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Revista fundada en 1953 poR el pRofesoR MaRiano BaqueRo Goyanes

Monográficos de Monteagvdo 1. 1996. «Del cuento a la novela corta» Coordinadores: Ana L. Baquero Escudero y Manuel Martínez Arnaldos 2. 1997. «Teatro y sociedad» Coordinador: Mariano de Paco 3. 1998. «Epistolarios y Literatura del siglo xx» Coordinador: Francisco Javier Díez de Revenga 4. 1999. «El cuento hispanoamericano» Coordinador: Victorino Polo García 5. 2000. «Ángel Valbuena Prat y la historiografía literaria española» Coordinador: José María Pozuelo Yvancos 6. 2001. «El teatro español durante el siglo xx» Coordinador: César Oliva 7. 2002. «Revistas literarias y Literatura del siglo xx» Coordinador: Francisco Javier Díez de Revenga 8. 2003. «Retórica y Discurso» Coordinadores: Abraham Esteve Serrano y Francisco Vicente Gómez 9. 2004. «Cien años con Neruda» Coordinador: Vicente Cervera Salinas 10. 2005. «El Quijote» Coordinadores: Ana L. Baquero Escudero y Francisco Florit Durán 11. 2006. «El teatro español ante el siglo xxi» Coordinadores: Mariano de Paco y Virtudes Serrano 12. 2007. «Centenario de El Cuento Semanal» Coordinador: Manuel Martínez Arnaldos 13. 2008. «Poesía española del siglo xxi» Coordinadores: Francisco Javier Díez de Revenga y Luis Bagué Quílez 14. 2009. «Bienvenido, Onetti (1909-2009)» Coordinador: Vicente Cervera Salinas 15. 2010. «Miguel Hernández, cien años después (1910-2010)» Coordinadores: Francisco Javier Díez de Revenga y Mariano de Paco 16. 2011. «Domingo Faustino Sarmiento en su bicentenario (1811-2011)» Coordinador: Vicente Cervera Salinas 17. 2012. «Menéndez Pelayo, cien años después (1912-2012)» Coordinadores: Francisco Javier Díez de Revenga y Francisco Florit Durán 18. 2013. «Poéticas de la brevedad» Coordinadores: Abraham Esteve y Francisco Vicente 19. 2014. «La Primera Guerra Mundial y el acontecer literario en España: 1914» Coordinadores: Manuel Martínez Arnaldos y Carmen M. Pujante Segura 20. 2015. «El Quijote (II) cuatrocientos años después (1615-2015)» Coordinadores: Ana L. Baquero Escudero y Francisco Florit Durán

Revista fundada en 1953 poR el pRofesoR MaRiano BaqueRo Goyanes

3.ª Época, n.º 20, 2015

el quijote (ii)cuatRocientos años despuÉs

(1615-2015)

MonoGRáfico cooRdinado poR

ana l. BaqueRo escudeRo

fRancisco floRit duRán

Revista de liteRatuRa española, HispanoaMeRicana,teoRía de la liteRatuRa y liteRatuRa coMpaRada

univeRsidad de MuRcia

3ª ÉPOCA, Nº 20-2015

Consejo de Dirección: Francisco Javier Díez Revenga, Mariano de Paco y José María Po-zuelo Yvancos.

Secretario de Redacción: Francisco Florit Durán.

Consejo de Redacción: Vicente Cervera, Mª Carmen Hernández, Abraham Esteve, Ana L. Baquero, Francisca Franco, Manuel Martínez Arnaldos, César Oliva, Victorino Polo, Sagrario Ruiz, Eloy Sánchez Rosillo, Francisco Vicente.

Consejo Asesor: T. Albaladejo Mayordomo (Universidad Autónoma de Madrid), T. Barrera (Universidad de Sevilla), J. L. Bernal Salgado (Universidad de Extremadura), J. Canavaggio (Universidad de París X), J. Cano Ballesta (Universidad de Virginia), F. Díaz de Castro (Universidad de las Islas Baleares), J. M. Díaz de Guereñu (Uni-versidad de Deusto), A. García Berrio (Universidad Complutense de Madrid), J. M. Ginesta (Universidad de Orleans), G. Morelli (Universidad de Bergamo), J. Neira Jiménez (UNED).

Comité de Honor: Gonzalo Sobejano, Mario Vargas Llosa.

Coordinación del monográfico: Ana L. Baquero Escudero y Francisco Florit Durán Cubierta: Portada del Quijote de 1615. Madrid, Juan de la Cuesta.

La revista tiene carácter anual.Dirección Científica: Departamento de Literatura Española y Teoría de la Literatura y Litera-

tura Comparada. Universidad de Murcia.

Dirección Administrativa (para pedidos y suscripciones): Servicio de Publicaciones, Uni-versidad de Murcia, Aptdo. 4021, 30080 Murcia (España). Tlf: 968 363012, Fax: 968 363414

ISSN: 0580-6712Depósito Legal: MU-15-1958Imprime: Servicio de Publicaciones, Universidad de Murcia,Edifico Pléiades. Campus de Espinardo. 30100 Murcia.

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Índice

MONOGRÁFICO: El Quijote (II) Cuatrocientos años después (1615-2015)

ANA L. BAQUERO ESCUDERO-FRANCISCO FLORIT DURÁNCuatrocientos años después ............................................................................. 13

JEAN CANAVAGGIODon Quijote, «loco bizarro» ............................................................................ 15

RUTH FINEA vueltas con el parlamento de Ricote (Quijote II, 54): de la conversión y otras paradojas .......................................................................................................... 29

LUIS GÓMEZ CANSECO Los membrillos de Cervantes .......................................................................... 41

SANTIAGO LÓPEZ NAVIACide Hamete Benengeli y la conciencia de la historia en Al morir don Quijote de Andrés Trapiello .............................................................................................. 55

EMILIO MARTÍNEZ MATAEl Caballero del Verde Gabán como modelo de vida ...................................... 73

FELIPE B. PEDRAZA JIMÉNEZCervantes y Avellaneda: historia de una enemistad (primera parte) .............. 105

JOSÉ MARÍA POZUELO YVANCOSEntre socarrones anda el juego (Quijote, II, 3) .............................................. 123

VARIA

MIGUEL ÁNGEL GARCÍA Cómo enseñar los clásicos. Fundamentos (azorinianos) para la docencia de la literatura española .......................................................................................... 135

8

PABLO ROJASFieles al presente. Cartas intercambiadas entre Guillermo de Torre, Norah Bor-ges, Carmen Conde y Antonio Oliver ............................................................ 161

JUAN JOSÉ LANZGerardo Diego y Blas de Otero, entre Santander y Bilbao ........................... 213

INMACULADA RODRÍGUEZ-MORANTAIncidencia del formalismo de Dámaso Alonso en Dinámica de la poesía (1952-1966) de Joan Ferraté ..................................................................................... 237

IOANNIS ANTZUS RAMOSLa política estética de Guillermo Sucre ......................................................... 255

JOSÉ BELMONTE SERRANO-LAURA SANFELICIEscenarios de Madrid en los tiempos del Capitán Alatriste ........................... 267

LIBROS

ANA L. BAQUERO ESCUDERO Un viaje por la España de Cervantes a través de su obra literaria ................. 285

ANA PEÑAS RUIZCervantes ad infinitum ................................................................................... 291

FRANCISCO JAVIER DÍEZ DE REVENGACosecha. Antología de la lírica castellana ..................................................... 299

SONIA BETANCORTBorges: otro sentido para la vanidad y el egoísmo ........................................ 303

LUIS BAGUÉ QUÍLEZPalabras en el tiempo ..................................................................................... 309

FRANCISCO JAVIER DÍEZ DE REVENGALos años norteamericanos de Luis Cernuda .................................................. 313

9

BERTA GUERRERO ALMAGROSur y el esplendor de la cultura ...................................................................... 319

ALBA SAURA CLARESRedescubriendo Sur: interculturalidad, ensayo y traducción ......................... 323

DAVID GONZÁLEZ RAMÍREZVida y pasión de la Editorial Gustavo Gili .................................................... 327

ANA CÁRCELES ALEMÁNDionisia García: Homenaje debido ................................................................ 335

SIMONE TRECCAUna obra emblemática de Alfonso Sastre para el público italiano ................ 341

ANTONIO MORENO AYORAFernando de Villena, ensayista ...................................................................... 345

DIONISIA GARCÍA Cisne esdrújulo .............................................................................................. 351

CARMEN M. PUJANTE SEGURAPor qué poesía al final de la vida: Parecían cosas escondidas para siempre y Tri-logía Cabarna, de José Luis Molina .............................................................. 353

JUAN DE DIOS TORRALBO CABALLERO Cincuenta poetas dignos del Parnaso ............................................................. 359

DIONISIA GARCÍALa campana rasgada ....................................................................................... 365

MANUEL VALERO GÓMEZ Sergio Arlandis y sus contexturas poéticas sobre el amor y la distancia ....... 367

Monográfico

3.ª Época – N.º 20. 2015 – Págs. 13-14

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cuatrocientos años después

ana l. BaqueRo escudeRo

fRancisco floRit duRán

Universidad de Murcia

Si en 2005 Monteagudo celebraba la conmemoración del IV Centenario de la Primera parte del Quijote, con un monográfico dedicado a Cervantes, ahora, en 2015, no puede dejar de sumarse a los homenajes surgidos para celebrar el Centenario de la parte Segunda. No cabe duda de que en este apretado intervalo de fechas que reúne los años 2015, 2016 y 2017, el cervantismo internacional se ve, irremediablemente, movilizado para rendir su tributo histórico al escritor que continúa ostentando, sin lugar a dudas, el primer lugar en el canon de la literatura española.

Surgida diez años después de la Primera parte –y, no en balde, su tardanza posibi-litó la publicación de la continuación apócrifa-, este Quijote de 1615 refleja, como la crítica comúnmente admite, la plenitud y conseguida madurez del escritor. El trans-curso de tan prolongado lapso temporal y la consciencia de la favorable recepción de su obra no cabe duda de que actuaron de eficaces revulsivos, para que Cervantes emprendiera el proyecto de su continuación de manera bien distinta. La búsqueda de una mayor perfección en la estructuración de la historia y conformación del dis-curso novelesco, su certeza y confianza en la configuración de los protagonistas y, en general, la intensificación de su conciencia y rigor crítico como creador literario –amén de los efectos del texto de Avellaneda– aparecen genialmente reunidos en la que puede considerarse su obra maestra. En ella, como viene señalando la crítica, Cervantes erige como foco principal del relato a la pareja protagonista y si bien se continúa apreciando la práctica de inserción de historias episódicas, la forma en que estas se imbrican en la acción primera resulta mucho más conseguida. De otro lado, a lo largo de la continuación la personalidad de D. Quijote ofrece, sin duda alguna, grandes divergencias respecto a la parte Primera, constituyéndose, asimismo, como otro de los grandes logros de este nuevo texto, la manera en que aparece incorpora-da en la propia ficción novelesca la obra de 1605. En suma, puede señalarse que la condición como escritor moderno de Cervantes alcanza en esta parte Segunda su más logrado testimonio.

Con el presente monográfico la revista Monteagudo quiere, pues, rendir también homenaje al gran escritor alcalaíno. En el mismo encontrará el lector los nombres

ana l. BaqueRo escudeRo - fRancisco floRit duRán

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de algunos de los más destacados estudiosos de Cervantes, del panorama crítico actual. A todos ellos queremos expresarles, desde estas líneas, nuestro más profundo agradecimiento por la buena acogida a nuestro llamamiento y por su desinteresada colaboración. Gracias a ellos Monteagudo ofrece un número monográfico, en fecha tan destacada como 2015, que aspira a convertirse en muestra del reconocimiento y deuda con Cervantes, heredados por el hispanismo presente de una dilatada tradi-ción filológica. Pese al tiempo transcurrido desde que el escritor publicara la genial continuación del Quijote parece justo que también quienes vivimos estos inicios del siglo XXI sumemos nuestras voces a las de todos aquellos que, en distintas épocas y desde las culturas más diversas, han rendido homenaje al más genial escritor de nuestras letras.

don Quijote, «loco bizarro»

jean canavaGGio

Université de Paris Ouest Nanterre

Cuando, en el capítulo XVIII de la Segunda parte del Quijote, el ingenioso hidal-go decide descansar de sus trabajos en casa del Caballero del Verde Gabán, pronto sorprende a sus moradores por su aspecto y su indumentaria. Sin embargo, una vez superada la primera sorpresa, no tarda en dar al hijo de su huésped, el joven don Lorenzo, algunas muestras de su «rara habilidad y sutil ingenio».1 Al menos en tanto que discurre con él de poesía y poetas; pero, en cuanto don Lorenzo, previamente avisado por su padre, orienta la conversación hacia la existencia de los caballeros andantes, don Quijote se empeña en persuadirle de que los hubo y los hay, y conclu-ye declarándole que va a rogar al cielo que le dé a conocer su utilidad. Basta con que se lo diga para que don Lorenzo revise su opinión, sin llegar por ello a desvelar su

1 Cervantes, Don Quijote de la Mancha, ed. del Instituto Cervantes (1605-2005) dirigida por Fran-cisco Rico, Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de lectores/Centro para la Edición de Clásicos Españoles, 2005, pág. 843.

RESUMEN:

En el capítulo XVIII de la Segunda parte del Qui-jote, don Quijote quiere persuadir a don Lorenzo de que hubo y hay caballeros andantes. «Esca-pado se nos ha nuestro huésped», dice entonces entre sí don Lorenzo, «pero, con todo eso, él es loco bizarro, y yo sería mentecato flojo si así no lo creyese». El significado exacto de «bizarro» se examina aquí dentro del contexto de la aven-tura de los leones, así como a la luz de las varias traducciones francesas que se dieron de esta voz desde 1618 hasta ahora.

PALABRAS CLAVES:

Bizarro, Cervantes, Don Quijote

RÉSUMÉ:

Au chapitre XVIII de la Seconde partie de Don Quichotte, don Quichotte prétend persuader don Lorenzo de l’existence des chevaliers errants, ce qui provoque un aparté de son interlocuteur «Es-capado se nos ha nuestro huésped [...], pero, con todo eso, él es loco bizarro, y yo sería mentecato flojo si así no lo creyese». Le sens exact de biza-rro est examiné ici dans le contexte de l’aventure des lions, ainsi qu’à la lumière des différentes traductions françaises qui ont été données de ce qualificatif depuis 1618 jusqu’à nos jours.

MOTS CLÉS:

Bizarro, Cervantès, Don Quichotte.

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3.ª Época – N.º 20. 2015 – Págs. 15-27

jean canavaGGio

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pensamiento: «Escapado se nos ha nuestro huésped –dijo a esta sazón entre sí don Lorenzo–, pero, con todo eso, él es loco bizarro, y yo sería mentecato flojo si así no lo creyese». 2 François de Rosset, primer traductor al francés, en 1618, de la Segunda parte –la Primera lo fue por César Oudin en 1614– traduce de este modo: «Nos-tre hoste, dit alors entre ses dents Dom Lorenço, s’est maintenant eschappé: Mais avec tout cela, [c’] est un plaisant fol, & je serais un sot badaud si je ne le croyois ainsi».3 Rosset nunca aspiró a ser fiel al original, como mostró Maurice Bardon4, y se comprende por qué Jean Cassou, en 1949, al retomar corrigiéndolas las versiones respectivas de los primeros traductores, no lo siguió en este particular, dado que «bi-zarro», en español, nunca quiso decir «plaisant». De ahí la enmienda que propone: «Notre hôte, dit alors entre ses dents don Lorenzo, s’est maintenant échappé; mais avec tout cela, c’est un fou généreux, et je serais un sot imbécile si je ne le croyais ainsi». 5 Aline Schulman, cuya versión, editada en 1997, fue pensada, nos dice, para el lector de hoy, le pisa en los talones: «Allons, le voilà parti ! pensa don Lorenzo de son hôte. Mais c’est un fou généreux, et je serais moi-même un sot bien mesquin de ne pas le reconnaître».6

«Un fou généreux?» El lector actual corre el riesgo de equivocarse, si no repara en el primer significado que tenía «généreux» en el siglo XVII, procedente del latín generosus («noble», «de ilustre prosapia»); un significado que Xavier de Cardaillac, en 1924, parece haber recordado: «Voici que notre hôte bat la campagne, se dit en lui-même don Lorenzo, mais, malgré tout, c’est un noble fou, et je serais, moi, un vil insensé si je n’en jugeais pas ainsi».7 En el caso de Alonso Quijano, se trata por supuesto, de una nobleza conseguida por la valentía, y no heredada por la sangre, ya que un hidalgo de aldea no tenía derecho al «don» reservado a los grandes, títulos y caballeros, lo cual no le impidió bautizarse don Quijote de la Mancha. Este signi-ficado, además, es el que sobreentiende la primera acepción que da de «bizarro» el Diccionario de Autoridades, editado entre 1726 y 1739: «alentado, gallardo, lleno

2 Don Quijote de la Mancha, ed. cit., pág. 846 (En adelante DQ). 3 Cervantès, Seconde partie de L’Histoire de L’Ingénieux et Redoutable Chevalier Dom Quixote de la

Manche [...] traduite fidellement en nostre langue par F. de Rosset, (citamos por la ed. de Rouen, Jean Berthelin, 1646, pág. 192).

4 Maurice Bardon, Don Quichotte en France au XVIIe et au XVIIIe siècle, Paris, Champion, 1931, págs. 23-54.

5 Cervantès, Don Quichotte. Nouvelles exemplaires, édition établie, revue et annotée par Jean Cassou, Paris, Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, 1949, pág. 651.

6 Cervantès, L’Ingénieux Hidalgo Don Quichotte de la Manche, trad. de Aline Schulman, tome II, Paris, Seuil, 1997, pág. 132.

7 Cervantès, L’Ingénieux Hidalgo Don Quichotte de la Manche, Seconde partie, trad. de Xavier de Cardaillac, Toulouse, E. Privat, 1926, pág. 211.

Don Quijote, «loco bizarro»

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de noble espíritu, lozanía y valor», una acepción que recoge también César Oudin, autor de un famoso Tesoro de las dos lenguas, española y francesa, que publicó en 1607, antes de poner en el telar la primera traducción francesa de la Primera parte. Oudin, en efecto, da «brave» como primera acepción de «bizarro». En otros términos, si bien es verdad que don Lorenzo contempla a un loco en la persona de don Quijote, no parece regatearle el valor que le reconoció su padre en la aventura de los leones ocurrida poco antes. Ahora bien ¿es este significado el que conservan otros traductores más próximos a nosotros? Louis Viardot, cuya versión se remonta a 1837, traduce así: «Voilà que notre hôte nous échappe, s’écria tout bas don Lorenzo; mais pourtant c’est un fou remarquable, et je serais moi-même un sot de n’en pas avoir cette opinion».8 Esta vez, es la segunda acepción de «bizarro» la que parece haber sido elegida, aquélla que el Diccionario de Autoridades traduce por «lucido», aunque Viardot se aplica a adaptarla al personaje y al contexto.

Pasemos por alto el error cometido en 1935 por Francis de Miomandre en una traducción estimable9, para examinar la solución elegida hace seis años por Jean-Raymond Fanlo, el último de quienes han acometido, este trabajo: «Notre hôte s’est échappé, se dit alors don Lorenzo. Tout de même, c’est un fou bigarré, et moi je serais un benêt paresseux si je ne le considérais pas ainsi».10 Su propuesta contrasta con las anteriores, hasta tal punto que Fanlo ha querido justificarla en una nota:

Nouvelle insistance sur la nature mixte de la folie de don Quichotte, mêlée de sages-se. Bigarré: bizarro. Bizarre et bigarré sont souvent confondus. Covarrubias [auteur du Tesoro de la lengua castellana o española, paru en 1611, entre les deux parties de Don Quichotte] rapproche les deux mots (entrée Bizarría). Aubigné qualifie de bizarres les vêtements chamarrés des courtisans (Les Tragiques, II, v. 209 [...]) et, au début du Licen-cié Vitré [autrement dit la nouvelle intitulée Le Licencié de Verre], un gentilhomme est vêtu bizarramente parce qu’il est capitaine d’infanterie: il porte les habits multicolores des soldats.11

8 Cervantès, L’Ingénieux Hidalgo Don Quichotte de la Manche, trad. de Louis Viardot, tomo II, Paris, Garnier-Flammarion, 1969, pág. 126.

9 «Oh! cette fois, pensa Lorenzo, notre hôte s’est échappé. Mais enfin, ce n’est qu’un doux maniaque, et je serais moi-même un pauvre idiot si je pensais autrement (Cervantès, Don Quichotte, trad. de Francis de Miomandre, Paris, Laffont, reed. Yves Roullière, coll. «Bouquins», 2011, pág. 624).

10 Cervantès, Don Quichotte, traduction, présentation et édition de Jean-Raymond Fanlo, Paris, La Pochothèque, Le Livre de Poche, 2008, pág. 778.

11 Cervantès, Don Quichotte, ed. cit., pág. 778, n. 1. Semejante indumentaria era corriente en una época en que los soldados no llevaban un uniforme que los diferenciara de sus enemigos.

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Esta solución no carece de interés, pero, para beneficiarse de una interpretación correcta, requiere unas aclaraciones a pie de página; además, como veremos más adelante, no es cierto que se le pueda seguir en este camino.

Si Covarrubias se limita a explicar que «bizarro» quiere decir «vestido de diver-sos colores», Oudin incluye la misma acepción en la lista de equivalencias que nos da: «brave, galant, magnifique et pompeux en habits, bigearre, bigarré, bragard». El Diccionario de Autoridades, aunque posterior en más de un siglo, le da la ra-zón. «Bizarro», si hemos de creerlo, quiere decir también «muy galán, espléndido y adornado»; y su derivado «bizarría», que tiene como primer significado «genero-sidad de ánimo, gallardía, denuedo, lozanía y valor», ha cobrado posteriormente el de «esplendor en el porte, adorno y gala, así en lo que mira a la persona, como de la familia y casa de uno». En la misma línea, la «bizarría» designa, según el contexto, o bien el valor y la valentía, o bien la gallardía. Se trata de una voz procedente del ita-liano «bizzarro», registrada ya en 1330 como equivalente de «colérico», «irritable». Atestiguada en castellano en 1569, con el significado de «valiente», «audaz», sólo después viene a ser sinónimo de «gallardo», «apuesto». Aparece en francés por las mismas fechas, al menos en la forma que conocemos.12 Quiere decir entonces «extra-vagante», «singular», y luego, en un segundo momento, «caprichoso», «irregular».

¿Cuál es el uso que Cervantes hace de este vocablo y, más precisamente de las varias ocurrencias de «bizarro» que encontramos en sus obras? Carlos Fernández Gómez, en su Vocabulario de Cervantes, recoge cinco de ellas, además de la que es objeto de nuestra investigación.13 No hace al caso examinarlas una tras otra, pero cabe señalar que todas remiten a tres de las acepcìones dadas por Oudin: «galant, magnifique et pompeux en habits», teniendo en cuenta que, según el contexto, las connotaciones de estos calificativos son a veces positivas, otras veces negativas14. 12 Atestiguado antes de 1544 a través del sustantivo «bigearre» y del adjetivo «bigarre», está

documentado en 1555 como «bizerre», así como en 1572 en su forma actual. Tal vez pudo haber ocurrencias anteriores de «bizarre», en particular por parte de Étienne Pasquier, como me señala Jean Céard, caso de que se redactaran antes de esta fecha las cartas donde figura esta voz.

13 Carlos Fernández Gómez, Vocabulario de Cervantes, Madrid, Real Academia Española, 1962, pág. 139 b.

14 En El Casamiento engañoso, don Lope Meléndez de Almendárez aparece «no menos bizarro que ricamente vestido de camino» (Cervantes, Novelas ejemplares, ed. de J. García López, Barcelona, Crítica, 2001, pág. 529). Esta connotación positiva no se encuentra en el capítulo XIX de la Segunda parte del Qujote, en el momento en que el caballero, convidado a las bodas de Camacho, contempla lo que pasaría, si a la voluntad de las hijas quedase escoger los maridos: «Tal habría que escogiese al criado de su padre, y tal al que vio pasar por la calle, a su parecer, bizarro y entonado» (Cervantes, DQ, pág. 856). La misma se nota en el Persiles, cuando Antonio de Villaseñor, en el capítulo V del Libro primero, es llamado «bizarro» por un caballero que pretende que le ha faltado al respeto; también en La Gitanilla, donde Andrés da muerte al sobrino del alcalde, un «soldado bizarro»; finalmente, en

Don Quijote, «loco bizarro»

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Volviendo al diálogo entre don Lorenzo y don Quijote, resulta que si el joven poeta no dudó en acorralar a su huésped, es porque quiso ir más allá de una primera impre-sión. Al principio del capítulo, en cuanto se le aparece nuestro hidalgo, confiesa sus dudas a su padre: «¿Quién diremos, señor, que es este caballero que vuesa merced nos ha traído a casa? Que el nombre, la figura y el decir que es caballero andante, a mí y a mi madre nos tiene suspensos». Y don Diego no sabe qué contestarle:

No sé lo que te diga, hijo –respondió don Diego–; sólo te sabré decir que le he visto hacer cosas del mayor loco del mundo y decir razones tan discretas, que borran y deshacen sus hechos: háblale tú y tómale el pulso a lo que sabe, y, pues eres discreto, juzga de su dis-creción y tontería lo que más puesto en razón estuviere, aunque, para decir verdad, antes le tengo por loco que por cuerdo.15

Caso de conformarnos con esta respuesta, así sería la «bizarría» de don Quijote, observada por don Diego en la aventura de los leones y comprobada por su hijo poco después. Ahora bien, ¿será que don Lorenzo supo tomar la cabal medida de la perso-nalidad, algo compleja de nuestro loco bizarro? Para saber a qué atenernos, convie-ne recordar las circunstancias en las que el ingenioso hidalgo conoció al Caballero del Verde Gabán. Su encuentro ocurre en el momento en que don Quijote acaba de vencer al Caballero del Bosque, también llamado Caballero de los Espejos y cree ser entonces «el caballero andante más valiente que tenía en aquella edad el mundo».16 Bastaría este triunfo para asentar su fama de «bizarro», en la primera acepción del término, si no se le ocurriera fijarse en un detalle que le agua la fiesta: al alzar la visera de su adversario caído por el suelo, acaba de descubrir al bachiller Sansón Carrasco, disfrazado de caballero andante para vencer a su vecino en combate sin-gular y obligarle a deponer las armas. Como no puede caber, declara don Quijote, que el bachiller viniese como caballero andante a pelear con él, ya que nunca ha sido su enemigo y nunca hizo profesión de las armas para tener envidia a la fama que él mismo por ellas ha ganado, no puede sino tratarse, una vez más, de un «artificio y traza [...] de los malignos magos» que le persiguen.17

Rinconete y Cortadillo, cuando dos miembros de la cofradía de Monipodio resultan ser «dos bravos y bizarros mozos». «Bizarramente» y «bizarría», que también se encuentran en Cervantes, pertenecen al mismo campo semántico.

15 DQ, pág. 843. 16 DQ, pág. 817.17 DQ, pág. 818.

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Es en aquel momento cuando lo alcanza don Diego en el camino. «Admirándose del rostro y la postura de don Quijote», el recién llegado se sorprende «de la longura de su caballo, la grandeza de su cuerpo, la flaqueza y amarillez de su rostro, sus ar-mas, su ademán y compostura, figura y retrato no visto por luengos tiempos atrás en aquella tierra».18 Nada justifica, por consiguiente, que se pueda llamar «bizarro» a nuestro caballero, si se le da el significado de «elegante», a diferencia de don Diego quien, en cambio, se ofrece a nuestras miradas «vestido un gabán de paño fino ver-de, jironado de terciopelo leonado».19 El Caballero de la Triste Figura20 repara en el asombro del hombre del Verde Gabán y, sin tardar, le sale al camino diciéndole ser caballero andante, lo que basta para que el otro tenga sospechas de haber topado con algún mentecato. Ahora bien, al enterarse de que su interlocutor tiene un hijo poeta, don Quijote retoma la palabra de tal forma que don Diego, asombrado, va perdiendo la opinión que se había formado de su nuevo compañero.

Este movimiento pendular estructura la aventura que sucede a continuación: una aventura con un desenlace feliz del que nos enteramos acto seguido y que, a juzgar por el título del capítulo que la refiere, confirma la inaudita valentía del héroe. Don Quijote, en efecto, descubre en el camino un carro con dos o tres banderas pequeñas en el cual, según le informa el carretero, están «dos bravos leones enjaulados que el general de Orán envía a la corte, presentados a Su Majestad».21 No falta más para que le pida abrir la jaula para que pueda desafiar estos leones. Ni los reparos del leonero, ni las súplicas de don Diego, nada tranquilo, consiguen aflojar su determinación, y, con solapada ironía, anima al Caballero del Verde Gabán a que se ponga en salvo. Lo que permite el feliz desenlace de la aventura, es que el primer león desafiado, aunque mira por todas partes «con los ojos hechos brasas»,22 se niega a contestar a la llamada del caballero, de modo que éste no tiene más remedio que rendirse a las razones del leonero y dejarle cerrar la jaula. Aunque esta aventura es celebrada como la hazaña de un valiente entre los valientes, «espejo donde se pueden mirar todos los valientes del mundo»23 el espectáculo que nos ofrece no deja de provocar nuestra sonrisa. En efecto, al ir al encuentro del carro, don Quijote pidió a su escudero que le trajera su morrión. Pues bien: como Sancho acababa de comprar requesones a unos 18 DQ, pág. 820.19 DQ, pág. 819. Don Quijote no será más elegante en casa de su huésped, una vez desarmado por

Sancho, al quedar «en valones y en jubón de camuza, todo bisunto con la mugre de las armas» De ahí la ironía del narrador, al añadir que salió a otra sala «con los referidos atavíos y con gentil donaire y gallardía» (DQ, págs. 842-843).

20 Así lo llama Sancho, el capítulo XIX de la Primera parte.21 DQ., pág. 831. 22 DQ., pág. 836.23 DQ., pág. 835.

Don Quijote, «loco bizarro»

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pastores que estaban cerca, no tuvo más remedio, por falta de tiempo, que meter los requesones en la celada de su buen señor. Don Quijote la toma y se la encaja en la cabeza, aplastándolos de tal modo que el suero comienza a correr por todo el rostro y las barbas, de lo que recibe tal susto que pregunta a su escudero:

¿Qué será esto, Sancho, que parece que se me ablandan los cascos o se me derriten los sesos, o que sudo de los pies a la cabeza? Y si es que sudo, en verdad que no es de miedo: sin duda creo que es terrible la aventura que agora quiere sucederme. Dame, si tienes, con que me limpie, que el copioso sudor me ciega los ojos.24

A esta primera disonancia se añade una segunda, que sobreviene en el momento en que don Quijote y el león se encuentran cara a cara. Aunque la vista y ademán de la fiera eran «para poner espanto a la misma temeridad», y a pesar de que el caballe-ro lo miraba atentamente, «deseando que saliese ya del carro y viniese con él a las manos, entre las cuales pensaba hacerle pedazos»,

El generoso león, más comedido que arrogante, no haciendo caso de niñerías ni de bra-vatas, después de haber mirado a una y otra parte, como se ha dicho, volvió las espaldas y enseñó sus traseras partes a don Quijote y con gran flema y remanso se volvió a echar en la jaula.25

En vano el hidalgo intenta provocar su furor para que se digne salir: finalmente tiene que dejarse convecer por el leonero. En cuanto a don Diego de Miranda, no sabe qué pensar de él: «ya le tenía por cuerdo, ya por loco, porque lo que hablaba era concertado, elegante y bien dicho, y lo que hacía, disparatado, temerario y tonto».26 Por cierto, temeridad no es valentía, pero don Quijote, con notale perspicacia, lo saca de sus pensamientos diciéndole:

¿Quién duda, señor don Diego de Miranda, que vuestra merced no me tenga en su opinión por un hombre disparatado y loco? Y no sería mucho que así fuese, porque mis obras no pueden dar testimonio de otra cosa. Pues, con todo esto, quiero que vuestra merced ad-vierta que no soy tan loco ni tan menguado como debo de haberle parecido.27

24 DQ., pág. 830.25 DQ., pág. 836.26 DQ., pág. 838.27 DQ., pág. 839.

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Así nos explicamos por qué don Diego, de vuelta a su casa, anima a su hijo a pro-seguir su investigación. De hecho, don Lorenzo, al cabo de una primera conversación con nuestro hidalgo, comparte el sentir de su padre: «No le sacarán del borrador de su locura cuantos médicos y buenos escribanos tiene el mundo: él es un entreverado loco lleno de lúcidos intervalos».28 ¿Podemos reivindicar entonces, como hace Jean-Raymond Fanlo, «la nature mixte de la folie de don Quichotte, mêlée de sagesse»? En su opinión, es lo que nos daría a entender don Lorenzo al llamarlo «loco bizarro». Ahora bien, el caballero no es un loco «generoso», o «notable», ni tampoco un loco «abigarrado», caso de considerar que cordura y locura formarían en él una manera de «bigarrure». Por cierto, a la hora de despedirse de sus huéspedes, éstos se admiran de nuevo de sus «entremetidas razones [...] ya discretas y ya disparatadas»;29 pero, fuera de que el original nos habla de «entremetidas razones»,30 y no de «razones bizarras», don Diego y don Lorenzo observan en este momento una oscilación entre dos polos –cordura y locura– y no un mixto de estos dos elementos. A fin de cuentas, no es la locura, sino el humor de don Quijote el que merecería llamarse «abigarrado».

Para acrisolar el significado exacto que reviste el apodo «loco bizarro», tenemos que volvernos hacia lo que Gian Luigi Beccaria nos aclara de la trayectoria semánti-ca del italiano «bizzarro», así como de sus vicisitudes, consecutivas a los intercam-bios que se produjeron entre ambas penínsulas, dentro de un constante vaivén entre dos áreas linguísticas y culturales. «Bizzarro» que, como ya vimos, quiere decir primero «colérico» y, después, «valiente», ha conservado esta segunda acepción en castellano, antes de tomar la de «gallardo», «elegante» «apuesto».31 No obstante, aun antes de que el italiano importe a su vez desde España esta acepción derivada, «biz-zarro» ofrece un tercer sentido, que pertenece al léxico artístico y está relacionado con la afición prebarroca y barroca a la pompa y la magnificiencia, en beneficio de todo lo que resulta no sólo ornamental, sino ingenioso y hasta hiperbólico. Viene a ser entonces sinónimo de «curioso», «extravagante», «peregrino».32 Esta acepción, pronto adoptada por el francés, no sigue la misma trayectoria en castellano, ya que Cervantes, al menos en su época, parece haber sido uno de los pocos en tenerla en cuenta, sin duda a consecuencia de su estancia durante cinco años en Italia de la que conservará una marcada huella. Por cierto, César Oudin, en su Tesoro de las dos lenguas, cierra con «fantasque», o sea «peregrino», la lista de los significados 28 DQ., pág. 846.29 DQ., pág. 852.30 Traduce Fanlo «des propos discordants» (Cervantès, Don Quichotte, ed. de J. R. Fanlo, pág. 783).31 «Bello, superbo nel vestire» (Lorenzo Franciosini, Vocabolario italiano, e spagnolo, Roma, 1620).32 Gian Luigi Beccaria, Spagnolo e spagnoli in Italia. Riflessi ispanici nella lingua italiana

del Cinque e del Seicento, Turin, G. Giappicchelli, 1968, págs. 236-255.

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que, según él, tiene «bizarro». Pero el Diccionario de Autoridades no recogerá esta acepción, ni tampoco ninguno de los demás diccionarios publicados posteriormente por la Real Academia Española.

Las dudas de don Lorenzo no son tales que le lleven a llamar «extravagante» a don Quijote, mayormente después del espléndido parlamento de nuestro hidalgo, digno de acreditar, en otras circunstancias, una «bizarría» con connotaciones posi-tivas. Con todo, tanto su aspecto como su monomanía lo convierten, sin la menor duda, en un «loco bizarro»: dicho de otro modo, un loco que no encaja en ninguna de las categorías de locos que don Diego y su hijo pudieron contemplar hasta enton-ces.33 A la luz de este contexto se justifica, pues, la traducción adoptada por nosotros, al revisar en 2012 nuestra versión de la Pléiade: «Voilà que notre hôte s’en tire, se dit alors don Lorenzo, mais ce n’en est pas moins un fou singulier et je serais moi-même un sombre idiot si je pensais le contraire».34

¿No tenemos más remedio que hacer nuestras las dudas de don Diego y don Lorenzo? Otros han intentado ir más allá, ora haciendo hincapié en el saber médico de su propia época, ora partiendo de las ideas en boga en tiempos de Cervantes. Por cierto, sería improcedente convertir a don Quijote en un caso clínico. Fuera de que la historia personal de Alonso Quijano, tal como se bosqueja en el capítulo primero de la Primera parte, se reduce a lo más mínimo y, con ella, lo que podríamos llamar su «expediente psicobiográfico», quien se descubre poco a poco a nosotros es un ente de papel, y las tendencias que algunos han pretendido atribuirle proceden en reali-dad de un efecto de lectura. No obstante, el calificativo de «ingenioso» que recibe desde el título de la Primera parte puede relacionarse con la teoría de los ingenios, elaborada en tiempos de Felipe II por el médico Huarte de San Juan.35 El que don Quijote merezca tal calificativo, de acuerdo con esta teoría, sugiere que este imagi-nativo con espíritu sutil no se porta siempre como debería, por culpa de un tempe-ramento colérico y melancólico. Más aún: cada vez que pretende sacar la lección de una aventura, o bien para celebrar sus hechos, o bien para explicar su fracaso por 33 La edición de F. Rico es la única en anotar «loco bizarro» como sinónimo «loco curioso», remitiendo

al estudio de Beccaria (DQ., pág. 846, n. 30).34 Cervantès, Don Quichotte, en Œuvres romanesques complètes, tomo I, Paris, Gallimard, Bibliothèque

de la Pléiade, reimpr. 2012, pág. 1032. Así se ha corregido —con notable retraso— el olvido cometido en 2001, fecha en que se publicó la edición

35 Juan Huarte de San Juan, Examen de ingenios para las sciencias. Donde se muestra la differencia de habilidades que ay en los hombres, y el género de letras que a cada uno responde en particular, Baeza, Juan Bautista de Montoya, 1575. Una segunda edición, revisada y corregida por mandato de la Inquisición, será publicada también en Baeza en 1594 y gozará de una amplia difusión. Se conocen dos ediciones modernas de esta obra, la de Esteban Torre (Madrid, Editora Nacional, 1977) y la de Guillermo Serés (Madrid, Cátedra, 1989).

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la malicia de algún encantador, su elocuencia y su vehemencia parecen ocultar una secreta preocupación. No cuestiona el carácter ejemplar de sus modelos, ni tampoco la legitimidad de su profesión; al parecer, su turbación nace de una pregunta que queda sin contestar: ¿conseguirá realmente resuscitar la caballería andante, ganando así gloria y fama? Circunstancia agravante: es la malicia de su fiel escudero la que le proporciona la mayor desgracia que pudo jamás conocer, al contemplar a la dama de sus pensamientos convertida en una zafia campesina, y el amargo recuerdo de ese en-cuentro ocurrido en el Toboso nunca lo abandonará. «Yo nací», declara, «para ejem-plo de desdichados y para ser blanco y terrero donde tomen la mira y asiesten las flechas de la mala fortuna»,36 llegando a exclamar, en el colmo de la desesperación: «Ahora torno a decir y diré mil veces que soy el más desdichado de los hombres».37

Esta melancolía –una enfermedad que, por aquellas fechas, es tema de varios tratados médicos38– no lo va a abandonar hasta el final de su odisea.39 Y corresponde a Sansón Carrasco asestar el golpe final a nuestro hidalgo, cuando, disfrazado de Caballero de Blanca Luna, lo desafía por segunda vez en la playa de Barcelona, ven-ciéndolo en combate singular. Según reza el título del capítulo que relata este episo-dio, se trata de «la aventura que más pesadumbre dio a don Quijote de cuantas hasta entonces le habían sucedido».40 Al volver a su pueblo, tras haberse comprometido a retirarse a su lugar y deponer las armas durante un año, sólo le quedan pocos días de vida. Su agonía –la de Alonso Quijano el Bueno que muere cristianamente en medio del llanto de los suyos– merece llamar nuestra atención. Cabe observar, primero, las dudas del narrador a la hora de decirnos por qué, al volver a su aldea, le sobrevino una calentura que le tuvo seis días en la cama: «o ya fuese de la melancolía que le causaba verse vencido, o ya por la disposición del cielo que así lo ordenaba».41 Pero Cide Hamete Benengeli no se limita a sugerir otros apremios que los de la fisiología. Si hemos de dar fe al médico que acude a a atenderle, «melancolías y desabrimien-36 DQ., pág. 773.37 DQ., pág. 774.38 Augustin Redondo, Otra manera de leer el «Quijote», Madrid, Castalia, 1997, págs. 126-

131.39 A don Quijote se le ocurre disertar a su modo sobre la melancolía, cuando, en el capítulo

LVIII de la Segunda parte, se niega a creer en los presagios: opinión acompañada con ejemplos sacados de la vida corriente, pero anteriormente citados y comentados por el humanista italiano Virgilio Polidoro y que tienden a demostrar que los supersticiosos suelen ser unos melancólicos (Ver Jean Canavaggio, «Tradición culta y experiencia viva: don Quijote y los agoreros», Edad de Oro, año XXVI, 2006, págs. 129-139).

40 DQ., pág. 1263. 41 DQ., pág. 1328.

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tos le acababan»;42 sin embargo, en el momento en que va a dictar su testamento, el moribundo conserva suficientes fuerzas para querer desheredar a su sobrina, caso de contraer matrimonio con un hombre que supiera qué cosas sean libros de caballerías. Finalmente, durante los tres días que median entre estas últimas resoluciones y su agonía final, el ambiente que reina en su casa no parece estar a la altura de las cir-cunstancias. Por cierto, «andaba la casa alborotada, pero, con todo, comía la sobrina, brindaba el ama y se regocijaba Sancho Panza, que esto de heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de la pena que es razón que deje el muerto».43 Esta observación no deja de sorprendernos, ya que se inserta en medio de un episodio que el lector moderno suele considerar patético. En este sentido, tiende a mostrar que, hasta el último instante, la trayectoria del protagonista no se ha separado nunca del próposito expresado al final del Prólogo de la Primera parte: hacer que, al leer esta historia, «el melancólico se mueva a risa» y «el risueño la acreciente».44

Esto nos lleva a volver, a manera de epílogo, sobre un aspecto esencial en la recepción inmediata del libro: el concepto que sus primeros lectores se formaron de don Quijote. ¿Tan sólo vieron en él, como hicieron los Duques, un mero hazmerreír? ¿O repararon más bien en la ambigüedad de un ser irreductible a un bufón o un payaso? A decir verdad, esta ambiguëdad no se observa en los testimonios que con-servamos al respecto, con la única excepción de Saint-Evremond, en disonancia con el tono medio de su época.45 En todos los desfiles y mascaradas, en todos los bailes y espectáculos en que se encuentra el ingenioso hidalgo, sólo se notan sus extrava-gancias; todas las fábulas literarias que, en la España de Felipe III, lo convierten en protagonista, hacen de él una «figura de risa» cuyas «ridículas fisgas»46 son objeto de burla. Apenas salida la Primera parte de la imprenta, Guillén de Castro lo lleva a las tablas, aunque en un argumento derivado de dos historias intercaladas, limitando sus apariciones a unas intervenciones episódicas de estilo burlesco. Al sistematizar de esta forma el desfase entre sus anhelos y la respuesta que recibe del mundo donde

42 DQ., pág. 1329.43 DQ., pág. 1334.44 DQ., pág. 19.45 «J’admire comme dans la bouche du plus grand fol de la terre, Cervantès a trouvé le moyen

de faire connaître l’homme le plus entendu et le plus grand connaisseur qu’on se puisse imaginer. J’admire la diversité de ses caractères, qui sont les plus recherchés du monde pour l’espèce, et de leur espèce les plus naturels» («Lettre à Monsieur le Maréchal de Créqui», citado por Maurice Bardon, «Don Quichotte» en France au XVIIe et au XVIIIe siècle, Paris, Champion, 1931, pág. 285).

46 «Las ridículas y disparatadas fisgas de don Quijote de la Mancha», Juan Valladares de Valdelomar, citado por M. Herrero García, Estimaciones literarias del siglo XVII, Madrid, Voluntad, 1930, págs. 155-156.

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pretende encarnarlos, convierten su ideal heroico en obsesión maniática, en tanto que su perseverancia y asombrosa capacidad para perseverar en su ser se reduce a la terquedad obtusa de un fanfarrón ingenuo y crédulo, combinada con una vanidosa verborrea que viene a ser su distintivo.

Habrá que esperar hasta el siglo XVIII, especialmente en Inglaterra, para que los lectores del libro se reconozcan en don Quijote, a poco que conozcan ilusiones aná-logas y desgracias comparables: «Cuando nos compadecemos de él, escribe el Dr. Johnson, pensamos en nuestras propias deslilusiones, y cuando nos reímos, nuestro corazón nos advierte de que él no es más ridículo que nosotros, salvo en un hecho, que dice lo que nosotros solo hemos pensado».47 Para los Ilustrados, este salto que no nos atrevemos a dar, pero que sí da, en cambio, don Quijote, lo vuelve singular, por no decir extraño. No obstante, en opinión de Tristram Shandy, el protagonista de la novela de Sterne, «el incomparable caballero de la Mancha», como lo llama, viene a ser una manera de modelo, hasta tal punto que lo prefiere, «todas sus locuras, antes que al héroe más noble de la Antigüedad».48 Con todo, serán los Románticos quienes hagan de él un mensajero de ideal: un ser noble cuya locura no se discute, pero que se revela como un espíritu tan superior, en cuanto deja de tratar de libros de caballe-rias, que ni los fracasos que padece, ni las afrentas que conoce consiguen humillarlo. Friedrich y Wilhelm Schlegel, así como Friedrich von Schelling han sido los prime-ros en emprender esta revolución copérnica que ha conferido un significado nuevo a la odisea de don Quijote, y nosotros seguimos siendo en cierta medida herederos de esta visión. Pero, por cierto, éste es otro cuento.49

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Canavaggio, Jean, «Tradición culta y experiencia viva: don Quijote y los agore-ros», Edad de Oro, XXVI, 2006, págs. 129-139. 47 Ronald Paulson, «Don Quixote» in England. The Aesthetic of Laughter, Baltimore, The Johns

Hopkins University, 1998, pág. 5.48 Citado par Henri Fluchère, Laurence Sterne, de l’homme à l’oeuvre, Paris, Gallimard, 1961, pág. 384.49 A Patricia Martinez García y a Claude Allaigre, primeros lectores de este trabajo, así como a Francisco

Florit, mis más expresivas gracias por sus observaciones y sugerencias.

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Cervantès, Don Quichotte, en Œuvres romanesques complètes, tomo I, Paris, Ga-llimard, Bibliothèque de la Pléiade, réimpr. 2012.

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3.ª Época – N.º 20. 2015 – Págs. 29-40

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RESUMEN:

El presente artículo quiere ofrecer un aporte al análisis del parlamento de Ricote (Quijote II, 54) y ello desde un ángulo específico, el de la con-dición conversa (tanto de conversos de moros –moriscos–, como de judíos) durante los siglos XVI y XVII en la península ibérica y sus exilios. Desde la perspectiva asumida en este estudio, el parlamento de Ricote constituye una reveladora incursión a la condición conversa, a sus contra-dicciones y dilemas, narrativizando de modo su-gerente algunas de las paradojas inherentes a la misma. En tal sentido, el análisis del pasaje ejem-plificará la interacción, superposición y conflicto de voces y perspectivas que caracterizaron tanto la auto-percepción como la representación de los conversos.

PALABRAS CLAVES:

El Quijote, narrativa del Siglo de Oro, moriscos, conversos, literatura de conversos, polifonía, na-rración paradójica.

ABSTRACT:

This article aims to contribute to the analysis of Ricote’s discourse (Quixote II, 54) from a specific perspective, that of the converso’s condition (con-verted both from the Islam –moriscos– and from Judaism) during the sixteenth and seventeenth centuries in the Iberian Peninsula and its exiles. According to the standpoint assumed in this stu-dy, Ricote’s discourse offers a revealing approach to the converso’s condition, to its contradictions and dilemmas, novelizing in a suggestive manner some of the paradoxes inherent to that condition. In this regard, the analysis of the passage will exemplify the interaction, overlapping and con-flict of voices and perspectives that characterized both the self-perception and the representation of the conversos.

KEY-WORDS:

Don Quijote, narrative fiction of the Golden Age, moriscos, conversos, the literature of the conver-sos, polyphony, paradoxical narration.

a vueltas con el parlaMento de ricote (Quijote ii, 54): de la conversión y otras paradojas

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Cuando mi aya muridu/ sintiréentudavía/ il batideru/ di tu saia nilvienti.Uno qui liyera istus versus/prieguntara: «¿cómu ansí?/ ¿quisintirás? ¿qui batideru?/ ¿qui saia?¿quivienti?»

Juan Gelman (Dibaxu 1994)1

Es dable afirmar que uno de los momentos más transitados por la crítica cervan-tina en su atención al Quijote de 1615 lo constituye el diálogo entre Sancho y su vecino morisco, Ricote, especialmente, el parlamento en que este último pone de manifiesto las razones que lo impulsaron a retornar a España, su sentimientos respec-to de ésta, su patria natal, y sus juicios en relación al decreto de expulsión de los mo-riscos. Dada la ambigüedad que emerge de lo que estimo como auténtica polifonía del pasaje, éste ha sido objeto de múltiples acercamientos, tanto de orden histórico, social, lingüístico, como obviamente de interpretación literaria propiamente dicha, especialmente en el marco de la caracterización de los personajes del Quijote. 2 Las presentes reflexiones intentan aportar otra mirada al parlamento de Ricote y ello desde un ángulo menos transitado, el de la condición conversa durante los siglos XVI y XVII en la península ibérica y sus exilios. Estimo que el parlamento de Ricote ofrece una reveladora incursión a dicha condición, a sus contradicciones y dilemas, narrativizando de modo sugerente algunas de las paradojas inherentes a la misma.

de la paradoja a la narración paradójica

En su sentido más abarcador, la noción de paradoja señala etimológicamente un movimiento que contradice (para) la opinión o la expectativa común (doxa). En lo que al espacio narrativo se refiere, Meyer-Minnemann (2006: 59-71) ha estudiado de modo exhaustivo lo que denomina «narración paradójica». Desde su perspectiva, 1 Juan Gelman publica el poemario Dibaxu en el exilio. Está compuesto en ladino, la lengua de la diás-

pora sefardí oriental tras la expulsión de 1492, y constituye en cierto modo un canto a la memoria del destierro de Sefarad y, principalmente, de su lengua.

2 Ver, por ejemplo, entre los diversos estudios, Márquez Villanueva (1975); Abellán (2006: 157-160); Baena (2006: 505-522); López-Baralt (2007: 73-88); Arraigada de Lassel (2008: 329-338); Domín-guez (2009: 183-192); y la investigación histórica del Valle de Ricote de Westerveld (1997-2014).

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ésta puede manifestarse como suspensión o transgresión de límites, es decir, como algo que «es y no es al mismo tiempo y en todas las maneras posibles», «lo uno y lo otro a la vez», o bien, como «ni lo uno ni lo otro», es decir, que reúne y superpone a un mismo tiempo y en un mismo lugar lo que es y no es, lo uno y lo otro, lo idéntico y lo no idéntico (Meyer-Minnemann 2006: 59-60). Y es precisamente en este sentido que la narración paradójica suscita un especial interés en lo que respecta a nuestro objeto de estudio –los judeo-conversos y moriscos ibéricos–, ya que permite iden-tificar y comprender no sólo la suspensión o transgresión de límites de la narración como constructo, sino también la inscripta en la caracterización de los personajes y en los campos semántico-ideológicos configurados a partir de dicha caracterización.

Sabemos que el horizonte de expectativas primario del acto de narrar parte de un contrato implícito, según el cual las acciones presentadas en el discurso deberían poder ser reordenadas según la lógica temporal y causal convencional, al menos en la percepción del lector en su reconstrucción de la historia. Esto significa que se debería observar la distinción entre lo uno y lo otro, el acá y el allá, el antes y el después, así como también entre la identidad y la no-identidad de los procesos, acciones y campos ideológicos que se despliegan, argumentan y defienden. Y en cuanto al acto de enunciación, aquel contrato tácito se funda en la diferenciación, por ejemplo, entre la enunciación narradora y el enunciado de la narración, entre las diferentes voces y perspectivas de la narración (Meyer-Minnemann 2006: 60-61). La narración paradójica pretende cuestionar esta normativa implícita, suspendiéndola o bien transgrediéndola. 3

En efecto, los procedimientos de transgresión de límites señalan la superposición de instancias discursivas. Debido a esta superposición se produce –ya en la historia, ya en su narración– una fusión paradójica de delimitaciones causales, ideológicas, temporales o espaciales. 4

A continuación me propongo analizar el discurso de Ricote, signado por aporías y paradojas, como un caso específico de narración paradójica y ello con el fin de cuestionar la clara demarcación de pertenencias identitarias, lingüísticas, religiosas 3 Meyer-Minnemann y el grupo de investigación interdisciplinaria de Hamburgo han deter-

minado cuatro tipos de procedimientos narrativos paradójicos que, a su vez, pueden sub-dividirse en dos grupos. Se trata, por una parte, de los procedimientos de anulación (o suspensión) paradójica de límites, los que consisten en una inmediación y/o duplicación, tanto de lo narrado como de la narración productora del relato. En el otro polo, se encuen-tran los procedimientos de la transgresión paradójica de límites de la historia narrada y su narración, los que se subdividen en los procedimientos de ruptura y los de superposición de límites (2006: 59-71).

4 El procedimiento más difundido de este tipo de superposición es el discurso indirecto libre, por medio del cual se amalgama el discurso del narrador y el discurso del personaje.

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y/o ideológicas atribuidas al grupo social y humano de los conversos (ya sea de mo-ros como de judíos). Estimo que en el parlamento de Ricote ejemplifica la interac-ción, la superposición y el conflicto de voces y perspectivas que caracterizaron tanto la auto-percepción como la representación de estos grupos.

La conversión como figura paradójica

Mi lectura se centrará en la «condición conversa» en tanto figura paradójica, con-cepto que considero relevante para el abordaje de la llamada «literatura de conver-sos» en la España aurisecular (Fine 2014: 499-527). Al identificar en dicho corpus un comportamiento y significación paradójicos, intento prestar oídos a la complejidad de la condición conversa, poblada de voces que a menudo sólo la literatura nos permite rescatar y, primordialmente, comprender. Y será la voz de Ricote, vecino, amigo y padre, la que emerja del silenciamiento en este capítulo del Quijote: Ricote es uno de aquellos padres cervantinos paradigmáticos que han quedado en la otra orilla, clamando por un mundo a cuya elisión asisten impotentes.

Stephen Gilman, en su polémico y, a la vez, ineludible estudio –The Spain of Fernando de Rojas (1972) –, fue el primero en introducir la noción que ocupo, la de «situación conversa», o en mis términos, «condición conversa». Estos postulados desataron en su momento una apasionada polémica que desatendió lo que, a mi jui-cio, constituye uno de los aciertos más encomiables de la investigación de Gilman, y ello concierne a la noción de «situación conversa». Al respecto, señala el crítico que

Rojas’ unique, creative utilization of the converso situation is ultimately not susceptible to any sort of sociological or psychological or historical or existential explanation. The biography of such a man, like the biography of a Shakespeare or a Picasso, is a journey to the edge of mystery. […] he was a human being, not determined by his race, milieu and moment, but rather made conscious by them (204).

La «condición conversa», no constituye, entonces, la ecuación que traduce una realidad biográfica o social específica, sino la representación de una conciencia plena en dilemas y contradicciones. Asimismo, si bien los postulados de Gilman parecen inclinarse hacia la captación de esta conciencia como «auto-conciencia» o concien-cia autorreflexiva –y como tal han sido decodificados por sus partidarios y detracto-res–, creo que sus alcances atañen no menos al fenómeno de la recepción. En efecto, la categoría de los conversos en la España aurisecular constituye fundamentalmente un fenómeno de representación, según el cual la construcción de la imagen colectiva

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se impone sobre la individual. Y en tanto identidad colectiva, se configura como un proceso de proyección imaginaria del grupo mayoritario sobre el individuo, un fenó-meno de representación extrínseca o una construcción cultural cuya problemática no es pura ni principalmente religiosa, sino social y hasta étnica (Bodian 1994: 48-76).

Las conversiones masivas, las conversiones acomodaticias, la conversión como opción ante la posibilidad de expulsión y la expulsión misma constituyen un fenó-meno reconocible de trauma colectivo (Fine 2013). La vida de Cervantes se sitúa al menos tres o cuatro generaciones después de las últimas conversiones y expulsión de judíos, pero sí asiste al proceso de expulsión de los moriscos –conversos de moros– en toda su extensión y magnitud.

A pesar de la política tácita de homogeneización del fenómeno converso, tanto desde la perspectiva contemporánea al mismo como desde parte de la historiografía que lo ha examinado, su complejidad, heterogeneidad y contradicciones se hacen evidentes para el estudioso del período. En primer término, la conversión en la Es-paña aurisecular constituye el resabio de un cruce social primordialmente forzado, no elegido voluntariamente. Ya sea que su imposición haya sido directa, como el proceso atravesado por la comunidad judía de España a partir del año 1391, 5 o para los moriscos, desde las primeras décadas del siglo XVI, bien como único medio de inserción económica y social ante la presión institucional creciente, o más aún como la única alternativa ofrecida para evitar la expulsión, la conversión en España a partir del siglo XV raramente se presenta como un acto voluntario, producto de la libre elección. Por ende, hablar de una conversión voluntaria es casi un oxímoron a partir de las postrimerías de la Edad Media y hasta los años de ingreso de la península ibé-rica a la modernidad. Vila sostiene, en tal sentido, que:

un converso no nombra, unívocamente, a quien libre descubre una nueva religiosidad sino también, y muy especialmente, al opreso, aquél que, por temor u oportunismo, re-sultó conminado a decirse y construirse igual a la mayoría aunque, paradójicamente, esa mayoría se reserve, ulteriormente, el derecho de operar en su contra la infamia de la veja-ción previa a la que se lo sometió (Vila 2008: 523).

La Iberia en los albores de la modernidad se constituye como una sociedad jerár-quica, estratificada, en una carrera febril hacia la homogeneización. Las categorías sociales, religiosas y étnicas son percibidas como estáticas y monolíticas. El Otro amenazador –judío, morisco, turco o distinto– es alguien al que hay que restringir o, 5 El año 1391 –año de depredaciones, matanzas y conversiones masivas a las que fueron sometidas las

juderías españolas– no sólo marca el fin de la llamada convivencia hispano-hebrea en la España cris-tiana, sino también señala el inicio del «problema converso» en España (Amrán: 2003).

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mejor, anular (Fine 2013). Y en dicho horizonte, hay una identidad híbrida, conflicti-va, paradójica, la cual constituye un desafío a la fosilización de aquellas categorías: la conversa. En una sociedad tan rígidamente compartimentada, el converso, en tanto paradigma complejo de identidad, representa una inquietante transgresión de límites, puesto que constituye, ante todo, un híbrido bajo sospecha: un alboraico (el caballo de Mahoma, ni caballo ni mula), es decir, ni buenos cristianos ni buenos judíos o musulmanes (Amrán 2003).

La conversión se devela así como un singular proceso de transformación colec-tiva, durante el cual tanto el individuo como el grupo se ven enfrentados a una serie compleja de dilemas en todos los órdenes (Levine 2004): ser cristiano sincero pero nunca ser plenamente percibido como tal; reconocerse aún como musulmán o judío pero no poder serlo; justificar y, a la vez, rechazar las expulsiones; deber/querer abandonar España, pero también desear retornar a esa patria amada y odiada en un mismo aliento.

¿Cómo responde la literatura a esa hibridez repulsa y negada, a esa otredad ambi-gua? Como sabemos, Bakhtin (1992) ha establecido la polifonía como principio de otredad radical: una multiplicidad de voces, discursos y sus nexos cohabitan en el es-pacio literario. Este concepto resulta prioritario para aquellos textos que representan la identidad paradójica del converso. Efectivamente, la polifonía latente, capaz de abrir resquicios por donde se filtran aquellas voces calladas –la del judeo-converso, la del morisco, la del extranjero, la de la mujer, la de la otredad–, es la que se deja escuchar con mayor irreverencia en estos textos, configurando así un escándalo dia-lógico que se insinúa, a su vez, como una senda ética, desde la perspectiva asumida por Lévinas (1994 y 1999).

Observar el fenómeno converso nos obliga a reconocer la heterogeneidad de los comportamientos y reacciones ante la conversión, y ello muy especialmente en el seno de una misma familia y/o comunidad: los dualismos, las ambivalencias en las decisiones, los conflictos. Pensar la conversión y la expulsión es reflexionar sobre su condición paradójica.

ricote o el retorno de Agi Morato

En el capítulo 41 Quijote de 1605, Agi Morato, el padre de Zoirada, quedó solo, en esa otra orilla, clamando por el abandono y la traición de su hija. En trabajos anteriores he reflexionado largamente sobre este pasaje que a mi entender predica el desgarro familiar sufrido por el colectivo de los conversos, como también la carga simbólica de la conversión en el período. Mi intento ha sido el de reconstruir las

A vueltas con el parlamento de Ricote (Quijote II, 54): de la conversión y otras paradojas

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huellas mnémicas de un trauma que la voz de Agi Morato convoca (Fine 2008 y 2013). Quiero sugerir aquí que el morisco Ricote se introduce en la segunda parte del Quijote como un retorno fantasmático del padre de Zoraida, o al menos como la versión de un posible desarrollo alternativo del destino de ese colectivo que Agi Mo-rato simbolizaba. ¿Qué fue de los padres –y madres– que asistieron desde un silencio impuesto al desgarro familiar causado por la conversión y/o la expulsión? Desde mi lectura, Ricote no nos permite abandonar totalmente a aquel otro padre, Agi Morato, y su parlamento viene a responder de algún modo a aquellos interrogantes.

Recordemos que el pasaje analizado se abre con la identificación de seis peregri-nos mendicantes –marca inicial de la isotopía de la migración y el desarraigo. No nos detendremos aquí en la ya transitada y reveladora reacción de ambos vecinos al reco-nocerse, sus mutuas expresiones de alegría por el reencuentro y la explícita consig-nación de la transgresión que cometían: Ricote, por acción, y Sancho, por omisión: «cómo tienes atrevimiento de volver a España, donde si te cogen y conocen tendrás harta mala ventura. / –Si tú no me descubres, Sancho –respondió el peregrino–, se-guro estoy que en este traje no habrá nadie que me conozca» (Quijote II, 54: 1069). 6

Es dable recordar que el habla de los extraños peregrinos resulta incomprensible para Sancho. Como fuera señalado repetidamente, el capítulo focaliza el fenómeno del plurilingüismo y el desconocimiento de la lengua local dominante: «–¡Guelte! ¡Guelte! –No entiendo –respondió Sancho– qué es lo que me pedís, buena gente. (54: 1068). O más adelante: «De cuando en cuando juntaba alguno su mano derecha con la de Sancho, y decía: –Español y tudesqui, tuto uno: bon compaño. Y Sancho respondía: ¡Bon compaño jura Di! (54: 1071). En tal contexto y de modo signifi-cativo, el texto se ocupa de destacar el dominio del español por parte de Ricote: «y Ricote, sin tropezar nada en su lengua morisca, en la pura castellana le dijo las siguientes razones« (54: 1071). El parlamento de Ricote se ve introducido, entonces, por la contundente afirmación de su pertenencia lingüística a ese territorio del que se vio arrojado hacia un exilio que fue sin duda también lingüístico. 7

La primera frase vehiculizada en el parlamento marcará ya la zigzagueante tra-yectoria de las múltiples voces enfrentadas en el espacio discursivo:

6 A partir de aquí todas las citas corresponden a la edición del Quijote (segunda parte) coordinada por F. Rico (1998) y sólo se indicará el número del capítulo y la página.

7 El ladino, lengua hablada por los hispano-hebreos que migraron hacia la diáspora oriental tras la expulsión de 1492, constituye un ejemplo paradigmático de la voluntad de preservación del español en el exilio ibérico.

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–Bien sabes, ¡oh Sancho Panza, vecino y amigo mío!, como el pregón y bando que Su Majestad mandó publicar contra los de mi nación puso terror y espanto en todos nosotros; a lo menos, en mí le puso de suerte que me parece que antes del tiempo que se nos conce-día para que hiciésemos ausencia de España, ya tenía el rigor de la pena ejecutado en mi persona y en la de mis hijos. (54: 1071)

En efecto, Ricote comienza su relato con un registro patético, que llama a la empatía de los receptores intra- y extratextuales y lo hace desde una visión intrín-seca, anticipando el duro efecto que el bando real provocará en el colectivo y en él mismo, no sólo como individuo sino como padre de familia («mis hijos»). No obstante, simultáneamente, se observa la referencia al monarca y verdugo, como «Su Majestad», es decir, manteniendo la posición de dignidad y respeto hacia la ins-tancia real que, pese a todo, sigue reconociendo; y ello al tiempo que se desliza otra insinuación perturbadora: Ricote habla de «su nación», expresión que registra una de las principales acusaciones para justificar la expulsión, es decir, el comportamiento segregacionista de los moriscos respecto de la sociedad mayoritaria y su negativa a la asimilación.

Seguidamente y retomando el temple de auto-compasión, Ricote enfatizará el desgarro y la escisión familiar «bien así como el que sabe que para tal tiempo le han de quitar la casa donde vive y se provee de otra donde mudarse; ordené, digo, de salir yo solo, sin mi familia, de mi pueblo» (54: 1071). Y será precisamente aquí donde emerja la primera y, en apariencia, sorprendente apología de la expulsión, voz disonante respecto de la empatía creada un momento atrás:

y forzábame a creer esta verdad saber yo los ruines y disparatados intentos que los nues-tros tenían, y tales, que me parece que fue inspiración divina la que movió a Su Majestad a poner en efecto tan gallarda resolución, no porque todos fuésemos culpados, que algu-nos había cristianos firmes y verdaderos; pero eran tan pocos que no se podían oponer a los que no lo eran, y no era bien criar la sierpe en el seno, teniendo los enemigos dentro de casa. (54: 1072)

Ciertamente, Ricote adopta la argumentación propagandística en circulación, ha-ciendo uso del imaginario que abrazaban los apólogos de la expulsión. No obstante, la afirmación se ve inmediatamente deconstruida por el cuestionamiento de la con-versión como un fenómeno monolítico, al rescatar la existencia de moriscos «cristia-nos firmes y verdaderos». La indecidibilidad del hablante –la polifonía de su discur-so– convergen en una de los momentos de mayor efecto paradójico del parlamento:

A vueltas con el parlamento de Ricote (Quijote II, 54): de la conversión y otras paradojas

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Finalmente, con justa razón fuimos castigados con la pena del destierro, blanda y suave al parecer de algunos, pero al nuestro, la más terrible que se nos podía dar. Doquiera que estamos lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural; […]. No hemos conocido el bien hasta que le hemos perdido; y es el deseo tan grande, que casi todos tenemos de volver a España, que los más de aquellos, y son muchos, que saben la lengua como yo, se vuelven a ella, y dejan allá sus mujeres y sus hijos desamparados: tanto es el amor que la tienen; y agora conozco y experimento lo que suele decirse: que es dulce el amor de la patria (54: 1072; el énfasis es mío)

En efecto, el pasaje ostenta lo que estimo como una polifonía paradójica: el des-tierro constituye un justo castigo (por transgresiones vagamente consignadas), pero a su vez es un ejercicio de crueldad hacia quien siente a España como su patria, por la que llora y llorará permanentemente. Ello vocaliza el lamento de los colectivos arrojados a sus exilios por una Iberia que no quiso reconocer su justa pertenencia. No obstante, estos («los enemigos dentro de casa») continuarán estimándola como su único referente, a tal punto que serán capaces de abandonar a sus familias para re-tornar a ella, la aun estimada como patria: su territorio, su lengua, incluso su religión impuesta y parcialmente adquirida.

Ricote continúa perfilando su ambiguo alegato: «Sancho, yo sé cierto que la Ri-cota mi hija y Francisca Ricota, mi mujer, son católicas cristianas, y, aunque yo no lo soy tanto, todavía tengo más de cristiano que de moro, y ruego siempre a Dios me abra los ojos del entendimiento y me dé a conocer cómo le tengo de servir.» (54: 1073-1074; el énfasis es mío).

Ciertamente, la autenticidad de la fe católica y de su práctica por parte de las «Ricotas» es enfatizada repetidamente por el morisco a lo largo del capítulo, con lo cual se fortalece una de las perspectivas vehiculizadas en el parlamento: la de la arbitrariedad de un bando de expulsión universal y totalizador: «y todos decían que era la más bella criatura del mundo [Ana Félix]. Iba llorando y abrazaba a todas sus amigas y conocidas, y a cuantos llegaban a verla, y a todos pedía le encomendasen a Dios y a Nuestra Señora su madre» (54: 1075). En las palabras de Ricote resuena el eco de la devoción por María –Lela Marién– por parte de aquella otra mora cristiana, Zoraida. Y es este padre, no del todo cristiano aún pero en proceso de serlo, aquel que viene a rescatarla (como no logró hacerlo el anterior), sabiéndola en manos de este otro mozo cristiano viejo, un nuevo cautivo camino al norte de África –don Pedro Gregorio. En un guiño irónico del texto, Ricote, como nuevo padre engañado, afirmará con convencimiento que: «las moriscas pocas o ninguna vez se mezclaron por amores con cristianos viejos, y mi hija, que, a lo que yo creo, atendía a ser más cristiana que enamorada, no se curaría de las solicitudes de ese señor mayorazgo»

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(54: 1075). Sin duda, atendiendo a la realidad contextual, Ricote no se equivocaba, como tampoco se equivocaba Agi Morato, al dudar del buen término de la conver-sión y asimilación de Zoraida. Sancho también lo sabía cuando lúcidamente advertía sobre las consecuencias de tal unión entre un cristiano viejo y una morisca: «que a entrambos les estaría mal» (54: 1075). Puesto que los matices de la conversión, sus grises y diversidades no tenían cabida en la España que le tocó vivir al autor del Qui-jote. No obstante, la ficción cervantina quiere ofrecernos otra cara de la conversión, aquella que no pudo ser, la libremente elegida, transitada y, por cierto, reconocida. Cervantes vehiculiza lúcidamente en boca de este «cristiano en ciernes», Ricote, las trágicas contradicciones del complejo fenómeno de la conversión/expulsión, ha-bitualmente olvidadas y, muy especialmente, cercenadas tanto del discurso oficial como del imaginario de esta temprana modernidad ibérica.

Reflexiones finales

A lo largo del Quijote se hallan dispersas marcas textuales directa o indirectamen-te relacionadas con la problemática de la conversión. Por un lado, es posible identi-ficar referencias y alusiones adscriptas a dicho paradigma: así, la explícita mención de conversiones concretas (la de Zoraida, por ejemplo), o el cuestionamiento de los linajes y a la problemática de la limpieza de sangre, latente en toda la novela, y muy especialmente la conciencia de una pluralismo cultural ya perdido (como, por ejemplo, en el capítulo I, 9 que transcurre en el Alcaná de Toledo). No obstante, la condición conversa trasciende estas marcas específicas y se configura como una conciencia, conciencia plural, silenciosa, pero capaz de orquestar las voces que es-cenificarán su drama de espejismos.8

Al igual que para los judíos y los judeo-conversos de la generación de la expul-sión en adelante, la incertidumbre, los vuelcos de la fortuna, la pérdida del hogar, la disolución del núcleo familiar, todas ellas fueron adversidades que también acecha-ron a los moriscos ibéricos y que en gran medida logran ser recuperadas en el espacio textual del Quijote. Sin embargo, dicha recuperación –la de la condición conversa– no se ciñe meramente al estatismo de la representación de un mundo perdido, sino se perfila como el afán de construcción de una nueva recepción, cuyos alcances no son sólo estéticos sino también éticos. Así, en la búsqueda de un interlocutor, emerge 8 Menocal sostiene al respecto: «Many Spaniards, of every stripe and every background, were thus

caught up living in a world of fun-house mirrors created by a whole series of edicts requiring that people profess transparent falsenesses, a state of self-destructive madness worthy of Cervantes’ cre-ative literary genius» (2002: 259).

A vueltas con el parlamento de Ricote (Quijote II, 54): de la conversión y otras paradojas

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el reclamo de un receptor que sepa escuchar y decodificar la plurivalencia de dicha condición. Es en ese espacio donde emergen como criaturas literarias Agi Morato y Ricote, vociferando sordamente la imposibilidad de su condición de padres aban-donados, conversos y/o expulsos; el suyo será un llamado a ese otro, narrativizado quizás aquí en Sancho, el vecino cristiano viejo, que a pesar de bandos y decretos, sabe y quiere escuchar las voces inscriptas en las palabras del morisco Ricote, su buen amigo.

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los MeMbrillos de cervantes

luis GóMez canseco

Universidad de Huelva

El único membrillo, de entre los cervantinos, que ha llamado la atención de la crítica es el que una «dama de todo rumbo y manejo» utiliza para ganar los amores del esquivo Tomás Rodaja en El licenciado Vidriera:

Y así, aconsejada de una morisca, en un membrillo toledano dio a Tomás unos destos que llaman hechizos, creyendo que le daba cosa que le forzase la voluntad a quererla: como si hubiese en el mundo yerbas, encantos ni palabras suficientes a forzar el libre albedrío; y así, las que dan estas bebidas o comidas amatorias se llaman veneficios; porque no es otra cosa lo que hacen sino dar veneno a quien las toma, como lo tiene mostrado la ex-periencia en muchas y diversas ocasiones. Comió en tan mal punto Tomás el membrillo que al momento comenzó a herir de pie y de mano como si tuviera alferecía, y sin volver en sí estuvo muchas horas, al cabo de las cuales volvió como atontado, y dijo con lengua turbada y tartamuda que un membrillo que había comido le había muerto, y declaró quién se le había dado.1

1 Miguel de Cervantes, Novelas ejemplares, ed. Jorge García López, Barcelona, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores-CECE, 2005, pág. 276. Este trabajo se enmarca en los proyectos de investigación MINECO FFI2012-32383 y PAIDI HUM-7875.

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3.ª Época – N.º 20. 2015 – Págs. 41-53

RESUMEN:

El membrillo aparece repetidamente en la obra cervantina y este trabajo analiza su presencia, función y significado.

PALABRAS CLAVE:

Cervantes membrillo

ABSTRACT:

The quince appears repeatedly in Cervantes’ work and this paper analyzes its presence, function and meaning.

KEY WORDS:

Cervantes quince

luis GóMez canseco

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Pero lo cierto es que el capigorrón Torrente, criado de Cardenio, también aparece en el primer acto de La entretenida «comiendo un membrillo o cosa que se le pa-rezca», lo que viene a reprocharle su señor, enamorado y, por ello, más inapetente:

CARDENIO¿Comes? Buena pro te haga;la misma hambre te tome.TORRENTENo puede decir que comeel que masca y no lo traga.No se me vaya a la mano,que de esta, si acaso es culpa,ser me sirve de disculpael membrillo toledano.Sé cierto que decir puedo,y mil veces referillo:espada, mujer, membrillo,a toda ley, de Toledo.Las acciones naturalesson forzosas, y el comeruna de ellas viene a ser,y de las más principales;y esto aquí de molde viene,y es una advertencia llana:come el rico cuando ha gana,y el pobre, cuando lo tiene.2

En el Entremés del rufián viudo, la Repulida se muestra dispuesta a rasgar «con mis manos pecadoras / la cara de membrillo cuartanario» de la Pizpita, mientras que el sacristán del Entremés de la guarda cuidadosa asegura haberle regalado a Cristi-na «una destas cajas de carne de membrillo, muy grande, llena de cercenaduras de hostias blancas como la misma nieve».3 Por su parte, en la segunda parte del Quijote, el médico Pedro Recio recomienda al gobernador Sancho Panza una dieta específica «para conservar su salud y corroborarla», que consiste en «un ciento de cañutillos 2 Miguel de Cervantes, Obra completa, ed. Florencio Sevilla Arroyo y Antonio Rey Hazas, Alcalá de

Henares, Centro de Estudios Cervantinos, 1995, III, págs. 678, vv. 244acot-278.3 Miguel de Cervantes, Entremeses, ed. Alfredo Baras, Madrid, Real Academia Española, 2012, págs.

23-24 y 52.

Los membrillos de Cervantes

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de suplicaciones y unas tajadicas subtiles de carne de membrillo, que le asienten el estómago y le ayuden a la digestión».4 Pero es que, además, el atambor del Coloquio de los perros adiestra a Berganza con una vara de este árbol: «cuando él bajaba una varilla de membrillo que en la mano tenía, era señal del salto; y cuando la tenía alta, de que me estuviese quedo»,5 mientras que el lacayo Ocaña aparece en La entreteni-da «con una varilla de membrillo y unos antojos de caballo en la mano».6 Y, en fin, en La gran sultana doña Catalina de Oviedo, se muestra en escena a «un alárabe, vestido de un alquicel; trai en una lanza muchas estopas y, en una varilla de membri-llo, en la punta, un papel como billete, y una velilla de cera encendida en la mano; este tal alárabe se pone al lado del teatro, sin hablar palabra, y luego dice Roberto»:

ROBERTOLa pompa y majestad de este tirano,sin duda alguna, sube y se engrandecesobre las fuerzas del poder humano.Mas, ¿qué fantasma es esta que se ofrece, coronada de estopas media lanza?Alárabe en el traje me parece.SALECTienen aquí los pobres esta usanza:cuando alguno a pedir justicia viene–que solo el interés es quien la alcanza–,de una caña y de estopas se previene;y, cuando el Turco pasa, enciende fuego,a cuyo resplandor él se detiene.Pide justicia a voces, dale luegolugar la guarda; el pobre, como jara,arremete turbado y sin sosiego,y en la punta y remate de una varaal gran señor su memorial presenta,que para aquel efecto el paso para.7

4 Don Quijote de la Mancha [II, 47], dir. Francisco Rico, Barcelona, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores-CECE, 2004, I, pág. 1099.

5 Miguel de Cervantes, Novelas ejemplares, cit., pág. 587.6 Miguel de Cervantes, Obra completa, cit., pág. 689, v. 576acot.7 Miguel de Cervantes, La gran sultana doña Catalina de Oviedo, ed. Luis Gómez Canseco, Madrid,

Biblioteca Nueva, 2010, págs. 181-183.

luis GóMez canseco

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La variada presencia del membrillo en los textos cervantinos tiene su razón de ser en la simbología que el fruto mantuvo desde Grecia hasta el Renacimiento, así como en las creencias y costumbres de la época. Sin necesidad de meterse en otros berenjenales, se puede afirmar que el membrillo estaba relacionado con el matri-monio, la fertilidad y el sexo. No en vano era un fruto consagrado a Afrodita con el nombre griego de chrysomela, esto es, ‘manzana de oro’, presentándose unas veces como atributo iconográfico de la propia diosa y otras de su hijo Eros. A esa connota-ción amorosa aludía Basilio Ponce de León en 1608, asegurando que «el membrillo fue símbolo del corazón y usaban los enamorados enviársele atravesado con una saeta».8 Por su parte, en el cartapacio poético de Francisco Morán de la Estrella se conserva un «Soneto D. P. M.», donde se representan «las ramas de un membrillo y de un mançano» –dos frutas intercambiables y vinculadas a Venus– enredadas entre sí como emblema de amor y fidelidad.9 También en 1608 se publicó en Sevilla la Primera parte del Parnaso Antártico de las obras amatorias, donde Diego Mejía tradujo la XX de las Heroidas ovidianas, que a su vez se basaba en los Aitia de Ca-límaco. Allí se narra la historia de Acontio de Ceos que, para desposarse con la bella Cidipe de Naxos, la engaña a haciéndole leer una promesa de matrimonio inscrita en un membrillo dentro del templo de Diana.10

De hecho, el membrillo aparece regularmente vinculado al matrimonio, hasta el punto de que, según Plutarco en sus Moralia 138 D, Solón estableció como ley que los novios regalaran un membrillo a la novia y esta lo comiera antes de acceder al lecho nupcial, en una creencia que todavía recoge Alciato en el emblema consagrado a este fruto:

Poma novit tribui debere Cydonia nuptisDicitur antiquus constituisse Solon.Grata ori et stomacho cum sint , ut et halitus illisSit suavit, blandus manet et ore lepos.11

8 Basilio Ponce de León, Primera parte de discursos para todos los Evangelios de la Cuaresma, Sala-manca, Diego de Cussio, 1608, pág. 250.

9 Cartapacio de Francisco Morán de la Estrella, ed. Ralph A. DiFranco, José J. Labrador y C. Ángel Zorita, Madrid, Patrimonio Nacional, 1989, pág. 434.

10 Cfr. Diego Mejía, Primera parte del Parnaso Antártico de las obras amatorias, Sevilla, Alonso Rodríguez Gamarra, 1608, fols. 210v-226v. Véase Manuel Sánchez Ortiz de Landaluce, «El aition Acontio y Cidipa de Calímaco (frs. 67-75 PE): hipótesis de reconstrucción», Excerpta Philologica, 6, 1996, págs. 53-67, así como Marco Fantuzzi y Richard Hunter, Tradition and Innovation in Hel-lenistic Poetry, Cambridge, Cambridge University Press, 2005, págs. 60-66.

11 Andrea Alciato, Emblemas, ed. Santiago Sebastián, Madrid, Akal, 1985, págs. 245-246.

Los membrillos de Cervantes

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Así declaraba estos versos el maestro Diego López en 1615: «Mandava Solón que la esposa antes que se acostase con su esposo comiesse un membrillo, dando a entender que la principal gracia, que sale de la boca, y de la voz de la esposa, importa que sea bien compuesta, y suave, y el membrillo rehaze el coraçón, y pone suave aliento, y olor en la boca (Solon antiquus) el antiguo Solón (dicitur constituisse) se dize que ordenó (Cidonia poma) que los membrillos (debere tribui) devian ser dados (novis nuptis) a las nuevas esposas (cum sint grata) como sean agradables (ori, et stomacho) a la boca, y estómago (ut) para que (et halitus sit suavis illis) y el aliento les sea suave (et lepos blandus) y el olor suave (manet ore) les queda en la boca. Solón mandava que la esposa comiesse membrillos».12 La memoria de tal disposi-ción solónica se repite tanto en Juan de Pineda: «Solón mandó entre sus leyes que, primero que el marido se viese con su mujer, comiese un membrillo»,13 como en Juan de Arce de Otálora:

PALATINO Agora me decid esos preceptos conubiales, pues nos sobra tiempo, y podrá ser que con oírlos me determine a una parte o a otra […].PINCIANO El primero era de Solón, que fue uno de los sabios de Grecia, que mandaba que la esposa no se viese con su esposo sin que primero le enviase un melocotón o membrillo.PALATINO Ese precepto yo le doy por cumplido por mi parte, que ya vistes que sin rogármelo nadie, comí tres o cuatro juntos en Toro. Si todos son tales, yo me doy por bien casado. Declará-me el misterio y el sentido alegórico.PINCIANO El misterio era dar a entender que la primera palabra y vista de los esposos ha de ser graciosa, dulce y de buen parecer, como lo es el melocotón o membrillo.14

12 Diego López, Declaración magistral sobre los emblemas de Andrés Alciato, Nájera, Juan de Mon-gastón, 1615, f. 465r. Sobre el membrillo como símbolo nupcial, véase Angelo De Gubernatis, La mythologie des plantes ou les légendes du régne végétal, Paris, C. Reiwald, 1882, págs. 104-106, Erwin Panofsky, Studies in Iconology, New York, Oxford University Press, 1939, pág. 163, fig. 121 y Edgar Wind, Bellini’s Feast of the Goods: a study in Venetian humanism, Cambridge, Harvard Uni-versity Press, 1948, págs. 36-40.

13 Juan de Pineda, Diálogos familiares de la agricultura cristiana, ed. Juan Meseguer Fernández, Ma-drid, Atlas, 1963-1964, IV, pág. 42.

14 Juan de Arce de Otálora, Coloquios de Palatino y Pinciano, ed. José Luis Ocasar Ariza, Madrid, Biblioteca Castro-Turner, 1995, I, pág. 506.

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No solo eso, también se creía que el membrillo facilitaba la fertilidad, como ex-ponían Cesare Ripa en 1593: «El membrillo se presentaba a las esposas, en Atenas, por mandato de Solón, estando consagrado a Venus en razón de su fecundidad. Por lo dicho se puede ver frecuentemente grabado a este propósito en numerosas medallas, indicio y confirmación del amor prometido»15 o fray Miguel Agustín en 1617: «Dize Plutarco, que solo aconsejava a las mugeres casadas, que nunca se fuessen acostar con sus maridos, que primero no huviessen comido membrillo para concebir».16

Pero el membrillo también guardaba un envés carnal, que mencionaba asimismo Ripa: «Dice también Pierio que en algunos lugares se solían arrojar estos membrillos a las señoras nobles, dando muestra con ello del amor que se sentía y acompañándolo del debido besamanos. También se hacía como símbolo de que el hombre, cuando se encamina este fin, persigue el fruto que lícitamente si consigue por mediación del matrimonio, pues, siendo de otra forma, se vendría incurrir en un grave pecado que nos segrega y aparta de alcanzar los reinos celestiales».17 A la misma idea apuntaba Sebastián de Covarrubias: «La etimología de membrillo traen algunos del diminuto de la palabra de membrum, por cierta semejanza que tienen los más dellos con el miembro genital y femíneo», al tiempo que remitía, como autoridad, a Goropio Be-cano en su Vertumnus, que había subrayado la continuidad simbólica de la relación entre el membrillo y el sexo desde los griegos hasta su propia contemporaneidad: «An hic non videmus clarissima indicia, cotoneum apud nos quoque eiusdem rei, cuius apud graecos symbolum fuisse, si ex eius quidem nomine vile scortum hacte-nus nominetur».18 Esa falsa etimología que vincula el miembro sexual con el mem-brillo es también punto de partida para varios juegos de ingenio en la poesía de la época, con ejemplos suficientemente ilustrativos en Góngora:

Vio una monja celebrada tras la red el niño Amor, tan quebrada de color, cuanto de mil requebrada; ser su devoto le agrada,

15 Cesare Ripa, Iconología, trad. Juan Barja, Yago Barja, Rosa Mariño y Fernando García, Madrid, Akal, 1987, II, pág. 47.

16 Fray Miguel Agustín, Libro de los secretos de agricultura, casa de campo y pastoril, Perpiñán, Luis Roure, 1626, pág. 155. Acaso por ello el membrillo se representa junto a imágenes de la Virgen con el Niño en pintores como Zurbarán. Cfr. Raymond Carr et al., Introducción a la cultura hispánica: Historia, arte, música, Barcelona, Crítica, 1982, pág. 246.

17 Cesare Ripa, Op. cit., II, págs. 47-48.18 Johannes Goropius Becanus, Opera Joan. Goropii Becani, hactenus in lucem non edita, nempe Her-

mathena, Hieroglyphica, Vertumnus, Gallica, Francica, Hispanica, Amberes, Cristóbal Plantino, 1580, pág. 72.

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y a ella no el recibillo, aunque fueran de membrillo, tan en carnes por enero.19

o en Quevedo:Que pretenda el maridillo, de puro valiente y bravo, ser en una escuadra cabo, siendo cabo de cuchillo; que le vendan el membrillo que tiralle era razón, chitón.20

Pero no queda ahí la cosa, ya que esa derivación genital pudo ser la razón de que el membrillo terminara vinculándose al entorno verbal de la prostitución. Eso, al menos, parecen indicar refranes como «Espada, membrillo y mujer, si han de ser buenos, de Toledo han de ser»,21 que ha de leerse a la luz de otro complementario: «Espada valenciana y broquel barcelonés; puta toledana y rufián cordobés».22 En La pícara Justina se narra un episodio, que David Mañero ha interpretado como «re-creación burlesca del episodio bíblico de Herodes y Salomé», en la que la hija de un corregidor, tras haber bailado en público durante una boda, pide en pago «una cabeza de ternera y una caja de carne de membrillo y unas medias lagartadas» y, en referen-cia las dos últimas cosas, el padre le responde: «Lo otro que pides no se usa en esta tierra ni pertenece a mi reino».23 Pero hay un pasaje extraordinariamente interesante para este aspecto en los Coloquios de Palatino y Pinciano, donde los protagonistas, tras una conversación algo subida de tono, hablan por un momento del membrillo que unas damas les han traído a la mesa:

19 Luis de Góngora, Letrillas, ed. Robert Jammes, Madrid, Castalia, 1980, pág. 130.20 Francisco de Quevedo, Poesía original completa, ed. José Manuel Blecua, Barcelona, Planeta, 1983,

pág. 692.21 Luis Martínez Kleiser, Refranero general ideológico español, Madrid, Real Academia Española,

1953, pág. 249.22 Gonzalo Correas, Vocabulario de refranes y frases proverbiales, ed. Víctor Infantes, Madrid, Visor

Libros, 1992, pág. 210. Véase, para ello, Augustin Redondo, Revisitando las culturas del Siglo de Oro. Mentalidades, tradiciones culturales, creaciones paraliterarias y literarias, Salamanca, Univer-sidad de Salamanca, 2007, págs. 255-256 y nota 20.

23 Francisco López de Úbeda, Libro de entretenimiento de la pícara Justina, ed. David Mañero Lozano, Madrid, Cátedra, 2012, pág. 963 y nota 161.

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PALATINO Ahora os digo que no faltará sal y gracia en ella. Pa-réceme que nos traen membrillos y tocino; no falta sino repollo y nabos para ser olla podrida. Gran regalo es éste, si no lo han hecho por darnos ponzoña, que estos membrillos y melocotones dice Plinio que los enviaron de Persia a España por cosa vene-nosa.PINCIANO Antes sospecho que alguna dellas se quiere desposar con vos, y antes que os hable os ha querido enviar el membrillo, por guardar el precepto de Plutarco que os decía el otro día.PALATINO Ya podría ser, mas yo no lo sé. Si fuere así, ya terné pasado él peligro de la necedad, con las que he dicho. Con toda la ponzoña, me saben bien; yo se lo perdono, si no muero della.PINCIANO Ya nos podrían regalar tanto estas señoras que nos estuviésemos aquí más de lo que pensábamos.PALATINO A no se nos acercar tanto el sant Lucas, no fuera mu-cho; mas acordándoseme que es de hoy en ocho días, tal placer me es engaño.24

La condición compartida por ambos interlocutores de estudiantes en la Univer-sidad de Salamanca, la mención de San Lucas, cuya festividad, el 18 de octubre, marcaba el comienzo del curso y el retorno de los estudiantes a la ciudad –conforme al refrán «A Salamanca, putas, que ya viene San Lucas»–25 y la posibilidad de que el membrillo esté envenenado nos llevan de nuevo a la historia de Tomás Roda-ja, también estudiante salmantino que enloquece tras comer el membrillo que le ha ofrecido una cortesana.26 Tales requerimientos amorosos, el sexo y la prostitución también alcanzan a la comedia La entretenida, donde Torrente comparece en escena engullendo un membrillo. Su amo Cardenio se lo reprocha, considerando que comer en público es un acto villanesco. Sin embargo, el criado alega que el membrillo es toledano, recuerda el refrán «Espada, mujer, membrillo, / a toda ley, de Toledo» y sentencia que «las acciones naturales / son forzosas», vinculando así la ingesta del membrillo y el sexo. Aunque aquí también tiene parte la simbología del matrimonio,

24 Juan de Arce de Otálora, Op. cit., II, pág. 1135.25 Gonzalo Correas, Op. cit., pág. 67.26 Para sendas interpretaciones psicoanalíticas del episodio, véase María Antonia Garcés, «Delirio y

obscenidad en Cervantes: el caso Vidriera», en Actas del XII Congreso de la Asociación Internacio-nal de Hispanistas, coord. Jules Whicker, Birmingham, University of Birmingham, 1998, II, págs. 225-236 y Henriette Partzsch, «Coming out: der licenciado Vidriera, Don Diego de Valdivia und der Quittenzauber», Iberoromania, 50, 1999, págs. 79-93.

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pues Cardenio pretende casarse con Marcela y Torrente aspira obtener los amores de su criada Cristina. En el mismo ambiente carnal y licencioso, la Repulida amenaza a la Pizpita en El rufián viudo con rasgar su «cara de membrillo cuartanario», aludien-do a su color pálido, pero acaso también con un trasfondo sexual despectivo, mien-tras que el sacristán de La guarda cuidadosa utiliza una caja de carne de membrillo para ganarse los favores amatorios de Cristina.

Pero no todo era carne en el membrillo, pues el fruto tuvo también un uso médico, y de ahí que el Romancero historiado de 1582 mencione el «cordial membrillo» o que Lope, en la Arcadia, lo presente como «bueno / para arañas y veneno».27 A esa función como antídoto contra el veneno se refería Pietro Andrea Mattioli en su De plantis epitome, aludiendo precisamente a España: «Paratur a radicum succo in His-pania venenum, quo venatores sagittas illinunt, quibusqui feriuntur, brevi tempore pereunt, nisi cydonia poma voraverint, et eorundem biberint succum».28 También Andrés Laguna confirmó su utilidad para la salud y, en especial, para el vientre: «Son muy útiles los membrillos así en salud como en uso de medicina, porque se hace dellos aceite, vino, jarabe, almíbar, gelea, mermelada y muchas otras cosas cordiales y confortativas de estómago».29 A ambas posibilidades acudió Cervantes, que en El licenciado Vidriera, relacionó el fruto con el veneno, mientras que en el Quijote afirmaba, por boca de Pedro Recio, que el membrillo asentaba el estómago y ayudaba a la digestión.

Quedan, por último, las varas de membrillo que aparecen en el Coloquio de los perros, La entretenida y La gran sultana. La que utiliza el atambor con Berganza y la que exhibe Ocaña junto con unas anteojeras de caballo parecen ser instrumento de adiestramiento y castigo, tal como se sigue de numerosísimos textos contemporá-neos. Valgan los ejemplos de Alonso de Villegas, que narra cómo fray Pedro Nicolás pedía que se le disciplinase «con varas de membrillo»;30 del Inca Garcilaso, que rememora «el verdugón que suele hacer una vara de membrillo»;31 de Juan Hidalgo, 27 Lucas Rodríguez, Romancero historiado (Alcalá 1582), ed. Antonio Rodríguez-Moñino, Madrid,

Castalia, 1967, pág. 260 y Lope de Vega, Arcadia, prosas y versos, ed. Antonio Sánchez Jiménez, Madrid, Cátedra, 2012, pág. 595.

28 Pietro Andrea Mattioli, De plantis epitome utilissima, Frankfurt, Sigmund Feyrabend, 1586, pág. 939. Sobre sus virtudes médicas se extiende el mismo Mattioli en los Commentaria in sex libros Pedacii Dioscoridis Anazarbei de medica materia, Venecia, Officina Valgrisiana, 1565, págs. 243-245.

29 Andrés Laguna, Pedacio Dioscorides Anazarbeo, acerca de la materia medicinal y de los venenos mortíferos, Salamanca, Mathías Gast, 1563, pág. 104.

30 Alonso de Villegas, Fructus sanctorum y quinta parte del Flos sanctorum, ed. José Aragüés y Josep Lluis Canet Vallés, Valencia, Lemir, 1988, fol. 401v. http://parnaseo.uv.es.

31 Garcilaso de la Vega, La Florida del Inca, ed. Carmen de Mora, Madrid, Alianza Editorial, 1988, pág. 244.

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que, en uno de los Romances de germanía, detalla cómo «con tres varas de membri-llo / su cuerpo le avía estivado»;32 de Jerónimo de Pasamonte, que recuerda que tío suyo «tomó unas varas de membrillo y cerró la puerta de entresuelo, que era nueva, y me dio tanto que cuasi me mató»;33 o de Vicente Espinel en su Marcos de Obregón: «Él cogió una muy gentil vara de membrillo y pegole a la mula».34 Muy otro es el caso de la «varilla de membrillo» con el alárabe pretende entregar su solicitud al monarca otomano en la primera escena de La gran sultana. De esa costumbre por la que los súbditos podían presentar memoriales al Sultán durante sus salidas fuera de palacio hacía memoria el embajador veneciano Ottaviano Bon: «Molti lo servono a piedi, e questi ricevono lo memoriali che li vengono presentati, osservando alcuni, che non ardiscono accostarsi, i quali hanno una storra accesa in capo ed il memoriale in mano, quello vien subito tolto da staffieri»35 o el mismo Viaje de Turquía: «Y si por caso ellos o los otros jueces hacen algunas injusticia, aguardan a que el Gran Turco vaya el viernes a la mezquita, y ponen una petición sobre una caña por donde ha de pasar, y él la toma y pónesela en la toca que lleva, y en casa la lee y remedia lo que puede».36 También Salec hace mención de «una caña» en el texto cervantino, pero en la acotación que lo introduce se le otorga una naturaleza membrillesca, que parece ser aportación personal y exclusiva de Cervantes. Pudiera ser simplemente que la atracción simbólica del fruto le llevara a apuntar un pormenor innecesario, pensando no tanto en el castigo que se vinculaba a las varas de membrillo –y que aquí no cabe–, sino en la fertilidad y, consecuentemente, en la esperanza de conse-guir resultado favorable para la petición.

32 Juan Hidalgo, Romances de germanía de varios autores con su vocabulario, ed. John M. Hill, Bloo-mington, Indiana University Press, 1945, pág. 59.

33 Jerónimo de Pasamonte, Vida y trabajos, ed. Enrique Suárez Figaredo, 2006, pág. 12. http://users.ipfw.edu.

34 Vicente Espinel, Vida del escudero Marcos de Obregón, ed. Mª Soledad Carrasco Urgoiti, Madrid, Castalia, 1972, I, pág. 111.

35 Ottaviano Bon, Descrizione del Serraglio del gransignore fatta dal bailo Ottaviano Bon, en Relazioni di ambasciatori veneti al senato, ed. Luigi Firpo, Torino, Bottega d’Erasmo, 1984, XIII, pág. 448. Véanse, al respecto, los comentarios de Ottmar Hegyi, Cervantes and the Turks: Historical Reality Versus Literary Fiction in La Gran Sultana and El Amante Liberal, Newark, Juan de la Cuesta, 1992, págs. 183-185.

36 Viaje de Turquía, ed. Marie-Sol Ortola, Madrid, Castalia, 2000, pág. 687.

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cide HaMete benengeli y la conciencia de la Historia en Al morir don Quijote de andrés trapiello

santiaGo lópez navia

Universidad Internacional de La Rioja y Universidad Internacional SEK (Santiago de Chile)

1. En la estela de don Quijote

Que Cervantes y el Quijote son una constante en el quehacer literario de Andrés Trapiello lo demuestran, entre otros aspectos de su actividad,1 las tres obras que ha 1 La actitud y la actividad de Trapiello con respecto a Cervantes y el Quijote quedan perfectamente

reflejadas en la entrevista que le hizo Tomás Val en el número especial que publicó la revista Leer con motivo del cuarto centenario de la primera parte de la novela de Cervantes (Leer, año XX, núm. 158, diciembre 2004-enero 2005, págs. 194-197). Muy poco después de cerrar este artículo, Trapiello aña-de a sus valiosas aportaciones al cervantismo la versión del Quijote al castellano actual (Barcelona, Destino, 2015).

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3.ª Época – N.º 20. 2015 – Págs. 55-72

RESUMEN:

La novela Al morir don Quijote de Andrés Tra-piello (2004) es una continuación conservadora del Quijote de Miguel de Cervantes en la que los personajes siguen siendo conscientes de for-mar parte de una historia que sigue escribiéndose más allá del tiempo y las aventuras de la segunda parte de la obra original. El juego metaliterario de la recreación de Trapiello se completa con la constancia de la publicación del Quijote de 1605, la espera y posterior publicación del Quijote de 1615 y la permanente dialéctica entre el original de Cervantes y la intromisión de Avellaneda.

PALABRAS CLAVE:

Quijote, continuaciones del Quijote, recreación li-teraria, Cervantes, Avellaneda, Trapiello, Al morir don Quijote.

ABSTRACT:

Al morir don Quijote, a roman published by Andrés Trapiello in 20014, is a conservative se-quel of Cervantes’s Don Quixote in which the characters are fully aware of them being part of a story which is being written beyond the time and the adventures of Don Quixote’s second part. Trapiello’s metaliterary game is completed with the evidence of the publication of Don Quixote’s first part, the expectation and later publication of his second part, and the permanent dialectics between Cervantes’s original creation and the Avellaneda’s interference.

KEY WORDS:

Don Quixote, Don Quixote’s sequels, literay re-creation, Cervantes, Avellaneda, Trapiello, Al mo-rir don Quijote.

santiaGo lópez navia

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dedicado al autor y a su principal novela desde 1993 hasta 2014. Once años después de publicar Las vidas de Miguel de Cervantes2 y diez antes de El final de Sancho Panza y otras suertes,3 Al morir don Quijote4 vuelve por los pasos de los muchos autores que a lo largo de cuatro siglos han recreado la obra original.

La continuación de Trapiello, cuyos treinta y siete capítulos arrancan desde el mismo momento de la muerte de don Quijote, reparte el protagonismo entre cuatro personajes, alguno de los cuales se nos revela, por fin, con su nombre. Es el caso de Quiteria, el ama, que comparte su importancia en la novela con Sancho Panza, el bachiller Sansón Carrasco, y Antonia, la sobrina de don Quijote. Las circunstancias y sentimientos de estos cuatro personajes, reivindicadores de la huella profunda de don Quijote de la Mancha, son determinantes en la trama. Sabemos, así, que el ama Quiteria, que se reconciliará finalmente con una Antonia hasta entonces distante y displicente, estaba enamorada de su señor, y sabemos también de las abyectas am-biciones de Juan Cebadón – el mozo que conocemos desde el primer capítulo del Quijote–, que asedia a la confusa Antonia hasta el punto de seducirla y dejarla em-barazada sin desestimar, al servicio de sus pretensiones, ni el chantaje ni la amenaza que pesan sobre la honra de la sobrina de Alonso Quijano. El conflicto sentimental de Antonia se acentúa porque, por si fuera poco, su frágil posición se encuentra también sometida a las pretensiones lascivas del escribano De Mal, y además está enamorada de Sansón Carrasco, en quien hace descansar sus esperanzas de zafarse del acoso de Juan. Finalmente se casará con el bachiller, que deja sus hábitos, con las negativas consecuencias que esta boda, como veremos, trae para su patrimonio.

Al lado de los tres personajes anteriores, brilla con luz propia Sancho Panza, totalmente transformado y significativamente letraherido, que aprende a leer de la mano de Sansón Carrasco para poder conocer su propia historia, a cuya lectura re-veladora se enfrenta con dolor. En medio de las peripecias definidas por esta línea argumental, reaparecen los duques, que viajan al pueblo de don Quijote con un sé-quito desmesurado (elefante incluido), movidos por el único deseo de proseguir con sus burlas, ignorantes de la muerte de don Quijote, y finalmente escarmentados por Sansón Carrasco. Reaparece también el pícaro Ginés de Pasamonte, que ahora ha adoptado la falsa identidad de un tal don Santiago de Mansilla y que se ha casado con la mismísima Aldonza Lorenzo, a quien acaba abandonando a su suerte cuando es desenmascarado y se descubre su intención de vivir explotando la memoria y la fama de don Quijote. Finalmente, Sancho Panza y Sansón Carrasco viajan a Madrid

2 Andrés Trapiello, Las vidas de Miguel de Cervantes, Barcelona, Ediciones Destino, 1993.3 Andrés Trapiello, El final de Sancho Panza y otras suertes, Barcelona, Ediciones Destino, 2014.4 Andrés Trapiello, Al morir don Quijote, Barcelona, Ediciones Destino, 2004. Esta es la edición que

emplearemos en el presente artículo.

Cide Hamete Benengeli y la conciencia de la historia en Al morir don Quijote de Andrés Trapiello

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para entregar a Catalina de Salazar, la viuda de Cervantes, doscientos setenta duca-dos, y se proponen partir a las Indias junto a Quiteria y Antonia, irremediablemente desheredada por su tío, que había dejado claramente dispuesto en su testamento que lo perdería todo si se casaba con alguien que tuviese la menor relación con los libros de caballerías.

De acuerdo con mi propuesta de clasificación, Al morir don Quijote se adscribe a las continuaciones que yo denomino ortodoxas o conservadoras,5 que son las poste-riores a las aventuras de los protagonistas narradas en el Quijote de 1615, en las que se cumple la voluntad que Cide Hamete Benengeli expresa en el capítulo II, 74 de la obra original en el sentido de que respetan la muerte de don Quijote de la Mancha y son protagonizadas por otros personajes que siguen su estela. Además de formar parte de este grupo de continuaciones, esta novela conforma una unidad en toda re-gla con El final de Sancho Panza y otras suertes, la última obra narrativa de temática cervantina publicada por Andrés Trapiello a tiempo de escribir este trabajo, que es a la vez continuación natural de Al morir don Quijote6.

Hasta donde a mí me consta, no hay ninguna obra de este grupo de continuacio-nes de la narrativa hispánica7 anterior a la publicación de las Adiciones de Delgado (1786),8 en las que Sancho Panza toma el relevo de su amo como protagonista. De

5 Vid. Santiago López Navia, La ficción autorial en el Quijote y en sus continuaciones e imitaciones, Madrid, Universidad Europea de Madrid-CEES Ediciones, 1996, pág. 155.

6 En un próximo trabajo me propongo estudiar en El final de Sancho y otras suertes los mismos ele-mentos del aparato pseudohistórico y pseudoautorial que trato en el presente artículo a propósito de Al morir don Quijote.

