Realismo

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EL REALISMO LITERARIO

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EL REALISMO

LITERARIO

ÉPOCA DE CAMBIOS

CARACTERÍSTICAS DE LA

LITERATURA REALISTA (I)

CARACTERÍSTICAS DE LA

LITERATURA REALISTA (II)

CARACTERÍSTICAS DE LA

LITERATURA REALISTA (III)

RASGOS DE LA NOVELA REALISTA

EL NATURALISMO

NOVELISTAS REALISTAS

BIOGRAFÍA (I)• Nace en las Palmas de Gran Canaria el 10 de mayo de 1843.

• Décimo hijo de un coronel del ejército, Sebastián Pérez, y de Dolores Galdós, una dama de fuerte carácter. El padre inculcó en el hijo el gusto por las narraciones históricas contándole asiduamente historias de la Guerra de la Independencia, en la que había participado.

• Llegó a Madrid en septiembre de 1862 para estudiar Derecho.

• Frecuentar los teatros y a crear con otros escritores paisanos suyos la «Tertulia Canaria» en Madrid, mientras acudía a leer al Ateneo a los principales narradores europeos en inglés y francés.

• En 1865 asistió a los hechos de la Noche de San Daniel, que le impresionaron vivamente:

• “Presencié, confundido con la turba estudiantil, el escandaloso motín de la noche de San Daniel —10 de abril del 65—, y en la Puerta del Sol me alcanzaron algunos linternazos de la Guardia Veterana”.

• Redactor en los periódicos La Nación y El Debate, así como en la Revista del Movimiento Intelectual de Europa.

• Era un descuidado en el vestir y se conformaba siempre con ir de tonos sombríos para pasar desapercibido. En invierno llevaba enrollada al cuello una bufanda de lana blanca, con un cabo colgando del pecho y otro a la espalda, un puro a medio fumar en la mano y, cuando estaba sentado, a los pies su perro alsaciano. Se cortaba el pelo al rape y padecía horribles migrañas.

BIOGRAFÍA (II)

• Era proverbial su timidez: sufría al hablar en público. Entre sus dotes estaba el poseer

una memoria visual portentosa y una retentiva increíble que le permitía recordar

capítulos enteros del Quijote y detalles minúsculos de paisajes. De ello nacía también su

gran facilidad para el dibujo. Todas estas cualidades desarrollaron en él una de las

facultades más importantes en un novelista: el poder de observación.

• En 1867 hizo su primer viaje al extranjero, como corresponsal en París, para dar cuenta

de la Exposición Universal. Volvió con las obras de Balzac y de Dickens y tradujo de este,

a partir de una versión francesa, su obra más cervantina, Los papeles póstumos del Club

Pickwick. Toda esta actividad supone su inasistencia a las clases de Derecho y le borran

definitivamente de la matrícula en 1868.

• Galdós asistía con regularidad al viejo Ateneo de la Calle de la Montera y trabó amistad

con personajes de ideología nada afín a la suya: José María de Pereda, Antonio Cánovas

del Castillo, Francisco Silvela y Marcelino Menéndez Pelayo.

• Hizo viajes por Francia, Inglaterra e Italia varias veces, pero por su amistad con Pereda

se aficionó a Santander (Cantabria), ciudad a la que estuvo estrechamente vinculado y

donde tomó la costumbre de veranear en El Sardinero junto a Pereda y Menéndez

Pelayo. Allí se construyó su célebre casa de San Quintín.

• Se independizó de su primer editor Miguel de la Cámara tras ganar un pleito en 1897 y

editó sus propias obras hasta 1904, en que se adscribió a la editorial Hernando.

BIOGRAFÍA (III)• Durante sus últimos años se consagró fundamentalmente al teatro, para el que entregó 22

piezas. Algunas de ellas eran adaptaciones de sus novelas, cuya evolución le iba reclamando además la forma dialogada.

• Se levantaba con el sol y escribía regularmente hasta las diez de la mañana a lápiz, porque la pluma le hacía perder el tiempo. Después salía a pasear por Madrid a espiar conversaciones ajenas (de ahí la enorme frescura y variedad de sus diálogos) y a observar detalles para sus novelas. No bebía, pero fumaba sin cesar cigarros de hoja. A primera tarde leía en español, inglés o francés; prefería los clásicos ingleses, castellanos y griegos, en particular Shakespeare, Dickens, Cervantes, Lope de Vega y Eurípides, a los que se conocía al dedillo. En su madurez empezó a frecuentar a León Tolstói. Después volvía a sus paseos si no había un concierto, pues adoraba la música y durante mucho tiempo hizo crítica musical. Se acostaba temprano y casi nunca iba al teatro. Cada trimestre acuñaba un volumen de trescientas páginas.

