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LA SANTIDAD Raniero Cantalamessa “Ya habéis visto lo que he hecho con los egipcios y cómo a vosotros os he llevado sobre alas de águila y os he traído a Mí. Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra. Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa.” Con estas palabras que Dios dirige a Moisés, se abre el relato de la alianza del Monte Sinaí. Estas palabras presentan ante nuestra mirada una visión grandiosa. Todo lo que Dios ha hecho hasta ahora, es decir, la creación del mundo, la Pascua, la liberación de Egipto, todo tenía la finalidad precisa de establecer con el pueblo una alianza y hacer de él una nación santa. La santidad del pueblo se nos presenta como la finalidad y el contenido de la Historia de la Salvación. La santidad es el tema dominante del libro del Levítico, en el que leemos: "Sed santos, porque yo Yahvé, vuestro Dios, soy santo". En el Deuteronomio comienza a clarificarse qué significa ser santos. "- se lee - eres un pueblo consagrado a Yahvé tu Dios. Él te ha elegido a ti para que seas el pueblo de su propiedad personal". SANTO significa, pues, CONSAGRADO. Es decir, elegido y separado del resto del mundo y destinado al servicio y al culto de Dios. SANTO es todo lo que entra en una relación particular con Dios, después de haber sido separado de todo lo demás. Pasamos ahora, rápidamente, al Nuevo Testamento. S. Pablo escribe: "Cristo amó a la Iglesia y se entregó a Sí mismo por ella para santificarla, purificándola mediante el baño de agua en virtud de la Palabra, y presentársela resplandeciente a Sí mismo, sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada". Se repite, como vemos, a nivel no ya de símbolos, sino en la realidad, lo que hemos visto a propósito del Sinaí. Todo lo que Jesús ha hecho (la Encarnación, la

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LA SANTIDAD

Raniero Cantalamessa

“Ya habéis visto lo que he hecho con los egipcios y cómo a vosotros os he llevado sobre alas de águila y os he traído a Mí. Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra. Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa.”

Con estas palabras que Dios dirige a Moisés, se abre el relato de la alianza del Monte Sinaí. Estas palabras presentan ante nuestra mirada una visión grandiosa. Todo lo que Dios ha hecho hasta ahora, es decir, la creación del mundo, la Pascua, la liberación de Egipto, todo tenía la finalidad precisa de establecer con el pueblo una alianza y hacer de él una nación santa. La santidad del pueblo se nos presenta como la finalidad y el contenido de la Historia de la Salvación.

La santidad es el tema dominante del libro del Levítico, en el que leemos: "Sed santos, porque yo Yahvé, vuestro Dios, soy santo". En el Deuteronomio comienza a clarificarse qué significa ser santos. "Tú - se lee - eres un pueblo consagrado a Yahvé tu Dios. Él te ha elegido a ti para que seas el pueblo de su propiedad personal".

SANTO significa, pues, CONSAGRADO. Es decir, elegido y separado del resto del mundo y destinado al servicio y al culto de Dios. SANTO es todo lo que entra en una relación particular con Dios, después de haber sido separado de todo lo demás.

Pasamos ahora, rápidamente, al Nuevo Testamento. S. Pablo escribe:

"Cristo amó a la Iglesia y se entregó a Sí mismo por ella para santificarla, purificándola mediante el baño de agua en virtud de la Palabra, y presentársela resplandeciente a Sí mismo, sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada".

Se repite, como vemos, a nivel no ya de símbolos, sino en la realidad, lo que hemos visto a propósito del Sinaí. Todo lo que Jesús ha hecho (la Encarnación, la

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Pasión, la Resurrección) tenía esta finalidad: formar un pueblo santo, una Iglesia santa.

S. Pedro, en la primera carta, aplicando a los cristianos la Palabra del Éxodo que hemos escuchado, decía:

"Pero vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido".

De aquí brota el gran mandato que leemos en la misma carta de Pedro, que constituye el tema de esta Asamblea:

"Así como el que nos ha llamado es SANTO, así también vosotros sed santos en toda vuestra conducta, como dice la Escritura: Seréis santos porque yo vuestro Dios soy Santo".

