Rebecca Paisley - En Un Abrir y Cerrar de Ojos

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En un abrir de ojos Rebecca Paisley Ambientado en la Inglaterra del siglo diecinueve, donde una una joven transforma a un hombre desencantado, gracias al poder del amor. 1 Tymbrook, Inglaterra —Mi reno está herido, doctor. ¿Podría curarlo, por favor? Savin oyó la frase antes de abrir la puerta del todo, pero cuando terminó de hacerlo no supo qué era más insólito: si la joven que estaba en el portal o el reno que aguardaba detrás con aire paciente. La impresionante belleza de la muchacha era un reclamo irresistible para su 1

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En un abrir de ojos

Rebecca Paisley

Ambientado en la Inglaterra del siglo diecinueve, donde una una joven

transforma a un hombre desencantado, gracias al poder del amor.

1

Tymbrook, Inglaterra

—Mi reno está herido, doctor. ¿Podría curarlo, por favor?

Savin oyó la frase antes de abrir la puerta del todo, pero cuando terminó de

hacerlo no supo qué era más insólito: si la joven que estaba en el portal o el reno

que aguardaba detrás con aire paciente.

La impresionante belleza de la muchacha era un reclamo irresistible para su

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atención. Pero, como en Inglaterra no hay renos, la presencia de aquel animal

también le despertaba un gran interés.

—Señor, usted es médico y cura animales, ¿verdad? —le interrogó ella—.

Me lo ha dicho una señora que vive en el camino del pueblo. Me he parado

delante de su casa porque me ha encantado el adorno de Navidad que tiene en la

puerta, hecho con unos ramilletes verdes entrelazados formando un círculo

perfecto y un lacito de terciopelo rojo. La señora me ha dicho que es el mismo

que utiliza cada año. No me habrá mentido, ¿verdad? ¿No es usted médico y

cura animales?

Savin seguía sin saber qué responder. La voz de aquella chica era como

música para sus oídos, una música que jamás había oído.

Era el sonido de un arpa, pensó. No, una flauta. O un violín acompañado

de campanillas. O todo al mismo tiempo.

Música: eso era su voz. Cuando hablaba, era como si cantase una canción.

—Mi reno y yo —continuó la joven, llevándose la mano a la garganta—

hemos recorrido una gran distancia, doctor. Y, para volver a casa, tenemos que

hacer el mismo viaje.

Tenía unas manitas muy monas, observó Savin. Eran casi infantiles, con

unos dedos muy delicados y unas uñitas perfectas. Y tenía un acento curioso que

no

conseguía ubicar, y un perfume... no conseguía adivinar de qué era, pero

por algún motivo le resultaba muy familiar.

—Pero en estas condiciones mi reno no puede hacer el viaje —prosiguió la

muchacha—. Se ha hecho daño en una pata trasera al chocar con un árbol y

ahora le sale sangre y cojea.

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De repente, Savin recuperó el control de sus sentidos; la idea de un animal

que sufría pasó por delante de los demás pensamientos. Al salir, el frío viento de

noviembre le despeinó y le refrescó el cuello y los brazos. Cuando pasó junto a la

muchacha para agacharse a ver la pata del reno la rozó sin querer.

El animal sufría una laceración irregular que le recorría todo el muslo.

Alrededor de la herida abierta se había secado un poco de sangre, pero la

hemorragia no había cesado y el grueso pelaje del reno continuaba empapándose

de sangre.

—¿Ha dicho que ha chocado contra un árbol? Supongo que se referirá a un

arbusto, ¿verdad?

—No, un árbol. La rama de un árbol.

—Pero ¿cómo ha podido chocar con la rama de un árbol? ¿Es que el árbol

estaba había caído al suelo?

—No, tenía profundas raíces en la tierra, estaba en pie y se elevaba hacia el

cielo.

Savin se enderezó, se volvió hacia la joven y vio que de aquellos ojos de un

color azul indescriptible salían unas lágrimas. Brillaban en su pálida tez como

cristales de hielo sobre la nieve; una de ellas descendió hasta su delicada boca y

se asentó en su mullido labio inferior.

Savin, que prefería tratar con animales antes que con personas, arrastró un

poco los pies por el suelo y señaló el establo de piedra que estaba al otro lado del

patio.

—Llévelo allí dentro. Le curaré la herida en el establo.

Sin dejar de llorar, la hermosa joven se dio la vuelta en silencio y fue con el

reno hacia el pequeño edificio de piedra. Mientras la seguía, Savin no pudo

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evitar fijarse en cómo el sol del atardecer invernal se reflejaba en sus largos

cabellos.

Eran de un tono muy particular; plateado, aunque no exactamente. Como

del color de un relámpago blanco, pero también con un toque dorado. Se los

había adornado con un largo ramillete de acebo con bayas rojas.

¿Cabellos plateados, blancos y dorados? ¿Cómo podía ser?

¿Y qué decir de su ropa? Unos leotardos verdes abrigaban sus largas y

esbeltas piernas, y calzaba unas botas de piel roja que se abrochaban en sus

delgadísimos tobillos con algo parecido a unas cintas verdes de satén. Llevaba

una túnica corta de terciopelo del mismo color con los puños rematados por un

lacito rojo que colgaba unos cuantos centímetros. Savin nunca había visto una

mujer vestida de aquella manera.

La fría brisa le hizo llegar de nuevo el perfume de la muchacha, y esta vez

reconoció qué era: aquel aroma que embelesaba su sentido del olfato era...

caramelo.

Sus cabellos, su voz, su ropa, su perfume, su mascota... todo era muy raro.

Pensaba en todos aquellos detalles tan curiosos mientras la seguía hacia el

establo, y entonces Savin se fijó en cómo balanceaba suavemente las caderas al

andar. Empezó a sentir una calidez que no había experimentado en mucho

tiempo, y entonces se dio cuenta del efecto que estaba ejerciendo sobre él la

belleza de la muchacha.

Una sensación que no vivía desde que...

Al instante, apartó aquel recuerdo de su mente. Se enfadó consigo mismo

por permitir que volviera a su memoria, y se irritó con la chica por haber

debilitado sus deseos de olvidar.

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—¿Estará curado para volver a casa esta noche? —oyó que le preguntaba

ella.

—¿Esta noche? —repitió él. Frunció el ceño y decidió no contestar una

pregunta tan absurda como aquélla. Sus ocurrencias eran tan extrañas como sus

cabellos, su voz, su perfume y su mascota.

—¿Por qué refunfuña, doctor? No era más que una pregunta...

—Tendremos que inmovilizar al reno mientras le coso la herida —le

interrumpió él, recogiendo los instrumentos médicos que iba a necesitar para

efectuar la cura.

—No hará falta.

—Parece que no lo entiende, señorita. —Mientras se esforzaba por

morderse la lengua, Savin encendió las luces del establo—. Cuando comience a

coserle los puntos, le dolerá mucho.

—Se quedará quieto todo el tiempo que haga falta para que usted lo cure,

doctor; ya se lo he explicado y sabe que usted tiene que hacerlo.

Savin se volvió hacia ella y la volvió a mirar fijamente.

—Mire —replicó, enfadado—, yo soy el doctor, y yo...

—Por supuesto que usted es el doctor, no habría acudido a usted si no

creyese en sus capacidades. No me cabe la menor duda de que lo curará en un

abrir y cerrar de ojos.

—Mis capacidades no servirán de nada si el reno se encabrita, salta, da

coces y sale corriendo del establo, cosa que sin duda hará si no lo inmovilizamos

para que le cosa...

—Usted no cree en la magia.

Vio que la muchacha lo miraba con una mezcla de tristeza e incredulidad.

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Reprimió sus deseos de replicar a aquella frase tan ridícula. Magia...

Ignoró a la muchacha, y cogió las cuatro cuerdas con nudos corredizos en

los extremos que colgaban del techo; las tendría que usar para suspender del

techo al animal, y luego tendría que atar las cuatro pezuñas juntas para que no

pudiera moverse demasiado.

—Le he dicho que no hará falta inmovilizarlo, doctor —insistió la joven,

que se puso a acariciar al reno—. ¿Por qué pone en duda lo que digo? Nunca he

faltado a la verdad en toda mi vida. Le he explicado que no va a moverse, y no lo

hará.

¡Maldita niña! Muy bien, pensó Savin. Le demostraría que se equivocaba de

medio a medio. Sólo tenía que echar unas gotas de agua sobre la pata del reno, y

éste reaccionaría como cualquier otro animal herido.

Preparado para apartarse de un salto, pasó un paño húmedo por el

contorno de la herida de la pata. El reno exhaló un aliento largo y se estremeció,

pero no se movió en absoluto.

—¿Lo ve, doctor? Se lo he...

—Sí, sí —la interrumpió él, impaciente—. Bueno, una cosa es mojar la

herida un poco, pero todavía tengo que limpiarla y coserla.

Temeroso aún de la reacción del reno, Savin comenzó a limpiar la herida a

fondo con una solución de agua, ron y hierbas que él mismo había inventado y

que, según creía, aceleraba la cicatrización.

Durante todo el proceso, el reno no hizo el menor movimiento. Savin,

asombrado, miró cómo su propietaria le murmuraba palabras al oído. Al final, se

volvió hacia Savin y sus labios pronunciaron en silencio una palabra.

«Magia».

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«¡Ja!», pensó Savin. Todavía faltaban la aguja y el hilo.

Con toda la delicadeza posible, mantuvo juntos los bordes de la herida con

una mano y atravesó la piel del reno con la aguja. Cuando vio que el animal se

quedaba totalmente inmóvil, Savin comenzó el lento y tedioso proceso de coser

la herida sin salir de su asombro en ningún momento.

Aquel reno parecía tan atípico como su dueña.

Cuando terminó la sutura, le aplicó un ungüento calmante y le vendó el

muslo.

—¿Nos podemos ir ya, doctor? —preguntó la muchacha.

—Usted sí, pero el reno no —contestó Savin, tomando las riendas del reno

para llevarlo a otro compartimento donde había heno fresco—. Tiene que

quedarse aquí por si aparecen signos de infección o fiebre. Lo comprende usted,

¿verdad?

—¿Cómo? Pero...

—Usted quiere que se ponga bien, ¿no?

—Sí —asintió ella—, pero ¿cuánto tiempo...?

—Podría llegar a un mes o, si la herida no se infecta, a lo mejor un poco

menos. Ya ha visto la herida, señorita. Era mucho más que un arañazo: toda una

laceración irregular...

—¿Pero estará bien para Navidad?

Navidad. Aquella palabra despertaba en Savin recuerdos que cada año

intentaba olvidar; pero las fiestas del pueblo se lo impedían. En Tymbrook todas

las puertas, ventanas y vallas lucían adornos navideños, y los niños correteaban

por las calles como poseídos por una enfermedad mental. Se celebraban fiestas y

bailes en todas partes y se entonaban canciones que, un año tras otro, torturaban

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sus oídos.

Aunque le habían invitado muchas veces a participar en los festejos, Savin

siempre se había negado, pues todo aquello abría viejas heridas que nunca

habían terminado de cicatrizar.

—¿Doctor?

—¿Qué? Oh. Ah... faltan unas tres semanas, ¿no es así? —le preguntó a la

chica.

—¿No sabe cuándo es Navidad? —preguntó ella, incrédula, con los ojos

muy abiertos.

—No —contestó Savin, mientras recogía el instrumental médico.

—¡Dentro de veintidós días será Nochebuena!

—Y al día siguiente Navidad, claro.

—Es usted un hombre muy triste.

Cuando ella extendió la mano y le tocó el brazo, una sensación cálida

recorrió el cuerpo de Savin. No era nada desagradable, pero a pesar de ello se

apartó de un salto.

Cuanto más tiempo estaba con ella, más extraña le parecía. ¿Cómo podía

ser que el mero contacto de su mano le produjese aquel acaloramiento?

—Tengo la impresión de que no celebra usted ni su cumpleaños. ¿Estoy en

lo cierto, doctor?

Savin pensó que lo que él celebrase o dejase de celebrar no era asunto de

ella, por lo que ignoró aquel comentario.

—No voy a dejar solo a mi reno, doctor. Me quedaré aquí con él.

—No se puede quedar en el establo —replicó Savin, negando con la cabeza

—. Hace frío, y por la noche la temperatura desciende aún mas. No muy lejos de

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aquí hay un hostal, bajando recto por el mismo camino por el que ha venido. Está

a mano derecha; no tiene pérdida. Puede alojarse allí y venir mañana a visitar a

su reno.

—Doctor...

—En cuanto a mi factura... depende de cuánto tiempo tenga que alojar y

alimentar aquí a su reno, por supuesto, pero...

—Me quedaré aquí con él, no quiero ir al hostal. Y creo que debe usted

saber que el reno no se comerá el heno del establo.

Desconcertado momentáneamente por la obstinación de la muchacha, Savin

se quedó mirando cómo entraba en el establo y abrazaba al reno. Sin embargo, al

cabo de un instante fue presa de la irritación.

—Veamos, señorita. Usted no puede...

—No comerá nada más que pétalos de rosa, terrones de azúcar y cebollas. A

veces también saborea las pasas, aunque no le sientan demasiado bien porque le

hacen estornudar. Ah, y también le ocurre otra cosa muy extraña...

—¿Estornudar? ¿Cebollas? ¿Come...?

—No, no estornuda cuando come cebollas, sino pasas. Se lo he dicho.

—Ya sé lo que ha dicho, pero no me refiero a eso. Las cebollas...

—Le gusta comerlas con azucarillos. Pero, naturalmente, las tengo que

pelar. No le gusta la piel de la cebolla. Creo que se le debe quedar entre los

dientes, porque cuando come un poco de piel se pone a agitar la cabeza y a

patear el suelo.

—Ah, ya... sí, claro.

—¿Tendría la amabilidad de responder a una pregunta?

—¿Qué? Esto...

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—Los pétalos de rosa, que tanto le gustan... bien, me parece extrañísimo

que no se coma los amarillos. No tiene problemas con los rojos, rosados, coral,

blancos... todos menos los de rosa amarilla. ¿A qué cree usted que se debe?

Savin no era capaz de formular una respuesta, jamás en su vida había

topado con algo tan extraño.

—Veo que usted tampoco lo sabe —dijo la chica—. O sea que nunca lo

sabré. ¿Tendría la bondad de traerle algunas cebollas y terrones de azúcar? ¿Y

pétalos de rosa que no sean amarillos? En cuanto a mí, me gustaría tomar pan

con miel y una taza de té muy caliente. No he comido nada desde esta mañana, y

no he desayunado más que un pastelito que me ha hecho mi abuela. Era de

vainilla con canela, y me lo he tomado con una bebida que mi abuela prepara con

naranjas y frutas del bosque.

Una vez más, Savin se quedó atónito ante la audacia de la muchacha.

—Esto no es un restaurante, señorita, y me temo que no le puedo permitir

que se aloje en el establo con el reno. En el hostal que le he dicho antes podrá

usted alojarse y cenar.

—No dejaré solo a mi reno, doctor. Se disgustaría mucho si supiera que no

estoy cerca de él.

El tono categórico de su voz volvió a irritar a Savin.

—Usted no va a dormir esta noche en el establo. No se hable más, y no me

llamo «doctor». Soy el doctor Savin Galloway.

—¡Qué nombre más bonito! Savin Galloway. Yo me llamo Lírica, y es un

placer aceptar su invitación para alojarme en su casa. Está bastante cerca del

establo y no me alejaré demasiado del reno; el hostal que ha mencionado usted

antes está muy lejos y ninguno de los dos nos sentiríamos bien. —Tras dejar

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claras sus intenciones, le dio un beso al reno en el hocico y le dijo—: Aquí estarás

bien cómodo, cariño. No estaré lejos, por si me necesitas.

¿Y cómo sabría ella si el reno la necesitaba? Pese a su enfado, Savin estuvo a

punto de sonreír. Mucha gente pensaba que era ridículo esperar que los animales

entendiesen lo que uno les decía, pero él había trabajado el tiempo suficiente con

ellos como para saber una cosa: a lo mejor no entendían las palabras exactas que

uno pronunciaba, pero no cabía duda de que comprendían el tono de voz y las

emociones.

El hecho de que aquella muchacha quisiera tanto a los animales y los

entendiese tan bien aplacó en gran medida su enojo.

Vio cómo caminaba hacia la puerta del establo y se fijó en su expresión de

alivio. Se preguntó si la negativa a alojarse en el hostal se debería a que no tenía

dinero; la ropa que llevaba no era propia de alguien con medios. De hecho, no se

le ocurría de quién sería propia aquella ropa.

—Escúcheme —comenzó a decir, pero se quedó mudo al ver que el bolsillo

de su túnica se movía como si en su interior hubiera algún ser vivo.

—Quédate quieto, Emo —dijo ella, acariciando el bolsillo.

Savin creyó que debía tratarse de un ratoncito o alguna otra mascota

llamada Emo.

—Comprendo que se resistiese a dejar sola a su mascota. Pero en cuanto a

quedarse aquí...

—No se hable más, señor Savin. Ya he aceptado su invitación. ¿No me ha

oído cuando lo he hecho?

—¿Mi invitación?

—Es usted verdaderamente amable, señor Savin, al preocuparse por lo

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incómoda que habría estado en el establo. Puede estar seguro de que haré cuanto

esté en mi mano para que su amabilidad se vea recompensada.

Sin darle tiempo a decir nada más, la muchacha salió del establo y se dirigió

a la casa.

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Savin salió tras ella, pero se detuvo al acordarse de que no había dado de

beber al reno ni lo había abrigado. Mascullando maldiciones, llenó un cubo en un

abrevadero lleno de agua limpia y fresca, lo alzó por encima de la puerta del

compartimento del establo y lo depositó en el suelo. Descolgó de un gancho una

manta gruesa y pesada para caballos y la extendió sobre el lomo del reno.

—Lo siento mucho, pero hoy no cenarás tu plato favorito de cebollas,

azúcar y pétalos de rosa —le dijo al animal—. Cuando tengas hambre te comerás

ese heno. Y ahora, si me lo permites, tengo que resolver unos asuntos con la

muchacha tan desorientada que tienes por dueña.

Satisfecho por tener la seguridad de que el reno pasaría bien la noche, Savin

apagó las luces y salió del establo hacia la casa. Al no ver a Lírica, se dio cuenta

de que la muchacha ya debía de haber entrado en la casa.

¡Qué atrevimiento! ¿Cómo tenía el valor de entrar sin esperarle? La

exasperación de Savin crecía por momentos y, cuando llegó a la puerta de la casa,

sus ojos irradiaban ira.

Entró violentamente, sin preocuparle que la puerta golpease la pared. No

veía a Lírica por ningún lado, pero sí a su sobrinita Harriet sentada en un

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taburete ante el fuego de la chimenea que sostenía frente a sus ojos algo con las

manos juntas.

Preguntándose si Harriet tenía al animalito llamado Emo que antes se

agitaba en el bolsillo de Lírica, Savin se acercó a la niña y miró qué tenía en las

manos. Estaban vacías, pero Harriet continuaba mirándolas como si hubiese

algo. Savin extendió la mano para cogerla por el brazo e invitarla a levantarse del

taburete, pero se detuvo al oír una voz muy musical.

—¿Por qué no la deja jugar? —preguntó Lírica, que estaba cerca del hornillo

con unas cuantas patatas en las manos.