• Ingresó en la Real Academia Española en 1897.

• En 1890 y 1891 fue reelegido diputado por Puerto Rico. Habiéndose unido a las fuerzas políticas republicanas, Madrid lo eligió representante en las Cortes de 1907. En 1909 fue jefe, junto a Pablo Iglesias, de la coalición republicano-socialista, pero él, que «no se sentía político», se apartó enseguida de las luchas «por el acta y la farsa» y se dedicó de nuevo a la novela y al teatro.

• En 1919 se realizó una escultura suya, reconociendo su éxito en vida. A pesar de su ceguera, pidió ser alzado para palpar la obra y lloró emocionado al comprobar la fidelidad de la escultura. Cargado de laureles, el indiscutido gran novelista español del siglo XIX murió en su casa de la calle Hilarión Eslava de Madrid el 4 de enero de 1920. El día de su entierro, unos 20.000 madrileños acompañaron su ataúd hacia el cementerio de la Almudena.

DISCURSO DE INGRESO EN LA RAE

• "... Imagen de la vida es la Novela, y el arte de componerla estriba en reproducir los caracteres humanos, las pasiones, las debilidades, lo grande y lo pequeño, las almas y las fisonomías, todo lo espiritual y lo físico que nos constituye y nos rodea, y el lenguaje, que es la marca de raza, y las viviendas, que son el signo de familia, y la vestidura, que diseña los últimos trazos externos de la personalidad: todo esto sin olvidar que debe existir perfecto fiel de balanza entre la exactitud y la belleza de la reproducción..."

• "La sociedad presente como materia novelable". Benito Pérez Galdós, 1897."

PRIMERAS NOVELAS

• NOVELAS DE TESIS

• La sombra (1870)

• La Fontana de Oro (1870)

• El audaz (1871)

• Doña Perfecta (1876)

• Gloria (1877)

• La familia de León Roch (1878)

• Marianela (1878)

NOVELAS ESPAÑOLAS

CONTEMPORÁNEAS• La desheredada (1881)

• El doctor Centeno (1883)

• Tormento (1884)

• La de Bringas (1884)

• El amigo Manso (1882)

• Lo prohibido (1884–85)

• Fortunata y Jacinta (1886–87)

• Celín, Tropiquillos y Theros (1887)

• Miau (1888)

• La incógnita (1889)

• Torquemada en la hoguera (1889)

• Realidad (1889)

NOVELAS ESPIRITUALISTAS

• Ángel Guerra (1890–91)

• Tristana (1892)

• La loca de la casa (1892)

• Torquemada en la cruz (1893)

• Torquemada en el purgatorio (1894)

• Torquemada y San Pedro (1895)

• Nazarín (1895)

• Halma (1895)

• Misericordia (1897)

• El abuelo (1897)

• La estafeta romántica (1899)

• Casandra (1905)

• El caballero encantado (1909)

• La razón de la sinrazón (1909)

FORTUNATA Y JACINTA

JUANITO SANTA CRUZ

FORTUNATA JACINTA

Al pasar junto a la puerta de una de las habitaciones del

entresuelo, Juanito la vio abierta, y lo que es natural, miró

hacia dentro, pues todos los accidentes de aquel recinto

despertaban en sumo grado su curiosidad. Pensó no ver

nada, y vio algo que, de pronto, le impresionó: una mujer

bonita, joven, alta…

Parecía estar en acecho, movida de una curiosidad

semejante a la de Santa Cruz, deseando saber quién

demonios subía a tales horas por aquella endiablada

escalera. La moza tenía pañuelo azul claro por la cabeza y

un mantón sobre los hombros, y en el momento de ver al

Delfín se infló con él, quiero decir que hizo ese

característico arqueo de brazos y alzamiento de hombros

con que las madrileñas del pueblo se agasajan dentro del

mantón, movimiento que les da cierta semejanza con una

gallina que esponja su plumaje y se ahueca para volver

luego a su volumen natural.

Juanito no pecaba de corto, y al ver a la chica, y al

observar lo linda que era y lo bien calzada que estaba,

diéronle ganas de tomarse confianzas con ella.

-¿Vive aquí –le preguntó- el señor Estupiñá?

FORTUNATA Y JACINTA-¿Don Plácido? En lo más último de arriba- contestó la joven dando algunos paso hacia fuera.