El ideal de la santidad se transmite así de Israel a la Iglesia, del antiguo pueblo al nuevo pueblo de Israel. Podemos, hermanos y hermanas, hacer ya una observación importante. SER SANTOS, más que un mandato es un privilegio, es un don, una concepción inaudita, una gracia. No es, como podría parecer, una obligación superior a nuestras fuerzas, que el Señor carga sobre nuestras espaldas, no, sino una herencia paterna que quiere transmitirnos. El motivo fundamental por el cual debemos ser santos es que Él, nuestro Dios, es Santo. Es una especie de herencia que los hijos deben asumir de su Padre. "Sed perfectos - dice Jesús - como es perfecto vuestro Padre Celeste". Del mismo modo que cada padre o madre desea transmitir a su hijo, junto con la vida, lo mejor que tiene, así el Padre celeste, que es Santo, quiere darnos su santidad. Pero un padre y una madre transmiten lo que tienen, no lo que son (si son santos, por ejemplo, no está dicho que los hijos sean santos; si son genios, artistas, no necesariamente los hijos serán genios y artistas), un padre y una madre, por lo tanto, pueden transmitir solamente "lo que tienen", no "lo que son". Dios, por el contrario, nos transmite también lo que es. Él es santo y nos hace santos. Jesús es Hijo de Dios y nos hace hijos de Dios.

Nuestra primera tarea es, pues, liberar la palabra SANTIDAD. Tenemos que liberar esta palabra que está prisionera, tenemos que liberar la palabra SANTIDAD de todo lo que inspira miedo, presentándola como un ideal demasiado alto para criaturas hechas de carne y sangre como nosotros, como si hacerse santos significase renunciar a ser hombres o mujeres normales, plenamente realizados y felices en la vida. Es este un prejuicio difundido, debido quizá al hecho de que en el pasado se ha unido frecuentemente la santidad a realizaciones particulares, éxtasis, milagros, fenómenos extraordinarios, que no son lo esencial de la santidad.

Hemos de empezar enamorándonos de la palabra SANTIDAD, de tal modo que al oírla no sintamos miedo, sino que vibren las cuerdas más profundas de nuestro ser y nos llene de santa nostalgia. Nosotros estamos hechos para la santidad. Según la filosofía humana, el hombre está determinado por su naturaleza, es lo que es por nacimiento, un animal racional, o como queramos definir al hombre. Todo lo que hace a lo largo de su vida no cambia esencialmente nada, sigue siendo un verdadero y perfecto hombre, tanto si vive bien como si vive mal; esto para la filosofía y el pensamiento humano.

Para la Biblia no es así. El hombre no es solo naturaleza, sino también vocación. No es sólo lo que es desde su nacimiento, sino también lo que está llamado

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a ser con el ejercicio de su libertad en la obediencia a Dios. Ahora bien, según la Escritura, nosotros estamos llamados a ser santos. "Nosotros somos - dice Pablo - santos por vocación". Hemos sido creados a imagen de Dios. Esta es, según la Biblia, nuestra auténtica naturaleza. Y estamos destinados a ser semejanza de Dios, y esta es para la Biblia nuestra verdadera vocación. Por esto, S. Pedro podía decir:

"Así como el que os ha llamado es santo, así también vosotros sed santos en toda vuestra conducta".

Podemos sintetizar todo esto en una especie de silogismo, si esta palabra no nos da demasiado miedo. El silogismo se compone siempre de tres proposiciones, y es el siguiente: 1ª) El hombre y la mujer son los que están llamados a ser. 2ª) Pero el hombre y la mujer están llamados a ser santos. 3ª) Así, pues, nosotros somos verdaderamente hombres o verdaderamente mujeres sólo si somos santos. Es un silogismo.

Ser santos significa, por lo tanto, ser criaturas realizadas, logradas. No ser santos significa fracasar. Lo contrario de santo, hermanos, no es pecador, sino fracasado. Sabemos que se puede fracasar en la vida de muchas maneras. Un hombre puede fracasar como marido, como padre, como hombre de negocios, como político... Una mujer puede fracasar como esposa, como madre, como educadora... También un sacerdote puede fracasar de varias formas y un predicador también. Pero se trata de fracasos relativos.

Uno puede ser un fracasado desde todos estos puntos de vista y, sin embargo, continuar siendo una persona estimable, incluso un santo. Ha habido santos que, humanamente hablando, han fracasado en todos los frentes, expulsados incluso de la Orden religiosa que ellos mismos habían fundado.

No es así en nuestro caso. No hacerse santos es un fracaso radical e irremediable, porque se fracasa en cuanto criatura, sin posibilidad de recurso alguno. Tenía razón, por lo tanto, este poeta y creyente francés, cuando decía que "la única desgracia irreparable en la vida es la de no ser santos".

