyas o no, y la luz de tus ojos, como el agua clara se escurre entre mis dedos, y en

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las piedras pinta colores que nunca vi, y mi alma baila alocada en el arcoíris de esa mañana, eternamente tuya y mía. Arregui ha estudiado los horarios, ha estudiado las notas, los detalles, y tal vez los poemas. Todo lo sabe de memoria; cada dato es indispensable para hacer que la nueva vida que reconstruirá sea perfecta. Bajará la escalera ayudando a sostener los anzuelos que se le caen a su padre. Llegará al restaurante a las nueve menos cinco con flores que le dará al mozo para que las traiga justo antes del champagne, junto con una nota que diga “Alejandra, casate conmigo”. Sujetará fuerte las riendas lanzando un grito de indio, y sus primos festejarán la corcoveada del tobiano mientras un rayo parte la pampa. Mirará aquellos ojos verdes que hacen que su corazón de dieciséis años se haga de agua, y les dirá las palabras que sus labios jamás se atrevieron a pronunciar. Cambiará estos y mil detalles, y ya no será necesario entonces volver a construir la máquina del tiempo, porque ya no mojarán la mesa aquellas lágrimas que nunca serán, y ese pájaro carpintero que tic tac en la cabeza no estará, y su viejo, soltando dulcemente los brazos de su hijo, se irá yendo en la canoa que lo lleva suavecito a su ocaso feliz.

La tarde 19 de marzo de 2064, el ingeniero Arregui camina por el parque. Va pensando en que mañana cumplirá ochenta años; va pensando en que mañana

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apretará al fin el botón verde. A su alrededor los autos deberían volar de tanta tecnología pero no vuelan; se arrastran como siempre en su nube gris. Ochenta años de recuerdos. Se pregunta cómo será su nueva vida; se pregunta si al cambiar un detalle no hará que todo el resto cambie. Muchas noches blancas ha pasado dándole vueltas a esa vieja y trillada idea de la mariposa aleteando y un japonés sujetándose de la palmera para no salir volando con el tifón. Camina lo más despacito que puede, y en cada paso sus ojos brillan de nostalgia, o de alegría, no sabe discernirlo, y en su mente habitan una cantidad de recuerdos tan grande que cada minuto de vida es como un enorme cofre que se abre, un enorme cofre lleno de sonrisas, colores, caricias; todo revuelto; y piensa que es hermosa la vejez, aunque los hombres digan lo contrario y los viejos también, porque le temen a la muerte, porque no saben que la muerte es en realidad volver a nacer otra vez. Y este 19 de marzo el sol baja tan hermoso en el horizonte (horizonte que imagina detrás del caserío), y el verde de las hojas en los árboles es tan parecido a aquellos ojos que le hacían de agua el alma, y los niños en el parque parecen tan alegres revoloteando allí como plumitas… y la paz, y ese pájaro carpintero parece justo ahora picar tan bajito, tan bajito, que se pregunta si en realidad valdrá la pena cambiar las cosas. El sol se oculta en aquella tarde del

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19 de marzo de 2064, despidiendo al tibio verano que se va, y el viejo ingeniero regresa a su casa despacito y sonriendo, sin saber (o sabiendo) que esa tarde serena ha sido la más feliz de su vida.

El 20 de marzo de 2064 a las 10.45 de la mañana, el ingeniero Arregui, de 80 años exactos de edad, desaparece repentinamente de su taller junto con su máquina, justo en el instante en que aprieta el botón verde. Su taller tal vez también desaparece, y usted y yo, y el universo que, de todas formas, vuelve a ser, como todo.

El 8 de diciembre de 1995 a las 14.00 horas, el pequeño Arregui regresa en bicicleta del colegio por última vez en el año. Aquellas vacaciones que comienzan las recordará como una de las mejores de toda su vida; nunca sabrá el motivo, pero sentirá que en ese verano alcanzó el cielo de la infancia. Por eso en 2064 coloca justamente esa fecha y esa hora exacta en el relojito de su máquina del tiempo antes de apretar el botón verde. Y allí está a las dos de la tarde el pequeño Arregui cruzando a toda velocidad aquella esquina; no recuerda ni una sola de todas esas miles de notas que volverá a escribir. Simplemente pedalea y pedalea hacia su futuro que existe y existe. Y llegará nuevamente a ese 1996 o 1997 en el que se rompe un brazo mientras un rayo parte la pampa y el tobiano corcovea, y llegará

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ese 2000 o 2001 en el que camina haciendo lerdos sus pasos mientras esos ojos verdes deshilachan su corazón y sus labios tiesos como rocas no se animan a pronunciar aquellas dos palabras tan simples, y volverá también a mojar la mesa con sus lágrimas, y volverá a abrazar a su padre que se va a la deriva en un suave balanceo, y llegará a esa noche en que el mozo le da una nota que dice “chau, Alejandra” y la tristeza, y anotará todas las cosas que debe cambiar y no podrá. Allí está finalmente el día anterior a su cumpleaños en 2064, viviendo la tarde más feliz de su vida, preguntándose si en realidad es necesario cambiar las cosas siendo que esa tarde vale lo que vale una vida. Pero igual aprieta el botón verde y vuelve a pedalear en su bicicleta y a revivir eternamente todos los instantes que existen y existirán siempre, y el universo loco lleno de agujeros que es y vuelve a ser, igual que todo, y que todos, y el big bang y el botón verde, y el principio y el fin, que son, en definitiva, lo mismo.

Segunda mención en el “I Premio de Relato Antonio Di Benedetto”, de Bruma Ediciones, Mendoza, 2014.

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anhelos de Juan

juan (antEs caracol, antEs pájaro, antes rey) salió preocupado esa mañana de su casa. Algo lo incomodaba; un presentimiento oscuro tal vez, oscuro y acuoso.

Al pasar frente a la casa de la vecina, vio los Hemerocallis de su cantero, turgentes, rebosantes de savia (dulce, exquisita y nutritiva savia), y sintió el repentino impulso de darles un gran mordisco. Este tipo de deseos y otros más excéntricos aún asaltaban repentinamente a Juan, sin que supiera de dónde surgían, pero percibiendo en sus tripas que venían de algún lugar lejano, antiguo, anterior a él. Esta vez no mordió los Hemerocallis; la vecina miraba, sus codos en la ventana.

Iba camino al trabajo, ya tomaba la autopista, pero un súbito deseo de libertad, de naturaleza, de horizontes amplios, le hizo cambiar de rumbo. Impredecible Juan, así como aquellas tormentas de verano. Mientras

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conducía miraba hacia el cielo y se perdía entre las nubes, forzando el volante hacia arriba, como queriendo remontar vuelo con auto y todo. Juan pájaro. Remontó altura en sus recuerdos, y viajó a los doce años, cuando conoció el mar; aquel día mágico entre los días; un día de olas, de ojos ardientes de sal y de sonrisas. Siguió hacia la ruta 2.

A los pocos kilómetros debió parar a cargar nafta. Rasgó en sus bolsillos sacando algunos billetes arrugados y desde las nubes en las que flotaba cayó hasta el suelo, enredado como una mosquita en la telaraña del nerviosismo urgente de las cuentas sin pagar, cuentas que nunca serían saldadas. Juan preocupado por el dinero, recriminándose la preocupación, percibiendo en un recoveco profundísimo y secreto del cerebro, el ridículo recuerdo de haber poseído riquezas, poder, una bravura indómita, y también una daga en la espalda; en un tiempo que no era ese tiempo y en algún mundo que no era ese mundo.

Antes del mediodía llegó al mar, allí donde es un poco mar y un poco todavía río. Bajó del auto y caminó por la playa. Tuvo ganas de mojar su rostro. Se descalzó, se arremangó el pantalón y sació sus ganas sumergiendo la cabeza entera en la cresta de una ola que moría sobre la arena. Sintió entonces el anhelo de irse con el agua que regresaba a la profundidad de corrientes negras. Gustó la sal, saboreó golosamente el olor de las algas y chapoteó con sus manos en la espuma, arrastrado

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por un absurdo deseo acuático de sumergirse y partir hacia la profundidad en ese instante, inmediatamente.

Permaneció luego sentado un largo rato en la playa, mirando la eternidad de las olas ensayando su perpetuo vaivén. Miró el horizonte aún queriendo irse y tal vez lloró sintiendo que aquello era el fin de algo. Recién al caer la tarde sintió frío y decidió volver al auto. Pero se sentía cansado para hacer el viaje de regreso a su casa. Fue hasta el pueblo más cercano y pidió un cuarto en un hotel barato del que fue esa noche el único huésped. Se dio una ducha. En la cena rechazó con asco la oferta de pescado y comió pastas. La comida le sentó bien y le invadió un repentino buen humor, llegó a reír incluso, casi a carcajadas, al pensar que él estaba allí mientras su jefe estaría regresando entre bocinas y sirenas nocturnas a su aburrida casa.

Juan (antes caracol, antes pájaro, antes rey), se durmió contento, profundamente satisfecho de su fuga y con el extraño presentimiento de que ya no regresaría a la ciudad. A la mañana siguiente la dueña del hotel pegó un grito al encontrar un cuerpo rígido y frío en la cama del cuarto ocupado la noche anterior, pero Juan no lo escuchó, no estaba allí, había despertado en el mar, siendo ahora pez.

Finalista en “VI Certamen Nacional de Poesía y Cuento Breve” de Ediciones Ruinas Circulares, Buenos Aires, 2014.

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señales

—¡dicEn quE aparEciEron huellas en lo de los Zahiamid; vení, vamos a ver!

—¿Huellas de qué?—No saben, son unos círculos redondos, como

tres, y también encontraron unos vegetales secos, como incendiados.

Lo de los Zahiamid quedaba allí del otro lado de la corriente de agua blanca. Tahirden salió corriendo detrás de Miaidar. Mientras corría sentía los vapores aromáticos que venían de la corriente y las pequeñas y espumosas partículas de aviezo acariciando su rostro tibiamente; sonrió emocionado y ansioso por ver el misterioso hallazgo.

Desde su primera infancia había oído los relatos de los pobladores del lugar sobre la aparición de extrañas

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marcas en las piedras y el avistamiento de luces fugaces en el cielo. Su fascinación por estas historias lo había llevado, desde chico, a realizar caminatas exploratorias por los alrededores del campo de sus padres y a quedarse largo rato observando pacientemente el cielo nocturno desde el jardín en busca de algún suceso extraño. Ahora, siendo ya más grande, las exploraciones eran más prolongadas, y llegaba a pasar noches enteras afuera, mirando el cielo, acompañado de Miaidar, su entrañable compañero de aventuras. Pero, más allá de alguna que otra estrella fugaz, jamás habían visto ninguna luz surcando el cielo ni hallado marcas sospechosas en las piedras. De hecho habían pasado varios años sin que ningún poblador volviera a observar algún fenómeno extraño, y las apariciones de otros tiempos no se habían vuelto a repetir. Por eso ahora Tahirden sonreía con una emoción que reavivaba los sueños del niño que aún era, por eso imaginaba la cara de sorpresa de su padre, el incrédulo; por eso corría riendo, gritando, casi llorando de la alegría.

No se preocuparon en quitarse la ropa para cruzar las aguas blancas. Saltaron decididos a la corriente y nadaron ágilmente hacia la otra orilla. Salieron del agua con las ropas empapadas y siguieron corriendo incansablemente. Desde lejos vieron a los Zahiamid junto a otros vecinos que, reunidos en un círculo, observaban el sitio. Podían distinguir desde allí unas manchas marrones y un bulto en el suelo. Miaidar gritó “¡Hay algo, hay algo tirado en

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medio de ellos!” Corrieron más rápido. Los Zahiamid los vieron y agitaron los brazos llamándolos.

Los miembros de la familia Zahiamid eran sumamente hoscos. Tahirden no se llevaba mal con los muchachos, pero ciertamente no era muy divertido pasar el tiempo con ellos. Se comunicaban más con señas que con palabras, y Tahirden amaba las palabras; amaba el sonido de las palabras, amaba poder expresar sus ideas de esa forma tan preciosa y vasta que sólo mediante palabras podía lograrse; y su voz era de las más encantadoras del lugar. Pero los Zahiamid preferían las señas. También preferían mirar las piedras en lugar de las plantas, la llanura en lugar de los cerros, el suelo en lugar del cielo. Por eso Tahirden se aburría con ellos; los sabía buenos, pero los creía estrechos y poco soñadores.

Con un ansia incontenible Tahirden se acercó hasta los Zahiamid y apartó a uno de ellos para tratar de ver el bulto que se encontraba tirado en el suelo. El mayor les señaló que se acercaran e hizo un ademán como indicando que tocaran el objeto. Tahirden y Miaidar se acercaron, extendieron sus manos con una mezcla de temor y emoción y lo tocaron. Sintieron en los dedos una sensación extraña. Era una textura que nunca antes habían tocado. El bulto era un aglomerado grisáceo, blando, ligero y sin forma. No era parecido a ningún material sintético que conocieran, pero tampoco parecía el tejido de un ser vivo. Pero lo más raro era su color; un color apagado, sin brillo.

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Luego de un rato de observar anonadados el extraño bulto y las marcas en el suelo, el padre de los Zahiamid los apartó a todos, puso un dedo entre los ojos y dijo toscamente “prueba científica”. Finalmente tomó el bulto y se alejó hacia la casa. Van a hacerlo analizar, pensó Tahirden entusiasmado.

Enseguida, el resto de los Zahiamid regresó también a su casa, igual que los otros vecinos. Tahirden y Miaidar se quedaron un largo rato solos en el lugar. Querían guardar en su memoria aquel hecho que tal vez no volvería a repetirse jamás; recordar cada marca, cada huella, cada indicio de que allí había ocurrido, quien sabe, una extraña visita.

Regresaron a su casa casi al anochecer, felices. Atolondradamente le contaron lo ocurrido al escéptico padre de Tahirden, que dijo que ya sabía todo y que sería otra vez lo mismo que siempre; una máquina o un equipo de investigación que se había precipitado al suelo.

A los diez días corrió la noticia por el lugar; el material correspondía, efectivamente, a un trozo de una máquina utilizada para tomar imágenes aéreas que había perdido su rumbo y se había estrellado. Una máquina de los países del norte, allí donde todo son cables, chispas, engranajes y luces. En el parque de su casa, al anochecer, Tahirden miraba un poco desilusionado hacia el cielo. La mirada entre las estrellas, volando al infinito en la nave maravillosa de su imaginación, titilando su

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corazón; azul, ilusión azul en el silencio de la hermosa noche. Por qué no… tantos millones de estrellas, tantos millones de posibilidades; por qué no podía ser. Y ese invento de la máquina de sacar imágenes de los países del norte; una patraña, una farsa para ocultar la verdad… sí, era eso, una farsa. Por qué, por qué se negaban a la posibilidad de que hubiese vida más allá, de que hubiese otros mundos.

Tahirden tuvo de pronto el impulso de ir nuevamente al lugar donde había caído el fragmento de la supuesta máquina. Caminó despacio, ya estaba oscuro; se desvió hasta el puente para cruzar las aguas blancas, subió la prolongada loma que bordea a las corrientes y luego de un rato llegó hasta donde habían encontrado las marcas. Las fuertes lluvias de los días anteriores habían borrado casi todas las huellas. Los vegetales antes marchitos habían comenzado a rebrotar mostrando un brillo violáceo que le semejó el extraño color con el que se veían sus brazos bajo la umbría luz de aquella límpida noche. Se agachó y comenzó a mirar de cerca la zona donde recordaba que se había encontrado tirado el bulto. Comenzó a remover un poco los restos vegetales. No parecía haber siquiera indicios de que hubiera ocurrido en el lugar algo fuera de lo normal. Tal vez era un tonto soñador. Se sentó y, girando hacia un lado, miró hacia las luces de la casa de los Zahiamid a lo lejos. Pero al hacer ese movimiento, le pareció percibir de reojo un fugaz reflejo saliendo del suelo a

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unos pasos de distancia. Se levantó y se acercó hasta donde le había parecido ver el brillo, removió un poco el suelo hasta que sintió en la punta de los dedos una fría resistencia, como si hubiese tocado una piedra helada. Escarbó un poco hasta que pudo tomar el pequeño objeto. Efectivamente era como una piedra helada, una piedrita brillante, color plata. Sus ojos se abrieron de asombro. En la piedrita se veía un símbolo extrañísimo, como una letra, pero una letra de un alfabeto diferente de cualquier alfabeto que conociera, y bien diferente de las letras del alfabeto de los países del norte. Lo levantó hacia el cielo y sonrió; sonrió con una sonrisa brillante de ilusión, una sonrisa repleta de anhelo por descubrir, como si frente a él acabase de crearse nuevamente el firmamento, como si ante sus ojos el cosmos se hubiese abierto en dos revelando un universo mucho más vasto, mucho más complejo, mucho más hermoso que el pequeño y opaco universo en el que su padre y todos los demás se empeñaban en hacerlo vivir. Entonces alzó los ojos hacia las estrellas y se preguntó si no existiría vida en otro planeta. Alzó sus cinco ojos hacia las estrellas preguntándose si no existiría vida en otro planeta.

Mención especial en “III Certamen Literario de Cuentos y Relatos”, Sociedad Italiana de San Pedro, Buenos Aires, 2012. Publicado en antología del certamen.

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a la casa vinimos los cuatro. Pero ahora sólo estoy yo y, para ser sincero, no sé por cuánto tiempo más. Si no fuera por la sangre en mi puño creería que he alucinado todo.

Mi madre me dijo desde muy chico que yo era especial, que tenía mucha imaginación. Efectivamente de pequeño me ocurrieron hechos extraños a los que luego, de adulto, les resté importancia. El primero que recuerdo fue el del caballito. Me gustaba jugar con mi hermano a los indios, íbamos correteándonos por la casa con nuestros arcos hechos con ramitas. Mi hermano corría más rápido; soy el menor. Recuerdo que un día, en medio de una corrida, me imaginé que sentado encima de algún animal que corriera rápido tal vez podría alcanzarlo; y en ese justo momento

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encontré frente a mí un caballito de madera que hasta ese momento no sabía que existía. No sólo no sabía de la existencia de ese caballito de madera, sino que no estaba seguro de haber visto ni oído hablar jamás de un animal llamado caballo, ni siquiera en las películas; era como haber imaginado el animal y que el caballo de pronto existiera desde siempre. Luego me ocurrió lo mismo con otras cosas; siempre de niño, y de la misma forma; como si mi mente tuviera la capacidad, por sí misma, de crear objetos y seres, de hacer que de pronto existieran. De grande estas cosas dejaron de pasarme, y nunca volví a darles mayor importancia a aquellas ideas y recuerdos insólitos.

Sin embargo, hace algunos meses empecé a percibir nuevamente cosas extrañas. Pero esta vez es diferente de la capacidad creadora que tenía de niño; ahora, por el contrario, siento como si eliminara cosas, como si las borrara de la faz de la tierra, y no sólo cosas. Tengo una idea, por ejemplo, que resulta realmente extraña; se lo comenté a Michelle que me miró como diciendo estás loco. Siento como si antes hubiese habido montañas en nuestra ciudad, a pesar de que la ciudad está en medio de una enorme llanura, tengo el extraño recuerdo de que había montañas. Recuerdo haber salido incluso a escalar algunos cerros con Adrián; pero supongo que no existió jamás nada de eso. Sólo llanura. También me sucede algo similar con cosas más domésticas; tengo el recuerdo

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de que había un gigantesco árbol en el jardín de mi casa; pero sin embargo no hay ningún tronco viejo, no hay raíces secas… no hubo nunca un árbol allí. Recuerdo también (más extraño aún) haber hablado largamente con algunos vecinos que tampoco existen; incluso tengo la idea de haber sido muy amigo de alguien que vivía a unas cuadras de mi casa, en una parte del barrio por donde creo que me gustaba caminar y que tampoco existe; ni mi amigo, ni esa parte del barrio. Todo eso está sin embargo en mi memoria como los recuerdos de un sueño, y, aunque sé en realidad que nada de eso existe, siento que yo lo imaginaba y existía, y que ahora lo dejé de imaginar y dejó de existir. Estrés, me dijo el médico; estrés, me dijo Michelle; ¿siendo tan joven?, sí, siendo tan joven. Necesitas descanso. Por eso decidimos venir a pasar una semana a la quinta; los cuatro, de eso estoy seguro: Adrián, Lupita, Michelle y yo. Entre Michelle y yo no pasa todavía nada serio, porque Adrián y Lupita ya hace tiempo que. Pero Michelle es (o era) mucho más reservada, mucho más tímida, mucho más delicada que Lupita, en todo sentido, y más hermosa. También pensé que la semana de vacaciones podía servir para eso; para Michelle y yo. Pero parece haberse transformado todo en una gran tragedia; y la sangre en mi mano.

Primero fue Lupita. Estábamos por almorzar, Michelle había preparado un pollo con verduras grilladas (delicioso, Michelle). Yo estaba colocando los platos

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en la mesa y Adrián y Lupita fumaban en la galería; eso creí, creí que fumaban, los dos; Adrián y Lupita, pero viene Adrián y me pregunta ¿por qué pusiste cuatro platos? Cómo, le digo, para nosotros. ¿Nosotros quiénes? Me dice. Nosotros, vos, Michelle, Lupita y yo. Me lanzó una mirada terrible; más que lanzarla, la disparó, la clavó fulminante como un bisturí sobre mí, hundiéndola hasta el hueso. Sin decir nada agarró uno de los platos y lo estrelló contra la pared. Me quedé un momento perplejo; sin duda habían discutido, y fuerte. Preferí quedarme callado. Di un rodeo a la mesa para levantar los restos del plato, pero… (allí me quedé definitivamente sin palabras)… el plato estrellado contra la pared… No había vidrios en el suelo, no había plato roto, no había nada… Miré con mi mejor cara de estúpido a Adrián que ahora sonreía; con una sonrisa vacía, autómata.

Durante el almuerzo prácticamente no hablé; por supuesto que Lupita no vino. Yo miraba a Michelle tratando de decirle con la mirada andá a ver cómo está Lupita, querés, no te quedes ahí sentada. Pero ella nada, y también me sonreía, ¡ridículo!, como si no pasara nada, y hablaba con Adrián, que esto y que aquello, que pan que pin. Y yo como un estúpido.

Durante toda la tarde traté de estar un momento a solas con Michelle, pero siempre Adrián. Lupita seguía sin aparecer. En ese momento pensé que la pelea había

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sido más fuerte de lo que creía. ¿Se habría ido? No, no había forma, el colectivo había pasado temprano a la mañana y el pueblo más cercano estaba a quince kilómetros. Y Adrián y Michelle se miraban, yo veía que se miraban, y en el cruce de miradas había algo que ellos sabían y yo no. Un vocabulario preciso y exacto que yo no comprendía.

Decidí salir a buscarla; recorrí el huerto de frutales, el bosquecito de la barranca, el arroyo, los alrededores de la quinta. Grité su nombre, la llamé varias veces, primero tímidamente para que Adrián no escuchara, pero después a los gritos, sin importarme lo que pensara. Pero no la encontré por ningún lado. Lupita no estaba.

Volví a la casa; la tarde ya empezaba a caer rojiza detrás de los cerros. Michelle y Adrián conversaban risueñamente en la galería mientras mateaban.