—¿Qué cree que está haciendo? —replicó Savin, que dejó ir el brazo de

Harriet y se acercó a Lírica.

—He pensado que podría preparar algo de comer con estas patatas que he

encontrado en el cesto —dijo Lírica, señalando el cesto que había en el suelo—.

No cocino nunca y, la verdad, no tengo la menor idea de qué hacer con estas

patatas, pero lo menos que puedo hacer es preparar la cena para usted y su

hijita....

—¡No quiero que prepare la cena! —exclamó Savin, agarrando la mano de

la muchacha. Apenas percibió que las patatas caían al suelo y se alejaban

rodando—. ¡Quiero que se vaya de mi casa!

Decidido a obligarla a marcharse, la arrastró hasta la puerta, que aún estaba

abierta. Aquella mujer no tenía ningún derecho a instalarse en su casa, y ya se

había cansado de su descaro.

Pero en aquel momento se interpuso entre él y la puerta un cuerpecillo: el

de Harriet. Savin se detuvo de inmediato, alarmado por la expresión angustiada

de su sobrina. Harriet había separado las manos, pero continuaba extendiendo la

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izquierda como si sostuviera algo mientras con la derecha intentaba tirar de

Savin, meneando la cabeza sin parar.

—Bonita —dijo Lírica, soltándose de Savin—, ¿qué te pasa?

—Se llama Harriet, y no puede oírla —explicó Savin, luchando por contener

su impaciencia—. Es sorda, y no es mi hijita sino mi sobrina.

—¿No puede oír?

—Bueno, es lo que les suele pasar a los sordos. —Savin bajó la mano para

apartar a Harriet de la puerta, pero ésta se lanzó directamente a los brazos de

Lírica.

—No quiere que me vaya, señor Savin —afirmó Lírica—. Quiere que me

quede aquí con ella.

—¡Sólo la conoce desde hace cinco minutos! ¿Por qué...?

—Es cierto, pero Harriet ve las cosas con la pureza de corazón de un niño

pequeño, y para ellos, cinco minutos bastan. Aprendí de mi abuelo todo lo que se

puede saber sobre los niños, nadie los conoce como él. Le he gustado a Harriet y

quiere que me quede.

Savin habría continuado la discusión, pero la mirada de esperanza de los

grandes ojos marrones de su sobrina le dijo que Lírica tenía razón. Por Dios,

pensó, Harriet se comportaba como si conociera a Lírica de toda la vida.

Respiró hondo. No sabía demasiado bien cómo manejar a su sobrina; nunca

lo había sabido en los tres años que habían pasado desde que su hermana murió

y la dejó a su cargo. Se limitaba a darle lo que parecía que ella quería y a

dejarla hacer lo que desease. Nunca quería tener ni hacer demasiadas cosas, o sea

que normalmente todo iba como la seda.

Por supuesto, de vez en cuando se ponía a llorar y llorar, y él no lograba

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hacer nada para consolarla. No sabía por qué Harriet lloraba de esa manera; le

gustaría que no lo hiciera, pero no sabía qué hacer para evitarlo.

Tampoco quería que se pusiera a llorar ahora.

—Muy bien —dijo, suspirando finalmente—. Puede quedarse, señorita...

¿cómo se apellida?

—Lírica; me llamo Lírica.

No estaba de humor para seguir discutiendo. Si aquella muchacha tan

impertinente no quería que la tratasen con la formalidad necesaria, era su

problema; tampoco le debía ninguna cortesía.

—De acuerdo, Lírica, puede quedarse esta noche. Pero mañana se traslada

al hostal, y ésta es mi última palabra. ¿Me comprende?

Como toda respuesta, Lírica se limitó a sonreír.

—Ven, Harriet; verás cómo pelo las patatas y nos reiremos juntas. —Tomó a

la niña del brazo para llevarla a la cocina y la hizo sentarse.

—Le he dicho que es sorda —repitió Savin, cansado. ¿Es que aquella mujer

no entendía nada?

—Ya sé lo que me ha dicho, señor Savin —replicó Lírica, cogiendo más

patatas del cesto—. La sorda no soy yo, sino ella.

—Y nunca se ríe.

Lírica se quedó inmóvil un instante y se volvió hacia Savin.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Exactamente lo que he dicho, que nunca se ríe. Lleva tres años conmigo y

no la he oído reír ni una sola vez.

—¡Pero todos los niños ríen!

—Tal vez, pero Harriet no. Ahora, si me disculpa, voy a cambiarme.

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Lírica esperó a que Savin llegase a la parte posterior de la casa y después se

sentó frente a Harriet. Se quedó mirándola durante un largo rato, deseosa de

poder hacer algo para hacerla reír.

De repente, tuvo una idea. Llevó con delicadeza sobre la mesa la mano que

Harriet todavía tenía extendida.

—Emo, baila para Harriet.

—No tengo ganas de bailar —respondió una vocecilla—. Quiero irme a

casa. Ya te dije que nos estábamos alejando demasiado...

—Pronto volveremos. Cuando aquel árbol se cruzó en nuestro camino,

estaba mirando hacia atrás para dar la vuelta y regresar a casa. Fue una

ocurrencia desafortunada, sí, pero ya no hay nada que hacer. Y si no bailas para

Harriet, se lo explicaré al abuelo.

Entre bufidos de indignación, aquel diminuto elfo llamado Emo empezó a

bailar sobre la mesa. Lírica vio cómo los ojos de Harriet brillaban de sorpresa y

deleite. Al cabo de un momento, la niña se puso a sonreír y sus mejillas se

sonrosaron.

Cuando Savin volvió a la habitación de al lado, oyó un sonido desconocido

para él: la alegre risa de Harriet.

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Lírica levantó la mirada y vio a Savin en el otro extremo de la habitación,

entonces se dio cuenta de que todavía no lo había observado a conciencia. Al

principio estaba demasiado preocupada por el reno, y después se había

concentrado tanto en Harriet que no le había prestado mucha atención a él, así

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que empezó a hacerlo ahora.

La luz de la chimenea se reflejaba en sus cabellos negros y ondulados y en

la profundidad de sus ojos de color castaño oscuro, y proyectaba sombras sobre

sus facciones afiladas. Tenía la nariz larga y recta, los pómulos altos y un hoyuelo

en la barbilla; sus labios eran gruesos y brillantes.

Era muy alto, pensó Lírica, ancho de hombros y bastante musculoso,

probablemente a causa del trabajo físico que realizaba con los animales.

Mientras se fijaba en él, Lírica comenzó a sentir una felicidad que no le

resultaba familiar y empezó a sonreír sin saber por qué. Mirar a Savin la

reconfortaba, sencillamente.

Aquella sensación le gustaba mucho y esperaba continuar teniéndola

durante todo el tiempo que estuviera en su casa, que por lo menos serían tres

semanas porque tenía muy claro que se quedaría a vivir con Savin y la pequeña

Harriet hasta que el reno estuviese en condiciones de emprender el viaje de

regreso a casa.

Aun así... Cuando Miraba a Savin, experimentaba una segunda sensación

muy distinta a la felicidad. Era una combinación de preocupación y tristeza, y se

dio cuenta de cuál era la causa: sospechaba que Savin Galloway no era feliz. Los

males y las penas con los que cargaba aquel hombre podían remediarse, con toda

seguridad, con un poco de magia; era una pena que Savin no creyese en ella.

—¿Señor Savin? —dijo delicadamente. Al ver sus apuestas facciones, en

aquel momento reparó en que él se había quedado sin habla—. ¿Sucede algo?

—Está... está... riendo. Harriet está riendo —balbuceó Savin, que ni siquiera

estaba seguro de haberla oído pronunciar su nombre.

Para los oídos de Lírica, la profunda voz de Savin fue como la caricia de un

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rayo de sol.

—Sí, está riendo. ¿No le hace sentir ganas de reír con ella? A lo mejor no le

oye a usted, pero si se pone frente a ella, le verá y sabrá que está contento. Y me

parece que usted necesita reír tanto como ella.

Savin rodeó la mesa y se detuvo junto a la silla de Harriet. Con suavidad, la

tocó en el hombro y, cuando ella le miró, vio en sus grandes ojos marrones una

alegría que jamás había apreciado en ella.

—¿Qué...? ¿Cómo lo ha conseguido usted?

—No he hecho nada —contestó Lírica mientras comenzaba a pelar una

patata. Miró con ternura a Emo, que había dejado de bailar y estaba de pie sobre

la mesa tapándose la boca con las manos y mirándola a ella con aire malvado.

—¿Y por qué se ríe? —insistió Savin.

Estaba clarísimo que no creía en la magia; si no, podría ver a Emo, que en

aquel momento lo miraba con cara de pocos amigos.

Aunque a Harriet nadie le hubiese hablado de la magia, ella sabía que lo

que estaba viendo no era algo ordinario. Pero lo aceptaba, o sea que creía en la

magia.

—¿Lírica?

—¿Sí, señor Savin? —replicó ella, sin levantar la vista de las patatas.

—Le he preguntado...

—Ya sé qué me ha preguntado.

—Pues respóndame...

—No deseo hacerlo.

—¿Por qué? —preguntó Savin, impaciente, levantando mucho la voz.

El grito de Savin asustó tanto a Lírica que se le escapó el cuchillo y se hizo

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un corte en la palma de la mano. Un hilo de sangre brillante empezó a correr por

su muñeca y alcanzó la patata que acababa de pelar, que quedó teñida de rojo.

—Estoy bien —dijo secamente, cuando vio la cara de horror de Emo. Le

lanzó una mirada de advertencia al elfo y trató de calmar su preocupación—. No

es más que un rasguño.

—Déjeme verlo. —Pasándose la mano por los cabellos, Savin dio la vuelta a

la mesa y cogió la mano de Lírica.

—Lo siento mucho —se lamentó Lírica.

—¿Lo siente? ¿Por qué?

—Por manchar la cena de sangre —respondió Lírica, recogiendo la patata

manchada de sangre con la mano sana.

—¿Qué? ¿Manchar...?

—La cena —dijo Lírica, terminando la frase por él—. No quería hacerlo.

—Hay toda una alacena llena de comida. En Tymbrook casi todos mis

clientes me pagan con verduras de sus huertas, pan de su horno o sidra casera.

Eso, cuando me pagan.

—¿También le dan cebollas?

AI oír aquella pregunta —que, sin duda, tenía el propósito de conseguir

cebollas para el reno— Savin se imaginó que la herida no era grave. En efecto, al

examinar el corte vio que no era más que un rasguño, tal y como ella había dicho.

De todas formas, se sentía obligado a curarle la herida, porque pensaba que

la causa había sido que él le había gritado. Sacó lo que necesitaba de una maleta

grande de piel que guardaba junto a la puerta, y en pocos minutos desinfectó la

herida y le aplicó un bálsamo.

—No me habría cortado si usted no me hubiera gritado de esa manera,

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señor Savin. A veces es usted de lo más hosco, ¿no cree?

Savin tiró la patata sangrienta a un cubo y se puso a lavar el cuchillo que

había usado Lírica.

—Ni soy hosco, ni soy el señor Savin. Soy el doctor Galloway. Le he dicho

que...

—Pero me gusta la sensación que me queda en la boca al pronunciar

«Savin», es parecida al sabor de algo dulce y suave. Alguna vez ha paladeado

algo suave y dulce, ¿verdad?

Savin estaba a punto de decirle con la máxima claridad posible que le

importaba un comino lo que le gustase o dejase de gustar a ella, pero se refrenó

al ver que Harriet hacía el gesto de recoger algo invisible de la mesa y se

marchaba a sentarse en el taburete frente a la chimenea.

—Por el amor de Dios, ¿qué se piensa que lleva en la mano?

Siguió a su sobrina hasta el hogar y le cogió la mano. Al tratar de zafarse de

él, Harriet volvió abajo la palma de la mano.

—¡Que me caigo! —gritó Emo, aterrizando sobre la alfombra que había ante

el fuego.

—¡Savin, no! —chilló Lírica cuando vio que su anfitrión daba un paso atrás

—. ¡No se mueva! ¡Lo matará de un pisotón!

—¿Lo mataré? ¿A quién? —preguntó Savin, volviéndose hacia ella—.

¿Qué...? —comenzó a preguntar, pero se quedó mudo al ver que Harriet se

soltaba de él y se lanzaba al suelo. Comenzó a gatear cerca del fuego; miró debajo

de una silla, de una mesita y, por último, detrás de una escoba que estaba

apoyada contra la pared. Entonces comenzó e emitir sonidos roncos y rompió a

llorar.

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—¡No, Harriet, no llores! —Lírica se apresuró a ir hacia la niña, se arrodilló

a su lado, la estrechó entre sus brazos y empezó a mecerla con suavidad y

ternura—. Te prometo por todos los milagros del mundo que no ha pasado nada.

Menuda promesa, pensó Savin. Los milagros no existían. No eran más que

fantasía, igual que la magia y todas las demás zarandajas que Lírica pudiera

tener en aquella cabeza llena de pájaros.

—Se pasará mucho rato llorando —explicó Savin, consciente de que los

llantos de Harriet siempre se alargaban horas y horas—. Cuando se pone así, las

lágrimas le duran al menos...

—Parará de llorar en un abrir y cerrar de ojos —dijo Lírica, que extendió el

brazo y puso la mano cerca del suelo. Sonrió cuando Emo salió de detrás de una

pila de leña y saltó sobre la palma de su mano.

—El muy bruto podría haberme aplastado —murmuró el elfo—. Ha pegado

un pisotón a menos de un centímetro de...

—Pero estás sano y salvo —le recordó Lírica.

—¿Sano y salvo? —repitió Savin—. ¿Qué...?

—Sí, usted también está sano y salvo, Savin. Y ahora verá que, cuando vea

que no ha pasado lo que se temía, Harriet dejará de llorar.

Sin entender nada, Savin vio que Lírica parecía depositar algo sobre el

regazo de Harriet con su mano vacía. Su asombro aumentó cuando la tristeza de

su sobrina se desvaneció como una chispa en el viento y la reemplazó una

brillante sonrisa.

Una vez más, vio que Harriet recogía un objeto invisible con las manos,

pero entonces, además, se inclinó hacia delante para besar el aire.

—Lírica... —empezó a decir; sabía a la perfección que ella estaba detrás de

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Page 22: Rebecca Paisley - En Un Abrir y Cerrar de Ojos

la extraña conducta de su sobrina—, ¿qué hace Harriet?

—Le da un beso al amigo con el que está jugando —explicó Lírica, con un

suspiro. Savin no lo entendería, ya lo sabía. Pero mentir no era propio de ella:

Savin había hecho una pregunta y Lírica había respondido con sinceridad.

—Harriet lloraba porque creía que Emo se había hecho daño o se había

perdido. Ahora sabe que no ha pasado nada, y...

—¿Emo?

Lírica dejó en el suelo a Harriet y se puso de pie.

—Sí. Así se llama, y es todo un granuja. Menos mal que no ha oído usted lo

que Emo ha gritado cuando usted lo ha hecho caerse de la mano de Harriet,

porque tiene cierta tendencia al... digamos que, cuando se enfada, es propenso a

usar un lenguaje muy colorista.

—Emo —repitió Savin, mirando por turnos a Lírica, Harriet y de nuevo a

Lírica.

—Es todo un cascarrabias, cierto, pero con un corazón puro como el

mismísimo cielo. Ahora que lo pienso, a lo mejor se parece mucho a usted. ¿No

cree? Tendré que conocerle mejor para asegurarme.

Savin iba a responder, pero vio que Harriet daba un beso en el aire otra vez.

Con un gran esfuerzo, se mantuvo bajo control para que Harriet no lo viese

enfadado. Con las manos en los bolsillos, dio unos pasos hacia los fogones y le

hizo una señal a Lírica para que lo siguiese, a la que ella obedeció.

Tras cerciorarse de que Harriet no los veía, Savin le hizo la pregunta que

tanto lo alteraba.

—¿Qué le ha estado enseñando? Nunca había visto a Harriet

comportándose de una forma tan rara antes de que llegase usted. Nunca la he

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visto...

—No hace falta que me dé las gracias —contestó Lírica, alegremente,

acallándole con un gesto de sus manos—. Es lo mínimo que haría por cualquier

niño.

—Está jugando con algo que no existe —gruñó Savin con los dientes

apretados—. ¿Cree que le tengo que dar las gracias por eso?

—Claro que Emo existe, y Harriet se lo está pasando muy bien con él. Lo

que pasa es que usted no lo entiende porque no cree en...

—Porque son tonterías, Lírica. Y no me gusta que haga usted lo que haya

hecho para que Harriet...

—¿Para que Harriet se ría? ¿Para que deje de llorar? -

Estas preguntas lo acallaron. Sacó la mano derecha del bolsillo del pantalón

y la pasó entre sus cabellos; no se le ocurría nada para rebatir ni para restar

importancia a lo que Lírica le acababa de decir.

Había hecho que Harriet riese y, luego, que dejase de llorar.

—¿Savin?

Como toda respuesta, él la miró a los ojos. Cuanto más tiempo contemplaba

el impresionante color azul que tenían, más absorbido se sentía por ellos. Se dio

cuenta de que no podía apartar la mirada, era como si los ojos de Lírica tuviesen

algún extraño poder sobre él. Primero sintió que su intención de apartar la

mirada se debilitaba y desaparecía, y luego experimentó un fuerte deseo de

continuar mirándolos todo el tiempo que ella le permitiese hacerlo.

En aquel momento, Savin se dio cuenta de una cosa: fuera quien fuera y

viniera de donde viniera, Lírica era diferente de todas las mujeres que había

conocido.

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Y, tal vez, diferente de todas las que fuera a conocer en su vida.

4

Después de forzarse a engullir la peor comida de su vida, Savin se sentó en

su sillón favorito junto al fuego, estiró las piernas y vio cómo Lírica y Harriet

lavaban juntas los platos. Tardaron poco en terminar, ya que Lírica sólo había

usado una sartén para preparar la cena.

Savin nunca había probado un plato compuesto de patata, zanahoria, nabo,

col, nuez y pescado salado, todo ello triturado en una especie de puré pegajoso y

espeso. Mientras él atendía a los animales enfermos y heridos que estaban

ingresados en el hospital veterinario que mantenía en el ala trasera de la casa,

aquella mujer había cogido todos los alimentos que había encontrado en la casa,

los había metido en una olla con agua y grasa de cerdo, y los había chafado con

una cuchara mientras se cocían.

Encima del puré de pescado y verduras había una capa tostada de lo que

Lírica había denominado una «corteza fina». La había preparado Harriet

mezclando los ingredientes que le había dado Lírica: harina, agua, huevos,

azúcar y sal.

Savin no era ningún experto en gastronomía, pero no le parecía que la lista

de ingredientes fuera desacertada. El problema, según pensaba, era más bien que

Harriet había usado una docena de huevos, un tazón de harina, varias

cucharadas soperas de azúcar y sal y nada más que un chorrito de agua. Tras

formar aquel viscoso mejunje, lo había vertido directamente encima del puré

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pegajoso de Lírica. Para terminar el guiso, habían puesto a cocer en el horno

aquel disparate gastronómico durante más de una hora.

La «delicada corteza» había salido tan dura que a Savin no le cabía la menor

duda de que, si la catapultaban con suficiente fuerza, derribaría un roble. En

cuanto a la base del guiso, habían conseguido una extraña combinación: la parte

inferior estaba quemada, pero en el centro todavía estaba cruda. Savin no estaba

seguro de si era mejor atacar la cena con cuchara o con un martillo.

—Ya hemos terminado de lavar los platos y limpiar la cocina, Savin —

anunció Lírica, secando sus manos y las de Harriet con un trapo de cocina azul

—. ¿Puedo acostar a Harriet sin que me grite usted?

Savin miró a su sobrina, que parecía recién salida de un saco de harina. La

niña se aferraba con todas sus fuerzas a las piernas de Lírica. Llevaba toda la

noche abrazándola; no se había separado de ella mientras preparaban la cena ni

después cuando limpiaban la cocina.

Savin no entendía por qué Harriet se había aficionado tanto a aquella mujer

a la que nunca había visto antes.

—¿Savin?

—¿Qué? Oh... necesita un baño.

—Ya he llenado la bañera que he encontrado en su habitación —le informó

Lírica mientras arrancaba un pedazo de huevo seco de uno de los preciosos rizos

castaños de Harriet—. El agua estaba muy caliente cuando la he puesto, pero

ahora debe de estar a la temperatura perfecta para el baño, además he añadido

unas gotitas de esencia de vainilla que he encontrado en un armario de la cocina.

Qué maravilla, pensó Savin. Su invitada olía a caramelo y su sobrina olería

a natillas, pero estaba demasiado cansado para discutir.

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—Muy bien. Dentro de un rato iré a darle las buenas noches.

—En un abrir y cerrar de ojos estará acostada esperando que le vaya a dar

un besito.

Savin se removió en la silla, nunca le había hecho demostraciones de afecto

a Harriet, que apenas respondía a sus tímidas caricias.

—Ah, claro. El beso de buenas noches.

—Exacto, su beso de buenas noches. —Lírica se llevó a Harriet hacia el

umbral del salón—. Su abrazo, sus besos y sus oraciones para que mañana y

todos los días de su vida estén llenos de alegría —dijo mientras se alejaba por el

pasillo.

—No me gusta ese tipo —dijo Emo desde la palma de la mano de Harriet,

que no se separaba de Lírica—. Desde que hemos llegado no te ha dicho ni una

sola cosa amable. Tiene el corazón duro como una piedra, como un pedazo de

hierro, como... como las cosas duras.

Lírica acompañó a Harriet a su habitación y comenzó a desabrocharle el

vestido.

—Es un hombre triste y huraño, y no cree en la magia, Emo. No tendría que

disgustarte alguien porque no confíe en los milagros. Si el abuelo te oyese decir

eso...

—Pero no me ha oído, y no lo sabrá a menos que tú se lo digas —contestó

Emo bruscamente.

Después de desvestir a Harriet y colocarse a Emo sobre el hombro, Lírica

colocó a la niña en el agua perfumada de vainilla.

—Algún día cumpliré mi amenaza y hablaré con el abuelo, Emo —le

advirtió.

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Emo sabía que no lo haría. Se colocó en el cálido hueco perfumado de

menta que se formaba entre el cuello y el hombro de Lírica y, agarrado a uno de

sus sedosos rizos para no caerse a la bañera, contempló a aquella mujer. La

conocía desde que había llegado al mundo veinte años atrás, y era la encarnación

de la amabilidad; Lírica era más dulce que unos granos de azúcar espolvoreados

por la mano del mismo Dios.

Se inclinó a un lado, y acarició el rosado cuello de Lírica. Tenía una piel

increíblemente suave y tierna, y Emo sabía que su corazón lo era más todavía. El

único problema de Lírica, pensó, era que carecía de cualquier tipo de talento. Sus

abuelos y todos sus colaboradores habían intentado por todos los medios

enseñarle alguna de sus abundantes habilidades, pero Lírica no había

conseguido aprender ninguna.

No estaba dotada para la cocina, como aquel hombre tan obtuso que estaba

en la otra sala acababa de comprobar. Su abuela había tratado de enseñarle a

coser, pero, cuando se propuso confeccionar unas cortinas para el taller de su

abuelo, Lírica sólo logró elaborar una especie de bola de tela mal cosida que

habían acabado usando para limpiar las ventanas.

El taller de su abuelo... Entre las cuatro paredes de aquella sala tan grande y

atestada habían sucedido muchas cosas extraordinarias. Ocupaba la mayor parte

de la casa, y allí se hacían realidad muchos sueños y deseos.

En el taller, Lírica se pasaba los días haciendo lo que le apetecía, ya fuera

escuchar los cuentos que le explicaba su abuelo, cantar para su abuela, leer cartas

o jugar con los animales que tanto le gustaban, como el reno que estaba en el

establo del doctor Savin.

Pero Emo quería que, al igual que sus abuelos y todos los trabajadores que

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vivían con ellos, Lírica disfrutase de la sensación de que alguien la necesitaba. El

elfo suspiró mientras se esforzaba por recordar las sabias palabras del abuelo de

Lírica: «En algún lugar de este mundo tan grande y maravilloso, hay gente que

necesitará y descubrirá los dones de Lírica que aún no han salido a la luz. Ya lo

verás, Emo, ya lo verás».

Emo estaba tan concentrado en sus recuerdos que se olvidó de que tenía

que sujetarse a los cabellos de Lírica. Cuando ella se inclinó sobre la bañera al

terminar de enjuagar el pelo de Harriet, el diminuto ser resbaló y se precipitó al

vacío.

—¡Que me ahogo! —chilló, un instante antes de aterrizar en el agua.

Lírica dejó escapar un grito de sorpresa, y Harriet se rió, muy divertida.

Ambas se pusieron al mismo tiempo a buscar al diminuto elfo, que emergió

agarrado al meñique de Harriet escupiendo agua y pronunciando tales

palabrotas que, por un instante, Lírica se alegró de que Harriet no lo pudiera oír.

—Ya sabes que no he traído ropa —refunfuñó Emo al final, volviendo a un

lenguaje más normal—. ¿Qué quieres que haga? ¿Ir desnudo por ahí?

—Yo tampoco he traído ropa —replicó Lírica.

—Pero la tuya no está empapada.

—Y la tuya se secará —contestó Lírica, sonriendo, mientras ayudaba a

Harriet a salir de la bañera. La secó con una toalla y le puso un camisón blanco y

suave. Después de acostarla en la cama, puso a Emo sobre la almohada.

Acto seguido, fue a un escritorio que había junto a la ventana y buscó un

lápiz y una hoja de papel. No encontraba ninguna en blanco; Harriet había hecho

dibujos en todas: flores, soles, árboles y todo tipo de animales, aparentemente

trazados con carboncillo. El arco iris era lo único que había pintado con

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acuarelas, y tenía colores brillantes y alegres.

Había muchos dibujos de una mujer, y aunque en los dibujos de Harriet

aparecía en diferentes posturas y con distintas ropas, Lírica sabía que era la

misma persona por la expresión de su cara. Harriet había conseguido dibujar la

misma cara en todas las ilustraciones.

Lírica recogió un bonito dibujo con un arco iris y miró hacia Harriet, que

reía en voz baja mientras Emo le hacía cosquillas en la oreja.

—¿Sabes qué vas a hacer, Harriet? —preguntó, sin importarle que la niña

no pudiera oírla—. Vamos a darte un nombre nuevo. A partir de ahora, Emo y yo

te llamaremos Arco Iris.

—Arco Iris —repitió Emo, asintiendo con la cabeza en señal de aprobación.

—Sí, Arco Iris. —Lírica encontró un lápiz, juntó todos los dibujos de Harriet

y fue a sentarse en la cama al lado de la niña. Allí le enseñó todas las hojas a

Emo, que cuando acabó de verlas le dio un beso en la mejilla a Harriet.

—Muy bien, Arco Iris —dijo Lírica—. Vamos a escribir una carta a Papá

Noel. Estoy bastante segura de que nunca ha recibido ninguna tuya, y creo que

este

año le vas a hacer muy feliz. Le escribiremos en la cara de atrás de uno de

tus dibujos; también le gustará ver lo que haces.

—¿Cómo sabremos lo que quiere para Navidad? —preguntó Emo, bajando

de la almohada a la barriguita de Harriet de un salto.

—Bueno, para empezar, escribiremos algunas de las cosas que quieren

todas las niñas. Veamos... —Comenzó a escribir en la cara posterior de uno de los

retratos de aquella mujer que tanto le gustaba a Harriet—. Una muñeca, que sea

blandita, para dormir con ella. Un libro de dibujos; a lo mejor con castillos y

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playas y jardines. Algunas cintas para el pelo, y un collar con un corazón. Ahí

está. Es una buena lista, ¿no crees, Emo?

—¿Una lista de qué? —de pronto la voz de Savin llenó la habitación. Lírica

se volvió y lo vio de pie junto a la bañera.

—He escrito una carta a Papá Noel con lo que quiere Arco Iris. Mucha gente

cree que hay que echar estas cartas al correo, pero no es verdad. Una vez que se

escribe la carta, Santa Claus la recibe al instante.

Savin se preguntaba si la confusión iba a ser su estado mental permanente

mientras Lírica estuviese en la casa.

—Y, si puedo preguntarlo, ¿quién es Arco Iris?

—Oh, es el nuevo nombre de su sobrina. Harriet suena demasiado adulto

para una niña tan pequeña. Para que le vaya bien, todavía tiene que crecer.

Además, el arco iris le gusta. ¿Ha visto estos dibujos, Savin? —preguntó,

tendiéndole las creaciones artísticas de Harriet.

Savin no se molestó en mirarlos, sino que respondió frunciendo el ceño.

—¿También está hablando usted con el amigo invisible de Harriet? ¿Ese tal

Emo?

—Yo...

—¿Y le ha escrito una carta a Papá Noel por Harriet? ¿Pidiendo regalos?

—Sí, exacto. Para que Santa Claus sepa qué traerle en...

—Es ridículo —dijo Savin, enfadado—. No es sólo que la niña no pueda

entender lo que hace usted, sino que ¡Santa Claus no existe!

Lírica se sobresaltó tanto que perdió el aliento.

—¡Se equivoca! ¡Se equivoca muchísimo!

Savin fue hacia la cama.

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—Me alegro de que Harriet no pueda oírla, Lírica. Si no, le estaría llenando

la cabeza con todas estas tonterías. Ya se ha inventado a un amigo invisible que

se llama Emo, y aunque no sé cómo lo ha conseguido usted a pesar de su

sordera, sé que es responsabilidad de usted. Después de todo, Emo no existía

antes de que llegara usted.

—Emo...

—No trate de hacerle creer en Papá Noel. ¿Me oye? Se lo repito: no lo

intente. Una cosa es un amigo imaginario que se llame Emo, y otra es tenerla

esperando a que llegue un viejecito cargado de regalos...

—Pero...

—Puede usar mi dormitorio, Lírica —declaró Savin, dando por finalizada

tanto aquella conversación como aquella velada—. Está yendo por el pasillo a la

izquierda.

A Lírica le costó un poco dominar su frustración. Por último, después de

decirse que Savin no podía evitar ser como era, asintió.

—¿Y dónde dormirá usted?

Savin percibió algo de tristeza en su voz, y supo que era por su culpa. Pero

no quería excusarse por tener la cabeza sobre los hombros.

—Hay un catre en la sala donde están los animales. Dormiré allí.

—¿Podré ver mañana a los animales enfermos?

—Sí, si quiere —contestó Savin, encogiendo los hombros—. Ahora, buenas

noches. Ah, y por última vez se lo repito para que me entienda: deje de llenarle a

Harriet la cabeza de tonterías, es mi sobrina y está a mi cargo, no al suyo.

Lírica le tendió los dibujos de Harriet a Savin, y se quedó solamente la hoja

en la que había escrito la carta de los deseos.

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—Me parece usted alguien con graves carencias, Savin.

Él la miró fijamente durante un instante.

—Y usted me parece muy...

—Pero, por otro lado, también tiene algo que me hace sentir feliz cada vez

que le miro —le explicó Lírica—. Posee usted algo especial, y en abundancia.

—¿Cuando me mira?

—Cuando le miro —asintió Lírica—, siento una extraña felicidad que nunca

había experimentado. Es muy agradable, y lo que la suscita es su aspecto.

La única conclusión que podía extraer Savin era que trataba de decirle que

le encontraba guapo. Apreciaba el cumplido, pero si era el primer paso hacia

algo, no quería saber nada de ello.

Las mujeres no formaban parte de su vida desde hacía años, y quería que

siguiera siendo así. Durante ese tiempo no le había costado zafarse de las

atenciones femeninas de las que había sido objeto, así que Lírica trataba de atraer

su interés, no tardaría en comprender que sus intentos serían inútiles.

—Lírica... —comenzó.

—Pero —continuó ella— carece usted de felicidad y de la dulzura que

comporta aceptar que la magia existe. Aunque no tiene por qué permanecer en

esta situación tan triste toda su vida: su rechazo de la magia puede curarse. Haré

todo lo que pueda para lograrlo.

—Si tengo algo que haya que curar, seguro que no tiene nada que ver con lo

que pienso sobre la magia. Más bien estará relacionado con la locura, un estado

mental que usted parece empeñada en provocarme.

—Eso ha sido una de las cosas más absurdas que he oído jamás —

respondió Lírica, aún con la carta de Harriet para Santa Claus, mientras se

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agachaba para darle un beso—. Duerme bien, Arco Iris, que tengas felices sueños.

Sueña con Papá Noel y con todos los deseos que puede hacer realidad, nos

veremos por la mañana. Buenas noches a ti también, Emo.

—Buenas noches, Lírica —contestó el elfo, que bostezó, se desperezó y

subió otra vez a la almohada de Harriet para echarse a dormir.

Lírica le guiñó el ojo a Emo y volvió a mirar a Savin.

—Buenas noches —dijo y, rápida y silenciosamente, salió de la habitación.

Cuando ella se fue, Savin le deseó buenas noches a Harriet como siempre lo

hacía; le acarició la mejilla. Cuando fue a apagar la lámpara, sin embargo, se

detuvo unos instantes para hojear la colección de dibujos de Harriet que Lírica le

había dado. Vio los árboles, el sol, el arco iris y los muchos dibujos de la mujer.

A Harriet le gustaba dibujar muchachas jóvenes; Savin la había visto

hacerlo muchas veces. Se le daba extremadamente bien, pensó, mientras

examinaba los dibujos con atención.

Entonces se fijó bien en la mujer de los dibujos y frunció el ceño,

asombrado; no podía creer lo que veía. Era evidente que todos los dibujos

retrataban a la misma mujer, pero no era menos obvio otro detalle: aquella

muchacha era Lírica. Y Harriet había hecho los dibujos antes de conocerla.

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Antes de que Savin abriera los ojos a la mañana siguiente, ya sabía que

Lírica estaba allí por el inconfundible aroma de menta que reinaba en la

habitación.

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Poco a poco, abrió los ojos y vio que el alba había comenzado a teñir el cielo

de rosa. En efecto, Lírica estaba junto a la ventana, con una gata negra en la mano

que estaba tan delgada que daba pena. La había sacado de su compartimento y

estaba acariciándola en el lomo, en el que se marcaban los huesos.

Se quedó un momento mirándola antes de hacerle saber que estaba

despierto. La tenue luz de primera hora de la mañana relucía en sus cabellos

rizados, cuyo extraño color adquiría tonos de oro y plata.

Tenía una complexión muy fina, observó Savin. Parecía casi frágil, como si

una suave corriente de aire bastara para romperla en mil pedazos.

Sus últimos pensamientos antes de dormirse habían sido sobre ella, luego

había soñado con ella, y ahora era lo primero que veía por la mañana.

Los dibujos de Harriet habían hecho que no pudiera quitársela de la cabeza.

No lograba entender cómo su sobrina podía haber retratado a Lírica antes de

conocerla. Quería pensar que era una coincidencia, pero no salía de su asombro.

—Esta gatita no comerá —dijo, mientras se levantaba del camastro y se

desperezaba—. He intentado darle de todo, incluso he tratado de forzarla a

engullir comida, pero su estómago lo rechaza todo. Pero tampoco encuentro

ningún otro síntoma extraño; si pudiera identificar alguna enfermedad,

intentaría curarla, pero no he conseguido diagnosticar nada. Si pierde más peso,

se morirá.

Lírica se volvió de espaldas a la ventana, meciendo la gata en sus brazos

como si fuera un bebé.

—¿Morirá?

Savin fue hacia ella y cogió a la gata en brazos, que le miró con sus

brillantes ojos verdes. Se le encogió el corazón de pena.

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—La encontré hará una semana. No tenía dueño, y ya estaba muy

desnutrida. No puede seguir así mucho tiempo.

Lírica miró con atención cómo Savin sostenía y acariciaba a la gata. Se fijó

en la triste expresión de sus ojos y observó cierta desesperación en su rostro,

entonces la invadió una oleada de ternura al sentir la misma pena que él.

A Savin le gustaban los animales tanto como a ella. Entendía su naturaleza

y sus necesidades. A lo mejor no se llevaba bien con la gente, pero a los animales

sí sabía cómo tratarlos.

—Los animales le hacen feliz —dijo ella.

—Si no fuera así, no creo que me dedicara a esto —contestó Savin,

devolviendo la gata a su compartimento.

—Pero... tiene que ser muy triste perder a uno —susurró Lírica.

Savin asintió, abrió otro compartimento y se apartó cuando de él salió un

cachorrito blanco con motas negras de un salto.

—¡Oh, qué perrito más bonito! —exclamó Lírica. El animal correteó hacia

ella.

—Se llama William. Pertenece a la señora Pembers.

Lírica recogió a William del suelo y se echó a reír cuando recibió los

lametones en la cara.

—No parece que esté enfermo ni herido.

—No, está curado. De hecho, hoy volverá a su casa. La señora Pembers

vendrá a recogerlo dentro de unas horas y no tengo la menor duda de que me

pagará con algo que haya cocinado. Sea lo que sea, nos lo comeremos para

desayunar, así que no se moleste usted en preparar nada. De hecho, preferiría

que, a partir de ahora, deje que yo me haga cargo de la cocina.

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—Pero quiero ayudarle mientras esté alojada en la casa, Savin. Cocinar es

cosa de la mujer...

—No; si una mujer no sabe hacerlo, no lo es.

El cachorro no se estaba quieto en los brazos de Lírica, por lo que ésta se

agachó para dejarlo en el suelo.

—¿No le gustó la cena de anoche?

—Tampoco vi que usted dejara el plato reluciente.

Su respuesta la hizo reír.

—Mi abuela ha hecho todo lo posible para enseñarme a cocinar, pero...

—No lo ha logrado.

—Bueno, no. Pero no es culpa suya, sino mía, no tengo ningún talento. Eso

significa que no sirvo para gran cosa, ¿no cree?

Savin consideró su afirmación durante un momento.

—¿Qué quiere decir con que no tiene ningún talento?

—Ni para cocinar, ni para coser, ni para trabajar en el taller de mi abuelo.

No sirvo para nada. Si existe algo que se me dé bien, todavía no he descubierto

qué es. ¿Qué le pasaba a este perrito?

Savin estaba tan concentrado en el comentario sobre la falta de talentos de

Lírica, que casi no oyó su pregunta.

—¿William? Oh, lo atropello un carro a la salida del pueblo y se rompió una

pata. Se la he mantenido inmovilizada hasta ayer por la noche. No hacía falta que

se quedase aquí durante su convalecencia, pero la señora Pembers dijo que no

soportaba verlo sufrir y me pidió que lo tuviera conmigo hasta que se recuperase

del todo.

Lírica fue hacia la fila de compartimentos.

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—¿Y qué les pasa a todos estos animalitos? —preguntó. Veía dos perros

más, otra gata y un conejo marrón muy gordo.

—Uno de los perros tiene una infección en el ojo, el otro lleva unos puntos

en el cuello porque se peleó tres veces con otro perro igual de grande que él, y la

gata va a tener crías. Lo pasó mal al dar a luz la última carnada y perdió a tres de

los garitos, por eso su propietario me ha pedido que esta vez la asisa yo.

—¿Perdió... tres crías?

—Sí —contestó Savin. Al ver que sus suaves labios dejaban de sonreír, se

dio cuenta de que Lírica sentía la tragedia de la gata como si fuera suya.

Lírica introdujo la mano en la caja y apoyó la palma sobre el vientre

hinchado de la gata. Las crías que estaban por nacer se movieron contra su mano,

y rezó una oración en silencio para que todas ellas viviesen.

—Seguro que esta vez todo irá bien —dijo delicadamente Savin; sabía

exactamente lo que estaba pensando ella—. Me encargaré de ello. —Esperaba

parecer más convencido de lo que estaba. La verdad era que la gata iba a tener

otro parto muy difícil.

Lírica tardó un rato en volver a hablar.

—Y cuando dé a luz... ¿podré verlo?

—Por supuesto.

Satisfecha, Lírica pasó a la siguiente caja.

—¿Y este conejo?

A Savin no se le escapó el tono triste de su voz. Estaba claro que, después

de la noticia de los tres gatitos muertos, tenía miedo de que al conejo le pudiera

pasar algo grave.

—Parásitos, pero se está recuperando bien. En unos días volverá a casa de

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su amo, que se llama Christopher y ya me ha pagado mis servicios con un carro

lleno de leña.

—¿Preferiría cobrar dinero mejor que recibir la leña y la comida con la que

le paga la gente?

Savin fue hacia la ventana y miró a través del cristal, desde donde estaba,

podía ver algunas casas carretera abajo.

Suspiró. La gente que vivía allí no tenía gran cosa, muchas necesidades, y

poco dinero.

—Claro que preferiría cobrar en dinero. Sin él, hay muchas cosas que no

puedo comprar. Por ejemplo, necesito urgentemente un carro con caballo; hace

seis o siete meses tenía uno, pero una noche me lo robaron. No es que no pueda

ir caminando a casa de mis clientes cuando me necesitan, en Tymbrook no hay

nada que esté demasiado lejos, pero muchas veces es difícil llevar todo lo que

necesito para atender a los animales.

—¿No hay nadie que le pague con dinero?

—Algunos vecinos lo hacen, pero el único que tiene medios en los

alrededores es Lord Bleser. —¿Lord Bleser?

Por fin, Savin se apartó de la ventana, y al hacerlo vio que Lírica había

vuelto a sacar de su caja a la gata desnutrida, se la había colocado en el hombro y

la acariciaba.

—Lord Bleser es el conde de Wyldon. Su finca no queda muy lejos, si se va

a caballo. Lady Bleser tiene tres galgos, y de vez en cuando, alguno de ellos

necesita atenciones médicas, pero hace tiempo que no sucede.

Lírica volvió a la ventana y apoyó una mano en el brazo de Savin. —Tiene

que creer en que todo irá bien, Savin. Es usted un buen hombre, y una bondad

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como ésta siempre tiene su recompensa. Bajo su aspecto huraño hay un corazón

muy tierno, sé que es cierto porque he visto cómo se preocupa por estos

animales. Y también por Arco Iris, aunque no es su hija, la acogió en su casa y se

ha ocupado de ella.

Incómodo ante aquellas alabanzas, Savin sintió la necesidad de encogerse

de hombros y marcharse. Pero la sensual calidez de su mano y la genuina

expresión de honestidad e interés de aquellos ojos tan azules le mantuvo inmóvil

donde estaba.

Como la noche anterior, le resultó imposible apartar su mirada de ella. No

era sólo por su increíble belleza, sino por una especie de poder tan firme como

asombroso que ejercía sobre él. Y que esta vez sentía incluso más fuerte.

Con una vaga conciencia de sus actos, pero obedeciendo a un impulso que

le resultó imposible refrenar, se inclinó hacia ella con la mirada concentrada en

sus labios, que estaban a tan sólo un suspiro de distancia.

—¡Doctor Galloway! —gritó una voz femenina desde fuera, e

inmediatamente llamaron a la puerta.

Bruscamente, Savin se enderezó y se pasó la mano por los cabellos mientras

se ponía la camisa por dentro de los pantalones.

—Oh... es la señora Pembers. Con el desayuno, seguramente. ¿Dónde se ha

metido William?

—Iba usted a besarme.

Aliviado por tener una excusa para no responder a aquella afirmación,

Savin se puso a buscar por la sala. ¿Qué diablos le había pasado? Había estado a

punto de besarla. Maldijo a aquella mujer y al control irresistible que, de alguna

forma, ejercía sobre él.

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—Yo lo encontraré, Savin —dijo Lírica—. No haga esperar fuera a la señora

Pembers.

Con presteza, volvió a guardar la gata en su caja y empezó a buscar al

perrito, que no tardó en encontrar en el dormitorio de Harriet. El muy travieso

estaba durmiendo junto a la niña.

—Este chucho nos ha despertado a los dos —se quejó Emo desde el

almohadón, junto a la oreja de Harriet—. Ha entrado al galope y ha subido a la

cama de un salto como si estuviera desquiciado.

—Oh, pero no está desquiciado, Emo —replicó Lírica, sonriendo—. No es

más que un cachorrito que Savin ha curado, y su ama está en la puerta con el

desayuno.

—¿Desayuno? —preguntó Emo, saltando a la mano de Harriet, desde

donde señaló hacia la puerta.

—¡Ahí está la niñita preciosa! —exclamó la señora Pembers cuando vio a

Harriet—. ¿Sabe, doctor Galloway? Todo Tymbrook espera que pronto le dé una

mamá a Harriet; bueno, en realidad sería una tía, pero para ella será como una

madre.

Savin resistió el impulso de mirar hacia el cielo, casi todos los habitantes del

pueblo se tomaban la libertad de recordarle que no estaba casado. Con todo lo

que hacía por ellos, se dijo, aliviado por su convencimiento de que toda aquella

Insistencia en el matrimonio no iría a ninguna parte. No quería casarse, y

eso era todo.

No tenía nada que ver con que hubiera estado a punto de besar a Lírica

hacía un rato. Aquello…bueno, había sido cuestión de atracción física. Deseo,

sencillamente, y no volvería a ser presa de los misteriosos encantos de Lírica por

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mucho que ella lo intentase.

— Aprecio su preocupación, señora Pembers—contestó, tirando de los

puños de su camisa—, pero…

— ¿ Y quién es usted, que tiene en brazos a mi queridísimo William?¿Cómo

se llama, señorita?—interrogó la señora Pembers mirando a Lírica, que había

entrado en la sala con Harriet.

— Me llamo Lírica y …

— Estoy cuidando de su reno, que está herido— interrumpió Savin—. Está

en el establo.

— ¿ Un reno?¿ En Inglaterra? La señora Pembers colocó en las manos de

Savin un paquete envuelto con papel y cordel, entró en la casa sin esperar a que

la invitasen y se acercó a Lírica. Entonces se fijó atentamente en la extraña

vestimenta de la muchacha.

Debía de ser una artista de circo, pensó. Claro, Lírica era miembro de un

circo o algún tipo de atracción ambulante. Eso explicaba tanto sus extrañas ropas

como el hecho de que tuviera un reno.

Parecía que a Harriet le gustaba mucho aquella bella forastera, porque

estaba enroscada a su pierna como una mata de hiedra.

— ¿ Y cuánto tardará su reno en recuperarse, querida?

— Unas tres semanas—cortó Savin, impaciente por que su cliente se

marchase.

— Tres semanas— murmuró la señora Pembers. Lírica viviría tres semanas

con el doctor Galloway.. sonrió, acarició los cabellos de Harriet y cogió a William

de los brazso de Lírica—. Bien, muchísimas gracias, doctor Galloway—dijo,

volviéndose hacia la puerta— Parece que William se encuentra bien.

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— Que tenga una feliz Navidad, señora Pembers—deseó Lírica—. Si tiene

hijos, estoy segura de que Papá Noel será generosos con ellos.

La señora Pembers se volvió una vez más y miró a Lírica. Aquella chica tan

joven y guapa se había ganado el afecto de Harriet y no sólo le gustaba la

Navidad, sino que creía en ella. Le vendría bien al doctor Galloway, que

destetaba la Navidad por razones que nadie acababa de entender. Además tres

semanas eran tiempo más que suficiente para enamorarse.

— Sí— dijo Estoy segura de que Papá Noel será generoso con todos

nosotros, Lírica. Gracias.

— ¿ Señora Pembers?—le preguntó Lírica cuando ya había salido al sol

invernal que lucía en el exterior— ¿ Sería tan amable de decirme dónde puedo

recoger pétalos de rosa?. Me sirven de cualquier color que no sea el amarillo.

— ¿Rosa?— contestó la señora Pembers—. Estamos en pleno invierno,

muchacha. Mire a su alrededor: no florece nada.¡ Adiós!

— Buenos días señora Pembers— dijo Savin, cerrando la puerta.

— ¿ Savin?

Se volvió hacia ella y de inmediato vio su consternación, la llevaba escrita

en la casa.

— ¿ Sí, Lírica?

Por la memoria de Lírica revoloteaba el recuerdo de cuando casi se habían

besado, pero otro pensamiento más importante se había impuesto sobre aquél.

— Los pétalos…— dijo con voz aguda.

— ¿ Sí? ¿ Qué pasa con ellos?

— Los necesita, Savin. Son la parte más importante de su dieta.

Pensando que aquello no era más que tonterías, Savin abrió sobre la mesa el

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paquete que la señora Pembers le había entregado. Al instante, los apetitosos

aromas del pan fresco, el queso cremoso y las salchichas fritas embargaron sus

sentidos.

Era cierto que prefería cobrar sus servicios al contado, pero cuando el

hambre acuciaba tanto como en aquel momento era difícil no apreciar un manjar

tan exquisito como el que había traído la señora Pembers.

Después de poner la mesa, fue a buscar a Harriet, la sentó y reprimió sus

protestas cuando la obligó a depositar junto al plato a su amiguito invisible.

— Lírica, venga a la mesa ahora que el desayuno está caliente.

— No puedo comer, Savin— contestó Lírica, de pie en medio de la sala—

Sería muy egoísta por mi parte llenarme el estómago mientras mi reno se muere

de hambre en el establo porque no tiene…

— Le aseguro que cuando vayamos a verlo después de desayunas, se habrá

comido el heno que le di ayer. Seguro que, como usted ha dicho, no es lo que más

le gusta, pero el hambre lo habrá obligado a….

— No, Savin, se equivoca. No lo comprende, los pétalos de rosa son….

— Muy bien— la interrumpió Savin, que estaba cansado de discutir y

lamentaba haberse rendido a la tentación de besarla—. Puede darle cebollas y

azúcar. Seguro que así podrá sobrevivir mientras usted busca esos pétalos de

rosas inexistentes.

—Por una vez, el pedazo de alcornoque tiene razón —dijo Emo desde la

mesa. Estaba sentado en el borde del plato de Harriet y tenía un trocito de queso

en la mano—. De momento tendrá que contentarse con cebollas y azúcar, Lírica.

No tiene sentido que te mueras de hambre tú también mientras no encuentres

pétalos de rosa. De hecho, si no comes estarás demasiado débil para ponerte a

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buscarlos. Tu abuelo no querría que te pasase nada.

Mordiéndose el labio inferior, Lírica asintió y se sentó frente al plato que

Savin le había servido. Cuando cogió el tenedor, se fijó en que Harriet la miraba

muy preocupada con sus grandes ojos marrones. Se dio cuenta de que, con su

conducta, había provocado que la niña se inquietase por algo que no podía

entender ni contribuir a resolver, por lo que se obligó a sonreír.

—Cómete el desayuno, Arco Iris, y después iremos al establo y le daremos

cebollas y azúcar a mi reno.

—No se llama Arco Iris —dijo Savin, pinchando una salchicha y

metiéndosela en la boca—. Nadie se llama así. Suena como el nombre de un gato

con manchas de colores.

—Es mejor nombre que Harriet para una niña tan pequeña —dijo Lírica—.

Se lo expliqué anoche, Savin. Además, no puede oír si la llamo Arco Iris, o sea

que ¿qué más da?

Como, por una vez, había dicho algo con sentido, Savin prefirió no

contestar su pregunta y cambió totalmente de tema.

—Lírica, ¿había estado usted en Tymbrook alguna vez?

—No, nunca había estado aquí —contestó, apartando la comida a un lado

del plato.

—¿De dónde es usted?

—Del norte. De muy al norte.

Después de terminarse el plato, Savin se limpió los labios con la servilleta y

se inclinó hacia atrás en la silla.

—¿Ha visto algo raro en la mujer que tantas veces ha dibujado Harriet?

—Que estaban bien hechos, pero no creo que sea raro.

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—Todos los dibujos se parecen mucho a usted. De hecho, se parecen más

que «mucho». La mujer que ha dibujado tantas veces es igual que usted.

Lírica se comió un pedacito de pan.

—Qué bien.

—¿Qué bien? ¿No tiene nada más que decir? —Savin apartó su plato a un

lado y se apoyó sobre la mesa—. ¿No le parece extraño que Harriet dibujase a

una mujer que nunca había visto?

—Si le digo lo que pienso, se burlará.

—Complázcame: dígamelo, por favor.

—Magia.

—Magia... —Savin apretó el puño en el que sujetaba la servilleta—. ¿Y cuál,

si puedo preguntarlo, es la razón de su mágica llegada?

Lírica sonrió de oreja a oreja.

—Oh, Savin, uno no puede cuestionar la magia, sino sólo aceptarla y

agradecerla.

Savin se levantó y dejó la servilleta sobre la mesa.

—Me pregunto si algún día tendré una conversación inteligente con usted.

—Y yo me pregunto si algún día se librará usted de la tristeza y la angustia

que arrastra y que le impide creer en la magia.

Savin la miró de hito en hito. ¿Cómo había podido ver Lírica las amargas

emociones que albergaba él en silencio?

—No hace más que un rato que ha hablado usted de... bueno, da igual. No

importa.

—Hace un ratito he hablado de su tierno corazón —dijo ella, leyéndole el

pensamiento—. Es verdad. Pero aunque en su corazón lata una amabilidad

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maravillosa, su alma está atormentada por la amargura y la angustia. ¿O no es

cierto lo que digo, Savin?

—Tengo que ir a ver un caballo fuera de Tymbrook, y luego iré a visitar

unas ovejas por allí. Cuando Harriet se acabe el desayuno, ¿tendrá la amabilidad

de vestirla? Antes de salir tengo que dar de comer a los animales, pero estaré

listo para marcharme en menos de una hora.

—¿Se la lleva con usted?

Savin llevó su plato vacío y su cubierto al fregadero que había frente a la

ventana.

—Me la llevo a todas partes, Lírica. Es demasiado pequeña para quedarse...

—Ya, pero también estoy yo, Savin. ¿No puede pasar la mañana conmigo?

Le podrá dar de comer cebollas y azúcar al reno; estoy segura de que le

encantará, porque tiene los labios suaves como el terciopelo. Cuando come de tu

mano, es una sensación maravillosa.

El primer impulso de Savin fue negarse y llevarse a Harriet, como siempre

hacía, pero se acordó de lo fastidiosa que se ponía su sobrina cuando se aburría.

Aveces se pasaba horas atendiendo animales heridos o enfermos, y mientras

tanto la niña no tenía con qué distraerse. Además, las largas caminatas de granja

en granja la fatigaban mucho.

—Muy bien —dijo al fin, preguntándose si Lírica no tardaría en conseguir

que se arrepintiese de complacerla—. Si todo va bien, estaré en casa a primera

hora de la tarde. Llegaré con comida, o sea que no tienen que preocuparse por la

cena.

Cuando se marchó, Lírica le dio prisa a Harriet para que terminase de

desayunar y lavó los platos. Después buscó unas cuantas cebollas, las peló y

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llenó un cuenco con terrones de azúcar que encontró en un bote de arcilla de la

alacena. Luego le puso a Harriet un vestido de lana abrigado y se la llevó al

establo.

—Arco Iris, éste es mi reno. Si quieres, puedes darle de comer. —Abrió la

puerta del establo y dejó que Harriet y Emo entrasen primero.

Harriet se quedó maravillada cuando el reno apareció ante su vista, nunca

había visto un animal como aquél. Tendió la mano y le acarició una oreja.

—Oh, Lírica, no se encuentra bien —dijo Emo al ver al animal. Se sentó en

el hombro de Harriet y se agarró a sus cabellos—. Mira cómo le pesa la cabeza,

nunca lo había visto así.

Era cierto; el reno tenía la cabeza inclinada.

—Tiene... tiene hambre —repuso Lírica, muy apenada. Metió una mano en

la bolsa que Harriet sostenía y sacó una de las cebollas.

El reno la engulló como si fuera el último alimento que quedase en el

planeta. Entonces Lírica puso otra cebolla en la mano de Harriet y vio cómo el

reno se la comía, y luego otra más.

—Ahora puedes darle el postre, Arco Iris —dijo Lírica, señalando el cuenco

de azúcar.

Con ojos de asombro, Harriet le dio un terrón tras otro al reno y se rió

cuando sus suaves labios le acariciaron la palma de la mano.

—Las cebollas y el azúcar están muy bien, Lírica, pero tenemos que

encontrar pétalos de rosa —dijo Emo.

—Lo sé —dijo Lírica. Estaba a punto de llorar.

—Si no...

—Lo sé, Emo —contestó Lírica, con lágrimas en las mejillas—. Si no, se

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morirá.

6

Cuando Savin llegó a casa después de un largo y duro día de trabajo con

caballos y ovejas, lo que vieron sus ojos le produjo una tormenta de emociones.

Confusión.

Incredulidad.

Enfado.

Harriet, que llevaba un puñado de hojas de acebo entre los cabellos, tenía

las palmas de las manos extendidas ante sí y bailaba como si estuviese oyendo

un vals majestuoso.

Y lo hacía alrededor de un árbol. Un árbol de Navidad.

El árbol estaba decorado con copos de nieve recortados en papel y con

ristras de bayas rojas. En la copa había una estrella amarilla que, con toda

seguridad, Harriet había pintado con sus acuarelas.

En la habitación había otros ornamentos navideños. Velas y lazos de color

rojo decoraban la repisa sobre la chimenea, y encima estaba colgada una corona

de ramas de abeto frescas. Sobre los muebles había una serie de ángeles que

tenían el cuerpo hecho con un cono de papel, la cara con una nuez y los cabellos

con hilo amarillo.

A la casa de los Galloway había llegado la Navidad.

Savin cerró los ojos y maldijo todo lo que aquello le recordaba; negó con la

cabeza y trató de pensar en otra cosa, pero no pudo. Le asaltaban dos recuerdos:

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uno de su niñez, y otro de hacía solamente nueve años.

Jerome.

Madeline.

A ambos los había conocido hacía muchos años y los había querido

muchísimo, y los perdió un día de Navidad. Desde entonces odiaba aquella fiesta

con todas sus fuerzas, y nada ni nadie podía cambiar aquellos sentimientos.

Sintió revivir en él aquella rabia tan antigua, abrió los ojos y lanzó los

paquetes de comida que había recopilado durante el día sobre una silla junto a la

chimenea.

—¿Dónde se ha metido? —inquirió—. Harriet, ¿dónde está esa chiflada y

entrometida de...?

Paró de hablar, ya que Harriet no podía oír lo que decía. Lírica le había

provocado tal confusión y enfado, que estaba empezando a perder los papeles.

—¡Lírica! —gritó. Recorrió la parte posterior de la casa, mirando en todas

las habitaciones. Como no la encontró por ninguna parte, pensó que estaría en el

establo con ese reno que, según ella, se alimentaba de pétalos de rosa.

Evitó mirar a Harriet porque sabía que estaría inquieta al verle, y salió a

toda prisa de la casa. Se dirigió al establo y llegó hasta el compartimento del

reno. Por supuesto, allí estaba Lírica, sentada sobre una pila de heno.

Tenía en brazos a la gatita moribunda; no podía entender qué le decía, pero

Savin oyó que le murmuraba algo al animal. Aquella visión calmó ligeramente su

furia, pero aun así no iba a dejar pasar lo que había hecho en la casa.

—Lírica, quiero hablar con usted, por favor. —Trató de hablar con calma,

pero él mismo notaba el tono de dureza en su voz.

—Los dos —susurró Lírica—. Van a morir los dos, Savin.

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—Ha decorado usted la casa sin mi permiso. Sé que no lo va a entender,

pero no me gusta la Navidad, Lírica. Además...

—Los dos se morirán pronto de inanición: mi reno porque no puede vivir

sin pétalos de rosa, y esta gatita... llevo todo el día con ella en brazos, incluso

cuando Harriet y yo hemos salido a buscar a un señor para que nos cortase un

buen árbol de Navidad. Creía que si recibía atención constante, si sentía por

primera vez el mágico beso del amor, querría vivir y disfrutar de la vida. Lleva

unos cuantos días en una caja, comprendo que usted no pueda dedicarle toda su

atención porque está ocupado con los otros animales, pero yo sí puedo, porque

tengo poco más que hacer.

Savin se pasó los dedos por el pelo.

—¿Ha oído una sola palabra de lo que he dicho?

Lírica cambió de posición a la gata para mirar sus verdes ojos.

—Hasta le he dado un nombre para que se sintiera importante, la he

llamado Linda Lima, porque tiene los ojos del color de la lima.

—Linda —repitió Savin, mirando fijamente a Lírica—. Linda Lima. —Era el

nombre más estúpido que había oído en su vida.

—Es un nombre muy bonito para esta gatita tan mona.

—Linda... bueno, lo que usted quiera. Le he hecho una pregunta. ¿No ha

oído ni una sola palabra de todo lo que he dicho?

—Sí —contestó Lírica, alzando los ojos para mirarle—. ¿Y ha oído usted una

sola palabra de lo que yo le he dicho? No creo, porque si lo hubiera hecho se

daría cuenta de que le estoy hablando de algo infinitamente más importante.

—Su reno no va a morir, y por Linda Lima no podemos hacer nada más. En

cuanto a...

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—Mi reno se morirá. Mírelo, Savin. Venga y mírelo.

—Ya le he echado un vistazo esta mañana. He cambiado el vendaje de la

pata y estoy seguro de que se pondrá bien.

—Por favor, vuelva a mirarlo.

Savin hizo lo que le pedía, no tanto por obediencia como para calmar sus

temores y, así, poder hablar sobre lo que había hecho ella en la casa.

Una vez en el compartimento, cogió la lámpara que había encendido Lírica

y se acercó al reno. Sintió con la mano el morro y las orejas del animal y tuvo la

satisfacción de ver que tenía muy poca o ninguna fiebre.

A pesar de todo, el reno parecía sufrir algún tipo de mal. Tenía la cabeza

muy gacha, más que por la mañana, y los ojos muy vidriosos.

—No se ha comido el heno que le ha dado usted —dijo Lírica, sin dejar de

acariciar la gata que tenía en brazos.

—¿Le ha dado las cebollas y el azúcar?

—Sí, pero no es suficiente. Necesita...

—...Pétalos de rosa, pero que no sean amarillos —interrumpió Savin. Se

pasó la mano por los cabellos antes de continuar hablando—. Escúcheme, Lírica.

Sé que usted cree de verdad que el reno necesita esas flores, pero podemos

intentarlo con otros alimentos...

—No funcionarán con él. No es un animal normal y corriente, Savin. Es...

—Claro que no es normal y corriente para usted. Porque es suyo. Los

dueños de un animal siempre piensan que es especial, pero...

—No lo digo porque sea mío. En realidad, tampoco es mío. Pertenece a mi

abuelo. Y lo que le digo es cierto, Savin. Es diferente en que...

—No quiero hablar más del reno, Lírica. He venido hasta aquí para hablar

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de esos condenados adornos navideños que usted...

—Lo he hecho por Arco Iris...

—No se llama Arco Iris, ¡maldita sea!

—Nunca ha vivido una Navidad —dijo Lírica, inclinando la cabeza—. O si

vivió una con su madre, no lo recuerda, como lo demuestra que no supiera

decorar el árbol, hacer la estrella ni...

—¡Nada de eso es asunto suyo!

—Sí que lo es. Es asunto mío.

—No...

—Ni siquiera sabía quién era Papá Noel.

Al oír la última frase de Lírica, el único consuelo de Savin fue que se debía a

que, como Harriet era sorda, no podía creer ninguna historia sobre un abuelito

de fantasía cuya única responsabilidad en la vida consistía en surcar los cielos en

Nochebuena repartiendo regalos a los niños y las niñas de todo el mundo que se

hubieran portado bien. Por Dios, menuda ridiculez.

—Quiero que retire esos adornos, Lírica. Esta misma noche. ¿Me

comprende?

—Sí.

—Bien —dijo Savin, y se volvió para marcharse.

—Lo comprendo, Savin, pero no voy a quitarlos.

De repente, ya no le importaba si Lírica estaba meciendo a la gatita en

brazos cariñosamente; volvía a sentirse furioso. Entonces giró sobre sus talones y

se enfrentó de nuevo con Lírica.

—¿Qué ha dicho?

Lírica bajó del montoncillo de heno y se enfrentó con él cara a cara.

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—No voy a romperle el corazón a Harriet quitando los adornos que la han

hecho tan feliz, Savin. ¿Nunca se le ha ocurrido que las demás casas están

decoradas, y la suya no lo ha estado nunca? Es sorda, sí, pero no ciega. Y la

Navidad, le guste o no, es una fiesta básicamente para los niños, un día en que

sus inocentes esperanzas y sus deseos de fantasía pueden hacerse realidad. Es

una época de magia.

—Magia —gruñó Savin—. Dígame algo, Lírica. ¿Ha crecido usted en un

país de cuento de hadas? Es usted una persona adulta, por Dios, y aun así...

—Todo el mundo puede experimentar la magia, tanto los niños como los

adultos. Pero sólo si creen en ella o, al menos, si lo desean.

—Usted...

—Y si tantas ganas tiene de que los adornos navideños desaparezcan de la

casa, quítelos usted mismo.

¡Condenada mujer! Savin estaba lleno de rabia. Había cuidado de su reno

herido y sabía sin lugar a dudas que no tenía con qué pagarle. Le había

permitido instalarse en su casa, y la estaba alimentando. Además estaba

soportando sus ridículas creencias y su extraña conducta. Hasta aquel momento,

lo había hecho por Harriet, pero aquello ya había ido demasiado lejos.

—Muy bien —murmuró—. Pues los quitaré yo mismo de la casa, y usted,

señorita Lírica sin apellido, del país de fantasía del lejano norte, desaparecerá con

ellos.

Ya había salido del establo y se encaminaba hacia la casa, cuando Lírica

corrió tras él tan sofocada que tropezó varias veces. Su estado no se debía tanto a

que él le hubiera ordenado marcharse como a que Savin iba a aniquilar la

primera experiencia navideña de Harriet.

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—Savin, ¿cómo puede hacer esto? —le preguntó mientras entraban en la

casa.

—¿Que cómo puedo hacerlo? ¡Espere y verá!

No lo haría, se dijo Lírica. No podía ser. Pasaría algo que le impediría quitar

los adornos.

Pasaría algo.

Miró a Savin cuando se acercó al árbol de Navidad, y observó que a Harriet

le empezaba a temblar el labio inferior. Aquella dulce niña no entendía lo que

sucedía exactamente, pero había adivinado que se trataba de algo desagradable.

Rápidamente, pero con delicadeza, Lírica colocó a Linda Lima sobre la pila

de paquetes que había en la silla de al lado de la chimenea. Luego cruzó la

estancia hacia Harriet y la tomó en sus brazos.

—Ese cateto va a echar al traste la Navidad, ¿verdad? —chilló Emo desde la

palma de la mano de Harriet.

—No —replicó Lírica con firmeza—. No lo hará. Tenemos que creer que va

a suceder algo maravilloso que le impedirá hacer algo tan terrible como arruinar

la Navidad.

Savin estaba levantando el arbolito de su base, y los copos de nieve que

habían recortado en papel con tanto primor empezaron a caer al suelo y sobre

sus botas negras. Sacudió los pies para quitárselos de encima y fue hacia la

puerta.

Sin embargo, a medio camino del portal se detuvo mirando la silla que

había junto a la chimenea. En ella estaba la gata, Linda Lima, usando

frenéticamente los dientes y las garras para abrir uno de los paquetes de comida

que había dejado allí Savin. Al cabo de un momento, comenzó a devorar el pollo

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asado que había en el paquete.

Durante algunos minutos, Savin se quedó mirando cómo comía el

animalito. Después empezaron a correr por su mente unas palabras suaves y

dulces como la miel: «Creía que si recibía atención constante, si sentía por

primera vez el mágico beso del amor, querría vivir y disfrutar de la vida».

Savin se volvió y topó con su hermosos ojos azules.

Lírica.

Aquella boba había hecho reír a Harriet, había conseguido que la gata

moribunda comiese y casi había logrado que él la besase. Savin no podía

continuar negando que Lírica poseía algo especial.

Sin soltar el árbol de Navidad, volvió al lugar de donde lo había sacado.

Entonces tuvo lugar el acontecimiento mágico que Lírica había deseado que

sucediera.

Savin volvió a dejar el árbol donde estaba. Sentía que un montón de

preguntas revoloteaban por su mente como un enjambre de mosquitos. Eran

tantas que ni siquiera conseguía formular la primera.

Tiempo, eso era lo que necesitaba, pensó. Tiempo para meditar sobre lo

inexplicable. Tiempo para contemplar a Lírica.

—¿Savin?

La miró de nuevo, pero tardó un buen rato en hablar.

—Usted gana. —Sin decir nada más, salió de la casa y cerró la puerta con

cuidado detrás de él.

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7

—¿Quién es usted?

De pie tras un poste en el patio de delante de la casa, Lírica se quedó

mirando la brillante luna de diciembre sin contestar la pregunta de Savin. Como

toda respuesta, desvió su mirada de la luna al precioso cielo estrellado.

—Lírica —dijo Savin, acercándose tanto a ella que pudo oler su aroma de

menta. Aquella fragancia se mezclaba con la esencia del aire nocturno invernal y,

a pesar de que no estaba nada tranquilo, admitió en su interior que se trataba de

un perfume agradable.

Aunque era tarde, más de medianoche, no podía conciliar el sueño. Tenía

en la cabeza demasiadas preguntas e incógnitas como para descansar.

Llevaba en aquel estado dos semanas, desde aquella noche en que había

vuelto a casa y se había encontrado el árbol de Navidad. Desde entonces, cada

noche salía a pasear, tratando de entender las cosas. Caminaba por todo

Tymbrook e incluso por los confines del robledo que rodeaba al pueblo,

normalmente acababa frente a un arroyuelo y se quedaba allí un rato.

Permanecía pensativo mientras contemplaba a la luz de la luna cómo

borboteaba el agua, intentaba desesperadamente encontrar alguna explicación

lógica para los extraños acontecimientos que habían ocurrido desde la llegada de

Lírica. Pero no se le ocurría nada que justificase aquellos sucesos tan increíbles.

Por fin, había decidido que lo único que podía hacer era preguntarle a Lírica.

Lo haría aquella noche.

—Lírica...

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—Se está apagando, Savin —susurró ella—. Mi pobre reno. Vengo de estar

con él. Las cebollas y el azúcar lo mantienen con vida, pero...

—Lo sé —dijo Savin, y se frotó la nuca. También estaba preocupado por el

reno; se le estaba curando bien la pata, pero estaba claro que el pobre no se

encontraba bien—. Lírica...

—Ya lo sé. Me ha preguntado una cosa. —Lírica caminó un poco al lado de

la valla, se paró junto a una carretilla de madera y se volvió hacia él—. ¿Puedo

hacerle yo una pregunta primero?

Entendió lo que le decía, pero Savin no conseguía encontrar una respuesta.

La luz de la luna y el reflejo de las estrellas bañaban la figura de Lírica, sus

extraordinarios cabellos brillaban con más fuerza aún bajo aquel radiante cielo

nocturno; sus ojos relucían como zafiro pulido, igual que sus labios.

Su belleza tenía algo de irreal; Savin no había visto una mujer tan hermosa

en toda su vida.

La vio pasar la mano por la superficie de la valla. La madera era oscura y

áspera, y su mano parecía tan blanca y suave. Era un contraste muy simple, pero

intenso, y a Savin le resultaba agradable observarlo.

Lírica se movía como un rayo de sol. Sin hacer ruido, como que si la guiase

la propia gracia personificada. No importaba que sus ropas fueran las menos

femeninas que jamás hubiera visto Savin vestir a una mujer; en aquel momento,

Lírica era la encarnación de la feminidad.

—¿Savin? ¿En qué está pensando?

—En usted.

Lírica inclinó la cabeza un momento y miró los guijarros que brillaban

frente a sus pies.

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—Y yo en usted. —Levantó la vista hacia él—. Apenas ha hablado durante

las dos últimas semanas. Está usted fuera trabajando casi todo el día, y cuando

vuelve trabaja más; y después sale a pasear. ¿Todavía está enojado conmigo por

llenar su casa de adornos navideños...?

—Mentiría si dijese que no. Pero estoy más molesto por otra cosa.

—Oh —exclamó Lírica, bajando de nuevo la mirada. Movió algunos

guijarros con la punta de sus zapatos—. No sé si disculparme o no. Los adornos

hicieron muy feliz a Arco Iris, pero a usted le abrieron heridas viejas.

—Usted... —dijo, y se detuvo un momento antes de continuar— ¿por qué

cree que abrieron viejas heridas?

—No soy mala persona, Savin —murmuró Lírica, sin dejar de jugar con los

guijarros del suelo—. Sólo quería darle una alegría a Arco Iris. Un poco de...

—¿Cómo es que sabe usted tantas cosas?

—No sé cuál es la causa del dolor y la tristeza que hay dentro de usted, si es

eso lo que está pensando. ¿Por qué no me lo explica?

Savin metió las manos en los bolsillos.

—No he venido a hablar de eso.

—Pero tampoco se me ocurre ningún motivo para que no podamos hablar

de más de un tema. A no ser, claro, que tenga usted miedo.

—¿Miedo? —preguntó Savin, frunciendo el ceño.

—Sí, ésa es la palabra que he utilizado. Me parece que es la correcta.

—¿De verdad? Pues le parece a usted mal.

—No, no lo creo.

—Ni siquiera me conoce, Lírica —contestó Savin, enfadado—. O sea que no

puede venir usted con acusaciones...

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—Ya, pero no son acusaciones. Sólo he dicho la verdad, y lo sabe usted muy

bien. Tiene miedo de hablar de lo que le pone triste y hace que se enfade. Si no,

ya me lo habría explicado...

—No se lo he explicado porque no veo qué puede tener que ver con usted

todo lo relacionado conmigo y con mi vida.

Jugando con las puntas de sus cabellos, Lírica se apartó de la valla, cruzó el

patio y se detuvo frente al tronco de un viejo roble. Apoyó la espalda contra el

árbol y miró a las estrellas, que titilaban en el cielo.

—Y a pesar de todo —dijo, cuando Savin se reunió con ella— lo primero

que me ha preguntado usted aquí fuera esta noche ha sido «¿quién es usted?»

Savin vio con el rabillo del ojo que ella lo estaba mirando.

—¿Y qué tiene eso que ver con el hecho de que mi pasado no sea de su

incumbencia?

Lírica sonrió, apoyó la mano en el tronco y arrancó un trocito de corteza.

—Me ha preguntado quién soy. Para responder a esta pregunta tengo que

retroceder a mi pasado, ¿no es así? A no ser, por supuesto, que quiera usted

preguntarme quién soy en este preciso momento, que es el presente instantáneo

que a cada momento se convierte en pasado.

Savin se preguntó si se le estaban contagiando las bobadas de Lírica,

porque aquella explicación le parecía razonable.

—No estoy acostumbrado a hablar de mi vida. Yo...

—Creo que no está acostumbrado a hablar. Arco Iris no puede oírle, o sea

que usted no le habla. Es cierto que tiene que hablar un poco con los dueños de

los animales que cuida, pero son conversaciones sobre los animales.

Savin había salido para hablar de ella, y en cuestión de un momento ella

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había cambiado las tornas y estaban hablando de él. Bien, no le gustaba así que

no lo haría. Aquélla era su última palabra.

Tal vez sería mejor olvidarse de buscar respuestas para el enigma que

representaba Lírica. En cuanto el reno se recuperase de aquella extraña depresión

la muchacha se marcharía con él. Savin no podía vivir con aquella confusión

mezcla de curiosidad y sorpresa, durante tanto tiempo, y una vez que ella se

marchase todos aquellos sentimientos se aclararían y todo volvería a su cauce.

—Está claro que ha salido usted aquí para disfrutar del aire de la noche —

dijo Savin—. Disculpe mi intrusión en su intimidad y su soledad. Es tarde y

mañana tengo mucho que hacer, así que le deseo buenas noches.

En cuanto se volvió hacia la casa y dio el primer paso adelante, sintió la

delicada mano de Lírica sobre su cintura, en un costado. Sabía que estaba a

punto de sentir aquella calidez tan peculiar y tentadora de ella; pero esta vez

estaba preparado. Esta vez se prometió que su firmeza no se tambalearía.

Pero la promesa tardó solamente un segundo en desvanecerse. Maldiciendo

el control que tenía Lírica sobre su fuerza de voluntad, se volvió para mirarla.

—Savin, dígame por qué le disgusta tanto la Navidad.

Aquella voz era tan suave como la brisa nocturna, pero toda aquella

suavidad no conseguiría hacerle hablar sobre Navidad.

—Me imagino que la tristeza que le aqueja y sus sentimientos sobre la

Navidad están relacionados de alguna forma, ¿verdad? —dijo Lírica, que apartó

la mano de la cintura de Savin y empezó a acariciarle la barbilla con el pulgar.

Él pensó que Dios nunca había creado unos ojos como aquellos que

parecían dos pedacitos de cielo. Pero, por supuesto, que Lírica tuviera unos tan

hermosos no era motivo para hablar de cosas que Savin no deseaba compartir.

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—Savin, no le haría estas preguntas acerca de usted si no me importase. No

sé con seguridad si le puedo ayudar de alguna forma, pero es posible que se

sienta mejor si habla sobre lo que le pasó.

Para Savin, la preocupación de ella fue como un bálsamo para el corazón

pero ni siquiera aquello era razón suficiente para...

—Jerome —se oyó murmurar a sí mismo.

—¿Jerome?

Ya era demasiado tarde para detenerse, se dijo Savin. Ahora que había

dicho un nombre, Lírica le perseguiría sin pausa si no le contaba nada más. Sí, ya

no había más remedio que continuar.

Ella mantuvo la mano en la mejilla de Savin, sin dejar de acariciarle la

barbilla con el pulgar.

—Era mi perro.

—Era... —repitió Lírica, y un momento después cayó en la cuenta de que

ello significaba que Savin lo había perdido—. Lo siento.

Savin cogió la mano de Lírica que acariciaba su mejilla y la sostuvo entre las

suyas.

—No era más que un cachorrito cuando lo encontré, y yo tenía sólo siete

años.

—Los niños y los cachorros son como el pan y la mantequilla, el relámpago

y el trueno; son inseparables.

—Sí —contestó Savin, esbozando una sonrisa. Llevando a Lírica de la mano,

comenzó a pasear por el pueblo, aunque no se atrevió a alejarse demasiado de

Harriet, que dormía profundamente en la casa—. Cuando lo encontré y lo llevé a

casa, mis padres dejaron que me lo quedara.

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Lírica luchaba por mantener el control sobre sus emociones, una tarea difícil

porque sabía que estaba a punto de escuchar una historia triste.

—¿Cómo era Jerome?

Savin se detuvo un instante y la miró, los rasgos de Lírica revelaban una

combinación de curiosidad y de pena. La conocía desde hacía poco tiempo, pero

sabía por qué se sentía de aquella forma. Y cuando observó que reaccionaba con

aquella ternura Savin sintió que también se despertaban sus emociones, unos

sentimientos que no sentía por nadie desde hacía muchos años.

—Jerome —dijo en voz baja— era una mezcla tan extraña que incluso

ahora, que soy veterinario, no puedo hacerme una idea de cuántas razas de perro

se combinaban en sus genes. Era achaparrado y tenía la cola tan larga que la

arrastraba por el suelo, sus orejas eran pequeñas y rectas, el hocico largo y

puntiagudo y el cuello tan corto que casi parecía que no tuviera. Era de color

castaño oscuro, con la barriguita blanca y un poco de negro en las orejas y la pata

posterior izquierda.

—Suena muy bonito —dijo Lírica, apretándole la mano.

—Lo era. Para mí, lo era —contestó Savin. Se tomó un momento de pausa

para ordenar sus recuerdos y los sentimientos que venían con ellos—. Era... fue

mi mejor amigo. Durante seis años comimos, jugamos y dormimos juntos. Y

durante aquellos años, cada día crecía el cariño y la fidelidad que sentíamos el

uno por el otro.

Una fresca brisa de diciembre sopló sobre ellos, pero Savin no sintió el frío.

No iba demasiado abrigado, de forma que se vio obligado a creer que sólo la

dulce calidez de Lírica impedía que las bajas temperaturas le afectasen. Aquella

idea hizo que le resultase más fácil continuar hablando con ella.

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—Una mañana, saqué a pasear a Jerome por el bosque cercano a mi casa.

Tenía trece años. El bosque estaba frío y silencioso, pero de repente oí que algo se

movía en un matorral. A Jerome se le erizó el pelo del lomo, y comenzó a gruñir

y a ladrar; al momento salió del matorral un jabalí en estampida. Yo no me pude

mover, pero Jerome sí lo hizo... se encaró con aquella bestia.

Savin tragó saliva. Después de tantos años, todavía era horrible recordar

aquella tragedia.

—Entonces se oyeron un terrible chillido y un disparo. El chillido era de

Jerome, y el disparo obra de mi padre. El jabalí había muerto, pero Jerome

todavía estaba vivo, tendido en el suelo del bosque, sangrando por la herida que

le había hecho el jabalí.

—Oh, Savin... —susurró Lírica.

—Lo recogí y salí corriendo... tan rápido como pude, hacia casa del doctor.

En el pueblo donde crecí no había veterinario, pero estaba seguro de que el

doctor Hoffman sabría qué hacer.

Cuando Savin comenzó a caminar de nuevo por el patio de la casa, Lírica se

mantuvo a su lado sin dejar de apretarle la mano, sintiendo la pena y el dolor

que le aquejaban.

—¿Qué sucedió?

—Había una corona navideña en la puerta de la casa del doctor, con un

lacito rojo y una nota que decía: «Estaré en Londres por Navidad. Volveré el 30

de diciembre».

Comenzó a caminar más rápido, como si así pudiera distanciarse de la

tristeza y dejarla atrás.

—Me llevé a Jerome a casa. Mis padres, mi hermana y yo hicimos cuanto

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pudimos para detener la hemorragia, pero... pero murió aquella misma noche en

mis brazos, mirándome a los ojos, y yo sabía que me estaba diciendo adiós. Lo

sabía, pero le dije una y otra vez que nos volveríamos a ver. Se lo prometí. Fue lo

último que oyó... mi promesa.

Lírica apenas veía por dónde caminaba a causa de las lágrimas que tenía en

los ojos.

—Ha dicho usted... que en la puerta del doctor había un adorno navideño.

Navidad...

—Años más tarde llegó Madeline —continuó Savin.

—¿Madeline? —preguntó Lírica, confusa por el repentino cambio de tema

—. ¿Otra mascota?

—No. Madeline... Madeline era una mujer de cabellos negrísimos con unos

ojos verdes muy vivaces y una sonrisa reluciente. La conocí en un baile de la

parroquia y antes de que la música terminase de sonar ya sabía que estaba

enamorado de ella.

—Madeline —repitió Lírica. Una mujer. Savin había amado a una mujer.

—Sí. Madeline Chatham.

Savin se paró junto al enorme roble. Respiraba con dificultad, pero no era

por cansancio; no había hablado de Madeline desde hacía muchos años. Y

hacerlo ahora le parecía imposible. Sin embargo, de alguna forma reunió el valor

y la fuerza necesarios para explicar sus recuerdos.

— La cortejé durante tres meses antes de pedirle que se casara conmigo.

Aceptó, y sus padres nos dieron su bendición.

—¿Estuvo casado? No sabía que usted tuviera esposa.

—No. No llegué a casarme.

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Lírica, tensa, se preparó para oír otra tragedia.

—¿Murió antes de la boda?

Savin vio de reojo un cubo que había junto a los peldaños del porche. Se

quedó mirándolo durante un buen rato muy largo.

—Como si lo hubiera hecho...

Comenzó a andar de nuevo por el patio, apretando más que antes la mano

de Lírica.

—Teníamos que casarnos en febrero. En diciembre, ella... bueno, conoció a

otro y se fugó con él, ni siquiera recuerdo cómo se llamaba. Se casaron el día de

Navidad en Londres. En Navidad.

Antes de que Lírica pudiera decir nada, observó un cambio en las facciones

de Savin. Antes su expresión era de dolor, pero ahora se estaba tensando a causa

de la ira.

—Savin...

—¿Entiende ahora por qué odio la Navidad? —le espetó, deteniéndose en

seco otra vez junto al roble—. ¿Entiende ahora por qué esta época del año...?

—Sí, lo entiendo.

—¿De verdad, Lírica?

—Yo... —¿la estaba desafiando a causa de la ira?

—Dos relaciones —cortó Savin—. Una de amistad en la infancia, y otra de

amor cuando ya era adulto. ¡Ambos muertos el día de Navidad! ¿Cómo quiere

que me sienta feliz en estas fechas?

Con las cejas levantadas, Lírica miró directamente la tormenta que rugía en

sus ojos oscuros.

—Sí, le entiendo.

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Savin, que no esperaba aquella respuesta, frunció el ceño y se apartó con

brusquedad.

—¿De verdad? ¿Y cree que es fácil? ¿Cree que...?

—Lo que creo es que debería usted intentar recordar de las Navidades que

pasó antes de que tuviese a Jerome. Incluso los días de Navidad anteriores a su

muerte. Si puede decirme de todo corazón que no le encantaba la Navidad

cuando era usted un niño, dejaré de discutir con usted y le dejaré tranquilo con

toda su pena y su amargura.

—Eso fue hace mucho tiempo... —contestó Savin, cuadrándose de hombros.

—Sí, hace muchísimo tiempo. Pero sé que en algún rincón de su corazón

conserva recuerdos felices de Navidad, Savin.

Apartó sus ojos de ella. No quería que la delicada mirada de súplica de sus

ojos azules lo ablandase.

—Si poseo esos recuerdos, no tengo el menor deseo de resucitarlos. No veo

por qué debería hacerlo.

—¿No? —Lírica alzó las manos y las entrelazó en la nuca de Savin—. Pues a

mí se me ocurre una razón excelente. Se llama Harriet, aunque Arco Iris le sienta

mejor. De acuerdo, tiene usted motivos para sentirse incómodo durante estas

festividades, pero esos malos recuerdos son suyos, no de Arco Iris. Además, si le

regala usted una Navidad feliz tal vez estos días cobrarán para usted un nuevo

significado. ¿Privaría usted a Arco Iris de...?

—Le he permitido tener adornos navideños, ¿no es así? ¿Qué más...?

—Dejo ese «más» a su cargo, Savin. Como ha dicho usted, no es asunto mío.

Cuando oyó esta última frase, Savin frunció el ceño.

—¿No es asunto suyo? —Para no ser asunto suyo, Lírica se había esforzado

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mucho por sonsacarle todos aquellos recuerdos que él no deseaba explicar, y lo

había conseguido.

Tres cosas, pensó. Ya iban tres. Lírica había logrado tres cosas que él jamás

creyó que sucederían. Harriet se había reído, la gata moribunda había comido, y

él había explicado cosas que se había prometido no contar nunca a nadie.

La palabra «magia» empezó a correr por su cabeza, pero al instante trató de

apartarla de sus pensamientos. A pesar de ello, no lo consiguió. «Muy bien»,

pensó, «pues por un momento he imaginado que es cuestión de magia». Después

de todo, aquello no significaba que creyese en ella. También se podía imaginar

dragones, brujas, hadas, elfos y todo tipo de criaturas fantásticas, pero eso no

significaba que creyese en su existencia.

—¿Savin?

Volvió a mirar a Lírica, la traviesa expresión de sus labios y el brillante

centelleo de sus ojos lo hicieron sonreír.

—Está usted sonriendo —susurró Lírica.

Vio que lo estaba mirando a los labios. El también tenía los ojos

concentrados en la sonrisa de ella.

«Esa sonrisa suya», pensó, «es encantadora».

Quería saborearla, probarla, conocer el gusto del encanto.

Savin sintió cómo la fragancia de menta de Lírica penetraba en sus sentidos.

Savin deslizó un brazo alrededor de la cintura de ella y la acercó hacia él, contra

su torso, y notó el contacto con sus pechos y sus piernas. Sintió que su calidez lo

rodeaba como un abrazo tierno, delicado e invisible.

Entonces la besó.

Todo el cuerpo de Lírica pareció suspirar en sus brazos, y como vio que ella

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no interponía ninguna objeción, se abandonó a fondo en aquel beso; al principio

movió ligeramente sus labios sobre los de ella, pero después deslizó la lengua

entre ellos y halló aún más dulzura en el interior.

El suspiro de ella se convirtió en el suyo y, en aquel preciso instante, sintió

que todas sus defensas se venían abajo a causa del poder que Lírica tenía sobre

él.

Ante ella se convirtió en un hombre vulnerable, indefenso, desnudo de toda

emoción y pensamiento excepto aquella sensación de proximidad que le había

hecho sentir.

Una deliciosa felicidad lo invadió y le hizo dejar atrás todos sus

pensamientos sobre Madeline, de cuando la abrazaba, cuando la besaba. El

recuerdo de sus negrísimos cabellos y sus ojos verdes se borró de su memoria.

Ahora sólo podía pensar en cabellos de color rubio platino con tonos

dorados. En su cabeza centelleaban los ojos más azules del mundo, como

estanques de agua pura que relucían de alegría, ternura y delicadeza.

Había querido saborear el encanto; lo había hecho al besar a Lírica, y el

sabor era...

—No existen palabras —susurró, rozando sus labios con los de ella—. No

existen palabras para describirlo...

Ella no tenía la menor idea de a qué se refería él, pero no importaba. Besar

sus labios había sido la sensación más maravillosa que Lírica había

experimentado en toda su vida.

—Oh, Savin, hazlo otra vez. Bésame...

Lo hizo, y la ávida respuesta de ella avivó aún más aquellas emociones que

Savin llevaba tanto tiempo sin sentir. El deseo lo cogió desprevenido y, después

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de haberlo reprimido durante tanto tiempo, surgió como una necesidad tan

violenta que le costó un esfuerzo enorme poner fin a aquel beso y vencer el poder

que ella ejercía sobre él.

Savin no dijo nada; tomó la mano de Lírica y la llevó a la casa. Allí, bajo la

escasa iluminación del pasillo, deslizó los dedos entre la melena de ella y le

sonrió.

—Ahora duerme, Lírica.—Sin esperar su respuesta, le dio la espalda y se

fue a la habitación de los animales, donde se había instalado desde que había

llegado la visitante a la casa.

Cuando se tendió sobre la cama, se dio cuenta de lo que había sucedido.

Aquella noche había salido al encuentro de Lírica en el patio para averiguar más

cosas acerca de ella. De hecho, lo primero que había dicho al salir de la casa y

verla junto al poste había sido «¿Quién es usted?».

En lugar de obtener una respuesta, había acabado explicándole todo lo que

ella deseaba saber sobre él. Aquella mujer llamada Lírica continuaba siendo todo

un misterio.

8

Cuando, a la mañana siguiente, Lírica fue a despertar a Harriet, encontró a

Emo solo en la habitación, dando saltos y volteretas sobre la almohada.

—Emo, ¿dónde está Arco Iris?

Emo, que no había oído que Lírica entraba en la habitación, dio un chillido

de sorpresa. Se cayó del cojín y aterrizó rodando sobre el colchón.

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—¡Me has asustado!

—Lo siento de veras —dijo Lírica mientras lo recogía con la mano y lo

introducía en su bolsillo—. Pero, ¿dónde está Arco Iris?

—Su tío ha entrado y la ha despertado hace un rato. La ha vestido y se han

marchado, pero no sé adonde, porque en todo el tiempo no ha pronunciado

palabra. Lírica, llevamos dos semanas aquí y todavía no he visto que este tipo le

demuestre el menor afecto a Arco Iris. No le habla, casi nunca la toca y...

—Tiene un nombre, y no es ni «este tipo» ni «pedazo de alcornoque» —

replicó Lírica, mientras salía de la sala y recorría el pasillo—. Se llama Savin

Galloway.

Emo, que iba con la cabeza asomada por encima del borde del bolsillo, no

dejó de percibir que la voz de Lírica había sonado de forma distinta al

pronunciar el nombre de Savin. Preguntándose qué expresión tenía su amiga en

la cara, sacó todo el torso del bolsillo y se estiró tanto como pudo para mirarla a

los ojos. Ella se lo puso fácil, porque miró hacia abajo.

—Emo, ¿qué haces? Estás a punto de caerte al suelo —advirtió, y con un

dedo empujó al elfo al interior del bolsillo.

Pero Emo ya había visto la cara y los ojos de Lírica.

—¿Te has vuelto loca, Lírica? —gritó—. ¡Sabes que no podemos quedarnos!

Tenemos que...

—...Irnos lo antes...

—¿...Me estás hablando?

—¡De él!

Lírica entró en la cocina y se apresuró a recoger cebollas y azúcar para

alimentar al reno.

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—Emo, no tengo ni idea de qué me estás diciendo...

—Te has enamorado de él, ¿verdad? De Savin. ¡El tal doctor Savin

Galloway!

—¿Enamorado?

Lírica salió de la casa y se encaminó al establo. Mientras tanto, Emo salió

del bolsillo, escaló por su torso y se encaramó sobre su hombro. Agarrado a sus

cabellos al lado del oído de Lírica, comenzó a echarle un sermón.

—Te has enamorado de él, no lo niegues. Llevo mucho más tiempo en este

mundo que tú, jovencita, y he visto muchísimas veces estos mismos síntomas. En

muchas ocasiones he visto esa misma expresión que tienes en la mirada, cómo

brillan tus ojos y el sonido especial de quien pronuncia el nombre de la persona

que ama. Lírica, ¿cómo ha podido pasar esto? Sabes que tenemos que irnos en

cuestión de días, pero tú vas y te ena...

—Emo, ¡mira!

El elfo se apartó de la oreja de Lírica y miró el compartimento del establo. El

reno estaba tendido en el suelo y su pecho se hinchaba y deshinchaba tan poco

que parecía que no estuviese respirando.

—Necesitamos pétalos de rosa —susurró Lírica, sobresaltada—. ¡Tenemos

que encontrar a Savin!

Con Emo colgado de sus cabellos, Lírica salió corriendo del establo y entró

en la casa a toda velocidad.

—Una nota —dijo, jadeando—. A lo mejor nos ha dejado una nota.

Buscó frenéticamente en todos los rincones de la casa donde pensaba que

Savin pudiera haber dejado una nota para explicar adonde había ido con Harriet,

pero no había ninguna. No obstante, descubrió otra cosa en la sala donde estaban

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los animales heridos y enfermos: la gata estaba a punto de dar a luz a sus gatitos.

Lírica se dio cuenta a primera vista de que algo iba muy mal.

Con la pequeña y suave mano de Harriet cogida de la suya, que era grande

y estaba encallecida, Savin estaba saliendo del establo de la familia Fogel. Una

vez en el exterior, se volvió para hablar con el señor Fogel.

—Ojos de Ángel estará perfectamente en unos días, señor Fogel. De verdad

que no tiene que preocuparse por nada.

Su interlocutor volvió a mirar hacia el establo y vio que su querida vaquita

asomaba la cabeza por la valla y masticaba el heno que le acababa de dar.

—Eso espero, doctor Galloway. Sé que no es más que una vaca, pero... la

tengo desde que era una ternerita, y... bueno, a lo mejor suena un poco raro, pero

la quiero mucho.

—No es nada raro —repuso Savin—. Todos los animales pueden ser objeto

de amor. Sólo tiene que mantener limpias las ubres que están infectadas, y no se

olvide de aplicarle el bálsamo dos veces al día.

Fogel asintió y se agachó un poco para acariciar a Harriet en el hombro.

—Ha crecido desde la última vez que la vi, doctor Galloway. Han salido

para hacer algunas compras de Navidad, ¿verdad?

—¿Cómo? Este...

—Que tengan una tarde maravillosa —dijo Fogel, acariciando la mejilla de

Harriet. Le daba pena que el tío de aquella pobre niña sorda odiase la Navidad, y

se agachó a su lado señalando hacia la casa—. Escúchame, bonita, creo que si vas

y llamas a la puerta, la señora Fogel te dará una rebanada de pan de jengibre. Lo

ha hecho esta misma mañana, ¿sabes?

—Señor Fogel, ya sabe que no le puede oír —se lamentó Savin,

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preguntándose por qué tanta gente, incluida Lírica, le hablaba a Harriet como si

pudiera oírles—. Es...

—... Sorda, ya lo sé —dijo Fogel—, pero, como ve si los labios se mueven,

puede saber cuándo le hablan. ¿Por qué no la lleva a ver a mi esposa, doctor

Galloway? Debe de hacer mucho rato que Harriet ha desayunado, y seguro que

tiene hambre.

Savin pensó que la rebanada de pan de jengibre para Harriet sería el pago

por sus servicios. Con un leve suspiro, asintió y fue con su sobrina hacia la casa.

Allí, en efecto, la señora Fogel le dio una rebanada a Harriet y otra a Savin.

Cuando salieron de la granja y se encaminaron hacia su casa, Savin se

preguntó si algún día volvería a cobrar sus servicios al contado. Parecía que

nunca llegaría a reunir el dinero suficiente para comprar el carro y el caballo que

tanto necesitaba.

En aquel mismo instante, se detuvo junto a él un lujoso coche lacado de

color negro tirado por cuatro caballos del mismo color. Cuando se abrió la

puerta, que estaba pintada de color dorado, Savin vio a en el interior a lady

Bleser, la condesa de Wyldon.

—¡Doctor Galloway! —exclamó, llevándose una mano llena de joyas a su

abundante pecho—. Justo iba a su casa para pedirle que viniera de inmediato!

—¿Los galgos?

—Charles Alexander, George Randolph y Mary Francés están cojos, y no

podría estar más preocupada. Ya sabe, doctor Galloway, que cuando le pasa algo

a alguno de ellos... no puedo soportarlo.

Saltaba a la vista que la dama sentía una gran inquietud, estaba al borde de

las lágrimas y no dejaba de temblar.

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—Seguro que no les sucede nada grave, milady...

—¿Podría venir conmigo ahora mismo, doctor Galloway? ¿En el coche? Por

supuesto, su sobrina también puede venir, y mandaré que les lleven a casa

cuando haya visto a Charles Alexander, George Randolph y Mary Francés.

Savin nunca podría negarse a tratar a un animal enfermo o herido, pero

visitar a los galgos le alegró especialmente. Ayudó a Harriet a subir al suntuoso

coche, se sentó a su lado y cerró la puerta. Mientras circulaban ruidosamente por

la calle, Savin pensó en el dinero que le pagarían lord y lady Bleser.

—Espero que pueda usted curar a mis queridos perros de la horrible

enfermedad que los ha atacado, doctor Galloway —exclamó lady Bleser,

secándose las lágrimas de los ojos con un delicado pañuelo con los bordes de

encaje.

—Estoy seguro de que así será, milady —respondió Savin. Le dedicó una

amplia sonrisa a su cliente porque sospechaba lo que descubriría cuando

examinase a los perros. El hecho de que los tres cojeasen indicaba que,

probablemente, se habían metido en algún zarzal lleno de espinas que hubiera

por la enorme finca de sus amos.

Al cabo de un rato, el coche se detuvo en el camino de la mansión. Enfrente

de la casa, uno de los criados ayudó a lady Bleser y a Harriet a bajar, y Savin

descendió tras ellas. Una vez dentro de la elegante casa, oyó que Harriet emitía

una discreta exclamación.

Miró a su sobrina, y observó que estaba maravillada por lo que veía. Su

reluciente mirada recorría todo lo que había en el magnífico vestíbulo, desde la

brillante escalera de caracol hasta el suelo de mármol pulido, pasando por la

radiante lámpara que colgaba del techo.

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Nunca había visto tanta riqueza ni objetos tan caros, pensó Savin. No sabía

que todo lo que veía era muy caro, por supuesto, pero todas aquellas cosas tan

deslumbrantes le tenían que parecer preciosas.

Harriet nunca había tenido nada reluciente ni bonito, recordó Savin. No

tenía forma de pedir ese tipo de cosas, y él nunca había pensado en

comprárselas.

Pero podía hacerlo. Cuando le pagaran por curar a los galgos, le podría

comprar una gargantilla o algunas cintas de satén para el pelo.

—¿Doctor Galloway?

Con Harriet a su lado, Savin siguió a la condesa por la escalera de caracol y

por un pasillo largo y espacioso. Después lady Bleser entró en una sala cálida y

muy húmeda que, observó Savin, estaba llena de exquisitas plantas muy verdes

y con una vasta colección de flores de invernadero de todos los colores.

—Esto es el jardín de invierno —explicó lady Bleser—. A Charles

Alexander, George Randolph y Mary Francés les gusta estar aquí. Las plantas y

las flores les recuerdan a la primavera, supongo, cuando toda la naturaleza está

floreciente.

—Ya veo, por supuesto. —Reprimiendo una sonrisa, Savin se soltó de la

mano de Harriet y se acercó a los perros, que estaban echados sobre el suelo de

mármol bajo el brillante sol que lucía a través del techo de cristal. A pesar de

estar heridos, los nobles animales sacudieron sus largas y delgadas colas en

cuanto Savin se agachó junto a ellos—. Veamos —dijo él, hablando con los perros

—. Vamos a ver qué es esto tan terrible que os hace tanto daño, ¿os parece?

Bastó una breve inspección para confirmar sus sospechas, tenían los pies

llenos de espinas, algunas eran gruesas y grandes, mientras que otras eran tan

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pequeñas que Savin se vio obligado a usar unas pinzas para extraerlas. Tardó

varias horas en atender a los tres galgos, pero fue relativamente fácil hacerlo.

—Muy bien, lady Bleser —dijo Savin tras retirar todas las espinas, mientras

aplicaba un ungüento en las patas de los perros—. Se pondrán bien, no se

preocupe. Parece que se metieron en una mata de zarzas, pero las heridas son

leves. Y no tardarán en volver a corretear a sus anchas.

—No sé cómo agradecérselo, doctor Galloway —asintió lady Bleser, con

lágrimas de alivio y gratitud en los ojos.

Mientras bajaba las escaleras con Harriet a su lado, Savin pensó en cómo

podía agradecérselo la condesa. Ésta lo dejó a solas en el recibidor un momento y

volvió con un sobre cerrado de color marfil, y Savin esperó que el

agradecimiento fuera generoso.

Pero no era la avaricia lo que alimentaba sus esperanzas de que hubiera una

buena suma de dinero, sino la necesidad. Por supuesto, se dio cuenta de que el

pago no bastaría para comprar el caballo y el carro, pero fuese lo que fuese, por

el grosor del sobre supo que era mucho más que lo que tenía antes de que la

condesa saliera en su busca.

Savin sonrió durante todo el camino de regreso a casa.

Lírica oyó que la puerta se abría y entraban Savin y Harriet. De su frente

caían gotas de sudor, y sus ojos revelaban una gran fatiga.

Había sacado de la caja a la gata preñada y la había llevado a la cama donde

dormía Savin, y ahora contemplaba cómo la pobre luchaba por parir otra cría. La

gatita estaba exhausta; había hecho un gran esfuerzo para traer al mundo a los

otros dos pequeños que ya habían nacido, y uno de ellos no estaba nada bien.

Emo estaba junto a él, acariciándole las orejitas y el cuello.

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—Apenas respira, Lírica. Me parece que el pobrecillo va a...

—¡No digas eso! —exclamó Lírica, secándose el sudor de la frente con el

dorso de la mano.

—¿Que no diga qué? —preguntó Savin mientras entraba en la sala con su

maletín—. ¿Con quién estás hablando?

Se quedó mudo al ver a la gata sobre el lecho.

—Por Dios, es demasiado pronto —murmuró, yendo hacia la cama—. Aún

tenía que tardar una semana y media...

—No ha esperado tanto, Savin. Ya han nacido dos, y ambas veces le ha

resultado casi imposible.

—¿Cuánto tiempo hace que está de parto?

—Varias horas.

—¿La has ayudado a parir las dos crías? —preguntó Savin, que se quitó el

abrigo y se arremangó.

—Sí... no sabía qué hacer exactamente, pero me pareció que si...

—Lo que hayas hecho ha funcionado bien —diagnosticó Savin,

arrodillándose junto a ella en el suelo. Palpó el vientre de la gata y sintió su

siguiente contracción—. El próximo va a salir de costado.

Lírica observó cómo Savin insertaba con sumo cuidado un dedo en el

interior de la gata para tratar de ladear la cría que iba a nacer.

—Oh, Savin, ¿eso no es malo para ella?

—No, lo que sale de la gata es mucho más grueso que mi dedo. —

Lentamente, con gran precaución, empujó atrás a la cría por el canal del parto;

luego dobló un poco el dedo para agarrar la patita de la cría y tiró con suavidad.

Sonrió al sentir que la cría colocaba la cabeza en la posición adecuada—. Así.

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Ahora, veamos si la madre puede terminar el parto ella sola.

—Lírica —dijo Emo, de pie junto a la gata—, no puedes ver lo mismo que

yo. Necesita más ayuda.

—¿Qué tipo de ayuda? —preguntó Lírica, acariciando la cabeza de la gata.

—¿Disculpa? —preguntó Savin.

—Necesita más ayuda —respondió Lírica—. ¿Qué puedes hacer? —le

preguntó a Emo.

Emo miró un poco más a la gata.

—Le cuesta empujar al gatito.

Lírica vio que la gata se retorcía con otra contracción que le recorría el

cuerpo.

—¡Haz algo!

—¿Qué? —preguntó Savin.

—Sigue en apuros, Savin —explicó Lírica—. La pobre...

—Tienes razón. —Savin se preguntaba cómo podía adivinar Lírica que la

gata aún tenía problemas, pero no tenía tiempo para pensar en ello. En aquel

momento la gata parecía tener graves dificultades, y Savin se dio cuenta de que

moriría si no nacía aquella cría—. Tendré que tirar...

—Voy a tirar del gatito —anunció Emo. Se arremangó la camisa y, con toda

la delicadeza que pudo, introdujo sus diminutos brazos por el canal del parto y

abrazó con ellos la cabeza de la cría.

—Así, tira del pobre gatito —dijo Lírica.

—Eso voy a hacer —explicó Savin.

—No, Savin —dijo Lírica, reteniendo su mano—. Todo va bien, la cría está a

punto de nacer.

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—Lírica, ¿qué estás diciendo? —preguntó Savin—. Acabas de decirme que

tire...

—Ya lo sé, pero ahora ya no hace falta —repuso Lírica, observando cómo

Emo comenzaba a tirar de la cabecita de la cría—. ¿Puedes confiar en mí, por

favor?

Savin se acordó de cuando ella le había dicho que su reno no se movería

mientras le cosía la herida, y de cuando había logrado que la gatita moribunda

comiese algo.

—¿Puedes confiar en mí, por favor?

Asintió levemente, preguntándose si había perdido la cabeza. Después de

todo, él era el veterinario con una amplia experiencia con animales. Pero, por

alguna razón que no acababa de explicarse, confió en la extraña fe de Lírica.

Su confianza se vio recompensada, y al cabo de un momento llegó al

mundo un gatito que empezó a moverse sobre el colchón.

—¡Lo he conseguido! —chilló Emo, respirando con dificultad—. Lo he

hecho, Lírica.

—Sí, lo has hecho —dijo Lírica—, y parece sano. Pero el otro gatito...

—¿Qué dices? —preguntó Savin.

—Savin, tienes que hacer algo por el gatito que ha nacido enfermo —dijo

Lírica, tocando a la pobre cría que había nacido en segundo lugar—. No respira

bien.

—Lo sé. Me he fijado.

Lírica vio cómo Savin recogía al gatito, lo sostenía en la palma de la mano y

comenzaba a masajear su cuerpecito.

—No parece que le guste.

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—No le tiene que gustar, el enfado es lo que terminará de traerlo a la vida.

Lírica paso un brazo sobre los hombros de Savin.

—Doctor Galloway, eres un hombre maravilloso de verdad.

Savin detectó una cierta pena en su voz y la miró a los ojos; en ellos

brillaban lágrimas a punto de derramarse.

—¿Lírica?

—Es el reno, Savin —dijo ella, secándose las lágrimas con el dorso de la

mano—. Se está muriendo. Igual que el gatito; casi no respira. Ya sé que no me

creerás, pero no sobrevivirá si no le damos pétalos de rosa.

Savin pensó en todo lo que ella había dicho y en las cosas que había hecho y

que él al principio no creyó. Eran muchas cosas, su extraordinaria dulzura, su

delicadeza, su cariño por Harriet y los animales. La musicalidad de su risa, la

chispa de sus ojos, la calidez que le hacía sentir con el simple tacto de su mano.

Incluso pensó en su extraña forma de pensar y en su carácter juguetón.

También pensó en lo que había hecho aquella misma tarde para ayudar a

dar a luz a los gatitos mientras su querido reno agonizaba en el establo. Algo en

su interior le hizo darse cuenta de que Lírica era, sin duda, la persona más dulce

y cariñosa que había conocido en su vida.

Colocó al gatito junto a su madre, que había comenzado a limpiar y

amamantar a sus crías.

—Tengo que hacer una cosa, Lírica. Vuelvo en cuanto pueda —dijo Savin.

Miró por última vez las lágrimas que tenía ella en los ojos, cogió el abrigo y salió

de la casa.

Hasta la finca de los condes de Wyldon había una larga caminata. Durante

todo el camino, pensó en el caballo y el carro que tanto necesitaba. Pasaría mucho

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tiempo hasta que pudiera comprarlos, pero los pétalos de rosa eran mucho más

importantes.

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Con Emo y Harriet junto a ella, Lírica estaba acostada en el suelo junto a su

reno. Tenía un brazo alrededor de su cuello y no se molestaba en contener las

lágrimas. El aliento del animal era tan irregular y superficial que, en su fuero

interno, la muchacha sabía que no tardaría en expirar.

No tenía la menor idea de adonde había ido Savin. Ya hacía unas horas que

había salido, pero Lírica sabía que tampoco podría hacer nada aunque estuviera

allí. A diferencia del gatito, el reno no reaccionaría con un masaje. No podría

sobrevivir sin...

—Pétalos de rosa.

Era la voz de Savin la que había pronunciado las palabras en las que estaba

pensando Lírica. Levantó la vista y lo vio al otro lado de la puerta del establo.

-¿Qué...?

—Espero que no esté demasiado débil para comérselos —dijo Savin

mientras entraba y se dirigía hacia el reno.

Lírica vio que Savin transportaba en las manos un gran saco de tela.

—Savin...

—Apártate un momento, Lírica —ordenó él.

—¿Qué hay en la bolsa? —preguntó ella, tras hacerle caso y sentarse a un

lado.

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Savin no se lo dijo, sino que vació el contenido del saco delante de la cara

del reno.

Lírica dejó escapar una exclamación de sorpresa y alegría al ver centenares

y centenares de aromáticos pétalos de rosa que aterrizaban en el suelo. Eran de

color rosa, blanco, coral, marfil... de todos, menos amarillo.

—Savin, ¿dónde...?,¿cómo...?

—Eso no importa —contestó él, sentándose frente al reno—. Vamos a

hacerle comer, ¿te parece?

Trabajando codo a codo, Lírica y Savin introdujeron los aterciopelados

pétalos en la boca del reno. Harriet también decidió ayudar; se acercó más y,

junto con Emo, empezó a poner pétalos sobre la lengua del animal.

—No los está masticando —dijo Emo.

—No —respondió Lírica.

—¿No qué? —preguntó Savin.

—No está masticando los pétalos —dijo Lírica—. ¿Crees... crees que es

demasiado tarde?

—¿Para salvarlo? —respondió Savin—. No, si depende de mí. Quédate aquí

con él y no dejes dé hablarle. Vuelvo en cuanto pueda.

Savin metió varios puñados de pétalos en los bolsillos de su abrigo y salió

del establo. Media hora después regresó con una botella llena de líquido y un

cuentagotas.

—He machacado los pétalos y los he dejado macerar un poco —explicó—.

Sean cuales sean las propiedades de la rosa que necesita el reno, están aquí,

aunque con una forma que le resultará más fácil de tragar.

Rápidamente, Savin sacó de la boca del reno los pétalos enteros, apoyó su

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cabeza en el brazo y comenzó a administrarle el agua de rosas con el cuentagotas.

Al principio, el reno tosió y escupió, pero poco a poco el líquido comenzó a

descender por su garganta.

Cayó la noche y Lírica encendió varias lámparas. Con paciencia y cuidado,

Savin continuó alimentando al reno gota a gota. Tardaron dos horas en vaciar

toda la botella.

—Ahora esperaremos —dijo Savin— para ver si el agua de rosas le ha dado

suficientes fuerzas para comer él solo los pétalos.

—Y si come —susurró Lírica, acariciando al reno— se pondrá más y más

fuerte. Y entonces ¿podrá viajar? ¿Podré llevármelo a casa de mi abuelo? Quiero

decir, su pata...

—Ya tiene la pata suficientemente curada.

Llena de gratitud, Lírica se lanzó a los brazos de Savin, y después lo hizo

Harriet. La demostración de afecto de su sobrina cogió por sorpresa a Savin,

porque aunque la niña nunca había sido fría ni distante con él, tampoco había

demostrado nunca sus sentimientos de aquella forma.

Aquello era obra de Lírica.

Durante el resto de la noche, la niña y la mujer se quedaron en brazos de

Savin, y ambas se durmieron en ellos. Cuando los primeros rayos del alba se

colaron entre las maderas de la pared del establo, sucedieron dos cosas

extraordinarias.

El reno alzó la cabeza y comenzó a comerse los pétalos de rosa.

Y Savin cayó en la cuenta de que no quería que Lírica se marchase. No

quería que volviese a su casa, dondequiera que estuviese. No tenía la menor idea

de por qué se sentía de aquella forma, pero quería que se quedase.

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Entonces las palabras de Lírica volvieron a su mente. «¿Podrá viajar?

¿Podré llevármelo a casa de mi abuelo?» Ella quería marcharse a casa, con su

abuelo. Y él no tenía derecho a pedirle que se quedase. En algún sitio, Lírica tenía

su propia vida, su familia.

Navidad otra vez.

Otra desilusión.

Durante los cuatro días siguientes, cada día llegó un suministro de rosas

frescas del jardín de invierno de lord y lady Bleser. La condesa no había sabido

cómo interpretar que el doctor Galloway le hubiese devuelto el dinero y le

pidiese un suministro de rosas frescas cada día, pero había accedido

amablemente y lo había dispuesto todo para que Savin recibiese un paquete

diario.

El reno mejoraba constantemente y su recuperación pronto sería total. No

sólo se había curado bien de su herida en la pata, sino que consumía una bolsa

tras otra de pétalos de rosa.

Lírica no tardó en darse cuenta de que tenía que volver a su casa. Nunca

había sospechado que fuera posible sentir tanta pena.

—No quieres dejarle, ¿verdad, Lírica? —preguntó Emo. Sentado en su

hombro, vio cómo cepillaba los cabellos de Harriet frente a la chimenea.

—Lo que yo quiera no importa —respondió Lírica—. Sabes tan bien como

yo que tengo que...