7 Digo deliberadamente de la narrativa hispánica porque, gracias a las investigaciones de Carmen Rive-ro Iglesias, conocemos de una continuación alemana de las andanzas de Sancho Panza tras la muerte de don Quijote anterior a la española de Jacinto María Delgado. Se trata de Antons Pansa von Man-cha Abhandlungen von Sprüchwörtern, wie solche zu verstehen und zu gebrauchen sind de Gottlieb Wilhelm Rabener (Lepzig, im Verlage Johann Gottfried Dycks, 1775; vid. Carmen Rivero Iglesias, La recepción e interpretación del Quijote en la Alemania del siglo XVIII, Ciudad Real, Ayuntamiento de Argamasilla de Alba, 2010, Colección Casasayas nº 1, págs. 296-298). Según plantea Rafael Bonilla Cerezo en el artículo-reseña que dedica a la obra de Rivero, el protagonista de la recreación de Rabe-ner se convierte precisamente en «tatarabuelo de experimentos más modernos –y premiados– como Al morir don Quijote (2005) de Andrés Trapiello, novela que profundiza sobre el destino de unos seres dignos de su propia vida, de su propia ficción: amigos, ama, sobrina y Sancho permanecieron al pie de don Quijote en su lecho de muerte y en absoluto resultan agotados como figuras novelescas» (Rafael Bonilla Cerezo, «Don Quijote en el país de los Nibelungos (1700-1800)», Criticón, núm. 113, 2011, pags. 153-166). No descarto que haya también obras como la de Rabener en otras literaturas y agra-deceré la pista a los colegas que estudian las recreaciones del Quijote más allá del ámbito hispánico.

8 Jacinto María Delgado, Adiciones a la historia del Ingenioso Hidalgo Don Quixote de la Mancha, en que se prosiguen los sucesos ocurridos a su escudero el famoso Sancho Panza, escritas en arábigo por Cide Hamete Benengeli, y traducidas al castellano con las memorias de la vida de este por D…,

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acuerdo con lo que es propio en este tipo de continuaciones, y según propone Javier Pardo García, la recreación de Trapiello, al igual que la de Robin Chapman9, revisa el texto de Cervantes pero no lo revisiona:

Trapiello y Chapman complementan o expanden homodiegéticamente el universo qui-jotesco arrojando nueva luz sobre sus personajes y episodios (sobre todo secundarios: la sobrina y el bachiller en el caso del primero, la duquesa, Ginés de Pasamonte, el barbero o incluso Rocinante y el rucio en el caso del segundo), lo comentan críticamente en un ejercicio metatextual […], pero no lo desafían o refutan.10

A lo largo de toda la recreación de Trapiello se hace presente la conciencia de la historia de los personajes, sabedores en su momento de la publicación de la primera parte de la obra original, expectantes y después lectores de la segunda y resentidos por la incómoda existencia del Quijote de Avellaneda, frente al cual, y entre otras

Madrid, en la imprenta de Blas Román, 1786. Esta recreación tendrá una especial presencia, como veremos, en El final de Sancho Panza y otras suertes, en donde se citará para determinar la verdadera identidad de Cide Hamete Benengeli. En la misma línea, y a finales del mismo siglo, Pedro Gatell pu-blica la Historia del más famoso escudero Sancho Panza, desde la gloriosa muerte de don Quixote de la Mancha hasta el último día y postrera hora de su vida (sus dos partes se publican respectivamente en Madrid, Imprenta Real, 1703, e imprenta de Villalpando, 1798). Hasta el principio del siglo XX, y tras un siglo XIX especialmente fecundo en imitaciones del Quijote, no encontramos una nueva continuación conservadora protagonizada por alguno de los personajes principales de la novela ori-ginal. Así, en 1901 nos reencontramos con el bachiller Sansón Carrasco protagonizando la Historia de varios sucesos ocurridos en la aldea después de la muerte del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, de José Abaurre y Mesa (Madrid, sucesores de Rivadeneyra, 1901). En 1940, Sancho Panza retoma el protagonismo en el Anti-Quijote de Tomás Borrás (Madrid, suplemento literario de la revista Vértice, septiembre de 1940), en la que, a diferencia de las anteriores, hay un momento menor de ruptura de la línea conservadora con la aparición del fantasma de don Quijote, venido del más allá para vapulear a maese Nicolás, el incrédulo barbero que le recuerda constantemente a Sancho Panza el error de volver por donde solía su amo. Esta línea se cierra por ahora con El final de Sancho Panza y otras suertes del mismo Trapiello, que define un sistema literario de especial relevancia intertextual con Al morir don Quijote, además del Quijote cervantino y alguna de sus recreaciones, especialmente el Quijote de Avellaneda.

9 Pardo se refiere a la trilogía de recreaciones narrativas dedicadas por el novelista inglés Robin Cha-pman a Cervantes y el Quijote: The Duchess’s Diary (Londres, Boudicca Books, 1980; la traducción española, El diario de la duquesa, está publicada en Barcelona, Edhasa, 2005); Sancho’s Golden Age: a Sequel to Don Quixote’s History (Oxford, Aris & Phillips, 2004) y Pasamonte’s Life (Oxford, Aris & Phillips, 2005).

10 Javier Pardo García, «Teoría y práctica de la reescritura filmoliteraria (A propósito de las reescrituras de The Turn of the Screw)», en José Antonio Pérez Bowie, Reescrituras fílmicas: nuevos territorios de la adaptación, Salamanca, Ediciones de la Universidad de Salamanca, 2011, págs. 44-102. El texto que citamos corresponde a la pág. 53.

Cide Hamete Benengeli y la conciencia de la historia en Al morir don Quijote de Andrés Trapiello

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funciones que detallaremos a lo largo de nuestro trabajo, la alianza entre Cide Ha-mete Benengeli y Cervantes se convierte en la mejor garantía de la historia legítima. Trapiello consigue así un juego basado en las licencias paradójicas de la intertextua-lidad, porque su recreación es posterior al tiempo literario definido por el Quijote de 1615 y en su narración, sin embargo, se remite constantemente, primero, a la expec-tativa de la aparición de la segunda parte de la obra genuina de Cervantes, y después a su contenido cuando los protagonistas de Al morir don Quijote tienen noticia de su publicación.

2. cide Hamete Benengeli, completado

Queda clara desde el primer momento la condición de Benengeli como historia-dor fiable a cuyos oídos llegaron «la locura y las graciosas extravagancias de don Quijote», causa de que aquel las «pusiera por escrito».11 En virtud de esta condición, la garantía que supone haber leído la primera parte de la historia escrita por Benen-geli y Cervantes se manifiesta, por ejemplo, a tiempo de que Sansón pueda identi-ficar la misma venta en la que don Quijote y Sancho fueron a parar tras la pelea del primero con el vizcaíno.12 Sin embargo, a pesar de su omnisciencia, ni siquiera Cide Hamete conocerá lo que don Quijote confesó al cura Pedro Pérez, «porque todo lo enterró el secreto del sacramento».13 En razón del alcance de esa misma omniscien-cia, al narrador de la recreación de Trapiello le resulta chocante que Benengeli no hablase en su historia original de la belleza de Antonia, la sobrina de don Quijote, teniendo en cuenta que «jamás solía pasar por alto esos detalles en las mujeres jó-venes y hermosas como la sobrina, que lo era en grado sumo».14 En un sentido muy próximo a los contextos anteriormente referidos, Sansón Carrasco toma buena nota de todos los detalles con que Antonia le refiere la deriva de su tío Alonso en los días anteriores a su primera salida, considerando su interés a pesar de que Benengeli los obviase: «El bachiller iba anotándolo todo y procuraba no perder una sola palabra, mientras decía entre dientes: «Estos pequeños detalles no los recogió la historia de Cide Hamete, por ser poco significativos, pero son justamente los que a mí me inte-resan. Encuentro en ellos tanta o más enjundia que en los otros».15

11 Andrés Trapiello, Al morir don Quijote, cit., pág. 24.12 Ibíd., pág. 194. La venta a la que se refiere el narrador es la que se refiere en Quijote, I, 16, siete capí-

tulos después de I, 9, en donde concluye la pelea con el vizcaíno interrumpida al final de I, 8.13 Ibíd., pág. 10.14 Ibíd., pág. 50.15 Ibíd., pág. 182.

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El narrador compensa estas omisiones completando los detalles que nos faltan en relación con las circunstancias de la escritura de la historia original por parte de Be-nengeli y las del hallazgo del manuscrito en el Alcaná de Toledo por parte de Cervan-tes, con quien identifica al narrador del Quijote que se expresa en primera persona en I, 9. Según este nuevo testimonio esclarecedor, que enriquece lo que sabemos gracias al texto del Quijote, las aventuras que inspiran la primera parte de la obra original ocupan dos semanas. Y aquí es donde entra Benengeli, cuya identidad de personaje queda esclarecida por el testimonio del narrador de la recreación de Trapiello cuando teje un juego intertextual que vuelve por los pasos de anteriores recreaciones que abundan en la misma indagación: «Estas gestas se propalaron en uno o dos meses por toda la comarca. Y en dos o tres meses más llegaron a conocimiento de un tal Cide Hamete Benengeli, un zapatero de Toledo muy amante de los cuentos, que las trasladó al papel por pasar el rato él y hacérselo pasar a sus amigos».16 Véase aquí una lograda licencia lúdica de Trapiello con respecto a las referencias trascendentes que en todo momento hace el protagonista del Quijote del sabio historiador con puntas de encantador que está a cargo de su historia,17 ahora revelado ante el lector como un humilde zapatero.

Las peripecias de la historia redactada por Benengeli no concluyen aquí, porque el zapatero-historiador cuya invención urde Trapiello muere como consecuencia de «unas fiebres furiosas que le atacaron la vejiga»,18 tras lo cual su viuda, «una cristia-na llamada Casilda Seisdedos», vendió los libros y papeles de su marido no bien este fue enterrado.19 Este es el punto en donde llegamos, con las oportunas ampliaciones 16 Ibíd., pág. 36. De las recreaciones del Quijote en las que se desarrolla el estatuto de personaje de Cide

Hamete Benengeli me ocupo en Inspiración y pretexto. Estudios sobre las recreaciones del Quijote, Madrid, Iberoamericana-Vervuert, 2005, págs. 125-135.

17 «¡Oh tú, sabio encantador, quienquiera que seas, a quien ha de tocar ser el coronista desta peregrina historia!» (Miguel de Cervantes Saavedra, Quijote, I, 2. Citamos siempre el texto abreviando el título de la obra y siguiendo la edición de Martín de Riquer en Barcelona, Planeta, 1980).

18 Andrés Trapiello, Al morir don Quijote, cit., pág. 36.19 Hay que hacer notar que el tratamiento lúdico de la «verdadera identidad» del historiador árabe es

uno de los pocos aspectos que rompen la lograda coherencia literaria de Al morir don Quijote y su continuación propia, El final de Sancho Panza y otras suertes, en donde Cide Hamete Benegeli ya no es este zapatero ilustrado de la primera de las dos recreaciones de Trapiello, sino el protagonista de las Memorias del esclarecido Cide Hamete Benengeli, autor celebérrimo de la historia del ingenioso hidalgo don Quixote de la Mancha. Recogidas por Melique Zulema, autor igualmente verdadero que arábigo, que se incluye como un apéndice a las ya citadas Adiciones de Jacinto María Delgado entre las págs. 356 y 374. Así se ve desde el momento en que un tal Guillén Ramírez, que se encuentra con los protagonistas en El final de Sancho y otras suertes, nos dice de Cide Hamete «que nació en Máscara, villa célebre de África, y patria también de los insignes padres de Averroes y de Rasis el Menor, y que fue hijo de Muley Benengeli, sastre, y de Fátima Abenámar, plañidera y barrendera de la

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del narrador de la recreación de Trapiello, a lo que, según el juego que entraña la in-formación que ahora recibimos, tan solo conocemos parcialmente por el capítulo I, 9 del Quijote: mientras Cervantes está comprando una pieza de seda para reconciliarse con su esposa Catalina tras su larga ausencia en Sevilla, llega a la tienda del sedero el hijo de Benengeli, que está vendiendo los cartapacios escritos en arábigo por este y cuya traducción encomienda el narrador en primera persona del comienzo de I, 9 –Cervantes según la propuesta de Trapiello– a un morisco que completa su trabajo en poco más de un mes. Gracias al narrador de Al morir don Quijote sabemos que Cervantes completó la historia de Benengeli con adiciones de su cosecha:

De su coleto añadió Cervantes algunos episodios más que él había oído referir y que Cide Hamete o no los conocía o no había querido ponerlos o no pudo, porque se murió antes, como por ejemplo el de la liberación de Ginés de Pasamonte, y debió ser que Cide Ha-mete conocía a ese matachín, y sabía cómo se las gastaba, y prefirió ni en broma incluirlo en la relación general, por si acaso llegaba a sus manos publicada aquella crónica, y le buscaba las vueltas.20

No se puede pedir más al juego: al igual que el narrador del Quijote cervantino nos da pistas en I, 16 sobre la posible filiación familiar de Benengeli con el arriero que se concierta con Maritornes en la venta para dormir con ella, el narrador de la continuación de Trapiello justifica el proceder del zapatero (que no sabio) historiador por su conocimiento personal de un personaje de la historia que él mismo escribe, y al igual que el narrador del Quijote sugiere al comienzo del capítulo II, 44, apelando a la intervención del traductor, que Benengeli no se atiene a la literalidad de la histo-ria que está elaborando porque ha añadido las novelas intercaladas del Curioso y del Cautivo y deja también claro en II, 18 que el traductor mismo ha obviado detalles de la historia original aplicando sus propios criterios estilísticos en detrimento de los

mezquita» (Andrés Trapiello, El final de Sancho Panza y otras suertes, cit., pág. 246), fragmento que es una paráfrasis muy ajustada al primer párrafo de las Memorias (vid. pág. 357). Este Cide Hamete Benengeli cuya filiación se detalla en El final de Sancho Panza… no es zapatero, sino sastre, y tras un recorrido vital que merece interés y del que me ocupo en mi estudio ya citado (vid. supra, n. 16), no muere precisamente de las fiebres que refiere el narrador de Al morir don Quijote, sino muy probable-mente de los achaques que le ocasionó el viaje de vuelta a África tras despedirse de los mismos duques que se burlaron de don Quijote en la segunda parte, a cuyo servicio estuvo una buena temporada (vid. Memorias, pág. 373).

20 Andrés Trapiello, Al morir don Quijote, cit., pág. 38.

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del mismo Cide Hamete,21 el narrador de Trapiello atribuye a Cervantes elementos ajenos a la historia escrita por el mismo Benengeli.

En este mismo juego de atribuciones, ya publicado y leído por Sansón Carrasco en el Quijote de 1615, y en el momento en que especula con la poca simpatía que los duques pudieron haber concitado tanto en Carrasco como en los responsables de la historia, el narrador desvela con toda lógica intratextual las claves autoriales de la segunda parte de la obra original:

El propio Sansón Carrasco se dio perfecta cuenta de que aquellos duques tampoco debie-ron de serle muy simpáticos ni a Cide Hamete ni a Cervantes, porque ni uno ni otro reve-laron el nombre de señores tan importantes. Aunque, cabe añadir al paso, que Cide Hame-te malamente pudo revelarlo ni aun escribir esa segunda parte, porque llevaba muerto más de ocho meses, y debió de ser que Cervantes, que como muchos otros esperaba después de la primera la segunda parte, decidió seguir atribuyendo al moro el resto de la historia, para no meterse en más jardines y seguir la unidad de la obra, y así si la primera parte se la debemos enteramente a Cide Hamete, la segunda, que también se le atribuye, solo pudo ser de Cervantes.22

El mismo Sancho, comprensiblemente afectado por cuanto ha leído en la segunda parte de la historia original, y muy especialmente por la reprobable conducta de los duques, coincide con Sansón al interpretar las razones que movieron a los historia-dores a silenciar sus nombres «por no manchar la crónica de un hombre tan valeroso y bueno como fue don Quijote».23

3. Cide Hamete Benengeli, celebrado y también cuestionado

Los personajes ponen en evidencia los buenos oficios de Cide Hamete Benengeli como historiador en paralelo con los del mismo Cervantes. Así lo hace, por ejemplo, el académico maese Nicolás: «Y si yo contara […] con la suerte de tener para mí un historiador escrupuloso como Cide Hamete o uno tan clemente como Cervantes, les daría carta blanca para que hiciesen y dijesen de mi vida lo que quisieran, no menos-21 «Aquí pinta el autor todas las circunstancias de la casa de don Diego, pintándonos en ella lo que

contiene una casa de un caballero labrador y rico; pero al traductor desta historia le pareció pasar estas y otras semejantes menudencias en silencio, porque no venían bien con el propósito principal de la historia».

22 Andrés Trapiello, Al morir don Quijote, cit., pág. 353.23 Ibíd., pág. 374.

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cabando la honra, porque en el haberlo dicho bien estaría ya la verdad que uno, como académico, ha buscado siempre».24 Lo acabado y completo de su trabajo como histo-riador, al lado de la autoridad del mismo Cervantes y de don Quijote, es la referencia que emplea el narrador para comparar el aquilatado conocimiento que acreditaban los caballeros que se alojaban en la venta acerca de las aventuras de este, «de cuya vida parecían conocer pelos y señales, más y mejor que el propio don Quijote, Cide Hamete y Cervantes juntos».25

No siempre, sin embargo, se habla con aprecio de la tarea emprendida por los responsables de difundir la historia de don Quijote. El ama Quiteria, por ejemplo, la-menta la actitud y las intenciones de «historiadores más sandios que él [don Quijote], a quienes no ha importado alcanzar renombre a costa del nombre de mi amo».26 Más equilibrado en sus apreciaciones sobre la labor conjunta de Benengeli, el traductor y Cervantes resulta ser el mismo don Quijote, tal como se comprueba por el valio-sísimo hallazgo, por parte de Sansón Carrasco, de un ejemplar de la primera parte de la obra original anotado de puño y letra de su protagonista, que expresa en su peculiar estilo de caballero medieval «sus impresiones, interjecciones, desacuerdos o parabienes al autor, traductor y recopilador de su historia. Abundaban los “¡Voto a Bríos, que el historiador ha estado en este pasaje muy puntual y verdadero!” […], pero también los “¡Cuán engañado estáis, señor cronista, en este paso!”, los “Muy ligero andáis, me parece a mí, moro marfuz”».27

El tejido intertextual urdido por Trapiello es, de esta forma, todo un ejemplo de acertada reelaboración del juego que ya despliega Cervantes. Recordemos que el narrador no tiene empacho en sembrar las dudas acerca de la credibilidad de Benen-geli desde el momento de su aparición en el capítulo I, 9: «Si a esta [la historia] se le puede poner alguna objeción cerca de su verdad, no podrá ser otra sino haber sido su autor arábigo, siendo muy propio de los de aquella nación ser mentirosos […] y si algo bueno en ella faltare, para mí tengo que fue por culpa del galgo de su autor, antes que por falta del sujeto». Don Quijote mismo considera en el capítulo II, 2 que la inserción de la novela de El curioso impertinente es una evidente falta de tino de Benengeli: «No ha sido sabio el autor de mi historia, sino algún ignorante hablador, que a tiento y sin algún discurso se puso a escribirla, salga lo que saliera».

Sancho Panza declara su voluntad de aprender a leer para poder conocer de pri-mera mano sus andanzas y las de su amo en el verdadero libro de su historia. Sería 24 Andrés Trapiello, Al morir don Quijote, cit., pág. 95.25 Ibíd., pág. 197.26 Ibíd., pág. 293.27 Ibíd., págs. 306-307. Este ejemplar anotado personalmente por don Quijote adquirirá una presencia e

importancia singulares en El final de Sancho Panza y otras suertes.

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muy posible, según el narrador de la continuación de Trapiello, que Sancho sufriese una desilusión al verse retratado como un personaje simple y grosero y al conocer detalles a buen seguro tan decepcionantes como la participación del cura y el barbero en la máquina de fingimientos orientados en todo caso a lograr por todos los medios que don Quijote regresase a su aldea y recobrase la cordura: «Porque una cosa era la opinión que Cide Hamete podía tener del escudero, otra la que pudiera tener Cervan-tes y otra bien diferente la que Cide Hamete o Cervantes desvelaban de las que tenía el cura, el barbero y otros muchos del caballero y el escudero».28 Preocupado por esta posibilidad, Sansón intenta disuadir a Sancho de su intención de leer la primera parte de la obra original, pero también para Sancho Panza, que ya conoció por don Quijote de la pulcritud que adornaba a Benengeli como historiador, la alianza entre este y Cervantes es una garantía de la veracidad de la legítima historia de sus aventuras:

No creo, por las informaciones que me adelantó mi señor don Quijote, que el moro Cide Hamete haya hecho otra cosa que dar cuenta puntualísimamente de los acontecimientos de nuestras correrías andantes. Tampoco el señor Cervantes habrá querido contar lo que no era, ya que como soldado que ha sido, no podría no ser un hombre que pusiera la honra suya y ajena por delante de la honra de los demás, pues deshonrando a unos se deshon-raría a sí propio.29

No conforme con la seguridad que para él supone la exactitud con la que Benen-geli se atiene a los hechos, y a pesar de la bien intencionada insistencia con la que Sansón le advierte de que puede leer en la historia que se le atribuyen unas cuantas sandeces, Sancho admite con total humildad que el historiador pudo ocuparse de él y de su amo con «acentos bien distintos, porque no suena, tañido con el mismo badajo, una campana que un cencerro, y yo soy más bien un cencerro».30 Sin embargo, cuan-do lee el texto de la primera parte de su historia legítima discrepa con los criterios en virtud de los cuales Benengeli selecciona los hechos que merecen o no constar en ella y se reconoce «abrumado por los recuerdos que aquellas palabras despertaban en él o la memoria de otras gestas que el historiador moro no había considerado dignas de figurar allí y que para él habían sido si no más, sí, al menos, tan significativas como esas otras que allí figuraban».31 Un buen ejemplo de omisión cometida por los responsables de la historia original es que en la recreación de Trapiello Sancho Panza da testimonio del secreto que el morisco Ricote le confió en su encuentro, cuando le 28 Ibíd., pág. 268.29 Ibíd., pág. 274.30 Ibíd., pág. 279.31 Ibíd., pág. 331.

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dijo que había regresado a su pueblo a desenterrar unos tesoros que no pudo llevar consigo a tiempo de su salida como consecuencia de su expulsión:

Pero lo que no se cuenta en la historia, bien porque no se acordara de ello el fantasma de Cide Hamete32 o Cervantes, bien porque Ricote lo llevara tan en secreto que ni el histo-riador pudo alcanzar aquel tan oculto pensamiento, lo que no se cuenta, digo, y vos no sabéis, es que me confió que había desentrañado todos los tesoros, menos uno, por entra-ñar el hacerlo algún peligro de ser descubierto, al hallarse metido este en un pozo junto a un camino muy pasajero.33

También Sansón Carrasco se pregunta por qué no se da cuenta en la segunda parte de la obra original de las «historias curiosas y de mucho entretenimiento» que le sucedieron durante el viaje de regreso a su pueblo tras derrotar a don Quijote en la playa de Barcelona, pero él mismo, en la respuesta que aduce a su propia pregunta, parece justificar como pertinentes los criterios que motivan esta omisión: «¿Te has preguntado, Sancho, por qué ninguna de ellas las recogió en su crónica el historiador, ni Cervantes quiso averiguarlas? Porque no solo han de suceder para que merezcan la gloria de ser recontadas, ni todos tenemos la gracia de saber contarlas ni encontra-remos tampoco a muchos que quieran oírlas».34

En clara sintonía con lo que venimos afirmando, Blas Sánchez Dueñas destaca el acierto de Trapiello al construir esta constante interrelación con el texto de Cer-vantes:

32 Recuérdese que, según ya sabemos (vid. supra, notas 18 y 19), el Benengeli de Al morir don Quijote ya estaba muerto a tiempo de que se publicase la segunda parte de la historia original. Sin descartar una intención irónica, la alusión al fantasma de Cide Hamete Benengeli sintoniza con la dimensión mágica de su naturaleza que se fragua en la primera parte del Quijote, que en todo caso no está muy en línea con el personaje diseñado por Trapiello, un zapatero que no se ajusta al perfil canónico de un «sabio historiador», ni mucho menos de un «sabio encantador» al uso de los libros de caballerías.

33 Andrés Trapiello, Al morir don Quijote, cit., pág. 382.34 Ibíd., págs.. 386-387. Esta declaración de Sansón Carrasco abona la solicitud de aprobación de Be-

nengeli «no por lo que escribe, sino por lo que ha dejado de escribir» que el narrador refiere en el extraordinario –que no imposible– galimatías que resulta ser el primer párrafo del capítulo II, 44 del Quijote. Todas estas historias por cuya omisión se pregunta Sansón Carrasco nos llevan al criterio de «selección artística» acuñado por Alan S. Trueblood, al que en otras ocasiones me he referido. Remito a su artículo «Sobre la selección artística en el Quijote. “… lo que ha dejado de escribir” (II, 44)», Nueva Revista de Filología Hispánica, núm. X, 1956, págs. 44-50. Del rastreo de algunos ejemplos de este recurso en la literatura caballeresca me he ocupado en La ficción autorial en el Quijote, cit., pág. 119, n. 66.

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Otro de los méritos constructivos de este texto son los hábiles juegos metaliterarios y las intertextualidades que el libro de Trapiello mantiene con el texto cervantino y con el propio cuerpo narrativo de la novela. El escritor leonés establece un hábil juego entre la realidad y la ficción, entre el personaje cervantino y el personaje trapiellano, mediante un doble uso de éstos. El personaje se siente vivo y real en manos de Trapiello, mientras que se ve retratado en el libro protagonizado por don Quijote y por ellos mismos.35

Aunque suscribe la fiabilidad de su tarea cuando afirma que «lo que cuenta el señor Benengeli está tan atenido a la verdad y a los hechos reales que habría pensado que fue cosa de brujería cómo llegó a conocerlos»,36 el Sancho de Trapiello cuestio-na la autoridad con la que el historiador recoge cosas que pudo o no decir, atribuye al desconocimiento de su persona las imprecisiones que comete en su retrato y en-mienda la plana con argumentos teológicos a Cide Hamete por la falta de tino que mostró acerca de la bondad de su verdadera condición: «En lo que creo que anduvo equivocado el señor Benengeli fue en decir que no sabía si darme el título de hombre de bien, porque ninguno pobre suele serlo. Y eso lo dijo por pertenecer a la herejía mahometana, ya que no debió oír en la catequesis las bienaventuranzas, porque allí bien claro se dice que de los pobres será el reino de los cielos».37 A diferencia de Sancho, y refiriéndose a la segunda parte de la obra original, que ya ha podido leer, Sansón Carrasco agradece a Cervantes y Benengeli «el quedar para la posteridad mucho mejor pintados de lo que somos, lo cual dice bien de su generoso pulso para idealizar las líneas de nuestro retrato»,38 pero a tiempo de que Sancho muestre interés por leerla, al igual que hizo con la primera, le advierte de nuevo de que su lectura puede hacerle daño.

4. cide Hamete Benengeli reivindicado: la dialéctica cervantes/Avellaneda

Junto al papel de Cervantes y su traductor –que en el texto consta como «el truji-mán de Cide Hamete»–, Sansón Carrasco reivindica la historia del «verdadero Cide Hamete» en cuya segunda parte, cuando se publique, se dejará constancia verdadera de sus hechos, que se contarán «no como lo ha hecho el historiador apócrifo que se 35 Blas Sánchez Dueñas, «Andres Trapiello, El Quijote y las vidas después de la muerte de Alonso Qui-

jano», Lectura y signo, núm. 7, 2012, págs. 301-323.36 Ibíd., pág. 333.37 Ibíd., pág. 332.38 Ibíd., pág. 349.

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dice de Tordesillas».39 Este es el primer fragmento de los muchos que en Al morir don Quijote se dedican a la dialéctica Cervantes/Avellaneda. Con un ánimo pare-cido, y en perfecta sintonía con el final de Quijote II, 74, el cura insta al escribano señor De Mal, tras el entierro de don Quijote, a que

dé fe por escrito de que Alonso Quijano el Bueno, llamado comúnmente don Quijote de la Mancha, ha pasado de esta vida presente a otra mejor y que queda muerto de muerte natural, estorbando con este testimonio, firmado por los testigos, que nadie le resucite falsamente y vuelva a imprimir inacabables historias de sus hazañas, así se llame el his-toriador como quisieran llamarlo todos los demonios.40

En idéntico sentido se manifiesta el que parece ser el verdadero don Quijote se-gún el testimonio de un tal don Santiago de Mansilla, bajo cuya falsa identidad se oculta el mismísimo Ginés de Pasamonte,41 que dice haberlo conocido en La Almu-nia de doña Godina según venía de Zaragoza y haber oído de sus propios labios la profesión de su verdadera identidad avalado por la autoridad de Benengeli frente al falso don Quijote urdido por Avellaneda:

De modo que si el don Quijote que decís conocer, lo conocisteis en el libro de Miguel de Cervantes, que lo tradujo del verdadero historiador de nuestras aventuras, el moro Cide Hamete, entonces aquí lo tenéis en vuestra presencia. En el caso de que lo hayáis conoci-do en uno de un tal Avellaneda, que Dios confunda, o en cualquier otro […], os diré que de mí no sabéis absolutamente nada.42

39 Ibíd., pág. 82.40 Ibíd., pág. 87.41 Recordemos que en Al morir don Quijote el falso don Santiago de Mansilla ya había dado

cuenta de su perversidad al casarse con Aldonza Lorenzo para vivir a costa del buen nom-bre de don Quijote y luego abandonarla. La reaparición de Ginés de Pasamonte, preso tras haberse destapado de nuevo su nueva falsa identidad como prior del Cabildo de la catedral de Cartagena de Indias, será fundamental en El final de Sancho Panza y otras suertes, en donde sabremos que fue él mismo quien, bajo la igualmente falsa identidad de Avellaneda, escribió el apócrifo: «… al verme motejado de parapillas y otras lindezas en la primera parte de vuestra historia, tracé yo felicísima invención. Y fue convencer a dos amigos míos de vestirse de don Quijote y Sancho, para descrédito de los verdaderos. Se ganaron la vida muy bien de aquella guisa y más cuando yo, con el nombre de Avellaneda, di a la imprenta su historia, que los hizo famosos» (Andrés Trapiello, El final de Sancho Panza y otras suertes, cit., págs. 319-320).

42 Andrés Trapiello, Al morir don Quijote, cit., pág. 200.

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La seguridad con la que este don Quijote reclama ante Mansilla la legitimidad de su filiación frente a la apropiación de Avellaneda invocando la alianza entre Cervan-tes y Benengeli no puede ser más rotunda:

Y me dijo, en efecto, que ese don Quijote mendaz que iba por el mundo usurpando su nombre era el mismo que había historiado el tal autor tarragonino. Pero que él era el único y verdadero don Quijote de la Mancha de quien habló Cide Hamete Benengeli y que dio a conocer el señor Cervantes en volumen ya famoso, como habría de serlo la segunda y verdadera historia de sus hazañas, cuando se publicara.43

Ante una declaración así, a Sansón no le cabe sino entender que la imitación de sus amigos, los verdaderos protagonistas de la legítima historia, se ha convertido en una actividad lúdica emprendida por un número indeterminado de imitadores que recorren con intención burlesca las tierras de España. El caso es que ese don Quijote cuya existencia declara el falso Mansilla conoce detalles tan singulares y reserva-dos como el gobierno de Sancho, y esta circunstancia, unida a otras que motivan la preocupación y el malestar de Sansón, le lleva a asegurarle a don Álvaro Tarfe, que también reaparece en la recreación de Trapiello, que el verdadero don Quijote está muerto y enterrado y a suponer que el hecho de que el falso don Quijote de La Almu-nia de doña Godina esté en condiciones de referirse a aventuras en efecto emprendi-das por los verdaderos protagonistas de la legítima historia es el resultado de que su segunda parte, en evidente alusión al Quijote de 1615, ya ha sido publicada. En razón de esta conjetura, Sansón invita a don Álvaro a asegurarle que este verá a aquel en esta segunda parte como vencedor de don Quijote en las playas de Barcelona44 y por si fuera poco anuncia la escritura de una «tercera parte, que yo mismo he de escribir, haciendo la crónica de todos estos sucesos algún día, porque nadie tiene la última palabra de nada ni pueden dos hombres mirar las cosas de la misma manera».45 43 Ibíd., pág. 209.44 Sancho Panza también remite en su momento a esa segunda parte de la verdadera historia cuyos cro-

nistas recogerán con especial atención aventuras tan destacadas como la de la cueva de Montesinos: «Aún está por aparecer la crónica verdadera de la última salida que hicimos […], pero saliendo a la luz, no me cabe la menor duda de que a ese episodio le dedicarán allí los historiadores más de un capítulo, por lo jugoso que fue […] Cuando salga a la luz el libro, ya se verá» (Ibíd., págs. 320-321).

45 Ibíd., pág. 223. En efecto, en el último capítulo de El final de Sancho Panza y otras suertes, María, la hija de Sansón Carrasco, encuentra tras la muerte de su padre entre sus papeles unas Vidas de don Quijote y Sancho: «Se contaba en ese libro la vida de don Quijote ya desde antes de dar en caballero andante, y acababa con la muerte y enterramiento de Sancho» (pág. 427), dando cuenta además de las vidas de los demás personajes que definen el universo literario cervantino que Trapiello recrea con detalle. De este mismo juego metaliterario de lograda urdimbre intertextual forma parte también

Cide Hamete Benengeli y la conciencia de la historia en Al morir don Quijote de Andrés Trapiello

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En Al morir don Quijote también Álvaro Tarfe, el personaje de Avellaneda a su vez recreado por Cervantes en el Quijote de 1615, contribuye a la confirmación de la identidad de los verdaderos protagonistas de la obra de Benengeli y Cervantes. Así, don Álvaro dice haber conocido a los falsos don Quijote y Sancho Panza, a cuya conducta extrema y desquiciada se refiere con evidente desapego («don Quijote uno de los hombres más descomunales que conocí y su escudero uno de los más glotones y dignos de lástima entre los de su género»46) y a quien dejó recluido en la casa del Nuncio de Toledo «donde se mejorara y procurase su cura, y se le pasase esa porfía de creerse don Quijote de la Mancha, del que, sin duda, también había sabido leyen-do el libro de Cervantes, del que yo entonces, por cierto, no tenía noticia»47. También por don Álvaro Tarfe sabemos que, tiempo después, un personaje no identificado contó las aventuras de este falso don Quijote a un amigo suyo, «gran enemigo de Cide Hamete, de toda la nación morisca y de Cervantes […] Este enemigo, que dio en llamarse Alonso Fernández de Avellaneda, envidioso de la fama y dineros que con la primera parte había logrado Cervantes, hizo cuento con una segunda historia, y presentó como verdadero lo que era falso».48 Según él mismo sigue contando, Álvaro Tarfe acaba conociendo en un mesón a «los genuinos, los destilados de la verdadera cepa, los inconfundibles don Quijote y Sancho»,49 cuya verdadera identidad fren-te a los falsos personajes creados por Avellaneda certifica ante el alcalde de lugar, quien a su vez «así lo proveyó jurídicamente».50 Es más que evidente la relación y la coherencia, literal en algún detalle, con el capítulo del Quijote de 1615 en el que don Álvaro conoce y reconoce a los verdaderos don Quijote y Sancho Panza y da fe pública ante el alcalde del lugar de su verdadera identidad frente a la usurpación del apócrifo:

Llegose en esto la hora de comer; comieron juntos don Quijote y don Álvaro. Entró acaso el alcalde del pueblo en el mesón, con un escribano, ante el cual alcalde pidió don Qui-jote, por una petición, de que a su derecho convenía de que don Álvaro Tarfe, aquel ca-ballero que allí estaba presente, declarase ante su merced como no conocía a don Quijote de la Mancha, que asimismo estaba allí presente, y que no era aquel que andaba impreso

la frecuente alusión en El final de Sancho Panza… a otro libro, publicado en Cadalso de los Vidrios y firmado por un tal licenciado Medina, identificado por algunos como el mismo Sansón Carrasco, cuyo contenido coincide precisamente con el de Al morir don Quijote, nueva muestra de la unidad que definen las dos recreaciones publicadas por Trapiello.

46 Ibíd., pág. 202.47 Ibíd.48 Ibíd., págs. 202-203.49 Ibíd., pág. 204.50 Ibíd., pág. 205.

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en una historia intitulada: Segunda parte de don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal de Avellaneda, natural de Tordesillas. Finalmente, el alcalde proveyó jurídicamente; la declaración se hizo con todas las fuerzas que en tales casos debían hacerse; con lo que quedaron don Quijote y Sancho muy alegres, como si les importara mucho semejante de-claración y no mostrara claro la diferencia de los dos don Quijotes y la de los dos Sanchos sus obras y sus palabras.51

Al morir don Quijote, en fin, es una continuación ortodoxa cuyo tejido intertex-tual sintoniza con el Quijote cervantino y algunas de sus recreaciones anteriores al ampliar la información que nos ofrece el original tanto sobre los personajes como sobre las circunstancias de la elaboración y la transmisión de la historia.

Los personajes son conscientes de pertenecer a una historia concreta escrita por un autor concreto, Cide Hamete Benengeli, responsable junto con el mismo Cervan-tes de su construcción y su difusión, cuya pericia como historiador algunas veces ensalzan y otras ponen en duda, reelaborando el juego que en el mismo sentido ya había construido magistralmente Cervantes en el texto de la novela original, y muy especialmente en su segunda parte. Por otra parte, y al igual que en en Quijote de 1615, en la recreación de Trapiello la autoría de Benengeli es una garantía de la única historia verdadera frente a la intromisión de Avellaneda. A este fin contribuye también la significativa presencia de Álvaro Tarfe, creado por el apócrifo, vindi-cativamente recreado por Cervantes en la segunda parte del Quijote y nuevamente recreado por Trapiello al servicio de la legitimidad de la historia y de la identidad de sus auténticos protagonistas.

En este ejercicio no falta la estudiada coincidencia de algunos fragmentos de Al morir don Quijote con otros del Quijote de 1615, cuya existencia, que en principio supone para los protagonistas un horizonte o una expectiva, representa para ellos en su momento la certeza de su existencia misma y la constatación de su verdadera identidad y, sobre todo, la del verdadero don Quijote, que da sentido a sus pasos y orienta sus aventuras: una historia verdadera, un historiador verdadero y un prota-gonista verdadero que apuntalan, por la vía del juego metaliterario, los límites im-posibles de la verdad imposible que alumbra la ficción cervantina, sometida a la luz inextinguible de sus recreaciones.52

51 Quijote, II, 72.52 El presente trabajo se adscribe al grupo de investigación «Recepción e interpretación del Quijote

(1605-1830). Traducciones, opiniones, recreaciones» (FFI2014-56414-P) del Ministerio de Economía y Competitividad (Programa Estatal de Fomento de la Investigación Científica y Técnica de Excelen-cia), dirigido por el Dr. Emilio Martínez Mata, de la Universidad de Oviedo.

Cide Hamete Benengeli y la conciencia de la historia en Al morir don Quijote de Andrés Trapiello

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el caballero del verde gabán coMo Modelo de vida

eMilio MaRtínez Mata Universidad de Oviedo

El personaje del Caballero del Verde Gabán resulta, sin duda, uno de los mejor delineados por Cervantes. «No hay personaje explorado más a fondo [por el autor] en toda la obra» dice de él Márquez Villanueva (1975: 163), aunque habrá que supo-ner con exclusión de don Quijote y Sancho.

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3.ª Época – N.º 20. 2015 – Págs. 73-103

RESUMEN:

Se revisa el episodio del Caballero del Verde Ga-bán (Don Quixote, II, 16-18) para concluir una in-terpretación del personaje, contrapuesto al de don Quijote, no ya como modelo moral, en relación con el estoicismo y el epicureísmo cristiano, sino como un modelo social. El personaje representa-ría un modo de actuación guiado por la utilidad (como se pone de manifiesto, entre otros motivos, por el tipo de caza que lleva a cabo), aunque, por supuesto, lejos aún de la idea de utilidad públi-ca que los ilustrados convertirían en uno de sus principales objetivos. Se trataría de una bondad activa, que busca el provecho para sí y sus próxi-mos, estableciendo un modelo (no muy alejado de la preud’hommie propugnada por Pierre Charron en De la sagesse, 1601) que reflejaría el cambio moral y social que se produce como consecuencia del nuevo contexto social y económico y de las nuevas concepciones que el Humanismo había contribuido a establecer.

PALABRAS CLAVE:

Don Quijote, Caballero del Verde Gabán, utilidad, bondad activa, preud’hommie

ABSTRACT:

The episode of the Knight of the Green Topcoat (Don Quixote, II, 16-18) is reviewed in order to conclude an interpretation of the character, op-posed to don Quixote. Not only as a moral ex-ample, with respect to the stoicism and Christian epicureanism, but also as a social model. The character will stand for a mode of action guided by utility, as evidenced, among other reasons, by the type of hunting that he holds. Although, of course, far from the idea of public interest that the enlightened adopted as one of its main goals. This would be an active goodness, seeking advan-tage for themselves and their next. Establishing a model (not far away from the preud’hommie ad-vocated by Pierre Charron in De la sagesse, 1601) that would reflect the moral and social change that occurs as a result of the new social and economic context and new conceptions that Humanism had helped to establish.

KEYWORDS:

Don Quijote, the Knight of the Green Topcoat, utility, active goodness, preud’hommie

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Si bien es uno de los personajes más «simpáticos» del Quijote (como recordaba A. Sánchez 1961-1962: 169), ha despertado el interés de la crítica fundamentalmente por lo que supone de contraposición al modo de vida de don Quijote. Esta perspec-tiva, que comentaremos más adelante, se ve inevitablemente afectada por la valora-ción que el crítico haga de la figura de don Quijote o por la actitud de buscar lecturas ocultas (o, al menos, disimuladas) en la novela cervantina.

Con la idealización romántica de don Quijote, empezaron las interpretaciones ne-gativas del personaje del Caballero del Verde Gabán en tanto que envés del carácter «heroico» de don Quijote y por perseguir una felicidad material y familiar (Bonilla resaltaba lo que tiene de «apocado» y materialista, 1905: 333). Más tarde, algunos críticos de la segunda mitad del siglo xx, de preferencia los que persiguen un Cer-vantes maestro del doble discurso por una supuesta heterodoxia ideológica o bien por atribuirle el máximo grado de complejidad artística, han tratado de encontrar en el personaje de don Diego de Miranda una significación más o menos velada.

Sin embargo, son también numerosos los partidarios de una interpretación positi-va del personaje. Hasta el punto de que algunos, como A. Sánchez, ven en él un an-helo íntimo del propio Cervantes, el de vivir una medianía dorada.1 Sánchez incluso va más allá al encontrar un parecido físico entre el personaje («la edad mostraba ser de cincuenta años; las canas, pocas, y el rostro, aguileño; la vista, entre alegre y gra-ve», II, 16, pág. 662)2 con la descripción que de sí mismo da Cervantes en el prólogo de las Novelas ejemplares: «Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello casta-ño, frente bien lisa y desembarazada, de alegres ojos» (Novelas ejemplares, Prólogo, pág. 16; el subrayado es mío, al igual que en otras citas de Cervantes).3

Otro aspecto que resalta al personaje es el hecho de que formula la mejor caracte-rización del protagonista, sintetizada en el binomio locura/cordura: «ya le tenía por cuerdo, ya por loco, porque lo que hablaba era concertado, elegante y bien dicho, y lo que hacía, disparatado, temerario y tonto» (II, 17, pág. 677). Y su hijo reitera esa misma interpretación, sintetizándola de modo muy expresivo: «él es un entreverado loco, lleno de lúcidos intervalos» (II, 18, pág. 684).1 «Fugaz anhelo de un genio maltratado por la vida» (Sánchez 1961-1962: 201). Márquez Villanueva

también defiende el modelo del tipo de vida del Caballero del Verde Gabán como una alternativa al propio Cervantes, pero afirma, sobrepasando los límites interpretativos, que este habría rechazado al elegir «quijotescamente la zambullida en el proceloso mar de una Sevilla ruidosa y babilónica» (1975: 167).

2 Todas las citas del Quijote proceden de la edición de F. Rico, Madrid, Punto de Lectura, 2007.3 Ed. de J. García López, Madrid, Real Academia Española-Galaxia Gutenberg, 2013. Günter (2007:

169), por su parte, rechaza la identificación de don Diego con Cervantes (o con cualquier otro poeta: Lope, Rodrigo de Miranda) debido al escaso aprecio que muestra el personaje por la poesía.

El Caballero del Verde Gabán como modelo de vida

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El episodio del Caballero del Verde Gabán se introduce en el contexto de la ines-perada victoria de don Quijote sobre el Caballero del Bosque (en realidad, su amigo Sansón Carrasco disfrazado de caballero andante). En el inicio del capítulo xvi de la Segunda Parte el narrador muestra la satisfacción que rebosa don Quijote por su reciente victoria: «Con la alegría, contento y ufanidad que se ha dicho seguía don Quijote su jornada» (II, 16, pág. 659). En efecto, también al comienzo del capítulo anterior se indica el orgullo de don Quijote por el triunfo («En extremo contento, ufano y vanaglorioso iba don Quijote por haber alcanzado victoria de tan valiente ca-ballero como él se imaginaba que era el de los Espejos», II, 15, pág. 656). La victoria le hace olvidarse de todos los malos momentos pasados hasta entonces y creerse el más valiente caballero andante:

Imaginándose por la pasada victoria ser el caballero andante más valiente que tenía en aquella edad el mundo; daba por acabadas y a felice fin conducidas cuantas aventuras pudiesen sucederle de allí adelante; tenía en poco a los encantos y encantadores; no se acordaba de los innumerables palos que en el discurso de sus caballerías le habían dado, ni de la pedrada que le derribó la mitad de los dientes, ni del desagradecimiento de los galeotes, ni del atrevimiento y lluvia de estacas de los yangüeses (II, 16, pág. 659).

Pero la victoria se había producido, de manera bien poco heroica, al aprovecharse de que el caballo del contrincante no se había movido de su sitio y este no había po-dido poner la lanza en ristre. Don Quijote, «que no miraba en estos inconvenientes» (II, 14, pág. 653), arremete violentamente (y «sin peligro alguno» para él, como recuerda el narrador) a quien se encontraba inerme a su merced.

Es en ese momento de felicidad y vanagloria de don Quijote cuando aparece el nuevo personaje, montado («a la jineta») en una hermosa yegua y vestido con un llamativo gabán verde. Una ropa elegante y un color que era costumbre utilizar para el viaje y para la caza.4

Las dudas que ha suscitado la colorística vestimenta de don Diego de Miranda han quedado convenientemente disipadas por trabajos como los de Gingras (1985) y Bernis (2001: 17, 20, 43-46). Sin embargo, algunos críticos han encontrado en el 4 «Los alcanzó un hombre (…) sobre una muy hermosa yegua tordilla, vestido un gabán de paño fino

verde, jironeado [‘con listones en los bordes’] de terciopelo leonado [‘rojizo’], con una montera del mismo terciopelo; el aderezo de la yegua era de campo y de la jineta [propio para el viaje], asimismo de morado y verde; traía un alfanje morisco pendiente de un ancho tahalí [‘correa’] de verde y oro, y los borceguíes [‘botines para montar’] era de la labor del tahalí; las espuelas no eran doradas, sino dadas con un barniz verde, tan tersas y bruñidas, que, por hacer labor con todo el vestido, parecían mejor que si fueran de oro puro» (II, 16, págs. 660-661).

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vistoso traje del viajero, que llama la atención hasta el punto que se le acaba denomi-nando «el del Verde Gabán», la base de partida para su interpretación del episodio. Así, Márquez Villanueva, que no duda en afirmar que don Diego de Miranda «viste como un papagayo» (1975: 227), relaciona el llamativo colorido de su vestimenta con los colores distintivos del loco y del bufón de corte. En su interpretación, la ropa de don Diego es la del loco, un signo de su locura equiparable a los requesones de-rretidos en la cabeza de don Quijote (un rasgo del loco, como muy bien documenta). Del mismo modo, establece un paralelo entra la locura de don Quijote enfrentándose a los leones y la de «salir por ahí vestidos de verde» (1975: 234). Desde este pre-supuesto, se establecería en su opinión un paralelo entre las dos locuras: la «locura cuerda, rebosante de riesgo», de don Quijote y la «cordura loca, acolchada de pre-cauciones», de don Diego (1975: 227).

Por el contrario, los estudios de Gingras (1985) y Bernis (2001: 17, 20, 43-46), entre otros, han puesto de manifiesto claramente que la vestimenta de don Diego es la apropiada para un viajero de su posición social y riqueza. Son numerosos los testimonios de la vistosidad y colorido de los vestidos de viaje, que se diferencia-ban de los de ciudad en este rasgo (Bernis 2001: 19-21), aunque nos pueda parecer sorprendente.5 Por lo demás, la imagen del traje de don Diego está muy lejos de la extemporánea que traza Márquez Villanueva. Bernis (2001: 43-44) explica que el gabán «jironeado de terciopelo» no se corresponde con las piezas triangulares lla-madas jirones que se incorporaban a las prendas para darles mayor vuelo, sino que son simplemente tiras o listones de color superpuestos en los límites del gabán para darle una mayor dignidad. Los borceguíes, de origen morisco, se habían convertido en el calzado típico del jinete hispano.6 También era habitual que el color del jaez del caballo armonizara con el de los borceguíes.7

El narrador hace una descripción detallada del traje de don Diego de Miranda para transmitir una imagen precisa del personaje. Y, en esa descripción, el gabán es bien relevante, hasta el punto de que se le mencione como «el del verde gabán», porque traslada una imagen de dignidad y prosperidad. Las observaciones no ofrecen 5 Véase ahora la crítica que hace Günter (2007) de las interpretaciones del personaje ligadas al simbo-

lismo de los colores.6 En 1603 el viajero francés Barthélemy Joly testimonia su uso general: «presque tous usent de ceste

chaussure, jusque aux presbitres et religieux» (citado en Bernis 2001: 44). Es el calzado que lleva el propio don Quijote, como queda de manifiesto cuando se quita las armas en casa de don Diego: «los borceguíes eran datilados [‘del color del dátil, marrón claro’]» (II, 18, pág. 680).

7 Puede verse una muy ilustrativa reconstrucción de la imagen del Caballero del Verde Gabán, basada en documentación de la época, en Bernis (2001: 45) y en la ilustración núm. 30, pág. 1009 del volumen complementario, de la edición del Quijote del Instituto Cervantes (esta ilustración, sin embargo, en blanco y negro).

El Caballero del Verde Gabán como modelo de vida

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dudas: a don Quijote le parece «hombre de chapa [‘discreto, juicioso’]»8 y el narra-dor se encarga de resaltar que «en el traje y apostura daba a entender ser hombre de buenas prendas [‘de buenas cualidades’]» (II, 16, pág. 662). El resto de su descrip-ción física se corresponde también con la dignidad que se ha destacado: «La edad mostraba ser de cincuenta años; las canas, pocas, y el rostro, aguileño; la vista, entre alegre y grave; finalmente, en el traje y apostura daba a entender ser hombre de bue-nas prendas» (II, 16, pág. 662). Hasta la mirada («entre alegre y grave») tiene rasgos positivos: es una mirada que no da muestras de orgullo o de frialdad, sino que puede incitar a la conversación amigable.

Las dos figuras, cada una en su singularidad, llaman la atención del otro: «y si mucho miraba el de lo verde a don Quijote, mucho más miraba don Quijote al de lo verde» (II, 16, págs. 661-662). La interpretación de la figura de don Diego no ofrece demasiadas dificultades para don Quijote porque llega en seguida a una conclusión: «pareciéndole hombre de chapa». No ocurre lo mismo con la de don Quijote, que produce notable extrañeza («semejante manera ni parecer de hombre no le había vis-to jamás»). Le admira la delgadez del caballo, la altura de don Quijote, la flaqueza y color amarillo del rostro, las armas, el ademán y compostura, porque se trata de una «figura y retrato no visto por luengos tiempos atrás en aquella tierra» (II, 16, pág. 662).

El propio don Quijote no solo advierte la atención con que le examina el viajero sino que es consciente de que la extrañeza que suscita está justificada: «Esta figura que vuesa merced en mí ha visto, por ser tan nueva y tan fuera de las que comúnmen-te se usan, no me maravillaría yo de que le hubiera maravillado» (II, 16, pág. 662). Así que le da explicación de su empeño adelantándose a los deseos de su interlocutor («quise resucitar la ya muerta andante caballería»), haciendo ostentación de que su historia circula ya impresa: «he merecido andar ya en estampa en casi todas o las más naciones del mundo: treinta mil volúmenes se han impreso de mi historia, y lleva camino de imprimirse treinta mil veces de millares, si el cielo no lo remedia» (II, 16, págs. 662-663).

La presunción de la que hace gala: «en casi todas o las más naciones del mundo» y las hiperbólicas cifras de ejemplares impresos (los treinta mil volúmenes que da 8 Esteban de Terreros, que tiene una magnífica sensibilidad léxica, define al hombre de chapa como

«valeroso, juicioso, prudente» y sitúa el vocablo en el ámbito familiar (Diccionario castellano con las voces de ciencias y artes, 1786-1788). Se trata, por tanto, de un equivalente, en otro registro, del discreto, el término con el que se alude al Caballero del Verde Gabán en el epígrafe del capítulo XVI: «De lo que sucedió a don Quijote con un discreto caballero de la Mancha» (II, 16, pág. 659). Sobre el papel de la discreción (y su relación con la prudencia) y, más específicamente, en el episodio del Caballero del Verde Gabán (aunque no menciona el epígrafe citado ni el «hombre de chapa» con que lo califica don Quijote), véase Da Costa Vieria (2004).

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por seguros y los treinta millones que espera), aunque hoy no nos sorprendan, resul-taban entonces un clarísimo disparate, que ponía en evidencia la vanidad desenfrena-da del personaje. En contraste, Sansón Carrasco había formulado un cálculo mucho más realista en los comienzos de la Segunda Parte: «el día de hoy están impresos más de doce mil libros» (II, 3, pág. 567).

La declaración de don Quijote no solo no resuelve la sorpresa y extrañeza del via-jero sino que la aumenta porque no cree posible «hoy» que haya caballeros andantes ni «historias impresas de verdaderas caballerías»: «Antes ahora que lo sé [que es un caballero andante] quedo más suspenso y maravillado. ¿Cómo y es posible que hay hoy caballeros andantes en el mundo, y que hay historias impresas de verdaderas caballerías?» (II, 16, pág. 663).

La palabras del Caballero del Verde Gabán son una muestra directa, aunque cor-tés, de su sentido común, que pone en duda la existencia de caballeros andantes y, además, descalifica a los libros de caballerías por fingidos e inmorales, recordando el debate, en la Primera Parte, sobre los libros de caballerías del cura y el canónigo con don Quijote y la contraposición con los libros de historia («tan en daño [los libros de caballerías] de las buenas costumbres y tan en perjuicio y descrédito de las buenas historias», II, 16, pág. 663).

La réplica de don Quijote, defendiendo la veracidad de las historias caballerescas, le lleva al viajero a sospechar de su locura («de esta última razón de don Quijote tomó barruntos el caminante de que don Quijote debía de ser algún mentecato»), pero espera a sacar la conclusión cuando tuviera más elementos de juicio: «y aguar-daba que con otras [razones, palabras] lo confirmase» (II, 16, pág. 664).

La contraposición de los dos personajes no es algo reducido meramente a una cuestión literaria, a un debate sobre los libros de caballerías y su historicidad, como había ocurrido en la Primera Parte con el cura y el canónigo. Ahora ese debate es solo una cuestión menor en una confrontación de mucho mayor alcance, la de dos estilos de vida, dos modelos vitales, tal como se va a poner de relieve en el resumen de sus vidas y en las demás circunstancias que aparecen a lo largo de tres capítulos.

La confrontación entre los dos personajes se había iniciado de un modo muy plástico (aunque al lector actual le resulte mucho más difícil reconstruirla y necesite las oportunas explicaciones o ilustraciones). Frente a la imagen anacrónica y desgar-bada de don Quijote (la delgadez de su caballo, la longitud de su cuerpo, la flaqueza y color amarillo del rostro, la armadura desfasada y medio recompuesta), se presenta de repente la potente imagen visual de don Diego de Miranda, montado en una mag-nífica yegua, de paso vivaz, y su vistosa vestimenta, que revelan su buena posición social y su riqueza, además de mostrar, en su forma de ir a la moda, que su mundo es, sin género de dudas, el actual, sin la nostalgia del pasado que era consustancial

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a la aristocracia e, implícitamente, al modelo caballeresco que pretende vivir don Quijote.

Por supuesto, la confrontación entre los dos modelos se pone de manifiesto con claridad en la síntesis de sus dos vidas. Es don Quijote quien solicita al viajero que dé cuenta de su vida («le rogó le dijese quién era», II, 16, pág. 664), pues él lo había hecho antes (al notar la extrañeza con que lo miraba).

Don Quijote había sintetizado su vida de forma bien sucinta porque responde simplemente a su idea de ser un caballero andante, en imitación voluntaria de sus modelos caballerescos. Pero, al dar cuenta de su vida, no refiere lo que ha vivido él, lo que ha sido su experiencia vital, sino la de sus modelos caballerescos, que no se corresponden en nada con la suya. En realidad, no ha llegado, pese a sus deseos, a socorrer viudas, doncellas, huérfanos y pupilos:

Salí de mi patria, empeñé mi hacienda, dejé mi regalo [‘comodidad’] y entregueme en los brazos de la fortuna, que me llevasen donde fuese servida [‘donde ella quisiera’]. Quise resucitar la ya muerta andante caballería, y ha muchos días que tropezando aquí, despe-ñándome acá y levantándome acullá, he cumplido gran parte de mi deseo, socorriendo viudas, amparando doncellas y favoreciendo casadas, huérfanos y pupilos, propio y natu-ral oficio de caballeros andantes (II, 16, pág. 662).

La relación de su vida es experiencia vital en tan pequeña medida, que la cifra únicamente en su propio nombre, aprovechando la referencia a la publicación de la Primera Parte: «finalmente, por encerrarlo todo en breves palabras, o en una sola, digo que yo soy don Quijote de la Mancha, por otro nombre llamado el Caballero de la Triste Figura» (II, 16, pág. 663). Pero, para los lectores de la Primera Parte —y también para los de la Segunda porque se les ha informado de ello y de la naturaleza anti-heroica de la historia narrada—,9 su nombre no condensa un historial heroico, que anda en lenguas de la fama, sino una parodia de ese ideal heroico que él imagina.

En cambio, la síntesis que don Diego proporciona de su vida remite a una expe-riencia que corresponde de manera concreta a un tipo social y a un estilo de vida que podemos situarlo con precisión en el contexto social de la época (gracias en especial, para el Quijote, a estudios como los de Salazar Rincón 1986: 86-101 y Redondo 1995): el del hidalgo rural acaudalado.

En su respuesta a don Quijote para dar cuenta de su vida, don Diego de Miranda puede ser mucho más concreto que lo había sido su interlocutor porque refiere una 9 Puede verse un comentario sobre la manera en la que los primeros capítulos de la Segunda Parte

informan del carácter anti-heroico de la historia de don Quijote en Martínez Mata (2008: 115-121).

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experiencia que corresponde —de manera idealizada, claro— a un modelo social de su tiempo, no a una convención literaria mucho más imprecisa:

—Yo, señor Caballero de la Triste Figura, soy un hidalgo natural de un lugar donde ire-mos a comer hoy, si Dios fuere servido. Soy más que medianamente rico y es mi nombre don Diego de Miranda; paso la vida con mi mujer y con mis hijos y con mis amigos; mis ejercicios son el de la caza y pesca, pero no mantengo ni halcón ni galgos, sino algún perdigón manso o algún hurón atrevido. Tengo hasta seis docenas de libros, cuáles de romance y cuáles de latín, de historia algunos y de devoción otros; los de caballerías aún no han entrado por los umbrales de mis puertas. Hojeo más los que son profanos que los devotos, como sean de honesto entretenimiento, que deleiten con el lenguaje y admiren y suspendan con la invención, puesto que destos hay muy pocos en España. Alguna vez como con mis vecinos y amigos, y muchas veces los convido; son mis convites limpios y aseados y nonada escasos; ni gusto de murmurar ni consiento que delante de mí se murmure; no escudriño las vidas ajenas ni soy lince de los hechos de los otros; oigo misa cada día, reparto de mis bienes con los pobres, sin hacer alarde de las buenas obras, por no dar entrada en mi corazón a la hipocresía y vanagloria, enemigos que blandamente se apoderan del corazón más recatado; procuro poner en paz los que sé que están desaveni-dos; soy devoto de Nuestra Señora y confío siempre en la misericordia infinita de Dios Nuestro Señor (II, 16, pág. 664).

Si en sus primeras palabras alude a su interlocutor con el nombre que evoca los aspectos plásticos, «Caballero de la Triste Figura», lo que hace más evidente el contraste de imágenes, don Diego inicia el discurso de su vida, un acto egocéntrico por definición, con una muestra de generosidad: la invitación a comer, que será la primera de las señales de la hospitalidad que le caracteriza (acoge en su casa a don Quijote y Sancho, dispensándoles un trato magnífico, invita a comer con frecuencia y abundancia a sus vecinos y amigos).

El primero de sus rasgos vitales que evoca es, como espera el interlocutor, el de su posición social: es un «hidalgo». Se trata, pues, de un hidalgo rural, como don Quijote (vive en una aldea próxima al lugar del encuentro) pero, a diferencia de este, es un hidalgo acomodado («más que medianamente rico»), lo que le sitúa un grado por encima en el estamento de la nobleza rural: el de los caballeros.10 Si Alonso Qui-jano pasaba la mayor parte de su tiempo en la ociosidad (lo que, al cabo, propicia su

10 La sobrina había explicado con claridad la diferencia entre los dos grados y la inadecuada preten-sión de Alonso Quijano de ser caballero: «¡Que se dé a entender que es valiente, siendo viejo (…) y, sobre todo, que es caballero, no lo siendo, porque aunque lo puedan ser los hidalgos, no lo son los pobres…!» (II, 6, pág. 591).

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desmedida afición a los libros de caballerías: «los ratos que estaba ocioso —que eran los más del año—, se daba a leer libros de caballerías», I, 1, pág. 28), don Diego vive para su mujer, sus hijos11 y sus amigos («paso la vida con mi mujer y con mis hijos y con mis amigos»).

Esa vida en función de sus próximos supone que el tiempo dedicado en activida-des individuales (la caza y la lectura) sea más reducido. De ahí que, aunque practique entretenimientos propios de hidalgos rurales, no cace con halcón (una actividad en exceso aristocrática y gravosa)12 ni con galgo, como lo hacía Alonso Quijano (que es de los hidalgos con «galgo corredor», I, 1, pág. 27), sino perdices con el reclamo del «perdigón» (la perdiz macho enjaulada) y conejos que saca de su madriguera el «hu-rón atrevido». Una caza enfocada, pues, a la productividad, a conseguir en el menor tiempo posible el mayor número de piezas, que servirán como alimento.

El canto del perdigón, la perdiz macho encerrada en una jaula, serviría para atraer a las hembras en periodo de celo y cazarlas con red. El hurón saca de sus madrigue-ras a los conejos, que caerían fácilmente en la red. Frente a la opinión de Percas de Ponsetti (1975: II, 337-338) de la caza con engaño como reveladora de la falsedad de don Diego, la caza con reclamo o con red no se percibía como una argucia innoble. La caza o la pesca deportiva, la pugna entre cazador o pescador y los animales como fin en sí misma, es un concepto de nuestra época. Salvo para la alta aristocracia (que justificaba la diversión de la caza en cuanto que ejercicio preparatorio para la gue-rra), la caza y la pesca han sido para la mayor parte de la población —como saben muy bien, aún hoy, los campesinos castellanos— formas de conseguir alimento de la naturaleza.

Hay notables diferencias entre la caza con galgo de Alonso Quijano y la que lleva a cabo don Diego. La caza con galgo, más entretenida, sería apropiada solo para quienes tuvieran abundante tiempo sin ocupaciones. El galgo solo caza liebres y, por muy bien que se diera (no da alcance a todas las liebres que persigue), no podría conseguir más de unas pocas liebres por jornada, poco más o menos la mitad de las seis u ocho carreras que aguantaría como máximo. En cambio, con el hurón podrían obtenerse veinte o treinta conejos en el día.11 Más adelante descubriremos que solo tiene un hijo, don Lorenzo, pero podría tener también otros

hijos más pequeños, que no estuvieran en edad de hacer vida social, o, simplemente, podría tratarse de una incongruencia irrelevante.

12 El propio Cervantes indica que la caza con halcón era propia de grandes señores y que el gasto que genera es muy superior al beneficio material: «la caza de altanería era digna de príncipes y de grandes señores pero que advirtiesen que con ella echaba el gusto censo [‘renta’] sobre el provecho a más de dos mil por uno [‘el gusto supera al provecho dos mil veces’]», Novelas ejemplares (El licenciado Vidriera), pág. 282.

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Tiene un número nada despreciable de libros («hasta seis docenas», algo menos que don Quijote, con «más de cien»,13 I, 6, pág. 60), tanto en lengua romance como en latín, es decir, una biblioteca variada (en mayor medida que la de don Quijote, compuesta por libros de caballerías, pastoriles y poéticos, como se pone de manifies-to en la revisión que efectúan el cura y el barbero en el capítulo sexto de la Primera Parte). Pese a esa diversidad, no da opción en ella a los libros de caballerías («los de caballerías aún no han entrado por los umbrales de mis puertas»), en actitud conse-cuente con la condena que había formulado poco antes («tan en daño de las buenas costumbres y tan en perjuicio y descrédito de las buenas historias», II, 16, pág. 663). Es, pues, una biblioteca modélica (Sánchez Aguilar la compara con la de Carlos V en Yuste al final de su vida), en la que da prioridad a los libros que le interesan como lector.14 Aunque hay espacio para los libros de historia y de devoción, manifiesta una clara predilección por los de «honesto entretenimiento», siempre que «deleiten con el lenguaje y admiren y suspendan con la invención», requisitos que muy pocos libros cumplen a su juicio («de éstos hay muy pocos en España»). La última preci-sión, «en España», daría pie a atribuirle, a pesar de algunas traducciones que podrían estar a su alcance, un conocimiento de textos italianos o, incluso, de textos europeos traducidos, algo poco probable en un hidalgo rural. También podríamos pensar que está trasluciendo una opinión del autor, poco verosímil en boca del personaje.

Esos requisitos que exige don Diego a los libros de entretenimiento (que «delei-ten con el lenguaje y admiren y suspendan con la invención») se corresponden de algún modo con las recomendaciones del personaje del amigo del autor, en el Prólo-go de la Primera Parte: «procurar que a la llana, con palabras significantes, honestas y bien colocadas, salga vuestra oración y periodo sonoro y festivo (…) procurad también que (…) el discreto se admire de la invención» (I, Prólogo, págs. 13-14). El deleite que produce el lenguaje y la admiración que tiene que despertar la invención estaban, pues, en los propósitos, formulados indirectamente, que el autor había con-fesado en el Prólogo. Con lo que podría pensarse que, al menos en lo que respecta a los libros de «entretenimiento», don Diego estaría manifestando las preferencias de Cervantes (en tanto en cuanto este hable por boca del personaje del amigo del autor, un evidente desdoblamiento de la voz autorial).

Como no cabría esperarse de otro modo, don Diego oye misa diariamente y se confiesa «devoto de Nuestra Señora», además de confiar en la «misericordia infi-13 Los «más de trescientos» a que alude don Quijote en conversación con Cardenio (I, 24, pág. 229),

resultan una evidente exageración. Los «más de cien» que tiene en su biblioteca el hidalgo suponen una cantidad considerable.

14 Álvarez (2007: 153) interpreta la moderación en el número de libros como un eco de Séneca, quien, en la segunda de sus Cartas a Lucilo, consideraba la abundancia de libros como fuente de dispersión.

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nita de Dios Nuestro Señor». Una religiosidad intachable pero sin excesos, alejada de cualquier ostentación, que no resulta llamativa, pero que se manifiesta sincera y evangélica. En cambio, su comportamiento moral aparece descrito con mayor preci-sión. No solo es espléndido con vecinos y amigos y caritativo con los pobres («repar-to de mis bienes con los pobres»), sino que, en especial, se manifiesta activamente contrario a la murmuración («ni gusto de murmurar ni consiento que delante de mí se murmure»), a juzgar el comportamiento de los demás («no escudriño las vidas ajenas ni soy lince [‘ni vigilo’] de los hechos de los otros»)15 y a la hipocresía y va-nagloria («sin hacer alarde de las buenas obras, por no dar entrada en mi corazón a la hipocresía y vanagloria, enemigos que blandamente se apoderan del corazón más recatado»), además de perseguir la concordia («procuro poner en paz los que sé que están desavenidos»).

Refiere, pues, un comportamiento que es todo un programa moral. Algunos crí-ticos han situado esas ideas morales en el epicureísmo cristiano de raíz erasmista.16 La espontánea reacción de Sancho («pareciéndole buena y santa [la relación de su vida]»), que le besa los pies casi con lágrimas y que explica como una forma de santidad («me parece vuesa merced el primer santo a la jineta que he visto en todos los días de mi vida», II, 16, pág. 665), reflejaría, aún desde la simplicidad candorosa de Sancho, la admiración que produciría su comportamiento. La expresión «santo a la jineta», aparte de producir comicidad por la capacidad de creación lingüística de Sancho, estaría contraponiendo la santidad de don Diego a la de los santos montados a la brida, los santos guerreros medievales, como otro Diego, Santiago Matamoros, que aparecería en las imágenes con el estribo largo (a la brida) con que montaban los caballeros para guerrear.17

La intervención de Sancho da pie a que don Diego, en lugar de negar la santidad al modo hipócrita de tantos eclesiásticos, rechace la atribución de Sancho de un modo 15 Como un rasgo estoico lo interpreta Álvarez (2007: 153), citando a Epicteto: «no hables de la gente

reprendiendo o alabando o haciendo comparaciones» (Enquiridón, XXXIII, 2). 16 Véase el documentado análisis de Márquez Villanueva (1975: 167-183) y ahora Álvarez (2007). Si

bien Márquez Villanueva interpreta una vida no del todo en correspondencia con las ideas morales que sustenta. Así, dice de la felicidad terrenal de don Diego «amasada toda ella de comodidad con pre-tensiones de virtud» (1975: 173, el subrayado es mío). Sobre el humanismo de Cervantes en general, véase ahora la muy ponderada reflexión de Canavaggio (2014).

17 Redondo (1995) considera el modelo de don Diego como un ejemplo de santidad laica enfrentado a dos imágenes de santidad, relacionadas con el carácter significativo del nombre (Diego): la de Santia-go Matamoros, el san Diego tradicional, santo a la brida, que se correspondería con don Quijote, y la de san Diego de Alcalá, un fraile franciscano, que había sido hortelano, cuyo culto se había desarrolla-do a finales del xvi y comienzos del xvii, que se correspondería con Sancho en cuanto que «campesino sencillo, milagrero y sin letras».

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sincero, sin rastro de vanagloria, a la vez que muestra admiración por la simplicidad y bondad natural de Sancho (al tiempo que desvía la atención hacia ella en vez de a su atribuida santidad): «No soy santo (…), sino gran pecador; vos sí, hermano, que debéis de ser bueno como vuestra simplicidad lo muestra».18 El elogio de don Diego de la bondad y simplicidad de Sancho mitigaría en alguna medida lo que el relato de su vida pudiera tener de autoalabanza. El grado de vanidad o soberbia que podría reflejar su relato, frente a la modestia del ideal erasmista, ha sido advertido por los críticos que juzgan negativamente al personaje. Pero, por otra parte, si no hay otro personaje que pueda referir esa vida modélica, resulta inevitable que sea el mismo don Diego quien lo haga (resaltando, además, su animadversión hacia la vanagloria, lo que contribuiría también a rebajar ese efecto).

Frente a la espontánea muestra de veneración de Sancho, capaz de sacar «a plaza la risa de la profunda melancolía de su amo», el silencio de don Quijote es interpre-tado por Márquez Villanueva (1975: 160 y 176-177) como una negación de la ejem-plaridad moral del personaje, además de suponer el hermanamiento entre don Diego y Sancho Panza, de modo que «la vida llevada por este no es sino un compendio de valores sanchescos» (1975: 177). Pero la profunda melancolía de don Quijote no es aludida aquí como una reacción nada favorable a la relación de su vida que acaba de hacer don Diego, sino una referencia a su carácter, a su tristeza, en contraste con la risa que logra suscitar Sancho.

La reacción de Sancho, aparte de revelar su simplicidad y bondad de carácter, tal como aprecia don Diego, es también una manera de poner de manifiesto lo que la vida recién referida tiene de excepcionalidad, en definitiva, de modelo teórico lejos de lo que Sancho o cualquiera podría haber conocido.

Don Quijote conduce ahora el diálogo por otros derroteros al preguntarle al ca-ballero por sus hijos. La respuesta de don Diego se centra en la decepción que para él supone que su hijo, estudiante en Salamanca, en lugar de dedicarse al estudio de las leyes o la teología, que facilitaban el acceso a las profesiones mejor remuneradas y más prestigiosas (los cargos de la Iglesia y de Audiencias o Consejos Reales), se entregue por completo al estudio de la poesía.

Las palabras de don Diego manifestando esa íntima contrariedad («tengo un hijo, que, a no tenerle, quizá me juzgara por más dichoso de lo que soy», II, 16, pág. 665) han sido notadas por quienes propugnan una interpretación negativa del personaje. Márquez Villanueva (1975: 214-215) considera que la vocación poética del hijo, in-comprendida por el padre, «se alza como pararrayos, cifra y pretexto de una infelici-dad de causas mucho más intrínsecas (…), [convirtiéndose en] la ruina del edificio de 18 En alusión a la sancta simplicitas de san Jerónimo por vía de Erasmo (como señaló Maravall 1976:

178).

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su felicidad» (1975: 214). Resulta incomprensible, sin embargo, que el desencuentro entre padre e hijo en esta cuestión sea, en la interpretación de Márquez Villanueva, la causa por la que el personaje se desmoronaría de su carácter ejemplar para acabar representando una variante de locura («ejemplo y víctima del poder deshumanizador de la razón pura», 1975: 215). No puede atribuirse un papel tan desmesurado a la decepción del padre porque el hijo no satisface sus aspiraciones. Se trata en realidad de un problema bien frecuente, al que don Quijote da una respuesta bien sabia:

Los hijos, señor, son pedazos de las entrañas de sus padres, y, así, se han de querer, o buenos o malos que sean, como se quieren las almas que nos dan vida. A los padres toca el encaminarlos desde pequeños por los pasos de la virtud, de la buena crianza y de las buenas y cristianas costumbres (…); y en lo de forzarles que estudien esta o aquella cien-cia, no lo tengo por acertado, aunque el persuadirles no será dañoso (II, 16, pág. 666).

Don Quijote añade, además, que cuando el estudiante tiene medios económicos suficientes, es decir, que no necesita el estudio de una profesión para ganarse la vida, bien podrían dejarle los padres seguir su vocación, incluso la de la poesía, «menos útil que deleitable».

De manera que la contrariedad de don Diego con la vocación de su hijo se con-vierte en un medio para tratar, por boca de don Quijote, un problema sin duda can-dente, el de las dimensiones de la ingerencia de los padres en la vocación de los hijos (paralelo, en cierto modo, al de su papel en la elección de cónyuge). Además, esa preocupación de don Diego le proporciona un rasgo de humanidad, convirtiendo lo que era un modelo de conducta excesivamente teórico en un personaje mucho más próximo a los problemas reales de los padres con los hijos.

La muy razonable respuesta de don Quijote se encamina después a la defensa de la poesía, convirtiendo de este modo la discrepancia de don Diego con la vocación de su hijo en una hostilidad hacia la poesía en general, interpretada por algunos críti-cos como una oposición entre carácter práctico —incluso mediocridad— y altura de miras. Pero don Diego ha mostrado su decepción porque no se ocupe en las ciencias prestigiosas, las que proporcionan los puestos más renombrados y lucrativos (no re-sultaría tan extraña esta aspiración del padre, ni mucho menos), mientras que el hijo se dedica a las discusiones técnicas en las que había desembocado algún humanis-mo: «Todo el día se lo pasa en averiguar si dijo bien o mal Homero en tal verso de la Ilíada; si Marcial anduvo deshonesto o no en tal epigrama; si se han de entender de una manera o otra tales y tales versos de Virgilio» (II, 16, págs. 665-666). Si bien su hijo, don Lorenzo, es poeta, su obsesión le emparenta más bien con los gramáticos

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o con el tipo de estudioso que ha convertido el humanismo en una mera técnica, no muy distante por tanto del escolástico.

La muy extensa disquisición de don Quijote acerca de la poesía, a pesar de que el hijo de don Diego «no estima mucho la poesía de romance [‘en lengua roman-ce’]» (II, 16, pág. 667), tratando acerca de la propia naturaleza de la poesía, de las características que debe tener, la que es rechazable (la que hace crítica personal), la defensa de la poesía en lengua romance, la necesidad de que el talento natural se ayude del arte y del conocimiento de la poesía en otras lenguas, desvía la atención desde el problema de don Diego con su hijo hacia la naturaleza y características de la poesía. Lo que legitimaría entender dicho problema como un medio principalmente para introducir un extenso comentario de naturaleza literaria, más que para poner en evidencia el conflicto filial de don Diego.

En el capítulo siguiente, la aparición por el camino de un carro con dos leones enviados al rey da lugar a un episodio, el del enfrentamiento de don Quijote con los leones (la «desatinada aventura», II, 16, pág. 669), que va a tener una importante incidencia en la relación entre los dos personajes (y, para algunos críticos, en la va-loración del Caballero del Verde Gabán). Desde que este ha visto la extraña figura de don Quijote y ha oído sus opiniones está a la espera de formarse un juicio sobre él, aguardando a que sus palabras le confirmasen la primera impresión, la de que se trata de «algún mentecato [‘loco’]» (II, 16, pág. 664). En cambio, la extensa intervención sobre la afición poética del hijo resulta de todo punto digna de aprecio: «admirado quedó el del Verde Gabán del razonamiento de don Quijote, y tanto, que fue perdien-do de la opinión que de él tenía de ser mentecato» (II, 16, pág. 668). De manera que don Diego va mudando de opinión, «satisfecho en extremo de la discreción y buen discurso de don Quijote» (II, 16, pág. 669).

Pero el episodio va a comenzar de un modo bien distinto. Sancho acababa de comprar unos requesones a unos pastores, depositándolos en la celada de su amo. Cuando don Quijote, a la vista del carro, le reclama su celada con urgencia, Sancho, apurado, se la entrega con los requesones dentro. Su amo se la coloca a toda prisa en la cabeza sin reparar en los requesones, que, exprimidos, empiezan a soltar su suero, corriendo por el rostro y la barba del hidalgo. La reacción de don Quijote ante lo que aparece —para él— como incomprensible suceso resulta de todo punto cómica: «¿Qué será esto, Sancho, que parece que se me ablandan los cascos o se me derriten los sesos, o que sudo de los pies a la cabeza?» (II, 17, pág. 670). Las palabras de don Quijote y la justificación de Sancho, echándole la culpa a los encantadores, producen otra vez la sorpresa de don Diego: «todo lo miraba el hidalgo, y de todo se admiraba» (II, 17, pág. 671).

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La determinación de don Quijote de enfrentarse sin motivo con los leones y sus cómicas palabras («¿Leoncitos a mí? ¿A mí leoncitos, y a tales horas?», II, 17, pág. 671) llevan a don Diego a confirmarse en su primera impresión sobre la locura de don Quijote: «¡Ta, ta! —dijo a esta sazón entre sí el hidalgo—. Dado ha señal de quién es nuestro buen caballero: los requesones sin duda le han ablandado los cascos y madurado los sesos» (II, 17, pág. 672). Y un poco más adelante el narrador confir-ma esta opinión: «no le pareció cordura tomarse [‘enfrentarse’] con un loco, que ya se lo había parecido de todo punto don Quijote» (II, 17, pág. 673).

Por dos veces trata don Diego de impedir el enfrentamiento con los leones con argumentos muy razonables:

Los caballeros andantes han de acometer las aventuras que prometen esperanza de salir bien de ellas, y no aquellas que de todo en todo la quitan; porque la valentía que se entra en la jurisdicción de la temeridad, más tiene de locura que de fortaleza. Cuanto más que estos leones no vienen contra vuestra merced, ni lo sueñan: van presentados [‘como pre-sente’] a Su Majestad, y no será bien detenerlos ni impedirles su viaje (II, 17, pág. 672).

A los sensatos razonamientos de don Diego ofrece don Quijote una displicente y descortés respuesta:

Váyase vuesa merced, señor hidalgo (…), a entender con su perdigón manso y con su hurón atrevido, y deje a cada uno hacer su oficio. Este es el mío, y yo sé si vienen a mí o no estos señores leones (II, 17, pág. 672).

Sin darse por ofendido por las palabras de don Quijote, don Diego insiste en di-suadirle de su temeraria pretensión:

Otra vez le persuadió el hidalgo que no hiciese locura semejante; que era tentar a Dios acometer tal disparate, a lo que respondió don Quijote que él sabía lo que hacía. Respon-diole el hidalgo que lo mirase bien, que él entendía que se engañaba (II, 17, pág. 673).

Piensa incluso en impedírselo por la fuerza, «pero viose desigual en las armas y no le pareció cordura tomarse con un loco, que ya se lo había parecido de todo punto don Quijote» (II, 17, pág. 673).

Frente a la arrogancia y descortesía de don Quijote en sus intervenciones, don Diego no se siente ofendido (ningún caballero se vería ofendido por un loco) y trata de salvarlo de lo que parece una muerte absurda. Don Diego ha definido muy bien

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el carácter temerario y, sobre todo, gratuito del enfrentamiento.19 Buena parte de los críticos que ensalzan la valentía demostrada por don Quijote en la aventura frente a la sensata prudencia de don Diego se sirven, para poner por encima la actitud de don Quijote, de las palabras en las que este reconoce como dos extremos la cobardía y la temeridad, señalando que «menos mal será que el que es valiente toque y suba al punto de temerario que no que baje y toque en el punto de cobarde» (II, 17, págs. 678-679). Olvidan, sin embargo, que don Diego ha destacado el carácter absurda-mente gratuito del empeño, que convierte en inoperante la precisión de don Quijote, por bien argumentada que esté.

Una valoración negativa de la temeridad de don Quijote podríamos verla en un comentario del narrador, cuando el ventero es molido a palos por dos hombres que se marchaban sin pagar, acerca de cómo resulta inevitable que el que no sabe medir sus fuerzas sufra las consecuencias de su temeridad: «sufra y calle el que se atreve a más de lo que sus fuerzas le prometen» (I, 44, pág. 462). También podría verse un correlato entre los argumentos de don Diego para disuadir a don Quijote y los de Lo-tario a Anselmo ante su disparatada y temeraria pretensión, que acabará en tragedia.20

Y el propio don Quijote va a defender en otros lugares una tesis muy similar a la de don Diego (quien había afirmado que «la valentía que se entra en la jurisdicción de la temeridad, más tiene de locura que de fortaleza», II, 17, pág. 672). En primer lugar, cuando sale huyendo ante la lluvia de piedras del escuadrón de los del rebuz-no. Ante el reproche de Sancho por haber huido, don Quijote afirma que «la valentía que no se funda sobre la base de la prudencia se llama temeridad, y las hazañas del temerario más se atribuyen a la buena fortuna que a su ánimo» (II, 28, pág. 767). Un capítulo antes, había explicado en un muy sensato y razonable discurso las razones que justificarían tomar las armas y arriesgar la vida, afirmando que quien lo hace sin motivo suficiente «carece de todo razonable discurso»:

Los varones prudentes, las repúblicas bien concertadas, por cuatro cosas han de tomar las armas y desenvainar las espadas y poner a riesgo sus personas, vidas y haciendas: la primera, por defender la fe católica; la segunda, por defender su vida, que es de ley

19 Por el contrario, Percas de Ponseti interpreta que la actitud de don Diego, que considera una huida «acobardado y temeroso», sugeriría «la venida a menos de la hidalguía española de principios del siglo XVII» (1975: II, 331).

20 Don Diego le indica a don Quijote que su propósito es «tentar a Dios» (II, 17, pág. 673) y Lotario le dirá a Anselmo que lo que persigue «son cosas contra Dios» y que «es razón concluyente que el intentar las cosas de las cuales antes nos puede suceder daño que provecho es de juicios sin discurso y temerarios y más cuando quieren intentar aquellas a que no son forzados ni compelidos, y que de muy lejos traen descubierto que el intentarlas es manifiesta locura» (I, 33, pág. 334). Había señalado el paralelo de la actitud de don Diego con la de Lotario Redondo (1995: 281).

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natural y divina; la tercera, en defensa de su honra, de su familia y hacienda; la cuarta, en servicio de su rey en la guerra justa; y si le quisiéremos añadir la quinta, que se puede contar por segunda, es en defensa de su patria. A estas cinco causas, como capitales, se pueden agregar algunas otras que sean justas y razonables y que obliguen a tomar las armas, pero tomarlas por niñerías y por cosas que antes son de risa y pasatiempo que de afrenta, parece que quien las toma carece de todo razonable discurso (II, 27, pág. 764).

Los críticos que aprecian el arrojo de don Quijote en el episodio de los leones pasan por alto no solo que Cervantes diferenciaría muy bien la temeridad gratuita de la valentía (él mismo había dado ejemplos de valor en la batalla de Lepanto y en el cautiverio de Argel), sino que el arrojo de don Quijote causa resultados contraprodu-centes casi siempre. Por ejemplo, el joven Andrés, cuando reencuentra al caballero, le echa en cara su acción: «déjeme con mi desgracia, que no será tanta, que no sea mayor que la que me vendrá de su ayuda de vuestra merced, a quien Dios maldiga, y a todos cuantos caballeros andantes han nacido en el mundo» (I, 31, pág. 319). En el episodio de los encamisados, el clérigo herido por don Quijote expone cómo los resultados conseguidos son opuestos a lo que declara («es mi oficio y ejercicio andar por el mundo enderezando tuertos y desfaciendo agravios»):

–No sé cómo pueda ser eso de enderezar tuertos –dijo el bachiller–, pues a mí de derecho me habéis vuelto tuerto, dejándome una pierna quebrada, la cual no se verá derecha en to-dos los días de su vida; y el agravio que en mí habéis deshecho ha sido dejarme agraviado de manera que quedaré agraviado para siempre; y harta desventura ha sido topar con vos que vais buscando aventuras (I, 19, pág. 222).

De manera paradójica, cuando se necesita su violencia —con la que amenaza a cualquiera que se cruce en su camino—, como en el caso del ventero, maltratado por dos huéspedes, don Quijote se niega a darla con un pretexto cómico: primero, manifiesta que no puede defender al ventero hasta obtener la licencia de la princesa Micomicona y, conseguida esta, porque quienes le golpean no son caballeros (I, 44, págs. 461-462).

La tensión implícita en la temeridad que quiere llevar a cabo don Quijote, des-oyendo las repetidas y juiciosas advertencias de don Diego y el leonero, queda re-bajada sustancialmente por los elementos cómicos introducidos por el narrador. En primer lugar, al poner de relieve cómo el dolor de Sancho por lo que cree segura muerte de su amo no llega a superar al miedo a los leones: «lloraba Sancho la muerte de su señor (…); pero no por llorar y lamentarse dejaba de aporrear al rucio para que se alejase del carro» (II, 17, pág. 674). En segundo lugar, por la referencia que hace

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el narrador a los hiperbólicos elogios de Cide Hamete, que inevitablemente ponen en guardia al lector (como todo lo de Cide Hamete):

Y es de saber que llegando a este paso el autor de esta verdadera historia exclama y dice: «¡Oh fuerte y sobre todo encarecimiento [‘por encima de cualquier encarecimiento’] ani-moso don Quijote de la Mancha, espejo donde se pueden mirar todos los valientes del mundo (…) ¿Con qué palabras contaré esta tan espantosa hazaña, o con qué razones la haré creíble a los siglos venideros, o qué alabanzas habrá que no te convengan y cua-dren, aunque sean hipérboles sobre todos los hipérboles? Tú a pie, tú solo, tú intrépido, tú magnánimo, con sola una espada, y no de las del perrillo cortadoras [‘y no de las que llevan la marca de Julián del Rey’, armero famoso], con un escudo no de muy luciente y limpio acero, estás aguardando y atendiendo los dos más fieros leones que jamás criaron las africanas selvas. Tus mismos hechos sean los que te alaben, valeroso manchego, que yo los dejo aquí en su punto, por faltarme palabras con que encarecerlos» (II, 17, págs. 674-675).

El obvio valor simbólico del enfrentamiento con el león, presente tanto en la épica (el león que se doblega ante el Cid, que va desarmado, en el Cantar de Mio Cid) como en los libros de caballerías, queda aquí parodiado por la forma en que el narrador combina las indicaciones que realzan el arrojo de don Quijote con otras que revelan el desprecio que el león muestra hacia el esforzado caballero. Por un lado, el león, al abrir la jaula, parece de «grandeza extraordinaria y de espantable y fea cata-dura», y, al sacar la cabeza de la jaula, el narrador comenta su «vista y ademán para poner espanto a la misma temeridad». Pero, por otro lado, el narrador indica cómo, en contraste con la tensión de la escena, el león bosteza bien despacio «y con casi dos palmos de lengua que sacó fuera se despolvoreó los ojos y se lavó el rostro», y cómo «el generoso león, más comedido que arrogante» ignora a don Quijote y le muestra «sus traseras partes», en un gesto que resulta simbólicamente despectivo (frente a los leones que lamen los pies al profeta Daniel o el que baja la cabeza ante el Cid), a la vez que el narrador degrada cómicamente el arrojo de don Quijote («no haciendo caso de niñerías ni de bravatas»): «después de haber mirado a una y otra parte, como se ha dicho, volvió las espaldas y enseñó sus traseras partes a don Quijote, y con gran flema y remanso se volvió a echar en la jaula» (II, 17, pág. 675).

El desprecio que el león manifiesta hacia don Quijote, que le está aguardando espada en mano, podría tener como base la creencia, a la que alude Erasmo, de que las fieras no hacen daño a los locos (al igual que tampoco son castigados por los hombres). En el Elogio de la locura, Erasmo pone en boca de la Estulticia cómo «se les tolera [a los locos] sin sanción todo cuanto dicen y hacen. Hasta tal punto nadie

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desea hacerles daño, que las mismas fieras se contienen de herirles, como por cierta intuición de su natural inocencia» (pág. 105).

La «desatinada aventura» de los leones resulta paradójica porque el narrador ha parodiado su función simbólica, aunque, por otro lado, don Quijote habría dado muestras de un valor excepcional —si no fuera un acto de locura—, digno por pri-mera vez en toda su historia de darle fama y renombre (de hecho, el leonero, desco-nocedor de la locura del caballero, promete contar la hazaña al mismo rey).21 Para don Diego, en cambio, la aventura le confirma que lo que dice don Quijote es «con-certado, elegante y bien dicho», pero lo que hace le parece «disparatado, temerario y tonto» (II, 17, pág. 677).

Aunque aprecia su intrepidez (al menos en la emoción del momento, después de la aventura de los leones), don Diego se ha reafirmado con lo que ha ocurrido en la locura de don Quijote, que, en relación a la sabiduría de lo que dice, le convierte en un «cuerdo loco y un loco que tira a cuerdo»:

¿Qué más locura puedes ser que ponerse la celada llena de requesones y darse a entender que le ablandaban los cascos los encantadores? ¿Y qué mayor temeridad y disparate que querer pelear por fuerza con leones? (II, 17, pág. 677).

Así, a su hijo le explica que le ha visto «hacer cosas del mayor loco del mundo y decir razones tan discretas, que borran y deshacen sus hechos»; si bien, «para decir verdad, antes le tengo por loco que por cuerdo» (II, 18, pág. 681).

Otra consecuencia del episodio es, por un lado, servir de confirmación a don Die-go de la locura de don Quijote («no le pareció cordura tomarse [‘enfrentarse’] con un loco, que ya se lo había parecido de todo punto don Quijote», II, 17, pág. 673), y, por otro, que don Diego, como resultado de ese convencimiento, le trate como tal, es decir, desiste de razonar discretamente con él, como había hecho hasta entonces, y sigue la máxima popular de no llevar la contraria a los locos: «todo lo que vuesa merced ha dicho y hecho va nivelado con el fiel [‘la aguja de la balanza’] de la misma razón, y (…) si las ordenanzas y leyes de la caballería andante se perdiesen, se halla-rían en el pecho de vuesa merced como en su mismo depósito y archivo» (II, 17, pág. 679). Aunque, a diferencia de los duques o don Antonio Moreno, don Diego no se burlará de sus ensoñaciones caballerescas ni se aprovechará de ellas para divertirse a su costa. Antes, al contrario, le tratará con extrema cortesía y generosidad.21 Colahan y Rodriguez (1987) efectúan un análisis del elemento paródico de la aventura respecto

del Amadís, en relación con Amadís como «caballero de la verde espada» y su enfrentamiento con el Endriago. También nota la relación irónica del apodo de don Diego con el «caballero de la verde espada» Günter (2007).

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La estancia de don Quijote y Sancho en la casa de don Diego refleja la hospitali-dad del caballero rural y de su familia, a la vez que proporciona una nueva ocasión, esta vez en diálogo con el hijo, don Lorenzo, para examinar la condición de don Quijote.

El caballero va a ser recibido con muestras de sincera hospitalidad por parte de la mujer y el hijo de don Diego: «La señora, que doña Cristina se llamaba, le recibió con muestras de mucho amor y de mucha cortesía (…) Casi los mismos comedi-mientos [‘cortesías’] pasó con el estudiante» (II, 18, pág. 680). La mujer de don Diego se esmera en agasajar a los invitados («quería la señora doña Cristina mostrar que sabía y podía regalar [‘agasajar’] a los que a su casa llegasen», II, 18, pág. 681). De manera que don Quijote permanece cuatro días en la casa «regaladísimo» (II, 18, pág. 687). La generosidad de don Diego se muestra también en el ofrecimiento que hace a su invitado en la despedida para que «tomase de su casa y de su hacienda todo lo que en su grado [‘a su gusto’] le viniese, que le servirían con la voluntad posible» (II, 18, pág. 688).

Las características concretas de la casa son escamoteadas irónicamente por el traductor, que prefiere omitir los detalles («porque no venían bien con el propósito principal de la historia, la cual más tiene su fuerza en la verdad que en las frías di-gresiones», II, 18, pág. 680), volviendo al juego de que se está narrando una historia real. Una broma con el lector que reaparece cuando unas líneas más adelante se señala que don Quijote se había lavado la cabeza «con cinco calderos o seis de agua, que en la cantidad de los calderos hay alguna diferencia» (II, 18, pág. 681), como si se tratara de un punto discutido por los historiadores.

Pero los detalles concretos de la vivienda no son necesarios porque bastaría ima-ginarse «lo que contiene una casa de un caballero labrador y rico» (II, 18, pág. 680). Antes el narrador había precisado que es «ancha como de aldea», que tiene escudo de armas («de piedra tosca») encima de la puerta, bodega en el patio, despensa en el portal «y muchas tinajas a la redonda» (II, 18, pág. 679), que, por ser del Toboso, le renuevan a don Quijote la memoria de su amada, expresándola con los versos de Garcilaso («¡Oh dulces prendas, por mi mal halladas / dulces y alegres cuando Dios quería», II, 18, pág. 680). La evocación garcilasiana («Oh tobosescas tinajas, que me habéis traído a la memoria la dulce prenda de mi mayor amargura») resultaría claramente cómica por la falta de decoro (las tinajas).

Otro elemento de la vivienda que resulta señalado es el «maravilloso [‘inusita-do’, ‘sorprendente’] silencio», lo que más agrada a don Quijote, un silencio «que semejaba un monasterio de cartujos» (II, 18, pág. 684). Márquez Villanueva (1975: 163-167) asociaba este silencio al silencio místico, a su destacado papel en el ám-bito de la literatura ascético-mística, que culminaría con la espiritualidad carmelita

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(fray Francisco de Osuna y santa Teresa, su discípula). La actitud contemplativa que implica el aprecio de ese silencio la atribuye Márquez Villanueva únicamente a don Quijote, introduciendo un elemento más de diferenciación (en detrimento de don Diego, de acuerdo con el sesgo general de su análisis): «Si el maravilloso silencio eleva el espíritu de don Quijote, al caballero del Verde Gabán solo le sirve para dor-mir mejor la siesta. El sesteo que es toda su vida» (1975: 176).

Con independencia de la significación que pueda adquirir el aprecio que hace don Quijote del sorprendente silencio de la casa, podría pensarse que es también un rasgo social: el silencio como consecuencia del reducido número de criados, frente a los usos de la nobleza cortesana, que alardea de criados y libreas en cuanto que se convierten en un signo de ostentación.

El poder de evocación de ese «maravilloso silencio» haría surgir ante los lectores la casa de don Diego, no como pintura o representación (los detalles descriptivos que supuestamente han sido omitidos por el traductor), sino como sensación o expe-riencia (Trueblood 1956: 49). Por otra parte, para don Quijote la expresión «mara-villoso silencio» desempeña el papel de ensalzar la situación, de dar singularidad al escenario y al ambiente (por ejemplo, frente al ruidoso de la venta). En su fantástica evocación de la llegada de un caballero a un misterioso castillo, en un ambiente ul-traterreno (la aventura del lago hirviente), las doncellas le atienden de modo señorial «guardando un maravilloso silencio» (I, 50, pág. 511).

Para Trueblood (1958: 179), el «maravilloso silencio» que admira don Quijote haría aflorar en él un anhelo de paz, bien distinto del que lo impulsa a ser caballero andante, el anhelo de volver de nuevo a su tranquila existencia como hidalgo rural, a renunciar a la aventura y el esfuerzo. Quizá como un anticipo o parte del proceso de preparación a la renuncia definitiva que don Quijote terminará por llevar a cabo.

El diálogo que se entabla en la casa entre don Quijote y don Lorenzo, el hijo de su huésped, no solo sirve para juzgar al caballero, obedeciendo el encargo del padre («háblale tú y toma el pulso a lo que sabe, y, pues eres discreto, juzga de su discre-ción o tontería lo que más puesto en razón estuviere», II, 18, pág. 681). Como había ocurrido antes, en el diálogo con don Diego, ahora también aparecerán los temas literarios de manera preeminente. A propósito de la afición poética de don Lorenzo, tratan del género de las glosas, de las justas literarias y sus premios (al igual que de los premios académicos) e, inevitablemente, de la caballería andante. Don Lorenzo acepta la invitación de don Quijote de recitar una glosa y un soneto, lo que provoca el hiperbólico elogio de don Quijote («¡Viven los cielos donde más altos están, man-cebo generoso, que sois el mejor poeta del orbe, y que merecéis estar laureado […] por las academias de Atenas […] y París, Bolonia y Salamanca!», II, 18, pág. 686).

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El disparatado elogio da pie al narrador para comentar la irresistible fuerza de la adulación, aunque sea en boca de un loco: «¿No es bueno que dicen que se holgó don Lorenzo de verse alabar de don Quijote, aunque le tenía por loco? ¡Oh fuerza de la adulación, a cuanto te extiendes, y cuán dilatados límites son los de tu jurisdicción agradable!» (II, 18, págs. 686-687). La facilidad con que don Lorenzo cae en los brazos de la adulación, a pesar de que poco antes había concluido con seguridad la locura de don Quijote («él es loco bizarro y yo sería mentecato flojo [‘débil mental’] si así no lo creyese», II, 18, pág. 684), recuerda la burla de Erasmo de los poetas por su debilidad ante la adulación: «[En boca de la Estulticia] De todos mis deudos son éstos [los poetas] los más estrechamente emparentados con el Amor Propio y la Adulación y los que me rinden culto más sincero y constante» (Elogio de la Locura, pág. 133).

El encuentro con don Diego de Miranda desempeña, como se ha señalado, una importante función, la de ofrecer un examen de la locura de don Quijote, juzgada por el prisma de don Diego y de su hijo. Si la disonancia entre los hechos y buena parte de las palabras de don Quijote producen la confusión inicial de padre e hijo, ambos acabarán sacando una conclusión, que se revela como el juicio más atinado en toda la obra sobre la locura del caballero. Don Diego afirmará de él, casi como resumen de otras intervenciones ya citadas: «le he visto hacer cosas del mayor loco del mundo y decir razones tan discretas, que borran y deshacen sus hechos», si bien «antes le tengo por loco que por cuerdo» (II, 18, pág. 681). El juicio de don Diego no está ba-sado, como el de otros personajes de la Segunda Parte, en un condicionante previo, su conocimiento del personaje por la lectura de la Primera Parte de su historia, como recuerda el narrador,22 sino que está determinado en lo que le ha oído y visto hacer. El examen se produce por duplicado, gracias a la intervención del hijo, don Lorenzo. Instigado por su padre, enjuicia a don Quijote, en situaciones distintas, para llegar a la misma conclusión, que, si bien es rotunda («no le sacarán del borrador de su locu-ra cuantos médicos y buenos escribanos tiene el mundo [nadie podrá librarle de su locura]»), proporciona una acertada definición del personaje: «él es un entreverado [‘entremezclado’] loco, lleno de lúcidos intervalos» (II, 18, pág. 684).

Por otra parte, hemos visto que todo el episodio del Caballero del Verde Gabán viene a ser una contraposición de dos modelos morales y, en especial, sociales: el del anacrónico y desvariado caballero andante frente al del caballero acaudalado que se dedica a hacer el bien a los suyos. No se trata solo de la confrontación entre la aventura y el sosiego, entre el camino, abierto a un sin fin de posibilidades, y la casa, 22 «No había aún llegado a su noticia la primera parte de su historia, que si la hubiera leído cesara la

admiración [‘suspensión’, ‘sorpresa’] en que lo ponían sus hechos y sus palabras, pues ya supiera el género de su locura» (II, 17, pág. 677).

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donde todo está más o menos previsto.23 Además de dos formas de entender la vida, son dos maneras distintas de actuar, dos modelos de comportamiento social para personas que pertenecen al mismo estamento. Por un lado, la búsqueda ilusoria de fama, en la que las motivaciones altruistas (socorrer viudas, doncellas y huérfanos) resultan irreales y los fines conseguidos, casi siempre los contrarios a los declara-dos. La ansiedad de la fama, del renombre, está tan imbricada con las motivaciones teóricamente altruistas, que se muestra predominante. Por otro lado, aparece ahora el modelo de quien es capaz de conseguir el bienestar material y espiritual de sus prójimos (familia, amigos, vecinos), haciéndoles partícipes de sus bienes y exten-diendo sus virtudes. Por los rasgos de conducta que muestra, en especial, el tipo de caza que efectúa, podríamos deducir que esa abundancia de bienes, procede, más que de la trasmisión hereditaria —como sería el caso de la nobleza de título con posibles (el caso de don Fernando en la Primera Parte o los duques en la Segunda)—, de la eficaz administración y explotación de la hacienda propia, como había ocurrido, en la Primera Parte, con la de Dorotea, cuyos padres podían aspirar a ser considerados dentro del estamento de caballeros, pese a ser labradores, «gente llana», ya que «su riqueza y magnífico trato les va adquiriendo nombre de hidalgos, y aun de caballe-ros» (I, 28, pág. 278). La diferencia se encontraría en la hidalguía de don Diego, afirmada por él y reflejada en el escudo de armas de su casa. Si Dorotea se ocupa de administrar eficazmente su hacienda (tratando con los mayorales, contratando y despidiendo criados, dirigiendo lo que se sembraba y lo que se recogía, supervisando «los molinos de aceite, los lagares de vino, el número del ganado mayor y menor, el de las colmenas», I, 28, pág. 278), cabría deducir que don Diego lleva a cabo esa misma actividad con gran provecho. Podría pensarse, por los rasgos que nos propor-ciona Cervantes, los pequeños detalles que construyen al personaje, que la base de su riqueza es la supervisión eficaz de su hacienda, el control de criados y peones: «el ojo del dueño es el estiércol que más engrasa la tierra» (Marcos Antonio Camos, Microscomia y gobierno universal del hombre cristiano, 1592, pág. 217; citado en Salomon 1968: 5).

Si bien resulta indudable que el modelo de don Diego se construye también sobre determinadas cualidades morales (el epicureísmo cristiano de raíz erasmista),24 la 23 Casalduero había ya señalado «la casa en oposición al camino» (1949: 252).24 Pese a examinar con detalle su base en las virtudes del epicureísmo cristiano, en la moral de don

Diego supone Márquez Villanueva una falla, «porque si en un Sancho [esa moral] puede hasta causar edificación, a un don Quijote ha de parecerle estrecha y negativa, un estilo de vida derrotista, hipote-cado por el egoísmo exento de gallardía» (1975: 181). Una consideración negativa que se trasluce en todo su estudio al identificarse en mayor medida con el punto de vista de don Quijote. Por su parte, Álvarez (2007) encuentra dos modelos morales y vitales enfrentados, el epicúreo encarnado en don Diego, en cuanto representación del ideal epicúreo de felicidad como ausencia de dolor (aponía) o

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confrontación entre los dos modelos, los representados por don Diego y don Quijote, no se efectúa en el plano moral fundamentalmente sino en el vital y social, en la for-ma de vida que dan muestra, la anacrónica y desatinada de don Quijote —en cuanto que se identifica con los caballeros andantes, no en relación con sus virtudes morales y sus sabias opiniones sobre otros temas— y la sensata y productiva de don Diego.25

Don Diego refleja sin duda valores morales del epicureísmo cristiano, pero no se constituye en un ejemplo del mismo sino de un modo de vida que tiene naturaleza social. El epicureísmo reniega de la actividad enfocada a conseguir riqueza, mientras que propone, en cambio, alcanzar la felicidad a través de la ataraxia. La riqueza en sí misma no es un valor para don Diego sino la prosperidad. Aun cuando prosperi-dad o utilidad son conceptos que adquirirán un enorme relieve un siglo más tarde, podemos ver en don Diego a un personaje cuya vida aparece encaminada con ese fin (además de otros propósitos morales ya señalados: rehuir la murmuración, la vana-gloria y la falsa piedad, perseguir la concordia, etcétera). No se trata, por supuesto, del concepto de utilidad que tan importante papel desempeñará en el ideario de la Ilustración (la utilidad pública, el fin al que deben encaminarse las actividades de los hombres), sino una utilidad concebida con una finalidad mucho más reducida: familia, amigos y vecinos.