Y Juanito pensó: ”Tú sales para que te vea el pie. Buena bota…”. Pensando esto, advirtió que la muchacha

sacaba del mantón una mano con mitón encarnado y que se la llevaba a la boca. La confianza se

desbordaba del pecho del joven Santa Cruz, y no pudo menos de decir:

-¿Qué come usted, criatura?

-¿No lo ve usted, -replicó mostrándoselo-. Un huevo.

-¡Un huevo crudo!

Con mucho donaire, la muchacha se llevó a la boca, por segunda vez, el huevo roto, y se atizó otro sorbo.

-No sé cómo puede usted comer esas babas crudas-dijo Santa Cruz, no hallando mejor modo de trabar

conversación.

-Mejor que guisadas. ¿Quiere usted?- replicó ella, ofreciendo al Delfín lo que en el cascarón quedaba.

Por entre los dedos de la chica se escurrían aquellas babas gelatinosas y

transparentes. Tuvo tentaciones Juanito de aceptar la oferta; pero no, le repugnaban los huevos crudos.

-No, gracias.

Ella entonces se lo acabó de sorber, y arrojó el cascarón, que fue a estrellarse contra la pared del tramo

inferior. Estaba limpiándose los dedos con el pañuelo y Juanito discurriendo por dónde pegaría la hebra,

cuando sonó abajo una voz terrible que dijo:

-¡Fortunaaá!

Entonces la chica se inclinó en el pasamanos y soltó un yiá voy, con chillido tan penetrante, que Juanito

creyó se le desgarraba el tímpano. […] Y al soltar aquel sonido, digno canto de tal ave, la moza se arrojó

con tanta presteza por las escaleras abajo, que parecía rodar por ellas. Juanito la vio desaparecer, oía el

ruido de su ropa azotando los peldaños de piedra, y creyó que se mataba.

MISERICORDIA (I)

MISERICORDIA (II)

• Tenía la Benina voz dulce, modos hasta cierto punto finos y de buena educación, y su rostro moreno no carecía de cierta gracia interesante que, manoseada ya por la vejez, era una gracia borrosa y apenas perceptible. Más de la mitad de la dentadura conservaba. Sus ojos, grandes y oscuros, apenas tenían el ribete rojo que imponen la edad y los fríos matinales. Su nariz destilaba menos que las de sus compañeras de oficio, y sus dedos, rugosos y de abultadas coyunturas, no terminaban en uñas de cernícalo. Eran sus manos como de lavandera y aún conservaban hábitos de aseo. Usaba una venda negra bien ceñida sobre la frente; sobre ella, pañuelo negro, y negros el manto y vestido, algo mejor apañaditos que los de las otras ancianas. Con este pergeño y la expresión sentimental y dulce de su rostro, todavía bien compuesta de líneas, parecía una Santa Rita de Casia que andaba por el mundo en penitencia. Faltábanle sólo el crucifijo y la llaga en la frente, si bien podía creerse que hacía las veces de ésta el lobanillo del tamaño de un garbanzo, redondo, cárdeno, situado como a media pulgada más arriba del entrecejo.

TÉCNICAS NARRATIVAS DE GALDÓS (I)

• CICLOS NARRATIVOS: Novelas ambientadas en la misma época con personajes comunes.

• El doctor Centeno (1883), Tormento (1884) y La de Bringas (1884).

• PERSONAJES RECURRENTES: microcosmos• Don Ramón de Villaamil

• LA METAFICCIÓN• Realidad y El abuelo (novelas dialogadas).

• NARRACIÓN EN PRIMERA PERSONA• El amigo Manso

• “Yo no existo... Y por si algún desconfiado o terco o maliciosillo no creyese lo que tan llanamente digo, o exigiese algo de juramento para creerlo, juro y perjuro que no existo; y al mismo tiempo protesto contra toda inclinación o tendencia a suponerme investido de los inequívocos atributos de la existencia real. Declaro que ni siquiera soy el retrato de alguien, y prometo que si alguno de estos profundizadores del día se mete a buscar semejanzas entre mi yo sin carne ni hueso y cualquier individuo susceptible de ser sometido a un ensayo de vivisección, he de salir a la defensa de mis fueros de mito, probando con testigos, traídos de donde me convenga, que no soy, ni he sido, ni seré nunca nadie.

• Soy (diciéndolo en lenguaje oscuro para que lo entiendan mejor), una condenación artística, diabólica hechura del pensamiento humano (ximia Dei), el cual, si coge entre sus dedos algo de estilo, se pone a imitar con él las obras que con la materia ha hecho Dios en el mundo físico; soy un ejemplar nuevo de estas falsificaciones del hombre que desde que el mundo es mundo andan por ahí vendidas en tabla por aquellos que yo llamo holgazanes, faltando a todo deber filial, y que el bondadoso vulgo denomina artistas, poetas o cosa así. Quimera soy, sueño de sueño y sombra de sombra, sospecha de una posibilidad”.