Adrián, escuchame, ¿qué pasó con Lupita, dónde está?

Se rieron. Se miraron entre los dos y estallaron en cómplice carcajada. Qué carajos les pasa, grité. Pero lo único que logré fue alimentar su carcajada. Entonces enfurecí; se me subió el odio a la cabeza, y también los celos, horribles celos. Me fui arriba y me encerré en el cuarto a triturar mi bronca con los dientes.

Estaba cansado, y a pesar del enojo terminé quedándome dormido. Me desperté a mitad de la noche. Me levanté y fui hasta el cuarto de Michelle.

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La miré, dormida, moviendo casi imperceptiblemente los labios, murmurando algo en algún lugar que no era allí, hermosa en su sueño. Te acordás Michelle esa tarde en el parque, te acordás que me tomaste del brazo y caminamos despacio sobre el otoño que susurraba húmedo bajo nuestros pies. Te acordás el aroma Michelle, el aroma de aquella tarde y las primeras gotas que mojaron tu piel blanca, de azúcar. Y corrimos riendo a refugiarnos debajo de un árbol enorme, pero igual nos empapamos, y me miraste, y no me animé a darte un beso, hermosa Michelle.

La sacudí suavemente. Abrió los ojos y puso su mano en mi rostro. Qué pasó con Lupita, le pregunté. Quedate tranquilo Mariano, no pasa nada, mañana te cuento. Estoy seguro que dijo eso, mañana te cuento. Pero no volví a verla. A Michelle, digo. Al levantarme por la mañana fui a su cuarto; la cama estaba tendida y todo el cuarto ordenado. No estaba ni la ropa, ni el bolso. Y había olor a encierro, como si nadie hubiera usado el cuarto en semanas.

Fui apurado al cuarto de Adrián y Lupita, golpeé y nadie respondió. Entré; la cama estaba desecha y revuelta. Había una silla con un montón de ropa desordenada; la revisé y vi que era toda ropa de Adrián. Después abrí el placar, adentro había también sólo ropa suya, no había nada de Lupita. Bajé a la cocina mientras gritaba ¡Adrián!, ¡¿dónde están Michelle y Lupita?! Pero

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Adrián no estaba en la cocina. Lo llamé por la casa, y no respondió. Salí y comencé a recorrer la quinta llamando a gritos a Michelle y Adrián. Volví a ir a los frutales, volví a buscar en la barranca, volví a bajar al arroyo. Pero no los encontré. Fui hasta los portones de la quinta y salí al camino de tierra. Seguí gritando y hasta busqué sus huellas en el suelo. Pero nada, no estaban. Volví para la casa y allí estaba finalmente Adrián, solo, leyendo en el jardín con el mate al lado. Fui decidido y con voz firme le pregunté ¡¿dónde están Michelle y Lupita?! Me miró por encima del libro y sencillamente respondió ¿quiénes? Lo agarré del cuello ¡no te hagas el boludo, Adrián, decime qué carajo pasó con Michelle y Lupita! Vi su cara de asustado. ¡Pará, Mariano, qué te pasa! Lo levanté del cuello y lo empujé al suelo mientras él seguía gritando pará, estás loco. ¡Decime qué carajo hiciste con Michelle y Lupita!, le gritaba… y le pegaba, le pegaba en la cara y sangraba ya por la boca.

En medio del forcejeo de pronto se soltó y salió corriendo hacia la casa. Lo seguí. Al abrir la puerta de entrada sentí sus pasos subiendo la escalera. Subí detrás de él y escuché el estampido de la puerta de su cuarto cerrándose. No sólo la oí; la vi, vi la puerta al cerrarse. Me apuré antes de que pudiera cerrar la llave y me lancé con fuerza contra la puerta creyendo que debería forcejear para entrar; pero no. Empujé con el hombro la puerta mientras bajaba la manija; la puerta

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se abrió sin resistencia alguna y por el envión que traía caí al suelo. Me tapé la cara suponiendo que vendría algún golpe de Adrián. Pero entonces me di cuenta de que el cuarto estaba vacío; Adrián no estaba. Miré la ventana pensando que tal vez… pero estaba cerrada y con la persiana baja. En ese momento me di cuenta de que el cuarto estaba ordenado, y el horror fue completo cuando noté que no había ropa tirada, ni tampoco en el placar, y el olor, el mismo olor a semanas de encierro. Pensé en los otros cuartos, tal vez la puerta no había sido ésa y se había encerrado en otro cuarto, pero nada. Adrián no estaba, había desaparecido también él. Me tomé la cabeza con desesperación, temblando. Entonces me miré el puño. La sangre de Adrián estaba allí, roja, fresca, tibia.

Y es eso, la sangre, lo único que me hace pensar que no enloquecí, porque prueba que al menos Adrián estaba acá conmigo. No sé qué ocurre. Me arranco los pelos y me golpeo la frente con la palma de la mano pero no comprendo. Estábamos los cuatro, estoy seguro de que vinimos los cuatro: Adrián, Lupita, Michelle y yo. He pensado en ir a la policía, el Citroën todavía está allí afuera, pero no sé si será buena idea. Tengo marcas en los puños y en el rostro. Soy un perfecto sospechoso… pero voy a hacerlo, con la verdad se triunfa. Aunque me tratarán de loco… o no, más bien de asesino.

He pasado recién frente al espejo del pasillo y el reflejo que vi fue difuso y extraño. Me acerqué para tratar

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de verme mejor pero me veía el rostro borroso. Limpié el espejo pero no era el espejo porque ahora me miro las manos y también se ven borrosas. Puede ser que un golpe en la cabeza durante la pelea me haya afectado la vista… Pero no es así, porque a los objetos los veo bien, sólo me veo borroso a mí mismo. Empiezo también a sentir frío, tal vez sea fiebre. Me senté un momento para tranquilizarme. He bajado ahora a la cocina a tomar un vaso de agua. Pero sigo empeorando. Los dedos de mis manos parecen esfumarse desde las puntas. De la mitad de la uña hacia arriba son… transparentes, sí, transparentes. Y toco esa parte y siento como si tocara, no lo sé, polvo o espuma. Todo esto me trae de nuevo el recuerdo ese que le contaba de chiquito a veces a mi mamá; ella se asustaba, se ponía muy seria, me tomaba de los brazos y me decía no me vuelvas a contar eso otra vez que no me gusta. Era también como el recuerdo de un sueño, un sueño lejano, viejo, pero siempre presente. Era la sensación de haber estado desde antes, digo de haber existido antes; no me refiero a haber tenido otra vida, sino de estar en el universo desde antes que todas las cosas, de existir desde siempre, desde antes que el mundo.

He decidido irme de la casa para buscar ayuda pero no encuentro las llaves del auto. El miedo y la desesperación no me ayudan tampoco a poder encontrarlas. He comenzado a sentir un ruido permanente que flota en el ambiente, estático. Es como un murmullo, como el

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murmullo muy lejano de una enorme multitud, y no sé por qué me da la idea de un murmullo antiguo. Las llaves no están.

Mi horror aumenta. He querido revisar de nuevo en los bolsillos de los pantalones que están tirados en mi cuarto pero ahora también los pantalones se ven borrosos y algunos han desaparecido. Toda la ropa se ve borrosa, y las colchas y los colchones. Los electrodomésticos se han esfumado todos. Los muebles también comienzan de a poco a verse borrosos, las puertas, las camas. La casa entera pareciera querer vaciarse de todo su contenido. El murmullo aumenta.

Toda la planta alta se iluminado con luz solar en forma repentina. La luz entró desde arriba, a través del techo, que también ha desaparecido. Se ve el cielo límpido, claro y sin nubes. Voy bajando la escalera, voy a abandonar la casa antes de que me devore en su autodestrucción. Ya no queda nada, está completamente vacía; sin puertas, sin ventanas, sólo la piedra. La piedra primigenia, antigua. Oigo ahora, entre el murmullo que inunda el aire, como un fondo de trompetas o clarines, muy lejanos, casi inaudibles.

El auto ha desaparecido también. Me he alejado corriendo de la casa. El portón de la quinta ya no está. El camino de tierra está desierto. Voy corriendo desesperado y me tapo los oídos para no oír el murmullo en el aire

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que es cada vez más fuerte. Pero mis manos translúcidas no detienen el sonido. Los árboles a lo lejos parecen desaparecer detrás de una niebla blanca y brillante. Sigo corriendo pero la niebla se acerca cada vez más. Pienso en correr hacia atrás para escapar pero detrás de mí la niebla también avanza. Me detengo aterrorizado. El murmullo se hace potente y comienzo a distinguir como voces que cantan, pero son voces diferentes de las que jamás oí. No puedo explicarlo pero no es con los oídos que las escucho, es una sensación que percibo dentro de mí, como en el pecho.

Todo se hace blanco, y más y más brillante. Los árboles, las plantas, las piedras desaparecen fundiéndose al blanco resplandor que devora todo y se expande hacia el azul del cielo en todo el firmamento. Debajo de mis pies, que no siento porque ya no existen, el suelo se desvanece en el fulgor de la nada, que es ya total. Ya no hay ningún elemento a mi alrededor, ni sobre mí ni debajo de mí. La bruma brillante va invadiendo mi cuerpo, y a medida que avanza dejo de sentir las partes que se esfuman. Mi torso ha desaparecido, mi pecho, mi cuello. Ya no respiro pero sigo aquí. Pierdo el sentido de tacto en mi lengua, en mis labios, veo desaparecer la prominencia de mi nariz y dejo de percibir la sensación de tener ojos. La bruma blanca y brillante lo cubre todo, lo es todo.

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Los clarines estridentes se aproximan, el potente murmullo se hace un bramido de multitud. El tiempo parece también haber desaparecido, porque me doy cuenta, ahora en forma clara y lúcida, de que estoy aquí flotando desde siempre, que esto es antiguo, que soy antiguo. Ya no puedo seguir imaginando a Michelle, ni a Lupita, ni a Adrián… ni a los hombres; dejo de imaginar, es el fin del mundo, regreso a Dios.

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hoRmigueo

la invasión

Es raro quE dEspués dE lo que pasó nadie volviera a preguntarme por él. Tampoco son muchos los que vienen a casa; Javier, Norma a veces, y el rengo, para cobrar; nadie más. Es cierto que casi ni se notaba que el viejo estaba ahí acostado en su silencio; apenas una presencia en el oscuro cuarto. Pero ellos lo sabían, no puede ser que no lo supieran. Lo sabían y vaya a saber por qué ahora no preguntaron, y yo tampoco dije nada, no fuera a ser cosa que. Porque cómo iba a explicarles la desaparición, quién me iba a creer. Hubieran sospechado de mí, por supuesto que hubieran sospechado de mí. Y fue así como después de ocurrir lo que ocurrió las horas pasaron, y después los días, sin que yo resolviera tomar una decisión, y al final, el tiempo solito parece haber decidido por mí: silencio. Mucho más fácil y mejor para

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todos. Aunque yo a veces pienso en el viejo, y un poco de pena me da, porque lo quería, eso creo. Igual no sé cómo habrá sido, tal vez ni sufrió, o tal vez soy yo que… no sé, eso que pienso no me animo ni a confesármelo a mí mismo, porque significaría que yo… y me querrían encerrar en esos hospitales, o me iría a encerrar yo mismo, y me pegaría la cabeza contra la pared, como tienen que hacer los locos. Y ahora ya todo volvió a la normalidad, así que no tendría sentido preguntarse si en realidad soy yo y mis patitos chuecos. Porque es Javier; siempre que yo hablaba del viejo me decía, ah, otra vez con el viejo ese, y nunca quiso entrar al cuarto a saludarlo, o a verlo al menos.

Lo que ocurrió fue algo realmente extraño, no sé si sobrenatural pero seguro que casi. A la mañana temprano fue apenas un sobresalto, algo normal que ocurre en todos los hogares, sobre todo en los hogares que no se caracterizan por la limpieza, como en nuestro caso. Y es que un hombre solo cuidando a un viejecito que ni se puede mover… El asunto es que había dejado un pote olvidado sobre la mesada con unos restos de carne picada que a las hormigas, puf, les fascina más que el chocolate a las mujeres. Estaban todas apelmazadas en un tumulto insectoso, corriendo como locas sobre los pedacitos de carne y sobre el contorno circular del pote. Luego un caminito frenético serpenteaba por la mesada y subía por la pared hasta meterse en una pequeña ranura

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bajo el extractor de la cocina. Pasada la fugaz reacción de repugnancia, tomé el pote y lo metí debajo del chorro de agua de la pileta de lavar (la fría porque la caliente pobres bichos ¿no Dorotea?). Luego con la esponjita de los platos arrastré las indefensas hormigas de la mesada hacia la pileta y abrí a fondo la canilla sepultando a la multitud bajo un súbito y mortal maremoto. Con el repasador desparramé las hormigas que corrían despavoridas por la pared y mojé con un poco de agua con detergente la ranura por donde se metían, para que no salieran más. Chau problema. Santa solución el detergente. Más tranquilo, fui a la mesita del mate y me preparé mi ceremonial desayuno, además de las tostadas para el viejo que como siempre me comería yo. Pero cuando me terminaba el tercer mate en la tercera hoja del diario (un mate, una hoja), comencé a sentir un pequeño murmullo como de ínfima multitud que parecía salir de la alacena. Me levanté a abrirla y ahí la impresión fue espantosa. Todo el interior del mueble se encontraba absolutamente tapizado por un cúmulo de histéricas hormigas correteando en todas direcciones. Todos los alimentos estaban atacados también por las hormigas; la azucarera se encontraba incluso volcada y ya casi no quedaba azúcar.

Un grupo como un batallón se destacaba abriéndose camino entre la pigmea multitud, llevando cada hormiga un grano de arroz; en el aceite nadaba una masa pegajosa

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que se iba ahogando en el fondo del recipiente (en aceite se hunden), y hasta habían perforado una cajita de salsa, lo que me hizo percatar hasta dónde podía llegar la voracidad de los pequeños y organizados animalejos. Me quedé paralizado del espanto con la boca abierta; pero tuve que cerrarla porque de pronto me cayeron dos o tres hormigas sobre la lengua. Entonces salí del estupor y traté de pensar en qué hacer. Decidí comenzar por sacar la azucarera (todos saben que adoran el azúcar, aunque no tanto como la carne picada), pero al agarrarla, una columna enfurecida se lanzó a conquistar mi mano, que saqué casi al instante sacudiéndola con asco. Por una reacción impulsiva y ridícula volví a cerrar la alacena y me senté como si nada pasara. Cuarto mate, cuarta hoja. Pero el murmullo seguía allí en la alacena. Fui a ver al viejo; dormía de ojos abiertos con la mirada fija en el techo. De pronto sentí en la cocina un ruido. Las hormigas habían salido de la alacena y formaban decenas de caminos que se extendían por toda la cocina como los brazos de un pulpo-ciempiés. Habían llegado a la yerba, se la estaban llevando. Sí, sí, se estaban llevando la yerba. Nunca había visto hormigas llevarse yerba (tampoco arroz, en realidad). Enfurecido fui hasta el paquete y le di un manotazo. La yerba se desparramó por todo el piso y con ella las hormigas. Ahí me di cuenta de que todo el ambiente se había llenado de un tufo extraño (las hormigas huelen) y se escuchaba como un zumbido szzzzzzz. Abrí la

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ventana que da a la calle y grité ¡ataque de hormigas! y pensé en lo bien que me hubiera venido en ese momento el oso hormiguero de la tía Alberta (la tía Alberta, la de Misiones, la que el mismo día en que llegué para quedarme todo el verano allí —por lo de mamá— me confesó que tenía un oso hormiguero escondido en el parque que comía comida de perro molida, y qué calorón ese verano). El asunto empeoraba, descubrí otros caminos que habían comenzado a salir por la rejilla del agua, a entrar por debajo de la puerta y hasta a resurgir desde adentro del caño de la pileta, resucitando de mi ineficaz maremoto. Veneno, veneno, pensé; pero lógicamente no tenía veneno. Normita me había dicho que todo hogar que se precie de tal debe tener su reserva de veneno, pero no le hice caso tampoco en eso. Las hormigas comenzaron a subirse a mis zapatos y por las mangas del pantalón. Entonces decidí salir a comprar veneno. La puerta estaba cubierta de hormigas hasta la manija (literalmente) así que salté por la ventana. Ahí pensé en el viejo. Los platos que a veces quedan allí al lado de su cama con restos de comida (con todo lo que sirvo en realidad, porque el viejo no come) las atraerían, lo verían acostado y entonces… Pero no hice nada, decidí dejarlo allí, jamás me imaginé que… O sí lo imaginé, debo confesarlo, porque en Misiones oí también de unas hormigas que les dicen “La Corrección” que eran capaces, pero no creí que fuera cierto, y lo dejé allí igual.

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Tardé en conseguir el veneno, porque pensé que sí, pero con veinte pesos no crean que es fácil comprar veneno, la mayoría cuarenta y hasta sesenta pesos. Pero al final uno me fió. Volví corriendo a casa con el veneno; el viejo, el viejo, qué hice, el viejo, cómo pude. Atravesé el frente y de un salto limpio entré por la ventana con el veneno en alto dispuesto a luchar a planazos y mandobles contra la marea rojinegra; pero no, sorprendentemente las hormigas habían desaparecido, no quedaba ni siquiera una. La yerba estaba ahí desparramada en el suelo. Fui hasta la alacena y con un poco de temor abrí las puertas; la caja de arroz estaba vacía, la cajita de salsa había desaparecido igual que el tarro de aceite; no estaba ni siquiera el envase, se lo habían llevado. Después inspeccioné las ranuras de la pared, la juntura de la mesada, la pileta, pero no había ni rastros de hormigas. De todas formas, a pesar de mi estupor, decidí preparar el veneno y pulverizar todo. Al terminar de asperjar por la cocina, adentro de la alacena e incluso adentro de la heladera, me acordé; ¡uy! el viejo, el viejo, el viejo. Fui para el cuarto, abrí la puerta y pegué un grito de horror. No estaba, la cama estaba vacía. Consternado me arrojé al suelo y miré debajo de la cama, pero nada. Empecé a mirar las sábanas para ver si había restos de sangre o algo, pero nada de nada, parecía como si nunca hubiese habido nadie allí. Salí al jardín, se me ocurrió pensar que lo podrían haber

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arrastrado hasta allí, y qué guachas cómo habrían hecho para sacarlo por la ventana; pero busqué entre los arbustos y las plantas y nada, ni rastros del viejo, ni un calcetín tirado por ahí, nada. Había desaparecido, o se lo habían morfado horrendamente las hormigas sin dejar siquiera rastro, como “La Corrección”, o tal vez se lo habrían llevado de algún modo a los hormigueros o a alguna otra parte. Salí a buscar por el barrio, busqué en las placitas y en todos los espacios verdes, e incluso vencí mi rechazo a los vecinos y toqué algunos timbres preguntando ridículamente si no habían visto en su jardín a un viejito; ni una pista, sencillamente se había esfumado, igual que las hormigas.

El atardecer de ese accidentado día me sorprendió con los codos en la ventana mirando tontamente las nubes rojizas, color hormiga, hormiga roja. Pensé en hacer la denuncia en la policía; oficial, entraron hormigas a mi casa y se llevaron al viejo. Lógicamente, iba a terminar en el calabozo, y posiblemente con algunas patadas en el culo; yo no fui oficial, se lo juro… por mi tía Alberta, que en paz descanse. Me preparé algo de comer (sin carne picada), lavé todo, no fuera a ser cosa que, y me fui a dormir pensando en qué decirle a Norma y a Javier cuando vinieran a casa, porque el rengo creo que ni sabía del viejo, y qué le importa, pero Norma y Javier…

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Al día siguiente me propuse ordenar el cuarto del viejo y eliminar todas sus pertenencias. Con un poco de sorpresa descubrí que en realidad casi no tenía ninguna. El viejo siempre usaba la misma ropa, y cuando se la lavaba le prestaba mientras tanto un piyama mío gastado. Todo lo demás, a decir verdad, era mío: el velador, los libros, el antiguo proyector de diapositivas, la colección de marquillas, todo. Y que Javier no se entere de esto; si le cuento que todo era mío y no del viejo me va a decir ah, otra vez con eso, no te das cuenta, y me querría encerrar para que me pueda pegar a gusto la cabeza contra la pared como hacen los locos, porque significaría que yo… bueno, eso.

Justamente Javier fue el primero en venir por casa, no sé qué le pasaba a Norma en esos días. Mi estrategia era muy sencilla; no diría nada de nada, ni de las hormigas, ni del viejo. Hablamos de lo de siempre; del barrio aburrido y abúlico, de qué cosa los robos y cómo puede ser, y Banfield uno a cero pero que feo que juega, sí qué feo que juega. Todo venía saliendo como lo planeado, del viejo ni mú. La pava se terminó y se vino el me alegro haberte visto, después pasate por el almacén ok dale chau. Le abrí la puerta y salimos, pero antes de despedirme lanzó, con una inusual sonrisa, un ¡te felicito! no me hablaste ni una vez del viejo. Me puse colorado, estoy seguro, color frutilla fosforescente. Sonreí o hice una mueca parecida a una sonrisa y me quedé paralizado un instante, hasta que desde no sé

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qué planeta perdido me bajó la respuesta justa; ah, otra vez con el viejo ese, Javier, ¡dejate de joder! y sonrisa. Después de eso no volvió a preguntar nunca más por el viejo, al menos hasta ahora.

Con Norma fue bastante desastroso, pero igual zafé, no sé bien cómo. La esperaba a tomar unos mates, parece que estaba enojada, vaya uno a saber por qué, pero yo estaba decidido a sí Normita tenés razón, y listo, sanseacabó. Pensé largo rato en qué invento podría decirle si me preguntaba por el viejo, pero no se me ocurrió nada hasta que llegó. Al final ni lo nombró, pero yo, bocaza incontenible, tuve que hablar, y le dije como al pasar algo del viejo. Hizo como que no escuchó, pero yo otra vez, como el tipo que sufre de vértigo y se asoma al precipicio y se vuelve a asomar, volví a hablarle del viejo, y ella no es como Javier. Ella tampoco cree en el viejo, pero me sonríe, un poco de lástima seguramente, y a veces se acerca al cuarto y lo saluda. Y entonces lo hizo; me sonrió y dijo voy a darle mi saludo. Yo me levanté de un salto y le grité ¡no se puede pasar al cuarto, está plagado de hormigas! Pero no logré ningún efecto, no me dijo nada de la mugre ni de pobre viejo cómo vas a tenerlo entre las hormigas. Sencillamente se levantó, me esquivó ágilmente y abrió la puerta del cuarto. La cama estaba tendida y todo estaba perfectamente ordenado como jamás lo había estado. Yo me agarré la cabeza mientras pensaba en qué mentira diría o si contaría la verdad, preguntándome si me acusaría de

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asesino o qué se yo. Pero no; simplemente levantó la mano y dijo hola don Alberto cómo anda. Pero la cama estaba vacía; vacía. Después se dio vuelta y debe haber notado la estupefacción en mi cara porque me dijo qué te pasa. Y yo le dije nada, nada, y me quedé como petrificado un momento. Finalmente nos sentamos de nuevo y terminamos la pava. Al rato Norma se fue sin su enojo, como si nada. Desde entonces no hablé más del viejo y tampoco de las hormigas; ni con ella, ni con Javier, ni con nadie.