Frente al epicureísmo, no hay referencias que puedan apoyar el énfasis en don Diego en la idea de la contención ante los deseos, de desapego ante los bienes de for-tuna, una idea fundamental en el epicureísmo.26 El texto tampoco da pie a considerar en don Diego, la mesura, la contención ante los bienes terrenales que propugnan los epicúreos.27 Podemos ver en él a un personaje que emplea su inteligencia, su discre-

de turbación (ataraxia), y, confrontado a este, el estoico de don Quijote, ejemplo de apatía estoica al soportar con rigor lo que la Naturaleza dispone para su persona, convencido de que sus obras darán muestra de su virtud interior.

25 Para Pope (1971), el ejemplo de don Diego pondría a don Quijote ante la alternativa entre pobreza y riqueza. La tentación que ejerce don Diego con su vida acomodada —en el contexto también del episodio de las bodas de Camacho y de los sinsabores de la pobreza que experimenta el hidalgo con ocasión de la rotura de las medias en el palacio de los duques— resaltaría dramáticamente la elección de don Quijote por la pobreza implícita en su trayectoria caballeresca.

26 En los textos de Epicuro puede verse: «La Naturaleza nos enseña a considerar insignificantes las concesiones de la Fortuna, a no valorarla en exceso. Nos enseña también a aceptar con serenidad los bienes deparados por el azar y a mantenernos firmes ante lo que parecen ser sus males. Porque efímero es todo bien y todo mal estimado por el vulgo y la sabiduría nada tiene que ve con la Fortuna» (citado en Álvarez 2007: 149).

27 El «alguna vez» con que come con sus vecinos y amigos ha sido interpretado por Álvarez (2007: 149) como exponente de esa mesura. Pero en el texto «alguna vez» corresponde a las ocasiones en las que es invitado, frente a las muchas en las que él invita (y sus convites no son mesurados, «no nada esca-

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ción en obtener la máxima prosperidad a sus posesiones en beneficio suyo y de sus próximos.

Para don Diego la caza no sería un simple entretenimiento, un elemento del ocio de la nobleza (que había sido justificada en último término, aunque hubiera perdido ya ese valor, como ejercicio preparatorio para la guerra). Por el modo con que la lleva a cabo, la caza sería para él una actividad productiva, una forma de aprovechar las riquezas de la naturaleza, una más de quien se ocupa del gobierno y administra-ción de su hacienda, de dirigir la siembra y la recolección, los lagares, el ganado, las colmenas…

Por las mismas razones, habría que desechar la oposición entre vida activa y ociosa que se ha visto tantas veces en la confrontación entre don Quijote y don Diego. La estancia de don Quijote en la casa de don Diego supone, desde luego, un paréntesis de paz y ocio en la trayectoria de aquel, enfocada a la aventura; pero no podemos extender esa conclusión a la vida de don Diego, a quien podemos suponer que, si confiesa ser «más que medianamente rico», no lo obtenido únicamente por herencia sino gracias al ejercicio de su discreción, de su saber hacer en el gobierno de la hacienda, como en el caso de otros labradores ricos en el Quijote. Si don Quijo-te contrapone el modelo de los caballeros andantes con los cortesanos, don Diego no se corresponde en absoluto con aquellos. Su modo de vida le aproxima al tipo social del labrador rico, empeñado en conseguir el bienestar material.

Aunque de distinto origen social, distinta naturaleza en la concepción de la épo-ca, don Diego comparte la riqueza —y, puede deducirse, el modo de conseguir-la— como rasgo positivo con otros personajes que son presentados como labradores ricos. Coincide también con el momento en el que se inicia la revalorización del campesino rico en el teatro (estudiada por Salomon 1965). Hay seis casos en el Quijote de labradores calificados como «ricos», lo que refuerza enormemente su posición social. Son los siguientes: Juan Haldudo, «el rico», vecino de Quintanar (I, 4, pág. 50); el padre de Marcela, «Guillermo el rico» (I, 12, pág. 103); los padres de Dorotea, «humildes en linaje, pero tan ricos» (I, 28, pág. 278); el padre de Leandra («la riqueza del padre y la belleza de la hija movieron a muchos… a que por mujer se la pidiesen», I, 51, pág. 516); Camacho «el rico» (II, 20, pág. 697); y el padre del muchacho que burla con palabra de esposo a la hija de doña Rodríguez («labrador ri-quísimo», II, 48, pág. 915). En todos ellos, se percibe una posición social apreciable, pese a carecer de nobleza, que lleva, por ejemplo, a que sus hijas sean pretendidas por jóvenes ricos o de posición social superior, o que pueden llegar a ejercer alguna influencia sobre la nobleza, como el «labrador riquísimo» que se ha convertido en

sos»): «Alguna vez como con mis vecinos y amigos, y muchas veces los convido; son mis convites limpios y aseados y no nada escasos» (II, 16, p. 664).

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prestamista y fiador del duque («le presta dineros y le sale por fiador de sus trampas por momentos [‘continuamente’]», II, 48, pág. 915), de modo que el duque pase por alto el incumpliendo del compromiso de matrimonio efectuado por su hijo. La vera-cidad histórica de estos personajes ha sido puesta de manifiesto por Salomon (1968), aportando un buen número de referencias en testimonios históricos o relaciones de viajeros que confirman la existencia de este tipo de riqueza agrícola.

En líneas generales, son personajes que aparecen con unas connotaciones más positivas que los pertenecientes a los niveles más altos, como don Fernando, prepo-tente y dominado por sus pasiones, y los duques, de conducta frívola, insensibles a las reconvenciones del eclesiástico.28 Cervantes no pone reparos, antes al contrario proporciona una imagen positiva de aquellos personajes que consiguen la riqueza por medio de una bien gestionada explotación de los recursos naturales, frente a quienes, como don Fernando y los duques, se limitan simplemente a vivir a cuenta del patrimonio heredado.

La frontera de la hidalguía que separa a don Diego de los labradores ricos es en el Quijote una divisoria permeable por el dinero, como puede observarse en el caso de los padres de Dorotea, a quienes, pese a tratarse de villanos, la riqueza les va permitiendo alcanzar casi insensiblemente («poco a poco») la categoría social del caballero: «tan ricos que su magnífico trato les va poco a poco adquiriendo nombre de hidalgos y aun de caballeros» (I, 28, pág. 278). Para Cervantes, la riqueza agraria podía convertirse en un camino válido para adquirir honra los villanos, como en el caso del padre de Leandra, del que se dice que la virtud coloca en un lugar más eleva-do la honra que había adquirido ya por su riqueza: «había un labrador muy honrado, y tanto, que aunque es anejo al ser rico el ser honrado, más lo era él por la virtud que tenía que por la riqueza que alcanzaba» (II, 51, págs. 515.516). Por otro lado, había voces que defendían la ocupación agrícola («aunque sea con propias manos») como compatible con la nobleza:

Es opinión asentada en derecho que el labrar las tierras y heredamientos, cuando son propios, aunque sea con propias manos, no solo no perjudica a la nobleza y pretensión de cualquier dignidad y cargo honroso mas que es hecho de reyes y grandes príncipes, y de nobles señores, y el más loable trato de cuantos la nobleza puede inventar (…) Porque, de todas las cosas que se adquiere algo, ninguna mejor que la labranza, ni la hay que para adquirir sea más abundante, ni más suave, ni más digna de hombre noble (Martín Gon-zález de Cellorigo, Memorial de la política necesaria, y útil restauración a la república

28 Además del comportamiento condenable del duque puesto de manifiesto por el hecho de que necesite los préstamos del labrador y de que se haga fiador continuamente «de sus trampas» (II, 48, p. 915).

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de España y estados de ella, y del desempeño universal de estos reinos, 1600; citado en Redondo 1995, pág. 276).

Con el Caballero del Verde Gabán, Cervantes anticipa o prefigura —sin definirla, solo desde la perspectiva vital que muestra el personaje— la idea de lo que después Jovellanos llamará «la felicidad terrenal del hombre», es decir, una existencia —al tiempo que virtuosa y, como no podía ser menos, cumplidora con sus obligaciones religiosas— enfocada a conseguir la prosperidad material en beneficio propio y de los prójimos.

La interpretación romántica del Quijote, que, como es sabido, idealiza al prota-gonista, lleva a una descalificación automática de los personajes que se oponen a los designios del caballero o que se ofrecen como modelo enfrentado (el caso de don Diego de Miranda). No solo se enjuicia al personaje sin atender a lo que indica el texto de manera meridiana sino que, relegándole sin más al estereotipo del hidalgo rural con abundantes medios económicos, no se le sitúa en el contexto de la diná-mica entre el sistema de valores y las experiencias sociales propias de su clase. Yun Casalilla (2005: 65) resalta que la realidad no confirma la división tan rígida que se suele seguir entre la mentalidad aristocrática y la llamada mentalidad burguesa. En esa línea, pone en evidencia que la propia gestión eficiente del patrimonio tiene una dimensión moral, más allá de su función económica, vinculada a la obligación de los nobles —aunque sea en el nivel más bajo, hidalgos y caballeros— de atender a las necesidades de quienes dependen de él (Yun Casalilla 2005: 53-56).

En contra de esa moral social iría el comportamiento de Alonso Quijano, despreo-cupándose de la gestión de su patrimonio por culpa de su entusiasmo desenfrenado por los libros de caballerías, de manera que «olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza y aun la administración de su hacienda». Su irresponsabilidad vendría señalada en la observación del narrador: «y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas fanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías» (I, 1, pág. 28).

El creciente interés de los nobles por una gestión eficiente de sus propiedades hay que situarlo en el contexto del cambio cultural que había desencadenado el Hu-manismo, propiciando una nueva mentalidad enfocada a una virtud cívica que, frente a los valores aristocráticos de rechazo del trabajo y de la ostentación, valora la fru-galidad y la productividad económica. Incluso podría apreciarse también una dimen-sión religiosa de plena actualidad por la controversia luterana: la de la salvación por las obras. Esa nueva moral social puede llevar a que se considere, como lo hace Juan de Pineda en 1589, el trabajo agrícola compatible con la nobleza:

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No es de nobles y poderosos ir a trabajar a las heredades ajenas, mas no se pierde la noble-za por ir a las suyas y echar mano de algo para más avivar los ánimos de los trabajadores, y para mirar por su hacienda y ordenar cómo ha de ir cada cosa, pues, como dijo el otro prudente, no hay mejor estiércol para la heredad que la huella de su dueño (Los treinta y cinco diálogos familiares de la agricultura cristiana, pág. 125).

Don Diego de Miranda, pese a que sin duda se lo podría permitir y supondría un signo de distinción social, no mantiene halcón (ni siquiera galgos), porque resultaría un derroche incompatible con su mentalidad. Caza con hurón y con el reclamo del perdigón precisamente por su productividad, no porque produzca mayor solaz.

Su condición de caballero, con un linaje atestiguado por el escudo de armas sobre la puerta principal, no llega a ser un obstáculo para que su dedicación fuera muy se-mejante a la de Dorotea con el propósito de la productividad, de la gestión eficiente de la hacienda. Frente a las rígidas concepciones historiográficas, que compartimen-tan de modo estanco las actividades de la nobleza, por un lado, y del pueblo llano, por otro, estudios como los de Yun Casalilla (2005) ponen de manifiesto que una parte de la nobleza castellana en tiempos del Quijote desarrolló un creciente interés por la gestión eficiente de sus propiedades sin desdoro de su condición.

Pese a que, como hemos visto, el Caballero del Verde Gabán resulta caracterizado por su discreción, el modelo social que representa no se corresponde con el del cor-tesano, el tipo en el que el siglo xvii ve encarnada la discreción.29 Por consiguiente, no puede relacionarse con el modelo del honnête homme, como propone Casalduero (1949: 253), a pesar de coincidir con los rasgos de moderación y equilibrio, ya que el honnête homme está vinculado al cortesano, como indica, por ejemplo, Nicolas Foret en L’Honnête homme ou l’Art de plaire à la cour (1630). No es la discreción que actúa guiada por los criterios de elegancia o sutileza, sino la de la bondad activa, la de un modelo social utilitarista, según indicábamos. Pero tampoco se relaciona con las exhortaciones al trabajo manufacturado, la tratadística del remedio de pobres,30 por cuanto estas incitaciones a la fabricación de mercaderías no van destinadas a los hidalgos.

El caso de don Diego de Miranda se parece más, en lo que tiene de entrega a uno mismo y de relación amable con sus semejantes, a lo que Charron, discípulo de Mon-taigne, había llamado la preud’hommie (Pierre Charron, De la sagesse, 1601). Aun-que Cervantes, como es obvio, no habría tenido oportunidad de conocerlo. Si bien la preud’hommie es un modelo moral más que social, la actitud social que propugna 29 El carácter cortesano —y rentista— de la medianía moral que propone Antonio López de Vega (He-

ráclito y Demócrito de nuestro siglo, 1641) diferiría también del ejemplo de don Diego.30 Véase, por ejemplo, Cavillac (2004)

El Caballero del Verde Gabán como modelo de vida

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Charron es la de que cada cual debe ocuparse prioritariamente de lo que depende de sí, cumpliendo las obligaciones públicas con aristotélica moderación —lejos de las ambiciones del cortesano—, lo que sintetiza en el lema «se prester à autruy, ne se donner qu’a soy» (‘prestarse a los otros, entregarse sólo a sí mismo’).31

La actitud social de don Diego, preocupado por el bienestar de sus próximos, frente al afán de medro del cortesano, se corresponde bien con la propuesta que efec-tuará, un siglo más tarde, Claude Buffier, uno de los redactores de las Mémoires de Trévoux y elogiado por Voltaire: «Le soin de travailler à rendre heureux ceux avec qui nous vivons est le même que le soin de servir Dieu et de nous rendre nous-même heureux» (Traité de la société civile, 1726, pág. 27).32

El modelo social que propone Cervantes en el personaje de don Diego sería un reflejo de un cambio moral y social —que cristalizará más adelante— consecuencia del nuevo contexto social y económico y de los nuevos paradigmas que el Humanis-mo había contribuido a establecer.

obras citadas

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Casalduero, Joaquín, Sentido y forma del «Quijote», Madrid, Ínsula, 1949.

31 De la sagesse, libro 2, cap. 3, pág. 70. Sobre Charron, véase Adam: 1991. La conducta de don Diego de Miranda en lo relativo a la religión podría percibirse como próxima a la propuesta por Charron: «Ne disputer jamais des mysteres et poincts de la religion: mais simplement croire, recevoir et obser-ver ce que l’Eglise enseigne et ordonne» (La Sagesse, III, XIV, 34, 1; cit. en Adam 1991: 140).

32 Repárese en el subtítulo de la obra: «et du moyen de se rendre heureux en contribuant au bonheur des personnes ave qui l’on vit».

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Cavillac, Michel, «Del erasmismo al “efecto” Botero: la utopía española del tra-bajo en torno a 1600», en Modelos de vida en la España del Siglo de Oro, I, coord. Ignacio Arellano y Marc Vitse, Universidad de Navarra, Iberoamericana, Frankfurt, Vervuert, 2004, págs. 273-287.

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cervantes y avellaneda: Historia de una eneMistad(priMera parte)1

felipe B. pedRaza jiMÉnez

Universidad de Castilla-La Mancha

Lectores ávidos y desocupados

El Quijote fue un enorme éxito editorial, pero no el único ni siquiera el mayor de aquellos tiempos. Unos años antes, en 1599, había aparecido la obra que reveló a Cervantes que había público para este tipo de relatos extensos e inspirados en la realidad contemporánea. La novela que descubrió esta pasión lectora de una parte importante de la sociedad española y europea de su época fue Guzmán de Alfarache

1 Este trabajo es fruto de la investigación que viene desarrollando el Instituto Almagro de teatro clásico. Se incluye dentro de los proyectos FFI2011-25673 (I+D) y CSD2009-00033 (Consolíder), aprobados por la secretaría de estado de Ciencia e Innovación.

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3.ª Época – N.º 20. 2015 – Págs. 105-121

RESUMEN:

Se analizan las posibles razones por las que Cer-vantes dilató la publicación de la Segunda parte del Quijote, las circunstancias en que se gestó y editó el Quijote de Alonso Fernández de Avella-neda (las dos impresiones de Tarragona, 1614), las reacciones de críticos y lectores ante esta obra, el influjo sobre el Quijote de 1615 y las razones por las que el continuador pudo cambiar la actitud admirativa presente en el relato por la insultante que se puede percibir en el prólogo.

PALABRAS CLAVE:

Miguel de Cervantes (1547-1616). Alonso Fer-nández de Avellaneda. Los Quijotes (1605, 1614, 1615). El nacimiento de la novela moderna. No-velas ejemplares.

ABSTRACT:

This article analyzes the possible reasons why Cervantes postponed the publishing of the Second Part of Don Quixote;, the circumstances in which Alonso Fernández de Avellaneda’s Quixote was conceived and published (both print runs in Ta-rragona, 1614); the critics and readers’ reactions to this work; its influence on 1615 Don Quixote, and the reasons why Avellaneda may have chan-ged his admiring attitude towards Cervantes in the novel for the insulting tone of the prologue.

KEYWORDS:

Miguel de Cervantes (1547-1616). Alonso Fer-nández de Avellaneda. Don Quixotes (1605, 1614, 1615). The Birth Of The Modern Novel. The Exemplary Novels.

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de Mateo Alemán2. Y un año antes, en 1598, otro colega y muy pronto enemigo de Cervantes, Lope de Vega, había sacado a la luz un extenso relato, con muchos ver-sos intercalados, titulado Arcadia, del que se conocen 18 ediciones del siglo XVII.3 ¡Todo esto en una sociedad en la que aproximadamente el 90% de la población no sabía leer!4

Estos ejemplos demostraron a Cervantes que, a pesar del analfabetismo imperan-te, había un público deseoso de dedicar tiempo, mucho tiempo, a una actividad tan rara y antinatural como la de engolfarse en la lectura de largas historias. Hay indicios que nos llevan a pensar que al propio Cervantes, que confiesa ser «aficionado a leer, aunque sean los papeles rotos de las calles», le sorprendió esta pasión masiva.

Es generalmente admitido que, al empezar la redacción del Quijote, su autor no pretendía escribir una novela en el sentido moderno (es decir, larga), sino una nove-2 La favorable acogida del Quijote de 1605 fue analizada por Jaime Moll, «El éxito inicial del Quijote»,

en De la imprenta al lector. Estudios sobre el libro español de los siglos XVI y XVII, Madrid, Arco Li-bros, 1994, págs. 21-27. Hoy disponemos de numerosos estudios sobre las relaciones entre Alemán y Cervantes en el contexto del nacimiento de la novela moderna. Es de enorme interés para esta cuestión el núm. 101 (2007) de Criticón dedicado monográficamente a Mateo Alemán y Miguel de Cervantes. Hanno Ehrlicher («Alemán, Cervantes y los continuadores. Conflictos de autoría y deseo mimético en la época de la imprenta», Criticón, núm. 101, 2007, págs. 151-175) comentó el papel de «mediador» que tuvo Alemán respecto a Cervantes (pág. 158). Véase también el análisis de José María Micó, «Mateo Alemán y el Guzmán de Alfarache: la novela a pie de imprenta», en AA. VV., Imprenta y crítica textual en el Siglo de Oro, Valladolid, Centro para la Edición de los Clásicos Españoles, 2000, págs. 151-169. Este trascendental influjo no invalida las profundas diferencias en la concepción de la vida y de la literatura que existen entre Alemán y Cervantes, analizadas, entre otros, por Antonio Rey Hazas, «El Guzmán de Alfarache y las innovaciones de Cervantes», en Pedro Piñero (ed.), Atalayas del «Guzmán de Alfarache», Universidad de Sevilla, 2002, págs. 177-217; o Mercedes Blanco, «El Quijote y el Guzmán: dos políticas para la ficción», Criticón, núm. 101, 2007, págs. 127-149.

3 En torno a las rivalidades entre los dos genios y la relación del nacimiento de la novela moderna con el fracaso de Cervantes como dramaturgo, traté en mi estudio «El Quijote en la controversia literaria del Barroco», en Cervantes y Lope de Vega: historia de una enemistad, y otros estudios cervantinos, Barcelona, Octaedro, 2006, págs. 87-90.

4 A pesar de estos porcentajes que no pueden dejar de impresionar, los historiadores de la imprenta y la lectura han podido señalar el incremento de los potenciales lectores entre las últimas décadas el siglo XVI y la primera mitad del XVII (vid. Roger Chartier, «Las prácticas de lo escrito», en Historia de la vida privada. 3. Del Renacimiento a la Ilustración, dirigido por Philippe Ariès y George Duby, Madrid, Taurus, 2000, págs. 115-158). Más allá del número de alfabetos, se puede constatar el creci-miento del negocio editorial, que se beneficia de los públicos populares e iletrados: «en la Castilla del Siglo de Oro, esos “ignorantes” constituían un dilatado mercado» para la comedia y para los pliegos sueltos (Roger Chartier, «Lectura y lectores populares desde el Renacimiento hasta la época clásica», en Historia de la lectura en el mundo occidental, dirigida por Guglielmo Cavallo y Roger Chartier, Madrid, Taurus, 1997, págs. 413-434; la cita, en pág. 430).

Cervantes y Avellaneda: historia de una enemistad (primera parte)

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lla al estilo italiano, es decir, una novela corta, más accesible a todo tipo de lectores.5 En esa tarea de refundación del género bocachesco estaba empeñado en las fechas (los últimos años del siglo XVI) en que, presumiblemente, se concibió el Quijote y se compusieron sus primeros capítulos. Eso parecen revelarnos las versiones pri-mitivas de Rinconete y Cortadillo y de El celoso extremeño que nos han llegado a través del códice Porras y de la edición que Isidoro Bosarte publicó en el Gabinete de lectura (1788).6

A diferencia de lo que es común entre los narradores cuidadosos y mirados, que liman en sucesivas correcciones las huellas de sus dudas creativas, Cervantes prefie-re dejar a los ojos del lector los zurcidos de que inevitablemente se compone cual-quier obra extensa. Eso es lo que encontramos en la transición entre los capítulos 8 y 9 del relato publicado en 1605, o, lo que es lo mismo, en el paso de lo que entonces constituía el final de la Primera parte y el comienzo de la Segunda.

Es posible, y aun probable, que ese momento de duda viniera provocado por dos acontecimientos capitales para la historia del Quijote: uno interno: la invención de Sancho, y otro externo: el éxito de la Primera parte de Guzmán de Alfarache. La conjunción de ambos animó a Cervantes a ensanchar la idea primitiva y construir un extenso relato de unas 600 páginas que, además, anunciaba una segunda parte. Se embarcó y culminó la tarea, pero no dejaba de sorprenderse de que hubiera tanta gente en condiciones de comprar y leer este tipo de obras. Por eso el prólogo del Quijote de 1605 está significativamente dirigido al

Desocupado lector

Estas son en realidad las primeras palabras cervantinas que se encuentan en el volumen. Y son muy significativas.7 Creo que nuestro interés debe centrarse más en el «desocupado lector» que tenia in mente Cervantes, que en «el lugar de la Mancha» de cuyo nombre no quiso acordarse. Pesa mucho más en la novela el destinatario que la precisa ubicación de la patria de don Quijote8. La obra empieza, con la invocación 5 La bibliografía sobre este punto es abundante. Bastara remitir a los estudios clásicos de Ramón Me-

néndez Pidal, «Un aspecto de la elaboración del Quijote» (1920), incluido en De Cervantes y Lope de Vega, Madrid, Espasa-Calpe, 1973, 7ª ed., págs. 9-60, o de Geoffrey L. Stagg, «El plan primitivo del Quijote», en Frank Pierce y Ciril A. Jones (eds.), Actas del I congreso internacional de Hispanistas, Oxford, The Dolphin Books, págs. 463-471.

6 De esta edición preparé hace años un facsímil: Aranjuez, Ara Iovis, 1984.7 En abril de 1988, en el lejano São Paulo (Brasil), oí una conferencia del profesor Mario González

sobre este vocativo; pero ignoro si se ha publicado. 8 Sin embargo, como es bien sabido, la ubicación del «lugar de la Mancha» ha provocado una desme-

dida y, en mi concepto, desorientada pasión investigadora. Dejando a un lado las interpretaciones

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de un receptor que disponía de tiempo y tenía manifiesto interés en las aventuras nada exóticas y un tanto grotescas de un personaje «seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios» (I, prólogo, pág. 67)9. Se remata con los versos paró-dicos de los «académicos de la Argamasilla, lugar de la Mancha» y con la promesa, trufada de ironía, de continuar el relato:

se animará a sacar y buscar otras [historias], si no tan verdaderas, a lo menos de tanta invención y pasatiempo (I, cap. 52, pág. 513).

El ofrecimiento se reitera en las palabras finales que tuvieron mucho de premo-nitorias:

tiene intención de sacallos a luz [los versos carcomidos de los académicos de Argamasi-lla], con esperanza de la tercera salida de don Quijote.

Forse altro cantarà con miglior plectro (I, cap. 52, pág. 517)..

esotéricas que sitúan la acción de la novela en tierras alejadas de la Mancha (Leandro Rodríguez, Cervantes en Sanabria. Ruta de Don Quijote de la Mancha, Diputación de Zamora, 1999; César Brandáriz, Cervantes decodificado, Madrid, Martínez Roca, 2005; El hombre que «hablaba difícil», Madrid, Ézaro, 2011…), en los últimos tiempos Francisco Parra Luna, con un amplio equipo multi-disciplinar, ha dedicado sus esfuerzos a fijar las coordenadas geográficas de la patria de don Quijote. Véase el libro colectivo El lugar de la Mancha es... El «Quijote» como un sistema de distancias/tiempos, Madrid, Editorial Complutense, 2005. Tras un largo debate con el promotor del volumen, escribí un artículo sobre estas, a mi parecer, confusiones metodológicas: «El Quijote, el realismo y la realidad», publicado inicialmente en la revista Príncipe de Viana, LXVI, 2005, págs. 695-712, e incorporado a Cervantes y Lope de Vega: historia de una enemistad, págs. 131-162. Por cierto, si atendiéramos a Avellaneda, nos ahorraríamos todas estas lucubraciones: el autor del Quijote de 1614 sí se acordaba del nombre del lugar y le parecía tan importante este detalle que lo puso en la portada de su libro, dedicado «al alcalde, regidores y hidalgos de la noble villa de Argamesilla, patria feliz del hidalgo caballero don Quijote de la Mancha». Sin duda, esta afirmación responde a lo que interpreta-ron mayoritariamente los primeros lectores de la novela de 1605.

9 Citaré siempre el texto del Quijote por la última edición que hemos preparado Milagros Rodríguez Cáceres y yo (Madrid, Edaf, 2011), en la que hemos procurado seguir con fidelidad los testimonios primitivos, evitando reproducir de una manera servil lecturas imposibles, pero sin permitirnos co-rrecciones y enmiendas que regularicen un texto que, por su propia naturaleza, es irregular. Aunque nos dirigimos al público general, no hemos renunciado a señalar en sus notas al pie los loci critici, los pasajes difíciles y discutidos, de modo que el lector disponga del texto que presentan las primeras ediciones y pueda considerar el sentido de nuestras enmiendas.

Cervantes y Avellaneda: historia de una enemistad (primera parte)

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La promesa inclumplida

Muchos estaban deseosos de que apareciera la prometida Segunda parte y tercera salida de Don Quijote, contada o cantada con miglior plectro o con el mismo que ha-bía redactado las dos primeras; pero pasó un día y otro día, un mes y otro mes pasó, y siete, ocho, nueve años después la promesa seguía incumplida.

¿Por qué Cervantes no se lanzó a escribir de inmediato la Segunda parte, sobre todo si tenemos en cuenta que sufría verdaderas estrecheces y vivía entre dificultades económicas? No lo sabemos, pero se me ocurren dos posibles razones (más tarde, apuntaré una tercera).

La primera. El éxito del Quijote le había supuesto un beneficio económico limi-tado, entre mil y mil quinientos reales, ya que había vendido el privilegio al librero Francisco de Robles y, además, la mayor parte de las ediciones se hicieron fuera del reino de Castilla sin reportarle un real.

La segunda. Creo que Cervantes, ante el éxito, en cierta forma inesperado, sintió vértigo: temió decepcionar a los entusiastas lectores de la Primera parte y no reva-lidar su crédito. Sabía que en los apasionados de cualquier arte late casi siempre un fondo de escepticismo —quizá de envidia— ante cualquier autor que sorprenda y maraville. Quieren —queremos— que demuestren que la flauta no sonó por casua-lidad.

Sea por la razón que fuere, Cervantes iba dilatando la entrega de la Segunda parte.

La redacción y primeras ediciones del Quijote de Avellaneda

Cuando ya habían pasado cinco años sin que se tuviera noticia de ella, un indivi-duo culto, muy culto —no era un «ingenio lego», como se dijo de Cervantes—, pero admirador de la literatura popular que encarnaban tanto el Quijote como las come-dias de Lope de Vega, decidió cumplir la promesa, al parecer olvidada por el primer autor. Así debió de nacer el Quijote firmado por Alonso Fernández de Avellaneda.

No sabemos la fecha en que se compuso (solo podemos precisar que hubo de ser antes de la primavera de 1614 y presumiblemente, antes del verano de 1613, fecha de la aparición de las Novelas ejemplares, por las razones que más tarde señalaré). Sin embargo, en los primeros párrafos alude a un hecho histórico y social de extraor-dinaria trascendencia:

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El sabio Alisolán, historiador no menos moderno que verdadero, dice que, siendo expe-lidos los moros agarenos de Aragón, de cuya nación él decendía, entre ciertos anales de historias halló escrita en arábigo la tercera salida que hizo del lugar del Argamesilla el invicto hidalgo don Quijote de la Mancha, para ir a unas justas que se hacían en la insigne ciudad de Zaragoza (Cap. 1, pág. 13).10

Las órdenes de expulsión de los moriscos de Aragón las hizo públicas el gobierno del duque de Lerma el 10 de mayo de 1610. Posiblemente, esa es la fecha aproxima-da en que se inició la redacción.11

Si aceptamos esa fecha, todo encaja razonablemente bien. En tres años el tal Avellaneda compondría su novela y se dispondría a publicarla, cosa que hizo en Ta-rragona, en la imprenta de Felipe Roberto, durante el verano de 1614.

La especie de que el Quijote de Avellaneda no se imprimió en los talleres de Feli-pe Roberto en Tarragona no parece tener más base que las palabras, irritadas aunque irónicas, de Cervantes en el prólogo del Quijote de 1615:

¡Válame Dios, y con cuánta gana debes de estar esperando ahora, lector ilustre o quier plebeyo, este prólogo, creyendo hallar en él venganzas, riñas y vituperios del autor del segundo Don Quijote; digo, de aquel que dicen que se engendró en Tordesillas y nació en Tarragona (II, Prólogo, pág. 527).

Vindel, en un ejercicio de hipercrítica, tan frecuente en los estudios relativos a cuestiones cervantinas, señaló en el título de un artículo publicado en El debate (3 de mayo de 1936) que «El Quijote de Avellaneda fue impreso en Barcelona por Sebastián de Cormellas».12 Sin negar «las entradas y salidas de los impresores y las correspondencias que hay de unos a otros», que denunció Cervantes (Quijote, II, cap. 62, pág. 946), no parece que exista razón objetiva que aconsejara mentir en el pie de 10 El Segundo tomo de «El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha» de Alonso Fernández de

Avellaneda lo citaré por la edición que preparamos Milagros Rodríguez Cáceres y yo, Ciudad Real, Diputación de Ciudad Real, 2014. Señalaré capítulo y página.

11 En este punto parece que coincidimos la mayor parte de los que en los últimos tiempos nos hemos ocupado del Quijote de Avellaneda. Véanse el prólogo de Javier Blasco a su edición (Biblioteca Cas-tro, Madrid, 2007, pág. xxvi), el artículo de Enrique Suárez Figaredo («¿Cuándo se escribió el Quijote de Avellaneda?», Lemir, núm. 13, 2009, págs. 9-32), la «Introducción» de Luis Gómez Canseco a su reciente edición (Madrid, Real Academia Española, 2014, págs. 79-80) y el estudio preliminar de la ya citada edición que preparamos Milagros Rodríguez Cáceres y yo (págs. xxxiii-xxxviii).

12 Las ideas del artículo periodístico pasaron a los libros de don Francisco Vindel, especialmente a La verdad sobre el falso Quijote, Barcelona, Antigua Librería Babra, 1937; y Escudos y marcas de libre-ros en España durante los siglos XV al XIX (1485-1850), Barcelona, Orbis, 1942.

Cervantes y Avellaneda: historia de una enemistad (primera parte)

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imprenta. Todos los elementos tipográficos de la edición tarraconense son perfecta-mente congruentes con las prácticas editoriales de los Mey, a los que estaba estre-chamente vinculado Felipe Roberto. De hecho, el diseño y la apariencia de las dos ediciones conocidas del Quijote de Avellaneda (ambas con el mismo pie de imprenta de Tarragona, 161413) tienen el claro propósito de formar serie con las dos tiradas del Quijote cervantino que Pedro Patricio Mey había imprimido con fecha de 1605: for-mato, disposición de los tipos, grabado en la portada (un caballero lanza en ristre)... son idénticos o muy parecidos. Las dos estampas de la obra de Avellaneda proceden, según todos los indicios (letrería, papel, disposición del texto), de la misma oficina.

En su reciente y valiosísima edición, Luis Gómez Canseco sugiere que el autor estaba «más preocupado de que saliera el libro, que de cómo o dónde saliera», buscó «un impresor fuera de Castilla», se dirigió a Cormellas y este, «para no meterse en camisa de once varas, [decidió] trasladar la tarea a un impresor secundario, como Felipe Roberto, con cuya casa, asentada en Tarragona, mantenía buenas relaciones comerciales».14 Es posible que así ocurriera, pero no veo la necesidad de dar esa vuelta por Barcelona, cuyo único fin —a lo que se me alcanza— es justificar que Cervantes situara la impresión del Quijote de Avellaneda en la ciudad condal (II, cap. 62, pág. 947). Resulta más fácil suponer que lo que se presenta en el relato de 1615 es una noticia imprecisa, bien por falta de información: el propio Cervantes suponía

13 Véase el artículo de Enrique Suárez Figaredo, «La verdadera edición príncipe del Quijote de Avella-neda», Lemir, 11, 2007, págs. 79-102. En él se señaló, por primera vez, que el ejemplar de la BNE, CERV:SEDÓ/8669, pertenecía a una edición distinta y más correcta que el resto de los ejemplares hasta entonces examinados. El análisis que hemos desarrollado posteriormente los editores del texto (el propio Suárez Figaredo, Barcelona, Carena, 2008; Alfredo Rodríguez López-Vázquez, Madrid, Cátedra, 2011; Rodríguez Cáceres y Pedraza, Ciudad Real, 2014; y Gómez Canseco, Madrid, 2014) nos ha llevado a la conclusión de que se trata de un ejemplar de la primera edición. Los demás hasta entonces manejados (los otros tres de la BNE: R/32541, CERV./1590 y U/3352, el de la Biblioteca de Catalunya, que utilizó Riquer, el de la Hispanic Society, el de la Biblioteca Histórica del Ayun-tamiento de Madrid y el de la Biblioteca Lázaro Galdiano) pertenecen a una segunda edición, más descuidada, compuesta a plana y renglón sobre la primera. Como el ejemplar CERV.SEDÓ/8669 está mutilado (le falta una veintena de folios) y presenta, además, otras roturas y deficiencias, siempre ha-bía sido dejado a un lado por los investigadores. A raíz de un coloquio que tuvo lugar con motivo de la reciente exposición que he preparado (Alonso Fernández de Avellaneda en la BNE, 21 de abril a 20 de setiembre de 2015), señalé a Suárez Figaredo la existencia de un ejemplar en la biblioteca del Castillo de Perelada, en Gerona, que había visto registrado en la XXVIII tertúlia dels Bibliofils de Tarragona. Les edicions del «Quixot» d’Alonso Fernández de Avellaneda, Tarragona, Bibliofils de Tarragona, 8 de juny de 2012. El ejemplar de Perelada pertenece también a la que consideramos primera edición y, hoy por hoy, es el único completo que hemos podido localizar.

14 «Introducción» a su edición del Segundo tomo del Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, 2014, págs. 85-86).

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erróneamente que su novela se había publicado en Barcelona (I, cap. 3, pág. 479); bien por la libertad que tiene la ficción para separarse de la verdad documentada.

Lo que me parece más probable es que Avellaneda se dirigiera en primer término a Tarragona para ahorrarse los enojosos y dilatados trámites administrativos que eran precisos en el reino de Castilla, sobre todo después de conocer en el verano de 1613, a través del prólogo de las Novelas ejemplares, que Cervantes se disponía a publicar su Segunda parte.

Al frente de la catedral primada estaba don Juan de Moncada, hijo segundón del marqués de Aitona, un intelectual y político que había sido obispo de Barcelona en-tre 1610 y 1612, y que tuvo muchos rifirrafes con la oligarquía catalana. Todos los paratextos de la edición vienen a confirmar que el impreso se realizó efectivamente en Tarragona o que sus artífices eran unos expertos falsificadores que debían de in-tuir el interés que siglos más tarde adquiriría esta cuestión.

Una primera licencia, expedida por el doctor Rafael Ortoneda, se dio el 18 de abril de 1614. La autorización definitiva, firmada por el canónigo Francisco de Tor-me y de Liorí, lleva fecha de 4 de julio.15 Todos los personajes y circunstancias nos confirman el ámbito en que se produjo la impresión.16

Legitimidad y legalidad de la continuación

Lo que hizo Alonso Fernández de Avellaneda (continuar la obra que otro escritor había dejado inacabada) no es algo raro ni en su época ni en la nuestra. Él mismo recuerda otras situaciones parecidas:

nadie se espante de que salga de diferente autor esta Segunda parte, pues no es nuevo el proseguir una historia diferentes sujetos. ¿Cuántos han hablado de los amores de Angélica y de sus sucesos [Boiardo, Ariosto, Barahona de Soto, Lope, incluso Góngora y Quevedo, a su manera]? Las Arcadias [Sannazaro, Lope de Vega], diferentes las han escrito; la Dia-na [Jorge de Montamayor, Salvador Gil Polo...] no es toda de una mano...

15 Se sorprende Gómez Canseco («Introducción» a la ed. cit., 2014, pág. 82) del lapso de tiempo que medió entre la primera aprobación y la definitiva. Sin duda, en Tarragona los que imprimían libros sufrían menos cortapisas que en Castilla, pero las cosas de palacio llevaban también el ritmo sosegado que es común en los dominios de la burocracia.

16 De los aprobantes y de otras circunstancias relacionadas con el impreso tarraconí dieron noticia Antolín López Peláez («Aprobación verdadera del Quijote falso», Boletín de la Real Academia de la Historia, LXVIII, 1916, págs. 557-563) y Juan Serra-Vilaró («El Quixot d’Avellaneda fou imprès a Tarragona», La cruz. Diario católico, Tarragona, 14 de junio de 1936; más tarde, se reimprimió en un folleto independiente).

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En efecto, fue muy frecuente en la literatura del Siglo de Oro que diversos es-critores continuaran o recrearan las obras que habían alcanzado éxito. Ocurrió con nuestros primeros clásicos: las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique conocieron numerosas versiones, glosas, ampliaciones; La Celestina tuvo una nutri-da lista de continuadores y recreadores; lo mismo pasó con el Lazarillo de Tormes.

Ya en tiempos de Cervantes, se publicó una continuación (esta, sí, fraudulenta por varios costados) de Guzmán de Alfarache (1602) a nombre de Mateo Luján de Saya-vedra (nombre utilizado por el plagiario Juan Martí, para que el público inadvertido lo confundiera con Mateo Alemán). En realidad este segundo Guzmán no era una obra original, sino un zurcido de distintos fragmentos de los volúmenes que estaban en los talleres de su impresor, Pedro Patricio Mey, en Valencia.17

No es el caso del Quijote de Avellaneda, una obra enteramente nueva, interesante y grata, que continúa la vida del hidalgo manchego en el mismo punto en que la dejó Cervantes: en el momento en que el protagonista ha regresado a su lugar en el carro de bueyes.

Según la legislación y los usos de 1614, el nuevo libro era perfectamente legítimo y podía publicarse en cualquiera de los reinos españoles. Ciertamente, su autor prefi-rió apartarse del entorno madrileño; pero no creo que «imprimirlo en la corte habría sido punto más que difícil, pues, por un lado, el propio Cervantes y, aún más, el libre-ro Francisco de Robles habrían estado al quite para impedirlo».18 No se me alcanza qué razones legales hubieran podido esgrimir para conseguir que los jueces fallaran contra Avellaneda. Tengamos en cuenta que, solo un par de años más tarde, Lope de Vega pierde sucesivos pleitos (uno interpuesto por Alonso Riquelme, presumi-blemente a instancias del dramaturgo, y otro en nombre propio) contra el mercader Francisco de Ávila, que publicó las Partes V (1616, con una sola comedia de Lope), VI (1616), VII (con fechas de 1616 y 1617, según los ejemplares) y la VIII (1617).19 17 Benito Brancaforte planteó la confrontación entre las dos continuaciones y las reacciones que provo-

caron: «Mateo Alemán y Miguel de Cervantes frente a los apócrifos», en Pedro Piñero (ed.), Atalayas del «Guzmán de Alfarache», Universidad de Sevilla, 2002, págs. 219-240. Hanno Ehrlicher, «Ale-mán, Cervantes y los continuadores...», ya citado, analiza cómo se enfrentan los autores originales a sus imitadores; David Álvarez ha dedicado una tesis a la comparación de la obra de Avellaneda y la continuación del Guzmán: Pratiques de l’apocryphe dans le roman espagnol au début su XVIIe siècle: approche comparé du «Guzmán» de Luján et du «Quichotte» d’Avellaneda, Université Michel de Montaigne Bordeaux III, 2010.

18 Luis Gómez Canseco, «Introducción» a la ed. cit., págs. 81-82.19 Véase Ángel González Palencia, «Pleito entre Lope de Vcga y un editor de sus comedias», Boletín de

la Biblioteca Menéndez Pelayo, III, 1921, págs. 17-26. Dos curiosidades: en la Parte VIII el editor in-cluyó un entremés de su cosecha que trataba de Los invencibles hechos de don Quijote de la Mancha; estos volúmenes patrocinados por Francisco de Ávila son los únicos, publicados en vida de Lope, en que aparece la aposición encomiástica Fénix de España (véase mi artículo «Fénix: génesis de un so-

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Si un autor no podía impedir que se publicara su propia obra sin su consentimiento, ¿cómo se había de limitar la edición de una creación ajena, aunque tratara el mismo asunto y la protagonizaran los mismos personajes?

El odio secular a Avellaneda

A pesar de que lo realizado por Alonso Fernández de Avellaneda era perfecta-mente legítimo y literariamente de mucho interés, ni Cervantes ni la posteridad le han perdonado que continuara la historia de don Quijote.

Son muchos los lectores, ¡y los críticos!, que se enfrentan al Quijote de 1614 con una actitud beligerante, tomando decididamente partido. Luis Gómez Canseco, uno de los más rigurosos y objetivos estudiosos de nuestra novela, habló del odio que rezuman muchos de los comentarios.20 Los que deberían ser juicios serenos, nacidos de una escrupulosa objetividad, están salpicados de dicterios, insultos, expresiones reticentes y pretendidamente humillantes contra ese nebuloso fantasma que se oculta y se revela a través del nombre de Alonso Fernández de Avellaneda.

Nicolás Antonio, en el siglo XVII, se limitó a señalar que le faltaba el genio cer-vantino (y es verdad)21; pero ya en el XVIII, Gregorio Mayans y Siscar, que dedica numerosos párrafos al caso Avellaneda,22 cargó con inusitada rabia contra este «en-vidioso de la gloria de Miguel de Cervantes Saavedra y codicioso de la ganancia de sus libros [que] se atrevió a escribir y publicar una continuación de aquella historia inimitable» (§ 62). Denostó cuanto cabe denostar en el relato:

su dotrina es pedantesca y su estilo lleno de impropiedades, solecismos y barbarismos, duro y desapacible y, en suma, digno del desprecio que ha tenido, pues se ha consumido en usos viles23, y únicamente el haber llegado a ser raro pudo darle estimación, pues,

brenombre», en Santiago Fernández Mosquera, ed., «Diferentes» y «Escogidas». Homenaje al profe-sor Luis Iglesias Feijoo, Iberoamericana/Vervuert, Madrid/Frankfurt am Main, 2014, págs. 393-410.

20 A esta materia, a vueltas con la segunda obsesión desatada por el libro de Avellaneda (la búsqueda de la identidad de su autor), ha dedicado documentadas páginas en sus dos ediciones de la obra: Madrid, Biblioteca Nueva, 2000, págs. 29-59, y la de 2014, págs. 15-25.

21 Bibliotheca Hispana nova, Madrid, Joaquín Ibarra, 1788, tomo I, pág. 23: «continuavit, sed absque genio illo que principem Michaelis Cervantes ad inventionem promovit et comitatus est...».

22 Véase su Vida de Miguel de Cervantes, natural de Madrid, ed. Antonio Mestre, Espasa-Calpe, 1972, que convierte la novela de Avellaneda y, en especial, su prólogo en elemento vertebrador de la parte central de su estudio. A ella dedica específicamente los § 63-69 y 73, 75, 77, 84-92 y 151.

23 Recurre aquí Mayans al mismo recurso denigratorio que se usó en el soneto contra Cervantes: Y ese tu Don Quijote baladí

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habiéndose reimpreso en Madrid después de ciento y diez y ocho años, esto es, en el de 1732, no hay hombre de buen gusto que haga aprecio de él (§ 65).

En fin, se trata de una obra «cuya leyenda es indigna de cualquier letor que se tenga por honesto» (§ 65).

Estos aires belicosos han recorrido la historia crítica. Varios estudios califican de crimen, fraude y engaño (aunque con distinto alcance e intención) esta creación literaria en su mismo título.24 No falta quien ve en ella una imperdonable vileza, e imagina a su autor cruel e inmisericorde, despiadado, revanchista y pendenciero, dominado por el resentimiento y la envidia, reconcomiéndose, con diabólica com-placencia, en el horrendo pecado que ha cometido... Prácticamente todos se baten en defensa de un Cervantes injusta y vilmente zaherido.

Ese odio a Avellaneda tiene mucho de quijotesco. Se vive tan intensamente la imaginada batalla intelectual de hace cuatro siglos, que nos vemos impelidos a inter-venir para tratar de deshacer el entuerto cometido al dar a la luz una novela que se presentaba como continuación de la cervantina.

Avellaneda y la Segunda parte de 1615

Lo cierto es que Alonso Fernández de Avellaneda creó una obra sumamente inte-resante, que merece una lectura atenta y en simpatía, y un análisis sereno; y le hizo un extraordinario favor a Cervantes y a nosotros.

Posiblemente, gracias a él se acabó de escribir y se publicó la Segunda parte del Quijote cervantino. Además de las razones que antes apunté (la limitada rentabilidad económica y el miedo al fracaso), pudo haber otro motivo para que Cervantes fuera dejando de lado la continuación, a pesar de que Francisco de Robles, el librero-edi-tor, estaría pinchándole. Sabemos que la obsesión de los últimos años de Cervantes

de culo en culo por el mundo va,vendiendo especias y azafrán romíy, en fin, en muladares parará.(Jose María Asensio, «Desavenencias entre Miguel de Cervantes y Lope de Vega. Algunos datos nue-

vos para apreciarlas», en Cervantes y sus obras, Seix, Barcelona, 1902, págs. 267-291; la cita, en pág. 280).

24 Véanse José Luis Madrigal, «El Quijote de Avellaneda, un crimen literario casi perfecto», Voz y letra, XIV, 2005, págs. 247-294; Javier Blasco, «Notas sobre un artista del fraude y del engaño: Ave-llaneda», Edad de Oro, XXV, 2006, págs. 117-127; o Isabel Almería, «Respondiendo al fraudulento Avellaneda», en Carmen Giussani (ed.), «Que el discreto se admire de la invención». Notas para la lectura del «Quijote», Madrid, Encuentro, 2009, págs. 71-72.

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fue la redacción lo que él creía que iba a ser su gran novela: Los trabajos de Persiles y Sigismunda, un relato culto, complejo, difícil, exótico y peregrino, simbólico y trascendente... No es que renunciara a la gloria que le había dado Don Quijote, pero no se conformaba con eso.

Se había convertido, por antonomasia, en el escritor cómico e hilarante, al que algunos podrían considerar por ello intrascendente, sin reparar en el relieve antropo-lógico de la risa. Carlos Romero lo apuntó sagazmente:

Al artista, ya viejo e incluso cansado de sentirse llamar «escritor festivo», «regocijo de las musas», etc., le había de resultar imprescindible un triunfo de «otro tipo»: un éxito incluso menos clamoroso pero, esta vez, con una obra seria.25

De esta sensación nació posiblemente su último esfuerzo creador: culminar la redacción de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, novela de compleja estructura, continuadora de una reputada tradición clásica, que exige al lector una dedicación más sesuda y una formación cultural más vasta.

Aunque resulta imposible conocer el plan de trabajo de Cervantes, es razonable pensar que cuando llegó a sus manos el Quijote de Avellaneda, posiblemente en el otoño de 1614, había redactado cincuenta y tantos capítulos de su Segunda parte (pongamos que había llegado al fol. 224 del impreso). Ahí empieza el cap. 59, donde don Quijote y Sancho, que están en una posada, oyen la conversación de don Juan y don Jerónimo sobre la conveniencia de seguir con la lectura de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha:

—¿Para qué quiere vuestra merced, señor don Juan, que leamos estos disparates? Y el que hubiere leído la primera parte de la historia de don Quijote de la Mancha no es posible que pueda tener gusto en leer esta segunda. —Con todo eso —dijo el don Juan—, será bien leerla, pues no hay libro tan malo que no tenga alguna cosa buena. Lo que a mí en este más desplace es que pinta a don Quijote ya desenamorado de Dulcinea del Toboso.Oyendo lo cual don Quijote, lleno de ira y de despecho, alzó la voz y dijo: —Quienquiera que dijere que don Quijote de la Mancha ha olvidado, ni puede olvidar, a Dulcinea del Toboso, yo le haré entender con armas iguales que va muy lejos de la ver-dad… (II, cap. 59, pág. 918).

25 Carlos Romero Muñoz, «Introducción» a su edición de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, Ma-drid, Cátedra, 1997, págs. 15-93; la cita, en pág. 30. Véase también mi artículo «El Quijote en la controversia literaria del Barroco», en Cervantes y Lope de Vega: historia de una enemistad, y otros estudios cervantinos, págs. 79-129.

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Si Cervantes hubiera escrito la Segunda parte de manera lineal, sin adelantarse ni retroceder respecto a la acción narrada, nos encontraríamos con que desde 1605 a 1614 había escrito 58 caps. y 224 fols. del impreso (448 págs.). La media: 6,44 capítulos, 24,8 fols. (unas 50 págs.) por año.

Un año después, en el otoño de 1615, publicó un libro de 74 capítulos y 280 fols. Es decir, en unos meses tuvo que escribir 15 capítulos y el texto de 56 fols. (112 págs.) del impreso. Además, intuimos que volvió sobre sus pasos para rehacer epi-sodios anteriores (por ejemplo, el del retablo de maese Pedro). El ritmo de escritura tuvo que ser particularmente vivo entre el otoño de 1614 y los primeros meses de 1615, en que el libro se presentó (no sabemos en qué estado) para las preceptivas censuras. La irritación que le produjo la obra de Avellaneda fue para él un acicate, sin el cual quizá hoy no tendríamos el Quijote de 1615. En todo caso, se trataría una obra distinta en muchos de sus aspectos capitales. A lo largo de la historia literaria, la indignación ha sido una musa fértil y, en muchas ocasiones, felicísima.

La cólera de Avellaneda y el prólogo de las ejemplares

La crítica acostumbra a ver a Avellaneda como un declarado enemigo de Cervan-tes, al que ofende e insulta. Hay que matizar —ya se ha matizado— esta cuestión. En el cuerpo de la novela no existe nada que nos haga suponer enemistad o inquina hacia él. El único texto alegado por la crítica más suspicaz es un chistecillo del cap. 4 en que se relaciona el apellido del genial escritor con los cuernos (ciervo > Cervantes) y con la vejez (por referencia a las ruinas del castillo de San Servando o Cervantes, a las afueras de Toledo):

aquel Cu es un plumaje de dos relevadas plumas, que suelen ponerse algunos sobre la cabeza, a veces de oro, a veces de plata y a veces de la madera que hace diáfano encerra-do a las linternas, llegando unos con dichas plumas hasta el signo [de] Aries, otros al de Capricornio, y otros se fortifican en el castillo de San Cervantes (Cap. 4, págs. 47-48).Pero estas ocurrencias eran de dominio público y se repiten muchas otras veces

en el Siglo de Oro (por ejemplo, en Góngora26), sin que tengamos que suponer refe-rencias directas a la irregular vida familiar del novelista.

Donde sí se encuentran expresiones irrespetuosas y ofensivas, además de una cerrada defensa de Lope, al que Cervantes había atacado con saña en el Quijote de

26 Góngora dedica el romance «Castillo de San Cervantes...» (compuesto en 1591) a comentar jocosa-mente la vejez de la fortaleza que se encuentra a la entrada de Toledo (Obras completas, ed. Juan e Isabel Millé Giménez, Madrid, Aguilar, 1972, 6ª ed., 1ª reimpresión, núm. 34). No falta el chistecillo:

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1605, es en el prólogo. El tono, mucho más directo, personal y ácido, difiere del que encontramos en el resto del volumen, lo que ha llevado a algunos estudiosos a pensar que su redacción se debe a una mano distinta. Nicolás Marín desarrolló esta hipótesis con el rigor, la finura y el escepticismo que pide el método científico, y propuso la posibilidad de que el prólogo lo hubiera escrito otro autor, incluso el mismo Lope de Vega.27

En nuestra reciente edición, Milagros Rodríguez Cáceres y yo hemos apuntado una hipótesis que creemos novedosa:

Quien lo escribe (entiéndase: quien pudo haberlo escrito) es «otro Avellaneda», un Ave-llaneda que ha pasado de la admiración por Cervantes (de ahí que emprendiera la ardua tarea de continuar su obra) a la irritación y, como consecuencia de ella, a una más cerrada y clamorosa defensa del dramaturgo satirizado en el Quijote de 1605. 28 Rosa Navarro subrayó en 2005 cómo Avellaneda leyó con extrema atención el

prólogo de las Novelas ejemplares,29 presumiblemente poco después de aparecer en Madrid, en agosto de 1613, lo que no deja de ser un indicio más de su entusiasmo por la producción cervantina. Para esas fechas debía de tener acabada o a punto de acabar su novela. Estoy convencido de que recibió con interés y complacencia el irónico comentario sobre las reacciones que provocó el prólogo del Quijote de 1605 y el donoso autorretrato que traza Cervantes. No le parecería mal el recuerdo de los tiempos heroicos de Lepanto ni se molestó porque se jactara de ser «el primero que he novelado en lengua castellana». La sorpresa, desagradable para el que había puesto tanto empeño en continuar las aventuras del hidalgo manchego, estaba en el penúltimo párrafo:

viendodebajo de los membrillosengerirse tantos miembros,lo callas a los maridos,que es mucho, a fe, por aquelloque tienes tú de Cervantes,y que ellos tienen de ciervos. 27 Nicolás Marín, «La piedra y la mano en el prólogo del Quijote apócrifo», en Estudios literarios

sobre el Siglo de Oro, Universidad de Granada, 1994, 2ª ed. corregida, págs. 279-313. El trabajo se imprimió por primera vez en el Homenaje a Guillermo Guastavino. Miscelánea de estudios, Madrid, ANABA, 1975, págs. 253-288.

28 «Introducción», págs. xxxv-xxxvii.29 Rosa Navarro Durán, «Datos sobre Avellaneda en el texto del Quijote», Boletín de la Real Academia

Española, LXXXV, 2005, págs. 505-527. Para el tema que voy a desarrollar interesa particularmente el cap. 6, págs. 518-523.

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y primero verás, y con brevedad, dilatadas las hazañas de don Quijote y donaires de San-cho Panza.30

Este anuncio arruinaba todos los esfuerzos realizados y todas las esperanzas puestas a lo largo de los tres años que debió de durar la redacción de la novela. In-mediatamente, las mismas palabras que había leído complacido (el autorretrato de Cervantes, los recuerdos heroicos de juventud, los comentarios sobre la creación del nuevo modelo de novella) cambiaron su valor y sentido.

El prólogo del Quijote de Avellaneda debió de escribirse inmediatamente después de haber leído el de las Ejemplares. Como ha mostrado Rosa Navarro, se estructura como una réplica, en caliente, a los puntos que el propio Cervantes había desarrolla-do en sus palabras al lector:

1. Las reacciones que provocó el prólogo de 1605: «no me fue tan bien […] que quedase con gana de segundar con este».2. Su manquedad: «Perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabu-zazo, herida que, aunque parezca fea, él la tiene por hermosa».3. Su vejez: «que al cincuenta y cinco de los años gano por nueve más y por la mano».4. Su labor literaria: «ejercicios honestos y agradables [que] antes aprovechan que da-ñan».

A todo ello replica, echándolo a mala parte, el enrabietado Avellaneda:

1. Prólogo: «menos cacareado y agresor de sus letores que el que a su Primera parte puso Miguel de Cervantes Saavedra».2. Manquedad: «digo mano, pues confiesa de sí que tiene sola una; y hablando tanto de todos, hemos de decir de él que, como soldado tan viejo en años cuanto mozo en bríos, tiene más lengua que manos».3. Vejez: «Miguel de Cervantes es ya de viejo como el castillo de San Cervantes».4. Labor literaria: «sus Novelas, más satíricas que ejemplares, si bien no poco ingenio-sas»; «comedias en prosa, que eso son las más de sus novelas».

En medio, naturalmente, dedica varios párrafos a defender la legitimidad de su actuación, al continuar la historia de don Quijote «con la autoridad que él la comenzó y con la copia de fieles relaciones», y a defender con entusiasmo al autor más directa

30 Novelas ejemplares, «Prólogo al lector», en Obra completa, ed. Florencio Sevilla y Antonio Rey Hazas, Alcalá de Henares, Centro de Estudios Cervantinos, 1993-1995, 3 tomos. La cita, en el tomo III, pág. 432.

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y claramente atacado en el Quijote de 1605: a Lope de Vega, «quien tan justamente celebran las naciones más estranjeras y la nuestra debe tanto por haber entretenido honestísima y fecundamente tantos años los teatros de España con estupendas e inu-merables comedias».

No parece que la cólera del prólogo incitara a Avellaneda a rehacer su novela y a trufarla de alusiones o referencias satíricas a Cervantes. Le bastaron las páginas preliminares para el desahogo.

Un caso paralelo: Delitala y Quevedo

No es el único caso en que se da este fenómeno. Hace unos años, una profesora española en Cerdeña, Marina Romero-Frías, comentó una polémica similar a raíz de la publicación de una parte de las poesías de Quevedo.31

Sintetizo la historia. Quevedo se pasó casi toda su vida prometiendo la publica-ción de sus versos; pero en 1645 murió sin haberlos dado a la luz. De la edición pós-tuma se encargó su amigo José Antonio González de Salas, que imprimió un grueso volumen (unos 600 fols.: 1200 págs.) en 1648: Parnaso español, dividido en seis secciones, bajo la advocación de seis musas. Faltaba aproximadamente un tercio, tres musas, por publicar; pero González de Salas murió en 1651 sin sacarlo a la luz. Quedó, pues, la promesa incumplida de una segunda parte. Pasó un día y otro día, un mes y otro mes pasó..., y no aparecían las tres musas esperadas.

Un olvidado poeta sardo, José Delitala y Castelví, que ocupó cargos políticos de importancia (llegó a ser virrey de Cerdeña en 1685), se decidió a preparar un volumen, con versos propios que aspiraban a completar el inconcluso Parnaso es-pañol de 1648 con el título de Cima del monte Parnaso español, con las tres musas castellanas, Calíope, Urania y Euterpe, y empezó a preparar su edición.32 Cuando estaban imprimiendo el libro, llegó a Cáller (Cagliari) un volumen titulado Las tres últimas musas castellanas (Madrid, 1670) preparado por el sobrino de Francisco de Quevedo, Pedro de Alderete.33

El círculo de poetas sardos, tan admiradores de Quevedo que estaban alentando la «continuación» de su obra en el libro de Delitala, montaron en cólera contra el sobrino que venía a dejar sin sentido su proyecto. Jaime Salicio (supongo que se trata

31 Véase «Una polémica sobre la edición de Las tres musas de Quevedo», Annali della Facoltà di Ma-gistero, núm. 7, 1979, págs. 3-25.

32 El volumen se imprimió en la imprenta de Onofrio Martín, Cáller, 1672.33 De esta primera edición de Las tres musas últimas castellanas preparé un facsímil: Madrid/Cuenca,

Edaf/Universidad de Castilla-La Mancha, 1999.

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de un seudónimo) arremete contra quien había tenido la desfachatez de pisarles la iniciativa de dar culminación al Parnaso español:

solo la desenfrenada cacohetes de imprimir de este su sobrino pudo haber pensado locura semejante, habiendo confundido lo serio con lo burlesco, lo profano con lo sagrado y los atributos de las musas.34

La indignación crece al ver que en el volumen se ha incluido una de las obras más deslumbrantes y novedosas de Quevedo:

un poema heroico en octavas de las Locuras de Orlando el furioso y enamorado en estilo burlesco y jovial, y con voces y palabras indecentísimas de jácara y lupanares y almadra-bas y Arenal de Sevilla.35

Como señalé en otra ocasión,

Ya adivinaba don Jaime, y su cólera es buen indicio de su intuición, que este texto es una de las más originales creaciones de un poeta que lo fue tanto, precisamente por la genial recreación de ese lenguaje desgarrado, violento, alucinado y desmedido que funde y acrisola los tópicos expresivos del petrarquismo con el habla de mancebías y gentes del hampa.36

Algo así le ocurrió al bueno de Avellaneda. Tras el ímprobo esfuerzo de escribir un nuevo Quijote, se encontró con que Cervantes, que parecía olvidado de la em-presa, se descuelga anunciando su Segunda parte. No nos puede sorprender que se encolerizara y que naciera entre ellos una enemistad que los cervantistas han pro-longado durante cuatrocientos años.37

34 Cima del monte Parnaso español…, pág. xviii.35 Cima del monte Parnaso español…, págs. xvi-xvii.36 «Prólogo» al facsímil de Las tres musas últimas castellanas, pág. xii.37 Esta Primera parte de la historia de la enemistad literaria entre Cervantes y Avellaneda renuncia, por

razones de tiempo y espacio, a analizar la genial réplica en el Quijote de 1615. Quizá en otro momento pueda ocuparme de esa cuestión. En todo caso, ya otros han tratado de este asunto con miglior plectro.

entre socarrones anda el juego (Quijote, ii, 3)

josÉ MaRía pozuelo yvancos Universidad de Murcia

Ha sido muy comentado que entre los pasos gigantes que el Quijote dio en el ca-mino de la novela, quizá sea uno de los decisivos haber hecho que su segundo libro, el de 1615, fuera un extenso comentario sobre lo que se había contado –y leído– en el de 1605. Ese fenómeno que ya habían puesto de relieve Américo Castro y Joaquín Casalduero y suscitó posteriormente penetrantes páginas de E. C. Riley, ha obtenido eco crecido al calor de la moda teórica que vinculó la modernidad de la obra a la importancia de su carácter especular o meta-ficcional. No estoy interesado en este estudio en recordar esos lugares conocidos de la teoría, y mucho menos en volver a leer el Quijote de 1615, objeto de nuestro Centenario, desde la teoría literaria, algo que ya ha sido hecho con desigual fortuna según los casos. No cabe duda de que

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3.ª Época – N.º 20. 2015 – Págs. 123-131

RESUMEN:

El artículo analiza uno de los rasgos más sobre-salientes del estilo de Cervantes, que explica la modernidad de El ingenioso hidalgo don Quijo-te de la Mancha. Se trata de haber concebido la segunda aparición de la obra, en 1615 como un comentario de la aparecida en 1605. Específica-mente se detiene en el análisis del capítulo III del Quijote de 1615, en el que tanto Sancho como so-bre todo Sansón Carrasco muestran su carácter de «socarrones», calificativo que les asigna tanto el narrador de la historia como el propio don Quijo-te. Se detiene además en que Sansón Carrasco se comporta como un lector socarrón al ironizar so-bre lo que don Quijote había dicho en el capitulo XXV del Quijote de 1605.

PALABRAS CLAVES:

Cervantes. Don Quijote. Socarronería.

ABSTRACT:

The article analyzes one of the most relevant fea-tures of the style of Cervantes, which explains the modernity of El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. In this scenario, the second part of the novel is conceived as a commentary of the first part published in 1605. In particular, the stu-dy focuses on the analysis of the third chapter of the Quijote published in 1615, where both San-cho and, above all, Sansón Carrasco show their «sly»pág. character, adjective given not only by the narrator but also by don Quijote. It also focu-ses on the behaviour of Sansón Carrasco as a sly reader when he speaks ironically about what don Quijote had said in chapter XXV of the Quijote of 1605.

KEYWORDS:

Cervantes. Don Quixote. Sly character.

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habría bastado ese gesto de Cervantes de hacer que en el mismo libro se comente su libro, para celebrarlo como el más grande ingenio que la novela ha dado. Lo saben los muchos novelistas de todas las literaturas del mundo que desde entonces lo han imitado, siendo quizá L. Sterne en su Tristram Shandy el que primero lo hiciera con conciencia plena.

La genialidad de Cervantes al imaginar ese diálogo interno de la obra consigo misma, penetra buena parte del sentido y forma del Quijote de 1615, al hacer que ese diálogo no se extienda sólo a los episodios en que explícitamente se comentan lances, personajes o episodios que ya hemos leído en el de 1605 (como el que vamos a analizar enseguida) sino que todos, crédulos e incrédulos, empezando por los pro-pios don Quijote y Sancho, siguiendo por Sansón Carrasco, pero alcanzando a todos los que habitan el palacio de los Duques y hasta don Antonio en Barcelona, ejecuten, en el tablado de 1615, los roles que conviene desempeñar para que la locura de don Quijote vuelva a representarse, lo quiera él o no, según se ve en el episodio de Cla-vileño (Quijote II, LXI) en que es el propio Sancho el que pretende convencer a don Quijote de lo que ambos debían haber visto, lo que don Quijote hará únicamente si pacta con Sancho su credulidad para lo visto por él en la cueva de Montesinos.

Con todo, siendo el Quijote de 1615 magistral en la manera como en conjunto administra su carácter especular, lo es más cuando vamos a los detalles. Porque el Quijote, una obra grande por donde la mires es grandiosa a poco que apliques una mirada atenta o serena que permita percibir los mil juegos que Cervantes hace ante su lector, al que sorprende de repente con una sentencia, reflexión, quiebro o soca-rronería que cobra todo su relieve cuando conoces que ese vocablo, aquel concepto o esta broma, ha nacido de un precedente suyo escrito en el texto de 1605. Eso pro-voca ese rasgo tan comentado de que cada vez que lo lees encuentras algún detalle nuevo. Porque es en esos detalles donde vive su ingenio. Dedicaré este estudio a uno de ellos.

Los capítulos iniciales del Quijote de 1615 eran muy importantes. Se trataba de continuar una obra publicada diez años antes, y cumplen la función de recordar al lector lo fundamental que ya ha leído. Eso hacen. En el capítulo II, 1 hablando de nuevo el cura y el barbero con don Quijote de las formas de su locura, de los caballe-ros andantes que imita y enumera, tratándola todos como una locura especial, de loco que parece cuerdo o tiene juicios de tal; de ahí el cuentecillo del loco de Sevilla. A don Quijote no se le escapa que estos diálogos están poniendo a prueba su locura, por lo que reacciona ante ese cuentecillo haciéndole ver al barbero al que antes ha llama-do rapista, que no se cree Neptuno pero que «lloveré cuanto se me antojare» (Quijote

Entre socarrones anda el juego (Quijote, II, 3)

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II, 1, pág. 6351) y que le ha entendido perfectamente («Digo esto porque sepa el señor bacía que le entiendo»). De manera que ya tenemos un socarrón en la persona del barbero, buscándole las cosquillas a un don Quijote que en sus respuestas deja claro que no se deja zarandear como loco tan fácilmente como el barbero quisiera.

Los capítulos II y III continúan con esta prueba. Pero ahora los socarrones serán Sancho Panza (con quien sostiene el diálogo en el capítulo II) al que se añade en el capítulo III Sansón Carrasco. Entre estos socarrones andará el juego. El concepto y término de socarrón no lo pongo yo. No puede ser casual que sea el adjetivo elegido por el narrador para caracterizar a Sansón Carrasco, y lo sea luego por el propio don Quijote en ese mismo capítulo cuando se dirige a Sancho diciéndole, «Socarrón sois Sancho…» (pág. 650). El sentido de esa coincidencia en la calificación de ambos es profundo, en absoluto baladí, según me propongo mostrar en lo que sigue.

En efecto, Sansón Carrasco aparece ya en el capitulo anterior, el II, cuando San-cho le ha dado noticia de que el hijo de Bartolomé Carrasco, hecho bachiller en Salamanca, «Me dijo que andaba ya en libros la historia de vuestra merced, con nombre del Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha» (Quijote, II, 2, pág. 645), luego añade que se llama Sansón. Pero su caracterización no viene hasta el capitulo siguiente, por boca del narrador, de la siguiente forma:

Era el bachiller, aunque se llamaba Sansón, no muy grande de cuerpo, aunque muy gran socarrón; de color macilenta, pero de muy buen entendimiento; tendría hasta veinticuatro años, carirredondo, de nariz chata y de boca grande, señales todas de ser de condición maliciosa y amigo de donaires y de burlas, como lo mostró en viendo a don Quijote, po-niéndose delante del de rodillas diciéndole:—Deme vuestra grandeza las manos, señor don Quijote de la Mancha, que por el hábito de San Pedro que visto, aunque no tengo otras órdenes que las cuatro primeras,que es vuestra merced uno de los más famosos caballeros andantes que ha habido y aun habrá en toda la redondez de la tierra. Bien haya Cide Hamete Benengeli, que la historia de vuestras grandezas dejó escritas y rebién haya el curioso que tuvo cuidado en hacerlas traducir del arábigo en nuestro vulgar castellano, para universal entretenimiento de las gentes. (Quijote, II, 3, pág. 647)

Lo que continua es justamente conocido, porque don Quijote, que ya ha sabido por Sancho de la existencia del libro, y que fue moro y sabio encantador el que lo compuso, si bien Sancho lo había llamado, equivocando jocosamente el nombre 1 Las citas las haré en el texto indicando la página, según la edición de Francisco Rico: Miguel de Cer-

vantes. Don Quijote de la Mancha. Barcelona, Instituto Cervantes- Editorial Critica, 1998. Antes de la página vendrá Quijote, I ó II, para el de 1605 y 1615 respectivamente.

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como Cide Hamete Berenjena (y explicándose a sí mismo la motivación del nombre gustando mucho los árabes de esa verdura), pregunta a Sansón Carrasco si es verdad que hay tal libro de moro y sabio y qué cosas se ponderan de él en ese libro. En lo que continúa del diálogo importa destacar que Cervantes aprovecha para sacar pecho por boca de Sansón Carrasco, en cuanto a las muchas ediciones en países distintos, y proclamar lo que ha sido profecía «y a mí me trasluce que no ha de haber nación ni lengua donde no se traduzga». Junto a esto añade una síntesis que recuerde al lector (estamos en la segunda mitad de una obra que ha sido publicada diez años antes) algunos de los episodios memorables vividos por don Quijote.

Antes de seguir adelante con el juego de socarronería que ejercita Sansón Carras-co, haciendo reverencias paródicas de tributo a tal alto caballero y sobre todo ponde-rando muy exageradamente su gallardía, ánimo grande en los peligros y honestidad y continencia en los amores tan platónicos de don Quijote con doña Dulcinea del Toboso, y para entender las intervenciones rebajadoras de tan alta ponderación que Sancho va a ir haciendo (no saber que podía llamarse «doña» a la señora Dulcinea etc.), conviene recordar que esta escena es paralela a una narrada en el capítulo an-terior, que recoge el reencuentro de Sancho con don Quijote, cuando éste le ruega que le diga que ha llegado a sus oídos sobre la opinión suscitada por sus andanzas:

Y dime Sancho amigo, qué es lo que dicen de mí en ese lugar. ¿En qué opinión me tiene el vulgo, en que los hidalgos y en qué los caballeros? ¿Qué dicen de mi valentía, qué de mis hazañas, qué de mi cortesía? ¿Qué se platica del asumpto que he tomado de resucitar y volver al mundo la ya olvidada orden caballeresca? Finalmente quiero, Sancho, me digas lo que acerca desto ha llegado a tus oídos, y esto has de decir sin añadir al bien ni quitar al mal cosa alguna, que de los vasallos leales es decir la verdad a sus señores en su ser y figura propia […] (Quijote, II, 2, pág. 642)

La respuesta de Sancho a este requerimiento ciertamente no se anda en rodeos, porque luego de asegurar que don Quijote no ha de enfadarse por lo que oiga, añade:

Pues lo primero que digo –dijo– es que el vulgo tiene a vuestra merced por grandísimo loco, y a mí por no menos mentecato. Los hidalgos dicen que no conteniéndose vuesa merced en los límites de la hidalguía se ha puesto don y se ha remetido a caballero con cuatro cepas y dos yugadas de tierra y con un trapo atrás y otro adelante… (pág. 643)

Este diálogo ocurre inmediatamente antes de conocer por Sancho de la existencia de un libro que habla de tales hazañas cuya noticia ha traído Sansón Carrasco.

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Para el paralelismo, pero también para el juego intertextual entre el diálogo de Sancho y don Quijote con el que luego tendrán ambos con Sansón Carrasco (narra-do en el capitulo siguiente) conviene fijarse en dos detalles que serán clave: por un lado el reproche que los hidalgos habían hecho hacia el titulo de don que antecede al nombre de don Quijote, porque es sabido que Sancho ha tomado buena nota y cuando en el texto citado del capítulo III en que están oyendo ponderar a Sansón lo que el libro dice y oye hablar de los amores «tan platónicos de vuestra merced y de mi señora doña Dulcinea del Toboso» se origina la primera intervención rebajadora de Sancho, quien protesta:

—Nunca –dijo a este punto Sancho Panza– he oído llamar con don a mi señora Dulcinea, sino solamente «la señora Dulcinea del Toboso», y ya en esto anda errada la historia. (Quijote, II, 3, pág. 648)

Pero por otro lado conviene fijarse en que don Quijote, en el diálogo anterior re-producido arriba, ha rogado a Sancho le diga la imagen que tiene ante las gentes del lugar y lo que dicen de él, «sin añadir al bien, ni quitar al mal cosa alguna».

De tal forma que ese diálogo anterior, en el que ya se había hecho Sancho eco del reproche al título de don, que el hidalgo se había asignado gratuitamente según los otros hidalgos del lugar, se precipita ahora, pero para lo dicho en el libro para la señora Dulcinea. Lo mismo que los hidalgos del lugar habían reprochado, reprocha Sancho a lo dicho por Sansón Carrasco, quien, no hemos de olvidarlo, ha conocido a Dulcinea a través del libro que ha leído. Es por eso por lo que Sancho añade «y en esto anda errada la historia», esto es la novela de la que han comenzado a hablar.

Porque la novedad del capítulo III, y su enjundia, es que planteará la cuestión central del debate teórico de las poéticas de su tiempo, muy aristotélicas: si una his-toria tiene que contar la verdad o simplemente atenerse a la verosimilitud poética. Tanto Américo Castro como E. Riley entre otros, han glosado los términos y juegos que tal debate provoca en lo dicho en este capítulo por Sansón Carrasco y por don Quijote y por Sancho. No iré por entero a ello; basta con leer el diálogo y las posi-ciones quedan muy claras. Pero sí hemos de fijarnos en que es el socarrón Sancho quien comienza rompiendo la serie heroica que el socarrón Carrasco ha iniciado enunciando algunas hazañas de don Quijote representadas en el libro, al preguntar nada menos que por el caballo Rocinante, y no en cualquier aventura sino en aquélla en que se le ocurrió «pedir cotufas en el golfo». Sabido es que cotufas eran esas (las yeguas imposibles) y cómo acabaron todos, incluido caballo, molidos a palos por los yangüeses. La isotopía heroica sobre las virtudes y triunfos del caballero en que el socarrón Carrasco se ha instalado, se ve rota por la isotopía anti-heroica del socarrón

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Sancho que no únicamente pregunta por el animal, sino que rememora una escena en que no salieron muy bien parados. Percibe Sansón Carrasco la socarronería del escudero y le contesta:

—No se le quedó nada –respondió Sansón– al sabio en el tintero: todo lo dice y todo lo apunta, hasta lo de las cabriolas que el buen Sancho hizo en la manta…

Protesta Sancho, pero protesta también don Quijote ante la deriva anti-heroica que va tomando la conversación, y añade:

—A lo que yo imagino —dijo don Quijote—, no hay historia humana en el mundo que no tenga sus altibajos, especialmente las que tratan de caballerías, las cuales nunca pueden estar llenas de prósperos sucesos.—Con todo eso —respondió el bachiller—, dicen algunos que han leído la historia que se holgaran se les hubiera olvidado a los autores della algunos de los infinitos palos que en diferentes encuentros dieron al señor don Quijote.—Ahí entra la verdad de la historia —dijo Sancho.—También pudieran callarlos por equidad —dijo don Quijote—, pues las acciones que ni mudan ni alteran la verdad de la historia no hay para qué escribirlas, si han de redundar en menosprecio del señor de la historia. A fee que no fue tan piadoso Eneas como Virgilio le pinta, ni tan prudente Ulises como le describe Homero.—Así es —replicó Sansón—, pero uno es escribir como poeta, y otro como historiador: el poeta puede contar o cantar las cosas, no como fueron, sino como debían ser; y el his-toriador las ha de escribir, no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar a la verdad cosa alguna.—Pues si es que se anda a decir verdades ese señor moro —dijo Sancho—, a buen seguro que entre los palos de mi señor se hallen los míos, porque nunca a su merced le tomaron la medida de las espaldas que no me la tomasen a mí de todo el cuerpo; pero no hay de qué maravillarme, pues, como dice el mismo señor mío, del dolor de la cabeza han de participar los miembros.—Socarrón sois, Sancho —respondió don Quijote—. A fee que no os falta memoria cuan-do vos queréis tenerla.—Cuando yo quisiese olvidarme de los garrotazos que me han dado —dijo Sancho—, no lo consentirán los cardenales, que aún se están frescos en las costillas.—Callad, Sancho —dijo don Quijote—, y no interrumpáis al señor bachiller, a quien suplico pase adelante en decirme lo que se dice de mí en la referida historia. (Quijote, II, 3, pág. 649-650)

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A la socarronería de Sancho en este diálogo, que justamente provoca el adjetivo que le propina don Quijote, volveremos luego. Porque antes vamos a encontrar a un Sansón Carrasco que sigue siendo quien es pero ahora se comporta como lector socarrón. Ha sido muy comentada la deuda intertextual que este pasaje tiene con aquel lugar (1451b) de la Poética de Aristóteles en que se enfrentan la verosimilitud poética y la veracidad histórica. También se ha detectado que la observación de don Quijote a que no fueran tan piadosos y prudentes Eneas y Ulises como lo describen Virgilio y Homero, es un inter-texto de la Poética renacentista italiana, presente tam-bién en el Orlando Furioso de Ariosto. Pero no se ha advertido que el muy grande socarrón Sansón Carrasco se está comportando como lector socarrón, y le está recor-dando algo que don Quijote ha dicho en el libro que ha leído, concretamente en un famoso parlamento de don Quijote en Sierra Morena (capitulo XXV del Quijote de 1605), en el que declara a Sancho cuáles son los grandes modelos que imita.

—Digo asimismo que cuando algún pintor quiere salir famoso en su arte procura imitar los originales de los más únicos pintores que sabe, y esta mesma regla corre por todos los más oficios o ejercicios de cuenta que sirven para adorno de las repúblicas, y así lo ha de hacer y hace el que quiere alcanzar nombre de prudente y sufrido, imitando a Ulises, en cuya persona y trabajos nos pinta Homero un retrato vivo de prudencia y de sufrimiento, como también nos mostró Virgilio en persona de Eneas el valor de un hijo piadoso y la sagacidad de un valiente y entendido capitán, no pintándolo ni descubriéndolo como ellos fueron, sino como habían de ser para quedar ejemplo a los venideros hombres de sus vir-tudes ( Quijote, I, 25, pág. 274)

Ahora entendemos mejor la socarronería de Sansón Carrasco, quien le reprocha a don Quijote que eso que dice sobre que no fue tan prudente Ulises y tan piadoso Eneas, es espejo de lo que en Sierra Morena decía justamente sobre los modelos poé-ticos que ahora está descompensando, Eneas y Ulises. Sansón Carrasco únicamente ha podido leerlo, pues no lo oyó, pero es parlamento que ha leído en el Quijote de 1605. Por eso puede plantear la cuestión crucial, «¿Pero en qué quedamos las haza-ñas de don Quijote son verdaderas o son inventadas?». Como historia que es de lo que es real (y no invención del moro) habrán de figurar los palos y Rocinante y las cabriolas, «sin añadir ni quitar a la verdad cosa alguna».

Y cobra también mayor sentido ahora lo que hemos visto que don Quijote le había pedido a Sancho en el capitulo precedente: que le dijera lo que se opinaba de sus hazañas y andanzas, «sin añadir al bien, ni quitar al mal cosa alguna» (pág. 642)

De manera que los dos socarrones están intentando traer a don Quijote a su sola verdad, la que él pide a Sancho, pero que no pide a Sansón, antes bien, reniega de

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ella, porque ahora de lo que se trata es de un libro, de Poesía Épica (o caballeresca), que ha de cantar los héroes de otro modo a como las gentes hablan de ellos y ellos son realmente. Dos socarrones frente a don Quijote con exigencia contrapuesta. En medio de ambos está la verdad de don Quijote, que ellos quieren histórica y don Quijote reivindica poética, literaria, puesto que de libro compuesto por moro sabio se trata.

Nos queda volver un momento a la socarronería de Sancho. Perseguirla nos lle-varía a citar todo el capitulo. Únicamente comentaré que don Quijote le califica de socarrón y le reprocha tener tan interesada buena memoria cuando se da cuenta de que Sancho está citando, como argumento de su proceso retórico en defensa de las verdades que el libro debe representar, justamente lo que don Quijote ha dicho y que ha sido narrado en el capitulo anterior, cuando dialogan sobre el dolor común que ambos, como amo y señor, tienen compartido.

—Mucho me pesa, Sancho, que hayas dicho y digas que yo fui el que te saqué de tus ca-sillas, sabiendo que yo no me quedé en mis casas: juntos salimos, juntos fuimos y juntos peregrinamos; una misma fortuna y una misma suerte ha corrido por los dos: si a ti te mantearon una vez, a mí me han molido ciento, y esto es lo que te llevo de ventaja.—Eso estaba puesto en razón —respondió Sancho—, porque, según vuestra merced dice, más anejas son a los caballeros andantes las desgracias que a sus escuderos.—Engáñaste, Sancho —dijo don Quijote—, según aquello «quando caput dolet», etcé-tera.—No entiendo otra lengua que la mía —respondió Sancho.—Quiero decir —dijo don Quijote— que cuando la cabeza duele, todos los miembros duelen; y así, siendo yo tu amo y señor, soy tu cabeza, y tú mi parte, pues eres mi criado; y por esta razón el mal que a mí me toca, o tocare, a ti te ha de doler, y a mí el tuyo.—Así había de ser —dijo Sancho—, pero cuando a mí me manteaban como a miembro, se estaba mi cabeza detrás de las bardas, mirándome volar por los aires, sin sentir dolor alguno; y pues los miembros están obligados a dolerse del mal de la cabeza, había de estar obligada ella a dolerse dellos.—¿Querrás tú decir agora, Sancho —respondió don Quijote—, que no me dolía yo cuan-do a ti te manteaban? Y si lo dices, no lo digas, ni lo pienses, pues más dolor sentía yo entonces en mi espíritu que tú en tu cuerpo. (Quijote, II, 2, págs. 641-642)

Ahora entendemos cabalmente el diálogo del capítulo siguiente. Sancho le re-cuerda a don Quijote que dejar fuera los palos, en el altar de la verdad poética que reinvindica su señor, porque no fue tan prudente Ulises (etc.), es contradictorio con lo que había sostenido en ese diálogo anterior cuando había proclamado solidarios

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cabeza y miembros y que había de sentir como propio el manteo sufrido por Sancho. Por eso reacciona don Quijote reprochando la buena memoria que tiene cuando le interesa, porque se da cuenta (hoy habríamos dicho touché), de que Sancho le está trayendo el argumento de que si el señor (la cabeza) ha de ser poético, sin palos, tendría que haber sido también poético, y sin palos el escudero (los miembros), pero hay una verdad insoslayable, que no admite negociación o acuerdo: los cardenales que tiene por todo el cuerpo, que le recuerdan otra cosa distinta a la poesía.

Aquí podemos dejarlo. Entre socarrones anda el inicio del Quijote de 1615. Pri-mero fue el barbero con la historia del loco de Sevilla (cap. I), será luego Sancho (cap. II) y por último a éste se unirá Sansón Carrasco que es persona pero que tam-bién (sobre todo podría decirse) ha sido lector. Entre socarrones anda don Quijote defendiéndose como héroe literario, más allá incluso que los modelos heroicos que inauguraron la gran literatura que él quiere ser y que Cervantes le brinda.

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varia

cóMo enseñar los clásicos.fundaMentos (azorinianos) para la docencia

de la literatura española

MiGuel ánGel GaRcía

Universidad de Granada

La finalidad de estas páginas no es reflexionar sobre los recursos didácticos o los elementos pedagógicos que, de alguna manera, han de ponerse en juego para enseñar los clásicos en las aulas universitarias. Mis planteamientos no parten de la pedagogía y la didáctica de la literatura, sino de la historia de la literatura, y en cierto modo de la teoría y la crítica literarias. Tampoco es mi intención defender por qué hay que enseñar los clásicos todavía hoy, cuando en otros contextos universitarios que no son el español –pienso en la célebre reacción elegíaca de Harold Bloom (1994)– suenan voces a favor de la apertura o incluso de la destrucción del canon tradicional. Doy por sentada la «relación de sinécdoque» entre los conceptos de lo canónico y lo

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3.ª Época – N.º 20. 2015 – Págs. 135-159

RESUMEN:

La lectura que Azorín hace de los clásicos nos ofrece sólidos fundamentos a la hora de enseñar-los: la conveniencia de revisar los valores lite-rarios bajo una luz moderna, por medio de una reinterpretación constante que actualiza a los autores del pasado; la importancia de estudiar su recepción a lo largo del tiempo, dada la dispari-dad entre su valoración histórica y su valoración actual; o bien la naturaleza cambiante del canon y la necesidad de una nueva historia literaria para apreciar a los clásicos como algo vivo y no una cosa muerta y sin alma.

PALABRAS CLAVE:

Azorín, clásicos, historia literaria, canon, ense-ñanza.

ABSTRACT:

Azorín’s reading of the classics give us strong foundations to teach them: the convenience of revising literary values from a modern light, through a constant reinterpretation that updates the authors of the past; the importance of stu-dying their reception over the time, because of the disparity between their historic valuation and their current one; or also the changing nature of canon and the need of a new literary history to value classics as something alive and not dead and soulless.

KEYWORDS:

Azorín, classics, literary history, canon, teaching.

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clásico (Sullà, 2009), así como la ligazón entre canon y pedagogía (Pozuelo Yvan-cos, 1996), y por definitivas o concluyentes las razones que aduce Calvino (1981) para leer los clásicos, y deduzco de aquí, para enseñarlos, para enseñar a leerlos. El «cómo» con el que comienza el título de esta reflexión no tiene carácter normativo desde el punto de vista didáctico: no se trata en este caso de enseñar cómo deben en-señarse los clásicos. Más bien, se trata de aportar una serie de fundamentos críticos y teóricos de la mano de la misma historia de la literatura española, y en concreto de la mano de Azorín, para ilustrar desde otro ángulo más hasta qué punto los usos del clásico (Resina, 1991), frente a las estrategias que buscan desmoronar o reemplazar el canon más o menos establecido, son irrenunciables a la hora de enseñar literatura, más aún si se adopta el discurso diacrónico de la historia literaria. Otro objetivo es resaltar que el futuro de lo clásico (Settis, 2004), al menos en la universidad, depende en buena parte de cómo se enseña a leer los autores que responden a esta conside-ración. Pues nada más claro que los manuales de historia de la literatura española siempre nos enseñaron de una forma muy determinada, en paralelo con los valores dominantes a cada paso, a leer los clásicos y a leer en general (Núñez Ruiz y Campos Fernández-Fígares, 2005).

La nueva historia literaria y los clásicos

Lo curioso es que Azorín lamenta más de una vez, cuando emprende su labor de revisión sistemática de los clásicos, la falta de una verdadera historia de la literatura española. Para empezar, durante lo que podríamos llamar su primer periodo radical y sociológico, al que pertenece su estudio La crítica literaria en España, no es partida-rio de las divisiones de la historia, y de una historia de la literatura por lo tanto, sino de una sola historia que compendie y resuma todos los aspectos de la vida social, una historia de la «civilización española» (Azorín, 1893: 67). Advierte no obstante la existencia de un gran número de historias literarias parciales, fragmentarias (por ejemplo, los estudios de Durán sobre el romancero o de Moratín sobre los orígenes de nuestro teatro), que a su juicio facilitan la tarea de escribir una «historia total», a la que solo se han acercado los manuales de Amador de los Ríos, Gil de Zárate o Ticknor1. Dada «la gran ley del progreso», que afecta tanto a la ciencia como a la literatura, estas historias universales, como también las llama, se quedan pronto an-ticuadas, aunque subsiste de ellas el «trabajo subjetivo del autor, sus juicios, su ma-nera» (pág. 68). Así, este primer Azorín, tan atento al concepto de evolución (Fox, 1 Un balance indispensable de nuestra historia de la literatura en el siglo XIX, y de estos y otros manua-

les, es el llevado a cabo por Romero Tobar (1996).

Cómo enseñar los clásicos. Fundamentos (azorinianos) para la docencia de la literatura española

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1962), muestra su deuda con el cientificismo positivista del que se contagia la crítica (de Taine a Brunetière), y de aquí su alusión a la ley del progreso, su idea de que las letras, como la ciencia, progresan, por lo que «es un error creer que la literatura no puede perfeccionarse», que los griegos o los clásicos españoles del siglo XVI llega-ron al límite de la perfección literaria (Azorín, 1893: 79); de aquí, a la vez, su saludo al «arte-ciencia», a la gran revolución que a su modo de ver se está preparando, con el naturalismo y Zola, en la literatura europea (pág. 80). Al mismo tiempo, detrás de ese aprecio por el trabajo subjetivo del crítico o del historiador se dibuja el Azorín futuro, el revisor de los clásicos cada vez más interesado en una interpretación psi-cológica y vital, no erudita o muerta, de los grandes autores del pasado.

Dos años después, en Anarquistas literarios, encomiando la labor de desbroce de nuestra historia literaria que emprenden Moratín y Hermosilla, y que «hay que pro-seguir a toda costa», denuncia las «insulseces» que acerca de los clásicos se suceden de uno en otro manual: «La apología suplanta a la crítica, la admiración a la duda, la duda a la negación» (Azorín, 1895: 90). Negación, claro está, de la imagen casti-cista y tradicionalista que la llamada gente vieja se ha hecho de los clásicos, sobre los que ha volcado toda una carga ideológica, al considerarlos depositarios de las esencias del alma nacional española, al leerlos (y enseñarlos) desde unos determina-dos intereses de clase, marcados por los valores del Antiguo Régimen, por el orden teológico y monárquico (Riera, 2007: 18-19 y 2012: 25-26). En tanto que integrante de la gente nueva, Azorín arremete contra la manipulación paralizadora de la que son objeto los clásicos por parte de la ideología dominante (Riera, 2007: 20), defendien-do antes bien su valor dinámico, evolutivo. El iconoclasta de Anarquistas literarios ya expresa este propósito: censurar a los maestros, a quienes poseen el control de la interpretación (Kermode, 1979) de los clásicos, equivale a suicidarse, pero es preciso destruir esas ataduras, «aunque al dar el golpe sea necesario cerrar los ojos para no ver caer los ídolos entre nubes de polvo» (Azorín, 1895: 91). Para la nueva valora-ción de los clásicos es necesaria otra historia literaria, distinta a la que en El alma castellana considera falaz, «arte de nigromántico», pues normalmente el historiador hace decir a los hechos lo que quiere que digan: «Toda historia puede ser de diferente manera de como es» (Azorín, 1900: 290). En el una y otra vez citado «Nuevo pre-facio» a Lecturas españolas (1912), que suele fecharse en 1920, año de la segunda edición del libro (aunque este prefacio ya se adelanta en otra anterior que realiza en París la editorial Thomas Nelson & Sons, muy probablemente en 1915), Azorín afirma que en ese primer volumen, como en los que después ha publicado –Clásicos y modernos (1913), Los valores literarios (1913) y Al margen de los clásicos (1915), al que define precisamente, y es un síntoma inequívoco de sus propósitos, como una

MiGuel ánGel GaRcía

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especie de «manual de literatura española»–, domina un deseo personal de ver lo que en realidad hay en la vieja valoración de las letras españolas:

Nuestro deseo sería que cada cual, que cada crítico, que cada publicista, en vez de ate-nerse a un patrón marcado y sancionado, fuese por sí mismo a comprobar si lo que en las cátedras y los libros académicos se dice que hay en tal autor, en tal obra, existe realmente, o no existe. Así se podría formar una corriente viva de apreciación, y la literatura del pasado, los clásicos, serían una cosa de actualidad y no una cosa muerta y sin alma (en Azorín, 1912: 697).

Aquí nos ofrece Azorín el primer fundamento para enseñar los clásicos: la nece-sidad de revisar, como lectores en primer lugar y como docentes e historiadores de la literatura después, los valores literarios establecidos en las aulas y los manuales, con objeto de lograr esa «corriente viva de apreciación» y actualizar, revivificar, la literatura del pasado. A continuación, él mismo reconoce las dificultades que ha ex-perimentado en su tentativa de ver la literatura clásica como un valor dinámico y no estático, de modificar los juicios sancionados sobre Cervantes, Quevedo o Góngora: «De atreverse un crítico a juzgar por cuenta propia, se producirá el escándalo, y los santos varones de la erudición y de la investigación se llenarán de horror» (pág. 698). Hoy la situación ha cambiado, no hay que batirse con el horizonte de la vieja valora-ción de las letras españolas, como Azorín; pero quienes enseñamos literatura españo-la, y en particular los clásicos, cuyo canon actual ayuda a conformar decisivamente Martínez Ruiz en la tetralogía aludida, debemos envolver a nuestros alumnos en esa corriente viva de interpretación, trasladarles la idea de que no hay, ni ha habido a lo largo de la historia, juicios definitivos, absolutos o inamovibles sobre tal o cual clásico. Tan solo desde la conciencia del valor dinámico, móvil y cambiante de los valores literarios, tan solo postulando la naturaleza movediza del canon, los clásicos pueden seguir vivos, ser actuales, y no una cosa muerta del pasado: «Queramos que nuestro pasado clásico sea una cosa viva, palpitante, vibrante» (pág. 698). Es en este punto donde Azorín formula su famosa definición del clásico como un reflejo de nuestra sensibilidad moderna, sobre la que enseguida volveremos. Por ahora convie-ne recalcar que lo clásico es indisociable de lo moderno, de lo actual. En la dedicato-ria a Ramón M.ª Tenreiro de Clásicos y modernos la idea vuelve a aparecer: en este libro, asegura Azorín, dominan los mismos sentimientos que en Lecturas españolas, es decir, la preocupación por el problema de España («por un porvenir de bienestar y de justicia para España», decía al frente de Lecturas) y el deseo de buscar «nuestro espíritu» (el espíritu español, identificado con el alma castellana por la que ya se había interrogado en 1900) a través de los clásicos: «A través de los clásicos, que,

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dejando aparte enseñanzas arcaicas, deben ser revisados e interpretados bajo una luz moderna» (Azorín, 1913a: 817). Enseñanzas arcaicas de los clásicos que, lógico es suponerlo, son las derivadas de las cátedras, los libros académicos y los eruditos a los que se refiere Azorín. Cuando en este mismo volumen se ocupa de Clarín, vuelve a señalar que a un autor no puede juzgársele definitivamente, pues la prueba de la trascendencia de un artista está en el perpetuo juicio, la perpetua interpretación de su obra a través del tiempo (pág. 866); y sentencia que la historia crítica de nuestra literatura moderna está por hacer, porque ni han sido puestos a su verdadera luz muchos autores ni puede ser aceptado como valor verdadero mucho de lo que de otros se ha escrito en manuales y monografías (pág. 867). Para entonces Azorín ya ha comenzado la tarea de hacer, a su manera, esa historia no solo de nuestra litera-tura moderna sino también de la clásica (al comienzo del «Nuevo prefacio» asegura que con Lecturas españolas inauguró «una serie de libros sobre la antigua literatura española; sobre la antigua, con algo de la moderna»).

Todavía en Clásicos y modernos dedica un capítulo a «La historia literaria», don-de afirma que los dos mejores manuales de este género con los que cuentan los españoles han sido escritos por extranjeros. Se refiere a los de Fitzmaurice-Kelly y E. Merimée. La conclusión es que nos hallamos casi sin un buen libro manejable de historia de nuestra literatura, y sobre todo escrito por un español (Azorín, 1913a: 928). Años después, en el prólogo a De Granada a Castelar, Azorín sigue echando en falta un manual de historia de la literatura española, a pesar de que existen algu-nos extranjeros: «Pero no existe ninguno hecho por españoles, sentido con sensibi-lidad española» (Azorín, 1922: 283)2. Naturalmente, si en los clásicos está nuestro «espíritu», solo una sensibilidad española podrá escribir esa auténtica historia de la literatura a la que aspira Azorín3. Por lo demás, en este libro resulta igual de taxativo al afirmar, a propósito del Diálogo de la lengua, de Juan de Valdés, que en España no se ama a los clásicos, no se leen, no se estudian ni en la escuela, ni el instituto, ni 2 Hemos visto cómo considera Al margen de los clásicos como una especie de manual. En los años

cincuenta José Luis Cano se hacía esta pregunta: «¿cómo no se le ha ocurrido aún a un editor publicar una historia de la literatura formada con las páginas que Azorín ha escrito a través de esos sesenta años de glosador de clásicos y románticos?» (Cano, 1953: 7). De distinta opinión es Pérez López (1974: 244): «No se trata, desde luego, de hallar en Azorín algo que pudiera llamarse “historia de la literatura española”. Ni era tal su pretensión, ni pese a sus actitudes polémicas con los historiadores parece que hubiera en él un sistema coherente en que fundar una nueva crítica literaria. Había en él, en cambio, una nueva sensibilidad, la misma que le dictó sus obras de creación».

3 «La sensibilidad es la clave de la actitud azoriniana ante la literatura y ante los clásicos. La literatura se enfoca como historia de la sensibilidad y los clásicos como reflejo de ella» (Riera, 2007: 97); «Donde mejor se puede investigar la historia de la sensibilidad, del espíritu de un pueblo, es en su literatura» (Pérez López, 1974: 252).

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en la universidad: «Nuestra consigna es no tocar a los clásicos; nos escandalizamos cuando alguien, con espíritu un poco libre, los examina; nos resistimos a que sean interpretados» (pág. 305). Lo que reclama con ello es la interpretación constante de los clásicos a una luz moderna, actual, que acabe poniendo de relieve su vitalidad. No en balde, el clásico, como señala Calvino (1981: 16), es aquel libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir, y que por tanto siempre se está leyendo por primera vez, o releyendo; o bien aquella obra que suscita un incesante conjunto de discursos críticos, que sin embargo se sacude continuamente de encima. En esta mis-ma línea que resalta la interpretación continua como algo reservado a lo canónico y la variabilidad de las «formas de atención» y del comentario de una generación a otra (Kermode, 1999: 99 y 115), la nueva historia literaria propugnada por Azorín se pro-pone atender no solo al concepto que la posteridad ha formado de las grandes obras literarias, no solo a su valoración actual, sino también a su valoración histórica, al juicio que sus coetáneos se hicieron de ellas, a lo que era su «verdadera realidad». La desatención del historiador a esa valoración histórica de las obras del pasado, que en muchas ocasiones no es la actual, lleva al autor de Clásicos y modernos a declarar que la historia literaria no es historia, a considerar la historia literaria una ilusión, «una verdadera falacia» (Azorín, 1913a: 930). No es sino el nuevo intérprete de los clásicos que hay en Azorín quien, junto al crítico positivista-determinista que aún persiste en él, acaba solicitando «una historia en que la producción literaria se nos ofrezca, no solo colocada en su medio social, sino en la verdadera realidad que tuvo en su tiempo» (pág. 931).

Hacia la historicidad de los clásicos

La revisión de los valores literarios, la nueva lectura de los clásicos que emprende Azorín resulta inseparable, podemos concluir, de la exigencia de una nueva historia literaria. En otro artículo de Clásicos y modernos, «La justicia y la especie», mati-za que cuando habla de revisar nuestros antiguos valores literarios (algo en lo que se empeña la nueva generación literaria reaccionando contra la anterior) no quiere decir que haya que desposeer de su prestigio a un determinado clásico para poner en su lugar a una mediocridad desconocida (y de ello deberían tomar nota quienes cuestionan radicalmente el canon de los clásicos), «sino que lo que se pretende prin-cipalmente es asentar el conocimiento y apreciación de los clásicos sobre bases más críticas, más científicas que las que hasta ahora han predominado» (Azorín, 1913a: 955). Esta vez Azorín no entiende por crítica científica la del positivismo determinis-ta a lo Taine o Brunetière, sino que pone como ejemplo la labor que está desarrollan-

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do «la admirable biblioteca de La Lectura», aun tratándose a su juicio de una obra no erudita, profesional, sino popular, de vulgarización de los clásicos. Ha de tenerse en cuenta que la nueva lectura azoriniana de los clásicos corre en paralelo con la aparición de los distintos volúmenes que van formando desde 1910 la Colección de Clásicos Castellanos de la editorial La Lectura, varias de cuyas novedades va rese-ñando Martínez Ruiz4. Precisamente, cuando se ocupa de la edición de los Romances históricos, del duque de Rivas, se permite hacer una observación con respecto al trabajo de los críticos y eruditos que vienen colaborando en esa colección. Junto a las páginas dedicadas a la biografía del autor en cuestión, y aquellas en las que el editor expone su «sentir crítico» sobre él y recoge la bibliografía pertinente, Azorín sugiere la oportunidad de emplear otras en exponer el juicio que a sus coetáneos mereció el escritor cuyas obras se publican. Tales páginas serían, continúa diciendo, sumamente instructivas para el estudio de la evolución de la estética, dada la asom-brosa y desconcertante disparidad de juicios entre cómo vieron sus contemporáneos una obra maestra y cómo, al cabo de los años y los siglos, la ve y la juzga la poste-ridad (págs. 858-859). El ejemplo al que recurre, como en tantas otras ocasiones, es el Quijote: pensemos en el artículo (también de Clásicos y modernos) «Cervantes y sus coetáneos», donde, tras señalar que el Quijote no fue estimado ni comprendido por los contemporáneos de Cervantes, apunta una idea –«el Quijote no lo ha escrito Cervantes; lo ha escrito la posteridad» (pág. 901)– que vuelve a aparecer en el «Nue-vo prefacio» a Lecturas españolas, y antes en «Lemos y Cervantes», de Los valores literarios (Azorín, 1913b: 1029)5. En el «Nuevo prefacio» plantea, todavía en deuda con la lógica cientificista de la evolución, que los clásicos evolucionan según cambia y evoluciona la sensibilidad de las generaciones. Es preciso subrayar estos dos con-ceptos claves de la crítica azoriniana: el concepto de sensibilidad (fundamental para su nueva mirada impresionista) y el concepto de generación (en 1913 ha presentado la «generación del 98», apropiándose de un marbete inventado por Ortega). Si los 4 La colección es creada por Américo Castro y Tomás Navarro Tomás, dos investigadores del Centro de

Estudios Históricos, cuya sección de Filología, con Menéndez Pidal a la cabeza, acomete la empresa de construir la historia de la literatura nacional desde un fundamento liberal. Con este programa ideo-lógico y político de invención de una cultura o identidad nacional converge la revisión azoriniana de los clásicos. Ver, a este respecto, Mainer (1994: 183-185 y 1995: 211-214), Fox (1997: 137), Riera (2007: 37-41 y 2012: 34-35) y Menéndez Alzamora (2012: 274-278). Para el contexto ideológico en que Azorín aborda la revalorización de los clásicos, que coincide con un alto en la definición de su pensamiento político conservador y con un intento de tender puentes con el mundo intelectual liberal, como prueban las dedicatorias de cada uno de los libros que componen la tetralogía a Larra, Tenreiro, Ortega y Juan Ramón Jiménez, véase asimismo Selva Roca de Togores (2012: 233-237).