TÉCNICAS NARRATIVAS DE GALDÓS (II)

• Lo prohibido

• ¿A que no aciertan lo que se me ocurrió para pasar el rato? Pues emprender un trabajo que a la vez me entretuviera y aleccionara. Sí, de aquel anhelo de distracción nacieron estas Memorias, que empezadas como pasatiempo, pararon pronto en verdadera lección que me daba a mí mismo [...] Proponíame hacer un esfuerzo de sinceridad, y contar todo como realmente era [...] pues así podía ser mi confesión no sólo provechosa para mí, sino también para los demás [...]

• De acuerdo con Ido remití el manuscrito [...] a un amigo suyo y mío que se ocupa de estas cosas y aun vive de ellas, para que lo viese y examinara, disponiendo su publicación [...] Después de mi muerte puede darse mi amigo toda la prisa que quiera [...] y así la publicación del libro será la fúnebre esquela que vaya diciendo por el mundo a cuantos quieran saberlo que ya el infelicísimo autor de estas confesiones habrá dejado de padecer.

• NOVELAS DIALOGADAS• Capítulos de La desheredada

• NOVELADAS PRESENTADAS POR NARRADOR EXTRADIEGÉTICO• Capítulos de La desheredada: “Final de otra novela” y “Últimos consejos de mi

tío el canónigo”.

TÉCNICAS NARRATIVAS DE GALDÓS (III)

• INTERTEXTUALIDAD: • Obras literarias:

• El Quijote

• «¡Leoncitos a mí!» (LD, I, 1009), como don Quijote en el capítulo XVII de la Segunda Parte.

• La desheredada: el tío de Isidora, residente en Tomelloso y gran lector de novelas, lleva el muy quijotesco nombre de don Santiago Quijano Quijada.

• Protagonista de Nazarín

• El Lazarillo

• Rinconete y Cortadillo: Zarapicos y Gonzalete

• La Biblia

• Textos no literarios• Efemérides: “1873. 1 de marzo,- Instalación de Isidora en su casa de la calle de

Hortaleza, no se sabe si con propios recursos o a expensas del marqués viudo de Saldeoro. Escándalo. [...] Disturbios en Barcelona; cunde la indisciplina militar”.

• Anagnórisis: encuentro de Isidora con la Marquesa de Aransis.

CONFLICTOS GALDOSIANOS

• INDIVIDUO (DIONISOS) VS. SOCIEDAD (APOLO)

• En Galdós, a partir de las novelas naturalistas, el papel

del individuo será el de la intuición, la imaginación, el

poder de creación y, sobre todo, el amor. El papel de la

sociedad irá ligado, por el contrario, a la razón, la

capacidad de organización y estabilización.

• REALISMO VS. SUBJETIVISMO DEL PERSONAJE:

PROTAGONISTAS REBELDES Y MARGINADOS

(HÉROES ESPIRITUALISTAS).

• IMAGINACIÓN NO COMO EVASIÓN, SINO PARA

INVENTAR LA REALIDAD.

EPISODIOS NACIONALES• En 1873 comenzó a publicar los Episodios nacionales un intento de entender la memoria

histórica reciente de los españoles, y donde se refleja la vida íntima de estos en el siglo XIX, así como su contacto con los hechos de la historia nacional que marcaron el destino colectivo del país.

• Se trata de 46 episodios en cinco series de diez novelas cada una, salvo la última, que quedó inconclusa. Arrancan con la batalla de Trafalgar y concluyen con la Restauración borbónica en España.

• La primera serie (1873–1875) trata de la Guerra de la Independencia (1808–1814) y tiene por protagonista a Gabriel Araceli, «que se dio a conocer como pillete de playa y terminó su existencia histórica como caballeroso y valiente oficial del ejército español» (Memorias de un desmemoriado, p. 202).

• La segunda serie (1875–1879) trata de las luchas entre absolutistas y liberales hasta la muerte de Fernando VII en 1833. Su protagonista es el liberal Salvador Monsalud, que encarna, en gran parte, las ideas de Galdós y en quien «prevalece sobre lo heroico lo político, signo característico de aquellos turbados tiempos» (id.).

• Tras un paréntesis de veinte años vuelve a escribir la tercera serie (1898–1900), tras recuperar los derechos sobre sus obras que detentaba su editor, con el que había pleiteado interminablemente. Esta serie cubre la Primera Guerra Carlista.

