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VIVIR EN LA REALIDAD Sobre mitos, dogmas e ideologías por GONZALO PUENTE OJEA

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VIVIR EN LA REALIDAD

Sobre mitos, dogmas e ideologías

por

GONZALO PUENTE OJEA

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S I G L O

S I G L O

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Primera edición, noviembre de 2007

© SIGLO XXI DE LSI'AÑA EDITORES, S. A. Menéndez

Pidal, 3 bis. 28036 Madrid

www.sigloxxieditores.com

© Gonzalo Puente Ojea, 2007

Diseño de la cubierta: simonpatesdesign

DERECHOS RESERVADOS CONFORME A LA LEY

Impreso y hecho en España Printed

and made in Spain

ISBN: 978-84-323-1307-3 Depósito legal: M- 49.778-2007

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Fotocomposición e impresión: EFCA, S.A. Parque

Industrial «Las Monjas» 28850 Torrejón de Ardoz

(Madrid)

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A mi mujer,

pilar indefectible

Deseo expresar mi gratitud a Raúl González Salinero, doctor en

Historia y conocido investigador de la cultura grecolatina, por la

experta transcripción e informatización del manuscrito de este

libro.

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ÍNDICE

REFLEXIÓN PRELIMINAR ........................................................................................................................ 11

EL MITO RELIGIOSO

EL QUÉ, EL CÓMO, Y EL PORQUÉ DE LA RELIGIÓN ............... 39

1. EL «QUÉ» DE LA RELIGIOSIDAD ................................................................................................ 39 2. EL «CÓMO» DE LA RELIGIÓN Y EL ANIMISMO ................................................................... 43 3. EL DIOS DEL TEÍSMO Y EL ALMA ESPIRITUAL ................................................................... 53 4. EL «PORQUÉ» DE LA RELIGIÓN ................................................................................................. 84 5. RODOLFO LLINÁS Y EL MITO DEL YO ................................................................................... 94 6. DANIEL DENNETT Y LA EXPLICACIÓN DE LA CONCIENCIA ..................................... 140 7. RICHARD DAWKINS Y LA EVOLUCIÓN DE LA CULTURA............................................... 229 8. LA AUTONOMÍA DE LA VOLUNTAD Y EL DETERMINISMO ......................................... 252 9. EL FUTURO DE LA RELIGIÓN ..................................................................................................... 276

EL MITO CRISTIANO

EL EVANGELIO DE MARCOS, UN RELATO APOCALÍPTICO .. 283

PRESENTACIÓN ............................................................................................................................................ 283

1. INTRODUCCIÓN................................................................................................................................. 283 2. REFLEXIONES SOBRE EL MÉTODO .......................................................................................... 285 3. EL ELEMENTO HEURÍSTICO ........................................................................................................ 294 4. JESÚS Y JUAN EL BAUTISTA .......................................................................................................... 301 5. MESIANIDAD DE JESÚS .................................................................................................................. 306 6. REINO DE DIOS Y ÉTICA ESCATOLÒGICA ............................................................................ 325 7. JESÚS Y LA VIOLENCIA ................................................................................................................... 329 8. JESÚS Y LOS ZELOTAS ..................................................................................................................... 334

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9. JESÚS Y LA CUESTIÓN DEL TRIBUTO AL CÉSAR ................................................................. 341 ÍNDICE

EL MITO POLÍTICO

DE LA RELIGIÓN DE ESTADO A LA RELIGIÓN PROTEGIDA: ANTIGUO RÉGIMEN, CONSTITUCIONALISMO, SEGUNDA REPÚBLICA, MONARQUÍA PARLAMENTARIA EN ESPAÑA .. 351

1. LA IGLESIA EN ESPAÑA: DE LA HEGEMONÍA A LA PROTECCIÓN ............................ 351 2. CATHOLR A I CCU MA Y SU PRETENSIÓN DE SOMETER AL PODER CIVIL 353 3. LA IGLESIA Y SU ARROGACIÓN DEL PODER ESPIRITUAL EN LA SOCIEDAD ...... 355 4. LA IGLESIA ENTRE EL ABSOLUTISMO POLÍTICO Y EL DESPOTISMO ILUSTRADO 358 5. LA IGLESIA Y EL CONSTITUCIONALISMO MODERNO .................................................... 362 6. LA IGLESIA Y LA EXACERBACIÓN DE LA CUESTIÓN RELIGIOSA HASTA

LA INSTAURACIÓN DE LA SEGUNDA REPÚBLICA ............................................................ 369 7. LA IGLESIA Y SU RETO A LA SEGUNDA REPÚBLICA ........................................................ 374 8. LA IGLESIA Y LA TRANSICIÓN PACÍFICA A LA REPÚBLICA DEMOCRÁTICA DE 1931 379 9. LA SEGUNDA REPÚBLICA Y LA INSTAURACIÓN DEL LAICISMO ................................ 381 10. LA LEGITIMIDAD DEMOCRÁTICA DE LA SEGUNDA REPÚBLICA .............................. 388 11. LA I X UNCIÓN DE LA DICTADURA FRANQUISTA Y LA SEDICENTE «TRANSICIÓN A LA

DEMOCRACIA» .................................................................................................................................... 397 12. DE NUEVO LA MONARQUÍA BORBÓNICA: EL VIAJE DE LA ILEGALIDAD

A LA ILEGITIMIDAD ........................................................................................................................ 399 13 LA MONARQUÍA PARLAMENTARIA Y LA PROTECCIÓN PÚBLICA PREFE-

RENTE DE LA IGLESIA ................................................................................................................... 407 14. LA NUEVA HEGEMONÍA DE LA IGLESIA Y SU INCONSTITUCIONALIDAD.. 414

UN BALANCE A MODO DE EPÍLOGO ................................................................................................. 419

SELECCIÓN BIBLIOGRÁFICA .................................................................................................................. 423

ÍNDICE DE NOMBRES ................................................................................................................................ 43 1

REFLEXIÓN PRELIMINAR

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Éste es un ensayo de reflexión y de información, en el que esta última ocupa la

parte predominante, con el fin de que la reflexión se ejercite sobre el estudio de

la realidad, a la luz de los resultados alcanzados por las ciencias propiamente

dichas. Desde muy temprano en el curso de mi maduración intelectiva, centré

mis preocupaciones personales en el deseo de someter los mitos, los dogmas y las

ideologías a un análisis crítico de sus pretensiones de verdad, siempre a partir de

aquellos saberes que la investigación brindase en cada momento con las

garantías suministradas por las armas del razonamiento lógico y del método científico

de la observación empírica, auxiliadas por técnicas propias de cada disciplina del

conocimiento. En este contexto, mi deseo de conocer la verdadera naturaleza del

universo y de los seres humanos comportaba en sí mismo una confrontación, desde

los fundamentos —ab imis, dirían los latinos—, con los «saberes» tradicionales,

en los que ineludiblemente nos encontramos sumergidos los humanos desde el

nacimiento. Una mente despierta y dotada del urgente deseo de conocer, pronto se

ve impulsada por la curiosidad que suscita la barahúnda de mitos, dogmas e

ideologías de ayer y de hoy, es decir, de los falsos saberes que pueblan el entorno

cultural de cada tiempo. Se trata de una tarea muy ardua siempre, y

frecuentemente gravada con el pago de un tributo, a veces muy oneroso, de

intranquilidad e inseguridad vital, pues el inconformismo es el hecho peor

aceptado por nuestros congéneres en todas las circunstancias de la vida. Sin

embargo, cuando el individuo logra dilucidar la entraña de un mito, un dogma,

una ideología, tiene el profundo sentimiento íntimo de haber arribado a la

inefable experiencia de ver cómo la caída de un falso saber abre insospechadas

perspectivas para la búsqueda de certezas en el eamino del conocimiento, que no es otro que

la superación de falsedades y el acceso nunca completo a un nuevo orden de verdades. Para

alguien que se esfuerza por progresar en este itinerario, y que siente un

perentorio deber de difundir los frutos de la ciencia haciéndolos llegar a los demás,

se le presenta como quehacer irrenunciable comunicar los nuevos saberes, rompiendo esa

pauta predominante de calculado silencio, la cobardía de los intelectuales resueltos

a no comprometer sus intereses particulares y su bienestar social. Con lo cual

se traiciona la nota que los define: su función crítica.

1. En los albores de la capacidad reflexiva adquirida por la especie homo sapiens

sapiens, también denominada hombre moderno por los antropólogos, el humano

prehistórico no solamente se puso a la tarea de descubrir o producir sus

medios materiales de supervivencia, sino indudablemente también tornó su

atención a la introspección para alcanzar una imagen de sí mismo en el contexto

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general de sus experiencias cotidianas, ordinarias o extraordinarias. Las primeras se

estructuraron necesariamente en comportamientos regidos por categorías

espontáneas de orden estrictamente empírico, sometidas continuamente al

procedimiento de «ensayo y error» connatural a su sistema nervioso, con los

rasgos innatos de causalidad y finalidad. Las segundas, sin embargo, resultaban

para el humano prehistórico sumamente enigmáticas y problemáticas, y se agrupaban

alrededor de dos ejes: la Naturaleza exterior —abrumadoramente poderosa pero

discernible en sus innumerables manifestaciones concretas— y la Naturaleza

interior —confusa, caótica, indiscernible, y especialmente amenazadora o

incluso pavorosa en sus principales manifestaciones, es decir, los sueños y las

visiones o las fantasías mentales en vigilia—. El humano prehistórico experimentó,

en cuanto que su acceso a la reflexión y a la autorreflexión alcanzó el nivel de

«racionalidad» aunque fuese verita-tivamente «falsa» (pero propia...) (propia de

Ja definición de su especie biológica como homo rationalis, y esto debió de

ocurrir muy pronto), un hondo malestar por el conjunto de enigmas que su

misma actividad le planteaba. E. B. Tylor, genial antropólogo británico del

último tercio del siglo XIX, fue capaz de forjar la reconstrucción teórica del probable

proceso mental que condujo al prehistórico a lo que llamó la «invención animista», el

ominoso y decisivo primer gran acontecimiento del pensamiento humano. La

«doctrina del alma», y su consecuencia inmediata e implícita, la «doctrina de los

espíritus», fue, como lo definió Tylor, el primordium de todos los mitos, pues creó las

condidones de posibilidad del mito religioso ancestral que sirvió de matriz común para todas

las formas de la religiosidad mítica, expresada en las sucesivas religiones producidas

por la fantasía de los seres humanos. Quizá el propio Tylor vaciló por un

instante al hablar de dos doctrinas, aunque en seguida reafirmó la unidad radical

de las dos. El humano prehistórico creyó haber descubierto en su propia

entidad natural dos elementos contradistintos pero asociados: el «cuerpo»

(material, grávido, compacto y perecedero) y el «alma» (material pero

incorpórea, ingrávida, fantasmal e imperecedera), separable temporalmente del

cuerpo en el que reside y del que sólo se separa definitivamente en el momento

de la muerte del mismo, vagando desde entonces sobre la tumba o en su

entorno. El «alma» es el doble del cuerpo y su imagen espectral y cumple las funciones

de la vida y del movimiento interno (pensamiento) y externo (locomoción).

Cabe inferir que de esta peculiar estructura del ser humano emergieron el culto

a los muertos y los ritos funerarios, raíces de la «religiosidad», y solamente después de

las religiones, sucesivas formas de propiciación o de exorcización de las almas o

espíritus, ha fantasía animista representó «el gran mito» y, al mismo tiempo, el acceso

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de la «subjetividad» humana a la forma desarrollada de la autorreflexión y de la conciencia

como reflexividad.

Un brillante estudioso de la actividad simbolizante de la mente humana

desde la emergencia de la especie, y que conoció y estimó la hazaña de Tylor

aunque no supo apreciarla suficientemente, el filósofo neokantiano Ernst

Cassirer escribió —comentando un pasaje del antropólogo británico sobre los

ritos funerarios— lo siguiente:

Los ritos funerarios que encontramos en todas partes tienden hacia el mismo

punto. El temor a la muerte representa, sin duda, uno de los instintos humanos más generales y más profundamente arraigados. La primera reacción del hombre ante el cadáver ha debido de ser el abandono a su suerte y huir de él con terror. Pero semejante reacción la encontramos sólo en unos cuantos casos excepcionales. Muy pronto es superada por la actitud contraria, por el deseo de detener o evocar el «espíritu» del muerto [...]. Los «espíritus» de los difuntos se convierten en los dioses domésticos, y la vida y la prosperidad de la familia dependen de su socorro y favor. Cuando muere el padre, se le implora para que no se marche. «Siempre te quisimos, dice una canción recogida por Tylor, y hemos vivido mucho tiempo juntos bajo el mismo techo; ¡no lo abandones

ahora!; ¡vuelve a tu casa!» [...]. En esto no hay diferencia radical entre el pensamiento mítico y el religioso. Los dos se originan en el mismo fenómeno fundamental de la vida humana. En el desarrollo de la adtura humana no podemos fijar el punto donde cesa el mito y comienza la religión [...]. El mito es, desde sus comienzos, religión potencial. Lo que conduce de una etapa a otra no es una crisis súbita del pensamiento ni una revolución del sentimiento (An Essay on Man: An Introduction to the Philosophy of Human Culture. 1945. Cito por la trad. cast. del mismo año, bajo el título Antropología filosófica. Introducción a una filosofía de la cultura, pp. 166-168) .

El mito del animismo es la esencia misma y el auténtico rationale (falso) del

gran mito humano, el Mito religioso, en sus innumerables formas pero todas

reconducibles a su errónea y pertinaz presencia, el cual analizo sucintamente

en la primera parte de este libro, y que vengo exponiendo desde mis ensayos

Ateísmo y religiosidad (1997), Opits minus (2002), La andadura del saber (2003), y, en

colaboración con Ignacio Careaga, Animismo. El umbral de la religiosidad (2005).

El quid del mito, y lo que lo haya hecho universalmente perdurable hasta hoy

mismo, radica en una evidencia —que el ser humano se manifiesta externamente

como materia corpórea, sensible a la vista, al tacto, al olfato y al oído, y

mortal— y en una falsedad —que el ser humano se manifiesta internamente

como sustancia incorpórea, insensible para los sentidos, vaporosa, ubicua e

inmortal o indestructible—. Se trata de una lectura errónea originada por el urgente

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deseo de «explicar» las experiencias oníricas, visionarias y demás formas alteradas de concien-

cia, y consolidada y prolongada por los hábitos introspectivos inaugurados por el

sapiens sapiens, así como, simultáneamente —last but not least—, por la imperiosa

necesidad fisiológica y psíquica de mantenerse ontológicamente en el ser que, como vio

Aristóteles, habita en todo ente o existente. Esa lectura errónea de que el segundo y

recóndito elemento, el ánima, era incorpóreo, inaprehensible e indestructible,

encontró sin duda un apoyo decisorio en el cruel terror mortis y en el instinto de

inmortalidad. En este viciado y desorientador contexto intelectivo, el animismo se

instaló definitivamente en la mente cogitante de los seres humanos, en su

inmensa mayoría, desde el momento en que naturalmente y acríticamente —es decir,

como lo expresa exac-

Las comillas y la letra cursiva en este libro son del autor, y no de la fuente citada, salvo que se

indique lo contrario; y son introducidas por mí para facilitar la lectura y la comprensión.

tamente Cassirer, sin «una crisis súbita del pensamiento ni una revolución del

sentimiento»— los seres humanos, fieles a su «invención animista», proyectaron lo que

inicialmente fue una categoría privativa de su exclusiva condición ontológica, sobre los demás

seres vivos, y luego, movidos por el hecho de que las almas no eran más que «espectros» o «espí-

ritus (soplos)» deambulantes tan pronto perdían sus cuerpos mortales de residencia, también

sobre las cosas o las fuerzas de la Naturaleza que acreditaran ser potencias o poderes presentes

en su entorno ambiental. En las culturas protohistóricas del Pleistoceno tardío, en

las civilizaciones históricas de las Edades del Bronce y del Hierro, pero radical-

mente en las culturas indoeuropeas, y ya muy plenamente en la Hela-de y

después en Roma, las almas y los dioses pasaron a disfrutar de un estatuto metafísico

de orden estrictamente «espiritual», frente al mundo de la «materia» en cualquiera de sus

manifestaciones, y escindiendo el cosmos en dos espacios inconmensurables:

Naturaleza/Sobrenaturaleza, Inmanencia/Trascendencia, Tierra/Cielo. Esta bipartición

ontológica estricta de la Realidad encontró en el concepto cristiano de anima

spi-ritualis la máxima expresión de las cosmovisiones dualistas en cuanto que hijas

todas ellas en último término del animismo, en cuyo contexto semántico siguen

viviendo aún las tres cuartas partes de la humanidad.

De lo dicho resulta claro que el motor de la religiosidad y luego de las religiones

—primitivas o actuales— no fue la categoría de dioses o Dios, sino la categoría

de almas y seguidamente de espíritus, y que la divinización formal de éstos fue un

proceso progresivo de desmaterialización, que corre desde una caótica animización

del mundo natural, sigue por la exuberancia transnaturalista del bosque sagrado, el

politeísmo funcional especializado, el politeísmo jerarquizado aunque también funcional de

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los grandes panteones con un gran jefe de orden animal (zoomorfismo) o astral

(solarismo), el henocentrismo de un dios étnico único y localmente supremo (con o sin

pretensiones de universalidad), y concluye en un Dios único, supremo y universal

(monoteísmo, teísmo, monoteísmos del libro o código revelado). Es decir, no solamente se

irán se dentar izan do las poblaciones prehistóricas (revolución socioeconómica

neolítica), sino también sus dioses. Partiendo del politeísmo, y permaneciendo en

él o relegándolo, cabe señalar la otra línea evolutiva llamada oriental para

distinguirla de la occidental, y que se caracteriza, asumiendo sin reservas el mito

animista, por un panteísmo que es una especie de animismo o espiritualismo cósmico (anima

mundi en términos generales, o bien Tao, o Brahman, o Cuadrado del Cielo, o Culto

a los Antepasados, o Shinto, o Panteón maya o azteca, etc.). El budismo y el jainismo

representan versiones alternativas del tronco básico del hinduismo, netamente animistas y

espiritualistas, como más adelante se verá, pues ambos son susceptibles del

principio del «karma» y el samsara (reencarnación de algo que es espiritual, no material).

Todas las formas de religión son tributarias del animismo, de modo más o menos

explícito. La mayoría de las sociedades actuales son sociedades animistas, porque

siguen fundándose en cosmovisiones o en antropologías esencialmente «animistas».

Debemos ahora preguntarnos ¿por qué el «animismo» se fundamenta en

una falacia ontológica y epistemológica a la vez? En primer lugar, porque la

«mente» como algo espiritual, absolutamente inmaterial, indestructible o inmortal no existe,

es una fabulación de la capacidad imaginativa del ser humano. En segundo lugar,

porque las experiencias oníricas, visionarias o anómalas no solamente son inservibles para

alcanzar un conocimiento objetivo, crítico e intersubjetivo de lo que existe, sino que son en sí

mismas fenómenos cuyo control por el «cerebro/mente» queda comprometido o suprimido por

la dinámica metasen-sorial e interna del sistema nervioso central (SNC) en determinadas cir-

cunstancias, que quedan científica y satisfactoriamente explicadas en la sección 5.6 de

este ensayo. En el ser humano existe el factor somatosensorial, muscular, neural y óseo,

el llamado cuerpo; y existe también el factor neuronal sustentado en el sistema llamado

científicamente tálamo-cortical, como asiento del «sí mismo», el llamado cerebro/mente. Y

nada más. Ni «alma», ni «espíritu», ni los demás «parafernalia» de la religión, todos los

cuales constituyen conjuntamente lo que Kant denominó las «condiciones de

posibilidad de los fenómenos», que, en el caso de las religiones, son las categorías

«almas o espíritus», que solamente pudieron forjarse en el cerebro/mente del ser humano.

Estos conceptos no cayeron en el pensamiento de los humanos prehistóricos

como llovidos del cielo durante su perpleja contemplación de los astros y otras

potencias naturales. Sólo cuando el sordo y arduo trabajo del cerebro/mente

sobre las mencionadas «formas alteradas de conciencia» generadas en experiencias

enigmáticas condujo su reflexión a la fabulación animista, extendida sobre las

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entidades o fuerzas naturales, pudieron los humanos encontrar ficticios

interlocutores y crear con ellos relaciones de diálogo y de afección o desafección, de amistad

u hostilidad; es decir, vínculos que más tarde se llamaron «sentimientos religiosos», y

que inauguraron seguidamente un mundo nuevo de almas, espíritus, trasgos o espectros,

el mundo de diosecillos, dioses, Dios; o sea, el mundo de la religión. Pero no antes,

porque son artefactos generados a partir de la actividad fantasmagórica de la

reflexividad.

La evolución biológica es el marco donde resulta posible detectar la génesis

de la religiosidad en los humanos, cuando el estadio evolutivo de la subjetividad de

los animales alcanzó la suficiente maduración. El proceso comenzó con la

autognosis del propio cuerpo como unidad espacial que fija los propios límites frente

al mundo externo. La evolución de los animales pluricelulares les permite

generar una representación o imagen somatotópica de su cuerpo (que Sherrington

generalizó con el término propiocepción), que encontrará una conceptualización

de ese mundo externo. Sólo cuando este mundo es interiorizado mediante la

función integradora del cerebro/mente emerge la imagen de una «subjetividad» consciente

y reflexiva que genera la autoconciencia. Rodolfo R. Llinás declara, con el rigor del

científico, que «el problema de la cognición es, ante todo un problema empírico y, por

lo tanto, no es un problema filosófico», lo mismo que sucede con la dualización

del sujeto y la invención mítica del «yo». Cerebro y mente son inseparables, y los estados

mentales (sensibles, emocionales, percepciones, intenciones, representaciones,

acciones, voliciones, etc.) son sólo algunos de los estados funcionales generados

por el cerebro. Pero, para matizar el alcance de la inseparabilidad, debe

enfatizarse el hecho de que «la mente es codimensional con el cerebro y lo ocupa

todo, hasta en sus más recónditos pliegues»; y que «el "yo" es un estado funcional del

cerebro y nada más, ni nada menos» (Llinás). Estas definiciones, determinantes para

una antropología de base científica y que han sido ya avaladas suficientemente

por eminentes investigadores del cerebro y de la conducta humanos,

constituyen el fundamento científico y lógico de la descalificación de las creencias animistas

de ayer y de hoy. Las secciones 5, 6 y 7 se ofrecen, como cuerpo de este libro,

con la intención de llenar las lamentables carencias informativas incluso entre

el llamado público culto. Las leyes de la física, tanto en su nivel atómico y

subatómico como en su nivel molecular y orgánico, exigen la unidad óntica del

universo y un estricto planteamiento monista de todo lo que hay. La consolidación

histórica milenaria de la bipartición metafísica de lo real ha ido ahondando su

carácter y su orientación ideológicos —en el preciso sentido marxiano del

término—, con el apoyo de las cosmovisiones religiosas enraizadas en el animismo y sus

prácticas ideológicas de dominación social, política y cultural.

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2. Con la eclosión histórica del cristianismo puede decirse que la religión se

convierte formalmente en «dogma de fe» con vocación de universalidad en todos los planos

de la vida individual y colectiva de los humanos. Esta arrasadora convicción ha

representado el ensayo más inhumano de uniformizar las mentes y sofocar las

libertades del individuo en el hogar, en la sociedad y en la política. No sólo hay que

someter la voluntad humana a la coacción física de la autoridad religiosa,

legataria por decisión divina de las «verdades» de una inventada Revelación

histórica dictada por el mismo Dios, y luego por el Cristo, escrita

supuestamente en sendos actos jurídicos titulados Antiguo y Nuevo

Testamentos; sino que también hay que desecar o ahogar las fuentes

recónditas de la conciencia de todos y cada uno de los humanos mediante el uso

de todas las formas conocidas de la intimidación moral y de la alienación intelectiva.

En nombre de una «Revelación», sellada por supuestos testigos de sucesos

imposibles y aberrantes protagonizados por un Dios arrogante y colérico y por

un Hombre-Dios inexistentes como tales.

En mis libros he dedicado cientos de páginas a identificarla y explicarla

mediante el universalmente conocido método histórico-crítico que, después de

unos doscientos y pico años, ha desenterrado o analizado datos históricos

concluyentes y revolucionarios que permiten de modo irrefragable retirar toda

«pretensión de verdad» a los contenidos dogmáticos de la Revelación cristiana.

Después de haber desvelado la falsedad de El mito religioso en la primera parte

de esta obra, dedico su segunda parte a poner al desnudo las falsedades de El

mito cristiano, centrándome en el escrito que debe considerarse como la

exposición básica de este mito. Permítaseme en este texto preliminar consignar

algunos comentarios a ese respecto.

El hecho de que durante muchas generaciones nos hayan enseñado la Historia

Universal tomando el nacimiento del Nazareno —de fecha realmente incierta—,

como la frontera liminar de un antes y un después en la existencia colectiva de la

Humanidad, representa, además de una arrogación petulante de un credo

religioso local, un símbolo del hecho novísimo por su significado en el contexto del fenómeno

religioso y del subsiguiente éxito social y político que ha alcanzado en el mundo el núcleo

dogmático de la fe cristiana en los últimos veinte siglos en el Planeta. Porque la religión

cristiana ha sido y sigue siendo un hecho enorme —en el sentido original y propio

de este adjetivo, o sea, desmedido, excesivo, perverso, torpe (DRAE)— en virtud de dos

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factores: en primer lugar, por la razón de haber sido, ya en sus orígenes y en su

ascendente desarrollo, un movimiento que irrumpió en la historia del mundo

con las características de dogmatismo e intolerancia ideológica y política a los que me

he referido al comienzo; y, en segundo lugar, en razón de la pretensión

medular de su fe fundamental, es decir, la fe cristológica en el Hombre-Dios o

Dios-Hombre, pero no el héroe de las llamadas religiones de misterios

greco-orientales del periodo alejandrino —un héroe simbólico de los poderes

taumatúrgicos de la divinidad, pero sólo legendario, ficcional, al que nadie

conoció en persona y con el que nadie habló, conspiró, y se hizo reo de un

delito de sedición contra el emperador romano—, sino un rústico Galileo y

predicador popular que anunciaba la inminencia de la visita mesiánica por la mano

del Dios hebreo para instaurar su Reino teocrático en Jerusalén, al cual sus

seguidores de la primera generación pospascual y el genio religioso de un judío

de la diáspora transformaron en un Cristo mistérico de naturaleza divina y redentor de la

ofensa colectiva del pueblo hebreo a Yahvé (el innombrable) mediante su sacrificio expiatorio

en la cruz. La pretensión de la fe cristiana es tan inverosímil para un hombre

civilizado, y de tal magnitud en su osadía, que desafía los esquemas de las

explicaciones rutinarias, incluidas las propias de la novedad del Cristo trascendente

en su contexto neotestamentario y las derivadas de su inserción en su híbrido

marco helénico-semítico.

Es cierto que la que podría denominarse «religión homérica» comportaba ya

no sólo una poética antropomorfización corporal literaria de los dioses

helénicos originarios, tanto los de raíz ctónica (dioses de la tierra) como los de

procedencia uránica (Guthrie), pero con fuerte predominio de estos últimos,

en los cuales su «hominización» (si vale este término) alcanzaba mucho más a

sus costumbres y hábitos frecuentemente depravados —que Heródoto no se

recata en describir con implacable ironía, en que abundaron sus numerosos

epígonos en el arte de escribir—, sino también una intención racionalista y

crítica: hacia el final del siglo vil de sus nueve libros, en forma sumamente

precavida por cierto, escribe dicho historiador que «por mi parte, mi deber es

decir lo que me ha sido dicho, pero no creerlo totalmente, y lo que acabo de

declarar vale para todo el resto de mi obra» (cito de P. Veyne). También es

cierto que la «religión platónica» inauguró un realismo metafísico de las Ideas que

curaría de espanto a cualquier exponen te de las más atrevidas especulaciones

discursivas, y del mismo modo lo es que la «religión estoica» buscó transfundir en

el mundo natural el espíritu divino. Pero la religión cristiana fue mucho más lejos

en el dominio de la inverosimilitud y el terrorismo ideológico, al forjar una especie sin

precedentes conocidos en el milenario arte de las recetas animistas: el

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hiperanimismo autocontradictorio que consiste en la transfusión del «espíritu» en

la «materia» a través de la concepción virginal de un hombre de carne y hueso, y muy

comprometido en los asuntos públicos, el Dios humano o el Hombre divino. El epicentro

cúltico del cristianismo es justamente el sacramento ritual de la Eucaristía

paulina como ingestión no meramente simbólica sino real del cuerpo y la

sangre del Redentor, que trae reminiscencias del rito bárbaro de la masticación

de la carne del dios —aunque en la teología católica se quiso exorcizar

cualquier semejanza mediante el término ad hoc de la transustanciación, término

tan abstruso como misterioso—. La fe cristiana es un reto permanente a lo que la

razón y la ciencia nos enseña sobre el universo, incluida la especie humana.

Solamente mentes ofuscadas por mecanismos de índole psicológica, social y

política, que las ciencias de la cognición han podido identificar, pueden ser

arrastradas a la asunción —más o menos sincera— de la fe religiosa en general,

o a la fe cristiana muy particularmente, pues en ésta hallan aposento los más

increíbles dogmas. Hasta la difusión de la fe cristiana, las religiones antiguas eran

el fruto de la fantasía humana, pero eran también tolerantes entre ellas, vivían y

dejaban vivir; el cristianismo, por el contrario, nació, se desarrolló y se propagó

bajo el sello de la intolerancia, la violencia contra los cuerpos y contra la libertad de las

conciencias, todo ello en virtud de una fe dogmática y fanática, que llevó a los peores

episodios de infelicidad o de desesperación individual y colectiva. En los

tiempos o lugares en que las iglesias hayan podido suministrar a los fieles

consolación a sus desventuras, éstas lo hicieron casi siempre a costa de los

«otros», en detrimento de sus conciencias laicas o de otras creencias en otros

credos religiosos, siempre discriminando o acosando, pues tales son las

consecuencias de la imposición de dogmas religiosos que se toman como la

única verdad que el Dios universal ha decretado como soberano y creador

absoluto de toda criatura.

¿Qué es un dogma religioso? Un dogma es una creencia o una verdad decretada

por una revelación sagrada, y propuesta como de obediencia obligatoria por la

Iglesia. En su libro Qu'est-ce qu'un dogme? (1992), el «teólogo de la liberación»

Juan Luis Segundo se lamentaba de la servidumbre connatural a todo dogma

impuesto por un Dios que todo lo sabe y todo lo hizo, con estas palabras:

«¡Feliz ese tiempo de la Biblia en que aún no había "dogmas"!» (p. 56). Pero el

lamento de Segundo es hipócrita, porque la Biblia es una retahila de dogmas

incoherentes y expresados en diversos géneros literarios y, sin embargo,

enunciados con evidente acento imperativo; y porque tanto los dogmas

«místicos» (por ejemplo, los de la Creación del mundo y del hombre,

normativos en sentido dogmático) como los llamados «históricos» (por

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ejemplo, la historia de Moisés) son «verdades» que había que creer, como también lo

son los de una y otra clase contenidos en el Nuevo Testamento. ¿Por qué

lamentarse, después, cuando los propios líderes de la mal llamada «teología de la

liberación» ni siquiera se han atrevido a poner expresamente en cuestión los

dogmas más crudos de la cristología eclesiástica, que se exige creer

estrictamente a todo católico, sin tocar ni una coma? Si esa «teología» quisiera ser

verdaderamente «liberadora» tendría que empezar por la liberación de unos dogmas

—los que definen el denominado «misterio cristiano»— que por su propia inverosimilitud

esclavizan inevitablemente la conciencia de los fieles. Como escribí hace ya bastantes

años, la cuestión que urge resolver de modo efectivo no es la «teología de la

liberación» —que en el fondo sólo lucha por instaurar una eclesiología predomi-

nantemente horizontal de pequeñas iglesias autocéfalas, sin el peso agobiante

de la cima vaticana de poder que no admite, en la pastoral y en la doctrina, la

menor desobediencia o veleidad—, sino la «liberación de la teología». Los dogmas

esclavizan, secan las mentes y destruyen el primer derecho humano después de la

vida, es decir, la libertad genuina de las conciencias.

3. La relación dialéctica connatural a los grupos humanos desarrollados entre

poder religioso y poder político adquirió una gran resonancia publicística con el

excelente libro de Henri Frankfort, Kingship and the Gods. A Study oj Ancient Near

Esatern Religión As the Integraron ofSociety and Nature (1948), que recuerda, por

analogía, a la repercusión que alcanzó la relación dialéctica entre poder económico

y poder social con la publicación de la obra magna de Max Weber, Wirstchaft und

Gesellschaft. Grundriss der Verstehenden Sociologie (1922). Frankfort vio vulgarizada

la sustancia de su obra con el par de conceptos conjugados de realeza de los dioses

y divinidad de los reyes. Weber conceptualizó algunos fenómenos decisivos en la

comprensión y evolución de la religión: patriarcalismo, salvación y carisma, entre

otros. En términos generales, el estudio de las relaciones dialécticas de los

referentes de esa serie de conceptos es arduo, sutil y problemático, pero

indudablemente básico para poder entender el proceso histórico de la

Humanidad. Me limitaré a exponer algunas consideraciones sobre la tercera

parte de este ensayo, y que versa sobre El mito político y su génesis,

ejemplarizado en el caso español.

El animismo inventado por los humanos prehistóricos constituyó, como he

expuesto, las condiciones de posibilidad de la religiosidad^ mediante la doctrina de las

almas y, por implicación y extensión natural, la doctrina de los espíritus, en su unidad

fundamental (Tylor). La atribución de poderes mágicos y divinos a los espíritus, y la

creación de fetiches (espíritus residenciados en cosas, fuerzas, organismos y

otros objetos), manipulados por brujos o chamanes, fueron factores o pasos hacia

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una sistematización primaria, aún muy rudimentaria, de las expresiones de la religiosidad en

la familia, la comunidad doméstica, el clan, la tribu, todas ellas niveles de agrupación de índole

comunitaria. Se entiende por comunidad—de la cual la familia es una primera

forma basada en la reproducción biológica de la pareja— una relación social en

la que, y en la medida en que la actitud en la acción social se inspira en el

sentimiento subjetivo (afectivo o tradicional) de los partícipes de constituir un todo,

entendiendo por acción social una acción en donde el sentido mentado por su sujeto

o sujetos está referido a la conducta de otros (sic), orientándose por ésta en su

desarrollo. El poder, en la comunidad originaria, residía en el padre, jefe o

patriarca, entendiendo por dicho concepto la probabilidad de imponer la

propia voluntad, dentro de una relación social, aun contra toda resistencia, y

cualquiera que sea el fundamento de esa probabilidad, que en el caso de la

comunidad familiar era el progenitor o el ancestro reconocido para ejercer la

dominación (probabilidad de encontrar la obediencia a un mandato de

determinado contenido entre personas dadas). El «pensar mitológico»

(Weber), que caracterizó al orto de la religiosidad que hizo posible la invención

animista, se centró en el culto ritual a los muertos, y fue pronto controlado por

magos que administraban una autoridad consentida por los jefes o patriarcas,

aunque progresivamente vigilados y controlados por éstos en el uso de los

carismas que los referentes cúlticos les atribuían. El carisma puede definirse

como un don que el objeto o la persona poseen por naturaleza y que no puede

alcanzarse con nada (Weber); y, como señala Tylor, consiste originariamente

en una propiedad religiosa o mágica propia de «espíritus».

Resulta evidente que en el nivel comunitario, en el que aún no se halla

formado un panteón politeísta en un espacio intertribal, no emergió ninguna situación en

la cual se haya formalizado una cierta «dualiza-ción» del poder ya en el contexto de una

comunidad «política» propiamente dicha con diferenciación entre dominación religiosa y

dominación secular. Generalmente, esa dualización del poder sólo nos consta que

hubiera alcanzado una madurez efectivamente significativa en tiempos

históricos, en su sentido convencional, como señala Frankfort:

En tiempos históricos, los mesopotámicos, no más que los egipcios, no pudieron concebir una sociedad ordenada sin un rey. Sin embargo, no contemplaron la «realeza» como una parte esencial del orden de la Creación. Conforme a las opiniones egipcias, el universo fue el resultado de un solo proceso creativo, y la actividad del Creador había encontrado su secuela natural en el gobierno absoluto que Él ejercía sobre el mundo que Él

había producido. La sociedad humana bajo el Faraón formaba parte del orden cósmico y repetía su modelo. De hecho, Re, el Creador, encabezaba las listas de los reyes de Egipto como el primer gobernante del país, que había sido sucedido por otros

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dioses hasta que Horus, perpetuamente reencarnado en sucesivos Faraones, hubo asumido el legado de Osiris.

En Mesopotamia el aspecto teológico de la realeza fue menos impresio-nante; la monarquía no fue vista como el sistema natural dentro del cual las fuerzas cósmicas y sociales eran efectivas. La realeza había ganado aceptación universal como una institución social, pero la naturaleza no aparecía confor-mada como un simple sistema de fuerzas coordinadas por la voluntad del go-bernante (p. 231).

Es decir, en estas sociedades ya definibles como sociedades con un importante

nivel de desarrollo político, la realeza y la divinidad no interactuaban todavía como iguales, ni

siquiera como equivalentes en rango, como puntualiza otra vez Frankfort, con mayor

precisión en lo que se refiere al Antiguo Egipto, en una nota:

La doctrina de la transfiguración del rey a su muerte presentaba a veces dificultades incluso para los egipcios —de aquí, un pequeño número de textos de las Pirámides que no identifica al rey muerto con Osiris—. Uno puede explicarlas, como hemos hecho en el texto, por la incapacidad de algunos sobrevivientes de pensar acerca de su monarca muerto, conocido hasta aquí como Horus, ahora como Osiris, y por el deseo de asegurarle una supervivencia individual. En este

último caso, se insistía en hacer una distinción entre un rey muerto y Osiris, apareciendo éste como un verdadero Plutón [es decir, un verdadero «rey del Hades», el infierno, «correspondiendo a Re en el cielo», p. 210]. Esta distinción da origen a textos que han sido interpretados como signos de hostilidad a Osiris por parte de adoradores de Re. Pero es totalmente desorientador introducir teorías de escuelas religiosas en conflicto, tales como una «religión de Osiris» y una «religión de Re» (por ejemplo, Breasted, Development of Religión and Thought; Kees, Totenglauben). Las pruebas en las que están basadas muestran que no más que diferentes aspectos del Más Allá eran diferentemente acentuados; ello no anula la evidencia de la homogeneidad de la cultura egipcia en todos los periodos o de su fuerte continuidad. Muchos de los textos aducidos para probar el antagonismo entre los cultos de Re y Osiris pueden explicarse perfectamente bien sin esa suposición. Por ejemplo, si Pir. 2175 previene al rey muerto en contra de las vías del Oeste, otra versión más antigua (Pir. 1531-1532) lo previene contra las vías del Este; y ambos textos están meramente preocupados por que el muerto llegue al circuito cósmico de la mejor manera posible. Otros ejemplos aducidos de antagonismo pierden su relevancia cuando se considera el contexto [...]. Estos ejemplos pueden bastar como muestra de que se debe tomar una actitud contra la presentación atomizada de la

religión egipcia que tiende a ponerse de moda como resultado de una legítima y muy necesaria investigación de problemas especiales (p. 375).

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No obstante, parece conveniente no perder de vista dos factores en el estudio

de la religión egipcia, el primero radica en el fuerte y multiforme animismo en la cultura

egipcia, y el segundo se refiere a la evolución de las figuras divinas en más de los tres

mil años de su historia. Los capítulos XII y XIII de la monumental obra de A.

Erman y H. Ranke, La civilización egipcia, traducida al francés en 1963 (por la que

cito), destaca el hecho de que «se puede considerar como aproximadamente

cierto que en el origen no existía en Egipto una religión común a todo el país. A decir

verdad, ciertas concepciones se habían extendido muy pronto en todos los nomos

[aldeas, pueblos], por ejemplo, aquella según la cual Re, el dios solar, navega en

una barca por encima del cielo, o aun aquélla según la cual el cielo es una diosa

que se tumba encima de la tierra. Pero estas concepciones no tienen, por así decirlo,

ninguna relación con la religión propiamente dicha. Quien sentía la necesidad de una ayuda

sobrenatural se dirigía más bien a una divinidad más próxima a él, al dios de la aldea

(sic). Todas las localidades, cualquiera que fuese su importancia, poseían una

divinidad particular, honrada por sus habitantes, pero por ellos solamente [...].

Pero cuando la reputación de un dios se extendía en todo el país, hasta el punto

de atraer hacia su santuario a los peregrinos de nomos alejados, los fieles de

otros dioses menos célebres asimilaban con gusto su divinidad a la otra, que era

más honorada. ha diferencia completa de nombre no constituía, en general, ningún obstáculo

a esta asimilación. Así fue como en una época muy remota el culto de Osiris,

original al parecer de la villa de De-dou en el Delta (llamada más tarde Busiris,

es decir, casa de Osiris), ha conquistado todo Egipto y transformado en Osiris a

dioses totalmente extrañosa éste...» (pp. 330-331). Este fenómeno de fusión, por el

que desaparecen los nombres de «los espíritus inferiores de una villa» en

beneficio de otros más potentes, genera un proceso de selección que puede

integrarlos en muy pocas simbolizaciones adecuadas a las concepciones

predominantes. Pero este desarrollo tuvo lugar en «épocas anteriores todavía a las que nos

son accesibles», pues, «en los documentos más antiguos, llamados corrientemente

Textos de las Pirámides, la evolución está casi enteramente cumplida, y la religión posee

ya, en lo esencial, el carácter que conservará en todas épocas posteriores» (p.

332). Esta obra hace una muy desfavorable valoración de esta religión y

subraya que muestra «una mitología en la cual mitos absolutamente inconciliables son

yuxtapuestos sin el menor embarazo: en fin, un conjunto de ideas teológicas que

presentan una confusión sin paralelo. E incluso a continuación, jamás se ha

introducido orden en este caos; aun más, durante los milenios que duró todavía la

religión egipcia, después de la redacción de los Textos de las Pirámides, el

desorden no ha hecho más que crecer» (ibidem).

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La tesis de Frankfort sobre la naturaleza no divina de los faraones encuentra un

refrendo en el valioso ensayo de M. A. Bonhéme y A. Forgeau, Pharaon. Les

sécrets du pouvoir (1988), cuya conclusión es diáfana y precisa:

El faraón no es un rey-dios en el sentido en que esta institución ha podido existir en ciertas sociedades africanas; se vincula más bien a la categoría de los reyes-sacerdotes cuyo rol dimana de la responsabilidad religiosa respecto a los dioses pero de la cual la acción individual se disuelve en la acción divina. Egipto, por ejemplo, no ha conocido la muerte por ejecución ritual del soberano, pues la causa última de los fenómenos escapa a este último; igualmente, el incesto nunca ha constituido la regla de los matrimonios reales en nombre de una consanguinidad divina, y no fue más que practicado ocasionalmente por motivos de orden político. Si el vocabulario ha franqueado el paso llamando «dios» o «dios bueno» al faraón, el término se dirige al carácter sagrado de la función, no al ser físico del soberano. El ceremonial que preside la aproximación a la persona real honra el aura de la cual es investida, sin confundirse por ello con los actos de la liturgia religiosa. En el interior de su nave, en la oscuridad del santuario que rodea el «pasillo misterioso», el dios es invisible salvo para el ministro del culto, el faraón o su representante, el gran sacerdote; en las procesiones tebanas, la estatua del dios Amón permanece oculta a los ojos de la multitud. Por el contrario, los artesanos de Deir-el-Medineh sacan una efigie descubierta de Amenophis I, patrón de su comunidad, en las fiestas en su honor. A la inversa, en Meroe, donde prevalece el sustrato africano, los autores clásicos subrayan el secreto del que se rodea la persona del soberano: «Ellos honran a los reyes al igual que a los dioses, pues quedan generalmente encerrados y confinados en el palacio» (Estrabón, 17, 2, 2) (pp. 319-320). Se debe a las religiones de la Antigua Mesopotamia la «deificación de los reyes».

La figura verdaderamente descollante del panteón egipcio, y el máximo

exponente de la originalidad creativa y del genio religioso en la cultura nilota,

es, sin duda, el dios Osiris, en el cual se registran hondas resonancias

antropológicas que lo hicieron un ilusorio arquetipo para la evolución del

fenómeno de la religión en el curso de su historia —incluido, en un plano

relevante, el «misterio cristiano»—. Según el mito, escasamente documentado pero

atestiguado por fuentes indirectas como el más popular y difundido (Brandon)

en el Antiguo Egipto, Osiris aparece como el dios del ritual mortuorio y regidor de los

muertos, y en las inscripciones recogidas en los Textos de las Pirámides

(c. 2400 a. C.) era ya el centro de un complejo ritual funerario basado en la

leyenda de su muerte y resurrección, con el fin de resucitar los cuerpos como lo había

hecho Osiris, asegurando la «inmortalidad» post mórtem. Este ritual, que «era

actuado en favor de la persona fallecida, re-presentaba o re-actualizaba la secuencia

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de actos que, se creía, había conducido originalmente a la revivificación del

muerto Osiris» (S. G. F. Brandon, History, Time and Deity, 1965, p. 19), y

equivalía, como escribió este genial historiador de las religiones, a «la

"perpetuación ritual del pasado"» para superar la acción destructiva del Tiempo, y

funcionaba ex opere operato. Osiris tenía personalmente como propio el don de

revivir, de resucitar, por sus méritos (Frankfort).

Vale la pena recordar algunos rasgos del dios Osiris, que podrían verse

como prefiguraciones del Cristo de la fe. Frankfort nos ofrece una breve semblanza:

El mito más popular entre los egipcios fue el de Osiris, Isis y Horus. Sin em-bargo, no es conocido como una narración conexiva antes de que Plutarco la registrase. No obstante, no fue una invención tardía; ambos, los Textos de las Pirámides como la Teología Memphita, del tercer milenio a. C, se refieren a él en muchos lugares [...]. Su narración directa debió de haber sido común, por supuesto, para hacer comprensibles las alusiones, incluso para los egipcios. Pero el grueso del relato no fue la preocupación de la literatura sino del arte popular [...]. Los mitos escritos son realmente vulgarizaciones del folclore mítico, en lo que respecta a forma y contenido a la vez (Ancient Egyptian Religión. An Interpretation, 1948, p. 126). La muerte de un rey era, de un modo característico de los egipcios, pasada por alto en tanto en cuanto significaba un cambio. La sucesión de un rey a otro se veía como una situación mitológica incambiante: Horus sucedió a Osiris [Horus fue un dios de doble naturaleza y rol; como los reyes que unieron el Bajo Egipto, adoraba un dios del cielo, con forma de halcón, llamado Horus, identificado con el dios solar Re, y así vino a ser un dios regio «par exceUence», y cada rey tuvo un «nombre-Ho-rus». En la leyenda de Osiris, en la que Horus es representado como un piadoso hijo del muerto Osiris y ejecutor de su rito funerario, además de vengador de su asesino Seth, y a menudo representado como un niño alimentado por su madre Isis]; y como la mayoría de los reyes eran sucedidos por sus hijos, realmente cuadraba con la teología en este aspecto. También cuadraba con el hecho de que realmente el padre, Osiris, desapareció definitivamente del escenario terrenal. En el mito, Osiris, asesinado por Seth, fue revivido, pero sólo como un poder en el más allá; Horus asumió el trono. En realidad, también se vio como verdadero. El nuevo rey accedió al gobierno como Ho-rus; su padre se había unido al morir con Osiris, el precursor y prototipo de todos los reyes muertos [...]. La Teología Memphita, discutiendo el entierro de Osiris, afirma tajantemente que «se transformó en tierra». Así, el Faraón sobrevivía en las recurrentes manifestaciones de fuerzas ctónicas; y cuando, por consiguiente, los egipcios mantenían que los muertos comunes circunda-

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ban el polo como estrellas, su concepción del estado futuro del hombre no difería en lo esencial de lo que se daba en el caso del Faraón (pp. 102-103).

Samuel Brandon afirma, y es así sin réplica posible, que «para el estudio de

la fenomenología de la religión, es el Cristianismo el que suministra el único paralelo

real con la soteriología osiriana. De qué manera y en qué grado, si es así, la

concepción cristiana de un salvador-dios fue influenciada por la visión egipcia

antigua de Osiris, ha sido el tema de un largo y persistente debate» («The Ritual

Technique of Salvation in the Ancient Near East», en AA. VV., The Saviour

God. Comparative Studies in the Concept of Salvation, 1963, p. 29). No resulta factible

exponer la serie de puntos concretos que avalan este sorprendente paralelismo,

inexplicable sin préstamos o influencias (pp. 30-33); y lo prueba el convincente caso

de Pablo, cuyas epístolas contienen la esencia del «misterio cristiano», en evidente

contraste con el enjuto credo de la primitiva comunidad apostólica de

Jerusalén. «Tal concepción —escribe Brandon— era completamente extraña, y

realmente ofensiva, para el pensamiento judío corriente, de modo que Pablo se

vio obligado a emplear otros conceptos al formular su "evangelio", que él reconocía

que difería del de sus oponentes judeocristianos. Tuvo, en particular, que construir una

doctrina del Hombre que explicase cómo la muerte ( y resurrección) de Jesús pudo efectuar

la salvación humana. Esto se hizo mediante la representación de hombres y

mujeres como estando en un estado de perdición y sometidos a fuerzas demoníacas.

La crucifixión de Jesús, lograda en la ignorancia de su verdadero carácter por parte

de estos demonios, había roto su dominio sobre la humanidad y así había

conseguido potencialmente la salvación de sus miembros de las consecuencias

de tal servidumbre [...]. En consecuencia, transformó el bautismo, de rito

purificatorio, en un ritual de asimilación mística por el cual el neófito era unido a

Cristo en ambas cosas, su muerte y su resurrección» (ibidem), en cuya virtud el

bautizado volvía inmediatamente a la vida del alma, vencía a la muerte del cuerpo, y

aseguraba la resurrección, como les ocurría a los que depositaban su fe

soteriológica y cumplían su adhesión ritual a Osiris.

Volviendo al tema de los dioses salvadores de las religiones precristianas, es

necesario observar que son figuras míticas, y nada más, como en el caso de Osiris

o en el de los dioses simbólicos que protagonizaban los ritos agrarios. El

mitologema osírico tenía lugar en el espacio sagrado del dios, sin incidencia en la vida

política de reyes y subditos, y la realeza asumía sus responsabilidades rituales sin la

posibilidad de confrontación o competiciones por el poder, ni ánimo de triunfo o de su-

plantación. Los dioses que mueren o dioses sufrientes no son humanos y pertenecen

simbólicamente al mundo animal o vegetal: dioses o espíritus de la fertilidad que

mueren o resucitan con las cosechas, o con los ciclos regulares de los astros, o

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con los símbolos animales del zodíaco. Sólo los héroes carismáticos y humanos

interesan al mundo de los poderes en los que lo religioso y lo político se conjugan o se

disocian, generando o bien una asociación política de dominación (la ciudad, el Esta-

do), o bien una asociación hierocrática (monasterios, iglesias), y en ambas clases,

separada o conjuntamente, «sus miembros están sometidos a relaciones de

dominación en virtud del orden vigente» (Weber); por ejemplo, una «iglesia» es

«un instituto religioso de actividad continuada, cuando y en la medida en que su cuadro

administrativo mantiene la pretensión al "monopolio" (sic) legítimo de la coacción

hierocrática», así como el Estado quiere mantenerla en su espacio (ibidem).

Sin embargo, el espacio conceptual propio para la interpretación del

cristianismo es el que se ocupa de tres elementos coordinados: carisma, profecía y

salvación. En primer lugar, Weber es el estudioso que aplicó el concepto de

«ruptura» como modelo de explicación de ciertos fenómenos históricos o

sociales, y también, con gran éxito, a los giros o las alteraciones profundas del tejido

social e institucional de la religión; y muy especialmente para dar cuenta del cambio de

la religión tradicional, en la cual el paso del tiempo apenas afecta a su estructura y

estabilidad como un sistema ordenado de contenidos de fe; y de la instauración

de una religión innovadora con mensajes que implican contenidos de fe y

estructuras de obediencia y conducta desconocidos o relegados hasta el

momento, o bien que significan un esfuerzo drástico o una radicalización de

los ya conocidos. El primer concepto clave que inicia la «ruptura» es el de

profecía: el profeta es «un portador puramente individual de carisma, que en

virtud de su misión proclama una doctrina religiosa o un mandato divino».

Puede ser un «renovador de religión» que «predica una revelación más vieja, real o

supuesta, y un "fundador de religión", que pretende traer enteramente nuevas

"liberaciones". Los dos tipos se funden el uno en el otro». Sin que la formación

de una nueva comunidad religiosa necesite ser el resultado de la acción de

profetas; «la llamada personales el elemento decisivo para distinguir el profeta del

sacerdote. El segundo reclama autoridad en virtud de una tradición sagrada,

mientras que el profeta basa su pretensión en una revelación personal y en su caris-

ma», por lo que casi ninguno procede de la clase sacerdotal. «Por regla general,

los maestros indios de salvación no fueron brahamines, ni fueron sacerdotes

los profetas israelitas.» Pero «el profeta, como el mago, ejerce su poder

simplemente por virtud de sus dotes (dones)» y reclama que posee «revelaciones

definidas» y difunde doctrinas o mandatos; al mismo tiempo que manifiesta y

transmite la sensación —a veces, cegadora— de su «autentificación

carismática». El riesgo de la religiosidad profética gravita radicalmente en la

entrega entusia-ta y acrítica de los seguidores a la magia carismática que irradia del

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profeta. Los discípulos que convivieron con Jesús de Nazaret estaban

subyugados hasta tal extremo que ni siquiera el fiasco mesiánico les llevó a

apartarse de la empresa, y persistieron en la creencia en la inminente instauración del

Reino en Jerusalén, adoptando ansiosamente formas de «racionalización» del

contratiempo experimentado. Max Weber escribe sagazmente:

Por otra parte, fue sólo bajo muy insólitas circunstancias que un profeta triunfase en el establecimiento de su autoridad sin «autentificación carismática», la cual en la práctica significaba «magia». Los portadores de la doctrina, al menos, prácticamente siempre necesitaron esa convalidación. No debe olvidarse ni un instante que la entera base de la propia legitimación de Jesús, así como también que su pretensión de que él y sólo él conocía a su Padre, y que el camino a Dios conducía a través de la «fe» en él solamente, era el «carisma mágico» que él sentía dentro de sí mismo. Fue, sin duda, esta conciencia de poder, más que cualquier otra cosa, lo que lo capacitó para recorrer la ruta de los profetas. Durante el periodo apostólico de la Cristiandad temprana, y, después, la figura del profeta errante fue un fenómeno constante. Siempre fue requerida de tales profetas una prueba de su posesión de particulares dones del espíritu, de poderes especiales mágicos o extáticos (cito por la traducción inglesa, The Sociology of Religión, p. 47, recopilación de todos los

textos del autor extraídos de Wirtschaft und Gesellschaft, y relativos a la religión).

Weber recuerda que «los profetas muy frecuentemente practicaban la

adivinación y también la curación mágica y el consejo», como igualmente lo hizo

Jesús, y antes que él, los profetas (nabi, nebim) del Antiguo Testamento; y los

servicios de todos los profetas no eran jamás remunerados. Tampoco los

«profetas» eran aisymetes (legisladores, legistas), y aunque los profetas tardíos de

Israel estuvieron fuertemente concernidos por la desigualdad económica y

alentaron la reforma social urgente, «una explicación de la preocupación única

de la profecía hebrea por la reforma social hay que buscarla en el terreno

religioso», lo mismo que sucedió con Jesús, es decir, eran «sólo medios para un

fin», pues «su preocupación primaria fue la política extranjera, principalmente porque

constituía el teatro de la actividad de su dios. Los profetas israelitas se

preocupaban por la injusticia social y de otros tipos como una violación del Código

Mosaico, prioritariamente en orden a explicar la ira de Dios, y no en orden a

instituir un programa de reforma social [...]. Finalmente, Jesús no estuvo en

absoluto interesado en la reforma social como tal»; como tampoco la Iglesia católica tuvo

nunca programa social alguno, sino sólo una política general de conveniencia en

función de sus intereses religiosos o materiales en cada momento (Troeltsch).

Y Jesús perdió su vida por defender la causa de Jahvé contra los romanos, que

violaron la decisión innegociable de los fieles leales de no pagar el tributo censal al

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César, como pruebo, en último término, en el ensayo de la segunda parte de

este libro, «El mito cristiano».

La religión profética está saturada de la misión de difundir un mensaje vital

de fuerte tonalidad emotiva que contiene la «proclamación de una verdad religiosa a

través de una personal revelación». Weber sitúa magistralmente en este texto el perfil

básico del profeta en su significación decisiva para la plenitud del monoteísmo

en el cruce de las culturas asiático-helenísticas:

Así, el carácter distinto de la profecía más temprana, en ambas formas, dualista y

monoteísta, parece haber sido determinado decisivamente —aparte de la operación de ciertas otras influencias— por la presión de grandes centros de rígida organización social relativamente contiguos sobre pueblos vecinos menos desarrollados. Al margen de si una religión profética particular es predo-minantemente ética o predominantemente de tipo ejemplar, la «revelación profética» comporta para ambos, el profeta y sus seguidores —y esto es el ele-mento común a las dos variedades [el tipo ético y el tipo ejemplar]—, una visión unificada del mundo derivada de una actitud integrada, y llena de significado, hacia la vida. Para el profeta, la vida del hombre y del mundo, los acontecimientos cósmicos y sociales, a la vez, tienen un cierto sentido coherente y sistemático. A este significado tiene que estar orientada la conducta de la humanidad si ha de traer la «salvación», pues sólo en relación con este significado obtiene la vida un patrón significante y unitario (pp. 58-59).

Cuando el profeta se configura como encarnando una ética y una ejemplaridad

es cuando irrumpe como un Salvador (Sótér, Erlóser, Heilsbringer) y, más o

menos consciente o inconscientemente, expresa o implícitamente, actúa en el

espacio público como un reformador o un revolucionario. En este sentido, el

fenómeno religioso-político de Israel representó un precedente histórico paradigmático y

fundamental para la historia ulterior de los grandes imperios en su lucha por su

expansión y asimilación de sus vecinos: en efecto, en palabras también de

Weber, «la "profecía hebrea" estuvo completamente orientada hacia una relación con las

grandes potencias del tiempo, los grandes reyes, quienes, como los cetros de la ira de

Dios, primero destruyen Israel y luego, como una consecuencia de la

intervención divina, permiten a Israel volver del Exilio a su propia tierra».

Medio milenio más tarde, Brandon nos recuerda que «los discípulos originales

habían presentado a Jesús como el Mesías de Israel, un concepto que por el año

71 d. C. era muy sospechoso; Marcos representa a Jesús increpando a Pedro por

su culpa de no ver, más allá de la figura nacionalista del Mesías, el Salvador que muere por

el género humano» (1965, pp. 177-178), como explicaré en «El mito cristiano»

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(infra). Y agrega, en síntesis de mano maestra: «Lo que el autor del Evangelio de

Marcos logró..., para resolver la difícil situación en la que él y sus camaradas

cristianos se encontraban, iba a ser de la mayor consecuencia para el futuro del

Cristianismo. En efecto, Marcos había fusionado la tradición del Jesús histórico con la

presentación por Pablo de Jesús como el Salvador divino de la humanidad. Aunque...

un definido propósito apologético inspiró la composición de la obra, la tradición

narrativa originaria fue diestramente utilizada de manera que Jesús era colocado

firmemente y vividamente contra su trasfondo histórico. Además, y quizá lo

más importante de todo, a causa de la necesidad sentida de explicar la condena de Jesús

por sedición como debida a la malicia judía, se da un relato circunstancial de los

eventos que condujeron a la Crucifixión. En consecuencia, este suceso, que iba

a ser el datum fundamental de la teología cristiana, estaba firmemente anclado

en su contexto histórico. En lugar de ser visto, como en Pablo,

prioritariamente como el punto decisivo en un "mythos" esotérico de salvación, llegó

a quedar tan esencialmente vinculado a su ocasión histórica que el nombre de

Poncio Pilato ha sido para siempre asociado con él en los credos de la Iglesia»

(p. 179). Y Brandon destaca el meollo de ese punto decisivo:

El retraso de la «Parousia» [segunda presencia], o Retorno de Cristo, significó que la Iglesia tuvo que ajustar gradualmente su visión del propósito divino como manifiesto en el tiempo-proceso. En lugar de esperar el inminente final del presente orden-mundo, los cristianos se encontraron a sí mismos obligados a contemplar la extensión indefinida de ese orden en el futuro. La creencia en el Retorno final de Cristo y del fin del mundo nunca fue abandonada; pero perdió lentamente el lugar dominante que tuvo para las primeras generaciones. El proceso de reajuste tuvo profundas consecuencias para el Cristianismo: en particular su Weltsanschauugung, en sus aspectos a la vez comunal y personal,

experimentó un cambio radical (p. 183).

El arranque del proceso consistió en la progresiva desjudaización,

desescatologización, universalización, helenización y romanización del mensaje cristiano.

La institucionalización de la Gran Iglesia y de su sacerdocio jerarquizado, con un monopoder

supremo paralelo al monarca imperial, formalizó una compleja e inestable competencia

por el poder político y cultural. Es entonces cuando tuvo lugar la arrogación eclesiástica

del poder supremo conferido por el Cristo deificado a Pedro (Mat 16, 18-19), que

a partir de León I Magno (440-461) se configura como régimen personal

monárquico investido de la plenitudo potesta-tis, en cuanto que posee la principalitas

(con relación a todas las demás unidades eclesiales) y el principatus (respecto de

los poderes seculares). Ambrosio de Milán ya había expresado el principio

Page 27: Puente Ojea - Vivir en La Realidad

27

regulativo de la competencia jurisdiccional del emperador: Imperator enim intra

ec-clesiam, non supra ecclesiam est, en una relación mater-filius; y con Gelasio I, en el

pasaje Dúo quippe de su carta al emperador Anastasio (año 494), aparece la

subalternidad de responsabilidad moral del Emperador versus el Papa ante Dios, y la

subordinación preventiva en el ejercicio de los privilegia potestatis regís: «los

emperadores cristianos —declara Gelasio— deben subordinar sus decisiones

a los superiores eclesiásticos, no llevarlas adelante». De hecho, se estableció la

unidad de poder y la dualidad de funciones, si bien bajo la autoridad final del

Pontífice en caso de discrepancia inconciliable. Con esta definición del poder de

mando en beneficio de la autoridad religiosa, y de la práctica arrasadora del proselitismo, la

Iglesia, que fue concebida desde su origen como «institución de poder» a medida

que avanzaba la rutiniza-ción (Veralltáglichung) del carisma del Nazareno, iba

creciendo hacia la cima de su potencia, hasta que el renacimiento de la

Antigüedad clásica y sus categorías políticas y culturales, de un lado, y el

incontenible avance de la Ciencia moderna, del otro, hubo de recortar, no sin

feroces resistencias, su dominación y sus pretensiones. La dialéctica entre poder

religioso y poder político o civil debe enfocarse como el mito político característico,

antiguamente y actualmente, de la civilización de Occidente, y que fue incoado

sobre las bases cristianas de la «teología del poder», que arranca de la ominosa premisa de

que todo poder procede de Dios y ha de subordinarse en último término a la doctrina de su

Revelación, contenida históricamente en los textos de los dos Testamentos, el Viejo y el Nuevo,

depositados para su propagación y su interpretación en el palio de la Iglesia y en la forma

dogmática y pastoral que ésta establece como Verdad Absoluta y Única. Su lema y su

escudo es la fe en ese legado, iluminado por una razón cuyos límites veritativos

son definidos por la Iglesia bajo la pena de excomunión en este mundo y la

condenación eterna en ese mundo post mórtem, en cuya «incuestionable»

existencia, como postulado previo y fundamental, exige a sus fieles creer con fe

ciega. La irracionalidad e incoherencia de su credo constituye una muestra

estremecedora del gravísimo peligro de erigir las creencias en general, y la fe

religiosa en particular, como normas y guías de la existencia humana. En la

tercera parte examino la manifestación del mito en la política de la España

contemporánea.

En un texto insuperable de su reciente libro El secuestro de la mente (2006), el

psiquiatra y pensador Fernando García de Haro nos dice lo siguiente:

¿Cómo funciona la mente del terrorista, del fanático, del sectario, del que se cree

en posesión de la verdad absoluta, del que es capaz de eliminar a millones de

personas en nombre de una creencia, o simplemente del que cree en mundos

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28

irreales? ¿Cuáles son los mecanismos íntimos de su cerebro y de su mente? Para

responder a estas preguntas, vamos a abordar uno de los temas difíciles y

comprometidos de la mente humana: el aspecto negativo de las creencias.

Estas, lo mismo que los sueños en mundos imaginarios que vivimos como

reales. Creer es dar por cierto algo de lo que no se tienen pruebas reales, y si se aportaran dejarían de ser creencias y pasarían a ser realidades probadas. Son

interpretaciones de la realidad irrebatibles por la argumentación lógica o para las

pruebas objetivas en contra, y que se afirman por el acto de creer o de la fe.

Vienen ancladas por el fuerte valor afectivo que el sujeto les atribuye. Ayudan

al hombre a crearse una interpretación de la realidad, un mundo en el que se

instala posiblemente para toda su vida. Es un tema muy difícil porque por la propia definición de creencia todo creyente se cree en posesión de la verdad y se

muestra incapaz de salir de su mundo. Y es un tema comprometido porque

nadie quiere ver puesto en cuestión su mundo creencial, sea éste religioso,

ideológico o privado. Las creencias son un laberinto en el que el hombre se

pierde. Sólo los griegos fueron capaces de salir de él. ¿Por qué confunde el hombre su

fantasía con la realidad? ¿Por qué los hombres somos capaces de creer las más absurdas fantasías y tomárnoslas como lo más importante del mundo, como es

el caso de las creencias religiosas o ideológicas ? Y esto, independientemente del

grado de inteligencia y de cultura que se tenga.

Recomiendo vivamente la lectura de esta obra por su valor informativo y

científico, por las mismas razones que he incluido un extenso examen del

pensamiento científico de tres grandes investigadores muy recientes, bajo los

epígrafes de las secciones 5, 6 y 7, a saber, Rodolfo R. Llinás y el mito del yo, Daniel

C. Dennett y la explicación de la conciencia, y Richard Dawkins y la evolución de la cultura;

en mi análisis, el minucioso repaso de sus textos predomina muy ampliamente,

mediante reiterada citación literal, sobre mis propias ideas, a causa del

imperativo de exigible fidelidad.

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EL MITO RELIGIOSO

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30

EL QUÉ, EL CÓMO Y EL PORQUÉ DE LA RELIGIÓN

PRESENTACIÓN

Mi disertación versará sobre dos interrogaciones: la primera podría formularse así:

¿tienen la religiosidad y por consiguiente la religión referentes realmente existentes; y, más

concretamente, es su referente básico —almas o espíritus— algo real, o sólo un producto de la

imaginación humana cuando se ignoraba todo lo que la ciencia moderna ha ido desvelando

paulatinamente sobre la verdadera estructura ontológica de nuestra especie?...; la segunda

sería ésta: si ese referente básico —y los derivados de él, como la noción secundaria de

Dios— es inexistente, y lo que realmente existe es, no el alma o espíritu, sino la mente humana

en cuanto que una parte del cuerpo que funciona como complejísimo procesador de energía

situado materialmente en el cerebro, ¿cuál debería presumiblemente ser el futuro de la religión,

cualesquiera que sean sus expresiones confesionales, a la vista de la lenta pero inexorable

difusión del conocimiento científico de la realidad en las sociedades actuales, paralelamente a

una difusión en profundidad en los centros de enseñanza, sin inmorales censuras ideológicas?...

Sin un desarrollo argumental exigente aunque necesariamente esquemático, resultarían de una

inadmisible osadía tanto las dos preguntas como las dos posibles respuestas. Es decir, no

quedaría suficientemente explicada la desmitificación de «lo religioso», y la

inanidad ontológica de la llamada «cuestión de Dios».

1. EL «QUÉ» DE LA RELIGIOSIDAD

Toda investigación sobre el futuro de la religión debe partir necesariamente de una

triple interrogación sobre el «qué», el «cómo» y el «porqué» del fenómeno investigado,

y precisamente en este orden. El análisis del qué de la religión nos traslada

directamente a su núcleo feno-menológicamente constitutivo en cuanto que

nota genérica del «hecho religioso»; es decir, a una dilucidación de esos sentimientos

que consisten en una actitud mental y emocional que reconoce la existencia punitiva de

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enigmáticos poderes o instancias sobrehumanos que inciden en la vida humana y ante los cuales

se improvisan respuestas de propiciación o de exorcización ante el espanto o temor que generan.

El conjunto de estos sentimientos, en su rica gama fenomenológica, puede definirse

como «religiosidad» en cuanto que situación o estado intelectivo y emotivo que dicta la

práctica de esos sujetos, la cual produce paulatinamente un repertorio de «creencias» más o

menos vagas acerca de la naturaleza y alcance de esos enigmáticos poderes o entes, así como de

«rituales» de conducta ante ellos. La «religiosidad» así definida viene a ser el núcleo

germinativo de las «religiones» en cuanto que tramas jeuomenológicas que articulan con

mayor o menor coherencia los sentimientos, los mitos y los ritos religiosos. Por consiguiente,

la pregunta y la respuesta sobre qué se dice en la indagación de algo pertenecen a

su nivel primario, es decir, al nivel de la descripción o de la definición de ese algo. Se

trata, pues, del nivel ontológico.

Pero este nivel, el de la descripción de los fenómenos religiosos, ha sufrido

progresivamente un doble recorte: a) los fenómenos descritos han ido

despojándose de aquellos factores o constituyentes que reclamaban una

presentación y una iluminación más profunda en el contexto más amplio de la

antropología religiosa —en sus dos dimensiones física y cultural—; b) la descripción

huía sistemáticamente de toda contaminación por cuestiones o temas

pertenecientes, en un sentido específico, a la llamada filosofía de la religión.

Además, estas dos importantes ramas del estudio de la religión en general fueron

alejándose deliberadamente, por motivos apologéticos y proselitistas, de la crucial

cuestión del origen de la religiosidad en general y de las religiones en particular. Es decir, de

las investigaciones sobre la naturaleza de los fenómenos religiosos y sus pretensiones de

verdad.

De todo ello resultó que la proliferación de estudios acerca de la religión en

el marco de las llamadas Humanidades —en el sistema de clasificación de los

saberes— fue empobreciéndola en cuanto a sus orígenes, y creciendo

exponencialmente el número de investigaciones estrictamente descriptivas

acantonadas en este primer nivel del conocimiento de la religiosidad. En la

segunda mitad del siglo XIX, sobre todo desde los trabajos de Émile Dürkheim,

la fenomenología de la religión pasó a ser la disciplina dominante. En una

paradigmática muestra de este proceso —en sí misma merecedora de estima

por su rigor, la Phänomenologie der Religion (1933, revisada en 1956), de G. van der

Leeuw—, se trazan las coordenadas metodológicas básicas de su objeto: «La

fenomenología —escribe el autor— busca el "fenómeno". Pero el fenómeno "es lo

que se muestra". Esto quiere decir tres cosas: 1) es algo; 2 ) este algo se muestra;?))

es fenómeno precisamente porque se muestra. Pero el mostrarse tiene relación tanto

con aquello que se muestra como con aquel a quien se muestra. Por ende, el

fenómeno no es un objeto puro, tampoco es "el" objeto, la verdadera realidad, cuya esencia

queda oculta por la apariencia de las manifestaciones. De ello habla cierta metafísica. Al

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32

decir "fenómeno", tampoco se indica nada puramente subjetivo, una "vida" del sujeto

[añade en nota el autor: «ya la expresión "vivencia" tiene orientación objetiva

(se experimenta algo) e indica una "estructura"»!. De ello trata cierto tipo de

psicología... en la medida en que le es posible. El fenómeno es un objeto relacionado con

un sujeto y un sujeto relacionado con el objeto. Con esto no pretendemos que el sujeto

emprenda algo con el objeto o, viceversa, que el objeto padezca algo del sujeto.

El fenómeno no es producido por el sujeto; menos aún es corroborado o demostrado por

él. Toda su esencia está dada en que se muestra, se muestra a "alguien". Si este

"alguien" empieza a hablar de lo que se muestra, aparece la fenomenología» (p. 642, trad.

cast., 1964, cursivas mías). Si se lee atentamente, este meditado y diáfano texto

revela que el «fenómeno religioso» se examina en su escueta presencia, sin

contextualizaciones metafísicas o psicológicas —precisamente los factores esenciales

de su «significado» referencial—. Con esas premisas fundacionales de la

«fenomenología de la religión», la apologética de la religión quedaba invulnerablemente

protegida de los asaltos de toda investigación científica o filosófica que ahondase

en cómo se originó el «fenómeno de la religiosidad» en la vida del ser humano, cómo se

generaron en su mente las «condiciones de posibilidad» de dicho fenómeno y cuál sería su valor

de verdad. Fue un gran hastío el provocado en los lectores por el erudito y

aburrido acarreo de materiales que ha acumulado y sigue acumulando el

rutinario trabajo de la field research, a cuya sombra las iglesias o confesiones religiosas

velan las siestas de la grey en los apriscos. Así, la fenomenología de la religión se ha

convertido de hecho en un impagable escudo protector de la alienación religiosa contra sus

impugnadores.

En el repertorio fenomenológico que ha registrado la investigación relativa tanto

a sociedades prehistóricas o primitivas como a históricas o contemporáneas pueden

distinguirse dos clases de fenómenos: los mitos y creencias y los ritos y ceremoniales.

Pero se da un elemento común a todos ellos, que es la convicción de que en toda

clase de fenómenos religiosos se distingue más o menos nítidamente, pero siempre,

un doble plano de vida: a) un plano natural en el que rigen las categorías de causalidad y

de finalidad, y esto tanto en el contexto de la praxis de la vida cotidiana material

y personal como en la acción de las fuerzas y entidades cósmicas; b) un plano

transnatural en el que se imponen enigmáticas fuerzas o poderes que irrumpen

milagrosamente o incomprensiblemente rompiendo las expectativas cotidianas. El

plano a) estructura un espacio profano, y el plano b) estructura un espacio sagrado (cuyas

notas básicas en el nivel práctico son el concepto de tabú y la noción de magia).

Es importante advertir que es necesario abstenerse de definir el plano b)

como un ámbito de lo sobrenaturalpara la consciencia primitiva (punto de vista

emic en la terminología de K. Pike), pues esta «conciencia» nunca pudo elevarse

a la categoría de sobrenaturaleza en cuanto que realidad que trasciende la

naturaleza como dominio gobernado por las leyes de la física (punto de vista

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33

nuestro, etic). El plano b) puede calificarse de transnatural, en cuanto que

representa una excepcionalidad que, sin superar o trascender la naturaleza, logra

eventualmente burlarla en virtud de entes o poderes enigmáticos con voluntad o

intencionalidad propias. La dualidad que indudablemente instaura el hombre

prehistórico en su sociedad entre lo natural y lo transnatural nada tiene todavía

que ver con un dualismo metafísico de materia y espíritu interpretados muy

tardíamente (en tiempos ya históricos) como lo natural y lo sobrenatural, sino que

implicaba solamente una dualidad ontológica entre corporalidad e incorporalidad,

entendidas como dos órdenes de materialidad. Lo cual no disminuye el carácter

ominoso de esta primera «escisión» antropológica y ontológica para futuras escisiones de

calado aún mayor.

Una presentación de los fenómenos religiosos de alcance sólo descriptivo, para el

nivel de información de la sociedad actual, podría autorizarnos a señalar que

esos fenómenos, como cualquier otro fenómeno en general, son en último

término determinaciones de la energía física en cuanto que ésta es el referente real último

de toda realidad; y, en este caso particular, un estado de «consciencia» de carácter religioso

no es ni más ni menos que una determinación neurofisiológica de la energía física de suma

complejidad. Todo lo que hay es energía, en su incesante e ilimitado movimiento

cuántico con sus niveles, estados, particulariza-ciones, localizaciones, con

diversas escalas estadísticas de indetermina-bilidad o imprevisibilidad, a partir siempre

de la determinación fundamental de la llamada constante de Plank. En definitiva, la

energía física —la única propiamente dicha—, en cuanto constituyente común

de todo lo que existe, es la causa y produce la trama de la ontologia en su inagotable

fenomenología. Pero esta universalidad fundante excluye a priori cualquier

intento de explicarla o definirla en sí, tanto en perspectiva porfiriana como en

perspectiva dialéctica. La energía es autorreferente; sólo se detecta y se conoce in

media res, esto es, en su propia e íntima potencia, en su manifestación

omnímoda. Ni es un género, ni es un trascendente, ni es un trascendental. Es

tautológica: la energía es energía.

2. EL «CÓMO» DE LA RELIGIÓN Y EL ANIMISMO

La «religión» en general, en cuanto definiendum, se explica por la «religiosidad» en

general, en cuanto definiens. Pero una vez que conocemos el qué de la religión,

aparece, en un nivel profundo, la exigencia de indagar «cómo» se ha generado ese «qué».

¿Cómo se ha generado la religiosidad? Solamente una explicación genética satisface

la pregunta. Su respuesta pertenece al segundo nivel de cognoscibilidad, que se

formula como nivel epistemológico. Es decir, el nivel del conocimiento de los fundamentos

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del saber (epísteme). Este nivel se sitúa en el conocimiento genético, es decir, la

explicación de los orígenes de la «religiosidad» en cuanto dominio de los «sentimientos

religiosos». En términos epistemológicos, ésta es la pregunta sobre las «condiciones

de posibilidad» de la religiosidad. La «religiosidad» se instaura como una novedad, es

decir, como un «cambio» en virtud de un proceso genético, en un contexto evolucionista. El

plano lógico (condiciones de posibilidad) se sustancia en el plano epistemológico (de la

explicación por causas eficientes). Es decir, ha de responderse mediante una

explicación del «cómo» que desvele sus «mecanismos». Como escribe M. Bunge, la

explicación mecanísmica, que no es lo mismo que la explicación única y simplemente

mecanicista, no es la mera subsunsión de un fenómeno real sociológico o científico en

una legalidad general; ni tampoco la explicación comprensiva o interpretativa en el

sentido del Verstehen te-matizado por W. Dilthey, por M. Weber, o por G.

Gadamer, que se concreta en la atribución de intencionalidades a los actores

pensantes. Tampoco es, pues, una explicación funcional o teleológica, la cual per-

tenece al nivel del «porqué». La «explicación mecanísmica» comporta mecanismos de

cambio o de control de un cambio, pues «la existencia no necesita explicación», pero «sí

la requieren tanto el comenzar a existir (emergencia) como la extinción (submergencia)».

Por lo tanto, la «explicación» lo es siempre de los «mecanismos de un proceso» (Bunge,

La relación entre la sociología y la filosofía, trad, de The Sociology-Philosophy Connection,

1999, p. 59, de la versión castellana, 2000). Ahora nos interesa la explicación de la

religiosidad, y «para "explicar" la emergencia de una cosa concreta [la "religiosidad"], o de

cualquiera de sus cambios, tenemos que desvelar el "mecanismo" o los "mecanismos" por los

que llegó a ser lo que es, o el modo en que cambia» (p. 89). Los llamados «mecanismos

psicológicos» son «una abreviatura» de los correspondientes «mecanismos

neurofisiológicos» (pp. 62-63). «En otras palabras, tan sólo la psicología fisiológica

puede explicar los procesos mentales descritos por la psicología clásica (o "de

organismo vacío"). La psicología puede decir el qué y el cuándo, pero únicamente

la neurofisiología puede hallar el dónde y el cómo [...El recurso a "mecanismos

inmateriales" es un indicador de pensamiento espiritualista o incluso mágico]» (p. 62).

Lo que debe quedar claro, porque es incuestionable, es que la «explicación»

que exige la respuesta a la pregunta sobre cómo surgió el sentimiento de religiosidad en

el ser humano ha de obtenerse mediante un análisis de la «mente» del hombre

prehistórico en cuanto homínido que ya había accedido a la «racionalidad», en el

sentido específico de este término: la racionalidad del Plomo sapiens (sapiens) u Plomo

rationalis, es decir, la «racionalidad» propia de una mente reflexiva, capaz de pensar,

de reflexionar y producir un razonamiento; y a los efectos de este análisis, reviste

muy poca importancia fijar una datación exactamente cronológica de cuándo

ocurrió esto. Lo primero y fundamental es saber que esta génesis tuvo literalmente

lugar en la mente y desde la mente de ese ser humano «sapiente», y no se debió a ninguna

«revelación» caída del cielo, a ninguna «iluminación» transnatural. Sólo en la mente y por la

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mente pudo generarse un referente natural y material pero incorpóreo, dotado de pensamiento

y reflexión como doble del cuerpo, separable intermitente o permanentemente, que sobrevive a

la muerte y conoce una vida en un lugar más allá; y proyectable o atri-buible por los seres

humanos a entes vivos o inanimados. La explicación que resulta de ese análisis es

eminentemente mecanísmica en el mencionado sentido que, como muchísimos

otros investigadores, define Bunge: la identificación antropológica de los mecanismos

neurofisiológi-cos y lógicos en virtud de los cuales el hombre prehistórico pudo ima-

ginar, en su desesperada búsqueda de una comprensión racional de sí mismo y del mundo, la

«hipótesis animista».

Fue el antropólogo británico E. B. Tylor quien desveló, en su genial libro

Primitive Religión (1871, vol. II de Primitive Culture), los «mecanismos» por los que el

humano primitivo desarrolló mediante sus propias inferencias lógicas una serie de

conclusiones que, en el simple marco teorético de su sentido común, le llevaron a la

invención del animismo en cuanto «modo de racionalidad» que le proveía de un estimable

nivel de comprensión de la «realidad» en el contexto de sus complejas experiencias externas e

internas, teñidas siempre de un intenso color emocional. El hecho de que sus

conclusiones fueran científicamente inválidas, su función como «pseudo-racionalidad»,

no las hacía menos eficaces para superar su ansiedad ante lo desconocido o enigmático.

Esos mecanismos aparecen finamente dibujados en el siguiente texto de Tylor,

que desvela la génesis de la creencia animista, y, por consiguiente, también las

condiciones lógicas, epistemológicas y ontológicas de «posibilidad» de la idea de un alma

material, pero incorpórea e inmortal, que subyace en todas las religiones como conditio

sine qua non, en una u otra versión:

Puede explicarse lo que es la doctrina del alma entre las razas inferiores, esta-bleciendo la teoría animista de su desarrollo. Parece como si los hombres pensantes, todavía en un bajo nivel de cultura, estuvieran profundamente im-presionados por dos grupos de problemas biológicos. En primer lugar, ¿cuál es la diferencia entre un cuerpo vivo y un cuerpo muerto? ¿Qué es lo que da origen al despertar, al sueño, al enajenamiento, a la enfermedad, a la muerte? En segundo lugar, ¿qué son las formas humanas que se aparecen en los sueños y en las visiones?

Atendiendo a estos dos grupos de fenómenos, los antiguos filósofos sal-vajes dieron, probablemente, su primer paso gracias a la deducción obvia de que todo hombre tiene dos cosas que le pertenecen, a saber, una vida y un fantasma (ghost). Ambos están, evidentemente, en estrecha rvUición con el cuerpo, la vida permitiéndole sentir y pensar y actuar, y el fantasma constituyendo su imagen o

segundo yo; también ambos son percibidos como cosas separables del cuerpo; la vida, porque puede abandonarlo y dejarlo insensible o muerto, y el fantasma, porque puede aparecerse a gentes que se encuentran lejos de él. El segundo parecería también fácil de darlo a los salvajes, al ver lo extremadamente difícil que a los hombres civilizados les ha resultado desandarlo. Es, sencillamente, el de

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combinar la vida y el fantasma. Puesto que ambos pertenecen al cuerpo, ¿por qué no habían de pertenecer el uno al otro, y ser ynanifestaciones de una sola y misma alma? Que sean considerados, pues, como unidos, y el resultado es esa bien conocida concepción que puede ser descrita como un alma aparicional, un alma-espectro (trad. cast. ha religión en la cultura primitiva, p. 30, cursivas mías).

El «animismo» de los hombres prehistóricos explica los mecanismos que

«hacen posible» que esos humanos inventen la existencia de «almas» y de «espíritus»

como destinatarios de plegarias, rituales y ceremonias de propiciación o de exorcización que,

en uno u otro sentido, los protegiesen en la vida y en la muerte —que fuese larga y

feliz la primera, y transformando la segunda en una supervivencia benévola y

sin final—. Este texto es claro: la invención animista consiste en una mala lectura de

hechos reales, a saber, que las funciones mentales de la percepción, la intelección y

la simbolización se interpretan reflexivamente como un solo ente material pero incorpóreo,

invisible y autónomo (anima), es decir, una res (cosa), paralela al cuerpo. Este proceso de

ontolo-gización interpreta la mente, como un doble del cuerpo, y no una mera función del

cerebro. La mente existe, pero el alma no existe, es una falsa abstracción (idealismo).

Las almas pronto se metamorfosearon en espíritus independientes, o se hicieron

concurrir con ellos. Almas y espíritus pasaron a constituir igualmente el referente

ilusorio generado por la actividad imaginativa de la función a la vez cognitiva y afectiva de

la mente humana, como correlatos de los sentimientos de religiosidad en su

multiplicidad fenomenológica. La «invención animista» no es en sí misma una

forma de religiosidad como tal, sino solamente la doble condición conceptual de la

religiosidad según la hemos definido: condición lógica y condición de existencia.

En efecto, sin un referente real o ilusorio al cual propiciar o exorcizar, el nexo afectivo

o aversivo de los sentimientos religiosos carecería de su constitutiva «intencionalidad», es

decir, de todo rationale lógico. La «noción de alma o espíritu» suministra ese

referente intencional. Ahora bien, la conciencia animista como tal no es todavía

una conciencia religiosa propiamente dicha. El paso de la primera a la segunda se

produce si, y sólo si, la mente humana proyecta la noción de «espíritus o almas» sobre entes

u objetos a los que imputa poderes enigmáticos o extraordinarios que inciden en la vida de los

humanos, y que éstos no controlan. Entonces, o bien los seres humanos improvisan

actitudes de dependencia o sometimiento mediante comportamientos de propiciación de

esos poderes, o bien actitudes de aversión o exorcización. En estos dos casos, la

conciencia animista se convierte en una conciencia religiosa. Así, la conciencia animista es

anterior y no implica la religiosidad, si no satisface el condicional citado. La

experiencia indica que hubo una propensión general a ello, aunque la religiosidad

no sea un universal antropológico, sino sólo algo contingente que les aconteció a los humanos.

Toda conciencia religiosa es animista, pero no necesariamente a la inversa. Pues

sin ese referente animista entendido como algo que el humano abriga en su mente,

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como creencia indubitable de que posee «existencia real», resultaría rigurosamente

imposible que se diese una auténtica relación de alteridad, igualmente constitutiva,

entre el humano y la fuerza o poder que se teme y que se quiere de algún modo controlar; una

relación que exige que existan espíritus equivalentes ontológicamente pero contradistintos en

cuanto al grado de potencia o poder. Vero, y esto es esencial, una simple contemplación del

firmamento, o de cualquier fenómeno de la Naturaleza, no permite por sí mismo «saltar» al

concepto de «espíritu» como un «álter ego», si antes ese concepto no es producido por la

«mente» humana a partir de sus propias experiencias externas e internas, y tras un proceso

introspectivo y reflexivo. Por esta vía inventó el prehistórico la creencia en almas o

espíritus como potentes «sujetos» trascendentales. Esta invención animista otorga

las «condiciones de posibilidad» de «animar» los fenómenos naturales en cuanto que «umbral

de la religiosidad». En el libro Animismo. El umbral de la religiosidad (2005), he

profundizado en el análisis lógico y antropológico de la relevancia prioritaria

de las «condiciones de posibilidad» para la emergencia del sentimiento religioso en

términos de alteridad. Pues bien, tanto la referencia lógica como la referencia

existencial quedan perfectamente satisfechas por la invención animista que, además,

hay que considerar a la vez como descubrimiento y como iuvencum, conforme a la

semántica dual del latín inventio. Analicemos cónno sucedió esto.

Las explicaciones mecanísmicas propias de la ciencia se mueven en el ámbito de

las causas eficientes, y sólo complementariamente se ocupan de las causas de

finalidad a la inversa de lo que sucede con la teología y la filosofía especulativa. Los

primeros esbozos de «explicación» que ensayaron los humanos, al cabo de un

prolongado periodo de inconfortable perplejidad cognitiva, «fueron míticos»,

como indica Bunge, quien con acierto y sin vacilar los descarta radicalmente

como improcedentes y ociosos porque «invocan agentes sobrenaturales o

acontecimientos milagrosos». Pero otros, «en cambio, eran "causales", es decir,

explicaban determinados hechos (reales o imaginarios) en términos de "mecanismos

causales" más o menos plausibles: el hombre primitivo no creía en las coincidencias,

ni tenía la menor idea de la alea-toriedad». Aquellos humanos, añado yo, tampoco

habían producido la idea de causalidad como tal, pero en sus prácticas habían intuido

que, como lo define Bunge, «un mecanismo caúsala desde luego aquel que es

activado por acontecimientos (causas) de un determinado tipo. Las causas pueden

ser externas o internas, esto es, estímulos ambientales o acontecimientos internos. Las

causas ambientales pueden ser naturales, sociales o una combinación de ambas

[...]. La cuestión de si el determinado mecanismo que hemos conjeturado está

realmente actuando se debe resolver por medio de la investigación científica. No

obstante, para descartar sin mayores consideraciones mecanismos puramente

mitológicos basta con atenerse a consideraciones filosóficas generales. Por

ejemplo, ningún científico realizará experimentos para comprobar el mito

azteca según el cual el sacrificio humano mantiene al Sol en marcha.

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»Algunas de las causas internas de la conducta humana observable son

acontecimientos mentales, tales como decisiones motivadas a su vez por "intenciones"

(que son procesos que se producen en los lóbulos frontales de los primates y

quizá también de algunos otros vertebrados superiores). En este último caso,

es decir, el de los acontecimientos mentales tales como las causas, suelen

llamarse "razones". Sin embargo, EL QUÉ, LL CÓMO, Y EL PORQUÉ DE LA RELIGIÓN

considerada desde un punto de vista psicobiológico, una explicación por razones

es tan sólo un caso particular de explicación causal. El único caso en que se justifica

que se resalten las peculiaridades de la explicación por razones es cuando

separamos las "razones" de los "procesos de razonamiento" que ocurren en un

cerebro vivo. Y esto es lo que debemos hacer cuando lo que queremos es

sopesar los méritos epistémicos, morales o prácticos de las razones que damos para emprender

una acción.

»Tampoco una acción intencional o dirigida a un fin escapa a la causalidad común

o ejiciente. En efecto, si un individuo realiza la acción A para lograr el objetivo O,

está guiándose para hacer A por su actual representación mental M de O, no por el propio

O. De hecho, las entidades no existentes, tal es el caso de los objetos no logrados,

cuando se alcanzan están desprovistas de eficacia causal. Así pues, en la acción

intencional el vínculo causal no es O —» A, sino M —> A. Dicho de otro modo, lo que

tradicionalmente se ha llamado "causalidad final" no es sino la ''causalidad eficiente 'con

vistas a un efecto (objetivo)". "Causalidad racional" podría ser el nombre más

adecuado, si no fuera por el hecho de que con frecuencia elegimos objetivos locos

o medios equivocados. Lo que vale para estos mecanismos también vale, mutatis mu-

tandis, para las explicaciones correspondientes. Cuando en la acción intencional sin

referente real se produce un efecto, éste no responde a un vínculo causal con la intención del

sujeto de la acción, sino a una coincidencia azarosa o a una regularidad estadística de

concausalidad eficiente, marginal al objeto deseado. Es decir, las explicaciones en términos de

motivos, intenciones o funciones son, en último análisis, explicaciones causales» (pp. 89-91,

cursivas mías). Por consiguiente, agrego yo, las explicaciones intencionales o finales

dependientes frecuentemente de representaciones mentales idealistas o ficcionales están

destinadas a comportar un alto grado de error. Caso paradigmático es la invención

animista. Es lo que les ocurre a las explicaciones teológicas y a las explicaciones

metafísicas, así como a las supuestas explicaciones «comprensivas» inspiradas en las

metodologías del «Verstehen». Pero el caso extremo de las fantasías religiosas, en las

que están firmemente instaladas más de tres cuartas partes de la Humanidad,

conducen a una vida nutrida de «mecanismos mentales» montados sobre la ilusión de lo

divino o de lo paranormal.

Page 39: Puente Ojea - Vivir en La Realidad

39

A la luz de estos análisis, la «invención animista» resulta paradigmática por ser

el decisivo factor en la gestación de la religión, en cuanto

que ha funcionado con la máxima eficiencia como el «umbral de la religiosidad». Si

leemos atentamente el texto de Tylor transcrito anteriormente, se hacen

evidentes los mecanismos mentales por los que el hombre prehistórico produjo la invención

animista. Comenzó él reflexionando por impulso natural sobre los estímulos

recibidos, por percepciones externas e internas, de hechos de su experiencia: a) hay cuerpos

vivos y cuerpos muertos; b) mientras que los cuerpos muertos son entes temporalmente

inertes o definitivamente muertos en putrefacción, los cuerpos vivos piensan,

duermen y despiertan, sueñan, tienen visiones y apariciones de vivos o de

muertos, sufren enfermedades, reviven, mueren... A partir de lo que se presenta

para él como «hechos» patentes, el humano primitivo deduce prácticamente con

natural coherencia que los cuerpos humanos poseen en propio una vida y también

un fantasma o espectro (ghost, anima, spiritus), a la vez, pero percibidos como

separables. La vida puede abandonar el cuerpo y dejarlo muerto, y el fantasma

puede deambular fuera del cuerpo (experiencias oníricas) o aparecerse a gentes

que estén distantes. Si resulta que la vida y el fantasma se combinan, entonces debe

concluirse que, dado que ambos pertenecen a un mismo cuerpo, tienen necesariamente que

pertenecer el uno a la otra, y funcionar unidos como «manifestaciones de una sola y misma

alma», la cual, siguiendo «una conocida concepción» de sentido común que aún domina en el

siglo XXI, «puede ser descrita como un alma aparicional, un alma-espectro».

Pues bien, esta espontánea inferencia lógico-existencial, derivada de

innegables experiencias psicológicas y de una propensión del sentido común

popular, es clamorosamente errónea para el conocimiento científico que es el

juez inapelable en juicios de existencia. De modo específico, debe decirse que la

hipótesis animista es un caso particular de lo que G. Ryle (cf. The Concept of Mind,

1949) llamó category-mistake (error categorial), y que consiste en incluir

conjuntivamente o disyuntivamente en la misma clase o categoría dos entes u

objetos pertenecientes a dos «categorías» diferentes. Ryle lo aplica a la dualidad

cartesiana como un buen ejemplo, aunque a mi juicio lo hace con cierta

restricción, pues Descartes razona desde el (incorrecto) presupuesto de una

sola categoría, res, que abarcaría el pensamiento y la extensión. Sin embargo, la

invención animista fue totalmente ajena a presupuestos categoriales definidos o

supuestos, y que ni siquiera podían imaginarse en la consciencia primitiva, pues

ésta lo ignoraba todo acerca de la «mente» como conjunto de mecanismos

neurofisiológicos del pensar, reflexionar, memorizar, sentir, querer, desear, etc. La

falacia categorial de la hipótesis animista radicaba precisamente en un «intuir» la

entidad cuerpo y la entidad alma bajo la rúbrica común implícita de todo aquello que

había o existía en general, es decir, de «algo» en general. No podía el ser humano

prehistórico ni siquiera sospechar que estaba desarrollando un modo de pensar

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EL MITO RELIGIOSO

40

«reificante», «cosificante», que hacía de la «mente» una entidad separable y

contradistinta del cuerpo, una «cosa» que no era cuerpo pero se combinaba con éste en

unidad funcional. El alma era una cosa y el cuerpo era otra cosa. La primera era ma-

terial (soplo, aliento) pero incorpórea, separable, invisible, inmortal, sutil, volátil,

ingrávida; mientras que la segunda era también material pero corpórea, mortal,

pesante, compacta, inercial. La paulatina transformación operativa del «alma» en «espíritu»

más o menos independiente (espiritualización) y más o menos trascendente o divino

(deificación) convirtió, con el correr de los tiempos, la primera falacia categorial

[mente (mens) —> alma (animaj], en una segunda falacia (mente —> alma espiritual)

de mucho más dramáticas consecuencias para los seres humanos. Así, el error del

animismo pasó por dos niveles categoriales que sólo hoy a la luz científica de la física,

la química, la biología y las neurociencias en general podemos identificar con

certeza: a) el nivel primario de la falacia, consistente en confundir la mente con el

alma-cosa incorpórea pero material; b) el nivel secundario de confundir la mente con el

alma-cosa espiritual, inmaterial. En este segundo e insostenible nivel siguen

instaladas, de un modo o de otro, todas las religiones o formas de la religiosidad.

Hay que subrayar que en los dos niveles de la falacia animista se presenta el

alma como una entidad imperecedera o inmortal que conoce un más allá de la muerte,

y la creencia en esta supervivencia constituyó sin duda un factor decisivo y activo en

la formación de esta idea del alma. La obsesión del humano primitivo ante el

espantoso hecho de la muerte era mucho más que el mero instinto ontológico de

todo ser vivo de permanecer en la existencia, de conservarse y perpetuarse;

porque el deseo de supervivencia es en el humano un fenómeno consciente, una fuente

permanente de lacerante reflexión, sobre todo en las sociedades más antiguas

donde el escueto hecho de sobrevivir representaba una arriesgada y dura tarea

cotidiana. Puede conjeturarse así con seguridad que el principal catalizador genético

de la invención ani-

mista fue la obsesión de la muerte. El investigador Ernest Becker, ganador del

Premio Pulitzer, sostuvo que todas las culturas son, en definitiva, sistemas de tabúes

contra la muerte (The Denial ofDeath, 1973). En esta dirección, la hipótesis animista, en

sus dos niveles, satisfacía tanto la condición lógica de posibilidad de la religiosidad como

su condición de posibilidad existendal, a las que me he referido antes: a) posibilitar la

idea de supervivencia tras la muerte como referente lógico de la creencia en un alma

incorpórea, separable e imperecedera, y b) posibilitar que esa creencia garantizase un

referente existencial en cuanto que nueva vida en un trasmundo allende la muerte corporal. El

subsiguiente paso histórico, aún lejanísimo, al anima spiritualis de la metafísica per-

mitiría trabar una vigorosa aunque indebida y abusiva identidad semántica entre

religiosidad y espiritualidad. La evolución ideológica que llevó a una cierta

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EL QUL, EL CÓMO, Y EL PORQUÉ DE LA RELIGIÓN

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autonomía de la noción de espíritus, si bien siempre en dependencia categorial

de la noción de almas, facilitó la divinización de los espíritus en cuanto dioses

funcionales y regionales, primero (politeísmos), y luego, la progresiva absorción y

selección en favor de un predominante o único Gran Espíritu (monoteísmos). La

idea de Dios es una idea derivada y secundaria, y sólo un referente subordinado de la

clase «espíritus» o «almas».

Efectivamente, en el proceso ascendente de espiritualización del animismo

primigenio, las almas, primero viudas de los cuerpos pero revoloteando en torno a

sus tumbas, más tarde alejadas y errantes, van evadiéndose de su servidumbre y

transformándose en espíritus exentos, habitando ad libitum diversos entes y

espacios en el inmenso repertorio del universo. A la medida de este creciente

proceso de inmaterialización o espiritualización, emerge en el transcurso del tiempo una

irreversible inflexión evolutiva, históricamente visible en el llamado tiempo-eje (K.

Jaspers), caracterizada por un espiritualismo radical (ruptura griega, frente a su

contrario en la Hélade, es decir, el naturalismo presocráti-co), un antropomorfismo

personificante, monarquismo, monoteísmo, creacionismo. Las variantes de este proceso

de espiritualización podrían identificarse tendencialmente dentro de sus

abigarradas manifestaciones históricas como la variante teísta y la variante panteísta,

aunque ésta con un grado de inmaterialidad o espiritualidad menor que aquélla. El

teísmo ha sido predominante en el mundo occidental y el panteísmo en el mundo

oriental. El evolucionismo animista alcanzó su más alto nivel de purismo espiritualista

en los monoteísmos de raíz semítica, conocidos como religiones del Libro, porque

son revelaciones exotéricas recogidas por escrito. Estas revelaciones salvíficas

encontrarían, en su madurez, infraestructuras filosóficas de potente orientación

monoteísta en el refinado intelectualismo greco-romano.

Pues bien, la eclosión de ambas variantes, pero sobre todo la teísta, sería la gran

puerta de acceso del legado animista a lo que se llama modernamente la «cuestión

de Dios» en el contexto histórico general de los conflictos de la Religión con la Ciencia

respecto de los referentes existenciales que, perteneciendo putativamente a ambos

dominios, la Religión pretende arrebatar a la Ciencia donde poseen su locus

natura-lis. Precisamente, es en dicho contexto histórico donde las alternativas

teísmo-panteísmo-ateísmo se resuelven en la antinomia radical de

irreligiosidad-religiosidad. Solamente en la irreligiosidad, connatural a la Ciencia, se

supera definitivamente el lastre animista que aún sigue hipotecando la libertad

intelectual de las mentes humanas en extensos espacios tanto de las sociedades

avanzadas como de las sociedades todavía con bajo nivel de civilización.

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EL MITO RELIGIOSO

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3. EL DIOS DEL TEÍSMO Y EL ALMA ESPIRITUAL

El Dios del teísmo, como punto culminante del purismo espiritualista del anima

spiritualis en la teología cristiana, es el Dios del que se ocupó L. Feuerbach en

cuanto que fiel trasunto antropomórfico de los atributos finitos del ser humano

en una divinidad constituida por esos mismos atributos pero concebidos sub

specie infinitatis por la imaginación teológica, y así inevitablemente

autocontradictorios por su conjunción en un único sujeto necesariamente irreal.

Una de sus más relevantes aporías es el insoluble problema de la teodicea: un Dios

omnipotente y sumamente bueno, personal, creador y providente, además de

omnisciente y ubicuo, etc., pero que acoge el mal en su creación. La «cuestión de

Dios» marca el cénit de la religiosidad animista como espiritualización radical, y al

mismo tiempo su desfondamiento total en la falsedad de la invención de la inmortalidad del

alma, a la luz del acelerado progreso de las ciencias del cerebro, las cuales sitúan la

«cuestión del alma» como la ruina definitiva de la pretensión de verdad de la religión.

La crítica a la que Feuerbach sometió sucesivamente el teísmo y el panteísmo

implicaba la afirmación del ateísmo como corolario incuestionable; la esencia de la

religión

es la inconsciente, involuntaria e inmediata contemplación de la naturaleza humana como una naturaleza otra y distinta. Pero cuando esta proyectada imagen de la naturaleza se hace un objeto de reflexión, de teología, se convierte en una mina inagotable de falsedades, ilusiones, contradicciones y sofismas (La esencia del cristianismo, trad. ingl. de 1854, reimp. 1957, pp. 213214, 1841).

Pero esta descripción-explicación es insuficiente, o al menos equívoca,

porque omite el paso por la «invención animista». Veamos.

Como es bien sabido, se ha querido encontrar en la divinización del todo una

vía de escape a las aporías del monoteísmo. El análisis que Feuerbach presenta del

panteísmo se inscribe en el marco de su magistral crítica de la filosofía hegeliana,

aunque el análisis posee un alcance general, pues, como observa en Principios de

la filosofía del futuro (1843), el panteísmo viene a ser un ateísmo invertido, pues tiene su

misma raíz: la proyección animista sobre el todo en cuanto suma de lo existente.

Las interpretaciones superficiales de Feuerbach no han valorado ni destacado

debidamente que su critica de la religiosidad culmina en una psicología metafísica de

presupuestos esencialmente ani-mistas personalistas. En efecto:

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EL QUL, EL CÓMO, Y EL PORQUÉ DE LA RELIGIÓN

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El teísmo auténtico, el de los teólogos, no es pues nada más que el panteísmo imaginario, y el panteísmo no es más que el verdadero teísmo, el teísmo real (trad.it. de 1967, p. 110),

puesto que es claro que «todas las representaciones de Dios y —Dios está

necesariamente determinado [...]— son determinaciones de la realidad, o de la

naturaleza, o del hombre, o de ambos conjuntamente, por consiguiente

determinaciones panteístas; porque es panteísmo aquello que no distingue a

Dios de la esencia de la naturaleza y del hombre»; y en este sentido, «el

panteísmo es la verdad desnuda del teísmo» (ibidem).

El panteísmo es el ateísmo teológico, el materialismo teológico, la negación de la teología, pero desde el punto de vista de la teología; él hace, de hecho, de la materia, que es la negación de Dios, un predicado o un atributo de la esencia divina. Pero quien

hace de la materia un atributo de Dios, afirma que la materia es una esencia divina.

La realización de Dios tiene como presupuesto general la divinidad de lo real, es

decir, su verdad, su carácter esencial. La divinización de lo real, de eso que

existe materialmente —el materialismo, el empirismo, el realismo, el

humanismo, la negación de la teología, en suma—, es precisamente la esencia de la edad moderna. El panteísmo no es, por consiguiente, sino la esencia de la

edad moderna elevada a esencia divina, a principio de filosofía religiosa (ibidem,

p. 113, cursivas mías).

Pero Feuerbach focaliza su refutación del panteísmo en la filosofía especulativa

(Hegel), porque la filosofía del futuro debe criticar previamente la forma última y

grandiosa del panteísmo como idealismo absoluto, es decir, como despliegue

histórico y lógico del Espíritu Absoluto. En consecuencia, pone al desnudo el

espiritualismo en cuanto universalización idealista del animismo en su forma suprema de

antimaterialismo.

La materia está puesta, pues, por Dios: poner la materia como Dios equivale, sin embargo, a decir que Dios no existe, esto es, a quitar la teología y a reconocer la verdad del materialismo. Pero al mismo tiempo se continúa presuponiendo la verdad de la esencia de la teología: y vuelve así a ser negado el ateísmo, que es la negación de la teología; la teología, en otras palabras, viene restaurada por la filosofía. Dios es Dios sólo en cuanto él supere y niegue la materia, la negación de Dios. Y, según Hegel, sólo la negación de la negación es el auténtico poner. Al final se nos devuelve, pues, al punto del cual habíamos partido, al seno de la teología cristiana (ibidem, p. 126, cursivas mías).

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EL MITO RELIGIOSO

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En su libro Feuerbach (Cambridge, 2.a ed. de 1982), M. W. War-tofsky subraya

que aquél, en La esencia del cristianismo (1841), temati-zó lo otro como el ser

humano hipostatizado, como conciencia alienada, mientras que en La esencia de la

religión (1846) indica que la naturaleza es realmente lo otro, aunque siempre tuvo

por evidente que la naturaleza como lo otro generaba el sentimiento de dependencia en

cuanto fundamento de la religión: y que siendo esta dependencia todavía una

expresión de lo humano, Wartofsky se pregunta si Feuerbach no cae él mismo

en el antropomorfismo. Esta sospecha no está justificada, pues para Feuerbach

la naturaleza humana es también naturaleza; y en esta unidad fundamental es

donde se abre la posibilidad de que sea el hombre quien crea a Dios como una

autodivinización, en un proceso que, en último término, gravita sobre la

naturaleza, pues el ser humano es un fragmento de naturaleza, si bien ésta es

mediada por la consciencia en su sentimiento de dependencia. En la dialéctica

natu-raleza-consciencia ambas son indisolubles, pero jamás se pierde el sentido de la

objetividad de la naturaleza como existencia exterior al ser bu-mano, lo que impide una

interpretación consciencialista de la realidad. El naturalismo fundamental de

Feuerbach se expresa sin equívocos como materialismo en su tratamiento de la

mente humana, llamada impropiamente alma por todas las variopintas

tradiciones animistas. En consecuencia, Feuerbach escribe que

la religión al menos en sus orígenes, y en relación con la naturaleza, no tiene otra tarea ni otra meta que transformar una naturaleza inhóspita y ajena, en una hospitalaria y familiar [...], Así, la religión tiene el mismo designio que el saber o la cultura, que es hacer a la naturaleza teóricamente comprensible y prácticamente complaciente para el servicio de las necesidades humanas; pero con una diferencia: lo que la cultura y el saber intentan realizar con medios (y, en efecto, con medios derivados ellos mismos de la naturaleza), la religión busca realizarlo sin medios, o lo que es lo mismo, a través de los medios sobrenaturales de la plegaria, la creencia, los sacramentos, la magia (ibidem, p.393).

La creencia en la inmortalidad del alma personal, consustancial, de una u otra

forma, con todas las religiones —a distinguir de algunas filosofías o sabidurías—,

es, en el plano lógico, del mismo orden que la proyección por la cual la mente

humana crea a Dios, toda vez que

la creencia en la inmortalidad personal es perfectamente idéntica a la creencia en un Dios personal; es decir, eso que expresa la creencia en la vida celestial, inmortal, de la persona, expresa también a Dios, en tanto que él es un objeto

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EL QUL, EL CÓMO, Y EL PORQUÉ DE LA RELIGIÓN

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para los cristianos, a saber, como personalidad ilimitada, absoluta. La perso-nalidad ilimitada es Dios; pero la personalidad celestial, o la perpetuación de la personalidad humana en los cielos, no es nada más que la personalidad liberada de todas las molestias y limitaciones terrenales; la sola distinción es que Dios es cielo espiritualizado, mientras que el cielo es Dios materializado, o reducido a las formas de los sentidos (La esencia del cristianismo, ob. cit., p. 172).

La transición es diáfana: «nuestra propia existencia futura, que, mientras

estamos en este mundo, en este cuerpo, es una existencia objetiva, separada, es

Dios: Dios es la idea de la especie [Gattungswesen], la cual será por primera vez

realizada, individualizada, en el otro mundo [...]. Así, Dios no es sino la idea o la

esencia de la vida celestial, bendita, absoluta, comprendida aquí como una

personalidad ideal. Esto está bastante claramente expresado en la creencia de

que la vida bienaventurada es unidad con Dios» (ibidem).

Aquí se ve la ecuación hombre genérico - Dios — alma personal inmortal:

La creencia en la inmortalidad del hombre es la creencia en la divinidad del

hombre, y la creencia en Dios es la creencia en la pura personalidad, desligada de todos los límites, y consecuentemente eo ípso inmortal. Las distinciones hechas entre el alma inmortal y Dios son o sofísticas o imaginarias (ibidem, p. 173).

La naturaleza de proyección animista de la fe monoteísta queda nítidamente

dibujada: «el interés que yo tengo en conocer que Dios existe es el mismo interés

que yo tengo en conocer que yo soy, que soy inmortal [...]. Dios es la existencia que

corresponde a mis deseos y sentimientos» (ibidem, pp. 173-174, las últimas cursivas son

mías). Y Feuerbach puede así concluir que

la doctrina de la inmortalidad es la doctrina final de la religión; su testamento, en el cual declara sus últimos deseos. Por consiguiente, declara aquí sin disfraces lo que hasta aquí había suprimido (ibidem, cursivas mías).

Y por esta exégesis segura, Feuerbach puede desvelar el carácter conativo de las

religiones, y muy particularmente de los monoteísmos, donde es más evidente la

naturaleza desiderativa de la religión y, por ello, la hegemonía del sentimiento sobre la razón,

del corazón sobre el entendimiento, en las formas incluso más espiritualistas y

refinadas de la alienación religiosa. Superando los antagonismos lingüísticos

superficiales o sectoriales, yendo a las estructuras ontológicas básicas y su

interpretación, Feuerbach alcanzó el fondo de las antinomias abriendo la

puerta de lo que constituye la línea de disyunción radical, que debe

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EL MITO RELIGIOSO

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esquematizarse, como vengo proponiendo desde hace varios años, como la que

se da entre irreligiosidad/religiosidad, respecto de la cual la que existe entre

teísmo/ateísmo o agnosticismo es una subespe-cie derivada en el curso de las

culturas históricas.

Antes de pasar adelante, es conveniente despejar ciertos equívocos o

errores respecto de los factores y elementos implicados en el fenómeno animista,

que han llevado a algunos importantes investigadores a encasillarse en triviales

y simplistas teorías de la génesis de la religiosidad. Un gigante del pensamiento

como Max Weber despacha esta cuestión con magras y breves consideraciones

sin originalidad y tributarias del confuso y ramplón axioma sobrenaturalista de

Robert Marett, el inventor teórico del famoso mana (que creo haber refutado en

mis últimos libros). Weber, que declara honestamente que «la esencia de la religión

no es aun nuestra preocupación cuando hacemos de nuestra tarea el estudio de

las condiciones y efectos de un tipo particular de conducta social» (The Sociology of Religión,

trad. ingl. de 1956, p. 1), asume la pista equivocada que renuncia a lo relevante, es decir,

a indagar los «mecanismos mentales» por los cuales los humanos prehistóricos podrían haber

accedido a los sentimientos e ideas religiosos; y se embarca sin más en el examen de la

magia y los poderes carismáticos de los magos o chamanes, desviando así la atención

de lo que es previo y sine qua non, como él mismo reconoce: «los cursos

externos de la conducta religiosa son tan diversos que un entendimiento de esta

conducta sólo puede lograrse desde el punto de vista de las experiencias, ideas, y

propósitos subjetivos de los individuos concernidos en fin, desde el punto de vista del

"significado" (sic) de la conducta religiosa» (ibidem). Pero aunque no indaga cuál es este

«punto de vista», se lanza ya a tomar la referida asunción simplista y puramente

descriptiva: «la orientación fuertemente naturalista [tardíamente llamada

"pre-animista" (sic)] de los fenómenos religiosos más tempranos todavía es un rasgo de la reli-

gión popular» (ibidem, p. 2). Y añade, con acomodaticia vaguedad, que «un "proceso

de abstracción", que sólo parece ser simple, ha usualmente sido ya llevado a cabo en los más

primitivos ejemplos de conducta religiosa que nosotros examinamos. Ya cristalizada, está

la noción de que "ciertos seres" se ocultan "detrás" (sic) y son responsables de la actividad de

objetos naturales, artefactos, animales o personas carismática-mente dotados. Esta es la

"creencia en espíritus". Al principio, "espíritu" no es ni alma, ni demonio, ni dios, sino algo

indeterminado, material pero invisible, no personal y sin embargo dotado de volición» (ibidem,

p. 3). Como puede verse, es la doctrina de Tylor, pero «podada» de algunos aspectos

esenciales y, sobre todo, de los «mecanismos mentales» desvelados brillantemente por el

antropólogo británico, sin citar jamás su nombre o su obra. ¿Tiene Weber alguna

«explicación» mejor para este hallazgo muy temprano (aunque él lo contemple

como «ya cristalizado») por el homo sapiens sapiens en la aurora de la cultura, y

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EL QUL, EL CÓMO, Y EL PORQUÉ DE LA RELIGIÓN

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piensa verdaderamente que «la orientación fuertemente naturalista», es decir, que la

sobrecogida y fascinante contemplación de la bóveda celeste o de las fuerzas de la

Naturaleza pueden generar noción alguna que pudiese proceder de algo exterior a su

mente, y de un orden metanatural, espiritual?; ¿la cree posible sin la concentración

reflexiva y especulativa sobre las experiencias propias de la racionalidad y la

capacidad introspectiva del homo rationalis? Pienso que la idea de «espíritu» sólo

puede gestarse en la mente humana y sólo mediante un proceso de reflexión sobre sí misma,

o sea, de autorreflexión o autognosis. Si se aduce otro origen, que se expliquen

satisfactoriamente los mecanismos mentales que generaron en el cerebro/mente

esa noción de «espíritu». Sólo por la explicación animista tyloriana se ha explicado

hasta ahora la invención del doble espectral del propio cuerpo por la que pudo

el ser humano sin carismas weberianos inventar, primero en un orden operativo y

lógico la idea de «alma» y, seguidamente, la noción de «espíritu».

Se ha convertido ya en una rutina invocar, aun sin nombrarlo o sin saberlo,

al primer crítico de Tylor, a su discípulo Robert Marett (19091912), con el fin

de restaurar las tradiciones de inspiración mística o mistagógica sobre la dimensión

transnatural o sobrenatural y sagrada de las fuerzas de la Naturaleza, y su carácter tremendo

y fascinante a la vez. Después de Marett, fue Rudolf Otto el más conspicuo

exponente del irracionalismo religioso de la época. No es exagerado decir que

desde aquellos tiempos del emocionalismo rampante, la teoría de Tylor constituyó,

expresa o tácitamente, el rallying point de cuantos rechazaban el animismo

primigenio y defendían la «santa religión», pues la doctrina de las almas y los espíritus

arrancaba al Divino Creador Universal sus privativos poderes, para dárselos, en justa

devolución, a sus ovejas, los seres humanos. Su nombre, como les sucede a otros en la

actualidad, se convirtió en nombre maldito. Entre nosotros, muy

recientemente, el profesor Javier Sádaba, en su libro De Dios a la nada. Las

creencias religiosas (2006), nos dice algunas cosas que me resultan próximas a una

recaída en la referida rutina: partiendo de la obvia afirmación de que «la religión

es una posibilidad (sic) humana» (p. 27), se pregunta

«¿Que es la religión?», y responde, apelando a la conocida diversidad

fenomenológica de la religión, que «los intentos por ofrecer una contestación

adecuada han sido tantos y tan variados que muestran lo irrelevante de la

empresa. Autor ha habido que ha coleccionado más de cien definiciones. Otros

han sostenido, desde el principio, que se trata de un imposible y otros, en fin, se

han agarrado con fuerza a una que les ha sonado triunfal. Piénsese en la célebre

definición de Tylor: "Creencia en seres sobrenaturales". Lo malo de este tipo de

definiciones es que dejarían fuera del campo de estudio movimientos que con-

sideramos, con bastante convicción, religiosos. Sería el caso, y respecto a la

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EL MITO RELIGIOSO

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definición anterior, del budismo o ác\ jainismo, por ejemplo, donde prácticamente

no existen dioses» (p. 29).

Este texto, clave en la disciplina que se propone examinar («las creencias

religiosas»), es sumamente insatisfactorio por las razones siguientes. Primero,

porque nadie responsable, y menos aún un profesor de filosofía, puede

adjetivar como «irrelevante» cualquier esfuerzo serio por definir la «religión», en

cuanto que es indiscutiblemente e infortunadamente un fenómeno muy «relevante»,

y también lo es su negación ontológica y epistemológica. Segundo, porque el hecho de

que hayan proliferado numerosísimas definiciones de «religión» no implica

como tal que la empresa sea «imposible» en sí misma, puesto que el deber de un

filósofo o de un teórico de la religión consiste en poner en juego su capacidad de

abstracción para extraer un significado plausible de validez universal a partir de la

multitud de fenómenos religiosos particulares. Tercero, porque, precisamente,

la aparentemente caótica multiplicidad de definiciones de esa entidad

mostrenca que es la religión pueden ser expresiones particulares de la peculiar reli-

giosidad de cada individuo, en cuyo caso es perfectamente posible y útil reducirlas a

una tipología reductiva que vaya desde la creencia hasta la increencia, por lo cual

representarían un material precioso, que un estudioso jamás debe despreciar.

Cuarto, porque si la definición de Tylor ha podido sonar a «triunfal» (sic) a

muchos eminentes teóricos de la religión —sobre todo a los menos

comprometidos con una fe religiosa, y por consiguiente más independientes

respecto al objeto de estudio, a no ser que todavía haya quienes mantienen la

pretensión an-selmiana de que fides quaerens intellectum— se debe a que es la única

que propone una «explicación» de rango científico de los posibles «mecanismos mentales» que

pueden conducir, sobre base lógica y operativa, a la producción humana de los referentes

religiosos transnaturales o sobrenaturales fácilmente discernibles, de una u otra forma, en todas

las creencias religiosas. Quinto, porque eventualmente consideramos como

«religiosos» a movimientos ideológicos que no lo son, en el sentido de la palabra. Sexto,

porque el budismo original, al menos, fue sólo una ética y una ontología; y desde el

«Gran Vehículo» (Maháyaña), y aun más desde Nagárjuna, una regla de conducta y

una metafísica. Sus formas de divulgación popular adquirieron un tinte de

ritualismo y culto al Buddha que pudo considerarse «religioso» a costa de la

infidelidad al fundador. En mi libro Ateísmo y religiosidad (1997) me he ocupado

de la grave aporía de la «impermanencia». El fainismo o jinis-mo fue un movimiento ateo y

negador de la religión, y al mismo tiempo una ontología animista muy sofisticada, y una

ética. A pesar de sus importantes diferencias, ambos podrían denominarse

doctrinas de la liberación del sufrimiento y la superstición, o también sabidurías de salvación

individual.

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EL QUL, EL CÓMO, Y EL PORQUÉ DE LA RELIGIÓN

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Aunque exija extenderme más de lo previsto en este tema monográfico

pero de interés para este trabajo, presentaré muy sintéticamente los estudios de

André Bareau sobre el budismo indio, y de Colette Caillat sobre el jainismo, los

mejores de los que conozco, y publicados en la Histoire des Religíons (en la

Encyclopédie de la Pléiade, 1970, vol. I; respectivamente, pp. 1146-1216 y

1103-1145), en atención a la frecuente inserción de estas dos sabidurías de

salvación individual en la poco rigurosa rúbrica de «Religiones», como hace

erróneamente J. Sá-daba, aunque esta conclusión no se derive de la lectura

atenta del capítulo 5 de su libro. Pienso que hay un criterio de mucho peso y

apenas discutible que es decisorio a la hora de diagnosticar si un movimiento

cultural o ideológico es o no es una «religión», a saber, la presencia o ausencia en él de ritos o

cultos de adoración, entendiendo por «adorar» el hecho de «reverenciar con sumo honor

o respeto a un ser, considerándolo como cosa divina» (DRAE). Por ejemplo, el budismo

genuino de Siddhartha Gautama, el Buddha, no es una religión, porque no presenta

ningún rito o culto de adoración a un ser divino, y solamente la corrupción

conceptual de la doctrina original condujo al culto de adoración de la persona

del Buddha, convirtiéndose así prácticamente en una religión en un sentido lato

del término. EX jainismo o jinismo no poseyó un culto de adoración a sus dos maestros más

antiguos y eminentes como sujetos sagrados o sobrenaturales, Pársva, de dudosa

existencia histórica, y Vardhamána, el gran reformador. Obsérvese que en la

sociología de las religiones se distingue, y esto es de la mayor importancia, entre el

término «fiel» para denotar al miembro de una religión o una Iglesia, y el

término «adepto» para denotar al seguidor de un movimiento, doctrina o

ideología —como sucede también con los miembros o militantes de un partido

político o de una filosofía—. Los budistas o los jainistas son adeptos de una

doctrina o cosmovisión, como también lo fueron los seguidores de Jesús

durante su vida, y sólo después de su divinización como el Cristo celeste se

llamaron fieles. Tampoco define a un movimiento como religioso el hecho de

organizarse en escuelas, congregaciones, comunidades o asociaciones, pues

esto también suele suceder en la vida política y sus partidos.

Pasemos ahora a trazar un perfil esquemático del budismo y el ji-nismo o

jainismo, atendiendo a los intereses de este libro.

El budismo genuino, subraya André Bareau, parte de la doctrina básica que

envuelve todo su pensamiento, según la cual «todo lo que existe es impermanente

(anuya)», y es además «"vacío" (sünya) de "sí" (atman) porque no hay ningún

elemento permanente, inmutable, eterno, ni en los seres ni en las cosas», pues «no hay nada

análogo a lo que es el "alma" para los Occidentales, el "sí" para los hindúes, y el

"principio vital" (jiva) para los jaina. Todo no es más que conjunto de fenómenos físicos,

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EL MITO RELIGIOSO

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biológicos o psíquicos en perpetua transformación» (pp. 11501152), hasta el punto de

que «el Universo mismo no escapa a esta ley, pues se crea lentamente, se

estabiliza, se destruye, desaparece en un gigantesco cataclismo, para recrearse

en seguida espontáneamente». Por tanto, el politeísmo hindú se derrumba,

pues «los mismos dioses, todos los dioses, están sometidos a la misma gran ley de la imperma-

nencia».

A la vista de esta premisa fundamental, ¿se trata realmente de una cosmovisión

religiosa, de «una religión atea»?, se pregunta Bareau, ¿o sólo, agrego yo, una

liberación del multiforme curso de la vida y la transmigración (samsara)?

Evidentemente, el Buddha rompió con «la vinculación supersticiosa a las diversas prácticas

rituales (silavratapa-rimarsia)» (p. 1152), pero fue mucho más lejos. Escribe

Bareau:

Si es, pues, vano rendir culto a las divinidades, lo es tanto si no más, según las ideas búddhicas más antiguas, dirigir plegarias al Buddha y negociar su protección con ofrendas y señales más o menos sinceras de veneración. En efecto, sería insensato pedir al Bienaventurado estos bienes perecederos e ilusorios, entonces peligrosos, de los cuales él predica sin cesar la renuncia y que él sería incapaz de conceder puesto que no es dios. Además, desde que él ha desaparecido en el insondable parinirvana o «Extinción completa», ha roto definitivamente todas las relaciones con el mundo de las existencias y los seres que siguen siendo prisioneros de ellas, y, por consiguiente, las plegarias de éstos no pueden alcanzarlo. En cuanto a los monjes, saben bien que su progresión en dirección a la «salvación» depende únicamente de sus esfuerzos y que no tienen otra ayuda que esperar del Maestro desaparecido que aquélla, cuan preciosa en verdad, enseñanza que él les ha dejado.

Religión sin Dios, sin el alma, sin culto, el budismo primitivo es con seguridad una bien extraña religión. Si se agrega que él pretende apelar a la razón, ya no a la fe ciega, juzgada estéril, del hombre, sino a la comprensión de las ideas sobre las que se funda, parecerá sin duda extraña, y sin embargo el lector no iniciado no se encuentra al término de sus sorpresas en lo que le concierne. Una de las fórmulas más célebres en las que se ha condensado la esencia de la doctrina búddhica, la de las cuatro «santas Verdades» (arya satya), toma prestado su marco de un antiguo método de la medicina india que consiste en definir primeramente la enfermedad, luego la causa de ésta, seguidamente la supresión de esta causa, es decir, el estado de salud previsto, y en fin los medios de alcanzarlo. Este hecho subraya claramente que el buddhismo pretendía ser una terapéutica del espíritu (pp. 1152-1153).

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EL QUL, EL CÓMO, Y EL PORQUÉ DE LA RELIGIÓN

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Se trataba, pues, de un método no sólo racional sino también empírico, basado en la

observación y la experiencia: «partiendo de este hecho fundamental, irrefutable, que

toda existencia es penosa, busca primero la causa del dolor (duhkha) inherente a

la existencia y la encuentra en la "sed" (trsna), es decir, en el deseo de vivir, de gozar

de los placeres ilusorios, luego de renacer para gozar de ellos todavía y siempre.

Si se suprime esta sed, el dolor cesará pues, ya que no se renacerá más, y, para alcanzar

esta meta, es necesario seguir "la vía a los ocho miembros", es decir, cultivar ocho

virtudes: la opinión correcta, el pensamiento correcto, la palabra correcta, la

actitud correcta, los medios de existencia correcta, el esfuerzo correcto, la

atención correcta y la concentración mental correcta. Como se ve, nada hay ahí

de misterioso ni de irracional, todo es preciso, claro y bien ordenado. Pero esta

fórmula tan simple no da más que un resumen demasiado breve de la doctrina

búdica, la cual se presenta, desde el periodo antiguo de lo que hemos llamado el

fondo común, como mucho más compleja» (ibidem). Pero esta complejidad es

debida a «las influencias diversas que se ejercieron sobre la doctrina todo a lo

largo de su formación, cada doctor añadiendo sus ideas propias, interpretando

o desarrollando las de sus predecesores, atribuyendo según el uso todas estas

adiciones y alteraciones de la ortodoxia», de tal modo que, «paralelamente a la

elaboración de los métodos de salvación y en vinculación estrecha con ella, se

constituyeron lentamente una psicología y una moral muy importantes. En efecto,

el deseo, deseo de vivir y deseo de gozar, no es la sola causa reconocida del

renacimiento y, por consiguiente, del dolor». En apretada síntesis, describe

Bareau la cuestión:

La ignorancia (avidya), es decir, el desconocimiento de la naturaleza real de las

cosas, creando la ilusión y haciendo nacer sucesivamente las diversas clases de fenómenos psíquicos, es considerada como una causa profunda, lejana, de este deseo. Además, las diversas suertes de pasiones (klcs'a) y de vicios constituyen otros tantos lazos (samyojana) que atan el ser al ciclo de las transmigraciones (samsara). Las tres pasiones dichas, las «raíces del mal» (kusala-mula), a saber, la concupiscencia (káma), el odio (dvesa) y el error (moha), así como los vicios secundarios, el orgullo, los celos, la pereza, las múltiples opiniones (drsti) falsas y tantos otros defectos conducen al ser, así extraviado por la ilusión y atraídos en todos los sentidos por estas diversas tendencias, a obrar, a realizar actos (karman). Toda una teoría de la retribución automática, de la «maduración» (vipáka) de los actos viene así a insertarse en la doctrina (pp. 1153-1154).

Al lado de «los actos buenos» (kusala) y de los actos malos (akusala), es necesario

alinear los actos indeterminados (avyákrta), los cuales son estériles y moralmente

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neutros. Pero el acto (mental o físico) una vez resoluto, no hay ni persona, ni

dios, ni práctica ritual cualquiera, ni remordimiento... que pueda impedir al

fruto de formarse, de madurar y de alcanzar al autor, pronto o tarde, en

condiciones determinadas enteramente por el acto mismo. «La moral búdica es

pues una moral de la intención [...]»; y «de la teoría de la maduración de los actos se sigue

que el acto bueno encadena al ser tanto como el acto malo, y que es entonces necesario,

para librarse para siempre de la existencia, renunciar a toda actividad» (p. 1155).

Ahora bien, en ese tejido de buenos y malos actos, «la vía de la liberacióm consiste

esencialmente en luchar contra los errores y las pasiones hasta su aniquilación completa y

definitiva. Cuando esta última sea alcanzada, la actividad voluntaria... cesaría

inmediatamente y el hombre será entonces liberado [...]. Como las virtudes nacen de las

buenas acciones, se puede entonces, haciendo el bien, sembrar los gérmenes de

las que se cosecharán en las existencias futuras... Las más importantes de estas

virtudes son la energía (virya), la atención (smrti), la convicción (sraddhá) de la verdad de

la enseñanza búddhica, la sabiduría (prajñá) o la inteligencia, y la concentración mental

(samadhi), a las cuales se puede añadir el desapego (virága), la bondad (maitrí), la

compasión (karuná), la indiferencia (upeksá) y la paciencia (ksánti)» (pp. 1155-1156).

Para triunfar en la lucha por la liberación, se necesita romper todos los lazos

sociales, y aceptar la pobreza extrema, la renuncia a los placeres y someterse a

las demás disciplinas de la conducta ascética que se impone el monje budista; y

una concentración mental rigurosa auxiliada por viejas técnicas de yoga, con el fin de

pacificar el espíritu e iluminarlo, disipar los errores mediante la visión (darsana) de las

cosas tal como son; y un examen profundizado (vipasyaná) apoyado por el método de la

«creación mental» (bhávaná), «que consiste en crear primero, y luego desarrollar

poco a poco, por ejercicios repetidos frecuentemente, los hábitos mentales... más

capaces de luchar contra las pasiones y los vicios [...]». Mediante «tales métodos

largamente repetidos, se adquiere poco a poco la calma (samatha) de espíritu», de

los cuales los más célebres «son sin duda las cuatro meditaciones (dhyána)», por las

que se «abandona primero el razonamiento y la reflexión, luego la alegría

interior, y en fin el placer, para permanecer en un estado de atención y de ecuanimidad

perfectos». Y «los cuatro recogimientos (samápatti) dichos inmateriales (árüpya) vacían

poco a poco el espíritu de su contenido, concentrándolo sucesivamente sobre la infinitud del

espacio, sobre la infinidad de la conciencia, sobre la nada, y, para terminar, sobre lo que no

es ni consciencia ni inconsciencia. Más allá, se alcanza el recogimiento de cesación

(nirodhasamápatti) en el cual todas las sensaciones y nociones han desaparecido»; y así «se

penetra en su naturaleza impermanente, penosa y vacía de "sí"» (p. 1159).

La ruta de la liberación de un adepto «comprende cuatro niveles de santidad».

Aunque no nos guste este último término equívoco, ese sucesivo ascenso presenta

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la «Entrada en la corriente» (srotaápanna), que consiste en abandonar los errores y

supersticiones; luego, el «Único retorno» (sakrdágámin), conseguido con el rechazo de la

sensualidad y la maldad una sola vez en la vida de cada individuo; el «Sin retorno»

(anágámin), en el que esas tendencias no renacerán más en ningún cuerpo

humano, pero todavía una vez en un cuerpo de dios, y logrará en éste la

liberación final a través de una larga lucha durante numerosas existencias, hasta

obtener en fin la «Extinción (nirvana) completa y definitiva» de todas sus pasiones y una

existencia pura y de castidad absoluta. El monje agota así sus «nacimientos» y se

transforma en un santo perfecto (archant). Entonces puede vivir aún muchos años de

virtud y serenidad, hasta que su última existencia se acaba y entra en la «Extinción

completa» (parinirvana), «en la que desaparece para siempre, como una llama que se apaga».

En este punto Analísimo, se interroga Bareau:

¿Quésucede a continuación? He aquí una cuestión para la cual no h a y respuesta. Según nuestra lógica, él se abisma entonces en la nada absoluta, puesto que todos los fenómenos físicos, fisiológicos y psíquicos que constituían su persona han cesado definitivamente,

y que no existía en él ningún elemento permanente. Sin embargo, el Buddha, o más bien los doctores que hablan en su nombre, no solamente ha rehusado responder a esta pregunta, rechazando igualmente todas las hipótesis en cuanto a la existencia o a la inexistencia del santo después de su última «muerte», sino que ha desaconsejado vivamente a sus discípulos buscar la solución de este problema. Ciertos textos dejan entender que el «estado de Extinción completa» es beatitud perfecta, eterna, inconcebible e inefable, y lo llaman la isla, la otra orilla del río de las transmigraciones, la paz. No seamos entonces más curiosos de lo que conviene, pues con esto correríamos el riesgo de empujarnos demasiado lejos (pp. 1159-1161).

Aunque el budismo original es, en su doctrina y en su praxis, cualquier cosa

menos una religión, como todo cuerpo social constituido sobre una determinada

cosmovisión que genera una ética y una moral m u y precisas, corrió la misma suerte que

las demás academias o escuelas filosóficas o ideológicas conocidas en el curso

de la historia. No podría expresarse mejor esta deriva que lo hace este otro

texto de Bareau:

En la segunda mitad del siglo IV a. C, la Comunidad había comenzado a dividirse en sectas, dejándola, la ausencia de toda autoridad superior análoga al papado,

desarmada prácticamente contra las tentativas de cisma. Las divergencias de opinión sobre la interpretación de las enseñanzas doctrinales o disciplinarias del Buddha, sobre la autenticidad o la canonicidad de ciertas obras, las particularidades regionales y rivalidades económicas entre monasterios vecinos contribuyeron sobre todo, con la inevitable enemistad entre rigoristas y laxistas,

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entre conservadores estrictos y modernistas aventureros, al estallido de la Comunidad búdica. Al principio de nuestra era, documentos seguros nos muestran que existía, dispersa sobre todo el territorio de la India y de los países vecinos, una treintena de sectas y escuelas. Las más importantes de éstas fueron las de sthavira o theravddin la única que haya subsistido hasta nuestros días y que aún florece en Ceylán y en el Sudeste asiático, mahüsamg-hika, sarvastivadin potente en el Noroeste de la India vatsíputríya o sum-matríya, que domina largo

tiempo en la cuenca del Ganges y en la India central (pp. 1166-1167).

En este extenso marco societario y geográfico, el dinamismo del movimiento

budista experimentó cambios, dentro de un fondo común y básico de cosmovisión, que

generaron, aún hasta nuestros días, diversas expresiones de práctica y de doctrina, de las

cuales unas mantuvieron el perfil ateo y arreligioso de su fundador e incluso lo

profundizaron, en tanto que otras derivaron en menor o mayor medida a formas

idolátricas en las que la adoración de Buddha y la asunción de ciertas creencias sobre la

salvación en un más allá colorearon el perfil de esta cosmovisión de acentos religiosos que están

en la línea de abierta falsificación delBuddhismo. De nuevo, Bareau capta lo esencial de

este dinamismo:

Según ciertas tradiciones, el Buddha había puesto sabiamente en guardia a sus discípulos contra las especulaciones intelectuales puramente teóricas, que él juzgaba vanas, y les había aconsejado no interesarse más que en los medios capaces de hacerlos avanzar por la vida de la liberación. Muy pronto se había pues establecido una suerte de catálogo sistemático de estas opiniones reputadas como falsas y sin objeto práctico concernientes sobre todo a la eternidad e infinitud del mundo y del «sí», o la naturaleza del ser después de la muerte. De hecho, era muy difícil obligar a espíritus tan vivos, tan imaginativos, tan apasionados por las construcciones del pensamiento y las justas espirituales, como lo eran los de los indios religiosos, a acantonarse prudentemente en límites tan estrechos. Bien rápidamente, éstos fueron franqueados y, aparte el pequeño dominio definido por la lista canónica de las opiniones reputadas falsas en el cual por fidelidad a la palabra del Maestro los monjes no penetraron jamás, su espíritu se dio libre curso en el campo entero de las especulaciones intelectuales. Mucho antes de nuestra era, la doctrina búdica, tal como era expuesta en los abhidharmapitaka, los tratados y los comentarios, se enriqueció con una biología, una cosmología, y sobre todo una metafísica, que vinieron a añadirse a la psicología y a la moral, en las cuales se resumía prácticamente el buddhismo primitivo. La mayoría de los elementos de estas diversas ciencias eran tomados directamente del fondo indio extrabúdico y evidentemente apenas tenían relaciones con la enseñanza del Maestro. En muchos casos, incluso, éste representaba un obstáculo que era necesario eludir

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a fuerza de ingenio, pues no podía ser cuestión de rechazar la palabra del Buddha tal como era definida en el canon. Es sobre todo en el dominio de la metafísica que los doctores de las nuevas generaciones encontraron dificultades de este orden y que incluso chocaron a veces frontalmente con contradicciones aparentemente insolubles. Ahora bien, las críticas acerbas y las burlas de sus adversarios, monjes budistas de escuelas adversas o religiosos brahmánicos, jaínas y otros, se hacían un deber imperioso para vencer estos obstáculos, a falta de poder reconocer el ilo-gismo, por tanto la falsedad, de su doctrina o incluso de la enseñanza tradicional del Buddha. Fueron así llevados, de buen grado o con disgusto, a buscar solu-ciones a estos problemas y, a fuerza de imaginación y de sutileza, llegaron a crear y a sostener ideas originales, a menudo extrañas y sofisticadas, a veces verdaderamente geniales (pp. 1170-1171).

No nos es posible, por exigencias de espacio, bosquejar la metafísica que

desde el comienzo de nuestra era fueron elaborando los doctores del budismo con el

propósito de ofrecer un sistema completo de los grandes problemas del

conocimiento del universo y del ser humano, desde el origen y naturaleza de la

materia hasta la mente y las reglas lógicas a las que someter su ejercicio para alcanzar

la verdad. El hecho es que a partir del siglo I y siguientes, «una nueva forma de

buddhismo aparece en la India, la que toma el nombre de Maháyana o "Gran Vehí-

culo". Sus adeptos consideran con desdén la forma antigua del buddhismo esencialmente

monástico al que miran como una enseñanza menor, adaptada a discípulos cuyas

facultades de inteligencia, de energía y de virtud son limitadas, y que ellos

denominan Hfnayána o "Pequeño Vehículo", "Vehículo inferior"» (pp. 1185-1186).

Sin embargo, hay que señalar que, aunque después del siglo VIII el budismo

de tipo antiguo «declinó rápidamente y luego desapareció completamente en la

India propia», los theravádin habían logrado conservarlo y enriquecerlo en

Ceylán. Una de sus escuelas, «la más conservadora y austera, la de Mahávihára o

"Gran Monasterio", llegó a reconquistar siempre el favor de los reyes y del

pueblo» (p. 1184), y así a mantener la doctrina luego motejada como HTnayána, y

seguidamente a establecerse con gran fuerza en Indochina, primero Birmania, y

luego Siam y Camboya. Por el contrario, en la India central se impuso

mayoritariamente el Mahayana, el cual representó un fenómeno religioso de

gran complejidad cuya esencia «reside en la particular devoción dirigida a los

bodhisattva, a los "Seres destinados al Despertar", es decir, a los futuros buddha»;

mientras que «a la "Vía de los Oyentes", que son exclusivamente monjes que no

miran más que a su propia salvación, lo que parece escandalosamente egoísta,

se prefiere la "Vía de los bodhisattva", los cuales pueden ser los laicos e incluso

seres no humanos: dioses, animales, etc. y están siempre dispuestos a consagrarse

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EL MITO RELIGIOSO

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en cuerpo y alma a la salvación de otro realizando prodigios de generosidad, de

renuncia, de paciencia y de otras virtudes eminentes» (p. 1186). En mi obra de

1997, señalaba que «desde el siglo III a. C, fue emergiendo una profunda

escisión: el budismo Mahayana (Gran Vehículo) consideró al Buda histórico, no como

un simple hombre que había hallado una vía segura para liberarse del mundo,

sino como la encarnación de un ser sobrenatural (Buda eterno) —divinización que

mutatis mutandis recuerda la del Nazareno—. Algunos estudiosos —entre ellos

Thrower— atribuyen este giro aberrante y mitificador del mensaje original a la influencia

del Bhakti Yoga desarrollado en el seno del Hinduismo, y que enseñaba un camino

de salvación basado en el "amor devoto" a un Señor o Dios Personal—concebido como un

avatar (sic) consistente en la encarnación periódica de Dios para salvar a la humanidad»

(p. 153).

Sin embargo, se llegó sólo lentamente a esta línea de deriva

antro-pomorfista, deificacionista y humanista, pues, como subraya Bareau, «el

buddhismo antiguo había enseñado ciertamente, no sin insistencia, que todas las cosas están

vacías (sünya) de "sí" (átman), pero el Mahayana va más lejos todavía y sostiene que todo está

vacío de naturaleza propia (svabháva). Esta tesis se mantendrá como la base, la

quintaesencia de toda la metafísica del Gran Vehículo, que la empujará hasta las

consecuencias más alejadas, probando así una osadía raramente alcanzada en la filosofía» (p.

1187). Bareau describe magistralmente estas consecuencias:

No obstante, los puntos de doctrina expuestos por estas obras no se ciñen a la tesis de la vacuidad universal. Algunos de entre ellos derivan de aquélla, como la noción de similitud de naturaleza de todas las cosas, cuyo principal corolario es la teoría de «el embrión de Tathágata» (tathágatagarbha), según la cual la naturaleza de

Buddha está presente en el fondo de cada ser, puesto que se confunde con la esencia de la realidad, no siendo el «cuerpo de la doctrina» (dhar-makaya) del Buddha otra cosa que la vacuidad. Otro corolario de ésta, que desempeñará un gran papel en la filosofía de la India medieval, incluso fuera del buddhismo, es la tesis de la ilusión (maya) cósmica, siendo considerada como un conjunto de apariciones engañosas en cuyas trampas se dejan coger los seres cuyo espíritu está oscurecido por el error. Como dice una estancia famosa, los compuestos, es decir, de hecho todo lo que el hombre ordinario tiene por real, son comparables a una estrella, a la llama de una lámpara, a una ampolla de agua, a un sueño, a un relámpago, a una nube. Por consiguiente, las fantasmagorías de la magia, como las de la imaginación, tienen el mismo grado de realidad que los fenómenos y las cosas juzgadas como concretas; y los sabios, a saber, el buddha y los bodhisattva, no tienen dificultad en realizar los más maravillosos prodigios por los cuales, provocando el asombro de la mente de los seres, los conducen a la liberación (p. 1188).

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Esta abstrusa y contradictoria metafísica, eminentemente esotérica, contrasta

extrañamente con la degeneración populista del buddhismo en los últimos tiempos

antes de nuestra era, «grandemente favorecida por la inmensa popularidad de

estos cuentos llamados játaka "nacimiento" , que son viejas leyendas tomadas del

folclore indio y remode-ladas de tal suerte que pretenden narrar las hazañas

heroicas realizadas por el futuro Buddha en sus vidas anteriores»:

Para acumular la enorme suma de méritos necesarios para la adquisición lejana del Despertar, el bodhisattva impulsa a la perfección (paramita) el ejercicio de virtudes como la sabiduría, el don o generosidad, la paciencia, la renuncia, la moralidad, la energía, la habilidad en los medios de salvación, la meditación. Sin tregua ni vacilación, él soporta los peores tormentos y ofrece sus bienes, su carne, su vida, para salvar a los seres en las circunstancias más variadas, incluso si estos seres son animales ínfimos. Hacia este salvador cuya bondad, caridad, sabiduría y potencias son infinitas, sube un concierto de alabanzas y un profundo impulso de devoción y amor, precisamente en la época en que la religión india antigua pone en el primer rango de sus dioses a salvadores como Rama y Krsna, a los cuales dirige una devoción (bhakti) intensa (p. 1189).

Como sucederá más tarde, en otro ámbito histórico, con el cristianismo, el

Hamayána se reestructura, aún sin olvidar su núcleo doctrinal fundamental, en

una entidad salvífica bifronte, cosmovisión esotérica «de élite» y actividad pastoral y ritual

populista y popular cargada de mitos y de emociones inconciliables, en rigor, con sus

postulados filosóficos. Un misticismo peculiar al alcance de muchos intentaba, como

en el cristianismo, salvar el abismo y evitar la destrucción de su tronco

originario. Como mostré en 1989, en mi ensayo Imperium Crucis (incorporado

después a mi libro de 1991, Fe cristiana, Iglesia y poder), las sucesivas

reformulaciones y ampliaciones doctrinales tanto del Hinayana como del

cristianismo, suministraron a ambos movimientos, aunque con armas y caminos

diferentes, una plasticidad práctica y una adaptabilidad ideológica realmente

asombrosas.

Nágárjuna elaboró la primera y sin duda la más brillante doctrina del

Maháyána, hacia el siglo II o III d. C, por la envergadura y profundidad de su

pensamiento. Uno de sus principales tratados es el Madhya-makasastra o «doctrina

del medio», que sostenían los madhyamaka o partidarios de la «opinión media»

—que se dice a igual distancia del realismo y del nihilismo absolutos—, y que «reposa

sobre la teoría de la vacuidad (sünyiatá) universal..., pero él la empuja hasta las

consecuencias más lejanas, con un atrevimiento sorprendente y sirviéndose de

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una dialéctica particular llamada "ocasión" (prasanga), basada en la reducción al absurdo de

las opiniones adversas. Con una maestría y un virtuosismo admirables, agrupa por

pares las teorías contradictorias, la opone la una a la otra, las refuta así la una

por la otra, y las rechaza finalmente para no aceptar más que la "doctrina del medio",

es decir, la de la vacuidad». Se trata, pues, de una tarea esencialmente negativa o destructiva

dirigida a «mostrar el carácter erróneo de las ideas que los hombres consideran como

verdaderas» y les impiden «ver las cosas como son y alcanzar la liberación». Pero la

vacuidad misma «no tiene nada de absoluto... pues... la vacuidad de la naturaleza

propia es y permanece enteramente vacía de naturaleza propia; y este carácter la hace

inefable, incluso inconcebible para los hombres ordinarios» (pp. 1192-1193).

Con validez general puede afirmarse que la teoría general de la «transmigración»

(samsára) de las doctrinas hindúes era problemática, pero añadirle la idea de que

hay una «retribución automática de los actos», es claro, y así lo registra también

Bareau, «era difícilmente conciliable con la tesis que rechazaba la existencia del "sí", del

principio vital, o de cualquier otro elemento personal permanente y susceptible de transmigrar

de una vida a otra». Aunque el propio Buddha era consciente de ello, y de que su

teoría podía poner en cuestión toda su doctrina de la liberación, no quiso o no pudo

enfrentarse a un problema que él consideraba como meramente especulativo.

A juicio de Bareau, apenas discutible, «esta dificultad interna de la doctrina

búddhica era el efecto de la coraza sobre la cual se encarnizaban más los

adversarios del buddhismo, pero también importaba resolverla a los más

doctos de los discípulos del Bienaventurado. Los unos, pertenecientes a los

sam-matiya y a las sectas vecinas, sostenían la existencia de la persona (pudgala),

sustancia inefable, ni idéntica a los diversos elementos físicos y psicológicos del

ser ni diferente de ellos, ni compuesta ni absoluta, permanente y transmigrante

de una existencia a la otra. Para los sar-vástivádin, "todo existe" (sarvam asti), el

pasado y el futuro como el presente, lo que les permitía explicar la relación misteriosa entre

el acto que pertenece al pasado y su retribución en el porvenir. Otras soluciones, más o

menos ingeniosas, fueron propuestas por otras escuelas diversas, pero todas

obligaron a los doctores del buddhismo a ocuparse de problemas mucho más

profundos, especialmente la naturaleza del ser y sus relaciones con el tiempo» (pp.

1173-1174):

La tendencia general estaba condicionada por el fenomenismo y la negación del «sí» enseñados por el Buddha. También se dirigió aquí y allá hacia teorías fundadas sobre el rechazo de toda sustancia y sobre la ausencia de duración de los fenómenos. No solamente las cosas son vacías (sünya) de «sí» e impermanentes (anuya), pero no son, para varias escuelas, sino puras denominaciones (prajñapti) o no duran más que un solo

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instante (ksana). Otras todavía subrayaban que cada cosa es y no es todo a la vez, por ejemplo, que la materia es en tanto que materia y no es en tanto que sensaciones, percepciones, funciones mentales o consciencia. Tales fueron los primeros pasos de esta metafísica que debía, en los primeros siglos de nuestra era, servir de base a teorías y sistemas tan prestigiosos como los de Nágárjuna y de Asanga (p. 1174).

Aunque Bareau nos ha ofrecido una exposición de alto standing del

magisterio del Buddha, hay que acudir a la luminosa interpretación del nirvana y

de la transmigración en el pensamiento profundo del Sidd-hartha Gautama que

nos brinda Ninian Smart, en la última versión de su autorizada obra The Religious

Experience (1984,1991). Comienza señalando que la originalidad de Buddha no

quedó confinada en una «reinterpretación psicológica del karma», pues

significaba una verdadera transformación de esta doctrina clave del pensamiento

religioso o no religioso de la India. En la teología del hinduismo, «la doctrina

estaba asociada con la creencia en una pluralidad de almas eternas. Estas "transmigraban

desde un organismo psicológico a otro" —ellas animaban sucesivamente una serie de seres con

atributos físicos y mentales»—. Sin embargo, «el Buddha negó esta creencia en almas o y oes

(selves) eternos», y precisa que el uso común en la India de «alma eterna» es el «sí» (self).

Cada cosa, para el Buddha, no es más que «una compleja serie de muy efímeros estados

o eventos, en suma, tres signos de los mismos: sufrimiento (dukka), ausencia de sí

mismo (anatta), e impermanencia (anic-ca)», porque «nada hay permanente en el

mundo: solamente "nirvana" es permanente» (p. 99); y «esta doctrina de la

impermanencia, cuando se aplica a los seres vivos, significa que no puede haber

ninguna alma eterna», pues, «nosotros somos sólo una serie de estados físicos y

mentales. También somos impermanentes». Este antianimismo radical es idéntico al

que sostiene la ciencia actual de modo irrefutable, después de unos dos mil años de

disputas. Smart agrega que «el renacimiento (rebirth) no debe, por consiguiente,

pintarse como la transmigración de un alma desde un cuerpo a otro. No hay nada que se

transporte desde una vida a otra por esta vía [...]. Por esta razón, es preferible usar la

palabra "renacimiento" (sic) para describir la doctrina de Buddha, mejor que

"reencarnación" (sic) o "transmigración" (sic). Estas dos últimas implican que hay

algo (una alma, o sí mismo) para ser reencarnado o para transmigrar. Hay que

anotar también que el análisis buddhista no implica meramente que no hay yoes en

plural, sino también que no hay ningún Sí mismo (Self) cósmico que anima todo el

universo». Esta negación antiani-mista universal completa el anti-animismo individual, por

el cual, increíblemente, Buddha se ponía a la hora de la cosmología científica actual. Al

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EL MITO RELIGIOSO

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mismo tiempo, «el Buddhismo hacía cara al Jainismo y a las doctrinas monistas

que figuraban en la tradición hindú» (p. 100).

Como han hecho la mayoría de los críticos del nirvana con estimables

argumentos, entre ellos Bareau, Smart señala, con un acento nuevo, que «la

negación del Buddha de un "sí mismo" (self) parecía crear una dificultad acerca

del nirvana»; y precisa, en primer lugar, que «un monje puede alcanzar el nirvana

"con substrato" (sic)», lo cual significa que «ha alcanzado paz suprema y

perspicacia en esta vida. Continuará viviendo, de manera que su mente y cuerpo

permanezcan: esto es el "substrato" (sic)»:

Pero tendrá la seguridad de que después de la muerte no habrá ningún renacimiento más. A

su muerte, habrá alcanzado la segunda fase, nirvana «sin» (sic) sustrato. El sustrato

simplemente cesará. Pero entonces, puesto que la individualidad está hecha meramente

de la sucesión de estados físicos y mentales, ya no podemos hablar del «individuo» como existente

después de su muerte en un estado de «nirvana» final. El santo, o archat, no puede,

parece, gozar de un «nirvana» individual propio. No es como «ir al cielo» (sic), y no es

como la «liberación» otorgada por la doctrina jaina a las mónadas de vida de los perfectos.

Esto introduce un aspecto más al magisterio de Buddha. Consideraba ciertas cuestiones como sin posible respuesta (unanswerable): son preguntas «indeterminadas» (sic), no conducen a la edificación. Entre éstas figuraba la cuestión, ¿existe el Thatagata (i. e., el Buddha), o un santo, tras la muerte? Es erróneo que sí, o que no, o que sí y no, o que ni sí ni no. Estas negaciones pueden parecer enigmáticas. Pero el Buddha indicaba lo que él significaba poniendo un ejemplo. Si se pregunta en qué dirección va una llama cuando se extingue, no puede decirse que va hacia el norte (por qué no va al este, etc.), ni que va al norte o en alguna otra dirección. La interrogación es un absurdo: es erróneamente puesta. Similarmente, en términos de la metafísica del Buddha, es erróneo decir que un individuo, incluso Buddha mismo, existe en el «nirvana». De otra parte, no puede negarse la ocurrencia del estado de «nirvana» mismo. Puede resumirse la posición total del Buddha en este punto diciendo que la idea de la pluralidad de almas individuales es reemplazada por la doctrina (que puede, según él, ser verificada en la experiencia) de que existe una multitud de individuos que son capaces de alcanzar Id percepción trascendente de «nirvana» en esta vida, terminando así su renacimiento; y que hay un reino sin muerte, no nacido, increado, es decir, nirvana, como atestiguó la propia Iluminación del Buddha y la experiencia de los archats (sic). El da una descripción metafísica mínima; pero su descripción es también tanto como podía (sic) ser dicho sobre la base de una reflexión filosófica y de una experiencia mística (pp. 100-101).

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EL QUL, EL CÓMO, Y EL PORQUÉ DE LA RELIGIÓN

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Fue en términos del Noble Sendero Óctuple —un camino de vida de ocho

etapas o fases— como pudo diseñar su ética (los Cinco Preceptos), aplicables a

monjes y laicos por igual, pero los tres últimos —correcto esfuerzo, correcta

mentalidad, y contemplación (samádhi)— son centrales en el ritual pragmático

budista, que lleva al santo budista a creer que tiene «contacto directo con el reino

trascendente del nirvana». Destaca Smart que «aunque el corazón de la enseñanza

budista es doctrinal, está rodeado de una rica mitología», y que los escritos budistas

«están poblados de toda clase de dioses, espíritus, y demonios», pero que el budismo

«trasciende la adoración de los dioses, como hace el Jainismo, pero no los niega»; además de

considerarlos «impermanentes como otros seres vivos, ellos también pueden

escapar del renacimiento sólo a través del nirvana», pero «no tienen poder espiritual

de ninguna clase», ni «conocen el secreto de la existencia, excepto en la medida en

que escuchen al mismo Buddha», quien «está encima de los dioses» (p. 103).

Son seres mitológicos e insignificantes, como lo eran también para Epicuro. Son,

en suma, un adorno mitológico de la piedad popular.

Para el Buddha la muerte era el final del ser humano, y, recuerda Smart, en su

lecho de muerte, le hace comprender a su discípulo favorito, Ananda, «la

inherente necesidad de la disolución, ¿cómo puede ser que un tal ser (como el visible

Gautama) no fuese disuelto?». Y en los últimos instantes, sus últimas palabras

fueron: «La decadencia es inherente a todas las cosas compuestas. Trabaja tu propia

salvación con diligencia», lo que significa: logra la trascendencia del «nirvana», que es la

única salvación factible, pues la muerte de los seres humanos llega indefectiblemente. Ninguna

falsa ilusión de inmortalidad al estilo animista, sino sólo la beatitud en vida mediante el

conocimiento y la contemplación.

Esta exposición seria y objetiva del budismo del Buddha pone de

manifiesto no sólo que rechazaba radicalmente la creencia en un Dios universal, único y

creador de todo lo que existe, invisible y espiritual, sino que también rechazaba radicalmente

la creencia en almas y espíritus inmateriales, invisibles y eternos. La cosmovisión de

Siddhartha Gautama fue esencialmente antianimista, en primer término, y

rigurosamente atea, en segundo término, aunque no menos significativo y

principal. Y, por consiguiente, la noción de «trascendencia» que tuvo en su

pensamiento no partía de una división ontológica de lo que existe en materia y espíritu, en

naturaleza y sobrenaturaleza, en inmanencia y trascendencia, sino en un universo unitario sin

almas espirituales y sin un Dios Creador y universal. Su objetivo, para él y para los

demás seres humanos, consistió en disciplinar la condición psicofísica del humano para

que su actividad mental se distanciase de la sensualidad, en su acepción general, y

omnipresente en el curso empírico del samsara, y se concentrase en un arduo

proceso ascendente de abstracciones que debía culminar en una supresión práctica de todas las

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EL MITO RELIGIOSO

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pasiones (en la significación originaria de passio, passiónis, acción de padecer o

sufrir la acción de instancias externas o internas que convertían al sujeto en un

ente pasivo y dominado en el ejercicio de su personalidad) mediante el

autocontrol corporal y la meditación contemplativa (dhyána) que condujesen al sujeto al

estado absoluto de «nirvana». Este proceso de prácticas físicas y mentales es lo que

entendía el Buddha por el lexema «trascender» o ir más allá de la servidumbre

fáctica del mundo sensorial del dolor y el sufrimiento, y no cualquier otra cosa.

Esta doctrina genuina y auténtica de Siddhartha puede calificarse como se

quiera, pero jamás como una religión en el sentido de la ontología espiritualista y

transnaturalque está presente, expresa o tácitamente, en todas las religiones. El

profesor Sádaba comete un grave (¿voluntario?) error al silenciar, en la

definición que atribuye a Tylor, la doctrina de las almas, presupuesto y base sin la

cual es ininteligible la definición del animismo como «la doctrina de las almas y

espíritus» que caracteriza de una u otra forma a todas las «religiones».

En esta coyuntura de reflexión sobre la religión en la India, aparecerá la

evidencia de mis dos afirmaciones anteriores sobre el jinismo [por doctrina de

Jina(s)] o jainismo (doctrina de los jaina o adeptos de Jiña): el jainismo no debería

tenerse en rigor por una religión propiamente dicha, pues es ateo —no cree en un

Dios o Gran Espíritu Divino y Creador Universal, al cual haya que adorar—, aunque

profese una complicada ontología dualista y animista del universo, que la sitúa en el

radio de acción histórica de la religión. Veamos sucintamente esta cuestión.

En Ateísmo y religiosidad (1997), resumía así los rasgos esenciales del jainismo:

Para concluir este rastreo de las huellas del ateísmo en la sabiduría hindú —que se asocia unilateralmente y con frecuencia erróneamente con la religiosidad—, registremos algunos rasgos esenciales del Jainismo y del Budismo [...]. Si bien las raíces del jainismo se remontan a los primeros tiempos védi-cos, fue Vardhamána —llamado Jiña (Conquistador o Vencedor de todas las pasiones) y Mahavira (Gran Héroe)—, un coetáneo de Siddharta Gautama el Buddha, si no su fundador, al menos su reinstaurador. Los escritos jainistas originales se perdieron, y el tratado más reciente que poseemos —el Tattvar-thadhigama-Sutra, de Umasvamim— data aproximadamente del siglo III a. C. El jainismo acepta las doctrinas hindúes del karma y del samsára —leitmotiv de las creencias indostánicas—, así como su contraparte, el deseo de liberarse de ambas, es decir, de las ataduras del mundo. Rechazaba la autoridad de los Vedas y la noción de un Dios-Creador trascendente. El cosmos es eterno, increado, y contiene dos clases de entes: almas (jiva) y materia inorgánica (ajiva). Las «almas» son infinitas en número y omniscientes, y se encuentran en estado de beatitud cuando no están atadas a la materia. Cuando a través del karma están ligadas a la materia, su estuerzo por romper estos lazos

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EL QUL, EL CÓMO, Y EL PORQUÉ DE LA RELIGIÓN

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constituye la empresa de su liberación. Así, el animismo radical se construye sobre un radical materialismo cósmico, cuyos detalles se inscriben en la mentalidad mítica arcaica. Este acento antiteísta no ha impedido que los veinticuatro grandes maestros jainistas (conocidos como los Tirthamkara o Vadeadores, que han mostrado el vado a través de la corriente de reencarnaciones) se convirtieran con sus imágenes en centro de un templo cultual, aunque el siglo XVIII presenció la acción de una secta dirigida por un tal Viraji que rechazó tanto la adoración del templo como la iconografía religiosa. No obstante, estos Tirthamkara no eran análogos a los dioses del panteón hindú, pues no podían atender a las plegarias (pp. 146-147).

N. Smart ha indicado correctamente que «ambos, el budismo y el jainismo,

trascienden el politeísmo al exaltar por encima de los dioses la idea de una liberación que

nada tiene que ver con Dios o dioses. Ambos, en consecuencia, pueden ser motejados

de "ateísmo transpoliteísta"». Y profundizando más, destaca que la irrupción, en la

India de los siglos VIII a. C. en adelante, de corrientes religiosas y filosóficas no Aryas

«influenció la escritura de los Upanishads y desempeñó un papel primario en las

enseñanzas no ortodoxas que por esa época desafiaban el vedismo y la herencia

brahamánica. Las dos manifestaciones de heterodoxia fueron el jainismo y las

enseñanzas del Buddha. El budismo y el jainismo, y otros movimientos que no

reconocían la autoridad de la religión védica, compartieron en mayor o menor

grado las ideas y prácticas centradas en el yoga —el entrenamiento de la mente y

el cuerpo a través de métodos de ascetismo, control físico y técnicas

contemplativas—. A veces, una de éstas es más acentuada que las otras: en el

jainismo hay gran énfasis en la austeridad; en el budismo hay más atención a los

métodos psicológicos, contemplativos; en la escuela hindú conocida como

Yoga (yugo), el control físico desempeña una gran parte. En este periodo

temprano podemos detectar una visión general del mundo que fue adaptada de

diferentes modos por el Buda, los Jainas, y los escritores de los Upanishads

(que produjeron una síntesis entre esta cosmovisión e ideas védicas tempranas). La

cosmovisión puede tener algunas de sus raíces en la civilización del Valle del Indo,

pues parece que las prácticas yóguícas ya existían allí». Por consiguiente,

«yoga, renacimiento, karma, samsára, liberación —éstos son los elementos de la

cosmovisión que había de dejar su sello en virtualmente la totalidad de la herencia

india—. Una de las más importantes manifestaciones de esta cosmovisión fue

el Jainismo» (1991, p. 88). Pero «a diferencia de la religión un poco caótica que

nos fue revelada en los himnos del Veda (caóticos en el sentido de que grandes

hilos diferentes de mitología están tejidos juntos, con poco a modo de un

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EL MITO RELIGIOSO

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trasfondo doctrinal unificador), el Jainismo tal como lo predicó Mahavira fue un

sistema elaborado. Tenía doctrinas elaboradas, si eran arcaicas, una rica mitología,

una ética detallada, un claro ritual pragmático, su propia organización social, y una búsqueda

de una íntima experiencia contemplativa» (p. 89).

Colette Caillat nos ha ofrecido una excelente exposición de especialista

acerca de las ideas y prácticas de la cosmovisión de los jaina, en su monografía

titulada he Jinisme (1970, loe. cit.), de la cual destacaremos algunos rasgos

esenciales, comenzando por las peculiaridades del dualismo ontológico y su desarrollo

a la vez «animista» y enérgicamente «ateo» en curiosa amalgama.

Según el jainismo o jinismo, hay tres joyas (tri-ratna) que simbolizan la

doctrina, a saber, el recto «conocimiento» (jnána), la recta «visión» (darsana), y la recta

«conducta» (cáritra). El conocimiento es un atributo esencial del «alma» (jiva), y se

adquiere merced a dos normas del saber válido (pramána): la primera, mediata

(paroksa), descansa sobre la percepción indirecta con ayuda de instrumentos

sensoriales, y que es de dos especies y dos grados —el conocimiento representativo

(mati), dependiente de la experiencia personal, y el conocimiento tradicional (sruta),

adquirido ex auditu gracias a la enseñanza del Jiña y de textos sagrados—; la

segunda, inmediata, aporta a la primera el apoyo del testimonio; y estos dos modos

de conocimiento están indisolublemente asociados. El conocimiento inmediato

(pratyaksa) permite la percepción directa, y comporta tres grandes modalidades: la

aprehensión directa (avadhi-janana) de los objetos materiales; los «modos mentales»

(manah-paryáya-jnána) y el conocimiento de los pensamientos de otro. Hay un nivel

complementario de conocimiento que engloba todos los demás: la omnisciencia

(kevala-jnána), que es conocimiento absoluto y perfecto. Paralelamente, los jaina

diseñaron una lógica original orientada hacia la controversia, aspecto fundamental

de su epistemología.

Como ya se ha dicho, el universo o cosmos (loka) de los jaina se compone de dos

entidades radicalmente diferentes: las almas como mónadas de vida (jiva), según sucede en

el animismo original donde son a la vez principios de vida y principios de conocimiento, y la

materia inanimada (ajiva), no viva. Pero hay una forma subalterna, el karman, que

consiste en los efectos de la potencia cohesiva de los átomos bajo la acción

exterior, una forma sutil de la materia que se manifiesta en las acciones (karma) de los

seres humanos. El jainismo es, así, un «sustancia-lismo pluralista» (parináma-váda), que

insiste en la realidad del cambio o movimiento (parináma), que indica que la substancia

(dravya) es el soporte de las cualidades fundamentales (guna) de los existentes de todo

orden, y que se manifiesta según modos transitorios (paryaya). Cinco «masas de ser»

(astikaya) constituyen el mundo (loka) y el no mundo (aloka); a veces se les asocia

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una sexta substancia, el tiempo (kala); siendo el alma (jiva) una sustancia animada,

frente a las substancias inanimadas (ajiva); la materia (pudgala), el espacio (ákása), el

tiempo y el movimiento (dharma), y detención (adharma). Sólo la materia es corporal, las

demás materias inanimadas son incorporales (arüpa, amürta). Sin embargo, todas las

«masas de ser» son eternas; y todas, salvo el tiempo, ocupan «mínima espaciales».

Dado que es corporal, la materia está esencialmente dotada de cualidades sensibles,

y suministra los cuerpos a las almas, en los que éstas residen. En último término,

la materia está constituida por átomos (paramánu) en número infinito, y cada uno es

eterno, indivisible y representa la unidad espacial mínima, pero es compresible. El alma

está «viva», y su característica es la cons-ciencia (cetaná). En número infinito, las

almas son verdaderas mónadas espirituales, eternas, naturalmente idénticas e iguales. No

obstante, se instauran entre ellas desigualdades de estatuto debido al hecho de que

no permanecen puras de influencia externa. Hasta que no sean liberadas de la materia

persisten unidas a un organismo corporal y son coextensivas a sus cuerpos de habitación.

Esta «teoría de las almas» marca la especificidad del jainismo frente al budismo,

dentro del género común del ateísmo. Pero es también en este dominio en el que

se separaron todas las filosofías sustancialistas y animistas —desde Platón y

Aristóteles, hasta Spinoza y Descartes— respecto de los atomistas griegos y la

ciencia moderna. En este contexto específico, es significativa la sofisticada

«teoría de los cuerpos» que elaboró también el jainismo, según la cual existen cinco

variedades de cuerpos, cada uno con su función propia, de los cuales todo

organismo corporal presenta dos formas, a lo menos, o cuatro a lo más. Estos

son los cuerpos, yendo del menos al más sutil: 1) el cuerpo físico (carne, huesos,

cerebro, etc.), como el de los animales y de los seres humanos; 2) el cuerpo de

transformación (vaikriyika), que se metamorfosea a gusto de su posesor, y del cual

los seres celestes e infernales están naturalmente dotados; 3) el cuerpo de

transferencia (áhárika), incompatible con el precedente, que permite al alma

conocer y actuar desde lejos del lugar en que se encuentre el cuerpo físico, y que

es propia de los humanos, en casos particulares; 4) el cuerpo ardiente (tai/asa) que,

formado de partículas iguales, permite las funciones digestivas, y condensa una

gran cantidad de energía y potencia; 5) el cuerpo kármico, formado del karman que

está contenido en el alma. Los dos últimos se hallan en todos los seres. El cuerpo

donde se encarna el alma nace según una de las tres maneras: por manifestación

repentina, sin base material (así los dioses y los seres infernales); por coagulación

espontánea de la materia (por ejemplo, los seres inferiores que poseen entre uno y

cuatro sentidos); por constitución de un embrión (así los seres humanos y la mayoría

de los animales superiores). La función respiratoria es común a todos los seres.

La actividad sensorial presenta un aspecto orgánico y un aspecto psíquico. Los órganos

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EL MITO RELIGIOSO

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sensoriales son de naturaleza material. Al órgano sensorial corresponde el sentido,

función especializada del alma. La función psíquica ofrece dos grados: la facultad

sensible o mental, upayoga, y el ejercicio de esta facultad, laddhi. Finalmente, existe

además un sexto sentido, el sentido interno (manas, órgano mental) o el entendimiento

(samjná, pensamiento nocional): propio de los seres nacidos de un embrión, es

esencial en el proceso de la representación, donde se distinguen cuatro etapas

(la percepción, la voluntad de conocer, la determinación, la fijación por la memoria), que

concluyen en el conocimiento representativo. La quinta especie del cuerpo, el cuerpo

kármico, es un organismo específico íntimamente vinculado a la mónada espiritual de

la cual él causa la servidumbre. Esta ligadura tiene por consecuencia la encarnación y

la migración de las almas, que es una ley del universo; determina la variedad de los seres

y del mundo, limita el alma y la traba en el ejercicio de sus funciones. Penetrando

en el alma, la materia sutil resultante de las intenciones y voliciones anteriores se

transforma en karman, invadida por la ola kármica. La penetración (ásrava) es

provocada por la vibración de los puntos del alma, que pone en movimiento la

materia de la cual están constituidos el sentido interno, la palabra, el cuerpo, y

determina la atracción y la conjunción {yoga, yugo) de estas partículas materiales, que son

susceptibles de formar el karman, con la mónada espiritual. También la acción del

alma influye en su impureza, además de otros factores como el error, la

negligencia, etc. La solidez de los lazos entre la sustancia espiritual y las

partículas kármicas es variable, pues lo es también la fuerza de adherencia, que es

debida a un principio llamado kasáya, propiamente «pegamento», figurativamente

«pasión», la cual nace precisamente del karman. Pero sólo la vida de los adeptos en

comunidad puede eliminar completamente el desapasionamiento. Después de

haberse infiltrado en el alma, la materia kármica permanece en ella por algún

tiempo, a veces largo. Sin embargo, llega finalmente a la maduración (vipáka), y a

su eliminación. Cuando esto sucede, el alma queda libre de materia kármica,

exenta de peso, y se une a la cima del universo. Desde el instante (samaya) en que se

agota el cuerpo viejo y comienza a desarrollarse el nuevo cuerpo, el alma se

carga de materia para su reencarnación.

La teoría de las almas y de los cuerpos está muy cargada de mitología y folclore, lo que

pone en evidencia la incoherencia del jainismo, como también de la mayoría de las

escuelas del hinduismo. Según los jaina, una vez liberada definitivamente de la materia, el

alma abandona su cuerpo ardiente y su cuerpo físico al mismo tiempo que su cuerpo kár-mico.

En un samaya (instante), sube a la cima del mundo, donde se detendrá necesariamente

como alma liberada ya (mukta), como ahna perfecta (siddha). Todas son iguales, no hay una

Mónada Soberana, sino mónadas en número infinito, que cumplen definitivamente la plenitud

de su ser, que es el «puro conocimiento».

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El jainismo desemboca así, en cuanto sabiduría, en el sentido estricto de

wisdom o sagesse, en un discurso de «animismo» interpretado en términos «espiritualistas» y

«sustancialistas», y en una práctica de virtud, sin adoración de «misterios» ni de seres

superiores o sobrenaturales. Existen «almas», pero no «dioses» ni «Dios». No es una religión,

pero si lo fuera habría necesariamente que adscribirla a la definición que,

indebidamente mutilada y trivializada, Sádaba atribuye a Tylor. La furia ateísta

con la que tanto el budismo como el jainismo atacaban el mito religioso mediante

potentes argumentos lógicos y la reductio ad absurdum, encuentra su expresión

brillante y madura, como destacó

James Thrower, en un texto muy representativo de la refutación del teísmo, de

Asvaghosa, en el Buddhacarita (siglo I d. C), centrado en el «problema del mal», y

dice así, invocando la doctrina del propio fundador:

Si el mundo hubiera sido hecho por Dios no habría ningún cambio o destruc-ción, no habría cosas tales como el disgusto o la calamidad, como la verdad o el error, dado que todas las cosas, puras e impuras, tienen que venir de él [...]. De nuevo, si Dios es el hacedor, actúa con o sin un propósito. Si actúa con un propósito, no puede decirse que es totalmente perfecto, porque un propósito necesariamente implica satisfacción de una necesidad. Si actúa sin un propó-sito, tiene que ser como el lunático o el bebé lactante [...]. Dijo el Bendito a Anathanpindika: «Si por el Absoluto se significa algo sin relación con todas las cosas conocidas, su existencia no puede establecerse por razonamiento alguno. ¿Cómo podemos conocer que realmente existe algo sin relación con otras cosas? El universo todo, tal como lo conocemos, es un sistema de relaciones: no sabemos de nada que esté, o pueda estar, no relacionado. ¿Cómo lo que no depende de nada, y no está relacionado con nada, puede producir cosas que están relacionadas unas con otras y que dependen para su existencia unas de otras? Una vez más, el Absoluto es uno o muchos. Si es el único, ¿cómo puede ser la causa de cosas diferentes que se originan, como sabemos, de diferentes causas? Si hay tantos diferentes Absolutos como cosas, ¿cómo pueden éstas relacionarse unas con otras? Si el Absoluto penetra todas las cosas y llena todo espacio, entonces no puede también hacerlas, pues no hay nada que hacer. Además, si el Absoluto está vacío de toda cualidad, todas las cosas que emergen de él deben igualmente estar vacías de cualidades. Pero en realidad, todas las cosas en el mundo están por todas partes circunscritas por cualidades. De aquí que el Absoluto no puede ser su causa. Si el Absoluto es considerado como diferente de las cualidades, ¿cómo crea continuamente las cosas que poseen tales cualidades y se manifiesta él mismo en ellas? De nuevo, si el Absoluto no es cambiante, todas las cosas deberían ser inmutables, porque el efecto no puede diferir en naturaleza de la causa. Pero todas las cosas en el mundo experimentan cambio y decadencia. ¿Cómo entonces puede el Absoluto

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ser inalterable? Además, si el Absoluto que penetra todo es la causa de cada cosa, ¿por qué buscamos la liberación? Pues nosotros mismos poseemos esto como Absoluto, y tenemos que sufrir pacientemente el dolor y la tristeza ince-santemente creados por el Absoluto» (citado por James Thrower, The Alternative Tradition. Religión and the Rejectwn of Religión in the Ancient World, 1980, pp. 101-102).

Es una espléndida refutación de Dios como Absoluto Incondicio-nado, sólo

comparable a la obra crítica de Janasena, Mahapurana (La Gran Leyenda), en el

siglo X d. C. («Sólo los tontos declaran que el Creador hizo el mundo...»). Me

parece objetiva y sutil la valoración crítica que hace Smart acerca de la presencia

residual de dioses y solamente explicable por la inercia popular de la mitología hindú

ancestral: «Aparte del ritual pragmático concerniente a la austeridad y al entre-

namiento de la mente para alcanzar estados místicos más altos, está la adoración

jaina del templo desarrollada en épocas tardías, parcialmente bajo la influencia del

Hinduismo. Se llegó a la veneración de imágenes de los Tirthamkaras. Estrictamente

hablando, ésta no es una adoración o plegaria, ya que los santos (holy) están más allá de la

posibilidad de afectar o ser afectados por lo que sigue ocurriendo en el resto del cosmos: existen

serenamente en la cima de las cosas. No obstante, la práctica religiosa jainista tiene los

signos externos de un culto divino, incluso aunque en los tiempos medievales

hubo considerable oposición entre jainas a este uso de imágenes. Como las grandes

figuras de la transición eran honradas, también eran exaltadas, en cierto sentido,

para funcionar como los dioses de la religión popular» (p. 94). Se trata de una leve

corrupción.

Esta larga excursión por el budismo y el jainismo habrá sido de gran

utilidad para precisar los verdaderos perfiles del animismo y, a la vez, los límites y

la esencia de lo que puede denotarse como verdadera «religión» y no sólo mero

sentimiento «religioso» respecto de la supervivencia de los muertos y otras

supersticiones.

La lección esencial que nos brinda la investigación del «cómo» de la religiosidad y de las

religiones confesionales —su proceso genético— radica en el hecho evidente de que

es la única vía que nos ha conducido a un verdadero conocimiento de la esencia y de la

finalidad de la religión, no sólo de sus orígenes. Las dos o tres ocasiones cruciales en que

una investigación radical sobre el cómo de la religión se puso en marcha son los

momentos en los que figuras geniales dieron pasos definitivos para saber qué es

realmente la religión. Pienso en tres claves: Edward B. Tylor (Primitive Culture,

1871) puso incuestionablemente de manifiesto que la invención animista definió

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diáfanamente el núcleo duro de toda religión, y que ninguna religión puede

subsistir sin la creencia en almas o en espíritus inmortales; Ludwig Feuerbach

(Das Wesen des Christentums, 1841) identificó los mecanismos mentales que

actuaron en la proyección antropomórfica de la idea de un Dios que elevaba a la infinitud

los atributos definitorios de la finitud humana; y Sigmund Freud (Das Unbehagen

in der Kultur, 1930) reveló que las ideas que nutren el fenómeno religioso no son,

en cuanto tales, nada más que ilusiones, deseos y satisfacciones vicarias de los anhelos del

ser humano en su proceso vital. Los tres trabajaron con hipótesis mecanísmicas de

pretensión científica que han aportado conocimientos determinantes para desvelar

la inanidad ontológica de la religión y su esencial invalidez en términos de verdad.

4. EL «PORQUE» DE LA RELIGIÓN

La «explicación» de la invención animista hace superflua, en rigor, la cuestión del porqué

(o para qué) de la religiosidad. El análisis del «cómo» ofrece la respuesta tanto al

«qué» como al «porqué». Pero si se insiste en plantear la pregunta, entonces

habría que formularla así: ¿por qué (o para qué) el humano prehistórico

incurrió en el inmenso «error categorial y argumental» de confundir la «mente como

proceso» con el «alma como sustancia metafísica»?; es decir, más sencillamente, ¿la mens

con el anima?... Este rotundo salto ontológico—aunque el primitivo

indudablemente no se lo hubiera representado de tal modo— ha quedado

convenientemente «explicado» en términos mecanísmicos como la incidencia en su mente

de dos poderosos factores antropológicos: a) la urgente necesidad de obtener un cierto

grado de racionalización del mundo —aunque fuera una racionalidad falsa— que lo

habilitase para su operativa inserción coherente en las experiencias de su vida; y h) la

necesidad de hallar un camino para disipar, o al menos atenuar, su angustiosa obsesión

con el omnipresente hecho de la muerte. Ambos factores cabe suponer que lo hubiesen

orientado espontáneamente —no deliberadamente— hacia la integración de ambos elementos

en mecanismos mentales de causalidad eficiente y naturaleza neurofisio-lógica que lo condujeran

al «error categorial», es decir, a caer en la rei-ficación ontologista de la mente,

sustituyendo procesos por cosas. Es absolutamente descartable la conjetura de que el

primitivo habría intraducido a priori y deliberadamente una «intencionalidad» de

carácter finalista o utilitario. En primer lugar, porque la «consciencia» del

primitivo probablemente no estaba todavía entrenada en las trampas desiderativas

para las que el humano civilizado es un experto; y, en segundo lugar, porque

incluso para el civilizado la introducción apenas consciente de instancias

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EL MITO RELIGIOSO

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intencionales se realiza por vías indirectas y complejas, y raramente por esquemas

volitivos deliberados en la consciencia del orden de proyectos de medios-fines.

Según indiqué en la sección 2, los mecanismos mentales que configuran las

acciones humanas descansan siempre sobre causas propiamente dichas en términos

reales, o sea, sobre causas eficientes, para las que los esquemas intencionales son sólo

representaciones finalistas concomitantes y secundarias que apenas «muerden» en la

realidad empírica. De ahí su carácter superestructural, y el hecho de que para modificar

esa realidad acaban funcionando como coloración de las verdaderas causas, que son siempre

«causas eficientes productivas». Suele distinguirse tradicionalmente entre fin o causa

final, como aquello por lo cual (o en vista de lo cual) algo se hace (ejecución de algo); y

finalidad, como resultado, como causa eficiente, como lo que se hace (producción de algo).

Es claro que los procesos reales se refieren a la finalidad misma (el efecto producido), y no

verdaderamente al fin mismo (el propósito o intención) en cuanto que es un proceso

ideativo pero que opera también como una causa eficiente, aunque parezca un

proceso subjetivo no investigable empíricamente prima facie al margen del proceso objetivo

investigable. La posición de Bunge se mueve en esta misma línea: «lo que

tradicionalmente se ha llamado "causalidad final" no es sino la causalidad eficiente

con vistas a un efecto (objetivo) [...]. Las "explicaciones" en términos de motivos, intenciones

o funciones son, en último término, explicaciones causales» (ob. cit., p. 90, cursivas mías).

No cabe imaginar que la actividad humana sea resultado del libre arbitrio: todo es

un momento de un proceso causal en última instancia generado por causas

eficientes en un curso global determinista. En otras palabras, la «causalidad teleológica»,

que es, en rigor, una teleonomía inmanente, es una pantalla idealista de signo

dualista para «desmaterializar» los factores motivacionales de la acción humana,

enraizados hondamente en las estructuras biológicas en las que descansa la

causalidad eficiente —la única que produce cambios en la realidad—. La causalidad

intencional o finalista se convierte en una hipostización de estados de consciencia que son

realmente procesos cerebrales, neurofisio-lógicos, no interpretables en su verdadera

funcionalidad con categorías del Verstehen meramente «comprensivo» en

términos de fines e intenciones desarrollados de modo introspectivo y psicologista,

como mostraron Smart y Place —y apodados por este último «la falacia

fenome-nológica»—. Las ciencias sociales e históricas son ciencias de realidad que se

proponen «explicar» con «evidencias» de pretensión veritativa los procesos de cambio

en la vida personal y colectiva de los humanos mediante su identificación

mecanísmica. «Si deseamos comprender una cosa real, sea natural, social, biosocial, o

artificial, debemos hallar cómo funcionan. Es decir, las cosas reales y sus cambios se

explican revelando sus mecanismos: en este aspecto, las ciencias sociales no difieren

de las ciencias naturales» (p. 49). Como se ha indicado, «un mecanismo es un proceso

Page 71: Puente Ojea - Vivir en La Realidad

EL QUL, EL CÓMO, Y EL PORQUÉ DE LA RELIGIÓN

71

en un sistema», más precisamente, «el modo en que procede un proceso», el cual es

«la operación de determinados mecanismos» (pp. 55 y 59). Las mal llamadas «causas

intencionales o finalistas» por sí y en sí mismas no cambian nada, pues sólo son

hipotéticos estados neurofisiológicos de consciencia que ayudan a comprender la

conducta de un espectador a partir de sus procesos introspectivos de la misma

naturaleza (lo que puede estar ocurriendo en la consciencia de sus congéneres)

para «comprender» —lexema nebuloso si los hay— sus actos.

Retornando a la cuestión del porqué (o para qué) de la invención del animismo como

umbral de la religiosidad, estimo que podría decirse, en lenguaje algo críptico y

metafórico, que el humano prehistórico sufrió un inconsciente e ingenuo autoengaño al

cometer lo que hemos descrito con rigor como un gran error categorial, un suceso

científicamente enigmático pero que debe situarse en un contexto neurobiológi-co y

evolucionista. Como señalé anteriormente, no es posible responder a esta cuestión

del porqué diciendo que el primitivo optó por ese error porque ponía en su mano una

especie de panacea que resolvía óptimamente, y a la vez, el problema de la racionalidad del

mundo y el problema de la muerte. Ese error fue biológicamente, neurofisiológica-mente,

«operativo» en un determinado momento de un proceso, en términos de supervivencia. No es

posible hablar de «opción» porque no había nada previo sobre lo cual optar, ni es

imaginable que en asunto que afectaba radicalmente al autoconocimiento

humano se asumiese nada menos que un escrutinio crudamente utilitario. No

hubo un acto consciente de opción porque no podía haberlo, pero está dentro de una

conjetura verosímil, e incluso probable, que en los repliegues ocultos del cerebro

humano existen anticipaciones neurobiológicas enigmáticas en el proceso mecanísmico de los

estados de consciencia. Es verosímil que el cerebro humano funcione como un

complejísimo ordenador que procesa incalculable magnitud de información [energía),

no como un mero operador serial binario, sino por procesamiento de distribución en

paralelo (PDP), cuyos resultados no pueden representarse paso a paso en la consciencia, sino

en su globalidad. La biología tiene sus propios caminos ocultos. Más adelante

indicaremos la función anticipativa del sistema neuronal.

Disipemos ahora un posible equívoco al que me referí en mi trabajo «El

Mito de la Religión (Síntesis de una polémica antropológica)», en el libro ha

andadura del saber. Piezas dispersas de un itinerario intelectual (Madrid, 2003). Escribía

allí sobre «la distinción entre la experiencia mental del ser humano para conocer

las cosas y a sí mismo —un proceso de conocimiento de carácter

empírico-trascendental— y la experiencia animista —un proceso

psicológico-subjetivo que llevó al hombre prehistórico a la creencia falsa de

poseer un doble (anima) de su cuerpo; y también de otras falsas creencias que

alcanzaron infortunadamente rango histórico de generalidad y pervivencia—.

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EL MITO RELIGIOSO

72

El primer tipo de experiencia pertenece ex natura al homínido desde su acceso a la

racionalidad plena del Homo sapiens sapiens, y constituye un atributo

antropológico esencial y universal que le permite pensar y reflexionar. El

segundo tipo de experiencia es algo que le aconteció al ser humano en el proceso

histórico de su autoconocimiento, y es un hecho contingente en su esfuerzo por

explicar los fenómenos. Esta distinción equivale a la que hay entre el proceso

psíquico del conocer —que puede incurrir en inferencias falsas— y el proceso del

conocimiento objetivo como tal, por lo cual reviste carácter universal y necesario en

términos epistemiológicos —pues persigue la verdad que define a la ciencia—.

El error categorial del animista pertenece al segundo tipo.

¿Qué cabe decir ahora, en el marco de esta distinción, de las virtualidades

que podría ostentar la hipotética «causalidad teleológica» respecto de la invención

animista?... Más bien poco, pero por de pronto que esta «invención» no fue, en el

curso de su proceso genético, un fenómeno explícitamente influido por intencionalidades

o voliciones, sino generado por mecanismos causales inherentes a las estructuras del

sistema nervioso en su configuración teleonómica integradora. Solamente cabe hablar de la

presencia de instancias decisorias en el nivel de la consciencia humana, a partir de la

consolidación y formalización mental del animismo como modelo de representación

generalizado —aunque en diversos grados— en las sociedades protohistóricas.

Es entonces cuando no sólo se da esa presencia reguladora de la conducta humana

saturada de religiosidad, sino también cuando el desarrollo de la cultura fue progresivamente

dominado por la falsedad definitoria de la «invención animista» como monumental error

categorial. Es igualmente entonces cuando una praxis —práctica más teoría— de

carácter fideísta se impone como plataforma ideológica de los «poderes» y los «credos» en

permanente simbiosis operativa. Surge así la apologética religiosa como repertorio

articulado de respuestas al porqué de las creencias animistas. Un argumentario que,

además de no explicar nada, se ajustaba servilmente al error categorial y su rica

floración, que cada vez más con el paso de los milenios iría acreditando sus

potencialidades para fortalecer las relaciones de mando y obediencia como los más

destacados frutos de su función ideológica.

Entre los grandes problemas que debe resolver la teoría de la identidad de

fenómenos mentales y fenómenos cerebrales está el del papel de la teleonomía

inmanente de los procesos neurobiológicos. Hay ya algunas pistas que

permiten formular ciertas conjeturas, pues este dominio de la Ciencia sigue

siendo eminentemente conjetural. Observa Bunge que «la mayoría de los mecanismos,

sean sociales o físicos, están ocultos [...]. Ahora bien, los mecanismos ocultos no pueden

inferirse de los datos empíricos: tienen que conjeturarse». Pero «para que una

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EL MITO RE1JGK ¡SO

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conjetura pueda considerarse como científica tiene que ser empíricamente contrastable [falsable,

diría K. Popper] (Idealmente, una hipótesis científica, a menos que sea

extremadamente general, debe ser a la vez confirmable o falsable). Y la conjetura ha

tenido que ser corroborada empíricamente para que pueda considerarse como

verdadera en algún grado» (p. 65, cursivas mías). Sin embargo, «debido a que muchos

mecanismos están ocultos, tienen que conjeturarse antes de que puedan ser realmente

descubiertos» (p. 66, cursivas mías).

Respecto a la hipótesis animista, mi conjetura es la de que fue una inferencia falsa,

un accidente psicológico en un proceso de reflexión dominado por categorías

implícitas en el sentido común, lo cual no dejaba dañado en sí mismo el marco

trascendental de conocimiento en general; pero sí empujó a la mayor parte de los humanos por

una pista mental errónea; agrego yo que es una hipótesis verosímil, e incluso probable, que

en las estructuras neurubiológicas de los cerebros humanos que produjeron la «invención

animista» pudo existir una función soterrada que enmendase algunos eventuales «vacíos

informativos» de carácter accidental en procesos generadores de pensamiento, como el que

aventura, por ejemplo, el profesor Rubia al hablar de los fallos sinápticos en los

contactos entre neuronas. Tanto el psiquiatra F. García de Haro como el

neurofisiólogo F. J. Rubia nos explican cómo el propio órgano pensante —el cerebro—

nos «engaña» porque está al servicio de la supervivencia de su portador, a la que

subordina todo lo demás cuando ello es necesario, incluso la búsqueda de la

verdad. Rubia destaca un fenómeno sorprendente e importante. Al cerebro

«poco le importa —escribe— cómo sea la realidad exterior, lo que le interesa es

más bien cómo el cerebro puede utilizarla para la supervivencia del organismo»

(El cerebro nos engaña, 2000, p. 26); pues «son las ilusiones sensoriales las que nos

dicen que el cerebro desprecia olímpicamente la realidad exterior». Rubia

comete algunos errores, pero cuando se centra en su especialidad dice, en

ocasiones, cosas sumamente interesantes, como ésta: «lo más sensacional es la

capacidad cerebral para rellenar huecos informativos con fabulaciones, irrealidades,

con tal de salvar una historia plausible». Esto quizá pueda aplicarse, aunque con

muchos matices, a la «invención animista». El «relleno informativo» se refiere no sólo

a las percepciones, sino también, «y, sobre todo, a la capacidad mixtificadora tanto en la

memoria como en la desarrollada por el hemisferio intérprete o izquierdo cuando conoce la

información que maneja su homólogo derecho. Es asombrosa esta capacidad cerebral para

crear informaciones falsas, y muy preocupante de cara al uso de información que

creemos fidedigna». Rubia la califica de misteriosa, y adelanta una hipótesis

sugestiva: «esto me recuerda a lo que ocurre en el nivel de los contactos entre las neuronas,

la sinapsis, cuando por lesión falta alguna de las sinapsis que llegan a una neurona. Los

axones que quedan intactos se ramifican de nuevo para ocupar el lugar

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EL MITO RE1JGK ¡SO

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sináptico que queda libre, aunque es indudable que esta información que llega

por los nuevos axones es completamente distinta de la que llegaba antes por los

axones que ahora están lesionados». Y añade que «este fenómeno, que

caracteriza el horror vacui u horror al vacío, típico de la naturaleza, ocurre no sólo

en las neuronas espinales, también se ha descrito en

el hipocampo y en otros lugares. Al parecer, la función neuronal sólo está garantizada

cuando todos los lugares sinápticos están ocupados. De forma similar, podríamos

imaginar que en el cerebro, a un nivel superior, ocurre lo mismo. Lo importante es que la

información no falte, aunque parte de ella no sea exacta. Vara el cerebro la información falsa

es mejor que ninguna [...]. Y de nuevo se volverá a plantear hasta qué punto no

proyectamos al exterior algo que el propio cerebro ha creado», como «en el caso de las

alucinaciones» (pp. 27-28, cursivas mías). He aquí, pues, la paradoja: sacrificar

provisionalmente la verdad, para encontrarla en última instancia más adelante,

cuando la investigación científica descubra lo cierto.

Datos de laboratorio como los que ilustran la labor de F. J. Rubia acerca de

ciertos mecanismos neuronales de suplementación informativa de relleno, y el diseño de

modelos científicos recientes como el que, por ejemplo, ofrecen los neurobiólogos

E. d'Aquili y sus colegas basándose en la hipótesis de la existencia de la función

de un operador binario, que algunos autores localizan en el lóbulo parietal del

hemisferio dominante y que genera el modo analítico y dualista de pensamiento y la

visión secuencial y temporal del mundo, dejan abiertos caminos para detectar e

identificar determinados niveles de la actividad neurofisiológica que señalarían

que hay estructuras energético-materia-les que precondicionan o anticipan lo que las

tradiciones «idealistas» de pensar «categorizan» como intencionalidades o voliciones

del sujeto de la acción humana como «decisor o director libre» de sus actos —lo cual

es una mera hipótesis metafísica—. Entonces, en este planteamiento de inspiración

«materialista», se reducirían las preguntas sobre los orígenes de la «religiosidad» desde el

«porqué» (o para qué) hasta preguntas sobre el «cómo» se produjo la invención animista.

Finalizaré mis comentarios sobre la cuestión del porqué, refiriéndome

brevemente a la mayor expresión de la fantasía metafísica, al imaginar que es

ineludible responder a la pregunta que formuló el filósofo y científico G. W.

Leibniz en el siglo XVII y fue orquestada con los más sonoros acordes por el

metafísico M. Heidegger en el siglo XX, considerada como la suprema pregunta

que marcaba la cima del conocimiento y del saber, ¿Por qué existe algo en lugar de

nada? El sentido de esta pregunta está escondido, pues el indeterminado «algo»

cubre el abstracto «ser». Es decir, la pregunta es ¿Por qué existe el ser en lugar de

nada? Si «algo» equivaliese a un «existente concreto» y no a nada, la forma de la

pregunta se disolvería en esta otra: «¿Cómo existe este "existente" particular?»,

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EL QUÉ, EL CÓMO, Y EL PORQUÉ DE LA RELIGIÓN

75

pregunta que es perfectamente pertinente. La primera es una pregunta capciosa,

una pseudopregunta, porque no se dan las «condiciones de posibilidad» de su respuesta,

como vamos a ver.

Anteriormente, en la sección 2, señalé por qué M. Bunge decía

axiomáticamente que la existencia de algo existente «no necesita explicación», y así

sucede, y que solamente pueden «explicarse» los existentes particulares, en cuanto que

aparecen fácticamente (emergencia) o desaparecen (extinción), pues ellos son los

resultados de cambios o procesos de la energía-materia. No su patencia o estar

existiendo, pues el hecho de la existencia como tal es la existencia en cuanto que existir

referido a algo. No tiene explicación, sino constatación. Pero a esto podría su-

puestamente objetarse que es correcta la pregunta en cuestión si se refiere al Ser

en general; pero entonces es necesario especificar la interrogación misma: ¿Se

refiere a un Ser como Totalidad concreta y determinada —es decir, la totalidad de los

existentes particulares, la clase universal de los existentes concretos o la suma de todos éstos—

o, por el contrario, se refiere a Ser en cuanto ser —es decir, el Ser Trascendental como

universal, abstracto e indeterminado?—... En cualquiera de estos dos casos, se

trataría de una fictio mentis, un enunciado sin auténtica realidad del referente (véanse

los capítulos 10 y 11 de mi libro Opus minus. Una antología, Madrid, 2002, pp.

57-71). En el primer caso, porque una clase (universal) como totalidad no puede

predicarse de sí misma —es decir, no pertenece a la totalidad de sus miembros como

tales—, y por consiguiente la célebre y artificial pregunta, cima excelsa de la

Metafísica, se hunde sin remedio por su inconsistencia sintáctica y semántica.

Tampoco se arreglaría nada afirmando que ese Ser como Totalidad existente en y por

sí mismo define un universo considerado como un existente diferente y al margen de todos los

demás existentes, pues entonces la categoría de «existencia» no sólo perdería su unidad

sino que quedaría privada de significado. El segundo caso es aún de más sencilla

refutación, pues se basa en un supuesto irreal, puramente imaginario, el de que existe, y

que es concebible, un Ser en sí llamado Ser Trascendental que, sin ser una Totalidad

concreta ni una Clase universal, existe en cuanto que «ser como ser», «ser en cuanto que

ser» (óv'f| óv), en lenguaje aristotélico. En el mencionado libro analizo y

fundamento ampliamente mi posición: No existe, ni puede existir, un ser o existente

sin determinaciones, pues ese ser indeterminado es una contraditio in adjecto en cualquier

lenguaje que pretenda tener la realidad como referencia (en el sentido realista y

técnico de este término). Las totalidades distributivas son, en general, clasificaciones

sin realidad como tales (como los géneros y especies); son nombres de clases o conjuntos

de cosas, que éstas sí son reales, y que convienen todos en cierto(s) predicado(s).

Son «universales» sin existencia real, porque no son «individuos». Pero aún lo es menos el Ser

Trascendental, porque la «existencia» no es un predicado real. La idea de Ser Trascendental

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EL MITO RELIGIOSO

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que nos legó Aristóteles es un extravío mental que inauguró la Metafísica

Occidental y representó durante muchos siglos el desvío del pensamiento

filosófico por sendas apartadas de la Ciencia. Esta —y el sentido común

ilustrado— nos dice que todo existente es un ser determinado, y que sólo es lo que es en

virtud de sus determinaciones como existente. La separación de «esencia» y «existencia» es

una absurda invención derivada de la metafísica aristotélica (cf. El mito del alma, pp.

28-29) reinterpretada por los teólogos cristianos para acomodar a su Dios

trascendente como el Primer Analogado en la jerarquía de la analogía entis.

También, en este segundo caso, la «suprema pregunta» se desmorona por

carencia de significado. Por consiguiente, en ambos casos la pregunta carece de

respuesta, lo que equivale a decir que es una pseudopregunta, cuyo subsuelo consiste

en una metafísica teleológica de signo creacionista y voluntarista colgada de la fe monoteísta.

En el citado libro El mito del alma. Ciencia y religión (Madrid, 2000, pp.

101-109), me ocupé de este asunto más extensamente, y a él remito al lector.

Sin embargo, deseo añadir a lo dicho aquí un par de pinceladas de importancia

para el presente trabajo. El filósofo Moritz Schlick, destacado líder de la

llamada Escuela de Viena, afirmó acertadamente que «ninguna pregunta real es,

en principio, unanswerable (incontestable)» si posee significado, «pues la

imposibilidad lógica de resolver un problema equivale a la imposibilidad de indicar

el significado del problema. Así, una pregunta que no tiene en principio respuesta no puede

tener significado [...]: no es sino una serie de palabras sin sentido con un signo de

interrogación tras ellas». En consecuencia, «sólo un análisis del "significado" de las

preguntas permite saber qué preguntas son, por su propia índole, incontestables

(unanswerable) [sin respuesta]». Indica Schlick que «un cuidadoso examen

muestra que todos los varios modos de explicar lo que realmente se significa por una

pregunta son, en última instancia, nada más que varias descripciones de vías por

las cuales la respuesta a la cuestión ha de ser hallada. Toda explicación o

indicación del "significado" de una pregunta consiste, de uno u otro modo, en

prescripciones para encontrar su respuesta [...]. Puede ser empíricamente imposible según

esas prescripciones [...], pero no puede ser lógicamente imposible. Porque lo que es

lógicamente imposible no puede ni siquiera ser descrito, es decir, no puede

expresarse con palabras u otros medios de comunicarse». Todo esto equivale a

afirmar que sólo puede preguntarse por qué existe algo concreto y contingente, porque el

«significado» de este particular se adquiere dentro del horizonte de la totalidad de lo que hay,

de los existentes. Si hablase en el lenguaje de Bunge —un lenguaje mecanísmico, no

precisamente «mecanicista» en su sentido peyorativo—, Schlick habría dicho que la

explicación de un existente consiste en demostrar qué mecanismos dan respuesta al cómo de su

existencia. Los positivistas lógicos rehuyen el positivismo fáctico, mecanísmico, de

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EL QUÉ, EL CÓMO, Y EL PORQUÉ DE LA RELIGIÓN

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las causas eficientes —cuya realidad materialista rechazan siguiendo el

nominalismo fenomenalista de Hume—, y prefieren hablar en términos de

descripciones y prescripciones; pero esta evidente diferencia de sistema filosófico no

afecta a la validez de su crítica a la «carencia de significado» de la pregunta de Leib-

niz-Heidegger.

Todo lo que puede entenderse y explicarse es solamente lo existente en el

contexto de sus relaciones con lo que ya existe: cómo cada existente ha llegado a existir o

ha dejado de existir; es decir, en virtud de qué mecanismos se produce el cambio o

movimiento mediante la acción de causas eficientes sometidas a las leyes naturales. El

filósofo griego Estratón de Lampsaco, muerto en el año 269 a. C, formuló el

principio de inmanencia que rige en la Naturaleza, y que puede explicarse así: El

mundo es todo lo que existe y nada más que lo que existe; y todo lo que puede explicarse, tiene

que explicarse por referencia a lo que hay en el mundo. Lo último es el conjunto de todo lo que

hay, y sus principios de explicación están en lo que hay. Nada trasciende al mundo, y cada

existente es como un fragmento de mundo, y como tal puede ser explicado.

Debe completarse la declaración epistemológica de Estratón acerca de la

«explicación», con esta declaración ontológica acerca de la

«existencia»:

1. Solamente existen estados de la energía física —diversificables por sus

condensaciones (E = me2) y sus niveles de complejidad— que

generan en el sujeto humano cognoscente estados mentales

ontológicamente idénticos a procesos neurofisiológi-cos de simbolización de los

correspondientes estados de energía en cuanto referentes reales suministrados

por los datos de la observación empírica intersubjetiva.

2. Los llamados estados mentales —sensaciones, percepciones y re-

presentaciones— solamente poseen la realidad actual del hecho de su

identidad existendal con los estados cerebrales formalizados únicamente en el

sistema nervioso central (SNC), y pueden reputarse como referentes

verdaderos —físicamente e informacio-nalmente— si funcionan de modo

satisfactorio en términos a la vez de lógica y de experiencia empírica en el

mundo.

Esta propuesta difiere radicalmente del realismo idealista de la tradición

platónica y del realismo llamado ingenuo de algunas tradiciones filosóficas

aristotélicas, a la vez que asume ciertos postulados del realismo crítico de base

fisicalista. Descarta, en consecuencia, la propuesta del materialismo filosófico de G.

Bueno y sus tres géneros de materialidad, así como el peculiar interaccionismo de

K. Popper y su teoría de los tres mundos. Cf mis ensayos El mito del alma

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EL MITO RELIGIOSO

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(especialmente la p. 366 infra), Opus minus (2002), La andadura del saber (2003) y

Anis-mismo (2005).

5. RODOLFO LL1NÁS Y EL MITO DEL YO

5.1. Por la extraordinaria competencia científica como investigador del cerebro

humano y la originalidad y hondura de su libro / of the Vortex. From Neurons to

Self (2001), traducido al castellano con el acertado título El cerebro y el mito del yo

(2002), he pensado que el gran neurobiólogo e investigador de la mente

Rodolfo Llinás puede aportarnos los datos fundamentales del funcionamiento

del sistema nervioso para los temas planteados en este ensayo sobre la religión.

Llinás inscribe su tarea resueltamente en el estudio mecanísmico de hechos

concretos y observables empíricamente, y no en esquemas finalistas sobreañadidos al

estudio de las causas eficientes —en el sentido de la metodología establecida por

Bunge—, poniendo así las bases para una psicología rigurosamente científica

que nada tiene que ver con la «intencionalidad» del Verstehen y sus esquemas

psicológico-fi-losóficos de carácter finalista. Pero dejando esto bien sentado,

hay que agregar que la «intencionalidad» inherente a los sistemas nerviosos abarca no

sólo el comportamiento de los seres humanos, sino también al funcionamiento

de los organismos pluricelulares dotados de motrici-dad anticipativa de índole finalista

inmediata, que es inherente energéticamente a la acción fisiológica misma de

dichos organismos. En los animales primitivos, el cerebro rudimentario es ya

un requisito evolutivo para la elaboración de un plan interno generado en el

nivel neuronal. Adelantando el perfil de estos procesos, Llinás destaca que

la evolución del sistema nervioso suministró un plan compuesto de predicciones, la mayoría de las cuales, aunque muy breves, se orientan hacia una meta y se verifican momento a momento mediante la entrada sensorial. Con esto, el animal puede moverse activamente en determinada dirección según un cálculo interno —una imagen sensomotora transitoria— de lo que puede encontrar afuera. Ya en este momento, debería ser clara la siguiente pregunta en nuestra investigación de la mente. ¿Cómo evolucionó el sistema nervioso para adquirir la capacidad de ejecutar la sofisticada tarea de predecir? (pp. 22-23).

Así, la predicción de eventos futuros —vital para moverse eficientemente— es sin

duda la función cerebral fundamental y más común. Por eso, el yo —el sí mismo,

en la terminología de Llinás, como se verá luego— es la centralización de la

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predicción, es decir, lo que permite la función anticipatoria, propiedad esta inherente

a los circuitos neuronales y sin la cual es imposible todo movimiento concreto

gobernado por la «intencionalidad» de cada acción impulsada por el mecanismo

correspondiente en la relación estímulo-respuesta; pues lo que hemos dado en

llamar «pensamiento» es la interiorización evolutiva del movimiento.

En este marco operativo neurofisiológico, la intencionalidad de la actividad

nerviosa —autoconsciente en el sujeto humano y, primeramente, sólo incoada y

no reflexiva en el organismo multicelular, sin ningún presupuesto animista o

preanimista— queda materialmente apuntada y, a la vez y por ello, explicada en

términos fisicalistas. Pero entonces la base de la predicción —que es la expectativa de

eventos por venir— es la percepción. La predicción, función tan radicalmente dife-

rente del reflejo, constituye la verdadera entraña de la función cerebral. Así,

resulta que «en los albores de la evolución encontramos ya este impulso, esta

fuerza directriz, esta "intencionalidad" que desemboca en las imágenes

sensoriales y, en última instancia, en la mente y el "yo"».

Pero justamente aquí, Llinás se interroga:

Aunque la predicción se localiza en el cerebro, no se lleva a cabo en un lugar especial. Las funciones anticipatorias deben congregarse bajo un único marco de referencia o modelo; de lo contrario, podrían estar localizadas en diversos órganos, pero no funcionarían de modo armónico. ¿Cómo se conglomeran estas funciones? ¿Dónde se almacena la función anticipatoria? Yo creo que la respuesta se encuentra en aquello que hemos dado en llamar el «sí mismo» (sic). El «sí mismo» es la centralización de la predicción (sic), y no nace del dominio de la autoconciencia, pues ésta sólo se genera al darse cuenta de sí mismo. Según esto, el sí mismo puede existir sin conocimiento de la propia existencia. Aun en nosotros, los humanos, como individuos autoconscientes, la autoconsciencia no está siempre presente (p. 27).

Puede decirse que en lengua inglesa no es el I (yo, sujeto), sino el Self (sí

mismo como objeto) lo que define la centralidad operativa del sistema nervioso

central (SNC). Como lo expresa literalmente Llinás, «entendiendo que el cerebro

predice basándose en una "entidad" inventada, el "sí mismo", comprenderemos de

inmediato cómo se genera el estado mental». Pero antes de explicar en detalle

cómo nació evolutivamente la habilidad de predecir, concluyamos que el mito del

yo consiste en creer en la «existencia de un yo separable de la función cerebral», cuando

realmente «la mente es codimensional con el cerebro, y lo ocupa todo, hasta en sus

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EL MITO RELIGIOSO

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más recónditos repliegues» (pp. 3-4). Llinás precisa con una expresiva metáfora

esta peculiaridad del cerebro/mente:

[...] al igual que las tormentas eléctricas, la «mente» no representa simultá-neamente todas las posibles tormentas, sino sólo aquellas que son isomorfas (o sea, que coinciden con la representación del mundo externo) con el estado del mundo que nos rodea mientras lo observamos (sic) y que lo reconstruyen, lo transforman y

modifican. Al soñar, liberado de la tiranía de los sentidos, el sistema genera tormentas intrínsecas que crean mundo «posibles», en un proceso que quizá se asemeja al pensamiento (p. 3).

Llinás hace en este punto una advertencia teórica de relieve:

El cerebro vivo o sus tormentas eléctricas son descripciones que representan aspectos distintos de una misma cosa: el estado funcional de las neuronas. Hoy en día se emplean metáforas alusivas a la función del sistema nervioso central derivadas del mundo de las computadoras, tales como que «el cerebro es el hardware y la mente es el software» (véase la discusión de Bloch, 1995). Creo que este uso del

lenguaje es completamente inadecuado. Como la mente coincide con los estados funcionales del cerebro, el hardware y el software se entrelazan en unidades funcionales, que no son otra cosa que las neuronas. La actividad neuronal constituye simultáneamente «el comer y lo comido» (p. 3).

5.2. Trazado, en el apartado anterior, el perfil general de la impostación teórica

de Llinás, procede intentar ofrecer aquí los contenidos básicos de las funciones

cerebrales; y lo haremos siguiendo la estructura de su libro. Su primer capítulo

examina los rasgos de la mente, los estados funcionales globales del cerebro y las imágenes

sensoriales. «Desde mi punto de vista —escribe—, el cerebro y la mente son eventos

inseparables» y «la "mente", o el "estado mental", constituye tan sólo uno de los grandes

estados funcionales generados por el cerebro»; y en este contexto, «los estados mentales

conscientes pertenecen a una clase de estados funcionales del cerebro en los que se

generan imágenes cogniti-vas sensomotoras, incluyendo la autoconciencia» (p. 1). Pero

en el cerebro ocurren otros estados funcionales como la consciencia o la incons-

ciencia temporal. Además, existen estados cerebrales globales en los que el cerebro,

que «genera una actividad eléctrica definida», puede describirse como una especie de

«tormentas eléctricas "autocontrola-das"» (pp. 2-3).

El título del libro, «el mito del yo», significa, como ya se ha dicho, que «el yo es

un estado funcional del cerebro, y nada más, ni nada menos» (p. 4); y «propongo que el

estado mental, represente o no (como en los sueños o en lo imaginario) la realidad

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externa, ha evolucionado como un instrumento que implementa las interacciones

predictivas y/o intencionales entre un organismo vivo y su medio ambiente» (p. 4). A estos

efectos, el cerebro funciona como un instrumento «precablea-do», genéticamente

transmitido, que genera «imágenes internas» del mundo externo, que puedan

compararse con la información que éste nos proporciona a través de los sentidos;

pero estas imágenes internas EL MITO RELIGIOSO

deben cambiar continuamente, a la misma velocidad que la información sensorial

proveniente del mundo externo; y todo esto debe realizarse en tiempo real.

Precisamente por ello, debe entenderse por «percepción» la validación de las imágenes

sensoriales generadas internamente por medio de la información sensorial.

Llinás sigue la perspectiva liderada por Graham Brown (1911), que no

creía que la médula espinal tuviera una organización fundamentalmente refleja

en la perspectiva reflexológica, por ejemplo, de William James, quien suponía que

«el cerebro es esencialmente un complejo sistema de entrada/salida, impelido por las

demandas momentáneas del medio». Llinás, como Brown, piensa que «la

organización de dicho sistema es autorreferencial y se basa en circuitos neuronales que impulsan

la generación de los patrones eléctricos necesarios para el movimiento organizado». Brown

consideró inicialmente que el movimiento organizado «se genera intrínsecamente

sin necesidad de entradas sensoriales», pero, posteriormente (1914-1915),

pensó que la locomoción se produce en la médula espinal en virtud de la

actividad neuronal recíproca. La propuesta de Brown ha sido crucial para com-

prender la actividad intrínseca de las neuronas centrales. Esta concepción de la función

de la médula espinal puede generalizarse al funcionamiento del tallo cerebral

superior, tales como el tálamo y la corteza cerebral, áreas fundamentales para que

se genere la «mente», aun a pesar de las vicisitudes del mundo externo.

Ante estas intuiciones contrastadas, Llinás ha pensado que la función del

sistema nervioso central podría operar independientemente, en forma intrínseca, y que la

entrada sensorial, más que informar, «modularía» este sistema semicerrado. «Me apresuro

a decir que la ausencia de entrada sensorial no es el modo operativo normal del

cerebro. Sin embargo, también sería erróneo decir que el extremo opuesto es

cierto: para generar percepciones, el cerebro no depende de la entrada continua de

señales del mundo externo»; los sentidos se necesitan para «modular el contenido de las

percepciones» (inducción), pero no para la deducción.

Alcanzado este punto, se hace pertinente ya la interrogación central acerca

del cerebro: ¿cómo se relacionan las propiedades intrínsecas oscilatorias de las neuronas

centrales con las propiedades informativas del cerebro como un todo? Emerge, entonces, un

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concepto crucial para el tema del presente libro, el concepto de oscilación, de vaivén

rítmico, de movimiento oscilatorio periódico:

Muchas clases de neuronas del sistema nervioso están dotadas de tipos parti-culares de actividad eléctrica intrínseca que les confiere propiedades funcio-nales características. Esta actividad eléctrica se manifiesta como variaciones diminutas de voltaje (del orden de milésimas de voltio) a través de la membrana que rodea a la célula (la membrana plástica neuronal) (Llinás, 1988). Estas oscilaciones recuerdan las ondas sinusoidales que forman suaves ondulaciones en aguas tranquilas [...], estas ondulaciones tienen la característica de ser ligeramente caóticas (Marenko y Llinás, 1998), es decir, que muestran propie-dades dinámicas no lineales, lo cual confiere al sistema, entre otras caracterís-ticas, una gran complejidad temporal. Dichas oscilaciones de voltaje perma-necen en el vecindario del cuerpo y las dendritas de la neurona; su rango de frecuencias abarca desde menos de una a más de cuarenta oscilaciones por se-gundo, y sobre ellas, en particular sobre sus crestas, es posible evocar eventos eléctricos mucho más amplios, conocidos como «potenciales de acción». Se trata de señales poderosas que pueden recorrer grandes distancias y que con-

forman la base de la comunicación entre neuronas. Además, los potenciales de acción constituyen los mensajes que viajan a través de los axones de las neuronas (fibras de conducción que constituyen los canales de información del cerebro y de los nervios periféricos del cuerpo). Al llegar a la célula-blanco, estas señales eléctricas generan en ella pequeños potenciales sinápticos (cambios del voltaje de membrana transitorios y locales) que añaden o sustraen carga eléctrica a la oscilación intrínseca de la célula receptora. Las propiedades intrínsecas oscilatorias y los potenciales sinápticos que modifican tal actividad constituyen el lenguaje básico empleado por las neuronas para lograr un mensaje propio, en forma de potencial de acción, el cual es enviado a otras neuronas o a fibras musculares. Así, en el caso del músculo, el acervo total de posibles conductas de un animal se genera mediante la activación de potenciales de acción en las motoneuronas, que a su vez activan los músculos, y en última instancia generan los movimientos (la conducta). Estas motoneu-ronas, por su parte, reciben mensajes de otras (pp. 11-12).

Debe subrayarse el hecho fundamental de que este intercambio oscilatorio de

actividad eléctrica no sólo es muy importante para la comunicación entre

neuronas y para la totalidad de la función cerebral, sino que además es el eslabón

de unión mediante el cual el cerebro se organiza funcional y arquitectónicamente durante su

desarrollo, pero sin olvidar que la actividad neuronal simultánea marca la pauta de la

operación cerebral, y la oscilación neuronal permite que tal simultaneidad ocurra en

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EL QUÉ, EL CÓMO, Y EL PORQUÉ DE LA RELIGIÓN

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forma predecible. Ahora bien, como toda oscilación, tal simultaneidad es discontinua,

como un reloj en el cual los engranajes se mueven de modo simultáneo pero

discontinuo en el tiempo, generando su característico tictac. Se compone así un

dispositivo cuyas notas definito-rias son la coherencia, la ritmicidad y la resonancia,

apoyadas en un reloj interno, el «oscilador intrínseco», en virtud del cual se produce

un sonido rítmico y al unísono y continuo, como en un sonar, como si fuese un

enjambre de cigarras en la serena plenitud de una tarde. Como lo expresa

Llinás, el unísono continuo y rítmico de muchas cigarras se convierte en un

estado o, literalmente, en un conglomerado funcional unificador que permite

un volumen de sonido mayor que el generado por un solo individuo y por lo

tanto éste tendrá una mayor área de difusión. En este contexto, se van

«conformando así grupos neuronales que oscilan en fase, es decir, de forma coherente,

que es la base de la actividad simultánea, y de la resonancia».

En esta articulación teórica, Llinás se replantea la cuestión de la relación de

las propiedades intrínsecas neuronales con la conciencia:

[...] Proponemos que la actividad intrínseca eléctrica de los elementos del cerebro (las neuronas y su compleja conectividad) conforma una actividad o estructura funcional ísomorfa con la realidad externa. Dicha entidad debe ser tan ágil como la realidad objetiva con la cual interactuamos (p. 16).

Por consiguiente, en general el cerebro opera como un sistema cerrado que funciona

como un emulador, y no como un simple traductor; para ello, su tarea consiste

en producir modelos plausibles de cómo el cerebro puede estar implementando la

transformación de lo sensitivo en lo motor, y, para esto, debemos tener una idea muy

clara de qué es lo que la mente realmente hace. Si, por ejemplo, se trata de la

fuerza muscular, todos los movimientos se efectuarían en un «espacio de

coordenadas vectoriales». Visto así, los patrones (patterns) de la actividad eléctrica, que

cada neurona genera en la formación de un patrón motor (o de cualquier otro patrón

interno en el cerebro), deben ser representados en el cerebro sobre un espacio

geométrico abstracto. Es en este espacio de coordenadas vectoriales donde la

entrada sensorial se transforma en una salida motora (Pellionisz y Llinás, 1982).

Llinás señala que estas funciones cerebrales/mentales no vinieron otorgadas

ready made por un Creador:

[...] la mente no apareció de pronto, completamente formada. Algo de reflexión e información pertinente nos ayudará a reconocer que la evolución biológica ha

dejado un sendero bien delineado de indicios acerca del origen del cerebro. Si se

concede que la mente y el cerebro son una sola cosa, entonces la evolución de tan

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singular función ciertamente debe haber coincidido con la del sistema nervioso y,

por tanto, las fuerzas impulsoras de su evolución deben ser las mismas que

conformaron y determinaron la mente [...]. ¿Cómo y por qué evolucionó el

sistema nervioso? ¿Cuáles fueron las elecciones críticas que tuvo que hacer la naturaleza a lo largo del tiempo?

La siguiente pregunta es insoslayable: ¿Cómo evolucionó el sistema

nervioso para adquirir la capacidad de ejecutar la sofisticada tarea de

«predecir»? Aquí, el discurso de Llinás se detiene un instante para recordar algo

obvio pero nada trivial:

Antes de proseguir, aclaremos el significado de «predicción», término que se refiere al pronóstico de algo específico que puede suceder. Todos los días predecimos cosas [...]. Al correr en un partido de tenis, es necesario predecir el momento y sitio adecuados en que la pelota se encuentra con la raqueta [...]. La capacidad de predicción es claramente vital, de ella depende la vida misma del organismo [...]. ha capacidad del cerebro de predecir no se genera sólo al nivel consciente, ya que evolutivamente la predicción es una función mucho más antigua que la consciencia.

Llinás indica que el control continuo del movimiento exige una altísima sobrecarga de

cómputo, y que una manera sencilla de reducir la magnitud del problema del

control del movimiento sería disminuir la resolución temporal del sistema de control, o

sea, no optar por control continuo y en línea (al vuelo); lo cual equivale a fragmentar la

tarea en una serie de problemas más pequeños. El control no tiene que ser continuo y

ocurrirá a intervalos discretos de tiempo «dt» (literalmente, «intervalos discretos de

tiempo»). En efecto, un sistema pulsátil no controla los movimientos de modo

continuo, sino que lo hace de modo intermitente, generando contracciones

musculares agrupadas, de pequeños saltos u ondulaciones. La motricidad es un

temblor controlado. Schafer observó que el ritmo de la contracción muscular

voluntaria era claramente de unos 8-12 Hz del movimiento voluntario, también

llamada «temblor fisiológico»; y Harris (1894) midió la frecuencia de la «tetania

voluntaria» (máxima velocidad rítmica), fijándola en dicha cantidad (p. 35).

Un sistema periódico de control amplificaría de modo global la capacidad de

integración que tienen las entradas sensoriales y las órdenes motoras

descendentes, al unificar las señales de entrada y de salida. Este sistema va

subiendo de nivel integrador, «siempre en una dirección interiorizante hasta convertirse

en un sistema de control y, en último término, en un sistema de comando [...]: lo que hemos dado

en llamar "pensamiento" es la interiorización evolutiva del movimiento (sic)» (p. 41).

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Haciendo balance de lo dicho, hay un hilo conductor que Llinás describe

así:

[...] el cerebro opera, pues, como un «emulador», un generador de la «experiencia consciente». Además, el cerebro debe reconstruir el mundo externo como una película o sueño continuos en permanente discurrir. Para ello debe anticipar o prever constantemente, operando y orientando su foco de manera discontinua, pero integrando todo lo anterior mediante una actividad en saltos, en intervalos discretos de tiempo. En otras palabras, la «predicción» impulsa la reorganización de foco de manera rápida y evanescente. Esto implica que la estrategia que utiliza el cerebro para convocar, utilizar y posteriormente disolver las sinergias es la misma que utiliza para generar la cognición: un cerebro que usara diferentes estrategias globales para mover el cuerpo y para conocer el mundo externo no emplearía una solución óptima (p. 47).

5.3. Es hora de aumentar la significación de nuestro microscopio, advierte

Llinás, para comprender la naturaleza y generación discontinua de la conciencia. Andras

Pellionisz y Llinás estudiaron cómo predicen los circuitos neuronales y

concluyeron que lo hacen aprovechando las diferencias del comportamiento eléctrico de

las células nerviosas. La diferencia de sensibilidad de las células a los estímulos hace que la

función anticipatoria «dt» pudiera implementarse con circuitos neuronales

cuyo procesamiento fuera análogo a la función matemática de las series de

expansión de Taylor, lo que significa que «las neuronas muy sensibles tenderán a

"adelantarse" o a anticipar un estímulo determinado, respondiendo a él antes de que éste

se reformule en el cerebro» y, así, «su velocidad de respuesta cambia más rápidamente

que los cambios del mundo externo» (p. 48). En el mundo de los negocios, «ya existen

programas de computador que predicen fluctuaciones en el mercado de

valores». Pero «imaginemos muchos computadores en paralelo, y que cada uno está

evaluando simultáneamente diferentes aspectos de algún evento extremo.

Algunos extrapolarán rápidamente, otros lo harán más lentamente y finalmente

otros lo harán en tiempo real, lo cual resultará en que el evento se reconstruya antes de

haber finalizado. Ésta es la función anticipatoria "dt", que es justamente lo que hacen los

circuitos neuronales» (ibidem). Es decir, «el futuro se planea extrapolando, según lo que

se piensa que sucederá si las cosas continúan presentándose de cierta manera.

Pero cuanto más lejano el futuro de la extrapolación, mayor la posibilidad de

cometer errores [...]. Sólo así el cerebro puede mantenerse al tanto de lo que debe

hacer: emular la realidad tan rápida y eficientemente como sea posible, de manera evanescente

que permita transacciones rápidas con el exterior» (p. 49).

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Llinás describe con detalle el control discontinuo del movimiento a partir del

importante trabajo de Graham Brown proponiendo que «la organización de la

actividad de la médula espinal motora era más auto-rreferencial que reflexiológica»,

aunque «la ejecución del movimiento inicialmente es (y debe ser) impulsada por

la señal sensorial que llega del exterior». Pero «esta perspectiva se considera

autorreferencial, porque la verdadera génesis fisiológica del movimiento no necesita

de información exterior»; y Brown demostró que «la entrada sensorial es necesaria para

modular el movimiento, pero no para generarlo». Y «estos conceptos se relacionan con

dos componentes fundamentales del control del movimiento voluntario: la

prealimentación, por ser generada internamente, no requiere información

sensorial, pero la retroali-mentación, en cambio, sí requiere una entrada sensorial

de la periferia para sintonizar adecuadamente el movimiento voluntario» (p.

50).

A estos efectos, «quedaba el problema de dilucidar el mecanismo para tal

autogénesis. Si no se trataba de una entrada reflejo/sensorial, ¿entonces, qué era

lo que permitía a tales circuitos centrales impulsar el movimiento organizado de

manera intrínseca?». Hoy «ya reconocemos que tales propiedades radican en la

oscilación neuronal intrínseca producida por las corrientes iónicas específicas»

(Llinás, 1988).

El problema capital «es saber cómo surgió la mente durante la evolución,

pero, de hecho, nos hemos acercado considerablemente al problema» (p. 50):

«el control cerebral del movimiento organizado dio origen a la generación y naturaleza de la

mente» (ibidem); y «heurísticamente, el proceso de optimización/simplificación

del sistema motor resultó en el control discontinuo que también opera en la esfera

cognitiva» (p. 58). En cuanto a la localización de los centros directores de los

mecanismos, la evidencia fisiológica apoya sólida y convincentemente al sistema

olivo-cerebeloso como candidato principal para conformar un conjunto neuronal

capaz de optimizar y simplificar el control motor: temporalmente es pulsátil y

espacialmente puede reorganizarse rápida y dinámicamente.

Resulta alentador el abordaje global de algunas áreas, particularmente aquellas

que estudian los sistemas sensoriales; es decir, la visión, el oído, el olfato, el tacto.

No vamos a entrar en este estudio, sino en el tema fundamental de la

interiorización de los «universales», entendiendo por universales las propiedades

sensorialmente referidas del exterior, las cuales tienen que estar representadas de alguna

manera en el funcionamiento del cerebro. Una de las características esenciales

de la función cerebral es dicha «interiorización», es decir, la integración de universales

en un espacio funcional interno. ¿Es posible describir en términos fisiológicos tales

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entidades complejas y transitorias?, se pregunta Llinás, y responde

afirmativamente, iniciando así la cuestión:

El cerebro en realidad no «computa» nada, al menos no en el sentido del manejo algorítmico de unos y ceros, característico del «computador universal» de Alan Turing. Nuestro emulador de la realidad es fundamentalmente un requisito para la motricidad dirigida por imágenes anticipatorias internas de eventos futuros, que provocaron la correspondiente reacción o comportamiento en el organismo. Tales imágenes pueden considerarse como patrones premotores, especie de plataformas de planteamiento para comportamientos o acciones dirigidos; pero, fundamentalmente, es de tales patrones premotores que emana la «conciencia» en todas las formas vivientes (p. 64).

Como el cerebro no brotó un buen día de la nada, sino que es el producto de la evolución, debe tener el mismo orden genético a priori del resto del organismo. En principio, al nacer, todos los huesos, articulaciones y músculos, así como gran parte de lo que pueden hacer, ya se hallan inscritos en la geometría del sistema. También desde el nacimiento poseemos la cualidad de la «plasticidad», que es la habilidad para adaptarnos a las circunstancias del mundo en el cual vivimos, mediante variaciones en los parámetros biológicos, precableados para ser maleables.

Si las propiedades perceptivas del cerebro no se aprenden de novo (sic), cabe preguntarse entonces ¿dónde y cómo se originan? Y la respuesta: definitivamente, durante la evolución.

Antes de abordar el problema de cómo llegó el cerebro a utilizar representaciones anticipatorias para seleccionar e integrar un conjunto de transformaciones universales que representen el mundo externo, propongo que el cerebro es un sistema «cerrado» modulado por los sentidos. Recordemos que un sistema abierto acepta las señales sensitivas nacidas del medio externo, e independientemente de su complejidad, las procesa y las devuelve de manera refleja a ese mismo medio (pp. 64-65). Y lo

hace automáticamente, sin «modulación» intencional. La hipótesis del «sistema cerrado» (Llinás, 1947, 1987) apoya la idea de un

sistema eminentemente autoactivante, es decir, de una organización equipada para generar imágenes intrínsecas [...]; dada la naturaleza del sistema tálamo-cortical, la entrada sensorial del mundo externo sólo adquiere «significado» merced a la disposición funcional preexistente del cerebro en un momento dado, es decir, merced a su contenido interno. Lo anterior implica que tal sistema autoactivante puede emular la realidad (generar «representaciones emuladoras», o sea, «imágenes»), incluso en ausencia de señales sensoriales, como ocurre en los sueños o en la fantasía. De esto se concluye algo muy importante: las propiedades funcionales intrínsecas representan el epicentro de la función cerebral, la cual es modificable (¡pero sólo hasta cierto punto!) por la experiencia sensorial y por los efectos de la actividad motora. En este último caso, el orden intrínseco cambia, en respuesta al mundo externo, a imágenes generadas internamente o a conceptos.

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Vistas así, las «emociones» constituyen excelente ejemplo de eventos intrínsecos generados internamente y, como tales, son patrones premotores primitivos.

Volviendo a nuestra hipótesis: un sistema cerrado, como el sistema nervioso central (SNC), debe haberse desarrollado durante la evolución como una red neuronal que, en un comienzo, manejaba relaciones de conectividad muy simples entre sistemas sensoriales y motores. A medida que el sistema nervioso evolucionó, las limitaciones impuestas por los sistemas de coordenadas que describen el cuerpo se integraron lentamente en su espacio funcional interno. Ello permitió que la criatura tuviera una comprensión natural de su propio cuerpo, que depende de la actividad, requisito obvio para el movimiento intencional [...]. Además, tal como sucedió con la selección natural de ciertos aspectos del cuerpo, también se logró la integración gradual, genéticamente determinada, de sistemas de coordenadas dentro de un espacio funcional del sistema nervioso (Pellionisz y Llinás, 1982). Según un darwinismo directo, vemos que «el a priori neurológico» se desarrolló durante cientos de millones de años en vertebrados e invertebrados, de donde se desprende el mensaje global de [...] este libro: podemos considerar que la «cognición» no es sólo un estado funcional, sino una propiedad

intrínseca del cerebro y un «a priori» neurológico. La capacidad de conocer no necesita aprenderse; sólo debe aprenderse el contenido particular de la cognición en lo que se relaciona específicamente con aspectos particulares del ambiente (pp. 66-67) [Esto incide en el animismo].

EL MITO RELIO H >SO

Wiesel y Hubel (1974), Sherk y Stryker (1976), Ramachandran et al, y Hubel

y Wiesel (1979), mencionados positivamente por Llinás, confirman todos que

en la mayoría de los animales, incluyendo los primates, desde el momento

mismo en que la luz llega a la retina ya existe la capacidad de asignar

«significado» a las imágenes visuales. Esta posición de Llinás, en cuyo libro

escasea notoriamente su tratamiento de esta cuestión epistemológica fundamental, tiene

especial relieve para la perspectiva materialista en la neurociencia. «Lo anterior

—agrega— nos lleva al concepto del "a priori" neurológico, cuyo fundamento, desde

luego, no es novedoso, sino que ha sido tema filosófico desde los días de

Emmanuel Kant (1781). La única diferencia es que, en virtud de lo que hoy sabemos

sobre las propiedades funcionales de las células nerviosas del cerebro, el problema del "a priori"

neurológico pasó de ser sólo un planteamiento epistemológico a convertirse en un problema de

tipo filogenético, evolutivo» (pp. 64-65). Como puede apreciarse, con un mínimo de

perspicacia, Llinás elude pronunciarse claramente sobre la relevancia ontológica

—para él, que no cree en dioses ni en almas— de esta grave cuestión. Llinás, al

hablar «en passant» de la única diferencia, parecería rehusar el análisis

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científico-filosófico de fondo de las importantísimas consecuencias del asunto en el

ámbito de una visión religiosa del mundo y del ser humano. Pero, sin duda, ni él ni

nosotros creemos en espantajos como las almas, o los espíritus o dioses.

Sin embargo, merecen destacarse las últimas frases del citado texto de la

página 67, del cual puede colegirse que la «cognición», en cuanto que es un

resultado de las funciones cerebrales referidas a la percepción sensorial y al

procesamiento electroquímico que realiza la red neuronal, no puede «explicarse» en

sede espiritualista o idealista, sino en sede materialista o simplemente fisicalista. Y, por

consiguiente, distinguiendo la cognición, como fenómeno energético —es decir,

físico-químico— que suministra las estructuras universales del conocimiento

empírico-trascendental (el «a priori» neurológico), por un lado, y la cognición como fenómeno

energético que permite el conocimiento particular de contenidos concretos dependientes del

entorno circunstancial de cada individuo humano en su ambiente privado o social, por otro

lado. El primer tipo de conocimiento persigue verdades universales (por ejemplo, las

ciencias naturales) y el segundo tipo de conocimiento sólo puede obtener ideas u

opiniones particulares (por ejemplo, el animismo, los mitos religiosos o políticos).

Aunque ambos tipos deben encuadrarse en una epistemología y psicología científicas

(en cuanto que ciencias de base empírica), deben distinguirse con los nombres de

gnosis (en su sentido de «conocimiento de verdades universales», de cognición

científica) y de doxa (en su sentido de ideas u opiniones particulares). Llinás

debió de aclararse expresamente acerca de estas cuestiones omitidas.

5.4. A partir de aquí, Llinás se concentra en el estudio de los sistemas que se

conforman en función de la motricidad individual de las células: «Examinemos

—escribe— cómo llegó el cerebro a interiorizar las propiedades del mundo externo, cómo se

lleva a cabo y qué relación evolutiva existe entre este fenómeno y la generación de un espacio

funcional tan asombroso como es la "mente"» (p. 67). Estos acontecimientos significan

evolutivamente que el mecanismo de interiorización se relaciona íntimamente

con la función básica del cerebro en lo que se refiere al pensamiento y a la

utilización de la experiencia. La «interiorización» es otro nombre a lo que

conocemos como «cableo neuronal» dependiente de la actividad, o, más

profundamente, lo que podemos denominar la selección neuronal activa. El

balance es el siguiente:

Así pues, mediante las propiedades oscilatorias intrínsecas y el acoplamiento electrónico, las propiedades externas se interiorizan paulatinamente durante la evolución, y dentro del sistema nervioso se desplazan hacia el polo delantero del neuro-eje y

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sé integran a la encefalización. ¿El resultado final? La capacidad de pensar, cuyo origen se halla en la «interiorización del movimiento», cosa que ya propuse en el capítulo 1 al mencionar que el «pensamiento» es un evento central, resultado de un número creciente de exitosas estrategias pero no solamente de las partes del cuerpo o de objetos del mundo externo, sino de percepciones y de ideas (pp. 73-74).

Ahora, el lector ya debe comprender cómo la evolución empleó propiedades de

la biología molecular para interiorizar las propiedades del mundo externo en el sistema

nervioso. Examinemos ahora cómo la función del sistema nervioso recapitula el

proceso de interiorización; el problema más importante en la investigación

cerebral hoy en día es el de la interiorización de los «universales» dentro de un

espacio funcional interno. El esquema queda descrito así:

Es claro que para que un organismo interactúe exitosamente con su mundo externo, su sistema nervioso debe poder manejar (procesar y comprender) con facilidad y rapidez las señales que le llegan por los sentidos. Una vez que esta información es transformada en una señal motora adecuadamente ejecutada, se

devolverá al mundo externo. Es obvio que las propiedades del espacio funcional interno y las del mundo externo son diferentes y, sin embargo, para que la salida motora tenga algún significado útil, deben guardar alguna semejanza entre sí. Este espacio funcional interno constituido por neuronas debe representar las propiedades del mundo externo y, en cierto sentido, tener propiedades equivalentes. Así como un traductor debe operar con continuidad conceptual entre los dos idiomas que está tradu-ciendo, también este espacio interno funcional debe preservar la continuidad conceptual (ibidem).

¿Cómo opera entonces este espacio funcional interno? Preguntemos qué características deben tener las propiedades de traducción —de hecho

trans-formacionales— de este espacio, capaz de garantizar la continuidad homo-morfa entre las propiedades sensoriales del mundo externo y la salida motora subsiguiente (p. 76).

Seguidamente, Llinás ciñe aún más la investigación de la mente en

términos funcionales, y recuerda dos formas equivalentes de definición: la mente

es uno de los muchos estados funcionales globales del cerebro o, lo que es lo mismo, la mente

es uno de los muchos estados generados por la sociedad de neuronas que llamamos cerebro. Por

consiguiente, las cuestiones concernientes a la función de la mente se rigen por

las mismas reglas biológicas que resultaron en la evolución del sistema nervioso, a

saber, el desarrollo evolutivo por ensayo y error por parte de la evolución natural, tanto en

células singulares como en el animal como un sistema completo. ¿Cómo sucede?:

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Es importante identificar las propiedades que les permiten a las células nerviosas organizarse en una red social capaz de representar «universales» e inte-ractuar significativamente, y en tiempo real, con el mundo exterior. A nivel microscópico, esta propiedad es la actividad eléctrica neuronal, producto de su excitabilidad intrínseca, de su conectividad sináptica y de la arquitectura de las redes neuronales que entretejan. La arquitectura macroscópica es fácil de entender [...]. En el cerebro, la variedad en las propiedades eléctricas de las neuronas y su conectividad permiten que las redes cerebrales interioricen las imágenes del mundo externo y las transformen en comportamiento motor. Tales redes generan las tormentas eléctricas que señalan el rápido y continuo cambio en la realidad exterior [...]. La mente y el yo son, en fin, interpretaciones propias de las redes neuronales (p. 82).

Llinás estudia el conjunto de células nerviosas y sus personalidades:

Así pues, ¿qué es una neurona? Las neuronas o células nerviosas constituyen una extraordinaria especialización de las células eucarióticas a partir de las cuales asambleas celulares desarrollan una «computación» (sic) natural. Una vez evolucionadas, las neuronas constituyeron la estructura central de todos los cerebros en todas las formas animales: transmiten información, construyen, soportan y memorizan el mundo interno —mundo compuesto de neuronas que simula la realidad externa apropiándose de sus principios operativos— para después volver a introducir en el mundo exterior el producto de la «cognición» por medio de los movimientos que llamamos la conducta. Las neuronas emergieron con el fin de facilitar y organizar la complejidad creciente de las transformaciones sensomotoras. Pero, ¿cómo lo hacen?

Una neurona es entre otras cosas una pila eléctrica y, como tal, genera un voltaje conocido como el «potencial de membrana» (sic); la separación de especies iónicas (átomos con cargas positivas y negativas, como el sodio y el potasio, así como grandes moléculas impermeables con carga eléctrica) entre el interior y el exterior de la membrana determina y mantiene la diferencia de voltaje. La separación de cargas se debe a las grandes moléculas con carga eléctrica que no pueden atravesar la membrana celular (son impermeantes), y a la presencia de minúsculos canales en la membrana neuronal, específicos para el paso de sólo ciertos iones. Mientras algunos canales siempre están abiertos, otros solamente lo están transitoriamente. Son numerosos los factores que determinan el estado individual de un canal en un momento dado, por lo cual se dice que la membrana neuronal es «semipermeable». Asimismo, las neuronas «bombean» activamente algunos iones hacia el interior y otros hacia el exterior de la célula, en contra de su gradiente electroquímico; es así como se mantiene la separación de cargas entre el interior y el exterior de la membrana semipermeable.

Como el medio iónico es diferente en el interior y en el exterior de la célula, cuando un canal se abre, dejará pasar un tipo específico de ion [un ion es

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cualquier partícula aislada que tiene carga eléctrica]. El movimiento de una partícula cargada (en este caso, a través del canal) crea una corriente eléctrica; por ejemplo, el término «corriente de potasio» se refiere a esa corriente eléctrica que llevan los iones de potasio a medida que se mueven a través del «canal de potasio», momentáneamente abierto. Tal corriente puede dirigirse hacia el interior o hacia el exterior de la célula, según la dirección de la «fuerza impulsora» que actúa sobre el ion, la cual está determinada por el gradiente electroquímico [el gradiente de una función es el vector cuyos componentes en coordenadas cartesianas son las derivadas parciales de la función respecto de ésta. En términos no técnicos, es la pendiente o declive entre dos puntos]. Dado que las cargas eléctricas opuestas se atraen, los iones positivos buscan un medio negativo y los negativos un medio positivo (es decir, tienen mayor probabilidad de dirigirse hacia el medio positivo): tienden hacia la neutralidad eléctrica. Esta es, pues, la parte eléctrica del gradiente.

Los iones tienden, además, a igualar sus concentraciones: por ejemplo, si la

concentración de iones de sodio es mayor de un lado de la membrana, éstos la

cruzarán en cuanto sea posible. Me apresuro a decir que los iones no «desean»

su movimiento, ya que lo único que pueden hacer es moverse por simple

traslación aleatoria, también conocida como difusión. El efecto neto del movimiento aleatorio tiende a eliminar las diferencias de concentraciones entre

compartimentos vecinos. Si en determinada región hay más iones, la

probabilidad de que un ion de una región con mayor concentración se dirija a

una de menor concentración es mayor que la probabilidad de que los iones

menos numerosos de regiones de menor concentración se trasladen hacia re-

giones de mayor concentración. Esta es la parte química del gradiente. Así, el impulso eléctrico y las diferencias de concentración entre el interior y el exterior de la célula, se

suman (el gradiente electroquímico) y determinan la dirección del flujo iónico. En

fin, la permeabilidad determina que haya o no flujo iónico a través de la membrana

celular (pp. 97-100).

5.5. Aborda Llinás ahora, después de exponer las reglas de la fisiología celular

mediante las cuales la naturaleza interiorizó los componentes fraccionados del

mundo externo, el problema de la síntesis: ¿cómo se unen estos diversos

componentes en una estructura simple, global e interna que represente la realidad externa?

Dado que las neuronas de varias «personalidades» (sic) son por definición

relativamente especializadas, ninguna actividad particular de una sola célula

puede representar más que un pequeñísimo fragmento de tal realidad. Se trata,

pues, de «comprender la subjetividad», pero intentando ampliar la posición básica

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de este libro, a saber, que el problema de la «cognición» es ante todo un problema empírico

y, por lo tanto, no es un problema filosófico, cosa ya discutida por algunos de los más

distinguidos biólogos del siglo pasado (Crick, 1994, Crick y Koch, 1990;

Changeux, 1996; Edelman, 1992 y 1993, y Mountcastle, 1998).

Llinás se pregunta ¿cuál es el mecanismo que pudiera unificar la información de

fuentes sensoriales dispersas, de modo que la representación interna sea única? Este

mecanismo también debe relacionar las memorias y/o pensamientos relacionados con tal

representación. En nuestro cerebro esto se unifica en un solo evento, de manera

perfectamente continua en el tiempo y sin la menor dificultad, ya sea como una

imagen mental o como un acto real. Una cuestión de la mayor relevancia cognitiva es

entender cómo se construye «la unidad perceptual de la conciencia»:

Si las neuronas evolucionaron para efectuar diversas funciones específicas que representan únicamente fragmentos de la realidad, entonces, ¿cómo se las arregla el cerebro para armar una estructura singular y útil a partir de estos pedazos? Integrar las diferentes informaciones sensoriales específicas en un «percepto singular» o, más aún, integrar los diferentes mecanismos sensoriales subyacentes a esta hazaña resulta incluso tanto más sorprendente (y, por ende, de más difícil estudio desde el punto de vista experimental) en cuanto que el cerebro lo hace de modo contextual.

La integración de las señales sensoriales en una percepción depende de un contexto interno del cerebro, al que hemos dado en llamar «atención» (una intención funcional momentánea), que se identifica fácilmente si se comparan los estados de vigilia y de sueño [...]; se vería que en ambas circunstancias (vigilia y sueño) la señal se codifica de la misma manera en el aparato sensorial periférico. ¿Por qué no se oye la información durante el sueño? Porque la señal no llega sino a cierto nivel de procesamiento, después del cual el cerebro la omite —y lo hace porque durante el sueño no incorpora la entrada sensorial en el contexto interno prevalente del momento—. El contexto interno del cerebro que duerme no le presta atención al significado de las palabras (susurradas) o a la mayor parte de la información sensitiva, a menos que sea lo suficientemente intensa como para despertarnos (pp. 138-139).

La función global del cerebro consiste en amalgamar las informaciones de las «áreas

primarias del cerebro» «para formar un estado funcional único: la cognición», y «sugerir

cómo a estos patrones así reconstituidos se les dará significación internamente de

acuerdo con el contexto prevalente en el momento» (p. 138). La «doctrina neuronal» del

cerebro, adelantada genialmente por Ramón y Cajal en 1911 y corroborada por

W. Penfield en 1958, demostró que «las neuronas son las unidades básicas de la

organización cerebral, y pasó a describir los diferentes circuitos neuronales presentes

en todos los cerebros normales. Posteriormente, esta conectividad funcional se

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corroboró con los mapas so-matotópicos punto a punto [...]. Tales conexiones "punto

a punto" varían ligeramente entre individuos, de modo semejante a las otras

variabilidades anatómicas normales (estatura, distancia entre los ojos, etc.)» (p.

141).

Es conveniente indicar ahora, con alcance general, que durante las tareas

cognoscitivas se genera una actividad neuronal coherente de 40 Hz, suficientemente

intensa como para detectarse en la superficie dérmica del cráneo. Además, hay

quienes proponen que esta actividad de 40 Hz refleja las propiedades resonantes del

sistema tálamo-cortical, dotado a su vez de un ritmo de 40 Hz. Más aún, se ha

candidatizado a la actividad coherente a 40 Hz como la responsable de que los

componentes vectoriales sensoriales y motores, que representan los detalles del mundo percibido,

generen una unidad perceptual. ¿Qué significa lo anterior? Estamos ante un sistema

que enfrenta al mundo externo, no como una máquina adormilada que se

despierta sólo mediante estímulos sensoriales, sino, por el contrario, como un

cerebro en continua actividad, dispuesto a interiorizar y a incorporar en su más profunda

actividad imágenes del mundo externo, aunque siempre en el contexto de su propia existencia

y de su propia actividad eléctrica intrínseca. Llinás concreta así la acción en el ámbito del

conocimiento:

Si consideramos que las ondas coherentes a 40 Hz se relacionan con la con-ciencia, podemos concluir que ésta es un evento discontinuo, determinado por la simultaneidad de la actividad en el sistema tálamo-cortical. La oscilación a 40 Hz genera un alto grado de organización espacial y, por lo tanto, puede ser el mecanismo de producción de la unión temporal, de actividad rítmica sobre un gran conjunto de neuronas. El mapeo temporal global engendra la «cognición». La unión de la información sensorial en un único estado cognoscitivo es implementado a través de la coherencia temporal de los impulsos de entrada, desde los núcleos talámicos —específicos e inespecíficos— hasta la corteza. Esta detección de coincidencias conforma la base de la unificación temporal (p. 146).

El hecho de que el cerebro opere como un sistema cerrado explica que la entrada al

tálamo desde la corteza sea mucho mayor que la entrada de los sistemas

sensoriales periféricos, lo cual sugiere que la actividad iterativa tálamo-cortical sea

un mecanismo primordial de la función cerebral. Además, las capacidades intrínsecas

oscilatorias de las neuronas de esta compleja red sináptica (tálamo-cortical) permiten

que el cerebro autogenere estados dinámicos oscilatorios. Estos darán la forma interna a los

eventos funcionales provocados por los estímulos sensoriales. El cambio de

modalidades de disparo de las neuronas talá-micas puede producir cambios macroscópicos

(globales) en los estados funcionales, tan dramáticos como el sueño y la vigilia. La

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organización «arquitectónica» del sistema tálamo-cortical permite comunicación radial de los

núcleos con todos los sectores de la corteza, entre los cuales se incluyen las tareas

sensoriales, motoras y de asociación, siendo estas últimas las que abarcan la mayor parte de

la corteza cerebral del Homo sapiens, la cual recibe su entrada de los núcleos del tálamo,

así como también de la corteza sensorial. Estas áreas están afectadas por un

constante flujo de información reverberante, tanto de prealimenta-ción como

de retroalimentación. Veamos cómo se genera el «sí mismo»:

El sistema tálamo-cortical es casi una esfera isocrónica cerrada que relaciona sincrónicamente las propiedades del mundo externo referidas por los sentidos con las motivaciones y memorias generadas internamente. Este evento, coherente en el tiempo, que unifica los componentes fraccionados tanto de la realidad interna como de la externa en una estructura única, es lo que llamamos el «sí mismo» (sic). Se trata de un mecanismo extremadamente sencillo y útil por parte del cerebro. ¡Unifico, luego existo! La coherencia temporal no sólo engendra el «sí mismo» como una estructura funcional, sino que crea un espacio a la centralización en el cual las funciones predictivas del cerebro, tan críticas para la supervivencia, pueden operar de manera coordinada. Así pues, la subjetividad o el «símismo» se genera mediante el «diálogo» entre el tálamo y la corteza, o, en otras palabras, los eventos unificadores recurrentes constituyen el sustrato del «sí mismo» (sic).

En esencia, el individuo no existe desde el punto de vista cognoscitivo, y, aunque los impulsos sensoriales intactos alcanzan la corteza, son completamente pasados por alto. Esto ocurre porque el «sistema no-específica» se requiere para lograr la unión; es decir, para colocar la representación de imágenes sensoriales específicas en el contexto de las actividades que se están desarrollando en el cerebro.

Siendo la «predicción» la función cerebral más importante y generalizada, cabe preguntarse cómo se fundamenta físicamente el hecho de haber evolucionado en un único órgano predictivo. Imaginemos las importantes disparidades temporales que ocurrirían si, para emitir juicios sobre la interacción entre los organismos y mundo, hubiera más de un lugar de predicción [...]. Al parecer, para una óptima eficacia, la predicción debe suministrar una ubicación y una conectividad funcionales sólidas: de cierta manera, debe ocupar un lugar central dentro de la miríada de estrategias que el cerebro ejecuta para su interacción con el mundo externo. Esta «centralización de la predicción» es la abstracción que llamamos el «si mismo».

El «yo» ha sido siempre la sublime incógnita; yo creo, yo digo, yo... lo que sea. Pero debe entenderse, obviamente, que el yo no es algo tangible. Es tan sólo un estado particular, una entidad abstracta generada, a la cual llamamos el «yo» o el «mimismo» [...]. Así, hemos desarrollado esta simple regla, de suerte que se coloca todo en una sola entidad que llamamos el «mi mismo», la que además tiene una estructura espacial: parada

en el núcleo vestibular y con su cabeza en el cerebro (sic) —lo cual le da el sentido de posesión

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(arriba o abajo) y todos los componentes sensoriales que ya conocemos bien (lo visual, lo auditivo, etc.)— (pp. 147-149).

Entonces, pregunta Llinás, ¿qué es el «símismo»? Se trata de una estructura muy

importante y útil, un complejo «vector eigen» (sic) (el valor de sí mismo). Como

subraya Llinás, el «yo», el «símismo» cerebral contextualiza internamente la información

sensorial para interac-tuar en el mundo externo de una manera predictiva, y emplea para ello la semántica de

las cualidades de los sentidos, tales como los colores, olores, sabores y sonidos —que son,

obviamente, sólo invenciones/estructuras de la semántica intrínseca delSNC (sistema nervioso central)

(véase Llinás, 1987)—. El SNC (encéfalo, tronco cerebral y médula espinal), que

es un sistema cerrado, «aloja» al «sí mismo» como polo de atracción, un remolino cuya única

existencia reales la que le imparte el ímpetu común de partes dispersas, como lo que el «sí mismo» sólo es:

«un organizador de percepciones derivadas intrínseca y extrínsecamente: es también el telar en el que se teje

la relación entre el organismo y la representación interna del mundo externo» (p. 150).

5.6. La explicación que ha presentado Llinás del sujeto cognitivo humano sustancia

concluyentcmente el secular debate científico-filosófico sobre la ancestral

creencia en almas o espíritus. Para la interpretación «animista» que defiende este ensayo

acerca del origen de la religión, parece claro que la explicación neurofisiológica del «sí mismo»

como denominación plausible del fantasmagórico «yo espiritual» significa la eliminación del concepto de

«alma sustancial», que es el fundamento de todas las religiones de la humanidad. Llinás no se

ocupa directamente del animismo como referente teórico definido por Tylor,

pero no puede dar lugar a la menor duda de que su análisis científico del

cerebro corrobora la inexistencia ontológica de almas y espíritus, y la génesis de esta

creencia en el seno de la actividad extrasensorial generada en los fenómenos de los sueños, de las

visiones y de las demás fantasías mentales.

La interrogación radical de Llinás dice así:

Si la cognición es un estado generado intrínsecamente, ¿cuál es la diferencia entre los sueños y la vigilia?

Suponiendo que la «cognición» sea una función de la resonancia tálamo-cortical de 40 Hz ya discutida, ¿qué sucede con este ritmo durante el sueño y, en particular, durante el periodo onírico o

sueño MOR (movimientos oculares rápidos)? En experimentos realizados por mi colega Urs Ribary y por mí estudiamos la resonancia de 40 Hz durante la vigilia y el sueño a través de magnetoencefalografía con un sensor de 37 canales, sobre el cuero cabelludo de cinco adultos normales. Durante los estados de vigilia y de movimientos oculares rápidos

(MOR), observamos una actividad magnética espontánea y coherente de 40 Hz, la cual se reducía

notablemente durante el sueño delta (sueño profundo, caracterizado por utt electroencefalograma de ondas delta y por la falta de percepción) (Llinás y Ribary, 1993). Por otra

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parte, según estudios previos (Ribary et al, 1991; Galambos et al, 1981; Panteu et al.,

1991), un estímulo auditivo produce una oscilación bien definida de 40 Hz en vigilia,

pero no durante los sueños delta y MOR. De los anteriores estudios se desprenden dos

hallazgos importantes: primero, que, en lo referente a las oscilaciones de 40 Hz, la vigilia y el sueño MOR son

estados-eléctricamente muy semejantes; segundo, que la entrada sensorial no modifica las oscilaciones de Hz

durante el sueño (MOR), pese a que durante este estado la entrada sensorial tiene acceso al sistema tálamo-cortical

(Llinás y Pare, 1991; Steriade, 1991) (pp. 151-152).

La conclusión general resulta evidente: ésta es, para este modo de ver, la

diferencia fundamental entre el estado de ensueños y el de vigilia: durante el ensueño no

percibimos el mundo externo, porque la actividad intrínseca del sistema nervioso no

contextualiza la entrada sensorial, dado el estado del cerebro en ese momento (Llinás y Paré,

1991). Este otro texto perfila aún más la infraestructura de los sueños:

Para los eventos funcionales globales del sistema nervioso central, como la vigilia y el sueño, no sólo es

indispensable la actividad eléctrica, sino que también es indispensable que sus frecuencias sean m u y específicas, tal como se detalló cuando examinamos la conectividad y la función tálamo-cortical. Vemos que el llamado sueño no-MOR (dormir sin soñar) es un estado

funcional caracterizado por una actividad de ondas delta lentas y sincrónicas. El rango de frecuencia de todo este patrón de actividad rítmica es de 0,5 a 4 Hz y su amplitud en EEG o MEG es la mayor de todas las que se registran en el cerebro (p. 242).

Como ya se ha visto, durante el sueño profundo, el sistema tálamo-cortical no

acepta casi ninguna modalidad de entrada sensorial. Aunque las vías sensoriales

transmiten la información sensorial específica, el sistema no le presta significado interno; de

hecho, no existe experiencia sensorial alguna. ¡Los «qualia» dejaron de existir

temporalmente! La conclusión es que «los resultados anteriores los hemos

interpretado, y sugerimos que la información sensorial durante el ensueño MOR es tem-

poralmente "independiente" de la actividad tálamo-cortical del sueño (es decir, no se

correlaciona temporalmente con la "realidad tálamo-cortical" creada internamente durante el

ensueño), por lo cual no existe como evento funcional significativo» (p. 152).

Por consiguiente, aunque la vigilia y el sueño MOR generan experiencias

cognoscitivas, los hallazgos anteriores corroboran, como es bien sabido por

nosotros los humanos, que las imágenes características de los sueños prescinden

casi por completo del entorno. En otras palabras, durante los sueños el cerebro se

caracteriza por un incremento de la atención hacia su estado intrínseco, el cual, en general, no

es afectado por los estímulos externos. En efecto, agrega en otro lugar Llinás,

«considero que el estado cerebral global conocido como "soñar" es también un

estado cognoscitivo, aunque no lo es con relación a la realidad externa coexistente,

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EL MITO RELIGIOSO

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dado que no está modulado por los sentidos» (Llinás y Paré, 1991). Por ello, al

soñar, liberado de la tiranía de los sentidos, el sistema genera tormentas

(eléctricas) intrínsecas que crean «mundos posibles» (sic), en un proceso que quizá

se asemeja al pensamiento.

Subraya una vez más Llinás que este sistema orgánico que llamamos

«cerebro» tiene además la ventaja de no estar limitado por las propiedades de los sentidos.

Consideremos que el estado de «vigilia» sea un estado de «ensoñación» (igual a cómo

los sueños son estados análogos a la vigilia) guiado y conformado por los sentidos, al

contrario de los sueños normales que prescinden por completo de los sentidos.

El cerebro utiliza los sentidos para apropiarse de la riqueza del mundo pero no se ajusta a ellos;

es capaz de funcionar sin ningún tipo de entrada sensorial. La naturaleza y función del

cerebro hace del sistema nervioso una entidad muy diferente de la del resto del

universo. Ya se dijo que, en realidad, es un «emulador». Si aceptamos que es un

sistema cerrado y único, ello implica que es una forma diferente de expresar «todo».

En otras palabras, la actividad cerebral es una metáfora para lo demás. Tranquilamente

o no, el hecho es que somos básicamente «máquinas de soñar» que construyen modelos

virtuales del mundo real. Y esto lo fue el ser humano prehistórico y lo es el humano de hoy

—civilizado o primitivo.

Por esta peculiar ruta de la experiencia humana con el mundo y consigo misma,

resulta que el sueño y la vigilia se alternan o entretejen, y así también el mundo

onírico y el mundo espectral o aparicional. Así, si durante la vigilia las respuestas se

incrementan en ausencia de información sensorial apropiada, se pueden engendrar

estados en virtud de interacciones de actividad en la vía tálamo-cortical que «emulan» una

realidad no existente, produciendo lo que llamamos «alucinaciones». Esta propuesta

tiene algunas consecuencias. Si la conciencia es el producto de la actividad

tálamo-cortical, como parece serlo, el diálogo entre el tálamo y la corteza genera la

«subjetividad» en los humanos y en los vertebrados superiores. Las visiones,

ilusiones y estados alterados de conciencia, junto con los sueños, constituyen la línea de la

subjetividad sobre la cual funciona la «invención animista», inaugurada, a la par de otras

ilusiones de la mente, por el humano prehistórico en el fondo recóndito de su autoconciencia

creadora. Y, así, llegamos a entender cómo el cerebro humano ha podido ser capaz,

explotando mentalmente el rico repertorio de memorias, recuerdos, vivencias, emociones

presentes y pasadas, de integrar, en una ilusoria pero coherente inferencia, el modelo cognitivo

del binomio cuerpo/alma, y de convertirlo en un «patrón de acción fijo» que le permitió

resolver graves cuestiones de la autocom-prensión que le exigía la urgencia de su orientación en

su mundo y ante la muerte. No se trataba de un proceso «racionalista» como el que pone

en marcha el hombre civilizado de la edad de los metales o de la agricultura

hidráulica —ya un administrador de avanzados hábitos de razonamiento más

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complejo—, sino de una lógica primaria a partir de enigmáticas pero evidentes experiencias

vitales para cuya interpretación racional el «homo sapiens sapiens» ya estaba mentalmente

pertrechado: el ser humano del «animismo» y su subsiguiente evolución.

5.7. Llinás concede la mayor importancia a la estructuración de las funciones del

cerebro en el dominio de la conjunción de los efectos de los estímulos internos y externos para

regular la dinámica de estímulo-respuesta. Con precisión y claridad, Llinás nos

introduce en un capítulo fundamental de la dinámica cerebral:

Nos encontramos, pues, ante una maravillosa «máquina biológica», intrínse-camente capaz de generar «patrones globales oscilatorios» que literalmente «son» (sic) nuestros pensamientos, percepciones, sueños, en fin, el «sí mismo» (p. 156).

Pero Llinás advierte que el «sí mismo», la centralización de la predicción, no puede

orquestar permanentemente todas las hazañas realizadas por el cuerpo en un mundo en

constante cambio:

Los «patrones de acción fijos» (PAF) son conjuntos (sets) de activaciones motoras automáticas y bien definidas, algo así como «cintas magnéticas motoras» (sic), que cuando se activan producen movimientos bien delimitados y coordinados: la respuesta de escape, la marcha, la deglución, los aspectos predise-ñados del trino de los pájaros, y otros semejantes.

De tales patrones motores se dice que son «fijos» (sic) porque son estereo-tipados y relativamente constantes, no sólo individualmente sino también para toda la especie (pp. 155-157).

Así, funciona este mecanismo como el de un computador informático,

pues el sistema nervioso, con su «atención» a las necesidades orgánicas de cada momento,

posee flexibilidad para decidir la activación de los patrones, que no tienen los

computadores a ciertos niveles. En los animales, el automatismo es mucho

mayor que en los humanos. Efectivamente, Llinás señala que en los humanos

se da cierta jerarqui-zación de niveles porque los patrones fijos (PAF) son

«reflejos» algo más elaborados que agrupan reflejos inferiores en sinergias (grupos

de reflejos capaces de comportamientos dirigidos más complejos):

Una vez que el sistema motor superior inicia la marcha, los circuitos espinales se encargan de regular el ritmo y de hacer pequeños ajustes ante las disparida-des del terreno. Sin embargo, la médula espinal no basta para contextualizar la marcha. Las redes neuronales que especifican movimientos estereotipados, a

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menudo rítmicos y relativamente fijos, al activarse se denominan «generaclores centrales de patrones» (GCP), pues lo que hacen es generar los patrones neuronales de actividad que impulsan PAF.

Se podría considerar que los PAF son módulos de actividad motora que li-beran al «sí mismo» de gastar tiempo y atención innecesarios, en todos y cada uno de los aspectos del movimiento en curso (pp. 156-157).

Y agrega esta preciosa puntualización: los PAF nos dan el tiempo para hacer otras cosas

con nuestra mente, pues los sentidos nos recuerdan que hay un mundo fuera de nosotros que

a veces olvidamos, ya que el mundo interno, generado por las propiedades intrínsecas del

sistema tálamo-cortical, puede ser muy rico. Evolutivamente hablando, el lugar

actual de residencia de los PAF es el cerebro. Llinás concluye:

Hagamos un breve resumen. Tenemos un sistema motor que, al ser impulsado por estrategias globales, implementa los PAF en el contexto apropiado en el que deben darse y cuya precisión se debe a que el elevado número de posibles elecciones se reduce inmediatamente. La estrategia adoptada por el sistema determina lo anterior. En buena parte, estos PAF vienen con el «cableado» (sic) innato, por lo cual su «activación» constituye algo equiparable a los reflejos. Como módulos de afirmación motora automática, la evolución los formó y los perfeccionó para ahorrar tiempo (de cómputo), como un eficiente antídoto contra un sistema motor enormemente hipercompleto; por su sincronía con la activación contextual y su habilidad en la ejecución, los PAF le ahorran tiempo al «sí mismo», el sustento de la

predicción. Sin embargo, una vez activados, la expresión motora estereotipada de la mayoría de los

PAF puede modificarse tácticamente, según las exigencias del contexto. Este «escape» o congelación de un evento motor, limitado por el PAF en ejecución, se logra mediante el sistema tálamo-cortical, el «sí mismo» (sic). Este sistema toma elecciones volitivas,

ponderando la información y anticipando las consecuencias en un contexto evolutivo. Para que las respuestas del repertorio motor no sean fijas, se necesita del advenimiento de la conciencia (pp. 176-177).

Como indica Llinás, el lenguaje mismo es un PAF que puede modificarse,

aprenderse, recordarse y perfeccionarse, además de constituir el requisito para

la plenitud de la mente en cuanto cima del propio cerebro evolucionado y del

«sí mismo». Pero Llinás entiende acertadamente que sólo debemos abordarlo

después de tratar de las emociones, del aprendizaje y de la memoria.

Llinás propone considerar las emociones como miembros de la categoría de

«patrones de acción fijos» o PAF cuya ejecución no es motora sino premotora, que

se efectúan en el rinencéfalo, en el cual se generan y soportan no sólo nuestros

sentimientos emocionales, sino también un conjunto de posturas motoras,

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autonómicas y endocrinas, todas grandemente dependientes de las bases

neurológicas del mundo afectivo. Por ello, añade Llinás, no sería de extrañar

que los estados, emocionales fueran simples respuestas estereotipadas comunes a

todos los seres humanos. Así, los estados emocionales cardinales son

probablemente liberados por péptidos modulares, de tal manera que su

caracterización universal puede ser reconocida por la mayoría de las culturas.

Es necesario distinguir entre emociones y acciones, es decir, entre el estado

emocional subyacente (PAF premotor) y la acción generada (PAF motor). Entonces, ¿qué se

entiende por el término «estado emocional»? Comencemos por señalar la

diferencia entre las sensaciones como eventos intrínsecos y las emociones como PAF globales

sensoriales. Pensemos, por ejemplo, en la sensación de dolor. Pero «¿es el dolor en sí

mismo un estado emocional? Yo diría que sí lo es». Las sensaciones son eventos

intrínsecos, un producto de la actividad en curso del sistema nervioso que logra

filtrarse a la conciencia, y verdaderamente intrínsecos, puesto que también se logran

en ausencia de activación sensorial. Durante los sueños experimentamos muy

diversas sensaciones, aunque ninguna de ellas llega por las vías por las que nos llegan

en la vigilia. Si bien estas vías transducen los estímulos externos, durante los

sueños el sistema tálamo-cortical no les otorga significado. Así pues, lo que

sentimos durante el sueño es una total confabulación por parte del cerebro, el cual y en

este estado, por la activación de diversos sectores tálamo-corticales, origina el

mundo de los sueños. Las características de las sensaciones percibidas durante los sueños se

explican porque se construyen en el contexto mismo del sueño. Si sueño que alguien me habla,

oigo palabras, o si sueño que estoy cayendo al abismo, me sentiré caer y, sin embargo, en

realidad mi cuerpo está tranquilo e inmóvil dormido en la cama:

Las vías sensoriales no producen las sensaciones, sólo sirven para informar al contexto acerca del mundo externo; durante los sueños, ni siquiera hacen esto. En ambos estados, la sensación es una estructura fundacional intrínseca del cerebro, dada por la actividad de éste dentro del contexto interno momentáneo de la actividad del sistema tálamo-cortical (p. 188).

5.8. El estudio de la modificación o cambio de los PAF conduce al análisis del

aprendizaje, la memoria y el lenguaje. Llinás introduce así el tema: «dado que el mundo

en el cual se mueven los organismos con movimiento propio cambia

continuamente, tanto el rango de los PAF como sus circuitos deben ser modificables. Si

el "cableado" (sic) funcional de los PAF fuera tan rígido como el del reflejo de rascarse,

simplemente no se hubieran dado maravillas como el lenguaje, tan útil para

adaptarse a la complejidad humana y del pensamiento. Para sobrevivir, los

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patrones motores automáticos, que constituyen en realidad los PAF, deben recordar y

adaptarse a estos cambios. En el ámbito individual, esto se hace interiorizando los

cambios del cuerpo y de sus partes a medida que el individuo crece; el sistema nervioso

se modifica para acoplarse a este cambio» (p. 201). El hecho de la repetición de gestos y

prácticas reviste gran importancia.

Llinás insiste en la importancia subyacente de la «repetición» de lo

memorizado a nivel estructural general y particular, pues el propio sistema

«fabrica polos de atracción basados en la repetición», y señala que «el patrón de

disparo neuronal en determinada área de la corteza sensorial a la larga se asocia y

resuena con neuronas de áreas corticales cuyas funciones se relacionan entre sí»

(p. 213).

Desde el punto de vista evolucionista, el «alumbrado» preestablecido, la filogenia,

otorga la capacidad, y luego la práctica, la ontogenia, la perfecciona (pp. 229-230).

No obstante, el saber ilumina e impulsa la conducta, y es indispensable, en

cuestiones polémicas, con sus incidencias conductuales, como los llamados

qualia.

Llinás inicia su examen de esta cuestión mayor refiriéndose a un momento

sobresaliente de la investigación sobre los qualia (vocablo latino que expresa el

plural de quale —forma neutra de «cual»—, que significa el sujeto de una

«cualidad»). Willar Quine empleó el término para denotar el carácter subjetivo de la

sensación. Llinás lo emplea para referirse a cualquier experiencia subjetiva generada por el

sistema nervioso (Smart, 1959), como por ejemplo el dolor (Benini, 1998); el color

(Churchland y Churchland, 1998); o el tono específico de una nota musical

(Gregory, 1988; Leeds, 1993; Sommerhoff y MacDorman, 1994; Banks, 1996;

Hubbard, 1996; y Feinberg, 1997). También es un tema de profundo interés

para la filosofía (Churchland, 1986; Searle, 1992, 1998; Denté, 1993; y

Chalmers, 1996, entre otros). Hoy en día, hay dos posiciones afines respecto de la naturaleza

de los qualia. Según la primera, éstos serían un epifenómeno innecesario para la

conciencia (Davis, 1992). La segunda, que no es muy diferente de la primera,

plantea que los qualia son la base de la conciencia y aparecieron sólo en formas superiores

de la evolución, por lo cual representarían «una función central superior» presente sólo en los

cerebros más avanzados (Crook, 1983). Esta perspectiva relega a ámbitos carentes de

toda experiencia subjetiva a animales inferiores como las hormigas. Ello implica que

los circuitos de estos animales son automáticos y que se organizan de manera refleja,

lo cual les permite una interacción con el exterior que no por exitosa para sobrevivir

deja de ser eminentemente refleja. Para efectos prácticos y pese a su éxito evolutivo,

las criaturas primitivas como las hormigas y las cucarachas serían autómatas

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biológicos. Con el fin de precisar mejor esta segunda perspectiva —que Llinás

califica de «elitista»—, transcribimos sus matizaciones:

La perspectiva elitista, según la cual sólo las formas superiores están dotadas de «qualia», da otras razones: los «qualia» se originaron accidentalmente como resultado inesperado y posiblemente como una propiedad emergente de circuitos cerebrales complejos, pero no como necesarios para un comportamiento debidamente organizado. Los partidarios de esta posición señalan que, incluso en aquellos seres dotados de «qualia» como los humanos, la mayoría de los eventos cerebrales no forman parte de ellos; y que, a su vez, no son parte de la mayoría de eventos cerebrales. Estos autores se inclinan a pensar que gran parte de la actividad cerebral se relaciona con funciones pre-conscientes o con los mecanismos neuronales que coordinan el movimiento. Finalmente, señalan que los aspectos funcionales en principio están basados en la experiencia sensorial de la función cerebral, no se emplean frecuentemente y no son necesariamente base de la conciencia, en particular cuando el sujeto se distrae momen-táneamente. Estos puntos de vista indican que los «qualia» no son componentes o productos necesarios de la función cerebral, y que si ocasionalmente lo fueran, son esencialmente fugaces y poco confiables. Para mí —añade Llinás—, a estos modos de pensar les falta una perspectiva evolutiva adecuada, razón, tal vez, por la cual a los «qualia» se les ha puesto tan poco énfasis dentro del estudio de la función cerebral. Comprendemos cabalmente que la arquitectura funcional del cerebro es producto del lento caminar de la evolución, la cual selecciona las funciones cerebrales más útiles para la supervivencia de las especies. Lo que no es tan claro para muchos es la íntima relación entre los «qualia» y la estructura evolutiva funcional del cerebro (pp. 236-237).

En este contexto, Llinás plantea con exquisito rigor una aproximación al

problema que va más allá de la hipótesis del «epifenómeno» y de la elitista basada en

una función central superior sólo presente en las formas más avanzadas de la evolución:

Mi razonamiento es que la existencia misma del sistema nervioso central se origina en la «experiencia sensorial», la cual, gracias a la «predicción», permite el movimiento activo (motricidad). Considerando que la evolución de la percepción misma en cualquier modalidad sensorial dio lugar al elaborado proceso que vemos hoy en día, entonces lo más lógico es plantear que la experiencia sensorial, los «qualia», deben ser primordiales para la organización global del sistema nervioso. De hecho, los «qualia» deben de haber desempeñado un papel relevante e influyente en el curso de la evolución (p. 237).

La novedosa impostación que asume Llinás sin el menor menoscabo del

materialismo se centra, pues, en la biología evolutiva: «al madurar, algunas funciones del

sistema nervioso migran de su sitio a otro dentro del cerebro. Durante la ontogenia y

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EL MITO RELIGIOSO

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también a lo largo de milenios de evolución, una función puede desarrollarse lejos de

su sitio de origen. Esta migración de funciones sólo es posible si lo que migra es el conjun-

to total del conjunto neuronal de dicha función».

Llinás presenta notables ejemplos, como la migración funcional, desde el

punto de vista ontogénico, de la oxigenación de los elasmo-branquios durante la

embriogénesis. Y se interroga: ¿cuál es la relación entre la migración de estas

funciones y los «qualia»? En este ejemplo, los órganos sensoriales florecieron en el

polo cefálico por la necesidad de «monitorear» sensorialmente el mundo por el

cual puede moverse. Según esa y otras investigaciones, neuronalmente

hablando, existe un carácter modular acerca de la experiencia sensorial, es decir, en el mundo

de las «sensaciones». «Teóricamente —escribe—, hay razones de muchísimo peso

para pensar que el fundamento de los "qualia" se encuentre en fenómenos eléctricos

neuronales» (p. 240), pues «los "qualia" se desencadenan gracias a la actividad eléctrica

en el cerebro; y que están constituidos por eventos muy cercanos en el tiempo a las

estructuras eléctricas que se deslizan sobre la superficie de las membranas neuronales. Estos

torbellinos estallan en zigzag en diferentes direcciones, como relámpagos que

centellean, dejando tras ellos un débil y fugaz resplandor, una sensación que se

encenderá de nuevo en cuanto se desencadene y generalice la siguiente oleada

de relámpagos, dejándonos la imagen de una red continua de sensaciones. Los

"qualia" realmente son eventos celulares fugaces y discontinuos, por las mismas razones

fisiológicas por las cuales la conciencia es un evento fugaz e intermitente»; por esto

mismo, «los "qualia" se relacionan con el "sí mismo" y, específicamente, con el

hecho de que nos percatamos de nosotros mismos» (p. 242). En las crisis de

epilepsia tipo «pequeño mal», los qualia dejan de existir, lo mismo que en el sueño

profundo (rango de frecuencia entre 0,5 y 4 Hz) y, de hecho, la «persona» desa-

parece temporalmente. Puede decirse que, en general, para evocar sentimientos es

necesaria la actividad de patrones eléctricos específicos, globales y locales de modo

temporalmente coherente.

Llinás destaca el hecho de que el contexto del sistema nervioso, para lograr

la motricidad, incluye, al final de la cadena, un «efector motor» que transforma

la actividad eléctrica de las neuronas motoras en contracciones musculares

manifiestas. Entonces, por analogía, cabe preguntar cuál es el «efector», el aparato

de expresión última de la experiencia sensorial. «Este es para mí el problema más

importante de la neurociencia contemporánea. Fisiológicamente hablando, no sabemos

cuáles sean, o cómo funcionan, los "efectores de la experiencia sensorial". Sin

embargo, conocemos su ámbito de operación. Sabemos, por ejemplo, que se requiere una

actividad eléctrica neuronal de un tipo particular en determinados sitios del sistema

nervioso central, mientras que en otros debe silenciarse. Visto así, concluimos que

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las bases neuronales de los efectores de los "qualia" son muy semejantes a las de los PAF

motores, sólo que parecen ser PAF interiorizados», es decir, «encuentran su expresión

final internamente; esta expresión es lo que conocemos como "experiencia

subjetiva". Los PAF sensoriales están acompañados de "experiencias subjetivas", bien

porque sean producidas por la activación de las vías sensoriales debidas a

estímulos externos, bien por la estimulación experimental eléctrica (o química)

en diversas áreas del cerebro, o bien por acciones iniciadas en el interior, como

en los sueños» (pp. 243-244).

A la vista de todas estas referencias, y algunas otras, Llinás estima que

puede decirse que muy probablemente los qualia se relacionan con el tipo y la

localización de la actividad eléctrica. Muchos se inclinan por pensar que los qualia

representarían eventos muy profundos de la función neuronal, relacionados con las estructuras

mecánicas cuánticas de las neuronas, entre las que se incluyen los detalles de la

organización de los microtúbulos y microfilamentos. Por supuesto, esto abre

en la neurociencia un área nueva y hasta el momento inexplorada, pero Llinás

declara que él no seguirá esa última senda, porque duda de que se compruebe

con un análisis serio. La razón para descartarlo es que los

elementos neuronales subyacentes a la activación sensorial parecen ser muy semejantes a los que

sirven de base a la actividad motora. Al parecer, los qualia se relacionan no sólo con

neuronas particulares en sí, sino, más aún, con la geo?netría dinámica de los patrones

de actividad eléctrica que las neuronas son capaces de producir:

Para mí —prosigue—, la razón evolutiva de los «qualia» es abordable. Repre-sentan la línea de base del funcionamiento cerebral, ya que las «sensaciones» de por sí son eventos geométricos desencadenados eléctricamente, y hasta aquí llega el nivel de análisis posible en este momento. Pero si tal estado geométrico y funcional es la «sensación en sí», surge inmediatamente un serio problema filosófico. Según esta definición, ¿no serían los «qualia» simplemente otro ejemplo de aquello que «todavía está por comprenderse»? O, desde el punto de vista cualitativo, ¿podrían quizá ser algo que es radicalmente diferente, algo que trasciende al sustrato neurológico de las neuronas y de su actividad eléctrica, tras lo cual intentamos esconder los «qualia»? Por el contrario, creo que la esencia de la «sensación» es justamente el conjunto de patrones de actividad eléctrica de las neuronas y de sus contrapartes moleculares (p. 245).

La base neurológica de los qualia es la dinámica de los referidos circuitos neuronales,

cuya descripción es lo único que permite abordar científicamente el problema.

A efectos prácticos, la cuestión de los qualia o de los «sentimientos» es la cuestión de la

«experiencia consciente». Esta identificación y equiparación triádica reviste una

importancia teórica capital para entender estos fenómenos tan escurridizos.

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EL MITO RELIGIOSO

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D. J. Chalmers, a quien cita Llinás, señala correctamente que la explicación de

la operación de las funciones relevantes de los fenómenos de la conciencia representa los

«problemas blandos», pero que el «problema duro» de la conciencia es saber por qué la ejecución de cada una de estas funciones se asocia con la «experiencia consciente».

Chalmers —posiblemente tomándolo de Dennett, pues su libro The Conscious

Mind (1996) es muy posterior al de este último, Contení and Concious-ness (1969;

19852)— coloca los problemas fáciles bajo la rúbrica general «darse cuenta de

algo», que sería la causa del efecto «experiencia», es decir, una relación funcional

informativa. Pero el problema difícil y EL MITO RELIGK >SO

esencial de la «experiencia consciente» se sitúa en saber cuáles son los «mecanismos físicos» que

la generan en el cerebro.

Llinás piensa que podemos exponer aquí una hipótesis plausible que explique la

naturaleza misma de los qualia. Comienza analizando el hecho de que las células

simples tienen propiedades de irritabilidad (capacidad de responder

comportamentalmente a estímulos), y no olvidemos que las células aisladas

tienen propiedades m u y antiguas que se relacionan con la «intencionalidad» y, por ende,

con lo que podríamos considerar como una función sensorial m u y primitiva.

Entonces, si pensamos que los qualia representan una especialización de este

«sensorio primitivo», sería un paso razonable, dado desde allí, para llegar al

fenómeno de los «sentimientos corporativos» de los organismos superiores, en el ámbito

multicelular. Si nos podemos acomodar a esta noción, comprenderemos que los

qualia deben surgir fundamentalmente de propiedades de las células aisladas, amplificadas

gracias a la «organización de circuitos» especializados en funciones sensoriales. Todo lo cual

significa que sólo los circuitos con suficientes células sensoriales organizadas en

una arquitectura particular podrían ser la base de dicha función. Qué es lo que se suma a las

propiedades aditivas de estas células sensoriales es lo que debe ser entendido,

pero el problema así enfrentado parece más abordable. Veremos que no estamos

buscando un fantasma (p. 249), concluye Llinás.

Llinás pasa seguidamente al tema de los qualia como propiedad de la célula

aislada, preguntándose, «¿qué puede decirse, entonces, del papel que desempeñan las células

aisladas en la generación de los "qualia"? [ . . . ] ¿En qué otros sistemas una señal eléctrica

desencadena una acción coherente? Vimos que quizá la mejor analogía sea la

contracción muscular», y Llinás enumera y examina detalladamente las

propiedades que son comunes y que son diferentes en la contracción muscular y en los qualia

(pp. 249-250). La diferencia conceptual básica en sede teórica es que «la noción de

"qualia" (sensaciones subjetivas) es m u y antigua en la "filosofía natural" (sic) y no se

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relaciona con nada de lo que sucede en la célula, según nuestros conocimientos actuales» (p.

251); es decir, la noción antigua es puramente especulativa y vinculada a nociones

espiritualistas, mientras que la noción empírica actual es fisicalista. E inmediatamente a

continuación, Llinás formula la plataforma básica de su visión del tema:

Si el cerebro intenta continuamente reducir la sobrecarga funcional impuesta por el control motor, es difícil creer que no haga lo mismo con los sistemas sensoriales. Entonces, ¿cuál es la simplificación que da origen a los «qualia»? Como no es posible atender permanentemente todas las entradas sensoriales a la vez, los «qualia» serían estructuras funcionales a las cuales el sistema tálamo-cortical pueda prestarles «foco» y/o «atención» y/o «significado», momento a momento (ibidem).

¿Es posible describir el funcionamiento de la «percepción» en alguna modalidad sensorial? ¿Existe algún patrón subyacente que nos permita una aproximación acerca de la arquitectura funcional que sirve de base a los «qualia»? En otras palabras, ¿existe algún parámetro que podamos medir y que aclare la naturaleza de la arquitectura funcional subyacente a los «qualia»? Existe, en efecto. Todos los «qualia» pueden medirse según la ley matemática de Weber-Fechner (Cope, 1976), que estipula la relación entre la intensidad de la actividad sensorial y la percepción:

s = kln A/A

En donde «s» es la experiencia sensorial, «k» es una constante de proporcionalidad, «ln» es el logaritmo natural, «A» es la actividad sensorial y «A» es el nivel de activación en el cual no hay experiencia sensorial, es decir, en el cual el estímulo es apenas inferior al umbral de percepción. Puede observarse que a medida que aumenta la amplitud de «A», la experiencia sensorial aumenta en relación constante en una progresión geométrica basada en el valor de e, 2, 17, que es la base de los logaritmos naturales.

Tal progresión matemática divide la experiencia sensorial en eventos discretos percibidos, si hablamos en lo referente a los tonos musicales [...]. En cuanto a esta geometría, pienso que para cualquier experiencia sensorialda estructura básica de los «qualia» probablemente consiste en un punto central, con cierto número de niveles superiores e inferiores expresados como proporciones del valor central (pp. 252-253).

No sería de extrañar que los «qualia» deriven de estructuras eléctricas incorporadas a circuitos neuronales que sean capaces de generar orden logarítmico. Si las sensaciones obedecen a la geometría descrita por la ley de Weber-Fechner, muy probablemente los patrones eléctricos neuronales que representan los «qualia» también operen en una base geométrica, logarítmicamente similar a ésta (p. 255).

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Llinás hace balance, y afirma que, dado el conocimiento actual, parece que de

momento no nos es posible llegar a comprender mejor los qualia. Quienes

niegan que los qualia se reducen a la actividad eléctrica EL MITO RELIGIOSO

y a la geometría de los circuitos neuronales, tal vez lo hagan por no haber

comprendido las geometrías funcionales; «los "qualia" no son eventos misteriosos

suspendidos en "estados intermedios" (sic) que operan el milagro de transformar la actividad

eléctrica en "sentimientos" (sic)» —añado yo, incluidos los «sentimientos religiosos» o no

religiosos.

Analicemos el caso de los colores. El cerebro transduce (es decir, convierte,

transforma) en primer lugar «la luz en una especificación útil de estados

cerebrales internos» (p. 113); y, «dado que la luz rebota de los objetos a los que

llega (reflexión), o los atraviesa (translucidez con o sin refracción), o el objeto absorbe

la luz (un objeto negro), la luz "informa" acerca de las propiedades ópticas del

universo que nos rodea» (p. 116). Entonces, «los fotones se "captan o absorben"

mediante materia pigmentada» (ididew), compuesta de neuronas llamadas

«fotorreceptores» que «interactúan íntimamente con una segunda molécula

llamada "cromatóforo"» (p. 117), encargado de determinar «la intensidad de la luz

"contando" (sic) los fotones captados» (p. 118). Así, «una imagen es una

representación simplificada del mundo externo "escrita en forma extraña" (sic),

pues cualquier trans-ducción sensorial es una representación simplificada de un

"universal" emanado del mundo externo» (p. 126). Por tanto, «los "colores", por

ejemplo, son simplemente una forma particular de transducir la energía de cierta

frecuencia» (p. 127). Pero un color, por ejemplo, el azules «la luz de una frecuencia

dada (420 nm)... que rebota del objeto en línea recta y los fotones de esta

frecuencia llegan a mi ojo». Así, «el azul no existe como tal en el mundo externo», y «tal

sensación [un "quale"\ sólo es una interpretación que hace el cerebro, sin el cual los colores no

existen» (p. 117).

Con ironía, subraya Llinás, «recordemos que los "qualia" son solubles en

anestésico local (sic). En este caso, el fantasma de la máquina respondería a la cirugía,

o incluso a un golpe en la cabeza. ¿Desde cuándo, entonces, son las propiedades

trascendentales tan frágiles y cercanas a los procesos biológicos? ha parsimonia y la

serenidad científica indican claramente que el "puente" (sic), la "transformación misteriosa"

(sic) de eventos electroquímicos en "sensaciones", es un conjunto vacío. No existe, ha

"actividad neuronal" y la "sensación" son el mismo y único evento [...]. Volviendo a los

PAF sensoriales, a través de toda la historia de la neurociencia aflora el concepto de

"líneas marcadas" (sic), que teóricamente ayuda a eliminar definitivamente el

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EL QUÉ, EL CÓMO, Y EL PORQUÉ DE LA RELIGIÓN

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"fantasma" (ghost) en la máquina (sic). Este concepto supone que las vías de trans-

misión, en cada uno de los sentidos, codifican las propiedades del mundo

acerca del cual informan en patrones de disparo muy específicos, y que cada

línea o vía sólo lleva información de una modalidad dada. Estos patrones

específicos son literalmente los mensajes del mundo externo en cada

modalidad sensorial [...]. La propiedad de codificar frecuencias y el hecho de que

cada vía sensorial sólo transmita información de su modalidad sensorial específica

originaron el concepto de "líneas marcadas" [...]. Lo que se transmite no es el código o el

mensaje que llega del mundo externo, sino que es el "elemento neuronal" que responde a los

mensajes del exterior lo que constituye, en sí mismo, el mensaje. Es la "sensación" que

emana de un PAF activado internamente, por lo que puede decirse que la línea

marcada transporta la frecuencia, que de hecho es la misma que activó el disparo» (pp.

255-257).

En este contexto, resulta posible «llegar a definir una arquitectura funcional

de los "qualia" mediante los "efectores de la sensación" y la tendencia de los PAF motores

a ser "máximamente eficientes en sus cómputos" en virtud de "la automaticidad prefijada" de

los módulos funcionales de los circuitos neuronales del cerebro» (p. 258). Llinás se plantea

útilmente para el profano esta pregunta: «¿pueden considerarse del mismo modo los

"qualia" o las "sensaciones" o "experiencias sensoriales"? Claro que sí, y la clave se debe

al impulso innato del cerebro de reducir la sobrecarga. Esto concuerda con lo dicho sobre

la economía en la transmisión. En lugar de generar elementos complejos a partir de otros

más simples, cada elemento conlleva su propio significado y el todo es ensamblado por la

presencia, o la ausencia, de una actividad significativa» (ibidem). Por estos caminos, «las

propiedades geométricas del mundo externo se trasducen a una geometría del espacio

funcional interno, y la naturaleza misma de esta transformación hace que la realidad

continuamente se simplifique. Así debe ser, pues es la única manera como el cerebro puede

mantenerse al tanto de la realidad. Debe siempre simplificar» (ibidem).

De su diáfana explicación se desprende la perentoria necesidad de los qualia. ¿Por

qué es tan importante plantear el problema de los qualia en los animales?...

Porque sin ellos, sin la computación exacta de los pulsos eléctricos neuronales que generan los

«sentimientos» o los qualia, ni los animales ni los humanos podrían hacer lo que hacen. A

quienes ponen esto en duda, guiados falsamente por una concepción

anímico-espiritualista del sujeto que desconoce la verdadera naturaleza del sistema

nervioso, Llinás declara lo siguiente:

Desde el punto de vista del funcionamiento del cerebro, para mí, los «qualia» deben ser la suma final, el aspecto de nuestro «yo» que se refiere a nuestra «propia experiencia». ¡Es un truco (trick) fantástico! Los «qualia» son propiedades de la

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mente de monumental importancia, por lo que sin ellas sería imposible operar. Los «qualia» facilitan la operación del sistema nervioso, suministrando marcos de referencia bien definidos y patrones de simplificación que implementan e incrementan la velocidad de las decisiones, y permiten que tales decisiones retornen [al sistema] y se conviertan en parte del panorama de la percepción [...]. Así, los «qualia» se tornan en instrumentos de suma importancia para la integración perceptual, que es depósito del evento unifica-dor (pp. 2548-259). Los «qualia» emiten «juicios» simplificadores momentáneos sobre esta actividad de conjunto, permitiendo que estos mismos juicios retornen al sistema para utilizarse según las necesidades predictivas del organismo (el «sí mismo»). Representan los «juicios o evaluaciones» efectuados a nivel de los circuitos sensoriales que transportan la información, o sea, las «sensaciones». Y estas sensaciones, el producto integral de la actividad de los PAF internos sensoriales, representan los vectores predictivos cíclicos importantes, que retornan al paisaje interno del «sí mismo». Son el «fantasma de la máquina» (sic) y representan ese importantísimo espacio entre la llegada y la salida, pues no siendo ni una ni otra, sin embargo, son producto de una y el impulso de la otra. Finalmente, son estructuras funcionales, simplificadas por las propiedades intrínsecas de los circuitos neuronales del cerebro (ibidem).

De este modo, Llinás ha llenado de contenido preciso y coherente para todas las

funciones del sistema nervioso, y muy particularmente

del SNC, la declaración materialista (energía física en todos los niveles) del sujeto humano.

5.9. El coronamiento de la función del cerebro/mente es el pensamiento abstracto, y,

dentro de éste, el lenguaje. «La abstracción, o el conjunto de procesos neuronales que la

originan, es un principio fundamental de la función del sistema nervioso —escribe

Llinás—. La naturaleza de estos procesos emana de los patrones filogenéticos

de "cableado" (sic), adquirido por el sistema nervioso a lo largo de la evolución.

Es muy probable, por tanto, que el "abstraer" sea m u y antiguo y que su origen se

remonte a sistemas nerviosos primitivos; esta perspectiva emerge de considerar que el

cerebro está encaminado hacia el movimiento predictivo. Para contextualizar un

movimiento en su entorno integral, en primer lugar el animal tendrá que generar

algún tipo de "imagen" interna o descripción global de "sí mismo"» (pp. 261-262). El

«animal elongado» —es decir, cualquier criatura encefalizada, con una cabeza y una

cola (o pies) y una columna o cadena de tejido nervioso en sentido

longitudinal— debe presentar una porción del sistema nervioso que no sea únicamente

segmentaria y pueda unir los diversos segmentos en un todo, que antes no existía.

Entonces, podemos considerar este hecho como el comienzo de una junción

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abstracta, ya que esta parte del sistema nervioso no está relacionada

«directamente» con la conectividad nerviosa a ningún nivel segmentario en

particular. Lo cual nos lleva «a la conclusión de que el proceso de integración

intersegmentaria es una "abstracción", y que representa el inicio de ésta como

proceso biológico seleccionado naturalmente. Precisamente, por ello, en un

animal muy desarrollado neurológicamente surge el hecho de que éste puede tener una

representación interna de sí mismo, de modo tal que es en este metae-vento germinal

donde la "abstracción" comienza y el "sí mismo" aparece» (p. 263).

Una vez más se presenta la cuestión de la «intencionalidad». Dice Llinás,

volviendo a la «predicción», que es claro que ésta debe tener una meta, o de lo

contrario no tendría un marco de referencia, y con respecto a la abstracción, la

intencionalidad es el detalle premotor del deseo de obtener algún resultado mediante un

movimiento que exprese cierto estado emocional: escoger lo que haremos

antes de hacerlo. Esto es como expresar nuestra intencionalidad como una

manifestación motora de lo que está sucediendo en nuestra cabeza. Ahora bien, la ex-

presión externa de una actividad premotora precede y predice la activación de

patrones motores específicos. La difusión lingüística desarrolló la capacidad de

separar las «propiedades» de las cosas, de las cosas en sí mismas, lo que a su vez llevó a la

capacidad fundamental de crear una serie de imágenes premotoras necesarias para

abstraer las propiedades de las cosas. Pero conviene señalar que el pensamiento abstracto

evolucionó antes que el lenguaje, y que los eventos premotores que conducen a la expresión del

lenguaje son exactamente los mismos que los que preceden a cualquier movimiento que se ejecute

con un propósito

definido; es decir, que el lenguaje es un elemento de una categoría de ■ funciones

mucho más amplia y general.

Llinás destaca que el lenguaje existe en diversas especies muchísimo más

antiguas que nosotros (el Homo sapiens), y que no es sino una

extensión lógica de las propiedades intrínsecas del sistema nervioso central, o simplemente del

pensamiento abstracto, pues éste es una subcategoría de lenguaje que se podría llamar

«prosodia» (sic) biológica —una gesticulación externa de un estado interno, la expresión

externa de una abstracción que emana del interior y que significa algo para otro animal—. En

consecuencia, un «evento prosódico» es una abstracción acoplada a una expresión motora de

un animal que transmite a otro cuál es su estado interno en ese momento. Aún hoy, en la

mayoría de los casos, el lenguaje se limita a eventos prosódicos. En resumen:

Parece inevitable concluir que el lenguaje probablemente evolucionó a partir de un atributo

prelingüístico estrechamente relacionado con la prosodia y acentuado por ciertos sonidos o ge\tos particulares. Pero no olvidemos un elemento crucial del lenguaje. Si la prosodia es la expresión

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externa de un estado interno momentáneo, ¿cuál es su propósito si no es el de ser comprendida por otro animal? Una comunicación que no se base en un «significado»

consensual (entre las partes) simplemente no es comunicación, por lo que la pregunta real será entonces: ¿cómo logró introducirse en la comunicación el aspecto del «significado» para

la contraparte? (p. 270).

En la teoría del lenguaje ha habido polémica sobre el «concepto de

modularidad» en la función cerebral. Chomsky (1972) postulaba que «la única

capacidad del sistema nervioso humano de generar un lenguaje complejo se debía a

una función cerebral muy específica, probablemente ocurrida en una región

muy especializada» (p. 283), basándose «en la existencia del "área de Wernicke"

(área de comprensión del lenguaje o de asociación auditiva), en el área de Broca

y en los problemas derivados de lesiones en tales áreas. Sin embargo, la teoría

no es del todo satisfactoria, porque el sistema nervioso central tiene serias

limitaciones para reorganizarse más allá de cierto punto, además de que la

localización de tal área es imprecisa y la posibilidad de que dichas funciones

migren a otras partes del cerebro» (pp. 283284). Pero Llinás estima que esas

dificultades tampoco son suficientes «para descartar por completo la "noción

de modularidad", especial mente si tal medularidad es considerada como una

estructura funcional, a veces transitoria».

Antes de concluir este apartado, y al margen del discurso propio de Llinás,

me parece oportuno precisar los significados del término «intencionalidad». El

significado propio y normativo puede definirse como la intencionalidad

comunicativa, deliberativa y volitiva de la persona que caracteriza las acciones de

finalidad autoconsciente. La intencionalidad de los animales no humanos y seres vivos

capaces de movimiento activo y estructura nerviosa finalista es una intencionalidad per

analogiam o metáfora de proporcionalidad. La intencionalidad estructural de las cosas

naturales o de los artefactos es metáfora igualmente, pero restrictiva en su atribución

a entes inanimados o pertenecientes al mundo vegetal. En la sección 6 de este ensayo,

titulada «Daniel Dennett y la explicación de la conciencia», se tratará

extensamente de estas tres formas de la intencionalidad.

5.10. Como capítulo final de su libro, Llinás aborda esta importante cuestión

formulada así: ¿la mente colectiva? Y toma como punto de partida de su reflexión

la síntesis alcanzada al término de su análisis del lenguaje:

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La capacidad de abstracción del sistema nervioso es fundamental tanto para la creación de la imagen de sí mismo como para adquirir la posibilidad de cancelar o modificar los PAF [...]. El lenguaje hablado, al contrario de la prosodia corporal o de gesticulación facial, amplifica enormemente el ámbito de la comunicación, así como el «rango de los sentidos» (sic) [...]. El lenguaje hablado claramente me permite «ver» (sic), allí donde mi vista no llega (p. 288).

Llinás se centra en el fenómeno civilizador de la rapidez de las co-

municaciones transmisoras, desde la marcha a pie hasta la aviación supersónica

y la comunicación por ondas herzianas, que permiten disponer de grandes

masas de información en segundos de tiempo, de modo ya «no muy diferente

de la conducción de la señal del potencial de acción (sic)» (p. 290).

Naturalmente, mientras que el «potencial de acción» no falla y no cambia, el

lenguaje lo hace comparativamente a expensas de la velocidad y de la precisión,

además de las posibilidades cotidianas de la deformación o tergiversación de la

información. Sin embargo, el punto crucial para responder al problema que

subyace en la pregunta sobre la «mente colectiva» se refiere a los mecanismos del

«sí mismo» y la conciencia. Llinás señala:

De la misma manera que la evolución del cerebro solucionó el problema de la unificación perceptual incorporando y usando la activación simultánea, la abstracción fue un producto de la actividad cerebral intrínseca del cerebro que reforzó el «edificio social» a través de la transmisión de información, en el sentido consensual de la verdad de esta información [...] y que «hoy en día es prácticamente simultánea entre individuos muy distantes entre sí» [...]; en la década de los 90, experimentamos el último evento de esta serie de avances comunicativos: la Red Mundial de Computación o World Wide Web (pp. 292-293).

Llinás advierte que «si lo que deseamos es un flujo de comunicación

semejante a la [red] del cerebro, saltan a la vista las limitaciones de la transmisión

global» (p. 295).

Sin embargo —agrega Llinás—, estas limitaciones están desapareciendo. Al menos en teoría, la Red es una estructura análoga al sistema nervioso, puesto que en cierta medida parece funcionar resolviendo el problema de la unificación de la

sociedad (ibidem).

A continuación se pregunta:

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EL MITO RELIGIOSO

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Si las neuronas engendran la mente, ¿puede la gente —las «mentes» (sic)— que representa cada punto nodal de la Red generar o convertirse en «una mente colectiva»? ¿Puede la Red soportar a la conciencia humana y, en tal caso, en «qué» (sic) consistiría esto? A primera vista, la Red y el cerebro son muy diferentes. El cerebro es algo «viviente» (sic) y la Red no lo es. ¿Puede algo no biológico tener mente? Esta última cuestión no es retórica, ni se limita a las discusiones sobre la Red.

A primera vista, el funcionamiento de la Red parece tener características comunes con el cerebro, pero, al examinarla de cerca, incluso esta «pseudoa-nalogía» se derrumba rápidamente. A lo largo de este libro he puesto constante énfasis en la perspectiva funcional y, vista así, en el mejor de los casos la Red es a lo sumo muy torpe. En la práctica, tal como la conocemos, la Red no podría soportarla conciencia de muchos [...]. Se recordará que el sistema nervioso aumenta su propia eficiencia mediante la modularización de su función. La Red, tal como la conocemos actualmente, no es modular.

Sin embargo, Llinás enfatiza:

Pero un momento: el «conocimiento colectivo» y la «mente colectiva» son dos cosas diferentes. Aunque puede haber muchas maneras de definir la «mente colectiva», podemos ponernos de acuerdo en que una de ellas sería: los elementos que componen un todo se combinan de tal manera que, cuando son confrontados en conjunto, se produce e implementa una decisión acerca de lo que habrá de hacerse. Esta decisión no puede ser representativa, y probablemente no lo será, de la opinión de cada uno de los elementos, pero será un consenso benéfico para el grupo en su totalidad. Es lo mismo que los sacrificios y ganancias de las células aisladas, cuando optaron por socializarse para llegar a los organismos multicelulares. Este proceso culminó con las estructuras colectivas que asumen el papel de tomar las

decisiones del animal, a saber, el sistema nervioso. ¿Es la Red un sistema nervioso compuesto de sistemas nerviosos, una mente compuesta de

mentes? Como ya lo dije, todavía no, al menos en el sentido clásico de mente colectiva. Comunica ciertamente, pero no piensa. Sin embargo, se esboza un proceso global de toma de decisiones, que comienza a tomar forma —y que continuará tomándola—, afectando a todos para bien o para mal (pp. 197-298).

Es ahora todavía más evidente que la modularidad cerebral de las percepciones es

un rango fundamental de la mente humana en virtud de la estructura inmanente del

sistema nervioso —de naturaleza biológica— y de su carácter constitutivamente finalista. No

parece, pues, que pueda poseer estas capacidades una máquina informática; y,

por consiguiente, carecerá de la función intrínseca de la mente humana de modular el

sistema perceptivo interno y externo.

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EL QUÉ, EL CÓMO, Y EL PORQUÉ DE LA RELIGIÓN

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Llinás va cerrando su libro con una reflexión de alta filosofía sobre la Red: usada

adecuadamente podría convertirse en un extraordinario avance, «pero, de

momento, la arquitectura funcional de la Red necesita una revisión general muy

seria para aproximarse, siquiera remotamente, al evento colectivo discutido» (p.

300). Y se interroga:

¿Es razonable considerar el orden mundial como algo semejante al cerebro?

Efectivamente lo es. Lo que observamos es una semejanza de orden, expresada en diferentes niveles, en todos (sic) los niveles, desde las células hasta los animales hasta las sociedades. Cabe preguntarse si ésta no es una ley universal. La manera como el sistema se organiza a sí mismo puede reflejar, por ejemplo, cómo logra liberarse de la tiranía de la segunda ley termodinámica: «El orden disminuye con el tiempo», lo cual, a su vez, entraña otro mensaje muy profundo. Una de las pocas maneras que hay de incrementar el orden local es a través de la «modularización de la función» (sic). Si la «modulariza-ción» es de hecho «un universal contra el desorden», tal solución geométrica y arquitectónica seguramente también ha sucedido en otros niveles. Es muy probable que el principio antropológico débil según el cual estamos aquí, sea porque las leyes universales prácticamente lo hacen inevitable, siendo la base de la tendencia universal y no al contrario (un principio antropomórfico fuerte, en el cual un evento predeterminado en el pasado remoto formó el universo de la manera como lo hizo, de modo que pudiéramos «existir» (sic).

Si no se modula adecuadamente, la eclosión de la tecnología subyacente a la Red conlleva una nefasta consecuencia. Su expansión incontrolada podría convertirse en un peligro, tal vez en el mayor peligro que se haya cernido jamás sobre la sociedad, que eclipsaría los problemas de la guerra, la enfermedad, el hambre o las

drogas. Lo que debemos temer es la posibilidad de que, con mejores formas de comunicación con los demás, la interacción con el mundo externo deje de aparecemos atractiva. Si los problemas sociales de las drogas que alteran la mente son graves, imaginemos lo que sucedería si, comunicándonos virtualmente con otras personas reales o imaginarias, no sólo mediante el sistema visual sino mediante todos (sic) los sistemas sensoriales, nuestros sueños se volvieran realidad. Recordemos que la única realidad de que disponemos es la realidad virtual —¡por naturaleza somos máquinas de soñar!—. Así, la realidad virtual sólo se alimentaría de sí misma, con el riesgo de destruirnos con ello (pp. 300-302).

Esta profunda y razonabilísima preocupación de Llinás debe inscribirse en

el contexto más general de lo que podría enunciarse como la escisión excluyente de

lo público y lo privado, pero en el estricto sentido de que el área de «lo público»

desaparece prácticamente del área de «lo privado», en lugar de integrarse recíprocamente en la

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EL MITO RELIGIOSO

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personalidad de cada individuo. Con otras palabras, el hecho social más grave de lo que

está ocurriendo en nuestras sociedades, y que anuncia que puede radicalizarse

en las sucesivas generaciones, es la expulsión del entorno público y de la vida pública del

área de la privacidad personal. Los de mi generación vivimos y conocimos un tipo de

existencia en la que «lo público» constituía el horizonte integrador y totalizador

de «lo privado»; y precisamente porque nos sentíamos incómodos y frustrados en

las relaciones convivenciales de la res publica, experimentábamos un impulso

apasionado por conocer las causas y proponer las soluciones para corregirlas

en el espacio de los poderes públicos, a comenzar por el Estado y su estructura.

Me refiero a las estrategias de despolitización de los ciudadanos —sobre todo entre

la juventud— promovidas por la llamada «clase política» —empeñada en la

desmemoración de nuestro pasado histórico próximo o no inmediato, y en la mutilación, en

las enseñanzas públicas, de todo lo concerniente a los valores de la ciencia como la clave de

una concepción laica y laicista en el plano de la convivencia pública fundada en la libertad de

conciencia y en la exclusión de toda discriminación por razón de pensamiento o creencias—. La

consecuencia práctica —verdaderamente estremecedora e inquietante— ha

sido, entre otras, la cristalización en el seno de las nuevas generaciones de un

modelo exclusivamente privatista y hedonista de la vida. La preocupación que expone

Llinás entiendo que puede contextualizarse en mi análisis personal.

Llinás concluye su obra con una toma de posición acerca de la naturaleza de

las máquinas informáticas. Biológicamente hablando —nos dice—, tal vez sea

irrelevante que la Red esté viva o no. Si consideramos que cada opinión,

creencia o mensaje individual es un estímulo, entonces la Red actúa muy a la

manera de la conciencia. Toma decisiones de consenso, rápidas, afirmativas o

negativas, acerca de los estímulos de llegada, y genera una solución: sencillamente

no hay tiempo para nada más. Las discusiones de esta naturaleza plantean una

pregunta primordial obvia: ¿Es la mente una propiedad que sólo puede darse en el

dominio de lo biológico, de los seres de carne y hueso? Llinás observa que no parece que

los computadores de hoy en día estén listos para tener una mente, pero ello puede

deberse más a limitaciones de diseño arquitectónico que a limitaciones teóricas

para crear mentes artificiales. No son los materiales sino el diseño lo que define la

viabilidad:

Así pues, ¿es la «mente» (sic) una propiedad únicamente biológica, o es en realidad una

propiedad física, que en teoría podría ser soportada por una arquitectura no biológica? En otras palabras, ¿hay alguna duda de que la biología sea diferente de la física? El conocimiento científico acumulado en los últimos cien años sugiere que la biología, con todo y su sorprendente complejidad, no difiere de los sistemas sujetos a las leyes de

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la física. Por tanto, sería posible generar la conciencia con base en un organismo físico, que fue lo que ocurrió en nuestro caso, y al cual llamamos «un sistema biológico» (sic).

En general, la gente se pregunta si será posible fabricar máquinas cuya naturaleza no sea biológica y que sean capaces de sustentar la conciencia, los «qua-lia», la memoria y el darse cuenta de las cosas, que son las propiedades de la función del sistema nervioso que consideramos realmente importantes. ¿Podrían los computadores llegar a pensar algún día? (pp. 404-405).

Esta serie de diáfanos interrogantes acotan y definen las cuestiones

esencialmente ontológicas que laten en el debate sobre la alternativa fundamental, y

excluyente, de monismo ¡dualismo y, subalterna en términos lógicos, de irreligiosidad

¡religiosidad. Llinás contesta:

La respuesta es afirmativa; creemos que pueden y que lo harán, pero aquí la pregunta más pertinente es: ¿qué características físicas tendría y cómo se vería el sistema, antes de poder realizar las mismas tareas que el cerebro? O quizá, como algunos aún lo piensan, ¿hay algo desconocido, espectral o indefinible en el cerebro, eso que la filosofía ha llamado el «problema difícil» (sic)? Creo que el problema es más de «grados de libertad físicos» de la arquitectura funcional, que el de la «vida» que caracteriza la biología en contra de la inercia que caracteriza la materia física (ibidem).

Llinás, fisiólogo de vertebrados, ha presentado en su libro una imagen de la

«conciencia» que se materializa en un tipo particular de redes neuronales o circuitos, pero

describe el descubrimiento experimental que logró J. Z. Young (1989) con

pulpos, según el cual estos invertebrados resolvían problemas tan complejos

como abrir un frasco para extraer un cangrejo de su interior; y,

sorprendentemente, eran capaces de aprender esto en un solo ensayo. Pero lo alarmante

aquí es que la organización del sistema nervioso de este animal es «totalmente» diferente

de la que pensábamos era capaz de soportar este tipo de actividad en el cerebro de los vertebrados

(Mirlos, 1993). Si nos enfrentamos al hecho de que existen dos soluciones posibles al

problema de la «inteligencia», entonces podemos deducir que deben de existir muchas

otras «arquitecturas» con los elementos mínimos que sirven de base para la cognición y los

qualia. Ahora bien, pese a haberse observado una gran inteligencia en animales

como el pulpo o la sepia, estas criaturas de hecho podrían carecer de qualia. Sin

embargo, observando su comportamiento se puede deducir que éste soporta la «subjetividad».

Según el principio de parsimonia, quienes creen que estos animales no tienen

qualia son quienes tienen que probarlo. Llinás se hace otra pregunta:

Pero, ¿hay alguna diferencia esencial entre la materialización de los computadores modernos y el sistema nervioso? Es ésta una pregunta muy seria e importante [...]. El

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problema fundamentales que los cerebros no tienen nada que ver con los computadores digitales: operan como artefactos analógicos y, por tanto, para sus mediciones utilizan directamente la física, al contrario de los ceros y unos abstractos que se liberan de los mismos elementos que los generaron. ¿Puede compararse la computación de los ordenadores digitales con la de los diseños analógicos? Se dice que para que los computadores digitales soporten propiedades de cómputo (capacidades) equivalentes a las del cerebro, se requerirían una masa y potencia superiores a las de los actuales en muchos órdenes de magnitud.

A la luz de las diferencias entre los cerebros y los computadores, hace mucho tiempo, Warren McCulloch se preguntó cómo generar datos fiables a partir de sistemas no fiables (McCulloch, 1965). El lector ya sabe que, como entidades de computación, las células nerviosas son poco fiables. En primer lugar, por tener actividad intrínseca, por lo cual como convertidores y transmisores de información son extremadamente «ruidosos» (sic). La respuesta de McCulloch es bien interesante: pensaba que era posible generar un sistema «fiable» siempre y cuando que las neuronas se organizaran en paralelo, para que el mensaje final fuera la suma de su actividad simultánea. Explicaba, además, que si los elementos de un sistema difieren

suficientemente entre sí, en cuanto a su no habilidad, el sistema en principio sería mucho más (sic) fiable que si sólo tuviera partes fiables. En tal caso, se logra un sistema fiable, porque la no con-fiabilidad de cada uno de los elementos se reduce al máximo, aunque no se elimine del todo (pp. 307-308).

Esto parece paradójico, pero si un sistema se cousidera fiable, entonces sus elementos lo serán en la misma medida. El problema es que, incluso con una fiabilidad del 99,99 %, los elementos serán igualmente no fiables, «lo cual significa que la pequeña falta de fiabilidad es común a todos los elementos» (sic). Lo anterior se convierte en un problema de probabilidad. En tales sistemas confiables o redundantes, por pequeños que sean los problemas o errores de confiabilidad, se sumarán. Sin

embargo, como los sistemas no fiables no tienen elementos redundantes y la pequeña falta de confiabilidad es diterente en cada uno de ellos, no hay posibilidad de que se sumen. Por ello, ¡la confiabilidad de estos sistemas no fiables es mayor que la de los sistemas fiables! Lo ircmi-co es que un sistema con elementos de diferente fiabilidad, ¡lo que tienen en co-mún estos elementos son sus aspectos más confiables! Esto es fundamental. Significa que para que un instrumento sea totalmente fiable debe estar conformado, en últimas, por partes no fiables individualmente, pero variadas.

En esto reside precisamente la fragilidad que la homo gen eizacióm de la Red puede ocasionarles a nuestros pensamientos, ideas, creencias y demás. Al reducirse la variabilidad, las

cosas se tornan redundantes, y la fiabilidad será común a los elementos —en el caso de la sociedad, «nosotros somos los elementos»— (sic).

En suma, Llinás estima, en relación con el problema de «la imple-mentación de la

conciencia» y «la llamada "inteligencia artificial" (no biológica)», que «no se podrá generar

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la arquitectura necesaria hasta no haber comprendido la "naturaleza probabilística" y el

problema de la falta de confiabilidad de la computación en los sistemas analógicos. Pro-

bablemente, con arquitecturas funcionales adecuadas, sería posible generar

"conciencia" en numerosas entidades no biológicas» (p. 309).

Con relación al problema de «el conocimiento del "sí mismo"», Llinás subraya que

la premisa básica sería que una «materialización de la conciencia» cuente con la

suficiente libertad «para explorar e interiorizar el mundo externo, de modo que implemente

una imagen de sí misma, por primitiva que sea». No obstante, «si bien esta

materialización puede evaluar la realidad externa, es probable que nunca llegue a tener

una entidad consciente en el sentido humano», y «sabemos que esto es fundamental para el

funcionamiento del sistema nervioso».

En último término, afirma Llinás, vemos que la arquitectura capaz de generar la

cognición debe relacionarse con la «motricidad» sobre la cual tal cognición se desarrolló. Pero

para llegar a ser «conscientes», los computadores deben ?noverse y manipular —deben ser

«robots»—. Sin esta «autorreferencia», siempre se presentará el problema de las

sintaxis contra la semántica (véase el paradigma del cuarto chino; Searle, 1992),

pues sencillamente la conciencia siempre es simplemente dependiente del «contexto». Y

termina con esta reflexión: «Si a la larga se logran "arquitecturas" que generen cognición,

tendremos "máquinas de pensamiento y/o sensación". Sin embargo, puede ser que llegar

a diseñarlas y construirlas no nos ayude mucho a comprender la "función ce-

rebral", así como comprender los aviones no nos dice mucho acerca de la

fisiología del vuelo en murciélagos o pájaros».

Llinás, en esta obra excepcional, ha acreditado su maestría no sólo como

científico de primerísima línea, sino igualmente como filósofo de la ciencia y

como filósofo sin adjetivos.

6. DANIEL DENNETT Y LA EXPLICACIÓN DE LA CONCIENCIA

6.1. En su libro Content and Conciousness (1969,2.a ed. de 1985, que cito en la trad.

cast. de 1996), el primer gran ensayo de D. Dennett, éste escribe en el Prólogo

de 1985: «¿qué relación hay entre la vida mental de un hombre y los hechos que tienen lugar

en su cerebro? ¿Cómo se relacionan nuestras observaciones comunes sobre el

pensar, el creer, el ver o el sentir dolor con los descubrimientos de la ci-

bernética o la neurofisiología? Estas cuestiones son importantes; las respuestas

a ellas prometen acercar las especialidades y consolidar sus hallazgos. Pero si

los intentos de darles respuesta se limitan, como en el pasado, a las conjeturas

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filosóficas, por un lado, y a las peroratas especulativas de profesores de

neurología retirados, por el otro, difícilmente podemos esperar que surjan

respuestas adecuadas y, mucho menos, que se produzca alguna unificación de

la teoría» (p. 15).

Esta descripción sitúa la cuestión de la mente en el centro del panorama del

conocimiento objetivo de la realidad en todas sus dimensiones. La línea clásica, de

partida, del debate moderno es la radical escisión cartesiana entre cuerpo y alma y la

inconsistente solución del interaccionismo, que sucumbe irremediablemente ante

su reductio ad absurdum. ¿Quésignifica, entonces, la distinción entre conciencia y contenido?...

Los análisis de Dennett discurren por el cauce de una asociación de los

contradistintos conciencia (cognición) y contenido (referencia de la actividad mental) desde

«una posición de neutralidad ontológica o metafísica que nos permite evitar

temporalmente la decisión sobre cuál es la forma ontológica o metafísica última que

debiera adoptar nuestra teoría: materialista, dualista, interaccionista, vitalista,

etc. Esta posición nos permite sortear ciertos estériles problemas filosóficos,

pero nos lleva directamente al desafío más fuerte que la "unificación de la mente"

debe afrontar: la tesis "intencionalista", que sostiene que la modalidad mental del

discurso es, en última instancia, incompatible con su modalidad física, y que, por lo tanto,

es imposible, desde el punto de vista lógico, hacer cualquier tipo de traducción, reducción o

unificación». Dennett es un empirista sin reservas, y por consiguiente exige que los

discursos se confronten con los hallazgos y sus detalles antes de entregarse a las

generalizaciones o generalidades. Pero adelanta la conclusión de que, si hay alguna

esperanza de identificación de mente y cerebro, ésta debe surgir del desarrollo de una

teoría «centralista» de la mente. A diferencia de una teoría «periferialista», una «teoría

centralista» intentaría explicar y predecir la conducta y la experiencia humanas apelando a

estados y condiciones centrales e internos, considerados como variables intervinientes cruciales en

una explicación no basada meramente en estímulos y respuestas, sino en términos de acción

consciente y deliberada. La tarea esencial del «centralismo» es justificar la interpretación de

un sistema físico como un sistema cuyos estados tienen significado y contenido. Esto nos

permite alcanzar una visión general de la relación que existe entre la faceta física

mecanicista de la cuestión de la mente y el enfoque no mecanicista que caracteriza nuestro

discurso corriente sobre las personas. He aquí planteado in nuce todo el problema

fundamental de la antropología desde la perspectiva científica y filosófica, así como los

lincamientos esenciales del programa de investigación multidisciplinar que

trazó Dennett desde entonces hasta hoy mismo. Su difícil ejecución, con sus

luces y sombras, nos brinda una profunda síntesis problemática de la ruta que

hay que seguir para una intelección prometedora del mundo y del ser humano,

así como de la ciencia, la cultura y la religión.

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Desde el arranque mismo de su ingente reto, Dennett toma una posición

determinante, entendida en sus estrictos términos, respecto de lo físico y lo mental a la

luz del evolucionismo darwiniano. Su propósito radica en la decisión de evitar

el movimiento pendular del pensamiento como fatídica secuela del legado de

Descartes, reformdándolo literalmente así:

Sostendré que la «teoría de la identidad» es errónea, pero esto no nos hace retroceder

forzosamente a ninguno de los antiguos dualismos, que tienen tan pocas esperanzas como aquélla. La única forma de salir de esta situación tan poco promisoria es apartarse completamente del péndulo, y esto implica mostrar que uno de nuestros supuestos iniciales no es tan evidente como parecería serlo a primera vista. Me refiero al supuesto de que por un lado están las mentes y los hechos mentales, y, por otro, los cuerpos y hechos físicos (p. 24).

Con el fin de facilitar esta investigación habría que introducir un término

técnico. Dennett llamará referenciales (sic) a los sustantivos o nominalizaciones

que denoten, nombren, o se refieran a cosas existentes (en el sentido fuerte...),

y no referenciales a los demás sustantivos o nominalizaciones, es decir, «las

palabras y frases» que «dependen en alto grado de. contextos restringidos; en

particular, no pueden aparecer apropiadamente en contextos de identidad y, en

forma concomitante, no tienen fuerza óntica o significación» (pp. 32-33,

cursivas mías). Así, formula esta interesante conclusión general:

Ahora podemos delinear nuestra perspectiva utilizando este nuevo término. Quizá comprobemos que ningún término de entidades mentales puede con-siderarse verosímilmente no referencial, y, en este caso, seríamos devueltos a las antiguas alternativas pendulares: o bien las mentes son idénticas a entidades físicas, o bien no lo son, en cuyo caso tenemos que formular algún tipo de dualismo. O quizá comprobemos que todo el vocabulario de la mente sucumbe ante la no referencialidad; esto podría aplacar todos nuestros temores relativos al abultamiento óntico y dejar al neurofisiólogo en la misma posición relativamente no complicada de nuestro investigador de la «voz» (pp. 27-32 supra). O quizá comprobemos que el vocabulario mental es una mezcla; en este caso la pregunta fundamental sería si los términos referenciales del vocabulario mental se refieren o no a cosas idénticas o no idénticas a cosas físicas. De este modo, podríamos elaborar una teoría de sentido fisicalista del principio al fin, pero teoría de la identidad sólo respecto de ciertos términos mentales, es decir, los términos que refieren a cosas que realmente existen (p. 33, cursivas mías).

Dennett señala que si decidimos que es mejor considerar un término como

no referencial, «lo fundimos en sus contextos adecuados», con lo cual se obtiene «la

absolución ontológica», pero entonces hay que pagar un precio para descartar toda

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la alternativa de identidad o no identidad. El precio consiste en tener que

renunciar a someterlo a posteriores análisis lógicos o semánticos, con lo que su

sentido se hace impenetrable. Ensaya Dennett la realización ¿efusiones tentativas

que consisten en tratar a todos los enunciados que contengan términos de

entidades mentales como provisionalmente fundidos y sujetos a descubrimientos

posteriores que puedan llevarnos a confirmar la fusión o a relajarla. Queda sin

resolver, en rigor, el problema suscitado en cada caso, al menos

temporalmente. Pero al hacer resumen del resultado logrado en el capítulo 1,

tropieza de nuevo con la aporía de la «intencionalidad». Al comenzar el capítulo 2,

escribe lo siguiente:

En el capítulo anterior formulamos una posición que nos permite preguntar cuál es la relación entre las ciencias físicas y las verdades expresadas en nuestro lenguaje mental, sin tener que arrastrar más que un mínimo de equipaje meta-físico. Evitamos todos los presupuestos ontológicos acerca de las entidades mentales al tratar, a título de ensayo, todos los enunciados del lenguaje mental como si no contuvieran términos referenciales. De ese modo, al menos por ahora, absolvemos al científico de la responsabilidad de descubrir hechos, estados o procesos físicos que merezcan ser denominados pensamientos, ideas, imágenes mentales, etcétera. Las entidades que se hallan de este lado de la cerca no tienen por qué alinearse con el lenguaje mental, de modo que no tenemos necesidad de decir que ha descubierto qué son los pensamientos, o aislado una imagen mental o tan siquiera la experiencia de tener-una-imagen-mental. Tenemos el lenguaje mental y, como es incoherente la sugerencia de que todo lo que decimos en el lenguaje mental podría ser falso, tenemos también las verdades (sic) expresadas en el lengua/e mental. La tarea consiste en relacionar estas verdades en el corpus científico y luego explicar dichas relaciones. Dado que no podemos sostener que hemos «explicado» un fenómeno mental si no estamos en condiciones de decir (en el lenguaje científico de nuestra explica-ción) cuándo un enunciado que refiere a la ocurrencia del fenómeno es verdadero y cuándo no, nuestra tarea implicará por lo menos esto: encuadrar dentro del lenguaje científico los criterios de verdad —las condiciones necesarias v suficientes— de los enunciados del lenguaje mental. En este punto nos enfrentamos con un argumento muy general destinado a mostrar que esto es imposible, que no puede expresarse ningún criterio de verdades mentales en el lenguaje de la ciencia (pp. 41-42, cursivas mías).

Esta posibilidad implica consecuencias de gran alcance cognitivo para la

filosofía, la física, la biología y, en suma, para la antropología —y dentro de ella,

la ética y la cultura—. Escribe Dennett, en su vuelo teorizador:

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La tarea de evitar el dilema de la Intencionalidad es la tarea de pasar, de algún modo, del movimiento y la materia al contenido y el propósito, y ala inversa. Si pudiera establecerse que existen formulaciones conceptualmente confiables que adoptan aproximadamente la forma «el estado físico S tiene la significación (o significa, o tiene el contenido) P», podríamos estar en camino hacia la solución del problema. Pero si esto es todo lo que se necesita, la respuesta puede parecer obvia. Se nos dice que los ordenadores «entienden» las instrucciones, se envían mutuamente «mensajes», «almacenan la información de que P», y así sucesivamente [...]. Si resulta justificado que hablen de este modo —y no están hablando en forma meramente «metafórica»— la pretensión Intencionalista resultará amenazada, pues, entonces, por lo menos una clase de objetos puramente físicos puede ser entendida como sistema Intencional. Puede señalarse ahora, sin embargo, que existe una seria falla en nuestro «indicio». De un ordenador sólo puede decirse que cree, recuerda, persigue objetivos, etc., en forma relativa a la particular interpretación que la gente hace de sus movimientos, la que de esa manera impone al ordenador la Intencionalidad de su propio modo de vida. O sea, que ningún estado o acontecimiento eléctrico en el ordenador posee signijicación alguna, sino sólo la significación que le otorgan los constructores o programadores que vinculan el estado o acontecimiento con entradas y salidas [...]. De ese modo, los ordenadores, si son Intencionales, lo son sólo en virtud de la Intencionalidad de sus creadores (pp. 63-65, cursivas mías).

Ante esta aporía, Dennett propone la vía de «la teoría de la evolución por selección

natural», para intentar dar cuenta de posibles sistemas Intencionales naturales

que sigan modelos ensayados en teoría de la información y la de la Inteligencia

Artificial (IA), lo que hasta ahora no ha servido para superar los escollos.

Entonces, decide adentrarse en la neurofisiologia para buscar una teoría

centralista orientada hacia las funciones del cerebro, rozando así los márgenes de

la teoría de la identidad mente-cerebro. Escribe que «un cerebro útil es el que produce

conductas ambientalmente adecuadas, y si esta adecuación no es por entero fortuita,

la producción de la conducta debe basarse de algún modo sobre la capacidad del cerebro para

discriminar sus entradas de acuerdo con su "significación" ambiental. Si el cerebro no

puede reaccionar en forma diferencial a los estímulos mediante respuestas

adecuadas a las condiciones ambientales que aquéllos anuncian, no será de

ninguna utilidad al organismo. ¿Cómo puede hacer esto el cerebro? Ningún

movimiento o acontecimiento físico tiene significación intrínseca», y «el

cerebro, como órgano físico, no puede discriminar sobre la base de la significa-

ción empleando algún tipo de examen físico. La única explicación alternativa

que resultaría aceptable para las ciencias físicas es la de que la capacidad del cerebro

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para discriminar en forma adecuada se basa en el "azar"» y, a partir de aquí y de los

enlaces aleatorios, reconocidos y preservados por el cerebro, éste podría «adquirir

la capacidad para una conducta generalmente adecuada», es decir, generar una estructura

funcional (p. 75, cursivas mías). El proceso evolutivo crearía sistemas nerviosos

cada vez más complejos, que permiten que los estímulos encuentren las

respuestas adecuadas si se supone que los lados aferentes y eferentes del cerebro se

hallen bien conectados en el curso de la selección natural. El sistema neuronal

asegura el almacenamiento de información como mediación básica de los

mecanismos aferentes en su conexión con los eferentes. El proceso evolutivo

conduciría en su acelerado desarrollo a la posibilidad de la «atribución de contenido o

significado a determinados estados centrales del cerebro» (p. 102).

A título de síntesis parcial, Dennett la reformula así:

Hasta ahora, el argumento ha consistido en que, si ha de haber un acercamiento (sic) entre las ciencias físicas extensionales y «el lenguaje de la mente» —ya sea nuestro discurso Intencional ordinario o bien las afirmaciones de una «ciencia de la intención»—, debemos encontrar una razón de ser y una justificación para la atribución de contenido a ciertos estados y acontecimientos internos del sistema de control conductual. Y como las explicaciones Intencionales presuponen (sic) la adecuación de las secuencias que pretenden «explicar», parte de la carga de dicha atribución de contenido consiste en suministrar una descripción de la generación de estructuras que dirijan estas secuencias generalmente adecuadas. Fue para satisfacer este requerimiento que propusimos las hipótesis acerca de la evolución de las especies, de las estructuras nerviosas. Dicho de otro modo, como la significación ambiental es extrínseca respecto de cualesquiera rasgos físicos de los acontecimientos neuronales, y como un cerebro útil debe discriminar sus acontecimientos a lo largo de líneas de significación ambientales, las

discriminaciones del cerebro no pueden ser función de cualquier descripción física extensional de tan sólo las estimulaciones y locomociones pasadas. Debe encontrarse, más bien, alguna capacidad del cerebro que genere y conserve estructuras fortuitamente adecuadas (p. 105).

Se trata, pues, de justificar la «atribución de contenido» a los estados

nerviosos:

No se puede decir de ningún aferente —afirma Dennett— que tenga la signi-ficación «A» hasta que el lado eferente del cerebro no haya «asumido» que posee la

significación «A», lo que significa, sin metáforas, hasta que el lado eferente del cerebro haya producido una respuesta (o generado controles de la respuesta) cuya función, no impedida, sería adecuada al haber sido estimulado por A. Esto no constituye el enfoque epistemológico según el cual, como conductistas, no podemos decir (sic) si el cerebro del organismo ha discriminado un estímulo como poseyendo la

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significación «A» hasta que el organismo lo haya manifestado en su conducta, sino el enfoque lógico o conceptual de que no tiene sentido (sic) suponer que la discriminación de los estímulos por su significación (sic) puede ocurrir solamente del lado aferente del cerebro (p. 108).

En consecuencia:

Una teoría centralista consistiría en dos niveles de explicación: una descripción

extensional de la interacción de estructuras funcionales y una caracterización Intencional y su base experimental de estas estructuras, de los acontecimientos que ocurren en su seno, y de los estados que resultan de ellos. El vínculo implícito entre cada fragmento de interpretación Intencional y su base extensional es una hipótesis o serie de hipótesis que describen la fuente evolutiva del arreglo fortuitamente beneficioso en virtud del cual la operación del sistema tiene, en esta instancia, sentido- Estas hipótesis se necesitan, en principio, para dar cuenta de la adecuación presupuesta por la interpretación Intencional, pero requieren una genealogía desde el punto de vista de la teoría extensional, física (p. 114, cursivas mías).

Es necesario, pues, una cadena adecuada demostrable entre el aferente y el

eferente, pero entonces la relación entre las descripciones Intencionales de

acontecimientos, estados o estructuras (como señales que llevan determinados

mensajes o huellas mnemónicas con determinados contenidos) y sus

descripciones extensionales es de interpretación ulterior, y deberían ser susceptibles de

explicación y predicción sin recurrir en absoluto al contenido, el significado o la

Intencionalidad. Debería ser posible alguna historia científica de las sinapsis,

los potenciales eléctricos, etc., que explicase, describiese y predijese todo lo que

sucede en el sistema nervioso; pero Dennett agrega que esta historia científica

—en términos extensionales— reclama subsiguientemente otra historia que

«sólo puede ser contada en términos Intencionales». La teoría de la identidad de los

estados mentales y los estados cerebrales reclama la unificación psico-física de la mente

en su totalidad en términos fisicalistas como conjuntos de procesación de la

energía.

Dada la inmensa importancia que el modo Intencional presenta para entender

los sistemas mentales prehistóricos, protohistóricos o actuales primitivos en el marco de la

antropología general y de la antropología religiosa en particular, adquiere gran relieve el

siguiente texto de Dennett sobre el valor cognitivo del mismo:

El modo intencional, junto con el modo extensional, es un supuesto en nuestro esquema conceptual, y como tal debe servir no sólo como punto de partida sino también como punto de referencia, al menos pro tcmpore, para «explicaciones» que calen

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más profundo que nuestros comentarios ordinarios acerca de la conducta o de las mentes. El papel del modo Intencional como supuesto puede, quizá, comprenderse mejor echando una mirada retrospectiva a épocas anteriores, cuando su alcance como supuesto era mayor, cuando nuestros antepasados animistas hablaban en forma Intencional acerca de los ríos, nubes, fuego, montañas. Desde nuestro punto de vista actual resulta demasiado fácil decir que hablar del deseo del río de alcanzar el mar constituye una clara sobrcextensión del modo, pero se mantiene el hecho de que hubo una época en que esto constituía un fenómeno, «caracterizado lutencionalmente» (sic), que exigía explicación o bien ser desestimado. Y mientras no elejamos de hablar de esta forma acerca de los ríos, la caracterización Intencional siguió constituyendo un punto de referencia para las «explicaciones»; lo que tenía que ser explicado era el deseo del río. Desde nuestro punto de vista actual no tendría sentido decir que el modo Intencional, aplicado actualmente a personas, animales y ocasionalmente ordenadores, es, de igual manera, una «sobre-extensión» (sic) del modo, pues el alcance «correcto» del modo Intencional está determinado, en cualquier época, por el «esquema conceptual del momento». Los fenómenos caracterizados intencionalmente «son» (sic), en este momento, puntos de referencia de las explicaciones. Si se supone que el alcance actual pisa terreno más firme que el alcance más amplio de otros tiempos, porque los fenómenos cubiertos son realmente intencionales en virtud de constituir fenómenos de sistemas de información dirigidos a objetivos, la respuesta es que nuestra noción de sistema de proceso de información dirigido a objetivos es una parte integral de la Intencionalidad en nuestro esquema conceptual. Un ordenador no es realmente (sic) un procesador de información más de lo que un río tiene realmente deseos. Lo que la teoría puramente extensional de la conducta no diría acerca de creencias e intenciones, la teoría extensional de la hidráulica del flujo fluvial no lo diría acerca del deseo del río de alcanzar el mar (pp. 124-125, cursivas mías).

Dennett cierra Contení and Conciousness con las siguientes conclusiones:

El problema de la mente no debe divorciarse del problema de la persona. Considerar los «fenómenos de la mente» (sic) sólo puede consistir en considerar lo que una persona (sic) hace, siente, experimenta; las mentes no pueden ser examinadas como entidades separables sin que esto nos lleve inevitablemente a los «espíritus cartesianos», y un examen de los cuerpos (sic) y de su funcionamiento nunca nos llevará al tema de la mente en absoluto. El primer paso para encontrar soluciones al problema de la mente es dejar de lado las preferencias ontológicas y considerar en su lugar la relación entre el modo de discurso en el que hablamos de personas y el modo de discurso en el que hablamos de cuerpos y de otros objetos físicos. Esta deliberada evitación de los compromisos ontológicos nos permite relajar los requisitos de un acercamiento (sic) entre el lenguaje de la mente y el lenguaje de la ciencia, y, como hemos visto, ningún grado de libertad aportado por esta posición es gratuito. Los

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pensamientos, por ejemplo, no sólo no deben ser identificados con procesos físicos en el cerebro, sino que tampoco deben serlo con estados o acontecimientos lógicos o funcionales en un sistema Intencional (realizados físicamente en el sistema nervioso del cuerpo), ha historia ordinaria de las actividades mentales de una persona no puede ponerse en correspondencia precisa con la historia exten-sionalde los acontecimientos en el cuerpo de la persona, ni tampoco tiene la historia ordinaria precisión alguna. No tiene precisión, porque cuando decimos que una persona sabe o cree esto o aquello, por ejemplo, no le estamos atribuyendo estados, capacidades o disposiciones determinables, circunscritas, invariantes o generalizables. La historia personal, además, ocupa un lugar relati-vamente vulnerable y transitorio en nuestro sistema conceptual, y podría convertirse en «obsoleta» (sic) si algún día cesásemos de tratar (sic) cualquier cosa (cualquier cuerpo, sistema o artefacto móvil) como sistema Intencional, razonar con él, comunicarnos con él, etc. No debemos esperar —ni por cierto ansiar— ese día a pesar de las incursiones que actualmente se hacen en materia de los modos «impersonales» (sic) de controlar a la gente (pp. 244-245).

En este texto liminar final se renueva con determinación el rechazo que opone

Dennett a toda forma de la «teoría de la identidad», y lo hace en términos tales que

pueden llegar a comprometer el materialismo científico, que asume la realidad física

como referente objetivo último del mundo y del ser humano. Dennett solicita la neutralidad

metodológica ante las cuestiones ontológicas y la «evitación» de las mismas en la

investigación, creando así de hecho el recurso a una posición de ventaja, que la tiñe

a priori de un posible factor de predeterminación de las conclusiones a la hora de dejar

paso post festum a decisiones de orden ontológico que es lícito sospechar que ya estaban

tomadas antes de la impostación del problema, tanto en dirección al dualismo

cartesiano, o al interconexionismo, o al fisicalismo extremo, como a interpreta-

ciones del evolucionismo darwiniano que intentan justificar el paso de los

«genes» a los «memas» y su interconexión. Sin embargo, Dennett no debería ser

imputado por esas sospechas, si se admite fundadamente la consolidación del

método heurístico, que consiste en formular hipótesis de trabajo, sin decisiones ontológicas

previas, que queden confirmadas o convalidadas al final de la investigación. Dennett sigue

rigurosamente este método, que él emplea para justificar científicamente las

soluciones de inspiración evolucionista. Sus conclusiones en el texto citado tienen

como colofón el establecimiento de las líneas del subsiguiente trabajo de investigación

realizado en sus dos posteriores obras señeras, a saber, Conciousness Explained

(1991) y Darwin's Dangerous Idea (2001). He aquí el referido texto:

La característica central (si no del todo universal) en el modo personal de discurso es la Intencionalidad, y este rasgo es el que persistentemente tienta al constructor de teorías a postular análogos humanos como elementos de su análisis, obviando así

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enteramente el análisis. En su forma más pura, el homúnculo en el cerebro hace las veces de lector de escritura cerebral, de sistema inteligente, de comunicador capaz de comprender mensajes. Postular el lector de lectura cerebral resulta casi irresistible, pues si no podemos comprender los estados y acontecimientos centrales del sistema nervioso como portadores de contenido, como mensajes de alguna clase, no resultaría claro cómo podríamos hacerlo. La tentación, empero, debe encontrar resistencias al reconocer las desanalogías entre la «comunicación verbal» y la «comunicación no verbal intracerebral», y por cierto la primacía de la comunicación no verbal. Otros papeles desempeñados por el «homúnculo en el cerebro» son, meramente, papeles especializados proyectados hacia dentro a partir de los detalles de nuestros analizandos iniciales, la variedad de estados de una persona. La audiencia solitaria en el teatro de la conciencia, el decididor interno y fuente de voliciones y directivas, el razonador, si se los considera como partes (sic) de una persona, sólo sirven para postergar el análisis. Desterrar estos conceptos de nuestro análisis fuerza también el destierro de una serie de resortes contraproducentes, tales como la escritura cerebral que ha de ser leída, las imágenes mentales que han de ser vistas, las voliciones que han de ser ordenadas y los hechos que han de ser sabidos. Estos soportes son contraproducentes porque sólo sirven para las funciones para las que fueron diseñados, en conjunción con análogos interiores de la persona, y por ende, como elemento en un análisis, multiplican los problemas como las imágenes en un cuarto de espejos (ib ídem).

6.2. En su libro The Intentional Stance (1987, cito por la traducción castellana La

Actitud Intencional, 1991), Dennett generaliza el concepto de Intencionalidad a todos

los entes o sistemas naturales o culturales, sobre la base del funcionamiento del

«sentido común», el cual, asociado a la psicología popular y a la física popular,

constituye el «sistema de expectativas sensatas que todos tenemos acerca de

cómo los objetos físicos de tamaño mediano de nuestro mundo reaccionan

ante los acontecimientos de mediana importancia» en virtud, en gran parte, de

«una propensión perceptiva innata». Pero «el hecho de que el criterio de la física

popular sea innato, o simplemente irresistible, no sería garantía alguna de

veracidad. La verdad en la física académica es frecuentemente contraintuitiva, y lo

mismo ocurre en la psicología popular» (p. 21). Como señaló W. Sellars

(Philosophy and the Scientific Image o/Man, 1963), las ilusiones perceptivas condicionan la imagen manifiesta de la visión popular del mundo frente a la

imagen científica. Ahora bien, Dennett indica que esas ilusiones no son

gratuitas sino producidas por las diferenciaciones rápidas pero confiables

diseñadas por el sistema nervioso humano para captar y codificar «las

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características comunes pertinentes de nuestro entorno e ignorar todo aquello

de lo que habitualmente podemos desentendernos»; y por ello «la ciencia

popular funciona», pues «nos comprendemos los unos a los otros adoptando la

actitud intencional» (p. 25). Las creencias, «una variedad del "realismo"», conectan una convicción subjetiva con un referente objetivo asumido como

una cuestión de hecho. «Mi tesis —escribe— será que mientras la creencia es

un fenómeno perfectamente objetivo (lo que aparentemente me convierte en

un realista), puede ser discernido solamente desde el punto de vista de alguien

que adopta cierta "estrategia predictiva" (sic), y cuya existencia puede ser

confirmada sólo por una evaluación del éxito de esa estrategia...»

He aquí cómo funciona la «actitud intencional»: primero, se decide tratar

al objeto cuyo funcionamiento hay que predecir como un agente racional; luego, se deduce qué creencias debería tener ese agente dada su posición en el

mundo y su objetivo. Más tarde, se deduce qué deseos tendría que tener

siguiendo las mismas consideraciones; y, por fin, se predice que este agente racional actuará para cumplir sus metas a la luz de sus creencias. A estos

efectos, se atribuyen como creencias todas las verdades pertinentes al interés (o deseos) que la experiencia del sistema basta ese momento haya hecho asequibles. De modo similar se procedería con otros seres o sistemas animados o inanimados (animales, fenómenos naturales individualizables,

cosas, artefactos, máquinas, etc.), aunque sus estrategias, incluidas las de las personas, funcionasen por razones equivocadas o erróneas. Dennett afirma

resueltamente que todos los objetos o sistemas funcionan como esquemas intencionales.

Los modelos intencionales discernibles en los seres inteligentes son

incompletos e imperfectos. La estrategia intencional «trabaja tan bien como

puede, que no es la perfección» porque «nadie es perfectamente racional, nadie

es un observador perfecto». No obstante, este hecho objetivo «no significa

entregarse al relativista o subjetivismo, porque cuándo y por qué no hay

evidencia verdadera de si es en sí misma una cuestión objetiva», en el

entendimiento de que «ninguna interpretación intencional de un individuo funcionará

a la perfección» (p. 38, cursivas mías).

La sucinta conclusión de Dennett queda definida así:

No se trata de que atribuyamos (o debamos atribuir) creencias y deseos sólo a las cosas en las que encontramos representaciones internas, sino que cuando descubrimos algún objeto para el cual la «estrategia intencional» funciona, nos esforzamos par interpretar algunos de sus estados o procesos internos como representaciones internas, lo que hace que algún rasgo interno de algo

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sea una representación, sólo podría ser su papel en la regulación de un sistema intencional (p. 41).

Habida cuenta del perfil básico de la intencionalidad, es el momento de

abordar sistemáticamente la cuestión de la conciencia. En efecto, el rasgo más

central de la mente, el «fenómeno» que parece ser, más que ningún otro, esencialmente

«mental» y no físico, es la conciencia. De nuevo, Dennett se manifiesta rotundamente

contra la teoría de la identidad y el fisicalismo, desde el punto de vista personal y subper-

sonal, porque la conciencia no es una característica, fenómeno o aspecto de la

mente, sino, según él, varios. Tan pronto como se considera que el término

«conciencia» alude a un cúmulo incompatible de rasgos, y se clasifica y describen

esos rasgos, muchas de las más tenaces perplejidades en la filosofía de la mente

se disuelven (1969). Y así inicia Dennett una investigación que culminaría en su

obra multidisciplinar La conciencia explicada (1991), anteriormente mencionada.

A partir de estos importantes prolegómenos, Dennett procede al análisis

integral del fenómeno de la conciencia (Contenido y Conciencia, Segunda Parte), no sin

antes advertir de una distinción pertinente entre «conciencia» y «percatación»,

porque no son términos sinónimos y no disponemos del doblete castellano de

concious y aware, pero usamos con frecuencia ambos lexemas para referirnos a

referentes Intencionales y no Intencionales: para percatarse de algo se debe estar cons-

ciente, pero de esto no se sigue que la «percatación» (siempre «de» algo) constituya

el mismo fenómeno que la «conciencia». Dennett propone agrupar todos los sentidos

Intencionales de nuestras dos palabras, y sólo ellos, bajo «percatarse», y todos los

sentidos no Intencionales, y sólo ellos, bajo «estar consciente». No es posible detallar

aquí los diversos modos de habla sobre el variado fenómeno de la percatación que

ofrece Dennett; solamente señalar la distinción entre la «percatáción» y el «control

conductual», y su importancia para discernir la diferencia entre decir «deber de» y

«deber de que». Por ejemplo, no es lo mismo decir «me percaté del juez» que decir

«me percaté de que el juez». En efecto, la primera información se refiere a la

simple entrada de una percepción en el centro de habla, mientras que la segunda

indica el contenido de un acontecimiento interno del informante en el momento en que

es efectivo para dirigir la conducta actual. Así, estas definiciones llenan el hueco

entre los niveles personal y subpersonal de explicación, pues en ambos casos

«percatarse» se refiere a personas (o sistemas enteros) como sujetos, pero el

primero ostenta un criterio de definición de carácter más subpersonal que el

segundo. En este sentido, los animales se percatan «de» algo, pero no «de que»

algo, pues esto está reservado a las personas. En cuanto a la «conciencia» propiamente

dicha, «ser consciente de algo» no es exactamente igual a «estar consciente de algo», pues

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sólo esta segunda es la forma plena de la conciencia. Los animales pueden percatarse

de algo, pero sólo las personas poseen «conciencia», al mismo tiempo que sólo de

ellas puede decirse que son conscientes. No es, entonces, paradójico decir que sólo

los seres conscientes pueden ser inconscientes, del mismo modo que sólo las criaturas

racionales pueden ser irracionales; sólo los videntes pueden ser llamados ciegos.

Ahora bien, ser consciente no es «una cuestión de todo o nada», pues las

capacidades pueden ser parciales y admitir grados. Los conceptos freudianos de

«subconsciente» e «inconsciente», que son legítimos, presuponen que la línea de

demarcación de la «conciencia» en su sentido más amplio coincide con «percatación

o no percata-ción». Lo «subconsciente» es todo lo que sucede en el cerebro, salvo lo

que cruza la línea de percatación, tal como el control de los reflejos en el ser

humano. La conciencia implica percatación. El «inconsciente» freudiano no

constituye una región inaccesible a la percatación y no tiene nada que ver

directamente con estados de coma y de sueño. Ahora bien, nosotros somos

conscientes de los pensamientos que producimos, pero no de su modo de

producción o de «cómo» fueron producidos. Estas precisiones conducen

directamente a Dennett a la relevante «crítica de la imaginería mental y de la trampa

introspectiva». Habiendo quedado claro que no nos percatamos de «cuadros mentales»; y,

aunque pocos filósofos aceptan la doctrina de las imágenes mentales, estas fantasmales

instantáneas no han sido aún completamente exorcizadas del pensamiento actual. A menudo

se sostiene que la «introspección» nos dice que la «conciencia» está llena de una serie de obje-

tos y cualidades peculiares, de las cuales no puede dar cuenta una teoría de la mente

puramente física, pero Dennett se propone «demoler este enfoque», y subraya que la

«perspectiva imaginista de la conciencia» ha sido en el pasado una fuente prolifica de

confusiones, tales como los perennes problemas de las alucinaciones, los «espacios

perceptivos» y las cualidades de los colores, por nombrar sólo un puñado. Tan pronto

como se clarifica la distinción entre el nivel personal y el subpersonal, y se

abandonan las imágenes mentales, estos problemas se desvanecen, ha dificultad con

las imágenes mentales ha consistido siempre en que no se parecen mucho a imágenes físicas, a

pinturas y fotografías, por ejemplo, por lo cual su concepto debe ser siempre

limitado de diversas maneras: las imágenes mentales se hallan en un espacio diferente, no

tienen dimensiones, son subjetivas, son Intencionales, o incluso, en fin, precisamente

«cuasi-imágenes», entonces nuestro uso de la palabra «imagen» es sistemáticamente

engañoso, por más afianzado que se halle en nuestro modo ordinario de hablar.

Vara las imágenes mentales no hay espacio en la «explicación subpersonal» del proceso

perceptivo, y para que funcione como imagen debe haber una persona (o el análogo de una

persona) que la vea o la observe, que reconozca o verifique las cualidades en virtud de las cuales

es una imagen para algo. Por consiguiente, es necesario centrarse en la descripción del

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«nivelpersonal», y un análisis riguroso de estas descripciones muestran que si bien

puedo juntar elementos para confeccionar una «imagen» mental, el resultado siem-

pre está constreñido por una limitación del «ver»: sólo puedo imaginar lo que podría

ver de un vistazo; las diferencias situadas por debajo del umbral de determinación

de una observación distraída no pueden representarse en la imaginación, y lo que

podemos «concebir» mediante la escritura sobrepasa largamente lo que

podemos ver de un vistazo. Por otra parte, hacer introspección de la propia

experiencia visual por un rato no es examinar la visión normal.

Para cerrar esta sección, transcribimos la advertencia de Dennett: «la

búsqueda de un análisis verosímil y coherente de la conciencia se transforma en la

persecución de esa presa evasiva, el homúnculo en el cerebro, quien desalojado de su

papel de introspector reaparece como perceptor, razonador, intencionador y conocedor. Desde

El concepto de la mente, de Ryle, todos nos burlamos de la noción de este

homúnculo, pero la mofa no es suficiente. Una cosa es exorcizar el "espectro

en la máquina", pero éste puede reaparecer bajo formas más concretas como, por

ejemplo, un mecanismo de verificación de estímulos o como lector de una

escritura cerebral, y bajo esas guisas es igualmente subversivo».

6.3. En su magna obra, La conciencia explicada, de 1991, Dennett completa la

demolición del yo cartesiano. No solamente niega nuestro acceso a la conciencia de nosotros

mismos y a la conciencia de los otros a través de los informes introspectivos, sino que pone en

tela de juicio la existencia del concepto de «un sí mismo» autoconsciente. «¿Existimos nosotros?

¡Claro que sil ¿Existen entidades en nuestros cerebros, o además de nuestros cerebros, que

controlen nuestros cuerpos, piensen nuestros pensamientos, tomen nuestras decisiones? ¡Claro

que no!». Esto pertenece al punto de llegada de las reflexiones de Dennett (cf. La

conciencia explicada, trad. cast., 1995, p. 424).

La conciencia, señala Dennett, es la única área de la realidad en la que

seguimos sumidos en la más profunda de las confusiones. Y, como ya ocurrió

en su momento con los demás misterios, hay muchos que insisten —y

esperan— que nunca llegará la «desmitificación de la conciencia»; y «si tengo éxito en

mi intento de "explicar la conciencia", aquellos que sigan leyendo van a sustituir el

"misterio" por los rudimentos del conocimiento científico de la conciencia, lo cual puede ser

un mal negocio para algunos. Dado que algunas personas identifican desmitifi-

cación con profanación, imagino que en un principio considerarán este libro

como un acto de vandalismo intelectual, como un asalto al último santuario de

la humanidad. Me gustaría hacerles cambiar de opinión» (p. 34). La resolución

de un pensador de su talla de dilucidar en términos de estricta racionalidad los

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«fenómenos de la conciencia», sin concesiones a las tradiciones religiosas, significa la

voluntad de poner a contribución de todos los conocimientos de la ciencia y de

la filosofía. «Evidentemente —escribe Dennett—, podría ser que la desmitificación

de la conciencia constituyera una gran pérdida. Uno de mis objetivos aquí es

demostrar que esto no ocurrirá (sic): las pérdidas, si las hubiere, se verán

compensadas por las ganancias en comprensión —tanto científicas y sociales como

teóricas y morales— que una buena teoría de la conciencia nos puede proporcionar»

(ibidem). Pensemos, por ejemplo, en el fundamento laicista de la democracia política, y

su exigencia de la consideración de todas y cada una de las conciencias como

estrictamente iguales en derechos y libertades en el plano individual y colectivo, así

como la consiguiente obligación del Estado y otros poderes públicos de

protegerlas sin ninguna discriminación o privilegio en favor de determinadas

ideologías o religiones en detrimento de las otras, y rompiendo así el dogma del

laicismo —único que garantiza íntegramente la igualdad— que asegura la

intangibilidad del desarrollo autónomo del complejo tejido de los múltiples hilos de cada

conciencia. El modelo teórico que propone Dennett refuerza la multilinearidad de la

conciencia contra todo intento de imposiciones heterónomas. Afirma

certeramente Dennett que las virtudes o los valores «dependen de sus conceptos».

Los poderes públicos que regulen jurídicamente la convivencia social de las conciencias

deben protegerlas, sin discriminaciones de cualquier orden o nivel, para que

puedan promover sus convicciones, sin interferir directa o indirectamente en su

difusión o su conformación societaria. Estimo que la explicación teórica de la

conciencia según Dennett contribuye a la solidez doctrinal del «laicismo».

Dennett se interroga: ¿qué objeto del mundo puede ser la conciencia?

El problema con los cerebros, cuando miramos en su interior, es que «ahí no

hay nadie» (sic), pues «ninguna parte del cerebro es el pensador que piensa o el sentidor que

siente; tampoco todo el cerebro al completo parece el mejor candidato para cumplir ese papel tan

esencial. Estamos ante un asunto delicado. ¿Piensan los cerebros? ¿Ven los ojos? ¿O

quizá las personas piensan con sus cerebros y ven con sus ojos? ¿Hay alguna

diferencia? ¿Es éste un mero problema "gramatical" o nos revela una de las

principales fuentes de confusión? La idea de que hay un yo (o una persona o, para

el caso, un alma) distinto del cerebro o el cuerpo está profundamente arraigada en

nuestra manera de hablar y, por tanto, en nuestra manera de pensar» (pp.

40-41).

Originalmente, señala Dennett, «decir que algo era "animado" (sic) en

oposición a "inanimado" equivalía a decir que poseía un alma (anima, en latín)

[...]. Cuando pensamos en nuestras mentes de esta manera, es como si

descubriéramos a nuestro "yo interior", nuestro "yo real". Este yo real no es nuestro

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cerebro; es lo que "posee" (sic) a nuestro cerebro ("el yo y su cerebro")» (pp. 43-44,

cursivas mías).

La posición básica y axiomática de la teoría de la conciencia que propone

Dennett queda diáfanamente formulada en el texto siguiente, que contiene el

núcleo duro de su filosofía científica, y que abre el

camino hacia la superación de todo residuo de idealismo, en el sentido de que «el dualismo es

un proyecto estéril»:

La idea de que la mente no es lo mismo que el cerebro, de que no está compuesta de la materia ordinaria sino de un tipo especial de sustancia, es el dualismo, una concepción que, a pesar de los persuasivos argumentos que acabamos de exponer, goza de una merecida mala reputación hoy en día. Desde el clásico de Gilbert Ryle (1949) a lo que éste denominó el «dogma del espíritu en la máquina» de Descartes, los dualistas se han puesto a la defensiva [Algunas almas valerosas —añade en nota— (y no cabe duda de que ninguno de ellos rechazaría tal calilieativo) han opuesto alguna resistencia: tanto el trabajo de Arthur Koestlcr, con el

desafiante título de The Ghost in the Machine (1967), como el de Popper y Eccles, The Selfand Its Brain (1977), han sido escritos por autores de una eminencia incuestionable; otras dos defensas, iconoclastas y penetrantes, del dualismo son los trabajos de Zeno Vendler, Res Cogitans (1972) y TheMatterofMinds (1984)].

La concepción dominante, expresada y defendida de muy diversas

maneras, es el «materialismo» (sic): es decir, la idea de que sólo hay un tipo de

entidad, la «energía/materia», la física de la química, la física y la fisiología, y según

lo cual la mente es el cerebro. Según los materialistas, podemos explicar (en principio)

cualquier fenómeno mental con los mismos principios, leyes y materias primas físicas que nos

sirven para explicar la radiactividad, la deriva continental, la fotosíntesis, la reproducción, la

nutrición y el crecimiento. Uno de los más duros cometidos de este libro será el de

explicar la conciencia sin ceder nunca al canto de sirena del dualismo.

La «sustancia mental», cuyas propiedades desconocemos, no puede transmitir

nada al cerebro, pues sus supuestas señales no pueden, ex hypothesi, afectar al

cerebro pues no son físicas: no son ni ondas de luz o de sonidos, ni rayos

cósmicos, ni flujos de partículas subatómicas; por consiguiente, «no tienen

asociada ninguna energía física ni una masa. ¿De qué manera, pues, consiguen

intervenir sobre lo que ocurre en las células cerebrales a las que tienen que

afectar, si la mente debe tener alguna influencia sobre el cuerpo? Uno de los

principios de la física es que cualquier cambio de trayectoria que sufra una

entidad física es una aceleración que requiere un gasto de energía, pero ¿de dónde

proviene esta energía? Es este principio de conservación de la energía lo que explica la

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imposibilidad física de las "máquinas de movimiento perpetuo", y es

precisamente este mismo principio el que manifiestamente viola el dualismo.

Este conflicto entre la física estándar y el dualismo, que viene produciéndose

repetidamente desde los tiempos de Descartes, es contemplado como el más

fatal e ineludible de los defectos del dualismo» (pp. 46-47). Los intentos de una lectura

técnica de la física para superar este escollo han fracasado.

Esta constatación es la plataforma teórica de lanzamiento de la investigación

del origen y naturaleza de la conciencia, ejecutada magistralmente por Dennett. Este

es el reto:

Quizá sea verdad que la conciencia no pueda explicarse, pero, ¿cómo vamos a saberlo si no lo intenta alguien? Creo que ya comprendemos muchas de las piezas del rompecabezas —de hecho, la mayoría de ellas—, y sólo es necesario hacerlas encajar con un poco de ayuda por mi parte (ibidem). Las normas básicas de mi proyecto son sencillas:

1. Nada de tejidos milagrosos (sic). Intentaré explicar cualquier rasgo enigmático de la

conciencia humana dentro del marco de la ciencia física contemporánea; en ningún momento recurriré a fuerzas, sustancias o poderes orgánicos inexplicables o desconocidos. En otras palabras, pretendo ver hasta dónde llegar ciñéndome a los límites conservadores de la ciencia estándar, reservando como último recurso el apelar a una revolución dentro del materialismo.

2. Nada de anestesias fingidas (sic). Se ha dicho de los conductistas que fingen estar anestesiados, que fingen ser ajenos a las experiencias que sabemos que comparten con nosotros. Si quiero negar la existencia de algún rasgo controvertido de la conciencia, es tarea mía el demostrar (sic) que se trata de una ilusión.

3. Nada de regatear con los detalles empíricos (sic). Intentaré dar cuenta de todos los hechos científicos correctamente, en la medida que son conocidos hoy en día, aunque exista un cierto desacuerdo sobre qué avances resistirán el paso del tiempo. Si me ciñera exclusivamente a «aquellos hechos que ya aparecen en los manuales», no podría sacar partido de los descubrimientos recientes más reveladores (si eso es lo que realmente son). Y si la historia reciente ha de servirnos de ejemplo, no dejaré por ello de fomentar inconscientemente algunas falsedades. Algunos de los «descubrimientos» (sic) sobre la visión por las cuales David Hubel y Torteis Wiesel merecieron el premio Nobel en 1981 han empezado a aclararse sólo recientemente; y la famosa teoría «retinex» de la visión del color de Edwin Land, que durante más de veinte años ha sido considerada como un hecho establecido por la mayoría de los filósofos

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de la mente y otros especialistas, cada vez goza de menos predicamento entre los investigadores de la visión.

Así pues, dado que como filósofo mi cometido es el de determinar las po-sibilidades (sic) ( y refutar cualquier presunta imposibilidad), me limitaré a dibujar esbozos de teorías, en lugar de desarrollar teorías completas y desarrolladas empíricamente [...]. Por ejemplo, lo malo del dualismo cartesiano no es que Descartes eligiera la glándula pineal —en vez del tálamo o la amígdala— como locus de interacción con la mente, sino la idea (sic) misma de que existe un punto de interacción entre la mente y el cerebro. Está claro que lo que debe ser considerado como regateo cambia a medida que la ciencia avanza y diferentes teóricos establecen diferentes criterios (ibidem).

Seguirá en pie la posibilidad de que la conciencia, en tanto que rasgo vital, sea

para muchos un misterio. La adopción del materialismo no resuelve por sí misma

todos los enigmas de la conciencia, los cuales, por otra parte, tampoco se siguen

de simples inferencias externas de las ciencias del cerebro. En cierto modo, el

cerebro tiene que ser la mente, pero a menos que podamos llegar a ver con cierto detalle cómo es

esto posible, nuestro materialismo no explicará la conciencia, se limitará solamente a prometer

que, un buen día, lo hará. Como he sugerido, tales promesas no podrán cumplirse

a menos que aprendamos a abandonar la mayor parte del legado de Descartes.

Por lo que se refiere a este trabajo, se reducirá a los textos, muy selectivos, que

reflejen las líneas maestras del pensamiento de Dennett y «ciertos detalles» rele-

vantes; es mi servicio ancillar.

6.4. Antes de exponer la teoría empírica de la mente de Dennett, nos detendremos

en su significativa crítica de la fenomenología, entendido este término no en el

sentido corriente de todo aquello que habita «el mundo de nuestra experiencia

consciente» —es decir, el estudio descriptivo de «cualquier materia, de forma

neutral o preteórica»—, sino en el sentido de reflexión teórica en general, o bien en

el sentido preciso que le dio E. Husserl, el establecimiento de «nuevas bases para la

filosofía (y, de hecho, para todo el conocimiento) a partir de una técnica especial de

introspección». El proceso (noésis) de la técnica de «poner entre paren ticos» (epojé) los

referentes de la experiencia vulgar, debería permitir al fenomenólogo acceder a

los objetos puros de la experiencia consciente o esencias de la realidad referencial, o

también noemas. Esta pretensión de alcanzar así la auténtica naturaleza de los

objetos que nadan en la corriente de la conciencia no se vio cumplida. Dennett

expresó así su conclusión: «Resulta que las cosas que nadan en la corriente de la

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conciencia... no son lo que creíamos que eran. La verdad es que son diferentes, que les

deberíamos buscar nuevos nombres» (pp. 56-57). Es un radical desmentido de la

certeza del conocimiento por introspección.

Dennett tematiza lo que llama el «jardín fenomenológico» (sic) o fenome, que se

divide en tres partes: 1) experiencias del mundo «externo», tales como imágenes,

sonidos, olores, sensaciones resbaladizas y rasposas, sensaciones de frío y calor,

y sensaciones sobre la posición de los miembros de nuestro cuerpo; 2)

experiencias del mundo puramente «interno», tales como imágenes fantasiosas, las

visiones y sonidos interiores fruto de nuestros sueños y nuestras

conversaciones con nosotros mismos, recuerdos, buenas ideas y corazonadas

repentinas; 3) experiencias emotivas o «de afecto», entre las que encontramos, por un

lado, los dolores corporales, las cosquillas, las «sensaciones» de hambre y sed,

pero también arrebatos emocionales de rabia, felicidad, odio..., un amplío

abanico que va desde las visitaciones menos corpóreas de orgullo, la

ansiedad..., pasando por una zona intermedia de rabia, vergüenza, asombro...

Esta clasificación es orientativa, y se presta para un análisis crítico del campo

del fenome, de que se puede hacer gracia al lector. Su moraleja es que la

fenomenología pura de todas estas formas resulta estéril, por lo cual vamos a

abandonarnos a la fenomenología «impura»; aquélla se acantona en la

«fenomenología de la primera persona» de Descartes, contando con que nosotros

estemos de acuerdo. Ha intentado demostrar, sin embargo, que esa

complejidad tan refortante fruto de la perspectiva de la primera persona del plural no

es más que una traicionera fuente de errores y que marcó la caída del introspeccionismo

y el subsiguiente nacimiento del conductismo como extremo recurso

insatisfactorio para «evitar toda especulación sobre lo que pudiera estar

ocurriendo en mi mente, tu mente o su mente (de él, ella o ello). Abogaron por la

perspectiva de la tercera persona, según la cual únicamente los hechos recogidos

"desde el exterior" merecen ser considerados como datos». Entonces, la idea se

resume en pocas palabras: dado que nunca podremos «mirar directamente»

dentro de las mentes de las personas y sólo podemos creer en su palabra, todos

aquellos hechos que tengan algo que ver con los eventos mentales no forman parte

del corpus de datos de la ciencia ya que éstos nunca podrán ser verificados por

métodos objetivos. Este escrúpulo metodológico —que, por otra parte, es el

principio rector de toda la psicología experimental y la neurociencia actuales (y

no solamente de la investigación «conductista»)— con demasiada frecuencia se

ha visto elevado al rango de principio ideológico bajo una u otra de las siguientes

formas:

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Los eventos mentales no existen (¡Y punto! Es lo que se ha venido a llamar

«conductismo desnudo/tosco/grosero»).

Los eventos mentales existen, pero carecen por completo de efectos, de modo que la ciencia no puede estudiarlos (epifenomenismo).

Los eventos mentales existen, y tienen efectos pero esos efectos no pueden ser estudiados por la ciencia, la cual debe contentarse con desarrollar teorías sobre los efectos y procesos «periféricos» o «inferiores». (Es, de hecho, una forma de dualismo;

aparentemente, estos investigadores están de acuerdo con Descartes en que la mente na es el cerebro, y se sienten satisfechos con disponer únicamente de una teoría del cerebro.)

Dennett concluye que «el desafío reside precisamente en construir una teoría

de los eventos mentales, utilizando los datos permitidos por el método científico»; y se

realizará siguiendo «un método neutral, un método que nos evite prejuzgar el

problema» (pp. 83-84). Se trata de la conciencia de seres humanos, hablantes, agentes

racionales dotados de plena intencionalidad, es decir, de personas, y en la «perspectiva

hetero-fenomenológica». No sólo fenomenología, sino heterofenomenologia, es decir,

desde la «perspectiva de la tercera persona». Sin embargo, señala que «recientes

investigaciones en el marco de la psicología cognitiva sobre el problema de las

imágenes han demostrado que nuestros testimonios introspectivos sobre las imágenes

mentales no son totalmente falsos» (p. 107). Desaparece, entonces, la garantía de

certidumbre del conocimiento introspectivo, pero no se descarta radicalmente su valor cognilivo.

Como en otras ocasiones, Dennett se inclina por soluciones que representan un

cierto lastre de eclecticismo. ¿Esto es epistemológicamente legítimo?... Según él, «los

elementos fenomenológicos son eventos en el cerebro» y «la heterofenomenologia

es una manera de interpretar [desde la tercera persona, es decir, desde fuera] la

conducta (incluida la conducta interna de los cerebros, etc.)» (ibidem). Cuando se le

pregunta por la cuestión epistemológica, responde:

Pero, como teórico, ¿no resulta un tanto embarazoso admitir que se está ha-blando de entidades ficticias, de cosas que no existen? En absoluto. Los que se ocupan de la teoría literaria llevan a cabo una tarea intelectual honesta y valiosa describiendo entidades ficticias, como lo hacen los antropólogos, que estudian los dioses y los brujos de las diferentes culturas. También lo hacen los físicos, a quienes si se les pregunta de qué está hecho un centro de gravedad, responden:

«¡De nada!». Los objetos heterofenomenológicos, como los centros de gravedad o el Ecuador, son «abstracta» (sic), no «concreta». No son fútiles fantasías, sino trabajosas ficciones teóricas. Además, a diferencia del caso de los centros de

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gravedad, queda abierta la vía de sustituirlas por «concreta» (sic) si los progresos de la ciencia empírica así lo permiten (p. 108).

Dennett sintetiza cristalinamente su posición frente a introspec-cionistas

eminentes como T. Nagel o J. Searle:

Hemos desarrollado un método neutral para investigar y describir la fenome-

nología. Consiste en extraer y depurar textos (sic) a partir de sujetos (sic) (aparentemente) parlantes, y en utilizar esos textos para generar una ficción teórica, el mundo heterofenomenológico (sic) del sujeto. En este mundo ficticio moran todas las imágenes, eventos, sonidos, olores, intuiciones, presentimientos y sensaciones que el sujeto (aparentemente) sinceramente cree que existen en el flujo de su conciencia. Si lo ampliamos al máximo, es un retrato neutral y exacto de cómo es ser (sic) ese sujeto, en los términos del propio sujeto y dada la mejor interpretación que podemos elaborar. Una vez que han extraído esta fenomenología, los teóricos pueden concentrarse en el problema de buscar una explicación para la existencia (sic) de esta heterofenomenología en todos sus detalles. La heterofenomenología existe —tan claro como que las novelas y otras «ficciones» existen—. No cabe duda de que las personas creen poseer imágenes mentales, dolores, experiencias perceptivas y todo lo demás, y estos «hechos» (sic) —los hechos en que estas personas creen y que relatan cuando expresan sus creencias— son fenómenos de los cuales toda teoría científica de la mente debe dar cuenta. Organizamos nuestros datos en relación a estos fenómenos en forma de ficciones teóricas, «objetos intencionales» (sic) en mundos heterofenomenológicos. Así pues, la cuestión de si elementos así descritos existen en cuanto objetos reales, eventos y estados en el cerebro —o, para el caso, en el alma— es susceptible de ser investigada empíricamente. Si damos con los candidatos reales adecuados, podremos identificarlos con los referentes que tanto hemos buscado de los términos empleados por el sujeto; si no, tendremos que explicar por qué a los sujetos les parece que estas entidades existen (pp. 110-111).

«Estas palabras de aliento —escribe Dennett— no son suficientes para

algunas personas..., que no jugarían con estas reglas. Algunas personas de

devota religiosidad, por ejemplo, se ofenden cuando sus interlocutores apenas

insinúan que podría haber una religión verdadera alternativa. Estas personas no ven neutralidad en el "agnosticismo", ven en ello una afrenta, porque

uno de los dogmas de su credo considera pecado el no creer; se sienten

autorizados (si es que ésta es la palabra correcta) por sus sentimientos heridos a

sufrir cuando se encuentran con escépticos o agnósticos, y, a menos que

puedan controlar la ansiedad que sienten cuando ven que alguien (todavía) no

cree en lo que dicen, se autoexcluyen de la investigación académica»

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(ibidem). Pero, en términos apropiados, ésta es la vía del fanatismo, no la de la racionalidad, entendiendo este vocablo desde la ética y no sólo desde la

epistemología.

Desbrozado el camino de algunas oscuridades y confusiones, Dennett se

adentra en su teoría empírica de la mente. En exordio, transcribe una

perspicaz advertencia de W. James: «no existe célula o grupo de células en el

cerebro cuya preeminencia anatómica o funcional las haga aparecer como la

piedra angular o el centro de gravedad de todo el sistema» (1890). Por su parte,

Dennett recuerda que «siempre que hay una mente consciente, hay un punto de vista (sic)», es decir, «un punto que se mueve en el espacio-tiempo», pero

«no existe un solo punto en el cerebro al cual acuda toda la información» (p.

116). Una vez más, indica Dennett que la glándula pineal es el prototipo de las

explicaciones mágicas. «Sin embargo —agrega Dennett—, aunque el

materialismo de uno u otro tipo es hoy en día la opinión compartida por casi de

todo el mundo, incluso los materialistas más acérrimos olvidan que una vez que

la res cogitans cartesiana ha sido descartada, ya no hay lugar para un pórtico centralizado o, en general, para ningún centro "funcional" en el cerebro. La

glándula pineal no sólo no es el aparato de fax hacia el alma, sino que tampoco es el despacho oval del cerebro, ni lo son ninguna de las otras partes del cerebro. El cerebro es el cuartel general, allí donde está el último observador, pero no hay ninguna razón para creer que el cerebro posea otro cuartel general más profundo, un santuario interior, el paso por el cual es condición necesaria y suficiente para

la experiencia consciente. En pocas palabras, no hay ningún observador dentro del cerebro»

(pp. 119-120). Así queda incoado el programa que Dennett propone realizar en

un marco de investigación multidisciplinar que pone de relieve su excepcional

competencia filosófica y científica para replantear la gran cuestión sobre el

funcionamiento de la mente/cerebro más allá de los viejos mitos de las tradiciones

idealistas que contaminan todavía algunos sectores materialistas.

Para ceñir aún más el proyecto, Dennett va a las raíces profundas del mito

ancestral, que reaparece bajo innumerables máscaras:

Llamemos a esta idea de que existe un lugar central en el cerebro, materialismo cartesiano, pues es la visión a que se llega cuando se rechaza el dualismo de Descartes pero no se consigue abandonar esa imagen de un teatro central (aunque material) adonde «todo acude». La glándula pineal podría ser uno de los candidatos a ser este Teatro Cartesiano, pero también se han propuesto otros como el cingulado anterior, la formación reticular o varios puntos en los lóbulos centrales. El «materialismo cartesiano» es la tesis según la cual existe una línea de meta crucial o una frontera en algún punto del cerebro, señalando el lugar en que el orden de

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llegada equivale al orden de «presentación» (sic) en la experiencia, porque «lo que allí tiene lugar» (sic) es aquello de lo que usted es consciente. Es posible que hoy en día ya nadie acepte explícitamente el materialismo cartesiano. Muchos teóricos insistirían en afirmar que han rechazado explícitamente una idea tan mala como ésta. Pero, como veremos, la persuasiva imagen del Teatro Cartesiano sigue volviendo para perseguirnos —tanto a profanos como a científicos— incluso mucho después de haber denunciado y exorcizado al fantasmagórico dualismo (p. 121).

En seguida, Dennett desvela las fuentes, tributarias del sentido común, que

alimentan nuestras observaciones y generan el error de la interpretación de nuestras

percepciones:

La idea de un centro especial en el cerebro es una de las más tenaces y perniciosas que acosan nuestros intentos de pensar sobre la conciencia [...]. En primer lugar, está nuestra apreciación personal e introspectiva de la «unidad de la conciencia» que nos empuja a establecer esa distinción entre el «aquí dentro» y el «aquí afuera». La ingenua frontera entre el «yo» y «el mundo exterior» es mi piel (y los cristalinos de mis ojos), pero, a medida que adquirimos conciencia de la accesibilidad de los acontecimientos que tienen lugar en nuestros cuerpos, el gran exterior nos invade. «Ahí dentro» no puedo intentar levantar mi brazo, pero «ahí afuera» se «me ha dormido» o está paralizado, no se va a mover; mis líneas de comunicación desde dondequiera que yo esté hasta la maquinaria neuronal que controla mi brazo han sido intervenidas. Y si mi nervio óptico fuera seccionado, yo esperaría seguir viendo aunque mis ojos permanecieran intactos; el poseer experiencias visuales es algo que aparentemente se produce en el interior de mis ojos, en algún punto entre mis ojos y mi voz cuando le cuento a usted lo que veo.

El Teatro Cartesiano es una manera metafórica de explicar el modo en que la experiencia consciente se localiza en el cerebro. En un principio, parece ser una extrapolación inocente del conocido e innegable hecho de que para intervalos de tiempo macroscópicos normales, efectivamente podemos clasificar los acontecimientos en dos categorías: «aún no observado» y «ya observado». Llevamos a cabo esta operación localizando al observador en un punto y trazando las trayectorias de los vehículos de información relativas a este punto. Sin em-bargo, cuando tratamos de extender este método para explicar fenómenos que se producen en intervalos muy breves de tiempo, nos encontramos con una dificultad «lógica»: si el «punto» de vista del observador debe esparcirse sobre una gran superficie en el cerebro de éste, la propia sensación subjetiva del observador de secuencia y simultaneidad debe (sic) poder determinarse mediante algo más que el «orden de llegada», ya que el orden de llegada no estará definido completamente hasta que el punto de destino haya podido ser determinado. Si A llega antes que B a una

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determinada meta, pero B llega antes que A a otra, ¿qué resultado debe tomarse para fijar la secuencia subjetiva en la conciencia? Poppel habla de los momentos en que la visión y el sonido se hacen «centralmente accesibles» en el cerebro, pero, ¿qué punto o puntos de «accesibilidad central» «contarían» para determinar el orden «experimentado» (sic), y porqué? Cuando intentemos responder a esta pregunta, nos veremos obligados a abandonar la idea del Teatro Cartesiano y a sustituirla por un modelo nuevo.

¿No se deduce entonces, en virtud de una necesidad geométrica (sic), que nuestras mentes conscientes se encuentran al cabo (sic) de todos los procesos internos, justo antes del «inicio» (sic) de los procesos externos que realizan nuestras acciones? Avanzando desde la periferia por los canales de entrada de mi ojo, por ejemplo, ascendemos por el nervio óptico y más arriba hasta diversas zonas del córtex visual, y ¿entonces...? Ambos trayectos avanzan el uno hacia el otro por dos planos inclinados, el aferente (la entrada) y el eferente (la salida). Por muy difícil que sea determinar en la práctica la localización precisa de la divisoria continental del cerebro, ¿no debe acaso haber, por pura extrapolación geométrica, un punto máximo, un punto focal, un punto tal que todo lo que se entromete por un lado es preexperiencial (sic), y todo lo que se entromete por el otro es postexperiencial? En la concepción de Descartes, esto

EL MITO RELIGK >SO

es fácilmente visible, ya que todo fluye hacia y desde la estación pineal. Parecería que si adoptáramos un modelo más actual del cerebro, deberíamos poder marcar nuestras exploraciones con colores, utilizando, pongamos por caso, el rojo para las vías aferentes y el verde para las vías eferentes; allí donde los colores cambiaran sería el punto medio funcional en la gran divisoria mental (pp. 121-123).

Superado este «mal hábito de pensamiento», Dennett pasa a esbozar su

«Modelo de Versiones Múltiples»:

De acuerdo con el Modelo de Versiones Múltiples, todas las variedades de la percepción —de hecho, todas las variedades del pensamiento y la actividad mental— se llevan a cabo en el cerebro a través de procesos paralelos, que corren por múltiples vías, de interpretación y elaboración de estímulos sensoriales de entrada. La información que entra en el sistema nervioso se halla sometida a un continuo proceso parecido al de una compilación editorial [...]. Estos procesos de edición se producen durante fracciones de segundo importantes, y en ese tiempo se pueden producir, en diversos órdenes, varios añadidos, incorporaciones, enmiendas y sobreescrituras de contenidos. No experimentamos directamente lo que ocurre en nuestras retinas, en nuestros oídos, en la superficie de nuestra piel. Lo que

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realmente experimentamos es el producto de muchos «procesos interpretativos» —los procesos de compilación—. Éstos operan sobre las representaciones relativamente burdas y simples, y devuelven representaciones cotejadas, revisadas y amplificadas, y tienen lugar en los flujos de actividad que se producen en distintas partes del cerebro. Hasta aquí coinciden casi todas las teorías de la percepción, pero aquí es donde entran en acción los aspectos no-vedosos del Modelo de Versiones Múltiples: los procesos de detección de rasgos o de discriminación «tan sólo tienen que efectuarse una vez». Es decir, cuando una porción especializada y localizada del cerebro ha llevado a cabo la «observación» (sic) de un rasgo determinado, el contenido informativo queda, fijado, y no tiene por qué ser enviado a alguna otra parte para ser discriminado por un «maestro» discriminador. En otras palabras, el proceso de discriminación no conduce a una «representación» del rasgo discriminado, en beneficio de los espectadores del Teatro Cartesiano (pp. 125 ss.).

El desarrollo del Modelo de Versiones Múltiples constituye el centro y fundamento

de la explicación de la conciencia, y la inestimable gran aportación a la antropología

en su nivel básico, porque tematiza el nivel principal de la estructura del homo

sapiens sapiens, es decir, en su naturaleza racional plena, de la cual se derivan

coherentemente todas sus características esenciales. Nos detendremos en los

rasgos básicos de la conciencia del individuo humano en el contexto de sus com-

portamientos; y no escatimaremos textos indispensables de la exposición de

Dennett detallando sus específicos contenidos:

Estos procesos de fijación de contenidos espacial y temporalmente distribuidos en el cerebro se pueden localizar con precisión en el tiempo y en el espacio, pero su inicio «no» marca el comienzo del contenido de la conciencia. Siempre queda la cuestión de si un contenido en particular discriminado de este modo acabaría por aparecer como un elemento de la experiencia consciente, y es una confusión... preguntarse cuándo se hace consciente (sic). Estas discriminaciones de contenido distribuidas producen, con el tiempo, algo bastante parecido (sic) a un flujo o secuencia narrativa, que puede considerarse sujeta a un proceso continuo de edición a través de muchos procesos distribuidos por el cerebro, que se prolonga indefinidamente hacia el futuro. Este «flujo de contenidos» se parece a un relato sólo a causa de su multiplicidad; en cualquier intervalo de tiempo existen múltiples «versiones» (sic) de fragmentos narrativos en diferentes estados de edición y en diferentes puntos del cerebro. Si sondeáramos este flujo en diferentes puntos del espacio del tiempo se producirían efectos distintos, surgirían diferentes relatos por parte del sujeto. Si retrasáramos demasiado este sondeo (toda la noche, por ejemplo), el resultado corre el riesgo de no ser ya una narración o, en su defecto, de ser una narración ya digerida o «racionalmente reconstruida» hasta el punto de carecer por completo de integridad. Si sondeamos «demasiado pronto» podemos obtener datos sobre cuan pronto el

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cerebro lleva a cabo una determinada discriminación, pero al precio de alterar lo que de otro modo sería la progresión normal del flujo múltiple. Más importante aun, el Modelo de Versiones Múltiples nos evita caer en la tentación de suponer que tiene que haber un único relato canónico (lo que podríamos llamar la versión «final» o «publicada»), es decir, el flujo real (sic) de la conciencia del sujeto, tanto si el investigador (o incluso el propio sujeto) puede acceder a él como si no puede (p. 127).

Dennett subraya que convertir el Modelo de Versiones Múltiples en una

alternativa creíble exigirá un esfuerzo, un esfuerzo notable; no se incluyen

fórmulas matemáticas en estas páginas. Será suficiente con que usted piense

con cuidado y con claridad, asegurándose de las cosas y sin dejarse seducir por

falsas imágenes. Hemos incluido un buen número de experimentos mentales que

conducirían a su imaginación por este difícil camino, que también propuso W.

Calvin (1989) con el concepto de «rotación de escenarios»; por ejemplo, el

psicólogo Max Wertheimer (1912) expuso el fenómeno paradigmático phi de

creación de un movimiento aparente a partir de la presentación de una rápida sucesión

de imágenes «fijas», y desde entonces los psicólogos han estudiado el

fenómeno en el cine. Se muestra que, en el caso más simple, si dos pequeños

focos, separados por no más de cuatro grados de ángulo visual, se encienden

por un breve espacio de tiempo en una rápida sucesión, parecerá como si un único

punto luminoso se moviera hacia delante y hacia atrás. Cuando los puntos de luz eran de

colores diferentes, persistía el fenómeno phi: el primer foco de color parecía

moverse, para cambiar después bruscamente en la mitad de su ilusorio pasaje hacia el segundo

punto; el filósofo N. Goodman se preguntó: «¿cómo somos capaces... de

intercalar en el espacio-tiempo intermedio a lo largo del trayecto que va del

primer destello al segundo destello antes de que el segundo destello se haya producido?».

A menos que hubiese habido «precognición» en la mente (hipótesis muy

extravagante), el contenido ilusorio «un color-cambia-al otro-a medio camino» no

podría crearse hasta después (sic) de que el cerebro haya identificado el segundo

punto de luz. Sin embargo, si el segundo punto de luz está «en la experiencia

consciente», ¿no es ya demasiado tarde para intercalar el contenido ilusorio

entre la experiencia consciente del punto de luz (rojo) y la experiencia

consciente del punto de luz (verde)? ¿Cómo lleva a cabo el cerebro este juego

de manos? En la mencionada actividad de edición en el cerebro rige el principio de

causalidad; en consecuencia, «en el mundo he-terofenomenológico de los sujetos, hay

un cambio de color en el punto medio de la trayectoria, y la información sobre

a qué color hay que cambiar (y en qué dirección hay que moverse) tiene que venir

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de alguna parte. Tras un análisis muy prolijo, y comparativo con otras experien-

cias posibles, Dennett concluye correctamente que una persona, en calidad de

sujeto de un fenómeno «phi», no podría descubrir nada en la experiencia desde su propia

perspectiva de la primera persona que favoreciera una teoría de Teatro Cartesiano sobre el

modelo Versiones Múltiples; la experiencia «le parecerá la misma» en ambos casos. Pero si

el experimento pudiera ralentizarse, haciendo mayor el intervalo de tiempo entre

los estímulos de luz, esa misma persona podría captar la diferencia entre

«percibir» e «inferir» el movimiento gradualmente; a medida que el investigador

prolonga el intervalo entre estímulos, llegará un momento en que usted será

capaz de efectuar esta discriminación, y diría algo así: «En esta ocasión no le

pareció que el punto rojo se hubiera movido, pero después de ver el punto verde,

pensé que el punto rojo se había movido y había cambiado de color». Ante los

resultados de los experimentos, Dennett subraya que ambos teóricos coinciden

en aceptar que «no» hay ninguna reacción comportamental ante un contenido,

con la excepción del acto posterior de referir, que no sea una mera reacción

inconsciente. Asimismo, podemos suponer que ambos teóricos tienen exactamente

la misma teoría de lo que ocurre en su cerebro; están de acuerdo sobre dónde y

cuándo el contenido erróneo entra en las vías causales del cerebro; simplemente, no coinciden

al determinar si tal localización debe considerarse pre o postexperiencial. Ambos proponen

la misma explicación de los efectos no verbales, con una pequeña diferencia: uno dice

que son el resultado de contenidos discriminados inconscientemente, mientras que el

otro dice que son el resultado de contenidos discriminados conscientemente pero

olvidados. Finalmente, ambos dan cuenta de los datos subjetivos —todo lo que

puede obtenerse a partir de la perspectiva de la primera persona—, porque

están incluso de acuerdo en cómo les debe «parecer» a los sujetos: éstos no

deberían ser capaces de distinguir entre experiencias ilegítimas y experiencias

mal memorizadas de inmediato. Por consiguiente, cabe suponer, como hizo N.

Goodman, que una solución sería la teoría de la «reconstrucción retrospectiva»:

«... cada uno de los puntos intermedios en la trayectoria entre los dos puntos se

rellena... con uno de los dos colores que se encienden y no con los colores

intermedios sucesivos». Pero Dennett objeta que Goodman no tiene en cuenta

la posibilidad de que el cerebro no tenga realmente que tomarse la molestia de

«rellenar» nada con ninguna «construcción», ya que no hay nadie que esté

mirando. Como hace explícito el Modelo de Versiones Múltiples, una vez que se ha

llevado a cabo una discriminación, ésta no tiene que volver a producirse; el cerebro se limita a

adaptarse a la conclusión a que se llega, elaborando una nueva interpretación de la información

disponible para «modular» la conducta subsiguiente. El análisis del fenómeno «phi» aporta

clarificaciones de la «percepción» que se aplican también, por ejemplo, a la au-

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dición. «Cuando se rechaza el dualismo cartesiano —escribe Dennett —, se tiene que

rechazar el espectáculo que tendría lugar en el Teatro Cartesiano, así como la audiencia,

porque ni el espectáculo ni la audiencia están en el cerebro, y el cerebro es el único objeto real

donde podríamos buscarlos» (p. 147). Y sólo existen los hechos empíricamente contrastados

más allá de nuestras representaciones. EL MHO RELIGIQSQ

Procede describir a continuación y concisamente cómo ve Dennett la

«evolución de la conciencia». Cita un texto de D'Arcy Thompson: «todo es lo que

es porque se ha convertido en lo que es» (1917). Dennett escribe: «Al principio no había

razones; sólo había causas. Nada tenía un propósito, ni nada tenía algo que pudiera

denominarse una función; en el mundo no había teleología». La explicación de todo esto

es simple: no había nada que tuviera «intereses». Pero después de muchos

milenios aparecieron los «replicadores» (sic) simples (R. Dawkins, 1976; J.

Monod, 1972). La línea argumental, más allá de complejidades en las que no

podemos aquí entrar, resulta clara. A medida que la criatura empieza a tener

intereses —escribe Dennett—, el mundo y sus acompañantes empiezan a crear

razones (sic), independientemente de si la criatura puede reconocerlas o no. has

primeras razones preexistieron a su reconocimiento. Los replicadores simples operan

según «el punto de vista según el cual los acontecimientos del mundo pueden

clasificarse en favorables, desfavorables y neutrales», y sus tendencias innatas se rigen

por esa clasificación. Esta es la forma primordial del egoísmo. Pero la selección natural

no puede saber cómo un sistema llegó a ser lo que es, lo cual no significa que no

pueda haber profundas diferencias entre los sistemas «diseñados» por selección

natural y los diseñados por ingenieros inteligentes. Pues «la Madre Naturaleza (el

proceso de selección natural) es famosa por su miopía y su falta de objetivos. Como no

prevé nada, no tiene manera de preocuparse por los efectos secundarios imprevistos

[...], pero de vez en cuando se produce un "efecto secundario inesperado" (sic): dos o

más sistemas funcionales sin relación interactúan para producir una bonificación:

funciones múltiples para elementos únicos» (p. 189). Dennett ofrece una tabla de los

«hechos primordiales» siguientes; literalmente:

1. Hay razones que reconocer.

2. Allí dónde hay razones, hay puntos de vista desde los cuales

reconocerlas y evaluarlas.

3. Todo agente debe distinguir el «aquí dentro» del «mundo exterior».

4. Todo acto de reconocimiento debe, en última instancia, ser puesto en

práctica por una miríada de rutinas «ciegas y mecánicas».

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5. Dentro de los límites defendidos, no tiene por qué haber un alto

mando o un cuartel general.

6. En la naturaleza, tanto haces tanto vales; los orígenes no cuentan.

7. En la naturaleza, los elementos cumplen a menudo funciones

múltiples (p. 190).

Lo que Dennett llama la «primera escena» es seguido por una «escena

segunda», que él comienza así: «el propósito fundamental de los cerebros es el de

producir futuro» (ibidem). Como un agente tiene que estar decidiendo

continuamente, es necesario «un sistema nervioso para controlar (sic) sus actividades en

el tiempo y en el espacio». Desde las primitivas estructuras simples hasta las más

desarrolladas, es evidente que la clave del control es la capacidad de rastrear e

incluso anticipar los rasgos más importantes del entorno, de modo que todos

los cerebros son, en esencia, máquinas de anticipación. Los cerebros primitivos sólo

tenían capacidad para la anticipación proximal: «la conducta que es apropiada para

lo que se va a producir en un futuro inmediato (sic)», tarea tanto más potente

cuanto mayor sea la información que mediatice (p. 191). El siguiente paso

consiste en producir procesos anti-cipatorios «preconfigurados» de corto alcance como

parte de la maquinaria cerebral innata, realizados en el curso de la historia

evolutiva de los sistemas nerviosos. El mecanismo evolutivo básico es «la

selección de genotipos (combinaciones de genes) determinados que probadamente

han dado lugar a individuos mejor adaptados (fenotipos) que los genotipos

alternativos». La siguiente fase evolutiva es «una innovación mayor: la

emergencia de fenotipos individuales, cuyo interior no se halla completamente

configurado, sino que es variable o plástico (sic), y que, por lo tanto, pueden

aprender a lo largo de su vida» (p. 195). La «emergencia de la plasticidad en los sistemas

nerviosos» constituyó un poderoso factor de aceleración evolutiva, pues adquiere

mucha más rapidez que la evolución genética que procede, sin duda alguna, a través

de la mutación de los genes y la selección natural. Las «complejidades de la

conciencia» inciden decisivamente en los procesos de anticipación del futuro en el

contexto del entorno, empezando así la nueva estrategia de información inductiva

basada en la presunción causalista de que el futuro se regirá por la experiencia del pasado,

pero al mismo tiempo nacía la curiosidad o apetito epistémico y el aprendizaje dirigidos

a intentar re diseñarse a sí mismos, el cual se lleva a cabo en el individuo (fenotipo).

Dennett se explica:

Para nuestros propósitos basta con decir que, de una manera o de otra, esta capacidad, también producto de la evolución natural, no sólo da una ventaja a los organismos que la poseen sobre sus primos preconfigurados que no se

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pueden diseñar a sí mismos, sino que también realimenta el proceso de evolu-ción genética y lo aceleran (sic). Este es un fenómeno que ha recibido varias denominaciones, aunque la más famosa es la de efecto Baldwin (Richards, 1987; Schull, 1990) (p. 197).

Para representar el «efecto Baldwin», supóngase que todos los individuos empiezan siendo diferentes genéticamente, pero en el curso de su vida, gracias a su plasticidad, deambulan por el espacio de posibilidades de diseño que les son accesibles. Y, dadas las circunstancias particulares del entorno, todos tienden a girar alrededor de la configuración favorecida. Hay un buen truco (trick) que aprender en su entorno, y todos tienden a aprenderlo. Supóngase que es un truco tan bueno que los que nunca lo aprenden se hayan en clara desventaja [...].' Si otorgamos a los individuos una posibilidad variable de acertar con el buen truco (y, por tanto, «de reconocerlo» y «de aferrarse a él») en el curso de sus vidas, la casi invisible aguja en un pajar... se convierte en la cumbre de una colina que la selección natural puede escalar. Este proceso, el efecto Baldwin, podría en un principio parecemos la tan denostada idea la-marckiana de la transmisión genética de las características adquiridas, pero no lo es. Nada de lo que el individuo aprende es transmitido a su prole. Se trata simplemente del hecho de que los individuos que son lo bastante afortunados como para nacer más cerca en el espacio de exploración de diseño a un buen truco aprendible, tenderán a tener mayor descendencia, y ésta, a su vez, tenderá a estar más cerca del buen truco. Con el paso de las generaciones, la competencia se hace más dura: llega un momento en que, a menos que uno haya nacido con el buen truco (o muy cerca de él), no estará lo bastante cerca para competir. Si no fuera por la «plasticidad», no obstante, el efecto no se produciría, ya que «un fallo por poco o un fallo por mucho siempre es un fallo» a menos que uno pueda ir intentando nuevas variaciones hasta dar con la configuración acertada (pp. 199-200).

Dennett propone una novísima solución a la grave cuestión de la evolución

humana sin encerrarse en los límites de la rígida fórmula dominante en el

neodarwinismo actual en términos de la selección natural dentro del marco de la

herencia genética. Citemos literalmente su posición:

Gracias al efecto Baldwin, podemos decir que las especies evalúan con antelación la eficacia de diseños diferentes concretos a través de la exploración fenotípica (individual)

del espacio de las posibilidades cercanas. Si se descubre una configuración vencedora determinada, tal descubrimiento creará (sic) una nueva presión selectiva: los organismos que, en el paisaje adaptativo, estén más cerca de este descubrimiento tendrán una clara ventaja

sobre aquellos que estén lejos. Ello significa que las especies con plasticidad tenderán

(sic) a evolucionar más deprisa y con mayor «lucidez» (sic) que las que no la

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tienen. Así, pues, la evolución en el primer medio, la plasticidad fenotípica, puede potenciar la evolución en el segundo medio, la variación genética. (En seguida consideraremos un

efecto compensatorio que surge como resultado de las interacciones con el tercer medio) (ibidem).

Este lenguaje, visiblemente antropomórfico aunque supuestamente figurativo,

resulta impreciso en un contexto mecánico, creando un sentimiento de insatisfacción

en todo materialista científico. La aversión al «fisicalismo» es ostensible en toda la obra

de Dennett, todavía inscrita en un contexto «humanista» —autonomía de la

voluntad, libre albedrío, liberalismo político y económico, antimarxismo

inequívoco, a pesar de su pasado inconformista con los poderes estableci-

dos—. Sin embargo, su teoría de la conciencia y su crítica radical del dualismo ontológico

y epistemológico, y de sus soportes —la religión y las tradiciones metafísicas— constituyen

aportaciones cruciales a la antropología, que han resituado los debates sobre la

antinomia materialismo/ espiritualismo sobre nuevos parámetros científicos en la

dirección del conocimiento actual de la física, la biología y la cosmología.

La evolución en el tercer medio de la que habla Dennett como de «un efecto

compensatorio» de la variación genética estricta en sentido hereditario se refiere a la

revolución evolucionista introducida por el lenguaje hablado y escrito: «el tercer proceso

evolutivo: memas y evolución» (p. 212), gran tema que expongo extensamente en la

sección 7 de este trabajo. Su hipótesis quedó definida así:

La conciencia humana es por sí misma un enorme complejo de memas (o, para ser exactos, de efectos de memas en el cerebro) cuyo funcionamiento debe ser equiparado al de una máquina

virtual «von neumanniana» implementada (sic) en la «arquitectura paralela» (sic) del cerebro, la cual no fue diseñada para este tipo de actividades. La potencia de dicha máquina (sic)

virtual se ve enormemente potenciada por los poderes subyacentes del hardware (sic) orgánico sobre el que corre; sin embargo, al mismo tiempo, muchas de sus características más curiosas y, especialmente, sus limitaciones, pueden explicarse como

EL MITO RELIGIOSO

subproductos de los kludges que hacen posible esta curiosa pero efectiva reu-tilización de un órgano que ya existía, con nuevos fines (p. 223).

Este texto necesita varias precisiones. Una máquina virtual es «un conjunto

temporal de regularidades altamente estructuradas impuesto sobre el hardware

subyacente por un programa: una receta estructurada por cientos de miles de

instrucciones que dotan al hardware de un enorme conjunto de hábitos

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EL MITO RELIGIOSO

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interconectados y de disposiciones a reaccionar. Si usted se fija en los

microdetalles de todas esas instrucciones pasando por el registro de

instrucciones, entonces los árboles no le dejarán ver el bosque; si adopta una

cierta distancia, podrá ver con facilidad la arquitectura funcional que se forma a

partir de todos estos microelementos» (p. 229). Dennett profundiza en el

concepto de máquina virtual:

Sabemos (sic) que en el cerebro hay algo que se parece, aunque sea muy remotamente (sic), a una máquina de Von Neumann, porque, por introspección, sabemos que poseemos mentes conscientes y que las mentes que así descubrimos tienen en común con las máquinas de Von Neumann como mínimo esto: ¡ellas fueron las que inspiraron las máquinas Von Neumann! Este hecho histórico ha dejado una huella fósil bastante significativa: cualquier programador de ordenadores le dirá que es extraordinariamente difícil programar los ordenadores paralelos que se están desarrollando actualmente, mientras que es relativamente fácil programar una máquina de Von Neumann serial. Cuando uno programa una máquina de Von

Neumann convencional, siempre puede recurrir a un truco bastante útil: cuando las cosas se ponen difíciles, uno se pregunta, «¿qué haría yo si fuera una máquina intentando resolver este problema?», lo cual suele llevar a una respuesta del tipo, «Bien, pues primero esto, y luego tendría que hacer esto, etc.». Pero si uno se pregunta, «¿Qué haría yo en esta situación si fuera un procesador paralelo de mil canales?», se queda totalmente en blanco; no poseemos ninguna familiaridad personal con procesos que se producen en mil canales a la vez —ni tampoco poseemos ningún «acceso directo a ellos»—, pese a ser precisamente eso lo que está ocurriendo en nuestro cerebro. Nuestro único acceso a lo que se produce en nuestro cerebro se presenta en un «formato» secuencial que posee un

sorprendente parecido con la arquitectura de Von Neumann, aunque esta formulación invierte el orden histórico (p. 228).

Todo ordenador tiene una arquitectura fija o preconfigurada, pero dispone también de un elevado grado de plasticidad gracias a la memoria, que puede almacenar tanto programas (software) como datos, esos patrones transitorios elaborados para seguir la pista de todo aquello que se debe representar. Los ordenadores, como los cerebros, no están completamente diseñados desde su nacimiento, sino que poseen una flexibilidad que puede ser utilizada como medio para crear arquitecturas más específicas y disciplinadas, máquinas con fines determinados, cada una con su propia idiosincrasia en el momento de recibir

los estímulos provinientes del entorno (a través del teclado u otros dispositivos de entrada) y, si el caso lo requiere, en el momento de producir respuestas (a través de la pantalla de TRC u otros dispositivos de salida). Estas estructuras temporales que están «hechas de reglas y no de claves» son lo que los informáticos

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EL QUÉ, EL CÓMO, Y EL PORQUÉ DE LA RELIGIÓN

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denominan máquinas virtuales. Una máquina virtual es lo que usted obtiene cuando impone un determinado patrón de reglas (más literalmente disposiciones o regularidades de transición) sobre toda esta plasticidad (p. 224).

Se ha argumentado que existe una gran diferencia entre la arquitectura serial

(estándar) de un ordenador y la arquitectura paralela del cerebro. Dennett se opone a la

utilización de este hecho para devaluar la inteligencia artificial (lA) en su progreso

hacia una mayor aproximación a su operatividad para realizar ciertas

prestaciones de la inteligencia humana mediante el diseño de programas que

(casi) siempre corren en máquinas de Von Neumann. La Máquina Universal de

Turing es capaz de imitar cualquier otra máquina computadora y de hacer,

mientras dure el periodo de imitación, exactamente lo que esta máquina. Todo lo

que usted tiene que hacer es proporcionar a la MUT (máquina universal de

Turing) una descripción adecuada de la otra máquina para que acto seguido

proceda a producir una imitación perfecta basada en esa descripción; y una vez

que usted dispone de una máquina de Von Neumann (serial) sobre la que

trabajar, entonces puede anidar máquinas virtuales como si fueran cajas chinas.

Agrega una advertencia para que el usuario no se atormente preguntándose

cómo es posible que una máquina pueda generar una realidad «virtual»: «Cada

máquina se conoce por su interficie de usuario (sic), la manera en que aparece en la

pantalla del TRC (tubo de rayos catódicos) y la manera en que responde a la

información de entrada; esta autorrepresentación a menudo se denomina la ilusión

del usuario (sic), ya que el usuario no puede decir —ni le importa— cómo está

implementada en el hardware la máquina virtual que está utilizando. Al usuario

no le importa si la máquina virtual está a uno, dos, tres o diez niveles por

encima del hardware». Incluso «podría ser una máquina real hecha por encargo,

prefigurada con un propósito específico» (ibidem).

El paso de la MUT a la máquina de Von Neumann significó la modificación de

las ideas básicas de Turing para crear una arquitectura abstracta para el primer

ordenador digital real que podría ser construido en la práctica; y, seguidamente, se

hizo patente que todos los ordenadores digitales son descendientes directos de este diseño;

y peso a que se han llevado a cabo numerosas modificaciones y mejoras, como ocurre

con los vertebrados, los ordenadores también comparten una misma

arquitectura subyacente fundamental. Dennett enuncia a continuación una

consideración de carácter a la vez conceptual e histórico del mayor interés:

Las operaciones básicas, al poseer esa naturaleza esencialmente aritmética, no parecen a primera vista tener mucho que ver con las «operaciones» básicas de

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un flujo de la conciencia normal—pensar en París, disfrutar del aroma del pan recién salido del horno; preguntarse dónde pasar las próximas vacaciones—, pero eso no preocupaba a Turing y a Von Neumann. Lo que les interesaba era que esa secuencia de acciones podía, «en principio», elaborarse hasta incorporar todo (sic) «pensamiento racional», y quizá también todo «pensamiento irracional». Es una ironía histórica considerable que dicha arquitectura fuera descrita erróneamente por prensa popular en el momento en que fue creada. Se denominó a estas nuevas y fascinantes máquinas de Von Neumann «cerebros electrónicos gigantes», cuando, de hecho, en realidad eran mentes electrónicas gigantes, imitaciones electrónicas —radicales simplificaciones— de lo que William James bahía bautizado con el nombre de flujo de la conciencia, esa sinuosa secuencia de contenidos mentales conscientes de la que James Joyce hizo las más célebres descripciones en sus novelas. La arquitectura del cerebro es, por el contrario, masivamente paralela, con millones de canales de operación activos al mismo tiempo. Lo que debemos comprender es de qué manera un fenómeno serial joyciano (o, como dije anteriormente, «von neumanniano») puede llegar a existir, con todas sus conocidas peculiaridades, en la barabúnda paralela del cerebro (p. 227).

¿Cabría pensar que la «evolución biológica» —se interroga Dennett— pudo haber

informatizado en el cerebro la corriente joyciana de la conciencia?... Su veredicto es

coherente y a la vez de importantes consecuencias filosóficas:

He aquí una mala idea: nuestros antepasados homínidos necesitaban pensar de una manera más refinada, más lógica, así que la selección natural poco a poco diseñó e instaló una

máquina de Von Neumann preconfigurada en el hemisferio izquierdo (el «lógico», el «consciente») del córtex humano.

Espero que quede claro, después de nuestro relato evolucionista anterior, que, aunque podría ser una posibilidad lógica, ésta carece por completo de plausibilidad biológica. Con la misma facilidad, nuestros antepasados podrían haber desarrollado alas o haber nacido con pistolas en las manos; no es así como funciona la evolución (pp. 227-228).

Al estudiar las analogías y las diferencias de un «ordenador digital serial» y un «cerebro

humano», no debe perderse de vista el hecho de que el proyecto inicial de Turing

tuvo una motivación práctica muy concreta, que Dennett describe así: «Turing

no estaba intentando inventar el procesador de textos o el videojuego... Estaba

pensando, con plena conciencia de ello y de forma introspectiva, sobre cómo

él, un matemático, procedía en el momento de resolver problemas matemá-

ticos o de efectuar cálculos (sic); dio el importante paso de intentar descomponer la

secuencia (sic) de sus actos mentales (sic) en sus componentes primitivos. "¿Qué hago

—debió de encontrarse preguntando—, cuando efectúo un cálculo? Bueno,

pues, en primer lugar me pregunto qué regla se aplica, después aplico la regla, y

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entonces anoto el resultado, miro el resultado y entonces me pregunto qué

debo hacer ahora, y [...]." Turing era un pensador extremadamente bien organi-

zado, pero su flujo de conciencia, como el de ustedes, o el mío, o el de James Joyce,

sin duda era un abigarrado revoltijo de imágenes, decisiones, sospechas,

recordatorios, etcétera, a partir del cual él fue capaz de alcanzar el mismo

objetivo que obtenía con las fluidas y sinuosas actividades de su mente

consciente» (p. 225). Así, construyó su modelo teórico de máquina computacional,

«una brillante idealización y simplificación de un fenómeno hiperracional e

hiperintelectual» (ibidem). Dennett, no obstante, comenta:

Si cualquier máquina computadora puede ser imitada por una maquina virtual sobre una máquina de Von Neumann, se puede decir que, si el cerebro es una máquina de procesamiento paralelo

masivo, ésta también puede ser imitada sin ningún problema por una máquina de Von Neumann. Y desde el principio de la era de los ordenadores, los teóricos han utilizado este poder camaleóni-co de las máquinas de Von Neumann para crear arquitecturas paralelas «vir-

tuales» con el propósito de modelar estructuras parecidas a la estructura cerebral. ¿Cómo podemos hacer que una máquina que hace una sola cosa por vez se convierta en una máquina que hace muchas cosas a la vez? Mediante un proceso muy parecido a hacer punto (p. 230).

Describe Dennett el escalón-amiento de niveles en un procesador paralelo que

simula diez canales, guardando sucesivamente los resultados en la memoria,

empleando para cada nivel un determinado lapso de tiempo, que habría que

multiplicar por un millón si se tratase de un millón de canales, lo cual superaría

la velocidad de los más ultramodernos ordenadores de IA. Sin embargo, sería

concebible que las mentes humanas conscientes son máquinas virtuales más o menos seriales

implementadas —de forma ineficiente— sobre el «hardware» paralelo que la evolución nos ha

legado, y también lo sería que una máquina de Von Neumann fuera simulada

sobre el «hardware» cerebral. «En el caso de una arquitectura paralela podemos

conjeturar que esto se consigue gracias a configuraciones de miles, millones o miles de

millones de conexiones reforzadas entre neuronas, que, todas a la vez, proporcionan al

"hardware" subyacente un nuevo conjunto de macrohábitos, un nuevo conjunto de

regularidades condicionales de conducta.» Las conjeturas y especulaciones de

Dennett se extienden a la instalación de «estos programas de millones de

conexiones reforzadas en el ordenador del cerebro» (p. 232). Sin embargo,

Dennett reconoce explícitamente que hay diferencias fundamentales entre un

«ordenador digital con programa almacenado» y un «cerebro humano».

¿Pero qué cabe decir del «software» de un ordenador y la conciencia humana? Por lo

pronto, no parece posible, ni remotamente, que dos o más cerebros compartan

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EL MITO RELIGIOSO

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«software», pues no pueden poseer un lenguaje fijo de máquina. Entonces, ¿por qué

insistir todavía «en establecer un paralelismo entre la conciencia humana y el

"software" de ordenador?» (p. 232). Responde Dennett:

Porque, como espero demostrar, ciertas características importantes de la con-ciencia humana, que en caso contrario seguirían siendo un misterio, son sus-ceptibles de recibir una explicación reveladora, en el supuesto de que (1) la conciencia humana es innovación demasiado reciente como para estar precon-figurada en la maquinaria innata; (2) es en gran medida un producto de la evolución culturalque se imparte a los cerebros en las primeras fases de su formación; y (3) el éxito de su instalación está determinado por un sinfín de micro-disposiciones en la plasticidad del cerebro, lo cual significa que es muy posible que sus rasgos funcionalmente importantes sean invisibles al examen neuroanatómico a pesar de lo destacado de sus efectos [...]. Además, (4) la idea de la ilusión del usuario de una máquina virtual es tentadora y terriblemente sugestiva: si la conciencia es una máquina virtual, ¿quién es el usuario con quien funciona la ilusión del usuario? (ibidem).

6.5. Una vez examinado esquemáticamente el itinerario evolutivo de la formación

de la conciencia, es el momento de trazar el panorama de su significado en el plano

epistemológico y su estructura en el plano onto-lógico. La famosa «mala idea» del

Teatro Cartesiano —donde se presenta un espectáculo de luz y color ante una

audiencia solitaria pero poderosa, el ego o el ejecutor central— quedó al

descubierto como una falsa imagen de la verdadera naturaleza de la conciencia

humana. El Modelo de Versiones Múltiples, firmemente anclado en la ciencia empírica,

es la alternativa de explicación ofrecida por Dennett para caracterizar el proceso

gradual del desarrollo del diseño que ha creado nuestra conciencia. Visto este desarrollo

desde el interior de la caja negra, entre bastidores, podríamos decir, Dennett

examina la condición de la conciencia en cuanto que «colección de circuitos cerebrales

ensamblados que, gracias a una serie de hábitos, inculcados en parte por la cultura y en parte

por la autoexploración individual, conspiran para producir una "máquina virtual" más o

menos ordenada, más o menos efectiva y más o menos bien diseñada: la "máquina joyceana".

Al aunar todos estos órganos especializados, que evolucionaron

independientemente ante una causa común, y dotando así al conjunto de unos

poderes muy mejorados, la máquina virtual, este "software" del cerebro, lleva a cabo

una especie de milagro político interno: crea un capitán virtual para la tripulación, sin

ascender a ninguno de ellos al rango de dictador vitalicio. ¿Quién está al mando?

Primero una coalición y luego otra, en una alternancia que no es caótica gracias a unos

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buenos metahábitos que tienden a producir secuencias coherentes y resueltas en vez de una atro-

pellada e interminable carrera por el poder» (pp. 241 -242).

La unidad de la conciencia, en cuanto que resultado de una estructura jerárquica

piramidal del cerebro coronada por un yo cartesiano como director y depositario

último de las funciones mentales, quedó definitivamente arruinada. El sistema

nervioso central y periférico funciona coherentemente, pero no cuenta con un

sistema centralista de administración unificada que culminaría en un órgano monárquico de

carácter puramente «mental». Por el contrario, Dennett contempla así el mundo de la

mente como conjunto de funciones materiales del cerebro:

Ese saber ejecutivo resultante no es más que uno de los poderes tradicional-mente atribuidos al yo, aunque uno de los importantes. William James le rindió homenaje cuando satirizó la idea de la neurona pontificia en alguna parte del cerebro. Sabemos que la descripción del trabajo que efectúa este subsistema jefe es incoherente, pero también sabemos que esas responsabilidades de control y esas decisiones deben estar repartidas de «un modo и otro» por el cerebro. Nosotros no (sic) somos barcos a la deriva en manos de una tripulación amotinada; nos las arreglamos bastante bien no sólo manteniéndonos lejos de los bancos de arena y otros peligros, sino también planeando campañas, corrigiendo errores tácticos, reconociendo los sutiles indicios de las posibilidades que se nos presentan, y controlando grandes proyectos que se prolongan durante meses o años (p. 242).

La ilusión del Signíficador Central como jefe imaginario de las principales

funciones liquida el «mito capacitador de la heterofeno-menología», porque no

es posible mantener la suposición de una cadena de mando como la descrita en

el cerebro rigiendo la producción del habla (ni la de la escritura). Sin embargo,

surge entonces un grave problema: «si no hay un Signíficador Central, ¿de dónde viene

el "significado"?»... Dennett lo busca en el proceso de producción por parte de un hablante

a partir de la hipótesis de un conceptualizador que actúa entre los procesos de

generación de mensajes (elaboración de las especificaciones) y la producción lingüística

(ejecución de esas especificaciones). Entonces, «las intenciones comunicativas,

completamente formadas y ejecutadas —los significados—, podrían surgir de un

proceso cuasievolutivo de diseño de actos de habla que comporta la colaboración, en parte

serial, en parte paralela, de varios subsistemas, ninguno de los cuales es capaz por sí

mismo de ejecutar —и ordenar— un acto de habla» (p. 253). Después de prolijas

especulaciones, Dennett admite que «existen algunos fenómenos, sin embargo, que (a mi

modo de ver) indican que la generación del lenguaje es un "pandemónium" —un proceso

evolutivo, paralelo, oportunista— en casi todas sus etapas» (p. 255).

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Dennett nos ofrece un texto esclarecedor —sólo relativamente—

de la oscura cuestión de la génesis del lenguaje, de la conceptualización simbólica, y de los

significados:

Hubo un tiempo en que no creía que hubiera alternativa al Significador Central, pero pensaba haber dado con un refugio para él. En Content and Con-ciousness, argumenté que debía de existir una línea divisoria funcionalmente clara (que

denominé línea de conocimiento [«awareness Une», un sinónimo de «conciousness»]), separando la fijación preconsciente de las intenciones comunicativas, de su ejecución ulterior. La localización de dicha línea en el cerebro podía estar descaradamente amañada, anatómicamente hablando, pero tenía que existir, lógicamente, como la divisoria que separaba los funcionamientos defectuosos en dos variedades. Se podían producir errores en cualquier parte del sistema, pero todo error debía caer —por necesidad geométrica— a un lado u otro de la línea. Si caían del lado inferior o superior de la línea, entonces cambiaban aquello que iba a ser expresado ísic) (el «mensaje preverhal» en el modelo de Levelt). El «significado» se fijaba en esta

divisoria; de ahí es de donde provenía el significado. Debía existir un lugar como éste de donde proviniera el significado, pensaba yo, porque algo (sic) tiene que fijar los criterios con los cuales la «realimentación» pudiera registrar la incapacidad por ejecutar un acto de habla. Mi error fue el de ser víctima de la misma ambigüedad de alcance que contamina la interpretación del dicho de Abe Lincoln [«se puede engañar a todo el mundo una vez, y a algunas personas todas las veces, pero no se puede engañar a todo el mundo todas las veces»], en el que hay una ambigüedad en el alcance de los cuantificadores. Es evidente que tiene que haber algo que en cada ocasión sea, por el momento, el criterio a partir del cual todo «error» corregido se corrija, pero no tiene por qué haber la

misma y única cosa cada vez, incluso dentro (sic) de la duración de un acto de habla. No tiene por qué haber una línea fija (sic) (aunque esté amañada) que marque esa diferencia [...]. De este modo, las palabras y frases más accesibles o disponibles podrían realmente cambiar el contenido de la experiencia (si interpretamos la «experiencia» como lo que será relatado en última instancia, el acontecimiento establecido en el mundo heterofenómeno lógico del sujeto). Si nuestra unidad como significadores no tiene más garantías que ésta, entonces en principio debería ser posible que esta unidad se quebrara en ciertas ocasiones (pp. 259-261).

Dennett ha mostrado cómo un torrente de productos verbales, surgido a

partir de miles de demonios-palabra que forman coaliciones temporales, puede

mostrar una cierta unidad, la unidad de una interprefación óptima en evolución, que

hace que parezca como si (sic) este torrente fuera la ejecución de las intenciones

de un conceptualizador; de hecho lo es, pero no de un conceptualizador «interno» (sic)

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que es parte integrante del sistema de producción del lenguaje, sino de un

conceptualizador global, la persona, de la cual el sistema de producción del lenguaje

es parte integrante.

En definitiva, la caída del Significador Central equivale a la caída del «intencionador

central», y del «pensador central». Pero nos seguiremos encontrando con el jefe «bajo muy

diferentes formas» (p. 265); y una vez expuesta su síntesis teórica en sus líneas

esenciales, Dennett dedica el resto de su obra a otros importantes asuntos a la

luz de sus conclusiones generales. En lo que sigue me limitaré a precisar el

contenido básico de estas conclusiones y a completarlas con el específico

propósito de examinar «la arquitectura de la mente humana» en relación con la

estructura funcional del cerebro y el fenómeno de la conciencia.

Dennett señala que la teoría que ha desarrollado incluye elementos

tomados de muchos pensadores, mezclando «ideas procedentes de campos

"hostiles"», procedimiento perfectamente legítimo, y aun necesario, propio de

un inteligente eclecticismo (término derivado del verbo griego eklego, elegir,

seleccionar) pero rigurosamente inscrito en un marco conceptual original y, hasta

cierto punto, revolucionario. Compendia su teoría en este apretado texto:

No hay un único y definitivo «flujo de la conciencia», porque no hay un cuartel general central, ni un Teatro Cartesiano donde «todo se junta» para ser examinado por un Significador Central. En vez de este único flujo (por amplio que sea), hay múltiples canales en los que los circuitos especializados intentan, en «"pandemonia" paralelos», llevar a cabo sus propias tareas, creando Versiones Múltiples a medida que avanzan. La mayor parte de estas versiones fragmentarias de «relato» desempeñan papeles efímeros en la modulacum de la actividad del momento, aunque algunas se ven promocionadas a

nuevos papeles funcionales, en rápida sucesión, por la actividad de la «máquina virtual» en el cerebro. La seriahdad de esta máquina (su carácter «von Neumanniano») no es un rasgo de diseño prefigurado, sino el resultado de una sucesión de coaliciones entre estos especialistas. Los especialistas básicos forman parte de nuestra herencia animal. No se desarrollaron para llevar a cabo acciones propias de los humanos, tales como leer y escribir, sino para esquivar depredadores, reconocer caras, agarrar, lanzar, recoger bayas y otras tareas especiales. A menudo se ven oportunamente alistados para nuevos papeles, para los cuales sus talentos originales son más o menos adecuados. El resultado no es un caos total simplemente porque las «tendencias» que se imponen sobre toda esta actividad son por si mismas el producto de ese «diseño». Parte

de este diseño es innato y compartido con otros animales. Pero se ve ampliado, y a veces superado en importancia, por microhábitos de pensamiento que se han desarrollado en el individuo, en parte como resultado de la autoexploración individual y en parte como do-nes prediseñados de la cultura. Miles de memas, la mayor parte producida por el

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lenguaje, pero también «imágenes» sin palabras y otras estructuras de datos, fijan su residencia en un cerebro individual, conformando sus tendencias y convirtiéndolo, asi, en una mente (pp. 267-268).

Añade Dennett marginales comentarios a este texto, que considera difícil

de comprender, aunque se basa en modelos desarrollados en el seno de la

psicología, la neurobiología, la inteligencia artificial, la antropología... Este

abierto eclecticismo a menudo provoca cierto recelo en los investigadores

dentro de los campos de los que toma prestadas sus ideas. Citaremos una serie

de observaciones y precisiones que ayudan notablemente a asimilar algunos de

los puntos sobresalientes de su teoría:

— Una de las osadías endémicas en las ciencias del cerebro es la tendencia

a pensar en la conciencia como si fuera la parada terminal de la línea; no

obstante, los investigadores del cerebro tienen razón al insistir en que no se

tiene un buen modelo de la conciencia hasta que no sea resuelto el problema de qué

funciones ejecuta y de cómo las ejecuta, mecánicamente, y no en beneficio de una

mente. Se debe, pues, configurar una visión compartida de cómo debe

residir la conciencia en el cerebro, pero sin ignorar que el cerebro no quedó

inicialmente diseñado para albergar la conciencia. J. Jaynes hizo

hincapié en la idea de que la conciencia humana es una imposición reciente y pro-

ducida por la cultura, sobre una arquitectura funcional previa.

— De acuerdo con nuestro esbozo, en el cerebro se produce una

competición entre diversos acontecimientos llenos de contenido, de los cuales

solamente un selecto conjunto es el que se proclama «vencedor». Es decir,

consiguen engendrar diferentes tipos de efectos continuados. Algunos, al

aunar diversos demonios [agentes cerebrales funcionales] del lenguaje, contri -

buyen a ulteriores actos de enunciación, tanto enunciados en voz alta

dirigidos a otros como enunciados silenciosos dirigidos a uno mismo.

Otros prestan su contenido a otras formas subsiguientes de

autoestimulación tales como dibujar para uno mismo. Los demás

mueren casi de inmediato, dejando leves huellas —evidencias

circunstanciales— de su existencia pasada. Se ha procurado evitar

cualquier afirmación que indique que una victoria en este remolino

competitivo equivalga a una elevación hacia la conciencia. Sin embargo,

advierte Dennett que, «si mi teoría de la máquina joyceana está llamada a

aportar nueva luz sobre el problema de la conciencia, sería bueno que

algunas de las actividades de esta máquina, si no todas, poseyeran

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algún rasgo extraordinario, ya que es innegable que la conciencia es,

intuitivamente, algo muy especial» (pp. 288-289). — Al rechazar

radicalmente los planteamientos dualistas e in-trospeccionistas de la

conciencia como «el origen de un tipo especial de "intencionalidad

intrínseca"» (p. 292), Dennett reafirma taxativamente que la conciencia

no es nada más que la máquina joyceana, y que «mi teoría es una teoría de

la conciencia». Por consiguiente, «cualquiera o cualquier cosa que posea dicha

máquina virtual como su sistema de control es consciente en todos los sentidos, y es

consciente porque (sic) posee esa máquina virtual». Para realzar aún más el

perfil de su teoría de la mente, Dennett hace un parangón con la posición

del gran estudioso del cerebro R. Jackendoff (Conciousness and the

Computational Mind, 1987), quien «adopta una táctica ligeramente

distinta. Divide el problema de la mente y el cuerpo en dos

subproblemas, y dirige su teoría hacia la pregunta de cómo encaja en

el cuerpo la mente computacional; de este modo, le queda por resolver

un "problema de la mente", es decir, cuál es la relación entre la mente

fenomenológica y la mente computacional. En lugar de aceptar esto como un

misterio de la mente, yo me propongo demostrar de qué modo el Modelo

de las Versiones Múltiples, junto al método de la hete-rofenomenología, elimina

ambos problemas a la vez» (p. 294). Como se recordará, «el "método

heterofenomenológico" ni cuestiona ni acepta como totalmente

verdaderos los testimonios de los sujetos, sino que mantiene una

neutralidad constructiva y comprensiva, con la esperanza de llegar a

compilar una descripción definitiva (sic) de cómo es el mundo según los sujetos.

Todo sujeto que se sintiera incómodo al atribuírsele autoridad

constructiva podría protestar: " ¡No, de verdad! ¡Lo que estoy

escribiendo es perfectamente real (sic), y tiene exactamente las

propiedades que estoy diciendo que tienen!". La respuesta del

heterojenomenólogo honesto sería asentir y asegurar al sujeto que su

sinceridad no está siendo puesta en duda. Sin embargo, como los

creyentes por lo general quieren más —quieren que se crea lo que dicen o, en

su defecto, quieren saber cuándo su audiencia no les cree— suele ser

una actitud más diplomática por parte de los

heterofenomenólo-gos..., el evitar llamar la atención sobre su

neutralidad oficial» (p. 96). En consecuencia, agrega Dennett, «mi

sugerencia es, pues, que si llegáramos a encontrar acontecimientos reales

en los cerebros de las personas, que poseyeran un número suficiente (sic)

de las propiedades "definitorias" de los elementos que pueblan los

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EL MITO RELIGIOSO

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mundos heterofenomenológicos, sería razonable pensar que habían

descubierto lo que querían decir realmente (sic), aun cuando en un

principio opusieran cierta resistencia a aceptar tales identificaciones.

Y si descubriéramos que los acontecimientos reales tienen sólo un

pequeño parecido con los elementos heterofenomenológicos, sería razonable

declarar que, a pesar de su sinceridad, las personas se equivocan en

cuanto a la expresión de sus creencias» (p. 97). En cualquier caso,

Dennett advierte que «si usted quiere que creamos (sic) todo lo que

usted dice de su heterofenomenología, entonces no sólo está

pidiendo que se le tome en serio, sino solicitando infalibilidad papal, y

eso ya es pedir demasiado. Usted no (sic) tiene autoridad sobre lo que

está ocurriendo en su interior, sino sobre lo que parece (sic) estar

ocurriendo, y se le concede una autoridad total, dictatorial, para el

análisis de cómo le parecen a ustedes las cosas. Y si se queja usted porque

algunas partes de lo que le parece son inefables, nosotros los

heterofenomenólogos también aceptaremos eso». Pero «no cabe

duda de que las personas creen poseer imágenes mentales, dolores, experiencias

perceptivas y todo lo demás, y estos

(sic) hechos —los hechos en que estas personas creen y que relatan

cuando expresan sus creencias— son "fenómenos" de los cuales toda teoría científica de la mente debe dar cuenta. Organizamos

nuestros datos en relación a estos fenómenos, en forma de ficciones

teóricas, "objetos intencionales" en mundos

heterofenomenológicos. Así pues, la cuestión de si los así descritos

existen en cuanto objetos reales, eventos y estados del cerebro —o,

para el caso, en el alma— es susceptible de ser investigada empíricamente. Si damos con los candidatos reales adecuados, podríamos identificarlos con los referentes que tanto hemos

buscado de los términos empleados por el sujeto; si no, tendremos

que explicar por qué a los sujetos les parece que estas entidades existen» (pp. 110-111).

Dennett cierra su teoría de la conciencia con una investigación sobre la

cuestión de la realidad de los yoes. En los albores de la crisis de la conciencia europea (Paul Hazard), durante el siglo XVII, se comienza a romper un acuerdo

unánime sobre el «yo»; suponer que «el yo era un alma no física, un espíritu en la máquina». Si Dennett hubiera leído a Edward B. Tylor (trad. cast. 1970)

sabría que la infraestructura mental de ese acuerdo prácticamente unánime

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se forjó en la mente del primitivo prehistórico en su fase de salvajismo y quedó

consolidada durante la fase de barbarie en el curso del politeísmo. Es

sorprendente que no aparezca en las obras de Dennett el nombre de Tylor,

pues esta gran aportación teórica se mueve en la misma dirección del

pensamiento que impulsa también la suya. Según Dennett, «las personas tienen

yoes [...]. Si los yoes son realmente algo, entonces existen. Hubo un tiempo,

hace miles (o millones o miles de millones) de años, en que los yoes no existían

en este planeta. Así pues, por lógica, debe tener una historia que podamos

contar sobre cómo llegó a haber (sic) criaturas con un yo. Esta historia nos

tendrá que hablar, por lógica, de un proceso (o una serie de procesos) en el que

participasen las actividades y los comportamientos de cosas que todavía no poseían (sic) un yo —o que todavía no eran (sic) un yo—, pero que,

finalmente, dio lugar, como producto nuevo, a seres que son, o poseen, un yo» (1995, p. 424). El gran acierto inicial de Dennett es situar la gran cuestión de los

yoes en el espacio histórico, pero no en el espacio de los mitos animistas o sobrenaturales —que son falsos avatares de la conciencia falsa— sino en el

proceso de la evolución humana.

La etapa inicial pertenece al yo biológico en sentido estricto, nacido de la

formalización fáctica del límite entre «yo» y «el resto del mundo», que debe

hacer la simple ameba, a su manera ciega y falta de conocimiento, con el fin de

protegerse ella misma —su yo biológico—. La bióloga Lynn Margulis (1970)

estudió magistralmente el proceso mitocondrial de nuestras células desde hace

unos dos mil millones de años. Richard Dawkins señaló que lo que denomina

«fenotipo ampliado» (1982) forma parte del equipo biológico fundamental de los individuos

sometidos a las fuerzas selectivas que gobiernan la evolución. Nuestros yoes

—máximamente egoicos— ampliamos o reducimos ocasionalmente nuestros

limites y su uso de la primera persona. La articulación teórica básica es la

explicación genética de los yoes, expresada así por Dennett: «Nuestras historias se urden,

pero en gran parte no somos nosotros quienes las urdimos; ellas nos urden a nosotros. Nuestra

conciencia humana, nuestra egoticidad narrativa, es su producto, no su origen» (p. 428). Esta

es la cristalina formulación de todo un programa de investigación al que Dennett ha

aportado fecundos análisis minuciosos, con solvente soporte empírico y

científico, en los cuales no podemos entrar aquí.

En consecuencia, escribe Dennett, resulta evidente que «un yo, de acuerdo

con mi teoría, no es un viejo punto matemático, sino una abstracción que se

define por la multitud de atribuciones e interpretaciones (incluidas las

autoatrihuciones y las autorrepresentaciones) que han compuesto la biografía del cuerpo viviente

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EL MITO RELIGIOSO

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del cual es su centro de gravedad narrativa» (p. 437). Y seguidamente Dennett se

plantea y responde a una de las cuestiones estelares de su obra y de su trabajo:

Me parece que ya veo adonde quiere usted llegar. Si el yo no es algo real, entonces ¿qué ocurre con la responsabilidad moral? Una de las funciones principales de un yo en nuestro esquema conceptual tradicional es la de ser aquello a lo que hay que cargarle el muerto, según rezaba el cartel de Harry Truman. Si los yoes no son reales —no son «realmente» (sic) reales—, ¿acaso no nos iremos pasando el muerto los unos a los otros para siempre? Si no hay un Despacho Oval en el cerebro, donde trabaja una autoridad superior a quien se le puedan atribuir las decisiones, parece que estamos amenazados por una kafkiana burocracia de homúnculos que, cuando se les pregunta, siempre contestan lo mismo: «Yo no sé nada, yo sólo trabajo aquí». La tarea de construir un yo capaz de asumir (sic) responsabilidades es un proyecto social y educativo muy importante, y tiene usted razón al preocuparse ante cualquier cosa que pueda amenazar su integridad. Pero una perla cerebral, un lo-que-sea real e «intrínsecamente responsable», no es más que una patética chuchería, como un amuleto de la suerte, con que combatir esta amenaza. La única esperanza es llegar a comprender, de forma naturalista, de qué manera desarrollan los cerebros su representaciones, equipando así, cuando todo va bien, los cuerpos que controlan con sus yoes responsables, y no es esto una empresa desesperada. El libre albedrío y la responsabilidad moral son cosas que merece la pena perseguir y cómo he intentado demostrar en mi libro Elbow Room: The Varieties of Pree Will Worth Wanting (1984), su mejor defensa consiste en abandonar el mito desesperado y plagado de contradicciones de la existencia de un alma distinta y separada (pp. 439-444).

La esperanza que abriga Dennett de construir un proyecto de «yo» capaz de asumir

responsabilidades es problemática y no debe aspirar más que a otorgar a todos y cada

uno de los sujetos un reconocimiento de su igual «contingencia» como portadores, todos y cada

uno de ellos, de «un fuero de conciencia» en el contexto de los inevitables cambios del respectivo

contenido ético y moral. Nos ocuparemos de este grave asunto personal y social a!

íinal de este trabajo.

Sin embargo, Dennett continúa con este texto: «pero, entonces, ¿yo no

existo?». De nuevo, responde:

Por supuesto que sí. Ahí está usted, sentado en una silla, leyendo mi libro y

planteándome sus críticas. Y curiosamente su actual encarnamiento, pese a ser una condición previa necesaria para su creación, no es un requisito obligado para que su existencia pueda prolongarse de forma indefinida. Si usted fuese un alma, una perla de sustancia inmaterial, sólo podríamos «explicar» su potencial inmortalidad postulándola como una virtus dormitiva que se puede eliminar de la

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sustancia-alma. Y si usted fuese una perla de sustancia material, algún grupo de átomos de su cerebro espectacularmente especial, su mortalidad dependería de las fuerzas físicas que los mantienen unidos (podríamos preguntar a los físicos en qué consiste la «media-vida» de un yo). Si usted piensa en usted como un centro de gravedad narrativa, por otra parte, su existencia depende de la persistencia de esa narración (un poco como Las mil y una noches, pero en un único cuento), que en teoría (sic) podría sobrevivir a una serie indefinida del cambios de medio, podría transportarse fácilmente (en principio) como el noticiario de la noche y almacenarse por tiempo indefinido en forma de mera información. Si lo que usted es es esa organización de la información que ha estructurado el sistema de control de su cuerpo (o, por plantearlo de manera más provocativa y, a la vez, más usual, si lo que usted es, es el programa que corre en el ordenador de su cerebro), entonces, en principio, usted podría sobrevivir a la muerte de su cuerpo tan intacto como un programa que puede sobrevivir a la destrucción del ordenador en el que fue creado por primera vez. Algunos pensadores (por ejemplo, Penrose, 1989) consideran que ésta es una implicación espantosa y profundamente contraintuitiva de la visión que he defendido aquí. Vero si lo que está buscando es la «inmortalidad», las alternativas son, simplemente, indefendibles (pp. 440-441).

Para finalizar la obra que marca un hito de la mayor relevancia en la

antropología, Conciousness Explaíned, Dennett imagina y discute la hipótesis de

«un robot consciente», pero comienza por levantar un balance previo de las líneas

esenciales de sus conclusiones:

[Hasta aquí] hemos explicado los fenómenos de la conciencia humana en términos de operaciones de una «máquina virtual», una especie de programa de ordenador evolucionado ( y en evolución) que conforma las actividades del cerebro. No hay el Teatro Cartesiano; sólo hay Versiones Múltiples, compuestas por procesos de fijación de contenido que desempeñan diversos papeles semiinde-pendientes dentro de la economía cerebral de controlar la singladura de un cuerpo humano de por vida. La sorprendente e insistente convicción de que hay un Teatro Cartesiano es el resultado de una serie de ilusiones cognitivas que hemos expuesto y explicado [léanse detenidamente en su libro los experimentos científicos y mentales que avalan la existencia de estas ilusiones determinantes]. Los «qualia» han quedado sustituidos por estados disposiciona-les complejos del cerebro, y el yo (también conocido con los nombres de audiencia en el Teatro Cartesiano, Significador Central o testigo) resulta ser una valiosa abstracción, la ficción de un teórico, en vez de un observador o un jefe interno.

Si el yo no es «más» (sic) que el centro de gravedad narrativa, y si todos los fenómenos de la conciencia humana son explicables «solamente» (sic) como las actividades de una «máquina

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virtual» realizada en las conexiones astronómicamente ajustables de un ser humano, entonces, en principio, un robot «programado» (sic) de forma adecuada, con cerebro basado en la química del silicio, podría ser consciente, podría tener un yo. Mejor dicho, podría existir un «yo consciente» cuyo cuerpo sería el «robot» y cuyo cerebro sería el «ordenador» (p. 443).

Es altamente probable que la mayoría de los lectores, casi siempre

campeones de las obviedades, argüirá automáticamente que es inconcebible un

cerebro sin carne y hueso, lo cual a su vez no posee ningún ordenador conocido en

el campo de la IA. Sin embargo, esta réplica desviaría radicalmente la cuestión.

En efecto, la posición de Dennett deriva de su explicación del funcionamiento del

cerebro humano; y, si fuese válida, la naturaleza robótica, informática, del cerebro

autorizaría a concebir la «conciencia» como un atributo evolutivo posible de una máquina

informática con capacidad de pensar, nota distintiva de un yo humano. Meditemos,

superando nuestros triviales prejuicios alimentados por el llamado sentido común,

sobre los razonamientos de Dennett:

Esta implicación de mi teoría, para algunas personas es algo obvio y contra lo que no hay nada que objetar. «¡Claro (sic) que somos máquinas! Somos máquinas muy, muy evolucionadas, hechas de moléculas orgánicas en vez de metal y silicio, y nosotros somos conscientes, de modo que también puede haber máquinas conscientes: nosotros». Para estos lectores, esta implicación era una conclusión anunciada. Lo que puede haber sido interesante para ellos, espero, es la variada serie de implicaciones nada evidentes que hemos encontrado por el camino, en particular aquellas que demuestran hasta qué punto la imagen cartesiana, a la que apela nuestro sentido común, debe ir siendo sustituida a medida que aprendemos más sobre los mecanismos centrales.

Pero Dennett no descuida el flanco persistente de los que he bautizado de

«campeones de las obviedades»:

Otras personas, sin embargo, consideran la idea de que pueda haber, en principio, robots conscientes como algo tan increíble que, para ellos, equivale a una reductio adabsurdum de mi teoría [...]. Su error fue muy simple, pero llama la atención sobre una confusión fundamental que impide que progresemos en nuestra comprensión de la conciencia. «Sabes (sic) perfectamente que eso que dices es

falso», le contesté, «más de una vez has imaginado un robot consciente. El problema no es que no puedas imaginar un robot consciente, sino que no puedes imaginar cómo (sic) puede ser consciente un robot» (pp. 443-444).

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Dennett señala que la verdad es que imaginar el «flujo de la conciencia» de una

cosa «inanimada» es como un juego de niños. Los niños lo hacen

constantemente. Es una ilusión, claramente. Lo admiten todo, pues lo que es

evidente es que resulta difícil imaginar cómo podría serlo. Pero la inmensa

mayoría, «al no poder imaginar cómo podría ser consciente un robot, se resistió

a imaginar un robot que fuese consciente, aunque podría haberlo hecho sin mayor

dificultad». No obstante, «hay una enorme diferencia entre estos dos ejercicios de

imaginación, pero la gente tiende a confundirlos. Es terriblemente difícil, sin lugar a

dudas, imaginar de qué modo el ordenador-cerebro de un robot puede ser el soporte de una

conciencia» (p. 444):

¿Cómo es posible (sic) que una compleja serie de acontecimientos de procesamiento de la información ejecutados en el interior de un puñado de «chips» de silicio equivalga a una serie de experiencias conscientes? Pero eso es tan difícil como imaginar de qué modo un cerebro humano orgánico puede ser el soporte de una conciencia. ¿Cómo es posible (sic) que una compleja serie de interacciones electroquímicas entre miles de millones de neuronas equivalga a una serie de experiencias conscientes? Y, sin embargo, no tenemos ninguna dificultad en imaginar a seres humanos conscientes, aunque todavía no podamos imaginar cómo puede ser esto posible. ¿Cómo puede ser el cerebro la base de la conciencia? [...] Mi argumento es muy simple: me he limitado a mostrar cómo hacerlo. Resulta que la manera de imaginarlo consiste en pensar en el cerebro como si juera una especie de ordenador. Los conceptos de la informática y las ciencias de la computación nos proporcionan los elementos necesarios para imaginar, si queremos cruzar esa térra incógnita que se extiende entre nuestra fenomenología tal como la conocemos por «introspección» y nuestros cerebros tal como nos los presenta la ciencia actual. Al pensar en nuestros cerebros como sistemas de procesamiento de información, poco a poco podemos ir disipando la niebla y hallar así el camino para cruzar el gran abismo, desvelando de qué modo nuestros cerebros producen todos esos fenómenos (p. 445).

Dennett asume la descripción que presenta Colin McGinn (1990) del

software o de la «máquina virtual» en el nivel que estudia aquél: «por una parte, ni

explícitamente fisiológico o mecánico y, aun así, capaz de tender puentes

necesarios hacia los mecanismos cerebrales y, por la otra parte, no

explícitamente fenomenológico pero capaz de establecer los vínculos

necesarios en el mundo del contenido, con los mundos de la

(hetero)fenomenología [...]. ¿Por qué McGinn piensa que está por encima de

nuestras capacidades el embarcarnos en esta "radicalinnovación conceptual"? [...]».

En efecto, «comprobamos que algunas de las características más "obvias" de la

fenomenología no son reales: no hay repleción con pigmento; no hay qualia intrínsecos; no

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existe el manantial del significado y la acción; no existe ese mágico lugar donde se

produce el entendimiento» (p. 446).

En su refutación detallada del experimento de la Habitación China que presentó

John Searle para demostrar que la IA «fuerte» es imposible, Dennett defiende

que ese experimento «depende, ilícitamente, de que usted imagine un caso

demasiado simple, un caso irrelevante, y de que saque usted una conclusión

"obvia" (sic)» según la cual sería falsa la tesis de que «un ordenador digital

programado adecuadamente y con la información de entrada y de salida

apropiada tendría una mente exactamente en el mismo sentido que los seres

humanos tienen una mente» (Searle, 1988). Pero satisfacer verdaderamente la

«programación adecuada» exigiría un sistema gigante de complejidades y no «un estúpido

mecanismo que transforma cadenas de símbolos de acuerdo con una receta

sintáctica o mecánica», como califica Dennett al protocolo de Searle. Y

concluye que es así como «se reproduce el engaño a la imaginación»; y de donde

es necesario «rescatar la premisa que se suprime de forma implícita», a saber:

«seguramente, más de lo mismo (sic), no importa cuánto más, nunca conseguirá que se

produzca un genuino entendimiento». A lo cual Dennett replica:

Pero, ¿por qué debemos aceptar esto como cierto? Los dualistas cartesianos lo aceptarían porque piensan que ni siquiera los cerebros humanos son capaces de generar entendimiento por sí mismos; según la visión cartesiana, se necesita un alma inmaterial para producir el milagro del entendimiento. Si por otra parte nos consideramos materialistas convencidos de que de un modo o de otro nuestros cerebros son los únicos responsables de sí mismos, sin necesidad de ninguna ayuda milagrosa, debemos admitir que el verdadero entendimiento se produce por un proceso compuesto de interacciones entre una serie de subsistemas que por sí solos no

poseen entendimiento. El argumento que empieza diciendo «este poquito de actividad cerebral no entiende el chino, y tampoco entiende este poco más...», está condenado a llegar a la conclusión no deseada de que ni siquiera la actividad de todo el cerebro es suficiente para comprender el chino. Es muy difícil imaginar cómo es posible que «más de lo mismo» pueda resultar en entendimiento, pero tenemos buenas razones para suponer que efectivamente es así, de modo que, en este caso, tenemos que redoblar nuestros esfuerzos, no abandonar.

¿Cómo podemos redoblar nuestros esfuerzos? Con ayuda de algunos conceptos útiles: el concepto de software de nivel intermedio que fue diseñado por los informáticos precisamente para ayudarnos a seguir lo que en caso contrario serían las complejidades inimaginables de sistemas muy grandes. En los niveles intermedios vemos muchas entidades que son invisibles en niveles más microscópicos, tales como los «demonios» [homúnculos, agentes, subsistemas] a que

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aludíamos más arriba, a los cuales se les atribuye un módico cua-sientendimiento. Así, no es tan difícil llegar a imaginarse cómo es posible que

«más de lo mismo» pueda producir un genuino entendimiento. Todos estos demonios y las demás entidades están organizados en un sistema enorme, cuyas actividades se organizan alrededor de su propio centro de gravedad narrativa (pp.447',449-450).

Es evidente que «la complejidad es relevante» (p. 451), es decir, que dispone de

un sistema extraordinariamente flexible y con muchos niveles, rebosante de

«conocimiento del mundo», de metaconocimiento y de

metametaconocimiento sobre sus propias respuestas, las posibles respuestas de

su interlocutor, sus propias «motivaciones», las motivaciones de su interlocutor

y mucho más.

La cuestión de la conciencia es dramática «porque una parte del entorno es nuestro entorno de

creencias». Y puesto que no es fácil que sigamos creyendo en proposiciones cuya evidencia se ha evaporado, nos importa que las creencias sean ciertas (sic), aun cuando no dispongamos de

ninguna evidencia directa que las confirme. Como cualquier parte del entorno, un entorno de creencias puede ser frágil, compuesto de partes que están interconectadas tanto por accidentes históricos como por vínculos bien diseñados. Considérese, por ejemplo, la delicada parte de nuestro entorno de creencias

relacionado con la suerte de nuestros cuerpos después de la muerte. Muy pocos creen

que el alma permanezca en el cuerpo después de la muerte, ni siquiera los que creen en el alma creen en algo así. Y sin embargo, muy pocos de nosotros tolerarían una «reforma» que animara a la gente a envolver sus muertos en plástico y tirarlos a la basura, o a utilizar cualquier otro procedimiento tan poco ceremonioso como éste para deshacerse de ellos. ¿Por

qué no? Sin duda no es porque creamos que los cadáveres puedan sufrir por un ataque a su dignidad. Un cadáver puede sufrir tanto por su dignidad como un tronco. Y sin embargo la idea es chocante, repulsiva. ¿Por qué?... Los motivos son complejos, pero podemos esta-blecer algunos simples puntos. Una persona no es solamente un cuerpo; una persona tiene (sic) un cuerpo. Ese cadáver es el cuerpo del viejo y querido Jones, un centro de gravedad narrativa

que debe su realidad tanto a nuestros esfuerzos conjuntos de mutua interpretación heterofenomenológica como a ese cuerpo

que yace ahí sin vida. Los límites de Jones no son idénticos a los límites del cuerpo de Jones, y los intereses de Jones, gracias a esa curiosa práctica humana de tejer un yo, pueden extenderse más allá de los intereses biológicos básicos que promovieron esa práctica. Tratamos a su cadáver con respeto porque es importante para la conservación del entorno de creencias en que

todos nosotros vivimos [...]. Puede que tratar «mal» a un cadáver no dañe directamente a la persona muerta, y sin duda no daña al cadáver, pero si se convirtiera en práctica común y ello llegara a saberse (como así sería), se produciría un cambio significativo

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del entorno de creencias que rodea la muerte [...]. Si las personas van a estar deprimidas, ése es motivo suficiente para adoptar una determinada política.

Así pues, existen razones de peso indirectas, pero aún estimables y legítimas, para seguir respetando los cadáveres. No necesitamos ninguna mitología sobre algo especial que reside en los cadáveres que nos convierten en entidades privilegiadas. «Podría» (sic) ser un mito útil para extenderlo entre los más ignorantes, pero sería de un paternalismo extremo el pensar que los que estamos mejor informados debemos conservar dichos mitos [...]. Sin embargo, la racionalidad del entorno de creencias —el hecho de que las creencias estúpidas o sin fundamento tiendan a desaparecer a largo plazo, a pesar de la superstición— implica que las cosas que ahora importan no tienen por qué importar siempre.

Pero entonces, una teoría que ataque directamente al entorno de creencias general posee la capacidad de hacer un verdadero daño, de provocar sufrimiento [...]. ¿Significa esto que debemos abandonar todo intento de investigar estos asuntos por temor a abrir la caja de Pandora? Ello podría tener alguna justificación si pudiéramos convencernos de que nuestro entorno de creencias, basado en mitos o no, es, sin lugar a dudas, moralmente aceptable, pero me permito afirmar que está claro que no es así. Aquellos que

están preocupados por los costes con que nos amenaza esta ilustración que nadie ha pedido deberían tomarse la molestia de analizar los costes de los mitos actuales. ¿Realmente pensamos que aquello con lo que actualmente nos enfrentamos merece ser protegido con una especie de oscurantismo creativo? [...] Los mitos sobre la santidad de la vida, o de la conciencia, son un arma de doble filo. Puede que sean útiles para levantar barreras (contra la eutanasia, contra la pena de muerte, contra el aborto, contra el comer carne) a fin de impresionar a los que no tienen imagi-nación, pero al precio de provocar una hipocresía ofensiva o un autoengaño crítico entre los más ilustrados.

Las barreras absolutistas, como la línea Maginot, rara vez cumplen la función

para la que fueron ideadas. La campaña que se organizó en contra del materialismo ya ha sucumbido ante su propio desconcierto, y la campaña contra la «IA fuerte», aunque igual de bienintencionada, sólo puede ofrecernos los más gastados modelos alternativos de la mente. Sin duda sería mejor intentar fomentar la estima por unas bases no (sic) absolutistas, no (sic) intrínsecas y no (sic) dicotomizadas de nuestras preocupaciones morales que pudiesen coexistir con nuestro creciente conocimiento del funcionamiento interno de la más fascinante de las máquinas, el cerebro. Los argumentos morales, esgrimidos por ambos bandos (sic), sobre asuntos como la pena de muerte, el aborto, la eutanasia, el comer carne y la experimentación con animales no humanos, por ejemplo, se

situarán a un más alto nivel cuando rechazamos los mitos que no merecen ninguna protección (pp. 463-465).

El primerísimo rechazo debe ser la creencia en el alma espiritual e inmortal, pues

«la psique se convierte en el manto protector con el cual se ocultan todos esos

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gatitos adorables» (ibidem). La divisoria antropológica entre el mundo de la ciencia

y el mundo de la religión se sitúa hoy exactamente en esa falsa creencia en el alma como

sustancialmente diferente del cuerpo. Quienes rechazan las explicaciones de Tylor, de

Feuerbach, de Ryle, de Dawkins, de Llinás, de Dennett y de muchísimos más

tendrán que explicar racionalmente las razones de su rechazo de estas explicaciones. No sirve

invocar su fe o su ansia de infinitud.

6.6. Un recorrido por algunas tesis presentadas por Dennett en su

enciclopédico libro Darwin's Dangerous Idea. Evolution and the Meanings ofLife

(1995) y en su ensayo Elbow Room: The Varieties ofFree Will Worth Wanting (1987)

completarán este conspecto de su pensamiento. Comenzaremos por el

primero, con palabras de Dennett:

No todos los científicos filósofos son ateos, y muchos que son creyentes declaran que su idea de Dios puede convivir pacíficamente con, o incluso encontrar apoyo en, el

marco darwiniano de ideas. El suyo no es un Dios cartesiano antropomórfico, sino aún un Dios digno de adoración a sus ojos, capaz de dar consolación y significado a sus vidas. Otros fundamentan sus más altos cuidados en filosofías o visiones enteramente seculares del significado de la vida que alejan la desesperación sin la ayuda de algún concepto de un Ser Supremo —otro que el universo mismo—. Para estos pensadores algo es (sic) sagrado, pero no lo llaman Dios; lo llaman, quizá, Vida, o Amor, o Bondad, o Inteligencia, o Belleza, o Humanidad. Lo que ambos grupos comparten, pese a las diferencias de sus respectivos credos más profundos, es una convicción de que la vida tiene significado, de que la bondad importa.

¿Pero puede cualquier (sic) versión de esta actitud de admiración y propósito ser mantenida en presencia del darwinismo? Desde el comienzo, ha habido aquellos que pensaron a Darwin como permitiendo sacar de su bolsa el peor de los gatos posibles: el nihilismo. Pensaron que si Darwin tuviera razón, la implicación sería que nada podría ser sagrado. Para decirlo sin rodeos, nada tendría interés. ¿Es esto exactamente una reacción excesiva? ¿Qué son exactamente las implicaciones de la idea de Darwin? —Y en todo caso, ¿ha sido ella probada científicamente o es todavía «justamente una teoría»?— (p. 18).

Tal vez, puede usted pensar, podíamos hacer una división útil: hay partes de la idea de Darwin que están realmente establecidas más allá de toda duda razonable, y luego están las extensiones especulativas de las partes científica-mente irresistibles. Entonces —si tuviéramos suerte— quizá los roqueños he-chos científicos no tendrían ninguna de las percutientes implicaciones respecto de la religión, o la naturaleza humana, o el significado de la vida, mientras que

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las partes de la idea de Danvin que trastornan a la gente podrían ponerse en cuarentena como extensiones altamente controvertidas de, o meras interpretaciones de, las partes científicamente irresistibles. Esto sería tranquilizador (pp. 18-19).

El hecho es que la teoría evolucionista sigue estando sometida a vigorosas

controversias, por lo que una respuesta a la cuestión de la sepa-rabilidad reclama

previamente una definición rigurosa y precisa del significado y alcance de la

teoría en sus propios términos. Escuchemos de nuevo la voz de Dennett:

Aunque la propia articulación que ofrece Darwin de su teoría fue monumental, y su fuerza fue reconocida inmediatamente por muchos de los científicos y otros pensadores de su tiempo, había realmente grandes huecos en su teoría, que sólo recientemente han comenzado a rellenarse adecuadamente. El hueco mayor parece casi cómico en retrospectiva. En todas sus brillantes medita-ciones, Danvin nunca dio con el concepto central, sin el cual la teoría de la evolución es desesperada: el concepto de «gen». Darwin no tuvo ninguna unidad de la herencia, y así su exposición del proceso de «selección natural» fue infestado de dudas razonables sobre si funcionaría. Darwin suponía que la descendencia exhibía siempre una especie de mezcla o promedio de los rasgos de sus padres. ¿Tal «herencia mezclada» no promediaría simplemente todas las diferencias, convirtiendo todo en un gris uniforme? ¿Cómo podía sobrevivir la diversidad en tal ininterrumpida «promediación»? Darwin reconoció la seriedad de este reto, y ni él ni muchos ardientes partidarios consiguieron responder con una descripción de un mecanismo de herencia bien documentado y convincente que pudiera combinar rasgos de los padres mientras se mantenía una identidad inmutable y subyacente. La que necesitaban estaba ya muy a mano, descubierta («formulada» sería demasiado

fuerte) por el monje Gregor Mendel y publicada en un diario austríaco relativamente poco conocido en 1865, pero, en la ironía más sabrosa de la historia de la ciencia, allí permaneció desconocida hasta que su importancia fue apreciada (al principio oscuramente) alrededor de 1900. Su triunfante establecimiento en el corazón de la «Síntesis Moderna» (en efecto, la síntesis de Mendel y Danvin) fue eventualmente asegurado en los años 1940, gracias al trabajo de Th. Dobzhansky, Julián Huxley, Ernst Mayr, y otros. Llevó otro medio siglo planchar las arrugas de ese nuevo tejido. El núcleo fundamental del danvinismo contemporáneo, la teoría de la reproducción y la evolución basada en el ADN, es ahora indiscutida entre los científicos (p. 20).

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El darwinismo ofrece dos vertientes íntimamente conjugadas, la científica y la

filosófica, como los dos elementos básicos de la actual concepción del mundo

sumariamente expresada por Dennett:

Antes de Darwin, una visión del universo presidida por la idea de «el Espíritu primero (Mind-first)» reinaba incontestada; un Dios inteligente era visto como la fuente última de todo Diseño, la respuesta última a cualquier cadena de cuestiones de «Por qué». Incluso David Hume, que expuso diestramente el problema insoluble con esta visión, y que vislumbró la alternativa darwiniana, no pudo ver cómo tomarlo seriamente. Darwin, disponiéndose a responder una cuestión relativamente modesta acerca del origen de las especies, describió un proceso que llamó «selección natural», un proceso mecánico, sin finalidad, no espiritual. Esto se convirtió en la semilla de una respuesta a una cuestión mucho mayor: ¿cómo llegó a existir «Diseño»? (p. 33).

Situados en este punto, Dennett introduce por primera vez en su

pensamiento, de modo sistemático y radical, la doble perspectiva teórica que fluye

inicialmente en direcciones divergentes del darwinismo: la científica en el riguroso sentido del

término y la humanista en términos históricos, que reclaman alguna vía de

conciliación. Dennett imposta así este espinoso aspecto:

Permítaseme poner mis cartas sobre la mesa. Si fuese a dar un premio a la mejor idea sola que alguien haya expresado alguna vez, se lo hubiera dado a Darwin, por delante de Newton y Einstein, y de cualquier otro. De un solo golpe, la idea de evolución por selección natural unifica el reino de la vida, el significado y el proposito con el reino del espacio y el tiempo, la cansa y el efecto, del mecanismo y la ley física. Pero ello no es justamente una maravillosa idea científica. Es una idea peligrosa. Mi admiración por la magnífica idea de Darwin no tiene límites, pero yo, también, estimo muchos de los ideales e ideas que parece desafiar, y quiero protegerlos. Por ejemplo, quiero proteger la canción a la lumbre del campamento, y lo que es bello y verdadero en ello, y a mis nietos y sus amigos, y a sus hijos cuando crezcan. Hay muchas más ideas magníficas que se ponen en peligro, parece, por la idea de Darwin, y ellas también pueden necesitar protección —el único buen camino que tiene alguna probabilidad a largo plazo es penetrar a través de las cortinas de humo y mirar la idea tan fir-memente, tan desapasionadamente, como sea posible [...]—. Escritores sobre la evolución eluden usualmente este aparente choque entre la ciencia y la religión [...]. Nuestro amor a la verdad es con seguridad el elemento central del significado que nosotros encontramos en nuestras vidas. En todo caso, la idea de que podríamos preservar el significado infantilizándonos a nosotros mismos es una idea más nihilista, más pesimista de lo

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que yo pueda soportar. Si eso fuera lo más que pudiera hacerse, yo concluiría que no importa nada después de todo (pp. 21-22).

Aunque no todos podrían aceptar la tolerancia incondicionada que predica

Dennett ante ciertas actitudes que él protege, su intención de evitar el mal uso de

la ciencia es algo indudablemente loable. Luego retomaremos esta debatida

cuestión, pero ahora conviene atender a la teoría de Darwin desde la óptica de

Dennett, si bien resulte imposible abordar muchos detalles y particularidades

del darwinismo en su origen y en la actualidad. Darwin presenta su principio de

la evolución por selección natural «como deducible por un argumento formal: si las

condiciones son satisfechas, entonces está asegurado un cierto resultado». Una

nota del propio Dennett ilumina la propuesta formalista de Darwin: «El ideal de

una ciencia deductiva (o "nomológi-co-deductiva"), modelada sobre la física de Newton

o de Galileo, era completamente normal (standard) hasta bastante recientemente en la

filosofía de la ciencia, así no es sorprendente que haya sido consagrado mucho

esfuerzo a concebir y a criticar varias axiomatizaciones de la teoría de Darwin

—pues se presumía que en tal formalización descansaba la vindicación

científica—. La idea... que Darwin habría visto, más bien como postulado, que

la evolución es un proceso algorítmico, nos permite hacer justicia al innegablemente "a

priori" aroma del pensamiento de Darwin sin forzarlo en un lecho de Procusto

(y obsoleto) del modelo nomológico-deductivo» (p. 48). He aquí sumariamente

el modelo algorítmico que presenta en El origen de las especies (1.a ed.):

Si, durante el largo curso de las edades y bajo variantes condiciones de vida, los seres orgánicos varían en las varias partes de su organización, y esto no puede ser disputado; si hay, debido a los altos poderes de incremento geométrico de cada especie, en alguna edad, estación, o año, una severa lucha por la vida, y esto ciertamente no puede ser disputado; entonces, considerando la infinita complejidad de las relaciones de todos los seres orgánicos unos con otros y con sus condiciones de existencia, causando una diversidad infinita en estructura, constitución y hábitos ventajosos para ellos, pienso que sería un hecho muy extraordinario si hubiera ocurrido tal vez que ello fuera útil para el bienestar de cada ser, del mismo modo que así muchas variaciones han resultado útiles para el hombre. Pero si las variaciones útiles para algún ser orgánico tienen lugar, seguramente los individuos así caracterizados tendrán la mayor probabilidad de ser preservados en la lucha por la vida; y por el fuerte principio de la herencia tenderán a producir descendencia caracterizada similarmente. Este principio de preservación yo lo he llamado por brevedad Selección Natural (ibidem).

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Este argumento deductivo básico era un algoritmo, aunque el lenguaje de su

época no ofreció a Darwin este adecuado término formal, cuya fuerza había

descubierto. «Un algoritmo —describe Dennett— es una cierta suerte de proceso

formal que puede ser contado —lógicamente— para producir una cierta suerte de resultado

siempre que es "recorrido" o instanciado» (p. 50). Pero para Dennett un algoritmo no es

un proceso numérico del carácter de desarrollo mecánico como el de un

ordenador; y aunque también es esto, no es sólo esto, sino algo que incluye tres

rasgos que son claves según él para entender su concepto, a saber: 1) neutralidad

del sustrato (substrate neutrality); 2 ) carencia subyacente de actos mentales (underlying

mindlesness); y 3) resultados garantizados (guarenteed results). El (1) significa que el

proceso de larga división puede tener lugar con cualquier soporte físico y

usando los símbolos que se elijan libremente, pues se trata de una estructura lógi-

ca y no los poderes causales de los materiales. El (2) significa que cada paso

constituyente y la transición entre los pasos son tan simples que hasta un idiota

podría operarlos, o un mecanismo material ejecutarlos. El (3) indica que es una

receta que resiste a toda prueba. Ahora bien, «lo que Darwin descubrió no fue

realmente un (sic) algoritmo, sino, más bien, una amplia clase de algoritmos relacionados

que él no tuvo un modo claro de distinguir. Podemos ahora reformular su idea

fundamental como sigue: la vida en la tierra ha sido generada durante miles de

millones de años en un solo (single) árbol —el Árbol de la Vida— por uno u

otro proceso algorítmico» (pp. 50-51).

Como señalaré después, esta equiparación del complejísimo proceso de la evolución

con una suma de algoritmos distendidos en un espacio indefinido de tiempo resulta, cuando

menos, artificial, pero probablemente metafórico y además desorientador, pues lo

más grave es que oculta —consciente o inconscientemente— una «tendencia» (en el

sentido alemán de Tendenz) en sí misma muy polémica y problemática. De una parte,

no da cuenta de la probabilidad, el azar, el caos —Dennett intenta defenderse aduciendo

que ciertas series aritméticas incluyen la "casualidad", pero esto no sirve para eludir el

azar evolutivo como parte del mecanismo de la selección natural y la ruptura de aquella

equiparación ficticia—. De otra parte, su postulado de la neutralidad ontológi-ca del

sustrato, con su aparente inocencia metodológica, abre la puerta a un materialismo

«adelgazado» a costa del primado de la física y de la desideologización de la cosmología. De

otro lado, su símil de la evolución como un juego de azar —por ejemplo, la lotería, o las

apuestas en un torneo por eliminación— no se sostiene, pues en el caso de la lote-

ría, las bolas, perfectamente numeradas correlativamente, están todas en el

bombo y alguien tiene la bola ganadora antes de que se ejecute el sorteo, es

decir, globalmente estaría excluido el azar; y en el caso del torneo, el ganador es

necesariamente alguien con su nombre conocido que figura en el cuadro de

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competidores, y todo azar queda excluido objetivamente en las rondas de

eliminación y para un ganador. Pero, además, lo que puede tomarse por los

apostantes como un azar, lo es sólo subjetivamente, pues las leyes de la física siguen

dominando los procesos de la vida en el marco vectorial de casualidades,

acotado (macroscópico o molecular) o no totalmente acotado (microscópico o

atómico y subatómico). En suma, la evolución no queda constreñida al espacio

de procesos algorítmicos propiamente dichos. Como examinaremos al presentar las

tesis de Dennett en su libro Elbow Room (1984), la opción por el libre albedrío y la

imagen memática de la realidad lo alejó aún más del materialismo científico estrictamente

monista. La física que explica la mecánica cuántica regirá la evolución en los ni-

veles del mutacionismo en la Naturaleza, pero no podría explicar de facto el azar o

la casualidad en términos de predicción empírica puntual, y mucho menos someterlos a

esquemas algorítmicos más allá de una causalidad contrafáctica de fenómenos ya acaecidos,

nunca antes del acontecimiento. Dennett, sin embargo, no quiere renunciar al rechazo

absoluto de la teleología o de las contaminaciones del creacionismo en la forma de un Arquitecto

inteligente del Universo —sin evolución o con ella—, pero entonces cae en la

autocontradicción:

ha evolución puede ser un algoritmo, y la evolución nos puede haber producido a nosotros por un proceso algorítmico, sin que sea verdadero que la evolución es un algoritmo para producirnos a nosotros [...]. La evolución no es un proceso que fuese diseñado para producirnos, pero de esto no se sigue

que la evolución no es un proceso algorítmico que de hecho nos ha producido a nosotros [...]. Los algoritmos evolucionarios

son algoritmos manifiestamente interesantes —interesantes para nosotros, al menos— no porque lo que ellos garantizan

hacer es interesante para nosotros, sino porque lo que ellos están garantizados para «tender» (sic) a hacer es interesante

para nosotros (p. 56).

Incluso si pasáramos por alto la inadmisible ecuación «tender» a hacer - hacer,

pienso que sise admite que la evolución de la energía-materia desde la ameba hasta el ser

humano —y, antes, desde el hidrógeno y el helio hasta las proteínas y los

genes— estuvo y está plagada de toda suerte de «mutaciones» azarosas, imprevisibles y como

tales inexplicables, en sí mismas imposibles de insertar en esquemas estrictamente causales de

estructuras reales algorítmicas, entonces la evolución no puede ser ni un algoritmo ni una cadena

o combinación de algoritmos, a menos que los acontecimientos evolutivos «se arreglen»

ostensiblemente para encajarlos en esquemas prefabricados post festum en los laboratorios de

las universidades. Una cosa es que algunos procesos biológicos muestren —como

observó J. Monod— comportamientos de respuesta a ciertos estímulos que protegen a

determinados agentes del riesgo de su desaparición; él los calificó como «procesos

teleonómicos», pero enfati-zando fuertemente que se evite toda contaminación de

teleología, pues se trata de un uso metafórico de un lexema que nada tiene que

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ver con la intencionalidad, como en las acciones gobernadas por causas finales. La

diferencia entre Monod y Dennett radica en que aquél ha denunciado el uso

implícito de esquemas animistas como el cáncer de la ciencia, mientras que éste

extiende metodológicamente la intencionalidad a los procesos inanimados —como

hemos visto en la sección 6.1.— y omite en toda su obra escrita una discusión

del animismo primigenio en el humano prehistórico. Como se ha señalado en

las secciones 5.6 y 5.7, R. Llinás usó el término «intencionalidad» figurativa-

mente y sin los equívocos que puede suscitar Dennett.

En los textos citados, sus autocontradicciones son patentes, y su propósito,

evidente: si la evolución es «un algoritmo que de hecho nos ha producido a nosotros», no sólo

incorporamos fraudulentamente a ese «algoritmo» todo el lastre del azar o de la

casualidad, lo cual es inconsistente lógicamente e incoherente ontológicamente

respecto de un algoritmo genuino, sino que, además, olvidamos respetar la condición

de neutralidad del sustrato, que Dennett impone a todo algoritmo, pues el proceso

mutacional y azaroso de la evolución solamente se cumple en «substratos energéticos» (físicos o

materiales), es decir, diferentes del formalismo de los algoritmos. Pero, como ya

apuntamos y luego explicitaremos, Dennett estaría, posiblemente, defendiendo in-

conscientemente opciones ideológicas, de modo que si se acepta el anterior enunciado, entonces no

es posible afirmar a la vez que no es cierto que «la evolución es un algoritmo para producirnos

a nosotros», pues estamos ahora hablando de la definición de la evolución en cuanto que es

—como él propone— un algoritmo, aunque pueda también haber muchísimos otros

algoritmos. En todo caso, es evidente que el concepto de algoritmo no define la

«realidad» de la evolución. El pasaje de Dennett que cito a continuación muestra

que tampoco él pudo concebir la evolución como un algoritmo o cualquier otra

abstracción o estructura formal, al margen de su naturaleza ontológica real:

Las ideas de Darwin acerca de las potencias de la selección natural pueden ser arrancadas de la base doméstica en la biología. De hecho... Darwin mismo tuvo pocos indicios (y los que tuvo los consideró como erróneos) sobre cómo eran realizados los microscópicos procesos de la herencia genética. No conociendo algunos de los detalles sobre el substrato físico, pudo sin embargo discernir que si se satisfacían ciertas condiciones de algún modo, ciertos efectos se producirían. Esta «neutralidad del substrato» ha sido crucial para permitir que ciertas intuiciones básicas de Darwin flotasen como un corcho sobre las olas de las subsiguientes investigación y controversia, pues lo que ha sucedido desde

Darwin tiene un curioso balanceo. Darwin... nunca dio con la altamente necesaria idea de un gen, pero el concepto de Mendel vino a proveer justa-mente de la correcta estructura para darle sentido a la herencia (y a la solución del antipático problema de la mezcla hereditaria). Y luego, cuando el ADN fue identificado como el vehículo físico real de los genes, pareció primeramente (y

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todavía les parece a muchos participantes) como si los genes de Mendel pudieran ser simplemente identificados (sic) como trozos de ADN. Pero entonces comenzaron a emerger las complejidades; cuanto más han aprendido los científicos sobre la biología molecular real del ADN y sobre su rol en la re-producción, tanto más claro se hace que el relato mendeliano es, en el mejor de los casos, una vasta supersimplificación. ¡Algunos irían tan lejos como decir que recientemente supieron que no hay (sic) realmente genes mendelianos! Habiendo subido por la escala de Mendel, ahora tenemos que tirarla. Pero nadie quiere tirar un instrumento tan valioso, poniéndolo aún a prueba directamente en centenares de contextos médicos y científicos. La solución es empujar hacia arriba a Mendel un nivel, y declarar que él, como Darwin, capturó una verdad abstracta (sic) acerca de la herencia. Podemos, si nos gusta, hablar de «genes virtuales» (sic), considerándolos como si tuviesen su realidad distribuida en torno a los materiales concretos de ADN (p. 59).

Esta extensa disquisición de Dennett se apoya, y nos induce a la vez a

nosotros a incurrir, en una grave confusión entre la formación epistemológica de los

«conceptos» y la naturaleza concreta y relevante de los «referentes reales» —exteriores a nuestra

mente— de esos conceptos. Toda conceptualización o categorización como tales son el

resultado de procesos mentales de abstracción a partir de referentes reales específicos que

apuntan inmediata o mediatamente a «fenómenos naturales». Por consiguiente,

implican procesos intelectivos de simplificación abstractiva de mayor o menor

profundidad, por lo cual resulta evidente que el grado de realidad que ostenten los

«conceptos» dependen de su mayor o menor inmediatez a sus «referentes», y de la «especificidad

ontológica» de la naturaleza de cada uno de esos referentes. En rigor, el nombre que damos

a estos referentes puede exigir su matización, modificación o sustitución a

medida que la investigación y el conocimiento científicos así lo requieran. Pero

Dennett no debería reducir formalmente su ensayo de explicación de la evolución, y

debe apoyarse en una caracterización realista de los referentes en términos ontológicamente

correctos de los correspondientes fenómenos naturales —tanto externos como internos—. Lo

que no es licito es presentar la evolución según un modelo computacional que descarte a priori

la manifiesta naturaleza fisicalista del proceso evolutivo de la Naturaleza (valga la

redundancia) en aras de un código de máquina que consagre arbitrariamente la «neutralidad

del sustrato» y el formalismo epistemológico en la conceptualización de los «referentes».

Aunque la precariedad veritativa de este arranque conceptual de su

explicación de la evolución daña indudablemente a su empresa, son de

extraordinaria relevancia las contribuciones a la antropología científica y

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filosófica que Dennett aporta en cuestiones decisivas de la misma. Un primer

balance dice así:

Darwin demostró concluyentcmente que, contrariamente a la antigua tradición, las especies no son eternas e inmutables; evolucionan. El origen de nuevas especies muestra que es el resultado de la «descendencia con modifi-cación». Menos concluyentcmente, Darwin introdujo una idea de cómo (sic) este

proceso evolucionario tuvo lugar: vía un proceso mecánico, no espiritual —algorítmico— que él llamó «selección natural» (sic). Esta idea, que todos los frutos de la evolución pueden explicarse como los productos de un proceso algorítmico, es la «peligrosa» idea de Darwin.

Mucha gente, incluido Darwin, pudo ver de modo oscuro que su idea de la selección natural tenía un potencial revolucionario, pero justamente, ¿qué prometía arrojar por la borda? La idea de Darwin puede usarse para desman-telar y luego reconstruir una estructura tradicional del pensamiento occidental, que llamo la Pirámide Cósmica. Esto provee de una nueva explicación del origen, por acumulación gradual, de todo el «diseño» en el Universo. Siempre desde Darwin, el escepticismo ha apuntado a su implícita pretensión de que los varios procesos de la evolución natural, a pesar de su subyacente carencia de propósito, son bastante potentes para haber hecho todo el trabajo de diseño que se manifiesta en el mundo (p. 60).

¿Por qué estima Dennett que la idea de Darwin es tan «peligrosa»? No cabe duda de que

el propósito y el hilo conductor de su ambicioso libro es la cuestión antropológica de la

«autonomía de la voluntad» y sus límites, así como de la «responsabilidad moral» de los

seres humanos. «¿Oyó usted hablar de un ácido universal? [...] ¡El ácido universal

es un líquido tan corrosivo que se comerá cualquier cosa (sic)! El problema es: ¿en

dónde lo guarda usted? Disuelve botellas de cristal y acero puro tan fácilmente

como bolsas de papel [...]. Poco pensaba yo que en algunos años me

encontraría con una idea —la idea de Darwin— que comporta una semejanza

inconfundible con un ácido universal: devora todo concepto tradicional, y deja en su estela una

revolucionaria imagen del mundo, con la mayor parte de los viejos hitos aún

reconocibles, pero transformados de modo fundamental», en muchas cuestio-

nes de la biología, la cosmología y la psicología. Y añade, con el mismo equívoco

estilo que he denunciado: «Si el re{úc)diseño pudiera ser un proceso de evolución

algorítmica, carente de propósito, ¿por qué ese proceso total no podría ser él

mismo el producto de la evolución, y así en adelante todo el trayecto, hasta el

final (sic)? Y si evolución sin intención algorítmica, puede dar cuenta de los

incesantemente más inteligentes artefactos de la biosfera, ¿cómo podían

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quedar exentos los productos de nuestras propias mentes "reales" de una

explicación evolucionista? La idea de Darwin también amenazó así con extenderse todo

el trayecto hasta arriba (sic), disolviendo la ilusión de nuestra propia autoría, nuestra propia

chispa divina de creatividad y entendimiento» (p. 63). Sí, digo yo, pero no según la ficticia

«descripción» computacional en que Dennett se encastilla, sino en el cauce evolutivo fisicalista

y real del proceso energético-material en el que se movió y asumió Darwin. La propuesta de

Darwin significaba el derribo de la concepción tradicional de lo que Dennett

llama la Pirámide Cósmica con Dios en la cima, y su sustitución por otra cuyo vértice

sería «el Principio de Acumulación del Diseño». El Diseño es Orden y es incremento de los

equilibrios sometidos a la Segunda Ley de la Termodinámica. La dirección de los procesos de

energía en términos de «equilibrios» corre en sentido contrario a la entropía y, por

consiguiente, hacia la acumulación de diseño, es decir, de investigación y desarrollo (l+D).

Dennett cita un texto de Richard Gregory que compendia la idea darwiniana de la

evolución:

La flecha del tiempo dada por la Entropía —la pérdida de organización, o

pérdida de las diferencias de temperatura— es estadística y está sujeta a reversiones de pequeña escala y locales. Lo más chocante: la vida es una reversión sistemática de la Entropía, y la inteligencia crea estructuras y diferencias de energía contra la supuesta «muerte» gradual del Universo físico a través de la Entropía (Mind in Science: A LListory of Explanations in Psycology and Physics, 1981).

William Calvin titula así su libro de 1986 sobre la evolución: The

River That Flotes Uphill: A Journey from the Big Bang to the Big Brain. Y Dennett

define: «una cosa diseñada (sic), entonces, es una cosa viva o una parte de una

cosa viva o el artefacto de una cosa viva, organizada en cualquier caso en ayuda

de esta batalla contra el desorden. No es imposible oponerse a la tendencia de la

Segunda Ley de la Termodinámica, pero es costoso» (p. 69), pues «cuanto más

Diseño exhibe una cosa, más trabajo de I+D tuvo que haber ocurrido para

producirla» (p. 70). Pero opina que la idea darwiniana es peligrosa «porque no hace uso

de ningún espíritu (Mind) pre-existente», ni de la ayuda de «un gancho celeste (skyhook) para

hacer algo de la elevación (lifting)». En su afán de encontrar un rol para los ganchos del cielo,

los esccpticos descubrieron las grúas, elevadores o montacargas (cranes), instrumentos o sistemas

terrenales para ampliar y enriquecer los procesos de la promoción darwiniana, haciéndolos más

rápidos localmente y más eficientes por vías no-milagrosas. Dennett sintetiza así el

sentido de su propuesta: "los buenos reduccionistas" suponen que todo Diseño puede ser

explicado sin ganchos del cielo; los "reduccionistas codiciosos" suponen que puede ser explicado sin grúas» (p. 83).

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A mi juicio, esta propuesta de Dennett es problemática y, en consecuencia,

es discutible. Primeramente, porque exigiría una definición inequívoca del término «elevadores, montacargas o grúas (cranes)», lo que no se encuentra,

al menos nítidamente, en la obra de Dennett. En segundo lugar, porque su

exclusión a priori de la ontología fisicalista en nombre de la «neutralidad del sustrato» que impone la descripción computacional de la evolución —que él

ha intentado convertir en «doctrina» privilegiada para entender a Darwin—

equivale a una indebida simplificación conceptual y terminológica de la cuestión científico-filosófica acerca de lo que debe significarse por el lexema «reduccionis-mo». La distinción arbitraria entre buenos y malos reduccionistas pasa a ser de hecho una «sentencia» y no un análisis. Veamos lo

que Dennett dice concretamente sobre los cranes —inquietante metáfora susceptible de graves tergiversaciones teóricas y prácticas.

La definición de skyhook es suficientemente clara: «un artificio imaginario

para atarse al cielo; un imaginario medio de suspensión en el cielo» (Oxford English Dictionary). Desde el Dios creador hasta cualquier espíritu

extranatural podría acomodarse en esta definición genérica. La definición del

crane es muy vaga, además de introducir en el definiens (lifting work) algo

implicado ya en el definiendum, lo que no ocurría en el caso del gancho del cielo. Dice así: «los cranes pueden hacer el trabajo de elevar (lifting work) que

nuestros imaginarios skyhooks podrían hacer de un modo honesto, sin petición

de principio» (pp. 74-75). Se trata, pues, de una definición por referencia pero

sin definir qué es el lifting work. Si realmente los cranes realizan el mismo

trabajo que los skyhooks, entonces sería razonable empezar ya a alarmarse. Lo

que añade Dennett no alivia la inquietud: «los cranes no son menos excelentes

como elevadores, y ellos tienen la decidida ventaja de ser reales» (ibidem). Y

seguidamente abre enteramente el camino a un indefinido número para tan

excelente misión. Dennett suele inclinarse hacia la dudosa costumbre de

sustituir las definiciones por metáforas y de ofrecer éstas como explicaciones. Su inmenso talento queda así mermado en perjuicio de sí mismo

y de los demás. Sin embargo, en los momentos de mayor lucidez se da cuenta

de que su definición de los cranes es todavía muy cruda:

Ya es hora de definiciones más cuidadosas. Entendemos que un skyhook es una fuerza o una potencia o un proceso de «la mente-primero» (mind-first), una excepción al principio de que todo diseño, y aparente diseño, es últimamente el resultado de una mecanicidad sin motivo, sin mente. Un crane, en contraste, es un subproceso o un rasgo especial de un proceso de diseño que puede demostrarse que permite la aceleración local del lento, básico proceso de la selección natural, y (sic) que

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puede demostrarse que es él mismo el producto predecible (o retrospectivamente explicable) del proceso básico. Algunos cranes son obvios e incontrovertibles; otros están siendo aún objeto de debate, muy fructíferamente. Justamente para dar un sentido general de la amplitud y aplicación del concepto, déjeseme apuntar tres ejemplos muy diferentes (p. 76).

Este texto es inestimable porque al mismo tiempo que precisa las

funciones de los llamados «elevadores» —lo cual es apreciable— ofrece la

clave del error que comete Dennett al pensar que la acción de los cranes puede

ser «predecible», pero en todo caso «explicable» restros-pectivamente. Es

evidente que presenta esta distinción capital con el velo de la ambigüedad

mediante el empleo de la partícula «o» como significando «inclusión», de tal

modo que, desde el punto epistemológico, no se alteraría el alcance científico y

filosófico de la distinción entre «predicción» y «explicación» referida a los

cranes: todos serían, en principio, explicables, pero además algunos serían

también predecibles. Lo cual es empíricamente falso por lo que se refiere a la

«predicción» en un contexto real en que está presente el carácter probabilista de la mecánica cuántica y la condición azarosa y ateleológica de la selección natural darwiniana. Dennett afirma su darwinismo y su empirismo, pero a la

vez pretende explicar las operaciones de los cranes como «previsibles», al

margen de la acción de las leyes de la física en su condición actual. ¿Qué late en

el fondo de esta contradicción inadvertida?... En mi modesta opinión, prueba

su obstinación en leer los procesos de la evolución de la Naturaleza en clave

informática, más allá de los límites de la prudencia, y en su decisión de expulsar

del tratamiento de la realidad natural y de su conocimiento científico toda

hipótesis que postule, como «referente» último y universal, los procesos energético-materiales que estudia la Física; y como expresión filosófica de

ambos errores, en su rechazo implícito de la elemental diferenciación disciplinar entre «re-duccionismo ontológico» y «reduccionismo epistemológico», el primero referido al referente último de la energía física como el verdadero constituyente de la realidad cósmica sin excepciones y auténtico protagonista de la dinámica; y el segundo referido a la fenomenología de

la generación de complejidades ontológicas observables en el Universo y a las leyes par-

ticulares que rigen la formación y el desarrollo de esas complejidades, en el

campo de las ciencias particulares (física macroscópica y microscópica,

química, biología, neurociencias...) y de las disciplinas humanistas (desde la

sociología hasta la ética). El primer reduccionismo tiene una validez universal. El segundo

reduccionismo ostentará la validez que le otorguen las ciencias particulares en sus

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especificaciones dentro del contexto general de la energía. El formalismo del cálculo

computacional en que se encierra Dennett le ha hecho perder las amarras que todo

materialista debe preservar con la causalidad universal de la energía física y su legalidad.

Otras motivaciones personales íntimas, difíciles de identificar, le han

conducido a la defensa de la creencia en el Ubre albe-drío, que es el baluarte de la

tradición religiosa y el orden social, y que examinaremos al término de esta

sección.

¿Qué son, en definitiva, los cranes o elevadores? Si se escucha a Dennett,

casi todo, a partir del lenguaje articulado hasta los productos culturales de los

hombres y mujeres civilizados; es decir, demasiadas cosas diferentes para integrarlas en

una gigante cadena informática de un ordenador, aunque se tratase de una máquina virtual de

esquema serial, como lo es todo computador de estructura voneumanniana —aislado o

conjuntamente en distribución paralela—. Los azares y complejidades cognitivamente

impenetrables para la mente humana no permiten explicar un proceso tan eventual y

caótico como la evolución de la materia y de la especie humana. Sólo es factible

explicar fragmentariamente trozos del tejido siempre en el contexto de la energía física

y su dinámica. Rodolfo Llinás, que no teme a los patrones informáticos de la

actividad cerebral, restringía drásticamente la aplicación al cerebro, por ejemplo, del modelo

informático: «hoy en día —escribía— se emplean metáforas alusivas a la función

del sistema nervioso central, derivadas del mundo de los computadores, tales

como que "el cerebro es el hardware y la mente es el software"... Creo que este uso

del lenguaje es completamente inadecuado. Como la mente coincide con los estados

funcionales del cerebro, el hardware y el software se entrelazan así en unidades

funcionales, que no son otra cosa que las neuronas. La actividad neuronal

constituye simultáneamente "el comer y lo comido"» (2001, p. 3). Algo similar

parece aplicable al ensayo, en mi opinión frustrado, del modelo computacional de la

evolución, que desdobla la evolución real en el proceso evolutivo de la Naturaleza

—enigmático, caótico y chapucero—, de una parte, y el empaquetamiento formal y artificial

del lenguaje recortado y ordenado de un computador, de la otra.

Este arbitrario procedimiento «desnaturaliza» (nunca mejor dicho en este

caso) la evolución real tal como cabe vislumbrarla modestamente sin ocultar las irreductibles

incertezas, a partir del oneroso y nunca sentenciado proceso de la física y la

cosmología. Dennett pone sobre la mesa ingenuamente tres «hitos» concretos

de la evolución, pero que son en sí mismos imprecisos en cuanto a la

delimitación de sus condiciones intrínsecas antecedentes y consecuentes. Se

trata del sexo, la ingeniería genética y el ejecto Baldwin.

En cuanto al sexo, «hay aquiescencia generalmente entre los teóricos

evolucionistas que el sexo (sic) es un crane», es decir, que «las especies que se

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reproducen sexualmente pueden moverse a través del Espacio de Diseño

(Design Space) a mayor velocidad que las que logran los organismos...»; pero

Dennett estima que la raison d'étre (sic) de este ascenso tiene que ser un beneficio

inmediato para su coste, sin que se pronuncie sobre varias hipótesis que se han

propuesto. Por lo que respecta a la ingeniería genética, Dennett nos dice, en un

raro estilo expectante, que «un crane que se creó obviamente para ser un crane es

la ingeniería genética», o sea, «seres humanos que se emplean en la manipulación

para recombinar ADN»; ahora «incuestionablemente puede dar grandes saltos

a través del Espacio de Diseño, creando organismos que podrían haber

evolucionado por medios "ordinarios"» (p. 76) pero que son «totalmente los

productos de procesos evolucio-narios más lentos y previos» (p. 77). Sin

embargo, no se olvide que la recombinación genética ha sido un hecho imprevisto

—subrayo yo— para cuantos hubieran podido asistir al origen de esa

«recombinación de los genes» como mecanismo biofísico de la evolución de las espe-

cies por selección natural, mecanismo mutacional endógeno que se asocia al mecanismo

mutacional exógeno de orden cósmico, mucho menos frecuente, cabe conjeturar.

En otro pasaje de su obra, Dennett destaca lo que designa como ingeniería

revertida o reversible (reverse engeneering), que se aplica a cualquier proceso ya

conocido, pero sólo en términos de explicación racionalpost-festum (después del

suceso), siempre a título de hipótesis solamente y que como tal puede tomarse la

decisión operativa de incorporarla a un lenguaje de máquina computa-cional, sin

pretender confundirla con lo que debió de suceder en la evolución real. En lo que

se refiere al llamado Efecto Baldwin, su importancia práctica y teórica obliga a

examinarlo con algún detenimiento. Escribe Dennett lo siguiente:

Un elevador (crane) con una historia particularmente interesante es el Efecto Balwin, llamado así por el nombre de uno de sus descubridores, James Mark

Baldwin (1896), pero más o menos simultáneamente descubierto por otros dos

de los primeros darwinistas, Conway Lloyd Morgan (famoso por el Canon de

Parsimonia de Morgan) y H. F. Osborn [Dawkins atribuye a Spalding, 1873, la

prioridad]. Baldwin fue un entusiasta darwiniano pero se sentía deprimido por

la perspectiva en la que la teoría de Darwin dejaría a la «mente» (Mind, espíritu) con un rol insuficientemente originario e importante en el «(re)diseño» de los organismos. Así,

se puso a demostrar que los animales, en virtud de sus propias actividades en el mundo

(sic), podían acelerar o guiar la más lejana evolución de sus especies. He aquí lo que él se

preguntaba a sí mismo: «¿Cómo podía ser que animales individuales, al resolver

los problemas en sus propias vidas, pudiesen cambiar las condiciones de competición

de sus descendientes, haciendo más fáciles de resolver en el futuro? Y llegó a

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EL QUÉ, EL CÓMO, Y EL PORQUÉ DE LA RELIGIÓN

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darse cuenta de que esto era realmente posible bajo ciertas condiciones, lo cual podemos

ilustrar con un ejemplo sencillo:

Considérese una población de una especie en la cual hay una considerable

variación al nacimiento en la manera en la que están cableados sus cerebros. Justo una de las maneras, supongamos, dota a su posesor con un Buen Truco —un

talento conductual que lo protege o eleva sus probabilidades dramáticamente—.

El modo normal de representar tales diferencias en aptitud entre miembros

individuales de una población se conoce como un «paisaje adaptativo» o un

«paisaje de aptitud» (J. Wright, 1931).

A largo plazo, la selección natural —el rediseño al nivel del genotipo— tenderá a seguir el mando y a confirmar (sic) las direcciones tomadas por las exploraciones exitosas de los organismos individuales —rediseñar al nivel individual o fenotípico—. El modo

con el que yo he descrito justamente el Efecto Baldwin mantiene ciertamente la

mente (Mind) en un mínimum, si no completamente fuera del cuadro; todo lo que requiere es

alguna capacidad mecánica para detener un camino casual cuando una Buena Cosa nos viene,

una mínima capacidad para «reconocer» un diminuto trocito de progreso, para «aprender» algo por ciego ensayo y error. De hecho, lo he puesto en términos conductuales. Lo que

describió Baldwin fue que las criaturas capaces de «aprendizaje reforzado» no sólo lo

hacían mejor individualmente que las criaturas que son enteramente «cableadas

en duro»; sus especies evolucionarán más rápidamente (sic) a causa de su mayor capacidad

para descubrir mejoras de diseño en la «vecindad».

Esto no es como Baldwin describió él «efecto» que él propuso. Su temperamento estaba lo más alejado posible del conductismo. Como anota Richards: «el mecanismo se conforma a los supuestos más ultra-darwinianos, pero sin embargo permitían, a la conciencia y a la inteligencia, un papel en la dirección de la evolución». Baldwin fue un metafísico espiritualista. Sintió el latido de la conciencia en el universo, que pulsiona a través de todos los niveles de la evolución [R. J. Richards, 1987] (pp. 78-79).

Dawkins describe el Efecto Baldwin/Waddington de forma más enjuta y

conceptual: «un proceso evolucionarlo ampliamente hipotético por donde la selección

natural puede crear una ilusión de la herencia de los caracteres adquiridos. La selección en

favor de una tendencia genética para adquirir una característica en respuesta a estímulos

ambientales conduce a la evolución de incrementada sensibilidad para los mismos estímulos

ambientales, y ala eventual emancipación de la necesidad de ellos» (Dawkins, The Extended

Phenotype. The Long Reach of the Gene, 1982,1999, p. 291).

El centro categorial del debate sobre el Efecto Baldwin es la definición y validez del

fenotipo, que Dawkins describe como «los atributos manifestados en un organismo, el

producto conjunto de sus genes y de su ambiente durante la ontogenia. Se puede decir que

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un gen tiene expresión fenotípica en, digamos, el color de los ojos. En ese libro el

concepto de fenotipo es "extendido" (sic) para incluir funcionalmente consecuencias

importantes de las diferencias de genes", fuera de los cuerpos en los cuales estén los genes» (p.

299). Y un fenotipo extendido se define como «todos los efectos de un gen sobre el mundo.

Como siempre, el "efecto" de un gen se entiende como significado en comparación con

sus alelos. El fenotipo convencional es el caso especial en el cual los efectos son vistos como

estando confinados en el cuerpo individual en el que el gen reside. En la práctica, es

conveniente limitar el "fenotipo extendido" a casos en que los efectos influyen en las

probabilidades de supervivencia del gen, positiva o negativamente» (p. 293).

El dogma básico del llamado «neodarwinismo» es definido correctamente por

Dawkins; el dogma central dice que «en biología molecular el dogma es que los ácidos

nucleicos actúan como templos para la síntesis de las proteínas, pero nunca a la inversa. Más

generalmente, el dogma es que los genes ejercen una influencia sobre la forma de un cuerpo,

pero la forma de un cuerpo jamás se traslada hacia atrás al código genético: los caracteres

adquiridos no son heredados» (p. 292). Sin embargo, Dawkins destaca la

importancia de la «selección K» y de la «selección parental». La primera se refiere a «la

selección de las cualidades necesarias para tener éxito en entornos predecibles,

estables, donde es probable que haya dura competencia por recursos limitados

entre individuos bien equipados, en tamaños de población próximos al máxi-

mum de lo que el habitat puede soportar. Una variedad de cualidades se piensa

que son favorecidas por la selección K, incluyendo gran tamaño, longevidad y

reducido número de descendencia intensamente cuidada». La segunda consiste

en «la selección de genes que causa que los individuos favorezcan a su parentela

próxima, debido a la alta probabilidad de que los parientes compartan aquellos

genes. En términos estrictos, "parientes" (kin) incluye la descendencia inmediata,

pero es infortunadamente innegable que muchos biólogos usan la frase "se-

lección parental" específicamente cuando se habla de parientes otros que la

descendencia» (pp. 295-296). Estos dos tipos especiales de selección son los que

parece que se contemplan en la ilustración de la escena que compone Dennett,

y que hemos visto, para explicar en concreto el Efecto Baldwin.

Como podrá apreciarse, Dawkins es más cuidadoso que Dennett en no

transgredir los límites rigurosos que fija el dogma central de la biología molecular cuando

exponen sus conceptos del Efecto Baldwin, y, por consiguiente, del significado de

fenotipo y de fenotipo extendido. En las definiciones de Dawkins se enuncia sin

ambigüedades el rol fundamental del «genoma», incluso cuando se explica la emer-

gencia fenotípica de las formas de los cuerpos de los individuos como dependencia

individualizada de los «genes» a través de las influencias indirectas del medio ambiente: un

fenotipo es una «expresión» del genotipo, y también los «atributos manifiestos de un

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organismo», y un fenotipo extendido «incluye fundamentalmente importantes consecuencias de

las diferencias de los genes». Y Dawkins también pone su énfasis en el rol capital e

ineludible de las mutaciones genéticas en los procesos evolutivos de la selección

natural darwiniana, sean tanto exógenas como endógenas. En cuanto a estas

últimas, Dawkins es fiel a la naturaleza mecanicista y azarosa de la evolución

biológica, al definirla así: mutación es «un cambio hereditario en el material genético. En

la teoría darwiniana, las mutaciones se dice que son casuales (eventuales). Esto no

significa que no son causadas legalmente, pero sólo que no hay ninguna

"tendencia" para que ellas sean dirigidas hacia adaptaciones mejoradas. La adaptación

mejorada aparece solamente a través de la selección, pero necesita la "mutación" como la

fuente última de las variantes entre las que selecciona». En este sentido, esta afirmación es

correcta y conclu-yente: «no importa cuan fuerte puede ser la potencial presión selectiva, no

resultará ninguna "evolución" a menos que haya una variación genética para trabajar sobre

ella» (p. 42). En cuanto al «adaptacionismo» como mecanismo selectivo, Dawkins

advierte de que del significado original de la palabra «adaptación» como casi

sinónomo de «modificación», se pasó a un sentido técnico según el cual «una

adaptación» ha venido a significar aproximadamente «un atributo de un organismo

que es "bueno" para algo», lo que evoca una fe ciega en el adaptacionismo. Aunque

Dawkins admite que éste ha sido muy fecundo para descubrir la funcionalidad de

una gran parte de las «adaptaciones», no debe asumirse como un dogma, y en

consecuencia declara que, «por muy fuertemente adaptacionistas que sean

nuestras creencias, solamente podemos esperar que los animales sean, por término medio

estadístico, optimizadores, nunca perfectos anticipadores de cada uno de los detalles» (p. 54).

A la vista de este conjunto de definiciones, es posible entender el debate

sobre lo que en términos generales se ha llamado la epigénesis. Dawkins la

caracteriza así: «una palabra con una larga historia de controversia en

embriología. Como opuesta a "preformacionismo" [la doctrina de que la forma de

un cuerpo adulto está en algún sentido carto-grafiada (mapped) en el zigoto], es

la doctrina de que la complejidad corporal emerge en virtud de un proceso de desarrollo de

la interacción de gen/entorno desde un zygoto relativamente simple, más bien que estar

totalmente proyectada en el huevo. En este libro es usada para la idea, que yo

favorezco, de que el código genético es más corno una receta (recipe) que como una

heliografía (blueprint). A veces se dice que la distinción " epigénesis/preformacionismo"

se ha hecho irrelevante por la biología moderna. No estoy de acuerdo [...] yo

sostengo que la "epi-genia", pero no el "preformacionismo", implica que el desarrollo

embrionario es fundamentalmente, y en principio, irreversible (cf. el dogma central)» (p.

293). Debe, pues, entenderse desde el rechazo del lamar-quismo, el cual, «al margen

de lo que dijera realmente Lamark, [...] es hoy día el nombre dado a la teoría de la

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evolución que asume el supuesto de que las características adquiridas pueden ser heredadas.

Desde el punto de vista de este libro —agrega Dawkins—, el rasgo significativo de

la teoría lamarquiana es la idea de que la nueva variación genética tiende a estar

"adaptativamente dirigida", más bien que "al azar" (random) (i. e., no-dirigida), como en la

teoría darwiniana. La visión ortodoxa hoy es que la teoría lamarquiana es

completamente errónea» (p.296).

Dennett se declara no lamarquiana, sin embargo, no parece asumir íntegramente la

sutil pero terminante «distinción» que explícita específicamente Dawkins en su

definición de la epigénesis y en las demás definiciones que he transcrito, porque

aquél radicaliza su apuesta antirre-duccionista, en el sentido técnico del término.

Veamos algunos textos de Dennett:

El Efecto Baldwin, bajo varios nombres diferentes, ha sido descrito de varios modos, defendido y desestimado en el correr de los años, y recientemente re-descubierto independientemente varias veces más (por ejemplo, Hinton y Nowland, 1987). Aunque ha sido descrito y reconocido regularmente en textos de biología, ha sido típicamente rehuido por pensadores supercautos porque pensaban que sabía a la herejía lamarquiana (presunta heredabilidad de los caracteres adquiridos). Este rechazo es particularmente irónico, pues, como anota Richards, fue pensado por Baldwin para ser —y verdaderamente lo es— un aceptable «substituto» (sic) de los mecanismos lamarquianos.

El principio parecía ciertamente despachar el lamarquismo, al mismo tiempo que se suministraba a la evolución el factor positivo anhelado por tan firmes darwinistas como Lloyd Morgan. Y a aquellos con apetito metafísico, les revelaba que bajo la vestimenta mecánica, de naturaleza darwiniana, podía encontrarse la mente [R. J. Richards, 1987, p. 487].

Bien, no la Mente —si por ésa queremos significar una Mente (Mina) tipo-gancho del cielo, original, intrínseca, completa— sino sólo una mente es-tilo-grúa (crane), conductista, elegante, mecanista. Esto, sin embargo, no es lo mismo que nada; Baldwin describió un efecto que aumentaba genuinamente el poder —localmente— del subyacente proceso de selección natural dondequiera que operase. Muestra cómo el proceso «ciego» (sic) del fenómeno básico de selección natural puede ser instigado por una limitada cantidad de «mira-adelante» en las actividades de organismos individuales, que crean diferencias de capacidad que la selección natural puede luego potenciar. Esto es una complicación bienvenida, una arruga en la teoría evolucionaría que elimina una razonable y compelente fuente de duda, y realza nuestra visión de la potencia de la idea de Darwin, especialmente cuando procede en cascada en aplicaciones anidadas, múltiples. Y ello es típico del resultado de otras búsquedas y controversias que exploraremos: la motivación, la pasión que impulsó la investigación, fue la esperanza de

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encontrar un gancho del cielo; el triunfo era hallar cómo el mismo trabajo podía hacerse con un «crane» (pp. 79-80).

Este texto se apoya en la omisión —¿consciente?— de la distinción entre, de una

parte, la naturaleza de las fuerzas reales subyacentes a las que corresponde la función

emergente y escalonada estrictamente física en su incesante y permanente causalidad

fundamental, y, de otra parte, las características de orden fenomenológico —en el sentido

general y no específico— que reviste esta causalidad fundamental y universal en su multiforme

morfología. Limitar arbitrariamente la acción de las fuerzas naturales —energía física e

información, en todos y cada uno de los estratos de la realidad— a lo que se etiqueta como

«materia» —algo bruto y considerado ontológicamente sólo en términos de

cantidad mensurable— y el universo de las complejidades consideradas fenoménicamente

como algo que no es materia sino «mente» (alma o espíritu, en las concertaciones más

aberrantes), esta ridicula delimitación es gratuita y ominosamente errónea, pues resuelve a

priori y falsamente la cuestión del «reduccionismo». Sin olvidar nunca este mi primer

pronunciamiento en esta confrontación, leamos la continuación que ofrece

inmediatamente Dennett bajo la rúbrica «¿Quién tiene miedo al Reduccionismo?»:

El término que es más frecuentemente entregado a banderías en estos con-ceptos, típicamente como término abusivo, es «reduccionismo». Todos quienes suspiran por ganchos en el cielo (skyhooks) llaman «reduccionistas» a los que se contentan con elevadores (cranes), y pueden a menudo hacer parecer filisteo y sin corazón al reduccionismo, si no absolutamente malo. La imagen central es la de alguien reclamando que una ciencia «se reduce» a otra: que la química se reduce a la física, que la biología se reduce a la química, que las ciencias sociales se reducen a la biología, por ejemplo. El problema es que hay lecturas blandas y

lecturas absurdas de una tal pretensión. Conforme a las lecturas blandas, es posible (y deseable) unificar (sic) la química y la física, la biología y la química, y, sí, incluso las ciencias sociales y la biología. Después de todo, las sociedades se componen de seres humanos, los cuales, como mamíferos, tienen que caer bajo los principios de la biología que cubre todos los mamíferos. Los mamíferos, a su vez, se componen de moléculas, que deben obedecer las leyes de la química, que a su vez tienen que responder a las regularidades de la física subyacente. Ningún científico cuerdo disputa esta lectura blanda; los jueces reunidos de la Corte Suprema están tan ligados a la ley de la gravedad como cualquier avalancha, porque, en definitiva, son también una colección de objetos físicos. Conforme a las lecturas absurdas, los reduccionistas quieren abandonar los principios, teorías, vocabulario, leyes de las cien-cias de más alto nivel en favor de los términos de nivel más bajo. Un sueño reduccionista, con tan absurda lectura, podría ser el escribir «una comparación de Keats y Shelley desde el punto de vista Molecular» [...]. Probablemente nadie es un reduccionista en

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el sentido absurdo, y todos serían un reduccionista en sentido blando, entonces la «carga» de reduccionismo es demasiado vaga para merecer una respuesta. Si alguien le dice a usted: «¡Pero es tan reduccionista!», usted haría bien en responder: «¡Eso es una queja tan extraña, anticuada! ¿Qué tiene en la mente?».

Me hace feliz decir que en años recientes, algunos pensadores a los que yo admiro más han salido en defensa de una u otra versión de reduccionismo, cuidadosamente circunscrita [...]. Aquí está la mía propia. Nosotros tenemos que distinguir el reduccionismo, que en general es una buena cosa, del reduccionismo codicioso, que no lo es. La diferencia, en el contexto de la teoría de Darwin, es sencilla: los buenos reduccionistas piensan que todo puede explicarse sin «skyhooks»; los reduccionistas codiciosos piensan que todo puede explicarse sin «cranes» [...]. Pero en su ansia por cerrar el trato, en su celo de explicar demasiado y demasiado pronto, científicos y filósofos frecuentemente subestiman las complejidades, intentando saltarse estratos o niveles enteros de teoría en su prisa por atar todo con seguridad y nitidez a su fundamento. Este es el pecado del reduccionismo codicioso, pero obsérvese que es sólo cuando el exceso de celo conduce a la falsificación de los fenómenos cuando debemos condenarlo. En sí mismo, el deseo de reducir, de unir,

de explicarlo todo en una teoría grande y globalizante no es más para ser condenado como inmoral que lo es el apremio contrario que impulsó a Baldwin a su descubrimiento.

La «peligrosa» idea de Darwin es «reduccionismo encarnado», prometiendo unir y explicar todo en una visión magnífica. Siendo la idea de un proceso algorítmico (sic), lo hace todo más potente, puesto que la «neutralidad del sustrato» que por ello posee nos permite considerar su aplicación justamente a todo. Eso es irrespetuoso de los límites materiales. Se aplica, como ya hemos empezado a ver, incluso a sí mismo. El temor más común a la idea de Darwin es que justamente no explicará sino que evacuará (explain away) las Mentes y Propósitos y Significados que todos nosotros estimamos. La gente teme que una vez que este ácido universal ha pasado a través de los monumentos que nosotros apreciamos habrán cesado de existir, disueltos en un marasmo no querido e irreconocible de destrucción científica. Esto no puede ser un temor sano; una explicación propiamente (sic) reduccionista de estos fenómenos los dejaría todavía en pie pero desmistificados, unificados, colocados sobre cimientos más seguros. Podríamos saber algunas más sorprendentes e incluso chocantes cosas acerca de estos tesoros, pero a no ser que nuestras evaluaciones sean basadas todas en confusión y equivocada identidad, ¿cómo un incrementado entendimiento de ellas podría disminuir su valor a nuestros ojos? (pp. 80-82).

En este extenso texto, Dennett comienza con una serie de trivialidades de

aparente sentido común sobre lecturas blandas y lecturas absurdas del

reduccionismo. Pero en sus prolegómenos incluye ya un trick —o una trampa, si se

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quiere ser más claro—, que consiste en establecer una formulación de dos clases

de reduccionismo, según la cual una de ellas se califica inmediatamente —sin más

pruebas— como absurda. Al mismo tiempo, se dice que «ningún científico»

rechazaría el regreso metódico de las ciencias sociales, sucesivamente, a la biología, a la

química y a la física, concediendo que esta escalonada reducción final a la física puede

considerarse una lectura blanda. Dennett parece no querer percibir que esa

progresiva reducción hacia atrás del proceso evolutivo hasta llegar a la energía física es,

exactamente, con las debidas implicaciones conceptuales, lo que caracteriza al

llamado reduccionismo duro, pero que Dennett ha preferido calificar derogatoria-

mente como absurdo. El ejemplo irónico sobre el análisis de la obra poética de

Keats y Shelley elude la cuestión utilizando con bastante mala fe profesional el

recurso a la caricatura, olvidando así que todos los productos mentales de los seres

humanos son ónticamente formas complejas de la energía física, y que la química y la

biología y las ciencias sociales, entendidas como sucesión de «cajas chinas», podrían

tener mucho que decir sobre la herencia biológica de los jueces y los poetas, y

también sobre sus enfermedades, sus talantes, su carácter y sus frustraciones

personales. El reduccionismo duro ni es absurdo ni risible para un científico responsable y

actual que tenga presente a cada instante que todo objeto de conocimiento sin excepción

es ontológicamente un repositorio de energía/materia, y que por debajo de las discontinuidades

en el espacio-tiempo fluye siempre la continuidad última y fundante de la energía física y su

inherente condición informacional. Debe ser, por consiguiente, un reduccionista duro pero

respetuoso de las mediaciones y sus complejidades.

En el fondo de la adulteración del reduccionismo integral y riguroso reside la

tergiversación práctica que genera la ausencia, en Dennett e innumerables

pensadores, de una distinción elemental y necesaria para la correcta categorización de los

saberes: la distinción entre «antología»

—estudio de la naturaleza óntica fundamental de lo existente— y «epistemología»

—conceptos, teorías y leyes particulares adecuados para el estudio de los referentes

existenciales tematizados por las ciencias especiales—. Late la confusión entre estas dos

categorías de estudio y de saber en la obra de Dennett, y en su deficiente posición personal

ante la cuestión del reduccionismo al no partir de la distinción entre re-duccionismo ontológico

y fundamental —al cual parece referirse como malo y «absurdo»— y reduccionismo

epistemológico y derivado —al que parece designar impropiamente como bueno y

«blando»—. Pues bien, hay que acabar con las calificaciones ideológicas y las

ambigüedades. Cualquier pensador riguroso reservará el término reduccionismo al

ontológico propiamente dicho, y el epistemológico, sólo cuando recae sobre el

aparato conceptual y teórico que emplean las ciencias particulares en sus

respectivas demarcaciones disciplinares. Pero, en este segundo caso, el

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científico o filósofo debe renunciar al uso de la etiqueta «reduccionismo

epistemológico», a no ser que realmente alguien decida indebidamente «abandonar» (como

describe drásticamente Dennett) los conceptos, teorías y leyes específicos de una o varias

ciencias especiales. Sin embargo, cabe pensar en la posibilidad de que algunos

investigadores y filósofos decidan hacer el arduo trabajo de transponer la

esencia o contenido significativo de una ley particular de una determinada

disciplina científica en otra de nuevo cuño y acorde con el nivel más alto que

haya alcanzado el progreso de esa ciencia particular. Si ese trabajo logra un

éxito satisfactorio, entonces sería procedente hablar de un legítimo reduccionismo

epistemológico (véase la labor en este sentido de P. S. Churchland, en mi libro El

mito del alma. Ciencia y religión, 2000).

El reduccionismo propiamente dicho se refiere directamente a la «energía física» en

cuanto que es una entidad autorreferente que ostenta la condición única de ser siempre sí misma

y estar siempre dentro de sí misma, incluso aunque no lo parezca a simple vista, tanto

en sus formas simples como complejas, de ahí que la propia energía sea a la vez

información, y viceversa. En rigor, sólo cabe hablar de «diferencias» en cuanto que

diversos «estados de energía» y «cantidades de información». Pretender introducir en el

Universo divisorias ontológicas «reales» de la energía/información representa

protagonizar una operación nominalista que disimula la unidad referencial de la realidad

ontológica, intentando abrir paso a toda suerte de dualismos de raíz cartesiana. El

corazón conceptual del reduccionismo actúa (tomando la oportuna imagen propuesta,

pero en seguida retirada, por Dennett) de ácido universal que se come todas las

arrugas, tabiques y divisorias que el ser humano cree ingenuamente descubrir

como indelebles en la faz ontológica del Universo. Desde las fluctuaciones cuánticas

originarias hasta las formas más intrincadas y enigmáticas del pensamiento, todo son figuras

cambiantes y transitorias de la energía/información como trama única y universal de todo lo

que existe, de tal manera que la propia expresión «reduccionismo ontológico» resulta

ser una tautología conceptual y un pleonasmo lingüístico. Se trata, pues, de una

forma expresiva y funcional del monismo científico referido a la energía física universal

como presente y activa en todas y cada una de las formas particulares de la realidad existente,

y también como «referente general» regulador de todos los fenómenos, o, como gusta decir

a Dennett, de todos los cranes o «elevadores» habidos y por haber. En consecuencia

—retornando a mi crítica expuesta en páginas anteriores—, la evacuación

formalista de toda referencia a la energía física como sustrato universal de la realidad mediante

la supuesta exigencia metodológica de «neutralidad del sustrato», y la subsiguiente construcción

ideal de la evolución darwiniana como un proceso computacional estrictamente formalista,

equivale a la liquidación teórica y práctica de la imagen fisi-calista y mecanicista de la selección

natural ideada por Charles Darwin. El peligro no está en esta idea insuperable, sino en el

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trabajo «reformista» de la matriz materialista rigurosa de tal idea, en la línea sinuosa ini-

ciada por Dennett para arribar a un consenso ecléctico que se mueve entre la

concepción materialista del ser humano y la deriva mentalista hacia concepciones nunca bien

formuladas pero que se sienten atraídas hacia ingredientes espiritualistas que no se dicen a

sí mismos, aunque aparecen incoados en la defensa del «libre albedrío» o la

explotación «antifisicalista» del Efecto Baldwin.

Dennett se esfuerza en interponer mediaciones creadoras entre el acervo

genético de los individuos y éstos en cuanto que organismos imprevisibles en

su morfología e individualidad irreductible, mientras que Dawkins reafirma la

causalidad básica de la energía física en su inagotable potencia creadora. Escribe Dawkins:

ha cosa que hace a la «evolución» una teoría nítida es que explica cómo la complejidad organizada puede surgir de la simplicidad primigenia.

Se trata de una rigurosa definición materialista en el sentido del re-duccionismo sin

reservas. Dennett, sin embargo, considera necesario comentar la cuestión

desde su óptica mentalista peculiar, que él llama metafóricamente Elbow Room:

Darwin explica un mundo de causas finales y leyes teleológicas con un princi-pio que es, con seguridad, mecanístico pero —más fundamentalmente— ex-presamente independiente del «significado» (meaning) o «propósito» (parpóse). Supone un mundo que es absurdo (sic) en el sentido existencialista del término: no risible sino sin pertinencia (pointless), y esta suposición es una condición necesaria de cualquier relato de propósito (sic) sin petición de principio. SÍ podemos imaginar un principio no-mecanístico (sic) y sin-petición-de principio para explicar el diseño en el mundo biológico, es dudoso; es tentador ver la entrega (commitment) a explicaciones sin petición de petición, aquí como equivalente a una entrega al materialismo mecanístico, pero la prioridad de estos compromisos es clara [...]. Se argumenta: la teoría materialista de Darwin puede no ser la sola teoría sin petición de principio sobre estas materias, pero es una teoría tal, y la sola que hemos encontrado, lo cual es una buena razón para asumir el «materialismo» (1975).

Aunque en el estilo nebuloso que utiliza cautamente en cuestiones

comprometidas, Dennett hace una profesión de fe materialista que parece

impregnada de escrúpulos similares a los que sufren los católicos muy leídos e

ilustrados que ya han tomado una decisión que cuestiona su inteligencia. Como

para calmar su conciencia filosófica, cita un texto del gran investigador

Manfred Eigen, quien, sin abandonar su materialismo fundamental, lo expresa en

términos renovadores:

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La selección es más como un demonio particularmente sutil que ha operado sobre los diferentes pasos hasta la vida, y opera hoy a diferentes niveles de la vida, con un conjunto de trucos altamente originales. Sobre todo, es muy activo, impulsado por un interno mecanismo de retroalimentación (feedback) que busca, de una manera muy discriminativa, la mejor ruta a un desempeño óptimo, no porque posea una impulsión inherente hacia cualquier meta predestinada, sino simplemente en virtud de su mecanismo no-linear inherente, lo que da la apariencia de dirección hacia una meta (M. Eigen, Steps towards Life, 1992).

Lo cual glosa Dennett con este comentario acerca de una idea conexa,

garantía de la espontaneidad física:

La Regla Local es fundamental para el darwinismo; es equivalente a la exigencia de que no puede haber cualquier previsión (o «visión a distancia») en el proceso de diseño, sino sólo últimamente la explotación oportunista, estúpida, de cualquier afortunado ascenso (lifting) que ocurra en tu camino (p. 191).

6.7. Antes de finalizar esta exposición de las principales líneas del pensamiento

de Dennett mediante la ordenada y comentada selección de textos del autor

—único método que exige el respeto y la honestidad intelectual para que los

lectores juzguen los méritos o deméritos—, conviene hacer un esquemático

recorrido por las fases sucesivas de la elevación articulada de la configuración

de «cranes» (en la terminología figurativa que usa Dennett) referidos a estos

procesos evolutivos: la mente, el lenguaje, las ideas, la persona y la cultura, en la perspectiva

científica de la caracterización, capital para su valoración, de la cuestión relevante de la

naturaleza ontológica y epistemológica de la teoría de la evolución y del reduccionismo.

Hay un momento decisivo en la evolución biológica, la formaliza-ción de la mente

inteligente y del lenguaje articulado de contenidos simbólicos:

Por supuesto (sic), nuestras «mentes» son nuestros «cerebros», y de ahí que sean últimamente justo «máquinas» (sic) estupendamente complejas; la diferencia entre nosotros y otros animales es una cuestión de grado alto, no de especie metafísica [...]. Nosotros descendemos de «macros» y hechos de «macros» [«macros» son enormes macromoléculas, meros mecanismos autorreplicado-res físico-químicos que cumplen las condiciones darvinianas, y que gastaron la mejor parte de mil millones de años evolucionando sobre la Tierra antes de que hubiera entes vivos, pp. 156-157], y nada que podamos hacer es algo que está más allá del poder de enormes colectivos de macros (reunidos en el espacio y tiempo). Sin embargo, hay una gran diferencia entre nuestras mentes y las mentes de otras especies, un extenso golfo que incluso produce una diferencia moral. Es —y tiene que ser—

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debido a dos factores entrelazados, cada uno de los cuales requiere una explicación darwiniana: (1) los cerebros con los que nacemos tienen rasgos de los que carecen otros cerebros, rasgos que han evolucionado bajo la presión selectiva durante los últimos seis millones de años o así; y (2) estos rasgos hacen posible una enorme elaboración de poderes que se acumulan por la participación en la riqueza del Diseño a través de la transmisión cultural. El fenómeno pivote que une estos dos factores es el «lenguaje» (pp. 370-375).

¿Qué variedades de pensamiento requieren «lenguaje»? ¿Qué variedades de pensamiento (si las hay) son posibles sin lenguaje? [...] ¿Fue el lenguaje necesario para el civilizador avance de la dominación del fuego? Alguna evidencia sugiere que el fuego sucedió cientos de miles de años —o incluso tal como un millón de años (Donald, 1991)— antes del advenimiento del lenguaje, pero por supuesto después de la escisión de nuestra homínida línea de los ancestros de los monos modernos, tal como los chimpancés. Las opiniones difieren radicalmente. Muchos investigadores están convencidos de que el lenguaje empezó mucho antes, con todo el tiempo para suscribirla doma del fuego (Pinker, 1994) (pp. 171-172).

Dennett subraya que fue la capacidad de preselección (sic), entre varios

comportamientos o respuestas ante un peligro o el riesgo de muerte, el umbral

del lenguaje. Como dice, mencionando a Popper, «las criaturas popperianas

sobreviven porque son lo bastante listas para primeros movimientos mejores

que el azar» (p. 375). Rodolfo Llinás explicó magistralmente este fenómeno,

dependiente siempre de una suficiente información. Dennett describe la

importancia crucial de la invención de sonidos saturados de símbolos

lingüísticos, es decir, de palabras:

¿Qué sucede en el cerebro homínido o humano cuando llega a estar equipado con palabras? En particular, ¿cuál es la forma de este ambiente cuando las palabras entran por primera vez en él? No es, claramente, un campo de juego liso o una tabula rasa. Nuestras recién adquiridas palabras tienen que anclarse ellas mismas en las colinas y valles de un paisaje de considerable complejidad. Gracias a la presión de anteriores presiones evolutivas, nuestros innatos espacios de cualidad son específicos de la especie, narcisísticos, e incluso idiosincrásicos de individuo a individuo [...]. Así, las palabras (y de ahí, los memas) que tomaron residencia en el cerebro, como tantas novedades... realzan y modelan las estructuras preexistentes, más bien que generar enteramente (sic) nuevas estructuras [...]. Esto es, entonces, el «crane» que colma todos los «cranes»: un explorador que tiene (sic) previsión, que puede ver más allá de la inmediata vecindad de opciones [...]. Una vez que tenemos el lenguaje —un benéfico estuche de herramientas mentales—

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nosotros podemos usar (sic) estas herramientas en la estructura del deliberado y previsor genera-y-prueba conocido como ciencia (sic) (pp. 378-380).