5 A entender de Riera (2007: 30 y 2012: 33), Azorín tomó prestada la idea del Unamuno que escribe en 1905: «El Quijote no es de Cervantes sino de todos aquellos que lo lean o sientan».

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clásicos evolucionan conforme evoluciona la sensibilidad de las generaciones, los clásicos siempre se están formando: «No han escrito las obras clásicas sus autores; las va escribiendo la posteridad» (en Azorín, 1912: 698). Es decir, que Cervantes no ha escrito el Quijote, sino las diversas generaciones que, a lo largo del tiempo, han ido viendo reflejada en él su sensibilidad:

Cuanto más se presta al cambio, tanto más vital es la obra clásica. El Quijote es la más vital de nuestras obras. ¿Cómo ha sido visto el Quijote en el siglo XVII, recién salido de las prensas, y cómo ha sido visto luego, en el siglo XVIII, por los ingleses, y después, más tarde, en la XIX centuria, por los románticos alemanes, y ahora, finalmente, cómo lo sentimos nosotros? (pág. 698).

Con este planteamiento Azorín se sitúa muy cerca de lo que luego, mucho más tarde, iba a proponer la Estética de la Recepción de Jauss, que buscaba precisamente una renovación de los viejos paradigmas de la historia literaria. Martínez Ruiz señala la importancia de tener en cuenta las distintas recepciones de una obra, del clásico en concreto, a lo largo del tiempo, contra un telón historicista de fondo; y lo hace desde el concepto de evolución (heredado de la crítica «científica» del positivismo)6 y des-de el concepto de sensibilidad sobre el que alza su nueva crítica impresionista7. De aquí el capítulo de Clásicos y modernos titulado «La evolución de la sensibilidad», donde se pregunta por lo que el Quijote representa con relación a la sensibilidad es-pañola de la época en la que fue imaginado y escrito; con una conclusión: la sensibi-lidad ha ido evolucionando, con respecto al pasado, como se puede comprobar con la lectura del Quijote y las obras de otros clásicos como Quevedo y Lope. La evolución de la sensibilidad le sirve de nuevo para constatar la ley del progreso: «Un poco más de sensibilidad: eso es el progreso humano. Es decir, un poco más de inteligencia» (Azorín, 1913a: 847).

Las proposiciones teóricas de Azorín ofrecen un buen fundamento para enseñar los clásicos si las despojamos de las coordenadas que las fijan demasiado a la forma de hacer crítica en su época: el historicismo evolucionista, las leyes del cientificismo 6 En su opúsculo La evolución de la crítica había abordado la crítica formalista, la crítica psicológica,

la crítica utilitaria, la crítica sociológica y la crítica científica (Azorín, 1999).7 Tengamos en cuenta lo que escribe al presentar Al margen de los clásicos: «Son como notas puestas

al margen de los libros. La impresión producida en una sensibilidad por un gran poeta o un gran prosista: eso es todo» (Azorín, 1915a: 1255). Vila-Belda (2012: 44-47) muestra la utilización en este libro de técnicas semejantes a las de los pintores impresionistas. Por su parte, Pérez López (1974: 249) escribe: «El impresionismo es el peculiar modo azoriniano de captación de la realidad, sea esta realidad arranque de una novela, o sea fundamento de un ensayo o artículo de crítica de la obra de un escritor clásico».

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(el progreso) aliadas con las impresiones de la sensibilidad. Entonces nos abren el camino hacia la comprensión de la historicidad de los clásicos, de su valor dinámico, y hacia la importancia de sus distintas recepciones e interpretaciones como signo de vitalidad o actualidad a lo largo del tiempo. Pensemos en dos célebres definiciones: la de Borges (1979: 190), según la cual el clásico es «aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término», o bien el «libro que las generaciones de los hombres, urgidas por di-versas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad» (pág. 191); y la de Calvino (1981:19): el clásico como aquel autor cuyos sentidos no se agotan, o que persiste como ruido de fondo allí donde la actualidad más incompatible se impone. Igualmente, en la nueva historia literaria que propugna Azorín, el clásico es clásico justo por ser actual, por ser un reflejo de nuestra sensibilidad, la de cada época o generación: «Un autor clásico no será nada, es decir, no será clásico, si no refleja nuestra sensibilidad. Nos vemos en los clásicos a nosotros mismos», leemos asimismo en el «Nuevo prefacio» (en Azorín, 1912: 698). La proyección de nuestra sensibilidad actual sobre los clásicos acaba sin embargo por deshistorizarlos, por eternizarlos, al diluir su radical historicidad (García, 2010: 16-18), al arruinar toda esa distancia que Azorín intenta abrir al mismo tiempo entre la valoración actual del clásico y su valoración histórica en el hic et nunc en que se escribió, o sus sucesivas valoraciones históricas (el Quijote en el siglo XVII, en el XVIII, en el XIX y en el XX). En las clases de historia de la literatura, los clásicos no se pueden enseñar vién-donos en ellos a nosotros mismos, porque de esta manera los leemos desde nuestro hoy, no desde su ayer, en su historia y en la lógica interna y productiva que los hace hablar. Si actuamos de esta manera, proyectamos los patrones y prejuicios de nues-tro horizonte de interpretación, como diría Gadamer (1960: 373), sobre el horizonte histórico en el que se inscriben los clásicos. Al acentuar la presenticidad de estos, por así llamarla, su naturaleza suprahistórica o atemporal, eterna8, la fusión de horizontes (de la que habla la hermenéutica gadameriana), la fusión del pasado y del presente, inevitable al querer reflejarnos en los clásicos, impide comprobar la distancia his-tórica y estética que nos separa de ellos9. Esta deshistorización, provocada por el 8 Como apunta Clavería (1953: 3), Azorín anticipa en cierto modo la idea de T. S. Eliot sobre la atempo-

ralidad, la actualidad y el eterno presente de los escritores que alcanzan carácter universal.9 Sobre las coincidencias entre el concepto azoriniano de clásico y el que maneja Gadamer llaman

la atención, de pasada, Riera (2007: 108 y 2012: 38) y Peyraga (2012: 57). En efecto, en Verdad y método leemos que «es una conciencia de lo permanente, de lo imperecedero, de un significado inde-pendiente de toda circunstancia temporal, la que nos induce a llamar “clásico” a algo; una especie de presente intemporal que significa simultaneidad con cualquier presente» (Gadamer, 1960: 357). No viene a decir otra cosa Azorín. Bien es verdad que Gadamer, tras señalar que lo clásico dice algo a

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concepto de «sensibilidad actual», es uno de los grandes inconvenientes que presenta el sólido fundamento azoriniano para enseñar los clásicos: su vitalidad, en efecto, a la hora de decir cosas a cada coyuntura histórica y su dinamismo para provocar nuevas lecturas e interpretaciones, no a partir de la sensibilidad de cada época, sino de los valores ideológicos dominantes en ella. Pues aunque los clásicos, como dicen Calvino y Borges, se sacuden cualquier interpretación de encima y son capaces de generar discursos críticos sin término, también se tiñen de la ideología dominante en una formación social históricamente dada (no se leen ni se enseñan lo mismo, por ejemplo, los clásicos grecolatinos en el mundo medieval y en el humanista).

Este es otro de los usos del clásico. Lo plantea el propio Azorín en el capítulo de Clásicos y modernos titulado precisamente «Los clásicos», al arremeter de nuevo contra el absurdo e inútil espíritu de resistencia, de hostilidad, hacia la revisión crí-tica de los valores estéticos tradicionales: los clásicos, nos dice aquí, son un tópico fundamental en la cátedra, en el discurso político, en el artículo de periódico, en las conversaciones privadas, y «sobre ese valor convenido (arbitrariamente convenido) reposa todo un aspecto importante de toda una ideología de clase» (Azorín, 1913a: 1003)10. Naturalmente, como representante de la nueva generación, él trata de rom-per con ese valor convenido y oponerle otro diferente, liberando a los clásicos de toda una ideología de clase, que como se dijo más arriba es la de la gente vieja. A nada conduce oponerse a la revisión de los clásicos, porque estos han ido formán-dose –vuelve a decirnos en este artículo– a través del tiempo, porque los grandes clásicos son los que resisten a toda revisión, a toda interpretación (aquí, lógicamente, se adelanta a Calvino). Es en efecto la ideología de clase dominante en cada momen-to histórico, y no ya la «sensibilidad» como categoría estética eterna o evolutiva, la que determina nuestro acercamiento a los clásicos, la que trata de proyectarse y descansar sobre ellos. Casi lo plantea mejor Azorín cuando añade: «En el fondo, el problema de los clásicos es el mismo problema de la vida total de las sociedades, con sus instituciones y modalidades políticas» (pág. 1003). Esto es, con sus valores sociales, políticos, culturales, literarios o ideológicos en suma. Por supuesto, él lo dice en el sentido de que esa vida total ha ido «evolucionando», transformándose, y por lo tanto han de transformarse también los juicios sobre los clásicos. No obstante,

cada presente como si se lo dijera a él particularmente, matiza que esta intemporalidad de lo clásico es «un modo del ser histórico» (pág. 359). Por lo demás, coincide con Borges o Calvino al plantear «lo que quiere decir la palabra “clásico”: que la pervivencia de la elocuencia inmediata de una obra es fundamentalmente ilimitada» (pág. 359).

10 No se olvide que clásico remite a clase social (así lo emplea el Aulo Gelio de las Noches áticas en el siglo II) y que es en el siglo VI cuando comienza referirse al autor que se enseña en clase (Curtius, 1948: 352-354; Resina, 1991: 15-16; Settis, 2004: 81-82; Sullà, 2009: 21; Riera, 2012: 17).

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la posibilidad de leer, interpretar y enseñar los clásicos respetando su historicidad, la de la coyuntura histórica de su escritura y la de sus sucesivas lecturas y recepcio-nes, hasta llegar al presente, se derrumba nuevamente cuando Azorín afirma que no existe más regla fundamental para juzgar a los clásicos que la de examinar si están de acuerdo o no con nuestra manera de ver y sentir la realidad: «en el grado en que lo estén o no lo estén, en ese mismo grado estarán vivos o muertos» (pág. 1004). La historicidad de los clásicos se nos escapa en el punto en que formula este corolario: «Su vitalidad depende de nuestra vitalidad»; o bien: «Juzguemos a los muertos con arreglo a los vivos» (pág. 1004). El horizonte histórico de los clásicos, el horizonte del pasado, queda solapado y puesto al servicio del horizonte del presente11. Puede argüirse que la vitalidad del clásico depende, no solo de su capacidad para hablar al presente y al porvenir, de su intemporalidad12, sino de nuestra vitalidad para situarlo en su historia, en el pasado y en su «verdadera realidad», distinta a la nuestra13. En el razonamiento azoriniano, sin embargo, un artista (a diferencia del hombre que hay en él, que puede juzgarse con arreglo a su tiempo o su ambiente) ha de estar presente siempre, con nosotros, actuando sobre nuestra sensibilidad:

Nosotros podremos juzgarlo con arreglo a su tiempo; pero al coger un poeta o un prosista y leerlos, conforme vamos leyendo, nuestra sensibilidad va aceptando y va repeliendo cosas, vamos sintiendo placer o desplacer. Y todo eso conforma un conjunto definitivo, total, que no es otra cosa que un juicio... un juicio práctico (pág. 1004).

Dado que nuestra concepción de la vida es dinámica, sigue diciendo Azorín, hay que preguntarse hasta qué punto los clásicos armonizan con nuestros sentimientos e ideas, incluso cuáles son, entre ellos, «los que más se adaptan a nuestro ambien-te y los que menos se adaptan» (pág. 1005). La imagen de adaptarse al ambiente arrastra de nuevo una obvia connotación evolucionista, determinista. Adaptarse a los sentimientos actuales: con ello Azorín perfila su lectura sentimental, interna y psico-11 Algo de esto atisba d’Ors (1922: 542) cuando indica que, al recoger Azorín aquellas palabras de los

clásicos que los hacen nuestros contemporáneos, al acercarlos a nuestra intimidad, olvida injustamen-te «aquellas otras palabras que les hacen históricos».

12 «La fascinación del clásico no se ejerce mediante la adaptación del lector a una esencia intemporal, sino a la inversa, mediante una sorprendente docilidad del clásico (docilidad que nada tiene que ver con facilidad) para reconstituirse en experiencia actual de lectores situados en distintos planos histó-ricos o culturales» (Resina, 1991: 29).

13 En este sentido, suscribo plenamente la siguiente idea de Settis (2004: 141): «Cuanto más sepamos mirar lo “clásico”, no como una herencia muerta que nos pertenece sin mérito por nuestra parte, sino como algo profundamente sorprendente y extraño, que hay que reconquistar cada día como un pode-roso estímulo para comprender lo “diverso”, tanto más tendrá que decirnos en el futuro».

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lógica –también deshistorizadora– de los clásicos; pero además habla de adaptarse a las ideas actuales, esto es, a la ideología del presente. No en balde, agrega que el lenguaje ha constituido la única preocupación de los críticos en el estudio de los clá-sicos, hasta darnos la impresión de que los clásicos no tenían ideas; se ha descuidado la «significación ideológica» de los clásicos: «Hasta ahora, entre nosotros, la crítica histórico-literaria ha sido simplemente erudita, enumerativa; falta que sea psicoló-gica, interpretativa, interna. Solo sabremos lo que representan los clásicos a medida que esa obra se vaya realizando» (pág. 1006). La conexión entre la corriente viva de apreciación de los clásicos y la necesidad de una nueva historia literaria no puede estar nuevamente más clara. Más aún si ponemos en contacto las palabras recién citadas con lo que plantea en el capítulo de Clásicos y modernos dedicado a la figura de Menéndez Pelayo. En él reconoce al erudito montañés que ha sentado las bases de una obra de reconstrucción literaria, pero a la vez constata que en España la historia literaria está aún por hacer. Ha habido grandes eruditos y acopiadores, pero ha falta-do el crítico dotado de un sistema para convertir en un todo orgánico lo que sin ese sistema no son sino acarreos más o menos útiles de materiales literarios: «Es decir, que lo que nosotros pedimos y lo que no se ha hecho todavía en España –a no ser par-cialmente, acá y allá– es, no una crítica erudita, sino una crítica psicológica; no una enumeración, sino una interpretación» (pág. 980). Los clásicos no pueden ser vistos a una nueva luz mientras exista ese positivismo ramplón, una simple «erudición de hechos, de libros, de cosas». Es necesaria una nueva crítica histórico-literaria, una erudición que relacione, que asocie los aspectos cambiantes de las manifestaciones estéticas y los valores literarios.

La significación ideológica de los clásicos

El anterior no es un planteamiento que deba pasar inadvertido a quienes tratan de enseñar los clásicos en las aulas, y mostrar hasta qué punto están vivos y no son una «cosa muerta y sin alma». La tetralogía azoriniana, desde Lecturas españolas a Al margen de los clásicos, está atravesada por esta línea divisoria entre la vieja y la nueva forma de hacer crítica y de leer, que a su vez supone una forma novedosa de enseñar los grandes autores y las grandes obras del pasado. Pues no cabe duda de que Azorín, consciente de la significación ideológica de los clásicos, también sienta las bases de una pedagogía, de una nueva forma de enseñarlos14. En el «Postfacio

14 Junto al «compromiso ideológico» de regeneracionista que alienta en el Azorín revisor de los clási-cos, Manso (1996: 116) destaca «su proyecto de pedagogo de la lectura». Ya Ferreres (1953: 2) lo con-sideraba «un educador de la sensibilidad y del gusto del lector como ha habido muy pocos en España».

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que pudiera ser prefacio» de El licenciado Vidriera visto por Azorín, afirma que cuando comenzó a escribir este libro quería que fuera para los niños. Todo nacional de un país, señala, debe tener una base de cultura clásica en el fondo de su espíritu: «Este sería el ideal: una base de ciencias y un cimiento de clásicos del país en que se ha nacido y se vive» (Azorín, 1915b: 1415). Los clásicos constituyen un elemento indispensable para la construcción de la identidad nacional (Fox, 1997) en la que se empeña el Martínez Ruiz regeneracionista y reformista, el Azorín preocupado, recordemos, por el problema de España y por buscar «nuestro espíritu» a través de aquellos. El espíritu español –que desde muy pronto, bajo la ideología castellanó-fila que destaca Fox (1993: 39-43 y 1997: 132-138), se confunde en su caso con el alma castellana– también se encuentra en el paisaje y en las demás manifestaciones artísticas, no solo las literarias. Al reclamar ese ideal educativo, se pregunta cómo podremos sentir (porque básicamente se trata de esto: de sentir, de la sensibilidad) el paisaje de Castilla si no sentimos a Fray Luis de León, a Cervantes, a Lope o Garci-laso. Además del paisaje, acaba sintiéndose la larga cadena de nuestros antecesores, la de los clásicos, que «han hecho, con sus sensaciones, que poco a poco se haya ido formando esta sensibilidad nuestra de ahora» (Azorín, 1915b: 1415)15. En este punto Azorín menciona a Francisco Giner de los Ríos, el maestro que ha enseñado a los nuevos escritores como él la «serenidad espiritual» y que les ha hecho llegar a los clásicos. La idea de que en los clásicos se encuentra el espíritu español, la verdadera historia interna de la nación, la hereda Azorín, en efecto, de Giner (Lozano Marco, 1998: 125 y 1999a: 52 y 58). Todo un proyecto ideológico, el de la invención de España como nación liberal, se condensa en esta explicación del sentido de los clási-cos: «Los clásicos son solidaridad y sensibilidad. Con ellos nos sentimos solidarios con el ambiente y las cosas que nos rodean, y sentimos que, a través del tiempo, sus estados espirituales son los mismos que los nuestros» (Azorín, 1915b: 1415). Esta última idea prueba otra vez que, en el ideal pedagógico azoriniano, la posibilidad de historizar los clásicos, aunque no la de actualizarlos, se desvanece. La continuidad de un mismo estado espiritual entre ellos y nosotros, la concepción de la literatura como encuentro a través del espacio y del tiempo entre dos sensibilidades o dos al-mas (Montero Padilla, 2009: 123), la del clásico y la del lector actual, acaba convir-tiendo en inútil todo intento de distinguir su valoración histórica (su «verdadera rea-lidad» y sus posteriores valoraciones a lo largo de la historia) y su valoración actual.

Para solidarizarse con los clásicos, para sentirlos, a Martínez Ruiz se le impone, en cualquier caso, romper con la imagen casticista que existe de ellos, dinamizarlos. 15 La imagen de la larga cadena de los antecesores entronca con la idea, fundamental para la ideología

conservadora de Azorín y su acercamiento a los clásicos, de la «continuidad nacional», formulada en Un discurso de La Cierva (1914). Ver Fox (1973: 47- 48 y 1993: 31-32).

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La tarea pasa por arrebatárselos a la crítica erudita y enumerativa, que los ha fija-do como un valor estático, y a la «ideología de clase» de la gente vieja, que se ha servido de ellos para legitimar la España que la gente nueva pretende modernizar y regenerar. La dedicatoria de Los valores literarios a Ortega es muy explícita a este respecto: la generación anterior, los partidarios de todo lo viejo en arte, en política y en moral, dicen «continuemos», y la gente nueva contesta «examinemos». No se puede seguir admitiendo a ciegas, supersticiosamente, los viejos valores. El nuevo libro azoriniano intenta examinar los valores literarios, y nada mejor que dedicarlo a Ortega, el «inspirador de un grupo de gente joven que se moldea en la crítica de los valores tradicionales» (Azorín, 1913b: 1022). Tengamos en cuenta que Ortega había saludado con una elogiosa reseña, en 1912, la aparición de Lecturas españolas16, y que poco después, en «Primores de lo vulgar» (1916), hablará del sinfronismo de Azorín, de su afinidad o coincidencia con las cosas y hombres del pasado, a los que se acerca para revivirlos en el presente, sin temperamento de arqueólogo (Ortega, 1981: 221-226; Pérez López, 1974: 247; Riera, 2007: 107 y 2012: 37). En 1913, con motivo del homenaje que él mismo y Juan Ramón Jiménez preparan a Azorín en Aranjuez, escribe al director de El País, Roberto Castrovido, aclarándole que ese acto no se organiza en contra de la Real Academia (que ha rechazado la candidatura de Martínez Ruiz) sino en pro del «escritor español que con mayor eficacia fomenta hoy, entre la gente joven, la lectura de los libros castizos» (Ortega, 1981: 211). Muy consciente de los propósitos azorinianos, añade que el escritor levantino ha acertado con «la brecha por donde la sensibilidad moderna puede penetrar en el recinto de la literatura vieja».

Ortega dice «literatura vieja», «libros castizos». En realidad, coincidiendo en su crítica al casticismo con el Unamuno que también había reflexionado sobre el espíri-tu castellano y sobre nuestra literatura clásica, representada sobre todo por el teatro calderoniano y los místicos (Unamuno, 1895: 152-220), Azorín prefiere hablar de clásicos o literatura antigua. Es la crítica no interpretativa o la gente vieja quien enar-bola una imagen castiza de los clásicos. En Clásicos y modernos se ocupa de esta cuestión, señalando que el concepto de casticismo se halla tergiversado, bastardeado entre nosotros. Se cree que un estilo es castizo cuando se plasma sobre voces, giros y maneras de decir de los escritores de hace tres o cuatro siglos. Pero tal idea impli-ca que las lenguas no evolucionan. Por aquí, por este camino equivocado, se puede llegar a la paradoja de imitar, por querer ser castizo, a unos escritores que en su día, hace tres siglos, no lo fueron, puesto que no imitaron a los de dos o tres siglos antes. El casticismo acaba estribando, así, en hacer lo contrario de los escritores que repre-16 También la habían saludado otros partidarios de los nuevos valores como Antonio Machado y Una-

muno (Valverde, 1971: 302-304).

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sentan en grado sumo el casticismo. De admitir esa noción de casticismo, el idioma castellano se habría detenido hace siglos. El lenguaje y la sensibilidad evolucionan. El arte, concluye Azorín matizando a Julio Cejador, es la vida; no es un potentado del castellano quien muestra más riqueza léxica, más variedad de giros, sino quien expresa mayor número de sensaciones y más intensas, quien nos da «lo supremo que puede producir la prosa o el verso: la emoción» (Azorín, 1913a: 880). Los clásicos, cabría concluir, se abrieron a su presente, no a la imitación del pasado, y a este res-pecto fueron modernos, y pusieron en práctica la famosa definición baudeleriana de la modernidad, de la que está cerca Azorín (Riera, 2007: 106 y 2012: 34). Las «Notas epilogales» a Clásicos y modernos remachan esta idea: la vida es lo que hace la obra de arte, sin vida no perdurará un libro, por aliñado, pulido y brillante que sea su estilo; y sentencia Azorín, bajo esta lógica de que los clásicos comenzaron por ser modernos, por vivir su tiempo y no imitar a los escritores del pasado: «No nos afanemos en hacer lo que hacían los escritores de hace tres o cuatro siglos. Vivamos, apasionada y libremente, nuestro tiempo» (Azorín, 1913a: 1014)17. Es otro buen fun-damento para enseñar los clásicos, sobre todo si alguien tiene aún la tentación de proponerlos como modelos absolutos de lengua a los alumnos que ensayan sus poe-mas o prosas. La nueva significación ideológica de la que Azorín dota a los clásicos está connotada históricamente, obedece a los impulsos de todo un programa político y cultural de regeneración y de modernización del país. Más allá de sus coordenadas y determinaciones históricas, sin embargo, sigue siendo lúcida y aprovechable, por cuanto en ella lo moderno y lo actual desplazan lo castizo, la palabra se supedita a la vida. En el capítulo de Clásicos y modernos así titulado, «La palabra y la vida», señala que la primera debe acomodarse a la segunda, por encima de purismos y de 17 La idea se había adelantado en Antonio Azorín, donde su autor habla, por boca de uno de los perso-

najes, de cómo la inmovilidad que pretenden imponer los viejos con sus consagraciones va contra el orden de las cosas, puesto que la vida es movimiento, transformación; por eso tilda de contradictorio el mandato de que los jóvenes imiten a los clásicos y no intenten innovar: «La buena imitación de los clásicos consiste en apartar los ojos de sus obras y ponerlos en lo porvenir; ellos lo hicieron así. No imitaban a sus antecesores: innovaban. De los que fueron fieles a la tradición, ¿quién se acuerda?» (Azorín, 1903: 187). Algo muy semejante se vuelve a leer en «Más de teatro clásico castellano», de Los valores literarios. Los profesores, eruditos y académicos propugnan y fomentan, argumenta aquí Azorín, el culto a lo antiguo por lo antiguo; se es clásico y castizo no por la observación de la vida, no por la emoción que se ponga en la obra, sino por el giro que se dé a la frase, plasmándola sobre la frase de los autores del XVI o XVII: «Pero los griegos y los romanos no hicieron lo que han hecho sus imitadores franceses y españoles de las centurias decimoséptima y decimoctava; pero Cervantes, Lope, Luis de León, etc., no han hecho tampoco lo que ahora, copiándoles, calcándoles, hacen algu-nos inocentes novelistas y poetas. El verdadero clasicismo está –como en la antigüedad helénica y como en la España de Cervantes– en observar la vida y en trasladarla, con emoción, con sentimiento, a la novela, al teatro y al poema» (1913b: 1178-1179).

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cánones estéticos; y refuerza su posición apoyándose en el Larra para quien no cabe marchar en ideología, en metafísica, en ciencias naturales y exactas, aumentar ideas nuevas a las viejas, y pretender por el contrario, como los puristas, estacionarse en la lengua que ha de ser la expresión de esos mismos progresos (pág. 945).

El planteamiento de Azorín es nítido: clásico, no castizo, entendiendo por cas-ticismo el de los puristas; antiguo, no viejo, porque lo antiguo puede ser actual. Lo plantea con meridiana claridad el célebre texto sobre «La generación de 1898»: cuando se hable del problema de España, indica Azorín, hay que decir lo viejo, no los viejos, porque Larra, Giner o Pi y Margall son perfectamente jóvenes al afrontarlo; debe decirse, asimismo, lo viejo, y no lo antiguo, pues entre lo antiguo «hay cosas que siguen viviendo, que son actuales siempre –por lo menos hasta ahora– y que están más cerca de nosotros que muchas cosas de ahora» (Azorín, 1913a: 984). Por ejemplo, señala a continuación, una página de La Celestina o del Lazarillo se hallan más en contacto con la sensibilidad actual que otras escritas en un estilo seudoclásico y afectado, calcado de Fray Luis de Granada; como lo están un romance de Góngora o de Lope, antes que los versos retumbantes y huecos con los que se entusiasma la burguesía iletrada del momento. Extraemos de ello un fundamento básico para la enseñanza de los clásicos: que estos pueden estar más vivos y ser más actuales que nuestros contemporáneos, encontrarse más cerca de nuestra sensibilidad (en len-guaje azoriniano) y despertar entre los lectores y quienes aprenden nuestra historia de la literatura mayores afinidades. O dicho de otra manera: los clásicos pueden ser nuestros contemporáneos, sin que por esto haya que deshistorizarlos proyectando nuestro presente sobre ellos. En las citadas «Notas epilogales» se puntualiza que en 1898 la ascensión de la juventud hasta los primitivos de los siglos XV y XVI, y su indiferencia hacia los escritores del XVII, encierran toda una orientación. Con ello lo que viene a mostrar Azorín es que la nueva generación construye su propio canon de los clásicos en oposición a la gente vieja. Es otro de los grandes fundamentos para enseñar los clásicos que cabe entresacar de las observaciones azorinianas, en las que se mezclan la crítica, la historia e incluso la teoría literarias: la naturaleza dinámica y cambiante de cualquier canon, en cuya construcción no solo entran razones pura-mente literarias, de originalidad y supremacía estética, como defiende Bloom (1994: 195) al atacar a la «escuela del resentimiento», sino factores e intereses sociales, po-líticos, históricos, culturales e ideológicos18. Esta relación inevitable entre estética e ideología queda puesta muy bien de relieve cuando Azorín afirma que la juventud del 98 equipara la corriente nacional del siglo XVII con la corriente que converge en el 18 A este respecto, comparto del todo la posición de Sullà (2009: 20) cuando rechaza que la condición de

clásico sea una propiedad intrínseca y defiende que el proceso por el cual una obra llega a ser clásica resulta tan sociocultural como el de la formación de un canon.

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Desastre: «La hinchazón y la aridez de la segunda mitad del siglo XIX son la aridez y la hinchazón del siglo XVII. Una divisoria se establece entre los artistas sencillos, fuertes y reales de la decimoquinta y la decimosexta centurias y los declamadores y enfáticos de la decimoséptima» (Azorín, 1913a: 1015)19. Partiendo otra vez de la premisa de que la revisión de los valores clásicos no deja de operarse –«No viviría el pasado si no estuviera sujeto a oscilaciones» (pág. 1017)– Azorín reconfigura el canon, le asigna una determinada significación ideológica y le imprime una nueva orientación. Nos da con ello a quienes enseñamos historia de la literatura una lección fundamental: el canon de los clásicos se construye y está sujeto a oscilaciones, no viene impuesto sin más por la simple ley de la supremacía estética o espiritual, que llevaría a determinados autores y libros a una supervivencia transhistórica.

Qué duda cabe de que Azorín carga a los clásicos de un muy concreto espesor ideológico, ya que su labor crítica, histórico-literaria y hasta teórica al respecto, y su revisión de los valores literarios del pasado, se hallan determinadas por el llamado problema de España (Fox, 1973: 41 y 1993: 33), por su visión noventayochista de España (Díez de Revenga, 1998). Al ser homenajeado en Aranjuez por toda una se-rie de intelectuales y escritores pertenecientes al 98 y al 14 (Campoamor González, 1993), en lo que constituye un verdadero relevo generacional, los más jóvenes como Moreno Villa, Salinas y Guillén comienzan por reconocerle, en un manifiesto publi-cado en la prensa, que la generación de hoy le es deudora de una nueva visión de la patria, y a la vez de una revisión de los valores literarios, de «habernos encendido en amor hacia los clásicos» (en Menéndez Alzamora, 1996: 137). El discurso que pronuncia Azorín en tal ocasión también prueba hasta qué punto la cuestión de los clásicos o los valores literarios es inseparable de la cuestión nacional20. La estética, afirma, no es más que una parte del gran problema social, del problema de España. De hecho, formula con Larra, como al frente de Lecturas españolas, la pregunta «¿Dónde está España?». La disparidad existente entre política y realidad ha llevado al nacimiento de una generación española (la del 98) que ha combatido el artificio político con la misma agresividad que los falsos valores estéticos: «Todo se encade-na y enlaza. No seríamos consecuentes si, combatiendo la falsedad de la literatura, la aceptáramos o toleráramos en política» (Azorín, 1913c: 188). Por lo demás, el 19 No obstante, como recuerdan Mainer (1995: 210) y Riopérez y Milá (2005: 38), Azorín se autoco-

rrige en 1917, en el prólogo a sus Páginas escogidas: si ha habido un momento en que los jóvenes exaltaban a los escritores de los siglos XV y XVI a costa de los del XVII, ahora les reconoce a estos la «plenitud literaria» por llevar la lengua a su máximo esplendor.

20 Valverde (1971: 318) define este discurso como «una vibrante pieza de protesta social, llena de cólera amarga, y bien lejana del embridado estilo arquetípico de Azorín». Por su parte, Riopérez y Milá (2005: 31), sin dejar de enmarcarlo en la preocupación sociológica que caracteriza los artículos azorinianos sobre los clásicos, propone llamarlo «De la sensibilidad española».

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programa regeneracionista se completa ligando el espíritu de España a su paisaje, a su historia y a sus clásicos:

A la comprensión del paisaje queremos unir la comprensión de la raza y de la historia. Deseamos que el legado clásico destaque en el tiempo, no abstractamente –obra de erudi-tos y profesores vanos–, sino ligado a las circunstancias en que se ha producido, en fusión armónica con la raza y con el paisaje (pág. 188)21.

Los clásicos y la construcción del canon

Los clásicos se aprecian y se sienten mejor, en este programa nacionalista y con-servador de Azorín, poniéndolos en correlación con el paisaje y la historia de Espa-ña, incluso con la «raza»; pero también es preciso, como acabamos de ver, sacarlos de las manos de eruditos y profesores, que los han convertido en cosa muerta. En Clásicos y modernos aplaude las nuevas ediciones críticas de los clásicos, porque son indispensables para el conocimiento de los autores del pasado; pero lamenta las notas muchas veces excesivas y anodinas de estas ediciones, porque interrumpen a cada paso la lectura. Prefiere leer los clásicos en las antiguas ediciones, y preguntarse a quién habrán pertenecido, qué habrán sentido (la sensibilidad, como sabemos, es una clave fundamental) quienes han posado sus ojos en esas páginas (Azorín, 1913a: 1002). Tampoco gusta de las ediciones «en forma monumental», poco manejables y cómodas, pues los clásicos no se leen como información, sino por placer, por delec-tación: «El que lea una obra literaria para enterarse, con seguridad que no se enterará de ella; es decir, no recibirá de ella la impresión que se saca de la lectura cuando se lee sin ningún propósito, sin ninguna finalidad, por gusto», afirma en el artículo «Ediciones clásicas», de 1916 (Azorín, 2014: 28). Saltando una vez más por encima de las coordenadas concretas que anclan la revisión azoriniana de los clásicos a un capítulo de nuestra historia reciente, la de la modernización de España por la inteli-gencia reformista, nos encontramos con otro valioso fundamento para enseñarlos: la erudición, la información histórico-literaria, no puede acabar suplantando el placer de la lectura, o lo que es peor, extraviando el gusto por leer. Azorín es taxativo: las 21 En el ensayo «Proceso del patriotismo», de Los valores literarios, Azorín alude a «la unión suprema

e inexpresable de este paisaje [el castellano] con la raza, con la historia, con el arte, con la literatura de nuestra tierra» (1913b: 1239). El ejemplar más acabado de patriota, añade, sería aquel que, cono-ciendo la la literatura y la historia de su país, supiese ligar en su espíritu un paisaje como estado de alma al libro de un clásico, fundir en un todo armónico estos elementos: el paisaje, la historia, el arte, la literatura, los hombres (pág. 1245).

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obras literarias han de ser leídas por gusto, y sin embargo los historiadores, los eru-ditos, los profesores leen los libros «para hablar de ellos». Desde luego establece una división demasiado tajante entre «los profesionales de la erudición», que nos dicen de esos libros cosas que no lo expresan todo, y los artistas como él, «toda esa gente vagabunda, errática y caprichosa que lee las obras clásicas, sin preparación, pero con sensibilidad» (pág. 29).

La preparación filológica que brindan los profesionales de la erudición, no hace falta decirlo, no es incompatible con la sensibilidad, por seguir utilizando el lenguaje azoriniano; incluso puede y debe intensificarla y refinarla. No obstante, empeñado en su programa político de regeneración nacional, en revisar los valores estéticos y literarios, en asignar una nueva significación ideológica a los clásicos, distinta a la que les ha asignado la gente vieja, Azorín establece una línea infranqueable entre la erudición y la vida. En la lectura renovadora de los clásicos españoles que lleva a cabo deja notar su toma de posición, con Nietzsche y Bergson, en el debate filosófico coetáneo entre intelectualismo y vitalismo o intuicionismo (Lacau St. Guily, 2012: 261-262). Esto explica su actitud ante los clásicos ya en una novela generacional como La voluntad (1902), donde, en paralelo con lo que plantea en las «Notas epilo-gales» a Clásicos y modernos sobre la ascensión del 98 hasta los primitivos medie-vales o del XVI, privilegia el arte sugestivo e intuitivo del Arcipreste de Hita sobre la prosa esquemática de Fernando de Rojas y la dramaturgia artificiosa, enfática y palabrera que inaugura Lope; hay que remontarse hasta los primitivos, hasta Berceo, el romancero o el incomparable Arcipreste, afirma ya aquí, para encontrar algo es-pontáneo, jovial, íntimo (Riera, 2007: 76-78 y 2012: 27; Lacau St. Guily, 2012: 263). La literatura del XVII le resulta al autor de La voluntad insoportablemente antipática (Azorín, 1902: 214). En 1904, en la revista Alma Española, muestra una resolución iconoclasta ante Calderón, Lope e incluso Cervantes (Riera, 2007: 81 y 2012: 27; Lacau St. Guily, 2012: 261). Indudablemente, está construyendo su propio canon de los clásicos y deconstruyendo el de la gente vieja, que ha concentrado las esencias castizas, puristas y nacionales en nuestro teatro áureo, la literatura picaresca y la mís-tica (Riera, 2007: 74). En la etapa que Riera define como de mayor virulencia crítica hacia los clásicos áureos, entre 1899 y 1904, influye desde luego la posición ácrata y sociologista del joven Azorín; atento al medio social, como le ha enseñado la lectura de Taine, los clásicos del Siglo de Oro, los del XVII en concreto, solo pueden ser es-pejo de la decadencia española. La literatura de ese siglo muestra, para el autor de La voluntad, «el genio de la raza, hipertrofiado por la decadencia» (Azorín, 1902: 213).

El XVII es el siglo menos privilegiado por Azorín, al menos en su primera etapa de crítico en ciernes (Londero, 1998: 183-185). La crítica del teatro clásico español y de la picaresca ya se encuentra en Buscapiés (1894), antes que en La voluntad, e

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incluso se extiende al Azorín que, hacia 1905, con el paso del anarquismo hacia una postura conservadora, ha iniciado su empresa de revisión de los valores literarios bajo el programa de regeneración nacional. Así, en «El teatro y la novela», de Los valores literarios, señala que existen muchas «mentiras convencionales» con res-pecto a la literatura clásica (Azorín, 1913b: 1169). En las cátedras, academias y los manuales de literatura se repite, asegura, una serie de tópicos fundamentales sobre nuestra dramaturgia áurea y la novela picaresca; por ejemplo, el teatro clásico como reflejo de las grandes cualidades del pueblo castellano, como escuela del honor; pero ambos géneros abundan en desafueros, tropelías e inmoralidades. El que habla de este modo es, desde luego, el Azorín para quien la evolución de la sensibilidad signi-fica progreso, y a la vez el Azorín que no considera a los clásicos intangibles, aun a riesgo de despertar, al abordarlos «con espíritu libre», «la indignación de los austeros varones que parecen tener en depósito la tradición» (pág. 1168).

Nos ofrece así otro fundamento para enseñar los clásicos: nadie tiene en depósito la tradición clásica, cada cual puede inventarse su propia tradición; o incluso rees-cribirla y continuarla, como hace Azorín partiendo de su inspiración libresca, que da lugar a una especie de metaliteratura, de literatura sobre literatura (Fox, 1967; Riera, 2007: 129-130), en la que de pronto desaparece el crítico y aparece el creador (Fox, 1985: 353 y 1993: 52; Pérez López, 1974: 254; Lozano Marco, 1996 y 1999b). En esta práctica hipertextual fundada en los clásicos (Londero, 1998: 188 y 2012: 103) Azorín mistifica la realidad histórica, escamotea la historia bajo la apariencia de his-toricidad (Blanco Aguinaga, 1967: 3 y 1970: 309). En otras ocasiones desplaza a los clásicos, como figuras de ficción, de su contexto histórico al presente del narrador, hacia una temporalidad que no les pertenece, lo cual le permite establecer un sistema de influencias al revés: los clásicos influidos por los modernos, los clásicos conver-tidos en plagiarios por anticipación de los modernos, incluido el propio Azorín, que en realidad se busca a sí mismo a través de ellos (Peyraga, 2012: 68-70). No deja de llevar razón Wood (2012: 74) cuando señala que la lectura de los clásicos que realiza Azorín es siempre un espejismo de sus propias ideas y preocupaciones, de su propia subjetividad, que está alejada del contexto histórico y literario del clásico. Por aquí, como hemos tratado de señalar, los deshistoriza; pero también nos ofrece sólidos fundamentos a la hora de enseñarlos: el dinamismo y la vitalidad de los clásicos, que se encuentran en perpetua formación; su modernidad o incluso su contemporaneidad por encima de la de algunos autores contemporáneos; la conveniencia de revisarlos por medio de una reinterpretación constante y de traerlos a la actualidad; la impor-tancia de estudiar su recepción a lo largo del tiempo, dada la disparidad entre su valoración histórica y su valoración actual; la naturaleza cambiante del canon y su construcción de acuerdo con los valores arbitrariamente convenidos en cada coyun-

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tura histórica; los usos de clase y políticos soportados a menudo por los clásicos, que no solo son merecedores de atención por su lenguaje sino también por sus ideas; la necesidad de ser moderno para convertirse en clásico, lejos de cualquier exaltación inmovilista del casticismo; o bien lo oportuno de una nueva historia literaria para apreciar los clásicos, en la que la vida se sobreponga a la erudición y la información crítica e histórica no desvíe del gusto por la lectura.

Los profesores que intentamos enseñar los clásicos, y que nos preguntamos cómo hacerlo, tenemos una última razón de peso para tomar en consideración las obser-vaciones críticas, teóricas e histórico-literarias de Azorín. En un artículo de 1917, titulado «En la feria de los libros», plantea con agudeza que la vida es corta y el arte es largo. En esto coincide con Machado (y Ángel González), pero sobre todo con el Harold Bloom (1994: 208) que reivindica la utilidad del canon por ser un ministro de la muerte, por ayudarnos a elegir lo que leer, ya que somos mortales y nuestro tiempo tiene tasa. No se puede leer todo, afirma Azorín, que se ampara en el Schopenhauer de Parerga y Paralipómena (1851) para declarar que es preciso aprender el arte de no leer, el arte de saber no leer. Poco a poco va comprendiendo esta verdad: sus lec-turas se limitan, lee tanto como antes, pero menos libros. Si lo que le va interesando cada vez más es «la sensibilidad expresada, encarnada en la vida», le parece lógico limitarse –desdeñando las obras fracasadas, total o parcialmente– a los «supremos momentos del arte en que la humanidad ha encarnado su sentir» (Azorín, 2014: 120). Tropezamos de nuevo con el concepto de sensibilidad, cuyas insuficiencias y dificultades ya hemos señalado, aunque en Azorín siempre está supeditado a la vivi-ficación de la literatura; y hay que darle la razón, lógicamente, en que esos supremos momentos del arte son los representados por los clásicos.

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fieles al presente. cartas intercaMbiadas entre guillerMo de torre,

noraH borges, carMen conde y antonio oliver1

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UNED C. A. Talavera de la Reina

Guillermo de Torre y su esposa la pintora Norah Borges regresaron a España en 1932. En 1927, Torre se había embarcado para Buenos Aires seducido por la idea de contraer matrimonio con la hermana de Jorge Luis Borges, a quien había conocido en España. En pleno alboroto ultraísta, los Borges dispusieron pasar unas largas vacaciones en tierras españolas y aquí transitaron por Mallorca, Sevilla o Madrid. 1 El presente trabajo se inscribe dentro de la elaboración de la tesis doctoral en curso «Guillermo de

Torre y la cultura del exilio», dirigida por el doctor Julio Neira.

161

3.ª Época – N.º 20. 2015 – Págs. 161-211

RESUMEN:

Recogemos en este artículo el testimonio de una amistad entre cuatro artistas del siglo XX: los es-critores Guillermo de Torre, Carmen Conde y An-tonio Oliver, junto con la pintora Norah Borges. Sus vínculos surgen en los tiempos de la Segunda República a través de iniciativas como el Alma-naque Literario 1935, ADLAN o la Universidad Popular de Cartagena. La Guerra Civil separa sus vidas: Guillermo de Torre y Norah Borges se asientan en Argentina mientras Carmen Conde y su esposo Antonio Oliver residen en España. El intercambio de noticias y de libros, sin embargo, se mantiene constante a lo largo de la dura pos-guerra y el exilio.

PALABRAS CLAVES:

Guillermo de Torre, Carmen Conde, Norah Bor-ges, Antonio Oliver, exilio

ABSTRACT:

This article studies the relation between three wri-ters (Guillermo de Torre, Carmen Conde y Anto-nio Oliver) and one painter (Norah Borges) along the twentieth century. Their friendship arises du-ring the «Segunda República» through initiatives such as the Almanaque Literario 1935, ADLAN or the «Universidad Popular de Cartagena». The Spanish Civil War changes their lives: Guillermo de Torre and Norah Borges move to Argentina, while Carmen Conde and his husband Antonio Oliver rest in Spain. Nevertheless they continue exchanging news and books till the death of Gui-llermo de Torre in 1971.

KEYWORDS:

Guillermo de Torre, Carmen Conde, Norah Bor-ges, Antonio Oliver, exile

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Los dos hermanos colaboraron activamente en las revistas punteras del ultraísmo e incluso trasplantaron a la Argentina las técnicas recién aprendidas fundando revistas tan rupturistas como Prisma, en forma de tríptico y pensada para ser difundida ado-sada a las paredes.

Guillermo de Torre conoció entonces a la joven argentina y quedó prendado con su hermosura y su talento. No dudó en dedicarle encendidos versos embadurnados de un imposible argot entre futurista y gongorino. Tras el regreso de Norah a Buenos Aires el amor entre ambos se amasó a base de cartas que saltaban de un lado al otro del Atlántico. Fue en el año de las celebraciones gongorinas cuando Torre se decidió a cruzar el charco para obtener la venia de los padres de Norah, y así esposar a la joven pizpireta. Torre ya mantenía estrechas relaciones con numerosos escritores hispanoamericanos con los que intercambiaba frecuentemente revistas y noticias. Sus Literaturas europeas de vanguardia se convirtieron en la América hispana en un libro de cabecera para muchos autores noveles, entre ellos para Alejo Carpentier. Por todo ello no le costó gran esfuerzo encontrar acomodo en el sector editorial porteño. Trabajó allí para Espasa-Calpe y pronto acomodó su pluma a los requerimientos del diario La Nación en donde publicó numerosísimas reseñas de libros, gran parte de ellas alejadas de su gusto y publicadas tal vez por ello sin firma. Torre progresó en la capital del Plata de modo espectacular: pronto se convirtió en secretario de la sección cultural del diario o ejerció la secretaría de publicaciones de tan largo aliento como Sur, la revista auspiciada por Victoria Ocampo. Pero, lo más importante de todo, Guillermo de Torre vio cumplido el sueño de casarse con Norah Borges el 17 de agosto de 1928.

Como decimos, el joven matrimonio, animado por los nuevos aires que para el mundillo artístico soplaban con la llegada de la Segunda República, se decidió a regresar a Madrid. Nada más llegar a España la actividad de los dos cónyuges es fre-nética: asisten a cuanto acto cultural se celebra, publican en infinidad de periódicos y revistas, Norah presenta sus cuadros en exposiciones colectivas y Torre encuentra rápido acomodo en revistas y periódicos de espíritu liberal como Luz, Diablo Mun-do, El Sol, Diario de Madrid, etc.

Entre tanto la vida de los otros dos escritores aquí convocados transcurre de for-ma más convencional en la ciudad en la que viven: Cartagena. Carmen Conde y Antonio Oliver se conocen allí y los dos, tentados por el gusanillo de los libros tratan de elevarse por encima de la torva realidad creando un mundo personal a través de la escritura. Esto les conduce hacia el exterior, hacia Madrid, ese rompeolas de todas las Españas, al que, indefectiblemente, estaban llamados todos los artistas que pre-tendían labrarse un porvenir. En Madrid debieron conocerse los cuatro contertulios de estas páginas, probablemente en las mesas del café Lyon d’Or, uno de los locales de moda de la capital en el que confluían varias tertulias. En alguna carta conservada

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en el Patronato Carmen Conde – Antonio Oliver, éste da cuenta a su esposa de que ha hecho gestiones ante Guillermo de Torre para lograr la participación de Norah Bor-ges en Júbilos, su nuevo libro de poemas en prosa. También en las cartas que edita-mos, Carmen Conde se refiere al café Lyon en el que habrían compartido una alegre velada con el común amigo Melchor Fernández Almagro. Sorprende la liberalidad de Carmen Conde porque no era muy habitual que las mujeres acudieran a aquellas tertulias primordialmente masculinas. Un tanto embarazada, Norah Borges respon-dió en cierta ocasión que ella no pudo haber conocido a Rafael Cansinos Assens en el café Colonial, porque aquellos lugares no eran frecuentados por las señoritas. Para ellas ya estaba el Lyceum Club, al que se alude en estas páginas y al que acudían tanto Norah como Carmen Conde cuando estaba de paso por la ciudad o en alguna de sus estancias más prolongadas.

Los hechos que afloran en las cartas que presentamos suceden en dos momentos históricos muy distintos. Por un lado la ebullición intelectual del periodo republicano y, como contraste, la etapa más apagada y gris de la posguerra y el largo otoño de la dictadura.

De la primera etapa resuena el fulgor creativo de los corresponsales aquí convo-cados. Guillermo de Torre, en su camino hacia la madurez plena, después de superar el sarpullido ultraísta, comienza a convertirse en el crítico sagaz y juicioso que con el correr de los años llegará a ser. Se implica en infinidad de aventuras, llevado por esa increíble capacidad de trabajo que siempre le fue consustancial. Participa en la creación de ADLAN, la asociación artística hermana de los «Amics del Art Nou» catalanes. En su labor publicitaria no duda en convocar a sus amigos cartageneros. También les involucra en otra ocurrencia suya, esta vez cuajada al alimón con Mi-guel Pérez Ferrero y Esteban Salazar Chapela: el Almanaque Literario 1935. Una obra de carácter laico, en la que se sustituye el tradicional santoral por dibujos de los signos del zodiaco elaborados por Norah. Allí participarán Antonio Oliver, en-cargado de baremar la producción literaria del sudeste español, o Carmen Conde que responde a una de las encuestas. Torre, por su parte, compondrá diversas secciones muchas de ellas redactadas sin firma.

En las páginas siguientes encontrará el lector mención de otras muchas propues-tas artísticas en las que unos y otros intervienen y que vienen a dar cuenta de la fruición cultural que el periodo conoce: La Barraca lorquiana, la Universidad Inter-nacional de Santander, el Lyceum Club, las Misiones Pedagógicas, etc. Entidades y proyectos surgidos al socaire de los buenos tiempos que para la cultura conoce el país y que revierte incluso en las provincias. Los propios Carmen Conde y Antonio Oliver fundan en su Cartagena natal una potente Universidad Popular que habrá de promover numerosas iniciativas: proyecciones cinematográficas, biblioteca popular, cursos de alfabetización, celebración de conferencias, etc. Precisamente, Guillermo

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de Torre será convocado a dar una charla en sus instalaciones. Aprovechará para ello una conferencia que ya tenía más que elaborada y que dio por primera vez en Montevideo. Después se editó en forma de libro en edición no venal: Itinerario de la joven pintura española. Allí se centra en la figura de dos grandes genios: Picasso y Juan Gris. Torre conoció a los dos en alguno de sus muchos viajes a París. Por des-gracia, Torre planteó a sus amigos una conferencia de carácter político que después no llegó a completar y en la que se deja entrever su postura centrada y liberal frente a los extremismos que ya empezaban a irrumpir con fuerza.

Los días que los dos matrimonios pasaron en Cartagena fueron memorables sobre todo para Norah que insiste en recordarlos una y otra vez ante su corresponsal espa-ñola. Lo que une a ambas en este epistolario, además de la amistad, es la publicación de un libro, Júbilos, segundo de Carmen Conde, que se embelleció con seis dibujos de Norah. Esta obra supuso un gran espaldarazo para la carrera de la joven escritora que pasó a ser conocida en el ámbito nacional. Fueron numerosos los halagos que los críticos de la época le dispensaron y a ello, seguramente, ayudó Guillermo de Torre, poseedor de una amplia agenda de contactos entre los círculos literarios madrileños.

Ajena a lo que se venía encima, Norah Borges marchó a finales de 1935 a su tie-rra. Un poco antes comunica a Carmen que, como le había ocurrido a ella, también había perdido un niño que esperaba. El tono fraternal y confidencial asoma por mo-mentos en las cartas que ambas intercambian. Poco antes de estallar nuestra cruenta guerra civil, Norah se muestra ajena al estropicio que se avecina. De este modo co-menta a su amiga que no sabe qué hará el próximo verano. Desconocía de hecho que poco después habría de partir hacia París para, en 1937, regresar de nuevo a Buenos Aires en un segundo trasplante que quizás habría de ser definitivo.

Carmen Conde y Antonio Oliver, pese a sus simpatías republicanas, optarán por quedarse en España, en una España que ellos mismos pintan en tonos oscuros. Sor-prende la ironía con que Carmen Conde se burla del régimen franquista en una fe-cha tan temprana, y tan temible, como 1939, el «Año de la Victoria». Mientras sus amigos ahora residentes en Argentina conocen cierto esplendor material, sus inter-locutores españoles no dudan en confesar que atraviesan momentos de dificultad. Guillermo de Torre ha fundado en compañía de un grupo de españoles residentes en Argentina una potente editorial que irrumpe con éxito en el mercado americano. Losada aprovecha los precios ventajosos del papel y la decadencia editorial española para extender su dominio por numerosos países de habla hispana. Torre idea una serie de colecciones de bajo precio, como antes había hecho con la popular Austral de Espasa-Calpe, para llegar a un público amplio y contrarrestar a la vez la dura competencia de las ediciones piratas.

Guillermo de Torre, en alguna ocasión lo confesó, atravesó en este periodo una etapa de decaimiento y aflicción, similar a la que hubieron de sortear la práctica to-

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talidad de los exiliados. También es verdad que al partir se había abierto la senda de una vida si no más rica al menos más libre. En una carta que Pedro Salinas envía a Torre por estos años distingue entre desterrados e in-terrados. Ellos dos estaban entre los primeros, pero la vida que pronosticaba Salinas para los segundos no era desde luego apetecible. Antonio Oliver y Carmen Conde formarían parte de ese grupo de in-terrados, que hubo de agachar la cerviz y buscar resquicios de libertad entre la dura malla censoria y coercitiva que el régimen trenzó a su alrededor. Carmen Conde le confiesa a Torre su deseo de salir del país, de esa asfixia exasperante que padece, pero que su situación familiar hace imposible.

Tras la guerra las misivas que Carmen Conde y su esposo dirigen a Guillermo de Torre suman al tono amistoso un neto cariz profesional. Los dos desean extender su radio de acción y buscan nuevos caladeros de lectores. Además, no les resultan superfluos los dineros que tales ediciones les pudieran reportar. Torre en este punto se muestra, para desesperación de sus remitentes, intransigente. Utiliza excusas que, aunque ciertas, no eran del todo reales. En efecto, es verdad que en los años cua-renta y cincuenta la producción de Losada se vio dificultada por el encarecimiento del precio del papel y porque Gonzalo Losada aceptaba más originales de los que realmente podía llegar a publicar. También es cierto que la poesía no era la sección a la que desde la editorial daban mayor importancia. Pero todo ello no dejaban de ser excusas porque entre tanto Torre peleaba por obtener la firma de Gabriela Mistral (la prologuista de Júbilos, por quien se interesa Carmen) para su catálogo, o se mos-traba menos taxativo con José Moreno Villa de quien editaría una antología poética. Las razones del rechazo de Torre habría que buscarlas en otro lugar, tal vez en el atrevimiento de presentar ante el público americano a unos autores prácticamente desconocidos allí.

Hemos querido adosar a este epistolario algunas cartas que no fueron escritas por este cuarteto de amigos pero que añaden información adicional. Se trata de la madre de Norah Borges, Leonor Borges de Acevedo, y de la hermana de Guillermo, María Luisa. Esta última nos proporciona una fidedigna descripción de cómo fueron los últimos y dolorosos días de Guillermo de Torre. No en vano, en este epistolario, ade-más de interesantes informaciones sobre el contexto cultural o social de su tiempo se cuelan también los mimbres del vivir diario.

Decía el autor de Literaturas europeas de vanguardia que el crítico literario debía ser fiel a su tiempo, y en estas páginas, en efecto, encontramos que todos los intervi-nientes se manifiestan fieles a un presente que les atrapa y les embebe con su dura o suave cotidianeidad.

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Norah Borges en su casa de la Calle Velázquez (Madrid). Febrero 1933

(PCCAO).

Carmen Conde y Norah Borges en la casa de ésta en la Calle Velázquez,

Madrid, febrero 1933 (PCCAO).

Norah Borges, Guillermo de Torre y Antonio Oliver sentados en un banco del Paseo del Muelle de Alfonso XII (detrás, la escalinata de la Muralla del Mar),

Cartagena. 3 abril 1934. Foto: Carmen Conde (PCCAO).

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Carmen Conde vista por Norah Borges en Cartagena, Semana Santa de 1934 (PCCAO)

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corresPondenciA2

[1]

[Tarjeta postal de Norah Borges a Carmen Conde. 1 pág. Escrita a mano. PC-CAO, sign. 015 01407. Membrete:] «San Pablo / Greco. Museo del Prado 814».

[Madrid], [¿?] diciembre 1933

[¿] Querida Carmen:[¡] Qué delicia lo que escribiste para mí!3

[¡] Cuánto te lo agradezco!Guillermo y yo les deseamos una Navidad y año Nuevo llenos de felicidad.Un abrazo para ti de tu

Norah

[2]

[Carta de Guillermo de Torre a Carmen Conde y Antonio Oliver. 2 págs. Escrita a máquina, excepto la parte de Norah Borges escrita a mano. PCCAO, sign. 012 01197. Membrete:] «Guillermo de Torre / Velázquez, 130 / Madrid».

[Madrid], 4 enero 1934

Mis queridos amigos Carmen y Antonio:Muchas gracias por vuestra invitación –tuteémonos para mayor comodidad y

como revalidación amistosa– a ir a Murcia para hacer una conferencia. En principio, encantado y reconocido. Pero habría que tratar de ampliar esa consignación a fin de que el viaje de Norah y mío no nos cueste nada de nuestro bolsillo. Por otra parte, re-chazar la fecha en lo posible, hasta marzo o abril, pues ahora estoy metido en varias 2 Las cartas que transcribimos a continuación proceden de dos archivos: el Patronato Carmen Conde –

Antonio Oliver de Cartagena (PCCAO) y la Biblioteca Nacional de Madrid (BNE). Agradecemos a los responsables de la Biblioteca Nacional, del Patronato, en especial a doña Caridad Fernández, y a don Miguel de Torre Borges la autorización para darlas a conocer. En su edición seguimos las normas del Proyecto Epístola. Como se observará es mucho mayor el flujo de cartas enviado por Guillermo de Torre y Norah Borges a sus amigos murcianos. Ello se debe a que el número de misivas guardado por Torre es mucho más reducido.

3 Carmen Conde, «Transcurso: (a Norah Borges de Torre)», La Verdad, Murcia, 21 diciembre 1933, pág. 4.

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cosas que quiero despachar. Además, a fines de febrero o primeros de marzo he de ir a Burgos, invitado a otra conferencia en el Ateneo.4

Pero, en suma, todo esto no son sino pequeños inconvenientes, que espero puedan obviarse. Por mi parte, la mejor voluntad. Y contad con que me será un verdadero placer conocer esa tierra en vuestra compañía. Aprovecho ya estar ante la máquina para responder a vuestras preguntas sobre Luz.5 El periódico, en vez de ir hacia ade-lante y poder pagar a mayor número de colaboradores, acaba de sufrir una tremenda crisis. Han corrido los más nefastos rumores. Corpus6 dimitió. // No cobraban ni los redactores. A mí, y a otros, nos deben más de un mes de colaboraciones. Pero afor-tunadamente, parece que todo va [a] arreglarse. Las últimas noticias –precisamente esta mañana fui por la Redacción– son las del reintegro de Corpus y una nueva in-yección de capitales. Veremos.

Ahora bien, en compensación, parece ya inminente la salida de Diablo Mundo,7 revista planeada hace más de un año, que dirigirá también Corpus Barga. Semanario. Política y literatura alternadas. Allí habrá sitio para todos, mejor que en un diario, y… quizá dinero. De modo que estad atentos a cuanto salga y vengan artículos.

Gracias otra vez por la invitación. Y muy cordiales saludos deGuillermo

4 La conferencia, que se celebró en el Teatro Principal de Burgos el 20 de marzo de 1934, versó sobre pintura contemporánea y estuvo «ilustrada con numerosas proyecciones cinematográficas» (S.f., «En Burgos. Una conferencia de Guillermo de Torre», Heraldo de Madrid, 22 marzo 1934, pág. 9).

5 El periódico Luz, que llevaba por subtítulo «Diario de la República», fue fundado por el empresario vasco Nicolás María de Urgoiti y sucedió a Crisol, otra cabecera republicana, a su vez continuadora de El Sol. Contó con la colaboración y el patronazgo de José Ortega y Gasset desde el primer número. Se mantuvo en pie entre enero de 1932 y noviembre de 1934. Sus redactores, entre ellos Guillermo de Torre, pasaron a colaborar después en el Diario de Madrid.

6 Corpus Barga (Madrid, 1887 – Lima, 1975), seudónimo del periodista y escritor Andrés García de la Barga y Gómez de la Serna, dirigió Luz entre 1933 y 1934. Los tres tomos de su libro de memorias, Los pasos contados. Una vida a caballo de dos siglos (1887-1957), aparecieron en la colección El Puente, dirigida por Guillermo de Torre en los años sesenta dentro de la editorial Edhasa.

7 De orientación republicana y dirigida por Corpus Barga, de esta revista sólo aparecieron nueve nú-meros entre abril y junio de 1934. Guillermo de Torre colaboró con regularidad en ella. Él mismo se encargó de adelantar su publicación en las páginas de Luz: «“Faire le point”, puntualizar: he ahí, en efecto, el papel del semanario, tal como lo concibe y como lo realizará Diablo Mundo. Su oportunidad en España, y en los momentos actuales, es más que evidente. Hay un vasto núcleo de lectores, lo mejor de España, al cual no basta el periódico ni la revista de bagatelas y que busca su complemento de in-formación y de cultura en los semanarios extranjeros. Muy pronto tendrán el suyo. Diablo Mundo, por lo tanto, responde a una necesidad urgente» (Guillermo de Torre, «Correo literario: Superproducción frente a carencia: Los semanarios literarios. La misión intelectual de la prensa. Se anuncia Diablo Mundo», Luz, Madrid, 24 marzo 1934, pág. 13). En Diablo Mundo, como se verá, apareció una crítica de Júbilos realizada por José María Quiroga Pla.

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Querida Carmen. ¡Feliz año nuevo para ti y para Antonio. He pintado el Palacete de la Moncloa, con sus techos decorados en color rosa y en celeste.8 Te quiero mucho y te envío un gran abrazo. Tu

Norah

[3]

[Carta de Guillermo de Torre a Carmen Conde y Antonio Oliver. 3 págs. Escrita a máquina. PCCAO, sign. 012 01197. Membrete:] «Guillermo de Torre / Velázquez, 130 / Madrid».

[Madrid], 7 marzo 1934

Mis queridos amigos Carmen y Antonio:Hemos recibido vuestra última carta, junto con la simpática hoja de vuestra Uni-

versidad Popular.9

Bueno; vamos a ver si nos ponemos de acuerdo respecto al viaje a esos territorios y a las consiguientes conferencias. La verdad, no estaba completamente resuelto a hacerlas porque aunque parezca que no, lleva tiempo el prepararlas y me distrae de otras cosas, teniendo en cuenta además que gravita sobre mí el compromiso de pre-parar quince lecciones sobre novela y pintura para el próximo verano en La Haya10; que, con todo esto, y los inevitables artículos, los capítulos de mis posibles y futuros libros, no avanzan… Pero en fin, todas estas son razones privadas para mí y podéis replicarme muy bien que no tienen por qué prevalecer ante vuestro solícito interés, que estimo en todo lo que vale y al que me rindo…

Por consiguiente, iremos a Cartagena y a Murcia, pero siempre en la inteligencia –y excusadme este insistir– de que no me cueste nada. Regalo el trabajo –si es que éste algo vale– pero no puedo hacer más. Llevaré dos //conferencias: una que no es inédita –aunque sí para esos públicos y aunque en cada nueva vez la doy distinta versión– sobre «Viaje a través de la nueva pintura española». Cuento para ella con 8 En la exposición que Norah Borges realizó de sus pinturas en la sala porteña «Amigos del Arte» en

julio de 1940 figura un temple fechado en 1933 con el siguiente título: «El Palacete de la Moncloa» (vid. Carlos García, (ed.), Correspondencia. Juan Ramón Jiménez - Guillermo de Torre, Madrid / Francfort, Iberoamericana / Vervuert, 2006, pág. 102).

9 La Universidad Popular de Cartagena, fundada por Carmen Conde y Antonio Oliver en diciembre de 1931, se mantuvo en pie hasta el estallido de la Guerra Civil en 1936.

10 Guillermo de Torre proyectaba viajar a La Haya dentro de las actividades organizadas por la Sociedad de Artistas Ibéricos.

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18 diapositivas en cristal (proyectables en cualquier máquina cinematográfica de tamaño corriente): cuadros de Picasso, Juan Gris, Miró, Dalí, algún impresionista, algún primitivo, etc.

La otra conferencia sí es rigurosamente inédita. Su título: «Del esteticismo a la revolución». Y si esto resultase poco explícito pudiera subtitularse: «Actitudes inte-lectuales ante los problemas ideológicos y sociales de nuestro tiempo», o algo así, aunque yo, claro es prefiero y utilizo el título primero. Exposición objetiva, análisis de problemas y hechos, no alegato por nada ni para nada, sino más bien defensa de una actitud «espiritualista» que afirma la supremacía de la inteligencia frente a cual-quier «ismo» de violencia, revolucionario a secas.

¿Cuál de ellas ha de ser para Murcia y cual para Cartagena? Eso vosotros lo resolveréis. A mí me es lo mismo. ¿Fechas? Igualmente quedan a vuestro arbitrio, siempre que sea después de Semana Santa, ya en abril. Me sería difícil hacerlo antes (el 18 de este mes me voy a Burgos, al Ateneo Popular de allí, invitado por nuestro amigo Ontañón,11 para una serie donde ya han ido Diego, // Cossío, etc)12 y además creo que será más conveniente dejar pasar esas fiestas, aunque por otra parte nos hu-biera gustado ver las procesiones de ahí, en el supuesto de que este año se celebren.

De vuestra amabilidad espero asimismo que me indiquéis horas y combinación de tren –no he viajado nunca por esa parte de España–, preferentemente de día, más cómoda y favorable para llegar a Murcia o Cartagena.

En cuanto al envío de cuadros de Norah, nos gustaría mucho, en efecto, pero ya comprenderéis que esto es imposible. Cuesta mucho y es muy azaroso el transporte. Además los necesita aquí, por si se hace esta primavera un Salón de los Ibéricos.13

11 Eduardo de Ontañón (Burgos, 1904 – Madrid, 1949). Este escritor burgalés, integrado en la genera-ción del 27, fue vicepresidente del Ateneo Popular de Burgos y director de la revista Parábola.

12 En total fueron doce las conferencias organizadas por el Ateneo de Burgos dentro de este ciclo anual. Las disertaciones se dividieron en tres temas: la ciudad y sus valores históricos y artísticos, Rusia y arte y literatura en nuestro tiempo. Esta última sección contaría, según avanza Eduardo de Ontañón, con los siguientes intervinientes: «novela, por nuestro compañero Pérez Ferrero; poesía, por Gerardo Diego; teatro, por Cossío, y pintura, por Guillermo de Torre» (Eduardo de Ontañón, «Notas sobre los Ateneos y elogios al Popular Burgalés», Heraldo de Madrid, 18 enero 1934, pág. 6).

13 Tras lanzar un par de manifiestos, ambos firmados por Guillermo de Torre, la Sociedad de Artistas Ibéricos consiguió inaugurar una primera exposición en Madrid en el Palacio del Retiro el 28 de mayo de 1925. Contó con la colaboración de 200 artistas jóvenes. Entre otros participaron Salvador Dalí, Francisco Bores, Ángel Ferrant, Alberto, Benjamín Palencia, etc. El propio Guillermo de Torre valoró muy positivamente el papel desempeñado por aquella exposición. En Itinerario de la nueva pintura española escribe: «el primer Salón de Artistas Ibéricos, organizado primaveralmente en el Palacio de Retiro por Manuel Abril, García Maroto y el que os habla. Salón de significación excepcional, de un carácter arriscadamente moderno, que no se ha repetido, y al que habrán de referirse, inevitablemente, los futuros comentaristas para señalar un momento en que vira el cuadrante de nuestro arte. Aunque

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Aunque, en rigor, sigue sin haber estímulos para exposiciones de ninguna clase, pues no hay más que público espectador –muy abundante, eso sí– pero el comprador es rigurosamente inexistente…

Quedemos, pues, en que el mes próximo nos veremos y tendremos el placer de conocer esas tierras en vuestra gratísima compañía.

Entretanto, espero noticias y puntualizaciones. Muy cordiales saludos de

Guillermo de Torre

[4]

[Telegrama de Guillermo de Torre a Antonio Oliver. 1 pág. PCCAO, sign. 012 01199].

[Madrid], 25 marzo 1934

RKO CARTAGENA MADRID= CONFORMES. LLEGAREMOS MIÉRCOLES TREN ESPECIAL INNECE-

SARIO GIRO DINERO REINTEGRASME AHÍ GRACIAS ABZS GUILLERMO =

[5]

[Carta de Guillermo de Torre a Antonio Oliver. 1 pág. Escrita a máquina, excepto nota manuscrita de Norah Borges. PCCAO, sign. 012 01200. Membrete:] «Guiller-mo de Torre / Velázquez, 130 / Madrid».

aquel Salón Ibérico no se repitiese, su ejemplo ha sido muy fecundo y de él han derivado luego ex-posiciones tales como la que se realizó en el Jardín Botánico –hace tres temporadas- y las que viene patrocinando la sala del «Heraldo de Madrid» y el que antes era reaccionario «Salón de Otoño», abierto ahora a nuevas tendencias» (Guillermo de Torre, Itinerario de la nueva pintura española, Montevideo, 1931, pág. 29). Posteriormente la SAI organizó dos exposiciones de arte español en Copenhague y Berlín en 1932. En esta última Torre participó leyendo el discurso inaugural. A lo largo de 1934 y 1935 la SAI trató de continuar con su labor de difusión del arte español en el extranjero. Torre, por ejemplo, se encargó de realizar distintas gestiones para llevar una muestra representativa de nuestro arte a Zurich y La Haya. Sin embargo, dichas gestiones no fructificaron. La última exposición de la SAI tuvo lugar en París en febrero de 1936 (vid. Guillermo de Torre, «Anales de los artistas ibéricos. Escolios a la Exposición Española en París», El Sol, Madrid, 27 mayo 1936, pág. 8).

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[Madrid], 25 marzo 1934

Sr. D. Antonio Oliver.

Querido amigo:Dos líneas para ratificar el telegrama que te he dirigido esta mañana. En efecto –a

pesar de que acabo de llegar de otro viaje y aún no tengo terminada la conferencia nueva que pensaba llevar- nos resolvemos a marchar el martes noche para aprove-char el tren especial.

Estaremos, pues, en Cartagena el miércoles a las 10.35 mañana. Sospecho que las conferencias no podrán realizarse en Cartagena y Alicante hasta el Sábado de Resu-rrección.14 Y que se me permitirá repetir en las dos ciudades la misma –sobre pintura con proyecciones y «garantizadamente» amena– si no tengo tiempo de preparar bien la otra.

En cuanto a la indemnización del coste del viaje, ya te digo que no es necesario anticipar giro. Me lo reintegrarás ahí. Muchas gracias por todo. Y hasta el miércoles, muy cordial abrazo de

Guillermo

Muchos besos para mi querida Carmen.Hasta pronto. Tu Norah

[6]

[Carta de Norah Borges a Carmen Conde. 2 págs. Escrita a mano. PCCAO, sign. 014 01396].

[Madrid], 7 abril 1934

[¡] Mi queridísima Carmen!He pensado mucho en ti estos días y hasta he soñado contigo.

14 Finalmente sólo se celebró una conferencia, la de Cartagena. Tuvo lugar el lunes 2 de abril de 1934 en el salón de actos de la Sociedad Económica de Amigos del País y versó sobre el tema: «La nueva pintura española». En el PCCAO se conservan varios recortes de prensa sobre este asunto: S.f., «Uni-versidad popular», La Verdad, Murcia, 29 marzo 1934, pág. 6; S.f., «Universidad Popular. Conferen-cia», La Tierra, Cartagena, 1 abril 1934; S. f. «Universidad Popular. La conferencia de Guillermo de Torre», El Noticiero, Cartagena, 4 abril 1934, pág. 1; S.f., «Universidad Popular. Conferencia de Gui-llermo de Torre», La Verdad, Murcia, 4 abril 1934, pág. 6); S.f., «Universidad Popular. Conferencia de Guillermo de Torre», La Tierra, Cartagena, 5 abril 1934.

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[¿] Cómo estáis tú y Antonio?[¿] Cómo está el mar y las colinas con casitas de balcones?[¡] Todo dejó en mí un recuerdo tan hondo, tengo tantas cosas que agradecerte! Ya

no me olvidaré nunca del balanceo de las procesiones.Esta tarde veremos a Ernestina15 en un té en el Lyceum16 donde dará una conferen-

cia sobre el amor, Obregón.17 Ya le daré a Ernestina tus mensajes. //Te quiero mucho, dime que vendrás pronto a Madrid.Dales muchos saludos a tu mamá y tu padre.Muchos recuerdos para Antonio. Te mando un gran abrazo y muchos besos.Tu Norah que tanto te quiere.

[7]

[Carta de Norah Borges a Carmen Conde. 1 pág. Escrita a mano. PCCAO, sign. 015 01463].

[Madrid, 15 abril 1934]

Mi querida Carmencita. Hoy recibimos vuestra carta y me alegró mucho tener tus noticias.

Hoy salió ya este artículo sobre tu libro y pronto saldrá el de Guillermo. Anoche leí otra vez todos tus poemas y me encantaron. Cada día me gustan más. Cuando leí el de «Miss Mini»,18 oía tu voz.

15 Ernestina de Champourcin (Vitoria, 1905 – Madrid, 1999). Escritora, socia del Lyceum Club, empezó a escribir en su idioma materno, el francés. Estuvo casada con el también poeta Juan José Domenchina con el que, tras la guerra, marchó al exilio. Regresó a España en 1972. Ernestina de Champourcin escribió un artículo titulado «Tres proyecciones» en el que, entre otras escritoras, se ocupa de Carmen Conde (Síntesis, núm. 30, Buenos Aires, noviembre 1929, págs. 329-335). Por su parte, Guillermo de Torre escribió: «Poesía y novela de amor. Dos libros de Ernestina de Champourcin», El Sol, Madrid, 13 junio 1936, pág. 2. El epistolario entre Carmen Conde y Ernestina de Champourcin ha sido edita-do por Rosa Fernández Urtasun (2007). En dichas cartas se deja entrever que entre ambas escritoras existió una relación que fue más allá de la mera amistad.

16 El Lyceum Club funcionó en Madrid entre 1926 y 1936. Fue fundado por varias mujeres del mundo intelectual como María de Maeztu, Zenobia Camprubí, Victoria Kent o Pura Ucelay. En sus salas se organizaban debates, exposiciones, conferencias, lecturas poéticas o conciertos.

17 Se trata de la conferencia «La expresión del amor en algunas obras literarias», dictada en el Lyceum Club por el escritor Antonio de Obregón. Tomamos la información de un suelto aparecido en La Li-bertad, Madrid, 6 abril 1934, pág. 2.

18 Título de uno de los relatos incluido en Júbilos (Carmen Conde, Júbilos, Murcia, Sudeste, 1934, págs. 62-63). Durante el curso 1917-1918, Carmen Conde asistió al Colegio Inglés de Melilla. Se trataba de

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Guillermo te enviará La Nación19 de Buenos Aires, si Jarnés20 escribe ahí sobre tu libro, como esperamos (yo se lo recomendaré). Dice Guillermo que Calpe21 se queda con el 50 ó 55 por ciento por la administración de los libros.

Sí, mándale a Mamá22 uno de tus libros, que le darás mucha alegría. Mañana iré a visitar a Gabriela Mistral23 y hablaremos de ti.

un centro de reputado prestigio al que acudían las familias más acomodadas de la sociedad melillense. Allí Carmen Conde conoció a Miss Minnie Thompson, la directora del colegio. Miss Mini fue la en-cargada de mostrar a la pequeña Carmen la importancia y el romanticismo de Don Quijote, libro que en edición infantil leyó por entonces. Años después, en 1965, profesora y alumna se reencontrarían en Málaga (vid. José Luis Ferris, Carmen Conde. Vida, pasión y verso de una escritora olvidada, Madrid, Ediciones Temas de Hoy, 2007, págs. 86-89).

19 Al poco de llegar a Buenos Aires, en su primer viaje transoceánico, Torre comenzó a colaborar con el diario La Nación en noviembre de 1927, y allí pronto se convirtió en secretario de la sección cultural.

20 Benjamín Jarnés (Codo, Zaragoza, 1888 – Madrid, 1949). El autor aragonés no comentó el libro de Carmen Conde en La Nación sino en Luz como veremos después. También se ocupó de Literaturas europeas de vanguardia («Antena y semáforo», Alfar, núm. 54, La Coruña, noviembre 1925, pág. 19), el libro de Torre que, según relata el propio Jarnés, tuvo una gran importancia en su vocación liter-aria: «Era ya un joven maduro cuando se destapó el secreto. Un día –habían muerto mis padres– fue reconocida la utilidad de mi locura. Llevaba yo en mi maleta el libro de Guillermo de Torre, Literatu-ras Europeas de Vanguardia, con una larga y cordial dedicatoria. Al ver mis hermanos aquel libro tan voluminoso y tan cariñosamente dedicado, comenzaron a mirar con respeto mi supuesta locura. ¡Ya, efectivamente, era yo un escritor viable y cotizable! (A ti, querido Guillermo, te lo debo)» (Benjamín Jarnés, Autobiografía. Cuadernos jarnesianos 1, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 1988, pág. 11). Guillermo de Torre le dedicó el poema «Balneario», aparecido en El Estudiante, Madrid, 4 abril 1926, pág. 6. Fue también Guillermo de Torre quien abrió las puertas a Jarnés para colaborar en La Nación de Buenos Aires cuando ocupó el secretariado de la sección de literatura, durante su primer viaje a Argentina (S.f. [Guillermo de Torre], «Los autores y las obras: Un nuevo colaborador de La Nación de los domingos: Benjamín Jarnés», La Nación, Buenos Aires, 17 marzo 1929).

21 Guillermo de Torre conocía muy bien esta editorial. Durante su primera estancia en Argentina ya tra-bajó para lo que dio en llamar el «calpismo». El 8 de noviembre de 1927 escribía a Melchor Fernández Almagro: «Mi gran sentido del anuncio, esa tendencia que siempre he tenido a considerar como un arte el cartel y el reclamo, me han traído, sin duda, a encargarme de los asuntos de publicidad en esta Editorial y de la asesoría literaria, cerca de Julián Urgoiti» (Cristina Viñes Millet (ed.), Cartas cruza-das entre Guillermo de Torre y Melchor Fernández Almagro (1922-1966), Granada, Universidad de Granada, 2008, pág. 112). A su vuelta en 1937 volvió a enrolarse en Espasa-Calpe. En esta ocasión dio luz a la conocida colección Austral, que se inauguró con La rebelión de las masas de José Ortega y Gasset.

22 La madre de Norah, Leonor Acevedo de Borges (Buenos Aires, 1876-1975), contestó, como veremos, directamente a Carmen Conde. Miguel de Torre Borges ha compuesto un inspirado retrato de quien fuera su abuela (vid. Miguel de Torre Borges, Apuntes de familia, Buenos Aires, Alberto Casares, 2004, págs.79-109).

23 Gabriela Mistral (Vicuña, 1889 – Nueva York, 1957). Poetisa chilena, premiada con el Nobel de lite-ratura en 1945, entabló amistad, durante su estancia como diplomática en Madrid (1933-1935), con

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Muchos recuerdos nuestros para ti, Antonio y tus padres. Pienso todos los días en ti y te quiero de todo corazón. Tu Norah.

[8]

[Carta de Norah Borges a Carmen Conde. 1 pág. Escrita a mano. PCCAO, sign. 015 01408].

[Madrid], 19 [abril 1934]

Querida Carmen:Te felicito tanto por el telegrama de Juan Ramón Jiménez.24

Aquí te envío otro artículo,25 y Contrapunto26 para que lo lean los dos juntos. Aún no he visto a Gabriela pero creo que será al final de esta semana.

todos los personajes aquí convocados: Guillermo de Torre, Norah Borges, Carmen Conde y Antonio Oliver. Mistral prologó el segundo libro de Carmen Conde, Júbilos, que también contó con los dibujos de Norah Borges. En dicho prólogo, fechado en Madrid en septiembre de 1933 y titulado «Carmen Conde, contadora de la infancia», escribe Mistral: «Me conocí a mi Carmen Conde hace dos años. Su librito de poemas Brocal me había seguido por medio mundo y al fin me alcanzó en la costa ligure» (Carmen Conde, op. cit., pág. 7). En efecto, al igual que hizo con Juana de Ibarbourou y Alfonsina Storni, Conde envió un ejemplar de su primer libro a Gabriela Mistral. Conde y Mistral se reunieron por primera vez en Madrid en septiembre de 1933, dos meses después de que la diplomática se asen-tara en la capital. En dicho encuentro les acompañó la amiga de Carmen, Consuelo Berges. Carmen Conde publicó varios libros con Gabriela Mistral como protagonista, por ejemplo Gabriela Mistral, Madrid, EPESA, 1970.

24 Juan Ramón dirigió a Carmen Conde un telefonema en el que calificaba Júbilos de «bellísimo libro plena confirmación de mi primera fe» (15 abril 1934; PCCAO, sign. 015 01447; Caridad Fernández Hernández, «Correspondencia del Archivo Carmen Conde – Antonio Oliver», Monteagudo, núm. 3, Universidad de Murcia, 1998, pág. 98).

25 Manuel Abril, «Norah Borges», Luz, Madrid, 19 febrero. 1934, pág. 11. Se trata de una crítica de la primera exposición de Norah Borges en España. Se inauguró ésta el 16 de febrero y se celebró en Ma-drid en la sala de exposiciones del Museo de Arte Moderno (Paseo de Recoletos, 20). Vid. s.f., «Vida artística. Exposición Norah Borges de Torre», El Sol, Madrid, 16 febrero 1934, pág. 4.

26 Aldous Huxley, Contrapunto, trad. de Lino Novás Calvo, Buenos Aires, Sur, 1933. Por carta del 28 de mayo de 1933, Guillermo de Torre comenta a Alfonso Reyes: «Habrá visto usted cuan lastimosa es la paralización de Sur, después de mi ausencia de Buenos Aires. No me jacto de nada pero sí hago notar que mientras yo estuve allí aparecieron los cuatro números primeros dentro del primer año. Y ahora saldrán aquí, en Madrid, los dos primeros libros de la editorial: Canguro de Lawrence y Contra-punto de Huxley, cuya impresión he venido cuidando» (Carlos García (ed.), Las letras y la amistad. Correspondencia Alfonso Reyes – Guillermo de Torre. 1920 – 1958, Valencia, Pre-Textos 2005, pág. 135). Para Guillermo de Torre se trataba del «libro novelesco más inteligente que ha sido compuesto

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He recibido el lindísimo artículo que te dedica María Cegarra.27 Muchos recuerdos cariñosos de nosotros dos para ti y tu Antonio. Saludos a tus

papás.28 Te mando un gran abrazo y muchos besos. TuNorah

[9]

[Carta de Guillermo de Torre a Antonio Oliver y Carmen Conde. 2 págs. Escrita a máquina. PCCAO, sign. 015 01473. Previamente publicada por Caridad Fernández Hernández (1998, 99-100)].

[Madrid], 20 abril 1934

Queridos Carmen y Antonio:Recorto y meto en un sobre mi artículo de esta noche en Luz con mi comentario

sobre Júbilos.29 Excusad la –relativa– brevedad, pero he preferido hacerlo así mejor que como nota bibliográfica aparte, para que saliese antes. Además, habiendo ya comentado el libro Jarnés30 en su sección hace pocas noches, no me era posible ni permitido extenderme más.

Por lo demás, pocas novedades. La literatura –que es a la postre, y en principio, lo que nos interesa– parece que empieza a portarse mejor. Quizá sea ésta una primavera de resurrección. Los periódicos vuelven a acordarse otra vez de la literatura, hay más firmas en los periódicos, se preparan revistas. Diablo Mundo, al fin inminente: sale el sábado 28 y tendrá bastante literatura, mezclada con otras cosas, claro es. Ved el

en lo que va de siglo» (Guillermo de Torre, «La novela inglesa y norteamericana. Lawrence, Huxley, Faulkner», Luz, Madrid, 21 junio 1934, pág. 10).

27 María Cegarra (La Unión, 1903 – Murcia, 1993), además de realizar ciertos pinitos literarios, escribió a menudo en periódicos como La Región, La Verdad, Tránsito, Levante Agrario, Títiro canta o Mon-teagudo. Buena amiga de Carmen Conde también tuvo una relación muy cercana, hay quien sostiene que amorosa, con Miguel Hernández. El artículo al que se refiere es María Cegarra Salcedo, «Carmen Conde y sus Júbilos», La Tierra, Cartagena (Murcia), 15 abril 1934. Por su parte, Carmen Conde le dedicó: «La Unión, tierra de mineros y poetas: Andrés y María Cegarra Salcedo», La Región, Murcia, 6 mayo 1932. Entre las dos compusieron un drama, titulado Minero, que no se llegó a publicar.

28 Luis Conde Parreño (Cartagena, 1874 - 1934) y María Paz Abellán García (Cartagena, 1879 – Ma-drid, 1961). En unos textos autobiográficos, Carmen Conde escribió que «por mi padre –cuyo padre lo era– vengo de gallegos de Orense; y por mi madre, de murcianos y lorquinos, gente mora y apasion-ada ésta» (citado por José Luis Ferris, op. cit., pág. 34).

29 Guillermo de Torre, «Correo literario. El porvenir de la cultura. Júbilos, o un gran libro femenino [de Carmen Conde]. Noticiario breve», Luz, Madrid, 20 abril 1934, pág. 9.

30 Benjamín Jarnés, «Lecturas femeninas», Luz, Madrid, 17 abril 1934, pág. 9.

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periódico y calculad qué es lo que se puede hacer allí. Yo, desde luego, lo apoyaré aquí pues veo a Corpus y a toda la gente de le revista diariamente.

Me acuerdo ahora: hablé con Ferrero de Carmen. Parece ser que todo fue un malentendido. Por lo menos, él me ha dicho que de aquello no queda ni huella, que verá // y comentará el libro con mucho gusto. (Yo también estuve distanciado de él por una porquería que me hizo después de haberme lamido los talones en tiempos de la Gaceta.31 Pero ahora lo tengo muy afable.32 Quizá ha comprendido que esto le convenía más).

Hasta otro rato. Muy afectuosos recuerdos de

Guillermo

[10]

[Tarjeta de Guillermo de Torre y Norah Borges a Antonio Oliver y Carmen Con-de. 1 pág. Escrita a mano. PCCAO, sign. 016 01511].

[Madrid], sábado, 5 mayo 1934

En Diablo mundo de hoy aparece un artículo muy elogioso sobre Júbilos del severo Quiroga Pla.33 La felicita y se felicita a sí mismo porque viene a confirmar su juicio. ¡Enhorabuena! Yo también me felicito porque viene a confirmar mi juicio.

Sin tiempo para más. Muy afectuosos saludos os manda

Guillermo

31 Aunque algo lejano en el tiempo el distanciamiento pudiera estar motivado por un artículo publica-do por Miguel Pérez Ferrero (Madrid, 1905 – 1978) en septiembre de 1931 («Divagaciones sobre el ausente [Guillermo de Torre]. Un español en Buenos Aires», El Heraldo de Madrid, 24 septiembre 1931, pág. 12). Aunque en apariencia elogioso, Pérez Ferrero vierte algunas afirmaciones que no de-bieron gustar nada al retratado: «Guillermo de Torre actuó en la revista [La Gaceta Literaria] como secretario de Redacción, y en ocasiones hasta le faltó vista para recoger con la prontitud necesaria a los valores útiles a la publicación. (…) En Buenos Aires Torre ha hecho periodismo invisible y ha publicado ensayos en algunas selectas revistas». Consciente del tono afrentoso que el artículo iba cobrando, en un determinado momento apunta Pérez Ferrero: «A lo mejor lo toman porque estoy arrojando el guante a Buenos Aires».

32 Las viejas trifulcas no impidieron que Torre, en compañía de Miguel Pérez Ferrero y Ernesto Salazar Chapela se embarcaran juntos en la empresa del Almanaque Literario 1935.

33 José María Quiroga Pla, «Poemas en prosa», Diablo mundo, núm. 2, Madrid, mayo 1934, pág. 8.

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Muchos recuerdos para Antonio y muchos besos para ti de tu

Norah

[11]

[Carta de Norah Borges y Guillermo de Torre a Carmen Conde. 1 pág. Escrita a mano. PCCAO, sign. 016 01516].

[Madrid], 10 mayo 1934

Querida Carmencita:¡Cuánto éxito estás teniendo con tu maravilloso libro! Te felicitamos mucho. Hoy

recibí el recorte que me envías. Te mando el recorte que ha escrito un amigo de Guillermo en la revista Eco.34 [¿] Viste ya lo de Diablo Mundo? Me dice Guillermo que cuando tenga noticias más concretas, cuando haya algo hecho sobre un pro-yecto de cooperativa editorial para publicar libros de autores jóvenes, españoles y americanos, idea de Gabriela Mistral y de un grupo de diplomáticos y escritores suramericanos,35 ya te lo comunicará. Muchos recuerdos de los dos para ti y Antonio. Te mando muchos besos.

Tu Norah

Última hora: Agrego este suelto del Heraldo36 [margen lateral derecho:] de esta noche. Saludos

Guillermo

34 Rafael Vázquez Zamora, «Carmen Conde, Júbilos», Eco: revista de España, núm. 7, Madrid, marzo-abril 1934. Junto con otras críticas del libro se reproduce este texto en «Antología breve de algunas notas dedicadas en la prensa nacional a Júbilos, de Carmen Conde», La Verdad, Murcia, 7 junio 1934, pág. 4.

35 Años después recordará Carmen Conde: «Gabriela pensó, viendo la situación de los escritores espa-ñoles allá por 1934, crear una cooperativa editorial con los propios autores. Es decir, que agrupados los escritores, para su bien ellos mismos editaran sus obras. Se necesitaba para ello una organización, sencilla pero eficaz; se precisaba la cooperación de todos, la desinteresada ayuda para el bien común. Los autores-editores se verían libres de todos esos perjuicios (…), no serían explotados ya por un sis-tema que todas las ventajas las concede al editor, al distribuidor, al librero, dejando para el verdadero productor del capital una insignificante bonificación del 8, el 10 por ciento y paremos de contar.No recuerdo por qué no se efectuó el proyecto de Gabriela Mistral, pues por entonces nosotros no vivíamos en Madrid, y entre las idas y venidas a la provincia se nos perdió el hilo» (Carmen Conde, «Hablando en el desierto…», Abc, Madrid, 8 enero 1965, pág. 28).

36 S. f., «Carmen Conde y su libro», Heraldo de Madrid, 10 mayo 1934, pág. 6.

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[12]

[Carta de Leonor Acevedo de Borges a Carmen Conde. 3 págs. Escrita a mano. PCCAO, sign. 016 01549. Membrete:] «LADEB».

Buenos Aires, 4 junio 1934

Amiga mía:Así puedo llamarle porque lo es tan querida de mi Norah que «ahora que está le-

jos de mí, creo más cerca» y porque he leído sus maravillosos Júbilos. Ese recuerdo de sus amigas de infancia, que es muy constante en mí, esa ternura de Valldemosa y del castillo de Bellver,37 que tantas y tantas veces he gustado me acercan a su sentir, me hacen amiga suya… Tal vez Norah le ha dicho que nunca faltan flores en nuestra casa, ahora, cada vez que sean rosas, vendrá usted con ellas, [¡] dice tan bien lo que yo siento en «Invasión»!38 //

Todo esto por cuenta mía y de mi marido,39 él está muy enfermo, sus poemas lo emocionaron y a mí que los leía se me enterneció la voz con lágrimas, hacía mucho que no sentíamos así juntos un poema… gracias.

Y ahora, Georgie40 que no sabe escribir cartas, tal vez Norah también se lo ha dicho, pero que ha dedicado su vida a libros y versos, me encarga le diga cuanto ha admirado y sentido el suyo y cuanto le halaga que su hermana lo haya ilustrado, con el justo prólogo de Gabriela Mistral [¿?] dice de sus poemas lo que él piensa; la felicita y la saluda…

Ya ve, toda la casa está alegre con Júbilos.

Otro encargo de Georgie: fueron en un giro para Guillermo por intermedio de Calpe, (le // ruego reserva a este respecto, allí hacen con Guillermo una deferencia) treinta y cinco pesetas por su artículo sobre perfumes, ya le enviará los números que usted reclama y le ruega espere para nuevos envíos que le cambie el formato del suplemento, cosa que se hará pronto y parece que solo se publicarán cosas breves, en fin ya se dará cuenta usted misma: es lástima que nuestro peso baje tan fantástica-mente, [¡] queda tan reducido al cambiarlo en pesetas!37 La familia Borges residió entre 1919 y 1921 algunas temporadas en Mallorca.38 Leonor Acevedo se refiere a un fragmento recogido en la sección «Rosas» de Júbilos. 39 Jorge Guillermo Borges (Paraná, 1874 - 1938).40 Apelativo cariñoso empleado por la familia para referirse a Jorge Luis Borges.

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Volviendo a Norah, es mi constante pensar, me cuenta de todo lo inolvidable que vio y sintió en el viaje que hicieron gracias a usted y su marido, un verdadero regalo, para él cordiales saludos de todos nosotros y para usted el afecto de

Leonor Acevedo de Borges

Yo tampoco sé escribir cartas, pero ¡helás! las escribo…

[13]

[Carta de Norah Borges a Carmen Conde. 2 págs. Escrita a mano. PCCAO, sign. 014 01397. Membrete:] «Guillermo de Torre».

[Madrid], 16 junio 1934

Querida Carmen:[¿] Cómo estás? [¿] Vendrán a Madrid? [¡] Nos gustaría verlos! De tu artículo

de Crítica41 hemos recibido por medio de Calpe treinta y tantas pesetas que te las enviaré por giro postal. Hace poco[s] días estuvimos en el auditórium en un con-cierto maravilloso. Tocaban «Aubade» de Poulenc42 que es algo divino, [¡] cuánto te hubiera gustado! [¿] Has visto en film El Hombre Invisible?43 [¡] No dejen de verlo que les encantará!41 Carmen Conde, «Teoría del olor: (la psicología por el perfume)», Crítica, Buenos Aires, 12 mayo

1934. Crítica. Revista Multicolor de los Sábados se editó en Buenos Aires entre agosto de 1933 y octubre de 1934. Su director era Jorge Luis Borges. Éste trasladó por carta a Carmen Conde las siguientes observaciones sobres sus colaboraciones: «Dada la índole de la revista son preferibles los cuentos o narraciones, creo que ya le pedí a Norah se lo manifestara; «La Mina» está muy bien pero le ruego que en las futuras colaboraciones quite toda alusión social o proletaria porque la Dirección del diario así lo quiere, y elimine a Rusia, no es este mi criterio sino el de más arriba- Tampoco soy yo el que regula el importe de las colaboraciones» (carta del 16 de marzo de 1934; Caridad Fernández Hernández, art. cit., pág. 98).

42 En el Auditórium de la Residencia de Estudiantes de Madrid se celebraron dos conciertos en los que, entre otras obras, se interpretó «Aubade», una pieza pianística del músico francés Francis Poulenc. Él mismo se encargó de tocar el piano en una interpretación que estuvo acompañada de la Orquesta Filarmónica dirigida por Gustavo Pittaluga. Los conciertos se celebraron los días 12 y 19 de junio. Obviamente Norah Borges debe referirse al primer concierto. Vid. s.f., «S.C.C. Dos conciertos de música contemporánea dirigidos por Gustavo Pittaluga», Diablo Mundo, núm. 7, Madrid, 9 junio 1934, pág. 11.

43 Se trata de la película dirigida por James Whale, producida en 1933 por Universal Pictures. Comenzó a proyectarse en Madrid en marzo de 1934. Vid. s.f., «En el Callao. El Hombre Invisible», Heraldo

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Yo he terminado un cuadro estos días: «4 niños con una cometa».Guillermo está trabajando mucho para sus conferencias de Holanda, se va a La

Haya a mediados de julio. A su regreso iremos juntos a la sierra. //Muchos recuerdos a tus papás, a Elenita44 ([¿] recibió los libros que le mandé?)

a la maravillosa María45 y para los dos, querida Carmen reciban nuestra amistad y recuerdo

tuyaNorah

[¡] Ponte buena muy pronto!Mamá me escribió y me hace muchos elogios de tu libro. Dice que algunas cosas

la hicieron llorar, que eres maravillosa ([¡] Y tiene razón!)

[14]

[Tarjeta de Guillermo de Torre a Carmen Conde y Antonio Oliver. 1 pág. Escrita a máquina. PCCAO, sign. 014 01398. Membrete:] «Guillermo de Torre / Velázquez, 180 / Madrid».

[Madrid], 6 julio 1934

Queridos Carmen y Antonio:Sospecho que recibiríais Crítica y el giro postal con el importe de la colabora-

ción. En esa dirección de Literatura46 vivía el otro director de la revista, pero ahora está en Daroca (Zaragoza) y es Ildefonso M. Gil.47 Ricardo Gullón,48 en Soria. Fiscal

de Madrid, 10 marzo 1934, pág. 12.44 Elena Calderón. Integrante de la Universidad Popular de Cartagena y del Consejo Nacional de Ci-

nematografía.45 María Cegarra Salcedo.46 Argos (seudónimo habitual de Guillermo de Torre [vid. Torre, Guillermo de, Esteban Salazar Chapela

y Miguel Pérez Ferrero (eds.), Almanaque Literario 1935, Madrid, Editorial Plutarco, 1935, pág. 166]), caracteriza esta efímera revista como unos «Cuadernos bimensuales de contenido un poco más amplio que el de otras revistas y digno porte». Estaba dirigida por Ricardo Gullón e Ildefonso M. Gil. Se publicó sólo en 1934 y aparecieron en total 6 números. Entre los colaboradores figura Norah Borges. Más información nos aporta Juan Manuel Bonet, Diccionario de las vanguardias en España 1907-1936, Madrid, Alianza Editorial, 2007, págs. 377-378.

47 Ildefonso Manuel Gil (Paniza, Zaragoza, 1912 – Zaragoza, 2003). Escritor aragonés, director y fun-dador de la efímera revista cultural Literatura (vid. Juan Manuel Bonet, op. cit., pág. 288).

48 Ricardo Gullón (Astorga, León, 1908 – Madrid, 1991). Además de trabajar en labores relacionadas con el derecho, tuvo una gran inclinación hacia la literatura. Destacó sobre todo como crítico literario

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de la Audiencia.- Pensaba salir la próxima semana para París y La Haya, pero se ha suspendido el curso en que iba a tomar parte.- ¿No venís por Madrid? Seguramente nos quedaremos aquí hasta agosto –yo ahora tengo una racha de muchísimo trabajo en Luz– y luego a Santander, a la Universidad Internacional,49 con La Barraca, para la que Norah está pintando unas decoraciones.50 Diablo Mundo finiquitó.51 Es probable que resucite como suplemento de Luz en octubre. Hasta el gusto de veros o leeros. Abrazos.

Guillermo

[15]

[Carta de Guillermo de Torre y Norah Borges a Carmen Conde y Antonio Oliver. 2 pág. Escrita a máquina y, la parte de Norah Borges a mano. PCCAO, sign. 023 02294. Membrete:] «Guillermo de Torre / Velázquez, 130 / 2º A derecha / Madrid».

[Madrid], 25 julio 1934

con libros como Direcciones del modernismo. Fue uno de los amigos más cercanos de Guillermo de Torre. Suya es la primera reseña de un libro de Torre en España tras el exilio: Menéndez Pelayo y las dos Españas, que apareció en Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo, núm. 3, Santander, julio-septiembre 1945, págs. 389-391.

49 La Universidad Internacional se fundó, tras decreto suscrito por el ministro de Educación don Fer-nando de los Ríos, en 1932. Su inspirador fue el poeta Pedro Salinas que fue nombrado Secretario General de la institución. Guillermo de Torre y Norah Borges asistieron a sus cursos en agosto de 1934. Conocieron entonces a Miguel de Unamuno y coincidieron con Lorca y su Barraca. Norah Borges comentó a Juan Manuel Bonet: «Con Lorca coincidimos en una ocasión en Santander, a donde él había llegado precisamente con La Barraca. También estaba allá Miguel de Unamuno: qué ser maravilloso» (Juan Manuel Bonet, «Hora y media con Norah Borges», Renacimiento, núm. 8, Sevi-lla, 1992, págs. 5-6). Guillermo de Torre escribió «Una gran fundación cultural de la República. La Universidad Internacional de Verano en Santander. Resumen de sus dos primeros cursos y programa de 1935», Diario de Madrid, 9 mayo 1935.

50 Norah Borges diseñó para el grupo teatral de Lorca los figurines de la Égloga de Plácida y Victoriano de Juan del Encina. Según apunta Carlos García el estreno de la obra tuvo lugar el 13 de agosto de 1934 (vid. Carlos García, Federico García Lorca – Guillermo de Torre. Correspondencia y amistad, Madrid - Frankfurt am Main, Iberoamericana - Vervuert, 2009, pág. 347). Para Plaza Chillón, «los figurines diseñados por la pintora argentina fue[ron] los auténticos protagonistas del montaje; ellos por sí solos marcaron la escenografía de la obra, invitando al público a imaginar y soñar con casa, pra-dos, árboles y rebaños pastoriles en un ejercicio que conceptualmente llevaría a la abstracción» (José Luis Plaza Chillón, Clasicismo y vanguardia en La Barraca de Federico García Lorca, 1932-1937, Granada, Comares, 2001, pág. 220).

51 El último número de Diablo Mundo, el 9, apareció el 23 de junio de 1934.

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Mis queridos amigos Carmen y Antonio:Recibí hace pocos días una carta firmada por el Sr. Presidente de la Universidad

Popular,52 dándome cuenta de la infausta nueva de que os han suprimido la pequeña subvención que teníais. Como no me da su dirección no le puedo contestar perso-nalmente, pero decidle en mi nombre que lo deploro mucho, que la cosa me parece incalificable y que es un síntoma de la barbarización regresiva a que nos encamina-mos. ¿Qué cabe hacer? Supongo que protestaréis ante quien corresponda. Por mi parte estoy a vuestra disposición para secundaros en lo que hagáis. Si lo consideráis necesario podéis utilizar mi nombre para cualquier protesta o petición.

De Morente53 para abajo, los que estuvimos ahí a hacer conferencias podríamos suscribirla.

En fin, os supongo muy fastidiados con este tropiezo. ¿No venís, por fin, a Ma-drid? ¿Qué tal la realización de ese film?54 Nosotros nos vamos a Santander, por el resto del verano, dentro de muy pocos días. //

Por ese motivo estoy muy absorbido, teniendo que dejar varias cosas ultimadas antes de la marcha.

Muy afectuosos saludos de vuestro amigo

Guillermo

Querida Carmen:Te mando Muchos besos. No tengo tiempo ya de escribirte, estoy haciendo dibu-

jos de trajes para una pieza de La Barraca.52 Manuel Mas Gilabert.53 Manuel García Morente (Arjonilla, Jaén, 1886 – Madrid, 1942). Educado en los principios de la Insti-

tución Libre de Enseñanza, llegó a ser Decano de la Facultad de Filosofía y Letras en la Universidad Central de Madrid. Fue sonada su conversión durante la guerra civil al cristianismo que le llevó a pro-fesar como sacerdote. La conferencia de García Morente versó sobre el tema «¿Qué es la Cultura?» y tuvo lugar el 12 de febrero de 1934 (s.f., «Universidad Popular», El Noticiero, Cartagena, 10 febrero 1934, pág. 1). En carta a Gabriela Mistral, Carmen Conde alude a este acto: «Ahora mismo vengo de oír a Manuel García Llorente [sic], el Decano de la F[acultad] de F[ilosofía] y L[iteratura] [sic] de la Univ[ersidad] de Madrid, que ha venido ex profeso a Cartagena a darnos una conferencia en la Uni-versidad Popular; tema: «¿Qué es la cultura?» Ha estado muy bien» (carta del 12 de febrero de 1934; Karen Benavente, «Carmen Conde: contadora de Gabriela Mistral», Mapocho, núm. 74, Santiago de Chile, segundo semestre 2013, págs. 211-212).

54 Antonio Oliver era vocal del Consejo Nacional de Cinematografía Educativa. Entre 1934 y 1935 rodó una película de corte documental titulada «Molinos del sudeste de España» que se estrenó en 1935 en el Cine Márquez de Cartagena y en Madrid en la sede de las Misiones Pedagógicas (vid. José Luis Ferris, op. cit., pág. 373).

Fieles al presente

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Muchos recuerdos para los dos y un abrazo para Elenita y que deseo su pronta mejoría.

Tu Norah

[16]

[Carta de Guillermo de Torre a Carmen Conde y Antonio Oliver. 1 pág. Escrita a máquina. PCCAO, sign. 018 01737. Membrete:] «ALMANAQUE LITERARIO 1935 / publicado por / Guillermo de Torre – Miguel Pérez Ferrero – E. Salázar y Chapela». [Pie de página:] «Oficina editorial / Alarcón, 3 – Tel. 20273 – Madrid».

[Madrid], 4 octubre 1934

Queridos Carmen y Antonio:Recibiréis, aparte, otra carta55 en que solicitamos de Antonio dos cuartillas sobre

«El año literario en Levante».56 Es para nuestro ALMANAQUE LITERARIO,57 que aparecerá a fines de año,58 y donde se recogen todas las manifestaciones del año in-telectual artístico en España y en el mundo. Libro extraordinariamente informativo, variado, ameno, con muchos grabados, tres encuestas, etc.

Una de ellas es la que preciso en hoja adjunta para que Carmen quiera respon-dernos.59 Con brevedad. De dos líneas a una cuartilla, como espacio máximo. Plazo último para la remisión de la respuesta: 20 de octubre. 55 Como otros colaboradores, Carmen Conde y Antonio Oliver recibieron una circular en la que se les

solicitaba su participación. No la damos aquí porque ya ha sido reproducida en otras ocasiones (vid. por ejemplo Benjamín Jarnés, Epistolario 1919-1939. Cuadernos íntimos, ed. de Jordi Gracia y Do-mingo Ródenas de Moya, Madrid, Residencia de Estudiantes, 2003, pág. 159).

56 La colaboración de Antonio Oliver Belmás en el Almanaque llevó por título «Levante y Mallorca» y ocupó una página (Torre, 1935, 284).

57 Guillermo de Torre, Esteban Salazar Chapela y Miguel Pérez Ferrero (eds.), Almanaque Literario 1935, Madrid, Editorial Plutarco, 1935.

58 Finalmente se publicó a finales de enero de 1935.59 Carmen Conde de Oliver (así firma) contestó a la tercera encuesta cuya pregunta era la siguiente:

«¿Qué tres libros se llevaría usted a una isla desierta?». Ésta fue su contestación: «Para una isla desier-ta son muy pocos tres libros. Pero como la respuesta ha de limitarse a tres precisamente…

Me llevaría el mío último, Júbilos, para evitar el coincidir conmigo otra vez.El que estoy haciendo.Y allí, en la isla desierta, que bien pudiera ser una de las del mar Menor de Cartagena, mi tierra bien

encendida, estaría conmigo misma, buscando la Poesía para toda la vida» (Guillermo de Torre, Alma-naque Literario 1935, cit. pág. 185).

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Para la reseña, diez días más, hasta el 1 de noviembre.Carezco de tiempo para daros más detalles, Pero pronto habéis de ver el

ALMAN[A]QUE y tenerlos todos. Esta es una de las pocas cosas que se hacen, no se hablan.

Nuestros recuerdos mejores. Gracias anticipadas por los envíos. Vuestro amigoGuillermo

[17]

[Tarjeta postal de Carmen Conde a Norah Borges. 2 págs. Escrita a mano. BNE, sign. Ms. 22821/48].

[Madrid], 19 octubre 1934

Mi querida Norah:Aquí tiene Guillermo la respuesta para su Almanaque, mía, la de Antonio irá

después.Se nos olvidó lo de Buenos Aires, de Crítica, la otra mañana. Cuando te sea po-

sible, envíamelo por correo pues ando muy escasa de fondos con esto de los viajes, médico, etc. Y me vendrá de perlas recibir las pesetas que sean. Gracias anticipadas por la molestia que pueda significarte.

Hasta pronto. Ya sabes que el orfanato60 // tiene teléfono y a él puedo yo acudir cuando me llames. Nos veremos, cuando ya se me normalice la situación totalmente. Te quiere mucho y te besa,

Carmen

El Pardo – Calle Nueva, Hotel núm. 8[Margen superior:] ¡A ver si os venís una tarde!

[18]

[Carta de Guillermo de Torre a Antonio Oliver. 1 pág. Escrita a máquina. PC-CAO, sign. 025 02423. Membrete:] «Guillermo de Torre / Velázquez, 130 / Madrid».

[Madrid], 24 noviembre 1934

60 Carmen Conde comenzó a trabajar en octubre de 1933 como Inspectora-Celadora de estudios en el Orfanato Nacional de El Pardo (Madrid).

Fieles al presente

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Querido Antonio:Recibo el artículo sobre el año literario en Levante y Mallorca. Muchas gracias.

Quedaría completo si pudieras proporcionarme un par de dibujos –a línea- de al-gunos de los jóvenes autores que citas. Plazo último para la búsqueda: hasta el 10 noviembre.

Tengo 27 pesetas por un artículo de Crítica a disposición de Carmen. No se las mando, como pedía a Norah, porque no sé si hay giros postales para ese país de El Pardo y porque le será más sencillo telefonear y venir aquí o citarse con Norah. Yo las dejaré en un sobre para que las encuentre [aunque] no me halle en casa.

Este Almanaque y, sobre todo, el inminente Diario de Madrid,61 donde me han encargado una sección diaria me tiene muy absorbido. Pero, de todas formas, avísa-nos a ver cuando podemos vernos una tarde próxima.

Recuerdos y abrazos de

Guillermo

[19]

[Carta de Norah Borges a Carmen Conde. 2 págs. Escrita a mano. PCCAO, sign. 015 01402].

[Madrid], 20 octubre 1935

[¡] Mi querida Carmen!He sentido mucho el que no estés en El Orfanato.62 [¿] No vendrán pronto a

Madrid? Espero que tú y Antonio y tu querida mamá estén muy bien y contentos. Nosotros nos quedamos 15 días en la sierra y luego otros 15 días viajando por Sa-lamanca, Ávila, Segovia y La Granja. Todos lugares divinos, donde he visto tantas lindas cosas de arte.

Tenía encargado un niño, pero con los ajetreos del viaje se me malogró, a ver si muy pronto tenemos tú y yo más suerte, querida Carmen.63

61 Diario «nacional, republicano, independiente», según reza la publicidad de la época. Comenzó a editarse a finales de 1934 y se mantuvo vivo hasta finales de 1935. Guillermo de Torre colaboró con profusión en sus páginas.

62 Carmen Conde dejó de prestar servicios en el Orfanato en agosto de 1935.63 El diplomático Carlos Morla Lynch que coincidió con Guillermo de Torre y Norah Borges durante

su estancia veraniega en Santander un año antes, anotó el 24 de agosto de 1934: «El sueño dorado de Norah es tener un hijo. Pero, si viene algún día, deseará que crezca pronto para que se transforme en un amigo. Hay en su tierno instinto maternal un sentimiento inusitado de camaradería y de hermandad.

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Guillermo dice que dentro de 2 meses, enviará el «Saco» de libros que le pides, ahora los está apartando, pero aún son pocos. Justamente un librero se acababa de llevar un montón, de regalo. Estoy pintando un cuadro para un concurso: «deco-ración para una sala de fiestas de una escuela». Me he puesto a hacerlo porque me encanta ese tema.

Ya he visto vuestros nombres en unas donaciones para la «asociación auxiliar del niño»,64 una obra muy linda, [¿] verdad? //

[¿] Y cuándo sale tu libro?65 Siempre leemos muy buenas cosas de Antonio y tuyas en El Sol.66

Muchos recuerdos para tu mamá y Antonio.Recibe un gran abrazo de tu amiga que mucho te quiere

Norah

Con Amparito te recordamos siempre.Muchos recuerdos a mi querida María Cegarra y a Elenita Calderón.Guillermo os envía a los dos muchísimos saludos.

[20]

[Tarjeta postal de Norah Borges a Carmen Conde. 1 pág. Escrita a mano. PC-CAO, sign. 015 01403. Membrete:] «Núm. 44. Santa María Egipciaca, Escultura en madera policromada obra / de Pedro de Mena y Medrano. Siglo XVII. Legado de / Don Cristóbal Ferriz y Sicilia».

Sin duda de que nos hallamos ante un ser que vale, que nada tiene de banal» (Carlos Morla Lynch, En España con Federico García Lorca (Páginas de un diario íntimo, 1928-1936), Renacimiento, Sevilla, 2008, pág. 416). El matrimonio tuvo después dos hijos: Luis Guillermo (13 enero 1937) y Miguel Jorge (1 marzo 1939). Por su parte, Carmen Conde y Antonio Oliver tuvieron en octubre de 1933 una hija que nació muerta. Carmen Conde la llamó María del Mar y a ella va dedicado su libro Júbilos: «A María del Mar, que se fue a bordo de su nombre».

64 La Asociación Auxiliar del Niño fue una iniciativa creada en marzo de 1935 para acoger a niños desfavorecidos. Su presidente era D. Ángel Ossorio y Gallardo, poco después embajador español en Argentina. En dicha legación y por intercesión del propio Ossorio, Guillermo de Torre trabajó durante la Guerra Civil como agregado cultural.

65 El siguiente libro en aparecer de Carmen Conde es La composición literaria infantil: (Escuela Pri-maria), Madrid, Publicaciones Mujeres Libres, 1937.

66 Considerado uno de los mejores periódicos de España, fue fundado en 1917 por Nicolás María de Urgoiti. Se mantuvo activo hasta 1939. En él colaboraron todos los intervinientes en este diálogo epistolar.

Fieles al presente

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[Buenos Aires], 7 enero 1936

[¡]Querida Carmen!

Estoy pasando un mes, en Buenos Aires. Te recuerdo con mucho cariño y te deseo a ti, a Antonio y a tu mamá un feliz Año Nuevo lleno de salud y de alegrías. Recibe un gran abrazo de tu amiga que te quiere

Norah Recuerdos a María Cegarra y a Elenita.

[21]

[Carta de Guillemo de Torre a Carmen Conde. 1 pág. Escrita a máquina y a mano. PCCAO, sign. 020 01968. Membrete: Margen izquierdo:] «CENTRO DE ESTU-DIOS HISTÓRICOS / ARCHIVOS DE LITERATURA CONTEMPORÁNEA / ÍN-DICE LITERARIO / Madrid». [Margen derecho:] «MEDINACELI, 4 / TELÉFO-NO: 24880».

[Madrid], 8 febrero 1936

Querida Carmen:Recibida, y leída con gusto, la conferencia de Calandre.67 Las condiciones –muy

ventajosas, por lo demás– de mi actual colaboración en El Sol me imponen hacer artículos largos o folletones. Por consiguiente, como ese folleto no daría margen para un trabajo de tales dimensiones, no respondo de poder comentarlo. Pero amigos hay en el periódico que harán gustosamente la pequeña nota a que tiene perfecto derecho.68

67 Luis Calandre dictó su conferencia «Cartagena vista por los extranjeros» el 26 de septiembre de 1935 en la Universidad Popular de Cartagena. Después fue editada en forma de folleto (Cartagena, Universidad Popular - Imprenta Sánchez Campillo, 1936, 30 págs). Luis Calandre Ibáñez (Cartagena, 1890 - Madrid, 1961) fue un prestigioso cardiólogo vinculado a la Residencia de Estudiantes y a la Institución Libre de Enseñanza. Fundó la revista Cardiología y Hematología (1921 -1936) y ejerció como conferenciante en diversas ocasiones. Era el Presidente Honorario de la Universidad Popular de Cartagena.

68 No hallamos reseña de dicho folleto. Sin embargo, en las páginas de El Sol sí que se dio cuenta de la conferencia. En un suelto titulado «Ciudades. Cartagena, por el doctor Calandre» (El Sol, Madrid, 28 septiembre 1935, pág. 2) se informa, entre otras cosas, de que «doña Carmen Conde de Oliver y

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Quería escribiros hace tiempo para deciros que tenéis a vuestra disposición, en mi caso, un buen lote de libros con destino a la biblioteca de vuestra Universidad. Envíame, pues, el recadero, cuando gustes, previo aviso, y con alguna tarjeta de identificación.

Norah, que está en Buenos Aires, como sabrás, desde noviembre, vuelve ahora, a fines de este mes.

Muy cordiales saludos para los dos.

Guillermo

¡Estoy loco de trabajo organizando la exposición Picasso!69 Os adjunto un mani-fiesto y cartas de Adlan.70

[22]

[Carta de Norah Borges a Carmen Conde. 1 pág. Escrita a mano. PCCAO, sign. 015 01404. Membrete:] «Guillermo de Torre».

[Madrid], 2 abril 1936

el Sr. Oliver Belmás, cuyos versos enriquecen de tiempo en tiempo esta sección, son los animadores de la Universidad Popular de Cartagena, cuyos servicios a la cultura serán enumerados en momento oportuno».

69 Amigos de las Artes Nuevas (ADLAN), la asociación en la que participaba Guillermo de Torre se encargó de organizar en Madrid la primera retrospectiva de Picasso. La muestra se inauguró el 6 de marzo de 1936. Torre se encargó de redactar el catálogo: Picasso, noticias sobre su vida y su arte, con una bibliografía, Madrid, ADLAN, 1936. Torre conoció a Picasso en París. En Itinerario de la nueva pintura española escribe: «Contemplando en su atmósfera la obra de Picasso, como a mí me ha cabido la suerte de hacerlo en su estudio parisiense de la rue Boètie» (Guillermo de Torre, Itinerario de la nueva pintura española, cit., pág. 21). Torre escribió infinidad de artículos sobre Picasso y tuvo la fortuna de que el pintor le regalara un dibujo después de participar en la revista Papeles de Son Armadans de Camilo José Cela (allí se publicó «Picasso s’amuse», núm. 49, Palma de Mallorca, abril 1960, págs. 97 ss).

70 ADLAN fue un ramal de la asociación catalana Amics de l’Art Nou. En su creación participaron Norah Borges y Guillermo de Torre junto con Luis Blanco Soler, José Moreno Villa, Gustavo Pit-taluga y Ángel Ferrant. La exposición más importante que llegó a montar fue la de Picasso. Entre los proyectos expositivos figuraba uno dedicado a Norah Borges que no pudo ser llevado a término por el estallido de la Guerra Civil. Como señala Torre, junto a la carta se adjunta un manifiesto y cartas de adhesión que se conservan en el Patronato Carmen Conde – Antonio Oliver con la signatura 020. 01968. Carlos García (Federico García Lorca – Guillermo de Torre. Correspondencia y amistad, cit., págs. 365-368) reproduce las que fueron enviadas a Federico García Lorca, exactamente iguales a las recibidas por Carmen Conde y Antonio Oliver.

Fieles al presente

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[¡] Querida Carmen!Te escribo de parte de Guillermo para preguntarte si habéis recibido los libros (un

centenar) que mandó hace ya tiempo con un recadero. Yo tuve muy buen viaje y tuve la alegría de estar casi dos meses con mi familia. Al regreso desembarqué en Cádiz donde Guillermo me esperaba y nos ha gustado mucho esa ciudad, quiero pintar algo de ella, de recuerdo.71 [¿] Qué haces? [¡] Cuánto tiempo que no me escribes! Siempre les recordamos con mucho cariño y les enviamos, a ti y a Antonio nuestros recuerdos.

Recibe un gran abrazo de tu amiga que te quiere mucho.Saludos para tu mamá.

Norah

[23]

[Tarjeta postal de Norah Borges a Carmen Conde. 1 pág. Escrita a mano. PC-CAO, sign. 015 01405. Membrete:] «1884. Hauser y Menet / Velázquez – Los bo-rrachos (Detalle)».

[Madrid], 13 abril 1936

Querida Carmen:Recibí tu cartita. Guillermo acaba de hablar al recadero, y dice que los libros que

le entregó hace mes y medio, los tiene en Cartagena: (Cánovas y Carrión, Duque 24). Es mejor que fueras allí a reclamarlos porque él no sabe las señas de la Universidad.

Recuerdos de los dos para ti y Antonio.Te quiere

Norah

71 En la exposición que Norah Borges realizó de sus pinturas en la sala porteña «Amigos del Arte» en julio de 1940 figuran los siguientes temples de inspiración gaditana: 1936: «Recuerdo de Cádiz y el cielorraso pintado», «Recuerdo de Cádiz. El llamador (collage)»; 1938: «San Fernando de Cádiz (collage)» (vid. Carlos García, Correspondencia. Juan Ramón Jiménez - Guillermo de Torre, cit., pág. 103).

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[24]

[Carta de Guillermo de Torre a la Universidad Popular de Cartagena. 1 pág. Es-crita a máquina. PCCAO, sign. 011 01078. Membrete:] «ADLAN / AMIGOS DE LAS ARTES NUEVAS / BARCELONA – MADRID – TENERIFE / CENTRO DE LA CONSTRUCCIÓN, CARRERA DE SAN JERÓNIMO, 32. TEL. 21499».

Madrid, 3 julio 1936

UNIVERSIDAD POPULAR DE CARTAGENAJara, 25.CARTAGENA.-

Muy señores nuestros:Figurando el nombre de esa Universidad, en la relación de Socios de ADLAN

(Amigos de las Artes Nuevas) y teniendo pendientes los recibos correspondientes a los meses de Abril y Mayo, les rogamos envíen su importe a estas oficinas y segui-damente se los remitiremos, o caso contrario nos indiquen si desean ser baja en la citada Sociedad.

En espera de su grata contestación, quedamos suyos affmos. ss. ss.q.e.s.m

Por ADLAN.Guillermo de Torre

[25]

[Carta de Norah Borges y Guillermo de Torre a Carmen Conde. 2 págs. Escrita a mano. PCCAO, sign. 015 01406. Membrete:] «Guillermo de Torre».

[Madrid], 5 julio 1936

Querida Carmen:Te felicito mucho por esos lindos viajes que vas a hacer,72 [¿] irá también Antonio

contigo? Yo siempre te recuerdo mucho, y me gustaría que estuviéramos más cerca, para podernos ver a menudo.72 Carmen Conde presentó el 20 de enero de 1936 una memoria titulada «Las instituciones de cultura

popular» con el propósito de obtener una beca para estudiar en Francia y Bélgica. En junio de ese

Fieles al presente

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Yo he pintado varios gouaches de paisajes de mi país, todos muy románticos, con casas con jardines, todos de recuerdo.

No sabemos aún lo que haremos este verano.[¿] Has escrito cosas nuevas? Me encanta el molinito de tu postal. [¿] Lo sacaste

tú? Muchos recuerdos a tu mamá y a Antonio, y un abrazo para ti de tu

Norah

Recuerdos de Guillermo para los dos.Enhorabuena por esos viajes. En cuanto a las direcciones de amigos, no se me

ocurre ninguna por el momento. Además casi todos ellos estarán ahora fuera de Pa-rís. Muchos saludos

Guillermo

[26]

[Carta de Carmen Conde a Leonor Acevedo de Borges. 2 págs. Escrita a mano. Anotado por Norah Borges en la esquina superior derecha: «Carta a mamá». BNE, sign. Ms. 22821/48].

Madrid, 11 octubre 1939¡Año de la Victoria!

Querida amiga:Todos estos años pensaba en ustedes mucho, y comprendía que estarían con uste-

des sus hijos. Alguna vez ha ido de mis manos una tarjeta, que ignoro si llegó a sus manos, recordándoles mi cariño. Anoche, en casa de la familia de Miró supe que, cierto, estaban en Buenos Aires Guillermo y Norah y hoy les escribo a todos en esta carta que dirijo a usted, la posesora del rancio nombre español que tanto me gusta a mí.

¿Verdad que van a contestarme todos y a decirme cosas suyas gratísimas? He ahí una compensación que yo me anticipo gustosísimamente.

De mi existencia poco bueno puedo decirles. Todavía hay grandes proyectos que no encajaron en realidad; la convulsión europea nos llega quieras que no, en gran parte; y aunque la normalización industrial española se consigue poco a poco, yo no

mismo año recibió la notificación de que la ayuda le había sido concedida pero a causa de la Guerra Civil no pudo disfrutar de ella (vid. José Luis Ferris, op. cit., págs. 401-402 y 408).

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he podido dedicarme a mi oficio por escasez de medios materiales principalmente. Mucho me temo que la general falta de dinero no me permita ganar ni lo necesario para vivir, pues mi oficio ya saben ustedes que es de lujo, y con la guerra se suprimió el lujo!

¿Qué tal está ese mercado argentino? ¡Lástima de la distancia! Tengo modelos preciosos que a ustedes les interesarían y, sobre todo, a Norah y a Guillermo. Me gustaría sobremanera que vieran mis progresos en el repujado. Seguro que les con-vendrían.

¿Y su hijo, aquel joven de quien supe cosas tan bellas a través de su hermana?Siempre creíamos que cuando venciera nuestro Caudillo bendito, podríamos via-

jar y conocer otros países. ¡Qué ilusión por Italia y Alemania, Dios Mío! Pero la guerra nos ha impedido salir de casa. Esperemos. //

Aunque prometer a ustedes una visita es poco menos que quimérico, por lo lejos y lo costoso del viaje, hoy me siento optimista y se lo prometo! Será signo de paz y de alegría.

¡Cuánto me gustaban aquellos dibujos de su hija en un libro que vi aquí suyo!73 ¿Tiene usted uno igual, no? Por aquí ya no hay; lo busqué el otro día y vi que se han terminado.

Haría larguísima mi carta, pero es mejor saber si les alcanza, y recibir la confir-mación de todos mis buenos deseos.

Felicito a Guillermo por su acierto en lo de Clemencia,74 aunque puedo asegurarle que ha levantado algunos descontentos, como puede suponer fácilmente.

Abrace usted a su hija muy cariñosa, dé mis recuerdos a sus hijos y a su esposo. Sepa que la abraza con la simpatía más viva, su afma. amiga

Carmen Conde

S/C C. IglesiasMiguel Ángel 18,Madrid

73 Tal vez Cuadernos de infancia (Buenos Aires, Domingo Viau, 1937) de Norah Lange (vid. Roberta Ann Quance, «Cronología de Norah Borges1914-1940», Romance Studies, vol. 27, núm. 1, Universi-dad de Gales, Swansea, enero 2009, pág. 6).

74 Clemencia Miró (Alicante, 1905 – Madrid, 1953). Hija del escritor Gabriel Miró, dedicó gran parte de su vida a ordenar la obra de su padre, además de realizar algunos pinitos literarios: tradujo al poeta romántico John Keats. Tras su muerte apareció una recopilación de sus versos: Poemas, Madrid, Imprenta Silverio Aguirre Torre, 1959. Mantuvo una estrecha amistad con Carmen Conde, gran ad-miradora de las obras de su padre.

Fieles al presente

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[Margen derecho:] ¿Saben cosas de Gabriela? Háganle llegar mis noticias y ca-riño.

Gracias.

[27]

[Carta de Carmen Conde a Guillermo de Torre. 1 pág. Escrita a mano. BNE, sign. Ms. 22821/48].

Madrid, 4 noviembre 1939¡Año de la Victoria!

Querido amigo Guillermo:A la vista del catálogo, y muy feliz de ver En la bahía,75 anunciada, (¿recuerdas

aquellas Cartas a Katherine Mansfield?76 ¿no te servirían ahora?), te escribo para recordarte aquel tomo que Gabriela prologó, y dibujó Norah. ¿No os interesaría edi-tarlo? Yo creo que sí. Entretanto, y como continuación de nuestras costumbres, te mandaré notas del mismo estilo que te gustarán. Podrían ser, muy bien, una conti-nuación de las que gustaban a Norah y a su feliz lápiz.

Desde luego que puedes contar con material más amplio y diverso, para casi to-das tus colecciones. No dejes de pensar en ello.

¿Sabéis algo de Gabriela? Mucho me interesaría comunicarme con ella. Y Anto-nio sueña con poder reunírsele. Le hace falta el descanso.

Por aquí todo va magníficamente: ¡Viva España! ¡Viva su caudillo! Se embriaga una de gloria, y de satisfacción. Gozamos de una paz espléndidamente ganada.

Mi pecho no anda bien; hago reposo y tengo sin embargo décimas. Son residuos del hambre roja. ¡Ay, las guerras! Si no hubiera tanto peligro por mar ahora, iríamos a veros.

Espero noticias vuestras. Seguirán mías en breve. No olvido a Norah: que me escriba mucho. Y saludos a su madre, muy cariñoso; y a Jorge Luis.

Tu amiga, que confía en tu memoria,

Carmen75 El libro de Katherine Mansfield (Wellington, Nueva Zelanda, 1888 – Fontainebleau, Francia, 1923)

apareció en la editorial Losada en 1938. Fue traducido por Leonor Acevedo y se incluyó dentro de la colección La Pajarita de Papel, dirigida por Guillermo de Torre, que también se encargó de escribir el prólogo.

76 Entre el 7 de septiembre y el 9 de noviembre de 1935, Carmen Conde publicó en El Sol varias cola-boraciones con el título general de «Cartas a Katherine Mansfield». Después se recogerían en forma de libro: Cartas a Katherine Mansfield, Zaragoza, Doncel, 1948.

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¿Recordáis aquella tarde de Lyon77 con Melchorito?78

[Margen izquierdo:] (Carmen Iglesias,79 Miguel Ángel 18. Madrid)

[28]

[Carta de Guillermo de Torre y Norah Borges a Carmen Conde. 2 págs. Escrita a mano. PCCAO, sign. 021 02067].

[Buenos Aires], 25 noviembre 1939

Querida Carmen:Encantadísimos de tener tus noticias. Nosotros, perfectamente y multiplicados,

según Norah te dice. Yo, ocupadísimo, trabajando con gran satisfacción y provecho en cosas de mi gusto. Con placer conoceré tus nuevos modelos, aunque no creo posible utilizarlos, pues son otros, de más público, los que privan aquí. A nosotros también nos gustaría verte por aquí, pero ya comprendo que con el mundo en guerra son difíciles los viajes.

En cuanto a Clemencia: estamos esperando todavía, desde hace dos años, contes-tación a sus cartas. Díselo así. Pero de todas formas te agradecería la dirección de su familia en Madrid para abonarles los derechos.80 Afectos a los tuyos y para ti los más cariñosos recuerdos de

Guillermo77 El Lyon d’Or fue un famoso establecimiento madrileño en el que coincidían varias tertulias. Estaba

ubicado en la calle Alcalá, frente a la fachada lateral del edificio de Correos. Allí se inició en tiempos de la dictadura de Primo de Rivera una tertulia, comandada por Esteban Salazar Chapela a la que asistían entre otros: Guillermo de Torre, Gustavo Pittaluga, Francisco Ayala, Rodolfo Halffter, Ramón de la Serna, Antonio de Obregón, Mauricio Amster, César Muñoz Arconada o Humberto Pérez de la Ossa. También Antonio Oliver, cuando estaba en Madrid, pasaba por ella. Otras tertulias paralelas tenían como mantenedores a Miguel Pérez Ferrero y a Ramón María del Valle-Inclán. Fue en las me-sas del Lyon d’Or donde se pergeñaron muchas de las colaboraciones del Almanaque Literario 1935.

78 Melchor Fernández Almagro (Granada, 1893 – Madrid, 1966). Crítico literario e historiador de la literatura, fue un gran amigo de Guillermo de Torre. El epistolario entre ambos ha sido editado por Cristina Viñes Millet en 2008.

79 Carmen Conde conoció a Carmen Iglesias en la Universidad Literaria de Valencia cuando ambas cursaban estudios de Filosofía y Letras a partir de noviembre de 1937.

80 Debe tratarse de los derechos que le correspondían por la aparición del libro de Gabriel Miró Figuras de la pasión del Señor dentro de la Colección Austral, en Espasa-Calpe Argentina, 1937. Guillermo de Torre dedicó algún trabajo al autor alicantino: «Bibliografía: El ángel, el molino, el caracol del faro (estampas), por Gabriel Miró, Nuestro Padre San Daniel, Novela de capellanes y devotos, Publicacio-nes Atenea, Madrid, 1921», Cosmópolis, núm. 32, Madrid, agosto 1921, págs. 684-685.

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[¡] Queridísima Carmen! [¡] Cuánta alegría me dio tu carta! //[¿] No te animas a venir a Buenos Aires? [¡] Sería tan hermoso volvernos a encontrar!Yo tuve un niño, en París, que ahora tiene casi tres años. Hace más de dos años

que estamos aquí, donde tuve la pena de perder a mi Padre.81 Ahora tengo otro niño pequeñito, de 8 meses.

Alguna vez te enviaré sus retratos. Me paso todo el día entretenido con ellos. También pinto y dibujo un poco. Recuerdos de mamá.

[¡] Recibe un gran abrazo lleno de cariño! Tu amiga que te recuerda siempre

Norah

Recuerdos a los tuyos.T/C Leonor Acevedo de Borges.Anchorena, 1570. Buenos Aires.

[29]

[Carta de Guillermo de Torre y Norah Borges a Carmen Conde. 1 pág. Escrita a máquina y, la parte de Norah Borges, a mano. PCCAO, sign. 021 02068. Membrete:] «Anchorena 1670».

[Buenos Aires], 9 diciembre 1939

Querida Carmen:Habrás recibido una anterior carta aérea nuestra. Dos líneas ahora para acusarte

recibo a tus tres últimas con dos originales. Ya te expliqué la dificultad de colocarlos aquí; únicamente en alguna revista. En cuanto me sea posible me ocuparé de ello, pues son bellísimos.

Gabriela está ahora en Niza, Consulado de Chile.Puesto que ves a Guerrero82 te agradecería que por su mediación me averiguases

las señas de Ricardo Gullón, que estaba en los alrededores de Alicante antes de ser liberada esa ciudad.81 Jorge Guillermo Borges falleció el 14 de febrero de 1938.82 Juan Guerrero Ruiz (Murcia, 1893 – Madrid, 1955). Secretario de Juan Ramón Jiménez. Federico

García Lorca lo coronó «Cónsul general de la poesía española». Paisano de Carmen Conde y Antonio Oliver, mantuvo una estrecha amistad con ambos cónyuges.

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Excúsame la brevedad, pero no tengo tiempo para más. El cordial e invariable afecto de

Guillermo

Muchos besos de tu Norah. Feliz Navidad

[30]

[Tarjeta de Carmen Conde a Guillermo de Torre y Norah Borges. 1 pág. Escrita a mano. BNE, sign. Ms. 22821/48].

[Madrid, ¿enero?], 1940

Queridísimos amigos:Para que 1940, recién comenzado os sea como yo quisiera, hago los votos más

fervientes.Vi a Juan [Guerrero Ruiz] el otro día, y las señas que os interesan son Narváez

26; quedó este amigo en transmitir tu deseo de noticias, compartido por Ricardo [Gullón].

Hasta vuestras noticias, un abrazo y besos a los nenes. Recuerdos a tu madre, Norah.

¿Podíais mandarme Platero?83 Os agradecería un par de ejemplares. Lo vi en casa de Juan y me gustó mucho. Vuestra

Carmen

[31]

[Tarjeta postal de Norah Borges a Carmen Conde. 1 pág. Escrita a mano. PC-CAO, sign. 021 02072].

83 Juan Ramón Jiménez, Platero y yo, Buenos Aires, Losada, 1939. Sobre esta edición comenta el 6 de diciembre de 1939 Guillermo de Torre a Juan Ramón Jiménez: «lo verdaderamente satisfechos que estamos Losada y yo de que usted nos entregase su confianza para la reedición de Platero y yo, rompiendo con los analfabetos y fascistas (términos correlativos: si no fuesen lo primero no habrían caído en lo último) al frente de la «Calpe argentina» (Carlos García, Correspondencia. Juan Ramón Jiménez - Guillermo de Torre, cit., pág. 93). Losada publicó en 1946 una nueva edición de Platero y yo ilustrada por Norah Borges.

Fieles al presente

199

[Buenos Aires], [¿?] julio 1940

[¡] Queridísima Carmen!Mucha alegría me dan siempre tus recuerdos, siempre pensamos en vosotros,

deseando que algún día podamos vernos otra vez. Yo siempre ocupada con los dos niños, o con la pintura. He seguido ilustrando muchos libros, cuando se impriman te los enviaré.84 Este mes voy a hacer una exposición de dibujos y temples.85 [¿] Cuándo podremos ir a visitaros a nuestra querida España? o [¿] cuándo podréis venir voso-tros aquí? He visto que México abre sus puertas. Gabriela está en Río de Janeiro, Brasil, Consulado de Chile. Recuerdos de todos para los dos y un abrazo inmenso de tu amiga para siempre

NorahCariños a tu madre

[32]

[Carta de Norah Borges a Carmen Conde. 2 págs. Escrita a mano. PCCAO, sign. 037 036].

[Buenos Aires], 28 diciembre 1946

[¡] Mi querida Carmen!

Cuanta alegría me dan tus noticias. He visto que has trabajado mucho y has es-crito muchas cosas maravillosas. [¡] Cuándo podremos vernos otra vez! Te escribo en las sierras de Córdoba, donde he venido con los niños a pasar las vacaciones de verano - todas las montañas están cubiertas de arbolitos redondos y verdes, una ve-getación exuberante y casi tropical. Los niños que ya tienen 9 y 7 años se bañan en los arroyos y están gozando mucho de sus vacaciones.84 En 1940 aparece publicado La invención de Morel (Buenos Aires, Losada) de Adolfo Bioy Casares,

ilustrado por Norah Borges (Roberta Ann Quance, art. cit., pág. 6).85 En efecto, en julio de 1940 Norah Borges celebra una importante exposición individual en Buenos

Aires en Los Amigos del Arte. Se exponen 50 obras, entre ellas temples, dibujos e ilustraciones (vid. Carlos García, Correspondencia. Juan Ramón Jiménez - Guillermo de Torre, cit., págs. 101-104). La tarjeta lleva acompañada una invitación a la inauguración de la exposición y catálogo de la misma, con anotaciones manuscritas de Norah Borges.

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[¿] Cómo está Antonio y tu querida // mamá? Muchos cariños para Consuelo Bergues86 [sic]. Dile que siempre la recordamos con mucha nostalgia, a ver si alguna vez nos encontramos todos juntos otra vez.

Te mando muchos recuerdos para ti y Antonio, de Guillermo y míos. Besitos de los niños y un gran beso de tu siempre

Norah

[33]

[Carta de Antonio Oliver a Guillermo de Torre. 1 pág. Escrita a mano. BNE, sign. Ms. 22828/21. Membrete:] «Antonio Oliver Belmás».

Madrid, 15 agosto 1947

Querido Guillermo de Torre:Supongo ya en tu poder un ejemplar dedicado de mi Libro de Loas87 que te he

enviado por conducto de la Editorial Aguilar. Quiero con ello, romper esta incomu-nicación de tantos años, fortuita los más de ellos, para calmar un poco esta asfixia literaria, que a veces se conlleva con peor ánimo, aunque otros, casi se convierta en nuestro modo atmosférico natural. No voy a cansarte con mi historia minuciosa y particular de esta década, pero puedes figurártela, pues es, ni más ni menos, que la de tantos otros compatriotas.

De vosotros, ya os sé felices y con niños, de lo que muy de veras me alegro y cul-tivando siempre la pintura a la admirada Norah y a ti al frente de grandes empresas literarias. Espero alguna crítica tuya sobre mi libro en esa prensa y puedo adelantarte que aquí no la ha tenido mala ni escasa.

Quisiera consultarte, además, sobre la posibilidad de editar en Losada el tomo completo de Loas ya que lo publicado es la cuarta parte del total de ese libro, o si prefieres una antología de toda mi obra poética. // 86 Consuelo Berges (Ucieda, Cantabria, 1899 – Madrid, 1988). Maestra y escritora de ideología repu-

blicana, hubo de ganarse la vida en la posguerra dentro de lo que se conoce como «exilio interior», realizando diversas traducciones del francés. En 1982 creó el Premio Stendhal que premia las mejores traducciones en esa lengua. Consuelo Berges conoció a Norah Borges en Buenos Aires en 1930 y escribió sobre su obra: «Una exposición de Norah Borges», La Gaceta Literaria, núm. 95, Madrid, 1 diciembre 1930, pág. 9.

87 Antonio Oliver Belmás, Libro de Loas, Madrid, Imprenta Soler, 1947.

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Este año, alternando trabajos particulares de oficina con los estudios, he obtenido la Licenciatura de Filosofía y Letras,88 interrumpida por la guerra y la postguerra nuestras y ahora me encuentro en el círculo vicioso de que para preparar una cáte-dra he de dejar de trabajar en lo particular, lo cual es imposible pues me crearía un problema inmediato económico. Y esto, cuando se tiene una salud deficiente,89 ya castigada por múltiples causas, no es fácil heroísmo.

Creo que es hora de saltar sobre el océano y ayudarnos, cada uno, en el mutuo conocimiento y en la medida de nuestras fuerzas. Espero tus noticias y sobre todo tu opinión sobre mi actual modo poético, donde creo que se equilibran lo viejo y lo nuevo. Aunque lo nuevo de por aquí, aparte de lo «existencialista» más o menos sincero, es pura escayola neo-clásica.

Sé que estáis en relación con Sainz de Robles,90 también buen amigo mío.Contéstame querido Guillermo, y dame la alegría de ver tu letra. Puedes escribir-

me a Príncipe 14 principal, donde están las oficinas en que trabajo aquí en Madrid.Muchos recuerdos a Norah y un cordial abrazo para ti de tu viejo amigo,

Antonio Oliver[Margen izquierdo:] Carmen está estos días ausente de Madrid.

[34]

[Carta de Guillermo de Torre a Antonio Oliver. 1 pág. Escrita a máquina. PC-CAO, sign. 042 079. Membrete:] «Vía aérea / Editorial Losada, S.A. / Alsina 1131 – Buenos Aires».

Buenos Aires, 2 septiembre 1947

Sr.Don Antonio Oliver BelmásPríncipe 14Madrid

Querido amigo:88 «Antonio Oliver había comenzado sus estudios de Filosofía y Letras en 1927 en la Universidad Lite-

raria de Murcia, tarea que no podrá continuar por diversos avatares hasta 1935 y que logrará concluir en junio de 1947» (José Luis Ferris, op. cit., pág. 270).

89 Antonio Oliver padecía una dolencia cardiaca crónica.90 Federico Carlos Sainz de Robles (Madrid, 1898 – 1983). Crítico literario e historiador de la literatura.

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Con gran satisfacción recibo tu carta del 15 de agosto, teniendo así, por vez pri-mera, de modo directo, noticias tuyas. A Carmen contestó Norah hace ya unos me-ses, pero por vía marítima; de suerte que ignoro si todavía le habrá llegado o no.

Leeré con gran interés tu Libro de Loas en cuanto lo reciba. Desde luego mis deseos serían los tuyos respecto a una edición argentina de esa obra. Pero, en pri-mer término, mi radio de acción en esta Editorial no abarca ese género de obras, se extiende más bien a lo extranjero. Después, las circunstancias actuales de la edición argentina, afectada por varios contratiempos, ha hecho que merme extraordinaria-mente la producción de todas las editoriales y, particularmente, la de aquellos libros que el público no se arrebata precisamente… De todas formas, yo te avisaré en cuan-to las circunstancias cambien y se despeje el horizonte, y puedes contar, desde luego, con mi mayor apoyo y simpatía.

Celebro vivamente tu reintegro a la vida literaria, pues ya había visto tu firma en algunas revistas. Probablemente no podrás decir lo mismo de la mía, pues ya sé que las de aquí se ven ahí raramente… Ya te escribiré más despacio en otra ocasión, pues ahora estoy en vísperas de viaje. Para Carmen y para ti, con los recuerdos de Norah, cordialísimos afectos de tu siempre amigo

Guillermo de Torre

[35]

[Carta de Antonio Oliver a Guillermo de Torre. 1 pág. Escrita a máquina. BNE, sign. 22828/21].

Madrid, 23 septiembre 1947

Sr. D.Guillermo de Torre.Editorial LosadaBuenos Aires

Querido Guillermo:Mucho me alegró tu carta de fecha 2 del actual, que me trajo noticias tuyas di-

rectas, al cabo de tanto tiempo de incomunicación. En realidad pude escribirte antes, y tengo una carta para ti del año 43, pero por inercia desde 1936 dejé de escribir a todos los amigos de ultramar, hasta ahora que por fin os voy recuperando.

Mucho me interesa tu opinión sobre mi Libro de Loas, que es sólo un anticipo de esta extensa obra que viene a constar de unos doscientos poemas, pertenecientes a las diez series de temas en que el libro se divide. Confío que una vez leído tu opinión

Fieles al presente

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sobre una edición completa en América, sea menos pesimista. Asimismo confío en que te ocuparás del libro en esa, lo que será para mí una doble satisfacción.

Sé que vais a editar La sombra del paraíso91 de Aleixandre y, por tanto, no veo imposible la edición de las Loas, ya que éstas parece que sirven a las minorías y a las mayorías.

Dime si quieres que te envíe revistas de España, lo que haré con mucho gusto. Ya sé que Federico Sainz de Robles está al cuido de tu biblioteca madrileña.92 En Santander y fugazmente vi un artículo tuyo en una revista argentina, lo cual te prueba que sí llegan y se leen las cosas. No sé si la llevaba algún universitario de Monte-Corbán, la Universidad Internacional de Verano.

Muchos recuerdos a Norah -Carmen está en Andalucía unos días- y un cordial abrazo para ti de

Antonio Oliver

Goya 6, 2º91 Vicente Aleixandre, Sombra del paraíso, Buenos Aires, Losada, 1947. La primera edición española

apareció en Madrid, editado por Adán (1944). Por carta expedida desde Miraflores de la Sierra el 25 de agosto de 1947, Vicente Aleixandre comenta a José Antonio Muñoz Rojas: «De mi edición en Bue-nos Aires de Sombra del Paraíso no sé nada. Mandé el ejemplar para la impresión: me dijo Guillermo de la Torre [sic] (que es el encargado de esa sección de Losada) que lo mandarían a la imprenta. Pero ni he recibido el contrato ni dan señales de vida y de esto hace más de dos meses, quizá tres» (vid. Irma Emiliozzi, Cartas de Vicente Aleixandre a José Antonio Muñoz Rojas (1937-1984), Valencia, Pre-Textos, 2005, pág. 260). Carmen Conde residió en la década de los cuarenta en Velintonia, 5, en-cima de la vivienda de Vicente Aleixandre. Allí asistió al nacimiento de Sombra del paraíso. En una anotación del 30 de enero de 1942 escribe Carmen Conde: «Suben Vicente y su hermana a merendar; él lee poemas de su libro inédito Sombra del paraíso. Es mucho mejor que sus libros anteriores; tiene la preocupación cósmica, que no la inspiración cósmica. Poesía intelectual en cuya raíz, claro, está el temblor lírico informándolo todo» (citado por José Luis Ferris, op. cit., pág. 497).

92 Ya en 1939, Guillermo de Torre hizo gestiones para recuperar su biblioteca madrileña. Se puso para ello en contacto con su padre que dirigió un escrito al librero León Sánchez Cuesta. El intento resultó infructuoso por lo que a mediados de 1941 escribió a Melchor Fernández Almagro: «¿Puedo pedirte ahora un favor? José Ignacio Ramos, agregado de Prensa a la Embajada de España en Buenos Aires, interesado amistosamente por que yo recupere mi biblioteca ha escrito en este sentido a Tovar, el subsecretario de Prensa y Propaganda ahí. Creo que no sería superfluo que tú le hicieras una visita o le mandases unas líneas reforzando esa indicación y avalando lo que haya que avalar. Y te agradeceré también que me comuniques cualquier novedad en este asunto, pues ya sabes que mi biblioteca –puramente literaria, a la que no se puede tachar de ningún «ismo»- me sigue interesando fundamen-talmente» (carta del 2 de abril de 1941, Cristina Viñes Millet, op. cit., pág. 140-141). Los trámites debieron fructificar a lo largo de la década de los cuarenta, aunque no del todo según confiesa al pintor Joaquín Torres García el 9 de junio de 1947: «aunque haya recuperado recientemente mi biblioteca de Madrid, no he podido hacer lo mismo con los cuadros de amigos que allí tenía» (AA. VV., Barradas. Torres García, Madrid, Guillermo de Osma, 1991, pág. 87).

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[36]

[Carta de Guillermo de Torre a Carmen Conde. 1 pág. Escrita a máquina. PC-CAO, sign. 045 059. Membrete:] «Vía Aérea. Editorial Losada, S.A., Alsina 1131 – Buenos Aires».

Buenos Aires, 19 diciembre 1947

Srta. Carmen CondeVelingtonia 5Parque Metropolitano (Madrid)

Querida amiga:Recibo tu carta del 24 de noviembre y deploro que no hayas recibido alguna an-

terior nuestra, particularmente una extensa que te escribió Norah, cierto es que por correo marítimo, el verano anterior, es decir, aproximadamente hace un año.

Leeré encantado el libro que me anuncias.93 En cuanto a posibilidades de una reedición aquí, las considero nulas por el momento, pues el encarecimiento de los precios de impresión, unido a otros factores muy serios, determina que todas las edi-toriales y no solamente esta casa, restrinjan cada vez más sus ediciones, sobre todo en lo concerniente a libros poéticos.

Esperando poder escribirte otro día con más tiempo, con alguna noticia particular, con un abrazo de Norah te envío muy cordiales afectos

Guillermo de Torre

[37]

[Carta de Guillermo de Torre a Carmen Conde. 3 págs. Escrita a mano. PCCAO, sign. 059 095. Membrete:] «Juncal 1283».

[Buenos Aires], 13 enero 1950

Sra. Carmen Conde de Oliver.

93 En 1947 Carmen Conde publicó tres libros: Sea la luz, Madrid, Mensaje; Mujer sin Edén, edición de la autora y Mi fin en el viento, Madrid, Adonais.

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Querida amiga:

Recibe Norah tu cordial felicitación de año nuevo, y ante las nuevas alusiones que me diriges, considero indispensable deshacer el equívoco que padeces. Ninguna prevención en mi caso contra ti y contra ninguno de los antiguos amigos de España. Cabalmente cifro mi orgullo en haber sabido siempre anteponer lo literario y afectivo a cualquier otro distingo- sin que esto signifique, por lo demás, que renuncie a nin-guna convicción. La prueba es que continúo en buena amistad con algunos colegas de ahí y que inclusive otros nuevos// -los inmunes a la fanatización, los que al menos llamaremos independientes- me escriben espontáneamente y me envían sus cosas.

Ahora bien, si tú estás enfadada porque no te haya pedido ningún libro para la Editorial Losada, no tienes razón ni la exacta perspectiva de las cosas. En primer tér-mino, yo no soy el editor, pues siempre he rehuido el acaparamiento de tiempo a que eso obliga, y después si los libros de los poetas apenas se venden en su propio medio, figúrate lo que será cuando se los lanza en otro distinto que se ignora completamente. (La excepción –relativa– es un Aleixandre. No es más que eso: una excepción). En cuanto a las revistas, abiertas están // para ti –como para todo el que haga originales que les interesen. Yo tengo excelentes relaciones con todas –las literarias, se entien-de– y no tendré ningún inconveniente en proponer lo que envíes. Pero claro es que nada puede igualar al contacto personal en este género de trabajos.

Te he leído siempre con gusto, admirando el ímpetu ascendente de tu poesía. Y si no te escribí antes es porque en rigor sólo tengo tiempo para dictar respuestas y este es mal sistema para las cartas gustosas, Mi cuñado, por principio –malo, desde [¿?] – no contesta jamás a una carta.

Te adjunto un recorte que te interesará. Afectos a Antonio, a los amigos comunes, y para ti un abrazo de

Guillermo de Torre

[38]

[Carta de Carmen Conde a Guillermo de Torre. 3 págs. Escrita a mano. BNE, sign. Ms. 22821/48].

Madrid, 11 abril 1950

Mi querido amigo Guillermo de Torre:No sabes cómo te agradecía tu carta llena de afectuosa cordialidad. En verdad, se

padece, sucesivamente, un aire de incomprensión de las cosas –por parte de todos.

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Yo quisiera salir «literariamente» de aquí, se ahoga aquí la producción, la libertad de decir las cosas justas para nuestro gusto, y no hay editores para los escritores como yo: sin sectas, sin manadas, sin claudicar en sus esencias fundamentales, con la mis-ma pura voluntad de los 15 años! Me parecía que tú que me conocías, podrías ayu-darme a editar alguna novela mía; tengo dos inéditas y de muy problemática edición en Madrid; casi imposible. Me parecía que mi poesía podría editarse ahí, puesto que soy la única escritora española «de antes de la guerra», que ha seguido, y crecido, y se sostiene y sostendrá. Me parecía, querido amigo, que tú // entenderías todo eso y no me dejarías, por compañerismo, ahogarme aquí. Solamente todo eso. Perdóname si con dártelo a entender te causé perturbación. Tu carta, que me causó gran alegría leer, me parece que no está enfadada.

Por lo demás, no puedes imaginarte qué trabajo nos cuesta mal vivir, y qué es-fuerzo el de los amigos leales para que no nos hayamos perdido definitivamente.

Yo escribo cosas poéticas para los niños, pero cobro como lo que soy: un perso-naje de última fila en la gran comedia que todos representan.

Si no fuera por mi madre –ya muy vieja y ahora inválida por accidente: espero que irá mejorándose–94 no hubiera vivido aquí; o no hubiera vuelto de Londres95 cuando conseguí (¡y cómo lo conseguí!) salir, hace tres meses, unos días. //

Te envío unos poemas inéditos. Haz con ellos lo que quieras.96 No sé si tienes to-dos mis libros, pero te los mandaré si quieres tenerlos. De todos me hubiera gustado hacer una «Antología» en América… Algún día será. (En Londres me traduce Roy

94 En una anotación en su diario, el 13 de febrero de 1950 escribe Carmen Conde: «Mi madre, con pa-ciencia ejemplar, 3 meses en cama, 71 años, y fractura, herida. Antonio, 47, cardiaco, envejecido, con gripe, en la cama triste, y sin ánimos positivos, como siempre. Yo, del uno a la otra, ausente, vaciada, con mi mitad náufraga y mi otra mitad fija en su ángel. ¡Quién pudiera salvarlos, y que no me necesi-taran, y ser olvidada para ser!» (citado por José Luis Ferris, op. cit., pág. 53).

95 En octubre de 1949 Carmen Conde emprende un «inolvidable viaje a Londres organizado por Aurelio Valls» (José Luis Ferris, op. cit., pág. 556).

96 Nota de Carmen Conde: [Margen izquierdo:] «Aunque diciéndomelo, para tomar nota de ello». Car-men Conde acompañó la carta de los siguientes poemas manuscritos: «Lluvia lejana», 23 abril, 49, Velingt. Castilla (Del libro Oleaje); «Alas en suspenso», 8 abril, 49, Veling. Castilla (Del libro Ole-aje); «Límite», 30 abril, 49, Veling. Castilla (Del libro Oleaje); «I» («La luz no está cansada de alum-brar tanto día»), 27-II-50, Castilla (Del libro Derribado Arcángel); «II» («Tendremos que atravesar impávidos»), 3-III-50, Castilla (Del libro Derribado Arcángel); «III» («Caerán frentes taladas por el silencio frío»), 3-III-50, Castilla (Del libro Derribado Arcángel) (BNE, sign. Ms. 22821/48).

Fieles al presente

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Campbell,97 y en Holanda G.PÁG. de Ridder.98 Mathilde Pomès99 me ha ofrecido hacerlo cuando se alivie de una grave dolencia que padece).

Mis abrazos a Norah y mi cariño a los niños. Te enviaré cosas y ahora que sé que te interesan, noticias de nuestra vida.

Un abrazo para ti, y mi vieja admiración. Tu amiga

Carmen Conde

T/C Ferraz 71, Madrid

[39]

[Carta de Guillermo de Torre a Carmen Conde. 1 pág. Escrita a mano. PCCAO, sign. 069 975. Membrete:] «Juncal 1283 / Buenos Aires».

[Buenos Aires], 13 mayo 1951

Señora Carmen Conde:

Querida amiga:

97 Roy Campbell (Durban, Sudáfrica, 1901 – Setúbal, Portugal, 1957). Poeta y traductor sudafricano, durante la guerra civil estuvo en España en donde se significó al lado del bando nacional. Descono-cemos los escritos de Conde que pudo llegó a traducir. Tal vez, tan sólo se trataba de un proyecto.

98 Profesor de Lengua y Literatura castellana en Ámsterdam. Fundó en 1931 el «Instituto Hispania» que enseñaba español de forma presencial y por correspondencia. El instituto fue reconocido oficialmente en 1947 y llegó a contar con 15000 alumnos. Ridder era un gran bibliógrafo y solicitó varios libros a Carmen Conde para traducir algunos de sus poemas y cuentos al holandés (vid. Carmen Conde, «Después de la II Bienal de Poesía en Knocke», La Vanguardia, Barcelona, 21 septiembre 1954, pág. 9). Ridder tradujo el poema de Carmen Conde «Jardín de El Escorial» para la antología realizada por él mismo en compañía de G.J. Geers, Hedendaagse Spaanse poëzie, Groningen, PÁG. Noordhoff, 1954, págs. 14-15.

99 Mathilde Pomès (Lescurry, Francia, 1886 – 1977). Hispanista francesa, primera traductora de Carmen Conde al idioma vecino. La propia Carmen Conde recordará en 1991: «A Mathilde, una apasionada hispanista, la conocí yo físicamente en París. Ella estuvo un día, de los que venía a Madrid, en casa de Gabriel Miró de quien era muy amiga. Y Gabriel Miró le habló de mí y le dio Brocal. Ella, inme-diatamente, tradujo unos poemas míos. Fueron los primeros que se tradujeron al francés» (José Luis Ferris, op. cit., pág. 299). Sobre las traducciones de Carmen Conde a otros idiomas vid. Francisco Javier Díez de Revenga, «Ediciones europeas de Carmen Conde», Monteagudo, núm. 15, Murcia, 2010, págs. 179-184.

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Acabo de recibir tu novela En manos del silencio.100 Enhorabuena y gracias. Des-bordado de lecturas y trabajos, me prometo no obstante encararme pronto con tu no-vela, muy interesado desde ahora por el abordaje de ese género que yo considero no superior o inferior a otros, pero sí más capaz de expresar una visión cabal del mundo contemporáneo. De modo que, en cuanto me sea posible, ya te daré mi opinión leal. Norah también te agradece el recuerdo y agrega a los míos sus saludos y afectos más amistosos.

Guillermo de Torre

[40]

[Tarjeta de Norah Borges a Carmen Conde. 1 pág. Escrita a mano. PCCAO, sign. 143-045].

[Buenos Aires], diciembre 1959

Querida Carmen:Recibe un recuerdo cariñoso y nuestros buenos deseos para Navidad y el Nuevo

Año de tu amiga que te quiere Norah

y de GuillermoLo mismo para Antonio

[41]

[Carta de Norah Borges y Guillermo de Torre a Carmen Conde. 3 págs. Escrita a mano. PCCAO, sign. 108-041].

[Buenos Aires], 3 agosto 1960

Mi querida Carmen:Te escribo para agradecerte tu libro de poemas Derribado arcángel.101 No sabes

cuánto he gozado con él. Primero se lo leí en voz alta a Guillermo, que le gustó mucho. Y después yo los leí para mí, despacito, y al leerlos me metía en un mundo 100 Carmen Conde, En manos del silencio, Barcelona, José Janés editor, 1950.101 Carmen Conde, Derribado arcángel, Madrid, Revista de Occidente, 1960.

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encantado, dentro de ti y volvía a encontrar a mi Carmen lírica de aquel año en que te visité frente al mar.

Es misterioso, quisiera adivinar quién es ese arcángel // que tú me lo leyeras con tu voz baja y apasionada. Cuéntame de tu vida.

Yo ahora vivo también la vida de los chicos que son estudiantes y vivo la zozobra de sus exámenes y estudios.

Se nos ha llenado de tal manera la casa de libros que estamos con idea de mudar-nos a otro departamento mayor.

Muchas gracias querida Carmen por todo lo que hay de belleza en tus poemas. Recuerdos para Antonio de Guillermo y míos. Y para ti muchos besos de tu lejana

amigaNorah

Enhorabuena también por En un mundo de fugitivos102 -¡Oh, fecunda lírica!- que acaba de salir en Losada, Con el antiguo afecto de

Guillermo

[42]

[Tarjeta de Carmen Conde a Guillermo de Torre y Norah Borges. 1 pág. Escrita a mano. BNE, sign. Ms. 22821/48].

Madrid, 18 julio 1961Queridos amigos Guillermo y Norah:

Siempre os recuerda y abraza vuestra amiga

Carmen

Ferraz 71, Madrid

[43]

[Carta de María Luisa de Torre a Carmen Conde. 2 págs. Escrita a mano. PC-CAO, sign. 182 029].

102 Carmen Conde, En un mundo de fugitivos, Buenos Aires, Losada, 1960.

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Madrid, 6 febrero 1971

Querida amiga Carmen:Estuve estos días poniendo tarjetas de muy agradecida, y para ti quiero algo más.

Te recuerdo muy bien de oír a mis hermanos hablar de ti y cuando fueron a Cartage-na y después seguir tu obra literaria.

El último viaje que hizo mi hermano que se fue a últimos de julio ya estaba muy mal, un ojo no veía nada y el otro estaba diagnosticado a perderle y como él // lo sabía vivía muy amargado estos últimos tiempos. Menos mal que él no se dio cuenta, se fue de repente del corazón que también padecía.

Según me cuenta Norah estuvo hasta unas horas antes dictando un prólogo para un último libro. Por si no lo vistes en La Estafeta Literaria viene un artículo103 que recibieron unos días antes de su muerte.

Te doy mis más expresivas gracias, pues sé lo que admirabas a mi querido herma-no. Con un cariñoso abrazo. Tu amiga

María Luisa

Bibliografía

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3.ª Época – N.º 20. 2015 – Págs. 213-236

gerardo diego y blas de otero, entre santander y bilbao*1

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UPV/EHU

El 26 de enero de 1971 escribe Blas de Otero un poema para un homenaje a Ge-rardo Diego que se está gestando en Santander, su ciudad natal, en la revista Peña Labra; el poema se publicará en el n.º 4 de dicha revista, correspondiente a 1972, con el título «Dios nos libre de los libros malos, que de los buenos ya me libraré yo»:

Para qué tantos libros, tantos papeles, tantas pamplinas.Lo bonito es una pierna de mujer-la izquierda a ser posible-,un bosque bajo la lluvia, un buque norteamericano caído en manos del enemigo,hay tanto que contemplar,excepto la televisión,cómo perder el tiempo en leer, pasar la página, cuidarse las anginas,cuánto mejor callejear a la deriva,esto sí que es un libro, lo que se dice un libro de tamaño naturallleno de gente, tiendas, puestos de periódico, casas en construccióny otros versos.

El poeta bilbaíno rendía así homenaje al autor de la Generación del 27 con el que le unía una larga amistad de casi cuarenta años. Aún evocaría Blas de Otero al autor santanderino en uno de los últimos poemas que escribiría en su vida, en mayo de 1977, para un homenaje a la Generación del 27 publicado por la revista Ínsula; el poema, titulado «Fermosa cobertura», recordando el sintagma del Marqués de Santillana en su «Prohemio e carta», iba enumerando los libros más significativos * Quisiera agradecer a la Fundación Gerardo Diego y a su Centro de Documentación de la Poesía

Española del siglo XX, y especialmente a Elena Diego, Pureza Canelo y Andrea Puente, el material facilitado para la elaboración de este trabajo, que se integra dentro del proyecto de investigación EHU 14/20.

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e influyentes de los poetas de aquel grupo y evocaba al autor de Alondra de verdad («Gerardo, alondra de verdad»), el libro publicado por Gerardo Diego en 1941.

Pero la relación de Gerardo Diego con Blas de Otero arranca de los años inme-diatamente anteriores a la guerra civil. Por esas fechas el pequeño grupo de amigos bilbaínos formado por Pablo y Antonio Bilbao Arístegui, Antonio Elías Martinena, Jaime Delclaux y Blas de Otero, que conforman lo que ellos llamarán «Nuestralia», celebraban sesiones musicales y poéticas teniendo como mentor estético a Juan Ra-món Jiménez. Son unas reuniones «sibaríticas», por utilizar el término que emplean en algún momento, que muestran un compartido sentido poético de la vida. Años más tarde, cuando el 8 de febrero de 1939 Antonio Bilbao Arístegui le dé noticia a Blas de Otero, destinado entonces en Zaragoza, de la reciente conferencia-concierto impartida por Gerardo Diego en el Coliseo Albia de Bilbao el domingo 5 de febrero sobre Manuel de Falla, le comentará a su amigo: «Pertenece a nuestra secta. Hizo observaciones que le acreditan de sibarita». En febrero de 1936, a instancias de José Miguel de Azaola, varios de estos amigos, junto con Sabino Ruiz Jalón y Esteban Urkiaga, «Lauaxeta», formarían el grupo «Alea», con la idea de establecer una serie de charlas y reuniones intelectuales que se celebrarían en los locales del Ateneo bil-baíno. Por su parte, Gerardo Diego, que había ocupado interinamente desde septiem-bre de 1932 la cátedra del Instituto Velázquez en Madrid, se reincorpora en enero de 1936 a la cátedra del Instituto de Santander, que había ganado por concurso de traslado desde Gijón en septiembre de 1931; los periodos vacacionales los pasaba el poeta en la capital cántabra. La cercanía de Bilbao, en cuya Universidad de Deusto el poeta santanderino había estudiado desde 1912, coincidiendo con Juan Larrea, con el que tendría una larga amistad de casi setenta años, y el hecho de que uno de sus hermanos residiera en la capital bilbaína hacen que sean frecuentes sus viajes a la villa durante estos años, donde entra en contacto con los jóvenes admiradores de la nueva poesía, que había antologado en 1931 y en 1934, aficionados también, como él, a la música y a las artes plásticas.

La relación de Gerardo Diego con Bilbao, ya se ha dicho, arranca de su ingreso en la Universidad de Deusto en el otoño de 1912 para estudiar Filosofía y Letras. Allí entablará amistad con Juan Larrea y con Emilio Pérez Carranza y Agustín Temiño, a quienes dedicará en 1941 Alondra de verdad, «todos sonetos –escribirá Antonio Bilbao a Blas de Otero el 26 de febrero de 1939–. Es magnífico. Nos leyó unos cuan-tos, que nos impresionaron poéticamente». Bilbao es la ciudad de la adolescencia y formación de Gerardo Diego, que participará muchas veces a lo largo de su vida en conferencias, recitales y conferencias-concierto en el Ateneo, en la Sociedad Filar-mónica, en el Instituto Vascongado de Cultura Hispánica, en la Biblioteca Provin-cial, en la Junta de Cultura de la Diputación de Vizcaya o en la Facultad de Letras

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donde estudió. En la Sociedad Coral de Bilbao, por ejemplo, dará en septiembre de 1916, junto al violinista Jesús Estefanía, un concierto de violín y piano, y, en mayo de 1919, volverá a visitar la capital bilbaína. El 13 de febrero de 1926 imparte una conferencia-concierto en el Ateneo de Bilbao sobre «Scriabin y Béla Bartok», donde interpreta al piano piezas de ambos músicos. Esas visitas se intensificarán en los años inmediatamente anteriores a la guerra civil y después del conflicto bélico.

Para 1935-1936, cuando comienza la actividad del grupo de amigos bilbaíno, y las colaboraciones de Blas de Otero en las páginas de «Vizcaya Escolar», en El Pue-blo Vasco, Gerardo Diego es ya uno de los poetas más reconocidos dentro de la joven poesía española, al que se le ha concedido el Premio Nacional de Literatura en 1925 por Versos humanos, colaborador de Revista de Occidente, fundador de la revista Carmen, amigo y antólogo de la pléyade del 27, que los poetas bilbaínos han devo-rado en las páginas de su antología, amigo de César Vallejo y de Vicente Huidobro, y él mismo un autor ya consagrado con libros fundamentales, como Imagen (1922), Manual de espumas (1924) y Fábula de Equis y Zeda (1932). Pero es también uno de los organizadores de la celebración del centenario de Góngora y el artífice de la Antología poética en honor de Góngora, y uno de los participantes en el acto que se celebrará a fines de 1927 en el Ateneo de Sevilla en honor al poeta cordobés. Gerardo Diego es también ya para esas fechas uno de los revaluadores de la poesía española del Siglo de Oro, que junto a Góngora reivindica a Lope de Vega, a Garcilaso, a Bo-cángel o al Conde de Villamediana. Todos esos elementos, junto con su afición a la música y a introducir en la vida cultural española a los nuevos músicos europeos, han de resultar sumamente atractivas al grupo de jóvenes intelectuales bilbaínos. Uno de los primeros galardones literarios obtenidos por Blas de Otero será precisamente con su poema «Mi canto a Lope», con motivo del tercer centenario de la muerte del poeta, celebrado en 1935. «Sombras le avisaron», evocando el verso adscrito a Lope de Vega, como base de El caballero de Olmedo, titulará en Ancia un poema escrito en 1948 y publicado en Redoble de conciencia (1951).

Lector asiduo de los poetas del 27, Blas de Otero repasa, en un artículo publicado en la revista jesuítica Los Luises, en 1936, la presencia de «María en la moderna poe-sía española», y tras señalar ejemplos de José María Gabriel y Galán, Eduardo Mar-quina, José María Pemán, llega a los poetas más jóvenes: Rafael Alberti, Federico García Lorca y Gerardo Diego, de quien destacará los versos de Viacrucis, publicado en 1931. «Volvamos a la pureza, cielo en la tierra. La hallaremos –escribe el joven poeta bilbaíno– en el Via Crucis del que fue antiguo compañero nuestro y hoy poeta de primera clase entre los más modernos, Gerardo Diego». Y cita a continuación la última décima de la «Ofrenda» inicial:

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A ti, doncella graciosa,hoy maestra de dolores,playa de los pecadores,nido en que el alma reposa.A ti ofrezco, pulcra rosa,las jornadas de esta vía.A ti, Madre, a quien queríacumplir mi humilde promesa.A ti, celestial princesa,Virgen sagrada María.

Gerardo Diego era bien consciente en 1931 de «las dificultades con que tropieza el artista de nuestro tiempo para tratar un tema religioso, […] sobre todo tal vez en la poesía». Por eso, para «evitar a toda costa las letanías de superlativos […] y la meliflua prosa de los devocionarios al uso», había decidido someterse «a la estrecha disciplina de la más plástica y barroca de nuestra estrofas»: la décima. El libro de Gerardo Diego va a resultar modélico para una serie de poetas católicos que no quie-ren dejar de lado la expresión de su religiosidad («No hay ateo», había titulado Otero una de sus columnas de Vizcaya Escolar, en marzo de 1935), sin renunciar por ello a una expresión actual; el libro de Diego mostraba, de este modo, una vía de expresión religiosa, que retomaba los modelos estróficos del barroco y los actualizaba desde una estética moderna. En cierto modo, eso era lo que iba a guiar al primer Blas de Otero en sus poemas religiosos, no sólo la contención de la lira luisiana en Cántico espiritual (1942), sino también esa contención formal del modelo barroco tal como lo había utilizado el poeta santanderino; «forma, música y límite métrico, por un lado; corazón y deseo infinito, por otro», escribirá su amigo Antonio Elías Martinena en reseña publicada en el diario Hierro. Y quizás debamos al influjo de la décima en Viacrucis, pero también, por supuesto, en Jorge Guillén, la que escribe Blas de Otero en febrero de 1935 como ofrenda «En el día del Papa» o la octava real a Santo Tomás de Aquino, publicada un mes más tarde; aunque, sin duda, estos poemas no alcanzan la calidad de ese espléndido canto mariano que es «Plegaria por mi pobre huerto. (A la Virgen María, con toda el alma)», publicada en junio de 1935:

¡Mira este pobre huerto,que no sabe dar flores, ni frutos ni fragancias,y en el que sólo crece,naciendo ya marchita, la flor de la nostalgia.

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Sin pretender agotar el tema de la poesía mariana en lo que podríamos denominar como la prehistoria poética de Blas de Otero, sí quisiera señalar la importancia de los tres sonetos que, con el título de «Salutación a Nuestra Señora», publica Blas de Otero en agosto de 1942. En ellos, creo, puede percibirse de nuevo el ejemplo de Gerardo Diego. En la carta de Antonio Bilbao Arístegui de 26 de febrero de 1939, le comunicaba a Otero que, en su reciente visita bilbaína, Diego les había dejado el manuscrito de su libro Alondra de verdad y el manuscrito de su edición de sonetos del Conde de Villamediana. En carta al poeta santanderino de 23 de mayo de ese año, Antonio Bilbao recuerda los sonetos de Villamediana y evoca la lectura del ma-nuscrito de Alondra de verdad: «Tenemos la ilusión de verla pronto en las librerías, pues el recuerdo de la música de alguno de sus sonetos […] mantiene vivo el deseo de poderlos gustar nuevamente». La admiración que producen los sonetos de Alon-dra de verdad, escritos entre 1926 y 1936 y publicados en 1941, entre el grupo de jóvenes bilbaínos es absoluta. Sin duda, esa maestría formal en el empleo del soneto impresionó también a Blas de Otero, quien tuvo en el poeta santanderino uno de sus maestros en esta estrofa:

¡Oh perfección radiante de la rosa!¡Oh blanca plenitud del mediodía!La campana a las doce repetíala anunciación del alba primorosa.

El influjo de Alondra de verdad en la poesía de Blas de Otero puede rastrearse in-cluso hasta en sus últimos poemas. Un soneto como el titulado «Caminos», fechado el 19 de marzo de 1969, guarda una íntima relación, por ejemplo, con «Revelación», del poeta santanderino. Alondra de verdad, no lo olvidemos, será el libro de Gerardo Diego que evoque Blas de Otero en 1977 en «Fermosa cobertura», y no es extraño encontrar repetido el término «alondra» en las liras de Cántico espiritual («alon-dra derramando estancia fría», «La alondra lo decía. / La alondra que me sigue sin espada») o en poemas como «La blanda brisa mañanera…» y «Canción» («donde la alondra matinal, altísima, / picando en el azul cantaba alegre», «Aquí la alondra y el cielo. / […] La alondra que está en el cielo»), que datan de 1940 y 1941. Del mismo modo, Ángel fieramente humano (1950), que recuperaba el verso de Góngora («Suspiros tristes, lágrimas cansadas»), venía a inscribirse en esa moderna tradición angélica que tenía sus referentes más cercanos no sólo en el «ángel terrible», de la «Elegía I» de Rilke, poeta muy próximo a la sensibilidad de los autores de Esco-rial, traducido por Gonzalo Torrente Ballester en 1946, sino sobre todo en Sobre los ángeles (1929), de Rafael Alberti; pero tenía también modelos próximos, no tanto

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en el Poema de la bestia y el ángel (1938), de José María Pemán, sino en Ángeles de Compostela (1940), de Gerardo Diego, que iba a evocar Dionisio Ridruejo en el homenaje de Peña Labra anteriormente mencionado, y en Arcángel de mi noche (1944), de Vicente Gaos. «Créeme –le escribe su amigo Jaime Delclaux el 8 de julio de 1935–, no te des tanto a Pemán. No he podido hablar contigo después que leíste Sobre los ángeles; supongo que te habrá gustado. Léelo otra vez, en cuanto puedas. Las cosas buenas se degustan (Unamuno) más cuanto más se saben».

Por otro lado, la admiración por la poesía del Conde de Villamediana es otro ele-mento particular que vincula al grupo de jóvenes bilbaíno con Gerardo Diego. La re-cuperación de Villamediana corre paralela a la de Góngora y otros autores barrocos. En 1935, Pablo Neruda publica una selección de poemas como tirada aparte de la revista Cruz y Raya, con un poema al frente, «El desenterrado», que incluirá en Resi-dencia en la tierra. Esa edición será la base de la edición de los sonetos que publicará el chileno en 1944 en Cruz del Sur. Tras la guerra, aparece una breve selección en Valencia (1940) y Luis Rosales va a ir adelantando en Escorial algunos poemas de los que publicará en 1944 en Editora Nacional. Gerardo Diego, en su visita a Bilbao en febrero de 1939, lleva un manuscrito con una edición de varios sonetos del Con-de, tal como le cuenta Antonio Bilbao a Blas de Otero: «¿Te acuerdas de la emoción de descubrimiento cuando leíamos en Logroño los sonetos presentados por Neruda? Pues aquellos son las inevitables islas que presagian un continente, comparados con éstos». «Villamediana es sobre todo –escribirá el autor santaderino en 1948– el poeta de las redondillas y de los sonetos». Seguramente el grupo de amigos copia y lee esa selección de Gerardo Diego y la completan con los textos que van apareciendo en Escorial. El hecho es que Blas de Otero utilizará un verso de un soneto de Villame-diana, «Tarde es, Amor, ya tarde y peligroso», ya empleado como tema a la primera parte de Contemplación del tiempo (1948), de Eugenio de Nora, para el poema «Tar-de es, amor», escrito en 1954, e incluido en Ancia (1958):

Volví la vida; vi que estabastejiendo, destejiendo siempre.Silenciosa, tejiendo(tarde es, Amor, ya tarde y peligroso)y destejiendo nieve…

En el mismo encuentro de febrero de 1939, los jóvenes bilbaínos hablan con Gerardo Diego de Jaime Delclaux, el joven poeta fallecido en Albacete en 1937. Antonio Bilbao y Antonio Elías preparan una selección de poemas fechados en 1934, 1935 y 1936 en Burgos, Bilbao y Madrid, que acompañan del recordatorio del fa-

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llecimiento, donde se incluye la «Oración de Jaime a Cristo, muerto en la cruz». La semblanza que escribe Antonio Elías subraya en Delclaux su carácter como «ardoro-so rebelde contra lo real» y señala en cuanto a sus poemas:

No estaba muy seguro del momento en que lo personal deja de ser personal […]. En aquella fervorosa sensibilidad cayeron músicas y voces de poetas (Grieg, Franck, Debussy. Eran los días de la antología de contemporáneos de 1934). La dirección era, decidida, hacia un lirismo de sueño tamizador de delicadas experiencias vitales, hacia una sencillez de expresión nunca traicionada, pero más segura cada vez…

Y, entre los poemas seleccionados por los amigos para Gerardo Diego, se incluían «Una impresión de Debussy», «Era un rayo de sol suave» o un poema dedicado a «J.R.J.»:

Te vi cuando el camino se partía,y me dijiste en versosla segura vaguiedadde mis deseos.

Las actividades públicas de «Alea» se reanudan con cierta regularidad a partir de 1941. El grupo había impulsado ese año la publicación de Ala fugitiva, de Jaime Delclaux. Pero, sobre todo, hay un par de acontecimientos que hacen que el grupo cobre en estas fechas verdadero relieve: la organización el 31 de diciembre de 1941 de un «Homenaje a la memoria de don Miguel de Unamuno», patrocinado por el Ayuntamiento de Bilbao; la organización en octubre de 1942 de un homenaje a San Juan de la Cruz, poeta por el que buena parte de los «aléatas» habían manifestado un profundo interés desde antes de la guerra, con motivo del cuarto centenario de su nacimiento, y el lanzamiento de una serie no periódica de Cuadernos del grupo «Alea». Pronto el grupo contó con el apoyo económico de la Diputación de Vizcaya y del Ayuntamiento de Bilbao para organizar aquellos actos, que contaron con confe-renciantes notables: el padre Crisógono de Jesús, el doctor Jiménez Duque, Manuel María Arredondo y el poeta consagrado ya Gerardo Diego, presentado por Antonio Bilbao. Acababan de aparecer en esas semanas los dos primeros números, de los diez proyectados para la primera serie, de los Cuadernos del Grupo «Alea»: el primero recogía un estudio de Pablo Bilbao Arístegui titulado Santa Teresa de Jesús: su valor literario en el Libro de la vida, fruto de una conferencia pronunciada ante el grupo el 3 de enero de 1942; el segundo recogía el recital de poesías que Blas de Otero dio al grupo «Alea» el 6 de marzo de 1942, que constituiría su Cántico espiritual. Los actos de homenaje a San Juan de la Cruz organizados por «Alea» y celebrados del 22 al 25 de octubre de 1942, concluyeron con una «magistral conferencia» de Gerardo

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Diego en el paraninfo del Instituto Central (El Correo Español-El Pueblo Vasco, 27-X-1942) sobre «Música y ritmo de San Juan de la Cruz», que se publicaría por esas fechas en el número extraordinario que la revista Escorial dedicó al carmelita (tomo IX, n.º 25), donde el poeta del 27 «analizó técnicamente las peculiaridades que ofrecen los versos» del santo carmelita, y demostró que «la cadencia y sonoridad» de su poesía «ofrecen una gran analogía y similitud con la armonía y el ritmo mu-sical». «Al final –relata la crónica periodística− pronunció algunas palabras para el homenaje, en nombre de Alea, el poeta bilbaíno Blas de Otero». Seguramente en esa ocasión le entregaría el joven poeta al santanderino su reciente Cántico espiritual, pues, cuando años más tarde, Gerardo Diego reseñe la aparición de Ángel fieramente humano, recordará:

Su primera publicación en folleto poético data ya de hace bastantes años y en aquellos versos primerizos ya se acusaban sus inquietudes religiosas y el calor potente de su inspi-ración en lucha con un oficio incipiente y con una oreja de buen vasco.

Es seguro que en el otoño-invierno de 1943-1944, cuando Blas de Otero se trasla-da a Madrid para estudiar Filosofía y Letras, se encuentra en la capital con el escritor santanderino, catedrático ya en el Instituto Beatriz Galindo, puesto que en carta de 7 de diciembre de 1943 a su amigo Antonio Elías Martinena le sugiere invitar al poeta a dar alguna conferencia, «como la de Fauré», en Bilbao o «el recital cuyo programa te adjunto». Aunque no tenemos noticia de que ni la conferencia ni el recital se lle-varan a cabo en 1944; pero la conferencia sobre Fauré sí se impartirá en Bilbao años más tarde, en marzo de 1948.

En 1947 Gerardo Diego viaja de nuevo a Bilbao, esta vez para dar un recital de su libro La suerte y la muerte en el Hotel Carlton, según confirma Javier de Bengoechea en carta al poeta de 30 de noviembre de 1950. Son años intensos para el poeta del 27. Entre conferencias, recitales poéticos y actos sociales y culturales diversos, Diego comienza a colaborar en Radio Nacional de España en el programa «Panorama Poé-tico Español», dando noticia de las noticias sobre poetas españoles contemporáneos. Por otro lado, el 9 de abril de 1947 es elegido por unanimidad miembro de la Real Academia Española, de cuyo sillón I (mayúscula), tomará posesión el 15 de febrero de 1948, con el discurso titulado Una estrofa de Lope, al que responderá Narciso Alonso Cortés. Con motivo de la elección como académico, Blas de Otero le escribe una felicitación fechada el 23 de abril de 1947:

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Querido Gerardo:

Me es muy grato enviar a Vd. mi fervorosa felicitación por su reciente nombramiento para la R.A.E., justo reconocimiento de su labor constante y bella que tanto preferimos.

Atentamente le saluda, Blas de Otero

Bilbao, 23-IV-47

Por su parte, Pablo Bilbao Arístegui, profesor por entonces en el Seminario de Vitoria, que no había vuelto a ver al poeta santanderino desde septiembre de 1939, cuando pronunció su conferencia sobre Manuel de Falla en San Telmo, en San Se-bastián, le felicitará, en carta fechada el 17 de febrero de 1948, «por su merecido ingreso en la Academia. […] por todo lo que ella significa para nosotros».

Tal como recordará el poeta santanderino al reseñar el 3 de septiembre de 1950 en «Panorama Poético Español» la publicación de Ángel fieramente humano, apare-cida luego en El Noticiero Universal (29-I-1951), Blas de Otero le había entregado en 1947 una serie de poemas inéditos:

Blas de Otero a quien conocemos desde hace años, es un poeta joven, de intensa vida in-terior, muy amigo de sus amigos, muy concentrado y capaz de todas las explosiones vio-lentas e intermitentes. De nuestro último encuentro en Bilbao hace tres años guardamos el original de sus versos entonces inéditos que es el mismo de este libro, pero aumentado con otras piezas no menos bellas y características.

Efectivamente, en esa ocasión, Blas de Otero, que ha estado durante 1945 in-gresado en el Sanatorio Psiquiátrico de Usúrbil, le entrega a Gerardo Diego nada menos que catorce poemas inéditos, varios de ellos firmados con una B mayúscula, característica de la firma del poeta, que han de datar del período entre 1944 y 1947. Se trata de 16 hojas mecanografiadas que el poeta santanderino conservaría dentro de su ejemplar de Ángel fieramente humano (Ínsula. Madrid, 1950). Algunos de ellos, como «Poeta», «Pubertad», «Sonata para un desnudo nostálgico», y «Cuerpo tuyo», se los enviaría a su amigo José Miguel de Azaola el 18 de enero de 1948 y se publi-carían sin variantes notables en la revista donostiarra Egan, bajo el título de «Poemas para el hombre». «Cuerpo tuyo» sufrirá una variante curiosa al incorporarse a Re-doble de conciencia (1951), pues el primer verso «Pero ese no. Que luego ha de ser mío» cambia por «Esa tierra con luz es cielo mío»; posteriormente asumirá en Ancia

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(1958) el título definitivo: «Brisa sumida». «Sonata para un desnudo nostálgico», que aparece con la dedicatoria «Al pintor R. I., por nuestro cuadro» (Ramón Iturriba-rria), lleva una nota manuscrita: «Los cuartetos están improvisados, a viva voz, ante el cuadro y un grupo de amigos. Mis versos son, pues los tercetos». En la edición de Egan esa nota se sustituye por el epígrafe «Improvisación», tras el título. El poema, que ha de datar, pues, de 1947 o antes, no fue recogido posteriormente por el poeta:

¿Vienes del mar o vas al cielo? Dilo.Oh, ser yo el mar, contigo, ser el cielode esas colinas suaves, de ese peloo nubes desgarradas hilo a hilo.

En vilo el corazón, el gesto en vilo,subido sobre el árbol de tu anhelo,¿qué desconsuelo miran, qué consuelosin velo, ay, ven en qué celeste asilo?

Dilo, sí, dime si esa suelta alade tu cuerpo, ese brazo que resbala,siente, sufre, sus límites estrechos.

Dime si el mar de Dios, las olas solasdel cielo, saben sostener las olassolas y sin romper de tus dos pechos.

El poema, que tiene esa fusión de erotismo e invocación religiosa, característica de algunos de los sonetos escritos en torno a 1947, como «Música tuya», «Cuer-po de la mujer, río de oro…», «Un relámpago apenas», «Ciegamente» y «Luego» («Sumida sed»), e incluidos en la sección «Desamor», de Ángel fieramente humano (1950), adelanta un sintagma que encontraremos en «Muy lejos», un poema fechado el 1 de enero de 1949, que se incluyó en el original de Ángel fieramente humano, presentado al Adonais ese año, pero que apareció, tras su publicación en la revista gaditana Platero, en Pido la paz y la palabra (1955): «Ciudad donde muy lejos, muy lejano, / se escucha el mar, la mar de Dios, inmensa». El sintagma «mar de Dios», con diversas variaciones, se repetirá en estos poemas que han de datar de fechas próximas, en torno a 1947: «Saliendo, entro, / solo, en el mar de Dios donde llorarte» («Besarte y rodearte y enlazarte…»), «y una sangre que es como un mar pequeño / y suena a Dios con toda claridad» («Tan fugitiva»). Tampoco «Pubertad» ni «Poeta»,

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publicados en Egan, fueron incluidos en libro posteriormente; el segundo de ellos fue tachado por Blas de Otero en el folleto que conservaba de la revista, por lo que no se ha incorporado a la edición de la Obra completa. Tanto Gerardo Diego, en su crónica de 1950, como Emilio Alarcos Llorach en 1992, resaltarían la importancia de ese poema excluido definitivamente, «Poeta», donde resuenan ecos de otros poemas como «Hombre», «Biotz-begietan», «Canto primero» o «La Tierra», y encontramos un eco albertiano («Ardiendo está todo el mar», en «Mala ráfaga» de Marinero en tierra) que será precedente de un título emblemático de Pere Gimferrer:

Aquí: cantil de Dios y costa mía-mi costado- arde el mar, cruje, crepita,como un grito de Dios bajo mi pecho.Podéis tocarlos con los dedos: eso,fuera de mí, hago yo: pero por dentro.

«Gritando no morir», que fue enviado también a Azaola para su publicación en Egan no aparecería, en cambio, allá, sino en la revista madrileña Raíz (n.º 4, 1949), junto con otros sonetos de este período: «Voz de lo negro», «Es inútil» («Sombras le avisaron»), «Mortal», «Besas…» («Un relámpago apenas») y «Déjame». Todos ellos fueron enviados a Rodrigo F. Carvajal el primero de agosto de 1948. «Gritando no morir» se incorporará a Redoble de conciencia (1951) con algunas variantes con respecto al texto enviado a Gerardo Diego y publicado en Raíz.

Los nueve poemas restantes (ocho sonetos y una décima en endecasílabos blan-cos) entregados a Gerardo Diego en 1947 no fueron recogidos en ninguno de los libros de Blas de Otero, ni publicados en ninguna revista, hasta su reciente aparición en la edición de la Obra completa, preparada por Sabina de la Cruz y Mario Her-nández. Son varios los poemas que exponen, como en los recogidos en «Desamor», esa figuración del amor humano, con tintes eróticos en algunos casos, como ansia de Dios y expresión de la «soledad del hombre»: «Dique con quién –sin quién-, a quién estoy amando». La pugna amorosa y la evocación de la amada ausente revelan la crisis sentimental y el fin de la relación amorosa iniciada a comienzos de los años cuarenta, con Ana María Isasi, hija del músico Andrés Isasi, cerrada definitivamente en agosto de 1948, pero que ya se anuncia en estos poemas anteriores a esa fecha. El «cuerpo de la mujer», como en «Cuerpo tuyo» y «Pubertad», aparece como elemento central en muchos de estos textos, como en otros de este período («Desamor», «Cie-gamente», «Luego»): transformado en «un río de oro» en «Bello es tu cuerpo como un río», que recuerda ese «Cuerpo de la mujer río, de oro» de uno de los poemas

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publicados en Egan, que data también de 1947, próximo al «cuerpo de la mujer, alma de oro» de «Serena verdad», o a «tu cuerpo arpa de oro» de «Poniente en el mar». En otras ocasiones se metamorfosea, en una dimensión mística, en «la dulce lumbre de tu cuerpo» («El mar. No está en el mar. El corazón»), o se convierte en «rayo» («Es el rayo, oh muchacha, tu figura / más ardiente y completa»), en «tu cuerpo en llama pura» que se funde con la imagen de un Dios corporizado y asume, como en la eróti-ca modernista, una dimensión eucarística; no es vano, en este sentido, el paralelismo entre dos poemas como «Cuerpo de Cristo», incluido en Cuatro poemas (1941) y «Cuerpo de la mujer, río de oro». La búsqueda amorosa se transforma en esos casos en búsqueda metafísica:

[…] Con el alma, con

las uñas, yo te busco y te pregunto. Te digo. Te persigo. Me desechas.Apartas ansia y luz. Y yo las junto.

Y yo pregunto ¿dónde estás? Se escondemás. Y las alas –sed de Dios–, deshechas,no saben –solas, para qué– por dónde…

El ansia de la búsqueda de Dios se transforma en algunos de estos poemas en «sed de Dios», como puede verse. «Sed» de Dios, «sombra» de la conciencia mortal y «esperanza» fugitiva, son elementos que se funden en el último terceto de «Tan fugitiva»:

Y en medio de la carne, tan cautiva,una sed, una sombra, una esperanzatan fugitiva, sí, tan fugitiva.

En 1942, en Cántico espiritual había escrito glosando a San Juan de la Cruz:

En cuerpo de cárcel duraestoy muriendo de seddel agua de un no sé quéque me mata por ventura.

Gerardo Diego y Blas de Otero, entre Santander y Bilbao

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Esa «sed de Dios», que adquiriría dimensión absoluta en el verso de «Hombre» («Sed tengo, y sal se vuelven sus arenas»), en «Luego», titulado en Ancia «Sumida sed» («Te veía, te sentía y te bebía, / solo, sediento», «bebiendo sed») o en «Serena verdad» («Mi sed ardía sola»), aparecerá también en uno de los sonetos más desta-cados de esta serie, «El pájaro»: «¿de dónde viene / al corazón, sino de donde tiene, / Dios mío, sed tu luz y agua tu pena?». Encontraremos más adelante un juego sines-tésico semejante en aquel «sordos de sed, famélicos de oscuro» de «Canto primero». Y se transformará en «Poeta» en «sed de lejanías».

Esa «sed de Dios» resulta más acuciante, más desesperada, cuando, en una trans-formación del mito de Tántalo, se enfrenta al «mar de Dios». El protagonista poético sufre entonces la angustia de morir de una sed simbólica rodeado de la inmensidad del mar; es una de las configuraciones más perfectas para mostrarnos la angustia de la conciencia mortal del hombre frente a la aspiración de eternidad, de permanencia que encarna la figura de Dios. Ese es uno de los temas centrales de Ángel fieramente humano y de Redoble de conciencia: la conciencia dolorosa de sentirse arrojado a una existencia finita y limitada. «El mar. No está en el mar. El corazón» y «Poniente en el mar» representan en estos poemas esa configuración simbólica, en la que el mar representa una inmensidad amenazante («cantil» es término que se repite frecuente-mente en estos poemas de 1947: «cantil, con un abismo y otro, en medio», escribirá en «Gritando no morir»; «cantil de Dios o costa mía», en «Poeta»; «cantil de oro», en «Poniente en el mar») o suplicante («el mar, como un brazo que suplica», en «Oh presencia de Dios en mi costado»); es la angustia del hombre abismado en su crisis, pero también hay un cierto remanso en la musicalidad y en la descripción de la ama-da en el atardecer:

¿Es la orilla del mar o tu cintura,es la playa o tu cuerpo arpa de oro,eres el viento tú, el fondo de orodel mar, en honda primavera pura?

El litoral se enreda en tu cinturadébil, con un latir de alas de oro,y, delicadamente, el aire de ororueda entre tu vestido y la piel pura.

De oro es la arena y el cantil de oro,frente a la fina luz de tu cintura;la brisa sube, oh arcángel de oro,

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por los espacios de tu espalda pura.Esta noche, por ti, serán de orolas estrellas, el mar, la luna pura.

Pero la inmensidad del mar de Dios, encerrado en su propio ciclo («rompe el mar / en el mar, como un himen inmenso») muestra como su contrafaz el abandono del hombre, su ser arrojado al mundo, la soledad absoluta del individuo. La «soledad del hombre», arrojado a una existencia abocada a la muerte, es otro de los motivos que atraviesan estos poemas. «Sólo el hombre está solo. Es que se sabe / vivo y mortal», había escrito en «Lo eterno», poema que iría al frente de Ángel fieramente humano. «Vivo y mortal», cuyo título original era «El hombre solo», por su parte, es uno de los poemas, seguramente anterior a «Lo eterno», que remite a Azaola en enero de 1948, pero que no se publicará finalmente en la selección de Egan. El motivo de la soledad del hombre atraviesa, pues, los poemas de este período, en torno en 1947. En «Vivo y mortal» leemos: «Solo está el hombre. El mundo, inmenso, gira». Semejan-te sintagma encontramos en «A quién», lo que revela la proximidad de estos poemas: «Soledad del amor. Tacto vacío. / Solo está el hombre. Y Dios le está llenando / de soledad». También, de forma más desarrollada, vamos a hallarlo en los siguientes versos de «Oh presencia de Dios en mi costado», donde la soledad del hombre se presenta acompañada de la presencia de un Dios ausente, lo que se resume en un magnífico oxímoron («la soledad del hombre acompañada»):

Y lloro sobre el mar. Y en este ladodel corazón –oh abeja ardiente y ricaen soledad– la soledad se explicadel hombre, por su Dios acompañado.

Altas, las nubes de inmarchito orocantando están al corazón sonorola soledad del hombre acompañado.

En algún caso, se funden los dos motivos, el de la soledad del hombre y el de la inmensidad del mar de Dios, creando originales configuraciones imaginativas, como en el terceto final de «Besarte y rodearte y enlazarte», donde queda subrayada por la aliteración de sibilantes:

Oleadas de Dios irrumpen, llegan,sobre las almas solas, oleadasque –desnudos– nos cubren, nos anegan.

Gerardo Diego y Blas de Otero, entre Santander y Bilbao

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Una aliteración semejante encontramos en los versos finales de «Sonata para un desnudo nostálgico»: «saben sostener las olas / solas y sin romper de tus dos pe-chos».

La soledad del hombre, su conciencia de estar arrojado al vacío de la existencia, sólo revela su condición mortal, el saberse «Vivo y mortal», como subrayaba el so-neto de Ángel fieramente humano: «Pero sé que se muere si se nace». Muchos de los poemas de este período, en torno a 1947, revelan la adquisición de una conciencia de finitud, de exclusión de un Paraíso eternizado (Sombra del Paraíso, de Vicente Aleixandre, resulta un título revelador en este sentido), de acabamiento; una con-ciencia mortal que se revela también en estos poemas. «Gritando no morir», en este sentido, se sitúa muy próximo a «Vivo y mortal» y «Lo eterno», que han de datarse en fechas semejantes, y, por lo tanto, antes de 1948; los versos finales son clarifica-dores en su carácter sentencioso: «Porque los muertos / se mueren, se acabó, ya no hay remedio». Y el mismo sentido adquieren los versos finales de «Es el rayo, oh muchacha, tu figura», donde el cuerpo de la amada descubre «el salón último / de Dios, […] / donde los hombres mueren para siempre».

Otros motivos oterianos se repiten en estos poemas, que los vinculan a los tex-tos escritos en torno a 1947. La «herida mística», la «regalada llaga», la «herida de amor», es un elemento que Blas de Otero toma seguramente de San Juan de la Cruz, y que revela justamente ese oxímoron de la muerte en vida («vivo sin vivir en mí»), como nostalgia de la presencia infinita de Dios, que se refleja en estos poemas, pero que adquiere ahora una dimensión existencial. Aparece anteriormente en los textos de Cántico espiritual (1942) y en otros poemas religiosos de ese período, pero es en los poemas en torno a 1947 cuando va a cobrar ese sentido existencial, que tras-ciende el tópico místico. En «Música tuya», uno de los poemas enviados a Azaola en enero de 1948 y publicados en Egan, que seguramente debemos leer en paralelo a «Cuerpo tuyo», ambos del mismo período, encontramos a la amada «herida de Dios», que transforma esa «herida de amor» en un ansia metafísica frustrada: «heri-da estás de Dios de parte a parte, / y yo quiero escuchar sólo esa herida». En «Es in-útil», enviado a José Luis Cano en septiembre de 1948 y publicado en la revista Raíz (n.º 4, 1949), que pasará a titularse posteriormente «Sombras le avisaron», podemos leer esa configuración: «Lloras sangre de Dios por una herida / que hace nacer, para el amor, la muerte». También el soneto de referencia quevediana «No cuando muera he de callar…», que se incorporará a la primera sección de Ancia (1958), presenta la conformación simbólica de la «herida» existencial en el último terceto:

Ábreme. Ábreme, que vengo heridoy moriría, oh Dios, si por la heridano saliese, hecha voz, mi ansia de verte.

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En esos versos, junto con el referente místico, se encuentra el eco de un romance popular: «Ábreme la puerta / y cierra el postigo; / dame tu pañuelo, / que vengo he-rido». El poema ha de datar de estas fechas y, en cualquier caso, ha de ser posterior a 1946, en que se publica La estación total con las Canciones de la nueva luz, de Juan Ramón Jiménez, del que toma el lema que preside el poema («¡Eternidad, hora ensanchada»). La estación total estaba dedicada a dos de los amigos bilbaínos de Blas de Otero: «A la memoria de Jaime Delclaux, y a la vijilia de Pablo Bilbao Arís-tegui, con pensamiento acumulado». Pues bien, nada menos que cinco de los poemas entregados a Gerardo Diego en 1947 presentan esa imagen simbólica de la «herida de amor» mística, trascendida a una dimensión existencial. No es extraño que esa configuración simbólica aparezca en su dimensión más puramente mística en «El pájaro», dedicado «A la Hermana Rosa, C. D.», una de las monjas de la orden de las Carmelitas Descalzas que le atendieron en el Sanatorio de Usúrbil en 1945:

Oh ruiseñor, oh noche acostumbradaa herir con lo suave de la espada,llagando con la pena del amor.

La Hermana Rosa será un personaje recurrente en la poesía de Blas de Otero, cuando evoque los meses pasados en el sanatorio, «los días de Usúrbil», en «La casa a oscuras» («Hermana Rosa qué triste es haber nacido / l o c o»), en «Entre las som-bras de la marea» («dios me libre de la hermana rosa descalza»), en «Aventando» («pero ven Hermana Rosa / adónde te escondiste»). Con semejante conformación religiosa, en este caso con una dimensión cristológica, aparece en «Poeta» la referen-cia a «mi costado», y la evocación de Santo Tomás («podéis tocarlo con los dedos»). De igual modo, en «Gritando no morir», leemos «en el costado, brama / la sangre»; es la «presencia de Dios en mi costado», que encontramos en otro de los sonetos de este conjunto. En «Tan fugitiva» se expone de una forma clara esa metáfora mística: «Tengo dentro del pecho –oscuridad– / una herida sin sangre que no enseño». En una configuración semejante a la del poema de Ancia reseñado, «Hermana» presenta la «herida» como vía de expresión de la voz agónica: «salga el llanto de la herida».

Junto a la «herida mística», la «llama de amor viva» es otra de las imágenes simbólicas que proceden de la configuración imaginativa del santo carmelita y que se adaptan en estos poemas, trascendiendo su mera dimensión mística y religiosa, a una expresividad angustiada de signo existencial. De nuevo los antecedentes ote-rianos hay que buscarlos en los poemas religiosos de 1941-1942, en torno a Cántico espiritual, como «Redención» («seré yo, frente a Ti, todo hecho llama / de verdad y de amor») «Saulo» («qué llamas de amor en alto / encienden») y «Paisaje» («Llama,

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en vilo, el aire»), donde aparece en su más neta dimensión místico-religiosa o con un cierto sentido erótico. Pero en los poemas posteriores la «llama de amor pura» adquiere un sentido diferente, como expresión de la ansiedad del sujeto poético, que ve su propio cuerpo o el de la amada ardiendo. Es, por ejemplo, lo que encontramos en «Gritando no morir», donde el cuerpo ardiendo del yo abismado a la muerte y cla-mando vivir («la llama / de mi cuerpo») tiene su correlato en el fuego místico de la llamada de Dios que consume y aniquila («tras tu llamada se hace llamarada»). Otras veces es el cuerpo de la amada el que se presenta como fuego en que se va a consu-mir el sujeto poético. «Es el rayo, oh muchacha, tu figura más ardiente y completa», comienza uno de los poemas amorosos de este conjunto, que conforma el cuerpo de la amada en «llama pura»: «imagen de tu cuerpo en llama pura». Lo mismo encon-tramos en «El mar. No está en el mar. El corazón», donde «la dulce lumbre / de tu cuerpo» es símbolo de la búsqueda ansiosa en el amor de un sentido trascendente de la existencia humana. O en «Cuerpo tuyo», un soneto que guarda estrecha relación con la primera parte de Cántico espiritual (1942), donde encontramos de nuevo el cuerpo de la amada unido al fuego: «Y un relente / de llama, me dará tu escalofrío». También en «Besarte y rodearte y enlazarte» la amada se transforma en fuego que convierte en cenizas al amante: «tu luz es fuego que me deja, ciego, / derrumbado en cenizas desoladas». No es extraño que el cuerpo de la amada o el propio se trans-formen en símbolo místico de consumación en el fuego, la llama que agota y agosta, que aniquila en el éxtasis amoroso o en la muerte. Ya hemos visto que el «Cuerpo de Cristo» y el «Cuerpo tuyo» se establecen en correlación en la poesía de estos años de Blas de Otero; no debe extrañarnos, pues, que a la imagen del cuerpo de la amada como «llama pura» le corresponda en «Mortales», uno de los sonetos enviados en enero de 1948 a Azaola e incluidos en Egan, el «Cuerpo de Dios ardido en llama oscura», «oscura llama» y «sombra pura». Y, en «Serena verdad», poema fechado el 1 de enero de 1949, con claras referencias a la «Noche oscura» del santo carmelita, hallamos al hombre identificado con ese fuego que se consume: «Somos pasto de luz. Llama que va / vibrando, en el vaivén de un viento inmenso». Y el propio sujeto poético se identifica: «Y fui llama en furor. Pasto de luz, / viento de amor». La ima-gen de la «llama helada» que se anuncia en «Cuerpo tuyo», va a desarrollarse tam-bién en otros poemas de este período, como en «Lo eterno», que concluye «la nieve en llamas de la luz en vilo», o como «Mar adentro», donde el yo poético se presenta remando en el mar helado de la muerte: «Ardientemente helado en llama fría».

Es evidente que estos poemas están escenificando el sufrimiento del poeta, la dolorosa adquisición de una conciencia mortal y la representación de una lucha en-carnizada entre su aspiración de trascendencia y su condición finita. Una lucha en-conada que encontraremos en uno de los poemas emblemáticos de este período,

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«Hombre» («Luchando, cuerpo a cuerpo, con la muerte…»), que resumirá, a modo de poema de definición, con su endecasílabo final inolvidable: «Ángel con grandes alas de cadenas». Esa imagen, que resume la tensión entre voluntad trascendente y conciencia mortal, encuentra su prefiguración conceptual en los versos finales de «Tan fugitiva», donde el «ala desalada» y la «pluma de bruma» se oponen al «brazo mortal» y la «carne cautiva» a la «esperanza fugitiva»:

Un ala tengo, desalada, inquieta,por el brazo mortal que me sujeta,y una pluma de bruma que no avanza. Y en medio de la carne, tan cautiva,una sed, una sombra, una esperanzatan fugitiva, sí, tan fugitiva.

Pero es evidente que esa escenificación de la lucha y el sufrimiento que muestran estos poemas se encarna en un dolor existencial, cuya manifestación más palpable será el llanto, las lágrimas. El «llanto» en los poemas de esta época es expresión de ese dolor existencial, pero también búsqueda de una voz propia para plasmarlo, frente al silencio, frente a la posibilidad de decir: «El llanto. He olvidado de qué son / son las lágrimas, de qué perfume son. / Solo, lloro en silencio» («El mar. No está en el mar…»). Frente al dolor enquistado en el silencio, frente al ansia y a la angustia, frente a la conciencia abismada de la muerte y la crisis interna que sufre el poeta, el llanto es como una válvula de salida, trasposición de la escritura poética, tal como aparece en «Hermana»: «Lo mejor es llorar», «suene / el llanto, salga el llanto de la herida». «Mis manos miran, mas mi pulso llora», escribirá en «A quién». Pero otras veces, las lágrimas de angustia y desamor se funden en el «mar de Dios», se abisman en su vacío de soledad absoluta, se convierten en «un manantial de llanto inusitado. / Y lloro sobre el mar»; el llanto, entonces, es conciencia de la vida en el dolor y presencia de Dios: «Oh presencia de Dios siempre en mi llanto» («Oh presencia de Dios en mi costado»). El llanto procede también de la soledad, de la conciencia del hombre como ser arrojado a la existencia dolorosa: «Saliendo, entro, / solo, en el mar de Dios donde llorarte» («Besarte y rodearte y enlazarte…»). Aunque a veces, como en «Poeta», el llanto sólo se escucha y lo único que se oye es el «gemido de las sombras».

Uno de los poemas que mejor expresa este dolor intenso, esa crisis profunda que escenifica el sujeto poético en estos textos, es sin duda «Hermana». El contexto del que nace el poema es muy doloroso y desgarrador para el autor. A la altura de 1943,

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Blas de Otero renuncia al puesto como asesor jurídico y secretario del consejo de administración de Forjas de Amorebieta, la empresa donde trabaja, para marchar en otoño a estudiar Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid. La familia queda a cargo entonces de la hermana mayor, María Jesús, con la que Blas sostenía la eco-nomía doméstica, aunque su empresa anterior seguirá ingresándole el sueldo a la familia durante varios meses. Al volver a Bilbao en las vacaciones de Semana Santa, en marzo de 1944, decide que ya no se va a reincorporar a los estudios a la vuelta de vacaciones y se queda en Bilbao, seguramente por presiones familiares. Lo cierto es que María Jesús será operada de una tuberculosis intestinal en agosto de 1944. Ese verano, Blas de Otero decide quemar todos sus poemas y renunciar a su vocación creativa, aunque se niega a reincorporarse a Forjas de Amorebieta. La crisis psíquica que esto provoca le lleva a una depresión profunda y a su ingreso en el Sanatorio Psiquiátrico de Usúrbil, en noviembre de 1944, donde regresará a comienzos de 1945 para pasar prácticamente todo el año recluido; en carta a Antonio Elías Mar-tinena de 20 de septiembre de 1945, desde Usúrbil, le anuncia su pronto regreso a Bilbao: «Dios mediante, pronto volveré a esa». Ese es el contexto en que se inscribe el soneto «Hermana», que parece por el contrario asumir decididamente la vocación de poeta después de la crisis sufrida, pues incluso en el sanatorio confiesa a Elías Martinena no haber abandonado la escritura poética:

Lo mejor es llorar. Solo remedio.Lo mejor es sentir que no se puede.que no es posible ya. Y el dolor cede,y Dios, en llanto, es suave sauce, asedio.

Hay que poner un «no va más» en mediode esta puja de crimen que me obsede.Lo que maté, bien muerto está. Que quedeasí. Si he de llevar un muerto y medio

-hermana- sobre estos hombros solos,sobre esta alma atormentada, sueneel llanto, salga el llanto de la herida

y… oh, hermana. Oh, el sol de los dos. Oh, loscabellos donde el alba se sostiene.Oh, el horror de arrancarte de mi vida.

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En relación «Gritando no morir», «Hermana» es un grito de afirmación conscien-te a favor de la vida, la expresión de la decisión de inclinarse del lado de la vida, de dar voz a ese «dolor» a través de la escritura poética. Es necesario, pues, asumir el «crimen», la conciencia de culpabilidad por el abandono y la enfermedad de la her-mana, para poder sentir «el horror de arrancarte de mi vida» y realizar la vocación estética y vital propia. La decisión de no volver al trabajo anterior, de no alienarse en un oficio que trunca a cada momento su vocación artística, está tomada: «Lo que maté, bien muerto está. Que quede / así». Pero también es la decisión de romper con un modo de vida, con un mundo y con una sociedad, con «el país de los ricos rodean-do mi cintura / y todo lo demás», que dirá más tarde en «Biotz-begietan»; no es extra-ño que le confiese a Elías Martinena en septiembre de 1945: «me dio tristeza cuando me di cuenta claramente que Nuestralia está clausurada para siempre». «Hermana» supone la asunción poética de la clausura de ese mundo inaugurado en torno a 1935.

Unos meses después de que Blas de Otero entregara a Gerardo Diego en Bilbao los poemas que se han ido comentando, el poeta santanderino vuelve el día 10 de marzo de 1948 a la capital vizcaína para dar, en la Sociedad Filarmónica, una confe-rencia-concierto sobre Fauré («Preludio, Aria y Coda a Gabriel Fauré»), que repetirá dos días más tarde en Vitoria, en el Salón de Conferencias de la Caja de Ahorros, como confirman las noticias de Pablo Bilbao Arístegui en carta al poeta cántabro de 7 de marzo de 1948. El 11 de marzo, Blas de Otero prepara una nueva selección de poemas inéditos que remitirá a Gerardo Diego. Algunos se los ha enviado también a José Miguel de Azaola en enero de 1948, para su publicación en la revista Egan («Música tuya», «Cuerpo de la mujer, río de oro», «Tú, que hieres», «Cuerpo de Dios ardido en llama oscura…» [titulado luego «Mortales»]); otros de los que le hace llegar a Azaola ya los había recibido Gerardo Diego meses antes («Poeta», «Pubertad», «Sonata para un desnudo nostálgico» y «Cuerpo tuyo»); hay poemas que le envía a Azaola y no a Gerardo Diego («Ciegamente», «Estos sonetos» y «Ma-demoiselle Isabel»); otros son poemas nuevos, como «Luego», que aparece allí con el título de «Primera vez» («Sumida sed» será su título en Ancia) y «Mortal».

Escrito probablemente entre 1948 y 1949, «Niñas de trece años en camisa…» es un poema que no se publicará hasta su aparición, en 1958, en la segunda sección de Ancia. El poema, un juego poético-erótico con la visión de las niñas en tránsito de convertirse en mujeres, enlaza, lleva como lema un verso de Gerardo Diego, «Venid a ver las rosas sin cadenas, etc.», del poema «Azucenas en camisa», incluido en Poe-mas adrede (1926-1943) (1943):

Venid a oír de rosas y azucenas la alborotada esbelta risa

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Venid a ver las rosas sin cadenas las azucenas en camisa

El poema recoge el carácter lúdico del texto de Gerardo Diego, su juego con la sonoridad del lenguaje y su erotización sublimada a través del elemento floral. En su visión erótica y juguetona de las niñas en su proceso de transformación en adoles-centes, el poema enlaza, en cierto modo, con otro de los entregados a Gerardo Diego en 1947, «Pubertad». Si en aquel podía leerse «ese primer pechito a cada lado / entu-siasmado de poder ser ave», y los rasgos de la púber aparecían como simple promesa de un cuerpo de mujer («sólo sirven de promesa»), en el poema de Ancia encontra-mos a las niñas «insinuando el pechito / tras el corpiño de seda», «enseñando los pies y los pechines, / proyectos, / esquemas de otros dos y otros jardines». La vinculación imaginística pechos-jardines remite indudablemente a un poema fechado el 23 de enero de 1948 y muy próximo a éste, «Mademoiselle Isabel»: «promesa con dos senos de clavel / […] tu jardín tiembla en la mesa». El poema se vincula también a otros escritos en estas fechas, como «Ese susurro rápido» o como «Láminas», un poema de amor adolescente idealizado y traído a la memoria a través de las fotogra-fías, que es anterior al 1 de agosto de 1948, en que se remite a Rodrigo F. Carvajal:

Porque recuerdo que tenías diecisiete añosy todos de oro. Y los pechitos te temblabancomo las hojas del chopo.

También muestra cierta relación con una prosa de Ancia, «Otra historia de ni-ños para hombres», donde, junto a «jarroncito de porcelana», aparecen los amores infantiles del poeta: Olivia, que «tenía los pechitos a medio crecer, olía a jacinto y a tequieromucho juntamente»; Mariví, «sus pechitos olían a rosas de pitiminí». Un díptico excluido de Que trata de España vuelve a presentar la evocación de los «pechitos» de las niñas, antes de ser recordados los «pechitos apenas insinuados» de «jarroncito de porcelana» en Historia (casi) de mi vida; en «E. C.» se lee: «He aquí la muchachita de los pechitos hechos / con un poquito de clavel con leche».

En 1949, Blas de Otero reúne buena parte de los poemas escritos en los últimos años en un volumen titulado Ángel fieramente humano y concurre al premio Adonais de poesía. Como sabemos, ese año, un jurado formado por Luis Felipe Vivanco, Flo-rentino Pérez Embid, Germán Bleiberg, José Luis Cano y José García Nieto decide otorgar el premio, al que habían concurrido ciento catorce originales, a Corimbo, de Ricardo Molina, otorgándose sendos accésits a Ramón de Garciasol y Juan Ruiz Peña. Lo cierto es que el fallo fue muy protestado y notas en revistas como Ínsula

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o Espadaña, entre otras, dejan buen testimonio de ello. El libro aparecerá al año si-guiente en la colección Ínsula, que dirige José Luis Cano, y que se había inaugurado en 1949 nada menos que con la segunda edición de Ocnos, de Luis Cernuda. Tras el escándalo, en la convocatoria del Adonais de 1950, el jurado, del que esta vez forma-ba parte Gerardo Diego, le otorgó un accésit a Javier de Bengoechea por Habitada claridad. Algunos creyeron que el nombre de Javier de Bengoechea, otro bilbaíno del grupo de amigos, escondía el de Blas de Otero. El propio Bengoechea, en carta a Gerardo Diego de 30 de noviembre de 1950, agradeciéndole la atención dispensada a su libro en el premio, hacía referencia al «equívoco Otero-Bengoechea». «Cuando mandé el libro al Adonais –escribe– no supuse de ningún modo que se produciría»; la diferencia poética para Bengoechea entre su voz y la de Otero es clara, y añade: «Hay una razón definitiva en este sentido: el setenta por ciento de los poemas de mi libro son antiguos, y anteriores a mi contacto con Blas y su poesía». En carta a Ge-rardo Diego fechada también el 30 de noviembre, Blas de Otero alude a este asunto:

Me dice Bengoechea que le ha escrito a usted. No he visto la carta, contra su costumbre no me la ha enseñado. Él está molesto con eso de las influencias, y olvida un poco, como se comprende, que tal vez yo también pudiera estarlo de que relegue demasiado esa cues-tión.

En 1950, Gerardo Diego escribe a Antonio Bilbao acerca de la venta directa de unos libros de artistas contemporáneos distribuidos por León Sánchez Cuesta, el «li-brero del 27», que tras la guerra y el exilio se había instalado en Madrid a comienzos de 1947 e iba a comprar la Librería de Revista de Occidente, en la calle Serrano, en 1950. Más allá de las noticias de la transacción librera, Antonio Bilbao le informa del inicio en 1948 de las actividades de la sala Stvdio, en Bilbao, donde, hasta entonces, han impartido conferencias personalidades destacadas de la cultura del momento, como Enrique Azcoaga, José de Castro Arines o Gabriel Celaya; y le cursa invitación para impartir una conferencia: «hemos pensado en que tú dieras tu conferencia sobre adivinaciones poéticas de la pintura, o mejor adivinaciones pictóricas en la poesía, de que un día nos hablaste, en Bajacoba –cenando– a Blas y a mí». No tenemos noti-cia de que dicha conferencia se impartiera en Bilbao a lo largo de 1950, sin embargo el 23 de noviembre de 1951 Gerardo Diego volverá a la capital vizcaína para dar su conferencia «Las manos en la poesía», presentado en esa ocasión por Blas de Otero, que acababa de ver publicado Redoble de conciencia, que había obtenido el Premio Boscán el 27 de junio de 1950 en Barcelona.

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Pero aún unos meses antes de esta conferencia, Antonio Bilbao escribe de nuevo a Gerardo Diego, el 9 de noviembre de 1950, «por mor de Blas». Tal como le explica a su corresponsal:

Resulta que [Blas de Otero] está muy ilusionado con que se le dé este año el Premio Nacional, y al mismo tiempo está muy temeroso de que triunfe cierta maniobra (con apa-riencias de injusticia) encaminadas a dárselo a Adriano [del Valle]. Y quiere, por ello, que me dirija a ti con el ruego de que, siempre que tengas ocasión, rompas una lanza a favor de Blas, elogies su poesía, pongas los ojos en blanco… etc.Yo, personalmente, apoyo esta petición de Blas pues sé lo que representaría para él ganar el Premio.

Con fecha 30 de noviembre de 1950, Blas de Otero le escribe a Gerardo Diego tratando, entre otras cosas, su candidatura al Premio Nacional:

[…] en cuanto al P. N., que hagan lo que les parezca, si premian alguno peor que el mío entraré animadísimo [?] en la cofradía de la que usted ostenta dos «magníficas y villanas» condecoraciones [es decir, en la de los no premiados].

Desgraciadamente y pese a las buenas recomendaciones de Antonio Bilbao y seguramente también a los buenos oficios de Gerardo Diego, que había elogiado Ángel fieramente humano en su «Panorama Poético Español» de 3 de octubre de 1950 (Otero desconocía esta reseña, tal como señala en su carta), que concluía con la lectura de «Hombre» («El nombre de Blas de Otero no era desconocido de los me-jores aficionados a la poesía. La aparición de su casi primer libro Ángel fieramente humano le ha venido a señalar a la curiosidad, a la admiración general, a la de esa inmensa mayoría a quien aparece dedicado el pequeño volumen»), el Premio Nacio-nal de Poesía fue ese año ex aequo para José García Nieto, por Tregua, y Alfonsa de la Torre, por Oratorio de San Bernardino.

Para esas fechas, Blas de Otero ha establecido ya nuevos contactos literarios en Santander, con Manuel Arce, que le pondrá en relación con la revista La Isla de los Ratones y con quien será el editor en 1955 de Pido la paz y la palabra: Pablo Beltrán de Heredia. Junto a ellos estará también Aurelio García Cantalapiedra. En 1952, Blas de Otero viaja a París, donde residirá todo el año, entrando en contacto con Eugenio de Nora y Jorge Semprún, y se afilia al Partido Comunista: «Vendí la mayor parte de mi biblioteca, cientos de tomos recogidos pacientemente durante muchos años, […] y saqué un billete para París –le contará en 1968 a Eliseo Bayo–. Allí estuve un año». A su vuelta de París, en julio de 1953 coincidirá de nuevo con Gerardo Diego

juan josÉ lanz

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en el II Congreso de Poesía celebrado en Salamanca. Cuando aparezca Pido la paz y la palabra, a fines de 1955, Gerardo Diego leerá el libro y lo elogiará en su reseña para «Panorama Poético Español», de 16 de junio de 1956; a pesar de no parecer muy de acuerdo con las «agudas y voluntariamente ambiguas intenciones» del título del poemario, que se reflejan en el conjunto, «Blas de Otero –dirá el poeta santande-rino– es uno de los más hondos y estremecedores poetas españoles y que entre los de su edad […] nadie le supera ni quizá le iguala». Gerardo Diego no debía de estar muy de acuerdo con el giro social que había emprendido la poesía de Blas de Otero a mediados de los años cincuenta. De hecho, sería uno de los primeros en apuntar la decadencia de la poética social en un artículo publicado el 13 de julio de 1962 en ABC, donde significativamente ensalzaba la obra de Blas de Otero y Gabriel Celaya, más allá de las corrientes poéticas a la moda: «admiramos y comprendemos al poeta que, por sentirse tan cargado de personalidad que le rebosa, tiene que derramarse fuera de sí y multiplicarse en una proyección social. Tal es el caso entre nosotros de Blas de Otero y el de Gabriel Celaya».

Gerardo Diego viajará a Bilbao varias veces en los años siguientes: el 6 de fe-brero de 1958 para dar una conferencia sobre «Poesía femenina»; el 10 de abril de 1959 participa en la gala de los Juegos Florales de Bilbao, cuya Flor natural recibe Luis López Anglada; el 11 de abril de 1961, en el Instituto Vascongado de Cultura Hispánica para dar su conferencia «Dos poetisas: Carolina Coronado y Rosalía de Castro»; etc. Blas de Otero, en estos años, reside en Barcelona y en París, y segu-ramente no pudo coincidir con el poeta cántabro en Bilbao. Sin embargo es muy probable que, afincado de nuevo en la capital fabril, pudiera acudir el 31 de marzo de 1962 a la conferencia titulada «La nueva poesía española hacia el hombre nue-vo», en la Biblioteca Provincial, donde seguro que disertó sobre la poesía de Blas de Otero. Es probable también que date de esa ocasión la tarjeta remitida por el bilbaíno que reproducía su poema «1923», que se publicaría en Que trata de España (1964), agradeciéndole sus palabras:

Gerardo Diego.Gracias por tus palabras, que fueron muy aplaudidas.Un fuerte abrazo.

La amistad inquebrantable de los dos poetas, como hemos visto, se extendió a lo largo de más de cuarenta años.

incidencia del forMalisMo de dáMaso alonso en dinámicA de lA poesíA (1952-1966) de joan ferraté

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Universidad Rovira i Virgili

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3.ª Época – N.º 20. 2015 – Págs. 237-253

RESUMEN:

Este trabajo pretende estudiar la incidencia del ensayo Poesía española. Ensayo de métodos y límites estilísticos (1950) de Dámaso Alonso en las bases teóricas, en la metodología y en el es-tilo de uno de los máximos representantes de la Escuela de Barcelona: el poeta, crítico y traductor Joan Ferraté (Reus, 1924- Barcelona, 2003). Para ello analizará de manera conjunta con el volumen Dinámica de la poesía (1952-1966), que recoge buena parte de los artículos sobre teoría y crítica literaria del escritor catalán. Sin restar originali-dad a la obra de Ferraté, en líneas generales, se verá la coincidencia de algunas tesis: la autono-mía del artefacto literario, el conocimiento del poema como «experiencia personal», la concep-ción «dinámica» del arte (el poema como proce-so), así como la importancia concedida al lector y a su intuición. En último término, se advertirá la influencia del formalismo extremo damasiano en la obra teórica de Ferraté.

PALABRAS CLAVE:

Dámaso Alonso, Joan Ferraté, Escuela de Barce-lona, estilística, formalismo, teoría literaria

ABSTRACT:

This work looks at the analysis of the impact of the Damaso Alonso’s assay Poesía española. En-sayo de métodos y límites estilísticos (1950) in the theories, methodology and style of one of the lea-din representatives of «La Escuela de Barcelona»: the poet, critic and translator Joan Ferraté (Reus, 1924- Barcelona, 2003). This will analyzed in conjunction with Dinámica de la poesía (1952-1966), which includes most of the articles on liter-ary theory and criticism of Catalan writer. With-out removing originality to the work of Ferraté, broadly, we show the coincidence of some theses: the autonomy of the literary artifact, knowledge of the poem as «personal experience», «dynamic» conception of art (the poem as process), and the importance given to the reader and his intuition. Ultimately, the influence of Alonso’s extreme for-malism will be noted in the Ferrate’s theoretical assay.

KEY WORDS:

Dámaso Alonso, Joan Ferraté, Escuela de Barce-lona, Stylistics, Formalism, Literary Criticism

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1. Introducción

Si bien en su faceta como poeta, Dámaso Alonso no dejó huellas fácilmente re-conocibles, como teórico gozó de una entusiasta acogida y abrió nuevas sendas en el ámbito de la crítica literaria española1. Los miembros de la llamada Escuela de Barcelona −en la que podemos integrar a poetas como Gil de Biedma, Carlos Barral, José María Castellet, José Agustín Goytisolo, o Joan Ferraté− se mostraron especial-mente interesados por la teoría y por la crítica literaria, convencidos de que la exis-tente en España llevaba muchos años de retraso2. Así, aplaudieron la aparición de la obra teórica fundamental de Dámaso, Poesía española. Ensayo de métodos y límites estilísticos (1950), cuyas ideas cristalizarían, durante la década de los cincuenta en las teorías poéticas de algunos de sus representantes más descollantes3 como Gil de Biedma o Gabriel Ferraté4, hermano de Joan. En el presente trabajo nos proponemos rescatar y desentrañar la incidencia de las tesis damasianas en las teorías de crítica literaria de Joan Ferraté, recogidas en su Dinámica de la poesía (1952-1966), un volumen que reúne sus estudios sobre estética, crítica literaria, y sobre poetas como Charles Baudelaire, Jorge Guillén, Carles Riba, Josep Carner, o sobre sus coetáneos y amigos Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma.1 Idea en la que coinciden los diversos investigadores que se acercan a su obra y figura en el monográ-

fico que le brindó la revista Ínsula en 1991 (número 530). 2 Véase al respecto: Bonet, Laureano, El jardín quebrado: la escuela de Barcelona y la cultura del

medio siglo, Barcelona, Península, 1994, y Riera, Carme, La escuela de Barcelona, Barcelona, Ana-grama.

3 Afirma Laureano Bonet: «Nada desdeñable resulta la presencia inspiradora de Dámaso Alonso entre los poetas y prosistas de la Escuela de Barcelona. Esa presencia cristaliza, como la figura de Jano, en dos rostros contrapuestos o, por lo menos, notablemente diferenciados, carentes a simple vista de ramificaciones mutuas: el Dámaso poeta y –en el terreno de la ciencia literaria− el Dámaso Alonso teórico. Este último «rostro» tiene, sin lugar a dudas, mayor entidad que el primero, dado que –sin alcanzar la mítica de Ortega, Salinas o Guillén− fecunda notables reflexiones estéticas en Jaime Gil de Biedma y Juan Ferraté, sobre todo durante los años cincuenta, esto es, en su etapa de lucha iniciática por diversas revistas y editoriales barcelonesas. La poesía damasiana, por el contrario, es asumida con interés por J. M. Castellet, por lo menos en un primer momento, mediante un proceso de penetración léxica hondo y fluido (aun cuando posteriormente disminuya en parte tal interés): recuerda este crí-tico en Los escenarios de la memoria que a Alonso “le respetaba mucho por sus escritos”». Bonet, Laureano, «Dámaso Alonso y la Escuela de Barcelona», Ínsula. Revista de letras y ciencias humanas, núm. 530, 1991, pág. 19.

4 El propio Joan Ferraté se encargó del rescate y de la edición de Sobre literatura, de su hermano Ga-briel Ferraté, volumen que recoge catorce textos –algunos de ellos inéditos– que éste había escrito entre 1951 y 1971 sobre temas y autores diversos: Josep Carner, Carles Riba, J. V. Foix, Maragall, Kafka, Choderlos de Laclos, etc. Ferraté, Joan, Sobre literatura, Barcelona, Edicions 62.

Incidencia del formalismo de Dámaso Alonso en Dinámica de la poesía (1952-1966) de Joan Ferraté

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A pesar de ser uno de los representantes ineludibles de la Escuela de Barcelona, y de haber tenido una interesante peripecia vital e intelectual, Joan Ferraté no ha gozado de suficiente atención por parte de la crítica hasta hace, aproximadamente, una década. Merece destacarse, no obstante, el volumen que recoge las aportaciones de las jornadas de estudio sobre su obra que se celebraron tras su muerte5 y el trabajo que le había dedicado Obiols en 19976. Tras su fallecimiento, leíamos una extensa necrológica en El País en la que se aludía a dicho silenciamiento: «El poeta, crítico y traductor Joan Ferraté falleció el pasado lunes por la mañana, a la edad de 78 años, en Barcelona. La noticia no trascendió hasta ayer, cuando sus restos fueron incinerados en una intimidad cerrada, tal y como él mismo había dispuesto con anterioridad»7. Obiols, buen conocedor de la obra de Ferraté, lamentaba desde La Vanguardia, que, en otras circunstancias, éste hubiera creado escuela entre las jóvenes generaciones, pues, así lo hizo a partir de la década de los ’80, cuando ya estaba jubilado y había pasado largo tiempo como profesor en una universidad canadiense. El crítico justica también el alejamiento de su obra respecto al público aludiendo al «carácter tan per-sonal, sin afán sistemático ni exhaustivo de su obra», pero, a su juicio, «precisamente esta fragmentariedad, esta mirada oblicua e independiente [es] lo que lo convierte en un autor actual, auténtico»8.

Joan Ferraté (Reus, 1924 – Barcelona, 2003) se licenció en Filología Clásica en la Universidad de Barcelona (1953) y en 1954 emigró a Cuba para dar clases de griego en la Universidad de Oriente. Allí permaneció durante 15 años. En esas fechas da a la luz sus primeras traducciones, reunidas en su antología titulada Líricos griegos arcaicos (1968) y, más adelante, en el volumen Anacreonte: poemas y fragmentos (1987). Fue profesor de literatura española en la Universidad de Edmonton (Cana-dá), y se especializó en literatura comparada, disciplina que impartió en la Universi-dad de Alberta, donde trabajó hasta su jubilación, en 1985. Esta formación intelec-tual le confirió una mirada privilegiada sobre la poética y la teoría literaria, que dio fruto en los ensayos reunidos en Dinámica de la poesía, volumen que causó un gran 5 Malé, J., Joan Ferraté: actes de la Jornada d’estudi i evocación organitzada per l’Aula Carles Riba i

la Residència d’Investigadors CSIC-Generalitat de Catalunya, Barcelona, CSIC, 2005. 6 Obiols, V., Catàleg general 1952-1981: elements intertextuals en l’obra poética de Joan Ferraté,

Reus, Associació d’Estudis Reusencs, 1997. 7 Punti, J., «Joan Ferraté, el dinamismo poético», El País, 15 de enero de 2003, s.p.8 Obiols, V., «Joan Ferraté, profeta en “no man’s land”», La Vanguardia, 29 de octubre de 2003, pág. 13.

Ángel López, en cambio, sostiene que la complejidad que supone la lectura de los ensayos contenidos en Dinámica de la poesía impiden que esta obra pudiera llegar a convertirse en «vademécum y ma-nual de alumnos y profesores de nuestras Facultades de Letras». López, A., «Las lecturas dinámicas de Juan Ferraté», Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, vol. XIII, 3, 1988, pág. 473.

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impacto en la España del momento9. Entre 1970 y 1973 fue director literario de la editorial Seix Barral y desempeñó una fructífera labor traductora −tradujo al catalán y español a Cavafis, y versionó a W. H. Auden, T. S. Eliot, Randall Jarell, o Du Fu−, de la que podemos ver una buena muestra en su Catàleg general (1952-1981), cuyos elementos intertextuales han sido estudiados por Obiols10. En opinión de Franquesa y Gestí11, su concepto traductológico, basado en la «apropiación poética» −siguiendo las huellas de Marià Manent o de Segimon Serrallonga− dejó unas excelentes tra-ducciones aún no suficientemente conocidas, y escasamente reeditadas. En la última etapa de su vida preparó una edición de la poesía de Ausiàs March, y colaboró en di-versos medios de comunicación. Por último, es preciso mencionar también la corres-pondencia que entabló con el poeta Jaime Gil de Biedma, que muestra los vínculos amistosos y literarios que existieron entre ambos intelectuales12.

Su obra parte de su pasión como lector y, concretamente, como lector de poesía. La teoría y la crítica literaria fueron preocupaciones fundamentales en la obra de Ferraté, quien compartió con el resto de los integrantes del grupo barcelonés la con-vicción sobre el atraso español en esta materia. Así lo declaraba en una entrevista de 1986:

−Usted puede tener una formación clásica e incluso coincidencias con otros críticos españoles, como Dámaso Alonso, en algunos aspectos, pero lo cierto es que sus trabajos son radicalmente distintos de lo que se estaba haciendo en España en aquellos momen-tos, y también de lo que se ha hecho posteriormente.

9 En el Boletín de la Dirección General de Archivos y Bibliotecas se saluda la aparición de la obra en estos términos: «Teoría del poema y La operación de leer —dos obras publicadas por el autor en esta misma colección— se hallan contenidas y aumentadas en esta nueva obra. Ensayos, de distinta en-vergadura, sobre teoría de la crítica y ejemplos concretos de crítica en acto. Bien que el credo crítico del autor se resuma en mantenerse alejado de la psicología y de la metafísica de la belleza, la verdad gozosa es que estos ensayos contienen unos magníficos ejemplos de crítica a secas, nada de crítica confesional. Desde seguir la pista a un «tópico» poético, a partir de los arcaicos griegos, rastrear un motivo en autores de cuatro idiomas distintos, hasta poneros delante de la producción poética más viva de nuestra actualidad nacional, hay de todo cuanto se pueda pedir de crítica poética en este libro. Seguridad y desparpajo —obsérvese de nuevo con qué fina ironía somete a análisis un poema de Gui-llen— y un acercamiento a la poesía catalana, tan desconocida por los lectores de lengua castellana, que es otro de los méritos de este libro. Se resumen quince años de tarea crítica y se ofrece la obra más granada de un crítico bien despierto». Anónimo, «Dinámica de la poesía de Joan Ferraté», Boletín de la Dirección General de Archivos y Bibliotecas, núm. 108, 31 de octubre de 1969, pág. 71.

10 Obiols, V., Catàleg general, cit. 11 Franquesa, M. y Joaquim Gestí, «Joan Ferraté», Visat, núm. 4, 2007, s.p. Recuperado de: http://www.

traces.uab.es/tracesbd/visat/2007/visat_a2007m10n4p5012 Ferraté, J., Jaime Gil de Biedma: cartas y artículos, Barcelona, El Acantilado, 2009.

Incidencia del formalismo de Dámaso Alonso en Dinámica de la poesía (1952-1966) de Joan Ferraté

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−Si tenemos que hablar de cómo funciona la teoría literaria o la crítica de este país… Estamos en otro mundo. Yo no sé muy bien lo que prevalecía en España en aquella época, pero supongo que lo mismo que en Cataluña, que es el caso que conozco. Lo que se hacía era una crítica de lo que quería ser, y no lo era, pero quería ser marxista. Por lo tanto, una crítica que se ocupaba de aspectos contingentes.13

En esa misma charla reconocía su adhesión las teorías de Dámaso. Debe recor-darse, dicho sea de paso, que el poeta madrileño había puesto en tela de juicio la tradición crítica española. Una tradición en la que, a su juicio, había primado el retoricismo, el enfoque histórico y positivista: habla de «necrópolis» al referirse al estudio histórico de fechas, fuentes e influencias. Pero Ferraté también expresó abiertamente su voluntad de distanciarse de las nociones expuestas por Dámaso en su célebre obra:

En España, la crítica de poesía a veces llegó a ser competente, interesante, y pienso espe-cíficamente en Dámaso Alonso. Su libro Poesía española (Ensayo de métodos y límites estilísticos) es muy serio y muy fructífero. En cierto modo, yo me atuve a lo que expuso Dámaso Alonso de manera considerable, a pesar de que esto no se refleje en mis escritos. Me atuve aunque fuera para desmarcarme de él.14

Reparemos, en primer lugar, en la elogiosa reseña15 que destina Joan Ferraté al ensayo del literato español en Laye (1950-1954), revista que evidencia la huella ideológica depositada por Ortega y Gasset en el grupo literario de Barcelona16 (Bo-net, 2000). En esta publicación, punto de partida y tribuna fundamental del grupo barcelonés17, pueden espigarse abundantes referencias a Dámaso. En dicho texto, tras calificar la obra como «un libro rico, prodigiosamente rico», el crítico se aplica a resumir lo esencial de la tesis que subyace en la obra y a ofrecer su visión sobre los aspectos que considera más novedosos; aspectos que, posteriormente, veremos reflejados en sus ensayos de teoría poética. En primer lugar, describe la obra como una fundamentación de la Estilística a la par que una declaración de sus límites y, de entre sus virtudes, destaca el «poder de reviviscencia humana» y la «delimita-

13 Ferraté, J., Opinions a la carta. Onze entrevistes. Ed. de J. M. Martos, Barcelona, Empúries, pág. 77, 1993.

14 Ibíd., pág. 114. 15 Ferraté, J., «Dámaso Alonso: Poesía española. Ensayo de métodos y límites estilísticos», Laye, núm.

13, págs. 60-62, 1951. 16 Bonet, L., «La presencia de Ortega y Gasset en la Escuela de Barcelona», Homenaje a José Mª Mar-

tínez Cachero. Investigación y crítica, Roca Martínez, J. L. (ed.), Oviedo, Departamento de Filología Española de la Universidad de Oviedo, 2000, págs. 241-261.

17 Bonet, L., La revista Laye. Estudio y antología, Barcelona, Península, 1988.

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ción teórica del problema científico»18. Se ocupa, más adelante, de vincular las ideas damasianas sobre la interpretación literaria a las expuestas en los Papeles sobre Ve-lázquez y Goya (1950) del maestro José Ortega y Gasset -al que Dámaso considera «el más universal de los españoles de hoy»19-, ejercicio que le lleva a concluir que el autor de Poesía española… ha logrado superar al mentor:

Ortega ve la interpretación sólo como un problema de reviviscencia del proceso creador, lo que Alonso llama «plasmación de la forma interior». Alonso, en cambio, se fija, no sólo en la cara expresiva, sino también en la representativa del fenómeno artístico. Lo importante, y en rigor, lo indefinible, para Alonso, es la unidad de la obra, su unidad irreductible.20

Interesa subrayar que la citada reseña desvela que Ferraté empieza a adueñarse y a reelaborar algunas de las ideas del Ensayo de métodos y límites estilísticos, pues añade precisiones que no corresponden al poeta madrileño. Así, en una nota al pie desliza aclaraciones sobre su propia aportación: «De todos modos esta terminología no aparece en Alonso», y «La verdad es que aquí estoy interpretando. Alonso no dice esto, pero está en el sentido de su tesis»21. De ahí que el profesor Bonet sugiera que este texto es «acaso la primera piedra en el desarrollo del pensamiento literario del propio Ferraté»22.

En Poesía española, Alonso utiliza la terminología estructuralista, pero en su teo-ría literaria sigue la Estilística de Vossler o de Spitzer, de donde toma el método para romper con la dicotomía forma/fondo y para conseguir, de este modo, un análisis de la obra como unidad23. Ferraté se declara abiertamente deudor de Dámaso Alonso y de Leo Sptizer, exponentes fundamentales de la Estilística. En la entrevista citada más arriba, escribe: «De fet, l’interès per posar la lingüística al servei de l’anàlisi de la literatura ja em venia donat per Dámaso Alonso, per exemple, i per Spitzer, que per mi va a ser el model»24. Así pues, el crítico reusense, como otros del grupo 18 Ferraté, J., «Dámaso Alonso: Poesía española…», art. cit., pág. 60. 19 En Poesía española. Ensayo de métodos y límites estilísticos, Dámaso Alonso se refiere a Ortega en

estos términos: «En fin, ya entre 1949-1950, el curso fue acogido en Madrid por José Ortega y Gasset, el más universal de los españoles de hoy, en su Instituto de Humanidades. [Hoy, en 1957, lloramos la pérdida de este hombre que daba fama internacional a España» (op. cit, pág. 14).

20 Ferraté, J., «Dámaso Alonso: Poesía española…», art. cit., pág. 62.21 Ibíd.22 Bonet, L., «Dámaso Alonso y la Escuela de Barcelona». Ínsula. Revista de letras y ciencias humanas,

núm. 530, 1991, pág. 2023 Alvar, M., La estilística de Dámaso Alonso. Herencias y intuiciones. Salamanca, Universidad de

Salamanca, 1977. 24 «De hecho, el interés en poner la lingüística al servicio del análisis de la literatura ya me venía dado

por Dámaso Alonso, por ejemplo, y por Spitzer, que para mí fue el modelo». Ferraté, J., Opinions a la carta, op. cit., pág. 77.

Incidencia del formalismo de Dámaso Alonso en Dinámica de la poesía (1952-1966) de Joan Ferraté

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de Barcelona, y como ya había hecho el propio Alonso− se plantea seriamente la cuestión del método -ya sugerido, recordemos, en el subtítulo de la obra damasiana: Ensayo de métodos y límites estilísticos- como eje del análisis de la obra poética. La intención era abrir un camino hacia una «Ciencia de la literatura» poniendo la Lingüística al servicio de la Literatura. Dámaso especifica el objetivo nuclear de su obra –conseguir un análisis científico, formal, para el estudio de la obra literaria−, y justifica su adopción del método estilístico, mostrándose convencido de que en lo literario la única realidad es el estilo, esto es, el signo en su unicidad.

En Dinámica de la poesía, Ferraté también justifica el propósito de adoptar un punto de vista lingüístico para los estudios literarios. De modo semejante al crítico madrileño, alude a la necesidad de conseguir cierta generalidad y coherencia en los conceptos y métodos manejados en la crítica literaria; y hace notar que la lingüística ha de mostrar interés por estudiar el signo poético, por ser éste un uso del lenguaje específico.

Como es sabido, el análisis estilístico rechaza el enfoque histórico o positivista y se asienta en principios fenomenológicos. El punto de partida es la existencia de la obra como objeto material, donde los signos se hallan orgánicamente estructurados. Sólo bajo este principio se podrá realizar el pretendido análisis científico del arte. Dámaso asume que el poema se presenta como una sucesión de sonidos y como un contenido espiritual. El análisis estilístico ha de ocuparse de las relaciones entre los elementos significantes y los elementos significados de la obra literaria. Ferraté sigue a Dámaso en este aspecto, por lo que hemos de vincular las dos obras a la Estilística, a pesar de que mantienen diferencias y visiones distintas y que ambos reconocen que no puede resolver con éxito rotundo la complejidad del signo poético:

Mi objeción básica a lo que escribía Spitzer era que él no tenía en cuenta el proceso de lectura, es decir, el cambio de valor de los elementos del poema según el lugar que ocu-paran en el proceso de lectura. Bueno, esto ya es el inicio de lo que en último término expongo en mi libro.25

En preciso recordar que, en el Prólogo a Poesía española, Dámaso afirmaba que supo a posteriori que él estaba haciendo Estilística:

Hay que advertir que yo me enteré algo más tarde de que existía una técnica o ciencia (¡ciencia en aprendizaje!), que tiene ese nombre tan feo –Estilística−; me enteré cuando vi que en algunos estudios y repertorios bibliográficos –sobre todo alemanes− clasificaban

25 Ferraté, J., Dinámica de la poesía…, op. cit., págs. 115-16.

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mis pobres intentos bajo el título «Estilística». «Por lo visto, hacemos Estilística», me dije. Había que entenderse; y comencé a usar esa palabra, que –lealmente− aborrezco.26

2. Metodología y estilo

En su obra, Dámaso Alonso dedica unos capítulos a la exposición de sus bases teóricas, y otros al análisis de la obra de ciertos poetas. Elige a autores del Siglo de Oro español (Garcilaso, San Juan de la Cruz, Góngora, etc.), movido por la con-vicción de que la crítica es una labor de muchas generaciones, y de que es preferi-ble no valorar todavía a los autores contemporáneos. Otras partes de su libro están dedicadas al análisis estilístico a través de ejemplos que le sirven para ensayar los diferentes métodos, las diferentes perspectivas que se pueden adoptar en el análisis científico de hecho artístico. Hay que advertir que el autor no asienta un método defi-nitivo, más bien hace pruebas en las que demuestra esos tres grados de conocimiento de la obra poética que señala al principio de la obra e intenta aplicar sus principios teóricos.

Cabe señalar que los artículos recogidos en el volumen titulado Dinámica de la poesía también se aúna la voluntad teorizadora con la práctica: al lado de artículos puramente teóricos como «Aspectos de la obra de arte» o «La operación de leer» hallamos otros dedicados al análisis de poesía en una línea muy próxima a la de Dá-maso. En la selección de autores hallamos diferencias respecto a su deudor. Ferraté sí se interesa en autores contemporáneos, compara poemas de distintos autores y de lenguas diferentes. Su intención es claramente formalista, pues no busca los parale-lismos temáticos o formales, sino el elemento que una contenido y forma, que él da en llamar «idea del alma», y define como el movimiento que preside al poema y que el ánimo del lector interioriza en su actividad lectora; concepto que nos hace pensar en una posible derivación de la «forma interior» tratada por Dámaso Alonso y que Ferraté recoge ya en sus primeros trabajos. Tomando como nexo de unión la «idea del alma», Ferraté relaciona autores tan dispares como Charles Baudelaire y Josep Carner –al considerar que sus poemas tienen la misma idea de «secreto fecundo»−, o a Corazzini y Machado, por el movimiento descendente-ascendente de «inmersión-emersión»27.

26 Alonso, D., Poesía española…, op. cit., págs. 10-11. 27 Apunta Ángel López: «Considerada la obra de arte como una formalización de la experiencia lec-

tora, el lector Ferraté aproxima textos cuya similitud emana, no de una similitud de signos o datos, etc., sino de lo que él denomina ‘idea del alma’ de un movimiento interior o flujo o impulso anímico que la lectura de un poema, por ejemplo, nos invita a pensar dentro de nosotros. Grano fértil y poco aprovechado para describir ciertos fenómenos intra o intertextuales que otros intentan situar en rasgos

Incidencia del formalismo de Dámaso Alonso en Dinámica de la poesía (1952-1966) de Joan Ferraté

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Finalmente, es preciso señalar que pueden rastrearse incluso similitudes en el tono de la escritura damasiana y la del Ferraté crítico. Ambos escriben como lecto-res que describen el proceso creador y las reacciones emocionales y afectivas que el poema suscita: «el escritor pasa a un estado de lúcida consciencia cuando vacila, corrige, modera, suaviza, cuando calcula el efecto sobre el público. Entonces sí, el escritor afila sus dardos para que hieran en la sensibilidad del público y despierten en él intuiciones más poderosas», afirma Alonso28. El lector/crítico/científico se sor-prende de los valores del poema a medida que lee y analiza; por ello, en el marco de un estudio riguroso prodiga exclamaciones, interrogaciones retóricas y continuas apelaciones a un lector cómplice, al que se hace partícipe de las reacciones emocio-nales que el análisis del texto suscita en el crítico. Veamos algunos ejemplos que ilustran el caso de la escritura de Alonso:

¡Ya tenemos una afirmación de vida en el paisaje! (pág. 73)Y, ¿por qué este verso nos da esa sensación de movimiento descendente continuado, que no se aquieta hasta la palabra río? (pág. 82)¿Por qué emplea Fray Luis, aquí, este hipérbaton? (pág. 136)¡Es curioso! (pág. 185)¡Encantadora escena! (pág. 253)

Y su semejanza con la de Ferraté en Dinámica de la poesía: Mejor sería preguntar: ¿cómo se explica que aceptemos eso nosotros, y no sólo Baude-laire? (pág. 48)¡Qué hermosa, la imagen de la cometa suburbial! (pág. 74)¡Extraordinario, el poder de las palabras! (pág. 79)Pero, ¿puede contradecirse el poeta? ¿Puede afirmar y negar lo mismo con respecto a lo mismo, con sólo pasar de un poema a otro? (pág. 114)

3. Bases teóricas

La autonomía del «artefacto literario»

Desde un enfoque fenomenológico, Dámaso considera el poema como organismo autónomo que únicamente depende de su creador durante el proceso de creación.

meramente formales o de contenido». López, Á., «Las lecturas dinámicas de Juan Ferraté», art. cit., pág. 475.

28 Alonso, D., Poesía española…, op. cit., pág. 586.

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Precisamente esa materialidad es la que permite el análisis estilístico. Una vez crea-do, el poema se convierte en un artefacto que podrá ser revivido, recreado en cada lectura, en cada acto interpretativo:

La obra, una vez creada, plasmada en signos, no pertenece al autor más que rela-tivamente; en realidad, ella vive sólo en el lector (si se trata de obras literarias, en el contemplador o auditor en otro caso), en quien se perfecciona, y es en su intuición que llega a ser real. Podríamos decir que con la publicación de la obra se hace autó-noma.29

Según Dámaso Alonso, en el artefacto literario el autor ha puesto «lo general»; y el lector pondrá «lo particular», «lo íntimo», tal como se reproduce en su fantasía, en su imaginación y en su sensibilidad.

Ferraté se explica en los mismos términos. A su juicio la obra se presenta a través de datos materiales, pero insiste en que la operación (de creación y de interpretación) tiene un carácter eminentemente formal: «Esto es, lo que en la obra se ofrece como dato material, en la intimidad receptora se traduce en pura actividad espiritual»30. Más adelante, hace referencia al carácter autónomo del poeta y a su posibilidad de ser actualizado en una sucesión infinita: «el poema no se explica: se comprende, objeto frente a nosotros, en su objetividad irreductible. Pero al propio tiempo, la objetividad del poema es riqueza y diversidad objetivas inagotables»31.

Conocimiento del poema como «experiencia personal»

La creación de poema es, claro está, una experiencia del creador, pero dicha ex-periencia no se convierte en un objeto concluso, sino que vuelve a serlo para el re-ceptor, en cada lectura, en cada acercamiento crítico. Así, el conocimiento del poema constituye una vivencia íntima: «Si algo bueno puede tener este libro, estará en el ser documento de una larga y entusiasta ‘experiencia poética personal»32, escribe Dámaso en su prólogo a Poesía española. Por su parte, Ferraté, haciéndose eco de esta misma tesis, sentencia que «el arte, en efecto, tiene el carácter fundamental de una experiencia, y no de un resultado, de una obra que se desarrolla en el tiempo y no de algo que se ofrece pasivamente a la aprehensión»33. Por este motivo, en su análisis de la poesía de Josep Carner, afirma: «la poesía, y como ella toda creación 29 Alonso, D., Poesía española…, op. cit., pág. 14. 30 Ferraté, J., Dinámica de la poesía, op. cit., pág. 14.31 Ibíd., pág. 57. 32 Alonso, D., Poesía española…, op. cit., pág. 10.33 Ferraté, J., Dinámica de la poesía, op. cit., p. 12.

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del hombre, podría describirse muy precisamente como una particular experiencia de la soledad»34.

Concepción dinámica del arte: el poema como «proceso»

La concepción del poema como experiencia implica, para Dámaso, que el poema esté en constante movimiento, pues va reinventándose sucesivamente. Recordemos que Ferraté, en su reseña a Poesía española hacía hincapié en la capacidad del análi-sis estilístico para delimitar la unidad –en curso−de la obra literaria.

Esta idea inspirará probablemente el título de su obra, Dinámica de la poesía. En efecto, en el primer capítulo ya realiza interesantes consideraciones sobre el carácter dinámico del arte. Declara que, en su teoría poética, no va a tener en cuenta aquellas disciplinas que traten al arte como un resultado, porque el arte es un proceso, una actividad. Para explicar el concepto compara el arte con el amor, que «vive de un acuerdo tácito acerca de determinadas preferencias, de recíprocos servicios persona-les que sólo tienen realidad en la imaginación de los amantes y que cada situación inventará de nuevo»35. Desde esta concepción del arte como proceso, Ferraté afirma-rá que «El arte no es un resultado, sino una operación», cuyo punto de partida radica en los datos (signos y series de las que forman parte). El arte consiste, así pues, en el proceso de formalización de los datos, que es también un proceso –íntimo− de formalización de la experiencia, dado que los datos toman sentido en la experiencia del receptor. Por esta razón, frente a otras disciplinas que consideran la obra de arte como un factum, un resultado, una obra acabada, el crítico catalán «la sistematiza como obra imperfecta, proceso, fieri, algo con lo que hay que hacerse en cada caso en un esfuerzo íntimo y solitario»36.

La importancia del «lector» y de la «intuición» Para Dámaso, el significado «no es más que nuestra propia intuición del poema»,

lo que le hace inaprensible, inefable, idea que resuena en Dinámica de la poesía, donde leemos:

La función del signo en la obra de arte es compleja, porque apela a la experiencia vital, suscita voliciones personales […] La intimidad del receptor, en la forma de dicha expe-

34 Ibíd., pág. 5535 Ibíd., pág. 13.36 López, Á., «Las lecturas dinámicas de Juan Ferraté», art. cit., págs. 473-474.

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riencia concreta, se vuelva en la obra, tan concreta como la experiencia, a través de sus datos, y se formaliza en ella con ellos.37

El autor de Poesía española establece tres grados en el proceso de conocimien-to de la obra poética. Los tres grados (primer conocimiento: el del lector; segun-do conocimiento: función de la crítica; tercer conocimiento: el estilístico) tienen como punto de partida inexcusable la intuición, una «intuición totalizadora» que se desarrolla tanto en el interior del autor (antes del proceso de creación) como en la actividad recreativa del lector, aspecto estudiado por Chicharro38. En el proceso de conocimiento de la obra poética, Dámaso –y lo hará también Ferraté− concede una importancia capital al lector –idea que articula el célebre ensayo de Castellet (La hora del lector, 1957)-, al lector ingenuo, no influenciado por los juicios de los críticos: «el lector es un artista», afirma, pues en él se completa la relación poética:

Intuición del autor ----- Obra literaria ---- Intuición del lector

Así, la obra arranca no en el autor, sino en el lector, pues es cuando empieza a ser operante (recordemos que Ferraté habla de la obra de arte como operación). Por eso, el conocimiento del lector es un aspecto de la obra misma. Ambos reivindican el valor de la intuición de ese lector puro, no sometido a la influencia de los críticos que desmenuzan y, en ocasiones, llegan a desvirtuar la obra de arte. En 1950 escribía Dámaso:

No olvidemos una verdad de Pero Grullo: que las obras literarias no han sido escritas para comentaristas o críticos (aunque a veces críticos y comentaristas se crean otra cosa). Las obras literarias han sido escritas para un ser tierno, inocentísimo y profundamente intere-sante: «el lector» […] ¿Quién pensaría que nació [la obra literaria] para que desgarremos sus partes, para que las escudriñemos, para que apliquemos a su cerne el micrótomo y sometamos las más secretas células a nuestra curiosidad microscópica? ¿Monstruoso, no? Pues ese crimen lo intentan, día a día, eruditos dieciochescos a palo seco y filólogos de los que tienen por lema «spiritus occidit».39

37 Ferraté, J., Dinámica de la poesía, op. cit., págs. 15-16. 38 Chicharro, A., «La teoría literaria de Dámaso Alonso de ayer a hoy: notas de una revisión historiográ-

fica», Ínsula, núm. 539, 1991, págs. 13-15. 39 Alonso, D., Poesía española…, op. cit., pág. 38.

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Nótese la similitud con el juicio que enuncia, diez años más tarde, Joan Ferraté: El lector ingenuo de una novela, en la que absorbe por completo el espíritu es, prima facie y mientras no se demuestre lo contrario, un intérprete más auténtico de la obra que el crítico que la desmenuza en sus datos, digiriéndola expeditiva y alegremente como un producto intelectual cualquiera, una disertación o un reportaje.40

En este punto, debemos tener en cuenta la importancia que ambos otorgan al proceso de lectura: es precisamente el aspecto Ferraté echa de menos en la estilís-tica de Spitzer. Alonso concibe la lectura como un acto «simpatético» en el que se entrelazan los espíritus del autor y del lector en un proceso que incluye «intuiciones parciales» e «intuiciones totalizadoras».

Como es sobradamente conocido, el análisis estilístico contempla los valores afectivos y emocionales del signo poético que autor y lector reciben de forma in-tuitiva, premisa que Dámaso pone en práctica en sus análisis. Así, al estudiar un poema, acude a las vocales claras y oscuras, al uso de determinadas consonantes (fricativas, sibililantes…), de la entonación, del orden de las palabras en el texto, etc., para explicar el contenido afectivo e imaginativo enlazado a esos datos ma-teriales de la obra. Por ejemplo, un verso del Polifemo de Góngora («la Alba entre lilios cándidos deshoja») le sugiere un «delicioso ondear de vocales claras» (381) (a-a-e-e-i-i-o-a-i-o-e-o-a), que están en perfecta consonancia con la descripción de la belleza renacentista, suave y luminosa de Galatea. Por el contrario, en el célebre ver-so: «infame turba de nocturnas aves», los dos acentos rítmicos recaen en dos sílabas idénticas (túr), y «esta sílaba con su vocal profunda y su cerrazón por la r es la que da contrabalanceadamente esa sensación oscura a todo el verso»41, oscuridad que se corresponde con la descripción del lóbrego espacio que habita Polifemo.

Ferraté seguirá esta senda al tener en cuenta el facto de la intuición y de los valo-res afectivos y emocionales de los datos materiales de la obra. Al describir la poesía de Baudelaire, afirma:

Nuestra sacudida es de orden emotivo, no intelectual; lírica, por consiguiente, ya que tiene por objeto la emoción ínsita en una relación objetiva, no esta relación misma, en cuanto tal. Dicho de otra manera, Baudelaire no instruye: presenta, o, si se prefiere, re-presenta intuitivamente.42

40 Ferraté, J., Dinámica de la poesía, op. cit., pág. 18. 41 Alonso, D., Poesía española…, op. cit., pág. 329. 42 Ferraté, J., Dinámica de la poesía, op. cit., pág. 45.

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Y al analizar un poema de Joan Vinyoli, escribe lo siguiente:

Versos de los que irradia una alacre luminosidad, conseguida a la vez con los tenues to-ques de algunas palabras (horitzó, clares, matí…) y con la abundancia de palatales (a, e, i). En la segunda parte el ritmo se quiebra, las vocales se oscurecen…43

La importancia atribuida al lector (activo) de la obra literaria justifica, en buena medida, las evidentes «apropiaciones» derivadas de la labor traductora realizadas por Joan Ferraté, pues la intertextualidad y el diálogo con la poética de líricos grie-gos antiguos, Cavafis o de Du Fu en su Catàleg General 1952-1981 son evidentes, asunto analizado por Obiols. Nos referimos a esos poemas con los que se identifica plenamente, hasta el punto de que la operación de traducción y reescritura consigue dotarlos de una voz singular44.

La cosificación del poema: hacia el formalismo extremo

En la reseña a la obra de Dámaso Alonso publicada en Laye, citada más arri-ba, Ferraté concluye que el elemento más importante para el autor madrileño es la unidad de la obra, la «unicidad irreductible», convicción que justifica el enfoque estilístico de su análisis. De esta concepción de la obra como unidad irreductible –en la que forma y fondo están indisolublemente unidos− se deriva el rechazo de Dámaso hacia la dicotomía estructuralista significante/significado, pues, a su juicio, en materia poética, el axioma inicial es la relación motivada entre el significante y el significado. Como resume Alvar45 dos elementos fundamentales separan a Dámaso de Sausurre: por una parte, la consideración del signo lingüístico como una entidad tridimensional (significante + significado + carga afectiva). Esa «carga afectiva», de raíz idealista, es la que desatiende el lingüista suizo; por otra parte, el concepto de significante para Dámaso Alonso entrañaba algo más que un portador o transmisor de conceptos, sino algo mucho más delicado y complejo, ya que ese significante suscita –por sus valores psíquicos y afectivos− en el lector un conjunto de reacciones psíquicas.43 Íbid., pág. 73. 44 Traducimos del catalán esta cita textual de la obra de Obiols: «El proceso que realiza el autor es el

siguiente: el Ferraté lector ha descontextualizado unos textos, que ha transformado (traducido, apro-piado) […] y los ha recontextualizado a fin de re/leérselos. Este es su mecanismo intertextual, que denominamos apropiación». Obiols, V., Catàleg general 1952-1981…, op. cit., pág. 198.

45 Alvar, M., La estilística de Dámaso Alonso, op. cit.

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Así, en el ensayo que nos ocupa, el autor de Hijos de la ira señala el error de Saussure al reducir el contenido del signo al significado, pues ello desatiende los valores afectivos, emocionales o imaginativos del lenguaje. Para Dámaso: «No hay, no pasa por la mente del hombre ni un solo concepto que no sea afectivo, en grado mínimo o en grado sumo»46. Su análisis busca desentrañar la vinculación motivada que existe entre el significado y el significante. Dicha vinculación permite que poda-mos hablar del signo como forma. Distingue dos perspectivas de estudio de la obra poética, que empleará, por ejemplo al acercarse a la poesía de Fray Luis de León:

a) Forma exterior: partir del significante hacia el significado. Se trata del método más fácil, pues parte de una realidad fonética, y es el que suele practicar en su obra

b) Forma interior: es un análisis que entraña mayor dificultad, pues se trata de ver cómo el contenido se moldea hacia una forma.47

Este doble enfoque lo adopta en su análisis de la poesía de Fray Luis de León. Para el asunto que nos ocupa, nos interesa especialmente esta última noción, pues de ella también habla Joan Ferraté, y también Ortega y Gasset en La deshumanización del arte (1925), particularmente en sus reflexiones sobre el teatro. El crítico cata-lán da una importancia primordial al contenido, al considerarlo como un elemento formal: «−Yo desde el comienzo di mucha importancia al contenido, pero como un elemento formal. Reduciendo el contenido a elemento formal ya no hay dicotomía válida, todo es forma. Pero también se podrían invertir los términos»48.

Por último, en «Aspectos de la obra de arte», Ferraté destina un capítulo a expli-car la noción de «forma interior» Como también sugiere Ortega en Papeles sobre Velázquez, el crítico reusense habla de la estructura de la obra de arte ligada a los datos que la componen como el alma al cuerpo, de ahí tal denominación. En defi-nitiva, sostiene que la Forma abarca todo el protagonismo en el análisis literario, debido a su carácter de totalidad (en ella se funde el sentido de sus elementos), de modo que sus tesis se impregnan del formalismo extremo damasiano: «La estructura es la emanación del contexto que determinan los datos, es el contexto mismo, como totalidad […] La forma interior, como forma concreta de estructuración de los datos de la obra, no puede separarse de ésta»49.46 Alonso, D., Poesía española…, op. cit., pág. 27.47 «Se trata de ver cómo afectividad, pensamiento y voluntad, creadores, se polarizan hacia un mol-

deamiento, igual que materia, aún amorfa, que busca molde […] El instante central de la creación literaria, el punto central de mira de toda investigación que quiera ser peculiarmente estilística es ese momento de plasmación interna del ‘significado’ y el inmediato de ajuste en un ‘significante’» (Alonso, 1966: 33)

48 Ferraté, J., Dinámica de la poesía, op. cit., pág. 118.49 Ibíd., págs. 16-17.

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Es preciso señalar finalmente, al hilo de estas breves notas, que el paso del tiem-po ha ido resituando las teorías de Dámaso Alonso; en consecuencia ello afecta a la interpretación de las aportaciones teóricas similares que plantea Joan Ferraté en su Dinámica de la poesía. El célebre Ensayo de métodos y límites estilísticos ha sido visto deudor más de fundamentos románticos que formalistas, dado que, en muchos aspectos, el autor da más importancia a la intuición que al conocimiento intelectual. La perspectiva histórica nos obliga a tomar en consideración, por supuesto, los En-sayos de lingüística general (1963) de Roman Jakobson, escritos en fechas cercanas a la publicación de la obra de Dámaso Alonso, donde trata estas cuestiones deteni-damente.

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la política estética de guillerMo sucre

ioannis antzus RaMos

Universidad de Salamanca

A partir de su llegada a los EEUU en el verano de 1968, el crítico Guillermo Sucre comienza a estudiar sistemáticamente la poesía hispanoamericana y a elabo-rar un discurso coherente sobre la misma. Ello supone que, a través de su estética, el crítico participa en una pugna entre diversos repartos de lo sensible.1 En efecto, el pensamiento sobre la literatura que Sucre plantea a partir de 1968 se opone dia-metralmente a un orden inseparablemente político y estético –representado, de una parte, por el poder autoritario y caudillista del continente y, de la otra, por la estética que nació en los años posteriores a la Independencia de las naciones hispanoamerica-nas. El pensamiento literario de Guillermo Sucre prueba así, como lo ha establecido

1 Jacques Rancière, Estética y política. El reparto de lo sensible, Santiago, Lom, 2009.

255

3.ª Época – N.º 20. 2015 – Págs. 255-265

RESUMEN:

Guillermo Sucre, nacido en Venezuela en 1933, es considerado uno de los críticos más importan-tes de la poesía hispanoamericana del siglo XX, y sus libros Borges, el poeta (1967) y La máscara, la transparencia (1975) son referencias indispen-sables para el estudio de la poesía moderna del continente. En el presente artículo analizamos las constantes de la crítica literaria que Sucre publi-ca a partir de 1968, prestando especial atención a las implicaciones políticas de sus planteamientos estéticos.

PALABRAS CLAVE:

Guillermo Sucre, La máscara, la transparencia, Crítica literaria, Literatura hispanoamericana, Li-teratura venezolana.

ABSTRACT: Guillermo Sucre (Venezuela, 1933) is considered to be one of the greatest critics of Latin American poetry of the 20th century, and his books Bor-ges, el poeta (1967) and La mascara, la transpa-rencia (1975) are essential to the study of Latin America´s modern poetry. In the present article, I analyze the main concepts of the critical essays published by Sucre from 1968, paying special at-tention to the political implications of his aesthe-tical ideas.

KEY WORDS:

Guillermo Sucre, La máscara, la transparencia, Literary Criticism, Latin American Literature, Ve-nezuelan Literature.

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después Jacques Rancière, que toda estética implica una política concreta, es decir, un determinado ordenamiento del mundo común.

Cuando Guillermo Sucre comienza a intervenir en el campo literario continental se encuentra con varios problemas que derivan de esa estética que había surgido en Hispanoamérica a principios del siglo XIX y a la que él llama «la teoría de la originalidad americana». A juicio de nuestro autor esa corriente es la responsable de que las obras del continente hayan incurrido constantemente en dos vicios comple-mentarios: el realismo y el esteticismo, o, lo que es lo mismo, el exceso de cosas y el exceso de palabras. La literatura continental, según él, ha estado centrada en los contenidos y en el tema y, como complemento necesario, ha tratado de nombrar o de expresar esos asuntos con un estilo «bello» o «perfecto». Sucre piensa por eso que se ha cultivado una imagen «algo distorsionada» de la poesía hispanoamericana pues, como él mismo dice,

casi siempre se ha querido mostrarla como una poesía de la realidad: inventario de una naturaleza exuberante y de un mundo adánico, crónica o épica de una historia singular o abyecta, testimonio de las pasiones de un hombre elemental o cósmico; o como oposi-ción, el refinadísimo arte de seres decadentes o exotistas. Para un criterio que aspire a ser hispanoamericano no hay sino esta alternativa: poesía preciosista o profunda, artificiosa o representativa, de acuerdo con sus contenidos, con su mensaje.2

Como se aprecia en la cita, lo que Guillermo Sucre impugna es el hecho de que la poesía continental haya sido un mero inventario de la naturaleza o una crónica de la historia y que, correlativamente, haya incurrido en el preciosismo y en la artificiosi-dad. Nuestro autor advertía esos defectos, por ejemplo, en la poesía de Andrés Bello –vate al que consideraba además el iniciador de esa estética desmesurada en His-panoamérica- y decía, por eso, que era pertinente dudar de la calidad de sus textos:

Sus poemas más extensos –los que aún se siguen considerando como inicio de nuestra poética- son monumentos a la grandeza americana, pero en sí mismos, como poemas, tienen poca grandeza. Están escritos en el mismo castellano académico de los poetas es-pañoles de su tiempo; son más el estricto cumplimiento con las leyes de un género, que el verdadero esplendor de una escritura. Para Bello la poesía era un asunto de contenidos: concebido un tema, exponerlo luego con el mayor virtuosismo gramatical posible.3

2 Guillermo Sucre, La máscara, la transparencia, Caracas, Monte Ávila, 1ª ed., 1975, pág. 99. 3 Guillermo Sucre, «Poesía hispanoamericana y conciencia del lenguaje», en Eco, núm. 200, Bogotá,

1978, pág. 616.

La política estética de Guillermo Sucre

257

La profusión de cosas y de palabras que Sucre ve en los autores afines a esta corriente estética se ampara en una concepción logocéntrica del lenguaje y supone un vicio quizás más grave: la exageración de la objetividad y de la subjetividad. En efecto, el hecho de caer en excesos de contenido y de expresión supone que el escri-tor se cree en posesión del sentido de la realidad y que los vocablos son un medio para comunicar esa significación previamente establecida. Ello da lugar a que la visión del mundo que el poeta nos ofrece sea «afirmativa y aun concluyente» pues su labor consiste simplemente en recorrer «con seguridad un camino directo entre la palabra y la realidad; no constituye al mundo, ni siquiera lo transpone, sino que pre-tende reflejarlo».4 Esta confianza excesiva del creador en sus propias posibilidades ha dado lugar, según nuestro crítico, a la representatividad y al mesianismo que se aprecia en muchos de los vates del continente. Al establecer una distancia entre lo que se dice y la manera de decirlo, estos autores se han creído los custodios de la su-prema objetividad y los elegidos para comunicarla. Entonces, como dice Guillermo Sucre, «si la tesis de los contenidos llamados americanos revelan muy poco desde el punto de vista de la creación, han revelado mucho desde el punto de vista ideológi-co: con ellos, muchos poetas hispanoamericanos han elaborado no tanto una poesía como una estrategia cuyo fin último es pasar a la categoría de vates mesiánicos, de cantores representativos, que por sí solos encarnan el destino de un continente».5 Estos escritores han asumido, sin que nadie se lo pidiera, la portavocía del continente y de sus habitantes, lo cual implica una actitud arrogante y una seguridad colosal en su propio yo. Por eso Sucre se preguntaba:

¿quién puede hoy creerse representativo sin caer en el abuso de la egolatría, que es tam-bién un abuso de confianza? «Soy el cantor de América autóctono y salvaje», escribía un poeta peruano de comienzo de siglo. Aparte de que ese poeta nunca pareció ni tan

4 Guillermo Sucre, La máscara…, op.cit., pág. 290. Esta separación entre el escritor y su experiencia es lo que Sucre denunciaba, por ejemplo, en los románticos hispanoamericanos que, a decir de nuestro autor, «intentaron poner más pasión en su discurso poético, pero, aparte de que la pasión no resume ni agota lo poético, sus poemas no hacían más que nombrarla: no eran el lenguaje de la pasión. In-currieron en el mismo defecto que Bello: empleaban las palabras para designar, no para connotar; no crearon un nuevo lenguaje, o, por lo menos, una nueva entonación del lenguaje. Además, su visión del mundo, como la de los románticos españoles, fue superficial, externa.» (Guillermo Sucre, «Poesía hispanoamericana y conciencia del lenguaje», loc.cit., pág. 616)

5 Ibíd., págs. 617-618. Con el mismo sentido decía: «Cada una de las obras llamadas “realistas” pre-tende situarse fuera de la literatura; obviamente, pues ellas son la “realidad”. Poco importa que traten de devaluar la literatura, sino que lo hagan para sobrevalorarse ellas mismas. Es posible que esas obras nos den la vida, pero no dan vida: finalmente matan toda imaginación.» (Guillermo Sucre, La máscara…, op.cit, pág. 21)

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autóctono ni tan salvaje, pretensiones como éstas ¿no hacen sonreír un poco? Aun cuando Neruda, al referirse al pasado indígena, en uno de sus poemas más memorables, dice: «Yo vengo a hablar por vuestra boca muerta», «Hablad por mis palabras y mi sangre», es difícil no sentir la intromisión del portavoz que se cree elegido o delegado por una raza.6

Observamos así que en la visión de Sucre el realismo está estrechamente vincu-lado a la teatralidad del yo y al culto de la personalidad, pues creer que se está en posesión del sentido del mundo implica que se tiene una confianza absoluta en las propias capacidades cognoscitivas y creativas. Según la concepción de nuestro autor, este distanciamiento entre la palabra y la referencia es lo que caracteriza al poder, que al emplear el lenguaje en su propio beneficio le hace perder su capacidad para encarnar lo real. Al servirse de las palabras, el poder introduce en ellas un espesor semántico que les es ajeno y que las convierte en un instrumento ideológico.

Además, Guillermo Sucre piensa que estas abundancias de anécdota y estilo o de objetividad y subjetividad suponen un distanciamiento entre la poesía y la vida que lleva a ciertos escritores hispanoamericanos a proyectar una mirada auto-orien-talista. La creencia de Sucre es que al imponer una separación entre la palabra y el referente los autores supuestamente representativos han escrito el continente desde fuera y han proyectado una visión impostada sobre sí mismos. En las palabras que cito a continuación se aprecia bien el paralelismo que Guillermo Sucre establece entre los excesos estéticos y la distancia del escritor con su propia vivencia: «En la obra de Santos Chocano, por ejemplo, hay quizá más elementos “indígenas” que en la de César Vallejo: nadie pondría en duda, en cambio, no sólo que Vallejo es un poeta y aquel un mero retórico, sino también que en él hay una vivencia profunda y no pintoresca de lo racial».7 Como se advierte en la cita, la insistencia en los elemen-tos temáticos indígenas son propios de un retórico (no de un poeta), que al caer en desmesuras de contenido y de expresión proyecta una visión pintoresca y superficial. Sucre considera además que esta separación entre la poesía y la experiencia que da lugar a excesos e imposturas habría llevado a muchos escritores a ceñirse a una ima-gen ideológica de América Latina, y ello les habría impedido crear espontáneamente y ser dueños de su propia vivencia del mundo. Vemos así, en suma, que nuestro autor se opone a aquella literatura continental que había incurrido en excesos de cosas y de 6 Ibíd., pág. 21. Como hemos indicado más arriba, al cuestionar a los autores «representativos» del con-

tinente, Guillermo Sucre se distanciaba de críticos como Luis Alberto Sánchez, que había fundado su discurso crítico sobre este rasgo y se había distanciado, en consecuencia, de cualquier criterio estético. (Vid. Luis Alberto Sánchez , Escritores representativos de América, Madrid, Gredos, 1971)

7 Guillermo Sucre, La máscara…, op.cit., pág. 22.

La política estética de Guillermo Sucre

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palabras o de objetividad y subjetividad y que, al distanciar la poesía de la vida, ha-bía sido incapaz de comunicar una experiencia hispanoamericana sin mediaciones.

Estos defectos que Guillermo Sucre considera de alguna manera «crónicos» de la literatura hispanoamericana son en verdad la expresión de esa revolución que, según el teórico Jacques Rancière, aconteció a principios del siglo XIX y que se conoce como literatura. Para este filósofo francés, la literatura es esa forma del arte de escribir que surgió a comienzos del siglo XIX cuando entró en crisis el viejo pa-radigma de la poética clasicista. Esta poética, que gobernó el panorama estético en la Antigüedad, primero, y después entre los siglos XVI y XVIII, trató de controlar el igualitarismo potencial de la escritura y estableció para ello una relación necesaria entre los cuerpos y las significaciones que anulaba la presencia de elementos en ex-ceso que pudieran amenazar la estabilidad del sistema. Como lo explica el profesor francés, el canon político y estético del sistema clasicista era

un paradigma de proporción entre los cuerpos y las significaciones, un paradigma de co-rrespondencia y de saturación: no debe haber en la comunidad cuerpos de más, nombres-de-cuerpos que circulen en exceso a los cuerpos reales; no debe haber nombres flotantes y sobrenumerarios, susceptibles de constituir ficciones nuevas capaces de dividir el todo o de deshacer su forma y su ficcionalidad. Y tampoco en el poema debe haber cuerpos sobrenumerarios en relación a lo que necesita el agenciamiento de las significaciones, ni tampoco estados de cuerpos no vinculados por un lazo de expresividad definido a un estado de significaciones.8

Sin embargo, a finales del siglo XVIII se empezó a tambalear la estructura que

había instituido la poética clasicista y asistimos por eso a un resurgimiento de la escritura democrática, que «confunde toda relación de pertenencia legítima de la letra escrita a la instancia que la enuncia, a la que debe recibirlo y a los modos se-gún los cuales debe ser recibido».9 La literatura es precisamente el resultado de esa alteración, pues ella nace cuando se suprime el nudo que la poética clasicista había instaurado entre los cuerpos y las significaciones, introduciendo un exceso de cosas y un exceso de palabras, es decir, una profusión de objetividad y de subjetividad, o de anécdota y de estilo.10 La política de la literatura es la manera en que los creadores 8 Jacques Rancière, «Le malentendu littéraire», en Politique de la littérature, París, Galilée, 2007, págs.

51-52. Traducción mía. 9 Jacques Rancière, La palabra muda. Ensayo sobre las contradicciones de la literatura, Buenos Aires,

Eterna Cadencia, 2009, pág. 108.10 «el “exceso de palabras” se vincula al “exceso de cosas”. La “elección de palabras” es estrictamente

correlativo a la ausencia de selección de “cosas”. El “estilo absoluto” es aquel que no selecciona […].

ioannis antzus RaMos

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y los críticos de la modernidad tratan de reglar estos excesos que son el resultado de ese nuevo arte de escribir que surge a comienzos del siglo XIX y que conocemos con el nombre de literatura. Y es importante darse cuenta de que esas reglamentaciones estéticas son inseparables de un determinado modelo político que se quiere para la sociedad, pues «lo que se compara no es la densidad social de los cuerpos con su densidad novelesca, sino el orden o el desorden del vínculo entre los cuerpos y las palabras que [rige] esas dos formas de la ficción que son la ficción política y la fic-ción literaria».11

Es evidente entonces que la repulsa de Sucre al «exceso “realista” de las cosas» y a «la superstición “estética” de la palabra»12 es en verdad una reacción ante esos dos principios antagónicos (el de indiferencia y el de poeticidad) que surgieron al derrumbarse el viejo edificio de la poética clasicista. Al enfrentarse a los excesos y a las distancias presentes en aquella estética resultante de la «teoría de la originalidad americana», Sucre estaba en verdad tratando de conciliar los principios contradicto-rios que constituyen ese paradigma de escritura que conocemos como literatura. Y al buscar a través de su estética una nueva adecuación entre el principio de indiferencia y el de poeticidad, Guillermo Sucre estaba planteando un determinado reparto de lo sensible, es decir, una definición política de lo real.

Para solucionar los múltiples defectos que advertía en la estética resultante de la «teoría de la originalidad hispanoamericana», Sucre busca una conciliación total entre la objetividad y la subjetividad, es decir, una saturación perfecta entre lo dicho y la manera de decirlo que no deje ningún lugar al suplemento. En este párrafo que cito a continuación, según creo, nuestro autor expresa bien lo que esperaba de la creación literaria:

Hay que mostrar a un individuo que se introduce en el cristal», era para el joven Borges la única posibilidad de la obra de arte. Ese cristal no separa dos zonas, la del sujeto y la del objeto, sino que finalmente las identifica. La única manera de aproximarse a la objeti-vidad ¿no es reconociendo primero la subjetividad? Ésta es, creo, la perspectiva que hace impracticables las pretensiones de representatividad, de totalidad y, en el contexto latino-americano, de originalidad telúrica. En última instancia, la realidad en que participamos

Si el campeón del arte por el arte [Flaubert] es también el de las descripciones de los dramas de pueblo es porque el “tema” que corresponde exactamente a la potencia de desindividuación del estilo es la exploración de esas vidas en las fronteras de la individualidad» (Jacques Rancière, «Borges et le mal français», en Politique de la littérature, París, Galilée, pág. 157. Traducción mía)

11 Jacques Rancière, «Le malentendu littéraire», loc.cit., pág. 51. Traducción mía.12 Jacques Rancière, «Borges et le mal français», loc.cit., pág. 149. Traducción mía.

La política estética de Guillermo Sucre

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reside en la mirada, en el lenguaje. El verdadero realismo, o quizá el único posible, es el de la imaginación. Y el primer poder de ésta en literatura es, sabemos, verbal.13

Como vemos por la cita, lo que Sucre requiere es la identificación del sujeto y del objeto en la obra de arte, pues sólo a través de esa equivalencia será posible acabar definitivamente con las profusiones indeseables de cosas y de palabras. Para fundar filosóficamente esta continuidad entre el vocablo y la referencia, Guillermo Sucre recurre a lo que él llama «la conciencia del lenguaje», que no es sino el principio de poeticidad que descubrieron los románticos como un nuevo ajuste entre los cuerpos y las significaciones. En la visión de nuestro autor esta conciencia del lenguaje supo-ne que las palabras y las cosas establecen entre sí un vínculo necesario que cancela los excesos de subjetividad y de objetividad y que anula la distancia entre la poesía y la vida.14 De este modo, frente a la separación entre el vocablo y la referencia en que se amparaba la concepción logocéntrica, Sucre reivindica un lenguaje «preciso y veraz»15 que, al cancelar el trecho entre el nombre y el mundo, consiga encarnar la verdad.

El primer movimiento literario del continente donde se produjo esta identidad entre el signo y el sentido fue el modernismo, cuyos poetas, a decir de Sucre, «más que un repertorio de temas, supieron crear un repertorio de formas y sólo a través 13 Guillermo Sucre, La máscara…, op.cit., pág. 23. 14 Como afirma Sucre, la conciencia del lenguaje «atenta contra nuestros prejuicios de “realismo” en

arte; por la otra, asume una perspectiva distinta ante lo que se ha llamado “personalidad” –individual o colectiva. Nos sitúa, en consecuencia, frente a dos posibilidades que aún parecen chocarnos y que podríamos enunciar de este modo: ¿y si el lenguaje poético, más que hablar de lo real, hablara de sí mismo? ¿y si, en vez de encarnar una personalidad psíquica o social, lo que hace el arte es encarnar una mente estética o una mente humana universal?» (Guillermo Sucre, «Poesía hispanoamericana y conciencia del lenguaje», loc.cit., pág. 613). En la opinión de Sucre, cuando se cancelan los excesos y las distancias los autores consiguen establecer una unidad entre el lenguaje y la vida que está lejos de todo pintoresquismo. Por eso valoraba que ciertos poetas hubieran tratado de establecer esta con-cordancia: «Aun hay otros ensayos de López Velarde no menos importantes: en ellos propone una suerte de nuevo pacto de la sensibilidad hispanoamericana con la lengua castellana. No se trataba de propiciar ningún imposible nacionalismo idiomático, sino, sencillamente, de terminar con el divorcio entre la palabras y el espíritu que la dicta.» (Ibíd., pág. 625). Y lo mismo advertía en Borges: «En su ensayo El idioma de los argentinos, de 1928, también él [como López Velarde] quería rescatar la “plena entonación argentina del castellano” en la escritura: matices del uso, distinta connotación de los vocablos, ese secreto vínculo –espiritual, mitológico- entre el lenguaje y la vida. Entonación argentina: de nuevo no se trataba de ninguna pretensión nacionalista; mucho menos de una empresa programática –“escriba cada uno su intimidad y ya la tendremos” (esa entonación), decía Borges. El paralelismo con López Velarde es notable; al igual que éste, Borges rechazaba, como signo de un habla propia, el pintoresquismo, el localismo locutivo.» (Ibíd., págs. 625-626)

15 Guillermo Sucre, «Memorial, de Rafael Cadenas», en Vuelta, México, nov. 1978, pág. 40.

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de esas formas nos dieron una visión del mundo».16 Además, al conceder al len-guaje un lugar central en la creación literaria, consiguieron relegar a un segundo plano todas aquellas corrientes estéticas fundadas en la distancia entre el escritor y su experiencia. Como afirma nuestro autor, «lo que el movimiento modernista convirtió en literal anacronismo fue el americanismo localista, y regocijado. Y tér-minos como telurismo, adanismo, indigenismo, y otros de igual origen, degeneraron en mera nomenclatura sociológica, estéticamente vacía. Aguzar la sensibilidad y la inteligencia del lenguaje como un modo de penetrar en “lo real”: eso lo debemos al modernismo».17

Guillermo Sucre, sin embargo, no se contenta con la conciencia del lenguaje sino que llega al extremo de invertir la noción tradicionalmente aceptada según la cual el arte copia o imita la realidad. Sucre piensa que la creación literaria no se puede limitar a reproducir un contenido previo porque de ser así estaría condenada a los ex-cesos estéticos que él rechaza. Para suprimir definitivamente la tentación represen-tativa y los vicios que ella implica, nuestro autor invierte la causalidad convencional y hace del mundo una metáfora de la obra. Este giro tiene sus raíces en la estética de vanguardia, que impugna las profusiones estéticas hasta el límite de convertir a la realidad en una invención de la literatura. En efecto, según afirma Guillermo Sucre, la rebelión de la vanguardia

contra las formas consagradas por la historia [es decir contra el esteticismo] correspondía a la rebelión contra las formas realistas (temáticas, figurativas) establecidas en el arte. Es cierto que, desde el romanticismo, se había abandonado el principio de fidelidad a la naturaleza, aun el de una belleza ideal; pero la vanguardia le da un nuevo sentido a esa «desviación». No se trataba sólo de no imitar lo real; era necesario hacer de la obra una naturaleza activa, aun desligada de la subjetividad del artista; que la obra naciera de su

16 Guillermo Sucre, «Poesía hispanoamericana y conciencia del lenguaje», loc. cit., pág. 621. Nuestro autor aprecia este rechazo de los excesos realistas y esteticistas también en otros autores posteriores al modernismo. Así, por ejemplo, nos recuerda que el propio Borges impugnaba estos excesos de cosas y de palabras en la literatura española. Como dice Sucre resumiendo los argumentos contenidos en «El idioma de los argentinos» (1928), «Sin desconocer los genios que la literatura española ha dado –para él, Cervantes y Quevedo, sobre todo-, Borges no oculta su radical desacuerdo con ella. Sus múltiples argumentos podrían ser resumidos en dos: lo que él califica de “sueñera mental” y de “concepción acústica del estilo”. Lo primero se refiere a la carencia de imaginación y de verdadero sentir metafí-sico que percibe en la literatura española; es decir, su excesivo realismo, su cotidianería. Lo segundo subraya la tendencia a confundir la eficacia del estilo con la simple riqueza sonora y léxica.» (Ibíd., págs. 625-626. Cursiva mía)

17 Guillermo Sucre, «Introducción» a la Primera Parte de la Antología de la poesía hispanoamericana moderna, Vol. I, Caracas, Monte Ávila y Equinoccio, 1993, pág. 21.

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propio dinamismo interno, del continuo juego de formas. De igual modo, la belleza no precede a la obra sino que surge de ella; o lo que surge ni siquiera es una obra «bella» sino un hecho (estético) inédito, que se impone o que se instala en la realidad. La vanguardia no compara sino crea: crea realidades inexistentes en el mundo aparente, y que éste luego asimila.18

Por lo tanto, ya sea a través de la conciencia del lenguaje o a través de la inversión del vínculo poesía-realidad, lo cierto es que Sucre piensa que la obra literaria debe ser un modelo de saturación donde no haya cosas o palabras de más y donde los cuerpos y las significaciones coincidan perfectamente. Este paradigma de orden su-pone una consonancia entre el lenguaje y el mundo que anula toda distancia entre el escritor y su circunstancia y que permite al texto literario crear y descubrir la verdad esencial del hombre y del universo.

Vemos entonces que la estética de Guillermo Sucre lleva implícita una determi-nada distribución de lo sensible. Como la realidad se configura en la obra, las pautas que se imponen a la creación literaria implican simultáneamente una definición de ese mundo original que la poesía revela e inventa. Así, la búsqueda de la máxima conciliación entre los cuerpos y las significaciones que nuestro autor quiere para la poesía supone la construcción de un orden político clásico y consensual donde no hay elementos sobre-numerarios que amenacen la estabilidad del sistema. En la visión de Sucre, cuando la literatura es adecuada y carece de profusiones de cosas y de palabras encarna el orden esencial que rige en la realidad y que debe ser un modelo para la organización de la comunidad. Esa realidad esencial que se inventa en el poema es un modelo de orden donde coinciden perfectamente los cuerpos y las significaciones y donde no hay agentes suplementarios. De acuerdo a esa orde-nación, cada elemento ocupa su lugar dentro del conjunto y establece con el resto de elementos una relación de igualdad. Por lo tanto, el orden clásico que la creación crea y descubre supone el hallazgo de una realidad maravillosa que se encuentra detrás de las apariencias y de las opacidades que el poder ha establecido en el mundo 18 Guillermo Sucre, «Introducción» a la Segunda Parte de la Antología de la poesía hispanoamericana

moderna, op.cit., pág. 300. También en la obra de Vicente Huidobro, Guillermo Sucre aprecia que la invención de lo real que tiene lugar en el poema supone la cancelación los excesos de cosas y de pa-labras. Desde el principio, dice Sucre, Huidobro «opta por lo más difícil»: «no nombrar ni comentar, sino literalmente crear. “Crear un poema como la naturaleza crea un árbol”. La poesía es, por tanto, “el lenguaje de la Creación”. Añadía igualmente, precisando aún más: “Ella se desarrolla en el alba primera del mundo. Su precisión no consiste en denominar las cosas, sino en no alejarse del alba”. De este modo su estética rompía con varios prejuicios: el del “realismo” y el del “poeticismo”. El poema, para existir, no requiere reflejar la realidad; inventa otra y, quizá lo más importante, la inventa como “irrealidad”.» (Guillermo Sucre, La máscara…op.cit., pág. 263. Cursiva mía)

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sensible. En esa realidad plena los contrarios no se excluyen sino que se implican entre sí y todo finalmente se corresponde. Así, el hallazgo de los límites (estéticos y políticos) originales supone también el encuentro de un universo pleno y justo que se opone radicalmente al reparto de lo sensible planteado a un tiempo por el poder autoritario y caudillista del continente y por la «teoría de la originalidad americana» y sus consecuencias estéticas.

Según lo reconoce explícitamente el propio Guillermo Sucre al final de la se-gunda edición de La máscara, la transparencia, de 1985, su mirada crítica a lo largo del volumen se identifica finalmente con lo que él llama «la sensibilidad hispanoamericana».19 Sucre plantea, de este modo, una relación entre el reparto de lo sensible que propone su estética y el verdadero carácter continental. Así, y en contra quizás de lo que él mismo pretendía, no acaba con el discurso culturalista que desde la Independencia había estado vinculado a la tradición del ensayo y de la crítica literaria en América Latina, sino que ofrece un giro de ese discurso desde su propia perspectiva. La otra tradición (esto es, la «secta» de identidad y su mitomanía, que él vincula a las dictaduras y al autoritarismo) imponía, como hemos visto, una distancia entre la creación y la propia experiencia que daba lugar a excesos éticos y estéticos y a imposturas de diversa índole. Sucre propone, en cambio, que el verdadero carácter hispanoamericano no es el resultado de esas obras representativas y logocéntricas que establecen una separación perniciosa entre las palabras y las cosas, sino de esas otras que se amparan en la conciencia del lenguaje y logran una continuidad feliz en-tre la poesía y la vida. Al alcanzar la conciliación entre el sujeto y el objeto o, lo que es lo mismo, entre el nombre y la realidad, los mejores poetas hispanoamericanos (esos que constituyen un verdadero «linaje») descubren, desde su propia perspecti-va, la verdad esencial del hombre y del mundo. Esa verdad original es el programa que Sucre, a través de su crítica literaria, propone simultáneamente para la creación poética y para la ordenación política del continente.

Bibliografía (obras citadas)

Rancière, Jacques, «Le malentendu littéraire», en Politique de la littérature, Pa-rís, Galilée, 2007.

______________, «Borges et le mal français», en Politique de la littérature, Pa-rís, Galilée, 2007.

______________, Estética y política. El reparto de lo sensible, Santiago, Lom, 2009. 19 Ibíd., pág. 388.

La política estética de Guillermo Sucre

265

______________, La palabra muda. Ensayo sobre las contradicciones de la lite-ratura, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2009.

Sánchez, Luis Alberto, Escritores representativos de América, Madrid, Gredos, 1971.

Sucre, Guillermo, La máscara, la transparencia, Caracas, Monte Ávila, 1ª ed., 1975.

_____________, «Poesía hispanoamericana y conciencia del lenguaje», en Eco, núm. 200, Bogotá, 1978.

_____________, «Memorial, de Rafael Cadenas», en Vuelta, México, nov. 1978. _____________, «Introducción» a la Primera Parte de la Antología de la poesía

hispanoamericana moderna, Vol. I, Caracas, Monte Ávila y Equinoccio, 1993._____________, «Introducción» a la Segunda Parte de la Antología de la poesía

hispanoamericana moderna, Vol. I, Caracas, Monte Ávila y Equinoccio, 1993.

escenarios de Madriden los tieMpos del capitán alatriste

josÉ BelMonte seRRano

Universidad de Murcia

lauRa sanfelici

Universidad de Génova

En una entrevista concedida al diario El Correo Español correspondiente al 17 de diciembre de 1996, justo unas semanas después de la aparición de la novela con la que inauguraba la saga del capitán Alatriste, Arturo Pérez-Reverte aseguraba que lo que verdaderamente le impulsó a escribir este relato fue el hecho de que en un libro

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3.ª Época – N.º 20. 2015 – Págs. 267-282

RESUMEN:

El capitán Alatriste es la novela con la que, en 1996, Arturo Pérez-Reverte inaugura la serie de-dicada a este personaje. Su acción transcurre en Madrid durante el primer cuarto del siglo XVII. Se trata de una obra de aventuras en la que destaca el carácter didáctico de estas páginas, con amplias descripciones de costumbres, fiestas y ambiente de esta época, caracterizada por sus luces y sombras. Existe, además, una pormenorizada descripción del funcionamiento de los corrales de comedias donde Lope de Vega representa una de sus obras de teatro, El arenal de Sevilla. La novela supone una verdadera ruta literaria del Madrid de la época en la que el autor nos conduce de la mano.

PALABRAS CLAVE:

Arturo Pérez-Reverte. El capitán Alatriste. Ma-drid del siglo XVIII. Fiestas y vida cotidiana. Tea-tro español del Barroco

ABSTRACT:

El capitán Alatriste is the novel with which, in 1996, Arturo Pérez-Reverte inaugurated the series devoted to this eponymous character. The action takes place in Madrid during the first quarter of the XVIIth Century. This is an adventure novel in whose pages its didactic nature stands out, with its broad description of customs, festivals and ambience of the period, characterised by its en-lightened and its dark features. Furthermore, the-re is a detailed description of the workings of the «corrales de comedias» where Lope de Vega put on one of his plays Los arenales de Sevilla. The novel constitutes a true literary route in which the author leads us by the hand through the Madrid of the period.

KEY WORDS:

Arturo Pérez-Reverte. Adventures of El capitán Alatriste. XVIIth Century Madrid. Festivals and daily life. Spanish Theatre of the Baroque.

josÉ BelMonte seRRano - lauRa sanfelici

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de texto de su hija Carlota, por entonces estudiante de enseñanza secundaria, se le dedicara veinte páginas a los últimos años de la historia de España «y liquidaba el Siglo de Oro en página y media».

Nace, pues, la aventura de este espadachín a sueldo en el Madrid del rubicundo y mujeriego Felipe IV con una clara intención didáctica que la crítica, con el transcu-rrir de los años, ha sabido ver y reseñar. Así, en nuestro propio trabajo «La novela y su didáctica: El club Dumas y El capitán Alatriste», aparecido, en primer lugar, en 1998, y reintegrado con posterioridad en el libro Arturo Pérez-Reverte: la sonrisa del cazador, dejábamos constancia de la habilidad de nuestro novelista a la hora de trazar en estas páginas

un itinerario geográfico, una ruta literaria, que el lector puede seguir fácilmente con la ayuda de un mapa desplegado sobre la mesa. El autor nos hace así sentir y palpar la época en la que viven y se mueven sus criaturas […] En El capitán Alatriste hallamos toda una extensa gama de sonidos, olores y sabores: el siseo metálico e interminable de la vaina de una espada toledana, el ruido de los cascos de los caballos y las mulas, el olor a fritanga de las tabernas madrileñas1.

De igual modo, tanto José Perona, en el prólogo de la edición de bolsillo de El capitán Alatriste de 2001, que nosotros manejamos para el presente estudio, como Jaime García Padrino, en su trabajo titulado «Alatriste en las aulas. ¿La más difícil aventura?», inciden en este mismo asunto. Perona asegura que los hechos reales que en esta novela se cuentan, así como los personajes reales, comedias y ambientes reales, dan lugar a «una forma didáctica y gozosa de adentrarse en los vericuetos de la historia»2. Por su parte, García Padrino insiste, asimismo, en ese claro propósito didáctico de la obra. Y añade:

El autor ha buscado tanto al lector adulto, dominador de las referencias explícitas del texto literario, como a esos otros más jóvenes que, por los planteamientos educativos actuales, necesitan una amena y atractiva introducción y presentación de unos episodios que, sin faltar o traicionar la verdad histórica, debemos conocer bien para entender nues-tra realidad social como pueblo heredero de una larga y compleja realidad cultural.3

1 José Belmonte Serrano, «La novela y su didáctica: El club Dumas y El capitán Alatriste», en José Belmonte Serrano, Arturo Pérez-Reverte. La sonrisa del cazador, Murcia, Nausícaä, 2002, pág. 99.

2 José Perona, «Una ficción novelesca de la historia», en Arturo Pérez-Reverte, El capitán Alatriste, Madrid, Alfaguara, 2001, pág. 10.

3 Jaime García Padrino, «Alatriste en las aulas. ¿La más difícil aventura?», en José Belmonte y José Manuel López de Abiada (eds.), Alatriste, la sombra del héroe, Madrid, Alfaguara, 2009, pág. 124.

Escenarios de Madrid en los tiempos del capitán Alatriste

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Pérez-Reverte, junto con su hija Carlota, que también firma la novela, lleva a cabo una laboriosa y exhaustiva labor de investigación previa a la escritura pro-piamente dicha. Ha entendido como nadie que en un relato de fondo histórico es preciso, en primer lugar, seducir al lector, no sólo poniendo ante él una trama sólida, bien tejida y trenzada, además de divertida, sino, asimismo, echando mano de todos aquellos elementos que contribuyan a dar sensación de verdad a su fábula. Están, sin duda alguna, esos elementos históricos recogidos en los manuales y en los estudios especializados en la materia, pero, junto a ello, se demora lo necesario para recrear ese otro mundo cotidiano e intrahistórico, utilizando no solo su vasta cultura sino también su larga experiencia de reportero al que parece habérsele concedido el pri-vilegio de poder viajar en el tiempo y vivir en primera persona los hechos que relata.

El capitán Alatriste representa, sin duda ninguna, más que ningún otro volumen de la saga, la aventura madrileña de este entrañable personaje. Aunque, de igual modo, en Limpieza de sangre (1997) y El caballero del jubón amarillo (2003), la segunda y quinta entrega respectivamente, seguimos en el mismo ámbito, en el fas-cinante, oscuro y glorioso a un tiempo, Madrid de los tiempos de Felipe IV. En la no-vela de 1997 el lance se centra en torno a la temida y temible Inquisición. En el relato de 2003, el teatro, al que se le concederá una considerable importancia en el volumen primero, ocupa un lugar destacado. Después, en los tomos siguientes, Pérez-Reverte nos traslada a diversos escenarios, como Flandes, Sevilla, el Mediterráneo y ciertos lugares de Italia y Venecia.

Estamos, como decíamos al inicio de este trabajo, en la España del reinado de Felipe IV y su valido Olivares, al que Pérez-Reverte, con su habitual maestría, des-cribe, con absoluta precisión, en poco más de una línea: «Un hideputa con pintas, hábil y peligroso, más listo que el hambre»4. Es el tiempo de Felipe IV y también del pontífice Gregorio XV, del que no nos proporciona mayores noticias. La acción de esta primera aventura del capitán Alatriste transcurre, según deja apuntado el propio narrador, Íñigo de Balboa, en primera persona, en «mil seiscientos y veintitantos, poco más o menos»5, sin precisar más la fecha, puesto que da la impresión de estar contando los hechos de memoria muchos años después, ya en su vejez. El monarca no tiene un papel muy relevante en la obra. Sabemos de su existencia, de su gusto por la cacería y por las damas y lo vemos asistiendo a la representación de una obra de Lope de Vega en el Corral del Príncipe. Allí, Íñigo de Balboa, alertado por los fuertes aplausos, ve por primera vez los

4 Arturo Pérez-Reverte, El capitán Alatriste, Madrid, Alfaguara, 2001, pág. 131.5 Ibíd., pág. 29.

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rasgos pálidos, el cabello rubio y ondulado en la frente y en las sienes, y aquella boca con el labio inferior prominente, tan característico de los Austrias, y libre todavía del enhiesto bigote que luciría después. Vestía nuestro monarca de terciopelo negro, con golilla almi-donada y sobrios botones de plata –fiel a la pragmática de austeridad contra el lujo en la Corte que él mismo acababa de dictar–, y en la mano pálida y fina, de azuladas venas, sostenía con descuido un guante de gamuza que a veces se llevaba a la boca para ocultar una sonrisa o unas palabras con sus acompañantes.6

El monarca importa poco en esta ocasión, al margen de esos detalles puntuales con los que, en apenas un par de pinceladas, Pérez-Reverte lo describe con preci-sión. Al escritor cartagenero le seduce ese otro mundo de la fiel infantería, de los ciudadanos de a pie que sufren con resignación las adversidades de un imperio que se desmorona definitivamente. No en vano, historiadores como José Ignacio Fortea aseguran que «la vida cotidiana de los españoles de este tiempo se hallaba bastante más mediatizada por el curso de las decisiones tomadas en su cercanía que por las dispuestas en el entorno del monarca». 7

Lo que importa es reflejar ese ambiente del primer cuarto del siglo XVII. Un tiempo caracterizado, como certifican todos los estudios sobre esta época, por la crisis, la conflictividad social y la decadencia. Uno de estos reputados historiado-res, Henry Kamen, asegura que «fue un tiempo de crisis en el que los españoles cuestionaron todos sus valores tradicionales».8 Algo que, inexorablemente, obligó a algunos pensadores a cuestionar no sólo la política económica, sino también todos los postulados en que se basaba la política oficial. Por lo que «Se lanzaron ataques contra la mala distribución de la riqueza, contra los prejuicios raciales y contra la injusticia social».9

También habla de una época poco propicia para el normal desarrollo de la vida de los más modestos Carlos Martínez Shaw a causa del pauperismo extendido por toda la Península, así como por «la escasez de oportunidades que provoca el aumento de la conflictividad social».10 La respuesta a la crisis agraria, subraya este mismo autor, fue el bandolerismo que floreció en regiones como Valencia, Andalucía, Murcia y la propia Castilla. «Finalmente –concluye Martínez Shaw–, otra de las formas más 6 Arturo Pérez-Reverte, op. cit., pág. 211.7 José Antonio Fortea, «Las ciudades, sus oligarquías y el gobierno del Reino», en Antonio Feros y Juan

Gelabert (dirs.), Madrid en los tiempos del Quijote, Madrid, Taurus, 2004, pág. 235.8 Henry Kamen, «Vicisitudes de una potencia mundial, 1500-1700», en Raymond Carr (ed.), Historia

de España, Barcelona, Península, 2001, pág. 168.9 Ibíd., pág. 169.10 Carlos Martínez Shaw, «La decadencia del siglo XVII», en Javier Tusell (dir.), Historia de España,

Madrid, Taurus, pág. 169.

Escenarios de Madrid en los tiempos del capitán Alatriste

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recurrentes de la contestación social en el siglo XVII fueron los motines antifisca-les, como consecuencia lógica de la desmedida presión tributaria ejercida por la Monarquía».11

El propio Diego Alatriste es uno de esos muchos soldados que ha dejado de perci-bir los menguados dineros que el Estado le había concedido. Casi al final de la obra, el todopoderoso Olivares, tras una larga y tensa entrevista con el capitán, le entrega un documento firmado por Ambrossio de Spínola «para que se le concedan cuatro escudos a don Diego Alatriste por servicios en Flandes. Eso le ahorrará por algún tiempo andar buscándose la vida entre cuchillada y cuchillada…».12

Para Thompson, según nos advierte en su estudio titulado «La guerra y el sol-dado», «El retrato que a grandes pinceladas traza Cervantes del soldado empujado por la pobreza a buscar la riqueza y la gloria en el ejército, condenado no obstante a seguir siendo de por vida un menesteroso, estaba muy cerca de la realidad».13 En un volumen monográfico dedicado a toda la serie de novelas sobre el capitán Alatriste, otro historiador, Javier Guillamón, tras analizar detenidamente todo lo referente a los tercios españoles, unidad integrada por piqueros, arcabuceros y mosqueteros al mando de un maestre de campo, nos proporciona puntuales noticias sobre la agitada vida de un soldado español durante esta época:

Sea como fuere, el soldado pertenecía a un grupo social de clase inferior, esto es, la que está por debajo, perteneciente al pueblo, entendiendo éste socialmente, no políticamente. La vida de un soldado era muy dura, monótona y plagada de castigos. Si de cara a la galería los ejércitos eran esplendorosos, el oficio de soldado era el de un mero servidor sediento de aventuras, vivaracho y divertido, que gustaba del canto y de los naipes, que mataba el tiempo y olvidaba las penas. 14

No sabemos con exactitud si Diego Alatriste y Tenorio es el paradigma de estos soldados ociosos la mayor parte de las veces, que terminan por sacarle partido a sus desgraciadas vidas. En todo caso, en las páginas de esta primera entrega, Pérez-Reverte tiene un gran interés en mostrarnos el día a día de uno de estos espadachines. Y lo logra aportando valiosos detalles a través de las palabras de Íñigo de Balboa, 11 Ibíd., pág. 317.12 Arturo Pérez-Reverte, op. cit., pág. 239.13 I. A. A. Thompson, «La guerra y el soldado», en Antonio Feros y Juan Gelabert (dirs.), España en

tiempos del Quijote, Madrid, Taurus, pág. 181.14 Javier Guillamón, «Las coordenadas espacio-temporales del soldado en la época de Alatriste», en

José Belmonte y José Manuel López de Abiada (eds.), Alatriste, la sombra del héroe, Madrid, Alfa-guara, 2009, págs. 159-160.

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que conoce al dedillo los movimientos de su amo. Sabemos, por ejemplo, cuál es su vestimenta cuando el propio narrador ayuda a Alatriste a ponerse su indumentaria tras haber pasado una temporada en la cárcel:

Lo asistí mientras se vestía despacio, con descuido, el jubón gris oscuro y los calzones del mismo color, que eran de los llamados valones, cerrados en las rodillas sobre los borce-guíes que disimulaban los zurcidos de las medias. Se ciñó después el cinto de cuero que yo había engrasado cuidadosamente durante su ausencia, e introdujo en él la espada de grandes gavilanes cuya hoja y cazoleta mostraban las huellas, mellas y arañazos de otros días y otros aceros.15

Páginas más adelante, en el mismo capítulo, «La taberna del turco», aparece Ma-drid, la capital del reino y de un imperio que se resquebraja,

lleno de viejos soldados que malvivían en calles y plazas, con el cinto lleno de cañones de hoja de lata: aquellos canutos donde guardaban sus arrugadas recomendaciones, memo-riales e inútiles hojas de servicio, que a nadie importaban un bledo. En busca del golpe de suerte que no llegaba jamás.16

La otra cara de la moneda está compuesta por personajes –pocos y muy escogi-dos– como Álvaro Luis Gonzaga de la Marca y Álvarez de Sidonia, conde de Gua-dalmedina, amigo y protector de Diego Alatriste, a pesar de la enorme diferencia en cuanto a su estatus social. El treintañero conde, según se le describe en estas páginas, «era apuesto, elegante, y tan rico que podía perder en una sola noche 10.000 ducados en el juego o con una de sus queridas sin alzar siquiera una ceja».17 Y por si todo ello fuera poco, acapara el título de grande de España, por lo que tenía el privilegio de es-tar cubierto en presencia del propio monarca, con el que, además, le unía la amistad.

La primera entrega de El capitán Alatriste está ambientada en su totalidad en Madrid, aunque hay, de vez en cuando, breves alusiones a lugares como Flandes o Rocroi, las plazas europeas por las que lucha España desesperadamente para conser-var su ya menguado imperio. Un Madrid en el que están presentes sus más señeros rincones (la Plaza Mayor, la Puerta Sol, las calles Montera, Infantas, Barquillo, To-ledo, etc.), aunque, en esta ocasión, focalizado, como luego comprobaremos, en tres espacios principales en los que se desarrolla gran parte de la acción: la Taberna del Turco, las gradas de San Felipe y el corral de comedias del Príncipe. 15 Arturo Pérez-Reverte, op. cit., pág. 33.16 Arturo Pérez-Reverte, op. cit., págs. 41-42.17 Ibíd., pág. 109.

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No conviene desechar por completo, sin embargo, ese pasaje, perteneciente al capítulo VII, titulado «La rúa del Prado», en el que Pérez-Reverte, con toda suerte de detalles explica al lector lo que significa «hacer la rúa». Se trata, en suma, de un paseo tradicional de aquella época concreta, en el que «todo Madrid recorría en carroza, a pie o a caballo, bien por la carrera de la calle Mayor, entre Santa María de la Almudena y las gradas de San Felipe y la puerta del Sol, o bien prolongando el itinerario calle abajo, hasta las huertas del duque de Lerma, el monasterio de los Je-rónimos y el Prado del mismo nombre».18 El narrador cartagenero, de manera opor-tuna, a propósito de esos curiosos paseos, saca a colación y reproduce unos versos de Calderón de la Barca extraídos de una de sus comedias:

Por la mañana estaréen la iglesia a que acudís;por la tade, si salísen la Carrera os veré; al anochecer iréal Prado, al coche arrimado;luego, en la calle embozado;ved si advierte bien mi amorhoras de calle Mayormisa, reja, coche y Prado.

En la novela que analizamos, hay un pasaje en el que Pérez-Reverte, a través de los ojos y la pluma de Íñigo de Balboa, parece querer hacernos partícipes del itine-rario seguido por don Diego que, contra su voluntad, es conducido en una carroza para dar cuenta del incumplimiento del compromiso adquirido días antes con unos enmascarados:

Pasaron ante el colegio de la Compañía de Jesús, calle de Toledo abajo, y en la plazuela de la Cebada, sin duda para evitar vías concurridas, torcieron hacia el cerrillo de la fuente del Rastro antes de volver de nuevo a la derecha, casi en las afueras de la ciudad; muy cerca del camino de Toledo, del matadero y de un viejo lugar que era antiguo cementerio moro, y de ahí conservaba, por mal nombre, el de Portillo de las Ánimas. Sitio que, por su macabra historia y a tan funesta hora, no resultaba tranquilizador en absoluto. 19

18 Ibíd., pág. 144.19 Arturo Pérez-Reverte, op. cit., pág. 156.

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En la Taberna del Turco, «bodegón de los llamados de comer, beber y arder en la esquina de las calles Toledo y del Arcabuz, a quinientos pasos de la Plaza Mayor»,20 monta su cuartel general el capitán Alatriste. La importancia de este lugar es tal que Pérez-Reverte se sirve de ese nombre tan rotundo y sonoro para titular el primer capítulo de la novela. Caridad la Lebrijana, «que había sido puta y todavía lo era con el capitán de vez en cuando, aunque de balde»21 es quien regenta el garito. Allí tiene lugar una animada tertulia, en torno a una de las mejores mesas. Los habituales: Alatriste, Quevedo, el Licenciado Calzas, Juan Vicuña, el Dómine Pérez y el Tuerto Fadrique, boticario de Puerta Cerrada. Todos ellos tendrán su minuto de gloria. Unas líneas dedicadas a su trayectoria vital, a su modo de ser y de sentir. El Dómine Pérez, con su natural bondadoso y sus latines que «solían obrar un efecto sedante»22. El Licenciado Calzas, «un leguleyo listo, cínico y tramposo, asiduo de los tribunales, especialista en defender causas que sabía convertir en pleitos interminables hasta que sangraba al cliente de su último maravedí».23 El Tuerto Fadrique que, páginas más adelante, se empeña en mostrar al Dómine Pérez «las propiedades laxantes de la corteza de nuez negra del Indostán».24 Los poderes económicos de origen popular, la cruz y la espada reunidos en torno a unas jarras de vino de San Martín de Valdei-glesias o un tinto de Valdemoro. La atmósfera tabernaria es tan seductora que Pérez-Reverte, consciente de ello, del interés del lector por ahondar aún más en este asunto, nos aporta unos valiosos datos que dan una idea cabal del ambiente madrileño de aquella época:

en tiempos de nuestro Cuarto Felipe la taberna era una de las cuatrocientas donde podían apagar su sed los 70.000 vecinos de Madrid –salíamos a una taberna por cada 175 indivi-duos–, sin contar mancebías, garitos de juego y otros establecimientos públicos de moral relajada o equívoca, que en aquella España paradójica, singular e irrepetible, se veían tan frecuentados como las iglesias, y a menudo por la misma gente.25

Bernard Vincent, en su trabajo titulado «La sociedad española en la época del Quijote», se lamenta por el hecho de que, hasta ahora, los historiadores hayan pres-tado muy poca atención a las ventas, mesones y posadas:

20 Ibíd., pág. 65.21 Ibíd., pág. 35.22 Ibíd., pág. 37.23 Ibíd., pág. 37.24 Arturo Pérez-Reverte, op. cit., pág. 72.25 Ibíd., pág. 66.

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Sin embargo, estos lugares desempeñaron en la España del Antiguo Régimen un papel esencial. Por una parte, constituían una red muy densa; sabemos que hacia 1560-1570 ha-bía 28 en Burgos, 27 en Medina del Campo, 17 en Salamanca, 23 en Segovia y 25 en Va-lladolid. En la actualidad todavía existe en Granada una calle cuyo nombre es ‘Mesones’, y que recuerda la multitud de establecimientos que acogían sobre todo a comerciantes e individuos que llegaban a la ciudad por causa de los procesos que se instruían en la Real Chancillería.26

Arturo Pérez-Reverte le da un carácter aún más realista si cabe a su relato apor-tando detalles sobre la modesta gastronomía, propia de la época, que se servía en estos lugares de dudosa limpieza, con olor a humedad y serrín, sobre todo los días de lluvia. A los ya citados vinos procedentes de lugares próximos a Madrid, hay que añadir otros alimentos sólidos, como la sopa de migas de pan, los huevos cocidos, la empanada de pollo y, de postre, las obleas y barquillos.

Al caer la noche, Madrid es una ciudad peligrosa. Carece de iluminación noc-turna, al margen de unas pocas lamparillas votivas a los pies de imágenes de santos en esquinas y portadas de conventos. Las cuadrillas de alguaciles sólo patrullan las calles principales. La gente se va a la cama muy temprano, tanteando las paredes del interior de las casas, o aprovechando la amortiguada y mortecina luz de una vela de sebo. Las calles, según se recoge en las páginas del Capitán Alatriste, son, además de oscuras como boca de lobo, estrechas. A la media noche, los vecinos, al grito de agua va, «arrojaban inmundicias por la ventana»,27 en tanto que «los matones a sueldo y los salteadores acechaban a sus víctimas en la oscuridad de las calles desprovistas de alumbrado».28

No conviene olvidar que Alatriste y su improvisado compañero Gualterio Mala-testa aprovechan la oscuridad de estas calles del Madrid del XVII para llevar a cabo el lance de armas que unos enmascarados, que no ven con agrado un posible matri-monio entre el inglés hereje y una española, le encargan poniendo sobre la mesa una importante suma de dinero. El capítulo titulado «La emboscada», donde tiene lugar el asalto a ese par de viajeros por parte de los dos espadachines a sueldo, se caracte-riza por la presencia persistente, casi material, de la oscuridad y las tinieblas. Pérez-Reverte describe minuciosamente, con enorme maestría, el leve siseo de la espada al desenvainar, la respiración honda, «para vaciar del pecho los malos humores»,29

26 Bernard Vincent, «La sociedad española en la época del Quijote», en Antonio Feros y Juan Gelabert (dirs.), España en los tiempos del Quijote, Madrid, Taurus, 2004, pág.66.

27 Arturo Pérez-Reverte, op. cit., pág. 46.28 Ibíd., pág. 46.29 Ibíd., pág. 92.

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de los contendientes, las sombras que se proyectan sobre las paredes, como figuras chinescas, propiciadas por un solitario y lejano farol.

Frente al escenario cerrado que representa la Taberna del Turco, los llamados mentideros de la Corte suponen unos espacios de tránsito constante. Entre los gran-des placeres de la época uno era, sin duda, el conversar y murmurar. Las plazas y los exteriores de las propias iglesias son los escenarios ideales. Los más asiduos son los hombres. La presencia de mujeres resulta dudosa. A las damas que se confunden entre pobres, mendigos y desharrapados, se les llama en la novela «mujerzuelas«. Por la tarde, cuando de nuevo se animaban las gradas, a la hora de la rúa en la calle Mayor, era el momento «para ver pasar a las damas en sus carrozas, a las mujeres equívocas que se las daban de señoras, o a las pupilas de las mancebías cercanas [...]: motivo todas ellas de conversación, requiebros y chanzas». 30

El capítulo IX de El capitán Alatriste está dedicado en su integridad a las gradas más famosas de toda la Corte, las de San Felipe. Pérez-Reverte, de manera muy pedagógica, comienza por definir, en primer lugar, lo que es un mentidero: «lugar de cita de los ociosos y centro de toda suerte de noticias, hablillas y murmuraciones que por Madrid corrían».31 A continuación enumera los tres mentideros más famosos de entonces: San Felipe, Losas de Palacio y Representantes. La iglesia agustina de San Felipe, las gradas que aquí nos interesa y en las que pone todo el interés Pérez-Reverte, estaban situadas entre las calles de Correos, Mayor y Esparteros. Se trata de una especie de palco desde el que se podía contemplar el paso de la gente y el de los carruajes. El bullicio y el entusiasmo de las improvisadas tertulias propician la mez-cla de oficios y clases sociales. En ellas «fanfarroneaban los soldados, chismorrea-ban los clérigos, se afanaban los ladrones de bolsas y lucían su ingenio los poetas». 32

Eran habituales de estos mentideros Lope, Quevedo y el mejicano Alarcón, a la búsqueda, imaginamos, de lances, motivos y personajes con los que embastar sus comedias. Las campanas de la iglesia vecina marcaban el horario de estos impro-visados encuentros: desde las once hasta el tañido de la campana llamando al rezo del ángelus. Y, de nuevo, por la tarde, a la hora de la rúa hasta el toque de oración, momento en el que todos «se dispersaban hasta el día siguiente, cada uno a su casa y Dios a la de todos».33 Se hablan de los asuntos del día, de la guerra que libra España en Flandes, en Italia o las Indias. Pero, junto a ello, chispean los epigramas y los chistes, al tiempo que «se cubría de fango la honra de las damas, las actrices y los 30 Ibíd., pág. 189.31 Ibíd., pág. 187.32 Arturo Pérez-Reverte, op. cit., pág. 187.33 Ibíd., pág. 189.

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maridos cornudos».34 En las gradas de San Felipe tiene lugar uno de los pasajes que Íñigo de Balboa, como él mismo nos confiesa, recordará hasta su muerte. Lope de Vega, con gesto espontáneo, cargado de simpatía, le toca un instante la cabeza: «Fue la primera vez que lo vi, aunque tendría después otras ocasiones; y recordaré siempre su continente sexagenario y grave, su digna figura clerical vestida de negro, el rostro enjuto con cabellos cortos, casi blancos, el bigote gris y la sonrisa cordial, algo au-sente, como fatigada, que nos dedicó a todos antes de proseguir camino rodeado por muestras de respeto».35

La presencia en estas páginas de la figura de Lope, el Fénix de los Ingenios, sirve de excusa a nuestro autor, a Arturo Pérez-Reverte, para reflexionar y poner sobre el tapete uno de los asuntos que con mayor insistencia aparecen a lo largo de la novela: el brutal contraste que se produce en esta época de luces y sombras, de esplendor y miseria a un tiempo, en ese «escenario maravilloso y trágico que llama-mos España».36 La corrupción es moneda corriente durante estos años. Guadalme-dina, hombre de posición muy elevada, cercana al propio rey, no oculta a su amigo Alatriste, en absoluto sorprendido por sus palabras, que «en esta España austríaca, querido, con oro puede comprarse por igual al noble que al villano. Todo lo tenemos en venta, salvo la honra nacional; e incluso con ella traficamos de tapadillo a la pri-mera oportunidad».37 España, se nos recuerda páginas más adelante, gasta el oro y la plata de América «en festejos vanos, en enriquecer a funcionarios, clérigos, nobles y validos corruptos, y en llenar con tumbas de hombres valientes los campos de batalla de media Europa. 38 Uno de los estudiosos de la obra revertiana, Brian J. Dendle pone en contacto al autor de El capitán Alatriste con dos de los mejores narradores es-pañoles de todos los tiempos: «Los juicios pesimistas que expresa el narrador sobre esa España tocada de muerte en el alma son dignos de un Galdós o de un Baroja».39

Uno de los párrafos más brillantes de esta primera entrega de las aventuras del capitán Alatriste resulta de la reflexión que lleva a cabo Íñigo de Balboa en la que pone de relieve ese profundo contraste al que antes aludíamos entre esa España ge-neralizadamente corrupta, de gobernantes ambiciosos e ineptos, y esa otra España que, pasados los años, ha merecido el nombre de Siglo de Oro:

34 Ibíd., pág. 188. 35 Ibíd., pág. 198.36 Ibíd., pág. 199.37 Ibíd., pág. 130.38 Ibíd., pág. 184.39 Arturo Pérez-Reverte, op. cit., pág. 130.

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A ese tiempo infame lo llaman siglo de Oro. Mas lo cierto es que, quienes lo vivimos y sufrimos, de oro vimos poco; y de plata, la justa. Sacrificio estéril, gloriosas derrotas, co-rrupción, picaresca, miseria y poca vergüenza, de eso sí que tuvimos a espuertas. Lo que pasa es que luego uno va y mira un cuadro de Diego Velázquez, oye unos versos de Lope o de Calderón, lee un soneto de don Francisco de Quevedo, y se dice que bueno, que tal vez mereció la pena. 40

El tercer escenario en donde se desarrolla una parte muy destacada de la acción está ubicado en el corral de comedias del Príncipe. La novela camina ya hacia su desenlace final. Alatriste, su sirviente Íñigo de Balboa, Quevedo y otros amigos, no pueden perderse de ninguna manera el estreno de la obra de Lope El Arenal de Sevilla. El constante didactismo del relato obliga a Pérez-Reverte a explicar al lector ciertos aspectos básicos de este tipo de comedias del siglo de Oro. En primer lugar, que están escritas en verso y compuestas por tres actos o jornadas. Sus autores, sobre todo los consagrados, eran queridos y aclamados por el público y respetados en la corte. Una acción que se desarrolla en unas tres horas y la luz de día, siempre después de comer y en locales al aire libre conocidos como corrales: «Dos había en Madrid: el del Príncipe, también llamado de La Pacheca, y el de la Cruz. Lope gusta-ba de estrenar en este último, que era también favorito del rey nuestro señor, amante del teatro como su esposa, la reina doña Isabel de Borbón».41

César Oliva en su minucioso estudio sobre Alatriste y el teatro del siglo de Oro, sostiene que, a lo largo de esta obra, existe una verdadera fascinación por el teatro, la cual se retoma y prolonga años después con la aparición de El caballero del jubón amarillo: «Escenarios y personajes desfilan por estas páginas retratando un gremio que, por sensibilidad y sentido de lo plebeyo, encaja perfectamente con la naturaleza de esos tipos que habitan el gran teatro del mundo y, más concretamente, el de un imperio venido a menos».42 Frente a la Inquisición reinante, frente a la corrupción, la guerra, el hambre y el ambiente político irrespirable, se percibe, como ha señalado José Perona, un resquicio de claridad: «entra a borbotones la vida de las fiestas, el jolgorio de los mentideros, la alegría de vivir de los teatros».43

Pérez-Reverte no tiene prisa en llegar al desenlace de la acción, que prácticamen-te tendrá lugar en el propio corral de comedias, cuando Alatriste hace frente, con la estimable ayuda de Quevedo y del mismísimo heredero de la corona inglesa, ante 40 Ibíd., pág. 126.41 Ibíd., págs. 203-204.42 César Oliva, «Alatriste en el corral de comedias», en Alatriste, la sombra del héroe, ed. José Belmon-

te y J. M. López de Abiada, Madrid, Alfaguara, 2009, págs. 323-324.43 José Perona, op.. cit., pág. 12.

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la mira atónita del rey, a los sicarios enviados por la Inquisición para acabar con su vida. El autor de la novela, sin duda entusiasmado, describe minuciosamente, sin pri-sa, sin escamotearnos detalle alguno, el bullicioso ambiente, a esas horas del día, que se respira en los alrededores del recinto donde se va a representar la obra de Lope:

A las dos de la tarde, la calle del Príncipe y las entradas al corral eran un hervidero de comerciantes, artesanos, pajes, estudiantes, clérigos, escribanos, soldados, lacayos, escu-deros y rufianes que para la ocasión se vestían con capa, espada y puñal, llamándose todos caballeros y dispuestos a reñir por un lugar desde el que asistir a la representación. A ese ambiente bullicioso y fascinante se sumaban las mujeres que con revuelo de faldas, man-tos y abanicos entraban a la cazuela, y eran allí asaeteadas por los ojos de cuanto galán se retorcía los bigotes en los aposentos y en el patio del recinto. 44

En El capitán Alatriste se combinan, pues, los espacios abiertos con los espacios cerrados. Don Diego, por su manera de ser, parece sentirse más seguro siempre en la calle, en esos escenarios al aire libre si nos atenemos a lo que sucede en la novela. El primer espacio cerrado de la obra aparece ya en las primeras páginas: la vieja cárcel de la Corte en donde Alatriste ha pasado tres semanas. Después, la taberna del Turco, donde reside el espadachín, lugar en el que se reúne y monta una agradable tertulia con sus amigos, con Quevedo, con el boticario, el Licenciado Calzas, Juana Vicuña, etc. Sabemos, asimismo, de los favores que, desinteresadamente, le prestaba la aún atractiva Caridad la Lebrijana, dueña del recinto. Pero, a pesar de todo ello, son muchas las noches que el capitán se ve obligado a pasar en vela, vestido y con la daga debajo de la almohada, con un ojo abierto y otro cerrado porque sabe que la justicia le puede prender en cualquier momento y dar de nuevo con sus huesos en las temidas cárceles de entonces.

El recinto cerrado más temible para Alatriste está situado en el llamado Portillo de las Ánimas, de cuya situación en el plano de Madrid dábamos cuenta líneas más atrás. Un lugar apartado, poco transitado, y mucho más a esas horas de la noche, al que llevan detenido a Alatriste. Se trata, como se indica en estas páginas, de una casa «de apariencia ruin, con dos pequeñas ventanas y un zaguán grande que más parecía entrada de caballerías que otra cosa; sin duda una vieja posada para tratantes de ganado».45 Gran parte del capítulo VIII, así titulado, «El Portillo de las Ánimas», transcurre, pues, en este recinto cerrado. Allí Alatriste es interrogado, «un interro-gatorio en regla, menester en el que el fraile dominico se veía a sus anchas».46 Un 44 Arturo Pérez-Reverte, op. cit., pág. 205.45 Arturo Pérez-Reverte, op. cit., pág. 156.46 Ibíd., pág. 159.

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inquisidor y su acompañante, que, de vez en cuando, se inclina sobre la mesa para mojar la pluma en el tintero. Alatriste intuye que esa podría ser su última noche: «El coleto de piel de búfalo le daba mucho calor; o tal vez sólo fuese efecto de la apren-sión cuando miraba alrededor, suspicaz, preguntándose de dónde iban a salir los ver-dugos que debían estar ocultos, dispuestos a caer sobre él y conducido maniatado a la antesala del infierno».47 Sale con vida del interrogatorio, pero ya en la calle consigue burlar a sus atacantes gracias a la intervención del joven Íñigo, quien había seguido los pasos de la temible carroza presagiando el peligro inminente. Ni siquiera la casa de su amigo el conde de Guadalmedina es un lugar seguro. En él llega, incluso, a alojarse, no por devolverle la visita, sino porque tiene que esconderse durante algún tiempo tras la fracasada aventura con los dos ingleses, cuya identidad ya conoce. El conde le recuerda que con su pendencia se ha metido en un buen lío y le conmina a que desaparezca de Madrid de manera inmediata, al menos durante un buen tiempo. Ni siquiera en el corral de comedias, recinto acotado, pero no cerrado por completo, está seguro don Diego. Allí, como ya se dejó indicado, unos sicarios enviados por la Inquisición quieren que su silencio sea definitivo. La lucha a muerte con la espada que se produce es digna del mejor cómic, de la mejor película de acción. Arturo Pérez-Reverte, con la habilidad de un excelente narrador, cierra el círculo y el inglés devuelve el favor que había obtenido de Alatriste al perdonarle éste la vida en una calle madrileña durante una noche oscura y silenciosa.

En el exterior del teatro, sin embargo, antes de representar la obra, la alegría y el bullicio cunden por doquier. Como sucede durante las fiestas que el pueblo de Ma-drid le tributa al sucesor de la corona inglesa. En una sociedad basada por completo en los caprichos de un valido y en las constantes arbitrariedades de un aparato repre-sor, magníficamente engrasado, como la Inquisición, la fiesta, el jolgorio es la válvu-la de escape de unos ciudadanos que poco tienen que agradecer a sus gobernantes, a los más ricos y poderosos. Una fiesta de toros y cañas en la Plaza Mayor a la que se suma el propio e inútil monarca, Felipe IV, quien, con un arcabuz, baja a la plaza y abate de un disparo a un toro «por su bravura, no podía ser desjarretado ni reducido; y nadie, ni siquiera las guardias española, borgoñona y tudesca que guarnecían el recinto, osaba acercarse a él».48

Pérez-Reverte no deja pasar la ocasión para reflexionar sobre este gesto de un monarca muy querido por su pueblo, amén de galán jinete, buen tirador, aficionado a la caza y a los caballos, pero ajeno por completo a la gobernanza:

47 Ibíd., pág. 161..48 Ibíd., pág. 182.

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Si Felipe IV se hubiera puesto al frente de los viejos y gloriosos tercios y hubiera reco-brado Holanda, vencido a Luis XIII de Francia y a su ministro Richelieu, limpiando el Atlántico de piratas y el mediterráneo de turcos, invadido Inglaterra, izado la cruz de San Andrés en la Torre de Londres y en la Sublime Puerta, no habría despertado tanto entusiasmo entre sus súbditos como el hecho de matar un toro con personal donaire…49

Alatriste se mueve como pez en el agua por las calles del Madrid del siglo XVII. Ese es su medio natural. Son, en la mayoría de los casos, espacios muy concretos, de renombre, para que el lector de hoy pueda seguir ese itinerario de memoria. Esta ruta literaria, de indudable didactismo, incluye, no por casualidad, el Alcázar Real, residencia del rey y su familia, el convento de las Descalzas Reales, la iglesia de San Ginés, una de las parroquias más antiguas de Madrid. En ella fue bautizado Quevedo en 1580 y contraído matrimonio Lope de Vega en 1588. La Plaza Mayor, la gran obra del padre del monarca, de Felipe III, el Puente de Segovia sobre el río Manzanares, la Puerta del Sol, plaza de origen medieval, paso obligado entre el Prado, el alcázar Real y la Plaza Mayor, y la casa de las Siete Chimeneas, construida en 1577 –fla-mante, pues, durante los años en los que vive Alatriste–, y que albergó a muchos personajes célebres a lo largo de la historia.

Es la España, gloriosa y sublime, pendenciera y miserable, del siglo XVII. ¿La España de siempre, la actual, incluso? Arturo Pérez-Reverte, con su ya acostumbra-da contundencia, sin dudarlo ni un solo instante, responde así:

Cuando por motivos de documentación y ambientación, comencé a leerme nuevamente a Quevedo y a Lope, y a toda la picaresca del XVII, así como el teatro de Tirso y Ruiz de Alarcón, me di cuenta de que existía una gran cantidad de lazos entre aquel tiempo y la España actual. Lazos, incluso, conmigo mismo. Eso fue lo que hizo que la historia del capitán Alatriste no se resolviera en ochenta páginas, puesto que todo era mucho más complejo de lo que al principio pensaba. En este sentido, creo que todo libro es interac-tivo, que todo lector proyecta sobre la obra que lee lo que él lleva dentro; por eso no hay dos libros iguales.50

49 Arturo Pérez-Reverte, op. cit., pág. 183.50 José Belmonte Serrano, «Miré los muros de la patria mía», en Arturo Pérez-Reverte: la sonrisa del

cazador, Murcia, Nausícaä, 2002, pág. 104.

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libros

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un viaje por la españa de cervantesa través de su obra literaria

ana l. BaqueRo escudeRo

Universidad de Murcia

Con el título Cervantes: camina e inventa (Un recorrido literario por la España cervantina)1 Miguel Á. Teijeiro Fuentes presenta un interesante y bien documen-tado ensayo, a lo largo del cual el lector se ve introducido, a partir de los textos cervantinos, en la España en la que vivió el más celebre autor de nuestras letras. A través de un ameno estilo, siempre próximo al lector, el trabajo conjuga, de manera perfecta, una serie de premisas que resultan fundamentales para entender los buenos resultados conseguidos. De un lado Teijeiro demuestra un buen conocimiento de la biografía del escritor que utiliza, en ocasiones, como hilo conductor de su trabajo. De otro evidencia, asimismo, su indiscutible competencia como lector de toda la obra de Cervantes que, sin duda, ha tenido que desmenuzar minuciosamente para construir un ensayo como el que presenta. Y finalmente también se revela como pa-ciente investigador que ha debido llevar a cabo un detallado rastreo a través de una documentación histórica que le permitiera reconstruir cómo era en su configuración geográfica, en su historia y en sus costumbres y formas de vida, la España que el escritor conoció.

El libro se reparte en once capítulos, distribuidos y catalogados, en su mayor par-te, conforme al criterio geográfico. En el I se ocupa Teijeiro de la presencia en la obra cervantina de dos lugares fundamentales en la vida del escritor: Alcalá de Henares y Madrid. Siendo la primera su patria, no deja de ser sorprendente su escasa presencia en su ficción literaria. Por Alcalá y sus contornos se desplazará Teijeiro, destacando lugares tan significativos en su obra, como Daganzo. Las referencias al presente –singulares puentes de unión entre la época del escritor y la nuestra– se manifiestan ya en este capítulo inicial. Curiosa es, así, la fama adquirida en Alcobendas por un personaje tan secundario en el Quijote como el clérigo Alonso López, que ha dado nombre a varios edificios y a una calle y un parque en tal localidad. En este sentido son numerosas las menciones a la proyección de la huella cervantina en la realidad

1 Miguel Á. Teijeiro Fuentes, Cervantes: camina e inventa (Un recorrido literario por la España cer-vantina), Cáceres, Renacimiento, Universidad de Extremadura, Iluminaciones, 2014.

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presente. Por otra parte al abordar la presencia de Madrid en su producción literaria no puede menos el autor que recordar la contradictoria relación de amor/odio que lo vinculó con aquella ciudad. En su recorrido por los distintos espacios que aparecen en los textos cervantinos –y el callejero madrileño resulta en ellos escaso– Teijei-ro incorporará algunas de esas sabrosas anécdotas que contribuyen, desde luego, a hacer muy grata la lectura de su trabajo. Recuerda así cómo en el convento de San Ildefonso, donde estaba enterrado Cervantes, y en donde compartieron clausura su hija y la de Lope de Vega, entraría en una ocasión, invadido por la ira, el propio Cal-derón de la Barca. Las referencias a algunos lugares como las fuentes o las iglesias madrileñas, con las costumbres asociadas a ellos ayudan a entender, como demuestra Teijeiro, algunos de los momentos reflejados en sus obras así esa práctica habitual de reunirse en torno a una fuente, que se recoge en La ilustre fregona.

El capítulo II está dedicado a uno de los espacios cervantinos por excelencia: La Mancha. En su primer acercamiento el autor señala el evidente desajuste territorial en lo que concierne a esta región entre el pasado y el presente, para precisar cómo La Mancha que aparece, generalmente, en la ficción cervantina no es la señorial sino la de las polvorientas encrucijadas y ventas de mala muerte. No cabe duda que el escritor llegó a conocer muy bien esta tierra a la que rendirá homenaje en su obra.

Si La Mancha que aparece reflejada en el Quijote es, sin duda, la de Ciudad Real –y Teijeiro comentará los distintos episodios vinculados a estos lugares– también en el largo peregrinaje del Persiles parte de su recorrido atravesará los lugares manche-gos. Precisamente la mención a la Fiesta de la Monda que tiene lugar en Talavera de la Reina le permitirá datar un episodio de esta novela. Como ocurrirá con otras re-giones españolas también aquí el escritor inmortalizaría en las páginas de sus textos a determinados personajes históricos ligados a ella.

Vinculada su obra maestra a esta zona geográfica, Toledo aparecerá, por el con-trario, en su narrativa breve. Teijeiro se detiene, con su meticulosidad habitual, a reconstruir la situación de tan importante ciudad, con las innegables consecuencias que para ella implicó el traslado de la Corte. Frente a lo que sucede con otros lugares, la relación del escritor con Toledo y su estancia en ella aparece bien documentada. De los textos relacionados con este lugar quizá habría que destacar La fuerza de la sangre. La asociación de la misma con dos tradiciones del lugar –la vinculada a la patrona Santa Leocadia y la del Cristo de la Vega– lleva a Teijeiro a hacer un intere-sante análisis de la novela ejemplar. También la referencia a una situación propia del Toledo de aquella época –las dificultades para el abastecimiento de agua-justificaría y proyectaría nueva luz sobre la actividad emprendida por Carriazo, como aguador, en La ilustre fregona.

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Bajo el significativo epígrafe La desdichada experiencia andaluza se desarrollará el III. La estancia del escritor en Andalucía en sus primeros años arroja no pocas dudas, pero no, desde luego, su presencia posterior en la misma. Se tratará, sin duda, de una etapa especialmente desafortunada para él, al tener que actuar como comisa-rio de suministro de las galeras reales y, después, de agente del fisco para recaudar atrasos de tasas impagadas. En Sevilla, recordemos, llegó a estar en la cárcel. Para Teijeiro la admiración que hacia esta tierra no pudo dejar de sentir Cervantes se ve-ría, pues, fuertemente contrarrestada por los padecimientos sufridos allí.

El presente capítulo se articula, en primera instancia, en dos partes bien diferen-ciadas: la Andalucía costera y la interior. Respecto a la primera se explayará Teijeiro en mostrar los conflictos sufridos en esta zona, especialmente por la piratería turca, destacando lugares como Cádiz y Málaga. Sin duda La española inglesa resulta uno de los textos cervantinos más emblemáticos en relación a tal situación. Las referen-cias a hechos históricos en la obra cervantina son aquí también visibles. Como uno de esos abundantes puentes de comunicación entre el pasado histórico y nuestro presente, comenta cómo en Velez Málaga la actual Casa Cervantes se muestra como la posada en la que estuvo el escritor. La referencia a la famosa rebelión de los mo-riscos de las Alpujarras llevará a comentar al autor la tan nombrada ambigüedad cervantina ante el tema morisco.

En lo que respecta al reflejo literario de esa Andalucía interior nuevamente habría que hablar de la estrecha vinculación entre la obra y la vida del escritor. La amarga actitud que incluso, señala Teijeiro, podría interpretarse como resentimiento, podría explicar la despectiva mención de lugares como Úbeda, Osuna o Antequera. Pero será, sin duda, Sevilla, el espacio andaluz vinculado con Cervantes al que más pá-ginas dedique el autor. Una ciudad que en aquellas fechas experimentó un especta-cular crecimiento, en su condición de enclave privilegiado, como puerta de Europa al Nuevo Mundo. Ciudad de fuertes contrastes, Teijeiro se aproxima a la que llama Sevilla indiana –esa Sevilla comercial y rica, ligada por su puerto al monopolio indiano– y a la que denomina Sevilla holgazana. Las referencias cervantinas a am-bas son abundantes. El minuciosísimo recorrido que desarrolla Teijeiro, atravesando calles, barrios, describiendo edificios…etc. lo convierte en un guía verdaderamente capacitado para el interesado lector.

El capítulo IV está dedicado al reino castellano-leonés, constituyéndose como el primer hito de su recorrido Valladolid. Comenta también los cambios experimenta-dos en aquella ciudad, por el traslado de la Corte y señala que, pese a haber vivido allí el novelista, las referencias a la ciudad no son excesivamente favorables. De Salamanca subraya Teijeiro las meras hipótesis que se siguen debatiendo sobre si Cervantes se formó y llegó a vivir allí –en la Calle Moros, actual Calle Cervantes–.

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Si resultaran ciertas lo que parece evidente es que los recuerdos cervantinos son bo-rrosos e inconcretos, destacando en su obra, sobre todo, su Universidad. Finalmente recorrerá Burgos y otras tierras castellanas para aportar nuevos datos históricos.

El capítulo V, dedicado a la corona de Aragón, recuerda, especialmente, las con-diciones históricas peculiares del lugar, visibles en el mantenimiento de sus fueros. En tal sentido señala el autor cómo muchos de los textos cervantinos bien podrían entenderse como posibles denuncias a lo que pudo considerar injustos privilegios. La capital, por otro lado, aparece en la obra cervantina como uno de los escenarios más polémicos, conscientemente evitado no sólo en el Quijote sino también en el Persiles.

En su aproximación a Cataluña reparte Teijeiro su interés en tres apartados dife-renciados: el mar, el bandolerismo y la lengua. Si son varios los personajes de obras distintas que concurren en la playa de Barcelona, en lo que concierne a la presencia de bandoleros Teireiro aporta una valiosa información sobre esta acuciante reali-dad histórica. El escritor dará nuevamente cabida a personajes históricos como el famoso Perot Rocaguinardo, presente en el Quijote y en La cueva de Salamanca, y pergeñado en el bandolero que apresa a Timbrio en La Galatea. Indica el autor cómo Cervantes se detiene mucho más, en lo que respecta a Cataluña, en la configuración de personajes que en la presentación de espacios, mucho más difusos que los de otras regiones.

Finalmente se aproxima al reino de Valencia en el que sin duda estuvo Cervantes, para destacar la abultada presencia morisca en este y las consecuencias derivadas de ello. Del reino Balear, por último, subrayará su condición de refugio contra la piratería, tal como reflejan los textos cervantinos.

Significativo es el epígrafe del nuevo capítulo VI: Cervantes no conoció los pue-blos del norte. La presentación de lugares vinculados a esta zona geográfica resulta, así, prácticamente nula, si bien en su obra algunos personajes aparecerán relaciona-dos con estas tierras. La imagen, no obstante, que tanto de gallegos, como asturianos y, especialmente, vascos ofrece el escritor, se ajusta a lo que se constituyeron en auténticos tópicos literarios de su época.

Si el capítulo VIII se titula Extremadura, Teijeiro recuerda, no obstante, antes el paso de Cervantes por Lisboa, para referirse a su proyección literaria, especialmente en el Persiles. Precisamente siguiendo el peregrinaje de estos personajes se adentrará en las tierras extremeñas para llegar a interpretar, incluso, como episodio en clave alguno de ellos como el de Feliciana de la Voz. Del reino de Murcia, que ocupa el capítulo VIII, se ocupará poco Teijeiro. Si de Murcia destaca, en estos momentos, el comercio de la seda –tal como refleja la ficción cervantina–, mayor atención concede al puerto de Cartagena, convertido en referencia habitual en sus textos.

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En los tres últimos capítulos Teijeiro utilizará unos parámetros diferentes para referirse al mapa de la religiosidad en la época del autor y a su contrario, el de la picaresca, y cerrar su ensayo con un capítulo final dedicado a la España gastronómi-ca, vinícola y comercial en la pluma de Cervantes. El viaje iniciado por el lugar de origen del escritor, a través del cual los lectores hemos ido adquiriendo una riquísima información sobre cómo era la España cervantina concluye, pues, con una interesan-te coda que completa aún más nuestra visión sobre aquella lejana y distante España. El haber conseguido acercarla, haciéndonos, de alguna forma, coetáneos del mismo escritor qué duda cabe supone una valiosa ayuda para aproximarnos a los textos cervantinos y poder percibir en ellos lo que los lectores del momento apreciaron. El ensayo de Teijeiro persigue, en definitiva, aproximarnos al momento en que se gestó la producción literaria de Cervantes, con la inmersión, para ello, en una realidad his-tórica muy distante de la nuestra. Es, precisamente, el conocimiento de esta lo que, sin duda, provoca que nuestra lectura de la obra de Cervantes se vea notablemente enriquecida, tras concluir este interesante trabajo.

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cervantes Ad infinitumana peñas Ruiz

Universidad a Distancia de Madrid

La intercalación de historias en la narrativa de Cervantes1 es el primer libro que Ana Luisa Baquero Escudero dedica al estudio de la intercalación narrativa en la obra cervantina, aunque este procedimiento compositivo ha centrado su interés en numerosos trabajos a lo largo de la dilatada trayectoria académica que atesora en su haber, ya sea considerado específicamente como artificio narrativo o contemplado como recurso operativo en manos de diversos autores. Acreditada especialista en literatura española moderna, la profesora Baquero ha consagrado su carrera investi-gadora al estudio específico de la narrativa española; dentro de este amplio campo ha abordado muchos y variados intereses que, en todo caso, se concentran en torno a un momento histórico –el siglo XIX– y a una figura destacada –Cervantes–.

La monografía de la que ahora nos ocupamos no es únicamente una sugestiva aportación al cervantismo por parte de su autora; es, ante todo, uno de los trabajos más originales que sobre el tema objeto de su atención se ha publicado hasta la fecha. La bibliografía especializada cuenta con acreditados ensayos sobre esta práctica na-rrativa, pero este es el primer estudio centrado de manera específica en «reivindicar la necesaria contextualización histórico-literaria» (pág. 12) de tal método composi-tivo en la producción narrativa extensa cervantina, además de ser el primero que se ocupa de esta técnica en tanto tal en su gran tríada novelesca: la Galatea, el Persiles y, por supuesto, el Quijote.

En primer lugar, por tanto, queremos destacar de esta bien trazada monografía el hecho de que no se centra propiamente en el análisis de los relatos intercalados en las novelas de Cervantes –si bien los va analizando al paso, de hecho–, sino en la estra-tegia compositiva propiamente dicha, que la autora ubica adecuadamente en el seno de una aquilatada tradición narrativa y en sus derivaciones en la narrativa posterior a Cervantes. En este sentido, el libro ilumina la técnica de la intercalación de historias al ser esta observada en su continuidad histórica, quedando así patentes su alcance y ramificaciones. La metodología crítica empleada para tal fin aúna felizmente la his-

1 La intercalación de historias en la narrativa de Cervantes, Vigo, Academia del Hispanismo, 2013, 240 págs. Este libro ha sido merecedor del VIII Premio Internacional de Investiga-ción Científica y Crítica «Miguel de Cervantes» de Academia del Hispanismo.

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toria literaria y la teoría, la aproximación diacrónica y la sincrónica, de manera que se ofrece al lector una interpretación expandida sobre la táctica de la intercalación en la propia obra cervantina, de un lado, y en su evolución narrativa, tanto previa como posterior, de otro.

El libro se estructura en tres grandes bloques, enmarcados por unas breves «Pala-bras previas», en las que queda plenamente justificada la oportunidad de esta obra, y por la selecta bibliografía que da soporte a este personal ejercicio crítico. El primer bloque, «Los precedentes», cumple el cometido de introducirnos en esa antigua cos-tumbre de los relatos intercalados, una práctica que fue muy habitual en la literatura grecolatina y que heredarán la novela de caballerías y los autores inmediatamente anteriores a Cervantes. Sin este necesario enmarque no se puede comprender en toda su amplitud el modo en que Cervantes maneja en sus obras narrativas la inserción de narraciones breves secundarias con respecto a la trama principal. La segunda sección del libro, por su parte, constituye el grueso del estudio y lleva por título «La producción novelesca de Cervantes»; se trata de un minucioso recorrido por la narrativa extensa cervantina, comenzando con La Galatea (1585), siguiendo con las dos partes del Quijote (1605, 1615) y concluyendo con la obra póstuma Los trabajos de Persiles y Sigismunda (1616), siempre con el objetivo prioritario de in-dagar en los usos que Cervantes da a esa técnica heredada de sus modelos narrativos. Finalmente, una «Breve coda última: la tradición novelesca posterior» bucea en las prolongaciones de esta técnica en la narrativa de los siglos XVII, XVIII, XIX y XX. De este modo, tanto la técnica compositiva manejada por Cervantes como su propia producción novelesca, en general, quedan perfectamente contextualizadas en virtud del escrutinio de sus precedentes y de sus derivaciones literarias.

Pasaremos ahora a examinar más detenidamente cada una de estas secciones, para lo cual nos permitimos dividir la exposición en tres cuadros, siguiendo la propia articulación del libro que aquí ocupa nuestra atención.

El viaje por las peripecias que experimenta la técnica narrativa de la intercala-ción en la tradición literaria occidental comienza con unos destinos ineludibles: las antiguas Grecia y Roma y la Europa medieval. En el primer capítulo, «La variedad episódica en los orígenes de la tradición narrativa», se exploran las posibilidades que ofrece la inserción de episodios como técnica que nutrió las tramas de las más antiguas obras narrativas; para ello, enhebra sutilmente la consideración en sí de los episodios intercalados en las obras de Apuleyo, Aquiles Tacio o Petronio con la interpretación que de los mismos llevó a cabo la teoría neoaristotélica. Así, la autora ilumina la comprensión de este recurso compositivo con un escrupuloso recorrido por la teoría literaria; con él demuestra cómo la tradición literaria del intercalado se nutre del precepto poético de la «variedad en la unidad».

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Seguidamente, recorremos los múltiples usos y funciones de esta técnica en «La intercalación de relatos en los modelos novelescos anteriores a Cervantes», nombre del segundo capítulo de esta parte introductoria. Asistimos aquí a un detallado repaso de la estructura episódica como procedimiento compositivo presente en los modelos novelescos medievales y renacentistas. Veremos cómo estas distintas especies narra-tivas comparten el uso de la técnica de la interpolación de relatos, aunque en distinto grado y con diferentes funciones. En el caso de la novela de caballerías el recurso es especialmente intenso porque, precisamente, el género se nutre por el principio constructivo del ensartado, unido al motivo del viaje; las historias episódicas en las obras caballerescas suelen presentar una configuración mixta con relación coordina-tiva entre relato primario y secundario, perteneciendo, por lo común, a una misma modalidad narrativa; se traen a colación aquí casos variados como los de El libro del rey Canamor, el Amadís, el Tirante o el Baldo, entre otros varios. En el romanzo, como ejemplifica el Orlando furioso de Ariosto, conviven la técnica coordinativa y la yuxtapositiva en los relatos inserto. Menos común es la presencia de esta técnica en la novela sentimental, aunque la autora muestra que no es ajena por completo a ella a través del análisis del Siervo libre de amor, de Rodríguez del Padrón. El recurso compositivo, en cambio, cobrará renovada fuerza de la mano de la novela pastoril y de la de amor y viajes. Finalmente, la autora dedica unas páginas antes de centrarse en la producción narrativa de Cervantes, al examen de la novela picaresca, imprescindible para completar la visión de los modelos contemporáneos al autor del Quijote.

En suma, del exhaustivo repaso por la tradición literaria que recogió Cervantes en su «escritura desatada» la autora concluye una serie de ideas que ayudan a con-textualizar el uso que dio a este recurso compositivo. Desde la predominancia de la función explicativa en las historias intercaladas mediante coordinación, engarzadas de distinto modo –según el relato inserto esté concluso o no– hasta la presencia de la yuxtaposición con función distractiva, lo interesante de este repaso es reparar en cómo la técnica del intercalado se expande por diversos modelos narrativos desde la antigua tradición literaria hasta la inmediatamente anterior a Cervantes, quien se servirá ampliamente de este recurso en la Galatea, el Persiles y el Quijote, si bien en este último, como apunta la autora, se separará de todos esos modelos heredados para crear esa obra genial e inclasificable.

En la segunda sección del libro nos sumergimos ya de lleno en «La producción novelesca de Cervantes». La profesora Baquero ofrece aquí una visión sintética, pero profusamente documentada de las tres obras novelescas cervantinas; escritas en momentos distintos y con muy diferente espíritu e intención, las tres comparten, empero, la presencia de relatos de distinto signo intercalados en la trama principal en

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atención a diversas estrategias compositivas. Tres capítulos se concentran en anali-zar tales historias y estrategias: «La variedad de relatos en La Galatea», «La elabora-ción narrativa del Quijote» y «El Persiles, un tejido compuesto de intrincados hilos».

En este apretado repaso no nos será posible detenernos en las múltiples cuestio-nes de interés que suscita la laboriosa investigación de la profesora Baquero; baste con llamar la atención sobre algunos puntos destacables de su análisis.

En La Galatea Cervantes ensaya por primera vez la inclusión de la variedad episódica como técnica generadora de una estructura compleja, laberíntica, forzando las estrechas convenciones del modelo pastoril para ensayar modelos innovadores de intercalación; no sin acierto ha sido calificada por la autora como el «singular laboratorio de aprendizaje» (p. 63) del escritor. En este apartado se estudian solo las historias intercaladas de carácter amoroso, por constituir el armazón básico del género. De ellas resalta el singular vínculo que mantienen con los relatos pastoriles al uso, pues muchos son los rasgos diferenciadores con respecto a ellos: la presencia de una intriga básica en el desarrollo de las historias intercaladas en La Galatea; el juego de acciones y reacciones entre narradores y narratarios, que permite a Cervan-tes la inclusión de cuestiones metaliterarias; el intercambio de funciones entre los personajes, generador de perspectivismo y la búsqueda de la armonía dentro de la variedad y del hibridismo intrínsecos a esta especie narrativa.

Por su parte, las páginas dedicadas al Quijote dan buena cuenta del reto que supone abordar el análisis de esta obra cuya riqueza narrativa desborda los límites del libro para convertirse, como dijimos antes sirviéndonos de las palabras de su autor, en escritura desatada. Aunque el Quijote de 1605 y el de 1615, presentan, en conjunto, una estructura narrativa compleja, Cervantes introdujo en la segunda parte profundas transformaciones en lo que a la configuración narrativa se refiere, motivo por el cual la autora adopta la estrategia de explorar en distintos epígrafes las técni-cas de intercalado empleadas en ambas partes. Para ello, comienza por recordar las dudas que asaltaron al escritor a la hora de organizar la construcción del discurso narrativo: la licitud de incluir materiales narrativos ajenos a la trama principal; la naturaleza genérica de las narraciones insertas, que, en este caso, sigue el principio del «plurirregionalismo genérico» (pág. 66) y, finalmente, la técnica de inclusión de las mismas que, partiendo de las palabras que Cervantes pone en boca de Cide Ha-mete, genera tres formas de imbricación: historias intercaladas sueltas, pegadizas y pegadas, según se engarcen por yuxtaposición (caso de las «sueltas y pegadizas») o por coordinación (caso de las «pegadas»).

En el Quijote de 1605 Cervantes incluye seis relatos intercalados, de mayor ex-tensión que las narraciones insertas en la continuación de 1615. La profesora Baque-ro analiza pormenorizadamente los episodios pastoriles de Grisóstomo y Marcela

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y del cabrero Eugenio; la historia «suelta» del Curioso impertinente; la historia de Cardenio y Dorotea, a la que se dedica más espacio por ser la que mejor se ha fusio-nado en la trama principal; la «pegadiza» historia del capitán cautivo (ni completa-mente desvinculada de la historia principal, ni integrada por completo en ella) y, por último, la de Clara y el oidor, ambas construidas en torno a la venta como espacio generador de historias, al igual que el viaje. En cada caso se examina la técnica de intercalación aplicada por Cervantes, el vínculo entre historia principal y secundaria, los cambios de focalización narrativa que conlleva, las funciones de los personajes, etc., siempre teniendo presentes tanto el resto de la producción narrativa cervantina como los modelos literarios que en cada caso actuaron como intertexto o, simple-mente, como referente.

En el Quijote publicado en 1615 se advierte cómo Cervantes había perfeccionado esta herramienta compositiva gracias a la experiencia acumulada en La Galatea, la primera parte de la historia de don Quijote y Sancho y las novelas ejemplares. Ahora las historias intercaladas serán más breves, de naturaleza genérica mucho menos diversa (más cercana al realismo cómico de la trama principal), con motivos temáti-cos que llegan a incluir problemas sociales y con trasuntos ficcionales de personajes históricos, pero, sobre todo, estas historias intercaladas del Quijote de 1615 se dife-renciarán de las insertas en el de 1605 por estar imbricadas en la trama principal de manera más perfecta; se genera, así, una diferencia compositiva radical entre ambas partes que conlleva la mayor cercanía de la segunda parte de la obra a los posterio-res parámetros estructurales de la novela. Se examinan, en este caso, las historias episódicas de las bodas de Camacho, de los pueblos enfrentados por el rebuzno y de Doña Rodríguez (llamadas «historias de burlas» por la autora porque comparten, junto al realismo cómico, el motivo de la burla); a continuación, son estudiadas las «falsas historias» narradas por personajes cuya intención es burlarse de la locura de don Quijote y de su fiel escudero (como la del caballero del Bosque, la narrada por Trifaldi o la del narrador de Miguel Turra); las historias de Claudia Jerónima y de Ricote y Ana Félix, que responden a modelos narrativos tradicionales; finalmente, las que la autora denomina «historias del realismo cotidiano», como la historia de don Diego de Miranda o la de la hija de Diego de la Llana, episodios que transcurren en un universo corriente y doméstico.

Por último, Baquero Escudero se ocupa del Persiles, la novela póstuma cervanti-na, dividiendo su examen en dos partes, siguiendo la propia articulación de la obra: libros primero y segundo y libros tercero y cuarto. Del minucioso análisis efectuado se concluye la sustancial diferencia existente entre la forma de intercalar las historias en esta obra y la utilizada por Cervantes en sus obras anteriores. Tal como demues-tra la autora, la prolífica presencia de relatos intercalados, que pueden considerarse

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novelas cortas, enriquece la trama narrativa principal del Persiles –sobre todo, en el tercer libro– hasta dominarla por completo; incluso, Cervantes llega a romper con la norma poética de que haya un solo personaje protagonista, debido a la multiplicidad de historias secundarias. Con el Persiles, sostiene acertadamente la autora, Cervan-tes busca «la siempre ansiada renovación e invención personal» (pág. 195) mediante la experimentación de técnicas narrativas, entre las cuales la intercalación de histo-rias juega un papel esencial.

La fortuna de la técnica del intercalado de historias en la tradición narrativa in-mediatamente posterior es el asunto que ocupa la última sección del libro. En esta «Breve coda última» la autora revisa un corpus literario verdaderamente amplio para mostrar, de manera panorámica, el alcance de este antiguo y omnipresente artificio narrativo. Así, comprobamos cómo la literatura áurea española está trufada de inter-calaciones, como muestra la autora a través de obras que son abordadas con distinto detenimiento: el Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán; La hija de la Celestina, de Salas Barbadillo; la Vida del escudero Marcos de Obregón, de Vicente Espinel... etc. Del examen atento de estas obras concluye la autora que bien a través de la yuxtapo-sición, bien a través de la coordinación de historias secundarias con respecto a la tra-ma primera, esta práctica narrativa gozó de gran predicamento tanto en España como en Francia, cuya producción literaria también inspecciona ágilmente para corrobo-rar, por comparación, cómo los relatos interpolados alcanzan en ambas literaturas tal éxito que, en ocasiones, llegan a eclipsar la trama primera (como sucede en el Roman comique de Scarron). Por lo que respecta al siglo XVIII, la autora bucea en obras tan variadas como Los trabajos de Narciso y Filomena o El Valdemaro, de Martínez Colomer, El Mirtilo y El Eusebio, de Pedro Montengón, La Leandra, de Valladares de Sotomayor (significativamente subtitulada Novela original que comprehende mu-chas)… y, en el ámbito de las literaturas europeas, se fija en las obras más impor-tantes de autores como Fielding, Lawrence Sterne, Tobias Smollet, Dickens, Mark Twain, Melville, Balzac y Dostoievski, muchos de ellos deudores y admiradores de la obra cervantina. En el XIX español se aproxima a novelas históricas de la etapa romántica o a la obra de autores posteriores como Fernán Caballero o Galdós. Por último, ya rápidamente, observa el manejo de la intercalación de historias en algu-nos autores del siglo XX como Ganivet, Miró, Baroja, Max Aub, Millás o Atxaga, concluyendo que el artificio del intercalado carece del «contraste y la variedad de regiones literarias» (pág. 224) tan frecuente en la tradición narrativa anterior y, de manera paradigmática, en la obra cervantina.

De entre los muchos aciertos y las varias perspectivas novedosas que trae con-sigo este sólido estudio (la idea de que el autor del Quijote apócrifo pudo seguir el modelo del Guzmán de Alfarache en su técnica de intercalación; la consideración de

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determinadas historias intercaladas en el Quijote, como las de Claudia Jerónima y de Ricote y Ana Félix, como «esbozos de novelas cortas»… etc.), nos gustaría resaltar dos aspectos fundamentales. Por un lado, destaca de la investigación efectuada por la profesora Baquero el hecho de que aborde el análisis de la intercalación de relatos como técnica mediante una perspectiva comparada, que pone en diálogo las tres obras narrativas extensas de Cervantes, frente a los habituales estudios que se con-centran en un solo libro y que descuidan, por tanto, la visión conjunta de esta técnica y su evolución, que se desarrolla en paralelo al crecimiento de la propia destreza narrativa del autor, al perfeccionamiento de las estrategias formales empleadas y a su mayor preocupación por los aspectos estructurales del relato. Por otro lado, conviene resaltar la delicadeza con la que la autora de este libro reconduce la errónea interpre-tación de la gran obra cervantina que una parte de la crítica ha sostenido a lo largo de la historia; así, reclama en diversas ocasiones a lo largo de su estudio la necesaria contextualización de las técnicas compositivas de Cervantes y rechaza explícitamen-te la valoración negativa de su obra conforme a parámetros literarios y sensibilidades ajenas al momento en el que vio la luz. Como la misma autora reconoce, el estudio conjunto de la técnica del intercalado en la producción narrativa cervantina, conside-rada en el contexto histórico en el que esta vio la luz y, asimismo, en el más amplio escenario de la tradición narrativa occidental, corrobora la modernidad del maestro de maestros. Cervantes no solo heredó una antigua técnica narrativa: supo imitarla y jugar con sus posibilidades para, así, perpetuar una tradición compositiva y conti-nuar generando un diálogo ininterrumpido de historias que contienen historias que, a su vez, esconden historias; y, así, ad infinitum.

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cosechAantología de la lírica castellana

fRancisco javieR díez de RevenGa

Universidad de Murcia

El pasado 13 de noviembre de 2014 tuvo lugar en Roma, en la Real Academia de España, la presentación del libro Cosecha. Antología de la lírica castellana 1, de Giacomo Prampolini, en edición de Gabriele Morelli, en el marco de Giornata di Studio Rafael Alberti a Roma (1934-2014): un poeta tra pittori, organizada por el Dipartimento di Studi Umanistici de la Universitá di Roma Tor Vergata. La ocasión no podía ser más adecuada dado que justamente Rafael Alberti es el poeta mejor re-presentado en la célebre antología publicada en Milán, hace ahora ochenta años, con diecisiete poemas, mientras que los demás poetas antologados tienen, como máximo, ocho poemas, como enseguida anotaremos. La actual edición, publicada en Sevilla por Ediciones Ulises, del grupo Renacimiento, es tan solo de cien ejemplares, y está destinada, como se anuncia en la cuarta de cubiertas, «para gusto de coleccionistas y curiosos si es que aún existen».

De la Cosecha de Giacomo Prampolini se imprimieron, en Milán, en castellano y en fecha tan temprana como 1934, y con exquisita tipografía, 200 ejemplares nume-rados y fuera de comercio. Fue el editor Juan Scheiwiller quien encargó a la imprenta de Pietro Vera de Milán esta edición destinada a sus amigos, y el volumen supuso en Italia la primera oportunidad para que se conocieran los poetas de la joven literatura, como se habían denominado en la década de los veinte en España, que representaban la innovadora poesía española de aquellos años, los componentes de la llamada ge-neración del 27, que a la altura de 1934 ya eran considerados una promoción consoli-dada y de gran prestigio nacional e internacional, desde que los reuniera en 1932, en su célebre antología de la poesía española contemporánea Gerardo Diego, publicada con el título de Poesía española. Antología 1915-1931.

Significó 1934 para este grupo de poetas el momento de máxima difusión en España y en el extranjero, ya que, junto a la Cosecha de Prampolini, se publica-ron aquel año la segunda edición de la antología de Gerardo Diego, con el título

1 Giacomo Prampolini, Cosecha. Antología de la lírica castellana, edición de Gabriele Morelli, Sevilla, Ediciones Ulises, 2014, 15 + 113 págs.

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de Poesía española. Antología (Contemporáneos), considerablemente ampliada a otros poetas más jóvenes; la de Mathilde Pomès Poétes espagnoles d’ajourd’hui, aparecida en Bruselas; la Antología de poetas españoles, de José María Souviron, en Santiago de Chile; y la Antología de la poesía española e hispanoamericana (1892-1932) de Federico de Onís, aparecida en Madrid, dignas continuadoras de la antología publicada en Leipzig, en 1927, por José F. Montesinos, Die Moderne Spanische Dichtung.

Prampolini reunió en su edición, y por este orden, y con el título de «Dieciocho poetas de hoy», poemas de Antonio Machado (5), Juan Ramón Jiménez (6), José Moreno Villa (3), Rogelio Buendía (2), Pedro Salinas (8), Jorge Guillén (8), Dámaso Alonso (2), Juan Larrea (2), Gerardo Diego (6), Federico García Lorca (4), Rafael Alberti (17), Fernando Villalón (3), Emilio Prados (1), Vicente Aleixandre (1), Luis Cernuda (3), Manuel Altolaguirre (3), José Mª Luelmo (2) y Rafael Laffón (2). Todos ellos, menos Buendía, Luelmo y Laffón habían figurado en la antología de Gerardo Diego de 1932. Y algo muy interesante es que a esta selección de poetas contemporáneos, preceden tres colecciones de poemas tradicionales: «Romancero», «Cancionero» y «Cantares», interesante recopilación de lírica de tipo tradicional que ocupa prácticamente la mitad de la antología.

La figura del colector, Giacomo Prampolini, merece ser recordada. Nacido en Milán en 1898, se graduó en Letras y en Derecho y destacó en los círculos literarios por su vasto dominio de idiomas, a la vez clásicos y modernos. Centró gran parte de su actividad como crítico y ensayista en la preparación de monumentales repertorios en la literatura mundial. Su obra más conocida es Storia universale della letteratura, que se publica por primera vez en Milán entre 1932 y 1938 en cinco volúmenes y se reedita en el período de posguerra en siete volúmenes. En español aparece en Buenos Aires en 1940-41. Prampolini también es autor de La mitologia nella vita dei popoli (1938-39) y Letteratura nel mondo (1956). Dominaba diversas literaturas desde la hebrea a la holandesa, la escandinava y la cubana y publicó varios libros de poesía: Segni (1931), Dominio delle cose (1946), Porticello (1959), Molte stagioni (1962). Fue durante muchos años asesor y traductor para las más representativas editoriales italianas, especialmente Mondadori, Agnelli, Alpes (así sus versiones de Calderón de la Barca), Bompiani, Carabba, Corticelli (versiones de Kipling), Formiggini, Hoepli, Scheiwiller, Sperling y Kupfer, Treves... Fue autor de la antología Letteratu-ra olandese e fiamminga 1880-1924 y de una Grammatica teorico-pratica della lin-gua olandese (1928). Tradujo a autores franceses, daneses, escandinavos e ingleses (suya es la versión de las Novissime avventure di Sherlock Holmes, publicadas por Mondadori en 1928). Murió en Pisa en 1975.

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Gabriele Morelli, en su introducción, da muy buena cuenta de todas las circuns-tancias históricas ya que rodearon la publicación de esta antología, y sobre todo indaga de dónde pudo Prampolini obtener datos y poemas para construirla. Para ello señala algunas fuentes posibles, junto a la antología de Gerardo Diego, como un tra-bajo de Juan Ramón Masoliver, lector en Génova, titulado «Indice della nuova lirica spagnola», aparecido en el número 24, 14 de febrero de 1933, de la revista genovesa Il mare. Suplemento Letterario 1932-1933. Pero considera que la selección de poetas y de poemas responde con seguridad al propio gusto de Prampolini, buen conocedor de la poesía española, como evidencia también la selección de lírica de tipo tradicio-nal que encabeza esta antología.

Y es muy cierto que, si hacemos un cotejo con la edición de 1932 de la antología de Gerardo Diego, son muchos los poemas que coinciden y que posiblemente Pram-polini los tomase de aquella recopilación, por lo menos en el caso de los poetas más jóvenes, siempre haciendo una excepción, como se verá, en el caso de Rafael Alberti. Exactamente, de Antonio Machado coinciden tan solo dos proverbios («Bueno es saber que los vasos», «Todo pasa, todo queda»); de Juan Ramón Jiménez un solo poema, «Epitafio ideal de un marinero»; pero casi todos en los demás casos: José Moreno Villa (los tres poemas escogidos), Pedro Salinas (cuatro de ocho), Jorge Guillén (seis de ocho), Dámaso Alonso (los dos), Juan Larrea (los dos), Gerardo Diego (los seis), Federico García Lorca (los cuatro), Rafael Alberti (seis de diecisie-te), Fernando Villalón (los tres), Emilio Prados (el poema), Vicente Aleixandre (el poema), Luis Cernuda (los tres) y Manuel Altolaguirre (los tres).

En todo caso, la recuperación hoy de este documento crucial para entender la recepción de la joven poesía española de los años veinte y treinta, ha de ser conside-rada un acierto porque revela admiraciones y afinidades que son ya parte de toda esa historia del segundo Siglo de Oro de la poesía española.

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Universidad Camilo José Cela

A la cuestión de por qué Jorge Luis Borges no escribió nunca novela, responde el propio autor hacia 1985 que este género «lleva a los lectores a la vanidad y al egoís-mo, ya que si durante la novela se habla de una persona y sus rasgos diferenciales, eso induce al lector a ser una persona determinada y a tener rasgos diferenciales»1. La anécdota impacta y concuerda con algunas de las reflexiones que el escritor ar-gentino otorgó a la personalidad en general y a la singularidad literaria en particu-lar. En efecto, en ensayos de los años veinte como «La nadería de la personalidad» (1922), de los años cincuenta, como «La personalidad y el Buddha» (1950), o en sus últimas disertaciones, como «La inmortalidad» (1980), se refiere a la historia occidental como una prosapia de la personalidad, o lo que es lo mismo, y aplicado a terrenos literarios: «de Chaucer a Marcel Proust, la materia de la novela es el no repetible singular sabor de las almas»2. En esa genealogía del género novelesco, para el maestro de Ficciones, la autoría de las obras literarias no es más que «una de las tantas vanidades del simulacro» de la realidad3. En ese marco, se decanta finalmente por esa otra expresión de la literatura que posee «un carácter colectivo y anónimo»4. Qué duda cabe de que, en esa cadena comunitaria de autores ignotos, el supuesto de la «personalidad» invoca una coincidencia especular de literatos y obras. Ya que si ambos mundos coinciden, la literatura no hace más que reafirmar la cualidad ilusoria de escritores, lectores y libros, esto es, la clásica teoría que –desde Ana María Barre-nechea— ha divisado en la obra borgeana una expresión de la irrealidad.

Este ensamble concuerda agudamente con las teorías de la posmodernidad tanto como con los recientes descubrimientos de la neurología. Pues por una parte, la escritura implica una leve diversidad, en suma, es el tránsito por una tradición, un sincrético y desparpajado acopio del pasado; y por otra –ahora se sabe— los meca-

1 Jorge Luis Borges y Osvaldo Ferrari: En diálogo. Tomo II. Buenos Aires, Sudamericana, 1998, pág. 258.

2 Jorge Luis Borges: «La personalidad y el Buddha» en Borges en Sur (1931-1980). Buenos Aires, Emecé, 1999, pág. 40.

3 Ibíd. 4 Ibíd., pág. 39.

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nismos que en efecto maneja el cerebro para percibir la realidad coinciden con los que implica la ficción, dos campos que la crítica no ha tardado en aproximar5. En ese marco, la inmortalidad del hecho de la literatura emprende una lucha ganada con los autores, mortales en un universo ilusorio y cambiante. El tránsito de uno a otro, esa eternidad que implican las obras hacia un puñado de seres memorables, desafía con justa lógica los extremos de otros dos conceptos: la memoria y el olvido. En otras palabras, la literatura es un ejercicio del recuerdo y sus ausencias, pues cuando un autor cree lanzar al mundo una obra singular y nueva en realidad retorna a lo que ya estaba escrito. Y si algo ya creado –pura reminiscencia— resulta novedoso, es que en verdad se había olvidado. La compenetración que Borges asigna a estos niveles es sorprendente allí donde la inmortalidad de las obras demuestra que la personali-dad no es más que un tramo circunstancial de la memoria. Dicho de otro modo, para Borges un autor es muchos, como un hombre es muchos hombres, y la singularidad de una obra no es más que una creativa omisión de recuerdos.

Estas inquietantes correspondencias, presentes desde muy antiguo en las cultu-ras orientales e imbricadas en el Occidente literario hispano especialmente desde el cuento medieval y la literatura del Siglo de Oro, aparecen reflejadas con un afinado y erudito planteamiento crítico en la reciente colección de ensayos Borges en la ciu-dad de los inmortales (2014)6 del profesor, investigador y ensayista Vicente Cervera Salinas (Albacete, 1961). En este caso, «en clave platónica y posmoderna» el libro ofrece un meditado recorrido por el ensayo, la poesía y el cuento borgeanos a la luz de «la hermenéutica textual» que «es el recuerdo de lo olvidado» (10). En efecto, se muestran las agradecidas superposiciones de los mitos griegos, de Platón, el judaís-mo, la gnosis, el cristianismo, el humanismo hispánico y el cosmopolitismo, todo, en vinculación con una América y con un lenguaje universales para los que la literatura borgeana es, paradójicamente, el emblema de una singularidad inmortal, principio y destino literario, porque «la permanencia y los dones memorables son atributos inalienables de Borges» (9).

Con una lograda estructura, el libro de Cervera arranca con un ensayo crítico que repite el título de la obra, «Borges en la ciudad de los inmortales» (13-46), con el que presenta esta tesis en el cuento «El inmortal» (1947). Sorprende la precisión con la que las citas de Platón van coincidiendo con las ideas borgeanas de este cuento y poco a poco el lector advierte que esta investigación inicial vertebra todo el vo-lumen hasta reaparecer en un tono menos académico «A modo de epílogo» (343-5 Jorge Volpi: Leer la mente. El cerebro y el arte de ficción. Madrid, Alfaguara, 2011, págs. 13-32. 6 Todas las citas de la obra de Vicente Cervera Salinas, Borges en la ciudad de los inmortales, Sevilla,

Renacimiento, 2014, se corresponden con esta edición y aparecerán en el cuerpo del texto indicando el número de página entre paréntesis.

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349). Como conector de esta estructura circular y en lo que asemeja un repaso más o menos cronológico por buena parte de la historia de la cultura occidental, la idea de «un destino individual» se manifiesta una y otra vez como un hecho «intranscen-dente» frente a la «inmortalidad literaria como memoria en la humanidad» (35-16). De modo que Borges se muestra como parte de ese «yo plural» que habita en la Ciudad de los Inmortales, la retornada urbe de la historia de la literatura. La metá-fora adquiere fuerza, especialmente en relación con los embates de la memoria y el olvido, en un ensayo situado hacia la mitad del libro, «Jano o la profética memoria de Borges» (191-213). En este análisis, el investigador albaceteño propone las vincula-ciones de la literatura borgeana con la idea de eternidad que revisa el mito clásico de Jano, bifronte cuya «memoria» se fija «en el reino del futuro desde su ayer» (191). La visión omnipotente de Jano es productiva a la tesis de Vicente Cervera, pues en la obra borgeana la presencia de este mito sirve para invocar la identidad creativa que insufla a la literatura su proclive inmortalidad: el autor que es Alguien termina confluyendo en el Nadie que «indaga en el término dramático de la historia» (201) a la vez futura y pretérita. Esta especulación, que también aparece en «El inmortal» de Borges, sostiene de modo sorprendente la pesquisa del concepto del Ser. Bajo la mirada occidental y poética –canónica– de Walt Withman, Borges en la ciudad de los inmortales ofrece una sugestiva intersección de la presencia del norteamericano en el emblema ontológico borgeano. En efecto, «Una lectura ontológica de Walt Whitman según Borges» (214-236) invoca un «desdoblamiento esencial» del poeta cuyo signo identificativo se diluye en «la inmortalidad» (220, 225). Dicho de otro modo, la voz poética se multiplica «hasta lo infinito […] mediante la figura del lector a quien apela también como un “otro yo” en su canto» (231). El efecto es una cadena interminable de seres espejeados por la poesía, la correspondencia de todos en la obra.

Con acierto, el ensayo «Borges, lector del Oriente fabuloso» (47-66), se detie-ne en Las mil y una noches, o cabría decir que encuentra, en este libro inagotable, los orígenes de ese doble juego estético que ansía mostrar la nulidad personal y la inmortalidad de las creaciones. En efecto, el compendio de cuentos orientales, y sobre todo, la vindicación borgeana de la creatividad en la traducción, se muestran como uno de los grandes ejemplos de colectividad y anonimato que han regalado a Occidente las obras orientales. Pues como se sabe, el Rāmâyaņa, el Mahābhârata, el Pañcatantra o las Arabian Nights repiten esta cualidad. En consonancia, las tra-vesuras estéticas de «Schahrasad» sirven para reafirmar una y otra vez la sugerente coincidencia con la que Borges busca abolir las singularidades y la vanidad: autores y traductores, mortales, se confunden en la inmortalidad de las narraciones. Cervera destaca, intuyendo esta premisa, que «el exquisito trato» que Borges da a los traduc-tores de Las mil y una noches pretende una «función poética», «creativa» (52), «fic-

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cional», «inspirada» (53), al servicio de la obra, de manera que «el mejor traductor» es un «hacedor» y «a la inversa, todo autor sería al cabo un traductor» de la «historia literaria precedente» (64).

La aparición de esta especulación sorprende cuando el investigador albaceteño indaga en la gnosis y en el cristianismo a propósito de «un soneto» y «un monólogo dramático» (67) titulado «Juan, I, 14». En este caso, en el análisis de «Borges y el logos divino: Juan, I, 14» (67-107) –buscando el eje de la «inmortalidad»– la coin-cidencia incluye a la reflexión teológica pero es llevada con audacia a los terrenos de la literatura. Pues «liberada de rigor dogmático y doctrinal», la historia monoteísta y sus apócrifos destellan en Borges como un ejercicio de «apropiación literaria» y, con ella, se reafirma la «central insignificancia» (78) de los seres. La narración sagrada también invierte por tanto los términos de infinitud e inmortalidad divinas: «Dios que aprendió a ser hombre y que, desde su eternidad, revela a Su amanuense que todavía añora su ‘temporada’ mortal» (104). De este soneto al ensayo, y avistando el cuento, Cervera revela las implicaciones ficcionales y poéticas de las inquisiciones borgeanas en «Jorge Luis Borges o la respiración de la inteligencia» (108-131) y en «La poesía de la cultura: La esfera de Pascal, otro motivo de Proteo» (132-163). Buena muestra de que el cuento borgeano prolifera de entre sus discusiones intelec-tuales, es su primer relato «El acercamiento a Almotásim» (1935), incluido como una crítica apócrifa entre los ensayos de Historia de la eternidad (1936). Cervera, sin embargo, experto en la poesía borgeana, autor del excelente estudio La poesía de Jorge Luis Borges: historia de una eternidad (1992) se detiene con especial acierto en las vinculaciones del pensamiento seducido por la lírica. En estos territorios le interesa la libertad con que el autor argentino maneja un pensar que se respira, esto es, un juicio creativo, que «duda», y que en el misterio atávico de su «inseguridad» aloja al poema (109). Esta bella alianza induce al razonamiento anterior, pues la re-visión borgeana de la filosofía no pretende la singularidad sino más bien «el engarce intelectivo» de la totalidad de un tema (122), esto es «la entonación propia a la suma de interpretaciones históricas» de una «misma metáfora» (127). Por eso, la esfera pascaliana y el pensamiento del uruguayo José Enrique Rodó pueden concordar en ese «modo esencialmente sintético» con el que una metáfora muta y es la misma en «diferentes momentos de la historia cultural» (148), «poesía de la cultura» de la que Borges participa con su peculiar «metamorfosis de lo mismo» (160).

Borges en la ciudad de los inmortales ofrece poco a poco una indagación que ansía la triple vertiente geográfica y cultural de la figura borgeana: argentina, la-tinoamericana y universal. Prueba de estos vínculos son los ensayos «La sombra de Sarmiento en la poesía de Borges» (164-190), donde Cervera ofrece profundas reflexiones acerca de ese matiz de la cultura argentina invocadora del sabor y la

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historia locales; «Tres humanistas del siglo XX: Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes y Jorge Luis Borges» (215-237), en el que invoca una geografía cultural his-panoamericana en diálogo; y «El Sur de Santayana a la luz de Borges» (271-319) se-guido de «A los lectores de Sur» (320-342) en los que revela con trazas nuevas, entre otras cuestiones, la importancia de lo foráneo entre las predilecciones de la cultura argentina. En el primer caso, la figura de Sarmiento es declarada entre las primeras presencias argentinas que «presiden los tres poemarios juveniles de Borges» (167) y que modula una metáfora recurrente en algunas de sus más celebradas narraciones («Hombre de la esquina rosada» o «El Sur»: 172). La localización implica, en suma, la identificación de un destino, en este caso de un «personaje detestable y mons-truoso», Juan Facundo Quiroga, que unifica tanto la voz poética borgeana como la percepción de los lectores, espejeo en el que esta vez, mediante el giro biográfico («El General Quiroga va en coche a la muerte»: 167), se logra la conexión ontoló-gica y literaria anterior. Dicho de otro modo, el hecho individual de la muerte de un personaje relevante implica en la experiencia de la obra una mortalidad también compartida, pues «la muerte “es de todos”» (169). La metáfora, no cabe duda, es sin embargo «inmortal», ya que repasa muy diversas aristas geográficas y temporales de la cultura del Río de la Plata.

Por otra parte, Cervera aborda un salto a la «historia de la literatura hispanoa-mericana del siglo XX» (237) a través de una triangulación crítica, ensayística y ficcional. Del análisis histórico firmado por el dominicano Pedro Henríquez Ureña a la meditada prosa intelectual del mexicano Alfonso Reyes, intersección que la poé-tica y narrativa borgeanas desestabilizan y complejizan. La vinculación de los dos autores será para Borges la inspiración de una cultura hispanoamericana en diálogo con la universalidad (249-250). Y añade ese creativo y desestabilizador precepto borgeano «de la realidad como ficción» (250) que aloja la llamarada sincrética de sus dos amigos y maestros hasta alumbrar «ramificaciones diversas», propagadas por «la inmortalidad» de la literatura, hispanoamericana y universal (251). La proyección de la América hispana, por tanto, estriba también en la recepción de lo foráneo, esto es, en un cosmopolitismo que se recibe, asimila y revive bajo una «red textual» cuyos recursos y referencias estético culturales convergen en una semblanza compartida, con el objetivo de «restañar de algún modo el curso de las horas» (300). En ese marco, del pensador hispano estadounidense Jorge Santayana a los muchos inte-lectuales y escritores europeos, americanos y asiáticos invitados a la exótica revisa Sur, el avezado pensamiento de Cervera sitúa el sabor sincopado de las innumera-bles «mutaciones» de la literatura, «secretas y remotas afinidades» que logran «una suerte de mágica eternidad […] a modo de reflejo concertante» (329) en esa triple

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dimensión – argentina, hispanoamericana y universal– de la emblemática publica-ción periódica.

En un presente de biografías narradas y mediadas por las redes sociales, en una actualidad globalizada, plena en desencantos, en versiones de la literatura y de la historia, entre la hibridación, la desintegración y la exhibición de los sujetos, tesis como la de Vicente Cervera Salinas cobran una particular importancia. Borges en la ciudad de los inmortales no solo revisa con mirada renovada, erudita y responsable una obra que la crítica hispanoamericana localiza siempre como punto de referencia, sino que invita a pensar, siguiendo las conjeturas borgeanas, en otro sentido para la vanidad y el egoísmo –humanos y literarios–. Pues acaso las obras y sus creadores no sean más que el momentáneo brillo de un recuerdo, un simulacro, de otras obras y otros seres, que nuestro distraído corazón ha olvidado.

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palabras en el tieMpo

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Los textos reunidos en Creación y memoria1 permiten asistir al crecimiento de la amistad entre dos nombres angulares de la poesía del pasado siglo: Gerardo Diego y José García Nieto. Esta edición, al cuidado de Francisco Javier Díez de Revenga, revela una sostenida afinidad intelectual, a medio camino entre la relación maestro-discípulo y las complicidades literarias. Si la figura tutelar de Gerardo Diego ha recibido un trato preferente en los diversos panoramas de la lírica del siglo XX, José García Nieto no ha corrido la misma suerte. Opacado por la ancha sombra de la revista que fundó (Garcilaso), o envuelto en polémicas paraliterarias (el caso Juana García Noreña), García Nieto ejemplifica la singladura de aquellos escritores que ga-naron la guerra y perdieron la posguerra. No obstante, sería injusto confundir al poe-ta con la retórica que generó, lo que supondría sacrificar la evolución individual en aras del cliché colectivo. Desde sus comienzos, García Nieto se configura como un virtuoso de la forma: sonetista excepcional, gran conocedor de los clásicos y forjador de un estilo –el garcilasismo– que, en sus seguidores menos dotados, desembocó en la caricatura con la que a menudo se ha asociado: versos envasados al vacío en los que predominaban «la rosa de papel» y «la novia como Dios manda», según reco-gería con lúcida ironía el propio García Nieto años después. Por ello, estas páginas constituyen también una buena oportunidad para reubicar lo que el tiempo aún no ha puesto en su lugar. Como señala Díez de Revenga en su esclarecedora introducción, Gerardo Diego y José García Nieto comparten más que un horizonte de lecturas y algunas marcas de taller. No en vano, ambos se erigen en activos promotores de sus respectivas generaciones. Al valor documental de los textos seleccionados –muchos de ellos, inéditos hasta ahora– hay que sumar la estructura orgánica de un volumen que no se concibe como un aluvión de materiales de acarreo, sino como un intento de reproducir en diferido la intensidad del diálogo en directo.

Creación y memoria se divide en cuatro secciones. La primera engloba ocho escritos de Gerardo Diego sobre José García Nieto. Ya en sus radiotextos de princi-

1 Gerardo Diego y José García Nieto, Creación y memoria, edición de Francisco Javier Díez de Reven-ga, Barcelona / Santander / Madrid, Anthropos / Fundación Gerardo Diego / Fundación José García Nieto, 2014, 142 págs.

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pios de los 50, Diego reconoce la impronta de «la ejemplar Garcilaso», a la vez que advierte en esta revista una textura lírica que trasciende la abstracción sentimental y el canto a la belleza inanimada. Además, el artífice de Manual de espumas resalta la voluntad aperturista de una publicación por la que pasaron las firmas de Dámaso Alonso, José Hierro, Leopoldo de Luis o Carlos Edmundo de Ory, entre otros. No menos interés tienen los artículos consagrados a la obra de García Nieto: los comen-tarios de Tregua (1952) y de La red (1955) muestran a un escritor más versátil de lo que pudiera parecer a primera vista. En efecto, se trata de un poeta arraigado, según la terminología de Dámaso Alonso, pero que irá decantándose progresivamente ha-cia preocupaciones humanas, metadiscursivas y existenciales. Más tarde, el análisis de Memorias y compromisos (1966) se centra en la valentía de un libro que abre el cajón de la historia sin abdicar de la fidelidad a un estilo. La visión de la poesía como machadiana «palabra en el tiempo» cristaliza en un verso libre que tensa los muelles versiculares, y por cuyas humedades penetran la realidad, la memoria y el «dolorido sentir». Por último, en Taller de arte menor y cincuenta sonetos (1973), Gerardo Diego aprecia la libertad de un autor al que no se le perdonó escribir «un poema perfecto» en tiempos imperfectos.

La segunda parte incluye diecisiete artículos de García Nieto sobre Gerardo Die-go. Junto con las semblanzas personales y los textos de circunstancias –aunque siem-pre cargados de intención–, se localizan aquí reflexiones sobre las vanidades del mundo literario, apuntes del natural y anotaciones a pie de tarima (la crónica taurina a propósito de la presentación de La suerte o la muerte en el Instituto de Cultura Hispánica). Con motivo de alguna efeméride particular –el ingreso de Gerardo Die-go en la Real Academia, la concesión del Premio Cervantes, el homenaje al cumplir ochenta años–, García Nieto eleva una meditación universal sobre la expresividad, la tersura musical y la nitidez aérea y terrenal del poeta santanderino. Mención aparte merece la transcripción de la conmovedora oración fúnebre que García Nieto pro-nunció en julio de 1987, y que culmina con el envío de un soneto donde se certifica la amistad constante más allá de la muerte.

El tercer bloque abarca un epistolario disperso, que demuestra la continuidad del trato entre los dos autores: de las ocho cartas reproducidas, la primera data de 1954 y la última de 1985. Al margen del acceso a la intimidad doméstica y a los avatares de la vida literaria, esta correspondencia refleja la savia de la creación y los vasos comunicantes entre el entorno privado y la realidad colectiva. Tanto en las cartas del maestro al discípulo como en las cartas del discípulo al maestro asoman premios y apremios, plazos y colaboraciones, así como una admiración mutua. Cabe destacar la epístola que García Nieto envió a Gerardo Diego en 1954, y que adjuntaba el ori-ginal mecanografiado, con anotaciones manuscritas, del «Espacio» de Juan Ramón

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Jiménez. La Fundación Gerardo Diego recuperaría este facsímil en 2007, bien acom-pañado por un Cuaderno adrede.

La cuarta parte del volumen consta de varios poemas dedicados: dos jinopepas de Gerardo Diego a García Nieto y doce composiciones de García Nieto a Gerardo Diego. En estas estrofas se dan cita asuntos variopintos. Los encuentros poéticos, las anécdotas prosaicas y los amigos comunes desfilan en unas estampas no exentas de humor ni de emoción. Como colofón gráfico, esta edición incorpora dieciséis foto-grafías que ilustran la sintonía entre los citados poetas y otros rostros de la literatura del siglo XX.

En suma, Creación y memoria aúna el rigor documental, la erudición crítica y la amenidad lectora. Reunidos de nuevo en estas páginas, los dos creadores parecen retomar una conversación inacabada, o acaso compartir el silencio contemplativo con el que culminaba García Nieto uno de los poemas incluidos en este libro: «Ma-ñana nos encontraremos, / tierras adentro, al regresar, / y un silencio compartiremos / mientras habla incesante el mar».

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Universidad de Murcia

José Teruel, Profesor de la Universidad Autónoma de Madrid, obtuvo el Pre-mio Internacional Gerardo Diego de Investigación Literaria con su libro Los años norteamericanos de Luis Cernuda, que ha publicado PreTextos en Valencia en co-laboración con la Fundación Gerardo Diego 1. Precisaba el poeta sevillano de un estudio sereno y objetivo de la poesía de su exilio, sobre todo en su última etapa, la desarrollada en Nueva Inglaterra, México y California, tras los durísimos años de su primer destierro en Inglaterra y Escocia. En 1936, en abril, Cernuda recibió el homenaje de sus amigos en Madrid, con Federico García Lorca al frente, por haber publicado La realidad y el deseo, sus poesías completas en ese momento, agrupadas en un libro que la historia literaria ha considerado fundamental en el desarrollo de la poesía española del siglo XX.

Se plantea José Teruel en el capítulo introductorio de su libro abordar la per-sonalidad del difícil Luis Cernuda, aun sabiendo de su rechazo a ser biografiado, manifestado en diferentes oportunidades, ya que su vida solo podía ser objeto de au-tobiografía, en la que prevaleciese por encima de todo su yo poético. Cernuda, desde el comienzo de su exilio, ha subordinado su identidad social a la verdadera clave de su mito y de su personaje: él era fundamentalmente el Poeta.

Recuerda José Teruel la trayectoria poética de Luis Cernuda, desde sus inicios en los años veinte en Sevilla, con su libro de 1925 Perfil del aire, hasta llegar a Como quien espera el alba, escrito entre 1941 y 1944 en plena segunda guerra mundial, y que ya en el título pone de manifiesto su escasa esperanza en el futuro, su escepticis-mo ante su propia situación vital, que revelaba que la existencia de Cernuda llevaba sobre sí el peso de dos guerras.

Tras estos planteamientos iniciales analiza Teruel la última etapa de la vida y de la poesía de Cernuda, desde el momento en que se traslada a EE. UU., con un con-trato de trabajo como profesor de literatura en el exclusivo Mount Holyoke College, en Massachusetts, en el que permaneció desde septiembre de 1947 a noviembre de

1 José Teruel, Los años norteamericanos de Luis Cernuda, Valencia, PreTextos-Fundación Gerardo Diego, 2013, 206 págs.

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1952. Es la etapa norteamericana de Nueva Inglaterra, en la que Cernuda nunca acabaría de encontrarse cómodo, ya que se sentía solo, no se integró en el mundo universitario americano y la vida diaria no se le hizo fácil. Ni siquiera el encuentro en la Escuela de Verano de Middlebury College, en Vermont, en 1948, con algunos de sus compañeros de generación, entre ellos su profesor Pedro Salinas, con el que nunca se llevó bien, sirvió para mitigar esa sensación de soledad que impregnaba su existencia. En Nueva Inglaterra Cernuda finalizará un nuevo libro, con título más que representativo de su estado de ánimo: Vivir sin estar viviendo.

En julio de 1949 Luis Cernuda visita por primera vez México, adonde volverá los tres veranos siguientes hasta instalarse definitivamente allí en noviembre de 1952. En México Cernuda se conmueve ante el encuentro con un selecto grupo de viejos amigos: Concha Méndez, Manuel Altolaguirre, José Moreno Villa, Octavio Paz, José Bergamín, Emilio Prados y Ramón Gaya… Volver a escuchar la lengua española y su deslumbramiento ante México hicieron aún más enojosos los obligados regresos a Nueva Inglaterra.

Aunque volvería en sus últimos años a trabajar en EE. UU., en Los Ángeles y en San Francisco, los años de México fueron productivos para el poeta que, aun así, no logró alcanzar la plenitud personal que tanto anheló lo largo de su vida. Ni siquiera el intermedio amoroso que dio lugar a Poemas para un cuerpo supuso una inyección de ánimo para él. Pero surgieron sus últimos libros poéticos, de títulos igualmente representativos: Con las horas contadas y más aún su magistral Desolación de la quimera, culminación de una obra poética en todo momento excepcional.

Según Concha Méndez, en cuya casa vivía, su actitud de los últimos días fue la de «alguien que estuviera dominado por un presentimiento; no parecía el mismo; recordaba a sus familiares, nos mostraba retratos, estaba afable, comunicativo». Y la mañana del 5 de noviembre de 1963 lo encontraron muerto, tendido en el suelo, con la pipa y las cerillas en las manos… Cuando se van a cumplir los cincuenta años de su muerte, todo lo relata José Teruel en este libro con gran precisión y detalle más que nada porque los afanes diarios el poeta son contrastados con los poemas que iba escribiendo, de manera que un vez más se demuestra que vida y poesía en Luis Cernuda fueron siempre paralelas.

La estancia en Estados Unidos no fue, en efecto, satisfactoria para Cernuda, quien a partir de 1949 combina con viajes y permanencias en México en los veranos. Es en uno de ellos, el de 1951, cuando aparece en la vida del poeta «X», identificado como Salvador Alighieri, su segundo gran amor, de trascendencia poética en los Poemas para un cuerpo, hasta que en 1952 se traslada definitivamente a México, donde vive solitario, con algún regreso como profesor a Los Ángeles, hasta 1963, en que inespe-radamente muere una mañana de noviembre. De esta época es Con las horas conta-

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das (1951-1956), en la que habrían de figurar los Poemas para un cuerpo como final amoroso, las Variaciones sobre un tema mexicano (1949-1950) en prosa y al estilo de Ocnos y Desolación de la quimera, comenzado en México en 1956 y finalizado en California en 1962, cuando el poeta, prácticamente olvidado hasta entonces en España, empezaba a ser reconocido como maestro de las nuevas generaciones espa-ñolas que, aquí, comenzaban a descubrir su poesía, pero de forma lenta y paulatina.

Recuerda José Teruel que los homenajes en 1958 de la revista Cántico y en 1962 de La Caña Gris, la publicación en Málaga en 1957 en una edición casi privada de Poemas para un cuerpo, y algunos artículos aislados de jóvenes progresistas como Goytisolo (1968), determinaban los inicios de una admiración que en los últimos sesenta sería consagración definitiva como maestro de las jóvenes generaciones. De Cernuda atrae el profundo sabor humano de su obra, es decir, su amalgama (siempre alta en calidad) de contradicciones. El inquieto, el intemperante, el atrabiliario, el profundamente nostálgico y tierno, pero que nunca perdió la mirada de la Poesía convertida en vivir, al tiempo que su vida se hacía materia poética.

La figura del poeta, que tantas veces se ha mostrado extraña y contradictoria, llega hoy hasta nosotros transmitida con una cierta verdad, después de haber sufrido, como nadie en su generación, las críticas más adversas. Cuando los más jóvenes, desprovistos de viejos prejuicios y alejados físicamente de la «persona difícil y com-plicada» que aseguraba ser el propio Cernuda, reivindican el valor de su obra, en una lucha tenaz y desigual, se logra por fin la objetividad de un panorama adverso. La historia de la crítica sobre Cernuda es también complicada y difícil. Ninguno de sus contemporáneos tuvo que sufrir como él una crítica persistentemente antagonística cuando no ferozmente hostil.

La producción lírica de Cernuda ha sido valorada las más de las veces en su con-junto, dada la circunstancia editorial de que, a partir de 1936, un título, La realidad y el deseo, englobará toda su obra poética incorporando sucesivamente sus nuevos libros poéticos al volumen principal, que llega a alcanzar cuatro ediciones diferen-tes: 1936, 1940, 1958 y 1965. No se producen transformaciones en el texto previo al ir añadiendo los nuevos libros, sino que, paso a paso, se va construyendo una obra completa.

Respecto a su mundo poético, hay que señalar la presencia, permanente, de unos motivos preferidos tales como el amor, la soledad, la infancia o la muerte. Cernu-da, como buen elegíaco, se aproximó a ellos con una indefinida melancolía, que ha llamado la atención de muchos. El amor, la muerte, el tiempo y la soledad aparecen como necesidades problemáticas entre las que tal anhelo transcurre, y, por tanto, como centros motrices a la vez de La realidad y el deseo, desde Perfil del aire a Desolación de la quimera. Los eternos temas cobran nueva vida, nuevo dolor y

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nuevos testimonios a través de la expresión delicada y amarga, tierna y terrible, de una belleza tan sobria como honda, de su verbo. Soledad del amor, de la amistad, de la tierra, del trabajo, soledad del exilio y de ese conglomerado que parece maldito al que llamamos sociedad. Y también está la sed de eternidad, la infancia como presen-te eterno, aunque también ha destacado, en relación con la misma ansia de eternidad, lo fundamental del amor (como espejo de la misma) y la naturaleza.

La juventud y la nostalgia de la juventud, la adolescencia y el recuerdo son con-ceptos en los que el tiempo se halla presente y su presencia en la poesía determina un tono que en Cernuda se ha de hacer inconfundible al someterse a la dinámica del tiempo que pasa. No sería completa esta revisión temática de la poesía de Cer nuda si no se aludiese a la importancia de la creación artística en su obra, sobre todo a través de la presencia de la música y las artes plásticas, como un vínculo de soledad similar al representado por la poesía, y al arte plástico como reflejo de una inquietud ante manifesta ciones estéticas percibidas con notable naturalidad.

Lo cierto es que la poesía de Luis Cernuda fue adquiriendo con el tiempo un carácter especial, distinto de las representadas por los mundos poéticos habituales entre nosotros, hasta el punto de que cuando aparece la última entrega de La realidad y el deseo, su último libro, Desolación de la quimera, Cernuda ha adquirido entre nosotros e1 máximo valor como poeta ético. Es sin duda Desolación de la quimera el libro que más contribuye al que desde entonces va a ser el magisterio indiscutible del poeta, y así lo destaca José Teruel en su libro, ya que junto al interés en recoger la imagen quizá más auténtica de su autor, que se ofrece en este poemario con la sinceridad y extroversión frecuentes también en otros momentos de su obra, vemos ahora más que nunca el valor moral de la poesía cernudiana. En algunos de los últi-mos poemas de Cernuda se destaca la importancia de la representación artística ad-vertible en su último libro, como reflejo de su clara postura crítica ante la vida, entre los convencionalismos sociales destructores del sentido del arte y, sobre todo, ante la falsedad y la postura nada auténtica de los que pretenden homenajear a nuestros au-tores y artistas sin comprender su fondo, su valor, que muchas veces ha sido criticado por esa misma sociedad que ahora los elogia. Como señala José Teruel, sobre todo, se advierte esta actitud en el grupo de amplios poemas en los que una serie de autores y artistas (Goethe, Galdós, Tiziano Wagner, Mozart, Dostoievski, Valéry y Rimbaud) son el objeto de su creación artística y significación humana, de la reflexión ética de Cernuda. La trascendencia de tales reflexiones dan inicio en la poesía española a lo que posteriormente se ha denominado culturalismo, cuya presencia en nuestra poesía posterior ha sido muy grande. Por otra parte, en estos poemas finales culmina la con-solidación del monólogo dramático que Cernuda forjará a lo largo de su trayectoria,

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hasta el punto de convertirse, en España, en el maestro del género (Browning al fondo) frecuentado por las últimas promociones de poetas españoles.

Uno de los aspectos más originales de la obra toda de Luis Cernuda lo constituye su prosa lírica y a ella dedica José Teruel muchas de sus reflexiones en este libro. Dos son las obras de Luis Cernuda que podemos incluir dentro de esta modalidad: Ocnos, escrito entre 1940 y 1963, y Variaciones sobre un tema mexicano, escrito en una temporada más breve, entre 1949 y 1950, con recuerdos de sus estancias en México en esos años. Mientras este último libro presenta un solo texto, Ocnos, sin embargo, tiene tres ediciones que corresponden a tres redacciones durante el exilio en Gran Bretaña primero (1938-1947) y Estados Unidos y México después (1947-1963). Las tres ediciones son diferentes, ya que en cada oportunidad (Londres, 1942; Madrid, 1949, y Xalapa, 1963) Cernuda revisaba textos y añadía nuevos materiales, modi-ficando sustancialmente la obra. Vida y literatura, vida y poesía se hacen aún más próximas en las prosas de Luis Cernuda, como José Teruel va detallando con dete-nimiento.

La literatura española del siglo XX tiene en Luis Cernuda uno de sus máximos representantes, tanto por su indudable calidad como poeta como por la seriedad y el rigor de su trayectoria como escritor, ejemplo para muchos poetas posteriores. Sin duda, entre los de su generación, donde hallamos figuras estelares de la literatura española de todos los tiempos, Cernuda es, posiblemente, el más auténtico, el más fiel a una trayectoria decidida, que hoy, pasados cincuenta años de su muerte, se nos ofrece como una lección de verdad literaria y de verdad existencial, única en nuestras letras.

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sur y el esplendor de la cultura

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Cuando se acomete un proyecto cultural de ingentes dimensiones y este se afian-za con el tiempo, la admiración y el encanto de la posteridad vienen de corrido. Si, más que afianzarse, se yergue como una referencia fundamental de su nación e in-cluso se convierte en un nexo que permite el tránsito con otras, el deslumbramiento está asegurado. Tal fue la situación de la revista argentina Sur, objeto de estudios posteriores como el que se reseña, fuente de interés debido a la cantidad y calidad de las publicaciones insertadas en ella.

El volumen Ensayo, memoria cultural y traducción en Sur1 refleja la atracción que despierta la revista argentina. Esta supone un campo de investigación dilatado que genera estudios tan completos y sugestivos como los catorce que se incluyen en esta obra. Como indica Cervera Salinas en «La energía espiritual de Sur (Nuevos enfoques críticos)»–páginas liminares del volumen–, estas aportaciones confieren un amplio panorama de los ensayos y traducciones publicados entre 1931 y 1945 en la revista argentina, contemplados desde el prisma de la memoria cultural.

Para presentar una creación conviene remontarse a los orígenes de esta, y así se abre el volumen, con «Guillermo de Torre (y Samuel Glusberg) en la génesis de la revista Sur», aportación de Domingo Ródenas Moya. El editor Samuel Glusberg y el ensayista Guillermo de Torre son presentados por Ródenas Moya, quien incide en la trascendencia de ambos para la gestación de la revista así como en su desigual devenir: Glusberg, propuesto por Frank para colaborar en Sur, queda apartado del proyecto; Guillermo de Torre, en cambio, se erige como un importante pilar durante el primer año y medio de vida de la revista.

La gestación de Sur prosigue en el estudio de Cayetano Estébanez Estébanez: «Waldo Frank en la génesis y los primeros años de la revista Sur», donde se ofrece el perfil más interesante del escritor estadounidense en lo que concierne a la revista: Frank despierta en Victoria Ocampo la fascinación por el territorio Norteamericano y la atrae hacia el cosmopolitismo y el misticismo naturalista de su obra. Como tri-buto a su labor, el primer número de Sur se inicia con la «Carta a Waldo Frank», y 1 Ensayo, memoria cultural y traducción en Sur, editado por Vicente Cervera Salinas y María Dolores

Adsuar Fernández, Murcia, Universidad de Murcia. Servicio de Publicaciones, 2014.

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su colaboración con la misma así como su amistad con Victoria Ocampo perduran durante toda su vida.

En relación con el origen de Sur, resulta esencial el papel de su fundadora, del que se hace eco Beatriz Barrantes Martín en «Victoria Ocampo y Sur: la búsqueda de la identidad a través del diálogo textual y la paradoja». La brillante intelectual tiende con Sur un puente cultural entre Europa y América donde, además de la varie-dad de textos firmados por ella sobre diversos temas, incluye escritos de calidad sin atenerse a ideologías ni religiones. Barrantes Martín pone de manifiesto el espíritu de la revista, marcado, como su fundadora, por dos dicotomías: europeísmo frente a regionalismo y esteticismo frente a didactismo.

La estela del ensayo argentino en la revista es reflejada por Vicente Cervera Sa-linas en «Ensayistas decimonónicos en Sur: Domingo Faustino Sarmiento». Tras referirse a la dicotomía imperante en el seno de Sur –reducida atención al localismo e interés hacia lo extranjero–, Cervera Salinas presenta una nómina de escritores ar-gentinos a los que se les concede atención en la revista y, entre ellos, destaca Domin-go Faustino Sarmiento, cuyo pensamiento –en defensa de la libertad y la cultura–, encaja a la perfección con Sur. Tanta es la fascinación por Sarmiento, que le dedican un especial de la revista en el cincuentenario de su muerte y, además, se incluyen en Sur reseñas y ensayos firmados, entre otros, por Sebastián Soler, Eduardo Mallea o Miguel de Unamuno donde el escritor es el tema central.

En «Filosofía original y traducciones en la Revista de Occidente y Sur (1923-1945)», Pedro J. Chamizo Domínguez y Claudia Fernández Fernández abordan las conexiones entre Sur y la Revista de Occidente en lo que a textos filosóficos y tra-ducciones de estos se refiere. Siguiendo los modelos de la «Escuela de Madrid» y la «Escuela de Barcelona», Chamizo y Fernández proponen una «Escuela de Buenos Aires» de filosofía en torno a Sur. Además, distinguen entre artículos y ensayos, señalan la importancia de las traducciones para la divulgación del pensamiento, con-tabilizan las traducciones incluidas tanto en la Revista de Occidente como en Sur, y, en relación con las editoriales homónimas, presentan un catálogo de traducciones de textos filosóficos publicados por ambas.

La atención otorgada a la traducción se perpetúa en la aportación de María Te-resa Gramuglio: «Literatura argentina y traducción en el proyecto de Sur». A partir del volumen La música en el grupo Sur, de Pablo Gianera, Gramuglio se ocupa del ensayo «Los problemas del compositor americano», de Ernest Ansermet, y presenta, siguiendo a Gianera, la perspectiva musical de los miembros de Sur. En lo que atañe a la traducción, Gramuglio destaca el interés que la revista concede a autores con-temporáneos de diversas nacionalidades, despertando en los lectores la curiosidad por lo universal al tiempo que por lo actual.

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El diálogo intelectual es objeto de estudio de María Dolores Adsuar Fernández en «El debate como expresión literaria en Sur». Son numerosos los pensadores vin-culados a la revista que se reúnen en torno a problemas de la época: la democracia, los partidos políticos, el papel del comunismo o la Segunda Guerra Mundial, entre otros; encuentros que suponen un ejemplo de respeto, civismo y amplia sabiduría. Adsuar Fernández destaca el número monográfico «Debates en Sur» y se centra en el contenido relativo a la primera etapa de la revista, donde se evidencia el interés colectivo de los problemas que preocupan a los integrantes de Sur –de modo que el elitismo del público al que se dirige queda puesto en entredicho, aunque la brillantez de sus colaboradores sí induce a emplear tal denominación–.

En «De los otros y los nuestros. Las reseñas de escritores argentinos en las pági-nas de Sur», Marisa Martínez Pérsico se refiere a las reseñas elaboradas por autores argentinos entre 1931 y 1945; proyecto que ha de calificarse de cultural, pues las disciplinadas abarcadas en las reseñas son muy variadas –así como los ámbitos en los que se engloban los reseñistas–, en consonancia con una de las pretensiones de la revista: aleccionar al público. Además, Martínez Pérsico se refiere a dos figuras que se sirven de las reseñas para introducir su propia poética: Jorge Luis Borges y Leopoldo Marechal.

El clima cultural argentino en relación con Italia en la época contemporánea a Sur es abordado por Alejandro Patat en su estudio «Difusión, traducción y crítica de la literatura italiana en Argentina a principios del siglo XX. Algunas cuestiones cla-ves». Diseña una cronología dividida en tres etapas donde la segunda –1880-1970– se revela como la de mayor difusión de la cultura italiana en Argentina debido a la abundancia de canales que permiten el tránsito. Asimismo, Patat expone los grandes proyectos en el contacto entre ambas culturas y señala la aparición de un monográfi-co en Sur sobre literatura de Italia.

En «Sur: la cultura italiana en Argentina», Susanna Regazzoni se refiere a las relaciones entre Italia y Argentina concretadas en las páginas de la revista mediante Leo Ferrero y su texto titulado «El malestar de la literatura italiana», a través del nú-mero de Sur dedicado a la literatura italiana y de los escritos de Victoria Ocampo en los que muestra su admiración por Vittorio De Sica tras la muerte del actor y director. Regazzoni alude, además, a las revistas Nosotros y Martín Fierro como importantes medios de transmisión de la literatura italiana en Argentina en el siglo XX.

La vinculación con el ámbito italiano es abordada también por Belén Hernández González con los «Ensayos y epílogos de Leo Ferrero en Sur». Tras presentar una conexión entre revistas europeas que actuaron como modelo de la argentina y seña-lar el turbulento panorama cultural italiano de entreguerras, Hernández González se refiere a la temática de los ensayos incluidos en Sur centrados en el ámbito italiano. Destaca el interés por el terreno estético, la crítica literaria y, en menor medida, la

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política. En cuanto a Leo Ferrero, miembro del consejo de dirección extranjero de Sur, Hernández González realiza una síntesis de la formación del autor, su amistad con Victoria Ocampo, sus contribuciones en Sur y el prolongado interés que despertó su figura tras fallecer.

La parcial y resentida imagen que Alemania proyecta en Argentina a raíz de la Primera Guerra Mundial es abordada por Isabel García Adánez en «El mundo ale-mán a través de Sur (1931-1945)». Establece García Adánez una síntesis en relación con las personalidades alemanas en Sur: Goethe, Hölderlin, Rilke, Scheler, Bach, Beethoven, Heidegger o Spengler son algunos de los nombres a los que alude en el estudio. Se completa esta visión alemana desde Sur con las manifestaciones in-cluidas en la revista contra el nazismo y con la reflexión sobre el servilismo del arte empleado por el poder.

La impronta francesa de la revista argentina la estudia Gloria Ríos Guardiola en «El ensayo francés viaja a Sur». Presenta, siguiendo a Marielle Macé, una pe-riodización tripartita sobre las representaciones del ensayo en la literatura francesa para ocuparse de cada etapa desde la óptica de Sur. Se refiere Ríos Guardiola a la polémica entre los defensores del ensayismo propiamente intelectual frente a los re-presentantes del ensayo más lírico, a la inclusión de figuras inscritas en el existencia-lismo –como Sartre–, a la relevancia concedida al compromiso y al interés otorgado al artista como defensor de la libertad –concretándolo en textos de Camus–. En los años sesenta disminuye el número de textos franceses en Sur, aunque aún aparecen algunas reseñas y ensayos.

Cierra el volumen Liliana Tabakova con su ensayo «La URSS y sus intelectuales vistos por el prisma de Sur (1931-1937)», incidiendo en Francia como trampolín desde el que los artistas rusos se daban a conocer en Hispanoamérica. Tabakova concede interés al testimonio de Elías Castelnuovo sobre el viaje que realizó a la Rusia soviética –el cual fue publicado en Sur– así como a la figura de Strawinsky –de quien se escribe con asiduidad en la revista–. No obstante, Sur defendía una posición humanística, dialogante e ilustrada que superaba toda frontera política.

En conclusión, el volumen Ensayo, memoria cultural y traducción en Sur es una extraordinaria contribución a los estudios focalizados en la revista argentina, pues las perspectivas son tan variadas como rigurosas. Junto con Vínculos ensayísticos e interculturales en Sur, se ofrece al lector un panorama muy completo de una revis-ta que es regionalismo y cosmopolitismo, didactismo y esteticismo, diversidad –de textos–, multiplicidad –de figuras–; espléndida complejidad, en definitiva, como la propia Hispanoamérica.

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redescubriendo sur: interculturalidad, ensayo y traducción

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Universidad de Murcia

Adentrarnos en las páginas de Vínculos ensayísticos e interculturales en Sur1 su-pone dejarnos llevar por los diferentes vaivenes que, con la revista Sur como centro, nos conduzcan de Argentina a Europa, de América del Sur a América del Norte, de este a oeste. En el recorrido que plantea este libro, se dan cabida la cultura, el pensa-miento del siglo xx, la historia, las corrientes filosóficas y, por supuesto, la literatura. Vicente Cervera Salinas y María Dolores Adsuar Fernández han editado un volu-men plural y ambicioso, tanto como el proyecto que iniciara en Argentina Victoria Ocampo. Este libro, junto a su hermano, Ensayo, memoria cultural y traducción en Sur, han sido resultado de un fructífero proyecto de investigación que ha realizado una lectura de la revista argentina desde nuevos prismas, como el ensayo, la traduc-ción y las relaciones interculturales. Estos conceptos, a su vez, presentan numerosas relaciones y generan un estudio de variados enfoques y de indudable interés para numerosas áreas humanísticas.

El volumen está compuesto por catorce trabajos, escritos por diferentes investi-gadores, especialistas en cada área. En ellos se tratarán cuestiones sobre la ideología o el compromiso político de la revista, el pensamiento filosófico, el ensayismo, la presencia de otras literaturas, el género poético o la traducción.

Por un lado, tres artículos -los de Gramuglio, Adsuar y Podlubne- nos permiten comprender la ideología escondida entre las letras de Sur. El primero de los citados, el trabajo de María Teresa Gramuglio, será el encargado de abrir el volumen bajo el título «Sur en los años cuarenta. Políticas de la literatura». Con suma agudeza argu-menta la investigadora la existencia de una «constelación política» en la revista que, a modo de acuerdo ético, incluye aspectos como el posicionamiento contrario a los regímenes autoritarios. A esta idea une la Gramuglio la existencia de una «constela-ción Borges», observando cómo este escritor se sitúa para la revista «en el centro del sistema literario» (pág. 22). 1 Cervera Salinas, Vicente y Adsuar Fernández, Mª Dolores (eds.), Vínculos ensayísticos e intercultura-

les en Sur, Murcia, Universidad de Murcia. Servicio de Publicaciones, 2014, 300 págs.

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En esta misma línea, el trabajo de María Dolores Adsuar Fernández, «El ameri-canismo a debate: la función socio-cultural de Sur», nos acerca a dos de los debates publicados en Sur sobre la identidad americana (nº72 de 1940 y nº86 de 1941), cons-tatando con ellos la existencia de un compromiso social, normalmente no asociado a la revista. Adsuar mostrará las voces participantes, las influencias percibidas en los discursos (como la presencia de José Martí o José Vasconcelos), los diferentes enfrentamientos generados y las propuestas extraídas de los mismos. Aporta Adsuar Fernández diferentes conclusiones de sumo interés, percibiendo cómo, al cobijo de Sur y Victoria Ocampo, se muestra «el poliédrico y controvertido rostro del pensa-miento americano del siglo xx» (pág. 76).

También Judith Podlubne ahondará, con acierto, en el compromiso de la litera-tura en los debates de Sur. Estos se centrarán, desde los años treinta, en diferentes reflexiones y diálogos en el seno de la revista sobre la función del intelectual en el desarrollo cultural. A su vez, indagará en la presencia de Jean Paul Sartre y delimita-rá, con ello, convergencias con la revista argentina Contorno.

En otro aspecto, trabajos como los de Cervera, De Llano y Martínez Pérsico nos descubren otras veredas en torno al pensamiento y el ensayismo en la revista de Vic-toria Ocampo. En primer lugar, Vicente Cervera Salinas repasa en «Sur en el centro del siglo xx: el siglo xx en el centro de Sur», la edición conmemorativa que, en 1950, rememoraba los veinte años de la revista. En palabras de este estudioso, se trata de un número «bisagra entre sus años dorados y el comienzo de una lenta y progresiva pérdida de sintonía con la tónica dominante de la posición socio-crítica de la intelec-tualidad hispanoamericana» (pág. 29). El trabajo desarrolla con minuciosidad tanto los factores histórico-sociales que propiciaron este declive, como las características de esta edición triple. La misma supuso una retentiva del camino recorrido por Sur y los nombres propios de quienes la habían acompañado y una defensa por la identidad del proyecto. La lectura de Cervera Salinas hacia el número y los ensayos en él reco-gidos supone un excelente paradigma para comprender la esencia de Sur.

El trabajo de Aymará de Llano ahondará la figura de Pedro Henríquez Ureña bajo el título «Homenaje a una figura americana. Otro modo de ensayo», con motivo del dossier dedicado a este escritor con motivo de su fallecimiento en el número 141 de la revista en 1946. Aymará de Llano realizará un agudo análisis sobre el género del homenaje (y su presencia en el contexto de la revista) y los ensayos dedicados a Henríquez Ureña por Francisco Romero, Amado Alonso y Enrique Anderson Imbert.

Martínez Pérsico, por su parte, nos acercará a la figura del español Guillermo de Torre, uno de los más prolíficos colaboradores de Sur. El trabajo nos descubrirá las reseñas de este escritor y configurará la imagen de De Torre como «el puente cultural entre la vanguardia europea –especialmente Francia e Italia– y los jóvenes escritores

Redescubriendo Sur: interculturalidad, ensayo y traducción

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españoles, y más tarde entre la vanguardia española e Hispanoamérica» (pág. 141). Una figura controvertida, en palabras de Pérsico, como puede comprobarse en los debates generados por este crítico en la sección significativamente titulada «Polémi-ca».

Dos trabajos de Belén Hernández González nos conducen a la historia, cultura, pensamiento y literatura italiana en su presencia en Sur, a la vez que debate sobre traducción o canon en el seno de la revista. Se trata de «La estética italiana en Sur a partir de 1945» y «El debate sobre Alberto Moravia en Sur». El primer estudio nos acercará al viraje cultural como consecuencia de la caída del fascismo en 1945, el cual se percibirá tanto en Italia como en Sur. Aportará luz a ensayos como el de Raffaello Viola o Wladimir Weidle, mostrará la presencia de ciertos autores en las páginas de la revista y revelará el diálogo de Sur con otras revistas italianas del mo-mento. Por último, el trabajo se completará con anexos sobre ensayismo italiano y textos procedentes de este país y publicados en la revista entre 1946 y 1960, aspecto que, sin duda, tienen la virtud de abrir Sur a futuras investigaciones desde la visión italianista. En el segundo caso, el trabajo de Hernández González se dedicará a la recepción italiana a partir de los sesenta, donde comienzan a utilizarse los nuevos modelos italianos en la novela y el cine neorrealista, los cuales dialogan con la li-teratura argentina e hispanoamericana. El caso de Alberto Moravia y su recepción supondrán un paradigma en estas investigaciones.

Por su parte, las propuestas de Gloria Ríos Guardiola aportarán el vínculo cultural entre Sur y Francia, en los artículos titulados «El personalismo en la revista Sur» y «La voz de Francia en Sur (1945-1960): En torno al valor literario». El primero realizará un hondo estudio sobre el movimiento ideológico personalista y eviden-ciará cómo el mismo «ofrece un “modelo de participación” que sintoniza con la moral literaria humanista del grupo Sur desde el inicio de la revista hasta la segunda guerra mundial» (pág. 95). El siguiente trabajo, rastreará la presencia de Francia en Sur entre 1945 y 1960, profundizando en los numerosos ensayos y textos literarios traducidos por la revista, con especial mirada a los debates literarios exportados o la presencia de André Gide y la literatura comprometida francesa (Sartre, Beauvoir, Camus).

Las cuestiones de traducción, sin duda presente en los trabajos dedicados a Italia y Francia, también encuentran cabida en los estudios de Vanessa Castagna y Ale-jandro Patat, acertadas reflexiones para comprender la traducción en Sur. El trabajo de Castagna nos conduce, en portugués, a la presencia luso-brasileña en la revista y genera un análisis crítico sobre la traducción de «En el muelle» de Jorge Amado. Por su parte, Alejandro Patat aporta unas «Reflexiones teóricas en torno a la traducción en Sur», a modo de colofón del volumen. El estudio se acerca a un número espe-

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cial de la revista sobre la traducción literaria publicado en 1977. Patat recorrerá los diferentes ensayos aglutinados en esta edición, analizando sus temas y propuestas, así como aportará una interesante comparativa entre la visión del norte y del sur de América en el campo de la traducción.

Por último, dos artículos nos acercan a la poesía dentro de las páginas de la re-vista. El de Nancy Calomarde, «Ese pariente pobre de Sur, la poesía», y el de Marisa Martínez Pérsico, «Una astilla de silencio atraviesa los labios del poeta. Medita-ciones sobre la poesía en la revista Sur». El trabajo de Calomarde percibe, frente a la consideración de la escasa presencia de la poesía en la revista, la existencia de profundos debates sobre este género como problema nacional. A su vez, responderá con su estudio a la pregunta «¿Qué lee Sur en la poesía de los años 40?» (pág. 242), alcanzando una caracterización de la presencia de la poesía en el proyecto argentino como anacrónica y endogámica. Por su parte, Marisa Martínez Pérsico opinará que el discurso poético fue apartado de la revista al no poder «vehiculizar contenidos morales» (pág. 269). Así, el trabajo propondrá un análisis de las diferentes funciones de los discursos poéticos en Sur, como la «difusión de la poesía escrita por Premios Nobel» (pág. 272), «la cancelación de herencias y deudas con el Ultraísmo-Mar-tinfierrismo» (pág. 272), «la defensa de una poesía anti-panfletaria» (pág. 274) y el hecho de «funcionar como vidriera de tendencias poéticas mundiales» (pág. 276).

En definitiva, este vasto, prolijo y destacado trabajo (al que se une el ya citado volumen Ensayo, memoria cultural y traducción en Sur), abre el apetito para seguir saboreando todo lo que Sur entrama. Diversas ramas del conocimiento humanístico y de la cultura sucumbieron en las páginas de esta revista sin igual, como lo hacen ahora unidas en esta investigación. Ante la imposibilidad de regresar al tiempo de los esplendorosos años de Sur, sólo queda sumergirnos en estos ensayos.

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vida y pasión de la editorial gustavo gili

david González RaMíRez

Universidad de Jaén

La aparición de un libro-homenaje es siempre motivo de brindis, como mínimo, para cuantos se interesan por el acontecimiento festejado o rodean a la persona ho-menajeada. En este caso el acontecimiento es el 110 aniversario de vida de una casa editorial; y los homenajeados son todos aquellos que han contribuido a su perviven-cia: fundador, correctores, editores-herederos, directores de colecciones, etc. Acaba de aparecer, en edición lujosamente ilustrada, un volumen dedicado a la labor em-prendida durante más de un siglo de la Editorial Gustavo Gili, fundada en los albores del XX (1902) por Gustau Gili i Roig. Más de cien años de vida de una editorial cuyo catálogo cuenta con miles de títulos que hubiesen dado sobradamente para elaborar no un libro, sino una colección por entregas. La tarea no era fácil, ni tampoco lo era tratar de salvar el escollo inicial, que recaía principalmente en la forma de compren-der el volumen.

De inicio cabían dos posibilidades de asedio. La proyección de una forma crono-lógica y ordenada de la historia de la editorial, en la que se narrasen las peripecias de su fundación, se explicase la sucesión de generaciones, se diese cuenta de los ca-minos explorados comercialmente (o artísticamente) por la empresa o se comentase la capacidad de renovación ante los caprichosos mercados. La segunda vía suponía plantear una historia, donde se seleccionasen una serie de momentos relevantes y se glosasen con el pormenor que impide la historia panorámica. Esta segunda también encierra sus dificultades, pues se puede caer en el riesgo de darle prevalencia a un asunto que, en comparación con otros, apenas tuvo relieve.

Dado que la Editorial Gustavo Gili –y hablo con pleno conocimiento de causa– atesora en su vasto archivo un amplísimo material en el que se conservan contratos de obras editadas, correspondencias con los autores, informes de asesores, etc., la programación de la historia de la editorial hubiese supuesto la coordinación de un equipo de trabajo (no me imagino a una sola persona desempolvando y leyendo toda la documentación reunida en los centenares de carpetas que se almacenan) para ana-lizar todo este campo documental y poder sancionar aquello que por su irrelevancia no deba ser registrado en más de cien años de tradición editorial.

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En el resultado último de este trabajo de campo tendría que reflejarse una no-toria labor de síntesis que programase una obra manejable a todos los efectos. Los actuales responsables de la editorial, Mònica y Gabriel Gili, miembros de la cuarta generación Gili que está al frente de la empresa, han creído, como a su abuelo le gustaba repetir, que «lo mejor es enemigo de lo bueno». Han renunciado a plantear esta historia abarcadora y completa para ofrecer, de manos de diferentes especialis-tas, un conjunto de visiones particulares que den sentido al espíritu que ha definido a la editorial desde su creación y que aborden algunos episodios destacados durante estos 110 años de historia.

Son en total quince contribuciones en las que el lector reconoce, a partir de dife-rentes calas, la evolución editorial de la empresa: desde la venta de textos litúrgicos con los que empezó Gili Roig hasta la especialización en el campo de la fotografía, el diseño, la arquitectura… que promovió Gili Torra y que actualmente mantienen Mònica y Gabriel Gili. Los Gili descienden de una estirpe de editores que arranca en el siglo XIX con Joan Gili Montblanch, un hombre emprendedor que se embarcó a lo largo de su vida en diferentes proyectos (algunos tan poco relacionados con el mun-do del libro como la venta de jabones) y acabó dedicándose a las tareas editoriales; en sus inicios Gili Montblanch empezó mercadeando con libros y a los pocos años decidió financiar él mismo algunas ediciones, fabricándolas materialmente con sus propias prensas. De vendedor ambulante pasó a editor e impresor.

Su empresa, Juan Gili Editor, fue la matriz de la que posteriormente partió la Edi-torial Gustavo Gili, fundada por el menor de sus hijos, quien se educó editorialmente junto a su padre y, antes de crear su propio sello comercial, fue socio de Juan Gili Editor. A este periodo inicial está dedicado uno de los principales trabajos que con-tiene este volumen, el del profesor Philippe Castellano, «Orígenes y primeros pasos de la Editorial Gustavo Gili» (págs. 13-31), que, además de ser el estudioso con más presencia en este homenaje, ya en ocasiones anteriores había contribuido a difundir el nacimiento de la editorial Gili.

El investigador francés argumenta que «la desavenencia generacional y el deseo de seguir un rumbo distinto al de su padre debieron ser decisivos para que Gili Roig se enfrentara al riesgo de montar una editorial con unos fondos propios reducidos y, sobre todo, con un catálogo inicial compuesto únicamente por títulos religiosos» (pág. 18). Frente a su padre, de carácter más improvisador, Gili Roig tenía una per-sonalidad metódica y ordenada. Viajó, asistió a congresos de editores, se rodeó de importantes asesores, perteneció a diferentes sociedades y apostó, en definitiva, por acercarse a las laderas políticas y administrativas del mundo de la edición. Avistó pronto que, con «sus modestos recursos iniciales» para poder sobrevivir a la com-petencia debía «ocupar un sector desatendido por los otros editores, y poco a poco

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se especializó en los libros científicos, los tratados de ingeniería y los manuales téc-nicos que acompañaron la introducción de la modernidad en España y en América Latina» (pág. 31).

Forjados los pilares para levantar la editorial y ponerla en funcionamiento, Gili Roig comenzó a ver cómo el esfuerzo se transformaba en éxito. Su fascinación desde fechas tempranas por las colecciones de bibliófilos (supo apreciar, por ejemplo, el talento de un editor francés como Jacques Schiffrin, que regentaba la empresa La Pléiade/J. Schiffrin et Cie) le llevó a crear, a mediados de los años veinte, su propia línea editorial, y fue entonces cuando nació «Ediciones de la Cometa» (1930-1947). Tal pasión por la bibliofilia supo transmitírsela a su hijo, Gustavo Gili Esteve, a quien animó para que crease una secunda colección, «Ediciones Armiño» (1940-1951), que convivió durante un tiempo con la creada por su padre.

El interés que Gili Roig y Schiffrin compartían por las ediciones de bibliófilos y por el mundo editorial en general ha sido destacado por el mismo P. Castellano en el segundo artículo con el que contribuye a este magnífico homenaje: «Gustavo Gili Roig y Jacques Schiffrin, una amistad de veinte años» (págs. 33-49). Castellano pone de relieve en esta nueva aportación los intereses internacionales de Gili y su impli-cación en otros proyectos editoriales, como Éditions de La Pléiade, pero sobre todo realza la catadura moral del fundador de la editorial. Habiendo sufrido las represalias del movimiento nacional durante la Guerra Civil española, Gustavo Gili, que llegó incluso a ser encarcelado, no se arrugó cuando su viejo amigo (ruso judío) le pidió ayuda para salir del camino sin salida en el que se encontraba. Schiffrin (quien por su origen sufrió los envites de la xenofobia nazi) acudió a Gili cuando se vio imposibi-litado para tramitar con la suficiente celeridad los visados de tránsito que le hiciesen llegar hasta un barco que partía para Nueva York; Gili hizo las diligencias necesarias para que a Schiffrin y a su familia les llegasen los permisos y huyesen del peligro.

Desde estos dos trabajos iniciales, que abordan complementariamente la génesis de esta empresa y los primeros intereses editoriales por los que se inclinó el funda-dor, el resto de colaboraciones abordan diferentes aspectos del magno proyecto edi-torial construido a lo largo de este último siglo. En este sentido, otra de las relaciones más prometedoras de la familia Gili fue con el pintor malagueño Pablo Ruiz Picasso. La amistad forjada durante casi cincuenta años (desde 1926 hasta 1973) y las edicio-nes que de su obra artística se hizo en la Editorial Gustavo Gili ha sido tratada por Claustre Rafart en su trabajo «Picasso y los Gili. Breve historia del editor de Picasso en España» (págs. 167-198), en el que conocemos a través de distintos actos, como si se tratase de jornadas teatrales, la aventura editorial de libros tan carismáticos en la bibliografía de Picasso como La tauromaquia (1959) o El entierro del conde Orgaz (1969).

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Dos obras que de alguna manera marcaron también el signo (en el campo de las Humanidades) de esta editorial fueron el Diccionario ideológico de la lengua espa-ñola de Julio Casares (que acabó editándose en plena época de posguerra: 1942) y la Historia de la literatura española de Ángel Valbuena Prat. Es el profesor Castella-no quien nos narra sintéticamente, pero sin descuidar los detalles más importantes, la evolución del proyecto lexicográfico de Casares desde sus principios, cuando se acordó su preparación en 1926, hasta la edición final, con una modificación del con-trato que en buena medida premiaba el esfuerzo del lexicógrafo. Pero lo más intere-sante es sin duda los avatares ocurridos durante la infausta Guerra Civil con una obra que Gustavo Gili le estaba reclamando a su autor desde principios de los años treinta para darla a la imprenta. Las labores de impresión empezaron tempranamente, en 1932, pero la dificultad intrínseca de la obra y las modificaciones que se sucedían en cada corrección de galeradas provocaron que la Guerra Civil sorprendiese al editor y al autor, que aún andaban con la obra en mantillas. Los avatares con las pruebas de imprenta que en ese momento estaba corrigiendo, los retrasos por las intempe-rancias del momento y el intento de salvaguardar el material en algún lugar seguro (mientras el autor ponía a salvo su vida y la de su familia), provocaron el inevitable aplazamiento de su publicación.

Esta historia editorial, con las injurias que sufrió Cataluña por el bando franquis-ta, tiene sus puntos de contacto con la ocurrida paralelamente con la Historia de la literatura española de Ángel Valbuena Prat que me he encargado de narrar en el trabajo «Un «viejo plan» de Gustau Gili Roig: la Historia de la literatura española de Ángel Valbuena Prat» (págs. 97-125). Al igual que ocurriera con Casares, también Gili Roig entabló relación con el joven catedrático de literatura mucho antes del estallido del conflicto civil, pero la obra de Valbuena prácticamente estaba ya com-puesta y corrigiéndose antes de que las graves consecuencias de la Guerra llegasen a Cataluña. En el caso de Valbuena Prat lo más sugerente fue que, tras la implantación de la dictadura, en 1939 o probablemente en 1940 (momento en el que Valbuena fue encausado), el editor y el historiador tuvieron que maquinar una estrategia para limar algunas partes de la obra que afectaban a escritores con idearios muy partidistas. Aunque ambos salieron airosos de la persecución y esta maniobra editorial que puso en el mercado un nuevo texto con pie de imprenta falso ha permanecido en secreto hasta hace solo unos años, Valbuena no consiguió que el fanatismo de la dictadura sentenciase en su contra: fue condenado a abandonar su cátedra de la Universidad de Barcelona y trasladado forzosamente a Murcia. Además de este acontecimiento, en este trabajo se abordan el proceso de reedición de la obra (con sus dificultades materiales y la falta de entendimiento a veces entre el editor y el autor) hasta llegar a la edición póstuma, puesta al día por P. Palomo y A. Prieto. La Historia de Valbuena

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Prat ocupa un capítulo en la Editorial Gustavo Gili de casi medio siglo, y desde lue-go ha sido en el área de la Filología la obra más representativa del catálogo de esta editorial.

La inclinación hacia Latinoamérica de Gili Roig y la presencia de esta editorial en estos países han sido puestas de relieve por dos estudios que nos ofrecen una visión complementaria de la proyección que la familia Gili le ha transmitido a su proyecto en estos años de vida. P. Castellano, en un nuevo trabajo, «La vocación americanis-ta de Gustavo Gili Roig» (págs. 51-71), nos explica con la profundidad necesaria cómo el fundador de la editorial que ahora ha sido homenajeada se involucró en la organización del gremio de los editores para hacer frente a otras fuerzas editoriales europeas como Francia o Alemania y proyectó su empresa hacia Latinoamérica, ini-ciando así la creación de delegaciones por el nuevo continente, lo que le permitió agrandar muchísimo más sus planes comerciales e iniciar nuevas estrategias de mer-cado.

La investigación abordada por María Fernández Moya, «Una editorial familiar catalana en América Latina» (págs. 201-227), supone una continuación del trabajo culminado por Castellano en tanto que nos explica el «proceso de internacionaliza-ción» de la editorial Gili desde la posguerra. Fernández Moya focaliza su trabajo en las crisis que tuvo que atravesar el proyecto editorial a cada lado del Atlántico: desde la dura y angustiosa posguerra hasta las crisis económicas producidas en América en las décadas de los setenta y ochenta. Este estudio nos permite conocer y descubrir, desde las primeras incursiones en América Latina hasta la última sede inaugurada en Brasil en 2012, el proceso de «asentamiento» en un nuevo terreno comercial y la evolución (con necesarios cambios de estrategia) que alcanzaban estas nuevas filiales.

La Editorial Gustavo Gili, como antes apuntaba, se ha especializado en estas úl-timas décadas en varios campos, uno de ellos el de la Arquitectura. Sobre este área (que ocupa un lugar preeminente en este libro) giran varios trabajos, y concretamen-te uno se centra en la propia estructura interna y externa del edificio. Ignasi de Solà-Morales es el encargado de narrar los detalles del proyecto del edificio construido en el ensanche barcelonés (y que fue merecedor del premio FAD de arquitectura en 1961) para la editorial fundada por Gili Roig entre las décadas de los cincuenta y sesenta. Con su estudio «Exterior e interior: la sede de la Editorial Gustavo Gili (1954-1960) de Joaquim Gili y Francesc Bassó» (págs. 229-249), que es un capítulo publicado con anterioridad en el volumen Una arquitectura para la edición (1996), Solà-Morales pone de manifiesto cómo los arquitectos Gili y Bassó, a través de los grandes espacios interiores y la concepción del patio ajardinado exterior, importaron una idea que se estaba desarrollando en los edificios administrativos de la Johnson

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Wax en Racine, obra de Frank Lloyd Wright. Para Solà-Morales, «la sede de la Editorial Gustavo Gili es una obra total en la que, sin duda gracias al empeño de su cliente, Gili y Bassó encontraron campo abierto a una realización incomparablemen-te rica y completa» (pág. 148).

Dos artículos más nos muestran la relevancia que tuvieron las colecciones de arquitectura en la centenaria historia de este proyecto editorial. Jaume Avellaneda, «La Editorial Gustavo Gili: una escuela de constructores de arquitectura» (págs. 127-145) plantea un curioso juego de espejos en el que la editorial Gili funciona como una Universidad a distancia, y analiza el catálogo editorial (en toda su latitud) escogiendo los títulos dedicados a arquitectura. Diseña a partir de aquí un perfecto plan de estudios, recurso que le sirve para hacer un repaso a los títulos de cabecera que formarían a cualquier alumno que cursase los cuatro niveles universitarios y rea-lizase el proyecto final de carrera: «Al no coincidir alumnos y profesores en un mis-mo tiempo y espacio, podríamos pensar que sería imposible la realización de un plan de estudios semejante, pero creo que esto no es del todo cierto. La Editorial Gustavo Gili lo ha demostrado: al publicar esta inmensa y escogida biblioteca sobre arquitec-tura y construcción, ha permitido que podamos llegar a entender el pensamiento de Horst P. Dollinger, Gérard Blachère, Heinrich Schmitt, Ernst Neufert y tantas otras figuras que han marcado los caminos que seguimos para construir la arquitectura, gracias a lo cual aún hoy podemos aprender de todos ellos» (pág. 145).

Dialoga con el trabajo anterior el que presenta el profesor Juan José Lahuerta, «Colecciones» (págs. 251-289), donde manifiesta la importancia en el panorama editorial español de varias colecciones sobre teoría de la arquitectura que fueron de-cisivas para muchas promociones de estudiantes. Desde su propia experiencia como estudiante y como lector (varios de sus profesores, como los hermanos Ignasi y Ma-nuel de Solà-Morales), Lahuerta repasa las diferentes colecciones y los principales títulos que convirtieron a la Editorial Gustavo Gili en un referente en el mundo de la Arquitectura; desde la editorial se le supo infundir a estas colecciones un espíritu abierto en el que autores pudiesen reflexionar sobre cuestiones teórico-prácticas que estaban en candelero y que permitían generar un interesante debate colectivo.

Otro trabajo destinado a examinar la última producción de la Editorial Gustavo Gili en este campo es precisamente el del arquitecto y profesor Carles Muro, «Una cartografía provisional» (págs. 317-333). A través de su recorrido por colecciones como «Conversaciones con…», «GGmínima» o «Compendios de Arquitectura Con-temporánea» descubrimos la amplitud temática que abriga el proyecto editorial de la editorial Gili en torno a las cuestiones de teoría y práctica de la Arquitectura, con distintas fórmulas comerciales que acogen las entrevistas, las antologías temáticas o las compilaciones de artículos. La revista 2G, nacida en 1997 y cuyo número 69

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acaba de salir mientras escribo estas cuartillas, es tratada como una colección más (o al menos como un complemento de las colecciones citadas), y para Carles Muro representa «el buque insignia de las publicaciones de arquitectura de la editorial» (pág. 327).

Partiendo de su estrecha colaboración con la Editorial Gustavo Gili, Xavier Güell ha narrado en su trabajo «Una aportación desde dentro» (págs. 303-315) su expe-riencia como responsable de las ediciones de arquitectura durante un periodo que abarca desde 1980 hasta 1998, y en que estuvo al cargo de la colección «Catálogos de Arquitectura Contemporánea». Xavier Güell nos explica con el interés de ha-ber experimentado interiormente la la cotidianeidad de la editorial cómo resolvían determinadas complicaciones o tomaban ciertas decisiones a la hora de inaugurar un nuevo proyecto o imprimirle una nueva orientación a alguna colección. Como director adjunto que fue de la citada publicación periódica 2G, Xavier Güell aclara que la idea original fue colocar en el mercado «el único «producto» que le faltaba a la editorial […]. El reto era importante, había muchas revistas de arquitectura en el mercado, todas ellas de calidad y bilingües» (pág. 314). La consecución de ese reto lo pone de relieve la vitalidad de la que actualmente goza esta revista.

A colecciones de distinta orientación se destinan otros estudios incluidos en este volumen. El artículo de Anna Calvera, «De “Punto y línea” y “Comunicación visual” a “GG diseño”» (págs. 271-290), está basado en el análisis de varias colecciones dedicadas al diseño (una aventura editorial iniciada en 1972) y en una entrevista personal con quien desempeñó la dirección gráfica de la Editorial Gustavo Gili des-de 1973, Yves Zimmermann, el creador del actual logotipo y seña de identidad de la editorial: la doble G en helvética. Calvera repasa otras colecciones consagradas a esta misma área temática, pero se centra con más minuciosidad en tres de ellas, una de las cuales, «GG diseño», que nació en 1979 «con la determinación de seguir pro-porcionando a estudiantes y profesores herramientas necesarias para su formación» (pág. 285), mantiene aún su vigencia en el mercado del libro de diseño.

Las dos colecciones que fueron clausuradas por la editorial Gili y en las que se centra el trabajo de Calvera («Punto y línea» y «Comunicación visual», ambas cerra-das en la década de los ochenta antes de celebrar cada una sus diez años de vida), son el sedimento del trabajo que ha presentado Juan Naranjo, «“FotoGGrafía”» (págs. 291-301), pues esta nueva colección (que ha tenido dos etapas, desde 1980 hasta 1986 y desde 2001 hasta 2009) tiene su origen en aquellas dos, aunque se orientaba hacia un campo con otras perspectivas, la fotografía, precisamente una de las pa-siones de Gustau Gili Torra, el principal impulsor de esta colección. Para Naranjo, «las colecciones de libros de fotografía de la Editorial Gustavo Gili han creado el mayor cuerpo teórico que se ha editado en España de forma independiente desde los

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orígenes de la fotografía, y actualmente «FotoGGrafía» sigue siendo el referente más importante del país en este campo».

Deliberadamente he dejado para el final el artículo de Daniel Giralt-Miracle, «El arte de hacer libros» (págs. 147-165), precisamente porque los detalles que aborda en su contenido podrían ser la glosa perfecta de lo que supone este libro que ahora reseño. Giralt-Miracle se detiene en su conciso pero aclarador estudio en la relación de la editorial de la familia Gili con el mundo del arte a través de colecciones de bi-bliofilia, obras ilustradas o libros de enorme valor gráfico. Este estudio representa un homenaje a los valores que ha representado esta empresa en el cuidado tipográfico, en el diseño editorial y en todas aquellas cuestiones estéticas que el libro atesora por su propia materialidad. La cubierta (que representa una estantería y contiene los lomos de varios títulos de la editorial) y la solapa (que imita el viejo papel de estraza y contiene un sobrio título) es un doble homenaje al pasado y al presente.

Editorial Gustavo Gili. Una historia (1902-2012) es un conjunto abarcador, con numerosas propuestas que representan el empeño que esta editorial ha puesto en muchos de sus proyectos, arrostrando todo tipo de dificultades (y las de la guerra no fueron precisamente de las más fáciles). Como estudio global, los quince asedios ofrecen sumarios análisis desde aquellos títulos que aparecieron en las colecciones bibliofílicas auspiciadas por Gili Roig hasta las últimas manifestaciones de la cultura visual que están presentes en el catálogo de la editorial que ahora regentan los her-manos Gili Galfetti. Un catálogo al que ahora hay que sumar esta importante contri-bución de más de trescientas páginas (con un porcentaje singular dedicado a rescatar material gráfico: fotografías, grabados, portadas) que nos permiten conocer algunas de las singularidades de esta empresa editorial que se inició hace más de cien años.

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3.ª Época – N.º 20. 2015 – Págs. 335-340

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Tenemos en las manos una nueva obra de Dionisia García: Homenaje debido,1 cuidadosamente editada por Renacimiento, con un interesante y preciso prólogo del profesor Francisco Javier Díez de Revenga. Se recogen aquí ocho ensayos engarza-dos por un título especial. No deseo ahondar en los rasgos del género, desde luego, sino detenerme en una característica de la literatura de Dionisia, y es la permeabili-dad que se observa entre las obras de distintos géneros que ha escrito hasta el mo-mento. Sus poemas, sus relatos, su biografía novelada, sus libros de aforismos y sus ensayos se caracterizan por una fluidez, por una labilidad de márgenes, que permiten encontrar lirismo en los relatos, la anecdótica minuciosidad temporal en los poemas líricos, y la emoción y el vuelco personal en los textos aforísticos y en los ensayos.

A un escritor así lo calificamos de «escritor total» pues su escritura es abarcadora, libre de modas y etiquetas. Estos creadores nos deslumbran porque nos muestran capacidades que van mucho más allá del dominio de la palabra y de la técnica. Si observamos la extensa obra de Dionisia García, veremos que estamos ante una au-tora de estas características. En poemarios como Interludio, Las palabras lo saben, Diario Abierto, El engaño de los días o El árbol, la veta lírica se la ofrece la vida cotidiana, el rutinario y en apariencia anodino paso de horas y días, la implicación emocional con el entorno y con los otros.

Del mismo modo, los relatos recogidos en Antiguo y mate, en Imaginaciones y olvidos y la autobiografía novelada Correo interior contienen en su misma raíz y en su confección narrativa los elementos reconocibles en el poema, de tal modo que pueden calificarse sin temor de relatos líricos. La intuición, lo inefable, la imposibi-lidad de discernir claramente entre los vivido y lo intuido o soñado, la interiorización y subjetividad en el análisis del entorno, los finales truncados, el ambiente siempre cercano, el humor, la ironía, la ternura y, lo que es definitivo, una emoción lírica que tiñe todo, convierten estos relatos muestras espléndidas de difuminación de los géneros.

1 Dionisia García: Homenaje debido, prólogo de Francisco Javier Díez de Revenga, Sevilla, Renaci-miento, 2014.

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Y si tomamos el conjunto de obras aforísticas, tales como Ideario de otoño, Vo-ces detenidas o El caracol dorado, observaremos que, junto a la contundencia de la opinión claramente expresada, encontramos la ironía, la gracia y la emoción suges-tiva de las metáforas: «Tantos siglos caminando por la misma senda y sin conocer el terreno» (44).«Con la edad, las niñas de los ojos disfrutan de un acuario» (45). «Contemplé en plena noche» el caballo del silencio «y era verdad» (55).

En cuanto a la obra que nos ocupa, Homenaje debido, recoge ocho ensayos don-de estudia muy detenidamente la obra y facetas de la personalidad de otros tantos creadores por los que siente leal admiración. Con una mirada rigurosa y cálida a la vez, Dionisia viene a mostrarnos lo que considera ejemplar en cada uno de ellos, y en ese sentido utiliza el término «homenaje». Pero ella además considera necesaria esta nueva mirada de lectora atenta pues cree que es función del intelectual proyectar la luz de su tiempo sobre autores y textos del pasado que le han servido de guía. Y este es un compromiso ético que Dionisia se afana en cumplir. Yo creo que además concurre otra circunstancia con respecto a estos autores y obras aquí recogidos, y es la empatía, la similar manera de entender la relación entre autor y obra, entre autor y vida.

De modo que tenemos ante nosotros a escritores de distinta índole y resonancia literaria: Horacio, Cervantes, intuido a través del análisis de Dulcinea, Machado, André Maurois, la poeta Anna Ajmátova y la filósofa Edith Stein, Giuseppe Tomassi di Lampedusa y, finalmente, María Zambrano. Dionisia sabrá ofrecernos un rostro novedoso y muy humano de cada uno de ellos.

En el primer ensayo, «En torno a Horacio», se acerca al poeta latino observando al hombre más que al sabio. Reflexiona Dionisia sobre el modo de estar en el mundo el poeta y sobre los modos de aceptación de las circunstancias vitales. Si miramos al trasluz, podremos observar que Dionisia ha adquirido un sentido horaciano de la vida, ha hecho gala de un sentido ético vital que trasciende su obra. Ha entendido la literatura y la vida como caras inseparables y en estrecha coherencia. Observamos en la obra poética de Dionisia un continuo elogio de la vida natural campesina, de la vida de aldea, de la armonía entre hombres y entorno; este sentido horaciano es recurrente en toda su obra. Hay también un elogio de lo cotidiano, de la especial delectación del tiempo como algo precioso e irrepetible; tal vez el único placer a nuestro alcance. Horacio está presente en la obra en prosa y verso de Dionisia y se muestra también en ese gusto por el equilibrio y por el gozoso provecho de la obra de arte duradera.

«Los rostros de Dulcinea» será el ensayo dedicado a Cervantes, y no es casual que lo haga a través de la más controvertida de sus criaturas femeninas, ya que plantea un problema irresoluble: qué es ficción y qué es realidad para el escritor.

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Analiza Dionisia a Dulcinea / Aldonza. Dulcinea es «el ánima de don Quijote», es la encantada, la convertida en otra de manera maravillosa; y Aldonza es «tierra» que se toca y se pisa; como Teresa Panza, es la más real, apegada a las costumbres y a las estrechas circunstancias. A través de ellas, con esmerada precisión psicológica, Dio-nisia reflexiona sobre las formas de la realidad y los modos en que nos la presenta el escritor, para concluir que todos son complementarios, como sabe muy bien nuestro hidalgo manchego. Esta pieza ensayística le vale también a Dionisia para estudiar los distintos rostros que la mujer muestra en El Quijote. El estilo del ensayo se con-tagia del humor y la ironía cervantinos y se divierte Dionisia al traer a la memoria del lector la secuencia en la que Dorotea/ Micomicona «inventa» su historia para el caballero cometiendo un error geográfico de bulto al decir que al llegar de su reino desembarcó en Osuna; pero don Quijote que, hasta ese momento e impresionado por la hermosura de Dorotea, está dispuesto a pasar por todas, incluso a desafiar al descomunal gigante Pandafilando de la Fosca Vista, no puede sufrir el despropósito y responde «¿Cómo se desembarcó vuestra merced en Osuna, señora mía, si no es puerto de mar?» Y es que la locura de don Quijote no tiene que ver con la estulticia o la incultura, sino con la estrechísima mezcla de realidad, idealidad y fantasía.

A través de Dulcinea, Dionisia examina la visión cervantina de la mujer y profun-diza también en la necesaria conjunción entre realidad y fantasía por parte del autor de Alcalá.

«Aproximación al tema del amor en la vida y obra de Antonio Machado» es el tercer ensayo recogido. Pese a la dificultad de lograr una mirada nueva, Dionisia pone su interés en observar la experiencia amorosa como acicate de creación lírica. En el caso de Machado el amor real puede más que los sueños y melancolías. Prime-ro ese amor real es Leonor, luego será un amor también real de vejez, Guiomar- Pilar Valderrama, quien avive la vena poética de Machado.

Creo que de Machado Dionisia admira muchos valores humanos y líricos; no en vano la poesía de Dionisia puede ser definida con los rasgos esenciales con que Ma-chado la definía: palabra en el tiempo; ni mármol duro y eterno, ni música ni pintura, sino palabra en el tiempo.

De «André Maurois», a quien dedica el siguiente ensayo, Dionisia destaca su pasión por el conocimiento y su dedicación al estudio y a la continuación de su obra. El escritor está visto en esa faceta llena de entusiasmo y dudas también. Por ejemplo, lo vemos preguntarse cuándo ha de escribir la última página, o si su misión como intelectual ha de ser la de continuar hasta el último aliento. Pero, ¿cómo saber que la misión está cumplida? Maurois representa el intelectual comprometido con su época y con el futuro también; de ahí su interés por dejarnos magníficas biografías de gran-des pensadores, que han abierto caminos a otros. A través de Maurois Dionisia nos

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muestra también ese mismo anhelo suyo: la responsabilidad del autor, la dedicación a la obra bien hecha y la importancia de su transmisión; la actitud comprometida del intelectual como un valor irrenunciable y la necesidad de revitalizar la voz de los clásicos para traerlos al tiempo presente y al futuro… Vista la trayectoria literaria de nuestra autora, podemos decir también que asume esta idea de la obra como eje ético que alimenta la vida del escritor, quien ha de dejar tras de sí una mirada espe-ranzadora.

También «Anna Ajmátova: Poesía y destino» es un ensayo denso que revela mu-chos de los rasgos que Dionisia García admira en el creador, aquí identificado en la poeta rusa: independencia, convencimiento personal y seguridad para asumir lo es-crito, al margen de opiniones; apuesta por la obra bien hecha, constancia y paciencia para superar los «silencios» y los tiempos baldíos, en la confianza de que llegará otra vez el fruto lírico; y, en lo personal, la aceptación y uso del sufrimiento como resorte de creación. En Anna Ajmátova Dionisia explora la fortaleza para mantenerse firme en las adversidades que tuvo de sufrir; también admira su despreocupación por la fama entre sus contemporáneos, pues estaba segura de que el tiempo y la posteridad serían justos con su obra.

Desde luego notamos en este ensayo una corriente de simpatía y admiración. De Ajmátova elogia su lenguaje directo para referirse al dolor, al amor, a la belleza del mundo y a la muerte misma. Y es que usa las metáforas con extraordinaria limpidez y de tal manera que sus versos claros y sencillos sorprenden al lector acostumbrado a mayores artificios en el poema. La independencia y el valor de esta mujer se refleja en su «Poema sin héroe» escrito entre 1940 y 1962, que Dionisia nos aconseja por mostrar la coherencia de esta poeta rusa en situaciones políticas muy adversas.

Otra escritora muy querida por Dionisia es Edith Stein; a ella dedica el ensayo sexto del volumen: «En busca de la luz (aproximaciones a la vida y obra de Edith Stein)». Nos sitúa de nuevo en los años más difíciles para Europa en el siglo pasado. Edith, igual que otras escritoras citadas de origen judío, sufrió la persecución nazi. ¿Qué encuentra en ellas Dionisia, además de sus méritos literarios? Pues encuentra el compromiso moral; otra vez surge con fuerza aquí el modelo de escritor compro-metido. En este caso va más allá porque Edith dedicó su vida al estudio y más tarde, convertida al catolicismo, vivió la religión como vehículo de indagación y como modo de estar en el mundo de manera reflexiva, no como rutinaria profusión de fór-mulas tradicionales. Stein fue un modelo en su empeño de querer ser valorada por sus obras de filosofía, convencida de que ni la ciencia ni la conciencia ponen límites para buscar la verdad.

La mirada de Dionisia se detiene en los valores humanos de esta pensadora, en su férrea voluntad y en su planteamiento del compromiso vital del intelectual. Si bien

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la guerra truncó la vida de esta mujer, como la de las escritoras judías Simone Weil y Etty Hillesum, todas ellas encerradas y muertas en Auschwitz, hemos de tener hoy muy presente su testimonio y su ejemplo de lucha por la libertad e igualdad, dere-chos nunca suficientemente garantizados.

Tras este denso ensayo, que nos retrotrae a los años trágicos de la segunda Guerra Mundial, nos sorprende Dionisia con una creación literaria que desborda los límites del género y se acerca a los «diálogos», al modo clásico, de manera que como en los diálogos platónicos o después en los renacentistas, dos personajes hablan sobre uno o varios temas y exponen de manera muy subjetiva sus opiniones. Se trata de «Palermo a la sombra de Lampedusa». Aquí encontramos la ficticia corresponden-cia entre Giuseppe Tomassi di Lampedusa y la escritora española Natalia Guarch, quien casualmente ha podido conocer al célebre palermitano. Se trata de una obrita dialogada que además se ajusta al modelo epistolar, con todos los procedimientos estructurales, cambios de perspectiva y de estilo que esto conlleva. Dionisia sale airosa y podemos escuchar al ya anciano príncipe justificar con ironía su desgana para tratarse con la vida; el desencanto con que asume el destino efímero de cada hombre frente a la durabilidad de los pueblos y su cansada y desengañada visión de los afanes humanos. Ambos están de acuerdo en que solo la belleza y el arte nos consuelan de la decadencia. La figura de Lampedusa sirve a Dionisia para traer a la memoria a otros grandes autores sicilianos nacidos en Palermo, como Leonardo Sciascia y Vincenzo Consolo o Natalia Ginzburg.

Cierra la colección un último ensayo dedicado a María Zambrano. El título nos permite reflexionar: «El pensamiento entornado (María Zambrano y Séneca)», pues volvemos a encontrarnos con protagonistas de nuestro mundo intelectual más cer-cano. Dionisia sabe encontrar las luces que la han guiado a lo largo de estos años de creación. No son elecciones azarosas, se han producido porque hay una sintonía estrecha de pensamiento y de forma de entender la obra literaria y el compromiso del escritor. Son autores todos que han afrontado enormes dificultades vitales (exilio, falta de libertad, desigualdades sociales, marginación a causa de las ideas o la reli-gión…) y todos ellos las han superado o han puesto por encima de la conveniencia el interés de la obra y el compromiso. No es de extrañar que haya elegido el texto en que Zambrano se acerca a Séneca para descubrir en el sabio estoico las contra-dicciones propias del hombre. Dionisia sabe ver en ambos intelectuales el modo de indagación de la verdad, que se muestra siempre a medias, con luces y zonas oscuras. El intelectual está allí donde el pensamiento claro se hermana con lo enigmático y contradictorio, también con lo acomodaticio o interesado, porque así somos. Resulta muy personal este ensayo especialmente cuando Dionisia nos devuelve la parte más próxima y débil del creador, esa parte que tiene que ver con las dificultades del vivir,

ana cáRceles aleMán

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con las encrucijadas, con las dudas, porque como reconocía Edith Stein, el pensar ha de estar al servicio del existir.

Estos ocho opúsculos tienen un nexo innegable que es el tono, el estilo y el cri-terio intelectual seguido; pero además son una referencia objetiva de la idea que Dionisia García tiene de la labor del escritor. Labor que pasa indefectiblemente por el estudio, el trabajo personal, la responsabilidad y la perfección formal. Con este Homenaje debido ha querido devolvernos a un primer plano a un grupo de clásicos, hombres y mujeres de todos los tiempos, desde el siglo I (a.C.) hasta ayer mismo, porque en coherencia con lo expuesto, han formado parte de su modo de entender la relación que el autor mantiene con su obra.

Quiero acabar afirmando que encuentro en esta colección de ensayos y en toda la obra literaria de Dionisia García esta nobilísima intención que cohesiona y da sentido a la diversidad de temas y géneros tratados. Utilizaré sus propias palabras, tomadas de la «Nota de la autora» a su libro de aforismos El caracol dorado (2011), donde confiesa con delicada modestia que su obra pretende «Seguir el rastro de las cosas del mundo, y experimentadas en él. A veces extraordinarias, otras el reflejo apacible de la vida, siempre fieles en el intento de sugerir, conmover o beneficiar el corazón humano a través de las palabras».

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una obra eMbleMática de alfonso sastrepara el público italiano

siMone tRecca Università degli Studi Roma Tre

Escuadra hacia la muerte, una de las piezas más emblemáticas de la primera eta-pa del teatro de Alfonso Sastre, ya muy tempranamente había despertado el interés del público italiano, con una traducción de Flaviarosa Rossini y Giuseppe Maffioli publicada en la revista Palcoscenico en el año 1955, bajo el título Avamposto. Ma-nifestación, ésta, del incipiente proceso de recepción de la obra dramática del autor madrileño en Italia, que se mantendría constante hasta acentuarse durante la década de los setenta, sobre todo gracias a la labor traductora y de promoción teatral de Maria Luisa Aguirre D’Amico (recuérdese, entre todos, el estreno internacional de La Celestina en el Teatro Argentina de Roma, en 1979, bajo la dirección de Luigi Squarzina).

La editorial ETS de Pisa vuelve a publicar la obra en una edición bilingüe, a cargo de Enrico Di Pastena, quien, además de proponer una nueva traducción de la pieza, ha realizado la edición del texto en castellano y un denso estudio introductorio1. Muchos son, en la opinión de quien esto escribe, los méritos del volumen reseñado, siendo el primero, sin lugar a dudas, el reanudar el diálogo entre el público italiano (el de los lectores, a lo menos) y el quehacer dramático de uno de los mayores repre-sentantes (al lado de Buero Vallejo) del teatro español a partir de la difícil posguer-ra; labor, ésta, que viene desempeñando Di Pastena desde hace algunos años, si se consideran su interés crítico por la obra de Sastre y la traducción de La mordaza que confeccionó para su edición italiana (Pisa, Il Campano, 2011). Su profundo conoci-1 Alfonso Sastre, Squadra verso la morte, edición, estudio y traducción italiana de Enrico Di Pastena,

Pisa, ETS, 2013, 262 págs.

siMone tRecca

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miento de la estética teatral del autor hace que el libro no solamente sea una edición realizada con esmero y rigor filológico, acompañada de una introducción, sino un volumen en el cual el amplio estudio, de más de 100 páginas, ocupa prácticamente la mitad, con información documental, consideraciones críticas y propuestas para la interpretación que por un lado llevan de la mano al lector italiano, menos experto en la materia tratada, por otro le obligan a reflexionar y asumir una posición entre las varias y a veces contrastadas que han venido surgiendo alrededor de la obra y que el editor refiere y comenta oportunamente.

La primera parte del estudio introductorio ofrece un exhaustivo perfil humano e ideológico del autor, así como las principales líneas directrices de su trayectoria como dramaturgo, escritor, ensayista, y las circunstancias que acompañaron, a partir de la posguerra y hasta sus etapas más recientes, su obra. Justamente se hace especial hincapié para el lector italiano en el papel de la censura y en la influencia que este órgano del poder franquista pudo ejercer durante largas décadas en la difusión tea-tral de las piezas del autor, reconocido, por otra parte, como una de las figuras más representativas del panorama de aquellos años difíciles de la escena española. Sin embargo, Di Pastena señala, también oportunamente, la confluencia de otros factores que determinaron el arduo acceso a las tablas para Sastre, como las reticencias de los empresarios teatrales o el surgir de nuevas estéticas dramatúrgicas que, incluso a raíz de la muerte del dictador, obstaculizan una auspiciada recuperación.

Otras tantas páginas de la introducción están consagradas a encuadrar, analizar y sondear la obra editada, sin lugar a dudas la más conocida, incluso a nivel interna-cional, y pese a los mencionados frenos que el sistema político y cultural de la época opuso a las posibilidades de difusión de la misma. En la pieza aborda Sastre temas que encontraban los anhelos y hasta las esperanzas de un público deseoso de salir de una situación de asfixia intelectual y de abandonar un lenguaje dramático basado en la elusión de tabúes, cuando no en la ocultación de los temores y las angustias que aquejaban a una entera generación. La guerra aparece con todas sus contradicciones, a través de la percepción que de la misma tienen los combatientes que protagonizan la obra, y pasa a formar parte de su universo individual ya poblado de inquietudes, ansias, fantasmas; un universo en el cual el abuso sufrido no encuentra una resisten-cia moral adecuada, sino una disposición a un impulso violento cuya manifestación extrema es el cruento homicidio del cabo de escuadra. Pero, como apunta el estudio-so, donde más alcance adquiere el enfoque existencialista de la pieza es en el acto segundo, ante los interrogantes sin respuesta, la persistencia doliente de la búsqueda metafísica y de la trascendencia.

Tampoco se desatiende el aspecto estructural y formal, que proyecta plenamente la obra en el marco del teatro occidental y, al mismo tiempo, la aparta del canon dra-

Una obra emblemática de Alfonso Sastre para el público italiano

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matúrgico de la España de aquellas décadas. Señala oportunamente Di Pastena como posibles modelos el Sartre de Muertos sin sepultura o el Miller de Muerte de un via-jante, especialmente en lo que atañe a la opción de repartir el enredo exactamente en dos partes (eludiendo la estructuración típica de la tragedia y el modelo aristotélico, al que, por otra parte, Sastre se adhiere). Tal bipartición refleja, asimismo, el dua-lismo intrínseco que vertebra Escuadra hacia la muerte a nivel temático, ideológico y filosófico, y sin embargo no deja de ser oportuno resaltar, con el editor del volumen que reseñamos, el carácter fragmentario de la sucesión de cuadros que tiende a que-brantar cualquier fácil esquematismo. Tragedia, en definitiva, con un claro enfoque antimilitarista y antibelicista y de carácter sumamente existencialista, esta pieza de Sastre entra con justo título en la historia del teatro europeo de posguerra y marca una etapa de la dramaturgia de su autor que manifiesta, in nuce, los rasgos que ca-racterizan la peculiar apuesta por la tragedia del autor, siendo esencialmente inno-vador, como pone de relieve Di Pastena, «privilegiare la tragedia come strumento di cambiamento del teatro e in modo indiretto della società»2 (pág. 57).

Completan esta introducción: una sección consagrada a la recepción de la obra (págs. 91-103), tanto desde el punto de vista de las puestas en escena como en lo re-ferente a su fortuna editorial y crítica; una nota sobre edición del texto y traducción al italiano (págs. 103-108); una exhaustiva y actualizada bibliografía (págs. 109-133), que incluye oportunas referencias filmográficas y telemáticas. La traducción −basada en la edición de Hiru (2012), pero con algunas intervenciones filológicas de Di Pastena y modificaciones del autor− resulta muy fluida, siendo los diálogos en italiano especialmente sueltos y naturales, y respetando el traductor los registros, los rasgos de los idiolectos de los personajes, el carácter mimético de algunas formas lingüísticas con las que se pretende reproducir mecanismos del habla oral.

Squadra verso la morte se propone al lector italiano como una edición cuidada con esmero, así como con incuestionable destreza filológica y traductora, pero tam-bién como ensayo monográfico que ofrece una eficaz guía antes y a lo largo de la lectura del texto. Enrico Di Pastena no solamente alcanza uno de sus objetivos, al llenar un vacío cultural que ya resultaba difícil justificar, sino que, además, consigue confeccionar un volumen en el cual, sin dejar de invitar a un público amplio de lecto-res a acercarse a Sastre y a su obra, propone una atenta y acertada lectura crítica de la pieza y un aparato que, dentro del panorama editorial italiano, no suelen acompañar las publicaciones de textos de teatro contemporáneo.

2 «Privilegiar la tragedia como medio para cambiar el teatro y, de forma indirecta, la sociedad».

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fernando de villena, ensayista

antonio MoReno ayoRa

Catedrático de Lengua y Literatura

Excelente momento de creación está viviendo sin duda el granadino Fernando de Villena, que si hace solo unos meses publicaba su antología Los colores del mundo (Barcelona, Ediciones Carena, 2014), ahora, en pocos días, ha dado a la luz otros dos ensayos titulados 127 libros para una vida (Biblioteca), y Visión del Siglo de Oro y otros apuntes1, estudios que pasamos a comentar, adelantando ya que el primero está dividido en trece secciones según trate de literatura antigua, medieval, renancentista, romántica, vanguardista..., con la particularidad de que es una de los pocas obras de este tipo en que vemos incluida la modalidad «Infantil y juvenil», que inicia el libro con referencias a los tebeos –«existían los quioscos para adquirirlos a un módico pre-cio y las tiendas de trueque...»– y a la literatura oral o a la colección de Guillermo el Travieso. Son unas primeras páginas que marcan el ritmo ágil, el tono autobiográfico y el inevitable carácter sociológico que van a caracterizar todo el ensayo: «Los chi-cos de hoy raramente tienen unos padres dueños de su propio tiempo que se puedan permitir el lujo de contarles cuentos al anochecer y al despertarse ni tampoco tienen tías y abuelas que convivan con ellos y se ocupen de esa labor tan importante». Se ve claramente que la orientación sintética, esencializadora va a presidir todos sus co-mentarios y que es esa exigencia vital por compendiar lo necesario, como explica en su prólogo, la que lo ha llevado a «quedarme solo con ciento veinte o ciento treinta libros, los imprescindibles, esos que siempre quise releer y de los que hoy quiero hablaros».

Escribe Fernando de Villena que «Ahora el mundo ha cambiado y los libros pa-recen constituir un estorbo para sus poseedores», razón por la cual en nuestro afán de imponer minimalismo en nuestros reducidas viviendas «los primeros destinados al destierro son ellos, los libros». Así que, obligados a reducir, a elegir, quedémonos al menos con lo mejor, con lo irrenunciable, con estos ciento veintisiete libros que

1 Fernando de Villena, 127 libros para una vida (Biblioteca), Madrid, Ediciones Evohé, 2014; y Visión del Siglo de Oro y otros apuntes, Valencia, Institució Alfons el Magnànim, 2014.

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se nos proponen desde el convencimiento absoluto de un lector experimentado que habiendo dedicado tanto tiempo a leer y releer puede ayudarnos «a no malgastar el tiempo y el dinero con libros de esos que ven la luz y no dan luz, que roban las horas y no generan sabiduría ni duda ni inquietud ni asombro ni siquiera placer».

Adentrarse, de la mano de Fernando Villena, en ese bosque que es la literatura y ver trazadas en él las sendas que el ensayista va abriendo para transitar, primera-mente, por la literarura antigua (La Biblia, La Odisea, las tragedias de Esquilo, Las Metamorfosis de Ovidio o Los Anales de Tácito, con otras y otras obras de aquel universo remoto) y después por la española que se inicia en el medioevo, sin olvidar nombres y títulos de la árabe o europea es un placer inmenso, porque se nos comenta lo mismo el «Romancero español antiguo» que los «Poetas del siglo XV», dando breves pinceladas sobre la lírica de su tiempo y destacando algunas aportaciones imprescindibles como pueden ser las Coplas de Jorge Manrique que cree que son exponente de «toda la melancólica resignación de un tiempo de pestes y de guerras». La visión que Villena tiene es la de una biblioteca ideal a la par que real, ofrecien-do sus conocimientos literarios como si los estuviera ordenando en una gran sala donde va marcando secciones (por ejemplo, «Sección D. Literatura renacentista») y en cada una, a su vez, delimitando diferentes anaqueles –son tres los separados en esta sección inicial– para situar en ellos obras claves de obligado reconocimiento: advertimos, así, que hay un «estante primero» que contiene ordenados, entre otras, obras como La Celestina, El Lazarillo, las poesías de Garcilaso de la Vega... o Los Lusiadas de Camoens. De este modo se va alternando lo más genuino de la literatura nacional con lo más emblemático de la extranjera, por eso después encontraremos reposando en su lugar, para abrirlos y leerlos con las orientaciones personales de Villena, libros de Shakespeare, La Bruyere, Sthendal, Olga Janina o Iván Turguenev, y por fin a Umberto Eco y autores hispanoamericanos como Carpentier, Borges o Salas Viú.

Los siempre sintéticos comentarios aun cuando la obra referenciada sea grandio-sa o particularmente extensa (véase lo referente a El Quijote o a La vida es sueño, por destacar solo dos de entre las muchas significadas) evitan que el lector se pierda en datos y en opiniones exhaustivas o contrapuestas: en dos escasas páginas traza la personalidad de Lope de Vega y destaca algunas de sus obras dramáticas e incluso líricas, promoviendo también si es necesario una postura personal al decir que «me parecen una vileza sus chanzas a la muerte del marido de Marta de Nevares [...]». Aunque la brevedad conseguida no va a impedir que se acuda a la cita de otros pareceres críticos para concretar o ampliar un punto de vista, lo cierto es que no abunda este recurso académico en aras de alcanzar la esencialidad y de potenciar la experiencia individual, por lo que asiduamente aflorará la primera persona del lector:

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«Confieso mis preferencias por Shelley. Leí muy joven su Adonais y quedé impre-sionado ante aquella vibrante elegía...».

Se observa que este ensayo se sujeta a una continua línea cronológica a la hora de exponer los hechos literarios seleccionados, pero no solo atiende a autores y títulos concretos sino a veces también a compilaciones de época, de las que pueden citarse diversos casos, como el que se comenta en la página 163 y siguientes referido a la Antología de cuentos de terror –dentro del romanticismo británico– recopilada por Rafael Llopis y que –se escribe– «cayó en mis manos por vez primera en la Biblio-teca pública de Almuñécar cuando yo contaba trece o catorce años». Así pues, el autor-lector incorpora a su texto toda cuanta experiencia, sensibilidad y comprensión literaria ha ido acumulando en su vida, de modo que en estas dilatadas y al fin y al cabo sucintas trescientas páginas (concretamente 318) hallamos todo un viaje lite-rario y cultural –no olvidemos que se comentan o critican libros publicados incluso a principios del siglo XXI– al final del cual el ensayista se sincera y escribe: «Yo, ahora, en el 2012, no sé cuál es la postura más apropiada. Momentos hubo en mi vida en los que escribí por el propio placer de la escritura y otros en los que he intentado que mis libros sirvieran al lector no solo por su pretendida belleza y como entreteni-miento, que ya es mucho, sino también por su lección de vida» (pág. 271).

Con estas palabras y con otras en las que reconoce (pág. 281) «Que nuestros ciento veinte y siete libros constituyen una lista arbitraria e insuficiente es algo in-dudable», concluye Villena su viaje por su particular parnaso y esboza como cierre una última sección titulada «Escritores a los que he tratado», la mayoría granadinos (como Enrique Morón, Antonio Enrique o José Lupiáñez), tras lo cual nos conduce a un epílogo en donde se muestra sincero y cercano para hablarnos de su inmutable amor a los libros y ensalzar «el placer de la belleza escrita, el consuelo y el consejo de tantas voces del pasado para nuestra humana fragilidad, la diversión de tantas historias y leyendas y fábulas...».

Precisamente en 127 libros para una vida (Biblioteca) Fernando de Villena dedi-ca sesenta y una páginas a hablar de la literatura del Siglo de Oro, incluyendo en ella la renacentista y barroca, tratando también en esta sección ciertas obras de autores extranjeros. Seguramente el ensayista granadino ha pensado que tiene mucho más que decir que lo escrito en este volumen pues casi paralelamente –solo unos meses después– ha hecho público el citado Visión del Siglo de Oro y otros apuntes –de 205 páginas–, en cuya brevísima «Nota previa» lo justifica por querer conjuntar páginas que antes «andaban dispersas por las hemerotecas y hoy he creído llegada la hora de reunirlas». Y aunque de hecho diga el autor que son textos impresionistas –de acuer-do con él en que son ágiles y amenos– lo que realmente hallamos es un conjunto de artículos profundos, razonados (con breves notas a pie de página) y de una evidente

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trabazón con muchos de los hechos literarios que caracterizaron la época aludida. En este sentido, resulta muy oportuno el prólogo que da unidad al conjunto: «Visión del Siglo de Oro», que acaba centrando en el siglo XVII y diferenciándolo no solo a partir de la consideración de obras mayores sino también de otras secundarias que ayudan a precisarlo y a concluir que es la temática del «tiempo» la que implica «un fondo de verdad que da sentido y coherencia a toda la producción barroca».

Tras esto, dos originales capítulos dejan entrever la seriedad y concienzuda crí-tica de Villena, el primero sobre «El erotismo en los Siglos de Oro» (revisión de múltiples aspectos líricos, religiosos, teatrales y del entorno social) y el siguiente sobre «El humor en nuestros siglos áureos», que comienza con la afirmación de que «era algo habitual en los nobles de aquel tiempo divertirse a costa de cualquiera que tuviesen a su alcance» (pág. 45), y repasa aspectos del Quijote, la picaresca, Quevedo, Gracián...; mucho más breve este que aquel por lo que en realidad es más bien un esquema de lo que puede desarrollarse con más detalle. Y es, sin duda, esa brevedad –característica de los siguientes capítulos– la que justifica el título general del libro, que potencia el artículo inicial «Visión del Siglo de Oro» frente al resto «y otros apuntes».

Esos «otros» son exactamente veinticuatro, todos buen ejemplo del desarrollo conciso de una idea central, por eso todos también paradigmas de crítica solvente, clarificadora y bien cimentada en la teoría y la práctica literarias. Interesantes y reve-ladores todos de saber, de entre ellos podríamos destacar los titulados «Manierismo y barroco en Andalucía», «La inmortalidad de Gracián» (con la advertencia de cuál es la causa de que «apenas ningún lector medio se aventura hoy en la obra de Gra-cián»), o «Los Siglos de Oro y la Generación del 27», y asimismo otros dos que des-cuellan por ser dechado de valor histórico o de verosimilitud literaria que son «Los “avisos” de Pellicer» y «Otro libro de 1605», donde se defiende que para demostrar «lo que fueron nuestros Siglos de Oro nada mejor que esos títulos de segunda fila pergeñados a menudo sin demasiadas pretensiones literarias, con el deseo, ante todo, de informar o entretener».

Forman parte del conjunto determinados artículos en que se trata de muy diver-sos libros y autores cuyo rasgo común es no pertenecer precisamente a los Siglos de Oro y estar, por el contrario, vinculados al siglo XX, dejando entrever las lecturas que por algún motivo han llamado la atención del ensayista, que por ello unas veces destaca nombres concretos (los casos de Francisco Peralto, José Díaz Fernández o César González Ruano) y otras expone comentarios de entidad general o de temática amplia, vertiente a la que se adscriben «La tristeza española» o «Reflexiones sobre la poesía y el arte». En esta concreción o amplitud que suponen tales apuntes Fernan-do de Villena hace aseveraciones de muy diverso tipo, como aquella en que aclara

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(pág. 47, 2º párrafo) que «estos siglos que nombran de oro y en verdad son lóbregos como noche sin luna, nos presentan otro tipo de humor: el de Gracián», o esta en que, refiriéndose a la época actual, señala que «el desconocimiento de las verdaderas obras magnas de la literatura y el gran descrédito y la apatía en que van cayendo por lo general los libros no solo se debe a la masiva aparición de los nuevos medios audiovisuales, sino también al hecho de que ahora se publica y se vende como algo extraordinario toda la bazofia del mundo» (pág. 164); e incluso esta otra en que dicta sentencia y que nos sirve para concluir: «Las obras valiosas, una vez publicadas, permanecen, y si no se las justiprecia en su tiempo, día llegará en que algún crítico avispado consiga resucitarlas. El presente pertenece a los impostores, pero el futuro corresponde solo a la Literatura auténtica».

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cisne esdrújulo

dionisia GaRcía

Antonio Enrique (Granada, 1953) es un poeta de larga trayectoria. También nos ha legado una obra narrativa notable. La armónica montaña y Rey Tiniebla, entre otros títulos, la avalan. Hay que añadir los libros de ensayo, entre ellos el escrito sobre la Alhambra, sin olvidar Erótica celeste. Más de una treintena de libros publi-cados (diecinueve de poesía, ocho novelas, seis libros de ensayos y uno de relatos) dicen de este creador incansable y alto.

En cuanto a poesía se refiere, sentimos la tentación de mencionar Retablo de luna, Órphica y El galeón atormentado, libros lejanos traídos al presente por aportar pun-tos de referencia respecto a la última poesía contenida en Cisne esdrújulo 1, donde la voz es la misma. Sí se aprecia una mayor concisión en el lenguaje, un significativo despojamiento que deja en carne viva la esencia del poema, sin que por ello dejemos de volver la cabeza, porque también somos aquello que fuimos, aun cuando nuestra mirada sea otra, consecuencia de la propia evolución del ser humano. Podríamos añadir, en cuanto a la parte formal, que estamos ante un único poema vertebrado en diferentes movimientos de admirada exaltación, frente al descubrimiento de un mun-do, el de la danza, al cual llega el poeta y conoce a través de una bailarina, un ser que el destino quiso alzar ante su mirada y él supo expresar con su emocionada palabra.

Cisne esdrújulo se ha fraguado con la vida. Diríamos que el eje central es la dan-za como expresión gestual en torno a la belleza. A ella se une el poeta cantor, que seduce con su palabra en cada una de las composiciones recogidas en el libro; ese «cisne» que quiso ser música del cuerpo y cesar para siempre, y ser en la vida… No nos quedemos ahí, porque las páginas de nuestro comentario tienen varias lecturas. Podríamos estar ante una elegía escrita desde el dolor y la devoción hacia un ser sufriente, donde el poeta va desgranando el día a día de una bailarina, cuanto fue y es («Este ser que enarca / el torso, / mientras gira los brazos, / ha sobrevivido a las tormentas…»).

1 Antonio Enrique, Cisne esdrújulo, Granada, Diputación de Granada, 2013.

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Los versos de Cisne esdrújulo nos llevan a recordar El cantar de los cantares. Su palabra es canto sublimado, hacia una mística amorosa que desprende bien y verdad, temor y sabiduría, esa sabiduría que siempre ha acompañado al escritor, al poeta Antonio Enrique. Detengámonos, también, en la parte simbólica del libro, referida a quien baila («Roca, / de tan compacta una roca / cuando salta»; «Igual que la alondra / levanta el vuelo…»; «Igual que la abeja liba la miel…»; «Soy tu madre. / Soy un hombre, pero soy / tu madre para más amarte»). Esa mención de lo natural y más ori-ginario, con ecos de clasicidad y cuidadas formas expresivas de gran belleza, sitúan los poemas de Antonio Enrique en un espacio privilegiado de la poesía actual. Aña-diremos que luces y sombras encontramos en Cisne esdrújulo, como referencia unos versos: «Un mundo que se va, / la danza. / De aquel orden del universo / va quedando poco». La posibilidad de otras miradas ofrece Cisne esdrújulo: junto a la exaltación en el canto, en un lenguaje rico y verdadero, está la interiorización en el conocimien-to de la bailarina, sus triunfos y avatares, la caída… para surgir y ser rescatada por el poeta. Finalmente, la celebración amorosa. Aun en ella, surge la inquietud del poeta que se interroga: «¿Cómo se ama / para que no dejen de amarnos?».

Resaltamos un fragmento del poema «Coda», que cierra el libro, por su interés, a pesar de la dureza («El maestro de danza da / con el bastón / en las piernas de las bailarinas. / Una y otra vez con su bastón, / contra las esclavas»). Es en este poema donde aparece el crítico que también es Antonio Enrique.

Mención merece el pintor Miguel Rodríguez-Acosta Carlström. Sus ilustraciones en Cisne esdrújulo aportan belleza y acompañan al lector a través de unas páginas inolvidables, preferentes entre los libros aparecidos en este dos mil trece.

Curiosamente, en el viaje al cementerio de San Michele, en Venecia, coincidí con el autor ante la tumba de Diaghilev. Treinta años después, el poeta escribe unos versos excelsos sobre una bailarina. Son coincidencias que nos regala el arte.

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3.ª Época – N.º 20. 2015 – Págs. 353-358

por Qué poesía al final de la vida:pArecíAn cosAs escondidAs pArA siempre y trilogíA cAbArnA,

de josé luis Molina

caRMen M. pujante seGuRa

Universidad de Murcia

A veces sucede que las personas intentamos hacer balance llegado el final de algo, balance entendido en todos los sentidos que nos abre su definición académica, a saber, un movimiento de un lado a otro (como un barco hacia babor y estribor) o incluso hacia delante y hacia atrás (como en la esgrima, sin mover los pies), pero también en cuanto comparación de las circunstancias de una situación o los factores de un proceso, o incluso en un sentido figurado desde el campo económico (con-frontación del activo y del pasivo para averiguar o demostrar el estado de un caudal) o en un sentido metafórico (como vacilación o inseguridad). Así pues, a finales del 2014, José Luis Molina Martínez (Lorca, 1940) da a la imprenta unos poemarios con los que ofrecer(se) balances diversos de toda una vida personal a la par que literaria. Como el propio poeta nos aseguraba, éstas serían las últimas manifestaciones de su «yo mutante» a modo de preparación para el tránsito a otra vida, esa «en la que todo conocimiento será inmediato».1

Parecían cosas escondidas para siempre se escribe a finales de 2013 y se publi-ca terminando el 2014: no obstante, tales cosas van a dejar ahora de parecer para empezar a ser a través de la poesía, la responsable de destaparlas y liberarlas –ahora sí– para siempre. Es el momento de volver(se) a mirar, en este caso toda una vida poética (que ha sido siempre alternada con la filológica y la pedagógica) cuyo ba-lance se nos presenta en la contraportada: Parecían cosas escondidas para siempre llega después de Desolada sonrisa y Variaciones sobre un mismo dolor, poemarios que fueron publicados casi cuarenta años antes (en 1975) y que encontraron con-tinuación en la década siguiente con Del amante injusto (1984) y –dando un salto

1 Parecían cosas escondidas para siempre, Murcia, Diego Marín Librero-Editor, noviembre de 2014 y Trilogía Cabarna, Madrid, Ediciones Vitrubio, Colección Baños del Carmen, 2014.

caRMen M. pujante seGuRa

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sobre el «vacío» de los años noventa– con Tratado de la vulnerabilidad (2002) y Variaciones sobre un mismo dolor y otros poemas azules (2005), hasta llegar a otros dos poemarios recientes y próximos temporal y formalmente que son Trilogía Itá-lica (2013) y Trilogía Cabarna (2014). Así, se puede apreciar que su dedicación a la poesía ha aflorado a lo largo de toda la vida de J. L. Molina, si bien ciertamente son determinados los momentos en los que se ha concentrado y ha visto la luz por diversos motivos (tal vez aún por conocer). A través de tales hitos, marcados por la publicación de un poemario por década desde la madurez de un hombre en la treinte-na (con la salvedad de la de los noventa) y por la concentración de escritura en estos últimos años de retiro y senectud, es posible trazar una trayectoria que se presta para vislumbrar la evolución vital de una persona o, incluso, de la persona.

Este poemario, Parecían cosas escondidas para siempre, reúne «Aquí estoy, a la espera del silencio», «Un paisaje varado en mi mente», «Paisaje (con mujer) asesi-nado», «Entonces fuiste estrella de las perseidas», «Durante el insomnio», «Con esta dicha me conformo», «Cuando el mundo cabía en una mano», «La lluvia desgarra la música de la noche», «Ojalá sonara una syringa en el bosque», «En toda guerra hay fronteras», «Destellos que vivirán eternamente», «Como hombre viejo, tengo mi pasado», «Algunos ángeles viven sobre cenizas», «De niña, me ponía una rosa en el pelo», «Tu invisible presencia de ceniza» y, por último, «El tiempo es mar y Ella mirada envolvente». Sus títulos ya transparentan marcas y recurrencias estilísticas o temáticas del autor, además de su primera persona, con sus deseos y anhelos, con sus melancolías y resignaciones, una primera persona que tiende a buscar la inter-pelación de una segunda. El tiempo presente de esta escritura o enunciación lírica es también un tiempo de espera futura e insomnio, siendo ambos simultáneos al recuerdo; un tiempo que, sin embargo, también es lugar, el de su cuerpo y el de lo que ven sus ojos desde ese puesto libremente escogido para mirar y esperar lo que vendrá. Porque desde su atalaya, su hogar, su claustro, otea paisajes, internos y exter-nos, pasados y presentes, pero sobre todo ligados al mar y también a su mitología. Y desde ahí, tras toda una vida aún en presente, se pueden lanzar afirmaciones fruto de la reflexión y la experiencia. Hay miradas, pero también hay sonidos, hay música in-vocada en estos poemas. Hay ángeles, ideales de infancia y feminidad, pero también cenizas. Hay un yo en un momento y un lugar, pero ya empieza a asomar «Cabarna», como en los dos últimos poemas de este conjunto: en «Tu invisible presencia de ce-niza», que empieza con su alusión en el primer verso («Sueña a la orilla de Cabarna el alma»), y en «El tiempo es mar y Ella mirada envolvente», que se va cerrando así:

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[…] y su rostro ya no lleva velo. Ella es allíy yo escribo versos a la orilla de los ojosy de la mar de Cabarna, donde las sombrascaminan de noche, cuando el corazón ya no está inquieto ni en su propio interior.Cuando duermo, alguien roza mis mejillas.

Veamos qué lee y ve y diremos qué poeta es. Así, Parecían cosas escondidas para siempre es una obra acompañada de citas introductorias (las de Alja Adam, Gunahr Ekelöf, José Luis Martínez Valero, Luis Rosales y Pere Rovira) así como de imágenes varias que delatan las predilecciones de un autor que aquí también ejerce de fotógrafo. Para la portada plasma media puerta de la Casa de las Columnas o Palacio de Guevara, en Lorca, y para la contraportada, la Isla del Fraile, desde Ca-labardina. Así, se anuncia al mismo tiempo que se desvela el título de la inmediata publicación posterior, que también ve la luz a finales del 2014, la trilogía que lleva por nombre «Cabarna», que no no es sino Calabardina, el lugar del tranquilo retiro del poeta que ha dejado su Lorca natal para inspirarse a la orilla del mar.

En este poemario en forma de trilogía no hallamos imágenes que lo acompañen sino una edición elegantemente sobria con letras blancas sobre fondo negro, además de un poema del propio autor en la contraportada, «Desarraigada ceniza», que se encuentra en el ecuador del libro y que también ejerce simultáneamente de guinda y entrante a todo un poemario. Este tríptico poético nos abre a su vez tres libros, siendo el primero «Nunca preguntes por las cosas que echas de menos», título que en rea-lidad es un verso del poema introductorio, «El poema» de Eliodoro Puche (parte de Las alas en el aire, autor que tanto ha estudiado y editado J. M. Molina); este primer libro se encuentra dividido en otras dos partes, «Sueño fue, ahora pasado escueto» y «Una cítara sobre el eco del olvido» respectivamente, y está dedicado a su hermano Alejo. El «Libro segundo», con el nombre de «Tanto llorar las cosas idas introduci-dos» (que es un verso del poema «PANTHEOS» tomado del Crepusculario de Pablo Neruda, que aparece como apertura de esta segunda parte), se compone de veintiún poemas y se dedica a su hijo José Luis. Mientras, el «Libro tercero», llamado «Soy yo quien con el mar juega y pierde» (tomado de «Mar en brega», parte de Clamor de Jorge Guillén), consta de otra introducción poética ajena que viene seguida de otros trece poemas, dedicados en su conjunto a los padres del escritor. Así, se aprecia una arquitectura cuidada y meditada que envuelve toda una trilogía estructurada, en su interior, sobre tres hojas o libros que a su vez poseen una estructura propia, con una introducción en forma de poema que le da pie e inspiración y que es tomada presta-

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da de celebrados poetas, seguida de una dedicatoria familiar y títulos en sí mismos cargados de poesía.

Los esmerados títulos2 de cada una de sus composiciones están envueltos de poe-ticidad, títulos que al mismo tiempo vuelven a delatar las obsesiones y gustos del autor, con sus recurrencias y motivos. Del mismo modo, esas dedicatorias de cada uno de los tres libros podrían reflejar, aunque veladamente, esa incesante reflexión del poeta en torno al tiempo y a las personas que nos rodean, que también ejercen de relojes y de espejos: el tiempo anterior de los padres, el tiempo contemporáneo de un hermano y el tiempo posterior del hijo. No obstante, se hallan otras «constantes vitales», como la línea tenue del recuerdo que en cierto momento de la vida no sabe distinguir entre sueño y pasado real o la guerra entre el pasado y el presente, además del futuro omnipresente en forma de metáfora poética, el paisaje de cielo y mar, la sencillez deliciosa de la rutina e incluso del enclaustramiento escogido, la llamada de un yo a un tú agazapado tras muchas formas y caras, y, por supuesto, el gozo de la lectura o por medio de «vidas ajenas». De nuevo el sonido se alterna entre la cla-sicidad de una cítara y el silencio o el eco. Lo clásico es belleza y es placer, especial-2 Los poemas incluidos son en el primer libro: en la primera parte, «En el silencio del vuelo», «Cuando

el sol cruce el puente de plata», «Bajo un cielo de cipreses», «Reconocimiento de mis recuerdos», »Te cuento este día sencillo», «Respuesta a una misiva amistosa», «Oscura clausura violada», «Cuando fue de noche en septiembre», «En el laberinto de la Alameda» y «Leer en vidas ajenas», y en la se-gunda, «La sombra te antecede», «Destello de belleza», «La procesión de las elegantes», «A Summers Shower», «Mujeres en la calle sin peldaños desgastados» y «No te vayas, ayúdanos a vivir la vida». En cuanto al segundo libro, éste incluye: «PHANTEOS» (sic), «Tiempo de tormenta», «Búcaros para la alquimia», «Entiendo tus manos en mi cabeza», «Desarraigada ceniza», «No son ruinas barrocas», «Pasó frágil, distraída…», «Son de otro paraíso», «Tiempo de infancia», «Seguramente bajo estas rui-nas», «Epicedio», «Hablar de nuevo con ella», «El desgaste de la llama», «Hoy, que llegaba tarde…», «Mirada sofocada con un gemido», «Despedida esbozada», «Melancolía», «Leves huellas de mí», «La (des)hora de la cosecha», «Creé un silencio en mi huerto» y «…la última mata». Por último, en el tercer libro del volumen, se encuentran las siguientes composiciones: «Mar en brega», «Un lánguido grito se ocultó en tu encanto peregrino», «Quieta sed inicial», «Azul Jacinto en el páramo», «Non omnis moriar, Labitina», «Vuela Anteros sobre el miedo de la nada», «El poeta finge su lírica muerte en Murcia», «Un cuerpo con la mar pegada a la espalda», «Traspasando el umbral del silencio», No es menos amargo tu espíritu que su abismo», «Tiempo violeta entre pétalos sonoros», «Nadie ocu-pará tu ausencia», «El mar abrazaba nuestros cuerpos con almas perdidas» y, finalmente, «Presiento un poema bajo el mar de Cabarna». Entonces nos podríamos preguntar dónde y cómo situar a José Luis Molina en una editorial como Vitruvio, la cual tiene entre sus principios y misiones alternar la publicación de poetas consagrados (Juan Ramón Jiménez, Dámaso Alonso, Carmen Conde, Juan Luis Panero, Luis Alberto de Cuenca, León Felipe, etc.) con autores nuevos, además de la publicación de premios prestigiosos. El primer poemario o -primera hoja del tríptico- sería enviado a un certamen poético de Madrid y, aunque no resultó ganador, el editor deseó publicarlo y, además, como trilogía, junto con los otros dos poemarios.

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mente cuando uno puede detenerse a escuchar y mirar –los sentidos corporales pre-dominantes–. Y hay belleza, pero vuelven las cenizas y los epicedios alternando con el «tiempo de infancia»; vuelven las ruinas y el desgaste alternando con las llamas y el mar; regresa la melancolía con el orgullo de las huellas dejadas; se conjugan la Antigüedad clásica con Cabarna y Murcia; existe diálogo con la mujer y cuerpos en contacto al tiempo que hay vejez y pensamiento, abismo y ausencia; porque siempre este autor que escribe y se da presentirá «un poema bajo el mar de Cabarna», como dice en el que cierra esta trilogía.

Su Cabarna es ese locus amœnus, el lugar que adorna de belleza (poética) y que es mítico, como el de tantos otros escritores (y él ya llamaría «Elia» a su otro lugar, Lorca). Tal y como J. L. Molina asegura, es la «base humana» de su sentimiento, que puede ser también irónico. Porque sus poemas se apoyan deliberadamente en su biografía y, claro, en sus sentimientos y sus sensaciones; pero él también se apoya en sus poemas, empapados de un sentimiento protagonista, el de la senectud, esto es, el de la melancolía, en especial respecto de la infancia y la adolescencia. Y también hay amor, aunque también sea visto desde la desdicha o desilusión o desencanto del «ejercicio» complejo e ineludible de la vida, de la propia vida. Pero la culpa del otro siempre acechará para así depurar las responsabilidades de uno mismo. Como asegura el escritor, aceptar esas responsabilidades es otra forma de morir justamente para que la muerte, la Muerte, consiga hacer menos daño: «Todo llama a la muerte en la Muerte», escribía en una correspondencia establecida con él. El tiempo de estos poemas es en el que comienza a aflorar conscientemente la idea del futuro cambio del cuerpo que, como dijera Quevedo, «polvo será», cuando se marche de la vida o de la tierra. Pero José Luis Molina posee una esperanza ligada a un sentido dado a la vida, el de que ésta implica otra vida, en tanto que energía, en tanto que espíritu, y, sobre todo, en tanto que «conocimiento inmediato», esto es, sin medios ni media-ciones. Y en ese conocimiento directo, habrá un gozo (el «cielo») que será el de la visión, bien espiritual, bien intelectual. Y, por ello, para el poeta, la muerte nunca deja de ser otra vida.

Escribe todo ello, poemas, reflexiones y también correspondencia, desde ese reti-ro o claustro respecto de su ciudad y respecto de su trabajo, un retiro hacia la soledad voluntariamente elegida, alejado de la gente que no entiende, que relega el cultivo intelectual en favor de la superficialidad propia de quien no sabe o no puede gozar de otra manera que no sea la mundana y casera. Ahora puede dedicarse a escribir y por ello acelera el ritmo que había mantenido durante su vida. Lo acelera con la anterior Trilogía Itálica, pasando por Parecían cosas escondidas para siempre para llegar a Trilogía Cabarna. Si bien no acabará ahí, pues faltan por ver la luz otra trilogía que lleva por nombre A la sombra del vuelo de los mirlos (compuesta de «Mientras

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espero el vuelo prolongado», «La soledad de los mirlos de abril» y «Sombra que so-brevuela») y el punto álgido de espiritualidad, Simbolica Instructa. Así nos intentaba explicar por qué tanta poesía al final de la vida.

Polvo será pues lo seremos todos, mas después de haber buscado la paz a pesar de todo, de haberse purificado y conocido y aceptado y reconciliado, de haber hecho vibrar, de haber «vivido en vida material cuanto de espiritual pudiese», de haber de-jado escrita una trilogía de vida, de haber intentado un diálogo consigo mismo o una forma de comunicación para entender qué es la vida, después de varios poemarios aunque, en ocasiones en la literatura, mucho se quede bajo las palabras o incluso bajo el silencio.

Y si a veces sucede que las personas intentamos hacer balance llegado el fin de algo, es hora de hacer balance de éstas y de todas las obras de José Luis Molina, cuando decide poner la guinda poética a toda una vida con el fin de explicar y expli-carse con palabras propias el porqué de tanta poesía al final de la vida.

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cincuenta poetas dignos del parnaso

juan de dios toRRalBo caBalleRo

Universidad de Córdoba

Quien siga la trayectoria del profesor Antonio Moreno Ayora, en sus ya dilatadas líneas de la filología, del ensayo o de la crítica literaria, no puede olvidar que a su autoría correponden, entre otros, los títulos Sintaxis y semántica de ‘como’ (Málaga, Librería Ágora, 1992), Ritos de Babel. Textos críticos de literatura andaluza (Rute, Ánfora Nova, 2001), La negación en español. Sintaxis y semántica de la incidencia no verbal (Granada, Port Royal, 2002), La poesía de Ortega Parra: un viaje inver-tido (Rute, Ánfora Nova, 2005), o Manuel Gahete. El esteticismo en la literatura española (Sevilla, La Isla de Siltolá, 2013). Últimamente, a mediados de septiembre de 2014, se ha puesto en circulación su nuevo libro –esta vez una grandiosa y bien elaborada antología– titulado Con & Versos. Poetas andaluces para el siglo XXI1. Su calidad como lector y comentarista, su conocimiento de la literatura escrita en Anda-lucía –con mayor detalle de la cordobesa– y su intuición para potenciar los nuevos valores de la lírica, son los avales más seguros de este catedrático que muchos consi-deran como uno de los más sagaces y penetrantes de la crítica nacional. Que ahora se haya decidido a dar los nombres fundamentales de la poesía andaluza de los últimos casi cuarenta años llegando hasta la actualidad más palpitante –incluso apuntando nombres con futuro prometedor– es la basa que se ha jugado y que sin duda ha ga-nado en este extenso volumen de 420 páginas y de curioso título dilógico: Con & Versos. Poetas andaluces para el siglo XXI, de edición tan primorosa y bien cuidada.

Es este un libro bien justificado desde el principio y muy bien ordenado en su disposición de los autores, pues de cuarenta años y de cincuenta poetas clasificados según su década de nacimiento (la primera, la de 1950) es de lo que se hace balan-ce en la antología, cuya oportunidad Moreno Ayora explica, primeramente, por ver necesario «reunir en bloque compacto lo esencial de nuestra poesía en estos últimos treinta y cinco años», añadiendo luego que una de las razones que ha motivado la recopilación es la de que sirva de «punto de arranque para posteriores investigacio-nes o estudios sobre el transcurrir del género lírico a finales del XX y comienzos del

1 Antonio Moreno Ayora, Con & Versos. Poetas andaluces para el siglo XXI, Sevilla, La Isla de Siltolá, 2014, 420 págs.

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siglo XXI». Ha de saber el lector que entre el poeta más temprano, Francisco Ruiz Noguera (1951), y el más joven y representativo de la última década estudiada, que es David Leo García (1988), quedan comprendidos otros cuarenta y ocho nombres que el crítico considera de imprescindible conocimiento. Y debe observarse además que aquellos, aunque el autor no lo diga, han sido elegidos sopesando su importancia no solo dentro de su contexto histórico sino también en comparación con otros de su misma provincia. Es evidente que estos parámetros espacio-temporales orientan de antemano la antología, en la que por ejemplo junto a Manuel Gahete, Luis García Montero, Juan Cobos Wilkins, Carmelo Guillén Acosta, Alejandro López Andrada y otros ocho todos nacidos en el tramo de 1950 y andaluces, pues, de muy diferentes puntos cardinales, aparecen también, si tomamos ahora como criterio la década de 1970, Juan Carlos Abril, Begoña Callejón, Raquel Lanseros, José Luis Rey y otros once más de ese misma franja temporal.

En su antología Antonio Moreno Ayora hace una apuesta equitativa y esenciali-zadora de la poesía andaluza, y por ello conjunta voces de estilo y tendencias muy diversos: junto a Eladio Orta, pongamos por caso, se sitúan Aurora Luque, Javier Sánchez Menéndez o Nieves Chillón; y es a esta diversidad y carácter ecléctico a lo que el mismo antólogo se refiere cuando comenta que su recopilación «sin duda condicionará posicionamientos generacionales». Creemos no equivocarnos si supo-nemos que la elección ha estado en todo momento ajustada a los principios de cali-dad y representatividad tendentes a dirimir los poetas verdaderamente significativos de la actualidad lírica andaluza, y por ello nacional, obviando en consecuencia un criterio de exhaustividad que al incluir más nombres diluiría ese tono esencializador preponderante del volumen, que, como anuncia el propio subtítulo, tiene vocación de futuro al ser una guía de los autores andaluces que habrán de ser referentes poéticos en el siglo XXI.

Algunos de los autores seleccionados han editado sus poemas iniciado ya el ter-cer lustro del citado siglo, y por ello tienen toda una vida para aquilatar, elaborar y perfeccionar una obra que, a pesar de sus incipientes aciertos, está todavía en la potencialidad de lo futurible. Entendiendo, pues, que son los nacidos en la década de 1980 los que ahora mismo están llegando a su plenitud creadora, ofreciendo ya poemarios de sazonada novedad y, en algunos casos, con obra muy atendida por los especialistas, se da preferencia a los siguientes poetas: Álvaro Campos Suárez, Nie-ves Chillón, David Leo García, Patricia García-Rojo, Elena Medel, María Ramos, Tomás Rodríguez Reyes, Fernando Valverde y Diego Vaya. Este último, pongamos por caso, figura por ser un «poeta cuyos versos están recogidos en diversas antolo-gías nacionales e internacionales, además de tener la suerte de que una selección de

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sus poemas haya sido traducida al alemán y publicada por la Universidad de Osna-brück».

Sabiendo, por tanto, que la antología aparece estructurada en torno a esas cuatro décadas que son su eje temporal, 1950, 1960, 1970 y 1980 (esta, según decimos, pre-sentada como «La poesía del siglo XXI, plenitud de los años 80»), admirará también el lector el desglose de contenido con que se presenta a cada poeta, secuenciando invariablemente las páginas que le corresponden –8 en total para cada uno– en tres apartados que son: biobibliografía, poética y crítica literaria –sudivididas en una misma página en lo que es el pensamiento lírico del poeta en cuestión y lo que de él ha opinado la crítica–, y por fin algunos de sus poemas inéditos, criterio este que el antólogo dice haber exigido con seriedad. Los tres apartados son, seguramente, atractivos, originales y explícitos del quehacer de cada uno de los poetas incluidos, si bien el lector tiene dos fuentes irrenunciables de conocimiento en lo que es, de hecho, la poética individual y los poemas inéditos correspondientes. Gusta conocer, por ejemplo, el pensamiento de Fernando de Villena: «Mirar, sentir, vivir despacio ciertos instantes y saber comunicar la emoción de lo entrevisto: ese es el trabajo del poeta». Y leer luego, entresacados de uno de los cinco poemas que aporta, estos versos que avalan su punto de vista: «Al fin, después de tanto andar a ciegas, / des-cubres la grandeza del silencio, / la dicha de quedarse solo con lo esencial / o la gran hermosura que el bien siempre conlleva».

Con Fernando de Villena y el resto de poetas que aún no hemos citado (y que enumeramos para dar fe de cuantos incluye el volumen) tiene el lector un material de lectura inexcusable. Seguros estamos del largo recorrido y de la excelente acogi-da que va a tener esta antología, imprescindible desde luego en cualquier biblioteca pública, en los anaqueles de especialistas y en la estantería de cualquier particular interesado por la más fehaciente prueba de la lírica de calidad que ofrece Andalucía ahora mismo a principios del siglo XXI. Para eso están las paginas de los poetas ya citados y de los que completan la lista: José Lupiáñez, Francisco Morales Lo-mas, José Antonio Sáez, Fernando Sánchez Mayo y Juan José Téllez; Isabel Bono, Álvaro García, Antonio Luis Ginés, Julio César Jiménez, Manuel Moya, Luis Mu-ñoz, Rosario Pérez Cabaña, Charo Prados, Balbina Prior, María Rosal e Isabel de Rueda Rubiales; Marga Blanco Samos, José Cabrera Martos, Sara Castelar, María Eloy-García, Rocío Fernández Triano, José M.ª Jurado, Francisco Onieva, Antonio Orihuela, Alejandro Pedregosa, Joaquín Pérez Azaústre y Eva Vaz. Buena idea sería ofrecer pronto traducida a otras lenguas tan oportuna aportación lírica.

De los cincuenta nombres, dieciocho corresponden a mujeres, y aunque la prime-ra década, la de 1950, solamente contiene el nombre, el estudio y la obra de escritores hombres, luego en la de 1960 ya incorpora siete poetisas, otras siete advertimos en

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la de 1970, y por fin cuatro en el último capítulo «La poesía del siglo XXI, plenitud de los años 80». Así, a la primera citada de entre las nacidas a partir de 1960, Isabel Bono, la destaca por el elevado número de libros de poesía que ha publicado hasta la fecha así como por su colaboración en revistas especializadas. Cuatro poemas inéditos componen su muestra lírica, de los que el último «La venganza es un cerco de barro» comienza así: «mira / envejecen los vivos / con sus zapatos nuevos / enve-jecen las manos de sus hijos / también nuevas / como las tuyas, recorriendo mi cara / cada noche / después de la primera noche» (pág. 127). Y de la almeriense Aurora Luque, la segunda que se reseña, explica que además de haber dirigido colecciones de poesía y el Centro Cultural Generación del 27 de Málaga, también hace dos años participó en el programa de escritores europeos en VillaYourcenar (Flandes); y su labor poética, que queda igualmente enriquecida por la práctica de la traducción lite-raria, la ejemplifica Moreno Ayora con seis poemas de los que reproducimos «Museo de Historia Natural» por su brevedad: «Los riachuelos y la microfauna / que dan en llamar cuerpo. / Y luego, / los glaciares, los fósiles: / una gota de ámbar / para guar-dar un élitro» (pág. 154).

El catedrático autor del libro Con & versos. Poetas andaluces para el siglo XXI predice en su pórtico que el trabajo «puede ser el punto de arranque para posteriores investigaciones o estudios sobre el trascurrir del género lírico a finales del XX y comienzos del XXI» (pág. 10). Sin duda es lo que puede deducirse y necesariamente esperarse tras haber leído con atención su ingente y holística labor. Él, además, es consciente del afán inclusivo y totalizador que tiene su trabajo, pues él mismo dice en el prólogo que «Si alguno de los nombres, del ámbito femenino o masculino, se echa en falta, se deberá posiblemente a esa intención de esencialidad que en todo momento nos ha guiado […]» (pág. 10). Una de las explicaciones de la selección radica en que esté basada, entre otras, en que «la condición de inédito en el momento de aportarnos sus datos era requisito imprescindible para que pudiéramos incluir al poeta en cuestión» (pág. 11), y esta exclusividad es la que queremos destacar.

También escribe el antólogo que Con & versos. Poetas andaluces para el siglo XXI «pretende proporcionar un prontuario de consulta de los principales o más sig-nificativos poetas que han publicado en los quince o veinte últimos años del siglo XX y en los primeros lustros del XXI» (pág. 11). A la luz de cuanto se recoge en esta reseña, se infiere que lo ha logrado con creces. Llama la atención sobre los autores más jóvenes, cuando dice que «hay que prestar, por tanto, atención a estos nuevos nombres […] y seguir de cerca su evolución, con la esperanza de que sus impulsos líricos iniciales se consoliden y sigan aportando frescura, originalidad y futuro a la poesía del siglo XXI a la que por derecho ya pertenecen y en cuyo seno representan el obligado relevo generacional de posturas líricas anteriores» (págs. 11-12).

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A Moreno Ayora le parece conveniente que su antología sea juzgada como «ne-cesaria, esquemática, esencial, manejable y ágil». Se colige que lo consigue, además de constatarse que ya el libro en sí es un extenso manual de consulta cuya utilidad proviene –como él mismo escribe– «de la considerable información que suministra» (pág. 12). No podemos más que felicitarnos y dar la enhorabuena a este constan-te, renombrado crítico literario andaluz cuyas continuas aportaciones ofrecen una muestra de sus inquietudes culturales y de su constancia como profesor y estudioso. La crítica, desde luego, ha tomado buena nota de su contribución al conocimiento de la poesía, y su volumen ha sido por ello comentado y divulgado en recientes páginas de la prensa impresa o digital, de las que destacamos, pues creemos que son las más sobresalientes, las de Cuadernos del Sur de Diario Córdoba –comentario y entre-vista (4-10-2014)–, las de El Día de Córdoba (24-9-2014), y las del blog de Álvaro Valverde tituladas «Poetas andaluces de ahora» (19-9-2014).

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la caMpana rasgada

dionisia GaRcía

Pedro Luis Ladrón de Guevara (1959), tras un largo recorrido poético, ensayísti-co, y de traducción, nos sorprende gratamente con la novela La campana rasgada1 que, sin duda, está impregnada, literariamente, de los diversos géneros que el autor ha transitado con acierto.

Una primera novela puede ser un paso en falso, una suerte, o un modo de ensayar. Esta tercera vía, «con suerte», es legítima y denota una actitud digna de respeto hacia el escritor novelista, estudioso y buen lector que, con entusiasmo, va dejando en lo escrito sus conocimientos y experiencias de vida, a través de los personajes que pue-blan La campana rasgada, título que nos lleva a recordar La campana de cristal de Sylvia Plath, la malograda poeta, coincidente con uno de los personajes de nuestro relato, en cuanto a su final e inevitable destino.

Sueños y realidades alternan a lo largo de doce capítulos, en un tiempo que podría identificarse, en parte, con el actual, en cuanto al ambiente juvenil con proyectos de vida en los comienzos y, en ocasiones, ese algo de disconformidad, junto a la queja de los primeros trabajos atados a la rutina, a la espera del descanso semanal. A la at-mósfera creada con acierto hay que añadir el impulso logrado por el autor para poner en pie a cada uno de los personajes, tanto aquellos que van tejiendo la trama como los protagonistas. Pablo que conoce accidentalmente a Inma, apenada por un rechazo amoroso, es principal en el relato. A este primer punto de encuentro se incorpora un tercer personaje, Clara, hermana de Inma, y su protectora, por considerar que la ne-cesitaba dada su fragilidad psíquica. Entre los tres jóvenes existe buen entendimiento y diálogo. Viajes disfrutados, intercambio de pareceres. A veces, ensombrecimiento callado de Inma, portadora de un vacío que la había acompañado siempre, y que terminó en suicidio. Llorado por sus inseparables Clara y Pablo, unidos en la vida como Inma deseaba. Logra Ladrón De Guevara conmover en este y otros momentos de la novela.

La estructura de La campana rasgada denota originalidad. Los capítulos I, VI, X y XI reclaman atención mayor, y nos llevan a reflexionar sobre lo filosófico/poético/místico, que nos viene dado a través de monólogos interiores, donde se intercala con

1 Pedro Luis Ladrón de Guevara, La campana rasgada, Madrid, Huerga y Fierro Editores, 2013.

dionisia GaRcía

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frecuencia una voz onírica. Dichos monólogos dicen de las inquietudes del autor, de la intensidad de su propuesta; no del mero relato de una historia vivida o imaginada. Pedro Luis Ladrón De Guevara hace alusión a una cita de Orhan Pamuk que abunda en este criterio: «La literatura es la capacidad de hablar de nuestra propia historia como si fuera la de los otros y de la de otros como si fuera nuestra».

En definitiva, nos permitimos afirmar que poco importan los puntos de partida si se ha conseguido interesar al lector, al indagar en el mundo de siempre, y de ahora, a través de unas páginas recogidas en La campana rasgada donde el autor recrea vida y sugiere desde un pensamiento lúcido.

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sergio arlandis y sus contexturAs poéticas sobre el aMor y la distancia

Manuel valeRo GóMez

Las Contexturas1 de Sergio Arlandis López (Valencia, 1976) son mucho más que un dietario o un resumen de experiencias. Por el contrario, y tomando como guía los títulos de algunos poemas, son un «Examen de conciencia», un «Ajuste de cuentas» o las «Estrategias de madrugada». El poeta valenciano propone una lectura de la cotidianeidad basada en la unidad armónica que – por ejemplo – existe entre el sexo y el amor o la reflexión serena y el ímpetu sentimental.

El poemario posee una estructura excelentemente hilvanada en la que dos partes dan forma al juicio ético y estético que el poeta realiza de sí mismo. En primer lugar, la composición titulada «Examen de conciencia» funciona a modo de proemio. Aun-que destaca por su brevedad, este poema da buena cuenta de la intencionalidad del poeta a la hora de ejercer su oficio de poeta –su oficio de vida– con una pasión cóm-plice con el lector que se desgrana página a página. Sin lugar a dudas, estas pocas líneas anuncian un discurso que pone a prueba la resistencia moral ante los reveses inesperados o el paso del tiempo.

La primera parte del libro se compone exclusivamente del epígrafe que aparece bajo el nombre de Zurcidos. Desde este título, la apertura tematiza la cuestión del deseo de tal manera que el sexo, la entrega o el amor están íntimamente vinculados a la dualidad luz-sombra y cuerpo-forma. Estos primeros poemas contienen una gran carga erótica que no se abandona simplemente al juego fácil de las referencias ex-plícitas. Sino que, en cambio, el poeta se detiene en un lenguaje preciosista –que no pretencioso– que está puesto al servicio de la expresión sugerente y suntuosa.

Para Arlandis, el sexo es una evocación y una evasión que nos aproxima al amor mediante una visión triste, mediante una visión que se reconcilia con aquello que habíamos dejado en el camino. O mejor, el sexo es para Arlandis una evocación de la entrega cotidiana del amor. Y como insistimos, Zurcidos está ribeteado por un 1 Sergio Arlandis, Contexturas, Renacimiento, Sevilla, 2013.

Manuel valeRo GóMez

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nutrido conjunto de excelentes metáforas. El citado «Estrategias de madrugada», por ejemplo, es un buen exponente del imaginario erótico que emplea el poeta cuando alude al cuerpo de la amada. El deseo toma forma de geografía femenina y aparecen las rutas encrestadas, los caminos llanos, los barrancos inaccesibles o los secretos callejones. Del mismo modo, y a lo largo de este epígrafe, también se alude al altar bruñido de tu nuca, a los frisos diminutos o al campo arado de luz.

La segunda parte del poemario está constituida por los apartados Hilván de som-bra e Imaginación recogida. La tensión poética se destensa a la vez que avanza la lectura y el poso elegiaco deja paso a la preocupación existencial y al fluir del tiem-po. La aparición del mar es una muestra y un síntoma inequívoco de que la palabra supera la barrera de la intimidad amorosa y se dirige ahora hacia otros espacios tanto físicos como sentimentales. El tono de esta segunda parte pierde oscuridad y se abre hacia un carácter más dialogante.

Si bien la primera parte del libro está marcada por su sobrecogimiento y altura poética, la segunda parte no se queda a la zaga. La trama de Hilván de sombra está te-jida por las referencias a la familia, los amigos, la presencia del hijo y los recuerdos. Dicho epígrafe trata la nostalgia de un regreso, así como la sensación de orfandad y de fracaso en la ciudad natal nuevamente experimentada. Un poema como «No serás profeta en tu tierra» puede ser una buena muestra de lo dicho. Imaginación recogida, en último lugar, es un balance personal para, a pesar de las heridas, seguir hacia delante. El poeta se despereza de cierta languidez y oscuridad hasta aceptar el inexorable avance del tiempo, incluso se permite hacer algún guiño lúdico.

Contexturas es hasta ahora la mejor entrega del poeta Sergio Arlandis. Después de Cuando solo queda el silencio (1999) y Caso perdido (XXVII Premio Ciudad de Valencia-Vicente Gaos, 2009), Arlandis López se consolida como una de las voces más serias del panorama poético valenciano. A pesar de su corta edad y de las po-cas entregas poéticas que hasta ahora nos ha brindado, su gran labor como profesor (Universidad de Valencia, University of Virginia y University of Pennsylvania) e in-vestigador (ha publicado, entre otros muchos libros, la edición crítica de Jaime Siles y Las Brasas de Francisco Brines o el estudio Vicente Aleixandre) nos garantiza un valor seguro durante los próximos años.

norMas para los originales

Los artículos tendrán una extensión máxima de 25 folios (en Times New Roman o tipogra-fía similar, de cuerpo 12, con interlineado de un espacio y medio y márgenes normales), para los que pretendan ser publicados en “Varia”; y de 4 folios, en las mismas condiciones, para ser publicados en la sección de “Libros”. En esta última, el artículo será la reseña de un libro reciente, que figurará descrito bibliográficamente en la nota 1. Las reseñas llevarán título. Los artículos que vayan a ser incluidos en la sección de “Monográfico”, que será organizada por su coordinador, serán por invitación y tendrán la extensión que el coordinador establezca.

Las colaboraciones destinadas a “Monográfico” y a “Varia” deberán ir acompañadas de un resumen no superior a cien palabras y una relación de palabras claves no superior a seis. De ambos conjuntos se adjuntará una versión en otro idioma moderno.

El trabajo habrá de ser rigurosamente inédito, y tratar de un tema de investigación original relacionado con los campos de investigación de Literatura Española, Literatura Hispanoameri-cana, Teoría de la Literatura y Literatura Comparada.

Los textos deberán ser entregados en soporte informático, preferentemente en los progra-mas Microsoft Word para PC. Pueden enviarse por correo electrónico a la siguiente dirección: [email protected]

Es preferible que el autor no dé forma estética a su página (centrar títulos, cambiar cuerpos de letra, introducir sangrados complejos); sino que, en caso necesario, anote las indicaciones sobre una copia en papel. Se utilizará de la cursiva en lugar del subrayado y no se emplearán negritas ni versalitas.

Las referencias bibliográficas se harán, en cuanto a orden y puntuación, como sigue:Si se trata de un libro:Ej: Francisco Giner de los Ríos, Ensayos sobre educación, trad. y pról. de Manuel García

Morente, Madrid, Mondadori, 3.ª ed., 1957, pág. 54 (colección Granada).Si se trata de un artículo de revista o capítulo de un libro:Ej: Gregorio Marañón, «Patología e higiene de la emoción», Residencia, año II, núm. 1,

Madrid, diciembre de 1927, págs. 1-7.Es importante que todas las citas entrecomilladas o sangradas vayan acompañadas de la

correspondiente nota a pie de página, con la referencia completa de la publicación de la que se haya extraído.

Si el autor considerara imprenscindible la reproducción de alguna imagen concreta para ilustrar su texto, se agradecerá que la facilite, así como el pie de foto que deberá acompañarla. Los originales de las ilustraciones, éstos serán devueltos al autor una vez concluido el trabajo.

Los textos irán firmados con el nombre y dos apellidos del autor. Agradeceremos que tam-bién se adjunten los datos del correo electrónico y número de teléfono, así como el grado académico y la dirección profesional.

Se tendrán en cuenta las siguientes observaciones de unificación de estilo:taMaño de letra: cuerpo 12interlineado: 1 y 1/2coMillas

• Tipos: Triangulares en el primer nivel: « », e inglesas en el segundo nivel (comillas dentro de comillas): “ ”

• Cuando dentro de una frase aparece una cita, esta irá en redonda y entrecomillada, precedida o seguida por el signo de puntuación según el siguiente criterio:

cursivas • Irán siempre en cursiva, además de las palabras y expresiones extranjeras y las que

el autor quiera destacar para dar énfasis:- Los títulos de libros y revistas, así como los de suplementos de periódicos

y revistas. (Pero el número de volumen irá en redonda. Ej: Obra completa, vol. II, Prosa I.)

- Los nombres de programas de radio, televisión y títulos de películas.- Nombres de cuadros, avión, barco, tren.- Seudónimos o apodos, cuando se yuxtaponen al nombre original (José Mar-

tínez Ruiz, Azorín). En cambio irán en redonda cuando aparezcan de forma autónoma (El Greco).

• Puntuación:Siempre y cuando la puntuación no afecte a toda la frase en cursiva, esta se mantendrá

en redonda: “Se lo dije a mi primo:”negritas

• A menos que se trate de algún caso concreto, se evitará el uso de las negritas de forma sistemática.

ubicación de las llaMadas de nota

• El número de la llamada de nota irá volado y sin paréntesis, e irá después del signo de puntuación.

citas

• La supresión de texto dentro de una cita se indicará con tres puntos suspensivos entre corchetes […].

• Las citas de más de cuatro líneas irán sangradas y sin comillas, con el cuerpo de letra un punto más pequeño.

• Citas en otros idiomas también en redonda y entrecomilladas.• Todas las citas deberán remitir a una nota al pie que contenga la correspondiente

referencia bibliográfica.

Próximo número: Centenario de Antonio Buero Vallejo

referencias bibliográficas (notas al pie)A) Libros (ejemplos):

• Vicente Cacho Viu, «Perfil público de Cambó», en El nacionalismo catalán como factor de modernización, i, trad. y pról. de Manuel García Morente, Madrid, Pu-blicaciones de la Residencia de Estudiantes/Quaderns Crema, 2.ª ed., 1998 (col. Granada), págs. 105-131.

• Cuando no haya autor explícito, sino sólo el nombre de los editores, se pondrá (ed. / eds.) tras el nombre propio.

- Ej. Andrés Trapiello y Juan Manuel Bonet (eds.), A una verdad, Sevilla, Universidad Internacional Menéndez Pelayo, 1988, pág. 13.

• Cuando se haga referencia a una obra ya citada pero no en la nota inmediatamente anterior, se seguirá el siguiente modelo:

- Ej. Francisco Giner de los Ríos, op. cit., págs. 55-59. • Cuando se haya citado más de una obra de un mismo autor, entonces:

- Ej. Rafael Alberti, La arboleda perdida, cit., pág. 97.• Cuando haya dos citas seguidas de la misma fuente, en la segunda se pondrá: Ibíd.

(redonda y con acento)La ciudad de edición se castellanizará siempre que sea posible. Así, aunque la referencia

bibliográfica esté en francés, se incluirá «París», y si en inglés «Londres»; en ningún caso «Pa-ris» o «London».

Los títulos de los libros llevarán mayúscula sólo en la primera palabra. En cambio, los títu-los de las revistas llevarán mayúsculas en todos los sustantivos y adjetivos (Ej: Verso y Prosa. Boletín de la Joven Literatura).

B) Revistas:Ej. Gregorio Marañón, «Patología e higiene de la emoción», Residencia, año II, núm. 1,

Madrid, diciembre de 1927, págs. 1-7, 10 y 25-39. Se utilizará el mismo sistema de abreviaturas que el visto anteriormente en los mismos

contextos, con la excepción de op. cit., que en el caso de los artículos será art. cit. (en redonda).bibliografía final

• Para las bibliografías finales de artículo, la disposición es prácticamente la misma, menos en la forma de citar el nombre, que irá: apellido, coma, nombre en minúscula, coma, [el resto de la cita].

- Ej. Giner de los Ríos, Francisco, Ensayos sobre educación, i, trad. y pról. de Manuel García Morente, Madrid, Mondadori, 3.ª ed., 1957 (col. Granada), pág. 5.