• La cuarta serie (1902–1907) se desarrolla entre la Revolución de 1848 y la caída de Isabel II en 1868.

• La quinta (1907–1912), incompleta, acaba con la Restauración de Alfonso XII.

• INTRAHISTORIA en las dos últimas series.

LEOPOLDO ALAS, CLARÍN

• Nace en Zamora en 1852 y muere en Oviedo en 1901. Era de familia asturiana y a partir de los siete años vivió en Oviedo, ciudad a la que le uniría una estrecha relación y que se convertiría, de alguna manera, en la protagonista de su obra maestra, La Regenta.

• Estudió en Oviedo, con brillantes calificaciones, tanto en el colegio como en la universidad. Muy joven manifestó una exaltada afición por la literatura y una notable aptitud para el teatro y el periodismo satírico.

• Con el seudónimo de Clarín, se convirtió, a partir de 1875, en uno de los colaboradores más activos de la prensa «democrática». En 1883 contrajo matrimonio y obtuvo la cátedra de economía y estadística en la Universidad de Zaragoza. Al año siguiente logró su traslado a la Universidad de Oviedo, donde enseñó derecho romano, actividad que alternó con las de articulista y escritor.

LA REGENTA (I)

ESTRUCTURA

• Primera parte: los quince primeros capítulos de la novela

se desarrollan durante tres días; en ellos se presentan los

personajes, se explican y narran sus antecedentes y se

describe Vetusta.

• Segunda parte: los quince últimos capítulos finales de la

obra comprenden tres años de la historia y en ellos tiene

lugar verdaderamente el desarrollo de la trama narrativa.

LA REGENTA (II)

ANA OZORES

D. FERMÍN DE PAS ÁLVARO DE MESÍA

EL MAGISTRAL

COMIENZO DE LA NOVELA

La heroica ciudad dormía la siesta. El viento Sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que

se rasgaban al correr hacia el Norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los

remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en

esquina revolando y persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus

pliegues invisibles. Cual turbas de pilluelos, aquellas migajas de la basura, aquellas sobras de todo se

juntaban en un montón, parábanse como dormidas un momento y brincaban de nuevo sobresaltadas,

dispersándose, trepando unas por las paredes hasta los cristales temblorosos de los faroles, otras hasta los

carteles de papel mal pegado a las esquinas, y había pluma que llegaba a un tercer piso, y arenilla que se

incrustaba para días, o para años, en la vidriera de un escaparate, agarrada a un plomo.

Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y de la olla podrida, y

descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana de coro, que retumbaba

allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa Basílica. La torre de la catedral, poema romántico de piedra,

delicado himno, de dulces líneas de belleza muda y perenne, era obra del siglo diez y seis, aunque antes

comenzada, de estilo gótico, pero, cabe decir, moderado por un instinto de prudencia y armonía que

modificaba las vulgares exageraciones de esta arquitectura. La vista no se fatigaba contemplando horas y

horas aquel índice de piedra que señalaba al cielo; no era una de esas torres cuya aguja se quiebra de sutil,

más flacas que esbeltas, amaneradas, como señoritas cursis que aprietan demasiado el corsé; era maciza

sin perder nada de su espiritual grandeza, y hasta sus segundos corredores, elegante balaustrada, subía

como fuerte castillo, lanzándose desde allí en pirámide de ángulo gracioso, inimitable en sus medidas y

proporciones. Como haz de músculos y nervios la piedra enroscándose en la piedra trepaba a la altura,

haciendo equilibrios de acróbata en el aire; y como prodigio de juegos malabares, en una punta de caliza se

mantenía, cual imantada, una bola grande de bronce dorado, y encima otra más pequeña, y sobre esta una

cruz de hierro que acababa en pararrayos.

DON FERMÍN DE PASUno de los recreos solitarios de don Fermín de Pas consistía en subir a las alturas. Era montañés, y por instinto buscaba las

cumbres de los montes y los campanarios de las iglesias. En todos los países que había visitado había subido a la montaña más

alta, y si no las había, a la más soberbia torre. No se daba por enterado de cosa que no viese a vista de pájaro, abarcándola por

completo y desde arriba. Cuando iba a las aldeas acompañando al Obispo en su visita, siempre había de emprender, a pie o a

caballo, como se pudiera, una excursión a lo más empingorotado. En la provincia, cuya capital era Vetusta, abundaban por todas

partes montes de los que se pierden entre nubes; pues a los más arduos y elevados ascendía el Magistral, dejando atrás al más

robusto andarín, al más experto montañés. Cuanto más subía más ansiaba subir; en vez de fatiga sentía fiebre que les daba vigor

de acero a las piernas y aliento de fragua a los pulmones. Llegar a lo más alto era un triunfo voluptuoso para De Pas. Ver muchas

leguas de tierra, columbrar el mar lejano, contemplar a sus pies los pueblos como si fueran juguetes, imaginarse a los hombres

como infusorios, ver pasar un águila o un milano, según los parajes, debajo de sus ojos, enseñándole el dorso dorado por el sol,

mirar las nubes desde arriba, eran intensos placeres de su espíritu altanero, que De Pas se procuraba siempre que podía.