El filósofo B. Pascal, que también era un gran creyente e incluso un místico, ha formulado el famoso principio de los tres diversos niveles u órdenes de la realidad: El orden de los cuerpos y la materia; el orden del espíritu o de la inteligencia, y el orden de la santidad.

Una distancia casi infinita separa el orden de la inteligencia y del espíritu del de la materia, pero una distancia infinitamente más infinita, dice, separa el orden de la santidad del de la inteligencia, porque es un orden que está por encima de la naturaleza, más allá de la naturaleza. Los genios, que pertenecen al orden de la inteligencia, no tienen necesidad de las grandezas carnales y materiales, las riquezas, que nada les añade y nada les quita. De igual modo, los santos, que pertenecen al orden de la caridad y de la gracia, no tienen necesidad ni de las grandezas carnales ni de las intelectuales, que nada les añade y nada les quita. A esos, dice Pascal, los ve Dios y los ángeles, no los cuerpos ni las mentes curiosas. Les basta Dios, como decía Santa Teresa de Jesús: "Solo Dios basta".

Esto nos permite valorar adecuadamente la humanidad que nos circunda, el mundo, nuestra sociedad. La mayoría de la gente se queda en el primer nivel, y ni siquiera sospecha la existencia de un nivel superior de vida y de humanidad. Son los

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que se pasan la vida acumulando riquezas materiales, cultivando únicamente la belleza física o el vigor y la salud del cuerpo. Según Santa Teresa de Jesús, son los que permanecen durante toda la vida en el primer piso del castillo interior, es decir, en los establos, sin subir nunca a los pisos superiores. Otros piensan que el valor supremo y el vértice de la realidad es la inteligencia, el pensamiento, y aspiran por lo tanto a realizarse en el ámbito de las letras, de las artes, de la filosofía. Sólo unos pocos saben que existe un tercer nivel superior a todos, el de la santidad. Superior, porque afecta a la parte más noble del hombre y no acaba con esta vida, sino que tiene ante sí la eternidad. Los que saben esto, es decir, nosotros aquí, no se pueden quedar tranquilos en el primer o en el segundo nivel.

Hemos de superar otro prejuicio a propósito de la santidad. Se trata del prejuicio de que la santidad es un ideal reservado a una élite que vive en condiciones especiales, como son los religiosos, los sacerdotes, las religiosas... Todos conocemos el texto del Concilio Vaticano II que habla de la universal vocación del pueblo de Dios a la santidad. Entre otras cosas, dice: "Por ello, en la Iglesia todos - lo mismo quienes pertenecen a la Jerarquía que los apacentados por ella - están llamados a la santidad, según aquello del apóstol: porque es ésta la voluntad de Dios, vuestra santificación".

Un día, un periodista le preguntó a quemarropa a la Madre Teresa de Calcuta qué se sentía al ser considerada por todo el mundo una santa. Ella reflexionó un momento y luego dijo: "Ser santos no es un lujo, es una necesidad". Es cierto, ser santos no es un lujo, es el deber primero que tenemos en la vida.

Después de esta introducción sobre el sentido y la importancia de la VOCACIÓN A LA SANTIDAD, pasamos ahora, hermanos, con la ayuda del Espíritu Santo, se entiende, a ilustrar las tres actitudes fundamentales que hemos de cultivar con respecto a ella.

En primer lugar, debemos contemplar la santidad en su misma fuente. En segundo lugar, debemos hacer nuestra esa santidad, acogerla, revestirnos de ella. En tercer lugar, debemos modelar sobre ella nuestra vida, o como decía Pedro: "ser santos en toda nuestra conducta".

Tres palabras, por lo tanto, que constituirán los títulos de los tres momentos que vamos a ilustrar: CONTEMPLACIÓN, APROPIACIÓN E IMITACIÓN.

PRIMERO: contemplar la santidad en su misma fuente. Hablando de la santidad, la primera cosa que tenemos que aclarar es que es algo que ya existe. No es necesario y no sería tampoco posible inventarla o crearla por nosotros mismos, hermanos. La santidad es un producto en el que nadie puede escribir "producción propia". Hay productos en los que aparece esto: "producción propia", para decimos que son genuinos, auténticos. No podemos escribir sobre la santidad "producción propia". Podemos escribir "producción propia" sobre otra cosa: sobre el pecado. La santidad es Dios mismo. El título predilecto de Dios en Isaías es: el Santo de Israel. También para María, la Virgen, es este el Nombre propio de Dios: "Su Nombre es Santo", dice María en el Magnificat. También en la liturgia, en la segunda Plegaria Eucarística, se dice:

"Santo eres en verdad, Señor, fuente de toda santidad". SANTO, en hebreo, es KADOS. Tenemos que aprender esta palabra. Isaías escuchó esta palabra; es el

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título más evocador que existe de Dios en la Biblia. El término Kados, Santo, contiene la idea de separación, de diversidad, Dios es santo porque es el totalmente Otro, con respecto a todo lo que la criatura puede pensar o hacer. Es "el Absoluto", en el sentido original de "ab solutus", desligado de todo lo demás y aparte. Es "el Trascendente", en el sentido de que está más allá de todo lo demás, todas nuestras categorías.