Ciertamente es raro que no hayan preguntado más por él, aunque en realidad era apenas una presencia allí en el cuarto. Pero igual pobre viejo. Aunque tal vez Javier tenga razón y es mi cabeza y sus patitos chuecos; porque lo de las hormigas también fue raro… pero no creo. En fin, de todas formas ahora es otra cosa la que me tiene preocupado. Son unos ruidos en el jardín y unos movimientos extraños en los arbustos del fondo. Tal vez sean de vuelta las hormigas que están devorando todo por debajo y esperan el momento justo para invadir, o tal vez sea el viejo que está enterrado adentro de algún hormiguero y se agarra de las ramas de los arbustos tratando de salir. Porque yo ya decidí que loco no estoy, así que los ruidos son las hormigas o es el viejo; salvo claro, que se haya venido desde Misiones, a instalarse en mi jardín, el oso hormiguero de la tía Alberta, que en paz descanse.

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las invasoras

Dorotea quiere quedarse; ella no cree, pero yo sí, ahora sí creo. Esta tragedia es sin duda una consecuencia encadenada del colapso que ocurrió algunos días atrás. Aquella mañana, Dorotea y yo fuimos seleccionadas para ir con el pelotón que traería unos trozos de carne picada que en la noche había hallado dentro de la casa una de las exploradoras. Nos habíamos instalado dos días antes en un sector exterior de la casa, en el intersticio de un zócalo de un extremo de la galería. El clima generoso de los últimos meses había hecho explotar la población en la zona y nuestra jefa había decidido que mudemos algunos metros el hormiguero para descomprimir el exceso de población, cuya mayor densidad se daba cerca de los ingresos a la casa. Pero no fue suficiente, porque el día de la carne picada se desató el caos; atroz, terrible como una peste.

El pelotón avanzaba en una estricta fila encabezada por la comandante que, a su vez, era guiada por la exploradora que corría nerviosa de un lado a otro, desquiciada por el voraz apetito que sufren en forma perpetua (hasta que mueren presas del delirio) las hormigas que tienen este oficio. Éramos al menos unas dos mil, casi un batallón. Con Dorotea marchábamos a mitad del pelotón, expulsando en somnolientos bostezos de pereza la modorra del alba. Nuestra experiencia en el

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servicio nos había hecho llegar a la conclusión de que lo mejor era marchar a mitad del pelotón. Uno evita así los obvios peligros de ir al frente y el aburrido tedio de ir al fondo, con las holgazanas y las cobardes, que buscan siempre esquivar las aventuras.

Ingresamos a la casa por una ranura entre los azulejos de la pared, descendiendo por allí para reducir los riesgos de caminar por los pisos. A la distancia vimos cómo la vanguardia del pelotón comenzaba ya a descender sobre la mesada. La exploradora, sin poder contenerse, disparó a toda carrera hacia un enorme pote que se hallaba sobre la loza, donde posiblemente se encontraba la carne. El pelotón ya no necesitaba de su guía. Al ir bajando comenzamos a sentir flotando en el aire, el vaho grasoso de la carne. Cuando descendimos sobre la mesada, el pote de vidrio ya estaba invadido por el pelotón; cientos de nuestras compañeras daban vueltas por su contorno. Se generó primero cierto descontrol en el frente, posiblemente algunas hormigas se habrían lanzado a devorar sin freno los trozos de carne (olvidé decir que al frente siempre marchan las hormigas más arrebatadas, indóciles y vehementes), pero en poco tiempo el orden pareció restablecerse. Comenzaron a volver hacia el hormiguero las primeras hormigas con trozos de carne. Mientras marchábamos sobre la mesada antes de trepar al pote, Dorotea me hizo notar una especie de suave temblor, como si la mesada se meciera

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ligeramente. Se percibía una agitación muda, como si estuvieran devorando la piedra por dentro, como una sorda revolución intestina en el granito. Yo no le di mucha importancia. De todas formas no tuvimos mucho tiempo para pensar en aquello, lo que siguió luego fue casi catastrófico. Habíamos logrado escalar el pote, sumergiéndonos en el frenético remolino del pelotón en plena acción. Con Dorotea husmeábamos entre los trozos de grasa y carne, buscando hallar aquellos que parecían más proteicos; la tarea debe ser precisa y rápida. De pronto observé el trozo adecuado, pero tendríamos que llevarlo entre las dos. En ese momento alcé la vista para llamar a Dorotea y vi asomarse, gigantesco sobre el pote, a un ser humano. El sujeto lanzó un ensordecedor bramido que conmovió el aire con poderosas ondas, aterrándonos a todas. Comenzamos a correr para abandonar el pote, pero vimos cómo la mano de aquel horrendo monstruo se acercaba hacia nosotras. Con pavor sentimos que el pote se elevaba de la mesada en un sacudón violento. Nos aferramos al vidrio para no caer. Aterrizamos con pote y todo sobre una superficie plateada. Se oyó inmediatamente el tronar como de una enorme catarata en caída libre. Miramos hacia arriba y vimos que desde un enorme caño plateado una masa de agua inmensa se precipitaba hacia el pote. No tuvimos tiempo de comprender lo que sucedía; apenas alcanzamos a corrernos para que la catarata no cayera

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directo sobre nuestros cuerpos. Luego todo fue tan repentino que es difícil narrar los hechos con exactitud. Quedamos todas flotando en una masa de agua fría y turbulenta que se mecía atrozmente hacia todos lados, en momentos sumergiéndonos, en otros sacándonos a flote. Luego la correntada nos lanzó velozmente hacia un lado, y pudimos ver que nos sumergiría inevitablemente en un horrible agujero negro que parecía no tener fondo. El agujero nos devoró sin remedio en la profundidad de un violento remolino. Me sentí caer en un abismo oscuro y líquido que giraba sin fin. Traté de evitar respirar para que mis espiráculos no se llenaran de agua. Pero me asfixiaba, perdía fuerzas, desfallecía; de modo que esa sería la muerte… Perdí el conocimiento.

Me habría creído muerta si no hubiera sentido las patas de otras hormigas pisoteándome. Con dificultad me incorporé, me encontraba tan empapada que la fuerza capilar del agua me impedía caminar. El ambiente era sofocante y sombrío. Se percibía un putrefacto vaho de ciénaga. Inmediatamente pensé en Dorotea; grité su nombre, pero el alarido desesperado de las otras hormigas devoraba mis propios gritos. Entonces noté que la penumbra no era total. Alcé la mirada y vi allí arriba, a la distancia, una abertura perfectamente redonda que parecía la salida de aquel horrible abismo. Me sacudí lo más fuerte que pude, logrando quitar el agua de mi cuerpo lo suficiente como

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para empezar a andar. Comencé forzosamente a subir. Mientras subía noté horrorizada que había hormigas agonizando e incluso algunas muertas. Ayudé a las que pude, sacudiéndoles el agua, alzándolas, mientras seguía llamando a Dorotea. La marcha era sumamente dificultosa y los quejidos agónicos semejaban espectros en pena. Dorotea, Dorotea, ay Dorotea.

El círculo claro se aproximaba. El cansancio era de plomo, pero la cercanía de la salida y la claridad, inyectaban en mí nuevas energías. Finalmente logré salir. Me quedé un momento allí al borde del abismo, agotadas mis fuerzas, extenuada. Cerré los ojos. Ay Dorotea. Entonces sentí el olor que invadía el aire. Ese olor de inmensa multitud; ese olor pestilente que sólo se siente en las grandes poblaciones, en esos hormigueros gigantescos que se unen unos con otros como formando verdaderas metrópolis. Y escuché también el sonido, un zumbido grave y monótono que invadía el aire. Abrí los ojos y lo primero que vi… fue a Dorotea. Alcé las patas de alegría. Nos abrazamos. ¿Estás bien, estás bien? me preguntaba ella. Sí, contesté. ¿Viste? me dijo. Miré alrededor. La visión fue apocalíptica; comprendí el porqué del olor y del zumbido. La casa toda se encontraba cubierta de hormigas, y me refiero a que se encontraba literalmente cubierta de hormigas. Los caminos hacia un lado y hacia el otro se entrecruzaban, formando una red viviente que se movía hacia todas partes. Escalamos por

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la superficie metálica que rodeaba al agujero, llegando nuevamente hasta la mesada. El humano que antes nos había ahogado bajo la catarata, corría desesperado por dentro de la casa con una esponja en la mano que colocaba estúpidamente sobre los orificios desde donde surgían las hormigas: ranuras, marcos, aberturas. Tené cuidado que no venga para acá, dijo Dorotea. No sabíamos bien qué hacer, nuestro pelotón se había desperdigado. Nos quedamos allí sobre la mesada mirando el espectáculo. Un verdadero batallón de hormigas había comenzado a subir a los zapatos del gigante. Pudimos ver algunas suicidas ascender atolondradas por sus pantalones y perecer instantáneamente bajo las palmadas del coloso que, sin embargo, parecía vacilar. Se dirigió hacia la puerta y pareció que iba a abrirla, pero al acercar la mano hacia la manija, que se encontraba tapada de hormigas, retrocedió horrorizado. La invasión a sus zapatos ya era total y los pantalones comenzaban a cubrirse también. Entonces retrocedió tomando carrera y se arrojó fuera de la casa a través de la ventana.

En ese momento comenzó a correr el rumor de que el gigante incendiaría la casa. Habíamos oído, por parte de algunas veteranas, historias de casas enteras prendidas fuego para exterminar invasiones en masa, como sin duda lo era ésta, pero nos parecían cuentos de viejas seniles. Dorotea y yo somos prácticas, centradas y realistas. Pero el rumor corrió irremediablemente

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y entonces comenzó la deserción. Pudimos ver a las comandantes tratando de ordenar sus hordas, que se habían lanzado desenfrenadas al asalto. El orden fue poco a poco regresando. Se formaron tres enormes columnas que fueron engrosándose monstruosamente a medida que las hormigas dispersas por todo el lugar se daban a la fuga. Las paredes volvieron a ser blancas, las alacenas se fueron despoblando. Enormes pelotones intentaban llevarse desorganizadamente los víveres que quedaban, arrastrando incluso algunos envases enteros. Las compañías de crisis cargaban innumerable cantidad de cuerpos agonizantes o muertos que habían sido aplastados por la multitud o que habían reventado de glotonería comiendo azúcar, aceite o salsa de tomate. Finalmente la casa fue quedando vacía, el silencio fue adueñándose del lugar y el tufo fue desapareciendo. Luego de un rato el espectáculo finalmente concluyó y decidimos con Dorotea retirarnos también; si bien no creíamos en lo del incendio, existía la posibilidad de que el hombre regresara con algún veneno. Descendimos de la mesada y nos sumamos a las últimas rezagadas que cerraban las columnas ya raquíticas. Antes de salir por la ranura de la puerta, echamos un vistazo hacia atrás y nos sorprendimos de la quietud del lugar. Los signos de la devastación estaban allí, en el desorden de las alacenas, en el agua sobre la mesada, en algunos alimentos desparramados por el suelo; pero todos los cuerpos

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habían sido retirados, no había quedado realmente ninguna prueba cierta de una invasión de hormigas.

Así fue el día del colapso, y desde entonces todo se ha ido agitando cada vez más. Hay una desorganización general y parece no haber esperanzas, porque lo que ocurre es que a todo esto se ha sumado algo espantoso; anoche apareció un monstruo y atacó uno de los hormigueros del jardín. Dorotea no cree, pero esta vez yo sí… yo sí porque oí varias veces historias de este tipo contadas por unas hormigas del pelotón que vivieron en la selva. Las primeras en alertar sobre el monstruo fueron las pobladoras de un hormiguero que tiene su boca debajo de unos arbustos del fondo del jardín. Sintieron hace algunas noches ruidos de ramas quebrarse, pasos pesados y el sonido prolongado de algo que se arrastra. Algunas aseguraron haber visto algo enorme moverse entre las sombras, aunque nadie supo lo que era. El terror comenzó a correr en ese momento por todo el lugar. Al principio no creí, pensábamos con Dorotea que sería otro rumor de tantos; las hormigas suelen ser exageradas y tremendistas, tal vez por estar tan acostumbradas todas nosotras a las grandes catástrofes. Pero lo de anoche superó los límites y ahora estalló el caos. Ocurrió que un nutrido batallón de uno de los hormigueros del fondo, cercano también a los arbustos, salió de nuevo al asalto de la alacena de la casa, pero a los pocos metros

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de salir, fue atacado ferozmente. El batallón entero fue devorado en pocos minutos, quedando vivas apenas algunas hormigas que pudieron huir. El monstruo no se contentó con devorar al batallón; siguió hasta la boca del hormiguero devorando casi a una tercera parte de sus habitantes y destruyendo túneles y estructuras. El número de criaturas e incluso, horror, larvas y huevos muertos, ha sido pavoroso. Sin embargo, ninguna de las hormigas sobrevivientes puede describir certeramente al atacante. Algunas, aterradas, perdieron la capacidad de hablar; emiten chillidos y sonidos guturales; otras apenas si dicen frases sueltas y sin sentido cierto. Este incidente tan brutal me preocupó y fue así como, hoy mismo, decidí ir a estudiar los destrozos en el hormiguero atacado. Las huellas son claras y todos los rastros coinciden con los relatos de las hormigas selváticas; he creído. Pero Dorotea se empeña en no creer.

El horror se generalizó ya por toda la población. Las reinas se han reunido y se han hecho grandes asambleas. Sólo las hormigas selváticas y quienes conocemos sus historias sabemos bien la catástrofe con la que nos enfrentamos. Dijimos a las reinas que el peligro es inminente, atroz, enorme. Nos han creído y han decidido que se abandone la zona en forma inmediata. En poco tiempo comenzarán a partir en columnas los diferentes hormigueros, llevándose todo consigo: trozos de hongo, larvas, huevos, todo.

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Comienzan los movimientos en nuestro hormiguero. Dicen que hace instantes otro hormiguero fue atacado. Pero la verdad es que no se sabe bien qué es cierto y qué es exageración. La cadena de jerarquía se ha quebrado. Las hormigas mensajeras generan mensajes por sí mismas sin que se les ordene dar ninguna comunicación. El desconcierto es general. Sin embargo, Dorotea se obstina en decir que todo es un invento, una farsa de alguno de los hormigueros para tratar de despoblar la zona y quedarse con los recursos del lugar. Yo le he insistido, le comenté sobre las historias de las hormigas de la selva, le mostré las huellas, pero no hay caso, no cree, a pesar de que se lo he contado yo, que sé la verdad; sigue con su idea fija, insistiendo en que es una conspiración.

Nuestro hormiguero ha partido; me quedé con Dorotea. La noche ha caído y pareciera que en todo el jardín sólo quedamos Dorotea y yo. Ella está empecinada con su estúpida idea de la confabulación. Yo no puedo ocultar mi pavor ni evitar súbitos temblores que se apoderan de mi cuerpo. Se escuchan ruidos, pasos, ramas quebrarse, algo que se arrastra y un silbido como el del viento contra los muros. Es el monstruo que está aspirando hormigas, estoy segura. Pero Dorotea no escucha nada de eso; no escucha. De a ratos me asalta el terrible deseo de que se aparezca finalmente frente a nosotros y nos devore, para poder decirle viste, Dorotea, viste que era cierto.

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Veo ahora sacudirse las ramas de los arbustos, veo una inmensa sombra agitarse detrás de ellas, moviéndose pesadamente con el balanceo bestial de un mastodonte. Me largo a la carrera para abandonar el jardín. Dorotea se ha quedado, aferrada en su testarudez. Siento pasos detrás de mí, siento el suelo temblando, siento el zumbido cálido de sus narices que olfatean. Trepo por uno de los muros del jardín. Escucho detrás los sonidos de la bestia que saliva con su horrenda lengua vermiforme la masa tétrica y viscosa de millares de cadáveres que ha matado y se dispone a devorar. Ay, Dorotea.

Ya llego hasta arriba del muro. Pienso en Dorotea y quiero ir a salvarla si aún estoy a tiempo. Pero siento allí abajo la presencia del monstruo, sé que me ve y que comenzará a rasgar la pared con sus garras afiladas buscando alcanzarme en su hambre famélica de muerte. No quiero mirar hacia atrás, pero una fascinación magnética, como la que sienten los ratones bajo la aguda mirada de la serpiente, me fuerza involuntariamente a hacerlo. Y ahora lo veo; veo la verdad, mi verdad, que es él, el temible, el espantoso, el devorador asesino que vino de la selva, con sus garras y su horrenda trompa de oso hormiguero. Ay, Dorotea, que en paz descanses.

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ni una sombRa

El rEmordimiEnto mE ha oscurecido, ha destruido lo poco que era y ya no soy nada, ni siquiera una sombra. He perdido al único ser que había reparado en mí y ahora deambulo sin rumbo en este mundo perpetuamente helado, con la única esperanza de sentir un día el tibio susurro de su perdón acariciándome como desde adentro.

Descubrí que estaba vivo como lo descubren, me imagino, los gorriones, o los perros; simplemente un día me di cuenta de que vagaba por las calles en medio de una multitud de sujetos ciegos que esquivan gente, que gritan, que ríen y que a veces lloran, pero que muchas veces van serios y aburridos. Mi llegada al mundo habrá sido una escena particular, imagino los parteros mirándose atónitos a las caras, y la sala en silencio, y

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luego el llanto desgarrador de mi madre, que se vuelve a su casa dejándome abandonado sin saber que estoy allí. No sé bien cómo, pero de algún modo logré sobrevivir. De niño me gustaba estar entre los otros niños, por eso también fui al colegio. Es que los veía entrar allí de a montones, una estampida de risas y gritos a las siete de la mañana, y yo en medio de aquel remolino, riéndome también, subiendo aquellas eternas escaleras, formando en el patio frente al mástil, alta en el cielo y la soledad de un aula repleta y yo sentado en el banco que queda vacío. Y después del colegio mi vida fue la calle y el bar, viviendo momentos ajenos, oyendo conversaciones prestadas, jugando a responder los comentarios del resto como si fuera conmigo con quien hablaran, sabiendo que nadie me escuchaba. Y así me fui acostumbrando a eso, a estar entre la gente sin estarlo; me di cuenta de que eso era lo natural para mí, que yo era diferente y que ellos no me veían, lo que era lógico, porque no puede verse a alguien que no tiene cuerpo. Sin embargo creo que también soy un hombre, y que ella era (es), una mujer.

Apareció un día de llovizna, aquí, en el bar de la esquina de Iriarte. Tal vez ya estaba desde antes, pero yo descubrí su presencia ese día. Me había sentado como siempre en la mesa del medio, lo que me permitía ver las dos calles. El día era frío y el bar estaba bastante vacío. Estaba aburrido porque la conversación de la mesa de al lado

ni una sombra

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era de abogados o escribanos y sólo artículos y normas, cuando de pronto sentí algo que nunca había sentido; como si alguien me mirara. Me estremecí, me dio calor. Miré hacia todos lados pero nadie me miraba, todos parecían ignorarme como siempre. Pero yo sentía la mirada allí encima. Me pareció que venía de la mesa de la ventana del rincón; pero no había nadie allí sentado. Me quedé igual mirando atentamente hacia la mesa y entonces noté algo; las manchas del empañamiento de la ventana parecían cambiar de forma, como si fueran afectadas por el calor de una respiración. Pensé que alucinaba, me volví hacia la mesa de los abogados y luego miré de nuevo hacia la ventana; el empañado cambiaba de forma, había alguien allí. Me levanté y me acerqué a la mesa, entonces sentí que la presencia se iba; sentí su calor, sentí su calor pasando al lado mío, y sentí también que era una mujer; la presencia de las flores se percibe en su perfume.

Los tres angustiosos días siguientes los pasé enteros en el bar. Fueron angustiosos porque ella no aparecía. El tercer día tuve de nuevo la sensación de que alguien me miraba desde la misma mesa vacía y supe que estaba allí. Me acerqué y esta vez la presencia no se fue; sentí su calor, sentí la energía indudable de su ser. Le hablé, con mi voz que no es voz, con la esperanza de que me escuchara, le dije que sabía que estaba allí. Durante media hora no logré obtener ninguna respuesta. Movido

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por un impulso repentino le dije que necesitaba que me hablara o moriría, moriría de la peor muerte, la soledad. Entonces, muy tímidamente, casi con miedo, respondió, “es que nunca le hablé a nadie”. No lo escuché como a las voces de la otra gente, sino diferente, como si me hablaran al oído, pero hablando desde el lado de adentro, haciéndome cosquillas; percibía su presencia en mí, su energía. Su voz me conmovió profundamente y me pareció sentir como que emanaba luz de mí. Lloré emocionado; una gota que salió no sé de donde mojó la mesa; era la primera vez en mi vida que alguien me hablaba.

Fue así como sucedieron los tres meses más felices de mi vida. Hasta que llegó él, que arruinó todo. Después de esa primera cita nos encontramos al día siguiente en el mismo lugar. A pesar de que habíamos quedado en encontrarnos a la tarde, la ansiedad fue más fuerte que yo y fui a esperarla desde el mediodía. Llegó a las cinco de la tarde. Hablé casi todo el tiempo yo, parecía como si a ella le costara hablar, pero su voz era lo más dulce que pudiera concebirse, sus palabras eran como caricias, preciosas caricias que, ahora que las he perdido, me matan de a poco al recordarlas. Le pregunté su nombre y me dijo, algo avergonzada, que no tenía nombre, o que no lo sabía. Decidimos entonces elegir uno; a ella le gustaba lo simple y elegimos entonces Ana, aunque siempre le dije Anita.

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A partir de aquel momento nos encontramos todos los días, desde la mañana, allí en el bar, y muchas veces salíamos también a recorrer veredas y a pasear por el parque. Anita era sencillamente hermosa. Estar con ella era la tibieza de una primavera eterna bañada de colores y de luz. Porque nos dimos cuenta de que efectivamente emanaba luz de nuestros cuerpos inexistentes. Era felicidad, felicidad materializada en luz. Las palabras de Anita se fueron haciendo más armoniosas, más sueltas, y más dulces. Su conversación era siempre allí, al oído, pero desde el lado de adentro, como besos. Su contacto, que no era contacto pero algo era, me estremecía enormemente. Sentíamos como un calor mutuo y resplandecíamos, y era como dejarse llevar por una corriente de deliciosa fuga, como irse yendo. Vimos en la calle más de una vez detenerse a alguna persona que se quedaba observando embobada estos suaves destellos de luz, tratando de descubrir de dónde venían, y ridículamente nos daba un poco de vergüenza y nos separábamos con pudor.

Anita me contó su vida, que fue un poco como la mía; el sentir que uno está sin ser, el vivir siempre ignorado en la más absoluta y atroz soledad, hasta ahora, que había aparecido yo, como de la nada, como un ángel que se había apiadado de su triste y etérea existencia. Si pudiera volver a encontrarte, Anita, si pudiera volver a encontrarte nos iríamos en mágicos

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resplandores, pintando la ciudad desde el cielo, como cuando me enseñaste a volar. Pero ahora no puedo, soy gris y pesado, tan pesado Anita, que apenas puedo arrastrarme por el suelo, como un horrible gusano de plomo.

La felicidad no podía durar, fue un sueño, un recreo fantasioso en esta incomprensible existencia; no podía ser cierto, era imposible que algo así estuviera sucediendo. Un día entré al bar y, sentado en la mesa, en nuestra mesa, se encontraba un hombre joven, elegante y con aire arrogante. Y lo terrible fue que allí, también en la mesa, estaba Anita, lo sé, sé que estaba allí. Apenas entré al bar el hombre se dio vuelta, como si hubiese sentido mi presencia. Se levantó, fue a la barra, pagó la cuenta y se fue. Al acercarse hacia la puerta lo enfrenté y lo atravesé de lado a lado. Me di cuenta de que pudo sentirlo, su mano frotándose el pecho, como si hubiese recibido una puntada. Anita se había ido también. Volvió un rato después, y negó todo, negó que había estado más temprano en el bar.

A la semana siguiente volvió a aparecer. Lo vi, antes de entrar, a través de la ventana. El hombre parecía susurrar, ¡le estaba hablando!, el muy perro, y tenía una mano extendida sobre la mesa, como si… como si la acariciara a ella. Entré al bar por sorpresa, atravesando la pared, y me coloqué al lado de Anita. El hombre se levantó sobresaltado, se quedó un instante observando

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con la mirada perdida, fue a la barra, pagó y se fue. Anita terminó confesando; dijo que el hombre percibía su presencia, y la mía también. Que era periodista y que le había dicho que estaba haciendo una investigación, que conocía otros casos como el nuestro en otras partes del mundo y estaba recopilando pruebas para demostrar nuestra existencia. Negó la mano sobre ella, negó las caricias. No le creí.

Anita propuso que habláramos los dos con el periodista, a lo que yo no accedí. Me quería meter en su juego, quería sumar un pervertido condimento a su aventura con el sujeto ese. Era evidente que él estaba buscando algo más de ella, y Anita que no, que sos un obsesivo, entrá en razón, no tengo cuerpo, pero no es eso, no es eso lo que busca, es que no ves Anita, sos mucho más que eso, y no quiero compartirte. Se enojó y me dejó hablando solo en el bar.

Al día siguiente de nuestra discusión el hombre no apareció, y Anita tampoco. Los celos se fueron inyectando en mi ser. Andarían por allí, sentados en un banco de plaza, mezclando repugnantemente sus energías, resplandeciendo colores libidinosos; rojo, fucsia, púrpura. Ese día pasé largas horas deambulando por las calles, mirando el suelo; me sentía poseído por la angustia y el resentimiento; horribles venenos.

Al otro día Anita apareció de nuevo. Sentí su presencia al entrar al bar, pero la sentí más débilmente. Creo que

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miraba por la ventana. La saludé con dulzura; quería tratar de recomponer las cosas y remendar las fibras deshilachadas de nuestro lazo. Estaba ofendida, cuando el que debía estar ofendido era yo. Igual le pedí perdón. Mejoró el tono, pero su voz… su voz había cambiado… sus palabras me llegaban como desde afuera, y no desde adentro como siempre, y ya no sentía esas caricias en el oído. Me aproximé a ella, pero no sentí el habitual calor acogedor; tuve frío. No lo dijo, pero lo que yo sentí fue un ¡alejate! Había estado con él, había estado con él ese mismo día. Perro sarnoso, cobarde, aprovechador. Yo no había dicho nada, pero pareció como si ella hubiese descubierto mis pensamientos, me gritó de pronto ¡no estuve con él, pará con eso, estás loco! Anita, Anita, no discutamos que sin vos yo me apago y dejo de ser. Pero así no, me dijo, así no te quiero.

Maldigo haber caminado por allí esa tarde, maldigo habérmelo cruzado, maldigo haber tenido la idea de seguirlo. El intruso caminaba presuroso y con el sombrero bajo, pero lo reconocí al instante por su arrogante andar. Todavía sentía dentro de mí las dolorosas palabras de Anita; no te quiero. Tenía una bronca feroz, tenía odio, horrible y nocivo odio. Lo seguí dos cuadras, dobló en una esquina, me acerqué a él, me puse muy pegado a su cuerpo, percibió posiblemente algo, porque a cada rato se daba vuelta mirando alrededor con desconfianza. Caminamos unas cinco o seis cuadras más. Finalmente

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entró en un viejo caserón. Al ver el tamaño de la casa imaginé que el hombre viviría tal vez con alguien. Quién sabe la historia de la investigación periodística fuera cierta y yo me había enredado en las fantasías de mis propios celos. Entré con él. La casa era oscura, el comedor era grande y casi no tenía muebles. El living parecía como abandonado. El hombre subió hasta su escritorio y se puso a tomar unas notas. Revisé los cuartos, todos estaban vacíos menos el suyo. Volví hasta el escritorio y me quedé mirándolo desde el pasillo. El hombre se levantó y se dirigió hacia la puerta. Me aparté. Al salir del escritorio miró hacia donde estaba yo; se acercó unos pasos y agudizó la mirada, como percibiendo algo en el ambiente. Pero se volvió a dar vuelta, fue hasta su cuarto, se metió en el baño y luego de un momento se sintió el ruido de la ducha. Volví al escritorio y miré su cuaderno; sentí un súbito calor y mis celos me invadieron horrendamente, acababa de leer esta frase: “Se llama Ana, o Juana, los dos nombres igualmente hermosos”.

Enfurecido y despechado salí de la casa y comencé a andar sin rumbo. Me imaginé a Ana tratando de hablarle, extendiéndose hacia él para que la sintiera, para que sintiera su calor. La imaginé tratando de decirle en un susurro su nombre; el mío, el que yo le puse, Ana, y él musitando con los labios Juana, Juana, la adoro, la adoro como a nada en este mundo, aléjese de una vez de ese

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idiota sin cuerpo, de ese ser vacío, sin nada, sin sombra, sin alma. Yo seré su cuerpo, y usted será mi alma, y juntos seremos uno solo, un solo ser perfecto y armonioso, una delicia de la creación, un perpetuo regocijo de felicidad Juana, Ana. Perro psicópata, pervertido; mi Ana, mi sólo mía Ana. Mientras caminaba seguía con mis celosas fantasías pensando que si ese sujeto desapareciera, si sólo desapareciera así como apareció nosotros seguiríamos tranquilos con nuestra felicidad ignorada y perfecta; con nuestra dicha maravillosa, como fue la dicha de aquellos meses de idílica irrealidad, de felicidad exquisita y bella, de luces y calor, de Ana y yo.

Di vueltas por los alrededores del caserón durante horas. Cayó la noche, las calles estaban quietas y vacías. Los faroles derramaban sobre las baldosas sus pálidas lágrimas de luz artificial. La brisa se escurría por entre los árboles susurrando a las ramas desnudas y tortuosas un quejido invernal. Toda esa triste sombra noctámbula se fue metiendo lúgubremente dentro de mí, enfriándome como el hielo. Entré nuevamente a la casa; el silencio era absoluto. Llegué hasta la puerta del cuarto. El hombre, acostado boca arriba, dormía profundamente. Me acerqué hasta el borde de la cama. El sujeto comenzó a moverse incómodamente dejando escapar repentinos gestos de malestar. Me coloqué sobre él, me acerqué a su rostro. Los gestos de malestar se profundizaron en muecas de pesadilla. Una mano que descansaba entre

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las sábanas se cerró en un puño tenso y tembloroso. ¡Desgraciado, intruso, pérfido!, pudiendo conocer a cualquier mujer que quisiera se metía con mi Anita, mi única alegría, mi felicidad; cerdo perverso. Me acerqué aún más a su rostro, casi me pegué a él. Su piel se erizó. Todos sus músculos parecieron tensarse en conjunto. Palideció repentinamente y las venas de su cara se dibujaron amoratadas en su lívida piel, semejando las vetas moradas de un frío mármol blanco. Comenzó a temblar. Casi que me adherí a él, a todo su cuerpo. Sentí cómo su calor se iba apagando al contacto gélido de mi ser. El hombre se fue enfriando cada vez más hasta que comenzó a sufrir convulsiones. De pronto abrió enormemente los ojos, que saltaron horriblemente en su rostro lívido. Soltó un grito de espanto que quedó súbitamente congelado en la quieta noche. Su boca y sus ojos quedaron abiertos, su cuerpo quedó rígido, aterido para siempre en el frío helado de la muerte.

Me alejé de la cama, me quedé un rato mirando el cuerpo, regocijado morbosamente con la idea de haber quitado de enfrente aquel obstáculo. De pronto pensé en Anita, y me pregunté dónde estaría. Me invadió el terror; imaginé la posibilidad de que estuviera también en la casa; incluso dentro del cuarto, presenciando mi horrendo y cobarde asesinato; porque sí, eso había sido un asesinato, y el asesino era yo, porque mientras el cuerpo del sujeto temblaba yo me di cuenta de que el

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contacto de mis celos, de mi odio, que el gélido frío de mi oscuro ser terminarían fulminándolo de horror. Y Ana, Ana tal vez había estado allí, a mi lado, tratando de apartarme, y la ceguera de mi odio tal vez me había impedido percibir su presencia. Traté de serenarme. Sentí el silencio, la quietud, sentí el frío en todo el cuarto. Me di cuenta al fin de que Ana no estaba allí. Comencé a recorrer el resto de la casa; los otros cuartos, el escritorio, la cocina; no había nadie, ninguna presencia, la casa estaba completamente vacía. Sólo al salir, al darme vuelta y mirar hacia la quieta casa, me pareció sentir que desde una ventana algo me observaba, esa incómoda sensación de una mirada que acecha detrás de uno. Me alejé corriendo y mientras corría comencé a llorar. Asesino, cobarde asesino, perro asesino.

A Anita no volví a encontrarla. Mis angustiosas esperas en el bar se hicieron una tortura cotidiana. Los minutos que se arrastran eternos, enmarañados en una ansiedad insaciable, en una depresión febril. Anita; perdida ilusión, quimera, dulce rosa convertida en espinas, espinas en el corazón que no tengo, pero que sangra y sangra. De algún modo lo supo, sé que de algún modo supo que fui yo quien lo mató. Y estará tal vez allí arrodillada en su tumba, que no sé dónde está, porque no sé ni el nombre de mi víctima, y recorro grises cementerios buscándola, y la atmósfera tétrica invade mi ser, helándome, haciéndome cada vez más frío y

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más oscuro, sepultándome en un perpetuo invierno de llovizna triste; y deambulo como un alma en pena que busca perdón. Pero no soy ni un alma; no soy nada, ni una sombra, ni siquiera una sombra. Una multitud de espectros me observa, siento su presencia acusadora que me roza, roza mi nada como un repugnante pegote. Pero igual espero, espero mientras siga estando, mientras siga siendo en esta inexplicable existencia que no sé cómo comenzó ni cuándo acabará. Espero un día tal vez el sol con su tibieza, un día tal vez Anita como una caricia desde adentro, que se lleva mis culpas en un dulce susurro de perdón; Anita entre las flores de una tumba que se esfuma, desvanecidos los dos en una sola luz, en una tibieza que lo cubre todo y nos disuelve en un regocijo de anónima y perpetua felicidad que se eleva y se eleva eternamente.

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FuE a la mañana tEmprano, al menos acá, no sé qué hora era en otros países. Vos sabés que yo no me levanto temprano cuando tengo guardia de noche porque si no después me duermo, pero afuera el regador que me había olvidado prendido chufú chufú chufú… y daba vueltas en la cama pensando… sí, en vos Celeste, una vez más en vos, y el ruidito del regador. Me puse las pantuflas, una sola en realidad porque no encontré la otra, y salí. El pasto mojado en uno de mis pies, la brisita fresca de la mañana y ese cielo de nubes altísimas tan… no sé si vale el adjetivo redundante (y si me lo prestás)… tan celestial. Y entonces lo escuché; bah, lo escuchamos todos, yo lo sé; o al menos los que estábamos afuera en ese momento, aunque después todos en realidad; en la tele, en la radio.

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Fue extraño, no sé si lo hubieras creído, aunque yo tampoco sé si lo creí, y si lo creo, y eso que lo vi con mis propios ojos, y lo escuché con mis oídos… pero no, vos sí lo hubieras creído. Las nubes se pusieron raras, y esa luz… y sí, luego su rostro, o ese rostro, tan… tan blanco. En ese momento no entendí lo que dijo porque habló en otro idioma, hebreo supongo. Pero de algún modo ahora lo sé, hijitos míos.

Fue como una gran bomba, pero de salva, de cotillón. La radio y la tele explotaron, todos pasaban la noticia consternados, sin saber si tratarla seriamente o no. Los llamados de la gente se atropellaban entre sí: algunos enfervorizados de religiosidad, otros anonadados, otros escépticos, otros atemorizados. En sólo dos o tres horas se dijo de todo; el fin del mundo, una revelación, una farsa, una alucinación colectiva y qué sé yo cuantas cosas más, pero después, ya al mediodía, el silencio, la quietud absoluta, el mar calmo, planchado; excepto, claro, yo; mi alma, mi corazón, pum pum pum. Y si hubieses estado conmigo viste Alberto que yo tenía razón, sos un incrédulo, un incrédulo. Es cierto Celeste… porque, aunque parezca estúpido y hasta irracional, ahora dudo de lo que vieron mis propios ojos, de lo que oyeron mis propios oídos.

De todo lo que se decía, lo del fin del mundo era lo que más me convencía, aunque el cielo clarito, el día tibio, dulce y sin meteoritos surcando el firmamento

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parecían desmentir la teoría. Pero yo igual te imaginé entrando por la puerta para llevarme. Lo vi, lo vi en mi mente; vos viniendo no sé de dónde, de acá o de más allá, pero hermosa y blanca, con tus labios de azúcar impalpable, impalpables, y vamos, Alberto, sí, Celeste a donde quieras, al mar, a la playa blanca de espuma de aquel otoño nuestro, o al cielo, que es lo mismo, el mismo otoño, a donde quieras. Y pensando en esta sonsera me preparé algo de comer… Tonta cabeza soñadora, tonta esperanza. Y si supieras cuánto, cuánto, cuánto te extraño, y parece una broma pesada pero cierro los ojos y no logro pintar en mi mente los colores de tu rostro, y esa última foto que no sé por qué quemé… para olvidarte, y hace tiempo ya que no puedo recordar tu rostro, y en mis sueños te veo borrosa y tu voz que balbucea algo que no entiendo, y está triste, y está… lejos, lejos.

A la tarde no quedaban en los medios ni rastros de lo ocurrido; la radio anunciaba como siempre alguna calle cortada en el lejano Buenos Aires, un choque en Córdoba y mil millones de veces la temperatura actual veintitrés grados, y la tele discutía estúpidamente las estúpidas palabras de alguna mujer vacía de todo menos de siliconas. El rostro ya había desaparecido, peor aún, era como si nunca hubiese aparecido. Pero yo lo vi, y la gente también, porque durante esas horas la radio y la tele, pero después todos se callaron… y sé que mañana yo también callaré.

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Antes de ir al trabajo pasé por el kiosco. El kiosquero traía puesta la misma cara agria de siempre, y yo que ¿vio qué raro lo del rostro en el cielo?, pero él ¿cómo dice? Entonces me agarró vergüenza, le pagué apurado y me fui. En el trabajo me quedé callado, como todos. Igual no volví más, renuncié esa misma noche.

A la madrugada, cuando volví a casa, agarré un lápiz y un papel y me puse a garabatear… y dibujé un rostro, y al terminarlo me di cuenta de que era ese rostro, y estaba tan perfecto que me levanté asustado, y estaba tan asustado que salí de casa de nuevo, y no volví hasta haberme alejado como diez cuadras. Pero el mundo seguía en su madrugada como si nada, con sus brumas, sus ruidos y su desperezar de bostezos. Y al volver a casa el rostro seguía perfecto allí en el papel, y debajo escribí la frase, porque sé que dijo eso. Y en esa madrugada desvelada el insomnio me llevó a vos, y recordé aquel día en que no volviste y tu búsqueda desesperada, y los pasillos de los hospitales, y los días de angustia, y las lágrimas acumuladas en mi mesita de luz. Pero tu rostro borroso que trataba de reconstruir se fue transformando en ese otro rostro del papel; blanco, luminoso, y la angustia se fue, y las lágrimas, como por arte de magia, se evaporaron, y finalmente me dormí, envuelto en una extraña paz, y tuve un sueño hermoso que no recuerdo.

Al despertar a media mañana supe que todo había cambiado, no lo de afuera, sino lo de adentro. Salí a dar

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vueltas por la calle, y en una pared blanca el mismo lápiz de la madrugada dibujó el rostro, y la perfección de su figura ya no me sorprendió, y debajo la frase. Y después fue en otros papeles, en otras paredes, y en todas partes. Y cada tanto el rostro se parece al tuyo, si no lo es. Y en la calle, los locos me llaman loco, y saben, allí dentro suyo, que ellos también lo vieron y que el loco no soy yo, pero callan, fingen, hacen de cuenta que nada pasó; muertos de miedo siguen su rutina, buscando rellenar sus nadas con cosas que hacen ruido y luces y bruma, buscando estar ocupados las veinticuatro horas para no tener tiempo de pensar, para no darse cuenta de que tienen un hueco en el pecho. Ven el rostro en los muros y lo recuerdan, pero callan y tratan de convencerse de que aquel día no existió y que aquella luz fue sólo un rayo, y las palabras sólo el trueno extraviado entre las nubes.

Sin embargo, tengo la inexplicable certeza, Celeste, de que mañana despertaré nuevamente en casa con vos, por eso escribo esto. No sé cómo lo sé, no puedo explicarlo, pero de algún modo conozco que será así. Mañana a la mañana abriré los ojos y veré a mi lado tu sonrisa dulce de labios impalpables y no me atreveré a hablarte ni a preguntarte qué ocurrió, ni por qué te fuiste, ni adónde, ni me atreveré a contarte una palabra de toda esta historia, y volveré al trabajo en mi silencio, con una felicidad que explota en el pecho, mezclada

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con la eterna duda. Y estos papeles dibujados quedarán volando perdidos en alguna esquina, y el rostro de Dios se irá borroneando bajo la lluvia, como ocurrió con el tuyo, y volveré a dudar, volveré a dudar a tu lado, que sos un testarudo, Alberto, y me citarás parábolas de memoria con tu voz de arrullo, y esta vez volverás a casa y me quedaré callado por temor a que el ensueño se esfume, y fingiré como todos, y haré de cuenta que nada pasó, y temeroso pero feliz, seguiré mi rutina a tu lado, hasta que la tregua se acabe y en lo alto aparezca de nuevo el rostro de Dios, y del cielo caigan meteoritos, y entres por la puerta para llevarme al mar, a la playa blanca de espuma, o al cielo, que es lo mismo, el mismo otoño nuestro.

Finalista en concurso de relato y poesía “Per amor a l’art”, de Litteratura blog literario, Barcelona, España, 2013.Seleccionado en convocatoria de la revista digital “Botella del Náufrago”, Chile, nº21, 2013.

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en la luna (nota hallada En una botElla)

ruEgo a quiEn rEciba Esta nota que, al menos por piedad a este hombre abandonado en la más absoluta de las soledades, la haga conocer al mundo. La historia que aquí cuento es enteramente cierta y, como espero que así lo crean, detallaré todos los pormenores de mi curioso caso.

Fui el primer astronauta de mi país, y probablemente el único, porque en mi país las hazañas son casi siempre obra del azar, y ésta fue sin duda una de aquéllas. Mi país es muy pequeño (o era, pero supongo que todavía es). No sólo pequeño, sino insignificante. Tan insignificante que en algunos mapas ni aparece. Y si aparece es apenas un ínfimo puntito y tal vez su nombre en una letra tan chiquita que resulta ilegible.

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Sin embargo, así como es de pequeño mi país, son de grandes las ambiciones de sus habitantes. Así es que un buen día mi país decidió construir un cohete propio. Y esto a pesar de la inexistencia absoluta de industria aeronáutica en el país (de hecho la industria en sí es casi inexistente). Pero tuvimos cohete, y tuvimos astronauta, que fui yo.

Una mañana de marzo comenzó mi entrenamiento, que fue duro y exigente. Y comenzaron también los debates a cerca de adónde debería viajar mi cohete. Las propuestas fueron muchas. Algunos, los más tímidos, opinaron que para dar un primer paso en la carrera espacial del país debía realizarse un prudente viaje de ida y vuelta a la estratosfera; otros propusieron ir hasta tal o cual base satelital rusa o estadounidense; otros sugirieron un viaje a la Luna, y muchos una misión a Marte. Los debates fueron multiplicándose y haciéndose cada vez más fervorosos, tanto que empezaron a ocupar la primera plana de todos los periódicos, que no eran más que dos o tres. Se generaron también por esto muchas peleas políticas y hasta divisiones de partidos. Era un asunto de Estado, y mayúsculo. Mientras se sucedían estos debates, la construcción del cohete y mi entrenamiento proseguían. El tiempo planificado para la construcción del cohete fue inicialmente de tres meses, ya que se había contratado a la mejor empresa del mundo para construirlo (como dije, somos ambiciosos y buscamos

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siempre lo mejor), pero finalmente se demoró dos años, ya que la empresa resultó no ser la mejor y, millonarios gastos e indemnizaciones de por medio, fue separada del proyecto y el cohete debió construirse con un ingeniero y mecánicos locales.

La construcción finalmente concluyó. Luego de dos años de exigentes ejercicios, yo me encontraba entrenado como jamás pude haberlo estado. Sin embargo, no se había logrado aún acuerdo sobre adónde viajaría. En esto se perdió un año más. Para concluir el encarnizado debate se decidió hacer una votación popular sobre el destino del viaje. Las posibilidades a elección eran; boleta 234, la estratosfera; boleta 105, una base rusa; boleta 540, la Luna y boleta 1 (lista oficialista), Marte. El resultado fue obvio, ya dije que somos ambiciosos; se eligió viajar a Marte, boleta número 1. Sin embargo, lo que se dio a conocer públicamente fue diferente, porque resultó que, luego de tres años de iniciado el proyecto y luego de la costosa campaña para la consulta popular, los recursos económicos estaban casi agotados (se habían gastado tres veces el presupuesto inicial planificado) y sólo había dinero para comprar combustible para llegar, a lo sumo, hasta la Luna. Fue así como se anunció que se viajaría, “como la voz del pueblo había clamado a través de las urnas”, a la Luna. Esto originó grandes festejos y alboroto en forma inmediata en todo el país, y se vieron las plazas inundadas de banderas que clamaban por el

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viaje a la Luna, y la gente se convenció de que eso era lo que habían votado por enorme mayoría. Se anunció también que yo sería quien comandaría la nave; me transformé automáticamente en héroe nacional y ya no pude caminar por las calles; de modo que me asignaron un lujoso coche importado para transportarme, con chofer y todo, y dos autos más como custodia personal. Se programó el viaje para el mes siguiente del anuncio. Ése fue el mes más itinerante de mi vida, porque me llevaron a recorrer todas las aldeas y pueblitos del país, que, aunque están muy cerquita unos de otros, son muchos. Y al final no fue sólo un mes, porque resultó que mis viajes habían disparado por las nubes la imagen positiva del gobierno y entonces se decidió prolongar las giras dos meses más. De modo que recorrí varias veces cada pueblo y aldea de mi país, lo que llevó la imagen del gobierno justamente hasta la luna. Claro que estos tres meses de paseo en mi coche importado y con chofer me hicieron perder un poco de estado y engordé bastante. Pero finalmente se fijó el día para el viaje, haciéndolo coincidir con un importante feriado patrio.