Entonces sí que en sus mejillas había fuego y en sus ojos dardos. En Vetusta no podía saciar esta pasión; tenía que contentarse

con subir algunas veces a la torre de la catedral. Solía hacerlo a la hora del coro, por la mañana o por la tarde, según le

convenía. Celedonio que en alguna ocasión, aprovechando un descuido, había mirado por el anteojo del Provisor, sabía que era

de poderosa atracción; desde los segundos corredores, mucho más altos que el campanario, había él visto perfectamente a la

Regenta, una guapísima señora, pasearse, leyendo un libro, por su huerta que se llamaba el Parque de los Ozores; sí, señor, la

había visto como si pudiera tocarla con la mano, y eso que su palacio estaba en la rinconada de la Plaza Nueva, bastante lejos de

la torre, pues tenía en medio de la plazuela de la catedral, la calle de la Rúa y la de San Pelayo. ¿Qué más? Con aquel anteojo

se veía un poco del billar del casino, que estaba junto a la iglesia de Santa María; y él, Celedonio, había visto pasar las bolas de

marfil rodando por la mesa. Y sin el anteojo ¡quiá! en cuanto se veía el balcón como un ventanillo de una grillera. Mientras el

acólito hablaba así, en voz baja, a Bismarck que se había atrevido a acercarse, seguro de que no había peligro, el Magistral,

olvidado de los campaneros, paseaba lentamente sus miradas por la ciudad escudriñando sus rincones, levantando con la

imaginación los techos, aplicando su espíritu a aquella inspección minuciosa, como el naturalista estudia con poderoso

microscopio las pequeñeces de los cuerpos. No miraba a los campos, no contemplaba la lontananza de montes y nubes; sus

miradas no salían de la ciudad.

Vetusta era su pasión y su presa. Mientras los demás le tenían por sabio teólogo, filósofo y jurisconsulto, él estimaba sobre todas

su ciencia de Vetusta. La conocía palmo a palmo, por dentro y por fuera, por el alma y por el cuerpo, había escudriñado los

rincones de las conciencias y los rincones de las casas. Lo que sentía en presencia de la heroica ciudad era gula; hacía su

anatomía, no como el fisiólogo que sólo quiere estudiar, sino como el gastrónomo que busca los bocados apetitosos; no aplicaba

el escalpelo sino el trinchante.

ANA OZORESSe acordó de que no había conocido a su madre. Tal vez de esta desgracia nacían sus mayores pecados.

«Ni madre ni hijos».

Esta costumbre de acariciar la sábana con la mejilla la había conservado desde la niñez. -Una mujer seca, delgada, fría, ceremoniosa, la obligaba a acostarse todas las noches antes de tener sueño. Apagaba la luz y se iba. Anita lloraba sobre la almohada, después saltaba del lecho; pero no se atrevía a andar en la obscuridad y pegada a la cama seguía llorando, tendida así, de bruces, como ahora, acariciando con el rostro la sábana que mojaba con lágrimas también. Aquella blandura de los colchones era todo lo maternal con que ella podía contar; no había más suavidad para la pobre niña. Entonces debía de tener, según sus vagos recuerdos, cuatro años. Veintitrés habían pasado, y aquel dolor aún la enternecía. Después, casi siempre, había tenido grandes contrariedades en la vida, pero ya despreciaba su memoria; una porción de necios se habían conjurado contra ella; todo aquello le repugnaba recordarlo; pero su pena de niña, la injusticia de acostarla sin sueño, sin cuentos, sin caricias, sin luz, la sublevaba todavía y le inspiraba una dulcísima lástima de sí misma. Como aquel a quien, antes de descansar en su lecho el tiempo que necesita, obligan a levantarse, siente sensación extraña que podría llamarse nostalgia de blandura y del calor de su sueño, así, con parecida sensación, había Ana sentido toda su vida nostalgia del regazo de su madre. Nunca habían oprimido su cabeza de niña contra un seno blando y caliente; y ella, la chiquilla, buscaba algo parecido donde quiera. Recordaba vagamente un perro negro de lanas, noble y hermoso; debía de ser un terranova. -¿Qué habría sido de él?-. El perro se tendía al sol, con la cabeza entre las patas, y ella se acostaba a su lado y apoyaba la mejilla sobre el lomo rizado, ocultando casi todo el rostro en la lana suave y caliente. En los prados se arrojaba de espaldas o de bruces sobre los montones de yerba segada. Como nadie la consolaba al dormirse llorando, acababa por buscar consuelo en sí misma, contándose cuentos llenos de luz y de caricias.