No obstante, Santo no es un concepto principalmente negativo, que indica separación v ausencia del mal y de mezcla en Dios, sino un concepto sumamente positivo. Indica una pura plenitud, pura plenitud. En nosotros, que somos criaturas, la plenitud nunca está unida con la pureza; una contradice a la otra. Nuestra pureza se obtiene siempre eliminando algo, purificándonos, es decir, eliminando el mal que existe siempre en nuestras acciones e intenciones. En Dios no ocurre así, en Él coexisten pureza y plenitud, y constituyen la suma simplicidad de Dios. La Escritura expresa perfectamente este concepto diciendo que a Dios nada se le puede añadir y nada quitar. En cuanto que es suma pureza, nada hay que quitarle; en cuanto que es suma plenitud, nada hay que se le pueda añadir.

S. Juan expresa la misma idea con la sugestiva imagen de la luz. Dice: "Dios es luz y en El no hay tiniebla alguna". Dios es, pues, la fuente de toda santidad. Pero esta santidad divina no está a nuestro alcance, es inaccesible para nosotros. Él es espíritu, nosotros somos carne, hay un abismo entre nosotros y Él. Dice el Señor: "Yo soy Dios, soy el Santo". Pero la consoladora respuesta a esta dificultad es que la santidad de Dios se ha hecho carne y ha venido a habitar entre nosotros. Es lo mismo que decir: "El Verbo se hizo carne, la santidad de Dios se hizo carne".

Cuando después del discurso en la sinagoga de Cafarnaún sobre el Pan de Vida y la reacción escandalizada de algunos discípulos, Jesús pregunta a los apóstoles si también ellos se quieren ir, Pedro responde: "Señor, ¿a quién vamos sino a Ti?; Tú tienes palabras de Vida Eterna, y nosotros creemos y sabemos que Tú eres el Santo de Dios".

Es curioso, encontramos esta misma afirmación en la misma sinagoga de Cafarnaún, pero en un contexto completamente diferente. El Evangelio nos relata que un hombre poseído por un espíritu inmundo se pone a gritar cuando aparece Jesús: "¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazareth? Has venido a destruirnos, sé quién eres Tú (aquí el tono es diferente, no es una proclamación de fe), el Santo de Dios". La percepción de la absoluta santidad de Cristo se da aquí por contraste. Los demonios no pueden soportar, aguantar, la presencia de la santidad de Cristo de tan fuerte como es. Nuestra contemplación de la santidad de Dios se concentra, pues, ahora, hermanos, en la persona de Jesucristo, Él es la fuente histórica de toda santidad. Y no tengo suficiente tiempo para ilustrar, contemplar un poco esta santidad de Cristo. Podemos decir rápidamente que se trata de una santidad absoluta, tanto en el sentido negativo como en el sentido positivo, es decir, tanto en cuanto a ausencia de pecado, como en cuanto a adhesión positiva a la voluntad del Padre. En cuanto al aspecto negativo, ausencia de pecado, Jesús puede decir: "¿Quién de vosotros puede convencerme de pecado?". En cuanto al aspecto positivo, de adhesión a la voluntad del Padre, Jesús puede decir: "Yo hago siempre lo que le agrada a Él. Mi alimento es hacer la voluntad del Padre".

La de Cristo es también una santidad vivida, concreta, no abstracta.

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Todo lo que Jesús nos dice en el Evangelio es su santidad. Las Bienaventuranzas, ¿qué son las Bienaventuranzas? No son un hermoso programa de vida que Jesús traza para los discípulos, no, es su Vida, lo que Jesús vivía y se lo comunica a sus discípulos. Tanto que Él puede decir: "Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón. Venid en pos de MÍ".

También es una santidad acrecida. En otras palabras, en Jesús encontramos una santidad dada que existe desde el comienzo de su vida, desde su Encarnación, y una santidad adquirida a lo largo de su vida a través de sus actos de obediencia al Padre, a través de sus "Fiats", de su "Sí"... En Jesús vemos, hermanos, que ser santos significa ser hombres verdaderos, auténticos. Aquí vamos a hacer un poco de Teología, ¿de acuerdo? Porque los cristianos en la Renovación Carismática no deben contentarse simplemente con el sentimiento o la moral, sino que tienen que recobrar las ideas fundamentales de la Historia de la Iglesia, tenemos que formarnos. Ahora bien, en el Concilio de Calcedonia, que tuvo lugar en el año 451 (esta es una fecha que los cristianos que aman al Espíritu Santo no deben olvidar), en este Concilio se definió que Jesucristo es un verdadero Hombre, un Hombre perfecto, y esto en la antigüedad significaba que es un Hombre completo, es decir, tiene un cuerpo, un alma y una voluntad y una libertad humanas. Pero hoy en día hay un peligro a este propósito, un peligro grave. Todos se apresuran a afirmar que Jesús es un verdadero Hombre, un hombre como nosotros, tanto que hay personas que dicen: "si Jesús fue un verdadero hombre como nosotros, entonces Él tuvo que conocer también nuestras tentaciones, rebeldías, debilidades humanas, faltas humanas..."

Ahora pasamos al SEGUNDO momento. Así sabéis que sólo nos quedan dos momentos. Pasamos al segundo momento que hemos llamado el de la apropiación. A este respecto, tengo una maravillosa noticia, un alegre anuncio para vosotros, hermanos y hermanas, este alegre anuncio no es tanto el hecho de que Jesús es el Santo de Dios, o de que también nosotros estamos llamados a la santidad, no, sino al hecho de que Jesús nos comunica, nos da, nos regala su misma santidad. Su santidad es también la nuestra. Es más, Él mismo es nuestra santidad. Está escrito, en efecto, que Dios lo hizo para nosotros Sabiduría, Justicia, Santificación y Redención. Para nosotros, no para Sí mismo, pues Él ya era santo.

Pero posiblemente, para entender esto que quiero decir, es indispensable que tengamos claro en la mente un concepto, una imagen: la del golpe de mano. Antes de salir de esta Asamblea, hoy tenemos que haber dado todos un golpe de mano. Podemos llamarlo también golpe de audacia, o golpe de genio, o golpe de fortuna. "Golpe de mano" es una expresión típica de la lengua francesa difícil de traducir en otras lenguas. Indica un movimiento rápido, inteligente, hecho en el momento justo, mediante el cual se resuelve brillantemente una situación difícil, obteniendo un resultado desproporcionado con respecto a los medios y al tiempo empleados. Es como tomar un atajo que en un instante te lleva a la meta. Escuchemos la historia de uno de estos "golpes de audacia" de la fe, narrado por un poeta que ya he citado. Nos ayudará a entender de qué se trata de una manera muy concreta, muy simple. Un hombre, dice, tenía tres hijos, que un desgraciado día enfermaron; y sabemos que este hombre era él mismo. Tenía tres hijos, y uno de ellos después de su muerte dijo que era un episodio de su vida. Su mujer, continúa él, tenía tanto miedo que estaba ensimismada, sin decir palabra, y con la frente fruncida. Él, sin embargo, no; él era un hombre que no tenía miedo de hablar, había comprendido que las cosas no podían seguir así; por eso había hecho un gesto audaz. Al pensar en ello, incluso se admiraba un poco pues -hay que decir la verdad- había sido un gesto atrevido. De la misma forma que se cogen tres niños y se colocan los tres juntos, al mismo tiempo, como

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quien juega en los brazos de su madre o de su nodriza, que ríe y hace exclamaciones y protesta porque son demasiados para poder sostenerlos, así hizo él, atrevido como un hombre. Cogió (mediante la oración, se entiende) a sus tres hijos enfermos y, tranquilamente, los puso en los brazos de quien carga con todos los dolores del mundo. Y ¿quién carga con todos los dolores del mundo? La Virgen María. Y de hecho sabemos que hizo una peregrinación de París a Sartre para confiar sus tres hijos a la Virgen. "Mira (tomamos de nuevo el relato) - decía este hombre - te los doy, doy la vuelta y echo a correr para que no puedas devolvérmelos. Ahí los tienes." ¡Cómo se alababa por haber tenido el coraje de hacer ese gesto! A partir de aquel día, todo iba bien, naturalmente, porque era la Virgen quien se ocupaba de todo. Resulta curioso que no todos los cristianos hagan lo mismo. Es así de fácil, pero nunca se piensa en lo más fácil. Nosotros pensamos todo el tiempo en lo más difícil. En resumidas cuentas, somos tontos, por decirlo con una palabra.

Con respecto a la santidad, estamos llamados a dar un golpe de mano semejante. Después de contemplar la santidad de Cristo, nos la hemos de apropiar, hacerla nuestra, revestirnos de ella. ¿Acaso no ha dicho Jesús que el Reino de Dios sufre violencia y que los violentos (es decir, según una buena interpretación, los decididos, los audaces) lo arrebatan?

Imaginad - en este caso hablo especialmente para las mujeres presentes - imaginad que estáis ante un escaparate en el que está expuesto un vestido maravilloso con el que siempre habéis soñado y que parece hecho a vuestra medida. Miras los bolsillos, cuentas una y otra vez tu dinero y te das cuenta de que nunca podrás comprarlo. Estás a punto de irte desconsolada, cuando sale el propietario de la tienda, se dirige a ti y con una sonrisa en los labios, te dice: "¡Tómalo, es tuyo! Lo he hecho especialmente para ti, póntelo. Me basta saber que te gusta y que me lo agradeces". ¿No lo consideraríais un auténtico golpe de fortuna, mujeres? Y sin embargo, ¡qué es un vestido, aunque esté cuajado de diamantes, en comparación con estas ropas de salvación y con este manto de justicia, como lo llama la Escritura en Isaías! Brillará y nos hará brillar por toda la eternidad. Con este traje de boda entraremos en el Reino celeste y nos sentaremos al banquete de bodas del Cordero.

Pero tratemos de ver dónde se basan unas afirmaciones tan atrevidas. Algunos cristianos tienen miedo y piensan: "este es un discurso demasiado atrevido, es un poco protestante". No, hermanos católicos, ¡no es protestante! ¡Esto es un mensaje católico! Veamos, por lo tanto, dónde se basan estas afirmaciones tan atrevidas. Sabemos que lo que es de Cristo es más nuestro que lo que es nuestro. ¿Por qué? Por el hecho de que, debido a nuestro Bautismo, "nosotros pertenecemos a Cristo, dice S. Pablo, más que a nosotros mismos". No somos nuestros, dice Pablo, pertenecemos a Cristo, que nos ha rescatado con su Sangre. Ahora, también recíprocamente, si nosotros pertenecemos a Cristo más que a nosotros, recíprocamente Cristo nos pertenece y es más íntimo a nosotros que nosotros mismos ¿vale? Parece exagerado y demasiado atrevido lo que estamos diciendo. Escucha entonces lo que dice S. Bernardo que es un doctor en la Iglesia: "Yo usurpo de las entrañas del Señor lo que me falta (lo que me falta, en cuanto a santidad), pues sus entrañas rebosan misericordia. Luego mi único mérito es la misericordia del Señor. No puedo ser pobre en méritos si Él es rico en misericordia. Y si la misericordia del Señor es grande, como dice un Salmo, muchos serán mis méritos. ¿Cantaré acaso mi justicia, Señor? ¡Oh, Señor, yo recordaré sólo tu justicia, porque también es mía. A Ti te ha constituido Dios fuente de justicia para mí!". ¡Aleluya!

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Pero, mucho antes que S. Bernardo, otro dio este "golpe de mano", un apóstol: Pablo. En la carta a los Filipenses, él describe su vida antes y después de su encuentro con Cristo. Dice: "Circuncidado el octavo día, del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo e hijo de hebreos, y en cuanto a la Ley fariseo; en cuanto al celo, perseguidor de la Iglesia; en cuanto a la justicia de la Ley, intachable". En la Biblia JUSTICIA es sinónimo de SANTIDAD. Saulo era, pues, uno que trataba de hacerse santo con sus propias fuerzas, con la observancia de la Ley. Era incluso un hombre irreprensible. Pero un día encontró a Cristo resucitado y oigamos qué le ocurrió: "Pero lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo. Y más aún, juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas y las tengo por basura para ganar a Cristo y ser hallado en El, no con la justicia mía, la que viene de la Ley, sino la que viene por la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios apoyada en la fe". (Filipenses, cap. 3, 7-9).

Pablo ha dado el "golpe de mano", ha arrojado su pequeña santidad y se ha apresurado a apoderarse de la gran santidad de Cristo. Imaginemos a un hombre que camina de noche, a través de un bosque, a la débil luz de una candela; tiene cuidado de que no se apague, porque es todo lo que tiene para abrirse camino... Sigue avanzando y llega el alba, en el horizonte surge el sol..., su candela palidece cada vez más, hasta que no se da cuenta siquiera de que la lleva en la mano y la arroja. Así le ocurrió a Pablo. La candela o el pabilo vacilante era para él su justicia. Un buen día apareció en el horizonte de la vida de Pablo (y también en nuestra vida) el Sol de Justicia e inmediatamente su justicia le pareció pérdida, basura... Desde aquel momento, ya no quiso ser hallado con "su santidad" sino con la de Cristo.

Si nos hemos dado cuenta, hermanos, el apóstol nos ha desvelado también cómo se da este "golpe de mano", dónde está el secreto. Está en la fe. La santidad de Cristo se nos transmite por contacto, algo así como sucede con la energía eléctrica. La energía eléctrica se transmite sólo por contacto, puede pasar muy cerca de mí, pero si no la toco, no recibo la sacudida. ¡Tengo que tocarla! Así es la santidad de Cristo, tenemos que tocarla, tener contacto. Ahora bien, el contacto con Cristo se hace a través de la fe. Decía S. Agustín: "Toca a Cristo quien cree en Cristo".

Un segundo medio, estrechamente ligado a la fe, son los Sacramentos, especialmente uno, la Eucaristía. En ella entramos en un contacto, no solo espiritual, sino también real con Cristo, que es la fuente misma de la santidad. Decía un Padre oriental: "En la Eucaristía Cristo se entrega a nosotros y se funde con nosotros, cambiándonos y transformándonos en Sí como una gota de agua en un océano infinito de ungüento perfumado. Tales son los efectos que pueden producir este ungüento en quienes lo encuentra. No solo nos perfuma simplemente, sino que transforma su misma sustancia en el perfume de aquel ungüento, y nosotros nos convertimos en el buen olor de Cristo".

Pero no tenemos que quedarnos en vaguedades, la santidad de Cristo nos transmite el Espíritu Santo, es el Espíritu Santo la santidad de Cristo. Decir que participamos en la santidad de Cristo es como decir que participamos del Espíritu de Cristo, dice S. Juan en su primera carta: "En esto conocemos que permanecemos en Él y Él en nosotros, en que nos ha dado su Espíritu".

Y ahora, el TERCER y último momento. El tercer momento es el de la imitación:

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Os recuerdo: 1. LA CONTEMPLACIÓN. 2. LA APROPIACIÓN. 3. LA IMITACIÓN

La Biblia nos habla de santidad, a veces en indicativo y a veces en imperativo. En ocasiones dice: "Vosotros sois santos", que es un indicativo. O bien: "Habéis sido santificados", que de nuevo es un indicativo. Ahora, en cambio, nos dice: "Sed santos", que es un imperativo.

Nuestra santificación se presenta en unas ocasiones como algo ya realizado, y en otras como algo que se ha de realizar. Unas veces como un DON y en otras como un DEBER. Hay un texto en el que el apóstol Pablo define a los cristianos al inicio de la primera carta a los Corintios:

"Los cristianos son los santificados en Cristo Jesús y llamados a ser santos".

Al mismo tiempo, pues, nosotros somos santificados y santificandos. No se podría decir de un modo más claro que, con respecto a la santidad, hay una parte que nos corresponde a nosotros. Veamos en qué consiste este deber nuestro de hacernos santos y cómo se puede adquirir o aumentar la santidad recibida en el Bautismo.

Se suele decir que la santificación del hombre consiste en HACER LA VOLUNTAD DE DIOS, que la voluntad de Dios es una especie de principio formal de la santidad, se decía en lenguaje escolástico. Y que, por ello, el grado de santidad de una persona se mide por el grado de conformidad a la voluntad de Dios. Esto es certísimo. Pero ¡qué difícil es para nosotros conocer la voluntad de Dios y qué fácil es confundir nuestra voluntad con la de Dios y salir todo el tiempo "con la suya"! Pero Dios ha salido a nuestro encuentro, ha manifestado de una vez para siempre toda su voluntad en Jesús. Se puede decir que Él ha impreso ante nuestros ojos todo lo que tenemos que hacer: es imitarlo. La imitación de Cristo es ahora la regla fundamental y la vía para hacerse santos. Por eso he dicho que el tercer momento es el momento de la imitación, de la imitación de Cristo, hermanos y hermanas.