Una semana antes de partir me llevaron a conocer el cohete, porque hasta entonces el entrenamiento había sido estrictamente físico. El hecho de que no me instruyeran con más tiempo sobre cómo comandar el cohete me había llamado la atención desde el comienzo de la misión, pero creí que sería parte de la estrategia

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o bien que el cohete se manejaría desde la Tierra y yo sería meramente un pasajero. Pero no, había sido simplemente un descuido del jefe de la misión, que en realidad era un exdeportista que había sido colocado de jefe porque su imagen popular era muy buena. Durante esa semana tuve entonces una instrucción sumamente intensiva sobre la conducción del cohete. Yo era piloto, de modo que no me fue demasiado difícil aprender. Por otra parte, el cohete era mucho más sencillo de lo que hubiera podido imaginar. El tablero no era mucho más complejo que el de una simple avioneta, y debían usarse solamente seis o siete botones y un par de palancas para conducirlo.

El muy ansiado día del despegue finalmente llegó. Se había montado un gigantesco escenario y se había congregado una enorme multitud en el lugar; tan numerosa que parecían estar allí realmente todos los pobladores del país. Se había dispuesto una tarima sobre el escenario desde la cual se brindarían los discursos. El plan era que al finalizar el discurso del presidente, yo caminaría desde el escenario por una pasarela que atravesaba la multitud hasta la base de despegue que se encontraba en el otro extremo.

Los discursos comenzaron; primero habló el jefe de la misión, luego algunos intendentes y dirigentes menores, luego el gobernador y finalmente el presidente que, enfervorizado, habló durante casi dos horas

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seguidas, siendo interrumpido infinidad de veces por aplausos y hurras. Yo había permanecido con el pesado traje puesto durante toda la ceremonia. Gracias al buen estado que aún mantenía pude permanecer de pie, pero ciertamente ya me encontraba algo agotado y el calor era sofocante. El discurso terminó al fin. El presidente me brindó un efusivo abrazo y comencé la caminata por la pasarela, entre los sonidos atronadores de los parlantes que repetían el himno nacional y el griterío de la gente que arrojaba flores y banderines a mi paso. Yo a mi vez hacía flamear una bandera que, calculadamente, me había dado el presidente de su propia mano. Mi único deseo era llegar pronto al cohete, refugiarme en mi cabina y escapar lo antes posible de aquel griterío ensordecedor, proyectándome al espacio.

Al llegar al cohete me recibió el ingeniero que me dio algunas recomendaciones técnicas. Al parecer los meteorólogos le habían indicado la presencia de un fuerte viento a los quince mil metros y habían recomendado posponer unas horas el despegue, pero eso no podía hacerse con toda esa gente allí; con un poco de pericia podría sortear los vientos sin problemas.

Subí a mi cabina, me ajustaron los cinturones, se repasaron por última vez las condiciones de seguridad y comenzó el conteo, que fue iniciado por el presidente en persona a través del altoparlante. Diez segundos más tarde las turbinas escupían ferozmente todo su poder y

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el cohete ganaba altura, dejando allí abajo a la multitud azorada y exultante. A los pocos minutos debí lidiar con los ventarrones, pero con fortuna y un poco de pericia, pude sortearlos sin incidentes. La Tierra se alejaba majestuosa, hermosamente verde y azul. ¡A la Luna!

Esa noche (lo que sería la noche en mi país), a ya más de doscientos kilómetros de altura, me comunicaron desde tierra que en el país se estaba festejando como si hubiésemos ganado la copa del mundo de fútbol. La gente había inundado las plazas, las calles y los bares, tapizando todo de los colores patrios. Los políticos ya saboreaban satisfechos la segura reelección de sus puestos en las próximas elecciones. Tuve mi momento de relajación, pues ya me encontraba en órbita y debía esperar algunas cuantas horas a que desde la base me dieran orden para enfilar hacia la Luna. Me quedaban por delante unos trescientos ochenta mil kilómetros; vaya viaje.

Luego de unas horas de descanso la orden llegó; corregí la dirección del cohete, toqué el botón verde, subí una palanca y salí disparado hacia el gran satélite a una velocidad que no hubiera creído posible.

A medida que transcurrían las horas de viaje se iban sucediendo, uno tras otro, diferentes incidentes que no habían sido previstos por el equipo de la misión, y mucho menos por el inútil deportista que la comandaba. Esto me hizo dudar seriamente de mis chances de finalizar

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con éxito la misión, por lo que no me sorprendí mucho cuando ocurrió lo que ocurrió.

Por alguna especie de milagro, gracias a esa suerte fortuita que acompaña a algunos de los gobiernos de mi país que se embarcan en proyectos descabellados, a los cuatro días y moneditas de viaje entré en órbita lunar. Al tener que comenzar las tareas de aterrizaje perdí contacto con tierra, de modo que hube de valérmelas en soledad para la tarea más difícil, aunque mi respetable experiencia en aterrizajes forzosos me hacía tener confianza (olvidé decir que la aerolínea estatal, para la cual trabajaba, no poseía precisamente los equipos más modernos). El aterrizaje no fue muy delicado, pero fue relativamente exitoso y, desde el punto de vista del gobierno, fue magnífico, porque la suerte, nuevamente, había hecho que la comunicación se recuperara justo antes de aterrizar y habían podido transmitir en vivo y en directo el aterrizaje por cadena nacional a todo el país. En pocos minutos me encontraba saludando a través de la cámara a mis compatriotas, que estarían todos apelotonados frente a los televisores, del primero al último, y luego, filmaba mi primer paso sobre la Luna, diciendo una estudiada frase que me había indicado el gobierno, que era muy parecida a aquella famosa de Armstrong, pero que decía trabajador en lugar de hombre y pueblo en lugar de humanidad.

No puedo negar que en ese momento mi emoción era verdadera, y muy grande. Me imaginé a todos allí

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en mi país; a mis amigos, a mis padres, a mis vecinos gritando, abrazándose, saltando y alzando copas en mi nombre. Imaginé que una vez más las calles se poblarían en monumentales festejos, que la gente reiría, cantaría y bebería alegremente toda la noche, y me sentí enormemente feliz al saberme causa de esa felicidad popular. Y con ese sentimiento, me fui a dormir la primera de mis muchas, muchas, muchísimas noches en la Luna.

Mi popularidad en los medios de comunicación de mi país duró una semana. Lo que dura en promedio cualquier noticia, por más grandiosa que sea, cuando no hay ninguna novedad que la nutra o la transforme. El hecho de que a la semana siguiente fueran las elecciones presidenciales colaboró mucho con este olvido. El equipo en tierra me comunicó que ahora, el país entero hablaba solamente de una pelea interna que había estallado inesperadamente en el partido gobernante.

Mientras tanto yo seguí con las tareas científicas que habían sido planificadas. Realicé muchas mediciones que me habían encargado los señores del instituto de astronomía y tomé unas cuantas muestras. También me ocupé de comenzar a reparar los desperfectos que habían ocurrido en la nave por el duro aterrizaje, aunque para arreglar los más graves necesitaba instrucciones del equipo de la misión, que había sido asignado esa semana a las tareas proselitistas y no podía ayudarme hasta después de las elecciones.

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Los comicios se sucedieron y el partido gobernante fue nuevamente reelecto con holgura, a pesar de sus delicadas peleas intestinas. Y resultó que en su primer discurso al pueblo el presidente anunció que la crisis económica se erguía como una horrible sombra sobre el país y había que ajustarse los cinturones. Ese mismo día el equipo me comunicó que por un recorte de presupuesto mi misión se abortaba. El equipo sería asignado a otra tarea y yo debía arreglarme solo para regresar. Vaya broma, me reí. Pero no, sólo tres horas después de esto escuchaba estupefacto cómo el equipo y el estúpido deportista-jefe se despedían de mí y, acto seguido, cortaban la comunicación desde tierra. Me quedé allí sentado, en medio del desierto lunar que me oprimía con su desolación devoradora, en la más perfecta y terrible de las soledades.

Los días que siguieron intenté infructuosamente arreglar la nave. Pueden imaginarse que no sabía realmente muy bien para qué servía aquel resorte, este eje, aquella chapa y ese otro pedazo de malla metálica. Comencé a preocuparme también por el oxígeno; me quedaban solamente dos tanques y no tenía ni la más remota idea para cuánto tiempo alcanzarían, pero sin duda sería un tiempo limitado y debía buscar una solución, si la había.

El tiempo fue pasando y mi preocupación fue en aumento. No hacía avances importantes con las reparaciones (realmente siempre fui malo arreglando

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cosas) y en mi mente sobrevolaba la idea de que no podría regresar jamás. Por las noches miraba hacia el cielo buscando alguna lucecita perdida que viniera tal vez para estos lugares. Quién sabe alguna otra misión lunar, de Estados Unidos, de Rusia o del Congo Belga. Tenía listo para activar un casero sistema de luces y explosiones para llamar la atención de cualquier nave que se acercara. No pude evitar sentirme como un náufrago en esa tan trillada imagen en que prende un fuego y salta tratando de llamar la atención del buque enorme y lejano que se pierde irremediablemente en el horizonte. El final es siempre el mismo: el náufrago se lanza a la mar buscando salvarse por su cuenta. Pero mi máquina no parecía preparada para lanzarse a volar al océano estelar.

Hice luego un primer gran hallazgo, y si llego a regresar o si alguien lee esta nota (y la cree) será realmente una revolución para nuestro planeta. El oxígeno se estaba ya acabando; sentía que los tanques estaban livianitos y tenía que respirar muy seguido para no marearme. En poco tiempo comencé a ahogarme. Los ojos me empezaron a lagrimear, de miedo supongo, y sabía que me moría. El ahogo era total, no respiraba, mi corazón comenzó a acelerarse y tomé una decisión, que fue más un impulso que algo premeditado; me quité la cápsula espacial de la cabeza. Y ahí fue la gran novedad; resulta que podía respirar. No sé cómo ni por qué, pero al parecer en esta parte de la Luna hay oxígeno,

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o algo que a uno le permite seguir respirando. De todos modos, mi euforia se acabó en poco tiempo, porque al caer la noche abrí el baúl de los víveres y me di cuenta de que lo que comenzaría a faltar ahora era el alimento.

Comencé a racionar cada vez más la poca comida que quedaba. Decidí comer cada día la mitad de lo que había comido el día anterior. Según me habían enseñado de pequeño en mi país, eso me permitiría tener comida infinitamente; la mitad, menos la mitad, menos la mitad, nunca de los nuncas da cero. Pero descubrí que, aunque no da cero, no alcanza. Fue así como fui poniéndome cada vez más débil. Perdí ánimos y me volví triste. Me pasaba horas inmóvil mirando hacia la Luna (que era la Tierra) pensando en mis amigos, en mi familia, en mi hermoso país, que ya me había olvidado. Una tarde decidí alejarme de la nave, estaba tan débil que casi no podía caminar, y eso que uno en la Luna es livianito como una pluma. Creo que salí a morir, a recostarme a la orillita de alguna gran roca para finalmente irme a alguna otra parte. Caminé algunos cientos de metros; la nave se veía diminuta e insignificante en el desierto blanco; finalmente llegué a un pedregullo y me recosté mirando el suelo. Cerré los ojos. Creo que me dormí, o no, no lo sé, pero de pronto abrí los ojos y me pareció sentir entre las piedras algo que se movía. Me despabilé un poco y vi a pocos centímetros de mi rostro una especie de molusco que se arrastraba bastante torpemente sobre

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el polvo. Me levanté de un salto. ¡Comida!, pensé. Segundo gran descubrimiento.

Resultó que los moluscos eran en extremo fáciles de cazar. Era sólo cuestión de extender la mano y tomarlos. Es posible que su indefensión respondiera a la ausencia de predadores. Se los encontraba cerca de las grandes rocas, y no era difícil hallarlos en cantidad. Descubrí que se alimentaban de una especie de roca liviana, similar al carbón mineral; maná lunar. Resultó además que eran sumamente sabrosos. Los comía a la sartén, salteados en su propio jugo. En muy poco tiempo recuperé mi fortaleza física y recompuse el espíritu.

Con el tiempo la nave se fue corroyendo y cayendo a pedazos. Decidí desguazarla y armar con los pedazos un hogar más amplio y confortable. Me armé una casilla semienterrada bastante sólida y hasta bonita. El material que comían los moluscos fue también mi fuente de energía. La similitud con el carbón me llevó a probar si no sería un material combustible y efectivamente lo era. De modo que logré tener calefacción, fuego para cocinar y luz. Me dispuse así a pasar el resto de mis días en estas soledades, alejado miles de kilómetros de mi añorado y diminuto país.

Un día me puse a leer las cartas que me habían dado los niños de mi país para que dejara aquí en la Luna. Leí algunas cosas hermosas y otras predeciblemente

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desopilantes. Dígale a la Luna que quiero ser astronauta como usted, dígale a la Luna que salga siempre llena, dígale a la Luna que me guiñe un ojo de noche, dígale que venga a visitarme un día, mándele un saludo a los marcianos de la Luna y cosas por el estilo. Y me puse a pensar que esas cartas habían atravesado el universo desde mi país hasta la Luna, en mi cohete, y entonces reflexioné que si había logrado esa hazaña, cosa que al principio me había parecido imposible, podría tal vez lograr mandar una carta desde aquí hasta la Tierra.

Es así como he decidido escribir esta carta que enrollaré dentro de la botella de vidrio grueso que era del aceite, llenaré la botella de arena para que no explote con los cambios de presión y le pondré un buen tapón. Me inventé una especie de gomera gigantesca con los elásticos que formaban los burletes de las ventanas. Lanzaré la botella con este aparato hacia la Tierra (en mi país aprendí que tales proezas pueden lograrse). Sin embargo, guardo pocas esperanzas, ya que por más que la nota llegue a destino, difícilmente obtenga algún resultado. Posiblemente algún periódico anuncie la noticia que en ningún lugar del mundo creerán, excepto en mi país, donde el pueblo entero se henchirá de orgullo, y saldrá a festejar como en un mundial con banderas a las calles, y llenarán las plazas, y beberán toda la noche en honor al compatriota que descubrió

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moluscos en la Luna, y el presidente (posiblemente el mismo de siempre) anunciará una misión de rescate, y descubrirá que esto dispara su imagen positiva a las nubes, y ganará así una nueva elección con amplia ventaja, y luego suspenderá la misión por recorte de presupuesto, y el pueblo, preocupado en los asuntos de su bolsillo, me echará, una vez más, al olvido.

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un buEn día El barón Amevert dejó de pasearse con su corcel por los comercios de nuestro mercado, al que venía siempre junto a su inseparable criado. Cierto es que el viejo no apreciaba mucho este sitio y sus visitas eran siempre apuradas; pero a pesar de que a primera impresión parecía un hombre huraño, no lo era, y gustaba de charlar y contar las anécdotas del bello mundo de sus juventudes, de aquel exuberante mundo extinguido, tan diferente del vacío desolador de estos yermos que nos carcomen la piel y nos secan los ojos. Así es, amigo, tú eres muy joven para saberlo, pero antes este cruel desierto era una hermosa comarca de frescos bosques, y si no pregúntales a los viejos. Al criado se lo siguió viendo un tiempo, pero sus visitas al mercado

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eran furtivas, iba siempre con la capucha echada sobre la cabeza y evitaba cualquier charla. Supusimos todos que el Barón sufría alguna dolencia y por eso su criado venía solo a hacer las compras. Pero finalmente el criado también dejó de venir por aquí. Luego de un tiempo un rumor corrió por la comarca; algunos pobladores aseguraban que del castillo del Barón surgían ruidos curiosamente salvajes y que la vieja construcción presentaba un aspecto de caverna. La gente no creía que el Barón hubiese muerto sino más bien que había enloquecido junto con su criado, y de ahí los ruidos. Fue entonces cuando con algunos comerciantes del mercado, los más jóvenes (los que aún mantenemos vivo el fuego de la curiosidad), fuimos a visitar en comitiva el castillo para develar el misterio. Fuimos acompañados por un grupo de campesinos cuya curiosidad también llameaba en el pecho. Nadie respondió a nuestros llamados al llegar a los portones del castillo, de modo que tuvimos que saltar el muro de piedras que lo rodea. No hubo que violentar la puerta de entrada al castillo puesto que estaba en ruinas y algunas tablas se habían salido y pasamos entre ellas. Al entrar nos encontramos con la monstruosa planta. Al abrirnos paso con los machetes entre las ramas para penetrar en el castillo, descubrimos algo horroroso que casi nos hace huir asqueados de allí. Los detalles de este repugnante descubrimiento los narraré luego de transcribir las espantosas notas que

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hallamos sobre el escritorio del Barón, al que llegamos luego de mucho esfuerzo y recurriendo a todo el temple de nuestros espíritus. Los papeles estaban dentro de un sobre lacrado colocado en el ruinoso e invadido escritorio. Son en realidad un conjunto de notas que componen una especie de diario sin fechas. Algunas son más largas y otras más breves; están ordenadas y dicen lo siguiente:

“Había ya olvidado lo hermoso que es el verde. La gente de este horrendo lugar en el que habitamos se ha acostumbrado a ser quemada por el sol y a que la arena que soplan los vientos le cincele violentos surcos en los rostros, y pareciera que además disfruta de eso. Los viejos ya casi han olvidado la frescura de los bosques que rodeaban a esta comarca, y los más jóvenes tal vez ni siquiera han conocido lo que es un árbol. Pero hay esperanzas, mi buen Pierrot, hay esperanzas porque ha ocurrido algo maravilloso. Ha sido el bastón aquel que cuelga en mi sala de baño; sí, aquel viejo bastón que me obsequiaron los diminutos Taotbat, una extraña tribu de una islita de la provincia de Palawa, en Filipinas. Porque aunque resulte increíble ha brotado. ¡Sí, ha brotado! Y esto no lo he soñado, Pierrot, no lo he soñado porque tú también lo has visto, y no hay modo (que yo sepa) de que tú estés viendo cosas que ocurran en un sueño mío. Es decir, ha brotado en la realidad de despiertos, mi buen Pierrot.”

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“El encuentro con los hombres Taotbat ocurrió en mis tiempos de juventud cuando comerciaba telas del Oriente; las telas tenían entonces colores más vivos que ahora, igual que mi piel y mis cabellos. Fue un encuentro completamente azaroso; navegábamos a través de las islas que componen la provincia de Palawa, cuando el capitán de mi flotilla me comunicó que, habiendo amenaza de tormenta y estando uno de los barcos de la flotilla con algunas averías, era prudente hacer tierra en alguna de las islas cercanas para soportar la tormenta y reparar el barco averiado. Como no tenía intenciones de arriesgar ni mi vida ni la carga, decidimos anclar hasta que pasaran las tormentas y se reparara la nave. Lo hicimos en una isla solitaria. A las pocas horas de haber armado el campamento en tierra aparecieron aquellos diminutos personajes cargando una incontable cantidad de vituallas que nos ofrecieron con servicial amabilidad. Durante dos días enteros el cielo descargó su fecundidad sobre aquella isla de exuberante vida vegetal, y luego, ya con la atmósfera en calma, el barco pudo ser reparado. Antes de hacernos nuevamente a la mar, se acercó al campamento un grupo de aquellos pigmeos. Sus vestimentas eran extrañas y escasas, pero muy pomposas. Uno de ellos, que a juzgar por su edad y vestidos debía de ser el jefe, se acercó hasta mí y, luego de pronunciar un largo e incomprensible discurso al que respondí con una elocuente reverencia, levantó un

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bastón tallado y me lo entregó solemnemente. Allí está el bastón, colgado desde entonces en la sala de baño. Y ahora, sí, vaya misterio, ha brotado, ¡y con qué vigor! Qué curiosidad ¿no, Pierrot? Tal vez la humedad desprendida del agua durante mis prolongados baños haya reavivado las células dormidas en la leña. Ahora que pienso en la despampanante manifestación de potencia vegetal que parecía estallar de la tierra en aquella feliz islita, y la comparo con la pasmosa desolación de estos páramos ardientes… Sí, Pierrot, por eso aquellas sonrisas en los rostros de esos sujetos diminutos. Pero ahora nosotros disfrutamos de un átomo de aquella exuberancia, porque tenemos una planta Pierrot, una hermosa planta brotando del bastón; una verde esperanza.”

“Vi cruzar una pequeña lagartija y esconderse en la ranura del muro y recordé que soñé que era un lagarto. No sé si fue hoy o hace dos años, pero lo soñé, y mi lengua se separaba horriblemente en dos, y buscaba viscosos insectos entre los escombros, y les hablaba; venid, insectos, venid con el tío lagarto. Todos estamos un poco locos, Pierrot, es lo que tú no entiendes. El brote se ha bifurcado en numerosos vástagos que se extienden hacia el suelo. El bastón, que ya va perdiendo su forma, está amurado a unos dos metros y medio de altura, y los vástagos cuelgan ya casi un metro y medio hacia abajo. Al entrar a la sala de baño me invade la placentera sensación de estar entrando en una cueva en

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el bosque (aquellos que vi cuando era joven y cuando el mundo era mundo), y el agua resbalando por mi cuerpo es la humedad que se escurre entre las rocas de un exquisito manantial; y el aroma ¡ah!… aroma a vida, Pierrot, yo sé que te das cuenta de eso, lo veo en el brillo de tus ojillos. Dejaré que tomes también tus baños en mi sala, mi fiel Pierrot, no soportaría que te perdieras de esta maravilla herbácea.”

“Las ramas han tocado el suelo. Anoche me quedé mirando esa maravilla durante casi media hora sin pestañar. Pierrot me acercó un farol y yo me quedé allí sentado observando y deleitándome. Él se quedó también su buen rato mirando. Qué gracioso es el buen Pedrolino. Se lo nota feliz; sé que la planta también conmueve la profundidad de sus tripas y que se acuesta, como yo, pensando en ella. Me costó dormirme. La noche era agitada. El viento rugía malhumorado, escupiendo su arena y su esterilidad sobre los muros; los aires quieren devorar y hacer desaparecer al ser humano para vengarse por tanto desprecio. Y yo pensaba: el viento vomita su desierto sobre los muros pero en mi sala de baño los vástagos tocan el suelo. Mis vástagos; mis húmedos, verdes y turgentes vástagos, inyectados de dulce y musculosa savia. ¡Hay esperanza, mi Pierrot! El verdor se abrirá paso al final y vencerá a la muerte del desierto y de los hombres. De a poco me fui enredando en el sopor de los sueños… la arena cubre las inmensidades

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aplastadas por el sol durante el día, resecos gusanos se retuercen en el polvo, desesperadamente sedientos, fuego, piel quebrada de llagas, una gota para el pobre Epulón que se arrastra en el desierto, sólo una gota, mi querido Pierrot, humilde Lázaro de mi viejo castillo, sólo una gota de savia de mis amados vástagos.”

“La planta cubre ya casi todo el suelo de la sala. ¡Sí! Los vástagos han comenzado a extenderse ahora por las paredes. Entrar descalzo a la sala de baño y sentir la frescura mullida de las hojas me genera un placer inexplicable. Siento como si algo de la savia de las hojas atravesara la planta de mis pies y se mezclara con mi sangre. Prolongo mis baños casi dos horas; acaricio las hojas, inhalo el aroma de verdor vivo. Sí, mi Pierrot, sé que tú también lo disfrutas. Siento tus pisadas cuando subes a hurtadillas por la noche. Me lo imagino allí arrodillado con las narices pegadas a las hojas en un delirio vegetal, susurrando al follaje sus verdes amores, besando los microscópicos estomas, mezclando sus respiraciones… ah… mi planta, mi hermosa planta… también es tuya, mi fiel Pierrot, ¡es nuestra planta!”

“Su crecimiento es cada vez más asombroso. Toda la sala de baño está cubierta de hojas y tallos. He medido el desarrollo de algunos vástagos y llegan a extenderse hasta cuarenta centímetros por día. ¡Qué vigor Pierrot!, ¡qué vigor! Me he visto obligado a abrir una especie de sendero para poder acceder hasta mi bañera. Moverme

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dentro de la sala me produce un placer inmenso; sentir las hojas rozando mi piel desnuda, permanecer envuelto en los vapores del agua tibia, con los rayos del sol que entran por la claraboya proyectando narcóticos fulgores, ¡ah, Pierrot, deberías probarlo, es una delicia! Pienso que el Edén ha de haber sido algo muy parecido a esto. ¡Qué espécimen vegetal! ¡Bendito sea el diminuto rey Taotbat que me obsequió este mágico bastón! A propósito, durante uno de mis baños me asaltó de pronto la curiosidad al caer en la cuenta de que la planta no había echado raíces a pesar de haber desarrollado tanto follaje. Entonces me levanté y, aprovechando algunas ramas leñosas que ya tienen un grosor considerable, hice pie hasta alcanzar el lugar donde estaba originalmente el brotado bastón. Descubrí entonces que sí han brotado raíces también, pero se hunden inmediatamente en los muros; vaya uno a saber hasta dónde habrán penetrado. No imaginé que entre las rocas de los muros podría haber ocultos tantos nutrientes como para permitir semejante desarrollo. De hecho, de noche se alcanza a escuchar el arrastrar de los vástagos en su crecimiento. Mientras me dejo llevar por mis sueños, me quedo escuchando atento este maravilloso sonido, que es casi como un susurro, el susurro de la planta que quiere hablarnos, Pierrot, que quiere también cantar sus amores. Nos ama, Pierrot, ella también nos ama.”

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“Los vástagos han crecido por fuera de la sala de baño y han penetrado hasta mi habitación. ¡Dios!, ¿cómo explicar con palabras el deleite que siento por las noches? Es un frenesí, un éxtasis de placer. No creo que el pobre de Pierrot tenga la suerte de alcanzar a disfrutar de esto porque su habitación está en la planta baja, en el punto más alejado de las escaleras, y no sé si la planta llegará hasta allí algún día. Aunque su crecimiento es cada vez más asombroso; los vástagos han comenzado a extenderse por todo el piso superior, y, ¿lo has notado, Pierrot? Mirando detenidamente uno alcanza a ver el desarrollo de la planta, su movimiento ¡Es como un enorme pulpo, Pierrot! Y, no te lo contaré a ti, porque esto es sólo mío, ya sabrás si lo vives, será un secreto con mis notas; sé que has notado que los vástagos llegan hasta mi cama; todos los días cuando subes a arreglar la habitación tú los quitas, y yo vuelvo a colocarlos sobre la cama antes de acostarme. La planta se enrosca sobre mis piernas y sobre mis brazos mientras duermo, ¡y es una cosa tan exquisita, mi buen Pierrot! Lo siento en mis sueños, siento las lentas caricias de los tallos deslizándose sobre mi piel, entre mis dedos, el húmedo beso de las hojas, y me revuelco dormido en ese éxtasis, y me produce esto sueños muy extraños, y ¡vaya!, ¡admito que bastante intensos! Pero no soy yo… soy… cómo decirlo, Pierrot, mi buen Pierrot…

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Me siento como saboreado, absorbido, deglutido por la planta, como si nos uniéramos formando una sola cosa, una sola masa vegetal, ¡ah, Pierrot!, ¡qué perfecta forma de vida son las plantas! Al despertar desprendo de mi cuerpo suavemente los gajos para no dañarlos, liberando mis miembros uno por uno. Algún día tal vez amanezca tan enroscado que no pueda liberarme; ah, ¡qué feliz sorpresa sería, Pierrot! No me sueltes, déjame, deja que la planta me devore.”

“Salto de entusiasmo, no puedo contener mi emoción; ¡un pimpollo! Sí, sí, en mi propia habitación, es increíble. La planta se ha extendido finalmente también por el piso de abajo, algunos gajos han llegado incluso hasta la puerta de la habitación de Pierrot. ¡Eh, Pierrot! ya verás, déjate envolver, déjate enroscar, te empalagarás de verdor, de caricias herbáceas. El piso superior está casi completamente tomado por la planta. Por la noche el sonido es un murmullo permanente, un rozar de hojas, un deslizar de tallos, es como estar en el interior mismo de la planta, sumergido en una especie de estómago vegetal. Se escuchan también crujir las rocas de los muros. ¡Se nos vendrá el castillo encima, Pierrot! Es broma, no te asustes; no te asustes que la propia estructura de la planta lo sostendrá. Es curioso que ningún gajo haya salido aún hacia el exterior del castillo; ni siquiera parecen buscar la luz, a pesar de que el verdor de las hojas demuestra su capacidad

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fotosintética. En fin, el asunto de importancia ahora es que hay un pimpollo en mi habitación. Al principio tenía mis dudas acerca de lo que era aquel bulto, pues es enorme, pero ahora ya estoy convencido, y además ya puede adivinarse el color de los pétalos de la futura flor, que será de un rosado salmón o rojo, o naranja. Se lo he mostrado a Pierrot. He notado que cuando él sube aquí su rostro expresa cierto temor; como si el excesivo desarrollo que ha alcanzado la planta en el piso superior le causara algún rechazo, como si percibiera en todo esto algo monstruoso. Yo no puedo contener mi emoción y le muestro; mira, Pierrot, mira este tallo, ayer estaba por allí, ha crecido tres metros durante la noche, ¡tres metros!, y ven aquí, siente, Pierrot, siente la suavidad de estas hojas que no reciben mucha luz, siente, verás que están cubiertas como de unos pelillos, ¡ah…!, ¿sientes, Pierrot? Son mucho más suaves que aquellas hojas de allí. Y cuando le mostré el descomunal pimpollo ¡epa!, ha dado un salto hacia atrás con cara de espanto; oye, Pedrolino querido, basta con tus morisquetas, que esto no es la Comedia del Arte; es nada más que la hermosa planta de nuestro castillo, nuestra amada planta que nos regala esta maravilla, un signo de la perfección de la naturaleza; ven, Pierrot, tócala, siente la ternura de estos pétalos, su dulzura, ah, Pierrot, qué exquisitez.”

“¡Es como una enorme boca! Sí, una enorme y hermosa bocaza. El castillete entero está ya invadido

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por la planta. Habitado más bien, porque sólo invade aquello que no es deseado, pero tú no, mi querido monstruo herbáceo, tú eres más que deseado; eres adorado, amado. Ah… tus hojas; tus suaves hojas en mi rostro, tus retoños enroscados en mis brazos, húmedos, turgentes, deliciosos, como si fueran parte de mi propio cuerpo. Y tú, Pierrot, ¡apuesto a que ya lo has gozado! Claro, si ya vi que los vigorosos vástagos entran a tu habitación, y vi que llegan hasta tu cama. Por supuesto que no voy a dejarte podar ni el más ínfimo brote; no me importa que ya no pueda andarse bien uno por las cocinas; nosotros somos secundarios, mi buen Pierrot, ahora nuestra amada planta es la protagonista y dueña de este castillo, y ella decide cómo morarlo, y si decide ocupar con su follaje todas las dependencias y ambientes, pues así sea, habitaremos nosotros como mejor podamos disfrutando de nuestra casa bosque. ¿Acaso prefieres el horroroso desierto que reina afuera, Pierrot? ¿Has visto lo que es aquello? Sólo arena, sólo arcilla resquebrajada y sal, sólo gris; una llanura yerma y estéril. Si no fuera por aquellos hombres que traen el alimento a la comarca estaríamos todos muertos, mi Pierrot (y el vino, claro). Y esos pobrecitos comiendo sólo insectos, mira lo que le ha quedado al hombre, Pierrot, insectos y gusanos en sus constreñidos estómagos. ¡Pero nosotros estamos salvados!, tenemos nuestra enorme planta, nuestra brutal enamorada de los muros del diminuto Taotbat, nuestro

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bosque filipino, nuestra salvaje fronda. Y mejor aún, Pierrot, coronando tanta majestuosidad tenemos ahora la descomunal y maravillosa flor. No puedo entender cómo tan extraordinario prodigio puede causar la repugnancia que expresa tu rostro al verla. ¡No seas tan cobarde, Pedrolino! Ya sé que más que el aspecto de una flor tiene el aspecto de una enorme boca. ¿Tú lo has notado, Pierrot? Claro que lo has notado, se siente su aliento. Dudo que te hayas acercado lo suficiente, pero si lo haces notarás como si la planta respirara por allí, y se siente su vaho a musgo, a selva. Es una hermosa boca, Pierrot; colorida, hipnótica, voluptuosa, ah, Pierrot, ¡qué hermosos deben de ser sus besos! Y ese temor que tienes es insensato, mi buen amigo, porque si te devora, ¡qué mejor manera de unirse por fin a ella!”

“No pude ya contenerme; necesitaba sentirla en mi interior. Pero no me basta… necesito más, y tengo una idea para experimentar más, mucho más… ¡todo! Estaba tomando un baño y sentía las hojas acariciando mi rostro mientras el vapor del agua refluía en mis narices, me fui abandonando en un dulce sopor, embriagado por la humedad exuberante de mi botánico edén, y borracho de verdor, casi sin darme cuenta, me encontré de pronto comiendo las hojas de la planta. Cuánto placer; el aroma a savia fresca atravesando mi garganta, expandiéndose por mis órganos; tomé más hojas y las devoré con la loca avidez de un famélico. ¡Qué exquisitez! El buen

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Pierrot ha notado los verdes pigmentos en mis dientes y nuevamente ha puesto cara de susto. ¡No te exaltes, mi Pierrot! le he dicho; debes probarlo, no conoces aún lo que es la felicidad. Ha agachado la cabeza mirando al suelo y se ha marchado sin pronunciar palabra. Pobre hombre, no se anima aún a entregarse por completo al vegetal disfrute. Pero yo voy a ayudarte, mi fiel Pierrot, dije que tengo una idea y la llevaré a la práctica, lo haré contigo y lo haré conmigo mismo. La gigantesca flor ha comenzado a secretar como una baba. Es un líquido viscoso y tibio que al contacto con la piel genera una singular sensación de picazón y erizo, pero una picazón dulce, como una caricia de mujer en la espalda desnuda (dichosa juventud). Y bajo su influjo uno va siendo poseído por un adormecimiento aterciopelado y cálido que parece el preámbulo de un precioso sueño. Hay que dejarse llevar por el hechizo, mi Pierrot, ¡eso haremos!, ¡nos dejaremos llevar por el hechizo!”

“¡Lo he hecho! ¡Ha sido formidable, soberbio! ¿No, Pierrot?, ¡imagino que habrá sido realmente maravilloso! Ahora es mi turno; el turno de alcanzar lo sublime, lo máximo, de saborear la cumbre de las delicias, de llegar al cenit del placer… eso será; mientras el desierto afuera vomita su fuego, yo aquí en mi edén alcanzaré la gloria, licuándome en tibia y dulce savia, uniéndome plenamente al verdor, a la maravilla herbácea de mi planta. En los últimos días había notado un incremento

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en la secreción de la flor, y lo más grandioso es que poseyó movimiento; sí ¡se mueve!, como una enorme babosa. Al colocar el brazo sobre ella, la boca comienza a cerrarse y uno va sintiendo la deliciosa succión de sus besos. Y no sólo eso; si uno se acerca, el tallo de la flor se tuerce y se estira hacia uno. Hace rato ya que Pierrot se negaba a entrar en mi habitación; pero esta vez lo logré. Al principio gemía un poco por temor, pero luego yo sé que lo disfrutó profundamente, ¿no Pierrot? Le hice preparar una cena magnífica diciéndole que había que festejar una gran noticia, ¡y ciertamente había que festejarla! Lo senté a la mesa conmigo y lo invité a alzar muchas veces la copa de vino, y el pobre Pierrot se ha emborrachado hasta casi no poder caminar. ¿Y qué debemos festejar, señor? me preguntó entre hipos y ziceos ya al final de la cena. Ven mi buen Pierrot, ven que te mostraré. Para poder subir las escaleras debió apoyarse en mis hombros; trastabillaba a cada paso. Cuando se percató de que nos dirigíamos a mi habitación comenzó a ofrecer cierta resistencia, pero lo sostuve con mis brazos y lo forcé a continuar mientras lo alentaba con palabras tranquilizadoras. Al entrar a la habitación sentí que su cuerpo sufría una ligera convulsión y, al ver la magnífica flor, su cara roja de alcohol palideció. ¡Otra vez con tus muecas de comedia, Pedrolino! No exageres, ya verás que experimentarás el mayor placer de entre los placeres, mejor que aquellas delicias de Las mil y una

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noches. Quiso tratar de zafarse pero lo tomé sólidamente de los hombros, refunfuñó un poco y balbuceó algunos quejidos que se transformaron en lamentables gemidos a medida que lo arrastraba acercándonos hacia la flor. Al aproximarnos suficientemente la flor se abalanzó sobre él con un movimiento casi de predador, envolviéndolo por completo. ¡Vaya, parece que está muy enamorada de ti, mi suertudo Pierrot! Comenzó a succionarlo con movimientos como de gigante molusco mientras los gemidos de Pierrot se apagaban ahogados por los húmedos besos vegetales. El efecto soporífero de los fluidos de la flor se sumó al del alcohol adormeciendo a Pierrot, que finalmente dejó de resistirse; aunque yo creo más bien que las herbáceas delicias de nuestra planta terminaron venciendo de placeres su voluntad. Cuando estuve seguro de que la unión entre la planta y mi fiel Pierrot era ya irreversible, quité mis brazos (con bastante esfuerzo ya que habían sido también succionados por la gigantesca flor), y me senté en la cama a observar el glorioso espectáculo. La enorme y bella monstruosidad estuvo unas tres horas deglutiendo al feliz Pierrot, con movimientos que me recordaron a aquellas gigantescas serpientes del Asia que devoran pacientemente a su cervatillo. No me perdí un solo segundo de aquel espectáculo, pensando permanentemente en los deleitosos sueños en los que estaría sumergido el buen Pierrot mientras la planta lo hacía suyo.

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”Ahora es mi turno. Ésta será mi última nota sobre el formidable espécimen que ha brotado del bastoncillo del diminuto Taotbat de la lejana isla de Palawa. Sí, yo también me uniré a mi amada planta, porque no me basta sentir sus caricias por las noches, porque no me basta besar ni comer sus hojas, ni aspirar sus aromas vegetales, ni dejar besar mi brazo por su magnífica y narcótica flor; necesito más, necesito una unión total, una alianza completa y pura, necesito sentir que somos uno. Dejaré esta nota en mi escritorio junto con las otras, y si la planta no se devora todo el castillo o a quien se atreva a entrar en él, tal vez las lea alguien y pueda contar al mundo esta maravilla. Pero nada de eso importa, porque nuestra planta, mi fiel Pierrot y yo, seremos uno. ¡Adiós!”

Éstas fueron las infames notas que hallamos sobre el escritorio del Barón. Llegar a lo que había sido su habitación fue realmente difícil, porque las ramas de la planta se enredaban intrincadamente y habíamos preferido no utilizar los machetes por la repugnancia que nos dio el primer machetazo que dimos al entrar al castillo. Al llegar al escritorio vimos las notas, y al leer las horrorosas revelaciones que allí se hacían, resolvimos que había que cercenar de cuajo aquel monstruo, por grande que fuera el rechazo que nos produjera hacerlo. Buscamos lo que sería la sala de baño donde, según

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la carta, se hallaba el famoso bastón, y vimos que de allí surgía lo que parecía ser el tronco principal de la gigantesca enredadera. Cortarlo fue un trabajo arduo y sumamente desagradable, pero finalmente lo logramos; aunque no pudimos evitar quedar todos horrorosamente cubiertos e impregnados de aquella asquerosa savia cuyo vaho morboso sigue aún pegoteado en nuestra memoria; aquella espantosa savia que ya no era verde, como mencionaba el pobre y desquiciado Barón, sino roja y tibia, como la sangre.

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ocurrE a vEcEs, no sé biEn qué es, y no sé si realmente es, o sí, aunque espero aprender a olvidarlo. A Teresita ya se lo he contado, pero me dice cállate que no me gustan esas tonteras que se te meten en el seso, y después me abraza y me dice cabeza de chorlito y entonces me hace reír y me olvido. Pero nunca fue como hoy con lo de Luis. Esto no se lo voy a contar a ella porque va a enojarse, o va a llorar, y esta vez yo también, así que mejor nada de nada. Y a Luis; no volver a verlo y listo.

Con Teresita vivimos ahora a sólo cinco cuadras del mar, aunque algunos días hemos despertado en esa otra casa tan hermosa del balcón que da directo a la playa como ella siempre soñó, y esos días son los que más me gustan porque Teresita es el rumor de las olas y las

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gaviotas de algodón y todo todo felicidad, y su sonrisa blanca en el balcón, a través de las cortinas que ondulan suaves como una caricia y el corazón que se me sale, se me sale. Pero después esa casa ya no existe y entonces volvemos a nuestra casita de siempre que igual es linda aunque para ver el mar haya que caminar cinco cuadras. Y todos los días las camino porque me gusta pasear en las tardes por la playa, aunque es en esos momentos cuando ocurre. Se me viene eso a la cabeza y la angustia me sube y se queda hecha un bollo ahí en la garganta. Es como el recuerdo de un sueño, un horrible sueño donde Teresita no está y yo estoy solo en la casa derruida y oscura. Sus fotos siguen ahí, y todo está lleno de polvo y de telarañas, y yo estoy tirado en una cama tratando de dormir, y mis pelos están largos y mi barba crecida y mis uñas. No salgo de la casa porque el mar no está, y en el jardín crecen malezas hasta la cintura, y a la noche me como cualquier porquería que no sé por qué me trajo Luis y me tiro a dormir, y me quedo en la cama tratando de soñar, de soñarla a Teresita, que no está. Por eso a ella no le gusta que le cuente esto, porque la angustia, y se le hará también su bollito en la garganta como a mí cuando se me viene eso a la cabeza en mis tardes de playa y entonces me dan ganas de volver a casa y ver a Teresita, y le acaricio la cara con una mano y le doy un beso y ella se da cuenta de que pensé en eso aunque yo no se lo diga.

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No recuerdo bien cuándo se vino el mar tan cerca de la casa, porque antes no vivíamos cerca del mar. Teresita tampoco lo recuerda… supongo, porque en realidad de eso no le puedo hablar; se enoja, se enoja y se va, o hace como que no me escucha y se pone a balbucear cosas sin sentido. Ella es feliz, más que feliz, y cuando estoy con ella yo también lo soy y todo está bien. Pero cuando estoy solo me empieza a dar miedo, y entonces la felicidad deja de ser felicidad y no está todo tan bien y recién me recupero cuando la veo de nuevo. Y es al caminar por el mar cuando más me angustio. Serán las olas y la brisa que traen de algún lado esos raros recuerdos. Sin embargo me gusta mucho caminar por el mar, a pesar de eso, y quién sabe tal vez me guste justamente por eso. Pero hoy la angustia llegó a su máximo, porque lo de Luis cruzó el límite. En mis tardes de caminata siempre llego a Luis, que se pasea también por la rambla, que se aparece en la playa, siempre allí, a decirme todo eso que me dice, acá y allá; porque no sé por qué Luis también está allá, en la casa derruida y oscura, y cada vez que me lo encuentro en la playa, en vez de ayudarme a olvidar ese insólito recuerdo, me habla de él, y me llama y me insiste. Hace unos días estaba en la rambla con los codos apoyados en la baranda mirando el mar y de pronto llega Luis; le digo hola pero no me contesta y se sienta sobre la baranda cerca de mí, y de pronto me dice, “¡Lito, Lito!”.

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Qué pasa, le digo, pero sigue llamándome, y le vuelvo a contestar pero me sigue llamando, y entonces siento que me sacude, “¡Lito, Lito!”, y sin embargo estaba allí, sentado en la baranda, a dos metros de mí, quieto; pero me sacudía. Y empezó con eso que yo odio escuchar: yo voy a ayudarte a salir de esta caverna, ¿me oís, Lito, me oís?, vení conmigo, Lito, no te vayas, vení conmigo. No me voy, Luis, no me voy a ninguna parte, estoy viviendo acá con Teresita, tenemos una casita a cinco cuadras del mar, y a veces, no me preguntes cómo, amanecemos en otra casa que da directo a la playa, y tiene un balcón fabuloso. Pero él insiste con eso, igual que en el recuerdo ese, porqué allí dice lo mismo, y tiene la barba crecida como yo, y a mí me agarra ese miedo y me dan ganas de volver con Teresita que me abraza y me dice estuviste pensando otra vez en eso cabeza de chorlito y entonces me olvido y Teresita es feliz. Pero de Luis no le hablo, no le digo que está también allá en el recuerdo ese, no le digo porque entonces se va a enojar y va a empezar a balbucear, o a llorar.

Si me pongo a hacer memoria creo que estas imágenes me empezaron a venir después de que se enfermó Teresita. No me acuerdo bien cuándo fue ni tampoco qué le agarró. Solamente la veo a ella allí en la cama con su cara tan blanca y hermosamente triste, sonriéndome, dame tu mano, Lito, dame tu mano. Y

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eso es allá, o fue allá, en esa casa de las telarañas, pero sin telarañas y luminosa, y con los retratos vivos. Después de un tiempo la cara de Teresita dejó de ser blanca y pasó a ser gris, y después un poco morada, y su tristeza ya no fue hermosa y su voz casi un susurro. Y me veo a mí preocupado, con los codos en la mesa, con las manos en la cabeza y lágrimas sobre un papel. Y después, después todo se pone un poco confuso; el parque sereno y las flores y yo apretujado entre abrazos y palmadas y también Luis con sus lágrimas. Y finalmente la casa tan silenciosa y oscura, y yo desplomado en la cama mirando hacia la nada, tratando de dormir, de olvidar, y me levanto y saco de la heladera cualquier porquería, y el pasto crece, como los pelos, como la barba, y el polvo cae sobre los retratos muertos, y las arañas enredan la casa con sus hilos, y yo en la cama cerrando los ojos, tratando de soñar, insistiendo en eso, en soñar. Hasta que al fin, al fin vos, Teresita, que esfumaste con tu caricia los vahos de pesadilla y derribaste la casa y construiste otra igual pero más blanca, más linda, y el mar que se llegó hasta acá nomás, con sus murmullos de eternidad y su brisa de paraíso, y un día cualquiera despertamos en el cuarto del balcón, y te veo allí del otro lado de la cortina, fabulosamente blanca, mirando revolotear los copos de algodón que aletean sobre la espuma y canturrean su trino de playa y sol, y el corazón que se me sale, Teresita, se me sale.

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Pero después otra vez Luis. Y lo de esta mañana fue mucho más intenso que otras veces, porque de algún modo reviví el recuerdo y, aunque me lo niego, tal vez lo comprendí. Estábamos en la playa, Luis caminaba descalzo sobre la espuma de las olas, levantaba los brazos gritando “¡Lito!”. Yo lo escuchaba sentado en la arena a la distancia, y oía su voz como si viniera de mucho más lejos, de atrás de las olas, de atrás del horizonte. Y entonces empecé a contarle algunas cosas que me pasan con Teresita. Porque hay en nuestra felicidad algunos detalles que no son normales. No sé Luis, no tengo idea por ejemplo qué hace ella durante el día. Cuando llego a casa muchas veces no está, pero sin embargo siempre se las ingenia para llegar apenas unos minutos después que yo. Se aparece simplemente, en el cuarto o en la cocina, y cuando le pregunto dónde estaba, me dice acá, estuve siempre acá, no me fui a ninguna parte. Otra cosa extraña es que nunca viene conmigo al mar, a pesar de que lo adora, no viene. Yo le pregunto por qué, pero hace eso que tanto me enerva, balbucea. Mueve la boca como diciendo palabras pero no dice nada, Luis, te lo aseguro, no dice nada, y me sonríe. Luis me miraba fijo mientras yo le contaba estas cosas, y su mano en mi hombro, no sé por qué su mano en mi hombro a pesar de la distancia. Porque él estaba parado en la espuma y yo sentado a varios metros de distancia, pero su mano en mi hombro. Y ocurrió que empezó con su perorata,

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pero esta vez fue peor que nunca, y eso llevó a lo otro. Empezó que olvidala, Lito, olvidala de una vez, vayamos a otra parte, Lito, salgamos de esta cueva, tenés que salir de esta cueva y la mano del hombro empezó a apretar, a quemar, y me empezó a sacudir, a zamarrear ¡olvidala, Lito, olvidala! Y yo estaba tan perplejo que no atinaba a reaccionar y la mano esa que no me tomaba pero me sacudía con tanta violencia que terminó tirándome sobre la arena, y Luis allí a la distancia, ahora arrodillado, y la mano que me sacudía de un lado a otro y fue ahí; fue ahí donde se metió ese recuerdo que palpo ahora tan nítido como si realmente hubiera ocurrido, porque de pronto Luis estaba arrodillado a mi lado, y su cara muy cerca de la mía, pero con barba, con barba y el rostro serio, viejo y lloroso. Y la arena mullida era ahora la gomaespuma de un colchón y mis ojos pesados empezaron como a partirse en un imposible despertar que más se parecía a un nacimiento, y la imagen de las olas fue desapareciendo invadida por otra imagen oscura, y allí estaba Luis, con su barba y su pelo revuelto, y allí detrás del horizonte la casa sombría, y las arañas tejiendo sus hilos entre los retratos tiesos, y por la ventana, la maleza creciendo en un abandono devorador. Y yo recostado en una cama y Luis arrodillado a mi lado, con su mano en mi hombro repitiendo y repitiendo Lito, Lito, Lito. Y tanto repitió que me levanté, y caminamos por la casa, y vi en los retratos estáticos trozos de felicidad; Teresita sonriendo

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entre amigos olvidados que no están aquí en la casa del mar; cubiertos de polvo, de olvido. Y salimos al jardín de malezas, y el sol me dolió un poco en los ojos, y lloré porque allí estaba la angustia esa estallando en mi garganta, y después Luis me mostró un espejo, y vi una imagen de mi cuerpo raquítico cubierto de harapos que recordé ya haber visto, y sentí frío, y rechacé con una sonrisa triste un plato de comida que me acercó Luis. Me senté en un viejo sillón, y en un mareo de fiebre sentí que el tiempo dejaba de ser, y arremolinados llegaron días enteros que se acumularon en mi mente. Y allí sentado en el sillón sentí que el frío subía por los pies, hasta las rodillas, hasta la cintura, y los ojos volvieron a pesar y a partirse, y la imagen oscura volvió a ser invadida por la imagen lúcida del mar, y me encontré sumergido en el agua, con las olas hasta la cintura, y Luis nadando hacia mí, tomándome por la espalda, llevándome hasta la orilla.

En el cielo las gaviotas se balanceaban en silencio suspendidas en la brisa. Nubes altísimas reflejaban la claridad del sol que entibiaba mis ropas mojadas. No supe por qué me había arrojado al agua. Me quedé allí tendido un largo rato, mirando el cielo ponerse naranja de a poco. Más tarde pensé en Teresita y me levanté. Me sacudí la sal. Luis ya no estaba, pero vi sobre la arena unas marcas que parecían como letras. Las borré con el pie hasta que ya no pude leerlas y he vuelto a

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casa corriendo a olvidar en los brazos de Teresita esas palabras que igual recuerdo; DESPERTATE LITO.

Con esto Luis pasó los límites, y tal vez sea bueno no volver a verlo. Porque insistirá en que vaya allá, a la casa corroída y oscura donde Teresita ya no está. Pero yo necesito quedarme de este lado, porque sin Teresita no soy, y aquí esa enfermedad no existió nunca, sólo está en ese recuerdo que aprenderé a olvidar, y alguna vez se irá esa oscura casa de retratos muertos, y el frío en el sofá llegará hasta el pecho, hasta el corazón, y la voz de Luis que viene desde el horizonte con la brisa del mar se callará al fin, y el recuerdo se esfumará para borrar por siempre toda aquella parte; el parque sereno, las flores y las lágrimas de Luis. Y de este lado será Teresita, y seré yo, despertando en esa casa tan hermosa del balcón que da al mar, con Teresita que es el rumor de las olas volando entre las gaviotas de algodón, y su sonrisa blanca a través de las cortinas que ondulan suaves como una caricia, y es todo felicidad, mientras el corazón se me sale, se me sale… de tanto soñarla.

Primer premio en Concurso Literario de Cuentos cortos APAIB, Buenos Aires, Argentina, 2014. Publicado en antología del certamen.

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quEdar aquí sEntado mirando la fotografía de la calle, con el sol y sus naranjas tibios acariciando las paredes, con la gente regresando alegre a sus hogares —sonrisas estáticas en caras anónimas— fue un plan, un minucioso plan que empecé a elaborar desde el momento en que noté que el tiempo había comenzado a correr más lento. Dos cosas me fueron de gran utilidad: mi truncada carrera de físico y la lectura de las ficciones de Borges. El flujo del tiempo, un incomprensible remolino que gira a la deriva.

Todo comenzó una mañana en que desperté sintiéndome medio extraño. Mis movimientos eran perezosos y sentía que los segundos se arrastraban, estirándose, andando más lento que lo habitual. Al pasar algunos días el proceso se fue agravando. En sólo un

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mes los segundos pasaron a durar casi el doble de lo que duraban normalmente, todo ocurría como en cámara lenta. Lo primero que hice fue tratar de averiguar si era algo que sólo me ocurría a mí o si era algún extraño fenómeno universal… o algún suceso paranormal que estuviera ocurriendo en el barrio. Pero no. Me saqué la duda en una corta charla con Edmundo, mi amigo del bar. Es el que está ahora frente a mí en una extraña posición, muy cómica por cierto; mejor que lo que había planeado, porque parece que justo se ha tropezado con la mesa al darse vuelta. Su mano derecha levantada en un saludo, su rostro sonriendo, posiblemente pronunciando mi nombre o qué haces querido o cómo estás viejo lobo o algo así. Sus pelos, pocos por cierto (he contado la cantidad precisa, pero no viene al caso mencionarla ahora), levantados como en un sacudón; por el tropiezo supongo. Su espalda retorcida como quien se da vuelta rápidamente, y su pie derecho estampado torpemente contra la mesa. Una taza de café ligeramente inclinada con café a punto de caer y unas masitas de vainilla suspendidas junto al borde de la mesa, flotando. Lo más gracioso es la cara del que lo acompaña, que no sé quién es; los ojos muy abiertos mirando fijo la taza de café, la boca estirada en una mueca de sorpresa. En fin, como decía, fue a él a quien primero acudí para saber si esto me ocurría solamente a mí o a todos. Edmundo era alguien en quien podía confiar mi problema sin correr

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el riesgo de ser tomado por loco y por eso acudí a él. Por otra parte el hecho de ser tildado de loco por él me importaba muy poco. Sin embargo no comprendió. Para él, como para la mayoría, el tiempo no solamente no pasaba más lento sino que se aceleraba cada vez más, que no puede ser que ya estemos en agosto, que las fiestas de fin de año fueron ayer mismo; en fin, los segundos duraban el doble sólo para mí.

Y así las cosas fueron empeorando. En un mes más, que fue larguísimo por cierto, el tiempo continuó deteniéndose en forma más abrupta. Según mis cálculos, ahora requería unos seis o siete segundos de mi mente para que la aguja del segundero del reloj se moviera sólo una vez. Tuve que renunciar al trabajo, no solamente porque resultaba siete veces más tedioso y cada día era como trabajar una semana entera, sino porque no podía realizar mis tareas; me empezó a costar mucho mantener una conversación prolongada con una persona, concentrarme en lo que quería expresar, recordar lo que había dicho antes. Además, resolví dedicarme completamente a buscar alguna solución a mi situación. Comencé consultando con algunos viejos colegas de la facultad, a todos por escrito. La mayoría no me creyó, y los que me creyeron no alcanzaron a entender cabalmente lo que me ocurría. Sólo uno aceptó ayudarme. Se entusiasmó mucho con mi caso, me prometió estudiarlo y lo hizo. Encontró incluso algo

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de bibliografía al respecto que envió a mi casa; pero lo único que logramos fue describir el problema, no hallamos una solución concreta. En ese trajín transcurrió otro mes, un mes prolongadísimo que fue para mí casi como un año.

Fue otro profesor de física, viejito ya, el que realmente resultó de cierta ayuda. Llegué a él de casualidad en una de mis recurrentes visitas a la biblioteca de la facultad (solía ir a consultar libros de cálculo). Le conté mi problema. No sé si me creyó o no, pero al parecer el asunto le resultó divertido y decidió ayudarme. Fue así como logramos hacer un cálculo que, tomando en cuenta el momento en que había comenzado el fenómeno y cuánto se había reducido hasta ese momento la velocidad del tiempo, nos permitió desarrollar una función, llegando a la conclusión de que el cinco de abril, el tiempo finalmente se detendría por completo. Trabajamos cuidadosamente en la función hasta calcular incluso la hora exacta a la que ocurriría el fenómeno: las seis y treinta y siete de la tarde, con veintidós segundos y cuarenta centésimas.

Soluciones para evitar el problema no encontramos, claro. El flujo del tiempo es algo determinado por una fuerza superior, omnipotente; Dios tal vez. Y todo indica que la percepción del tiempo también, y no puede ser modificada por un insignificante ser humano, sobre todo uno tan insignificante como yo.

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Al comprender que no encontraría una solución, decidí venir aquí el día en que el tiempo se detuviera; el cinco de abril según nuestros cálculos. Hoy, claro. El tiempo efectivamente se detuvo como lo habíamos calculado. Y tengo la certeza de que realmente se detuvo por completo, porque de pronto todo quedó en silencio. El sonido, por supuesto, necesita del flujo del tiempo para poder ser escuchado.

El tiempo que pasó para mí desde aquel día en que decidí terminar en el bar, hasta hoy, es prácticamente incalculable. Por fortuna, durante ese tiempo aprendí a disfrutar viviendo sencillamente en el pensamiento. A partir del momento en que me resigné a este destino comencé a dedicarme a la contemplación y a la reflexión. Llegué a pasar tiempos prolongadísimos (equivalentes a varios meses de cualquier persona), mirando por ejemplo un atardecer, sólo contemplando. Ingresé en un estado cercano a la eternidad, a la que accedí finalmente hoy, cinco de abril a las seis y treinta y siete con veintidós segundos y cuarenta centésimas, justo el instante en el que se extinguió el sonido y quedé en un perfecto y delicado silencio, justo en el momento en el que mi amigo golpeó la mesa al levantarse para responder a mi calculado saludo y la taza de café se balanceó y las masitas de vainilla se elevaron quedando suspendidas en el aire.

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El cuadro es cotidiano y agradable: una apacible tarde de otoño, un atardecer tibio y naranja, gente alegre volviendo a su hogar. No sé ya hace cuánto que estoy aquí en este estado… o mejor dicho sí lo sé, no ha pasado ni siquiera una décima de segundo desde que todo se congeló, pero he tenido espacio, sin embargo, de aprenderme de memoria todo lo que está al alcance de mis ojos: la ropa que viste cada persona, sus gestos, la cantidad de arrugas en sus rostros, las cosas que están sobre las mesas, las bebidas que hay en la barra, las tres palomas levantando vuelo en la vereda, la cantidad de plumas en cada ala…

El viejo profesor casi llega tarde; quería estar presente para ver qué ocurría. Llegó justo a tiempo; está precisamente abriendo la puerta del bar, alcanzó a asomar la cabeza. Su mirada congelada parece buscarme. No sé qué habrá sentido… o mejor dicho, qué estará sintiendo. Recuerdo que un día, entre largos mates, se nos había ocurrido una idea interesante, nos habíamos inspirado en un relato de Bioy Casares. Pero pensé (y tuve, créanme, mucho tiempo para hacerlo), que podía terminar siendo dañino para mí el tener a la mujer que amo frente a mis ojos. El hecho de tenerla enfrente eternamente sin poder abrazarla, sin poder apretar su mano, sin poder besarla y acariciarla, podría haber sido desesperante hasta la locura, una tortura eterna. No sé cómo le habrá resultado al pobre de Morel, pero a

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nosotros nos pareció mejor elegir un cuadro cotidiano, rutinario, eso que hice en realidad durante muchas de mis tardes en los últimos años: el bar. La rutina y la eternidad son hermanas.

Seguiré pensando la solución para escapar de este idílico y estático cuadro, de este infinito instante que, insisto, no es para nada desagradable. La solución no va a surgir de nadie que esté aquí adentro, y nadie vendrá a rescatarme tampoco, porque si no ya hubiera llegado y ya me hubiera rescatado antes de que el tiempo se detuviera. Ahora están todos estáticos, congelados, y yo también, ya nadie puede avanzar ni moverse. En realidad la solución no vendrá tampoco de mí mismo. Tiene que provenir de alguna fuerza superior, omnipotente, que decida de pronto que mi tiempo simplemente continúe, que las masitas de vainilla se caigan, que la taza de café se derrame, que el hombre que está con Edmundo se tome la cabeza, que Edmundo me diga ¡viejo lobo!, ¡negro querido! o algo por el estilo y se acerque a darme un abrazo; que yo logre moverme y todo continúe naturalmente su curso y el tiempo vuelva a fluir a la velocidad de siempre, a un segundo por segundo. Tal vez todo esto ocurra y yo me olvide incluso de toda esta eternidad estática. Tal vez este fenómeno haya ocurrido ya muchas veces en mi vida y, en lugar de haberse detenido paulatinamente, el tiempo se haya detenido otras veces en forma repentina, sin previo aviso, durante

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alguna noche sin siquiera notarlo, en un sueño eterno, o en el momento de dar un salto, o en el momento de recibir el pinchazo de una vacuna (un dolor eterno, sería terrible… o ya lo fue). En fin, no lo sé, yo seguiré aquí detenido, estático, disfrutando de mi cuadro cotidiano con la esperanza que, de pronto, las masitas de vainilla terminen cayendo, al fin, al piso.

Finalista en “X Concurso Literario Internacional Gonzalo Rojas Pizarro”, de la Municipalidad de Lebú, Chile, 2012. Publicado en antología del certamen.

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detRás del oRigen

una rEcEta para sEr FEliz… bastaría con quemar todas estas planillas y estos archivos tan aburridos. Hay cosas más interesantes… el otro día encontré una antigua receta para hacer un ratón: tome un puñado de semillas de trigo, un trapo sucio, la camiseta de un hombre sudada y colóquelos dentro de una caja abierta; espere 21 días. Ingenioso. Podría inventarse una receta para hacer un ser humano: tome barro y, si es capaz, sople vida, así de simple… ¡basta! Me tengo que concentrar de una buena vez… Aunque de algún modo lo habrán creado a él… y claro, después vinimos todos nosotros, es decir ellos, la humanidad.

Sentado en la rama del enorme árbol al borde del cañadón, miraba al resto de la banda que descolgaba frutos de los And’as del monte. Había sentido la

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necesidad de quedarse solo. Iba dejando de ser cachorro y se sentía diferente a los demás. No se sentía parte de esa banda de homos con la que andaba de un lado al otro, buscando siempre frutos o cazando animales para comer. Sentía rechazo hacia su brutal mirada salvaje de ojos rojos y opacos, hacia el instinto bestial que dominaba todos sus movimientos, todos sus gestos, todas sus reacciones; todo lo sentía ajeno. Por eso cada vez se apartaba más de ellos y buscaba la soledad, que de a poco lo iba cubriendo con su oscuro manto. Una soledad contra la que no podía luchar, una soledad irremediable. Y sentado allí arriba miraba… miraba las hojas de los árboles, el horizonte, los cielos… buscando.

—¡Amán, Amán!

Un susurro en el silencio de la noche, un eco errando por los aires, apenas audible, si es que lo era. No era la primera vez que lo percibía. Era un sonido suave y prolongado que lo estremecía. No venía de afuera, ni lo pronunciaba ninguno de los homos que estaban en la cueva con él, parecía como si fuese emitido dentro de su propia cabeza. Se sentaba y se quedaba atento para escucharlo nuevamente, pero el sonido no se repetía. Volvía a recostarse mirando hacia arriba, viendo a través de una rajadura de la cueva aquellas pequeñas lucecitas azules en lo alto, titilando ínfimas e inalcanzables, e intentaba volver a dormir como el resto de la banda.

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Afuera, los sonidos de la noche se mezclaban en una sinfonía salvaje; una multitud de notas resonando entre las hojas, entre los pastos, en las colinas, sobre los árboles; la naturaleza ardiendo de vida, virgen y pura.

Las planillas, los archivos, los apuntes, mis planos. Números y letras desordenadas sobre el escritorio. Mi escritorio que está al lado de la puerta ventana que da al balcón, donde está mi bicicleta, a unos quince metros de distancia de la calle en línea vertical. Pero desde el balcón no se ve el horizonte. Para verlo, o mejor dicho para ver un trozo del horizonte entre dos grandes edificios, tengo que ir hasta la ventana de mi cuarto. Al fondo se ve un grupito de árboles apelotonados; como si fuese un bosquecillo de un cuento en medio de la ciudad. Me pongo el buzo, agarro la bici y bajo. Diez cuadras, veinte cuadras, treinta cuadras; una plaza con algunas acacias, un poco de pasto; mi bosque urbano. Sé que no soy parte de este conglomerado sin forma; sus gentes, sus hábitos, sus modos. Tal vez pertenezca a otra especie. No soy parte de ellos, no puedo serlo. Ya no aguanto levantarme temprano y sumergirme en las cuentas, en las palabras electrónicas, técnicas, toscas, aburridas, tan faltas de poesía. El caño de tres pulgadas colocado verticalmente colabora a la evacuación de los efluentes del tanque uno donde se incorpora el leudante 347-c utilizado para la cocción del producto E135 llamado comercialmente madalenas de vainilla. No. Más poesía.

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El leudante 347-c utilizado para las madalenas que puede saborear mientras ceba un mate y cierra los ojos imaginándose que está en el medio de un monte, o en la selva, con el ruido de unos pajarracos de fondo y una cascada que cae furiosa contra unas rocas y el viento puro que llena sus narices de ese aroma a tierra inmaculada, y el horizonte, y las líneas verdes ondulantes que ascienden y descienden y mueren en inmensos acantilados, y un grito lejano de algún animal cuya necesidad salvaje exige emitir un alarido de hambre, de sed, de lucha, de reproducción o de celos, sin poder siquiera darse cuenta de la elemental realidad de estar vivo, aspecto esencial que debe haber diferenciado al primer hombre del resto de los monos, o como se llamen, que vivían con él.

¿Me faltará algo que ellos tienen y yo no?… no lo sé. Ahí van por las calles con su cháchara, hablando de lo que se compraron ayer, o de la vecina de enfrente que se pelea con el hijo a los gritos toda la noche. Hasta el brillo de sus ojos me es ajeno. Su presencia no me acoge, su compañía no me acompaña. La soledad. La soledad que se cuela por debajo de la puerta de mi departamento y se mete entre la sábana y el acolchado cubriéndome de noche. Y luego por la mañana se mete entre mi ropa y me cubre también, y en mi cumpleaños lucha encarnizadamente contra los abrazos de mis amigos que no logran romper la coraza de soledad que cubre mi humanidad impidiendo que se mezcle con el resto de

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la marea humana, apartándome… como si fuese una gota flotando en el océano sin poder mezclarse al agua que la rodea y la abraza, una gota de aceite, eso, una gota de aceite que no puede unirse al resto del mar, pero que flota en él a la deriva. Tal vez en algún lugar haya un océano de aceite donde pueda mezclarme… tal vez debiera buscarlo… buscar mi sustancia, mi especie.

Sé que se sintió así aquella noche, como una gota de aceite en el agua. Y se acostó boca arriba, y miró, una vez más, a través de la rajadura de la cueva, los puntos titilantes en el cielo. Escuchó, o creyó escuchar, un susurro —¡Amán, Amán!— y se sobresaltó, y se levantó, y salió. Luego los miró durmiendo, salvajes, distantes, distintos, y sin duda sintió otra vez esa soledad; en medio de ellos, a su lado. Y se alejó, primero caminando de espaldas, luego de frente, lentamente, un paso tras otro, luego más y más rápido, apoyando una mano al correr, como sin duda era entonces su modo de moverse, con ese movimiento primitivo, simiesco. Corrió y corrió hasta cansarse; entonces comenzó a caminar, pero siguió alejándose durante mucho tiempo. Pero al ocultarse la luna y quedar todo completamente a oscuras, se dio cuenta de que tenía frío, se acurrucó contra un árbol y sintió los ruidos infinitos de la noche; las patas de los insectos caminando entre la naturaleza descompuesta, triturando con sus diminutas mandíbulas las hojas enmohecidas entre el humus; los grillos, las hojas de los

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árboles golpeándose entre sí, búhos, las ramas crujiendo, golpes, pasos. Sintió miedo, pero el miedo desaparece al quedarse dormido.

Me desperté todavía con frío. Enrollé la bolsa de dormir y la colgué en la mochila. Busqué algunas maderas entre los escombros, las apoyé contra una de las paredes medio derrumbadas de la casucha abandonada y prendí un fueguito para calentarme un poco las manos. Me fui de casa hace ya como dos meses. Al escritorio no lo ordené, allí quedó con sus archivos y planillas, para que otro pudiera disfrutarlo. Y es que me levanté una mañana y después de terminar el café me asomé a la ventana, esa desde la que se ve entre dos edificios un pedazo del horizonte; y los árboles de la plaza a treinta cuadras, que desde allí son ese bosquecillo que leí en un cuento cuando era chico. Y detrás del bosquecillo vi el sol saliendo, entibiando mi frente, rozando mi piel desde ciento cincuenta millones de kilómetros de distancia, la misma distancia que tres mil setecientas vueltas al mundo, o que caminar de mi cuarto a la cocina ida y vuelta durante un millón de años. Pero preferí caminar dando la vuelta al mundo, me pareció más interesante. Tal vez así pueda encontrar mi océano de aceite. Tal vez allí esté lo que me falta y todos tienen; mi otra parte, o mi parte de adentro, o eso que llaman el alma, que tal vez exista, aunque yo no debo tenerla, o sí, pero a 150 millones de kilómetros de distancia de mi cuerpo.

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Apagué el fuego, ordené la mochila y seguí caminando por una ruta que ondula entre inmensos cerros verdes, parecidos a los que vio él cuando despertó como yo luego de pasar una noche fría. Pero claro, él no sabía prender fuego para calentarse, entonces se levantó y volvió a caminar retomando el rumbo que venía siguiendo, seguramente hacia el este, desde donde comenzaba a salir el sol. Posiblemente buscaría en ese insigne punto cardinal la respuesta a esa búsqueda que no alcanzaba a identificar. La falta de algo, la necesidad, no una necesidad como la que llegó al acercarse el mediodía y que provenía del estómago, sino otra que surgía de otro lado, y era más dolorosa. Pero el estómago pedía y esa necesidad aún dominaba las intenciones y las acciones. Hurgó en el suelo, sintió el olor de la tierra húmeda, olor a hongos; sus dedos escarbaron entre las raíces, cerca de un árbol, más allá, cerca de una mata de pasto. Ahí fue donde al enterrar en la tierra los dedos encontró una protuberancia y al sentir esa textura firme que cedía un poco al oprimirla, supo que era el tubérculo que buscaba, lo desenterró y lo comió. Siguió luego caminando buscando algo más apetitoso. De pronto encontró un And’a; su aliento se interrumpió para dar un resoplido que se transformó en una especie de gruñido breve; frutos dulces y nutritivos. El estómago lleno, la necesidad urgente saciada y de nuevo el resurgir de aquella soledad por un instante olvidada.

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Y la mirada que comenzó otra vez a volar entre las ramas de los árboles y cuando éstas se abrieron tomó un vuelo más libre, entre las nubes que cambiaban de forma y se movían también hacia el este, delante del celeste límpido y luminoso. Entonces se detuvo, las piernas en cuclillas y los ojos elevados… observando. La mano en el pecho, oprimiendo con los dedos la piel, como queriendo tomar algo que sentía adentro, una presencia, la misma que percibía cuando escuchaba a veces ese susurro que ahora callaba, silencioso entre los vapores blancos del cielo.

Asomo mi cabeza por sobre la baranda de la balsa que tomé para cruzar el río y miro hacia abajo. En el agua todo se ve como si fuera una acuarela. Y en esa acuarela veo mi rostro como en un cuadro. No el rostro prolijo y sonriente (y ciego) que estaba, o está aún tal vez, en el retrato del living de mi departamento, sino un rostro con una barba profusa, un pelo enmarañado y larguísimo y el gesto profundo de unos ojos llenos de vida que han comenzado a ver, a observar… a observar cosas hermosas, como las nubes que pintan en la acuarela figuras que mutan a cada instante y se pierden en el horizonte sin que nadie les regale un solo aplauso a sus obras de arte. Tal vez sea por eso que lloran las nubes cada tanto, regalando a los recovecos sedientos de la tierra sus lágrimas que penetran ansiosas en una barrosa excursión hasta encontrarse con microscópicos pelillos

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que las absorben conduciéndolas por pequeñas raicillas que se unen de a miles formando un tronco que busca el cielo y a través del cual suben de vuelta las lágrimas cargadas de vida, llenando las venillas de las hojas por cuyos poros terminan evaporándose en gotitas que se elevan, se elevan, se elevan, hasta juntarse con la nube que pinta una figura que va mutando lentamente hasta perderse en el horizonte, para siempre, sin que nadie la aplauda. En el reflejo del río, mis ojos vivos en un rostro desarreglado de pelos largos que cubren una cabeza que busca comprender algo de ese ser que uno es, ese ser que habita en el hueco que tiene el cuerpo en su interior, ese hueco que en general buscamos llenar con algo porque nos incomoda que tenga espacio libre. Si vaciáramos todos en una gran pileta lo que arrojamos allí, como un día sucederá, se encontrarían elementos muy variados, pero sobre todo algunos que se repetirían muy a menudo: papeles, números, planillas, archivos, cuentas, asfalto, humo, televisores, parlantes, autos, whisky, cigarrillos, zapatos, camperas, celulares, dinero, dinero, dinero. Y aplastado por esa montaña de materialidad, medio vivo y medio muerto, con la espalda encorvada y todo deformado por la falta de lugar, encontraríamos al hombre pequeñito, ínfimo, insignificante que uno es.

Por eso al volver de la ventana luego de mirar mi bosque urbano y lavar la taza de café escribí la nota y salí sin ordenar ni siquiera mi escritorio, eso fue lo primero

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que saqué de mi hueco; los archivos, los papeles; los saqué al salir de mi departamento. Luego seguí vaciando otras cosas; al atravesar los primeros campos dejé las cuentas, los números; al llegar a las sierras fui olvidando televisores, celulares, parlantes, el ruido; en las primeras montañas arrojé el humo, los cigarrillos, el whisky, y sobre las manos del hombre que maniobra el timón de la balsa, dejé al subir mis dos últimos billetes, liberando el enorme espacio que ocupaba el dinero. Ahora tengo en mi interior una enorme cavidad con suficiente lugar para que ese hombrecito pueda desperezarse, estirar los brazos, inflar los pulmones, cantar, bailar, sonreír, elevarse… y volar por el aire, como una golondrina que planea en su primavera eterna. Pero ocurre que no encuentro a nadie allí adentro, no encuentro a ningún hombrecito, ando por la vida sin mi yo y solitario, como una golondrina sin primavera, buscando la bandada que quién sabe algún día encuentre, si es que queda todavía algún ser humano entre la multitud de gente que llamamos humanidad, si es que no se han extinguido.

—Amán, Amán.

El susurro tal vez viniera de allí adentro. Del fondo de ese microscópico hueco que alguien había sembrado en el interior de ese homo, transformándolo en otra cosa. Ese germen había crecido y él comenzaba a sentirlo, a oírlo, a percibir cómo se iba apoderando

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de su cuerpo, de cada uno de sus miembros, batallando silenciosamente contra esa fuerza tan potente que es el instinto, arma poderosa de lo salvaje, de lo animal. A medida que esta esencia iba poseyendo su cuerpo, lo sometía a una variedad de sensaciones desconocidas, sensaciones que lo hacían permanecer sentado en una roca, con la cabeza sobre las rodillas y las manos tapando sus ojos, sensaciones que le reclamaban quedarse mirando el cielo o hacia el horizonte, sensaciones que hasta a veces lo incitaban a aullar, como aquella vez que luego de un prolongado alarido percibió el sabor salado de unas gotas que cayeron de sus ojos rodando por sus mejillas. Pero fue sin duda cuando lo vio muerto en aquel charco, que sufrió la sensación más impactante.

Hacía varios días que no comía otra cosa que tubérculos amargos. Sintió el olor desde una gran distancia. Luego de buscar un largo rato, vio un bulto cerca de un pequeño pantano. Se acercó, miró sus heridas frescas, mortales, su cabeza apoyada sobre el barro… Lo tomó de los cuernos para sacarlo del charco en el que había caído y al inclinarse vio su propio rostro en el reflejo del agua; su mirada brillante, sus pupilas negras y profundas, sus ojos vivaces y el susurro, nítido, claro, impetuoso: “¡Amán, Amán!”. Retrocedió espantado, soltó los cuernos del ciervo y cayó al suelo respirando agitadamente. Exhaló sus pulmones emitiendo un sonido ronco y se tapó los oídos. Permaneció quieto

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y, paralizado, se quedó observando la cabeza del ciervo que había quedado al alcance de su mano; su rostro vacío, sus ojos salvajes cubiertos de una telilla grisácea, opacos, inmóviles, cadavéricos. El silencio de su interior le contagió una serenidad repentina. Se miró las manos, las cerró, las volvió a abrir, se levantó, se acercó al charco y observó nuevamente su propio reflejo, su rostro, su gesto, sus ojos brillantes, despiertos… levantó la mirada al cielo y lanzó un prolongado alarido. Acababa de comprender que estaba vivo, de ser consciente de que existía.

He pensado en regresar, no lo niego. Sobre todo en días tan fríos como el de hoy. Sobre todo cuando mis dedos vuelven a sangrar de tanto escarbar para encontrar alguna raíz que comer. Pero es que siento que estoy cerca. Siento que estoy llegando. Siento a lo lejos un aroma salado que sin dudas es el mar. Y para subsistir me basta tan solo con cerrar los ojos y mirar hacia adentro, donde me he fabricado una casa tan amplia que puedo correr y saltar sin caerme por ningún balcón, sin tropezarme con el estúpido escritorio lleno de papeles; donde puedo asomarme a la ventana y ver el horizonte entero, sin tener que ir hasta mi cuarto para mirar entre esos dos estrechos edificios. Y salgo afuera y vuelo en mi bicicleta sobre la selva; llena de ruidos, de bichos, de vida. Y me veo desde arriba caminando solitario entre la maleza, cerrando los ojos, mirando

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hacia adentro, nadando en el mar, como una gotita solitaria, sintiendo acercase ese lugar maravilloso, ese océano de aceite donde desembocaré al fin, uniéndome al resto del universo, siendo una sola cosa, una sola marea dorada y eterna.

Hace un tiempo encontré en un claro del monte un árbol lleno de frutos, estoy seguro de que los And’as debían ser algo parecido al árbol que encontré. Estaba muerto de hambre, fue como encontrar un tesoro, un cofre lleno hasta el tope de monedas… de monedas comestibles digo, como esas de “cien besos” que vienen con chocolate adentro; un millón de besos con chocolate, para no morirse de hambre, ni de soledad, que el hambre y la soledad terminan a uno volviéndolo loco. Es posible que él haya pasado por aquí, creo incluso que he sentido su presencia. Seguramente ha pasado un poco corriendo apoyando su mano en el suelo, como un monito, y otro poco caminando, quién sabe pensativo, con su montón de neuronas encendiendo de pronto infinitas chispas diminutas que encadenándose en impulsos nerviosos conducidos a velocidades inconmensurables y combinándose de una manera específica lo inducían en ese momento a levantar la cabeza y mirar al cielo, o al horizonte y sentir de una manera inasible y muy primitiva la soledad. Hasta pasar frente a aquel claro y ver el árbol de And’as lleno de pajaritos picoteando los frutos, y entonces ese primitivo pensamiento habrá

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sido reemplazado por algo más primitivo aún: el vulgar impulso de querer saciar el hambre.

Penetré en la selva porque no quería seguir caminando por esas rutas impregnadas en alquitrán, hediendo a caucho, a hombre, a hombre no humano, a ser-no-humano rechoncho rojizo y gritón manejando un camión. ¡Frruuum! Sentirse succionado hacia adentro de la ruta mientras la inmensa mole pasa a una velocidad absurda alejándose del lugar a donde volverá cargado de algo nuevamente. Péndulo rechoncho y rojizo de la ruta. Por eso decidí empezar a caminar a campo traviesa, lejos de ese ser medio humano que habita las ciudades o anda rodando por los caminos de alquitrán y brea, ese ser incompleto como yo. Aquí siento que me voy limpiando de ese hollín que tapona mis poros, y puedo percibir como esta naturaleza va inyectándose de a poquito en mis venas despertando mis sentidos, conduciéndome al lugar a donde comenzó todo.

Allí terminaré, quién sabe, donde comenzó todo; el final en el origen. Dicen que el principio y el fin se juntan, que todo es circular, como el universo; siempre volviendo al punto desde donde uno sale. El fin, simplemente el fin, como habrá pensado Amán cuando se encontró frente a esa inconmensurable extensión de agua. El fin de su camino, el fin de todo y entonces la soledad eterna. Se habrá tapado el rostro con sus manos desesperadas, arrodillado sobre unas rocas, habiendo

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caminado años en busca de la compañía que esa esencia que había crecido en su interior hasta poseerlo por completo le pedía en forma imperiosa. Esa esencia que ahora le hacía percibir una angustia profunda, una de esas extrañas sensaciones que había comenzado a sufrir desde entonces. Una de esas sensaciones que hacían salir agua salada de sus ojos y oprimir su garganta hasta ahogar sus alaridos. Absolutamente solo, envuelto por un mundo animal, bajo el ruido de las olas estallando contra las rocas. El mar, barrera insuperable; el fin del infinito. Y enfrente, una luz potente, lejana, inalcanzable, desangrándose en el horizonte, dejando tras de sí la penumbra, los ruidos infinitos de la noche, los insectos triturando la naturaleza muerta, el bramido de las olas, el miedo… y muerto en el acantilado, el camino perseguido durante años. Frente a sí, la soledad; aplastante y perpetua.

Corro y corro, trepo rocas, paro, duermo, me levanto, camino, esquivo precipicios, siento la sal, corro, duermo, camino, escarbo la tierra, muero de hambre, mastico hojas, mastico corteza, tierra mezclada con agua y hojas atravesando mi garganta para engañar a mi estómago. Rodeo un río que se va ensanchando, siento un aroma de algas arrastrado por el viento, doy un alarido que se pierde sin que nadie lo escuche, sólo los oídos asustados de algún animalejo imposible de atrapar y mis oídos de loco que creen oír un alarido que sacude

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las hojas de los árboles inmensos que duermen desde que existen, si es que existen, que no lo sé, como no sé si existe todavía mi departamento o si ya fue demolido para construir uno más grande, con un quinto piso más alto desde donde tal vez pueda verse completo el horizonte con mi bosquecillo urbano talado y muerto y la ciudad sin su último pedacito de verde, de vida. Con algún ser medio humano que abandonó sus papeles y agarró su bicicleta y se lanzó a la calle, para alejarse un poco de tanto número y palabrerío técnico, para alejarse tanto que quizá se plantee no volver al departamento y se quede durmiendo en la ciudad y se transforme en otra cosa, en ser humano del todo, como los linyeras, o tal vez decida irse más lejos (lo suficiente como para que la gente comience a llamarlo loco) y empiece a vaciar su hueco, hasta encontrarse con el hombrecito que vivía aplastado y que podrá enseñarle entonces a volar, para ver todo mejor, o seguirá hasta encontrar que el hueco está vacío, sin alma y entonces permanezca corriendo siempre, desesperadamente solo en busca de algo que habite su hueco abandonado.

Vuelvo a dormir, me levanto, camino, siento los palitos quebrarse bajo las suelas de mis pies que son callos que ya no sienten la espina que agujerea penetrando casi un centímetro en la piel seca y muerta. Escarbo el suelo buscando una raíz, me limpio las manos en el agua, lamo la sangre de mis dedos y me recuerda el olor de

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la viruta con la que jugaba en el taller de herrería de mi abuelo. Mi abuelo, un ser humano del todo, con su gran hueco vacío y su hombrecito reflejado en su rostro sonriente, en sus ojos llenos de poesía, de pasión por la vida, su alma viva en el rostro alegre y sus manos de herrero. Siento la sal, corro, corro, corro. Un día, otro, una noche, siento la brisa del mar, corro, corro, corro y subo, subo corriendo porque siento la arena resbalando debajo de mis pies y la sal impregna mi piel. Tropiezo y me caigo, me levanto, sigo subiendo, llego hasta arriba… observo maravillado… Me dejo caer de rodillas, lloro, me tapo la cara con las manos, por no ver el mar, para no seguir llorando, para no seguir sintiendo esta emoción que revienta en mis vasos, de alegría… o de tristeza.

No sé si lo que me despertó al amanecer fue el viento enérgico que se levantó bruscamente o la voz, esta vez nítida y atronadora, clara, innegable, que surgía sobre las olas, que brotaba de entre las rocas, desde las grietas, desde el cielo, desde mi propio interior, imperiosa.

—¡Amán! ¡Amán!

Sé que, como yo, intentó pararse, pero el vendaval era tan poderoso que lo tiró al suelo. Logró ponerse de rodillas. El ruido era ensordecedor, un temor espantoso se apoderó de todos sus miembros, se tapó los oídos con las manos, cerró con fuerza los ojos y gritó aterrorizado.

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Las olas impactaban violentamente contra las rocas levantando gotas de agua que empapaban su rostro. El día era frío, pero el viento húmedo que impregnaba su piel era extrañamente cálido, como un aliento, y la voz estridente continuaba repitiendo su llamado incansable “¡Amán, Amán!”. Abrió los ojos y percibió algo, algo que no comprendía y nunca había percibido, una fuerza extraña, una energía poderosa que se acercaba hacia él… una presencia invisible. Sin saber por qué, movido por un extraño deseo de tocar aquella energía, aquella presencia, alzó las manos, como queriendo tomar otras manos que no veía pero sentía que se extendían hacia él. Sintió entonces que la presencia lo alcanzaba y que algo ingresaba en su cuerpo atravesando su piel, penetrando por sus venas hasta las entrañas, uniéndose a él, a cada célula, poseyendo cada partícula de su ser. Cerró los ojos, se tapó el rostro y se acurrucó temblando. El miedo es como un fino veneno helado que entra por los poros y se dirige directamente a los huesos generando unas cosquillas espantosas que convergen hacia el epicentro de la sensibilidad del cuerpo; el corazón, que a veces llega hasta a paralizarse. Los dientes apretados, los ojos cerrados, las manos tapando los oídos y un grito prolongado que súbitamente se detiene, al igual que el viento.

Mis ojos balanceándose sobre las olas que bailan entre la espuma del océano infinito. El cielo que desciende hasta acariciar el agua en el horizonte. Mis pies que se

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mecen al girarlos con los tobillos y se van hundiendo en la arena que cede, como si estuviese parado sobre una gelatina… de frutilla, que mi madre dejaba enfriar en un pote de metal en el que yo metía mis dedos ansiosos por ese dulce sabor rojizo, mi sonrisa de niño, mis ojos cerrados en un mundo perfecto de tardes alegres, con mi hueco incipiente y mi hombrecito niño volando en su mundo de juguete.

Un retorcijón en la panza que llora de hambre y mis pasos avanzando en la arena hacia el mar, y el agua tocando los dedos de mis pies, subiendo hasta mis tobillos. Las olas besando las rodillas, la cintura, mi cuerpo que comienza a ser liviano, mi cuerpo que flota en la sal líquida, arrastrado a la deriva, abrazado por el agua, perdiéndose en la nada, solitario, como una gotita de aceite rodeada de millones de gotas de agua que la abrazan sin poder fundirse con ellas, a su masa. Humanidad apelmazada. Arrastrado, empujado por un océano de gente del que no puedo ser parte, separado en medio de ellos, imposible de conjugar por estar hecho de una sustancia diferente. Agua y aceite. Ellos en la ciudad, con su hueco tapado de papeles y preocupaciones, aplastando a su hombrecito ahogado en lágrimas y billetes, y yo aquí, devorado por la naturaleza, en el origen, sin poder ver a Dios aleteando en el viento sobre las aguas, con mi enorme hueco lleno de espacio… y vacío, vacío, sin nadie que lo habite… andando sin mi parte de adentro. Soy un hombre

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sin su yo, si es que soy un hombre. Un cuerpo hueco que se sumerge en el agua, suspendido en el vacío, detenido el tiempo, empapado en el silencio, con la única compañía del corazón que bombea y se acelera cada vez más. Sumergido, balanceándome sobre mi bosquecillo urbano, a treinta cuadras de donde algún soñador se asoma a la ventana de un quinto piso y mira el horizonte entre dos edificios, y tira sus papeles por la ventana cantando el himno de la alegría, y sale a volar en su bicicleta, mientras la barba y el pelo le van creciendo tanto, que la gente deja de sonreír a su sonrisa brillante de alegría y deja de responder a su saludo, terminando por ignorarlo, como si ya no existiera.

Sumergido en el mar. El corazón que ahora se desacelera, cansado. Me veo de pantalones cortos caminando en el campo, saltando con una ramita en la mano, corriendo, gritando, cantando, mirando los pájaros planear en el cielo. Me acerco al arroyo, hace calor, miro mi reflejo, mi rostro sonriente de niño de vacaciones. Me arrodillo sobre una roca, me inclino, sumerjo mi cara en el agua fresca y al abrir los ojos dentro del agua veo un hombre ahogándose que me toma las manos desesperado e intenta decirme algo que primero no entiendo. Detrás de su barba, entre sus pelos largos enmarañados, descubro horrorizado que los ojos que miran son mis propios ojos, mis propios ojos de niño que lloran desesperados, gritando que salga, agitando

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sus brazos, desde el fondo de un enorme hueco que veo con los ojos hacia adentro; mi hombrecito extraviado, mi yo perdido, ¡mi alma!. Mis brazos se sacuden nadando hacia arriba desesperadamente, mis pulmones anhelantes de oxígeno generan una potente succión que mis labios contrarrestan para no aspirar agua, mis ojos se cierran, el corazón late ahora violentamente en mis oídos. Mis músculos se contraen y se estiran, mis pies pedalean con ansias en la bicicleta que remonta vuelo desde mi balcón, sobre la ciudad que llora su cotidiana y aburrida jornada, sobre el horizonte que atardece amarillo como el aceite, y subo, subo, subo, asfixiado por el aire viciado de hollín, hasta que al fin una amplia bocanada de aire puro ingresa de pronto en mi cuerpo al salir del esmog, penetrando por mis venas hasta hinchar todas mis células, mezclándome con la atmósfera en una sola esencia, llenándome de vida, y un hombrecito pequeño salta y baila en un enorme espacio dentro de mí, cantando alegre, exultante, como si acabara de resucitar.

Siento un susurro que viene de lejos, o que sale tal vez de adentro mío, o que simplemente imagino. Tal vez haya sido allí, en el mismo lugar donde encontré a mi hombrecito, donde respiré aliviado, frente a las mismas rocas castigadas una y otra vez por las perpetuas olas del mar, o tal vez haya sido en cualquier otra parte, donde está aún mi bosquecito urbano, donde

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construyeron aquel enorme supermercado, o tal vez en algún lugar remoto de Zambia o Namibia, donde Amán, al despertar de su desmayo se llevó una mano al pecho, como sintiendo que le faltara un trozo, y en la brisa escuchó ahora un susurro diferente… “¡Ema!” tal vez, o cualquier otro nombre. Y al levantarse, de sus pulmones nació un grito que se ahogó en la garganta, al ver sus propios ojos reflejados en otros… con unas pupilas femeninas brillantes mirándolo fijo, mirándolo de una manera por primera vez humana, al fin, como la suya. Y la soledad esfumándose para siempre en el aliento del mar.

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Índice

Prólogo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5

Recuerdos de otro . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

El veterano Armiño Gómez . . . . . . . . . . . . 21

Eternos instantes de Arregui . . . . . . . . . . . . 37

Anhelos de Juan . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53

Señales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57

El fin del mundo . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63

Hormigueo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75

Ni una sombra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 97

El rostro de Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . 111

En la luna . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 117

La Planta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 133

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En el rumor de las olas . . . . . . . . . . . . . . 151

Tiempo muerto . . . . . . . . . . . . . . . . . 161

Detrás del origen . . . . . . . . . . . . . . . . 169