DON VÍCTOR QUINTANARSu marido era botánico, ornitólogo, floricultor, arboricultor, cazador, crítico de comedias, cómico, jurisconsulto; todo menos un

marido. Quería más a Frígilis que a su mujer. ¿Y quién era Frígilis? Un loco; simpático años atrás, pero ahora completamente ido,

intratable; un hombre que tenía la manía de la aclimatación, que todo lo quería armonizar, mezclar y confundir; que injertaba

perales en manzanos y creía que todo era uno y lo mismo, y pretendía que el caso era «adaptarse al medio». Un hombre que

había llegado en su orgía de disparates a injertar gallos ingleses en gallos españoles: ¡Lo había visto ella! Unos pobrecitos

animales con la cresta despedazada, y encima, sujeto con trapos un muñón de carne cruda, sanguinolenta ¡qué asco! Aquel

Herodes era el Pílades de su marido. Y hacía tres años que ella vivía entre aquel par de sonámbulos, sin más relaciones íntimas.

Bastaba, bastaba, no podía más; aquello era la gota de agua que hace desbordar... ¡caer en una trampa que un marido coloca en

su despacho como si fuera el monte! ¡no era esto el colmo de lo ridículo!».

[…] «Pero no importaba; ella se moría de hastío. Tenía veintisiete años, la juventud huía; veintisiete años de mujer eran la puerta

de la vejez a que ya estaba llamando... y no había gozado una sola vez esas delicias del amor de que hablan todos, que son el

asunto de comedias, novelas y hasta de la historia. El amor es lo único que vale la pena de vivir, había ella oído y leído muchas

veces. Pero ¿qué amor? ¿Dónde estaba ese amor? Ella no lo conocía. Y recordaba entre avergonzada y furiosa que su luna de

miel había sido una excitación inútil, una alarma de los sentidos, un sarcasmo en el fondo; sí, sí, ¿para qué ocultárselo a sí

misma si a voces se lo estaba diciendo el recuerdo?: (…) Don Víctor no era pesado, eso es verdad. Se había cansado pronto de

hacer el galán y paulatinamente había pasado al papel de barba que le sentaba mejor. ¡Oh, y lo que es como un padre se había

hecho querer, eso sí!; no podía ella acostarse sin un beso de su marido en la frente. Pero llegaba la primavera y ella misma, ella

le buscaba los besos en la boca; le remordía la conciencia de no quererle como marido, de no desear sus caricias; y además

tenía miedo a los sentidos excitados en vano. De todo aquello resultaba una gran injusticia no sabía de quién, un dolor

irremediable que ni siquiera tenía el atractivo de los dolores poéticos; era un dolor vergonzoso, como las enfermedades que ella

había visto en Madrid anunciadas en faroles verdes y encarnados. ¿Cómo había de confesar aquello, sobre todo así, como lo

pensaba? y otra cosa no era confesarlo».

«Y la juventud huía, como aquellas nubecillas de plata rizada que pasaban con alas rápidas delante de la luna... ahora estaban

plateadas, pero corrían, volaban, se alejaban de aquel baño de luz argentina y caían en las tinieblas que eran la vejez, la vejez

triste, sin esperanzas de amor. Detrás de los vellones de plata que, como bandadas de aves cruzaban el cielo, venía una gran

nube negra que llegaba hasta el horizonte. Las imágenes entonces se invirtieron; Ana vio que la luna era la que corría a caer en

aquella sima de obscuridad, a extinguir su luz en aquel mar de tinieblas».

«Lo mismo era ella; como la luna, corría solitaria por el mundo a abismarse en la vejez, en la obscuridad del alma, sin amor, sin

esperanza de él... ¡oh, no, no, eso no!».

Sentía en las entrañas gritos de protesta, que le parecía que reclamaban con suprema elocuencia, inspirados por la justicia,

derechos de la carne, derechos de la hermosura.

LA REGENTA CAELas primeras palabras de amor que Ana, ya vencida, se atrevió a murmurar con voz apasionada y tierna al oído de su vencedor,

no el día de la rendición, mucho después, fueron para pedirle el juramento de la constancia...