—Pero lo que tienes que hacer es muy distinto de lo que quieres hacer,

¿verdad?

Lírica no respondió, no podía hacerlo. Hablar de marcharse de casa de

Savin sólo servía para empeorar las cosas. Y, además, también estaba Harriet.

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¿Sería Savin menos distante con su sobrina? ¿Comenzaría a mostrarle más

su afecto? Lírica no lo sabía, pero no podía hacer nada al respecto. Tenía que

marcharse.

Cuando se hubiera ido, cuidar de la felicidad de Harriet sería

responsabilidad de Savin. Pero ¿quién cuidaría de la de él?

—Lírica —dijo suavemente Emo, acariciándole en la mejilla—. He

cambiado de opinión sobre Savin, ¿sabes? No es ningún bruto. Si lo fuera, no te

habrías enamorado de él.

Con movimientos lentos y constantes, Lírica continuó cepillando los

cabellos de Harriet. No dijo nada hasta que se abrió la puerta y entró Savin.

—Savin...

El se quedó extasiado mirándola. Estaba tan bonita allí, junto al fuego, con

los destellos de luz bailando sobre sus cabellos y sus ojos...

Lo que veía no podía ser más bonito, pensó Savin. Lírica y Harriet juntas

frente al fuego. Una escena a la que le encantaría acostumbrarse, porque tenía

algo muy especial.

—Has estado fuera muchas horas, Savin —dijo Lírica—. ¿Va todo bien?

—¿Qué? Oh, sí, todo bien. Hoy he atendido mucho ganado y muchas

mascotas. —Se quitó el abrigo y lo dejó en el respaldo de la silla que había junto

al fuego—. Parece que la mitad de la población animal de Tymbrook se ha puesto

de acuerdo para enfermar y lastimarse el mismo día.

—Bien, has llegado justo a tiempo para desearle buenas noches a Arco Iris.

Justo la iba a acostar.

Savin caminó hacia la mesa y depositó en ella los paquetes de comida que

había recibido como cobro de sus servicios del día.

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—Ve y prepárala. Vuelvo en un momento. Hoy quiero examinar una vez

más al reno.

Salió de la casa y, cuando volvió, encontró a Lírica otra vez junto al fuego,

mirando las llamas como si fueran el objeto más interesante de la tierra.

—¿Lírica?

—Oh —dijo ella, sobresaltada porque no lo había oído entrar en la casa—.

Savin, Arco Iris... se ha dormido en cuanto se ha metido en la cama. Hoy hemos

estado muy ocupadas, hemos caminado por Tymbrook y hemos recogido rocas

bonitas por todas partes; luego hemos ido a pescar, pero no hemos cogido

ningún pez.

—Ya veo. —Savin se sentó junto al fuego. ¿Cuándo se iría Lírica?, se

preguntaba. ¿Cuánto tiempo podría todavía estar con ella?— Tu estancia ha sido

muy buena para Harriet.

—Es una niña muy especial para mí —dijo ella, sonriendo.

Se preguntaba si él también era especial para ella. Obviamente no, porque

no había cambiado de planes y se marchaba.

—¿Savin? Es que... también hemos hecho otra cosa hoy. Podría ocultártelo,

pero prefiero que lo sepas.

—¿Ah, sí? ¿Y qué es?

Lírica se levantó de la silla y recogió una pila de dibujos de un cajón de la

cocina.

—A lo mejor te enfadas por esto, pero... bueno, le he explicado a Arco Iris la

historia de Papá Noel.

—¿Eso has hecho? ¿Cómo...?

—Bueno, ella no podía oírme, claro, o sea que se la he contado con una serie

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de dibujos.

Alarmado y un poco alterado, Savin frunció el ceño y se inclinó adelante en

la silla.

—Déjame verlos.

Lírica se los dio todos menos uno, que guardó para el final.

—Están en el orden en que tienes que mirarlos.

Al hojear los dibujos, Savin empezó a enfadarse más y más. Aunque Harriet

fuera sorda, no cabía la menor duda de que ya sabía quién era Papá Noel y a qué

se dedicaba en Nochebuena. En algunos dibujos se le veía volando en trineo por

el cielo, entrando en las casas, repartiendo regalos bajo los árboles de Navidad.

En otros aparecían niños que se levantaban de la cama, corrían hacia el

árbol de Navidad y encontraban los regalos que había dejado Santa Claus.

Toda la ternura que Savin sentía por Lírica se evaporó como una gota de

agua entre las llamas. Lentamente, levantó la mirada y clavó sus ojos en ella.

—Sabes muy bien lo que siento respecto a esto. ¿Por qué has...?

—Porque Arco Iris...

—¡No se llama Arco Iris! —Savin se levantó y tiró los dibujos al suelo—. El

árbol de Navidad y los adornos son una cosa, Lírica. Para complaceros a Harriet

y a ti, no me opuse a quedárnoslos. Pero hacerla creer en una fantasía...

—¡Pero Papá Noel no es ninguna fantasía, Savin!

—¿Cómo crees que se va a sentir cuando se despierte el día de Navidad por

la mañana y no encuentre sus regalos bajo el árbol?

—Pero sí que...

—¿Qué le ha pedido a Santa Claus?

Lírica retrocedió unos cuantos pasos. Ya había visto unas cuantas veces a

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Savin enfadado, pero esta vez estaba furioso.

Le entregó el último dibujo. En él, Savin vio esbozada una muñeca, un libro

de dibujos, unas cintas para el pelo y una gargantilla con un corazón.

—¡No puedo permitirme estas cosas, Lírica! —exclamó él, pasándose la

mano por el pelo—. ¡Ya sabes que mis clientes no me pagan en metálico! Mi

único consuelo es que Harriet no sabe cuándo es Navidad. ¿O también has

encontrado una forma de explicárselo?

Mordiéndose el labio inferior, Lírica asintió.

—He puesto tres judías en un vaso y luego las he sacado una por una. Una

vez vaciado, le he dado el dibujo de los regalos. Lo he repetido una y otra vez

hasta que he visto en sus ojos que lo ha entendido. O sea que sí, creo que he

encontrado una forma de que entienda que faltan tres días para Navidad y que

en Nochebuena vendrá Santa...

—¡Ya basta! ¿Me oyes? ¡Basta! —Papeles en mano, Savin comenzó a dar

vueltas por la estancia—. Has hecho muchas cosas buenas desde que estás aquí,

Lírica, pero ¡esto! —enfatizó, blandiendo la hoja de papel— ¡esto lo arruina todo!

Suscitar unas esperanzas tan ridiculas en una niña, sabiendo perfectamente que

se quedarán en nada...

—Pero Savin...

Salió de la sala antes de dejarla terminar la frase y desapareció. Lírica

imaginó que se había ido a la cama.

Con los ojos llenos de lágrimas, Lírica fue al dormitorio de Harriet. Se

quedó contemplando cómo dormía dulcemente, y sintió que las lágrimas corrían

por sus mejillas.

—Adiós, Arco Iris —susurró, inclinándose para besarla en la frente.

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—Adiós, Arco Iris —repitió Emo, que también la besó antes de subir a la

mano de Lírica de un salto.

Después de mirar por última vez a Harriet, Lírica salió de la habitación.

Desde el pasillo posó sus ojos sobre la puerta que estaba cerrada al fondo, donde

dormía Savin.

—Adiós, Savin —susurró—. Gracias por todo lo que has hecho por mi reno.

Con Emo en el hombro, salió de la casa y cruzó el patio hacia el establo. En

un abrir y cerrar de ojos, la muchacha, el elfo y el reno se habían marchado.

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Savin ya no sabía qué hacer para que Harriet parase de llorar. Cuando al

despertarse, la niña vio que Lírica, Emo y el reno se habían marchado, se

sumergió en un mar de lágrimas.

Tampoco quería comer. Durante dos días, Savin la tentó con todos sus

manjares favoritos; le había pedido a la señora Pembers que los preparase, pero

Harriet se negó a probar bocado. Las lágrimas sólo cesaban cuando se dormía.

Durante la noche, Savin pensaba en Lírica. La recordaba en el patio bajo el

cielo estrellado o sentada junto a la chimenea con los cabellos brillantes a la luz

del fuego, o acostada en la cama. Lírica se había marchado, y Savin se esforzaba

por recordar todo lo que sabía sobre ella.

También reflexionaba sobre las cosas que no sabía. Lamentaba haberle

gritado como lo había hecho y se arrepentía mucho de que lo último que ella

había visto de él fuera su furia.

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Sin las sonrisas de Lírica, su risa, su música y su alegría, la casa estaba

vacía.

Savin también se sentía vacío. Añoraba la calidez de Lírica, la dulzura que

impregnaba todo lo que hacía. Echaba de menos su suave tacto e incluso las

tonterías que solía decir.

Además se enfrentaba con otro problema aparte de su arrepentimiento y su

sentimiento de pérdida, estaba preocupado por Harriet, y no sólo porque llorase

sin cesar por la desaparición de Lírica. Harriet creía a pies juntillas que recibirían

la visita de Santa Claus. Allá donde iba, arrastraba consigo los dibujos que había

hecho Lírica e incluso dormía con ellos.

Cuando llegó Nochebuena, Savin estaba desesperado. Sin dinero, no podía

comprar los regalos que Harriet esperaba encontrar a la mañana siguiente. En un

esfuerzo por encontrar dinero, rebuscó en los bolsillos de todas sus ropas. Buscó

en los recipientes de la cocina, en todos los cajones de la casa e incluso debajo de

las camas. No encontró nada más que algunos peniques y una navaja de bolsillo

que había perdido hacía tiempo.

Frustrado y preocupado, Savin encontró la botella de vino que un cliente le

había dado hacía meses y se sentó ante el pequeño escritorio de su habitación. Se

puso a repasar sus cuentas para comprobar si tenía algún cobro pendiente por

sus servicios veterinarios. El único cliente que le debía algo era el señor Bish, un

anciano de noventa años que tenía un viejo perro al que quería mucho. Savin se

quedó mirando su nombre durante un largo rato mientras bebía vino.

No podía ir a cobrarle al señor Bish porque el pobre vivía en la miseria y

necesitaba hasta el último penique que le pudieran dar en la parroquia.

Savin no tardó en terminarse el vino. Todavía ante el escritorio, cogió un

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lápiz y comenzó a garabatear y a dibujar al azar en una hoja de papel en blanco;

estaba tan sumido en sus pensamientos, que no prestó atención a lo que hacía.

Al fin, dejó el lápiz sobre la mesa y echó un vistazo a lo que había escrito y

dibujado. Al lado de algunos garabatos, había escrito una carta muy corta:

«Querido Papá Noel, Tráeme a Lírica

Firmado, Doctor Savin Galloway.»

Savin suspiró y se pasó la mano por entre los cabellos. Maldita sea, estaba

borracho, pensó. El vino se le había subido a la cabeza y estaba escribiendo cartas

a un ser imaginario.

Sin saber todavía cómo se enfrentaría con la decepción de Harriet a la

mañana siguiente, se quitó la ropa y se acostó. ¡Cómo odiaba la Navidad!

La luz del sol y un terrible dolor de cabeza despertaron a Savin por la

mañana. Lo único que quería era darse la vuelta y continuar durmiendo, pero

sabía que no podía.

Era la mañana del día de Navidad. Y Harriet pronto sufriría la mayor

decepción de su aún corta vida.

Savin salió a rastras de la cama, se vistió y entró en la sala principal de la

casa. Como no vio a Harriet por ningún lado creyó que aún estaría durmiendo.

Es-taba poniendo la tetera en el fuego cuando su sobrina entró en la estancia. Y al

ver que se dirigía hacia el árbol de Navidad, dejó el té como estaba y fue con ella.

Allí, junto al árbol, trató de cogerla en brazos, pero Harriet se zafó de él y se

arrodilló en el suelo.

Savin sabía que buscaba los regalos que creía que Papa Noel le había

dejado. Contuvo un suspiro y se agachó de nuevo para recogerla.

Entonces se detuvo maravillado sin poder creer lo que veían sus ojos. Bajo

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el árbol había una muñeca muy bonita, un libro de dibujos de jardines con flores,

una buena cantidad de cintas de satén para el cabello y una hermosa gargantilla

con un colgante en forma de corazón.

Totalmente atónito, observó cómo Harriet examinaba los regalos de

Navidad uno por uno.

—Regalos —murmuró Savin—. ¿Qué... cómo... dónde... quién...?

Le interrumpió alguien que llamó a la puerta. Por un momento pensó en no

responder, pero la llamada era cada vez más fuerte e insistente. Sin salir de su

asombro y su incredulidad, fue hasta la puerta tambaleándose y la abrió.

Allí, en el portal, estaba Lírica.

—Savin.

Su voz suave y musical se filtró entre sus aturdidos sentidos.

—Lírica. Harriet... regalos... tú... cómo...

—¡Feliz Navidad, Savin! —exclamó Lírica, lanzándose a sus brazos con tal

ímpetu que por poco lo derriba—. El abuelo recibió tu nota anoche, pero ya

estaba muy lejos de casa. Cuando le llegó la carta, acabó primero lo que tenía que

hacer y después vino a buscarme a casa. ¡Soy el último regalo que entrega!

—¿Regalo? —Savin, tan confuso que no conseguía pensar nada coherente,

miró a Lírica—. ¿Mi carta? Lírica, hay regalos. Harriet los ha encontrado bajo el

árbol...

—¡Pues claro que sí, Savin! ¡Mi abuelo nunca la dejaría sin regalos! ¡Arco

Iris! —Con una amplia sonrisa, Lírica dejó a Savin en la puerta y se apresuró a ir

junto al árbol de Navidad con la niña.

Harriet estalló en risas cuando vio a la mujer que tanto quería, y se arrastró

directamente al regazo de Lírica.

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—Lírica, ¿qué...?

—Cierra la puerta, Savin. Está entrando aire frío, y Harriet todavía va en

camisón.

Savin hizo lo que le decía y luego fue con ellas al árbol de Navidad.

—Lírica...

—Savin, cuando el abuelo entró en casa al alba y me enseñó tu carta, no

podía creerlo. Nunca he sido tan feliz.

—¿Qué carta?

Moviendo la cabeza, Lírica se sacó un papel doblado de un bolsillo de la

túnica y se lo entregó a Savin. Este lo abrió y sintió otra oleada de incredulidad al

leer la nota:

«Querido Papá Noel, Tráeme a Lírica

Firmado, Doctor Savin Galloway.»

—Savin, ¿significa esto que me amas tanto como yo a ti? —preguntó

tímidamente Lírica.

Savin no respondió; se dio la vuelta, fue hacia la silla que había junto a la

chimenea y se sentó.

Los regalos de Harriet en el árbol.

La carta.

¿Cómo podía ser? ¿Qué explicación podía haber, aunque fuese irracional?

Estaba tan ensimismado que, cuando se oyó el sonido de un fuerte arañazo

en la puerta, estuvo a punto de sufrir un ataque de corazón. Todavía aturdido

por la incredulidad, fue a abrir preguntándose si estaba a punto de presenciar

algún otro hecho increíble.

Fuera había un perro. Era achaparrado y arrastraba por el suelo una cola

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muy larga y poblada; tenía las orejas pequeñas y rectas, el hocico largo y

puntiagudo y un cuello tan corto que casi parecía que no existiese. Era de color

castaño oscuro, con la barriguita blanca y un poco de negro en las orejas y la pata

posterior izquierda.

—J... ]... Jerome... —tartamudeó Savin, con la boca abierta y los ojos

desorbitados.

—¿Savin? —Lírica había cogido de la mano a Harriet y la había llevado a la

puerta—. ¿Es un perrito vagabundo?

—Jerome —balbuceó Savin—. Es Jerome. Mi perro.

—¿Jerome? —preguntó Lírica, mirando de nuevo al perro—. Pero Savin,

dijiste que murió cuando tenías trece años. Será un perro que se parece a Jerome.

El perro era Jerome, Savin no albergaba la menor duda. Tenía unos colores

y unas marcas idénticas, y su maravillosa mirada era la misma que Savin nunca

había podido olvidar.

Le asaltó el recuerdo de una promesa que había hecho hacía muchos años:

aquella noche, cuando Jerome estaba a punto de morir, Savin juró que volverían

a verse.

Se agachó y cogió en brazos al perro, que empezó a lamerle la cara.

Entonces pensó en los regalos de Navidad del árbol, en la nota, y después,

en Jerome. Y los dibujos de Lírica que había hecho Harriet. Se dio cuenta de que

su sobrina la había estado esperando. Fuese como fuese, la siempre silenciosa

Harriet había sabido que Lírica llegaría algún día.

Magia.

No cabía ninguna otra explicación en aquel universo de Dios para todo lo

que había pasado aquella mañana.

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—Lírica —dijo, oyendo el temblor de su propia voz—, tu abuelo... es Santa

Claus.

—¡Sí! ¡Es él! —contestó Lírica, sonriendo tanto que llegó a mover las orejas.

Antes de que pudiera decir nada más, Savin vio que se movía algo en el

bolsillo de la túnica de Lírica. Al cabo de un momento vio que de él salía un

hombrecillo diminuto.

Harriet se apresuró a recogerlo en sus manos, riendo sin parar.

—Emo —susurró Savin—. Éste es Emo...

—Hola, doctor Galloway —dijo Emo, saludándole con la mano—. Así que

ama usted a Lírica, ¿verdad?

Al oír la pregunta del elfo, Savin miró a Lírica. Sus ojos relucían de alegría y

su sonrisa era tan bella que se quedó totalmente hipnotizado.

Lírica se equivocaba totalmente, pensó, al creer que carecía de habilidades.

Su talento natural era su capacidad para amar y llevar alegría a quienes tenía

alrededor. Les hacía sentirse bien, nunca había conocido a nadie que lo hiciera

tan bien.

—Ahora crees en la magia, Savin —dijo Lírica—. Por fin crees en ella.

—Y también creo en algo más —asintió Savin, con la mirada fija en su

encantador rostro. Cruzó la distancia que les separaba y sintió la calidez y la

fragancia tan especiales que la rodeaban, que le envolvieron como un rayo de sol

perfumado de menta—. Creo que eres lo mejor que me ha sucedido en la vida.

Creo que te amo. Creo que te amo desde el día en que llamaste a mi puerta y me

pediste que curase a tu reno. —Le tomó la mano—. Y creo, Lírica, que si aceptas

ser mi esposa haré cuanto esté en mi mano para que seas feliz.

Demasiado sorprendida para hablar, Lírica sólo pudo asentir con un gesto.

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Las lágrimas de alegría le nublaron la vista hasta que le resultó imposible ver al

hombre que pronto sería su marido. Pero no importaba:llevaba grabada su

imagen en el corazón, y allí permaneció para siempre.

— Savin—susurró al final—. Arco iris….

— Arcos iris..— repitió Savin. Se agachó y le dio un beso lleno de cariño a

su sobrinita. Entonces, con Jerome en un brazo, rodeó con el otro a Lírica y tiró

de ella hacia Harriet y hacia sí —. Esta mañana me he levantado enfadado, triste,

preocupado y muy frustrado— explicó lentamente, casi con dolor—. Y mi vida

ha cambiado en unos pocos minutos.

Inclinó la cabeza y besó suavemente a Lírica en los labiso.

— Y todo ha pasado— susurró Savin— en un abrir y cerrar de ojos.

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