Después de haber CONTEMPLADO la santidad de Cristo y después de habernos APROPIADO de ella en la fe, nos falta IMITARLA, y esta es la tarea de toda la vida, no ciertamente de dos días de una Asamblea Nacional.

Una autora ha escrito: "Como la edad media se había desviado cada vez más a acentuar el lado de Cristo como MODELO, modelo que se tiene que imitar, Lutero acentuó el otro lado afirmando que Jesús es el DON y que sólo a la fe corresponde aceptar este don". Una contraposición radical: Jesús como modelo a imitar. La reacción de Lutero: No, Jesús es un don que se recibe simplemente extendiendo la mano. Pero ahora ha llegado el tiempo, hermanos, de superar estas viejas contraposiciones entre los cristianos, entre fe y obras, para realizar finalmente la síntesis católica y ecuménica. Jesús es, al mismo tiempo, el DON que se ha de recibir mediante la fe y el MODELO que hay que imitar en la vida.

Jesús mismo nos empuja a ello cuando dice: "Aprended de Mí". Y Pablo nos lo recuerda cuando escribe: "Sed, pues, imitadores de Dios como hijos queridos y vivid en el amor", porque el amor es el objeto principal de la imitación.

No se trata de añadir a la santidad recibida en el Bautismo y en la Eucaristía una santidad diversa, hemos dicho que sobre la santidad no se puede escribir "producción propia", no hay santidad de "producción propia". Por lo tanto, no se trata

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de añadir algo a la santidad recibida. Lo que tenemos que hacer es conservar y desarrollar la santidad que hemos recibido. "Es necesario -dice el texto del Concilio Vaticano II que hemos recordado - que con la ayuda de Dios, los cristianos conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron". Nuestra aportación personal a la santidad es, sobre todo, de orden negativo. No consiste en añadir algo a la santidad de Cristo, sino en eliminar algo, eliminar los obstáculos que impiden en nosotros que la santidad de Cristo aparezca.

La santidad es semejante a la escultura. Miguel Ángel, que además de ser pintor era escultor, dijo que la escultura es el arte de quitar. Todas las otras artes se practican añadiendo algo, el color sobre la tela en la pintura, una piedra a otra en la arquitectura, un sonido a otro en la música; sólo la escultura se practica quitando, haciendo caer los pedazos inútiles para que surja la obra de arte. El escultor no añade nada, sólo quita. Se cuenta que un día Miguel Ángel, paseando por un jardín de Florencia, vio un bloque de mármol informe, sucio y abandonado y semienterrado. Se paró de repente como si hubiese visto a alguien, y a los que estaban con él les dijo: "En ese bloque está encerrado un ángel, quiero sacarlo". Y agarró el cincel para esculpir un ángel. También Dios nos mira, hermanos, tal como somos, semejantes a aquel bloque de piedra tosco y anguloso, al menos a mí, y dice: "Ahí dentro hay escondida una criatura maravillosa, está la imagen de mi Hijo Jesús, quiero sacarla a la luz". En este momento, Dios Padre mira a cada uno de nosotros y dice: "En esta persona, bajo esta apariencia, está escondida la imagen de mi Hijo; quiero sacarla".

Y ¿qué hace Dios cuando quiere sacar la imagen de su Hijo? ¿Cuál es el cincel de Dios? La cruz. Por esto tenemos que hablar un poco de mortificación. "Si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis" dice Pablo. La mortificación es también obra ella del Espíritu Santo. Si con el Espíritu Santo hacéis morir o mortificáis las obras del cuerpo viviréis, pero aquí hay lugar para nuestra libertad, nuestro compromiso. Estamos llegando a algo muy concreto, hermanos, se decide aquí quién llegará y quién no llegará a la santidad.

Las obras de la carne que hay que mortificar las encontramos en la carta de S. Pablo a los Gálatas. La tradición las ha resumido en los famosos siete vicios capitales que, por supuesto, "nadie de entre nosotros conoce ni sabe qué son" y por eso voy a repetirlos: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia, pereza. Aquí tenemos nuestro campo de trabajo, los pedazos inútiles que hemos de eliminar día tras día. Hemos visto que en su significado más antiguo la palabra SANTO quiere decir SEPARADO, y nosotros debemos separarnos de nosotros mismos, de nuestras tendencias malas, de la carne y del mundo. La Escritura liga esta separación del mundo con la santidad: "Como hijos obedientes – dice - no os conforméis con las apetencias de antes, más bien, así como el que os ha llamado es Santo, así también vosotros sed santos en toda vuestra conducta".