«Para siempre, Álvaro, para siempre, júramelo; si no es para siempre, esto es un bochorno, es un crimen infame, villano...».

Mesía había jurado, y seguía jurando todos los días, una eternidad de amores.

La idea de la soledad después de aquello, le parecía a la Regenta más horrorosa que en un tiempo se le antojara la imagen del

Infierno.

Con amor se podía vivir donde quiera, como quiera, sin pensar más que en el amor mismo...; pero sin él... volverían los

fantasmas negros que ella a veces sentía rebullir allá en el fondo de su cabeza, como si asomaran en un horizonte muy lejano,

cual primeras sombras de una noche eterna, vacía, espantosa. Ana sentía que acabarse el amor, aquella pasión absorbente,

fuerte, nueva, que gozaba por la primera vez en la vida, sería para ella comenzar la locura.

«Sí, Álvaro; si tú me dejaras me volvería loca de fijo; tengo miedo a mi cerebro cuando estoy sin ti, cuando no pienso en ti.

Contigo no pienso más que en quererte».

Esto solía decir ella en brazos de su amante, gozando sin hipocresía, sin la timidez, que fue al principio real, grande, molesta

para Mesía, pero que al desaparecer no dejó en su lugar fingimiento. Ana se entregaba al amor para sentir con toda la

vehemencia de su temperamento, y con una especie de furor que groseramente llamaba Mesía, para sí, hambre atrasada.

Él estuvo el primer mes asustado. Si los primeros días renegaba del miedo, de la ignorancia y de los escrúpulos (absurdos en una

mujer casada de treinta años, según la filosofía del Presidente del Casino), pronto vio tan colmada la medida de sus deseos, que

llegó a inquietarle «otro aspecto» de sus amores. Nunca había sido más feliz. ¿Quería satisfacer el amor propio a quien la edad

empezaba a dar algunos disgustos? Pues Ana, la mujer más hermosa de Vetusta, le adoraba; y le adoraba por él, por su persona,

por su cuerpo, por el físico. Muchas veces, si a él le daba por hablar largo, y tendido, ella le tapaba la boca con la mano y le decía

en éxtasis de amor: «No hables». Mesía no echaba esto a mala parte; también él reconocía que lo mejor era callar, dejarse

adorar por buen mozo. ¿Quería satisfacer caprichos de la carne ahíta, gozar delicias delicadas de los sentidos? Pues la misma

ignorancia de Ana y la fuerza de su pasión y las circunstancias de su vida anterior y las condiciones de su temperamento y la de

su hermosura facilitaban estos alambicados goces del gallo, corrido y gastado, pero capaz de morir de placer sin miedo. Y a

pesar de tanta felicidad, Mesía estaba intranquilo.

FINALEl Magistral se detuvo, cruzó los brazos sobre el vientre. No podía hablar, ni quería. Temblábale todo el cuerpo, volvió a extender los brazos hacia Ana... dio otro paso adelante... y después clavándose las uñas en el cuello, dio media vuelta, como si fuera a caer desplomado, y con piernas débiles y temblonas salió de la capilla. Cuando estuvo en el trascoro, sacó fuerzas de flaqueza, y aunque iba ciego, procuró no tropezar con los pilares y llegó a la sacristía sin caer ni vacilar siquiera.

Ana, vencida por el terror, cayó de bruces sobre el pavimento de mármol blanco y negro; cayó sin sentido.

La catedral estaba sola. Las sombras de los pilares y de las bóvedas se iban juntando y dejaban el templo en tinieblas.

Celedonio, el acólito afeminado, alto y escuálido, con la sotana corta y sucia, venía de capilla en capilla cerrando verjas. Las llaves del manojo sonaban chocando.

Llegó a la capilla del Magistral y cerró con estrépito.

Después de cerrar tuvo aprensión de haber oído algo allí dentro; pegó el rostro a la verja y miró hacia el fondo de la capilla, escudriñando en la obscuridad. Debajo de la lámpara se le figuró ver una sombra mayor que otras veces...

Y entonces redobló la atención y oyó un rumor como un quejido débil, como un suspiro.

Abrió, entró y reconoció a la Regenta desmayada.

Celedonio sintió un deseo miserable, una perversión de la perversión de su lascivia: y por gozar un placer extraño, o por probar si lo gozaba, inclinó el rostro asqueroso sobre el de la Regenta y le besó los labios.

Ana volvió a la vida rasgando las nieblas de un delirio que le causaba náuseas.

Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo.