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Aconteceres y desventuras de la torre-campanario de Corral de Almaguer A finales del siglo XV y coincidiendo con el reinado de los Reyes Católicos, Corral de Almaguer se había convertido en la segunda población más importante del Priorato de Uclés (después de Ocaña, sede de los Maestres de la Orden de Santiago). Segunda también en número de habitantes, sobresalía en cambio en lo referente a su capacidad productiva, es decir: en la posibilidad de generar trabajo y por lo tanto riqueza. La extensión de su término, la fertilidad de sus tierras, la abundancia de cursos de agua y molinos harineros, así como la importante cabaña ganadera que se beneficiaba de la fecundidad de sus montes, habían colocado a la localidad en la cima económica del Priorato de Uclés. Detalle éste que no había pasado desapercibido para muchos habitantes de la comarca y cercano Marquesado de Villena, además de para algunas personas de Castilla la Vieja y Aragón, que habían decidido asentarse en la localidad buscando mejorar sus condiciones de vida. Esa era la razón por la que Corral de Almaguer había sufrido en pocos años un crecimiento exponencial en su número de habitantes y sus viviendas habían comenzado a derramarse más allá de las viejas y derruidas murallas de la población. Como consecuencia de ese creciente aumento de vecinos, el viejo templo parroquial se había quedado pequeño para albergar a tantos fieles, además de resultar poco representativo para un pueblo de tan destacada condición. En vista de tales circunstancias, los miembros del Concejo, junto con el cura, decidieron emprender un proceso de agrandamiento y reforma del templo parroquial, tendente a solucionar los graves problemas de espacio que presentaba su interior. Pero con esto de las reformas –ya se sabe- les vino a pasar lo mismo que con las de nuestras casas. Es decir: que se liaron, se liaron,… una cosa les llevó a la otra… y al final, cuando se quisieron dar cuenta, lo que iba a ser una mera ampliación se convirtió en una reconstrucción total del edificio. Un proceso que se llevó a cabo en varias etapas (entre finales del siglo XV y comienzos del XVI) y que acarreó enormes gastos para los vecinos. Tan costosas fueron las obras, que los principales responsables del municipio decidieron mantener la vieja torre campanario, para evitar así nuevas derramas a la población. Recreación idealizada de la primitiva iglesia mudéjar

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Aconteceres y desventuras de la torre-campanario de Corral de Almaguer

A finales del siglo XV y coincidiendo con el reinado de los Reyes Católicos, Corral de Almaguer se

había convertido en la segunda población más importante del Priorato de Uclés (después de

Ocaña, sede de los Maestres de la Orden de Santiago). Segunda también en número de

habitantes, sobresalía en cambio en lo referente a su capacidad productiva, es decir: en la

posibilidad de generar trabajo y por lo tanto riqueza. La extensión de su término, la fertilidad de

sus tierras, la abundancia de cursos de agua y molinos harineros, así como la importante cabaña

ganadera que se beneficiaba de la fecundidad de sus montes, habían colocado a la localidad en

la cima económica del Priorato de Uclés.

Detalle éste que no había pasado desapercibido para muchos habitantes de la comarca y

cercano Marquesado de Villena, además de para algunas personas de Castilla la Vieja y Aragón,

que habían decidido asentarse

en la localidad buscando mejorar

sus condiciones de vida. Esa era

la razón por la que Corral de

Almaguer había sufrido en pocos

años un crecimiento exponencial

en su número de habitantes y sus

viviendas habían comenzado a

derramarse más allá de las viejas

y derruidas murallas de la

población. Como consecuencia

de ese creciente aumento de

vecinos, el viejo templo

parroquial se había quedado

pequeño para albergar a tantos

fieles, además de resultar poco

representativo para un pueblo de

tan destacada condición.

En vista de tales circunstancias, los miembros del Concejo, junto con el cura, decidieron

emprender un proceso de agrandamiento y reforma del templo parroquial, tendente a

solucionar los graves problemas de espacio que presentaba su interior. Pero con esto de las

reformas –ya se sabe- les vino a pasar lo mismo que con las de nuestras casas. Es decir: que se

liaron, se liaron,… una cosa les llevó a la otra… y al final, cuando se quisieron dar cuenta, lo que

iba a ser una mera ampliación se convirtió en una reconstrucción total del edificio. Un proceso

que se llevó a cabo en varias etapas (entre finales del siglo XV y comienzos del XVI) y que acarreó

enormes gastos para los vecinos. Tan costosas fueron las obras, que los principales responsables

del municipio decidieron mantener la vieja torre campanario, para evitar así nuevas derramas a

la población.

Recreación idealizada de la primitiva iglesia mudéjar

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La antigua torre de

Corral de Almaguer

había sido erigida

entre mediados del

siglo XIII y

comienzos del XIV,

coincidiendo con la

culminación del

traslado de la vieja

a la nueva villa. Al

igual que las

construcciones

emblemáticas de

aquellos tiempos,

había sido

edificada con el

mismo estilo

mudéjar utilizado durante tantos siglos de dominio musulmán, pero con los añadidos propios

del nuevo estilo gótico cristiano. Presentaba por lo tanto un aspecto más parecido a un alminar

de mezquita que a una torre convencional, e incluso es muy probable que estuviera

ornamentada con motivos árabes a la altura del campanario. Al contrario que la actual, se

encontraba ubicada en la zona del testero (detrás del ábside), ocupando parte de lo que hoy en

día se corresponde con la sacristía y museo parroquial. Y puesto que en el proceso de reforma

de la iglesia de los siglos XV y XVI se decidió conservar la torre, los muros del nuevo ábside

tuvieron que adaptarse al viejo campanario, permitiéndonos de esa manera adivinar el lugar

exacto en el que en otro tiempo se alzó la primitiva torre de la localidad.

Cien años más permaneció en pie el viejo campanario (todo el siglo XVI), durante los cuales su

cuerpo inferior fue utilizado como sacristía y se le instaló en la parte superior el que

La Iglesia parroquial en el Siglo XVI

Lugar exacto en el que se alzaba la vieja torre y en el que se puede apreciar la pequeña

modificación del ábside para adosar sus muros al viejo campanario

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probablemente fuera el reloj de torre más antiguo del priorato de Uclés, e incluso puede que de

toda la Mancha (año 1505). Sin embargo, transcurridos esos cien años y coincidiendo con el final

del reinado de Felipe II, la torre evidenciaba un preocupante deterioro, fruto de la falta de

reparación y el abandono a que había sido sometida por parte de los comendadores de la villa,

encargados por aquel entonces de su conservación. Lluvias, hielos y vendavales, habían ido

minando poco a poco sus estructuras, hasta el punto de provocar el continuo desprendimiento

de cascotes sobre las cubiertas de la capilla mayor. Para colmo de males, los terremotos habían

conseguido inclinar peligrosamente el cuerpo de campanas, amenazando con venirse abajo y

hundir toda la bóveda del altar mayor.

Ante la gravedad de la situación, el Ayuntamiento y el cura decidieron enviar una carta al

Consejo de las Órdenes –encargado de gobernar los territorios de las Ordenes Militares en

nombre del Rey- detallando el deterioro del campanario y la amenaza que pesaba sobre el

templo parroquial. Solicitaban igualmente que, puesto que los beneficiados por los impuestos

de la villa (que era a los que competía haber evitado su grave deterioro) habían hecho dejadez

de sus funciones, fueran éstos los encargados de costear una nueva torre, de manera

proporcional a las rentas obtenidas por cada uno en la población.

El Consejo estudió en 1605 la petición de Corral de Almaguer y la consideró de justicia, por lo

que otorgó la razón a su Ayuntamiento. En consecuencia, dictaminó que los interesados en los

diezmos de la villa debían sufragar una nueva torre-campanario para la iglesia parroquial de

Nuestra Señora de la Asunción, contribuyendo de manera proporcional a las rentas obtenidas

por cada uno en la localidad. Esos interesados en los diezmos o impuestos de la villa, que se

llevaban la riqueza del municipio sin aparecer jamás por él y que por esas fechas se contaban

entre las personas más acaudaladas e importantes del reino, lejos de suponer una ventaja para

el municipio por su potencial económico, lo que supusieron fue un auténtico inconveniente,

pues como bien dice el dicho y tendremos ocasión de comprobar “los más poderosos son

también los más roñosos”.

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Pero conozcamos antes quiénes

eran esos interesados en los

diezmos de la villa que

disfrutaban de las rentas de la

localidad sin aparecer jamás por

ella. Y para entenderlo mejor,

vamos a establecer una

comparación:

Supongamos que los impuestos

que se cobraban en la población

conformaban una tarta. Pues

bien, el pedazo más grande se lo

llevaba el Duque de Uceda,

titular por aquel entonces de la

encomienda de Monreal -la más

rica de la localidad- que tenía su

tercia o casa-almacén en el

edificio situado detrás de la

iglesia parroquial (actual

residencia de ancianos). Este

Uceda era hijo nada menos que

del valido del rey Felipe III, el

Duque de Lerma, o lo que es lo

mismo: de la persona más

poderosa de España. Por cierto y

aprovechando que el Pisuerga

pasa por Valladolid, al Duque

de Lerma se le considera

también el mayor ladrón de España, pues utilizó su poder para lucrarse sin freno alguno. Una

de sus maniobras más sonadas, que lo catalogan como el primer gran especulador inmobiliario

de nuestra historia, consistió en comprar de manera secreta, por medio de terceros -testaferros

diríamos hoy en día- todos los edificios, palacios, casas, solares y demás lugares habitables de la

ciudad de Valladolid, que por aquel entonces pasaba por ser una ciudad de provincias sin

atractivo alguno y con precios asequibles de vivienda, para convencer a continuación al Rey de

que debía trasladar la capital de España a la mencionada ciudad. Toda la Corte, incluidos

Consejeros, funcionarios, criados, sirvientes, soldados etc etc.. se vieron en la necesidad de

buscarse vivienda en la ciudad pucelana, con el consiguiente pelotazo económico para el Duque

de Lerma, que vio incrementado su patrimonio en varios millones de ducados de oro.

Pero no contento con tan suculentos beneficios y aprovechando que los precios de la vivienda se

habían hundido en Madrid como consecuencia del traslado, repitió la misma operación en ésta

última ciudad y pasados cinco años convenció al Rey para retornar a la antigua capital. Si con la

primera maniobra especulativa el Duque de Lerma se había forrado, con esta segunda se hizo

directamente de oro.

Para todos estos trapicheos (que nos resultan tan actuales hoy en día) el Duque contaba con un

secretario personal o lugarteniente, Rodrigo Calderón (Marqués de Sieteiglesias, Conde de la

Oliva y Comendador de Ocaña) que ejercía de valido del valido, es decir: que hacía y deshacía a

El Duque de Lerma pintado por Rubens (Museo del Prado)

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su antojo. Un individuo soberbio, presuntuoso

y pagado de sí mismo, que se encargaba de

hacerle los trabajos sucios al de Lerma, e

incluso hacía desparecer a aquellos que

tenían el valor de oponérseles o intentaban

poner en conocimiento del Rey tanta

corrupción.

Sin embargo, tanto abuso y podredumbre

acaba generando malestar generalizado y

antes o después surge algún movimiento de

oposición dispuesto a terminar con tanta

injusticia y degeneración. Claro que, a los

altos niveles en los que se producía dicha

corrupción y con tantos funcionarios, jueces y

consejeros del Rey comprados por Lerma,

muy poderosos debían ser aquellos que se

atreviesen a cuestionar su autoridad.

Tuvieron que ser su propio hijo -el Duque de

Uceda- en connivencia con el futuro Conde

Duque de Olivares y la propia reina (que

odiaba a Lerma por manejar como un títere a

su esposo) los que se atreviesen a abrirle los

ojos al Rey y mostrarle la auténtica realidad

del país.

El Rey por fin reaccionó y ordenó que Rodrigo

Calderón fuera detenido, para ser acusado poco

después de más de doscientos delitos y condenado y

ejecutado públicamente en la plaza mayor de Madrid.

Por cierto que, como consecuencia del método

elegido para acabar con su vida (degollamiento) su

cuerpo quedó momificado con el paso de los siglos y

en ese estado permanece hoy en día en el convento

de las llamadas madres Calderonas de Valladolid,

denominadas así por ser fundación de don Rodrigo y

el lugar en el que se encuentran sus estatuas orantes

el panteón familiar.

En vista de los acontecimientos, el Duque de Lerma

hizo suyo aquel viejo refrán español “cuando las

barbas de tu vecino veas cortar, pon las tuyas a

remojar” y ni corto ni perezoso solicitó del Papa Paulo

IV la dignidad de Cardenal para su persona. Como los

reyes españoles gozaban del derecho de presentación

de obispos, y la petición llevaba el sello real, el

papa lo ratificó sin problemas y el Duque de Lerma,

como nuevo cardenal, se libró de ser enjuiciado por la

justicia civil al haberse convertido en miembro del

Don Rodrigo Calderón pintado por Rubens

(Castillo de Windsor)

Cuerpo momificado de don Rodrigo

Calderón

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estamento eclesiástico. Se fue pues de rositas

nuestro famoso personaje (al igual que suele

ocurrir con los actuales ladrones de guante

blanco y altos vuelos), aunque el gracejo

popular no dejó pasar la ocasión para

burlarse de tan corrupto mandatario,

incluyendo entre sus coplillas una que ha

llegado hasta nuestros días y viene a decir lo

siguiente: “para no morir ahorcado, el mayor

ladrón de España se vistió de colorado”

Fuera ya de anécdotas y volviendo de nuevo

a ese curioso reparto de la tarta de los

impuestos de Corral de Almaguer, el segundo

mejor pedazo se lo llevaba el comendador de

Corral -por aquel entonces el Marqués de

Flores Dávila- quien a pesar de ser el titular de

la villa, disfrutaba de una cantidad de

maravedíes ostensiblemente menor que el

primero. El tercer mejor trozo de pastel lo

disfrutaba la Condesa de Cocentaina,

comendadora de los Bastimentos de Castilla,

quien con lo recaudado en Corral y otros

lugares debía mantener –al menos en teoría-

los diferentes castillos y fortalezas de la

Orden. Claro que, con el avance de los

tiempos y la artillería, los castillos resultaban

totalmente inútiles para la defensa del territorio, por lo que casi todo lo que recaudaba iba

íntegro para su bolsillo. El cuarto mejor pedazo de los impuestos de la población se lo agenciaba

el comendador de Montealegre -por aquel entonces el Conde de Barajas- quien a pesar de

contar con encomienda propia, había sido incluido entre los que se beneficiaban de la riqueza

de Corral de Almaguer. Y por si no fueran pocos los individuos que se llevaban los diezmos de la

localidad, de nuestro municipio se beneficiaba también la Universidad de Salamanca y más

concretamente el Colegio Mayor de San Bartolomé, además del Prior de Uclés que se agenciaba

las llamadas primicias o primeros frutos recogidos por los agricultores. En resumidas cuentas y

utilizando un dicho popular: “de la teta de Corral de Almaguer mamaba media Orden de

Santiago, la Universidad de Salamanca y el Prior de Uclés”.

Volviendo a la localidad, los trámites necesarios para la construcción de la nueva torre seguían

adelante. Pero en tanto se completaba la burocracia necesaria, el Consejo de las Órdenes había

dictaminado que para prevenir males mayores y evitar el hundimiento del edificio, se

desmochase urgentemente el viejo campanario y las campanas fueran guardadas en el interior

de la iglesia parroquial. La medida fue llevada a cabo de forma rápida bajo la dirección del

maestro cantero Pedro de Pando y tuvo un coste de 400.000 maravedíes. Cantidad que los

condenados por la sentencia terminaron de pagar en 1609 y a la que no pusieron gran

impedimento, pues para ellos suponía poco menos que una propina.

El Duque de Lerma como Cardenal

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No ocurrió lo mismo cuando,

una vez establecidas las

trazas y condiciones por las

que habría de regirse la

nueva edificación, ésta salió

a subasta pública. Tal y como

estipulaban las normas, se

lanzaron los oportunos

pregones por todos los

pueblos de la comarca,

buscando atraer al mayor

número posible de maestros

de obras interesados en

levantar la torre. Se

pretendía con ello

establecer un sistema

competitivo de pujas a la baja, que redujese al máximo el presupuesto final. Sin embargo,

transcurridos unos meses, la sorpresa fue mayúscula al comprobar que bien porque no había

maestros de obras en la comarca que se atreviesen a levantar un edificio de esas características,

bien porque éstos desconfiaban y temían de los poderosos personajes encargados de costearlas,

la realidad es que tan sólo se presentó un interesado: el maestro mayor de la diócesis de Cuenca

Pedro Gilón, por aquel entonces embarcado en la reforma de una de las dos iglesias de los

Hinojosos. Pedro Gilón compareció avalado por el también arquitecto Gabriel de Hornedo, hijo

de Toribio de Hornedo, coautor junto a su padre de la iglesia de Horcajo de Santiago.

El presupuesto que presentaron estos maestros canteros para levantar el nuevo campanario,

según las trazas y condiciones establecidas, fue de 21.000 ducados de oro. Cantidad bastante

elevada para la época, pero que se correspondía perfectamente con las intenciones del

arquitecto de la Orden de Santiago (por aquellos tiempos Francisco de Mora) en su objetivo de

levantar una torre digna de una catedral.

La iglesia con la torre desmochada

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Sin embargo, pasaban los meses y no aparecían nuevos interesados en la puja, por lo que el

maestro Pedro Gilón, como medida de buena voluntad, bajó el presupuesto de 21.000 a 20.000

ducados, con la esperanza de que le fuera concedida la obra sin tardanza. No contaba el

mencionado arquitecto y menos el Ayuntamiento, con que los condenados a costear la torre

(Duques, Condes y Marqueses) se iban a negar a soltar un duro, o mejor dicho, un maravedí. A

pesar de que la sentencia había sido dictada por el Consejo de las Órdenes, que era lo mismo

que si hubiera sido dictada por el propio Rey, los comendadores habían previsto contratar a los

mejores abogados del reino, para que, a base de argucias procesales, iniciasen una táctica de

dilación del proceso, tendente a alargarlo durante años y más años. A base de todo tipo de

alegaciones, quejas y apelaciones a la sentencia, pensaban conseguir prolongar la ejecución de

las obras en el tiempo, hasta conseguir que el Ayuntamiento de Corral de Almaguer desistiese

de llevarlas a cabo por puro aburrimiento, o por el gasto que le suponía mantener un abogado

para la causa.

Una táctica marrullera que les funcionó a la perfección, pues once años más tarde (1516) y

amparándose en las excusas más peregrinas, el proyecto seguía atascado en el Consejo de las

Ordenes. Desesperado, el Ayuntamiento llegó a solicitar en 1521 que se rebajase el presupuesto

de 20 a 18.000 ducados, por ver si los comendadores se avenían a un acuerdo.

Todo en vano. Corral de Almaguer seguía sin poder construir su nuevo campanario y las

campanas continuaban guardadas en el interior de la iglesia con gran indecencia “…. Y en este

estado quedó la dicha iglesia de manera que hoy no tiene torre ninguna y las campanas están

Recreación idealizada del aspecto que hubiera tenido la torre de haberse llevado a cabo el

proyecto original del Arquitecto de la Orden de Santiago

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en el cuerpo de la iglesia en unos palos con muy gran indecencia, siendo como la villa es de mil

y quinientos vecinos …” Para colmo de males, en 1618 había caído en desgracia el Duque de

Lerma, y su hijo, el Duque de Uceda, (el que más debía contribuir a la construcción de la torre)

había pasado a convertirse en la persona más poderosa del reino. Ya nos podemos imaginar el

movimiento de Consejeros, funcionarios y cortesanos alrededor de su persona, con el objeto de

halagarle y complacerle sin pudor alguno y obtener el favor del nuevo valido, además de alguno

de los numerosos puestos oficiales que habían quedado vacantes. Sólo de esa manera –

intentando agradar al Duque de Uceda- se puede entender que los papeles del sumario de Corral

de Almaguer desaparecieran de forma sorpresiva del Consejo de las Órdenes y el proceso

quedara totalmente paralizado. Habían desaparecido las pruebas (por aquel entonces no se

podían borrar los ordenadores) por lo que el Ayuntamiento de Corral se había quedado sin

proceso. Era un tremendo golpe bajo para el Concejo, que llevaba años y años gastando parte

del presupuesto en minutas de abogados.

Pero como bien dice el refranero: “no hay

mal que cien años dure” y mira tú por donde

el Duque de Uceda cayó en desgracia

transcurridos apenas tres años de su

mandato, coincidiendo con la muerte del rey

Felipe III y la traición de su propio amigo -el

futuro Conde Duque de Olivares- ansioso por

convertirse en el valido del nuevo Rey Felipe

IV. Una vez más todos los cortesanos y

funcionarios comenzaron a tomar posiciones

en la Corte y a intentar mantener sus puestos

oficiales a cualquier precio. De nuevo

comenzó la fase de halagos y peloteo hacia el

nuevo gobernante, y la leña hacia el árbol

caído. Y fruto precisamente de esa leña hacia

el árbol caído, es la asombrosa reaparición de

los papeles del proceso de Corral de

Almaguer, de la misma forma sorpresiva con

la que habían desaparecido.

Con esta “milagrosa” reaparición, el

contencioso para la construcción de la nueva

torre de Corral de Almaguer podía reanudarse de nuevo (debemos aclarar que el Ayuntamiento

jamás desistió) una vez que el destino parecía sonreír por fin a la población. El problema es que

desde que se dictó la sentencia en el año 1605, hasta la reaparición de los papeles en 1624,

habían transcurrido casi veinte años. Veinte largos años durante los cuales habían fallecido

prácticamente todos los comendadores afectados por el proceso y las deudas habían pasado

automáticamente a sus hijos y testamentarios. Si los titulares de la sentencia se negaron en su

momento a pagar un maravedí, imaginemos la reacción de sus herederos al tener que asumir

una deuda que ni siquiera habían generado.

Cabreados como monas, una vez más volvieron a utilizar la táctica de sus padres, consistente en

apelar y enviar todo tipo de quejas ante el Consejo de las Órdenes (gobernado ahora por

individuos diferentes a los que emitieron el primer dictamen) alegando que ellos nada tenían

que ver con los asuntos de sus predecesores. Solicitaban por ello que se mandasen hacer nuevas

El Duque de Uceda

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diligencias y que la sentencia fuera revisada. En consecuencia, volvieron a generarse auténticas

torres de papeles y legajos con todo tipo de notificaciones, copias, comunicaciones, quejas y

probanzas, consiguiendo los abogados, una vez más, que se alargase la ejecución del proyecto y

Corral de Almaguer no pudiera gozar del sonido de las campanas.

Harto de tantas argucias procesales (aunque sin que podamos descartar totalmente la

intermediación de algún soborno) el Consejo de las Órdenes aceptó finalmente revisar la

sentencia el 10 de mayo de 1629, devaluando el presupuesto de la torre a su cuarta parte, es

decir: de 20.000 a 5.000 ducados. Una drástica rebaja que echaba por tierra la posibilidad de

llevar a cabo el proyecto original trazado por el arquitecto de la Orden de Santiago y que por lo

tanto eliminaba definitivamente la posibilidad de que Corral de Almaguer contara con una torre

digna de una catedral.

Asombrosamente y a pesar de la dramática reducción del presupuesto, los testamentarios

continuaban erre que erre negándose a sufragar la torre. Y es que en su mente barajaban un

último recurso: apelar directamente al Papa. Alegarían que, puesto que Corral de Almaguer era

territorio de la Orden de Santiago y ésta organización dependía directamente del Pontífice,

debería ser el Papa, mediante su Vicario en España, quien dictase la sentencia definitiva. De esa

manera, esperaban conseguir la anulación del dictamen del Consejo y el proceso no habría

servido para nada. Afortunadamente el Vicario se negó a entrometerse en semejante embrollo

y el Consejo de las Órdenes se declaró totalmente competente para juzgar el contencioso. Con

todo y con eso, los testamentarios habían vuelto a conseguir nuevos años de demora en la

ejecución de la sentencia.

Finalmente, en el año 1636, cansado por la inusual dilatación del proceso, el Consejo de las

Órdenes confirmó definitivamente la sentencia y estableció su reparto, recogiendo los plazos y

cantidades que debían aportar cada uno de los implicados. No sería sin embargo hasta la década

de los cuarenta, cuando el dinero se haría efectivo y se edificaría por fin la torre-campanario de

Corral de Almaguer

En resumidas cuentas: que cuarenta años después de

dictada la primera sentencia y con el presupuesto

original devaluado a la cuarta parte, Corral de

Almaguer pudo erigir por fin su torre y colocar en ella

sus campanas. Ni que decir tiene que el maestro de

obras encargado de su construcción (desconocido por

ahora) tuvo que hacer encaje de bolillos para levantar

la torre, manteniendo el estilo de la edificación y de

paso ahorrar en calidades y elementos decorativos.

Y es que debido a esa drástica reducción del

presupuesto, la proyectada torre-campanario perdió

las grandes pilastras que surgían desde la base y le

conferían su aspecto macizo, además de los

balaustres, frisos, frontones y demás elementos

ornamentales de cantería destinados a embellecer los

remates y vanos del edificio. Fue suprimido también

el característico Chapitel renacentista de pizarra que

debía coronar el campanario, así como la escalera de

caracol en piedra que debía ascender por su interior. Aspecto de la torre proyectada

originalmente

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En lo que se refiere a los materiales, lo más significativo fue la utilización de dos tipos diferentes

de sillares de piedra para su revestimiento exterior. Un primer tipo de caliza blanca, dura y

resistente para las zonas más expuestas (base, esquinas, y campanario); y otro de caliza rojiza,

de mucha menor calidad y precio, para revestir el resto de superficies. Esta dicotomía de

calidades y colores en piedra, es la que dará personalidad propia a la torre y la hará distinta a las

del resto de la comarca.

Quedó finalmente la torre de Corral de Almaguer, estructurada

a partir de una base maciza de mampostería, que parte desde

los cimientos y salva el desnivel existente entre la calle de las

campanas y la plaza mayor. Dicha base se encuentra reforzada

mediante un zócalo de sillares de piedra caliza blanca,

destinado a soportar mejor la acción de las aguas y las

personas. Sobre la mencionada plataforma se levantan los tres

cuerpos -decrecientes en altura y anchura- que componen la

estructura principal del edificio. Dichos cuerpos se encuentran

separados por líneas de cornisa y horadados en sus fachadas

sur y este por un total de cinco pequeñas ventanas, dispuestas

para ventilar e iluminar el interior. En el tercer cuerpo, o

campanario propiamente dicho, es donde podemos apreciar el

estilo herreriano de la torre, al concentrarse en él las escasas

labores artísticas de cantería. Presenta dos arcos de medio

punto en cada uno de sus lados, ornamentados por fajas de

cantería a la altura de las bases y líneas de imposta. Separando

dichos arcos se aprecian a su vez tres pilastras dóricas, cuyos

capiteles van a confluir en la cornisa de cantería que remata el

conjunto. Entre los arcos y la cornisa final, una moldura

semicircular recorre el perímetro del campanario,

recordándonos que ya por esta época –y a pesar del estilo

utilizado en la torre- estaba vigente el nuevo estilo barroco con

sus formas curvas y excesos ornamentales. Cierra el conjunto

un tejado a cuatro aguas cubierto con teja árabe y rematado

por veleta de forja. Aspecto final de la Torre

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La iglesia parroquial de Corral de Almaguer en la actualidad