Todos estos avances descansan en la plasticidad de los fenotipos a partir de los

genotipos. El perfil global de estos procesos evolutivos en su estructura molecular

queda descrito así:

La forma (shape) es el destino en el mundo de las macromoléculas. Una secuencia unidimensional de

aminoácidos (o de los codones nucleótidos que los codifican) determina la identidad de una

proteína, pero la secuencia sólo parcialmente constriñe el modo en que una cadena de estas

unidimensionales proteínas se despliega a sí misma. Típicamente, surge justamente en una de las

muchas formas posibles, una maraña idiosincrásicamente modelada que su tipo de secuencia casi siempre

prefiere. Esta forma (shape) tridimensional es la fuente de su potencia, su capacidad como un catalizador

—como un constructor de estructuras, o un guerrero con los antígenos, o un regulador del desarrollo,

por ejemplo—. Es una máquina, y lo que hace es una función muy estricta de la forma (shape) de sus partes. Su forma tridimensional global es mucho más importante, funcionalmente, que la secuencia unidimensional que es responsable de ella [...]. Aquí hay un rompecabezas, observó Walter Elsasser (1958, 1966), pero que de modo muy concluyente solucionó Jacques Monod (1971). Considerado muy en abstracto, el hecho de que un código unidimensional puede ser «para» (sic) una estructura tridimensional, muestra

que se añade «información». Realmente es añadido «valor» (sic). Los aminoácidos individuales

tienen «valor» (al contribuir a la proeza funcional de una proteína), no precisa-mente en virtud de su locación en la secuencia unidimensional que forma la cadena, sino en virtud de su locación en el espacio tridimensional, una vez que la cadena es plegada.

Así, hay una aparente contradicción entre la afirmación de que el genoma «define enteramente» la función de una proteína y el hecho de que esta función está ligada a

una estructura tridimensional cuyo contenido de datos es más rico (sic) que la contribución directa hecha a

la estructura por el genoma (Monod, 1971). Como Küppers (1990) apunta, la solución de Monod es directa: «la información aparentemente irreductible, o el sobrante,

está contenida en las condiciones específicas del entorno de la "proteína", y sólo junto con éstas la

"información genética" puede determinar sin ambigüedad la estructura, y asila función de la molécula de

proteína». Monod lo dice de esta manera: [...] de todas las estructuras posibles, solamente una es realmente realizada. De aquí que las condiciones iniciales entran en los elementos de información encerrados finalmente dentro de la estructura. Sin especificarla, ellos contribuyen a la

organización de una forma (shape) única por eliminación de todas las estructuras alternativas,

proponiendo —o más bien imponiendo— de esta manera una interpretación de

un mensaje potencial-mente equívoco.

¿Qué significa esto? Significa que —no sorpresivamente— el lenguaje del ADNy los

«lectores» (sic) de ese lenguaje tienen que evolucionar conjuntamente; ni uno ni otro pueden trabajar por sí

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solos. Cuando los deconstruccionistas dicen que el lector aporta algo al texto, están diciendo algo que justo se aplica tanto al ADN como a la poesía; el algo que aporta el lector puede ser caracterizado generalmente y abstractamente como información, y sólo la suma de la información del código y el entorno del códigodectura basta para crear un organismo (pp. 195-197).

Dennett presenta en forma muy compendiada su conclusión global sobre

el reduccionismo en el siguiente texto en el cual su concepción del materialismo

aparece claramente expresada para lo que interesa para el tema del trabajo, es

decir, la religión y lo sobrenatural:

Esta perspectiva, llamada a veces genocentrismo, o el punto de vista del gen, ha provocado una gran abundancia de crítica, mucha mal orientada. Por ejemplo, se dice a menudo que el genocentrismo es «reduccionista» (sic). Así es, en el buen sentido. Es decir, rehuye los ganchos del cielo (skyhooks), e insiste en que toda elevación (lifting) en el Espacio de Diseño tiene que hacerse por elevadores (cranes). Pero..., a veces, la gente usa el término «reduccionismo» (sic) para referirse a la opción de que uno debe «reducir» (sic) toda la ciencia, o todas las explicaciones a algún más bajo nivel posible —el nivel molecular o el nivel atómico o subatómico (pero probablemente nadie ha asumido todavía esta variedad de reduccionismo, porque es manifiestamente necio)—. En cualquier caso, el genocentrismo es victoriosamente no-reduccionista (sic), en ese sentido del término. ¿Qué podía ser menos reduccionista (en ese sentido del término) que explicarla presencia, digamos, de una particular molécula de aminoácido en una particular locación en un particular cuerpo que citando, no algunos otros hechos de nivel molecular, sino, más bien, el hecho de que el cuerpo en cuestión era una hembra en una especie que provee

prolongado cuidado a su cría? El punto de vista del gen explica cosas en términos de las intrincadas interacciones entre hechos ecológicos de gran escala y largo alcance, beatos históricos de largo plazo, y hechos de nivel molecular y

locales. La selección natural no es una fuerza que «actúa» (sic) a un nivel —por ejemplo, el nivel molecular como opuesto al nivel del organismo o al nivel de la población—. La «selección natural» ocurre porque una suma de eventos, de todas clases y tamaños, tiene un particular resultado estadísticamente describible (p.326).

Este balance, en su diáfana intención más que en ciertos matices de su

formulación, es aceptable, pero no es absolutamente asumible en su

conceptualización porque sigue ignorando el indispensable deslinde entre el enfoque

«ontológico» y el «epistemológico»; el primero debe moverse en el universal nivel

explicativo de la energía física como fundante de la trama de la realidad; el segundo abarca

desde ese mismo nivel universal hasta los sucesivos niveles particulares de la complejidad en sus

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respectivas categorías y legalidades científicas, como ya señalé en anteriores páginas de

este trabajo.

Dennett analiza con cierto detalle las raíces de la semántica y el significado

—cuestión del máximo interés filosófico—, temas que desbordan la economía

expositiva de nuestra síntesis, pero bosquejaremos la línea por la que discurre

Dennett al establecer el punto de arranque del nacimiento del «sentido», que no es

otro que «la lógica del código genético», cuyo esquema «resulta de las leyes físicas y químicas,

y sus funciones de entorno (outworkings) en la Naturaleza» (Eigen, citado por Dennett,

p. 162); esta lógica empieza en las «asignaciones» de locación de los nucleótidos en la

estructura helicoidal de los genes:

Estos muy primeros eslabones «semánticos» (sic) son, por supuesto, tan mani-fiestamente locales y simples que apenas cuentan como semánticos en absoluto, pero podemos ver un destello de referencia (sic) en ellos, sin embargo: hay una unión (icedding) fortuita de un hilo de nucleótido con un fragmento de proteína que ayudaba directa o indirectamente para reproducirla (sic). El lazo queda cerrado, y una vez puesto en su lugar este sistema de asignación «semántica» (sic), todo se acelera. Ahora, un fragmento de cinta de código puede ser la codificación para (sic) algo —una proteína—. Esto crea una nueva dimensión de la evolución, porque algunas «proteínas» son mejores que otras para hacer el trabajo «catalítico», y particularmente para asistir en el proceso de «replicación».

Esto aumenta las apuestas. Mientras que de salida las cadenas de «macros» podían diferir sólo en su capacidad autocontenida de auto-replicar, ahora pueden magnificar estas diferencias creando —o ligando sus destinos a— otras mayores estructuras. Una vez que se crea este lazo de retroalimentación, se inicia una carrera de armamentos: «macros» más largas y más grandes compiten por los bloques de edificación disponibles para construir sistemas autorreplica-dores más grandes, más veloces, más efectivos —pero también más costosos— (pp. 162-163).

A través del mismo microscopio de nivel molecular vemos el nacimiento del «significado» (meaning) en la adquisición de la «semántica» (sic) por las secuencias de nucleótidos, los cuales son primeramente meros «objetos sintácticos». Este es un paso crucial en la campaña darwiniana para derribar la visión del cosmos de John Locke. Los filósofos están comúnmente de acuerdo, por buenas razones, en que significado y mente (mind) nunca pueden separarse, que jamás puede haber «significado» donde no hay «mente», o «mente» sin

«significado». Intencionalidad (sic) es el término técnico del filósofo para este significado; es la «proximidad» (aboutness) que puede relacionar una cosa con otra —un nombre para su portador, una llamada de alarma para el peligro que la dispara, una palabra para su referente, un pensamiento para su objeto— [...] ¿De dónde viene la «intencionalidad»? Viene de las mentes, por supuesto (pp. 204-205).

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Darwin le dio la vuelta a esta doctrina [«la intencionalidad original surge de la Mente de Dios»]: la «intencionalidad» no viene de lo alto; se filtra desde abajo, desde los procesos algorítmicos inicialmente sin mente y sin pregnancia, que adquieren gradualmente «significado» e «inteligencia» cuando se desarrollan. Y, siguiendo perfectamente la pauta de todo pensar darwiniano, vemos que el primer «significado» no es un significado completo; falla ciertamente en manifestar todas las propiedades «esenciales» del significado real (sic) (cualesquiera que sean las propiedades que uno tome) (p. 205).

La plataforma sobre la que se despliega el proceso universal de la «información»

montado sobre la «energía» es gestionada por la mente, la cual alcanza la plena humanidad

cuando el cerebro se satura de contenidos culturales; Dennett define este proceso en

un par de textos concisos y luminosos:

La invasión de los cerebros humanos por la cultura, en la forma de «memas», ha creado mentes humanas, las cuales solamente entre las mentes animales pueden concebir cosas distintas y futuras, y formular metas alternativas. Las perspectivas de elaborar una rigurosa ciencia de la memática son dudosas, pero el concepto provee de una valiosa perspectiva desde la cual poder investigar la compleja relación entre la herencia cultural y la herencia genética. En particular, es la modelación (shaping) de nuestras mentes lo que nos da la autonomía para trascender nuestros genes egoístas (p. 369).

El cielo de todos los memas depende de que alcancen la mente humana, pero una «mente humana» es ella misma un artefacto creado cuando los «memas» reestructuran un cerebro humano en orden a hacerlo un mejor habitat para los memas (p. 365).

¿Podemos medir esta transmisión de Diseño en la cultura? ¿Hay unidades de transmisión cultural análogas a los genes de la evolución biológica? Dawkins (1976) ha propuesto que las hay, y les ha dado un nombre: «memas» (sic). Como los genes, los memas se supone que son «replicadores», en un medio diferente, pero sujetos en gran parte a los mismos principios de evolución que los genes. La idea de que podría haber una teoría científica, la memática, fuertemente paralela a la genética, choca a muchos pensadores como absurda, pero al menos una gran parte de su escepticismo está basado en un entendimiento erróneo. Esta es una

idea controvertida [...] (p. 143).

Sin embargo, es un hecho que los «memas» invadieron y siguen invadiendo los cerebros, «y la

radicalmente nueva clase de entidad creada cuando una suerte particular de

animal es propiamente abastecido —o infestado— de memas, es lo que llamamos

una "persona"» (p. 349). En su mayoría, estos nuevos replicadores son ideas o

conjuntos estructurados de ideas que forman unidades memorables de ideas o palabras (véase la

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sección 7 de este trabajo). Pero debe preguntarse si la gestión de «memas» como vehículos

de intencionalidad es una propiedad que ostentan solamente las personas con cerebros

biológicos, o bien las técnicas de la IA tienen títulos para ejercer la misma

función. ¿Puede un robot tener una actividad similar a la de una persona en el

terreno de la gestión de ideas? Dennett hace aquí una apuesta fuerte:

Si usted prosigue por esta avenida, la cual recomiendo a ustedes, entonces us-

tedes tienen que abandonar la objeción «de principio» de Searle y de Fodor a la «IA fuerte» (sic). El imaginado robot —una hazaña ingenieril, tan difícil o improbable como se quiera— no es una imposibilidad—ni ellos reclaman que lo es—. Ellos conceden la posibilidad de un tal robot, pero justamente disputan su «estatuto

metafísico» (sic); comoquiera que maneje diestramente sus asuntos, dicen ellos, su intencionalidad no sería la cosa real. Eso es cortar demasiado fino. Recomiendo que se abandone tal recusación trasnochada y se reconozca que el «significado» que tal

«robot» descubriría en su mundo, y que explota en sus propias comunicaciones con otros, sería tan real exactamente como el significado de que usted disfruta. Entonces, sus genes egoístas pueden verse como la fuente (sic) original de su intencionalidad —y por consiguiente de cada «significado»

que usted pueda alguna vez contemplar o evocar— incluso si usted puede luego trascender sus genes usando su experiencia

y, en particular, la cultura de la que usted esté impregnado, para edificar un lugar de significado casi enteramente

independiente sobre la base que sus genes han suministrado (p.426).

Estas observaciones sobre el alcance de la «informática» permiten precisar la idea

que Dennett abriga respecto de la naturaleza de la persona en los términos

ontológicos que él explícita a continuación:

Considero enteramente atractiva (congenial) —realmente sugestiva— esta resolución de la

tensión entre el hecho de que yo, como persona, me considero a mí mismo como una fuente de sentido (meaning), un arbitro de lo que importa y por qué, y el hecho de que al mismo tiempo yo soy un miembro de la especie «Homo Sapiens», un producto de varios cientos de miles de millones de años de I y D no-milagrosos, disfrutando de ningún rasgo que no surgiera del mismo conjunto de procesos, de uno u otro modo. Sé que otros encuentran esta visión tan chocante que se vuelven con renovada ansia hacia la convicción de que en algún lugar, de algún modo, justamente ha de haber (sic) un bloqueo contra el darwinismo y la IA. Yo he intentado mostrar que la peligrosa idea de Darwin comporta la implicación de que no existe tal bloqueo. De la verdad del darwinismo se sigue que usted y yo somos artefactos de la Madre Naturaleza, pero que nuestra intencionalidad no es, en absoluto, menos real por el hecho de ser un efecto de millones de años de algorítmico y ciego I+D, en lugar de un don de lo alto. Jerry Fodor puede bromear acerca de la idea absurda de nuestro ser artefactos de la

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Madre Naturaleza, pero la risa suena a hueco; las únicas opiniones alternativas proponen uno u otro gancho del cielo (skyhook) (pp. 426-427).

La tajante conclusión es evidente, aunque una parte considerable de la

humanidad la rehuya:

El significado real, la clase de significado que tienen nuestras palabras e ideas, es él mismo un producto emergente de procesos originalmente no-mentales —los procesos algorítmicos que han creado la biosfera entera, nosotros incluidos—. Un robot diseñado como una máquina de supervivencia para usted podría, como usted, deber su existencia a un proyecto de I+D con otros ulteriores fines, pero esto no le impediría ser un creador autónomo de significados, en el más pleno sentido (ibidem).

La obra The Darwin's Dangerous Idea finaliza con una aproximación correcta

pero sin originalidad a la ética y la moralidad—a no confundirlas—, cuyas

posiciones básicas derivan de esta idea axiomática:

Tiene que ser cierto que hay una explicación evolucionaría de cómo nuestros «memas» y «genes» interaccionan para crear las políticas de cooperación humana de las que nosotros disfrutamos en la civilización —no hemos imaginado aún todos los detalles, pero tiene que ser verdadera a menos que haya «skyhooks» en el horizonte—; sin embargo, esto no mostraría que el resultado sería para el beneficio de los «genes» (sic) (como principales beneficiarios). Una vez que los memas están en la escena, ellos, y las personas (sic) que ellos ayudan a crear, son también potenciales beneficiarios. De ahí que la verdad de una explicación evolucionaría no mostraría que nuestra lealtad a principios éticos o a un «código más alto» era una «ilusión» (sic) (p. 470).

Por esta vía, Dennett llega a diseñar una ética de intereses y una moral del cálculo racional inspirado en la teoría de juegos, que llenan espacios que las

éticas de la convicción y las éticas utilitarias basadas en principios generales, han estado indebidamente relegando.

7. RICHARD DAWKINS Y LA EVOLUCIÓN DE LA CULTURA

7.1. Los procesos mecanísmicos de causalidad por los cuales los seres humanos

accedieron, primeramente, a la invención animista, y, posteriormente, al

umbral de la religiosidad, se inscriben en el esquema evolucionista general de

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la trama cósmica de la energía física en niveles de creciente complejidad. La

explicación científica de la emergencia o la transformación de los fenómenos naturales —macro o microfísicos— y, en el contexto causal de éstos, los

correspondientes fenómenos culturales, tiene que consistir en desvelar y

describir los procesos de cambio que generaron esos fenómenos. Sólo desde la

perspectiva del evolucionismo de dirección darwiniana, en cuanto que

modelo directo o analógico de todos los procesos cósmicos, resulta posible

alcanzar explicaciones reales e intersubjetivas que satisfagan las exigencias de

racionalidad. En este sentido, el esfuerzo teórico de Richard Dawkins para

categorizar y definir los instrumentos analíticos de la realidad —natural e

histórica— en todas sus vertientes merece un lugar preferente a los fines de

mi escrito, pues —pese a la considerable resistencia opuesta a la importante

labor del biólogo escocés por parte de críticos muy proclives al rechazo de todo

esquema de explicación que no revista la forma de algoritmos o que no pueda

someterse a observación experimental en un laboratorio— la teoría de los «memas» que propone Dawkins representa una excepcional contribución conceptual para la comprensión y explicación del desarrollo de la cultura humana, y, dentro de ésta, de la religión.

La teoría darwiniana de la evolución por selección natural es —como

escribe Dawkins en su brillante obra The Selfish Gene (1976)— «un caso

especial de una ley más general relativa a la supervivencia de lo estable (sic)»: la

tradición aristotélica de la propensión de todo ente a permanecer en su

existencia. Aunque Charles Darwin se ocupó específicamente del proceso biótico

que condujo evolutivamente a la aparición de la vida y a la diversificación de los seres

vivos con arreglo al modelo del evolucionismo que, en su retrospección bioquímica y

física, estimuló la investigación de la energía-materia en su eclosión y desarrollo,

puede decirse que hasta ahora los instrumentos analíticos de la cultura han

adolecido —salvo en la investigación marxiana y en la tradición

pragmatista-naturalista— de una perspectiva eminentemente idealista.

Dawkins compendia magistralmente la cuestión: «En los orígenes reinó la

simplicidad. Es ya bastante difícil explicar cómo empezó un universo simple, y

doy por supuesto que sería aun más difícil explicar el súbito nacimiento, con

todos los atributos, de una organización tan compleja como es la vida...», pero el

modelo darwinista «nos muestra una manera gracias a la cual la simplicidad pudo

tornarse complejidad, cómo los átomos que no seguían un patrón ordenado

pudieron agruparse en modelos cada vez más complejos hasta terminar

creando a las personas». Si bien los mecanismos de la evolución biológica son

exactamente los mismos que los de la transformación de la energía física a partir de la

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fluctuación cuántica en su inagotable dinamismo creador de materia estable,

Darwin nos ofreció «una solución, la única razonable entre todas las que hasta

este momento se han sugerido, al profundo problema de la existencia» (cito por la

versión castellana, El gen egoísta, Barcelona, 1993, p. 15). Veamos qué nos dice

Dawkins.

Se entiende que una cosa estable es una colección de átomos bastante permanente

o común para merecer un nombre, y todas las cosas que requieren una

explicación son, en mayor o menor grado, configuraciones estables de átomos.

De los átomos se pasa a las moléculas simples, luego a otras más complejas, en un

proceso indefinido de replica-dones de lo estable, las cuales, sin embargo, habrán de

conducir a su diferenciación. Si un grupo de átomos —dice Dawkins— en

presencia de energía adquiere un patrón estable, tenderá a permanecer en esa

forma. La forma primaria de selección natural fue, simplemente, una selección de formas

estables y un rechazo de las inestables. No existe misterio alguno sobre esto. Tuvo

que suceder así por definición. Pero de ello, por supuesto, no se deriva que se

pueda explicar la existencia de seres tan complejos como el hombre exactamente por los

mismos principios, sin más. No sirve tomar un número adecuado de átomos,

someterlos a una energía externa y agitarlos hasta que, por casualidad, dé el

modelo correcto, y resulte Adán. Se puede crear una molécula consistente en

unas cuantas docenas de átomos..., pero un hombre está formado por más de

miles de millones de millones de millones de átomos. Para intentar hacer un

hombre tendría que trabajarse con la coctelera durante un periodo tan largo

que la edad entera del universo parecería guiño de ojos y, aun entonces, no se

lograría el éxito. Es en este punto donde la teoría de Darwin, en su aspecto más

general, viene al rescate. La teoría de Darwin interviene desde el momento en que la lenta

construcción de las moléculas ha cesado.

En el inabarcable, incluso en el inimaginable, universo de la energía previo a toda

gran explosión detectahle, los conceptos de espacio y tiempo no tienen vigencia, ni

tampoco las leyes conocidas de la física, ni a fortiori los átomos o las moléculas. Así, el

relato posible del origen de la vida es, «necesariamente, de tipo especulativo», si desea

alcanzar literalmente a la génesis radical de lo que hay desde lo que aún no podría haber (cf.

mi libro El mito del alma. Ciencia y religión, 2001). Ciñén-donos a lo que sabemos

razonablemente que hay, debe decirse, con Dawkins, que, por definición, nadie se

encontraba cerca para ver lo que sucedió. Existe cierto número de teorías

rivales, pero todas poseen ciertos rasgos en común. Sigamos su

insuperablemente económica y necesaria descripción:

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[...] desconocemos qué tipos de materia prima química abundaban en la Tierra antes de que se originase la vida, pero entre las posibilidades verosímiles podemos citar el agua, el dióxido de carbono, el metano y el amoniaco; todos ellos simples compuestos que se sabe se encuentran, por lo menos, en algunos de los otros planetas de nuestro sistema solar.

Los químicos han intentado imitar las condiciones químicas de la Tierra en su etapa joven. Han colocado las sustancias simples anteriormente nombradas en un matraz y les han aplicado una fuente de energía tal como la luz ultravioleta o chispas eléctricas, en calidad de simulación artificial del rayo primordial. Luego de transcurridas unas cuantas semanas suele descubrirse algo interesante dentro de un matraz: un débil caldo café que contiene una gran cantidad de moléculas más complejas que las que originalmente se pusieron aquí. Se han encontrado, en particular, aminoácidos, los cuales constituyen la base de las proteínas, una de las dos clases principales de las moléculas biológicas. Antes de que se efectuasen dichos experimentos, los aminoácidos que se presentasen de forma natural habrían sido considerados como elementos de diagnóstico que evidenciaban la presencia de vida. Si hubiesen sido detectados, digamos, en Marte, se habría considerado como casi una certeza de vida en ese planeta. Ahora, sin embargo, su existencia sólo constituye un indicio de presencia de unos cuantos gases simples en la atmósfera y de algunos volcanes, rayos solares o tiempo tormentoso.

Recientes experimentos de laboratorio, en los que se simularon las condi-ciones químicas de la Tierra antes de que se produjese la vida, dieron como resultado sustancias orgánicas llamadas purina y pirimidina. Ambas son componentes de la molécula genética, denominada ADN (ácido desoxirribonucleico). Procesos análogos a éstos deben de haber dado origen al «caldo primario» que los biólogos y químicos creen que constituyó los mares hace tres o cuatro miles de millones de años. Las sustancias orgánicas llegaron a concentrarse en determinados lugares, quizá adquiriendo la forma de una capa semiseca en torno a las playas o bajo el aspecto de pequeñas gotitas en suspensión. Más tarde, bajo la influencia de una energía tal como la luz ultravioleta proveniente del Sol, se combinaron con el fin de formar moléculas mayores. En la actualidad las grandes moléculas orgánicas no durarían lo suficiente como para ser percibidas: serían rápidamente absorbidas y destruidas por las bacterias u otras criaturas vivientes. Pero tanto las bacterias como el resto de nosotros somos recién llegados, y en aquellos tiempos las grandes moléculas orgánicas podían flotar a la deriva sin ser molestadas, a través del caldo cada vez más espeso (pp. 18-19).

Las varias teorías rivales parten, de uno u otro modo, del referente común del

proceso de afinidades o combinaciones químicas a nivel molecular, en cuanto que preludio de

las transformaciones orgánicas que llevaron al «nivel biótico» propiamente dicho. Ahora me

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centraré en los factores esenciales que configuraron el mundo de la vida,

sucesivamente en su «nivelgenético» (naturaleza) y en su «nivel intelectivo» (cultura).

En el proceso evolutivo desplegado en el seno del caldo primario, y, «en algún punto

—como lo expresa Dawkins—, una molécula especialmente notable se formó por

accidente. La denominaremos el "replicador" (sic)». Su irrupción era extremadamente

improbable, pero debemos reflexionar sobre el hecho de que, en nuestros

cálculos humanos de lo que es probable y lo que no lo es, no estamos

acostumbrados a calcular en cientos de millones de años. Si uno llenara boletos

de apuestas cada semana durante cien millones de años es muy probable que

ganase, varias veces, sumas considerables. En la dialéctica del «Azar» (o lo

«previsible») entre lo estable y lo inestable, lo replicante y lo innovador, se sitúa

el proceso de la evolución que Dawkins explica incisivamente con las palabras que

cierran el capítulo II de su libro: «Lo que sí interesa es que, de pronto, apareció

en el mundo un nuevo tipo de "estabilidad" [...]. Considérese el replicador como

un molde o un modelo. Imagínese como una gran molécula compleja formada

por varios tipos de moléculas [...]. Supóngase ahora que cada componente

posee una afinidad por aquellos de su propio tipo. Luego, siempre que un

componente que se encontrara en el caldo se acercase al replicador por el cual

tenía afinidad, tendería a adherirse a él. Los componentes que se unieran de esta

forma, automáticamente serían incorporados a una secuencia que imitara a la del

replicador mismo [...]. Es así como se forman los cristales». Cuando llegáramos

«a la etapa de una gran población de réplicas idénticas», entonces se producirá «una

propiedad importante de cualquier proceso de copia: no es perfecto. Ocurrirán errores». Pero,

atención a este fenómeno evolutivo, porque intervendrá no sólo en la replicación de genes

sino también —analógicamente— en la reproducción de memas. Conocer, aunque

sea someramente, el proceso replicativo genético permitirá después calibrar el

grado de analogía del proceso replicativo memático con el propio de los genes, es

decir, de las analogías y de las divergencias entre los procesos de la naturaleza como

materia y de la naturaleza como cultura.

Escuchemos a Dawkins en su texto mismo:

Espero que no haya erratas en el presente libro, pero si se observa con cuidado se podrán encontrar algunas. Es probable que no se distorsione gravemente el significado de las frases porque serán errores de «primera generación» (sic). Pero

imaginemos los tiempos anteriores a la existencia de la imprenta, cuando libros tales como el Evangelio eran copiados a mano. Todos los escribientes, aun siendo muy cuidadosos, seguramente cometerán errores, y algunos se sentirán inclinados a «mejorar» voluntariamente el original. Si todas las copias fuesen

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hechas a partir de un original único, el significado no se falsearía mucho. Pero si las copias se hacen a partir de otras copias, los errores empezarán a ser acumulativos y graves. Tendemos a considerar las copias irregulares como algo malo, y en el caso de documentos humanos es difícil hallar ejemplos en que los errores puedan ser descritos como perfeccionamientos. Supongo que a los eruditos de la Versión de los Setenta se les podría atribuir el haber iniciado algo de enorme trascendencia cuando tradujeron, equivocadamente, la palabra hebrea «mujer joven» por la palabra griega «virgen», presentando así la profecía: «una virgen concebirá y dará a luz un hijo...». De todas maneras, según veremos más adelante, las copias con errores de los replicadores biológicos pueden, en un cierto sentido, dar origen a mejoras, y para la evolución progresiva de la vida fue esencial que se produjesen ciertos errores. No sabemos con qué precisión las moléculas replicadoras originales hicieron sus copias. Sus descendientes modernos, las moléculas de ADN, son asombrosamente fieles comparadas con los procesos de copia efectuados por los humanos, considerando los de más alta fidelidad, pero aun ellas, ocasionalmente, cometen errores, y, en última instancia, son estos errores los que hacen posible la evolución (pp. 20-21).

El conjunto de errores ha sido acumulativo, y se encuentran en ti y en mí; ellos

nos crearon, cuerpo y mente; y su presentación es la razón última de nuestra existencia.

Aquellos replicadores han recorrido un largo camino. Ahora se los conoce con el

término de genes, y nosotros somos sus máquinas de supervivencia. Sin olvidar que

los replicadores que sobrevivieron fueron aquellos que construyeron máquinas

de supervivencia (sic) para vivir en ellas. Las moléculas replicadoras que llamamos ADN

operan de manera misteriosa, a comenzar por el hecho evolutivo de que los

genes son básicamente el mismo tipo de moléculas para todos nosotros, desde las

bacterias hasta los elefantes, y de que los genes controlan el desarrollo embrionario. Los

organismos que se reproducen sexualmente añaden un poderoso factor a la

intrincada interdependencia de los genes, pues la reproducción sexual tiene el efecto de

mezclar y revolver los genes. Ello significa que cualquier cuerpo de un determinado individuo

es sólo un vehículo temporal para una combinación de genes de breve duración. La combinación

de genes que es cualquier individuo puede ser de corta vida, pero los genes mismos

son, potencialmente, de larga vida. Sus caminos se cruzan y vuelven a cruzar

constantemente a través de las generaciones; y esto tiene efecto, porque «se dice que

dos genes son alelos (sic) uno respecto al otro cuando son rivales en cuanto al

mismo lugar del cromosoma» (p. 30); y el proceso por el cual se intercambian

trocitos de cromosoma se denomina entrecruzamiento. Este importante

fenómeno evolutivo se debe a que cada uno de los cromosomas que se

encuentran ubicados en un espermatozoide (o en un óvulo) es un verdadero

mosaico de genes maternos y genes paternos. Dawkins emplea la definición de

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EL QUÉ, EL CÓMO, Y EL PORQUÉ DE LA RELIGIÓN

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G. C. Williams según la cual un gen es «una porción de material cro-mosómico

que, potencialmente, permanece durante suficientes generaciones para servir

como una unidad de selección natural (p. 36)». Los genes transmiten los códigos

establecidos por la selección natural; y se llama unidad genética a la secuencia de letras

del código, cuya longitud es lo que en sentido restringido adquiere esa condición

de «unidad». Es relevante la cuestión de la longevidad y eficacia de los genes en

términos de herencia genética.

Subraya Dawkins que la selección natural, considerada en su forma más

general, significa la supervivencia diferencial de los seres, y al mismo tiempo que los

genes son los inmortales, y que cada individuo es único, ellos son los replicadores y nosotros

sus «máquinas de supervivencia». Porque los individuos —sus cuerpos— somos

descartados tan pronto hayamos prestado nuestro servicio, mientras que los genes

permanecerán siempre. La vida de cualquier molécula física de ADN es bastante breve:

quizá sea cuestión de meses, y, con certeza, no dura más de una vida. Pero una

molécula de ADN podría, teóricamente, vivir en la forma de copias de sí misma

durante cien millones de años. Más aún, al igual que los antiguos replicadores en

el caldo primitivo, las copias de un gen particular pueden ser distribuidas por todo el mun-

do. La diferencia estriba en que las versiones modernas están pulcramente

«empaquetadas» en los cuerpos de las máquinas de supervivencia. Se subraya la casi

inmortalidad potencial del gen, bajo la forma de copias, como propiedad definidora; y también

que el individuo es como una máquina de supervivencia construida por una confederación, de

corta duración, de genes de larga vida. El acervo genético es solamente el nuevo caldo

donde pueden ganarse la vida.

En la discusión científica entre lamarquianos y darwinistas en el contexto

de la hipótesis de los llamados caracteres adquiridos por herencia de los progenitores

(incorporación al código genético, y no mero aprendizaje social), la ortodoxia del

evolucionismo biológico se mostraba como intratable vexata quaestio —empleando el

viejo lenguaje de la teología—. A este respecto, el capítulo XIII y último del

libro The Selfish Gene expone, bajo la rúbrica «El largo brazo del gen», la gran

aportación de Dawkins sobre esta espinosa paradoja. Escribe lo siguiente:

En algunos capítulos de este libro hemos considerado al organismo individual como un agente que se esfuerza por maximizar su éxito en la transmisión de todos sus genes. Imaginemos a un individuo animal realizando complicados cálculos económicos de «como si» sobre los beneficios genéticos de los dis-tintos modos de acción. En otros capítulos se presentaron los aspectos racio-nales desde el punto de vista de los genes. Sin mirar la vida con los ojos del gen, no hay razón particular alguna por la que un organismo deba «cuidar» su éxito

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EL MITO RELIGIOSO

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reproductor y el de sus parientes en lugar de, por ejemplo, atender a su propia longevidad.

¿Cómo resolveremos esta paradoja de los dos modos de mirar la vida? Mi modo de intentarlo se expresa en The Extended Phenotype (1982), el libro que más que ninguna otra cosa lograda en mi vida profesional es mi orgullo y mi joya. Este capítulo constituye un breve resumen de los temas contenidos en dicho libro, aunque mejor sería que dejara de leer ahora y se pasara a The Extended Phenotype [...] [especialmente su capítulo Xll].

Desde mi visión sensible de la cuestión, la selección darwiniana no actúa directamente sobre los genes. El ADN está encapsulado en la proteína, envuelto en membranas, protegido del mundo e invisible a la selección natural. Si ésta quisiera elegir directamente las moléculas de ADN difícilmente encontraría un criterio a seguir [...]. Las diferencias importantes entre ellos emergen sólo en sus efectos [...]. Beneficiosos significa que pueden permitir al embrión desarrollarse y convertirse en un adulto de éxito [...]. La palabra fenotipo (sic) se usa para designar la manifestación física de un gen, el efecto que, en comparación con sus alelos, tiene sobre el cuerpo vía desarrollo. El efecto fenotípico de un gen concreto puede ser, digamos, el color verde de los ojos. En la práctica, la mayoría de los genes tienen más de un efecto fenotípico [...]. La selección natural favorece algunos genes más que otros, no por la misma naturaleza de éstos, sino por sus consecuencias, es decir, por sus efectos fenotípicos (pp. 301-302).

Pero los efectos fenotípicos de los genes no sólo se extienden sobre el propio cuerpo,

sino también sobre los otros cuerpos y sobre el mundo exterior y su cultura. «La

selección natural —declara Dawkins— favorece aquellos genes que manipulan el

mundo para garantizar su propia propagación. Esto conduce a lo que he

llamado el Teorema Central del Fenotipo Extendido: La conducta de un animal tiende a

maximizar la supervivencia de los genes "para" dicha conducta, estén o no esos genes en el

cuerpo del animal particular que la practica» (p. 324). Hay que repetir que «la

evolución requiere un cambio genético, una mutación» (p. 335), es decir, cuando se

forma una nueva unidad genética, sea por impacto energético procedente del mundo exterior

en forma de radiación, sea por el entrecruzamiento de subunidades existentes previamente y

que se juntan ocasionalmente (combinación y recombinación), sea por errores de copia,

sea por inversión cromosómica, sea por mimetismo. Dawkins sintetiza la cuestión al

decir que «los dos fenómenos, ciclos vitales y organismos discretos, van cogidos de la

mano», o que «una historia embotellada de la vida tiende a fomentar la evolución del

organismo como un vehículo discreto y unitario» (p. 337); pues «este empaquetamiento de

materia viva en vehículos discretos» hace que en «los replicadores no sólo sobreviven en

virtud de sus propias propiedades intrínsecas sino también por sus consecuencias en el

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EL QUÉ, EL CÓMO, Y EL PORQUÉ DE LA RELIGIÓN

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mundo» (p. 338). De este modo, el largo brazo de los genes no conoce límites

obvios. Todo el mundo está entrecruzado de flechas casuales que unen genes a efectos

fenotípicos, lejos y cerca, porque los replicadores ya no van salpicados libremente por

el mar; están empaquetados en enormes colonias, los cuerpos individuales. Pero el cuerpo

individual, que nos es tan familiar, no tiene por qué existir. «La única clase de entidad

que debe existir para que surja la vida, en cualquier lugar del universo, es el

replicador inmortal» (p. 339).

7.2. Sin embargo, tampoco nosotros, los individuos, andamos sueltos por el

mundo —a su vez, surcado por la geografía, la historia y las culturas—. En

general, todo el mundo animal'se genera y se desarrolla en contextos colectivos

de existencia, y cuando su nivel de agresión o congregación alcanza cierto

grado evolutivo, sus individuos comienzan a producir, a tejer, estructuras o redes

de coexistencia social o, al menos, asociativa, perfectamente investigadas por los

zoólogos y los etólogos. Aunque no se haya llegado a fijar con exactitud la

cronología del proceso de la progresiva hominización de los antropoides superio-

res —ni es indispensable para el propósito de este escrito— sabemos

suficientemente bien que en el curso de relativamente pocos milenios ese

proceso alcanzó en creciente aceleración un punto de madurez por el cual el

homo sapiens adquirió la novísima condición de homo lo-quens, ludens, ridens, patens y

sujeto de todos los demás atributos que han permitido definirlo como

individuo «sapiens sapiens», que no sólo sabe sino que además es consciente de

ello a través de la rica gama de una reflexión sobre sí mismo y sobre sus congéneres,

apoyándose en un lenguaje articulado y simbólico generador de cultura en toda

la latitud de esta palabra. Un nuevo mundo de comunicación, de creación y de

humanización emerge, en el cual la operación del legado genético adquiere una

fenomenología diferenciada en virtud de la cual el «empaquetamiento de la

materia viva en el individuo en cuanto que vehículo corporal discreto y

unitario» acaba vertiendo su fundamental función en modelar la realidad

trascendiendo los mecanismos estrictamente genéticos de replicación, e

inaugurando así lo que puede enunciarse como un nuevo mundo que, sin dejar de

sustentarse en sus inmortales pilares, los genes, se define como el «espacio fenotípico de la cultura

humana en cuanto que novísima condición de la biología».

Se trata ahora de estructurar conceptualmente, más allá de esa permanente

tentación trascendentalista o idealista atizada por el pensamiento religioso, el

mundo de la vida —como señalé en el apartado 1— en su doble dimensión biológica

(naturaleza en su radicalidad y generalidad) y racional e intelectiva (cultura en su especificidad

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EL MITO RELIGIOSO

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dentro de la vida natural como totalidad). En esta difícil tarea, la aportación teórica de

Dawkins es incomparable, y solamente la lectura íntegra de su obra The Selfish

Gene, y sus demás libros, en particular The Blind Watchmaker (1976), puede

acreditar esta valoración. Limitémonos aquí a presentar sucintamente la

sustancia del capítulo XIII del libro que he comentado, titulado Memes the New

Replicators, porque es éste, y no cualquier otro, el marco metodológico natural

para analizar y explicar las raíces de la cultura propiamente humana en términos

evolucionistas, y, en este contexto también, la «invención animista», con la

subsiguiente apertura a la religiosidad en un entorno de almas y espíritus.

En efecto, Dawkins enunció la premisa mayor del proceso generador de la

cultura, tomando esta palabra «como la emplearía un científico», para quien «la

transmisión cultural es análoga a la transmisión genética en cuanto que, a pesar de ser

básicamente conservadora, puede dar origen a una forma de evolución» (p. 247) que

no busca como tal ventajas biológicas, sino que debe tematizarse en su propio

dominio, a saber, en el ancho espacio humano de lo cultural. Dawkins es terminante:

«soy un entusiasta darwiniano, pero creo que el darwinismo es una teoría

demasiado amplia para ser confirmada en el estrecho contexto del gen. El gen

figurará en mí tesis como una analogía, nada más». Se pregunta: ¿Qué es, después

de todo, lo peculiar de los genes? La respuesta es que son entidades replicadoras. Se

supone que las leyes de la física son verdaderas en todo el mundo accesible.

¿Existe algún principio en biología que pueda tener una validez universal semejante?,

¿existirá algún principio general que sea válido respecto de todo tipo de vida? «Obviamente no lo sé, pero si tuviese que apostar, pondría mi dinero en un principio fundamental. Tal es la ley según la cual toda vida evoluciona por la supervivencia diferencial de entidades replicadoras. El gen, la molécula de

ADN, sucede que es la entidad replicadora que prevalece en nuestro propio planeta. Puede haber otras. Si las hay, siempre que se den otras condiciones,

tenderán, inevitablemente, a convertirse en la base del proceso evolutivo [...]. Pienso que un nuevo tipo de replicador ha surgido recientemente en

nuestro planeta. Lo tenemos frente a nuestro rostro. Se encuentra todavía en su infancia, flotando aún torpemente en su caldo primario, pero ya está

alcanzando un cambio evolutivo a una velocidad que deja al antiguo gen jadeante y muy atrás» (pp. 250-251).

Pues bien, «el nuevo caldo —declara Dawkins— es el caldo de la cultura humana. Necesitamos un nombre para el nuevo replicador, un sustantivo que

conlleve la idea de una "unidad de transmisión cultural", o una unidad de "imitación"». El la bautizó en inglés como meme, que además se relaciona,

por contracción, con el griego mímema, el francés méme, y el castellano

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memoria. Creo que acierta S. Balari Ravera al preferir el lexema mema para

verterlo al castellano —como lo hacemos, por ejemplo, con tema, trauma,

fonema, problema, y muchos más de igual formato—. Lo asumí para traducir el

griego mímesma mimesis (imitación, representación, memoria, recuerdo). Dawkins entiende por «mema» la unidad de transmisión cultural, que puede

abarcar desde una canción popular hasta una sinfonía, o desde un poema hasta

una Weltsanchaaung, o desde un templo egipcio hasta la Divina Comedia. «Al

igual que los genes se propagan en un acervo genético al saltar de un cuerpo a

otro mediante los espermatozoides o los óvulos, así los memas se propagan en

el acervo de memas al saltar de un cerebro a otro mediante un proceso que,

considerado en su sentido más amplio, puede llamarse de imitación [...]. Si la

idea se hace popular, puede decirse que se ha propagado, esparciéndose de

cerebro en cerebro» (p. 251). Exactamente —añado yo—, esto es lo que le

ocurrió con eficacia paradigmática a la creencia animista en cuanto que nove-dad cultural del máximo relieve en la evolución ideológica del hombre prehistórico e histórico. Fue un suceso psicológico, no una exigencia

trascendental. El psicólogo N. K. Humphrey, que supo valorar la contribución capital de

Dawkins al aparato categorial de la ciencia de la cultura, destacó la gran

importancia del concepto de «fenotipo extendido» para explicar el aprendizaje social y

Xa. herencia cultural en la teoría biológica del pensador escocés, y subrayó que se

debe considerar a los «memas» como estructuras vivientes, pero no

metafóricamente sino en estricto sentido científico. Cuando se planta un mema fértil

en una mente, lo que sucede es que ésta queda literalmente parasitada

convirtiéndose en vehículo de propagación del mema del mismo modo que el virus pa-

rásita el mecanismo genético de la célula anfitriona en provecho propio; lo cual

no es sólo una forma de expresión, pues entonces el mema —digamos, por

ejemplo, «creer en la vida después de la muerte»— se ha realizado «físicamente» en

otros cerebros, miles o millones de veces, «como una estructura del sistema nervioso de los

hombres individuales a través del mundo». Confiesa Dawkins que hasta que hubo

leído este comentario de Humphrey, «siempre había sentido cierta aprehensión

a expresar esto en voz alta, porque sabemos mucho menos sobre el cerebro

que sobre los genes, y, por lo tanto, tenemos una idea necesariamente vaga

acerca de cómo podría ser una estructura cerebral semejante. Por tanto, me sentí

muy aliviado al recibir recientemente un interesante artículo de Juan Delius, de

la Universidad alemana de Constanza. Delius, al contrario que yo, no tiene que

pedir disculpas, porque es un distinguido científico en el campo de la fisiología

cerebral, cosa que no soy yo. Por ello, me complace que haya sido lo sufi-

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EL MITO RELIGIOSO

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cientemente audaz como para ilustrar la idea publicando una detallada imagen

de cómo podría ser el soporte físico neuronal de un "mema". Entre otras cosas

interesantes, analiza, mucho más detalladamente que yo la analogía entre los memas

y los parásitos; para ser más precisos, en el aspecto en el que los parásitos malignos

constituyen un extremo y los benignos "simbiontes" el otro extremo. Me gusta

especialmente este enfoque por mi propio interés en los 'fenotipos extendidos" de los

genes parasitarios sobre la conducta del huésped [...]. Delius, además, subraya la clara

separación existente entre los memas y sus efectos ("fenotípicos"). Y reitera la

importancia de los complejos de memas coadaptados, en los que se seleccionan los

memas por su mutua compatibilidad» (p. 394).

Tampoco para Dennett la evolución de los memas es «simplemente algo

análogo a la evolución biológica o genética», un proceso que puede ser descrito

metafóricamente en términos evolucionistas porque es un fenómeno que obedece sin

excepción a todas las leyes de la «selección natural». Si la teoría de la evolución por

selección natural fuese neutral en lo que concierne a las diferencias entre «genes» y

«memas», se trataría simplemente de tipos diferentes de replicadores que evolucionan

en medios distintos y a ritmos distintos (1995, p. 215), pues la evolución mémica

«no pudo iniciarse hasta que la evolución de los animales abrió el camino

creando una especie, el Homo sapiens, con un cerebro que pudiera proporcionar

cobijo a los memas y unos hábitos de comunicación que sirvieran de transmisión de

los mismos». Estos nuevos replicadores —agrega— son más o menos las ideas;

pero, no obstante, «ésta es una nueva forma de pensar las ideas».

Dawkins ha analizado la fenomenología de los memas como categoría básica

del evolucionismo cultural, tomando como modelo explicativo la idea de Dios.

«Ignoramos —escribe— cómo surgió en el acervo de los "memas".» Es muy

probable que en su elenco de erudito faltase el nombre de E. B. Tylor y su

prodigiosa investigación, Primitive Culture, la aportación más importante a la

antropología cultural, como hemos visto en la sección 2 supra. Privado de esta

información insustituible, Dawkins no ha localizado en ese acervo memático la

infraestructura intelectiva de la religiosidad, es decir, la invención animista del hombre

prehistórico. Esa idea de Dios es muy antigua, pero se pregunta a renglón

seguido: «¿Cómo se replica?», interrogación de alto interés para entender la

dinámica del animismo; y él responde con una evidencia: mediante la palabra, escrita

o hablada; inicialmente, el transmisor fue la palabra hablada, pues la escritura

llegó sin duda muy tarde, en la protohistoria del llamado hombre moderno. Hay

que presumir primariamente una larga etapa de mera oralidad. Puede apostarse que

inicialmente el hombre animista no fue un escritor sino sólo un locutor —ayudado

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EL QUÉ, EL CÓMO, Y EL PORQUÉ DE LA RELIGIÓN

211

también por signos de intención simbolizante, pero quizá no lingüísticos

todavía.

De nuevo, se pregunta Dawkins: «¿Por qué tiene [el mema "divino"] un valor tan

alto de supervivencia? [...]. La pregunta significa realmente: ¿Qué hay en una idea de un

dios, que le da estabilidad y penetración en el medio cultural?»... Su respuesta no queda

suficientemente satisfecha, y dice solamente que «resulta de la gran atracción

psicológica que ejerce». Siendo esto cierto en su generalidad, la difusión e intensidad

de la idea de Dios, en el curso del devenir de los seres humanos, exige la búsqueda

de factores antropológicos más potentes, que hasta hoy solamente han sido detectados en

la «hipótesis animista» formulada por Tylor, y remodelada ahora con los adecuados

desarrollos y precisiones propuestos en mis escritos: la invención animista forjada

en la mente de los humanos prehistóricos aseguraba una respuesta confortadora y

operativa a las enigmáticas experiencias del homo sapiens sapiens —oníricas,

visionarias, aterradoras— y al horror mortis que el inherente deseo de supervivencia

radicado en la estructura psíquica de todos los animales generaba en la lucha por

su propia existencia. El despliegue de las posibilidades implícitas en los «memas

animis-tas» —no necesariamente actuadas todas ellas— empujaron a los

humanos a extrapolar ese riguroso acontecimiento a todos los referentes de la

naturaleza que configuraban su vida cotidiana: nació así el culto a almas o espíritus

en su dualidad ritual —propiciación y exor-cización—. Fue en el caldo del animismo

donde irrumpió, primeramente, y floreció después, una tupida red de sentimientos y

de credos religiosos, de modo tal y con tan asombroso arraigo que nuestras sociedades

actuales siguen siendo, en multitud de formas y peculiaridades, tributarias de la

mítica creencia en almas espirituales e inmortales. Es decir, son «sociedades animistas».

Situado en este contexto memático fundamental, el análisis que ofrece el propio

Dawkins adquiere su significado y valor porque permite explicar también la

potencia expansiva del animismo y su virtualidad creadora del proceso que condujo a la

humanidad a «la idea de Dios» —en su terminología—. Subraya él que ese alto

valor de supervivencia no sólo significa valor para un gen en un acervo genético,

sino también valor para un mema en un acervo de memas, porque aporta una

respuesta superficialmente plausible a problemas profundos y perturbadores

sobre la existencia: sugiere que las injusticias de este mundo serán rectificadas en el

siguió?te. «Los "brazos eternos" sostienen un cojín que amortigua nuestras

propias insuficiencias y que, a semejanza del "placebo" de un médico, no es

menos efectivo que éste por el hecho de ser "imaginario". Estas son algunas de

las razones de por qué la idea de Dios es copiada tan prontamente por las

generaciones sucesivas de cerebros individuales» (p. 252). Critica Dawkins que

algunos de sus colegas estiman que no es suficiente decir que la idea de un dios

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EL MITO RELIGIOSO

212

ejerce una «gran atracción psicológica», y que desean siempre retroceder a la

ventaja biológica, refiriendo la psicología a la biología genética, y mostrando así

indebidos pruritos pseudocien tíficos.

Dawkins no esquiva hacer la denuncia de las censuras ideológicas de las Iglesias por

efectivos mecanismos de dominación de las conciencias, ni elude descorrer esos velos ideológicos.

No debe confundirse groseramente la atención a las ideologías implícitas en los textos

con la adulteración ideológica ad extra del propio investigador. Renunciar a someter

a examen valorativo las ideologías que subyacen en el texto, y criticarlas, es el

primer deber del historiador, cuya misión prioritaria consiste, en último

término, en desvelar las verdades. Los propios prejuicios ideológicos han conducido a

ofrecer, no una obra de epistemología histórica, sino un vademécum de datos (es

el caso del libro de J. Montserrat Torrens, ha sinagoga cristiana).

Por la imitación —dice Dawkins—, considerada en su sentido más amplio,

es como los memas pueden crear réplicas de sí mismos. Pero así como no todos los

genes que pueden hacer copias lo efectúan con éxito, así también algunos memas

tienen un éxito mayor que otros en el acervo de «memas». Este hecho es análogo al de

la selección natural. Las cualidades de longevidad, fecundidad y fidelidad en la

copia son las que otorgan, análogamente, el éxito tanto de los genes como de los

memas. Dawkins matiza sus tesis al indicar que algunos memas, como ciertos

genes, alcanzan un éxito brillante a corto plazo al expandirse rápidamente, pero

sólo perduran aquellos memas —como ocurre con las creencias animistas— que

comportan fuertes gratificaciones psicológicas y culturales cruciales o excepcionales para

sus receptores o creadores. La antigua evolución seleccionadora de genes al

hacer los cerebros proveyó el «caldo» en el cual surgieron los primeros memas.

Una vez que surgieron estos memas capaces de hacer copias de sí mismos, se inició su

propio y más acelerado tipo de evolución genética, tan profundamente que tendemos a

olvidar que ésta es sólo uno de los muchos tipos de evolución. Pero «los memas

—agrega— son transmitidos de una forma alterada [...]. Parece como si la transmisión

de memas se viera sometida a una mutación constante, y también a una fusión», es de-

cir, «a primera vista parece que los memas no son, en absoluto, replicadores de alta

fidelidad» (p. 254). Sin embargo, el asunto es más complejo.

En primer lugar, conviene observar la dificultad de precisar en qué consiste

la «unidad» de memas en cada caso, ante la pluralidad de sus componentes y la

diversidad de sus receptores. «Una idea-mema podría ser definida como una entidad

capaz de ser transmitida de un cerebro a otro», como ocurre con la creencia

animista —o cualquier ideología— en su núcleo fundamental; pero cabe

agrupar por conveniencia varias ideas-memas. En segundo lugar, así como es

evidente la competencia entre los «genes», ¿sucede lo mismo con los «memas»?... Hay

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EL QUÉ, EL CÓMO, Y EL PORQUÉ DE LA RELIGIÓN

213

un sentido según el cual se puede responder afirmativamente. En efecto, lo

mismo que en una computadora digital, en la cual el espacio de almacenamiento de

tiempo y memoria es limitado —y cada persona que la utiliza puede emplear una

porción de tiempo, medida en segundos, y una porción de espacio, medida en

«palabras»—, en el cerebro humano el espacio del almacenamiento de datos es

también «objeto de fuerte competencia», pues las computadoras en las cuales

viven los memas son los cerebros humanos. En tercer lugar, así como en el acervo

géni-co pueden surgir complejos de genes coadaptados estrechamente unidos en el

mismo cromosoma, hasta tal punto que pueden ser considerados como un solo

gen, así también, por ejemplo, «el mema dios se ha asociado con otros memas

determinados, de tal manera que dicha asociación ayude a la supervivencia de cada

uno de los memas participantes». Igualmente, «la idea del fuego infernal es, simplemente,

autoper-petuadora, debida a su profundo impacto psicológico», y «se ha unido al

"mema dios", ya que se refuerzan mutuamente y cooperan a la supervivencia mutua

en el acervo de memas» (pp. 257-258).

La especificidad de la fe religiosa en el universo memático ha sido sutilmente

estudiada por Dawkins en ese «complejo religioso de "memas" (que) se

denomina fe», la cual «significa confiar ciegamente, en ausencia de pruebas, aun

frente a evidencias». Una fe ciega «asegura su propia perpetuación por el simple e

inconsciente recurso de desalentar una investigación racional [...]. La fe ciega puede

justificar cualquier cosa. Si un hombre cree en un dios diferente, o aun si emplea un

ritual distinto para adorar al mismo dios, la fe ciega puede decretar que debe morir: en

la cruz, en la pira, atravesado por la espada de un cruzado, de un balazo en una

calle de Beirut o por el estallido de una bomba en un bar de Belfast. Los memas

para la fe ciega tienen sus propios y despiadados medios para propagarse. Esto es

así, ya se trate de fe ciega patriótica o política, así como religiosa» (pp. 258-259).

Sin embargo, debería añadirse que los memas fuertemente fideístas cuentan con

mecanismos de permanencia tanto internos como externos que son

excepcionalmente eficaces; porque en su vertiente interna, la fe religiosa obedece a

estereotipos psicológicos que han codificado respuestas existenciales a cuestiones básicas que los

seres humanos se plantearon con urgencia desde el momento mismo en que el proceso de la

especia-ción los puso en posesión de su uso de razón; y en su vertiente externa, los credos o

confesiones religiosas se dotaron muy pronto de esquemas sociales y organizativos o

asociativos que, especialmente en la función de las Iglesias u otras formas de carácter

cúltico o ritual, cobraron paulatinamente un decisivo control de las conciencias no

solamente de sus fieles sino también de extensos sectores de la sociedad en

general. Como un ejemplo expresivo, Dawkins señala el hábito del celibato, que

presumiblemente no se hereda genéticamente, pero «aun así, un mema para el

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EL MITO RELIGIOSO

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celibato puede tener mucho éxito en el acervo de memas», cuando «es transmitido

por los sacerdotes a los muchachos jóvenes que aún no han decidido lo que

quieren hacer en la vida». «El medio de transmisión es la influencia humana de

diversos tipos, ya sea la palabra escrita o hablada, el ejemplo personal, etc. [...] El

celibato es sólo una parte menor dentro de un ejemplo de memas religiosos de

ayuda mutua» (p. 259), integrados en un complejo sistema de dominación colectiva.

En términos de generalidad, Dawkins indica que «los memas y los genes a

menudo se refuerzan unos a otros, pero en ocasiones entran en contradicción»,

pues es indudable que la simple observación enseña que la interacción entre los

memas es el motor quizá más potente, al lado del interés social o económico del grupo,

de la historia universal. Aunque no entra este tema en el análisis de Dawkins,

debe decirse que cuando se produce un enfrentamiento entre memas religiosos o, por

el contrario, un acercamiento, entonces el grado de intensidad de la competencia y

rivalidad entre las poblaciones, o de su alianza o fusión, alcanza elevados niveles,

hasta el punto del paroxismo. Históricamente, el sentimiento de pertenencia a un

grupo social o político pone en marcha conductas públicas o privadas vehiculadas

motivacionalmente por poderosos memas religiosos y memas políticos o patrióticos.

Pero cuando se realiza la fusión o el enfrentamiento de religión y etnia o nación,

entonces el destino de los pueblos entra en una etapa histórica nueva de terribles

consecuencias. Hoy sabemos que la suma de ortodoxia religiosa más nacionalismo político

conduce a los pueblos al oscurantismo y a la pérdida de las libertades. El

nacionalcatolicismo que ha sufrido el pueblo español ilustra perfectamente este

espantoso fenómeno.

Dawkins subraya que la herencia de los memas suele superar

abru-madoramente la herencia de los genes: «Sócrates —escribe— puede

tener uno o dos genes vivos en el mundo actual, como lo señaló G. C.

Williams, pero ¿a quién le importa? En cambio, los complejos de memas de

Sócrates, Leonardo, Copérnico y Marconi todavía son poderosos [...]. No

debemos buscar valores de supervivencia biológica convencionales de

características tales como la religión, la música, y las danzas rituales, aunque

también puedan estar presentes. Una vez que los genes han dotado a sus

máquinas de supervivencia con cerebros que son capaces de rápidas imitaciones, los "memas" automáticamente se harán cargo de la situación. Ni siquiera debemos postular una ventaja genética en la imitación, aunque

ciertamente ello ayudaría. Sólo es necesario que el cerebro sea capaz (sic) de imitar: evolucionarán "memas" que explotarán tal capacidad en toda su extensión» (pp. 259-262).

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Dennett, después de leer y asumir lo esencial del libro de Dawkins, se

plantea el problema moral siguiente: «¿Quién es el que manda, "nosotros" o "nuestros memas"? Evidentemente, no es fácil responder a esta pregunta, y es

este hecho el que se halla en el centro de todas las confusiones que rodean a la "idea del yo". La conciencia humana es en gran medida no sólo el producto

de la selección natural, sino también de la evolución cultural. La mejor

manera de ver la contribución de los "memas" a la creación de nuestras mentes es seguir muy de cerca los pasos típicos de todo razonamiento

evolucionista» (La conciencia explicada, p. 216). La pregunta está altamente

justificada cuando sabemos que una vez que en el cerebro del «homo sapiens sapiens» —convencio-nalmente denominado el «hombre moderno»— se instaló la consciencia animista en el curso de las generaciones, el modelo antropológico del animismo fue apoderándose de los humanos prehistóricos y

sus sucesores, hasta el punto de que una sociedad de la ciencia y la tecnología como la nuestra sigue siendo una sociedad e?ninentemente animista en sus creencias y en sus comportamientos. La invención animista, incurriendo en

una mala lectura de las experiencias del prehistórico, lo condujo ya en los

albores de la especie al frecuente tipo de error que Gilbert Ryle denominó error categorial (category-mistake, cf. sección 2 supra): originalmente por la

creencia en un doble espectral del cuerpo humano que hemos llamado

convencionalmente ánima, alma humana etérea e inmortal en un mundo más allá; y seguidamente por la extensión de este mema a un mundo de almas y espíritus al cual nadie ni nada escapaba. La magia, el fetichismo, la idolatría, el

politeísmo, y el teísmo o el panteísmo fueron salpicando las formas que fue revistiendo ese

«mundo de lo sagrado», el «bosque animado de la transnaturaleza». Esta presencia todavía

tan fuerte —aunque lenta pero incesantemente debilitada— de la falacia animista

en las sociedades de hoy obliga a interrogarse seriamente si el destino de los

humanos estaría sellado para siempre por los memas del animismo en sus

multiformes manifestaciones. Pero para su permanencia necesitan replicarse sin

cesar. Veamos cómo es posible.

La primera regla para los memas —indica Dennett—, así como para los

genes, es, biológicamente, que la replicación no es necesaria para ningún objetivo

en particular ni en beneficio de nada ni de nadie; los replicadores que triunfan son los

que son buenos en el acto de replicarse, sin importar el motivo por el cual lo hacen. El punto

importante aquí es que «no existe ninguna conexión necesaria (sic) entre el poder

replicativo del mema, su "idoneidad" desde su punto de vista, y su contribución a

nuestra (sic) idoneidad (sean cuales sean los criterios que utilicemos para

evaluarla)». En cualquier caso, «el destino de los memas —la posibilidad de que

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EL MITO RELIGIOSO

216

copias y copias de las copias de los mismos persistan y se multipliquen—

depende de las fuerzas selectivas que actúan directamente sobre los vehículos físicos que los

encarnan». Aquí no hay intencionalidades propiamente dichas, pero «para los hu-

manos, en cambio, cada vehículo de memas es un amigo o un enemigo en

potencia, portador de un regalo que mejorará nuestro poder o un Caballo de

Troya que nos distraerá, abrumará nuestra memoria y desquiciará nuestro

juicio» (p. 217). No hay más que causas eficientes, procesos mecanísmicos, del cambio.

Entonces, podría responderse a la pregunta diciendo que, «como regla

general, podemos confiar en la coincidencia de ambas perspectivas: en gran medida,

los buenos memas son también los que son buenos replicadores»; sin embargo,

cuando se producen excepciones, se generará «el divorcio de ambas perspectivas»; y es

un hecho que «hoy en día los memas se extienden por el mundo a la velocidad de

la luz», y su replicación es tan vertiginosa que, en comparación, la mosca de la

fruta o las células de la levadura nos parecería que están congeladas. Pero,

aunque los memas como los genes son «potencialmente» inmortales, dependen unos y

otros de la existencia de una cadena continuada de vehículos físicos, persistentes ante la

segunda ley de la termodinámica. Los libros son relativamente permanentes, y

las inscripciones en los monumentos aún lo son más, pero, a menos que ambos

se hallen bajo la protección de unos conservadores humanos, tienden a desapa-

recer con el tiempo. Como ocurre con los genes, la inmortalidad es más cuestión de

replicarse que de longevidad de los vehículos. La conservación de los memas platónicos,

a través de una serie de copias de copias, es un caso típico y sorprendente. «Aunque

se han descubierto recientemente algunos fragmentos de papiros con textos de

Platón, presuntamente contemporáneos del filósofo, la supervivencia de los memas

apenas debe nada a una persistencia tan larga como ésta» (pp. 218219).

Sin embargo, puede afirmarse, concluye Dennett, que la mera re-plicación de

los vehículos no es suficiente para asegurar la longevidad de los memas, pues «las "mentes"

son un bien escaso, y cada mente tiene una capacidad limitada de agregar memas, y, por

tanto, hay una considerable competición entre los "memas" para entrar en tantas mentes

como sea posible. Esta competición es la fuerza principal de la memos-fera, e, igual que

en la biosfera, se ha hecho frente a este desafío con grandes dosis de ingenio», ya

que «todas ellas tienen en común la propiedad de poseer expresiones fenotípicas

que tienden a aumentar las posibilidades de su propia replkación al debilitar o al

contrarrestar las fuerzas del entorno que tendieran a facilitar su extinción». Los

memas de la fe fomentan su conservación, por ejemplo, mediante el rechazo del

ejercicio de ese tipo de «juicio crítico» que llevaría a la conclusión de que la «idea de la fe» es a

todas luces una idea peligrosa. Sean memas «buenos» o memas «malos», «lo que

tienen en común es un efecto fe-notípico que tiende a desactivar las fuerzas selectivas

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EL QUÉ, EL CÓMO, Y EL PORQUÉ DE LA RELIGIÓN

217

dirigidas contra ellos». Y agrega Dennett un punto relevante: «en igualdad de

condiciones, la memática de las poblaciones predice que [...] el "mema de la fe" es

apropiado para asegurar su propia supervivencia y la de los memas religiosos que cabalgan con

él incluso en los entornos más racionalistas. En efecto, el mema de la fe presenta una

idoneidad dependiente de la frecuencia (sic): florece cuando se ve superado por los

memas racionalistas y, en un entorno con pocos escépticos, tiende a caer en desuso y a

desaparecer» (pp. 219-220).

En el capítulo 6 («Las paradojas del incumplimiento. Fe y profecías») de mi

obra Elogio del ateísmo (1995), estudio el notable fenómeno de la radicalización de la

fe cuando fallan las «predicciones» anunciadas y crecen peligrosamente los riesgos del

abandono de la creencia en mitos religiosos.

Antes de terminar la exposición de la importante aportación de Dennett al

desarrollo de la teoría de los memas de Dawkins, destaquemos la decisiva función

que cumplió el mema de la creencia animista en cuanto que fue la condición de

posibilidad sine qua non de la eclosión en la historia humana de los memas de la je

religiosa en cualquiera de sus manifestaciones históricas pasadas y presentes: me

refiero al mema de la creencia en almas imperecederas e incorporarles y en espíritus

transnaturales que mencioné en anteriores páginas. Es precisamente sobre este

mema del animismo sobre el que «cabalgan» todos los memas de la fe, sin excepción: la

idea del alma humana es el primero y fundamental analogatum de todo mema religioso. La

idea de Dios es un analogado derivado y secundario, tanto lógica como cronológica-

mente, como he ilustrado de modo sistemático en la obra Animismo. El umbral

de la religiosidad (2005). El concepto evolutivo de replica-ción de los memas por el

aprendizaje cultural y la enseñanza permite explicar la asombrosa pervivencia milenaria de

«memas» culturales como el animismo y el monoteísmo. El primero de éstos, debido a

su crucial función como respuesta al grave problema de las experiencias

enigmáticas o extraordinarias del humano prehistórico, originalmente, y del humano

actual, después. El segundo, a causa de su arraigo en grandes civilizaciones históricas bien

equipadas para la preservación de sus tradiciones. El caso del cristianismo es muy

representativo, pues la secta cristiana tuvo pronto la intuición de que el constante

incremento del número de sus fieles aseguraba la replicación de sus específicos «memas de fe» y

consolidaba las «razones» que se añadirían para su «posesión de la verdad». Debajo

de su empeño proselitista no solamente gravita el mandato bíblico de «creced y

multiplicaos» y el evangélico de «idpor todo el mundo y predicad el Evangelio a toda

criatura» (perícopa apócrifa y tardía de Me 16.15). La Iglesia hizo suyo el lema

que impulsaría extraordinariamente la supervivencia de sus memas, a saber, cuanto

mayor es el número de sus fieles más verdadera es su revelación. Será por la incesante y creciente

«replicación de sus memas» como la fe cristiana podrá subsistir, de modo que el

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EL MITO RELIGIOSO

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envejecimiento de sus adeptos —cada día de más avanzada edad proporcionalmente

en número respecto de las generaciones de jóvenes creyentes— cabe pensar que

conduzca en el próximo futuro, por creciente abandono, a su acelerada debilidad o

previsible desaparición. El sordo avance de la ciencia y la erosión causada por el

progresivo predominio de patrones racionales de conducta y estilos de vida hedonistas, unos

y otros incompatibles con la vieja moral de signo religioso, son potentes factores de

cambio en una dirección adversa a la religión en general, y a los credos monoteístas en

especial. Este balance de Dawkins resulta muy negativo dentro y fuera de la «grey».

Dennett perfila la función capital de los «memas» en la historia de la cultura humana,

en el texto siguiente, que explica la capacidad de «rediseño» neuronal que les

corresponde:

Todos los memas dependen de la posibilidad de alcanzar el refugio de una mente humana, pero una mente humana es también un artefacto creado cuando los «memas» reestructuran un cerebro humano a fin de convertirlo en un habitat más apropiado para sí mismos. Las vías de entrada y salida se modifican para adecuarse a las

condiciones del entorno y se refuerzan a través de diversos dispositivos artificiales que potencian la fidelidad y la prolijidad de la repli-cación: las mentes nativas chinas son muy distintas de las mentes nativas francesas, y las mentes alfabetizadas son distintas de las mentes analfabetas. En contrapartida, lo que los memas aportan a los organismos que los albergan es un incalculable almacén de ventajas, con algún que otro Caballo de Troya incluido, sin duda. Los cerebros humanos normales no son todos iguales; varían considerablemente en cuanto a tamaño, forma y un sinfín de detalles en cuanto a las conexiones de las que depende su destreza. Sin embargo, las diferencias más notables en cuanto a la destreza humana dependen de diferencias micro estructurales inducidas por los distintos

memas que han entrado y fijado allí su residencia. Los memas potencian sus oportunidades entre sí: el mema para la educación, por ejemplo, es un mema que refuerza el proceso mismo de la implantación de memas.

Pero si es cierto que las mentes humanas son también en gran medida la creación de unos memas, entonces no podemos seguir manteniendo la pers-pectiva con que empezamos; ya no puede tratarse de una cuestión de «memas contra nosotros», porque anteriores invasiones de memas ya han desempeñado un papel fundamental en la determinación de quiénes somos o qué somos (sic). La mente «independiente» luchando por protegerse a sí misma de memas extraños y

dañinos no es más que un mito; existe, en el trasfondo, una tensión persistente entre el imperativo biológico de los «genes» y los imperativos de los «memas», pero sería estúpido el «alinearse» con nuestros genes, es decir, el cometer el más craso error de la sociobiología «pop». ¿A qué podemos asirnos, entonces, mientras luchamos por no perder pie en la tormenta de «memas» en que nos hallamos sumidos? Si el poder replicativo no hace

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EL QUÉ, EL CÓMO, Y EL PORQUÉ DE LA RELIGIÓN

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justicia, ¿cuál será el ideal eterno en relación al que «nosotros» juzgaremos el «valor de los memas»? Es preciso señalar que los «memas» para conceptos normativos —para el deber, el bien, la verdad y la belleza (sic)— se hallan entre los más arraigados habitantes de nuestras mentes, y de entre los memas que nos constituyen, son los que desempeñan un papel más fundamental. Nuestra existencia en tanto que nosotros, como lo que somos en tanto que entes pensantes —y no como lo que somos en tanto que organismos— no es independiente de estos memas.

En resumidas cuentas, la evolución de los memas posee el potencial de contribuir con sustanciales «mejoras de diseño» a los mecanismos subyacentes del cerebro, con gran rapidez, por comparación al paso lento de la I+D genética. La desacreditada idea lamarquiana de la transmisión genética de las características individuales adquiridas resultó, en un primer momento, atractiva para los biólogos en parte por su presunta capacidad de acelerar la inclusión de nuevas invenciones en el genoma [...]. Esto ni ocurrirá ni puede ocurrir. El Efecto Baldwin [véase p. 197] acelera la evolución, favoreciendo el movimiento de buenos trucos descubiertos individualmente hacia el genoma, por la vía indirecta de crear nuevas presiones selectivas resultantes de la amplia adopción de esos buenos trucos por parte de los individuos. Sin embargo, la evolución cultural, que se produce aún más deprisa, permite que los individuos adquieran, a través de la transmisión cultural, buenos trucos perfeccionados por predecesores que ni siquiera son sus antepasados genéticos. Tan poderosos son los efectos de dicha posibilidad de compartir buenos diseños, que la evolución cultural probablemente ha acabado con casi todas las suaves presiones del «Efecto Bald-win». Es probable que las mejoras en el diseño que uno recibe de la propia cultura —uno casi nunca tiene que «reinventar la rueda»— limen gran parte de las diferencias genéticas en el diseño del cerebro, eliminando así las ventajas de aquellos que eran un poco mejores en el momento de nacer.

Los tres medios —la evolución genética, la plasticidad fenotípica y la evolución memática— han contribuido sucesivamente al diseño de la conciencia humana a velocidades cada vez mayores. Comparada con la plasticidad fenotípica, que existe desde hace varios millones de años, la evolución memática significativa es un fenómeno extremadamente reciente, convertido en una fuerza poderosa sólo en los últimos cien mil años, y que ha estallado en el desarrollo de la civilización hace menos de diez mil años atrás. Está restringida a una única especie, Homo sapiens, y observamos que con ella nos estamos acercando a un potencial cuarto medio de I+D, gracias a los memas de la cien-da: el examen directo de los sistemas nerviosos individuales por parte de la ingeniería neurocientífica y el examen del genoma por parte de la ingeniería genética (La conciencia explicada, pp. 220-221).

Una lectura de los memas de la conciencia permitió a los lectores conocer su

original teoría del yo como sujeto pensante en la encrucijada de los memas. El

análisis de la conciencia se inscribe necesariamente en la cuestión de la relación de la

mente con el cerebro en la cognición y la conducta, y esta relación ha quedado

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EL MITO RELIGIOSO

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desvelada en la sección 6 de este ensayo, y en consecuencia también la

verdadera función délos memas en el espacio de libertad que le es posible a su

vehículo, el propio ser humano.

8. LA AUTONOMÍA DE LA VOLUNTAD Y EL DETERMINISMO

En la sección 6 se dejaba sin respuesta la gran cuestión de la responsabilidad moral

y de la libertad humana, que Dennett enunciaba así: «¿Quién es el que manda, nosotros

o nuestros memas?». Resulta bastante paradójico que ocho años antes de ese libro

hubiese escrito Dennett su obra The Elbow Room (1984, en la traducción

castellana, La libertad de acción. Un análisis de la exigencia de libre albedrío), pues esta

última ofrece una apasionada defensa del indeterminismo y de la libertad de la voluntad

humana, que sigue defendiendo, con matices, después de haber dinamitado —a mi modesto

juicio, con considerables argumentos de gran peso científico— la centralidad y

unidad de la conciencia del ser humano. El propio Dennett reafirma, sin embargo, su

posición antideterminista —aunque sin establecerla dogmáticamente— en su libro de

madurez, The Darwin's Dangerous Idea (1995), que aporta nuevas o renovadas

razones para habilitar teórica y prácticamente un espacio (room) para mover los codos

(elbows) con holgura. Leamos este texto de 1995:

La idea del «elbow room» es algo que necesitamos presuponer en cualquier caso, pues es la mínima negación del «actualismo», la doctrina de que sólo lo actual es posible. David Hume, en A Treatise of Human Nature (1749), habló de «una cierta laxitud» que necesitamos para existir en nuestro mundo. Esta es la laxitud que impide que lo posible se contraiga demasiado en torno a lo actual. Esta laxitud es presupuesta por cualquier (sic) uso de la palabra «puedo» —¡una palabra sin la cual apenas podemos hacer algo!—. Algunos han pensado que si el determinismo fuese cierto el actualismo sería verdadero —o, a la inversa, si el actualismo es falso (sic) el indeterminismo tiene que ser verdade-

EL QUÉ, EL C OMO. Y EL PORQUÉ DE LA RELIGIÓN

ro—, pero es altamente dudoso. El implícito argumento contra el determinismo sería ciertamente simple: este átomo de oxígeno tiene valencia 2; en consecuencia, puede unirse con dos átomos de hidrógeno para formar una molécula de agua (puede justamente ahora mismo, hágalo o no); por tanto, es posible algo que no es actual, así, el determinismo es falso. Hay impresionantes argumentos de física que llevan a la conclusión de que el determinismo es falso (y que este supuesto es

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EL QUÉ, EL CÓMO, Y EL PORQUÉ DE LA RELIGIÓN

221

independiente de la cuestión de determinismo/indeterminismo), incluso si yo no puedo pretender probarlo, aunque sólo fuese porque la alternativa fuera desistir e ir a jugar al golf o a algo. Pero para una discusión algo más completa del actualismo, ver mi libro Elbow Room (1984), especialmente el capítulo 6, «Pude haberlo hecho de otra manera», con cuyo material he redactado esta nota. Ver también la concurrente opinión de Charles Lewis (1986) acerca del problema relacionado de la irrelevancia de la cuestión del indeterminismo para nuestro sentido de que el futuro está «abierto» (1995, p. 120, nota 11).

Como expondré después, la cuestión determinismo/indeterminismo sigue

siendo crucialmente relevante para el asunto de la imputabi-lidad de los seres

humanos. Por lo pronto, anticipo que estimo que los esquemáticos ejemplos tomados

de la ciencia física son simplistas, en el contexto de la discusión sobre el indeterminismo,

porque contemplan las alternativas tomadas una a una y aisladamente de la tupida red

de concausas que presenta aún el fenómeno más sencillo de la realidad empírica.

Cualquier opción en la vida humana real se inscribe factorial-mente en un campo de

posibilidades múltiples cuyo condicionamiento recíproco es inagotable e inobservable tanto para

el sujeto concreto de las decisiones eventuales como para el analista que las examina ex even-tu.

Si uno pudiese explorar todo el campo causal de posibilidades en un momento

puntual de la observación, aún tendría que identificar otros factores que acotan

desde el «pasado» el abanico de posibilidades del «presente». El «actualismo»

contemplado en el marco de la interconexión causal local o universal que estudian las

ciencias de la naturaleza representa conceptualmente la hipótesis más plausible en la

mencionada cuestión fundamental, pero en favor del determinismo, por mucho que

la arrogancia o la vanidad humanas me hagan decir que me he ido a jugar al golf

porque me ha dado la «real gana», pues las propias posibilidades «supuestas» se

destruyen ocultamente unas a otras a nuestras espaldas, aunque las que

eventualmente sobreviven se han reducido a una sola que coincide con «mi» opción. EL MITO RELIGIÜSÍ >

Sin embargo, Dennett ha apostado por la libertad humana desde muy

temprano en su carrera filosófica, aunque no siempre con la deseable

coherencia, en mi modesta opinión. Este punto de arranque fue sostenido

explícitamente o subterráneamente a lo largo de sus escritos, que yo he seguido

con creciente atención. Pero durante mi meditada lectura del magnífico libro de

1995 llegué a pensar que Dennett habría, antes o después, de reestructurar sensiblemente

su concepción del «libre albedrío», toda vez que su explicación inmisericorde de la

«conciencia cartesiana» parecía condenar en términos ontológicos concluyentes la

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EL MITO RELIGIOSO

222

idea del sujeto autónomo «trascendental». La aparición del libro Darwin's Dangerous

Idea, en 1995, y artículos posteriores recientes me han llevado a la conclusión de que su

descripción del materialismo evolucionista en términos antifisicalistas le ha permitido

mantener una idea del ser humano eminentemente conservadora, a pesar de su destrucción

masiva de mitos, viejos y actuales, sobre la naturaleza humana.

Al no resultarme posible dedicar muchas páginas al moderado indeterminismo

que exhibe en su ensayo Elbow Room (1984), ofreceré un perfil sustancial de su

tema principal. Dennett se sumerge ya de entrada en el corazón del problema: la

idea tradicional de destino, de orden esencialmente teológico, obligó a los

filósofos y a los políticos a defender el libre arbitrio, pues «si todos los

acontecimientos físicos eran causados o estaban determinados por la suma total

de los acontecimientos anteriores», entonces «¿cómo es posible la libertad?» (p. 13 de

la trad. cast. de 1992). Dennett, en esta difícil coyuntura teórica, comienza por

precaverse: «mi método toma a la ciencia con toda seriedad, pero sus tácticas se

parecen mucho más a las del arte» (p. 15). ¡Comprometida declaración!...

Seguidamente subraya que si el problema del libre albedrío obsesiona tanto a la

gente se debe al miedo de ser juguete del destino, pero «es un engendro construido por

los métodos tradicionales y las obsesiones de los filósofos». Uno de los «ogros»

que evoca Dennett en su papel de terapeuta es el temor al « y o que desaparece»: «si

el "determinismo" es verdadero, entonces, no h a y "libertad de acción" para nuestros y oes, ni

tarea que puedan realizar» (pp. 26-27)... Pero en este punto «evoca» con realismo la

cara del ogro, si bien para conjurarla:

La ciencia nos conduce al interior de las cosas, y la visión interna y detallada del cerebro que nos ofrece no revelará, probablemente, ninguna versión reco-nocible de lo que Descartes llamaba res cogitans o cosa pensante que tan bien conocemos «por introspección». Pero, si perdemos de vista nuestros yoes en favor de la objetividad científica, ¿qué ocurrirá con el amor y la gratitud ( y con el odio y el resentimiento)? (p. 27).

¿En qué consiste el secreto terrible? Quizá, en la realidad del determinismo (¡o en la irrealidad del indeterminismo!). Sea como fuere, es necesario que el secreto terrible quede al descubierto, ya que implica que la libertad es una ilusión. Nótese que el miedo no está referido a la verdad o falsedad de cierta proposición, sino al hecho de que, verdadera o falsa, pueda ser creída (p. 28).

Hasta ahora, señala Dennett, «no he tratado de probar nada acerca del libre

albedrío», sino a «rodear el tema» (p. 30). Pero resulta que «los grandes generadores

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223

de intuición [léase, ¡los teóricos!] pueden incluso extraviarnos en lugar de

instruirnos» (ibidem).

Efectuados éstos y muchos otros circunloquios, Dennett se descubre:

[...] en primer lugar, pregunto por qué deseamos el libre albedrío, y alego que se trata de un deseo sabio, dadas las implicaciones de nuestra necesaria imperfección en cuanto agentes [...] ¿nos engañamos a nosotros mismos —o somos engañados por la sociedad— cuando insistimos en ser considerados responsables (sic)? [...] Cuando actuamos de manera equivocada, ¿somos verdaderamente culpables?

Mis conclusiones no son revolucionarias ni pesimistas; sólo son moderadamente revisionistas: lo que dice el sentido común acerca de nuestro lugar en el universo es aproximadamente cierto. Tenemos «libre albedrío». Podemos tener libre albedrío y también ciencia (p. 33).

Después de dar vueltas y revueltas arguméntales, algunas ciertamente

sugestivas, Dennett se ciñe a su proyecto de fundamentar la «autonomía de la voluntad»

por la vía rápida:

Los «compatibilistas» o «deterministas blandos» —aquellos que creen que el libre albedrío y la responsabilidad son compatibles con el determinismo— sostienen que uno actúa libre y responsablemente sólo cuando «hace lo que ha decidido», basándose en lo que cree y desea. Pero los «deterministas duros» y otros escépticos consideran esto como una mera postergación de las dificultades.

Dennett afronta una dificultad mayor, formulada por Paul Edwards (1961): el

punto de partida de toda decisión o acción humanas es el resultado de «factores que no dependen

del sujeto agente en el momento en que se dispone a decidir o actuar», sino de «situaciones

pasadas que le vienen dadas». A lo cual Dennett replica que «a menos que encontre-

mos la manera de producir "un yo responsable" a partir de elecciones inicialmente no

responsables, de modo que haya una adquisición gradual de responsabilidades por parte del

individuo, nos quedaremos aprisionados en una alternativa difícil de digerir. O bien

negamos el tan mentado yo responsable, o bien nos adherimos a la solución de Sartre

y Chissholm y abrazamos una doctrina francamente misteriosa, que podríamos

llamar la doctrina del agente absoluto (sic). Vara el sentido común, la responsabilidad se

adquiere —o se gana— gradualmente; pero a menos que podamos encontrar una falta fatal

en el argumento de Edwards, el sentido común está en peligro y nuestra lealtad hacia él no será

otra cosa que una expresión de deseo» (pp. 101-102). Y «pienso que el sentido común es sabio

en este aspecto y debe ser defendido de la sospechosa "reductio" (sic) de Edwards que, cabe

señalar, no hace un uso esencial de las premisas del determinismo; una "reductio"

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EL MITO RELIGIOSO

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tan forzada puede construirse también a partir de la hipótesis de un mundo indeterminista»

(ibidem).

Llegados al penúltimo capítulo de su libro, Dennett se sirve de una interrogación

para la que debería haber unanimidad: «Podría haber obrado de otra manera». Cita este

texto de P. van Inwagen (1975):

Casi todos los filósofos coinciden en que la condición necesaria para afirmar

que un agente es responsable de un acto es «creer que el agente pudo abstenerse de realizar ese acto».

Dennett estima que el principio que establece esa condición necesaria es «el principio

que sostiene que sólo se actúa libre y responsablemente cuando se podría haber obrado de un

modo distinto», y que «dicho principio es sencillamente falso» (p. 151). Nos recuerda que

W. James (1921) lo consideraba «una charla de evasión», y Kant lo calificó de

«subterfugio lamentable» (Crítica de la razón práctica). Según Dennett, «los

defensores del principio suponen que "podría haber obrado de otra manera" tiene un

sentido según el cual nadie podría hacer otra cosa que la que hizo, en caso de ser verdadero el

determinismo». Señala Dennett, entonces, que «ignoramos abiertamente la clase de in-

vestigación que debería realizarse si estuviéramos realmente interesados en responder a la

pregunta; es decir, a la pregunta metafísica [en el sentido referencial moderno del

término] acerca de si el agente está o no "completamente determinado", al ejecutar una acción, por el

estado del universo en ese momento» (p. 156). En cualquier caso, a quien afirma la verdad del

«principio» le corresponde el onus probandi, pero no a quien sostiene el «axioma» del indeterminismo,

incluso si la prueba resultase imposible. Dennett hace esta interesante observación:

Si, como afirma esta importante corriente filosófica, nuestra responsabilidad

depende de la pregunta «¿podríamos haber obrado de otra manera exactamente (sic) en aquellas

circunstancias?», nos enfrentamos con un problema de ignorancia de lo más peculiar, pues es harto improbable, dado lo que al parecer establece la «física», que se pueda determinar si un agente ha sido o no respon-

sable. De acuerdo con la ortodoxia actual, reina el indeterminismo en el nivel subatómico de la

mecánica cuántica; de modo que a falta de un argumento general y aceptado para el determinismo universal, es posible, hasta donde sabemos, que nuestras acciones y decisiones sean los «efectos

aumentados», macroscópicos, de «indeterminaciones» en el nivel mecánico-cuántico, y que nuestras decisiones y actos

macroscópicos estén (indeterminados. Los efectos cuánticos podrían anularse a sí mismos en lugar de amplificarse

(como si los anularan los contadores Geiger orgánicos de las neuronas). Y es extremadamente improbable, dada la complejidad del cerebro aun en el nivel molecular (una complejidad que va más allá del predicado «astronómica»), que podamos probar de manera contundente que

un acto particular es el «efecto en gran escala de una indeterminación en el nivel subatómico crítico». En consecuencia, si la responsabilidad de alguien por un acto depende de que la decisión esté o no determinada en el

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momento de decidir por un estado anterior del mundo, entonces dejando de lado el regreso victorioso del determinismo universal en la microfísica (que aboliría toda responsabilidad en ese aspecto), es muy posible que nunca tengamos alguna razón para creer que un

actor particular fue o no el responsable. La diferencia crítica sería completamente inescrutable desde toda

posición de ventaja macroscópica, y prácticamente inescrutable desde la más sofisticada posición microfísica que pueda

imaginarse (pp. 156-157).

Este inestimable texto —que muestra la voluntad científica y la honestidad

intelectual de Dennett incluso contra domum— revela la inanidad teórica del intento de

coartada cuántica, esgrimida por los indeterministas impenitentes, pero cabe añadir aquí dos

observaciones importantes que avalan aun más la conclusión del texto: a) el hecho de

que es imposible encontrar un punto de «inhesión» adecuado en el tiempo y en el espacio físicos de un «acto libre e indeterminado» en el tejido del acontecer probabilístico de la energía en el nivel microfísico (cf. las observaciones de Bavink y J. Perrin

sobre este tema, en mi libro Elogio del ateísmo, 1995, pp. 65-66); b) toda

irrupción física de un observador humano en el plano de la mecánica cuántica

convertiría ipso facto todo el proceso causal en macroscópico, por el inmediato efecto de la presencia de un cuerpo material. Ambos hechos,

agregados a las acertadas consideraciones teóricas de Dennett, descartan las hipótesis pseu-dofísicas de los indeterministas en estos contextos. Sin

embargo, pensamos que la cuestión de «determinismo/indeterminismo» no puede resolverse en un «empate técnico» por falta de pruebas, que sería la po-

sición buscada, aunque presumiblemente sin convicción, a la vista de sus

propios argumentos, por Dennett al afirmar hipotéticamente la «falta de un argumento general y aceptado por el "determinismo universal"».

Mi posición podría resumirse así: aunque la causación universal incluya

acontecimientos de azar, causalidades imprevisibles y sucesos estocásticos o

probalísticos, cabe inferir legítimamente, a partir de las enseñanzas seguras de las ciencias naturales, un fundamentado argumento general en favor del «determinismo» universal básico de nivel ontológico, y aplicable al «continuum» del proceso causal de la energía-materia, incluidos los hechos humanos a pesar de la manifiesta complejidad de las estructuras cognitivas y volitivas de la especie humana. La materialidad del cerebro humano y sus funciones mentales se rigen por las leyes de la física dentro de la unidad ontológica del universo, sin que sea posible imaginar la inhesión causal en la Naturaleza de fuerzas o potencias espirituales y sobrenaturales, cobijadas en un dualismo animista o cartesiano.

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Dennett compone la escena imaginaria de un determinismo cruel seguido

de un realismo indefectible:

¿Por qué existe una diferencia tan abismal, en cierto modo visible desde el punto de vista humano, entre un mundo donde se podría hacer otra cosa y un mundo donde ello no sería posible? ¿Por qué es tan aterrador el determinismo? Acaso nos engañe la imagen omnisciente, sub specie aeternitatis, desde la cual atisbamos nuestra vida entera, desplegada en el espacio y el tiempo desde el nacimiento hasta la muerte, como si se tratase de un único, inmutable, cua-tridimensional «gusano de espacio-tiempo» clavado en la trama de la causalidad e incapaz de todo movimiento (la causalidad, como dijo metafóricamente

Hume, es «el cemento del universo» [Mackie, 1974]; quizá por esa razón imaginamos nuestras vidas vaciadas en cemento (sic), atrapadas como un fósil en la piedra inalterable del espacio-tiempo).

Deseamos que nos demuestren que podemos movernos (sic) en ese ámbito. Pero hay aquí una confusión; experimentar ese deseo es haber olvidado que el tiempo es una dimensión que se vuelve espacial en nuestra imagen. Atisbar de izquierda a derecha es

atisbar del pasado al futuro, y un corte vertical de nuestra imagen captura un instante único del tiempo. En ese ámbito, la «libertad de acción» —la libertad para arrastrarse y serpear entre los puntos fijos del nacimiento y de la muerte— no reside en poseer la facultad de elegir de manera indeterminada, sino en la de elegir dos o más «cursos de acción» en «un solo tiempo» (sic).

¿Deseamos, entonces, guardarnos el pastel y también comerlo? [...] Si nos referimos a esta clase de libre albedrío, entonces, valga o no la pena, nos resultará inalcanzable (p. 159).

Como es patente, Dennett busca desesperadamente subsanar la insoslayable

fragilidad ontológica en la fundamentación teórica de la im-putabilidad y responsabilidad

moral de los individuos humanos, y piensa que es urgente improvisar una pasarela para

transitar desde la destrucción científica del yo cartesiano hasta un yo moral responsable que

pueda sostener la pretensión del sentido común que reclama el «libre arbitrio» como la

propiedad específica del ser humano. Si se siguen despaciosamente los desarrollos

sumamente técnicos y laberínticos para sopesar los argumentos posibles en pro y en

contra del libre albedrío, nos veremos arrojados contra un muro de perplejidades que

son también las suyas a la hora de sentenciar el valor epistemológico de las

respectivas propuestas. A la postre, Dennett cae en un pragmatismo filosófico de

corte conductista a la vez que social y felicitario. Conmueve ver a una inteligencia tan

potente y preclara refugiarse en una explicación simplista de la voluntad libre del

ser humano: «¡una acción voluntaria es algo que una persona puede "hacer" cuando se le

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pregunta!». Es la definición que formula el profesor de psicología de la

Universidad de Harvard, Daniel Wegner, en su libro The Illusíon of Concious Will

(2002), y que Dennett asume en la recesión que hizo de ese libro, aunque con

reservas y algunos matices: «cuando el lenguaje comenzó a existir —escribe

Dennett—, trajo a la existencia la clase de mente que puede transformarse ella misma,

en un momento, en una "máquina virtual" algo diferente, tomando sobre sí nuevos

proyectos», siguiendo las reglas, adoptando nuevas políticas. Nosotros somos

«transformadores». Eso es lo que es una mente, en contraste con un mero cerebro: el

sistema de control de un transformador camaleónico. Una máquina virtual para hacer más

máquinas virtuales. Animales no humanos pueden emprender acciones voluntarias de

ciertas suertes. El pájaro que vuela adonde quiere se está guiando voluntariamente

por esta u otra ruta, moviendo voluntariamente sus alas, y hace esto sin ningún

beneficio del lenguaje. La distinción incorporada en la anatomía entre lo que

puede hacer voluntariamente (por el movimiento de sus músculos estriados) y lo que

sucede autonómicamente, movido por músculos suaves y controlado por el sistema

nervioso autónomo, no está en cuestión. Nosotros [los humanos] hemos añadido un

estrato por encima de la capacidad del pájaro ( y del mono y del delfín) para decidir «qué hacer

a continuación». No es un estrato anatómico en el cerebro, sino un sustrato funcional, un

piso virtual compuesto de alguna manera en los mi-crodetalles de la anatomía del cerebro:

nosotros podemos pedirnos unos a otros hacer cosas, y nos podemos pedir a nosotros mismos que

hagamos algunas cosas. Y al menos a veces cumplimos prontamente esas de-

mandas. Sí, su perro puede ser «requerido» para que haga una variedad de cosas

voluntarias, pero no puede preguntarle a usted por quéle hace estas peticiones.

Nosotros, seres humanos, no sólo podemos hacer cosas cuando se nos pide que las

hagamos; podemos responder a preguntas sobre lo que estamos haciendo y por qué.

Nosotros podemos emprender la práctica de pedir y de dar razones. Es esta clase

de pedir, que nosotros podemos también dirigir a nosotros mismos, lo que crea

«una categoría especial de acciones voluntarias» que nos colocan a nosotros aparte. Otros

sistemas intencionales más simples actúan de maneras que son nítidamente

predecibles sobre la base de creencias y deseos que les atribuimos sobre la base de

nuestras indagaciones de sus necesidades y sus historias, sus talentos

preceptúales y conductuales; pero con nosotros ello es diferente. Una vez que el

lenguaje se alcanzó por evolución, la gente pudo hacer cosas con palabras que nunca

pudieron hacer antes. La metáfora de contrapieza de esta ilusión del usuario humano

coevolucionado es el Yo (Self), que aparece para residir en el cerebro, el Teatro

Cartesiano, proveyendo de un semblante metafórico, limitado, de lo que está pasando en

nuestros cerebros. Él suministra este semblante a otros, y a nosotros mismos (sic). En

realidad, nosotros no existiríamos, como Yoes (Selves), «habitando una complicada

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EL MITO RELIGIOSO

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maquinaría», como lo dice Wegner tan vividamente, sino fuera porque la evolución de

las interacciones sociales requirió que cada animal humano creara dentro de sí mismo un

«subsistema» diseñado para interaccionar con otros. Como lo expresa Wegner, «la gente

llega a ser lo que ellos piensan que son, o lo que otros piensan que ellos son, en un proceso de

negociación que se hace constantemente una bola de nieve». Al término de todos estos

procesos, «nos encontramos con un pensamiento perfectamente consciente que

precisamente nos desconcierta; es, como él dice admirablemente, consciente pero no

accesible (sic) [...]. Si un pensamiento suyo es solamente (sic) consciente, pero no

accesible para esa maquinaria (sic) [...], entonces usted (sic) no puede hacer nada con

él, y nos deja justo tragándonos la maldita frase para uno mismo, para su

aislado yo (self), una y otra vez. La conciencia aislada no puede realmente hacer nada que

le sea propio. Ni puede ser responsable». Dennett concluye que «el título del libro de

Daniel Wegner es ominoso, y la argumentación que hace para su pretensión

central —que la "voluntad consciente" es, en un importante sentido, ilusoria— es

insuficiente, pero su conclusión no es tan extrema como puede parecer a primera

vista. La "voluntad consciente" no es en absoluto lo que podemos haber pensado que era, lo

que la tradición supone que es, pero lo que es —o lo que tenemos en lugar de la

voluntad consciente si preferimos dejar que la tradición amartille la definición de

los términos— resulta bastante para cimentar nuestras "convicciones éticas" más

importantes, para asegurar nuestra "responsabilidad" para al menos muchas de las cosas que

hacemos. "Ilusoria" o no, la "voluntad consciente" es el guía de la persona para su propia

"responsabilidad moral" en la acción».

Este texto es fundamental porque evidencia que en el año 2002 Dennett

reiteraba, de un lado, las tesis de su Conciousness Explained (1992), que dinamitaba la

hipótesis del yo cartesiano hasta sus últimas consecuencias para la ética tradicional, para el

libre albedrío, y para la religión; y, de otro lado, que en el largo artículo citado de 2002

desaparece la ardorosa e incoherente defensa del libre albedrío que contiene el libro de 1984,

reemplazándola poruña exhortación moral a la «responsabilidad» y a la «buena conducta».

La improvisada pasarela entre el sujeto empírico —fragmentado, multifactorial e

impulsado en cada coyuntura por un imperativo de supervivencia ontológica—

y el sujeto moral libre —unitario, autoconsciente, introspectivo y trascendente—

ha sido un proyecto teórico fallido en la, por los demás admirable, obra de Dennett.

Antes de pasar a las conclusiones generales sobre la fundamenta-ción teórica de

la ética, conviene esbozar algunos resultados, a la luz de los importantes

comentarios de Dennett al libro de Wegner, que completarán algunos aspectos

de la conciencia voluntaria y su alcance. Poseer una imagen científica del

funcionamiento del sistema nervioso en general y del cerebro humano en

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particular es una premisa sine qua non para el tratamiento de la conciencia y la

voluntad humanas. Dennett escribe:

Nosotros pensamos que conocemos «desde dentro» lo que estamos haciendo y por qué, pero conocemos también que hay muchas cosas que están suce-diendo en nosotros a las que no tenemos tal acceso privilegiado, entonces, ¿cómo conocemos —cómo podemos conocer— que nosotros (sic) estamos tomando realmente

la decisión? Obsérvese cómo la introducción de la cuestión del acceso privilegiado nos pone automáticamente en la pendiente escurridiza hacia el Teatro Cartesiano: el lugar mítico en el cerebro «donde todo llega juntamente a la conciencia» (Dennett, 1991). Hay cosas que están pasando en mí de las que no sé nada, y luego hay cosas que conozco más o menos «directamente» —son de algún modo entregadas a mí dondequiera que yo esté—. En lugar de combatir esta imagen tentadora y traicionera, Wegner se permite seguir la pintura cartesiana plena cuando conviene a sus propósitos: no podemos posiblemente conocer (no digamos ya seguir la pista de) el tremendo número de influencias mecánicas sobre nuestra conducta porque habitamos una máquina extraordinariamente

complicada. Estas máquinas que «habitamos» simplifican las cosas para beneficio nuestro: «la experiencia de voluntad, pues, es el modo con el cual nuestras mentes la retratan para nosotros, no su operación real». En otras palabras, obtenemos un atisbo útil pero distorsionado de lo que está pasando en nuestros cerebros:

La conciencia humana única de pensamientos conscientes que prevén nuestras acciones nos dan el privilegio de sentir que nosotros causamos voluntariamente lo que hacemos. De hecho, los mecanismos inescrutables e inconscientes producen tanto el pensamiento consciente de la acción como la acción, y producen también

el sentido de voluntad que experimentamos al percibir el pensamiento como causa de la acción. Así, mientras que nuestros pensamientos pueden tener profundas, importantes e inconscientes conexiones causales con nuestras acciones, la experiencia de la voluntad consciente surge de un proceso que interpreta estas conexiones, no de las conexiones mismas.

¿Quién o qué es este «nosotros» que habita el cerebro? Es un comentador e intérprete con limitado acceso a la maquinaria real, más en las líneas de una secretaria de prensa que de un presidente o un jefe. En el siglo XVIII, David Hume argumentó que nosotros nunca percibimos (sic) directamente la causación. Lo que percibimos es la sucesión, primero la causa aparente y luego el efecto aparente, y es la conjunción

constante de pares causa-efecto similares lo que impulsa en nuestras mentes la idea de que hay una conexión necesaria —no meramente eventual o contingente— entre eventos de los dos tipos. Esta idea de conexión necesaria es en ciertos respectos ilusoria: pensamos (sic) que podemos realmente ver (sic) u observar (sic) A causando a B,

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pero nosotros no lo hacemos nunca. Nuestras mentes suministran el sentido de causación, no el mundo. El análisis de Hume de la causalidad es uno de los pocos relatos exitosos de la filosofía. En la mayor parte de sus respectos ha resistido la prueba del tiempo notablemente bien, y ha sido apoyada retrospectivamente, podría decirse, por una multitud de fenómenos del mundo. Las películas y la televisión no «funcionarían», por ejemplo, si pudiéramos —o tuviéramos que— ver (sic) la causalidad; la ausencia de la causación real entre la imagen del

puño de Bugs Bunny y la imagen de la barbilla de Elmer Fudd disiparía la «ilusión» de que el golpe de Bugs a Elmer era lo que causó que Elmer que cayese hacia atrás.

Wegner parte de, y se expande sobre, las intuiciones de Hume acerca de la causalidad, extendiendo el mensaje fundamental a nuestro conocimiento de la causación mental (sic) —la causalidad aparente (sic) de nuestros propios actos por nuestras propias decisiones o actos de voluntad—. Pensamos que conocemos «directamente» por alguna suerte de introspección cuando actuamos con propósito o intencionalidad, y podemos incluso suponer que este conocimiento íntimo que tenemos de nuestras acciones queridas está de alguna manera inmune de error

o manipulación. Wegner muestra, de muchas maneras deliciosas y fascinantes, que esto es simplemente erróneo. Nuestro acceso a nuestras «voluntades conscientes» que causan nuestras «acciones intencionales» es falible. Uno de los fenómenos que Wegner expone para entender mejor es la automaticidad ideomotora (sic), en el familiar —pero siempre desordenado— fenómeno en el cual pensar sobre algo puede producir una acción corporal relacionada a esa cosa sin que la acción sea una acción intencional [...]. El principal rasgo de las acciones ideomotoras es el olvido de ellas por la gente —su no-privilegiado acceso a ellas, podría decirse—. Es como si nuestras usualmente transparentes mentes tuviesen instaladas cortinas o barreras bajo las cuales estas cadenas causales pudieran arrastrarse sin ser introspeccio-nadas, produciendo efectos sin nuestro acuerdo. Este ejército de acciones inconscientes provee un serio desafío a la noción de un agente humano ideal. Las mayores contradicciones con este ideal nuestro de agencia consciente ocurren cuando nos encontramos nosotros mismos actuando sin ningún pensamiento consciente de lo que estamos haciendo.

Evoquemos la apuesta tradicional de la filosofía sobre la «indubitable»

capacidad del ser humano evolucionado para descender volitivamente al más

recóndito trasfondo de la autoconciencia por medio de la introspección personal.

Sería Rene Descartes, en el siglo XVII, quien otorgó su sello paradigmático a la

lógica rigurosa de este modelo antropológico racionalista que, en estado puro o

con retoques más o menos novadores, ha dominado hasta los últimos años del siglo XX.

Efectivamente, recuerda Dennett, «para Descartes, la mente era perfectamente

transparente a sí misma, con nada aconteciendo fuera de su vista, y ha llevado

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más de un siglo de experimentación y teorización psicológicas para erosionar este

ideal de perfecta introspectahilidad, lo cual nosotros podemos ver ahora que vuelve la

situación casi para atrás. La conciencia de las fuentes de la acción es la excepción, no la regla, y

ella requiere absolutamente que más bien algunas notables circunstancias

hayan evolucionado igualmente». Como lo dice Wegner, «más bien que

necesitar una teoría especial para explicar la acción ideomotora, necesitamos

solamente explicar por qué las acciones ideomotoras y el automatismo han

eludido el mecanismo que produce la experiencia de la voluntad». Como añade Dennett, «este

mecanismo surgió como una parte del paquete que evolucionó en nuestra

especie a la vez que el lenguaje», y aquí radica la sorprendente observación

oportuna y lapidaria de Wegner que permite «distinguir tajantemente la acción humana y la

acción animal»: «una acción voluntaria es algo que una persona puede hacer cuando es interrogada»

—citada ya anteriormente—, que elude cualquier disquisición metafísica tradicional sobre el

«libre albedrío», entre otras cosas. En el detallado e indispensable contexto explicativo que

hemos expuesto, Dennett y Wegner desbrozaron concluyentcmente el camino

que conduce coherentemente a reducir fácticamente la «libertad de la voluntad» al hecho de responder a

preguntas sobre sucesos del mundo y de la vida, cuando el sujeto obra «sin coacciones exteriores»: si las

supera, como si no las supera ante una acción de fuerza que no pudo controlar.

Queda así irremediable e irreversiblemente rota la imagen metafísica y trascendentalista de la

tradición filosófica inaugurada en Occidente por los griegos; y, establecido en su lugar el

conocimiento de algunas verdades acerca de la naturaleza humana, ha obligado ya a recomponer una

novísima imagen del «yo» que, entre otros, han propuesto Dennett y Dawkins, y que

el primero de ambos ejemplifica citando este texto del biólogo evolucionista

William Hamilton:

¿En la vida, qué es lo que yo realmente deseo? ¡Mi propio yo (sel/) consciente y aparentemente indivisible está resultando alejado de lo que yo he imaginado y que yo necesito para no avergonzarme de mi autoconmiseración! Yo fui un embajador nombrado en el extranjero por alguna frágil coalición, un portador de órdenes conflictivas de inquietos amos de un imperio dividido [...]. Al escribir estas palabras, incluso para ser capaz de escribirlas, se me pretende actuar para una unidad que, hondamente dentro de mí, sé ahora que no existe (1996).

Comenta Dennett: «es esta clase de preguntas, que podemos también dirigirnos

a nosotros mismos, lo que crea la categoría especial de acciones voluntarias que nos

sitúan aparte», es decir, «aparte en una categoría general de la voluntad que incluye también

a muchos animales, no sólo a los humanos».

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La larga singladura intelectual de Dennett no se ha desmentido nunca, pues el

riguroso empirismo, el inequívoco materialismo, y el evolucionismo

darwiniano, han sido siempre los grandes ejes de su pensamiento. Sin embargo,

el tema recurrente de la autonomía de la voluntad y de la ética en la vida humana

estuvieron infatigablemente presentes en sus escritos, si bien el tono fuertemente

moralista de su libro Elbow Room (1984) ha sido significativamente modulado, y aun

mitigado, en su obra posterior, en la cual el libro titulado Conciousness Explained

marca, a nuestro juicio, un hito decisivo en la orientación de la antropología actual.

Para finalizar este trabajo expositivo y crítico volveremos brevemente a la

cuestión del libre albedrío. La página 165 de la traducción castellana de Elbow Room

se encabeza con una cita de Norbert Wiener (1948): «La posibilidad de los

teóricos del "quantum", no es la libertad ética de los agustinianos, y Tyché es una

deidad tan implacable como Ananké». El texto que la sigue refleja la tregua transitoria

que deseaba Dennett como posición de espera:

Estas reflexiones edificantes invitan a una embestida final escéptica: «Usted ha

pintado un cuadro idílico de quienes se controlan a sí mismos y hacen todo lo posible por mejorar su conducta, mas ¿qué sentido tiene todo este empeño (sic)? Si el determinismo es verdadero, entonces lo que realmente sucede es lo único que puede (sic) suceder». En un mundo determinista, la exhortación a hacer todo lo posible carece de sentido. Sin embargo, vemos a diario a personas que hacen mucho menos de lo que podrían hacer. ¿Cómo debemos interpretarlo? Si el determinismo es verdadero y si ello significa que lo único que una persona pueda hacer es lo que en realidad hace, entonces, sin intentarlo siquiera, cada persona hará siempre lo mejor —y también lo peor—. La exhortación es incomprensible, a menos que haya algún espacio entre lo real y lo posible y cierta libertad de acción para maniobrar en consecuencia. Y no sólo esto: el juicio y la valoración retrospectiva se vuelven aparentemente inútiles. No sólo no será verdad que cada uno hace siempre lo mejor que puede, sino que cada cosa será tan buena como puede —o tan mala—. El doctor Pangloss, famoso por su optimismo, estará en lo cierto: éste es el mejor de todos los mundos posibles. Pero su némesis, el pesimista doctor Pangloss, asentirá, suspirando: es (sic) el mejor de todos los mundos posibles... ¡Y no podría ser peor! Según afirman los filósofos, «deber» implica «poder», incluso en dominios que nada tienen que ver con el libre albedrío o la responsabilidad moral. Aun cuando sea correcto abandonar nuestra fidelidad al principio «podría haber obrado de otra manera», en tanto que prerrequisito para la acción responsable, subsiste todavía el problema deque en el determinismo (según los compatibilistas) nunca podemos hacer nada sino lo que de hecho hacemos.

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Si se siguen pacientemente los ejemplos que pone Dennett, y sus

disquisiciones, se verá que no le sirven para fundamentar alguna oposición teórica que

evite recaer en la ambigüedad. Siempre se aferra a postulados desiderativos alrededor de

una nota común: «la perspectiva de no ser responsables amenaza nuestra dignidad, y

nuestra dignidad nos importa. Quizá estamos fascinados por una visión del mundo

anacrónica y por una moral que ya no es defendida» (p. 176), consigna él re-

firiéndose a la opinión de B. F. Skinner. Y, en otro lugar, confiesa: «una vez que

hemos visto la utilidad social del mito del libre albedrío, podemos preguntarnos si

estamos obligados por alguna otra razón a instituirlo en el dominio privado y a

considerarnos a nosotros mismos responsables» (p. 189). Y después de girar en redondo

casi doscientas páginas, escribe:

No obstante, aquello que deseamos que sea verdadero puede serlo; y dadas las aspiraciones de racionalidad, la irrefrenable curiosidad, y el escepticismo que padecemos, no nos queda otro camino que un paciente examen del problema con vistas a determinar si se sostiene la anhelada conclusión. Esto es lo que hice, y la conclusión

es optimista: el libre albedrío no es una ilusión, ni siquiera una de esas ilusiones irreprimibles que nos ayudan a vivir. Cuando observamos con cuidado el origen de nuestros miedos y recelos, constatamos una y otra vez que no se trata de axiomas irrefutables o de descubrimientos empíricos bien fun-

¿amentados, sino de imágenes fuera de foco, apenas vislumbradas, como las sombras que en la pared del cuarto adquieren una consistencia amenazadora justamente porque no las observamos de cerca.

Cuando deseamos el libre albedrío, deseamos, en realidad, el poder de decidir nuestros actos y de decidirlos con sabiduría, a la luz de expectativas y deseos [...]. He procurado demostrar que todo ello nos pertenece porque es el producto natural de nuestros dones biológicos, ampliados y reforzados por nuestra iniciación en la sociedad [...]. Existen reales limitaciones a la libertad humana que no son de índole metafísica: por ejemplo, las obligaciones políticas, la represión, la manipulación ejercida a través de los medios de falsa información y la desesperante «jugada forzosa» de la pobreza y del hambre [...] (p. 192).

Pero en seguida formula una declaración estremecedora y arrogante, en la que da

por hecho lo que él no ha podido demostrar. Dice así:

Nos asusta la idea de que la ciencia descubra, esté por descubrir o amenace con descubrir, que nunca seremos lo que queremos ser. La «amenaza» no proviene del determinismo —si fuera así, podríamos suspirar aliviados pues los físicos están,

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aparentemente, de acuerdo sobre la naturaleza indeterminista del mundo— sino de la ciencia misma y de su visión de las cosas: el «naturalismo».

Este miedo ha sobrevivido, como la mayoría de los miedos, por ignorancia. Lo alimenta una idea en exceso simplista de cuanto la ciencia tiene que decir sobre la causalidad, el tiempo, la posibilidad y sobre nosotros mismos y el resto del universo mismo. En tanto nos neguemos a examinar detenidamente cuál podría ser la imagen científica de la humanidad —por miedo a lo que podríamos

encontrar—, subsistirá la sospecha de que los argumentos filosóficos abstractos que pretenden demostrar la compatibilidad de la libertad y de la ciencia no pasan de ser meros tanteos en la oscuridad [...]. En efecto, si ponemos más empeño, podemos imaginar un ser que escucha la voz de la razón y, sin embargo, no está exento de causalidad. En efecto, podemos imaginar un ser cuyas decisiones son causadas por la interacción de los elementos de su estado actual con los elementos del entorno sobre los cuales no tiene ningún control y, sin embargo, tiene el control (sic) y no está controlado por ese entorno omnipresente y omnicausal. En efecto, es posible imaginar un proceso de auto-creación que comienza con un agente «no responsable» y crea gradualmente un agente «responsable» de su propio carácter. En efecto, es posible imaginar un ser racional y «determinista» (sic) que no se engaña cuando considera que el futuro es «abierto» y «depende» (sic) de él. En efecto, es posible imaginar un agente responsable y libre con respecto al cual sea verdadero que toda vez que actuó en el pasado no pudo hacerlo de otra manera (pp. 193-194).

Resulta crudamente problemática la introducción de factores morales y

preocupaciones éticas en la descripción naturalista del sujeto humano con criterios

científicos a partir de los datos de la física, la química, la biología, la psicología

y demás ciencias del sistema nervioso. Es arbitrario e inviable dar por resuelta la

cuestión del determinismo y de la causalidad tanto en el nivel cósmico como en el nivel humano.

La explicación científica de la realidad excluye el reconocimiento de agentes «libres» en sentido

ético y moral. Pero Dennett insiste en combinar la explicación naturalista y la explicación

espiritualista en una falsa perspectiva unitaria que se traiciona a sí misma:

Sé que la posición naturalista a la que me adhiero, la que nos alienta a imaginarnos como robots orgánicos, o como partes diseñadas del universo, resulta odiosa para muchos humanistas. He procurado demostrarles que al apartarse de la visión naturalista le dan la espalda a una inagotable fuente de ideas filosóficas (sic) (p. 194).

Desde luego, cabe esperar objeciones a nuestra convicción de que tenemos libre albedrío, y serán bienvenidas pues lo que nos interesa, en definitiva, es reconocer la verdad. Los incompatibilistas, los «deterministas duros» y otros escépticos inventarán argumentos nuevos e ingeniosos para demostrar que, en realidad,

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nadie tiene, o podría tener, libre albedrío si el determinismo, el mecanicismo y otros «ismos» son verdaderos (p. 195).

Frente a tantos titubeos, el físico y cosmólogo Stephen Hawking,

probablemente el más importante actualmente, defiende el redúcelo-nismo de

orientación fisicalista, el cual, como hace notar Malcolm Longair, es «la posición

típica del físico medio (sic)», que, como se sabe, no se deja seducir por conceptos

idealistas con referentes infalsables. Hawking declara taxativamente: «para empezar,

debería decir que soy un reduccionista descarado. Creo que las leyes de la biología pueden

reducirse a las de la química —ya hemos visto cómo sucede esto con el descu-

brimiento de la estructura del ADN—; y pienso, además, que las leyes de la química

pueden reducirse a las de la física. Confío en que la mayoría de los químicos estarán

de acuerdo con esto» (Penrose et al., The Lar ge, the Small and the Human Mind,

1997, trad. cast. de 1999, p. 133); y agrega: «personalmente, me siento

incómodo cuando las personas, en especial los físicos teóricos, hablan sobre la

"conciencia". La conciencia no es una cualidad que uno pueda medir desde fuera [...]. Yo

prefiero hablar de "inteligencia", que es una cualidad que puede medirse desde fuera, y

no veo ninguna razón por la que la inteligencia no pueda ser simulada en un

ordenador. Nosotros no podemos, ciertamente, simular inteligencia humana por

el momento, como demostró Roger con su problema de ajedrez. Pero Roger

admitió también que no existía línea divisoria entre inteligencia humana e inteligencia

animal. Por eso será suficiente considerar la inteligencia de una lombriz. No

creo que haya ninguna duda de que uno puede simular el cerebro de una lom-

briz en un ordenador [...]. La evolución desde los cerebros de una lombriz hasta

los cerebros humanos tuvo lugar presumiblemente por selección natural

darwiniana. La cualidad seleccionada era la capacidad para escapar de los enemigos

y para reproducirse, y no la capacidad para hacer matemáticas. Por eso, una vez

más, el teorema de Gódel no es relevante. Se trata simplemente de que la inteligencia

necesaria pueda utilizarse también para construir demostraciones

matemáticas» (p. 134). Dennett desarrolló una interesante crítica de la errónea

«interpretación» del teorema de Gódel en una línea similar a la argumentación de

Hawking, y frente a los detractores del método científico (cf. Darwin's Dangerous Idea, pp.

427-431 y 441-442).

Hawking, en un breve pero sustancioso ensayo titulado «¿Se halla todo

determinado?» (1990), se plantea con rigor el problema del libre albedrío. Comienza

así:

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En Julio César, la tragedia de Shakespeare, Casio le dice a Bruto: «los hombres son a veces dueños de su destino». ¿Pero somos realmente dueños de nuestro destino? ¿O está determinado y preordenado todo lo que hacemos? El argumento en pro de la predeterminación solía señalar que Dios es omni-potente y se halla al margen del tiempo, así es que sabe lo que va a suceder. ¿Cómo podemos, entonces, tener libre albedrío? ¿Cómo es posible, de no tenerlo, que seamos responsables de nuestras acciones? No podría ser culpa suya que alguien atracase un banco si estuviera predeterminado que lo haría. ¿Por qué, pues, castigarle?

Recientemente, la argumentación en favor del determinismo se ha basado en la ciencia. Parece que existen leyes bien definidas que gobiernan cómo se desarrollan en el tiempo el universo y todo lo que contiene. Aunque no hayamos encontrado aún la forma exacta de todas estas leyes, conocemos lo suficiente para determinar lo que sucede casi hasta en las situaciones más extremadas. Es discutible si en un futuro relativamente cercano encontraremos las leyes que nos faltan. Soy optimista: creo que hay una probabilidad del 50 por ciento de que las hallemos en los próximos veinte años. Pero, aunque no fuera así, en nada afectará a la argumentación. Lo que importa es que tiene que existir una serie de leyes que «determinen» por completo la evolución del universo a partir de su estado inicial. Estas leyes pueden haber sido ordenadas por Dios. Pero parece que El (Ella) no interviene en el universo para transgredir las leyes.

Es posible que Dios escogiese la configuración inicial del universo o que éste se haya determinado a sí mismo por las leyes de la Ciencia. En cualquier caso, parece que lodo lo que contiene el universo estaría entonces «determinado por evolución» conforme a las leyes de la ciencia; es pues difícil entender cómo podemos ser dueños de nuestro destino (Agujeros negros y pequeños universos, trad. cast., pp. 115-116).

Hawking examina con toda objetividad tres dificultades que cuestionarían el

determinismo. La primera consiste en la necesidad de poseer una gran teoría

unificada en términos matemáticos que mediante un cierto número de

ecuaciones explique la complejidad y detalles de todo lo que sucede. ¿Puede

creerse que la gran teoría ha determinado que Madonna apareciese esta semana

en la portada de Cosmopolitan, o que perdiese el tren esta mañana?... La segunda

debe responder al hecho de que todo lo que digamos estaría determinado por

la gran teoría, aunque fueran disparates que la invalidarían. ¿No estarían igual-

mente determinados por la teoría?... La tercera radica en el hecho de que no sólo

invalidaría nuestro sentimiento de poseer libre albedrío, sino que también

anularía la creencia casi unánime en nuestra personal responsabilidad moral.

Hawking hace varias observaciones generales: primeramente, que la discusión

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será meramente académica —aunque hay buenos argumentos lógicos y

epistemológicos para replicar a esas dificultades— mientras no tengamos un

conocimiento completo de las leyes de la ciencia e ignoremos cómo fue

determinado el estado inicial del universo (el famoso problema del conocimiento

de las «condiciones iniciales» con el que se enfrenta todo determinismo laplaciano).

No me resulta posible transcribir la apasionante «tentativa personal de abordar

estos problemas» que ofrece Hawking (véanse pp. 117-124).

Sin embargo, cabe hacer sitio aquí para su conclusión final:

Esta parece la prueba objetiva última del libre albedrío: ¿es posible «predecir» la conducta del organismo? En caso afirmativo, claramente no posee libre albedrío sino que se haya predeterminado. Por otro lado, si no cabe «predecir» la conducta, podemos adoptar como definición operativa que el organismo tiene libre albedrío.

Sería posible poner reparos a esta definición de libre albedrio sobre la base de que una vez que hallemos una teoría unificada completa podremos predecir lo que vaya a hacer la gente. Pero el cerebro humano se halla también sometido al principio de indeterminación [mecánica cuántica]. Así, pues, existe en la conducta humana un elemento de aleatoriedad asociado con la mecánica cuántica. Mas las energías que intervienen en el cerebro son bajas y, por tanto, la «indeterminación» de la mecánica cuántica ejerce sólo un efecto pequeño. La auténtica razón de que no podamos predecir la conducta humana es que en realidad resulta demasiado difícil. Ya conocemos las leyes físicas básicas que go-biernan la actividad cerebral y son comparativamente simples. Pero es bastante difícil resolver las «ecuaciones» cuando intervienen más de unas cuantas partículas [...]. El cerebro humano contiene 1026 o cien cuatrillones. Es demasiado para que podamos ser capaces de resolver las ecuaciones y predecir cómo se comportará, habida cuenta de su estado inicial y de los datos de los nervios que llegan hasta el cerebro. De hecho, ni siquiera podemos medir cuál fue su estado inicial, porque para lograrlo tendríamos que desintegrarlo. Aun estando preparados para hacerlo, serían demasiadas las partículas que deberíamos considerar. Además, el cerebro es probablemente muy sensible al estado inicial; un pequeño cambio en tal estado puede significar una diferencia muy grande en la conducta subsiguiente. Así que aunque conocemos las ecuaciones fundamentales que gobiernan el cerebro, somos completamente incapaces de emplearlas para predecir la conducta humana (pp. 120-121).

En síntesis, cabe decir que Hawking niega la posibilidad de la existencia de libre

albedrio en sede teórica y afirma un determinismo universal de principio en el contexto de las

leyes de la ciencia. La no factibi-lidad práctica de la predicción de todo lo que ocurre sin

excepción en todo el universo no desmiente la determinación de todo detalle ni en la

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EL MITO RELIGIOSO

238

naturaleza ni en la conducta humana. En la posición de Hawking sobre la

libertad del ser humano no hay, en rigor, ambigüedad alguna, al contrario de lo

que sucede en la posición de Dennett, como resulta evidente por la lectura de

algunos textos complementarios como los siguientes:

Esta situación se plantea en ciencia siempre que abordamos un sistema ma-croscópico, porque el número de partículas resulta demasiado grande para que exista alguna probabilidad de resolver las ecuaciones fundamentales. Lo que hacemos en realidad es emplear teorías operativas. Se trata de aproximaciones en las que un número muy grande de partículas son reemplazadas por unas pocas cantidades. Un ejemplo es la mecánica de los fluidos. Un líquido como el agua se halla constituido por billones de billones de moléculas, a su vez formadas por electrones, protones y neutrones. Sin embargo, es una buena aproximación tratar el líquido como medio continuo, caracterizado simplemente por su velocidad, densidad y temperatura. Las predicciones de la teoría operativa de la mecánica de los fluidos no resultan

exactas —basta para comprenderlo con fijarse en el pronóstico del tiempo—, pero son suficientemente buenas para el diseño de naves y oleoductos [...].

Quiero señalar que los conceptos del libre albedrío y de la responsabilidad moral sobre nuestras acciones constituyen realmente una teoría operativa en el sentido de la mecánica délos fluidos (p. 121).

No es posible basar la conducta propia en la idea de que todo se halla determinado. Por el contrario, hay que adoptar la teoría de que poseemos libre albedrío y somos responsables de nuestras acciones. Esta teoría no sirve de mucho a la hora de predecir la conducta humana, pero la adoptamos porque no hay probabilidad de resolver las ecuaciones surgidas de leyes fundamentales (p. 122).

El «concepto de libre albedrío» corresponde a un campo ajeno a las leyes fundamentales de la ciencia. Si

uno trata de deducir la conducta humana a partir de las leyes de la ciencia, se ve sumido en la paradoja lógica de unos sistemas referidos a sí mismos. Si cabe predecir por las leyes fundamentales lo que uno hará, entonces el hecho de realizar la predicción puede modificar lo que suceda (ibidem). [Pero, agrego yo, éste es un argumento sofístico, pues no es

necesario conocer las ecuaciones para negar el libre albedrío.] Sin embargo, existen dos razones por las cuales no podemos aplicar esas leyes físicas

para deducir la conducta humana. En primer lugar, no nos es posible resolver las ecuaciones. En segundo lugar, aunque pudiéramos, el hecho de formular una predicción perturbaría el sistema. Por el contrario, la selección natural parece inducirnos a adoptar la teoría operativa del libre albedrío. Si se acepta que las acciones de una persona se hallan libremente elegidas, no cabe afirmar que en algunos casos están determinadas por fuerzas ajenas. Carece de sentido el concepto

de «casi libre albedrío» [...]. Un ejemplo de semejante confusión es la doctrina de la

responsabilidad atenuada: la idea de que no debe castigarse a una persona por acciones perpetradas bajo una tensión (p. 123).

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EL QUÉ, EL CÓMO, Y EL PORQUÉ DE LA RELIGIÓN

239

La idea de aplicar a la tesis de la existencia del libre albedrío el modelo de «teoría

operativa» es pertinente en un contexto social en el que prima la idea de responsabilidad

moral individual como garante del orden establecido. Pero su valor epistemológico en un

sistema que busque el riguroso conocimiento científico de la realidad no es

válido en sí mismo y conduce a generar un mundo de creencias falsas de conse-

cuencias indeseables o aberrantes. Es la típica pseudosolución idealista de las grandes

ideologías de dominación. En cuanto al problema de fondo, añadiré lo que sigue:

Personalmente, sigo encontrando la ausencia, en quienes asumen que el

«elemento de aleatoriedad» que comporta la mecánica cuántica puede ofrecer

un portillo para el libre albedrío, de una explicación de cómo resulta posible que un

sistema macroscópico, como lo es el individuo humano, pueda incidir, mediante una

acción voluntaria y libre que entraña una inversión de energía física, en un sistema microscópico

—atómico y subatómico— que no se rige por la física clásica sino por la física cuántica. Esa

inversión de energía —además del problema de su procedencia— significaría que

debería tener un punto de inhesión en un campo indeterminista de fuerzas vectoriales cuánticas

en un instante preciso —¿cuándo?— y en un lugar preciso —¿dónde?— en el cual se

produciría el colapso de la función de onda, y entrarían automáticamente en acción las leyes

deterministas —que excluyen la hipótesis del «libre albedrío»— de la física macroscópica.

Mientras no se formule una explicación satisfactoria de esa inhesión de orden ontológico,

la hipótesis «cuántica» de una voluntad humana ontológicamente autónoma y libre será

como un brindis al sol, y los dos sistemas continuarán corriendo paralelos —uno

indeterminista concebido como real pero irreal, y el otro determinista y real—

sin tocarse ni condicionarse respectivamente. Tampoco Hawking se asoma a

esta problemática exigida por un tratamiento cuántico e indeterminista del libre

albedrío.

Hawking pone fin a su disquisición general sobre el libre albedrío, con estas

palabras: «en consecuencia, y como no cabe predecir la conducta humana, muy bien

podemos adoptar la teoría operativa de que los seres humanos son agentes libres capaces de

elegir lo que hagan. Parece que existen ventajas definidas para la supervivencia en creer en

el libre albedrío y en la responsabilidad sobre las propias acciones. Eso significa que

tal creencia debe ser reforzada por la selección natural» (p. 125). Esta norma

estrictamente utilitarista no le ha impedido decir a Hawking siete años después

que él es «un determinista descarado», pero que estima que las exigencias de la

civilización legitiman operar como si la conciencia se ciñese libremente a su propio

código de convicciones morales. En efecto, estimo yo que en esta línea

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EL MITO RELIGIOSO

240

darwiniana de la supervivencia se puede pregonar el determinismo sin reservas y ajusfar

la propia conducta a esquemas prácticos y convivenciales. La cuestión de la EL MITO RELIGK >SO

ética sólo puede hallar una solución en el plano de la «intención», es decir, alineando la

conciencia personal con el minimum moral requerido en el plano societario de la res publica, a

fin de garantizar la autonomía moral en el plano de la res privata, en un marco jurídico

construido sobre los principios del laicismo. Pero esto sólo es posible en el marco

normativo de un contrato tácito y universal garantizado por el Derecho en una

sociedad democrática, aunque se conozca que la voluntad humana no es

ontológicamente autónoma, sino determinada radicalmente por la dinámica de la

energía/materia, y sus mediaciones de complejidad.

Antes de cerrar esta sección 7, y en cierta medida como si fuese su

epítome, citaremos algunos textos de Dennett que son paradigmáticos de la

radical irreligiosidad que preside las cosmovisiones de la mayoría de las grandes

figuras que hemos examinado o mencionado en esta panorámica de las

cuestiones de la religión.

Ahora hablaremos no de Dios —cuya idea ha quedado arruinada por el

fenómeno de la evolución— sino de las religiones. Derek definió el género

«religión» como un mema «mal encarado con muchas subvariedades»; y muchas de éstas

todavía luchan por su difusión, o al menos por su supervivencia, en detrimento

de la adecuación de las mentes humanas a los avances de las ciencias y a la

imagen científica del mundo. Dennett se pregunta:

¿Pero no ha habido un tremendo renacimiento de fe fundamentalista en todos

estos credos? Sí, infortunadamente, lo ha habido, y pienso que no hay en este planeta fuerzas más peligrosas para nosotros todos que los fanatismos del fundamentalismo de todas las especies: Protestantismo, Catolicismo, Judais-mo, Islam, Hinduismo y Budismo, así como también las innumerables infec-ciones más pequeñas. ¿Hay un conflicto entre la ciencia y la religión? Muy ciertamente, lo hay (1995, p. 515).

Y agrega, en otro lugar, algo importante y que suele emparejarse con la

dogmática y endémica exigencia por las autoridades y los fieles de esos credos

de que se recorte la libertad de expresión de los ciudadanos para criticar o

denunciar sus descabellados mitos y creencias, invocando un supuesto derecho a

ser «respetados»: «"lo políticamente correcto", en sus versiones extremas dignas de este

nombre, es antitético a casi todos los sorprendentes avances del pensamiento» (p. 465). Bajo

la etiqueta «corrección política» se esconden inconfesables intereses religiosos o

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EL QUÉ, EL CÓMO, Y EL PORQUÉ DE LA RELIGIÓN

241

ideológicos que, a su vez, promueven o son promovidos por grupos sociales y

asociaciones políticas o religiosas. Las Iglesias son maestras en el arte de fabricar

estereotipos ideológicos que saturan los mores de la sociedad:

Según una encuesta reciente, el 48 por ciento del pueblo en los Estados Unidos cree hoy que el libro del Génesis es literalmente verdadero. Y el 70 por ciento cree que la «ciencia de la creación» (Creative Science) debe enseñarse en una escuela

paralelamente a la evolución. Algunos escritores recientes recomiendan una política en la cual los padres podrían «excluir» materiales que no desearan que se les enseñase a sus hijos. ¿Debería enseñarse la evolución en las escuelas? ¿Debería enseñarse la aritmética? ¿Debería enseñarse la historia? Desinformar a un niño es una ofensa terrible (p. 516).

Una fe, como una especie, tiene que evolucionar o extinguirse cuando cambia el entorno. No es un proceso agradable en uno o el otro caso [...]. Nosotros predicamos libertad de religión, pero sólo si no se va tan lejos [...]. El mensaje es claro: los que no se acomoden, los que no se atemperen, los que in-sistan en guardar viva la veta más pura y salvaje de su herencia, nosotros esta-remos obligados, a regañadientes, a encarcelarlos o desarmarlos, y haremos todo lo que podamos para inhabilitar los «memas» por los que ellos se baten (ibidem).

Dennett escribe que quienes no adaptan o corrigen sus doctrinas religiosas

con daño para las libertades y derechos públicos deben ser vigilados y contenidos, pues

«ello nos pone en peligro a todos» (ibidem); y que «pronunciar penas de muerte

contra quienes blasfemen contra una religión (compesar con dádivas o

recompensas a los que las ejecuten) se pone fuera del palio. No es civilizado y

no merece más respeto en nombre de la libertad religiosa que cualquier otra

incitación al asesinato con sangre fría. Esto es —o más bien, debe ser— el

mensaje del multiculturalismo, no la condescendencia e hipertolerancia sutilmente racista que

"respeta" (sic) las doctrinas ignorantes y viciosas cuando son propuestas por funcionarios de

Estados y religiones no europeas» (pp. 316-317). Pero Dennett tiene la valentía de

reclamar lo que pocos nos atrevemos a decir:

Si usted insiste en enseñar falsedades a sus hijos —que la Tierra es plana, que el Hombre no es el producto de la evolución por selección natural— entonces usted debe esperar, a lo menos, que quienes de nosotros tienen libertad de expresión se sentirán libres para describir las enseñanzas de ustedes como la difusión de falsedades, e intentarán demostrar esto a vuestros hijos en la primera oportunidad. Nuestro

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EL MITO RELIGIOSO

242

futuro bienestar —el bienestar de nosotros sobre el planeta— depende de la educación de nuestros descendientes (p. 519).

9. EL FUTURO DE LA RELIGIÓN

Si los lectores hacen la síntesis de las proposiciones que he presentado para

responder a las preguntas sobre el qué, el cómo y el porqué de la religión, les será

fácil adelantar cuál es mi opinión acerca del futuro de la religión. Yo lo resumiría

esencialmente en dos proposiciones:

1.a La inherente fragilidad de la religión —hoy muy visible— por el hecho

de su falsedad ontológica y epistemológica desde la perspectiva de su valor veritativo

ha ido quedando cada vez más al descubierto como consecuencia de los avances

exponenciales de las ciencias del cerebro, las cuales están mostrando con pruebas

incuestionables las ficciones metafísicas de las que emergieron, y siguen

nutriéndose, las creencias en almas y espíritus que constituyen la conditio sine qua non

de toda religiosidad, con los tradicionales atributos de inmaterialidad, indestructibilidad y

supervivencia eterna personal en un más allá sobrenatural, fomentando así una cultura del

milagro que contradice los conocimientos seguros de las ciencias.

2.a La capacidad de las Iglesias, sectas y demás instituciones religiosas de preservar ese

conjunto de falsas creencias, científicamente insostenibles, mediante la eficaz acción

combinada de dos poderosos factores: a) la fuerte organización institucional de

dichas instancias confesionales —con frecuencia apoyadas directa o

indirectamente por el poder político y el poder económico— dirigida a

mantener su om-nipresencia tanto para blindar su actividad proselitista como

para asegurar la permanente reproducción ideológica de la concepción reli-

giosa del mundo y la protección del statu quo de los sistemas de dominación y

estabilidad social de los que los propios poderes religiosos son beneficiarios; b)

la connatural pulsión de supervivencia tras el inevitable hecho de la muerte, y después de una

vida de frustraciones, que experimentan los seres humanos y que genera

espontáneamente el anhelo y la esperanza de encontrar todavía la felicidad en

un mundo nuevo y mejor, pulsión (conatus) y deseo que explotan con suma

habilidad las organizaciones religiosas.

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EL QUÉ, EL CÓMO, Y EL PORQUÉ DE LA RELIGIÓN

243

¿Cuál será el resultado de esta dialéctica de contrarios que he bosquejado

esquemáticamente, en el curso de lo que resta del siglo XXI, y en los

siguientes?... Valorados sólo en sí mismos estos contrarios, mi opinión

personal se inclina del lado de la fuerza de la razón como máxima expresión de la

dignidad natural del ser humano. En el libro Elogio del ateísmo (1995) decía que

«la flecha del progreso de la razón corre desde la falsa racionalidad de las

explicaciones animistas hasta la verdadera racionalidad de las explicaciones antropológicas

radicales, en las que la consciencia se reasume a sí misma. Entre el punto de

partida y el punto de llegada fue desplegándose la permanente actividad mito-poiética

de la falsa conciencia. En este larguísimo decurso temporal de centenares de años

brilla como la aurora de un próximo nuevo día la hazaña de los griegos al saltar

del mythos al logos, pero este salto tardó varios siglos en consolidarse, y extensos

sectores de la humanidad de hoy aún están parcialmente sumidos en la imaginación mitológica»

(p. 109). Este asombroso y deprimente fenómeno realza el peso de los factores

que componen la proposición 2.a. En cuanto al factor a), cada día aparece más

claro y evidente la rentabilidad política, económica y social de las religiones como

instituciones de poder que educan a sus fieles en los valores prioritarios de sus credos de fe, a

saber, la obediencia y la ignorancia sobre la naturaleza y la historia del mundo, y que exigen

la adhesión a sus irracionales mitos. En la rutina de la práctica de la obediencia y la

ignorancia se fortalece el hábito de la sumisión a todos los poderes establecidos. En

cuanto al factor b), el clima de horror, violencia y explotación en el que vive la inmensa

mayoría de la Humanidad, y las ilusiones mentales que generan el anhelo de liberación y

de felicidad, unidas a la ignorancia, impulsan los mecanismos de la esperanza y la alienación,

que son ambos estímulos favorables a la pasividad en la espera.

Los heterogéneos elementos que configuran las proposiciones 1.a y 2.a hacen

altamente problemática cualquier predicción sobre el «futuro de la religión» en un plazo

previsible. Sin embargo, a juzgar por la acelerada paganización de los sectores más

ilustrados de las sociedades material e intelectualmente avanzadas, pese a las

inercias de los mitos religiosos, cabe conjeturar con estimables fundamentos que el

futuro de la religión es el de su creciente crepúsculo a medio y largo plazo, o sea, en el curso de

lo que resta del siglo XXI y en el siglo siguiente. Será un proceso arduo y agitado

respecto del cual resultaría impropio, e incluso absurdo, intentar imaginar una

tabla cronológica de las etapas de la progresiva irreligiosidad de los seres humanos

para completar el decurso histórico que auguraba el texto citado de mi

mencionado libro. En este largo proceso, puede desempeñar un importante rol

el sistema laicista de ideas, si los estados lo asumen como modelo rigurosamente de-

mocrático y radicalmente no discriminativo de organización política y social, además de

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EL MITO RELIGIOSO

244

pauta irremplazable de justa articulación del ámbito de lo privado con el ámbito de lo

público, es decir, de la consciencia individual con las relaciones de ciudadanía.

Sin embargo, a estas alturas de la investigación científica, debe en-fatizarse

que la línea de disyunción excluyeme entre las creencias religiosas y la increencia en cualquier

postulado de orden religioso, o que lo implique, ya no debe situarse en la simple

antinomia teísmo l a teísmo o agnosticismo, sino exactamente en la total oposición

relígiosidadlirre-ligiosidad, en el sentido en que se enfrenta la cosmovisión que marca

como su horizonte ontológico la integración de la existencia en un mundo espiritual —divino

o trascendente— no sometido a las exigencias de las leyes de la física (dualismo óntico)

versus la cosmovisión que niega la existencia de un mundo sobrenatural de orden metafísico que

no tiene nada que ver con la energía o materia físicas y exento de las leyes de la Naturaleza,

y que no admite tampoco la existencia de almas o espíritus (monismo óntico). En el ámbito

de esta radical disyunción, cabe vaticinar el éxito resolutorio y progresivo de la Ciencia sobre

la Religión.

Los actuales científicos valedores de la tesis de la conciliación y el encuentro de la

ciencia con la religión siguen repitiendo hasta la saciedad los mismos vetustos

argumentos conocidos, sólo que ahora envueltos a veces en un remozado

lenguaje supuestamente científico, que no convence más que a quienes ya

creen y quieren mantener desesperadamente su fe. Resulta ilustrativo el

número de octubre de 2006 de la autorizada revista Scientific American, por su

interesante editorial, calculadamente equilibrado (para americanos) sobre este

incesante debate, bajo el epígrafe Let there be light; así como por la habitual

rúbrica Skeptic, de Michael Shermer, titulado Darwin on the Right, que ofrece una

útil síntesis fiel en seis puntos —aunque más bien benevolente— del

argumentarlo de los científicos que todavía admiten las convicciones de referente

religioso, la cual revela con evidencia la lectura subjetivista, arbitrista y gratuita de los

datos científicos pertinentes que subyace en las pretensiones veritativas de esa

lectura. Completa esta reciente información el artículo de George Johnson,

«Scientists on Religión», que glosa sucintamente algunos ensayos en un sentido

y en el otro, pero en el que destaca el libro publicado en dicho año por Richard

Dawkins, titulado The God Delusion, del cual el comentarista señala certeramente

que el autor «se limita a someter las doctrinas teológicas al mismo género de

escrutinio que debe resistir cualquier teoría científica». Precisamente es este

axioma epistemológico fundamental lo que permite demostrar, a los negadores de

la pretensión de la conciliación y el encuentro, los errores en que incurren reiteradamente

los científicos apologetas de los credos religiosos.

Para terminar, señalemos que en el número de Scientifie American de febrero

de 2007, y en la sección «Correspondencia», se hace un balance informal pero

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EL QUÉ, EL CÓMO, Y EL PORQUÉ DE LA RELIGIÓN

245

sumamente significativo del debate de 2006, respecto del cual la mayor parte de

los lectores subscriben el juicio emitido por Michael Brower, de Chicago, y que

me parece elocuente y conclu-yente: «Minimizar el conflicto entre ciencia y

religión es eludir el punto de la pregunta (misses the point). Si las leyes científicas

son correctas, Dios es un extraño (remote) y tiene que ser eliminado (removed).

Los americanos religiosos creen en un Dios que se entromete en los asuntos

humanos. La ciencia desafía el núcleo duro de sus creencias. No ayuda a su

causa patinar sobre los hechos». Puede acompañar a estas evidencias, lo que

escribe Will Nelson, desde Arizona: «Ud. [M. Shermer] es demasiado generoso

con la religión. La ciencia demuestra el error de los contenidos fundamentales

de todos los sistemas religiosos más importantes, desde los relatos de la

creación hasta los milagros y las visiones de un más allá (afterlife). Y después de

arrojar fuera todo eso, no queda más que un "nebuloso sentimiento religioso" y

algunos principios morales que, para empezar, son generalmente de sentido

común».

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EL MITO CRISTIANO

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247

EL EVANGELIO DE MARCOS, UN RELATO APOCALÍPTICO

PRESENTACIÓN

La Iglesia ha exhibido los Evangelios canónicos como prueba de la verdad y

autenticidad de su doctrina en cuanto que fundada en el magisterio de Jesús y,

por consiguiente, como nota diferenciadora de la religión cristiana respecto a

otras religiones. La polémica acerca de la historicidad de esos documentos

escritos, pero anónimos, no ha cesado después de más de doscientos años de

ardua investigación, ni cesará, pues la Historia como ciencia de la vida humana

a través de los tiempos no posee suficientes fuentes e instrumentos para

recuperar íntegramente y con absoluta certeza el pasado. Sin embargo, es posi-

ble en cierta medida realizar la tarea de perfilar la evolución de la doctrina

cristiana desde sus orígenes mismos y sus primeras etapas de su desarrollo,

mediante un análisis objetivo y sin prejuicios teológicos de los textos

disponibles, y al margen de la fe, que permita fortalecer todavía más algunas

conclusiones altamente probables. Sé que, además, hubo otros factores

importantes, pero estoy seguro de que en el breve relato del autor de Marcos

se esconde el ombligo de la mentira cristiana.

1. INTRODUCCIÓN

La crucifixión de Jesús para ejecutar la sentencia dictada en el uso de sus

competencias legales por un prefecto romano en Jerusalén, con el fin de

castigar un delito de sedición, inauguró dramáticamente el orto de la fe

cristiana como una nova religio, el mito de más ominosas consecuencias en la

historia de Occidente, en virtud de la más tosca tergiversación legendaria. La

composición y el significado del llamado evangelio de Marcos solamente pueden

entenderse a la luz del acontecimiento histórico, inesperado e indeseado para su

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EL MITO CRISTIANO

248

protagonista, de esa condena. El autor del texto de Marcos creó el género

literario de la buena nueva (evangelion) y escribió así el modelo original —que

luego ampliarían Mateo y Lucas— para intentar fundamentar, contra todas las

evidencias factuales, la fe pospascual de la Iglesia de Roma.

William Wrede declaró solemnemente que «el evangelio de Marcos

pertenece a la historia del dogma cristiano», y Norman Perrin, pasando revista

a setenta años de exégesis del Nuevo Testamento, ha podido concluir que «el

problema del Mesías crucificado fue el mayor problema para la Iglesia

temprana». En efecto, todo el desarrollo del primer Evangelio constituye una

gran fabulación urdida para invertir cronológicamente y teológicamente el substrato histórico

de lo realmente ocurrido, mediante la adulteración y reinterpretación ad hoc de los

testimonios que todavía pervivían, anteriores a la fe en la Resurrección de Jesús de

Nazaret. Para nosotros se trata, pues, de reconstruir ese substrato histórico por

medio de una metodología que ponga en evidencia las articulaciones arbitrarias

que conduzcan premeditadamente al drama apocalíptico que nos legó Marcos, el cual

no es sino el relato de una revelación inventada que se sitúa aproximadamente a

medio camino en los quince capítulos —el decimosexto es en su mayor parte

apócrifo— de su texto, exactamente en Me 8. 27-33.

Esta ficción legendaria se conoce, desde Wrede, como el secreto mesiánico, y

abre el camino al evangelista para ir manipulando, retocando y reinterpretando

para su propósito el material de la tradición oral, en el marco de dos mesianidades

contradictorias, en cuya interacción «controlada» la más antigua acaba cediendo

totalmente el paso a la novísima, porque el dato axial de la crucifixión seguida por

la "resurrección" así lo exigía. La imaginaria resurrección de Jesús debía funcionar

como indispensable cobertura teológica del escándalo de la crucifixión, y de la

falsedad del relato. Nuestra metodología para iluminar esa cobertura consistirá

justamente en recuperar y explicar la metodología de la falsificación que adoptó el autor

de Marcos, lo cual impone el difícil ejercicio de buscar un método eficiente para

dar cuenta de la estructura de la narración evangélica mediante la precisa

identificación de sus articulaciones estratégicas.

EL EVANGELIO DE MARCOS, UN RELATO APOCALÍPTICO 2.

REFLEXIONES SOBRE EL MÉTODO

La exégesis de la Biblia cristiana en general, pero particularmente del Nuevo

Testamento, ha transitado por cauces que podrían enunciarse con tres

rúbricas: exégesis bíblica católica, hermenéutica existencial cristiana, y heurística

histórico-crítica.

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249

2.1. ha exégesis bíblica católica es notoriamente estéril para conseguir una

inteligencia objetiva, independiente de todo dogma religioso, mediante la

rigurosa aplicación de los presupuestos y los instrumentos del método

científico para investigar los fenómenos históricos. Teólogos católicos

eminentes, como K. Rahner y H. Vorgrimler, definen la exégesis (écjrVyricTic;,

«explicar», «interpretar», «exponer») como una disciplina teológica que

interpreta la Escritura «con métodos auténticamente científicos», pero añaden

que, «como ciencia católica» ( ! ) , «no debe limitarse al uso de esos métodos, ni

le es lícito hacerlo», pues no debe «tener la doctrina e instrucciones del magisterio

únicamente como norma negativa». La exigencia es máxima: «Es tarea de la

exégesis católica mostrar la compatibilidad de sus resultados con el dogma católico y también,

por lo menos en principio, con la doctrina oficial no definida de la Iglesia» (cursivas mías).

Se trata de creer (5OK8(O), no de saber, especialmente cuando la doctrina está

definida por la Iglesia como dogmática; entonces, hay que asumirla como

revelada por Dios y se enseña como definitiva y obligatoria para todos los católicos;

y lo mismo ocurre cuando una doctrina está íntimamente «vinculada con una

verdad revelada» y es indisoluble de ella. Si se trata de una doctrina

«simplemente oficial no definida», la exégesis se convertirá con frecuencia en

«teología bíblica»; y, en el caso ideal, se asimila a la teología bíblica presupuesta

por la dogmática. Sin entrar aquí en las minuciosas reglas decretadas en materia

exegética, conviene subrayar que los principios básicos que rigen en la Iglesia

hablan por sí solos: toda interpretación se somete a la analogía fidei y al «criterio

tipológico». La primera significa que, en su forma católica, no se da ninguna

afirmación de la revelación o de la fe que no haya que entenderla desde la fe

objetiva una y total de la Iglesia. La segunda implica que cuando en el Nuevo

Testamento se llama typos, o ejemplar, a una persona, o a un suceso, de la

historia del Antiguo Testamento, entonces esa persona o suceso es «típica» de

las orientaciones y actitudes de Dios, que se mantienen a través de toda la

acción salvífica divina, y, por consiguiente, tienen necesariamente que tener

en el Nuevo Testamento correspondencias (exaltadas, sublimadas) que han

sido previstas por Dios y queridas previamente por él. Por ejemplo, Moisés es

un typos de Cristo. Tanto el uno como el otro principio exegético pone en

manos de la Iglesia jerárquica un arma doctrinal arbitraria y de alcance

ilimitado, en virtud de su legitimación para definir todo prácticamente ad libitum. A propósito de la interpretación tipológica, L. Rougier escribió lo

siguiente:

Esta mentalidad considera que cada palabra, cada miembro de frase, cada versículo de Escritura, siendo la palabra de Dios, tiene un sentido en sí, inde-

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EL MITO CRISTIANO

250

pendientemente de su contexto; y que es lícito agrupar o fundir citas tomadas de los Salmos o de los diferentes libros del Antiguo Testamento de manera que pudiera formarse con ellas una citación completa cuyo sentido global es distinto del de cada una de sus partes componentes, estando comúnmente admitido, entre los esenios y entre los cristianos, que los antiguos profetas han anunciado de manera velada, críptica, todo lo que se ha realizado en el Nuevo Testamento, lo que abre la vía a la interpretación alegórica tal como se encuentra practicada en el pesher qumraniano, en Filón el Judío y en la exége-sis tipológica de la primera Iglesia.

Procede preguntarse cómo una mente sana puede conceder crédito a tales

manipulaciones. La exégesis bíblica católica se transforma a menudo en una

caricatura de la norma de objetividad y probidad histórica sin la cual la exégesis

se reduce a una indigesta especulación. ¡Cómo se atreve a hablar de

cientificidad...!

2.2. La hermenéutica existencial cristiana, iniciada por F. D. E. Schleier-

macher y culminada en el extremismo de H.-G. Gadamer, representa un

intento de superar el escolasticismo de la lectura católica de la Biblia

abriéndose a los aires de la inspiración vital del intérprete en un diálogo

recíproco con el escritor sagrado, y ampliar así los límites formales del texto en el contexto global de la tradición. El elemento central sigue siendo la fe en

la inagotable trascendencia del Ser por antonomasia y en el contacto vivencial

con él en un ininterrumpido encuentro existencial. Los puntos esenciales son éstos: el cristianismo creó un lenguaje, que

constituye un todo; todo entendimiento está condicionado por el del todo; se

instaura así un movimiento circular del cual nadie puede escaparse, porque el

espíritu creador aporta siempre algo inesperado que se impone al intérprete,

quien, en virtud de una intuición adivinatoria, se identifica con el autor.

Schleiermacher relaciona este proceso hermenéutico con la importancia del

tiempo, así como de la reconstrucción histórica, objetiva y subjetiva, del discurso analizado. La hermenéutica es un arte de hacer la acción interior

totalmente perceptible, recurriendo a factores psicológicos intuitivos. La

comunidad vital es la naturaleza misma del lenguaje, y el ser humano es un

espíritu en el movimiento perpetuo de la comprensión y la interpretación. Aunque el individuo no es susceptible de acercamiento porque es inefable, la

palabra es la intermediación que permite el pensamiento común. Schleiermacher ya aborda los vínculos entre hermenéutica y teología, así

como también de la exégesis sagrada con la dogmática. El punto de vista

Page 251: Puente Ojea - Vivir en La Realidad

251

filológico visa separadamente cada escrito de cada autor, a diferencia del punto

de vista dogmático, que somete la comprensión (Verstehen) de cada autor a la

dependencia común de la fe cristiana y su origen en Cristo, la cual es, para

Schleiermacher, «preponderante». Pero estima que si se toman

absolutamente la filología y sus exigencias, se aniquila la fe común; y si se

opta por la dogmática incondicionalmente, ésta se destruye a sí misma —el

mismo Cristo quedaría reducido a la nada—. Por consiguiente,

Schleiermacher no vacila en afirmar que «la "analogía fidei" no puede, entonces, brotar de la interpretación exacta, y la norma debe ser la siguiente: si de todos los pasajes pertenecientes a un conjunto no se deduce un sentido concordante, es que ha sido mal interpretado». Esta norma del

Missverstehen se hace relevante para la cristología neotestamentaria, de tal

modo que cuando un pasaje, en un autor, no concurre a la comprensión de un todo —en este caso, la dogmática eclesiástica— entonces se necesita

«multiplicar» los enunciados emparentados; esta operación representa el

mínimo de la inteligencia «cuantitativa», cuyo máximo se expresa con la palabra «énfasis», que consiste en tomar el sentido del pasaje con un

significado más amplio, que no es su sentido corriente, sino que incluye to-das las imágenes accesorias que puede sugerir. Pero, entonces, esa opera-

ción, en principio, va hasta el infinito, pues no tiene límite en sí misma, como

también le ocurre al proceso hermenéutico. Lo que no admite Schleiermacher

es la tesis de que es el Espíritu Santo quien ejerce el impulso de esa operación

—rechaza absolutamente la «inspiración verbal»—, pues afirma que es obra

del exegeta que se esfuerza en comprender.

La apertura personal del intérprete al sentido (Sinn) no va mucho más lejos de

lo esperado —como pronto advirtió D. F. Strauss—, y de hecho queda

considerablemente constreñida por la Tradición, la analogía fidei, y la interpretación

tipológica; como le sucede a todo creyente cristiano que no esté dispuesto a

quebrantar los signos de su identidad. La hermenéutica existencial no habilita al

intérprete cristiano para desvelar la falsificación histórica que modeló el Evangelio

de Marcos al inventar el episodio del «secreto mesiánico». Pero el caso de H.-G. Ga-

damer resulta aún más concluyente, pues enfatiza hasta el absurdo la asunción

del famoso «círculo hermenéutico» auspiciado por R. Bultmann y sus

numerosísimos epígonos, siguiendo las huellas de Schleiermacher —como

expliqué en mi libro de 1974—. Este énfasis arrasador fue posibilitado por la

Existenzsphilosophie de M. Heidegger. No es necesario referirnos aquí a las

conocidas categorías heideg-gerianas: precomprensión, ser-ahí, ser-en-el-mundo,

temporalidad, proyecto, posibilidad, sentido, y muchas más, en las que el subjetivismo y el

irracionalismo contemporáneos encuentran su confortable cobijo. Pero

Gadamer, al explotar estas herramientas conceptuales para su causa apologética,

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EL MITO CRISTIANO

252

incorpora la perspectiva teológico-dogmática sin la menor inhibición:

movimiento del intérprete, movimiento de la tradición, situación hermenéutica, conquista del

horizonte, sentido existencial de la palabra, repetición, autoridad, desplazamiento

hermenéutico, prejuicio, historicidad, verdad total, et sic de coeteris. En suma, escribe: «en

sí, la comprensión (Verstehen) debe ser considerada, no tanto como un acto subjetivo, sino

como una inserción en el proceso tradicional, en la cual pasado y presente se interfieren sin

cesar» (cursivas mías). La esencia de la tradición se desvela cuando se produce el

encuentro con una tradición escrita, que ahora se expresa con nuestros conceptos. Pero

Gadamer no se atiene con rigor al desplazamiento necesariamente conceptual que

reconoce, porque quiere restaurar también, a la vez, la autoridad vinculante y

normativa de la tradición religiosa a la que pertenece el intérprete creyente, y, en particular, el

cristiano, respecto de la Escritura sagrada. Es decir, la situación hermenéutica obliga al

creyente a tomar la Biblia en su pretensión de verdad. Gravita así en Gadamer, y en

todos los teólogos que no decidan salirse de una ortodoxia mínima, una

antinomia insalvable que los arroja permanentemente a una evidente ambigüedad mental y

conductual.

2.3. El método heurístico, verificada la impotencia de los métodos expuestos en

los dos apartados precedentes, desde el ángulo de la veracidad historio gráfica, es el

método que ha acreditado su utilidad en la tarea de conocer con solvencia y

objetividad lo que dicen las fuentes, cómo lo dicen, y cuál es su valor veritativo

—que es, en última instancia, lo que interesa conocer a quienes, como seres

humanos, escuchan, en primerísimo lugar, a la razón—. Tanto la exégesis bíblica

católica como la hermenéutica existencial cristiana se hunden, por sus propios

caminos, en el pozo del fideísmo al partir de la presunción de que somos

permanentemente interpelados.

¿En qué consiste la heurística...? En lugar preferente, en no confundir el

valor de las especulaciones teológicas con el de los datos historiografías cuya facticidad

ha podido verificarse en virtud de testimonios adecuadamente contrastados por

procedimientos seguros. Estos testimonios son bien textos escritos investigables

conforme a los criterios científicos producidos en el estudio de la historia, o bien

materiales arqueológicos de datación y procedencia histórica verificables. En se-

gundo lugar, en no admitir como datos de la investigación lo que son, por su

forma, sólo hipotéticas intenciones subjetivas atribuidas por el intérprete a los

referentes humanos de los datos, cuando tales atribuciones no están recogidas en los

datos mismos —es decir, nada de intuiciones adivinatorias ni de empatia

existencial—. En tercer lugar, concentrarse en la conexión lógica y factual de los

contenidos de los datos con el fin de establecer con el mayor rigor posible aquellos

puntos o articulaciones del conjunto temático al que se puedan referir los datos en los

que existen contradicciones, incongruencias o incompatibilidades. En cuarto lugar, pero

como momento especialmente definitorio del método heurístico como tal, formular

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253

explicaciones hipotéticas que puedan servir de antemano como posibles guías o ejes

de marcha adelante para aproximarse progresivamente a la identificación de las

rupturas lógicas o discursivas del conjunto temático que se investigue. Y en quinto lugar,

reconstruir o restaurar, con los más idóneos criterios de verosimilitud que ofrezcan las

ciencias históricas, el relato o el escenario históricos sobre el cual verse el correspondiente

conjunto temático investigado, aportando al mismo tiempo una explicación de los meca-

nismos por los que se supone que se han generado las tergiversaciones o errores

responsables de la infidelidad histórica perpetrada con la veracidad de los hechos investigados.

Por consiguiente, la heurística (eüpeaiq, heúresis... acción dirigida a encontrar

o inventar algo con esfuerzo) es un método histórico-critico riguroso, pero que

enfatiza o incorpora una perspectiva dinámica y programática que también puede

incluir el caudal semántico de la palabra latina equivalente, inventio (del verbo

invenio, hallar algo que se buscaba, conseguir, descubrir lo que se deseaba), que

se traduce, según los contextos, por descubrir, hallar o inventar. La informática

ha revalorizado y potenciado en los últimos años esta hidimensionalidad semántica

del método heurístico en general, pero que cobra un positivo relieve especial

cuando se aplica a la ciencia de la historia, y, dentro de esta última, para descifrar los

mecanismos causales de los fenómenos históricos transmitidos por la escritura y demás

vehículos afines, para descubrir tanto su fiabilidad como su infiabilidad o falsedad, en

términos de veracidad. El método heurístico no es pasivo, sino activo, antici-pativo, que

busca sistemáticamente las contradicciones, bifurcaciones e hiatos narrativos y sus causas

documentables, y no especulando teológicamente o atribuyendo intencionalidades hipotéticas

—humanas o divinas— que no estén expresadas en los datos, donde hay que buscar y

encontrar la explicación de una tergiversación, impostura o engaño deliberado,

según sea cada caso.

La exploración heurística, como parte esencial de los modelos de búsqueda en

la computación que son característicos de la IA, diseña programas (software) en

los que hace un uso intensivo de las representaciones analógicas a diferencia de las

representaciones fregeanas. Margaret A. Boden (Artificial Intelligence and Natural Man,

1911, excelente vía para adentrarse en la informática) precisa que «una

representación analógica de algo es aquella en la cual hay alguna correspondencia

significativa entre la estructura de la representación y la estructura de la cosa

representada. Entender una representación analógica es saber interpretarla

ajustando estas dos estructuras (y los procedimientos de inferencia asociados a

ellas) de forma sistemática. Pero en una representación fregeana no tiene por qué

haber tal correspondencia, puesto que la estructura de la representación

fregeana no refleja la estructura de la cosa misma, sino la estructura del

procedimiento (proceso de pensamiento) por el cual se identifica la cosa. En-

tender una representación fregeana es saber interpretarla para saber a qué se

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EL MITO CRISTIANO

254

refiere, básicamente por el procedimiento descrito por la lógica de Frege de

aplicar funciones a argumentos»; \o cual no implica que la distinción sea ni excluyente

ni exhaustiva. Sí implica una flexibilidad inferencial de las primeras (semántica), que

las segundas, en principio, no poseen (axiomática), lo que no implica que sólo

los algoritmos puedan ofrecer seguridad demostrativa —por ejemplo, la

geometría eucli-diana sólo recibió su axiomatización cuando pudo demostrar

plenamente su rigor lógico formal—. Hay métodos diferentes de alcanzar

conclusiones válidas para la resolución de problemas especiales en los cuales

se empleen representaciones analógicas muy aptas para desvelar, con un alto grado

de certeza, la explicación, en términos causales, de las consistencias o las

inconsistencias de un relato investigado heurísticamente mediante restricciones o

especificaciones inferenciales, evitando así manipulaciones deductivas que son, en

cambio, posibles con la mayor rigidez generalizante de las representaciones

fregeanas. Las dificultades para formular una normativa adecuada en la teoría de

las representaciones, que permita obtener regias heurísticas solventes, radican en las

complejidades representacionales de los materiales propios de la sociología y de la

historia. La heurística no es cuantificable, porque sólo puede dirigir «el

pensamiento —como escribe Boden— a lo largo de las rutas que más

verosímilmente conducen a la meta». Es decir, es un método activo y creativo que

intenta conjugar en diversas proporciones la profundidad selectiva con la amplitud

extensiva con el fin de discernir la mayor o menor pertinencia de los diversos aspectos

que configuran la realidad tematizada. En estas estrategias de búsqueda, ofrecen

instrumentos sumamente útiles las contribuciones de la teoría y la práctica de

la IA, pues, como insiste con acierto Boden, «para muchos programadores

expertos, la actividad de programar está supeditada estrictamente a una meta

más amplia, tal como "el desarrollo de una teoría sistemática de los procesos

intelectuales, dondequiera que los encuentre" [Donald Michie, 1974, cursivas

mías]». Digamos que el arranque del estudio de las funciones mentales del cerebro

como proceso a la vez neurofisiológico y de simbolización, en virtud del cual se

crea el conocimiento y la cultura, tiene en la IA un referente básico para explicar

genéticamente el progresivo escalonamiento del mundo perceptivo, afectivo y

cognitivo del ser humano.

El análisis heurístico de los Evangelios canónicos es especialmente

productivo en razón de la doble dirección de búsqueda prospectiva y retrospectiva, un

recurrente movimiento de abajo arriba y viceversa para detectar las

incompatibilidades cualificadas por sorpresas que sean derogatorias de la

verosimilitud del relato o que delaten una intencionalidad más o menos

consciente de engaño. El intérprete se pone en guardia tan pronto como una

inesperada y nueva información irrumpe en la narración, no sólo rompiendo

radicalmente su lógica interna, sino también contrariando los resultados de un

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255

paciente trabajo historiográfico previo de todos los factores determinantes para

entender el contexto ideológico y real de los sucesos narrados. Advierte Boden que «para

percibir una analogía es necesario reconocer una concordancia o correspondencia entre

cosas que de otro modo son diferentes» (cursivas mías). Esta preocupación

fundamental es la que suele estar ausente en las falacias de la nueva hermenéutica

a la que me he referido en el apartado 2.2; pero que exige rigurosos criterios de

autenticidad histórica que han de ser fijados con anterioridad al trabajo heurístico

propiamente dicho, como veremos en el apartado 2.3.

Por último, es esencial no confundir conceptualmente la verdad heurística

—propósitos o intencionalidades del autor o autores del documento

investigado, sea o no auténtico, apócrifo o no— con la verdad fáctica

—veracidad objetiva de los hechos relatados—. Lamentablemente,

numerosos intérpretes o exegetas de textos históricos descartan a priori,

frecuentemente por purismos metodológicos misplaced, contenidos narrativos

que juzgan falsos o meramente ideológicos. Pero esta actitud es gravemente

errónea, pues comporta una injustificada mutilación de la pertinencia documental de

datos o peculiaridades del referente global del asunto investigado, y acaba perjudicando las

tareas del historiador. En consecuencia, cuando nosotros afirmamos que las

intencionalidades de cualquiera, autores literarios o actores históricos, no

constituyen datos en su sentido riguroso si no se deducen directamente del

conjunto de esos datos en sus conexiones internas y externas, entonces decimos

que no son válidas para desvelar los mecanismos causales del fenómeno sometido

a análisis. Es decir, esto representaría una nueva confusión nacida de no distinguir

nítidamente las intencionalidades imputadas a los agentes en general —y en particular

del evangelio de Marcos— que no fluyen directamente de los contenidos que

figuran en los datos mismos, y los propósitos o intenciones de los actores que se

mueven en la narración, y de los autores o autor de ese producto literario, cuando

las imputaciones se fundan en los datos que componen el tejido que integra y estructura el

conjunto.

Quedaría esta caracterización de la heurística histórica muy insuficiente si no

me detuviera brevísimamente en los factores epistemológicos de las ciencias

humanas o sociales en general. Mario Bunge ha recordado recientemente que una

verdadera explicación de un fenómeno social o histórico sólo es posible mediante la

identificación de sus causas eficientes, y que éstas son de carácter empírico y se refieren

siempre a situaciones de cambio. La existencia en sí de algo no tiene ni necesita

explicación, si no se trata de su génesis real. Pero todo proceso genético significa un

cambio social o histórico que solamente es explicable en términos mecanísmicos, es

decir, identificando los mecanismos del cambio o movimiento. El método del

Verstehen (comprender), que trabaja con conjeturas inverificables empíricamente, nunca

será capaz de «explicar» mediante causas eficientes y constatables con criterios científicos

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EL MITO CRISTIANO

256

de orden empírico, o sea, «falsables». La investigación o la búsqueda de

intencionalidades imputables a los actores será siempre una actividad subjetiva y

estéril si no están incorporadas en datos observacio-nales o escritos que permitan

describirlas como hechos, y por tanto, como causas eficientes que explican el cambio

o movimiento social o histórico. Tratándose de escritos, el método heurístico exige que

consten en él en cuanto auténticos datos —al margen de si, en cuanto tales, son

veraces o no lo son—. El Verstehen no hace referencia a mecanismo alguno, y se

confina en una actividad sin verdadero valor cognitivo intersubjetivo, si el propio

autor del texto no consigna expressis verbis que se dio esa intencionalidad. El

intérprete o analista tendrá que partir siempre del dato correspondiente para reconstruir

el proceso social o histórico del cambio mediante causas eficientes a fin de demostrar que pudo

existir realmente esa «intencionalidad» en el actor —en el autor del texto, en este caso—.

Sólo si se procede así podrá afirmarse que la sociología o la historia son ciencias, en

cuanto que ofrezcan explicaciones fundadas en mecanismos de base empírica. Se

eliminan así, por lo pronto, las especulaciones metafísicas o teológicas en esas ciencias.

Pero todo esto no significa ignorar que el historiador está inmerso en un

contexto histórico y cultural determinado que le impide establecer sin más una

inmediatez con el episodio histórico investigable. La inserción del historiador

en su propia época y lugar le suministra una experiencia del mundo generalizable

desde el punto de vista de las estructuras ontológicas y epistemológicas comunes

a su propia condición de ser humano. Desde estas estructuras comunes, le es

posible captar y analizar contextos históricos alejados en el tiempo y en el espacio,

primeramente distanciándose mentalmente del propio, y seguidamente

sumergiéndose metodológicamente en el nuevo mundo que debe investigar;

estudiando su trama factual y simbólica; integrando sus hipótesis causales en

sucesivas totalidades históricas ordenadas jerárquicamente pero

interdependientes; situando todos los mecanismos causativos en un contexto

global nuevo en sus particularidades. La causalidad naturalista se somete a un

grado de abstracción que las causalidades históricas no pueden alcanzar, ni deben

proponérselo, pues la riqueza de los factores que entran en su construcción tiene

que quedar modulada por la necesidad de su selección, de una parte, y por la exigencia

de integrar en el constructum un número suficiente de particularidades causativas, de otra

parte. El historiador no puede sucumbir a los prejuicios relativistas de la etnología

actualmente en boga, ni someterse a los dictados de ningún dogma o ideología.

La experiencia subjetiva de su propio mundo debe constituir la plataforma para lanzarse

al conocimiento de la historia sin perder referencias objetivas basadas en la racionalidad lógica

y empírica.

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257

3. EL ELEMENTO HEURÍSTICO

La heurística puede proponer, como apto para explicar los evangelios sinópticos,

el siguiente criterio de autenticidad histórica que formuló en 1913 el gran biblista

Wilhelm Heitmüller, a saber: «A pesar de los elementos mitológicos y

legendarios, y a las no inconsiderables capas atribuibles a la creencia de la

comunidad que tenemos que eliminar, poseemos material de valor histórico en la

tradición evangélica siempre que haya elementos en ella que no puedan ser

conciliados con la creencia de la comunidad a la cual pertenece el material en

su conjunto. Lo que no es consonante con esta creencia no puede haber nacido de ella.

Frecuentemente, estos elementos se muestran a sí mismos en divergencia con la

creencia de la comunidad a través de su omisión o alteración por escritores

posteriores». Por consiguiente, «podemos tener completa confianza [en el residuo

de material que satisfaga este criterio]. Podemos extender esta confianza a todo

lo que se presenta en una relación orgánica con él». Este criterio de autenticidad, sin

embargo, no excluye, acertadamente, el material en el cual Jesús pueda aparecer

compartiendo, o no divergiendo de la fe y la ética judías en sus aspectos esenciales. Frente a

este criterio, R. Bultmann formuló, ya desde 1921, el que sería luego conocido

como criterio de disimilitud, el cual resulta chocante en quien destacó la judeidad

del Jesús histórico: «Solamente podemos contar con la posesión de una

similitud genuina de Jesús allí donde, de una parte, se da expresión del

contraste entre la piedad y la moralidad judías y el talante escatológico

distintivo que caracterizó la predicación de Jesús; y donde, de otra parte, no

encontramos ningún rasgo específicamente cristiano». Al efecto, indica que

aceptará como auténticos, «dichos tales que surgen de la exaltación de un

estado de ánimo escatológico» o que «demandan una nueva disposición de la

mente»; añadiendo que los acepta porque «contienen algo característico,

nuevo, que alcanza más allá de la sabiduría y piedad popular, y, sin embargo,

no son en ningún sentido rabínicos o de escribientes, ni todavía de la

apocalíptica judía». No obstante, en ocasiones desborda ese criterio en otros

escritos, al incorporar «dichos» que él mismo juzgó auténticos en su trabajo

exegético. La escuela bult-manniana, en el contexto de la crítica de las formas,

consolidó el criterio de disimilitud en el curso de la labor de eminentes epígonos

como G. Bornkamm, E. Kásemann, H. Conzelmann y J. Jeremías, entre otros,

y cada uno con su personalidad, pero todos ellos compartiendo una inspiración

de raíz heideggeriana, matizada por un fideísmo intimista con fuerte sabor

luterano o barthiano. Kásemann escribe que «pisamos terreno razonablemente

seguro sólo en un caso particular, a saber, cuando hay algún modo de mostrar

que una pieza de tradición no ha sido derivada del judaismo y no puede ser

adscrita al cristianismo temprano, y esto es particularmente el caso cuando el

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EL MITO CRISTIANO

258

cristianismo judío ha visto esta tradición como demasiado audaz y le puso

sordina o de alguna manera la modificó» (1960). H. Conzelmann formula lo

siguiente: «¿Qué puede decirse, por consiguiente, que es auténtico [sobre la

base de la mirada radical de la "crítica de las formas"]? Por lo que concierne a

la reconstrucción del magisterio, es válida la base metodológica siguiente:

podemos aceptar como auténtico el material que no encaje ni en el

pensamiento judío ni con las concepciones de la posterior comunidad

[cristiana]» (1959). Textos y detalles del criterio de disimilitud, así como de su

gestación y desarrollo, pueden encontrarse en los trabajos de N. Perrin, criterio

que apoya sin reservas y que define así: «la forma más temprana que podemos

alcanzar de un dicho puede ser vista como auténtica si puede mostrarse que no

es similar a énfasis característicos, a la vez, del judaismo antiguo y de la Iglesia

temprana, y éste será el caso particularmente donde la tradición cristiana

orientada hacia el judaismo se puede mostrar que ha modificado el dicho

alejándose de su énfasis original» (1967). Refiriéndose específicamente a si

«este dicho debiera ser atribuido a la Iglesia temprana o al Jesús histórico»,

sienta la afirmación de que «la naturaleza de la tradición sinóptica es tal que la

carga de la prueba pesará sobre la pretensión de autenticidad». En todas estas

presentaciones de este criterio de disimilitud subyace una evidente circularidad lógica

oculta por las palabras, pues se carece de los parámetros de referencia para

sustanciar el juicio comparativo. Perrin constata esta carencia, pero no se

arredra ante ella: «Realmente —escribe—, nuestra tarea es incluso más

compleja que esto, porque la Iglesia temprana y el Nuevo Testamento son

deudores en muchísimos puntos del judaismo antiguo». Creyente militante,

Perrin asume el desafío: «Por consiguiente, si tenemos que adscribir un

"dicho" a Jesús, y aceptar la carga de la prueba sobre nosotros, tenemos que ser

capaces de mostrar que el "dicho" no viene ni de la Iglesia, ni del judaismo

antiguo. Esto parece a muchos pedir demasiado, pero nada menos hará justicia

al reto de la carga de la prueba; no hay ningún otro camino a la razonable

certeza de que hemos alcanzado al Jesús histórico» (cursivas mías). Si los

teólogos creyentes —los hay que no— se apeasen de su optimismo

profesional tendrían que hacer pública la renuncia, ha exclusión de toda similitud

con el pensamiento del antiguo judaismo, aun con muchas rebajas, me parece constitutivamente

inasumible. En cuanto a los contenidos de la fe de la comunidad primitiva, el debate para

fijarlos se encontraría siempre con una falta de «consenso», no digamos ya «unanimidad», en

el sentir de los fieles. Y respecto de los increyentes, de nada valen las normas exegéticas

eclesiásticas, ni siquiera las más moderadas o concesivas. Con bendita ingenuidad,

escribe Perrin, invocando la autoridad teológica de H. Koester, que «respecto

a la formulación real del criterio que hemos intentado, debe apuntarse que

nosotros aún insistimos en la importancia de establecer una historia de la tradición y

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259

de ceñirnos nosotros mismos al estrato más temprano de esa tradición; en nuestra opinión,

material dependiente de otro material ya presente en la tradición es necesariamente un producto

de la Iglesia. Lo que estamos proponiendo, en efecto, es usar material establecido

como auténtico por el criterio seguro, como una piedra de toque por medio del cual juzgar

material que resistiese él mismo a la aplicación de ese criterio, material que no pudiera ser

identificado como disimilar a énfasis del judaismo o de la Iglesia cristiana» (cursivas

mías)...

Estos exegetas del doble criterio de disimilitud parecen incapaces —no por

estulticia, sino por la ceguera propia de la fe religiosa— de captar el círculo

vicioso que late ostensiblemente en su discurso, es decir, la cadena sin fin de

criterios previos para establecer criterios. ¿Quién decidirá que el baile ha

terminado?... Nosotros pensamos que en la cualificación de la autenticidad de

textos debemos seguir el camino que impone el método heurístico, y comenzar

por rechazar de antemano la sumisión a intereses dogmáticos o confesionales,

y también a la ilusión de creer que el estudio crítico de las ideologías que laten en

el texto no constituye parte esencial de la tarea del historiador.

Anticipando la aplicación de esta última conclusión al evangelio de Marcos,

puede ya afirmarse que Jesús no fue el «Jesucristo, Hijo de Dios» (Me 1.1), que

no bautizó «en el Espíritu Santo» (1.8), que no vio en el instante en que salía del

agua del Jordán «los cielos abiertos y el Espíritu, como una paloma, que

descendía sobre El»; que no se dejó oír de los cielos una voz que dijo «tú eres

mi Hijo amado, en quien yo me complazco» (1.9-11). Tampoco «comenzó a

enseñarles [a los discípulos] cómo era necesario que el Hijo del Hombre

padeciese mucho, y que fuese rechazado por los ancianos y los príncipes de los

sacerdotes y los escribas, y que fuese muerto y resucitase a los tres días» (8.31,

9.30, 10.32-34). Ni declaró que fuera lícito para los hijos de Israel el pago del

tributo censal al César (12.12-17). Ni instituyó la Eucaristía (14.22-24). Ni

resucitó de entre los muertos; ni habló como se le atribuye en Me 16;

«/ascendió finalmente a los cielos. Porque además del criterio de autenticidad de

Heitmüller, un sano criterio de disimilitud con la estricta fe monoteísta y

antiidolátrica judía de Jesús excluye todas esas fantasías.

La tarea heurística postula la interrogación sobre el punto decisivo de ruptura del Nuevo

Testamento, y este punto se descubre inequívocamente anunciado en Me 8.27-33.

Aquí se encuentra la brecha radical con el Testamento Antiguo y la singladura a

la teología de la Iglesia. En los libros titulados El evangelio de Marcos. Del Cristo de

la fe al Jesús de la historia (1992) y El mito de Cristo (2000), apoyados a su vez en dos

anteriores, Ideología e historia. La formación del cristianismo como fenómeno ideológico

(1974) y Le cristiana, Iglesia, poder (1991), he expuesto ampliamente la respuesta

a dicha pregunta y, en general, a la no fiahilidad de la exegesis dogmática que

quiere imponer la Iglesia católica. Ninguna de mis lecturas o reflexiones desde

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EL MITO CRISTIANO

260

entonces me han llevado a cambiar de opinión. Por el contrario, han servido

para reafirmarla.

La premisa mayor del evangelio de Marcos consiste en otorgar crédito a lo

que es una ficción legendaria —del autor o de su Iglesia— según la cual Jesús habría

previsto, asumido y anunciado secretamente a los discípulos, antes de iniciar el periodo crucial

de lo que sería su inesperado drama personal, lo cual le llevaría a una crucifixión que

luego se interpretaría fideísticamente como el martirio expiatorio querido y planeado

para alcanzar la redención de la humanidad. Esta premisa, sin la cual no habría fe

cristiana, es un monumental vaticinium ex eventu, conocido académicamente

como el secreto mesiánico, porque escenifica esta supuesta revelación. Asumiendo el

núcleo del trabajo exegético de W. Wrede, escribió muchos años más tarde H.

Conzelmann sin hipérbole que «la teoría del secreto es la presunción fundamental del gé-

nero (Gattung) Evangelio», que se presenta con acento fuertemente apocalíptico.

Los textos de los Sinópticos, partiendo del modelo creado por Marcos,

funcionan como un eco dogmático: las tres perícopas marquianas son

reiteradas por Mt 16.21-23, Mt 17.22-23 y Mt 20.17-19; y por Le 9.22-27, Le

9.44-45 y Le 18.31-34. La fiahilidad de los tres Sinópticos en este episodio crucial

es absolutamente nula. En la sección 5 analizaré detalladamente su contenido.

Ahora, interesan prioritariamente los argumentos que prueban su falsedad histórica y

teológica. Marcos no nos dice que los discípulos no comprendieran el macabro

anuncio, sino que Pedro, entendiendo perfectamente, quedó atónito ante tal in-

congruencia en términos de la propia prédica mesiánica de la inminencia del Reino de

Dios que cumpliría la esperanza judía en la justicia político-religiosa prometida;

reaccionó vivamente —sin duda voceando no sólo su desaprobación sino

también la de sus compañeros— y, «tomándolo aparte [a Jesús], se puso a

reprenderlo» (Me 8.32). Luego, el evangelista suelta el inexplicable discurso

teológico pospascual de la Iglesia (w. 33-37), no incomprensible, para unos

discípulos que conocían el auténtico pensamiento del Nazareno. De modo que lo que

habría habido, si el episodio hubiera sido real —que no lo fue—, habría sido un

sentimiento inicial de frustración y consternación, además de sorpresa y vacilación, que

quizá llevase a unos al abandono de la empresa en la que habían creído

firmemente, y a otros a seguir confiando en un final feliz: la resurrección de un

Maestro humillado, pero todavía fascinante. Sin embargo, leída atentamente la

totalidad de los Sinópticos, y sobre todo a Marcos, la conclusión que se impone

es la de la absoluta inexistencia de ese anuncio proléptico y del episodio que lo escenificó. No

sólo su artificialidad redaccional y su inmotivación en el marco del relato, sino el hecho

inconcebible de que no dejase la menor huella en la memoria de sus discípulos, y no fuese creída

por ellos la resurrección de Jesús, acreditan sin ningún género de dudas que se trató de

una cruda invención teológica del evangelista.

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261

La obstinada incredulidad de los discípulos, cuando se les informa de una noticia

que deberían haber estado esperando ansiosamente, constituye un fallo inapelable

contra el supuesto «hecho» de la profecía, cuyo recuerdo tendría que ser fresco e

imborrable, pues databa de pocos días antes. En Me 16.11 se lee: «pero oyendo

que vivía y que había sido visto, no lo creyeron». En Le 24.10-11, «dijeron esto

a los apóstoles, pero a ellos les parecieron desatinos tales relatos, y no los

creyeron». En Jn 20.9, «porque aún no se habían dado cuenta de la Escritura,

según la cual era necesario que El resucitase de entre los muertos»; y en Jn

20.25, «si no veo en sus manos la señal de los clavos, y meto mi dedo en el

lugar de los clavos, y mi mano en su costado, no creeré», lo cual se repite en Jn

20.27-29. En Mt se lee, agravando la sensación de apatía, frustración o pánico,

«todos los discípulos lo abandonaron y huyeron». El Cuarto Evangelio ignora

el «secreto mesiánico».

Pero en Le 24.17-27 encontramos además la perla gris de la falacia

neotestamentaria. Dice así: «El mismo día, dos de ellos [discípulos] iban a una

aldea, que dista de Jerusalén sesenta estadios, llamada Emaús, y hablaban entre

sí de todos estos acontecimientos. Mientras iban hablando y razonando, el

mismo Jesús se les acercó e iba con ellos, pero sus ojos no podían reconocerlo.

Y les dijo: "¿Qué discursos son estos que vais haciendo entre vosotros mientras camináis?".

Ellos se detuvieron entristecidos, y tomando la palabra uno de ellos por nombre Cleofás, le

dijo: "¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no conoce los sucesos en ella ocurridos estos

días?". El les dijo: "¿Cuáles?". Contestáronle: "lo de Jesús Nazareno, varón profeta,

poderoso en obras y palabras ante Dios y ante el pueblo; cómo lo entregaron los principes de

los sacerdotes y nuestros magistrados para que fuese condenado a muerte y crucificado.

Nosotros esperábamos que sería El quien rescataría a Israel; mas, con todo, van ya tres días

desde que esto ha sucedido" [...]. Y El les dijo: "¡Oh hombres sin inteligencia y tardos de

corazón para creer todo lo que vaticinaron los profetas! ¿No era preciso que el Mesías padeciese

esto y entrase en su gloria?". Y comenzando por Moisés y por todos los profetas, les fue

declarando cuanto a El se refería en todas las Escrituras». No es posible entrar a fondo

ahora en este revelador pero infantil episodio ficticio, y sólo vale la pena para

nuestro propósito advertir que no se cita ni un solo profeta, ni un texto con

sus palabras; pero ¡lo realmente relevante es que no hay ninguna referencia al famoso

«secreto mesiánico»...!

El primer Evangelio, escrito probablemente hacia el año 70 —y fijado

canónicamente en torno al año 100— está calculadamente dirigido a exonerar

a la fe pospascual de su revolucionaria y súbita novedad en la experiencia personal de los

discípulos y de sus audiencias palestinianas. ¿Es posible que se equivocase tanta

gente, entre ellos los testigos inmediatos, y partícipes cualificados, de la

persona de Jesús? Una respuesta afirmativa contra la evidencia necesita

pruebas factuales, pero la apologética eclesiástica carece de ellas. En

Page 262: Puente Ojea - Vivir en La Realidad

EL MITO CRISTIANO

262

consecuencia, resulta claro que no las hay. El autor de Marcos, lo mismo que

las iglesias cristiano-gentiles después de la destrucción de Jerusalén y, con ésta,

la desaparición de la comunidad judeo-cristiana (Urgemeinde), siguieron la estela

de Pablo. El paulinismo, que había conquistado ya antes las sinagogas de la

diáspora, rompió el último dique, que aún representaba la iglesia-madre

jerusalemita, para la imposición del novísimo credo en el que Marcos bebe a pla-

cer. La improvisada doctrina pospascual, a la que Pablo de Tarso —un

advenedizo— había suministrado, con su predicación y sus epístolas, las

categorías teológicas básicas, representaba otro «kérygma» manifiestamente

opuesto no sólo al predicado por Jesús sino también a la esencia del

monoteísmo judío. De esta fe todo se construye kerygmáticamen-te y contra los

datos históricos —en primerísimo lugar, la ejecución del Nazareno por un delito de

sedición, lo cual no fue un error del gobierno romano, sino la corroboración de

que Jesús no era un Mesías celeste de carácter apocalíptico; fue un Mesías en el

sentido hebreo del término—. Este ominoso desdoblamiento kerygmático constituye

la trama del texto marquiano y su objetivo teológico.

EL EVANGELIO DE MARCOS, UN RELATO APOCALÍPTICO 4.

JESÚS Y JUAN EL BAUTISTA

El deslinde entre los dos kerygmas requiere la reinserción de Jesús y su mensaje en el

contexto mesiánico-escatológico de su tiempo, con sus lecturas apocalípticas

emergentes. El material furtivo que sobrevivió a las omisiones, adiciones y

adulteraciones de Marcos permite realizar esa reinserción. El kérygma personal

de Jesús se inscribe en el marco daví-dico, en el cual lo religioso y lo político

quedan fundidos en una compleja unidad. La nota dominante de este mensaje fue

la urgente convocación del pueblo judío al arrepentimiento y la reconversión ética

(teshuvah, metanoia), su movilización ideológica y espiritual como pródromo y

catalizador de la intervención sobrenatural de Yahvé tan pronto su pueblo

cumpliera su parte del pacto histórico. La obsesión composicional y redaccional

del autor de Marcos por acreditar su invención del secreto mesiánico,

anunciando la inverosímil mesianidad in humilitate como eje indispensable del

misterio cristiano, siembra de antinomias y contradicciones su texto. Reconvertir

un kérygma en su contrario era una empresa racionalmente inviable. Precisamente

este intento deliberado y planeado confiere a la historicidad de Jesús, a su

existencia real, una potente evidencia interna que arruina la empresa de la escuela

mitológica —no obstante sus interesantes contribuciones al conocimiento de la

religiosidad de la época—. Nadie se plantea problemas que no puede resolver

Page 263: Puente Ojea - Vivir en La Realidad

263

y que desmienten sus ficciones. El nuevo mensaje soteriológico no vehiculaba la

doctrina del Jesús judío, sino la del Pablo helenístico.

El evangelio de Marcos no es un escrito para dar a conocer algo, sino para dar

a conocer de cierta manera una nueva doctrina; es decir, para enseñar e inculcar una tesis

teológica que se presenta como una verdad revelada en forma pseudohistórica. Si la temprana

tradición pospascual ya anunciaba un kérygma que sustituía el Jesús de la historia por

el Cristo de la fe, el autor del Evangelio modélico reelabora y completa esos

ingredientes teológicos para integrarlos en un patrón cristológico en segunda potencia

ya vigente en las Iglesias de la gentilidad. Lo notable y fundamental del primer

Evangelio como documento kerygmáti-co radica en el hecho de ofrecernos, a

la vez, un doble y contrapuesto kérygma: la proclama mesiánico-escatológica del

propio Jesús en cuanto heraldo (kéryx) de la inminencia del Reino de Dios, y la

proclamación por la Ekklesía del Cristo celeste según la reinterpretación so-

teriológica del Mesías como un inesperado mediador humillado, sufriente y

expiatorio. Esta antino?nia kerygmátíca brinda la clave de la peculiar dualidad de

vertientes de los Evangelios canónicos: pretensión historiográfica y dogma teológico; y

constituye así la puerta de acceso a una reconstitución histórica y doctrinal de la figura

y del magisterio de Jesús.

La mesianidad que encarnaba el Nazareno comienza a aparecer a medida

que se va filtrando y analizando heurísticamente el texto mar-quiano. Los

puntos de partida y de llegada se expresan en este anuncio liminar: «Cumplido

es el tiempo, y el Reino de Dios está cerca; arrepentios y creed en la Buena

Nueva (Evangelion)» (Me 1.15). Ambas frases proclamaban la venida inminente

del Mesías judío y el Juicio que instauraría la liberación de Israel. No se trataba de

un reino ya presente, sino de un hecho futuro. Ch. Dodd, al servicio del dogma

eclesiástico y violando la sintaxis griega, afirma que se trata de una es-catología

realizada: según él, y enjambre incontable de quienes lo siguen, la Iglesia era ya el

Reino. Algo más prudente, pero aún apologeta, W. Kümmel sostiene que se

trata de un comienzo, de una escatología inaugurada. Una interpretación sin

prejuicios constata que el significado es claro: Jesús anunció un suceso inminente

pero futuro.

Si se aplican criterios de objetividad e independencia exegética, la

mesianidad auténtica de Jesús fluye por sí sola. Ya en Me 1.1-8 se anuncia la tarea

del Bautista como precursor del Nazareno: «Apareció en el desierto Juan el

Bautista, predicando el bautismo de penitencia para remisión de los pecados.

Acudían a él de toda la región de Judea, todos los moradores de Jerusalén, y se

hacían bautizar por él en el río Jordán, confesando sus pecados [...]. En su

predicación les decía: "Tras de mí viene uno más fuerte que yo, ante quien no

soy digno de postrarme para desatar la correa de sus sandalias. Yo os bautizo

en agua, pero El os bautizará en el Espíritu Santo"». Se introduce esta noticia

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EL MITO CRISTIANO

264

como cumplimiento de una profecía de Isaías que nada tiene de mesiánica. A

continuación, se compone esta escena: «En aquellos días vino Jesús desde

Nazaret, de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán. En el instante en

que salía del agua vio los cielos abiertos y el Espíritu, como una paloma,

descendía sobre El, y se dejó oír de los cielos una voz: "Tú eres mi Hijo amado,

en quien yo me complazco"». En Mt 3.14-15 se refuerza aún más esta

servicialidaddel Bautista, que dice que es él quien debe ser bautizado por Jesús,

el cual respondió:

«Dejadme hacer ahora, pues conviene que cumplamos toda justicia»;

declarando más adelante que «entre los nacidos de mujer no ha aparecido uno

más grande que Juan el Bautista. Pero el más pequeño en el reino de los cielos

es mayor que él» (Mt 11.11). Todos los dichos de los Sinópticos, sospechosos de

no historicidad, ocultan una relación que indica un cierto antagonismo entre

ambos personajes mesianistas que les interesa dejar bien zanjado a favor del

Nazareno. Señala Me 1.14 que «después de que Juan fue preso, vino Jesús a

Galilea predicando el Evangelio de Dios», lo que pone en conexión uno con

otro. ¿Predicaban el mismo Evangelio...? Veamos.

En primer término, señalemos que en Mt 11.1-6 se narra un episodio sin

conexión con 3.1-17, cuyo final concluía con la voz del cielo exclamando: «Este

es hijo mío, en quien tengo mis complacencias». Ante tal acreditación, no

parecía que el Bautista necesitara otras garantías sobre la caución divina del

bautizado por él. Sin embargo, el uno y el otro mostraban dudas y recelos,

pues, «cuando hubo acabado Jesús de dar sus consignas a sus doce discípulos,

partió de allí para enseñar y predicar en sus ciudades. Habiendo oído Juan en

la cárcel las obras de Cristo, envió por sus discípulos a decirle: "¿Eres tú el que

ha de venir o hemos de esperar a otro?". Y respondiendo Jesús, les dijo: "Id y

referid a Juan lo que habéis oído y visto: los ciegos ven, los cojos andan, los le-

prosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son

evangelizados; y bienaventurado aquel que no se escandalizare de mí». Y, a

renglón seguido, ensarta este ditirambo que envuelve a la vez respeto y

relegación de Juan al papel de heraldo de su persona: «¿Qué habéis ido a ver?

—espeta Jesús a su auditorio—, ¿a un hombre vestido muellemente? Mas los

que visten con molicie están en las moradas de los reyes. Pues ¿a qué habéis

ido? ¿A ver un profeta? Sí, yo os digo que más que a un profeta. Este es de

quien está escrito, "He aquí que yo envío a mi mensajero delante de tu faz, que

preparará tus caminos delante de ti"» (Mt 11.8-11). Lo cual es una autodeclaración

de me-sianidad, y por ello una tajante eliminación de todo equívoco sobre la

posible pretensión de mesianista de Juan —y que en aquella coyuntura era

ineludible—. Si lo que se dice en esta perícopa fuese auténtico, resolviendo así

la pugna competencial de ambos personajes en cuanto al punctum dolens, tendría

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265

gran peso para decidir contra la crucial imputación de importantes intérpretes

creyentes y no creyentes de la no fia-bilidad de los relatos evangélicos para la fe en el

«Mesías», aunque humiliado y resucitado. La perícopa concluye así: «Desde los días

de Juan el Bautista hasta ahora, el reino de los cielos está siendo violentado

((3tá-c^exai, vim patitur), y los violentos lo arrebatan. Porque todos los Profetas

y la Ley hasta Juan profetizaron. Y si queréis creerlo, él es Elias que ha de

venir. Quien tenga oídos, oiga» (Mt 11.12-14). Esta algarabía verbal

ensordecedora sólo puede producir una insuperable perplejidad, y obliga a

preguntarse si el redactor también la sufrió o, por el contrario, sabría que se

refería crípticamente al anuncio de los vaticinios sobre la instauración de un

Reino mesiánico-escatológico en Jerusa-lén por un Mesías tradicional.

Las noticias de Jn 3.22-36 y 4.1-3 corroboran la impresión de que existió

incluso un antagonismo competencial, pero nacido precisamente de una afinidad de

doctrina y de misión. La confluencia de ambos genera una inflexión que el

evangelio canónico de Juan describe meridianamente: «Al día siguiente, otra

vez hallándose Juan con dos de sus discípulos, fijó la vista en Jesús, que

pasaba, y dijo: "He aquí el Cordero de Dios". Los dos discípulos, que le

oyeron, siguieron a Jesús» (Jn 1.35-37). Opinión de intencionado simbolismo

para sugerir discretamente la prioridad de Jesús. Se trataba nada menos que de

Simón Pedro y de Andrés; a éste, el evangelista le hace exclamar: «Hemos

hallado al Mesías, que quiere decir Cristo» (w. 40-41). Aunque el kérygma de los

dos era el mismo, se separaron, y el Bautista prosiguió proclamando el anuncio

de un reino mesiánico en el que continúan creyendo los suyos todavía hoy.

¿Quién fue }uan el Bautista...? En Me 11.27-33 se muestra a Jesús

preguntando en el Templo a los príncipes de los sacerdotes, los escribas y los

ancianos: «el bautismo de Juan, ¿era del cielo o era de los hombres?

Respondedme» (v. 30). Después de cavilar conjuntamente entre ellos

diciendo: «Si decimos del cielo, dirá: "Pues, ¿por qué no habéis creído en él?".

Pero si decimos que de los hombres, es de temer a la multitud, porque todos

tenían a Juan por verdadero profeta. Respondiendo, pues, a Jesús, le dijeron:

"No sabemos". Y Jesús les dijo: "Entonces tampoco yo os digo con qué poder

hago estas cosas"» (w. 31-33). Implícitamente, aquí Jesús corrobora la legitimidad y

autoridad del mensaje de Juan, y su coincidencia de vocación. El gran biblista creyente, G.

Bornkamm, afirma que «debemos admitir el hecho de que la tradición cristiana

fue la primera que transformó a Juan, el profeta del Juez que viene a juzgar al

mundo, en el testigo de Jesús como Mesías»;

pero no resuelve la incógnita acerca de la posible vocación mesiánica del

Bautista, sino que agrega, significativamente, que «la decisión concerniente a

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EL MITO CRISTIANO

266

Juan y su bautismo de penitencia, es también la decisión concerniente a Jesús y

su misión».

Examinemos dos testimonios de Marcos sobre el Nazareno. En Me

6.14-29, el rey Herodes asigna al Bautista un estatus no inferior al que más

tarde asignarán a Jesús los evangelistas: «Este es Juan el Bautista, que ha

resucitado de entre los muertos, y por esto obra en El el poder de hacer

milagros» (v. 14). El resto del relato trivializa su asesinato por Herodes

mediante una historieta sentimental, mientras que Flavio Josefo nos revela que

Juan «excitaba a los judíos a practicar la virtud», a ser justos unos con otros, a

ser piadosos con Dios, y además los invitaba a asociarse «en el bautismo» y a

que las gentes «se congregasen». Pero añade este párrafo, que resulta clave:

«Herodes temía que una tal facultad de persuadir suscitase una revuelta, pues la multi-

tud parecía dispuesta a seguir en todo los consejos de este hombre. Prefirió, pues, apoderarse de

él antes de que se produjera algún disturbio relacionado con él, que tener que arrepentirse más

tarde, si surgía algún movimiento, de haberse expuesto al peligro. A causa de estos

recelos, Juan fue enviado a Macheronte, la fortaleza de la cual hemos hablado

anteriormente, y allí fue asesinado» (cursivas mías). ¿No le sugiere al lector esta

cautela política la que mostró Pilato ante el Nazareno...? El relato de Josefo

dice mucho, pero también oculta probablemente mucho, conocida su

reluctancia a hablar de oráculos mesiánicos a sus compatriotas. Certeramente,

M. Goguel observó que una mera doctrina moral, por mucho que pudiera

enardecer a una audiencia, no inquieta como tal a un déspota. Pero si esa

misma enseñanza se da en el marco de un proyecto de mesianismo radical con su

inherente postulado de transformación política, religiosa y social, entonces se

convierte en grave riesgo para los que gobiernan y los demás beneficiarios del

establishment. Tal cosa sucedió también con el poder romano y la oligarquía del

Templo. El Bautista propugnaba algo más que unas reglas de conducta moral:

postulaba un movimiento de designio mesiánico que, por su propia naturaleza,

apuntaba hacia la instauración de un Reino de Dios que ejercería la justicia en favor de los

pobres y oprimidos, como exigía la gran tradición prof ética de Israel.

El antagonismo latente entre Jesús y Juan nunca quedó zanjado, hasta

aparecer en el evangelio de Juan como abierta rivalidad, según se hace patente en

una discusión de los discípulos del Bautista con un judío, terciando aquél con

estas palabras: «No debe el hombre tomarse nada si no le fuere dado del cielo.

Vosotros mismos sois testigos de que dije: "Yo no soy el Mesías, sino que he

sido enviado ante El [...] Preciso es que El crezca y yo mengüe. El que viene de

arriba está sobre todos"» (Jn 3.27-28, 30-31). En Jn 4.1-2 se dice que «Jesús

hacía más discípulos que Juan, aunque Jesús mismo no bautizaba, sino sus

discípulos». Es sintomático que en 1.19-28, en donde aparece Juan confesando

«No soy yo el Mesías» (v. 20), el evangelista omita el bautismo de Jesús por él.

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267

Esta omisión, y la compulsiva denegación del Bautista de ser el Mesías, hacen

pensar que este grave asunto está adulterado tanto en los Sinópticos como en

el Cuarto Evangelio. Go-guel subraya que el bautismo de Juan tenía un triple

carácter: rito de purificación, similar a ciertas abluciones o lustraciones judías; rito

de agregación, por el cual se constituía una efectiva comunidad fraternal de

penitentes que esperaban el Reino de Dios y se preparaban para entrar en él

(Flavio Josefo, Ant., Jud., XVIII, «él invitaba a unirse por un bautismo»); rito

iniciático, como el que, probablemente ya entonces, el judaismo aplicaba a los

prosélitos. El rasgo culminante era el iniciático, condicionado al

arrepentimiento, que marcaba el bautismo esca-tológico y abría la puerta a la

comunidad mesiánica del Dios de Israel. Era un bautismo único, irrepetible,

que, pese a la especulación del «fuego del Espíritu Santo» de los Sinópticos, fue

común a Juan y a Jesús.

5. MESIANIDAD DE JESÚS

La mesianidad de Jesús es la cuestión clave del escrito de Marcos y el ombligo de la

nova religio. En la escena situada, sin solemnidad ni motivación, en el camino a

Cesárea de Filipo, Jesús preguntó a sus acompañantes, «¿Quién dicen los

hombres que soy yo?» (Me 8.27), y, en seguida: «Y vosotros, ¿quién decís que

soy yo? Respondiendo Pedro, le dijo: "Tú eres el Mesías". Y les encargó que a

nadie dijeran esto de El» (w. 29-30). Cualquier lector podría sorprenderse de

que el episodio se insertase cuando el relato ya había mostrado, en la predicación,

a un Jesús «mesianista» en el sentido davídico tradicional. Hasta la gran revelación

secreta a los discípulos que figura en Me 8.31-33, los discípulos, incluido

naturalmente Pedro, habían visto, en su experiencia cotidiana, a un Jesús situado

en la línea religioso-política del mesianismo judío. La turbadora profecía del

Nazareno, según la cual vino para ser «rechazado por los ancianos y los

príncipes de los sacerdotes y los escribas», y ser «muerto» y resucitado «al

tercer día», trastornaba sus expectativas hasta el punto de dejar sin sentido todo lo que el

Maestro y ellos habían estado predicando, pues su fe en la absoluta inminencia de la

instauración del Reino quedaba sustituida por un destino de fracaso y desolación, apenas

paliado por una inexplicable resurrección. La reacción de Pedro no sólo expresa

sorpresa sino, sobre todo, inconformidad con lo anunciado: «Pedro, tomándolo

aparte, se puso a reprenderlo» (v. 32). El evangelista no nos dice qué le dijo

Pedro al Nazareno, pero, si el episodio hubiera sido auténtico, sus palabras

habrían indudablemente aludido a fraude o engaño del Maestro a sus discípulos.

Pero Jesús, al parecer insensible a la justa queja, «volviéndose y mirando a los

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EL MITO CRISTIANO

268

discípulos, reprendió a Pedro y le dijo: "Quítate allá, Satán, pues tus

pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres"» (v. 33). Y en Me

9.1, a guisa de consuelo, exclama: «En verdad os digo que hay algunos de los

aquí presentes que no gustarán la muerte hasta que vean venir en poder el

Reino de Dios». Como se trata de un vati-cinium ex eventu a partir de la certeza de

la condena de Jesús por delito de sedición, todo el anuncio era cualquier cosa menos

una profecía. El Mesías vaticinado era una inverosímil novedad en el contexto del

pensamiento escatológico-mesiánico judío, disfrazado ahora de fabulacio-nes apocalípticas.

Repitámoslo, dos kerygmas antitéticos e inconciliables. El maltrato dado a los

discípulos por los evangelios Sinópticos evidencia la necesidad de desacreditarlos

paradójicamente por haber creído en el Jesús real, y no haber aceptado

verdaderamente la falacia del Mesías neotestamentario, como lo prueba su expreso

rechazo de la supuesta resurrección de jesús. Concluyamos, pues, que la afirmación de

Pedro tiene todos los visos de ser auténtica (v. 29) dentro de la radical

inautenticidad de lo que dice y sugiere el evangelista.

Pasemos brevemente a los episodios de la Pasión, que pretenden configurar y

acreditar una mesianidad celeste y, a la vez, expiatoria. En Me 14.60-65, Jesús declara

ante el Sanhedrín, respondiendo a la pregunta del Sumo Sacerdote: «¿Eres tú el

Mesías, el hijo del Bendito?» (v. 61), con estas palabras: «Yo soy, y veréis al

Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del

cielo». Este versículo, y su desarrollo en todos los siguientes, es la segunda gran

clave, después de la falsa «profecía» del secreto mesiánico, para detectar el engaño

de los Evangelios canónicos. En efecto, la pregunta mezcla, con calculada

perfidia, tres conceptos totalmente distintos: el concepto de Mesías tradicional —por el que

Pedro había identificado a Jesús en Me 8.29—; el concepto teológico de Hijo del

Bendito, expresión judía que equivalía a personalidad divina; y el concepto apocalíptico

de Hijo del hombre. Al afirmar «Yo soy», al Nazareno se le está subrepticiamente

haciendo declarar tres conceptos de tan diferente alcance y significado que la

respuesta satisface igualmente tanto al evangelista como al Pontífice. Al primero, porque le

permite corroborar la mesianidad de jesús, pero cualificándola inmediatamente para

afirmar supuestamente que se trata de un Mesías de naturaleza divina, o de un personaje

celeste y apocalíptico. Al segundo, porque obtiene la prueba de la mesianidad del

Nazareno, pero, a la vez, la confesión de su carácter divino, lo cual ponía en sus

manos a un Jesús sedicioso y, a la vez, a un Jesús blasfemo. Así, Poncio Pilato tenía a

un Jesús convicto de sedición como «rey de los judíos», y Caifas tenía a un sacrilego Jesús que

se decía ser divino. Sólo cabe interrogarse, si fuera cierta, quién urdió la treta, si el

evangelista o el Sumo Sacerdote. Pero, al margen de esta cuestión, lo que

parece muy claro es que Jesús había confirmado su condición de Mesías davídico —y así

lo captó sin duda alguna el prefecto romano—. La estrategia del autor allana el

camino para que Mateo, Lucas y Juan introdujeran una ambigüedad suplementaria:

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269

sustituyen el «Yo soy» del primer evangelio, por el «Tú lo has dicho» o «Tú lo dices»

(Mt 26.64, y 27.11); el «¿Luego eres tú el Hijo del Dios? Díjoles: "vosotros lo decís, yo

soy"» y «Tú lo dices» (Le 22.70, y 23.3) y el «Tú dices que soy rey» (Jn 18.37).

Todas esas respuestas deben contextualizarse debidamente en la coyuntura y

ocasión en que fueron pronunciadas, a saber: en comprometidos interrogatorios en

los que —como sucedió con la cuestión del pago del tributo censal al César,

como veremos después— una abierta respuesta afirmativa o negativa habría

llevado a Jesús a la muerte o a la prevaricación. Jesús no podía asumir ninguna

de esas alternativas porque invalidaban su proyecto, que tenía que cumplirse

en un angosto espacio de posibilidades. Aunque no consiguió evitar la

catástrofe, dejó constancia de su astucia y de su temple, si esos arreglos fueran

verídicos.

En este punto de la cuestión debo introducir una relevante mati-zación

acerca de mi posición respecto a la peculiaridad que se manifiesta en los textos

relativos a la conciencia mesiánica verosímilmente imputable a Jesús. En el

capítulo 6 del ensayo El evangelio de Marcos. Del Cristo de la fe al Jesús de la historia

(1992) suponía que «el carácter mesiánico del Nazareno había sido intuido por

sus seguidores íntimos habituales, pero por decisión del Maestro debía quedar

velado —es decir, en secreto— hasta que la mesianidad de Jesús hubiera de hacerse

pública. Se supone diáfanamente en el relato —aspecto importante desde el

punto de vista de la verosimilitud que el evangelista desea conferir a su intención

apologética— que ni siquiera los discípulos habrían de comprender, hasta

después de la Resurrección, las connotaciones inesperadas de la nueva noción de

mesianidad. Así, el elemento axial de todo el Evangelio se sitúa en las

perícopas que van de Me 8.27 a 8.31. Es decir, la confesión de Pedro, el secreto

mesiánico y la predicción de la pasión, crucifixión y resurrección de Jesús»; junto «con Me

9.1-13 (leyenda de la transfiguración)», forman «una unidad temática, no por su

homogeneidad sustancial —pues son, sin duda, heterogéneas en sus

referentes—, sino por su intención y motivación teológicas [...]. En Me 8.29,

Pedro reconoce la mesianidad del Nazareno tal como era representada en los

círculos mesianistas y populares en los que Jesús ejercía su predicación: "Tú eres

el Mesías". Sin denegación por parte del Maestro, y sin transición alguna, tras esta

confesión Jesús "les encargó que a nadie dijeran esto de él" (v. 30). También en los

otros dos Sinópticos esta confirmación tácita de la mesianidad parece inequívoca

(Mt 16.13-20 y Le 9.18-21) [...]. Es evidente que Marcos quiso introducir de

manera dramática e irreversible el kérygma (proclamación) pospascual: la crucifixión de

Jesús no fue un accidente, ni un suceso que descalifique la auténtica mesianidad

del enviado que todos esperaban, sino el requisito previsto y anunciado del

plan salvífico de Dios» (pp. 23-24).

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EL MITO CRISTIANO

270

Esta construcción teológica de los Sinópticos mediante la suma de dos

elementos, a saber, mesianidad sufriente humillada y secreto más ocultamiento proclama

al Cristo-Jesús o Jesús-Cristo de las Epístolas de Pablo, pero está vaciando la

figura del Mesías de su esencia tradicional; quedaba sólo el nombre, pues la

instrucción fue terminante, que «a nadie dijesen que él era el Mesías» (Mt 16.20). En

presencia de esta reiteración del ocultamiento, Wrede piensa lógicamente que la

considerable masa de epifanías de mesianidad tradicional consentidas en los textos

evangélicos representa solamente la «ingenua» transformación legendaria de

un hecho inicial de no mesianidad en la fe eclesiástica neotestamentaria, lo que

acabó por debilitar el propio artificio de secreto mesiánico incluso en Marcos,

pero sobre todo en los Evangelios siguientes, aunque fuese el Cuarto

Evangelio —producto de una fuente propia con notables novedades— el más

obediente a la consigna, como vamos a ver.

En efecto, en el curso de la esforzada predicación de Jesús en Jeru-salén,

con motivo de la festividad de invierno, aparece curando a un ciego de

nacimiento, lo cual, como otros actos de su taumaturgia, avivó el

hostigamiento del establishment judío y su resolución de eliminarlo. En Jn 9.22,

se lee que los padres del ciego milagrosamente rehabilitado fueron

interrogados sobre cómo tuvo lugar el hecho. Los padres, cautelosamente, se

remitieron a lo que pudiera explicar el propio hijo, por ser mayor de edad, y

«porque temían a los judíos, pues ya se habían concertado los judíos en que, si alguno le

reconociera por Mesías, fuese expulsado de la sinagoga». Todos los dialogantes de este

versículo tienen incuestionablemente en sus mentes al Mesías davídi-co y

respiran un mismo clima de temor y coacción moral o eventualmente física, el mismo que

le dicta a Jesús, después de asumir la veracidad de la respuesta de Pedro, la consigna de

secreto a sus discípulos (Me 8.29-30).

En contraste con la sequedad del espíritu rabínico de los textos sinópticos,

el Cuarto Evangelio se hace cuestión del estado de ánimo y de la evolución de la

conciencia de Jesús. Este texto que cito íntegro lo muestra:

Después de esto andaba Jesús por Galilea, pues no quería ir a Judea, porque los judíos le buscan para darle muerte. Estaba cerca la fiesta de los judíos, la de los Tabernáculos. Dijéronle sus hermanos: Sal de aquí y vete a Judea para que tus discípulos vean las obras que haces; nadie hace esas cosas en secreto si pretende manifestarse. Puesto que eso haces, muéstrate al mundo. Pues ni sus hermanos creían en él. Jesús les dijo: Mi tiempo [...] (kairós) no ha llegado aún, pero vuestro tiempo (kairós) siempre está a punto. El mundo no puede aborreceros a vosotros, pero a mí me aborrece, porque doy testimonio contra él de que sus obras son perversas. Subid vosotros a la fiesta; yo no subo a esta fiesta, porque mi tiempo (kairós) todavía no se ha cumplido. Habiéndoles dicho esto, se quedó en Galilea. Una vez que sus hermanos subieron a la fiesta, entonces

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subió él también, no manifiestamente, sino en secreto. Los judíos le buscaban durante la fiesta y decían: ¿Dónde está ése? Y había entre la multitud muchos rumores acerca de él. Unos decían: Es bueno. Pero otros decían: No, seduce a las turbas. Sin embargo, nadie hablaba libremente de él por temor a los judíos (Jn 7.1 -13).

En estas perícopas de Juan —decía acertadamente Wrede que «es posible

aprender algo del Evangelio de Juan para nuestro estudio del Evangelio de

Marcos»—, y en otros pasajes tempranos del Nuevo Testamento, se detectan

claras evidencias de la evolución de la autocon-ciencia de Jesús en el inequívoco

sentido de la mesianidad judía tradicional que tanto inquietaba a los «príncipes del

mundo» y demás élites dirigentes. A la vez, es probable que la mente del

Nazareno albergase oscuros presentimientos de una muy posible frustración del

proyecto de Reino de Dios en el solar de Yahvé ocupado por legiones

romanas, aunque su kérygma de la conversación espiritual y el arrepentimiento

sincero era la garantía de que la omnipotente voluntad divina de cumplir con sus promesas

a Israel prevalecería sobre sus enemigos. Fe ciega, confianza, pero también prudencia,

temple y cautela hasta la maduración del tiempo oportuno (kairós) fueron, sin duda,

las divisas de Jesús para la victoria de la empresa mesiánica de su pueblo.

No cabe pensar, ante la lectura objetiva de un historiador del conjunto de

datos fiables que pueden extraerse del Nuevo Testamento en su contexto

judío, que la teología del «Hijo del hombre» en su sistematización eclesiástica y dogmática

respondía a las convicciones expresas o íntimas de Jesús y los suyos. El

constructum teológico que alumbró la Gran Iglesia, asociando

descabelladamente el Siervo isaico al Hijo del Hombre damiélico en la mítica versión

evangélica, no puede jamás ser imputado a la conciencia del Nazareno, ni ser

admitido si se respetan mínimamente las reglas del análisis histórico y del buen

sentido. De los temores, sentimientos y cautelas probables de jesús no es posible deducir, para

ese tiempo y lugar, esas aberrantes fantasías de una fe desenfrenada. Reflexionemos

someramente sobre esta irracional simulación histórica. Jesús indudablemente

especuló, maniobró, apostó y, finalmente, fue ejecutado con un cargo de

sedición.

En 1992, en el mencionado ensayo, mantuve que, «con todas las probables

vacilaciones de un drama psicológico íntimo, el Nazareno se movió en torno a

las representaciones mentales de un Mesías religiosopolítico tradicional. Éste es un

tertium quid que Scheveitzer se negó a admitir, en una actitud tan extrema y

simplificadora como la de Wre-de. Si el mesianismo tradicional estuvo, en el

ánimo de Jesús, intensamente teñido de coloraciones y penetrado de acentos

apocalípticos, entonces los Sinópticos encontraron en esta particularidad una

excelente cantera para remodelar las convicciones de su protagonista en el sentido

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EL MITO CRISTIANO

272

dogmático que conocemos, extrapolando y acuñando con nuevos conceptos

algunos rasgos de la literatura apocalíptica que servían admirablemente a su

deliberado propósito de sobrenaturalizar y espiritualizar la figura mesiánica,

desviándola de toda connotación político-religiosa» (p. 32), y sustituyéndola

por una mesianidad apocalíptica y divina sólo revelada post resurrectionem (Hechos 2.36:

«Tenga pues por cierto toda la casa de Israel que Dios le ha hecho Señor y

Mesías a quien vosotros habéis sacrificado»). Pablo había inventado el «evangelio»

(Köster) como Revelación de Cristo crucificado y resucitado, y todos los

escritores neotestamentarios le siguieron en la más fantástica y ominosa fe

teológica semítico-helenística.

El Cuarto Evangelio escenificó emotivamente esta pseudoepifanía de este

inaudito Mesías. Habiendo al fin subido Jesús a rostro descubierto a Jerusalén

para celebrar la Pascua, de nuevo aprieta el acoso de los sacerdotes y muchos

fariseos obsecuentes al poder, con esta pregunta históricamente improbable:

«¿Crees en el Hijo del hombre? Respondió él y dijo: ¿Y quién es, Señor, para que

crea en él? Díjole Jesús: Le estás viendo; es el que habla contigo. Dijo él: Creo, Señor,

y se prosternó ante él. Jesús dijo: Yo he venido al mundo para un juicio, para los que no

ven vean y los que ven se vuelvan ciegos» (Jn 9.35-39). Con este juego parabólico de

palabras confiesa misteriosamente el Nazareno su nueva identidad teológica a sus

perseguidores, los cuales resulta que, todavía no satisfechos con el cargo de

falso Mesías en la herencia de David, tenían ahora en sus manos una acusación

añadida para continuar apedreándole. Jesús replicó con estas palabras: «Muchas

obras os he mostrado de parte de mi Padre; ¿por cuál de ellas me apedreáis?

Respondiéronle los judíos: Por ninguna obra buena te apedreamos, sino por la

blasfemia, porque tú, siendo hombre, te haces Dios [...]; ¿porque dije: Soy Hijo de Dios?,

[...] el Padre está en mí y yo en el Padre» (Jn 10.32-33, 36, 38). El dossier quedaba así

listo para los interrogatorios ante Caifas y ante Pilato; un menú a la carta: laesa

maies-tas, blasfemia, rechazo del tributo censal al Emperador, subvertir al pueblo... En

suma, una teologización del sufrimiento con carácter expiatorio.

Como ya expliqué hace años con detalle, «en el relato de Marcos, las

predicciones del sufrimiento van asociadas a la expresión el Hijo del Hombre (hó Huios toü anthoropoü), y sin referencia al Ebed Yahvé isaíaco. Aunque la designación

que caracteriza la cristología marquia-na es la de Hijo de Dios (Huios toü

Tbeoü), este título pasa a identificarse con el término Hijo del hombre

prácticamente a partir de Me 8.38, indicando preferentemente la connotación

doliente y humillada de Jesús»; pero «los estudios de G. Vermes han mostrado

que nunca existió ni en el judaismo ni en la Apocalíptica un verdadero "título" Hijo del

hombre, lo que han confirmado los exhaustivos trabajos de M. Casey y de B.

Lindars». En consecuencia, debemos concluir que «el Nazareno jamás se

identificó a sí mismo con un título mesiánico de este nombre, entre otras razones

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273

sencillamente porque no existió en su época. Empleó [posiblemente] esta expresión

—si realmente lo hizo— como un modismo coloquial arameo para referirse a sí

mismo» (ibidem, pp. 34-35), es decir, en el sentido general de hombre bajo la for-

ma gramatical de la tercera persona verbal (p. 36).

El hecho capital de la historia de la fe cristiana ha sido la transmutación teológica

del Jesús de la historia en el Cristo de la fe. Y este mismo hecho, y la necesidad de

«explicarlo», ha sido el motor y la razón de ser de la exégesis apologética de la

Iglesia antigua y medieval, primeramente, y de la scholarship neotestamentaria

contemporánea después. El esfuerzo más meritorio en esta dirección lo he

encontrado en la Introducción que ofreció J. C. G. Greig a la versión inglesa

(1971) del libro de William Wrede, Des Messiasgeheimnis in der Evangelien (1901).

Intentaré presentar un resumen telegráfico de su propuesta.

Según Greig, la inclusión en dicha exégesis cristológica de elementos propiamente

soteriológicos ha perturbado el análisis de la cristología tradicional subsistente en

el kerygma (proclamación original), en tal medida que se ha llegado a una

reinterpretación (expresa o implícita) del «secreto mesiánico» en términos del «secreto del Hijo

de Dios». Este primer punto me parece indiscutible. Después de examinar

detenidamente las importantes obras de E. Sjöberg, Der Menshensohn im ät-

hiopischen Henocbuch (1946) y Der verborgene Menschensohn im den Evangelien (1955)

como pistas apocalípticas del tipo mixto Siervo doliente isaíaco-H//o del Hombre

daniélico preexistente, oculto, muerto y resucitado, Greig sugiere que es

posible que el propio Jesús histórico hubiese inspirado a sus intérpretes

eclesiásticos un elemento original a la visión mesiánica judía tradicional en el

contexto del material escatológico «conectado con la esperanza de un Mesías», si se

le añade el hecho histórico de la pasión y crucifixión de Jesús, así como la indudable

actividad teológica temprana de la Iglesia para enfatizar y fijar una mesianidad

apocalíptica y dogmática atribuida al Nazareno. Es una hipótesis imposible incluso a

la luz de los extensos y elaborados argumentos de Greig, quien concluye así:

«De un lado, la tradición del martirio con sufrimiento "puede" (sic) haberse coordinado con

el sentimiento de Jesús de una inminente crisis que genera riesgos de sufrimiento y muerte, pero

también de esperanzas de vindicación. De otro lado, una creencia por su parte de que

podría ser el Mesías sería naturalmente suficiente para llevarle al intento de

adoptar el expediente existente de la "ocultación" o "secreto" de su ministerio» (p.

XVI). Y refiriéndose a las tesis de Wrede, estima Greig que, «como apunta

[aquél] correctamente, de ello no se sigue que la "idea" del secreto sea nada más

que una explicación teológica forzada (ill-fitting) de cómo un ministerio

"no-mesiánico" (sic) produjo en la iglesia una cristología posterior al suceso de la Pascua»

(ibidem). No cabe impugnar totalmente estos argumentos, pero el hecho radical

documentado es que los discípulos huyeron despavoridos (Mt 26.568), y

preguntándose algunos, ante la inesperada catástrofe, acerca de «lo de Jesús

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EL MITO CRISTIANO

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Nazareno [...] Nosotros esperábamos que sería él quien rescataría a Israel; mas con todo, ya

van tres días desde que esto ha sucedido» (Le 24.19-21). Pero incluso a Jesús ya

«resucitado», le preguntaron, ansiosos de sacudirse el yugo romano: «¿Es

ahora cuando tú restablecerás el reino de Israel?» (Hechos 1.6). Decidan los

lectores la superchería, que evidencia la mesianidad davídica de Jesús.

La gran pregunta sigue siendo la siguiente: si la ejecución como Mesías

tradicionales presentada dogmáticamente por la Iglesia como un crucial error de

percepción de sus discípulos y sus audiencias; y «Jesús fue realmente el Hijo del

Hombre evangélico y sóter universal divino de Pablo; entonces, ¿por qué se sigue

asumiendo al Nazareno como «Mesías» davídico y humano, demasiado humano, ese que se

declara Mesías en las cercanías de Cesárea de Filipo, ese que Marcos y compañía se esfuerzan

inverosímilmente en suprimir, y no renuncia a mantener la farsa de su tergiversación histórica

y su realidad sobrenatural?... Estimo que hay fundamentos mucho más que

suficientes —que Wrede decidió ignorar, reconociéndose al mismo tiempo

incapaz de dar una explicación (exigible)— para responder así:

La Iglesia sabe que la potencia del misterio cristiano radica en la creencia en la

condición humana de su dios, y, para acreditarla, no pudo nunca prescindir de la legendaria

categoría teológica judía de la «Mesia-nidad». La diferencia esencial de «concepto» entre la

religión cristiana y las religiones de misterios de la Antigüedad —que pronto serían

superadas por el monoteísmo filosófico greco-romano— consistía en esa idea

bíblica del Dios Vivo y antropomórfico que padece y sufre para redimir del pecado y del

dolor a los seres humanos que lo reconocen y lo adoran. Ya no se trata de un

imaginario héroe epónimo, inventado, mitológico, épico, pero en definitiva

sobrenatural, sino del Dios de Abrahán, Moisés, David y los profetas, el

Dios-Hombre u Hombre-Dios, el mediador «mesiánico» de las promesas de Yahvé al

pueblo elegido. Ahora la Iglesia cristiana, como el Verus Israel, se lo apropió. Sin

él, sin este mito enorme, esta Iglesia no habría nacido, ni triunfado, ni

sobrevivido hasta el presente. La Crucifixión de un sedicioso valdría entonces

un Imperio.

Relacionadas conceptualmente con la cuestión de la mesianidad hay cuatro

referencias textuales en los Evangelios que deben examinarse ahora.

En Me 9.33-35 y paralelos se dice que de camino a Cafarnaúm, aún antes

de que se aproximasen a Jerusalén, los discípulos disintieron entre sí «sobre

quién sería el mayor», y que Jesús, «sentándose, llamó a los doce y les dijo: "Si

alguno quiere ser el primero, que sea el último y el servidor de todos"». Es

decir, pensaban que en el Reino habría rango y jerarquías. En Me 10.28-31 y

paralelos leemos que «Pedro entonces comenzó a decirle: "Pues nosotros

hemos dejado todas las cosas y te hemos seguido". Respondió Jesús: "En

verdad os digo que no hay nadie que, habiendo dejado casa, o hermanos, o

hermanas, o madre, o padre, o hijos, o campos, por amor a mí y del evangelio,

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275

no reciba el céntuplo ahora en este tiempo en casas, hermanos, hermanas, madre e

hijos y campos, con persecuciones, y la vida eterna en el siglo venidero [KOÍ év T<B

ctttpvt xw épxopxvo) t^wriv aicovtov]». En Me 10.35-38 y paralelos se narra:

«Se le acercaron Santiago y Juan, los hijos del Zebedeo, diciéndole: "Maestro,

queremos que nos hagas lo que vamos a pedirte". Díjoles El: "¿Qué queréis

que os haga?". Ellos le respondieron: "Concédenos sentarnos el uno a tu

derecha y el otro a tu izquierda en tu gloria [év xfj 5ócjr) aou]"» . En Me 11.8-10

se relata la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén en olor de multitud (al menos

de sus adeptos): «Muchos extendían sus mantos sobre el camino, otros

cortaban follaje de los campos, y los que le precedían y le seguían gritaban:

"¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡bendito el reino que

viene de David, nuestro padre! ¡Hosanna en las alturas!"». Por último, citemos Le

22.29-30: «Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas,

y yo dispongo del reino en favor vuestro, como mi Padre ha dispuesto de él en favor mío, para

que comáis y bebáis a mi mesa en mi reino y os sentéis sobre tronos como jueces de las doce

tribus de Israel».

Debe admitirse que, en términos generales, lo que sobre todo interesa de

estos cuatro textos de Marcos y Lucas, y de sus paralelos en Mateo y Juan, no

es tanto la calculada «industria» redaccional empleada por los evangelistas para

verterlos en sus relatos, así como su decisión de hacerlo, ni si las formas

filológicas que asumen como estereotipos las tradiciones proféticas relativas al

Mesías se recogen con respeto a sus contextos, cuanto el hecho patente de que

prueban que conocían bien el carácter de la idea del Reino que habitaba en la mente

de Jesús y sus discípulos, la cual gravitaba intensamente en la atmósfera peculiar de

las primeras fases de su predicación mesiánico-escatológi-ca. Si se supone que

el motivo para que los evangelistas asumieran estos textos, cuando poner estos

dichos en labios del Cristo eclesiástico ya no pondría en cuestión la

transmutación cristológica producida por las Iglesias, consistía en su deseo de

desprestigiar la personalidad de los apóstoles como mezquinos y egoístas,

preocupados por los bienes y honores terrenales, habrá que explicar por qué

hipotecaban así la coherencia de la construcción teológica de la fe de esas

Iglesias al desvelar la verdadera figura del Jesús histórico como mesianista sólo com-

prensible en el marco del judaismo.

Los veredictos de inautenticidad de dichos textos emitidos por R. Bultmann

y sus epígonos, grandes líderes de la teología neotestamentaria del siglo XX, o

más recientemente por exegetas como D. R. Catchpole [cf. «The "Triumphal"

Entry», en E. Bammel y C. F. D. Moule (eds.), Jesús and the Politícs of His Day,

Cambridge, 1984, pp. 319334] o G. Lüdemann —tenido en exceso como el

gran iconoclasta de la teología cristiana— siguen flotando sobre un colchón de

persistentes prejuicios eclesiásticos, incluso presentes entre quienes aparecen para

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EL MITO CRISTIANO

276

nosotros, o se creen ellos mismos, como audaces críticos liberados de la

mitología de la fe cristiana. Por ejemplo, Bultmann y los suyos, víctimas de la

fuerte alergia que les produce cualquier intento de reivindicar la evidente

dimensión política de la aventura de Jesús el judío, siguen dando como algo

incuestionable que Jesús nada tuvo que ver con la causa de la libertad de Israel

—indisolublemente política y religiosa desde que existió como pueblo—, o con

la tradición davídica del mesianismo tradicional. Salvo los historiadores de la línea

Reima-rus, Brandon y —parcialmente— Maccoby, se observa que cuando se

suscita la cuestión de la política en el pensamiento y la acción de Jesús, toda la

innumerable legión de los demás —incluidos los que han dimitido de la fe

cristiana— cierran filas como buenos y probos burgueses contra el enemigo

común y para defender los venerables vestigios de las murallas de la pax

christiana y su cosmovisión espiritualista. En el caso de los mencionados textos,

Bultmann, sin ningún otro fundamento que su adhesión al dogma eclesiástico

del Cristo universalista y no sólo pacífico sino también pacifista, dictamina, en

crasa petitio principa, que el Jesús de la historia ignoró las implicaciones

temporales de su kérygma, y que el Reino (^aaiXeía, Basileía), en Me 10 y pa-

ralelos, significa el reino celeste, post mórtem, para quienes alcanzasen la vida eterna, es

decir, el otro eón. Esta falsedad exegética vacía de su genuino sentido al Reino

como el lugar del banquete mesiánico (symposium) en el que los judíos satisfarían

todas sus necesidades espirituales y materiales, o sea, la Nueva Jerusalén como

símbolo de la gloria del liberador ungido por Yahvé. Este sería, todavía en nuestro eón,

el Reino de Dios en un Israel rescatado y restaurado, o sea, la gloria del Mesías, en

el citado Me 10.37. Pero Bultmann es terminante: se trata de «una leyenda

mesiánica que quizá se generó en la cristiandad palestiniana» (cf. Geschichte der

synoptischen Tradition, 1921; véase trad. ingl., Nueva York, 1963, p. 305). Uno,

echando mano de su sentido común, se pregunta: ¿Qué interés podía tener esa

comunidad cristiana en inventar o asumir una leyenda que la desmentía a sí

misma en sus propias bases teológicas?... Ninguno. Según Lüdemann, Me

9.33-35 y 10.17-31 se refieren simplemente a «problemas de la comunidad», y

Me 11.1-11 es «una leyenda de la comunidad más temprana» (cf. Jesús after 2000

Years, Amherst/Nueva York, 2001, pp. 75-76), inspirada en Zac 9.9. Se trata

de nuevo de un sofisma derivado de la misma premisa falsa.

Ante la obstinada pertinacia de esa dogmática como posición de partida,

es hoy necesario volver a Reimarus para remover el obstáculo, pues sólo en su

obra encontramos la sencilla sabiduría que nos lleva a contemplar la historia

con los ojos exentos de las deformaciones teológicas de la creencia cristiana.

Para restaurar en sus cimientos las verdaderas perspectivas de la empresa mesiánica de

Jesús es indispensable zafarse de los erróneos espiritualismos del planteamiento

de la teología que arranca de la tempestad académica provocada por Ch. Baur,

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hasta el concordismo de mínimos diseñado por E. P. Sanders, pasando, entre

otros muchos, por D. F. Strauss, J. Weiss, W. Wrede, A. Schweitzer, A.

Harnack, R. Bultmann y sus epígonos, G. Lüdemann y los teólogos de la

Escuela de Francfort. Para romper su hechizo espiritualista, místico,

interiorizante y fideísta hay que comenzar por refutar la principal contradicción de la

dogmática cristiana: mesianidad cristiana frente a mesianidad judía, el Jesús

histórico frente al Cristo eclesiástico. H. S. Reimarus (1694-1768), en su

Apologie oder Schutzschrift für die vernünftigen Verebrerer Gottes, obra mantenida

secreta hasta después de su muerte, y de la cual los llamados siete Wolfenbüttel

Fragmente (1774-1778) aparecieron publicados por G. E. Lessing, planteó el

problema fundamental del origen de la fe cristiana en el último de esos

fragmentos, bajo el título Sobre la intención de Jesús y sus discípulos (1778), abriendo

así la puerta cerrada durante siglos y siglos por el ofuscamiento de una fe

dogmática, a la posibilidad de la emancipación de la inteligencia. Esa

refutación debe arrancar del desalojo de la camisa de fuerza tejida por

categorías teológicas y postulados de fe que han impedido abordar sin

prejuicios el conocimiento de las ideas y las perspectivas fundadoras del

movimiento religioso en el que se inserta Jesús como heraldo o como

representante de la concepción mesiánica del Reino de Dios y de su inminente

venida. ¿Qué significa —se pregunta Reimarus— la noción de Reino de Dios

para el judaismo de aquel tiempo?... El texto angular para su respuesta figura

en los apartados §29 y §30 de su ensayo, y dice lo que sigue:

El reino de los cielos para el cual el arrepentimiento predicado había de ser una preparación y un medio, y el cual contenía el propósito último de la empresa de Jesús, no está en absoluto explicado por él, ni en cuanto a qué es, ni en cuanto a en qué consiste. Las parábolas que emplea acerca de ello nada nos enseñan, o

ciertamente no mucho, si no tenemos ya alguna idea que podamos conectar con la frase: es como un labrador, un grano de mostaza, una masa sin fermentar, un tesoro escondido, una red, un mercader que compra perlas buenas, etc. De esto concluimos que el término había sido completamente claro para los judíos de aquellos días, y que Jesús se refería asía él; por consiguiente, que no hay otra manera de que encontremos la intención de Jesús respecto al reino de los cielos más que sintiéndonos concernidos por el sentido usual de esta frase entre los judíos de la época. Pero además del Nuevo Testamento, otros escritos nos enseñan que por «reino de los cielos» ellos entienden de modo general, no sólo el reino que Dios como rey

estableció entre los judíos y por medio de la ley, sino especialmente ese reino que él revelará mucho más gloriosamente bajo el Mesías [...]. Pero sin referirme mucho a escritos rabínicos, el mismo Nuevo Testamento nos deja perfectamente claro este significado. Porque ¿quiénes eran los que esperaban el reino de Dios, si no aquellos que estaban esperando la venida y revelación del Mesías? ¿Qué suerte

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EL MITO CRISTIANO

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de reino al alcance de la mano entiende Juan proclamar, como un precursor de Jesús, si no el reino del Mesías? ¿Cómo si no, lo entienden los Fariseos cuando preguntan a Jesús en Le 17.20, «¿cuándo viene el reino de Dios?» o los discípu-los ¿cuándo esperaban que ahora pronto establecería él su reino? La clave de esta expresión es la siguiente. Puesto que Dios, según la expresión hebrea, habita en los cielos, y dado que para los judíos los cielos significa la misma cosa que Dios mismo, el reino de los cielos y el reino de Dios son una y la misma cosa. De modo similar, puesto que el nombre Padre significaba respectivamente para los judíos, y especialmente para Jesús, el Padre celestial, este último [Jesús] entendió específicamente por el reino de su Padre este reino de los cielos o reino del Mesías que él

asocia con Dios o con el Padre celestial, hasta el punto de que sería establecido por Dios, y Dios sería supremo en él, aunque hubiera sido dado todo el poder al Mesías. Así, cuando Jesús por todas partes predicaba que el reino de Dios y el reino de los cielos se habían aproximado, e hizo que otros predicasen lo mismo, los judíos fueron muy conscientes de lo que él quería decir, que el Mesías aparecería pronto y que su reino comenzaría. Porque era la esperanza de Israel, aguardando y anhelando desde los días de opresión y cautividad, y de acuerdo con las palabras de sus profetas, que un Ungido o Mesías (un rey, Mt 2.6) viniese, que los liberase de todas las aflicciones y esta-bleciese un reino glorioso entre ellos. Esta profecía judía era conocida incluso por

los paganos, y para los judíos de entonces el tiempo que tenía que cumplirse había transcurrido. Por ello, la proclamación del reino hubo de ser la más gozosa noticia o evangelio que podían oír. En consecuencia, «predicar el evangelio» significaba simplemente extender la gozosa noticia de que el Mesías aparecería pronto y comenzaría su reino glorioso. «Creer el evangelio» no significa nada más que creer que el esperado Mesías vendrá pronto para nuestra redención y para su reino glorioso» [Me 1.14-15, Mt 3.2, 4.7 y 10.7] (cf.

Sobre la intención de jesús y sus discípulos, versión inglesa, Leiden, 1970, pp.

123-125).

Como puede verse, este texto brillante, preciso y escueto define

diáfanamente una íntima asociación —que no confusión— de las ideas del reino de

Dios y reino mesiánico característica del tiempo, en el sentido de kairós, del

cumplimiento de las promesas que Dios hizo y renovó a su pueblo, es decir, a

los judíos, y que éstos ansiaban ya con impaciencia. Esta contribución de

Reimarus cobra su excepcionalidad por el hecho de representar en sí misma

que, por primera vez, se corría el velo del oscurantismo que por siglos y siglos la

Iglesia católica y las demás iglesias cristianas difundieron en todo el orbe, al

ocultar, tergiversar y manipular el auténtico magisterio y ministerio de Jesús.

El oscurantismo dogmático de la fe cristiana ha conducido a miles de pro-

vectos y doctos exegetas creyentes —¡y también no creyentes!— a elucubrar

toda suerte de especulaciones para desentrañar qué significado tuvieron en el

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mundo judío los conceptos cruciales de Reino de Dios y Reino mesiánico, con el

propósito apologético y fideísta de desvincular al Nazareno de la fe de Israel. Se

transformó así un concepto complejo pero transparente en una maraña en la

que han tenido asiento las mayores aberraciones y las más locas

excentricidades. La lógica de Reimarus es impecable y puede resistir a

cualquier intento de recaída en la dogmática eclesiástica. Reimarus propone

algo que el profesor G. Bueno definiría como una asociación referencial de

conceptos conjugados; porque no hay identidad pero tampoco disociación, sino superposición

y, a la vez, implicación discreta en un proceso temporal. Escindir esos conceptos es

una pésima e infidente exégesis que sólo puede conducir a las típicas aporías de

la teología académica y al inmisericorde engaño de los iletrados.

Reimarus continúa su labor de desescombro de las ruinas de la apologética

con este texto no menos riguroso:

Comoquiera que estas palabras contienen la intención total de Jesús y de todas sus enseñanzas y hechos, queda ella realmente expresada en forma muy clara, o, como los judíos de entonces lo dirían, bastante comprensible. Cuando Juan y Jesús o sus mensajeros y apóstoles proclamaban por todos lados que «El reino de los cielos está casi a la mano, creed en el evangelio», las gentes sabían que la gran noticia de la inminencia de la venida del aguardado Mesías estaba siendo llevada hasta ellas. Pero en ninguna parte leemos que Juan o Jesus o los discípulos añadieron algo a esta proclamación concerniente a aquello en que consistía el reino de Dios o

a su naturaleza y condición. Así, los judíos tenían necesariamente que conectar con tales palabras acerca del reino de los cielos que estaba casi a la mano el concepto que de él prevalecía entre ellos. Pero la idea dominante del Mesías y su reino era que él sería un

gran rey temporal y que establecería un potente reino en jerusalén por el cual los liberaría de toda servidumbre y los haría los amos de todos los pueblos. Esto era incon-

testablemente la comprensión general del Mesías entre los judíos, y éste era el

concepto que creyeron siempre cuando se trataba de mencionar la venida del Mesías

y de su reino. Según lo dicho, siempre que los judíos creyeron en este evangelio, siempre que la venida del reino de los cielos les era proclamada sin más explicación del término, quedaban destinados a esperar un Mesías temporal y un reino temporal, de conformidad con sus ideas [...]. Pero, naturalmente, nadie puede enseñar a la gente una doctrina e idea diferente de lo que ellos mismos conocen y creen. Así, dado que los discípulos de Jesús como heraldos del reino de los cielos... estaban pensando en un reino temporal del Mesías, ellos proclamaban justamente esto en las ciudades, escuelas y hogares de Judea [...]. De hecho, lo que es más, estos apóstoles, incluso después de la muerte de Jesús, hablaban del mismo modo de

la intención y plan [de Jesús]. «Nosotros habíamos esperado que él era el que iba a redimir Israel» (Le 24.21) [...]. Israel o el pueblo judío había de ser redimido, pero no la raza humana [...]. Ahora bien, si se hubiese significado una redención espiritual

por medio de un salvador sufriente [...], ellos no habrían indicado como base de su

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EL MITO CRISTIANO

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esperanza a un Jesús que se manifiesta «poderosamente» ante todo el pueblo con palabras y hechos [Le 24.19] (cf. pp. 126-128) (cursivas mías).

Pues bien, en este inequívoco panorama el drama de una inesperada

Crucifixión trastornó radicalmente las perspectivas mesiánicas de los apóstoles, los cuales, en el curso

de un patético proceso de reflexión acompañado, a no dudarlo, de intensa

emoción y alteraciones de conciencia, se vieron impulsados a una difícil inversión

espiritualista de la figura y el mensaje de su Maestro, a partir de la ilusoria experiencia de una supuesta

Resurrección milagrosa, «transmitida» más tarde en forma legendaria, contradictoria y

cambiante. Esa inversión de la cristo-logia adquiere una primera y precaria

formalización en Pablo de Tarso y las sinagogas cristiano-helenísticas, en la

cual los typos, símbolos y alegorías son tomados predominantemente del Antiguo

Testamento, pero sobre un fondo notoriamente nutrido por el peculiar

monoteísmo del mundo alejandrino y de las religiones de misterios. Se fraguó

así un híbrido constructo semítico-griego que alcanzaría su desarrollo en la dogmática de la

Iglesia en un proceso de decisiones políticas, contiendas civiles —algunas de

extrema violencia o sangrientas— y siempre en el contexto de una ominosa

competición por el poder —aún intensamente vigente en nuestros días.

El inestimable y excepcional legado exegético de Reimarus transitó como

un desconocido por el pueblo cristiano, o conservado fragmentariamente por

un escaso número de estudiosos preocupados exclusivamente por la

consolidación y aguerrida defensa de la esencia del mito de Cristo. Al margen de

algún conato de replanteamiento de las bases de ese gran mito eclesiástico,

habría que esperar hasta el año 1967, en el que S. G. F. Brandon publica su

magna obra Jesús andthe Zealots. A Study on the Political Factor in Frimitive

Christianity, que recoge sistemáticamente pero con gran originalidad la

herencia de Reimarus. Mi propia labor histórico-crítica estaría marcada por sus

orientaciones a partir del libro Ideología e historia. La formación del cristianismo como

fenómeno ideológico (1974), en el que por primera vez en nuestro país se investiga la

naturaleza de la fe cristiana y de sus orígenes. Desde esos años ya no debería

resultar posible, o al menos serio y responsable, continuar con el inveterado

hábito teológico de sumergir el estudio del significado mesiánico del concepto

de Reino de Dios en los cuatro Evangelios canónicos en el juego exegético de buscarle

los tres pies al gato —valga este dicho coloquial—, es decir, el de someter un

concepto diáfano en el contexto del magisterio del Nazareno en un tenebroso

desmán apologético incansablemente perpetrado por quienes no se resignan

de verdad a apartarse definitivamente de los mitos recibidos en la transmisión

de la fe. Para concluir con este breve excursus sobre la cuestión de la mesianidad de

Jesús, recordaré algunas referencias y formularé algunas consideraciones.

Page 281: Puente Ojea - Vivir en La Realidad

281

El investigador G. Vermes, en su libro Jesús the Jew (1973), es decir, antes de

que se entregara a la tentación de estereotipar la figura del Nazareno en moldes

exclusivamente espiritualistas, nos ofrece este acertado texto:

[El Mesías] se esperaba que fuese un rey de la progenie de David, victorioso sobre los gentiles, salvador y restaurador de Israel. No se describe, por su-puesto, meramente como un «rey-guerrero», como ha señalado correctamente M. de Jonge [«The Use of the Word "Anointed" in the Time of Jesús»], sino que su preocupación por el establecimiento de la justicia de Dios refleja el

cuadro del gobernante postrero dibujado por II Isaías y el pensamiento mesiánico judío en general. No obstante, es más que dudoso que, en su ora-ción por la venida del Mesías, el hombre de la calle en la antigua Jerusalén hubiese excluido positivamente la idea de un futuro rey triunfante (p. 131).

Ampliando este punto de partida sobre la ideología mesiánica de todos los

judíos en aquella época, Vermes formula estas reflexiones acerca del carácter

notablemente contradictorio e indudablemente dogmático del retrato de Jesús en el

kérygma de la Iglesia:

Esta investigación sobre la Cristología del Nuevo Testamento nos sume en la perplejidad en todos los sentidos. La firmeza del énfasis de los primeros cris-tianos en el estatuto mesiánico de Jesús se iguala a la renuncia de la tradición sinóptica a adscribirle alguna declaración pública, o incluso privada, no-am-bigua en este terreno. He aquí un dilema que raramente es afrontado cabal-mente: Si Jesús se pensó a sí mismo como Cristo, ¿por qué fue tan reticente al respecto? Si no se consideró como tal, ¿por qué sus inmediatos seguidores insistieron en lo contrario? (p. 152).

Recordemos, sin embargo, que los Sinópticos hicieron declarar al Bautista

que él no era el Mesías, y que Jesús reconoce en esos textos que el Mesías es él,

aunque lo haga sólo de modo indirecto. Reiteremos que en Me 14.60-65

responde a la inequívoca pregunta del Sumo Sacerdote: «Yo soy»; y que Pilato

preguntó al pueblo: «¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?» (Me 15.8), lo

que, en el evangelio de Juan, comenzó él asumiendo implícitamente: «Tú dices

que soy rey. Yo para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la

verdad» (Jn 18.37). Y, sobre todo, volvamos a subrayar que antes de que la fic-

ticia profecía contenida en el llamado secreto mesiánico hubiese sido emitida, con

aterradora sorpresa para los discípulos, por Jesús, nada menos que Pedro

declara: «Tú eres el Mesías», cuando su larga e íntima convivencia con el

Maestro no podía dejarle lugar para las dudas. Por todo ello, la perplejidad

expresada por Vermes estimo que se desvanece tan pronto como valoremos

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EL MITO CRISTIANO

282

adecuadamente en su radical significado la falsedad del vaticinium ex eventu

anunciado en Me 8.34-35 y paralelos para explicar el fiasco de la Crucifixión, y

al mismo tiempo descalificar la eventual pretensión mesiánica que

indudablemente albergó en la mente de los discípulos. En un crescendo de

manipulaciones y adiciones del repertorio testimonial por los

cronológicamente sucesivos cuatro Evangelios conservados, la tradición oral jamás

pudo borrarse en su integridad y, por el contrario, su tronco fundamental pervivió fragmentaria pero

enérgicamente en dichos textos, siempre contenido o soterrado, aunque emergiendo aquí y allá con fuerza tal

que la inaudita e inverosímil mesianidad eclesiástica de recambio se evidencia como lo que es: una

escandalosa tergiversación histórica y teológica.

Es patente que entre el conocimiento de la conciencia íntima de Jesús y los

relatos neotestamentarios sobre la aventura real del personaje mediará siempre

el considerable filtro teológico que mantiene esa tergiversación, y que los

historiadores se enfrentarán siempre con el carácter híbrido de los textos para el

propósito de diseñar un perfil razonablemente plausible de su personalidad.

Uno de los más profundos y solventes investigadores de los mitos cristianos,

L. Rougier, nos brinda este intuitivo apunte del enigmático tema de la propia

conciencia mesiánica de Jesús, en términos del contexto de algunos momentos de la

toma de decisiones en coyunturas cruciales de su vida:

Vacila en pasar a Judea, por temor a ser aprehendido. Al acercarse la fiesta de los Tabernáculos, se necesita que sean sus hermanos, «no creyendo en él», quienes lo incitan a subir a Jerusalén para probarse allí: «no se actúa en secreto cuando uno quiere ser conocido. Puesto que tú haces esas obras, manifiéstate al mundo» (Jn 7.4). Jesús se recusa, luego decide ascender subrepticiamente a Jerusalén, sin hacerse ver. Cuando la multitud que él ha arrastrado al desierto quiere apoderarse de él para hacerlo rey, él se esquiva. Predica el arrepentimiento, el amor al prójimo, el perdón de las ofensas, la misericordia y las bienaventuranzas. Progresivamente, su actitud se modifica. Se hace ame-nazadora y perentoria. Cuando su entrada mesiánica en Jerusalén, en el mo-mento en el que la multitud aclama en él «el Rey que viene en nombre del Señor» (Me 11.10), algunos fariseos que se encontraban entre la muchedumbre le aconsejan benévolamente que calme a sus discípulos. Responde: «¡Os digo, si ellos se callaran, gritarían las piedras!» (Le 19.40) (cf. La genése des dogmes chrétiens, París, 1972, pp. 45-46).

Y Rougier, inmediatamente a continuación, cita este juicio de O.

Cullmann: «No es dudoso que, en el pueblo como entre sus discípulos, se ha

interpretado esta entrada como un acto decisivo para instaurar el Reino de

Dios en el marco nacional, tanto más cuanto que las palmas agitadas por el

pueblo recuerdan el movimiento de resistencia de los Macabeos, movimiento

Page 283: Puente Ojea - Vivir en La Realidad

283

del cual los Zelotas se han reclamado a sabiendas» (cf. Dieu et César, París, 1956,

p. 41). El mismo Rougier, en el breve Apéndice C de su citado libro,

esquematiza los datos sobre las conexiones entre mesianismo y zelotismo.

Adentrémonos ahora en la cuestión capital de la necesidad de desvelar el

sentido genuino de la ética que postula Jesús para el movimiento mesiánico que

él impulsó.

6. REINO DE DIOS Y ÉTICA ESCATOLÓGICA

El Reino de Dios y la ética mesiánica estaban recíprocamente condicionados. Los

maquillajes y adulteraciones de los Evangelios canónicos les permitieron

componer una interpretación del ministerio y el magisterio de Jesús que lo

presentaba como un Mesías asépticamente apolítico, ambiguamente deificado, además de

contradictoriamente pacifista y universalista. La realidad, con arreglo a las fuentes más

fiables, fue m u y diferente. Era un galileo insumiso y celoso en el cumplimiento

sincero de la Ley y en la entrega existencial al inminente Reino de Dios en el

que el pueblo judío fiel vería satisfecha la esperanza mesiánica de Israel. En Me

7.24-30, aparece una mujer sirio-fenicia que pedía ansiosamente la curación de

su hija, lo que Jesús rehusa: «Deja primero hartarse a los hijos, pues no está

bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perrillos» (v. 27). En Mt 15.24, se

concreta más: «No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de

Israel» (v. 24). Nada se encuentra en los Sinópticos sobre el nuevo universalismo

del Cristo resucitado. Sería Pablo el inventor de ese lenguaje. El pacifismo del

Nazareno no es tampoco la nota identificativa que pueda extraerse de los

textos. El episodio de la purificación del Templo fue una acción de violencia física,

pese al laconismo y arreglo de los evangelistas, pero no pasó desapercibido

para los soldados de la Torre Antonia, que vigilaban permanentemente cuanto

oceurriera en el patio del Templo para tener informado al prefecto (Me

11.15-18). Recorriendo heurísticamente todo el texto del Marcos canónico,

resulta inverosímil que Jesús, respetuoso judío de la institución del Templo en

cuanto tal, es decir, como eje litúrgico de la piedad hebrea, pudiese expresarse

en los términos de personal arrogancia que figuran en Mt 26.61, Jn 2.18-62,

incluso en Me 14.58. Es, si tiene algún crédito, en Me 13.1-2 donde adquiere

cierto acento de autenticidad: «Al salir Él del templo, díjole uno de los

discípulos: "Maestro, mira qué piedras y qué construcciones". Y Jesús les dijo:

"¿Veis estas construcciones? No quedará aquí piedra sobre piedra que no sea

demolida"». Se trata, con toda evidencia, de un testimonio ex eventu, por lo

tanto nulo como auténtica profecía; pero la austeridad y la impersonalidad del agente

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EL MITO CRISTIANO

284

directo de la destrucción con las que el hecho aparece descrito lacónicamente,

permiten aceptarlo como un eco lejano de un presentimiento que pudo

verosímilmente anidar en el ánimo de Jesús, ya muy próximo a su desastre

personal. Todo el llamado Pequeño Apocalipsis en Me 13.1-24 tiene el

inconfundible aroma de una apologia ad romanos, destinada —al igual que una

gran parte de este Evangelio— a aliviar la pésima opinión antijudía dominante

en los territorios de la diáspora después de la sangrienta y ominosa guerra judía

(66-70 d. C), y es un relato compuesto o interpolado después de la destrucción

no sólo del Templo, sino de Jerusalén, la capital de la fe rigurosamente

monoteísta en la soberanía de Dios sobre su pueblo elegido. Obsérvese que se habla

literalmente del templo de Dios (sic) —lo más reveranciable para un judío, y que

no se avanzan ni sugieren fechas algunas para los apocalípticos vaticinios—.

Jesús nunca deseó la destrucción del Templo sino su radical purificación,

arrancándolo de las manos de un Alto sacerdocio indigno y una burocracia

hierocrática corrupta.

El pueblo judío anhelaba sacudirse su condición de pariah, mediante la

irrupción de un Mesías con el apoyo de Dios, no un sótér universal de las almas.

Jesús les explicó que la condición sine qua non que imponía Yahvé era una

reconversión moral interior sin reservas y el arrepentimiento desde el corazón. La ética del

Nazareno era una ética escatológica en vista del Reino, una entrega y una obediencia que en-

trañaban una negación de sí y sin demora para el último minuto del último lapso de tiempo

(eschaton) en el tránsito del viejo eón al nuevo, es decir, en un tiempo fugacísimo e inminente.

Pero esta ética de crisis fue, en el pensamiento de Jesús, una ética bifronte

perfectamente articulada dentro de la dinámica política y religiosa de la empresa mesiáni-ca:

una ética de amor incondicionado hacia dentro, y una ética agónica hacia fuera sin

concesiones. La primera, como la norma de conducta en la comunidad mesiánica;

la segunda, como la consigna contra los adversarios de Israel y su Dios. Cari Schmitt

fue el primer estudioso, que yo sepa, que advirtió con sagacidad insólita que

los textos sinópticos no aplicaron nunca el sustantivo hostis para traducir el

vocablo griego é%0póc; (enemigo), sino el sustantivo inimicus; pero que mientras

ese término griego cubre los dos significados, en latín hostis sólo se usa para el

enemigo público (adversario político o religioso) e inimicus para el enemigo privado. El

griego 7U0A,éu.tóc; (guerrero, combatiente) es en cambio demasiado restrictivo

para abarcar toda clase de enemigos públicos. La ética evangélica del amor se

refiere, por consiguiente, a los inimici y la ética agónica de la aversión y confrontación

colectiva se refiere a los hostes de Israel. Solamente una adecuada inserción

histórica en el marco mesiánico permite deslindar nítidamente unos de otros

en cada caso concreto. Los Evangelios Sinópticos, al desarraigar, arrancar, la

ética de Jesús de su propio contexto existencial político-religioso, incurren en una

ceguera para las antinomias éticas mesiánicas que desnaturaliza su riguroso

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significado, quedando así sobrenadando en la generalidad e indeterminación

en cuanto se pierde su verdadero sentido —como les sucedió a los

evangelistas al hundirse en una aberrante visión pacifista del Nazareno—. En

la perspectiva de una ideología revolucionaria como la de Jesús, la bifrontalidad fluye

con toda espontaneidad y obliga a reordenar el discurso ético, por encima de toda

hipocresía o retórica vacía.

El inimicus, en cuanto que enemigo privado, se asimila al prójimo en sus

relaciones de enemistad con el vecino o con quien está de una u otra manera en el

círculo de nuestra convivialidad. Es decir, con quien está próximo, incluso aunque se

encuentre geográficamente alejado. Por el contrario, el hostis, en cuanto que

enemigo público, se refiere al individuo que, cerca o lejos, pertenece a un colectivo

que me es adverso y compromete mi existencia. Es decir, los miembros de un colectivo

político, étnico, religioso, etc., que amenaza o ataca al colectivo del cual yo soy

miembro. Pero la nota realmente decisiva para distinguir la enemistad privada de

la hostilidad pública radica en el carácter eminentemente concreto de la primera y el

carácter abstracto de la segunda. Puede sentirse hostilidad hacia los enemigos

públicos aun sin conocerlos personalmente, pero no puede sentirse

enemistadhacia alguien si no se le conoce en persona. La convivencialidad en alguna

de sus diversas formas es lo que habilita para amar o para malquerer, en el muy

específico significado de uno y otro término. Odiar al enemigo como hostis sería

una forma abstracta de hablar, y por lo tanto excesiva. En cambio, odiar al vecino

como inimicus es un lenguaje realista y concreto.

Pues bien, todo lo que en Mateo y Lucas se registra para hablar de amor o

de malquerer —especialmente, en las Bienaventuranzas y en el ficticio Sermón

de la Montaña o de la Llanura— se refiere a los inimici, los enemigos privados. En

esos textos, pese a la doctrina universalista pero insincera de la Iglesia, no se

hace cuestión de si hay que amar o no a los hostes. Ha sido un prurito antijudío lo

que ha llevado a los cristianos a llenarse la boca con el hipócrita amor a los

enemigos sin distinción alguna. Permítaseme anal izar la hermosa parábola que

figura en Le 10.2537, llamada Parábola del Samaritano, porque, interpretada

correctamente, ilumina el sentido de la dicotomía enemigo privado/enemigo público,

profundizando así radicalmente en el alcance de la norma de amor a los enemigos. El

mencionado texto dice así:

Y he aquí que un legista se levantó y, con ánimo de tentarle, le dijo: «Maestro, ¿qué haré para entrar en posesión de la vida eterna?». El le dijo: «en la Ley ¿qué está escrito? ¿Cómo lees?». El, respondiendo, dijo: «Amarás al Señor, tu Dios, de todo corazón, y con toda tu alma, y a tu prójimo como a ti mismo». Díjole: «Muy bien respondiste. Haz esto y vivirás». El, queriendo justificar, dijo a Jesús: «Y ¿quién es mi prójimo?». Tomando la palabra Jesús, dijo: «Bajaba un

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EL MITO CRISTIANO

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hombre deJerusalén ajericé y cayó en manos de salteadores, los cuales lo despojaron, y después de cargarlo de golpes se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por el mismo camino, y habiéndolo visto, dio un rodeo y pasó de largo. De la misma manera, también un levita, habiendo venido por aquel lugar, después de verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje llegó a él y, viéndolo, tuvo compasión, y acercándose le vendó las heridas después de echar aceite y vino en ellas; y colocándole en su propia cabalgadura, lo llevó a la hospedería y lo cuidó. A la mañana siguiente, sacando dos denarios, se los dio al hospedero, y le dijo: Cuídalo, y lo que gastaras de más, a mi vuelta yo te lo abonaré. ¿Quién de estos tres te parece haber sido prójimo de aquel que cayó en manos de salteadores?». El contestó: «El que hizo con él misericordia». Contestóle Jesús: «Vete y haz lo mismo».

S. Ben Chorin, refiriéndose a esta parábola, que no versa sobre extranjeros

sino sobre el prójimo, indica que su marco exegético son los «deberes recíprocos

entre hombre y hombre», y añade con acierto que Jesús responde claramente

que los mandamientos concernientes a esas relaciones «no conocen confines

nacionales, y por esto cita el ejemplo del samaritano, que realiza

espontáneamente [...] el mandamiento del amor más allá de los confines del

espíritu nacional de casta». La parábola habla de «un hombre», cuyo origen no se

precisa, del cual «el samaritano revela que es el verdadero prójimo» (cursivas mías),

pues «nosotros debemos ver a nuestro prójimo en aquel hombre con el cual tenemos que

ver algo en la realidad». Es decir, «el hombre que sufre es nuestro prójimo a quien debemos

ayudar» en cualquier circunstancia, porque «se trata cada vez del hombre concreto en la

situación concreta...» (cursivas mías). Ante quien le necesitó aquí y ahora, el

samaritano no distinguió entre categorías colectivas de amigos o enemigos. Auxilió a quien

en aquel momento se hizo su próximo, su prójimo, a un alter ego que conoce ahora y le

necesita, el cual todavía podía ser un enemigo abstracto poco antes de

encontrarse. Pero cuando un enemigo público se hace prójimo para mí, entonces se

privanza su relación conmigo y rige plenamente la ética del amor como un deber

acondicionado de amar al próximo, cualquiera que haya sido hasta ese momento su

relación abstracta de hostilidad política, racial o religiosa conmigo. Uno puede sentir un

cierto grado de hostilidad frente a unos hostes de mi nación o de mi etnia, pero

esa enemistad impersonal y abstracta —en realidad, frecuentemente «cultural» o

superficial— cesa espontáneamente en un ánimo bueno y generoso. En

consecuencia, puede decirse que el prójimo se constituye siempre como relación

fluida, dinámica y contextual, para un yo y otro en el curso de sus vidas personales, en su

experiencia existencial inmediata. Jesús fue inmisericorde, duro y colérico con los

hostes, en tanto en cuanto su relación con ellos es distante y abstracta, pero

mostró también un rostro amigo y generoso para el que sufre y pide auxilio. Al

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Nazareno se le ha hecho injusticia por exceso y por defecto. Por lo primero,

atribuyéndole un amor a los enemigos públicos que él no postulaba ni

practicaba; por lo segundo, no valorando el amor inconcidionado por su

prójimo. La expresión de sus sentimientos era habitualmente sincera, salvo su

derecho a proteger su vida cuando el peligro inminente requirió el recurso a su

sibilina astucia para improvisar respuestas.

7. JESÚS Y LA VIOLENCIA

La violencia física o la lucha armada no formaban parte de su proyecto mesiánico,

pero sí la movilización ideológica contra los enemigos de Israel o de su fe, así como la

oposición intransigente a la infidelidad del pueblo judío a la soberanía de Dios, y a la tentación

de caer en cualquier forma de idolatría. La noción de Mesías no implicaba en su

definición la violencia armada, pero el hecho de que solamente el triunfo confir-

mase su pretensión de serlo le exigía eventualmente el uso de la violencia con armas,

pues de lo contrario perdería su vida. Un Mesías humillado, derrotado, en su pugna

con los poderes establecidos, desmentía con su fracaso la «verdad» de su causa. Por

consiguiente, el caso de jesús resulta paradójico, porque el sordo trabajo literario de

falseamiento y adulteración de las fuentes de la tradición oral que se conservó no permite

reconstruir una imagen totalmente coherente del personaje en su real vocación

mesiánica; pero sí quedaron suficientes datos e indicios de esa tradición para corroborar

la hipótesis de que las fabulaciones que nos dejaron Pablo de Tarso —en cuanto

a la doctrina teológica— y Marcos —en cuanto a su constructo

histórico-teológico— carecen de fiabilidad en el retrato que con ese material fue

produciendo la fe pospascual, generada por un fenómeno inicial de histeria colectiva en circuns-

tancias de alta tensión emocional y alteración de la conciencia —apariciones, que eran

siempre «visiones», crisis alucinatorias, catalepsias y hasta estados de

epilepsia— que llevaron a creer en una resurrección inexistente, y que asimilaba la génesis

de esa fe a los mecanismos habituales y triviales que conocemos en innumerables casos de

esta índole. Cabe decir que en fabulaciones como las paulinas o evangélicas se acaba

deshistorizando el fenómeno cristiano, y privándolo de su especificidad concreta e historiable a

partir de documentos escritos. Lo que quedó en éstos, después de mucho análisis, es

una imagen real de Jesús que contradice y anula la estampa consagrada por la Iglesia. Lo

escribió de modo escueto e insuperable Alfred Loisy: «Si la fe en la Resurrección

no se hubiese establecido y organizado [por la Iglesia] no habría habido

cristianismo» (cursivas mías).

La relación de Jesús y su grupo con las armas fue objeto explícito de una difícil

pero tenaz labor de maquillaje —cuando no se podía ir más allá— o de omisión o

recorte cruento —cuando se imponía la necesidad ineludible de censurar sin

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EL MITO CRISTIANO

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miramientos— de todo cuanto pudiera presentarlos como hombres recios que

no rehuían la violencia cuando la situación lo requiriese, incluido el recurso a las

armas para defenderse de los riesgos inherentes a la causa mesiánica. No parece que la

estrategia de Jesús incluyese la lucha armada, al estilo zelota, no por escrúpulos

de un pacifismo avant la lettre, sino por una razonable aplicación de la regla de

evitar la violencia cuando no existieran las condiciones objetivas para su éxito. La

destrucción de Jerusalén en el año 70 demostró la imbatibilidad de la potencia

de Roma. Como veremos en el último tramo de mi trabajo, jesús no fuezelota,

niparazelota, pero compartía varios postulados político-religiosos del zelotismo, lo cual lo con-

traponía radicalmente al «angelismo» con el que se le presenta en la doctrina eclesiástica.

A pesar de la referida labor tergiversadora de los datos históricos, en los

Evangelios canónicos se detectan todavía numerosos indicios y referencias que

apuntan a hechos, o a intenciones, que comprometen gravemente la falsa imagen del

Nazareno y los suyos. Sabemos que en los mismos días del proceso y muerte

de Jesús, los romanos condenaron y crucificaron con Jesús a un tal Barrabás,

convicto de haber perpetrado homicidio en la lucha (té stásei), acompañado de

otros sediciosos (ton stasiastón, seditiosis), designados por Me 15.7 como léstaí

(«ladrones», «bandidos»), término favorito de Josefo para referirse a los zelotas.

Sabemos que se temió que se suscitase una revuelta si se apresaba a Jesús (Me

14.2). Sabemos que en Getsemaní hubo un conato de violencia armada (Me

14.47 y par.). Sabemos que medió pública y reiterada acusación de mesianismo

(Me 15.26, 32). Sabemos que se denunció a Jesús porque incitaba a la

sublevación popular y rechazaba el pago del tributo censal al César (Le

23.2,14). Sabemos que el Maestro instruyó a cada discípulo para que «compre

una espada» (Le 22.36). Sabemos que sus discípulos le preguntaron si ya

debían usar las armas («Señor, ¿herimos con la espada?»), y que pasaron

inicialmente a las vías de hecho, hiriendo a «un siervo del sumo sacerdote y le

llevó la oreja derecha». Pero el evangelista inmediatamente, poniendo un lenitivo

al lector piadoso más que al herido, nos cuenta que, «Tomando Jesús la

palabra, le dijo: "Basta ya. Dejad"; y tocando la oreja, la curó» (Le 22.49-51),

todo lo cual corrobora Mt 26.51, pero añadiendo de su caletre, ingenuamente,

pero con el ánimo de desvirtuar la gravedad de lo sucedido, estas supuestas

palabras: «Vuelve tu espada a su lugar, pues quien toma la espada, a espada

morirá» (v. 52) . La chirriante incongruencia con toda la escena demuestra la

falsedad histórica de esa sentencia, y viene a incrementar, contrario sensu, la implicación

total de Jesús en esa acción de violencia, cuya mente estaba muy penetrada de talante

marcial, como cuando concluye así el incidente: «¿O crees que no puedo rogar

a mi Padre, quien pondría a mi disposición al punto más de doce legiones de

ángeles?» (v. 53), lenguaje muy qumránico. Pero todavía agrega algo que

dinamita finalmente la veracidad de la prohibición que falsamente se puso en los

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labios del Nazareno, al exclamar: «¿Cómo van a cumplirse las Escrituras de

que así conviene que sea?» (v. 54). Sabemos igualmente que el apresamiento de Jesús lo hizo una cohorte

romana (no menos de cuatrocientos soldados) al mando de un tribuno

(chiliarchos) (Jn 183, 12). Sabemos que Jesús tuvo, entre los Doce, a hombres

más o menos asociados de algún modo a la idea de violencia: Simón el Zelota —o

el Kananeo— (Le 6.15 y Hechos 1.13); Judas Iscariote (Me 3.19 y Mt 10.4), que

biblistas prestigiosos consideran que es también un zelota, al estimar que ho

Iskariótes es una corrupción morfológica de ho sikarios, epíteto que se

identificaba a zelo-tas o sicarios, por usar la sica (espada corta o puñal) en sus actos

terroristas. Sabemos que a Santiago y Juan, los hijos del Zebedeo, se les

apodaba Boanerges, término que sugiere que tenían un carácter propicio a

conductas violentas. Sabemos que a Simón Pedro se le nombra como Simón

Bar Joña, que se traduce por proscrito o foragido, y que el apologeta M. Hengel dice

que esta palabra fue originariamente una designación para los zelotas —aunque

él piensa que en Mt 16.17 sólo indica «hijo de Juan».

Tenemos en todo esto una historia truncada y adulterada que apunta a

cualquier cosa menos a un movimiento estrictamente espiritualista y desligado

de la efervescencia política reinante en Palestina. Advierte S. G. F. Brandon

que los depósitos más antiguos de la tradición sinóptica —el relato de Marcos y

el repertorio de dichos y de actos de Jesús llamado Quelle («fuente»)— no

contienen ninguna condena de la violencia, que sólo se encuentra en los textos

tardíos de Mt 26.52 (ya mencionado) y de Le 22.51 (donde no hay «condena»,

sino un prudente cese de las pugnas como también hemos visto), ya cuando la in-

versión ideológica del mensaje mesiánico de Jesús estaba bien consolidada en cuanto

que apología ad Christianos romanos (Brandon) que había obliterado toda huella

del antirromanismo del Nazareno. Ahora, sin embargo, la expansión y

profundización del cristianismo requería la garantía de la pax romana como

marco del proselitismo de vocación universalista, y para ello era necesario borrar

el recuerdo de aquellos días del ministerio de Jesús, a cuyo alrededor podía

oírse ruido de armas. En el Cuarto Evangelio —datable no antes del año 110—,

el ánimo era ya el de una dulce entrega: «Otra vez les preguntó: "¿A quién

buscáis?". Ellos dijeron: "A Jesús Nazareno". Respondió Jesús: "Ya os dije que

soy yo; si pues me buscáis a mí, dejad ir a éstos" [...]. Simón Pedro, que tenía

una espada, la sacó e hirió a un siervo del pontífice, cortándole la oreja

derecha. Este siervo se llamaba Maleo. Pero Jesús dijo a Pedro: "Mete la

espada en la vaina; el cáliz que me dio mi Padre, ¿no he de beberlo?"» (Jn

18.7-8 y 10-11). No hubo condena de la violencia, sino la renuncia a una lucha

imposible. No obstante, como se sabe, el apresamiento corrió a cargo de una

cohorte romana, más algunos alguaciles de los sumos sacerdotes (Jn 18.3), lo que

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EL MITO CRISTIANO

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indica que se presumía la resistencia de una banda armada. De lo contrario, ha-

bría que imaginar que los romanos, tan avezados en el gobierno y en el arte de

la represión, estuvieron superlativamente mal informados o fueron muy

inexpertos. Para detener a un hombre desarmado no se envía una tropa de

tanta importancia. Es probable que toda esta narración esconda noticias y

datos de inmensa trascendencia para conocer la realidad del drama. El final no

puede ser, por sí mismo, más indicativo: una crucifixión por un delito de

sedición. Los exegetas de nuestros días, absolutamente impermeables a un planteamiento

político-religioso de la tragedia del Nazareno como pauta esencial de la investigación, han

preferido ignorar la fuerte gravitación en esa historia del factor político como elemento

fundamental del mesianismo judío, ante el pánico que les causa toda sospecha de un jesús de

raigambre davídica como líder de un movimiento hoy nutrido de centenares de miles de se-

guidores que continúan amparándose en un hipócrita irenismo que cubra sus intereses o sus

crímenes. Cuando a fines de los años cincuenta del siglo pasado, Brandon

comenzó a descorrer la cortina del escenario de la vida y la empresa de Jesús,

pronto se le echaron encima los grandes tenores de la exégesis cristiana para

fortalecer la debilitada muralla que sus predecesores habían levantado. Me

refiero a la obra editada por E. Bammel y C. F. D. Moule, en 1984, con el título

Jesús and the Politics ofHis Day, que sigue obsesivamente el modelo apocalíptico

del Cristo espiritual, irénico y apolítico de la tradición eclesiástica. Bauticé ese

libro en un escrito mío anterior, con el nombre de Summa contra Brandon,

porque esa obra se dirige contra sus perspicaces tesis, que constituyen los

primeros cimientos para la reconstrucción del pensamiento del Nazareno.

8. JESÚS Y LOS ZELOTAS

Jesús y el zelotismo están ligados por hilos invisibles en el contexto de la evolución

del pensamiento mesiánico judío, pese a que representan respectivamente dos

destinos antagónicos en el seno de la civilización en Occidente. Para entender

lo que resta por leer de este escrito es indispensable espigar algunos datos de la

Historia en fuentes solventes. En su monumental obra titulada ha historia del

pueblo judío en la época de Jesucristo, publicada con reimpresiones en 1885-1924, y

revisada y editada por G. Vermes, F. Millar y M. Goodman, Emil Schürer in-

troduce al lector en la rúbrica dedicada a «Judea bajo los gobernadores

romanos 6-41 a. C.», con estas palabras:

La dificultad de la tarea que los Romanos se habían impuesto a sí mismos

cuando incorporaron Judea a su Imperio se hizo manifiesta con su primer acto administrativo en ese país. Coetáneamente, con la designación de Copo-nio como primer prefecto de Judea, el Emperador despachó un nuevo legado a Siria en la persona de Quirino. Su tarea vino a ser la realización de un censo de

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291

la población del territorio nuevamente adquirido [Judea], de tal modo que los impuestos pudieran recaudarse conforme al uso romano. No bien Quirino, en 6 o 7 a. C, comenzara a realizar esta medida, se encontró con la oposición de todos. Sólo gracias a la suave persuasión del Sumo Sacerdote Joazar, quien comprendió con evidencia que la rebelión no llevaría a ninguna parte, la oposición inicial fue gradualmente abandonada. El pueblo se sometió en si-lenciosa resignación a lo inevitable, y al censo se le permitió seguir adelante [según Flavio Josefo, Antigüedades XVIII (il, 1), 26, en el otoño del 6/7 a. C.]. Sin embargo, no se obtuvo ninguna paz permanente, sino solamente una tregua de incierta duración. Judas de Gamala, en el Golán, llamado el Galileo, asumió,

en compañía de un famoso fariseo llamado Zaddok, la misión de alzar al pueblo para la resistencia y predicar la revuelta e insurrección en nombre de la religión. Primeramente, no obtuvieron un éxito significativo, pero fueron, sin embargo, responsables de la emergencia, como el brote de los fariseos, de un partido más estricto y fanático de patriotas resolutos, o, como se llamaban a sí mismos, activistas o zelotas, no dispuestos a esperar en quieta sumisión el cumplimiento, con la ayuda de Dios, de la esperanza mesiánica de Israel, sino deseosos de hacerlo realidad por medio de la espada en batalla contra el enemigo sin dios. Fue por sus actividades por lo que la chispa de la rebelión continuó ardiendo por sesenta años, cuando

finalmente explotó en llamas (cursivas mías).

Pues bien, es en este contexto religioso y político donde es necesario situar a

Jesús, si no deseamos extraviarnos en las imaginarias sendas de la teología

difundida por la Iglesia. La discusión semántica sobre la relación entre Zelotas

( t f t X m a í ) y Sicarii no debe impedirnos ver la coincidencia de ideología, meta

y empleo de medios, distinguiéndose unos de otros sólo por sus líderes y

técnicas. Ambos comparten las ideas rectoras de su pensamiento, bautizado

por Flavio Jo-sefo como la Cuarta filosofía de Israel, que la considera

responsable de la ruina de la causa judía. Emil Schürer compendia esa filosofía

así:

La filosofía de Judas de Gamala fue probablemente la propiedad común de todos los grupos revolucionarios. Su señal distintiva era su deseo de libertad, eXevQepia; incluso la leyenda en sus monedas acuñadas durante la guerra de 66-70 a. C. dice «Libertad de Zion». La Ciudad Sagrada y el Templo iban a ser libres para que la adoración pura pudiera ofrecerse: entonces ellos podrían proclamar en otras monedas «De la Redención de Zion». Judas y Zad-dok afirman que el censo debe considerarse como una esclavitud, y llamaron a los judíos leales para empezar el proceso de redención, el cual no podía cumplirse sin su activa asistencia. La Biblia establece explícitamente que Israel no debía ser numerado (contado): además, el censo era un preliminar de la imposición fiscal [contributiva], y a todos los varones adultos se les exigía pagar tributo al César en moneda con la imagen del César. Esto, a los ojos de Judas, constituía

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EL MITO CRISTIANO

292

una ruptura de la Torah, que prohibe las imágenes, la idolatría, y la adoración de otros dioses. Esta «agudización» de las demandas de la Torah [no lo era] es también evidente en el segundo elemento de la cuarta filosofía, la afirmación de que solamente Dios es conductor y maestro, un lugar común bíblico que los que combatían contra Roma tenían que tomar «al pie de la letra». Dios es el Señor de Israel; al proclamar su unicidad recitando la She-mah, los judíos tomaban sobre sí «el yugo del Reino de los Cielos». Interpretando tan radicalmente la soberanía de Dios, Judas emprendía el establecimiento del Reino de Dios sobre la tierra: por esta razón, ninguno de sus seguidores ni de sus sucesores llamaban amo a ningún hombre (déspota, 8eo7tOTÚ5, desmotes); sin duda, ellos estaban preparados para ejecutar, y someterse a sí mismos a la muerte, antes que reconocer señorío alguno (Antigüedades judías, XVIII, I, 1 )

(cursivas mías).

El juicio que mereció a Flavio Josefo la doctrina zelota, que contradecía

relativamente su propia conducta al comienzo de la guerra judía, es terminante:

«Esta locura empezó a manifestarse en nuestro pueblo bajo el gobierno de

Gesio Floro, durante el cual, por el exceso de sus violencias, determinaron

rebelarse contra los romanos» (Antigüedades, XVIII, I, 1, 25). Pero este

historiador judío no es veraz cuando afirma que los zelotas «agudizan» la

doctrina de la Tora, pues ellos defienden lo contrario: su cumplimiento íntegro y

sincero.

El radicalismo de la je es la nota básica que conecta a Jesús con los zelotas y

que caracteriza sus convicciones comunes. En primer lugar, una fe ciega en los

designios divinos. «Tened fe en Dios —pide Jesús—. En verdad os digo que si

alguno dijera a esta montaña: quítate y arrójate al mar, y no vacilare en su

corazón, sino que creyese que lo dicho se ha de hacer, se le hará» (Me 11.23).

Jesús sabía que los milagros dependen de la fe. En su patria local «no pudo hacer

milagros», y «se admiraba de su incredulidad» (Me 6.5-6). En segundo lugar,

una entrega personal total a Dios, aun arriesgando la vida. «El que quiera venir en

pos de mí, niegúese a sí mismo, tome su cruz, y sígame» (Me 8.34). Estos dos

elementos fundamentales configuran la urgencia, máximo rasgo formal de la

ética escatológica. En Le 9.59-62 se lee: «A otro le dijo: "Sigúeme", y

respondió: "Señor, déjame ir primero a sepultar a mi padre". El le contestó:

"Deja a los muertos sepultar a sus muertos, y tú vete y anuncia el Reino de

Dios". Otro le dijo: "te seguiré, Señor; pero déjame antes despedirme de los de

mi casa". Jesús le dijo: "Nadie que, después de haber puesto la mano sobre el

arado, mire hacia atrás es apto para el Reino de Dios"». Había prisa extrema,

pues: «En verdad os digo que hay algunos de los aquí presentes que no

gustarán la muerte hasta que vean venir en poder el Reino de Dios» (Me 9.1).

Sin embargo, los zelotas difirieron de Jesús en su respectiva proyección práctica: los

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293

primeros creen y esperan que Dios no les fallará en el éxito de su opción

militar. El segundo pone el acento determinante en el arrepentimiento de los

pecados y en la reconversión moral interior «con todo tu corazón, con toda tu alma,

con toda tu mente» (Me 12.29); pero acompañados, eso sí, de una intensa

movilización ideológica para liberar a Israel.

Son ya numerosos los apologetas que han diseñado una táctica —a la

postre, falaz— para desvincular históricamente a Jesús de los zelotas,

queriendo hacer creer a los no especialistas que durante la vida pública del

Nazareno no hubo violencia, porque el movimiento inde-pendentista había de

hecho cesado. Nada más lejos de la verdad.

En efecto, el hostigamiento de Roma al judaismo político y religioso, por la mano de

sus gobernadores o legados, fue una constante desde el año 6 hasta el 66 d. C,

con fugaces lapsos de relativa calma. Ci-ñéndonos a la prefecturía de Poncio

Pilato (26-36), dos graves incidentes historiados por Flavio Josefo acreditan

sobradamente que en los años centrales del ministerio de Jesús, la violencia o la fuerte

tensión estuvieron omnipresentes en Palestina. La sospechosa omisión de la acción

de los zelotas durante esos u otros sucesos no permite sostener que hubiese

cesado su habitual actividad. Es simplemente inverosímil que los zelotas no

hubiesen estado implicados, en mayor o menor grado, en esta clase de

incidentes. El primero de ambos estalló como consecuencia del movimiento

de las tropas romanas, con cuartel en Cesárea, para trasladarse a Jerusalén

cumpliendo órdenes de Pilato, «con el propósito —escribe Josefo— de destruir las

leyes de los judíos», porque efectivamente llevaban sus estandartes con la imagen

del emperador y otros símbolos sagrados, vistos por los judíos —con sus

sentimientos a flor de piel— como objetos de culto. El segundo, por la fuerte

e inremitente protesta judía contra la construcción de un acueducto, decretada

por Pilato, en Jerusalén para suministro de agua, y financiada con el tesoro del

Templo. Hay que situar cualquier incidente en el contexto general de la

profunda animosidad contra Roma por su frecuente práctica, iniciada en el

año 6 por el legado de Quirino cuando depuso a Joazar, de quitar o poner

Sumos Sacerdotes. Esta práctica viciosa y humillante, señala Brandon, «sin

duda llevó a una creciente alienación del pueblo y de las órdenes inferiores del

sacerdocio y de la aristocracia sacerdotal, la cual debía sus cargos al favor del

soberano romano. Ello explica el posterior asesinato de un sumo sacerdote

por los sicarios, el nombramiento de un nuevo Sumo Sacerdote por los zelotas

tan pronto como ganaron el control del Templo en el 66, y los sentimientos

zelotas de los sacerdotes subordinados. La dependencia del favor romano,

además, significó inevitablemente que la aristocracia sacerdotal se sintió

crecientemente concernida por el mantenimiento del gobierno romano, según

sus miembros experimentaban el alejamiento de su pueblo. Esto significó, a su

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EL MITO CRISTIANO

294

vez, que la resistencia a Roma se transformase en un movimiento de las clases

sociales bajas [...]. Un tal resentimiento social se combinó fácilmente con el

patriotismo religioso que buscaba la libertad de Israel: de ahí que el Zelotismo fuese

esencialmente un movimiento popular que incorporaba ambas cosas, los

sentimientos religiosos y las aspiraciones y resentimientos sociales del "pueblo

del país". Será importante recordar este aspecto del Zelotismo, cuando vayamos

a evaluar la actitud de Jesús y sus discípulos hacia él. Ambos, Jesús y sus discípulos,

eran del "pueblo de Israel" ('am ha'-retí); y la documentada enseñanza de Jesús

refleja vividamente la actitud de los pobres hacia aquellos que "vestían ropas

suaves, comían buena comida, y moraban en casas regias"».

Se encuentra en los Sinópticos una importante pero enigmática y

embarazosa referencia a las supuestas tentaciones de Jesús. En Me 1.12-13 se

dice escuetamente: «En seguida el Espíritu le empujó hacia el desierto.

Permaneció en él cuarenta días tentado por Satanás [Za-laváq"], y moraba

entre las fieras, pero los ángeles le servían». En Mt 4. 1-11 y Le 4.1-13 se

introduce un extenso theologoumenon que concreta en tres las tentaciones.

Citamos sólo el texto de Lucas, porque es el referente que se suele emplear en

la exégesis de la fuente (Q) que conforman ambos evangelistas para este

episodio: «Jesús, lleno del Espíritu Santo, se volvió al Jordán, y fue tentado allí

por el diablo [8iá(3oAX>q'] durante cuarenta días, y transcurridos, tuvo

hambre. Dí-jole el diablo: "si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se

convierta en pan". Jesús le respondió: "No sólo de pan vive el hombre".

Llevándole a una altura, le mostró desde allí, en un instante, todos los reinos

del mundo, y le dijo el diablo: "todo este poder y su gloria te daré, pues a mí me

ha sido entregado, y a quien quiero se lo doy; si, pues, te postras delante de mí,

todo será tuyo". Jesús, respondiendo, le dijo: "Escrito está: Al Señor tu Dios

adorarás y a El sólo servirás". Le condujo luego a Jerusalén y le puso sobre el

pináculo del Templo, y le dijo: "si eres Hijo de Dios, échate de aquí abajo;

porque escrito está: A sus ángeles ha mandado sobre ti que te guarden y te

tomen en las manos para que no tropiece tu pie contra las piedras".

Respondiéndole, díjole Jesús: "Dicho está: No tentarás al Señor tu Dios".

Acabado todo género de tentaciones, el diablo se retiró de El hasta el tiempo

determinado» (Le 4.1-13).

Como se ve, todas estas perícopas se proponen ostensiblemente, en los

tres sinópticos, realizar la espiritualización extrema de Jesús, su condición sobrenatural,

destacar que el Nazareno no funcionaba como un mero humano, sino como

un Salvador, un Sótér divino enviado por el Dios Padre para una redención cumplida

por el Señor del mundo: quedaba así desmarcado de las servidumbres del saeculum.

Es una declaración programática intencionadamente situada a la cabeza de la Buena

Nueva, para decir que Cristo estuvo en el mundo, pero no perteneció al mundo, de un

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295

epígono eclesiástico anticipado, acuñada luego por la teología joánica; y, por

consiguiente, adulterando y tergiversando la realidad del Jesús histórico. Mi posición

acerca de estos relatos sobre las tentaciones sostiene que, además de la

generalización que acabo de presentar, su específico propósito en Mateo y Lucas es el

de exonerar radicalmente al Nazareno, por anticipación dogmática, de todo cargo

de mesianismo político y de conducta sediciosa contra la soberanía de Koma.

En su brillante ensayo sobre The Formation ofQ. Trajectories in Ancient Wisdom

Collections (Filadelfia, 1987), John S. Kloppenborg, en el capítulo 6, comienza

diciendo que Q 4.1-13 es un texto tan «anómalo» y comprometedor que

«algunos [menciona a A. W. Argyle y a D. Lührmann] van tan lejos como a

negar que pertenezca en absoluto a Q». Esta fuente Q [Quelle] está contenida

en su casi totalidad en los dos últimos Sinópticos, y la gran perícopa de las tres

tentaciones forman en muchos de sus rasgos «un Fremdkörper» (un cuerpo

extraño), lo cual —admítalo él o no— legitima lo que he escrito yo en el

párrafo precedente, desde su punto de vista como exegeta. Los dos puntos que

suscitan mayor interés desde ese ángulo es el de la cronología de Q en relación

con Marcos, y el del significado histórico-teológico de ese Fremdkörper.

En cuanto al primer punto, las alternativas son dos: Marcos es más antiguo

que Q, o al revés. Los eminentes biblistas A. Jülicher, A. von Harnack y P.

Wernle subordinaron la fuente Q al kerygma (la proclamación de Jesús

propiamente dicha) y sostuvieron que Q funcionaba catequéticamente en ese

contexto; esta tesis se mantuvo hasta que J. Wellhausen, en 1906, afirmó e

intentó demostrar que no solamente Q era posterior a Marcos, sino también

que Q dependía de éste. Pero agregó que Q omitió intencionadamente datos

narrativos, de los que sobresalía la omisión de los relatos de la Pasión y la

Resurrección. Por consiguiente, como lo resume Kloppenborg, «Q fue no

sólo históricamente secundaria a Marcos, sino teológicamente y

hermenéuticamen-te dependiente del Segundo Evangelio [eclesiásticamente,

Marcos]». Esta tesis encontró resistencias en quienes quizá adivinaban que se

abría la puerta a la interpretación que he defendido, pero adquirió un gran

peso. En esta perspectiva, M. Dibelius (1935), tras B. H. Streeter (1924),

consideró a Q como una parénesis inspirada en Pablo de Tarso, y que no había

sido transmitida como si fuese el corazón de la tradición cristiana —que

quedaba reservada al Kerygma—. Por apasionante que resulte, no podemos

aquí seguir el camino que llevó a Bultmann a endosar la hipótesis parenética y

su ulterior evolución y la de su escuela para explicar Q, no solamente como

parénesis sino como, «a veces, también propiamente kerygmática»

(Kloppenborg); y después por J. M. Robinson con su hipótesis de los logoi

sophon, continuada por H. Koester acerca del «evangelio de la sabiduría» de

Tomás y su relación kerygmática con Q; y luego por W. Kelber y las

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EL MITO CRISTIANO

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«declaraciones proféticas» de dicha Quelle en su deslizamiento en la tradición

sinóptica, investigada por M. E. Boring. Más productivos y sustancia-bles son

los estudios de Paul Hoffmann entre 1967 y 1975 para explicar por qué la

comunidad o grupo de Q no participó en el movimiento zelota. Sugiere que la

primera tentación evoca las expectativas coetáneas de una mesiánica

renovación de la maravilla del manna [pero nosotros pensamos que fue una

señal de relegación de las cosas del cuerpo] y la segunda concierne a la

esperanza de un salvador focalizado en las actividades del Templo. Jesús

rechazó estas invitaciones cargadas de implicaciones zelotas porque la filiación

divina no era convertible en mesianismo político, sostiene Hoffmann, que

también cree detectar tensiones antizelotas en el resto de Q; la polémica contra

los «guías ciegos» (6.39) y las enseñanzas sobre la clemencia (6.36), la represalia

(6.27-28, 32-33) y el juicio (6.37-38) son inteligibles si son vistos como un

rechazo de la ideología y práctica zelotas. En cuanto a la tercera tentación y

rechazo del poder político, equivale a una negación de facto de la ideología

política. Kloppenborg desestima, en mi opinión sin fundamento, las

propuestas antizelotas de Hoffmann como razones del no alineamiento del

grupo de Q con los revolucionarios. Kloppenborg, al igual que los demás

exegetas dogmáticos o simplemente conservadores, reacciona escudriñando

dónde puede encontrar razones, o más bien coartadas, que le permitan seguir

durmiendo el sueño entretenido durante cerca de dos mil años por la

ortodoxia eclesiástica. Todos estos biblistas y teólogos cristianos, tan pronto

tropiezan con la más leve interpretación de Jesús y su mensaje en términos políticos o re-

volucionarios, se aprestan a blindar por todos los medios —legítimos o

ilegítimos— al menos el núcleo duro de su fe contra todas las evidencias que el

sentido común y la razón han ido tejiendo pacientemente durante los mismos

casi dos mil años de crítica independiente de los dictados de la Iglesia (desde su

fundación de espaldas a la verdad histórica).

Hay dos silencios muy sintomáticos respecto de los hechos relativos a los

zelotas. El de Josefo en su narración de los mencionados incidentes provocados

por Pilato: Brandon advirtió que es una noticia recortada intencionadamente para

no confesar que ya en esos años la enseñanza del zelotismo siguió

profundizando sus raíces en Judea y el «oráculo mesiánico» anidaba en todas

las mentes, como reconocen también prolijos historiógrafos como E. Schürer

y G. Ricciotti, entre otros. El de los Evangelios es mucho más grave, e

inexplicable en unos textos que hablan de fariseos, saduceos, herodianos,

escribas, pero jamás mencionan o se refieren a los zelotas, uno o dos de los

cuales eran discípulos de Jesús. Su omisión de los esenios no es sospechosa, por-

que no tuvieron relación con la vida del Nazareno y sus días transcurrían con

toda probabilidad en los cenobios de la ribera del mar Muerto. Pero los zelotas

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actuaban en el corazón de Judea, y su doctrina se ocupaba, y defendía, de ideales

teocráticos y mesiánicos como los de Jesús, salvo en los métodos. Aquí, el

argumentum e silentio sí permite afirmar que la teología neotestamentaria exigía

una ignorancia total de los zelotas, incómodos y nefandos personajes de los que

Jesús, sin la menor duda, conocía muchas cosas, y cuyo líder y fundador habría

sido muy probablemente para él —como sugiere Brandon con evidentes

argumentos— un héroe de la causa judía, además de un galileo nacionalista que

clamaba por la liberación. La resuelta decisión de los evangelistas de silenciar

absolutamente la presencia de un factor histórico de tal magnitud, les obligó

—entre otras motivaciones políticas e ideológicas ya explicadas en esta conferencia—

a ocultar la coincidencia de Jesús con el zelotismo en la cuestión del tributo al César ro-

mano, haciendo así el relato deliberadamente ininteligible para los gentiles.

Veamos.

9. JESÚS Y LA CUESTIÓN DEL TRIBUTO AL CÉSAR

El episodio de la cuestión del pago del tributo al emperador es presentado por el autor de

Marcos con el propósito de probar que Jesús sostenía la obediencia fiscal de los

judíos al César, como prueba concluyente de la actitud condescendiente de Jesús hacia Roma

(Me 12.13-17 y par.). Las premisas teológicas que fundamentaban el total rechazo de

este tri- EL MITO CRISTIAN!)

buto habían sido ampliamente difundidas en los días de Jesús con la ideología

religioso-política del zelotismo: los hombres y ciudadanos de Israel pertenecen a

Yahvé. Todo tributo censal —llamado de capitación— pagado al César significa un

acto de sumisión personal a otro Señor, y por consiguiente una traición a Yahvé, una

apostasía de hecho. Era lícito para los judíos pagar tributos sobre la tierra

(tributum agri) y tributos indirectos (tasas, gravámenes comerciales, etc.), pero la

cuestión de la licitud del pago del tributum capitis seguía siendo polémica. En la

escena compuesta, o recompuesta pero real, por el evangelista, la respuesta a la pregunta

formulada públicamente al Nazareno se produce tácitamente por referencia —en

consecuencia, no toma forma de un sí o un no—, tomando pie en la efigie del

emperador sobre una cara de un denario. El sentido de esta respuesta era obvio e

inequívoco según la doctrina de Jesús y para los que conociesen las implicaciones

teológicas del asunto, ciertamente relevante en aquel periodo crítico en Palestina.

Pero para los gentiles, o los judíos de la diáspora que ignorasen esas

implicaciones, ese sentido desaparecía; y los evangelistas jugaban con el equívoco. La

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EL MITO CRISTIANO

298

astucia del texto —obediente ya a la ideología paulina de Rom 13.1-7—

consistía en no consignar para sus lectores las implicaciones teológico-políticas de la

pregunta, que resultaban indispensables para captar el sentido de la respuesta

atribuida a Jesús.

Lo primero que hay que señalar es que la pregunta no es una verdadera

pregunta. En el sentido riguroso del término, se pregunta para saber lo que aún no

se sabe; es decir, para informarse. Pero en esta ocasión los interrogadores habían

seguido y acosado a Jesús desde los comienzos de su predicación y conocían ya

perfectamente la enseñanza del Nazareno en este punto tan relevante política

y religiosamente. Ahora sólo necesitaban de él una declaración pública y solemne en la

capital de Israel, la ciudad sagrada, por la cual Jesús rechazase abiertamente el pago del

tributo «censal» al Señor extranjero. La encerrona estaba bien urdida, la confabulación

contra Jesús buscaba algo más que un rumor o un magisterio velado dicho en

parábolas (cf. Me 12.12,4.1012, 4.33-34). Se requería un pronunciamiento público que

permitiera sustanciar un delito de sedición. Creo que fue el rechazo del tributo lo que

condujo, en último término, a Jesús a la cruz. Porque no se trataba realmente

de definir sólo un punto de doctrina, sino de poner en manos del prefecto

romano una prueba indudable de subversión. Para los evangelistas, exonerar al

Nazareno de este cargo resultaba determinante para probar que su héroe no fue un

Mesías tradicional que promovía la instauración del Reino en ]erusalén, sino el Mesías

apocalíptico que vino a expiar con su martirio el pecado de la humanidad.

La recentísima acción violenta en el Templo había colmado la paciencia y

el temor de ia oligarquía sacerdotal, pues «llegó todo esto a oídos de los

príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y buscaban cómo perderle; pero

temían, pues toda la multitud estaba maravillada de su doctrina» (Me 11.8). Los

adversarios necesitaban ahora «sorprenderle en alguna declaración» (Me

12.13). Así, y acercándosele, le preguntaron: «¿Es lícito el tributo al César, o

no? ¿Debemos pagar o no debemos pagar?» (v. 14).

En segundo lugar, obsérvese que no se le pregunta si hay obligación de pagar el

tributo, sino si es lícito (exestin) pagar el tributo. En este matiz verbal está

inequívocamente implícita —para los advertidos— la cuestión teológica. No se

pregunta si es lícito a los romanos cobrar el tributo, sino si es lícito a los judíos

pagarlo. Se trata de una de las cuestiones más candentes del día entre el pueblo

judío, porque marcaba una frontera entre quienes se conformaban pasivamente

con el estatuto de Israel como colonia de un Estado pagano y quienes se

alineaban con el nacionalismo político-religioso de los judíos. Jesús estaba de este

lado, como vamos a ver. La licitud de pagar el tributo, o su ilicitud, entrañaba una

doble cuestión: una cuestión de sumisión al emperador como soberano terreno de Israel

y una cuestión de lealtad a Yahvé como soberano histórico del pueblo elegido en

virtud de un pacto (berith). Como la pregunta no era tal sino una treta, una

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299

encerrona, la respuesta afirmativa en boca de Jesús equivaldría a condonar un

doble pecado: de idolatría y de apostasía. Conociendo ya muy bien la posición del

Nazareno, los interrogadores lo ponían en una situación realmente difícil y

comprometida. Si negaba la licitud del pago del tributo censal, este grave

pronunciamiento público desencadenaría una inmediata reacción romana

violenta que él no quería provocar, por dos razones: porque le llevaría a él

personalmente a la muerte y al término de su empresa mesiánica, y porque

sabía que la instauración del Reino sólo vendría de una intervención milagrosa

de Dios. Si admitía la licitud del pago, no sólo arruinaba el crédito de su causa,

sino que cancelaba también los fundamentos ideológicos de su movimiento

—paralelo, pero sin acción militar, al de los zelotas—. Conociendo bien la

«hipocresía» de sus perseguidores (Mt 22.15), Jesús, hombre de gran coraje

personal e integridad moral, pero también astuto como una serpiente,

improvisó la estratagema del denario con la efigie del César: «"¿De quién es esta

imagen y esta inscripción?". Ellos dijeron: "del César". Jesús replicó: "dad al

Cesarlo que [en el latín de la Vulgata, quae, 'las cosas que'] es del César, y a Dios

lo que es de Dios". Y se admiraron de él» (Me 12.16-17). La efectista anfibología

se centra en la moneda: como ostenta la efigie del César, puede tomarse a primera

vista como una cosa que le pertenece; pero el tributo no es la moneda, que es un

simple medio de pago, sino el acto de sumisión personal, que sólo se le debe a Dios.

La sinécdoque tuvo éxito. Intérpretes eclesiásticos del Nuevo Testamento

traducen literalmente apodóte por «restituid» o «devolved» —en lugar de

«dad»—, adulterando así la perícopa y reforzando la lectura falaz de la exégesis

heredada; es decir, confundiendo un signo de pago con el valor del tributo que paga el

contribuyente —y que, en la óptica de Jesús, no pertenece al César, porque es

ilícito y los varones judíos no deben pagarlo—. Realmente, esta falsa traducción

enfatiza la fuerza efectista de la sinécdoque tan sibilinamente ideada por el

Nazareno, en la cual el giro metonímico busca desplazar la cuestión de la licitud de

pagar el tributo de capitación a la supuesta propiedad de la moneda, que no es del César desde

el instante mismo en que sale de las cecas del Estado romano. Por consiguiente, no se

trata de «restituir» nada. La respuesta de Jesús salvaba aparentemente la cuestión de

la soberanía, que era lo que subyacía en la pregunta, pero expresaba realmente sin

equívoco su pensamiento religioso-político que no podía escapárseles a quienes

conocían la posición del Nazareno —y, en este punto, también de la doctrina

zelota— según la cual no era lícito para los judíos entregar al César (la condición de

ciudadanos de Israel) lo que era de Dios, a saber, la lealtad personal del pueblo elegido, que

se rompía si se aceptaba la sumisión fiscal.

Lucas perfila la maquinación que se estaba urdiendo: «quedándose al

acecho, enviaron espías, que se presentaron como varones justos, para

sorprenderle en su doctrina, de manera que pudieran entregarlo a la autoridad y

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EL MITO CRISTIANO

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poder del gobernador» (Le 20.20; cursivas mías). Para los altos sacerdotes y los

escribas no sería una sorpresa, ellos conocían perfectamente la connotación denegatoria

de la respuesta de Jesús sobre el tributo: sólo necesitaban su confirmación pública e

inequívoca por él. Es decir, se trataba de obtener una declaración formal de su auténtica

doctrina, con el fin de que pudieran entregarlo a la autoridad del prefecto, y «tomaron

consejo de cómo le tenderían trampas, para cogerle en palabras» (Mt 22.15; cursivas

mías; frase esencial que se suprime en la versión divulgadísima de la BAC). Iban,

por consiguiente, como si dijéramos, a tiro hecho para atraparlo. No había

curiosidad, sino conspiración. En Me 3.6 se dice que muy pronto los fariseos «se

concertaron con los herodianos contra El para perderlo». Esa concertación de

fuerzas con intereses doctrinalmente diferentes indica que el kéryg-ma de Jesús

el judío sobre la inminente instauración del Reino se presentaba desde el principio

en el marco mesiánico davídico, y no meramente soteriológico, pues en este último

sentido no habría existido motivo de persecución y enemistad en la sociedad

palestina. En efecto, los «hacedores de milagros» en el orbe antiguo, es decir,

exorcistas, curanderos, sanadores, etc., eran reconocidos y respetados, cuando

no estimados, en todos los niveles sociales, de modo que es incoherente

suponer que las intenciones hostiles de herodianos y fariseos no estuvieran

relacionadas, por causas religioso-políticas, con el nacionalismo judío de acento

liberador y antirromano. Marcos tenía todas las razones para suprimir del

proyecto de Jesús cualquier tipo de vinculación con las luchas sin cuartel

contra quienes quebrantaban la absoluta fidelidad a Yahvé como único

soberano; pero, al mismo tiempo que explica el (falso) lazo de la hostilidad de

los enemigos del Nazareno con sus «milagros», nos brinda ingenuamente una

pista completa-mentaria de otras que nos conducen a descubrir la farsa del

interrogatorio que encontramos en Me 12.16-17, y haciéndonos ver así que el

mesianismo davídico se hizo patente ya en los inicios de su vida pública. Dejo

ahora al margen, de un lado, la muy pertinente polémica sobre la cuestión de la

afinidad doctrinal de Jesús con el fariseísmo, tesis avalada por Hai'm Maccoby

recientemente con sólidos argumentos es-criturísticos que arrojan nueva luz

sobre los famosos Streitgespräche atribuidos al Jesús histórico por la Iglesia en

los Evangelios canónicos, que datan del último tercio del siglo I y que reflejan

su enfrentamiento con el fariseísmo dominante en las sinagogas judías de esta

época, alejada unos setenta años del Nazareno; de otro lado, la ayuda de nume-

rosos fariseos al ideal teológico-político de los zelotas, cuyo movimiento fue creado

por Judas de Gamala y el fariseo Zaddok en el año 6 d. C, como ya se ha

señalado. En suma, parece que el tratamiento del papel del fariseísmo en este

tema muestra que los fariseos se encontraban divididos, y este hecho exige cautela al

historiador en su tarea de revisar los estereotipos habituales.

Page 301: Puente Ojea - Vivir en La Realidad

301

Pero la fértil astucia de Jesús frustró sutilmente la treta: «no pudiendo

sorprenderle en sus palabras delante del pueblo, y maravillados de su respuesta,

dejándole, se fueron» (Le 20.26, cursivas mías), pero no porque se hubieran

equivocado sobre la verdadera doctrina de Jesús, sino por su fracaso en parte al

no conseguir que cayera públicamente en la trampa. La cláusula «delante del

pueblo» vale mucho oro, pues revela el móvil de la maniobra, que no era otro que

poseer un testimonio público e irrefutable de un Jesús convicto de un delito de laesa maiestas.

Sesudos exegetas, obnubilados por su fe, o por su compromiso apologético,

han resbalado sobre una cegadora evidencia. Una mente libre tiene que ver

que el Nazareno se pronunciaba, ante el bien informado, en contra del pago del

tributo censal, pero que eludía declararlo expresamente ad litteram en aquellas

circunstancias extremas.

En este contexto, es capital la inestimable noticia que nos suministra Lucas

—ya cuando la sumisión de los cristianos al Imperio era indudable— de que

los miembros del Sanhedrín acusaron al Nazareno ante Pilato diciéndole que le

sorprendieron «subvirtiendo a nuestro pueblo», y que «prohibe pagar el tributo al César» (Le

23.1-2), insistiendo en que «subleva al pueblo enseñando por toda la Judea, desde Galilea

hasta aquí» (v. 5, cursivas mías). Los evangelistas replican con la viciosa excusa

de que se trata de las acusaciones de testigos falsos. Pero esta precisa información

de Lucas hay que relacionarla con la respuesta de Jesús en el episodio del tributo, tal como

lo hemos objetivamente presentado aquí. En Le 23.1, se dice literalmente:

«Hemos encontrado a éste subvirtiendo a nuestro pueblo; prohibe pagar el tributo al

César y dice ser El el Mesías rey». Se deduce de la oración «hemos encontrado» que ellos

mismos, «los príncipes de los sacerdotes y los escribas» (Le 20.19), han

«encontrado» a Jesús respondiendo que era ilícito que los judíos ejerciesen el

pago del tributo —aunque sólo lo entendiesen, de los allí presentes, los que

conocían el alcance político-religioso de la cuestión—. El episodio del tributo

tuvo lugar muy pocos días antes de la crucifixión. Todos tenían que recordar el

pronunciamiento desfavorable al César formulado a la luz pública. Ni el propio

Jesús fue capaz de negarlo ante el Sanhedrín y ante Pilato —ante éste, con

palabras ambiguas sobre su mesianidad—. El caso era diáfano, por lo cual fue

ejecutado por sedición.

Los circunstantes que escucharon el pronunciamiento fiscal de Jesús y que

conocían el debate sobre las dos soberanías captaron la sutileza del argumento

que él había empleado, pero no podían engañarse: simplemente —según nos

dice Marcos—, se maravillaron (exethauma-zon). No era para menos. La narración

de Me 12.13-17 responde a la conveniencia de zanjar todas las dudas sobre la

autenticidad del Cristo eclesiástico, un Mesías indiferente ante el destino de Israel

y la tradición mesiánica. Por su vivo colorido y su fuerte valor simbólico, el epi-

sodio del pago del tributo era la clave en uno u otro sentido, porque era concluyen te para decidir

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EL MITO CRISTIANO

302

si Jesús era un Mesías davídico, pero con rasgos peculiares, o, por el contrario, era un Mesías

apocalíptico de dimensión universal—como lo construyó la Iglesia—. Una revisión

objetiva de los datos registrados autoriza a pensar, con muy alta probabilidad

de certeza, que la inversión ideológica que la teología eclesiástica ha operado sobre la

personalidad histórica de Jesús es evidente y demostrable. La fe pospascual ha nacido de un

salto histórico y teológico tan inverosímil que la única cuestión que queda por explicar es cómo

se produjo ese salto mediante la identificación de sus mecanismos reales. El evangelio de

Marcos, a partir de la cristología forjada por Pablo veinte años antes aproximadamente, es un

documento excepcional para realizar esa tarea, porque en su texto emerge inequívocamente el

motor de la referida inversión ideológica, derivada de la asombrosa tergiversación histórica que

llevó del jesús judío al Cristo universal de la fe.

Desde Pablo de Tarso, la concordia fiscal con el Imperio fue un punto

definitivamente incorporado por la Iglesia a la doctrina (Rom 13.6-7). El

episodio de Me 12.13-17 pudo ser totalmente inventado por el autor de Marcos

para consolidar esa doctrina por el testimonio expreso del propio Jesús, o

pudo proceder de sus fuentes y recompuesto por el evangelista a partir de un

suceso real pero teológicamente maquillado. En cualquier caso, sirvió los intereses

teológicos y políticos de una Iglesia que hizo de la célebre respuesta de Jesús, falsamente

interpretada, el apotegma que la doctrina eclesiástica ha utilizado en las más diversas

coyunturas, para fundamentar y asegurar la cooperación del poder religioso con el poder civil,

poniendo al servicio de ambos su respectiva y simbiótica legitimación frente a cualquier conato

de contestación. Resulta sumamente irónico que una norma que Jesús formulara para

acuñar la subordinación de las pretensiones de un Estado pagano a la soberanía del Dios

judío, haya servido históricamente para mantener a los ciudadanos en una situación de

permanente vasallaje a la sempiterna alianza del Trono y el Altar.

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EL MITO POLÍTICO

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304

DE LA RELIGIÓN DE ESTADO A LA RELIGIÓN

PROTEGIDA: ANTIGUO RÉGIMEN,

CONSTITUCIONALISMO, SEGUNDA REPÚBLICA,

MONARQUÍA PARLAMENTARIA EN ESPAÑA

1. LA IGLESIA EN ESPAÑA: DE LA HEGEMONÍA A LA PROTECCIÓN

La Historia de España desde 1812 hasta 1936 presenta, como factor de la

máxima relevancia política y cultural, una fuerte tensión —que en sus

momentos álgidos cristalizó en extremo antagonismo— entre la sociedad civil, el

poder religioso y la potestad regia; y, por añadidura, entre el Estado y la Santa

Sede. Desde las Cortes de Cádiz —que inician una etapa histórica de lucha de

los subditos por transformarse en verdaderos ciudadanos— hasta la instauración

de la Segunda República en 1931, la Iglesia católica, siempre dominante en

nuestro país desde los godos, desempeñó la función de protagonista principal de

esas tensiones, hasta el punto de constituirse en polo ideológico de la reacción contra

el legítimo deseo de la sociedad española de emanciparse de los enemigos de sus libertades

políticas, sociales, económicas y culturales. Se inauguró así una situación de abierto conflicto

entre el progreso civilizador de la modernidad y la acción retardadora de un

credo religioso paralizante. Es decir, entre el liberalismo y el tradicionalismo,

en todas las esferas de la vida. Sin embargo, por lo que se refiere a la con-

cepción filosófica básica del ser humano y de la sociedad, la Monarquía y la

Iglesia funcionaban en armónica simbiosis y estrecha cooperación en la tarea de

asegurar la obediencia de los subditos a las formas de dominación de ambas

instancias de poder. El corpus civium tendía a confundirse con el corpus fidelium,

creando así un cierre hermético del espacio social a todo factor ideológico que

pudiera contestarlo o perturbarlo. Entre una y otra potestad se producían

frecuentes desavenencias en las fronteras de sus respectivas áreas específicas de dominación,

generándose una dialéctica de peculiares y complejas tensiones, particularmente

en las que más tarde se llamarían «materias mixtas», las cuales fueron

adquiriendo un peso creciente a medida que iban surgiendo estímulos

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305

culturales para una tendencia secularizadora de la convivencia social. El proceso

general de maduración del pensamiento humanista europeo alcanzó en el «Otoño de la

Edad Media» (Huizin-ga), en el «Renacimiento de la cultura clásica»

(Burkhardt) y en la «Crisis de la conciencia europea» del siglo XVII (Hazard) un

significado de profunda inflexión ideológica, que sustrajo a la Iglesia

católico-romana la incontestada y total hegemonía de la que disfrutó hasta

entonces. La enorme conmoción provocada por la Reforma protestante

completó el panorama de un naufragio católico que abrió definitivamente el

cauce para una novísima e irreversible configuración de Occidente.

Pero ese naufragio de la preponderancia católica y de sus viejas pautas de pensamiento

y de conducta no fue ni simultáneo ni homogéneo para todos los pueblos

europeos, sino que en cada región de la fenecida christianitas alcanzó diversos

grados de dramatismo y diferentes niveles de radicalidad, en función de las

peculiaridades étnicas, nacionales y culturales fraguadas durante muchos siglos de

gestación de los nuevos protagonistas de Occidente. Las raíces de catolicidad de

cada uno de ellos tenían distintos vigor y profundidad según sus avatares

históricos, y mientras en unos el naufragio supuso el hundimiento casi total del

multicentenario régimen de cristiandad medieval, en otros fue paulatino y lento.

La península Ibérica puede decirse que fue arquetipo de estos últimos, quizá a

causa del sentido de santa cruzada que presentó su proceso histórico. Por lo que

respecta a España, ese lento ritmo de transformación ideológica adquirió una discreta

aceleración en el curso del siglo XVIII, y ya en el XIX entró en una dinámica de

violentas aceleraciones y bruscas detenciones o sangrientos retrocesos. Sus hitos

cronológicos son patentes, aunque cada uno con su particular perfil y

significado: 1808, 1812, 1820, 1823, 1833, 1837, 1845, 1851, 1854, 1856, 1869,

1873, 1876, 1923, 1931, 1936, 1975, 1978... No puede abordarse el tema

específico de este mito político si el lector no tiene siempre en su mente la

naturaleza y la doctrina de ese inmenso organismo de «poder» que es la Iglesia católica, y su

nefasta función como freno y adversario implacable y pertinaz de las libertades públicas y pri-

vadas de los españoles en su lucha por conquistarlas. La Segunda República

representó en esa lucha la gran hazaña frustrada: suprimir los privilegios eclesiásticos en

la enseñanza de los jóvenes españoles, y en la financiación pública de la Iglesia.

2. CATHOLICA ECCLESIA Y SU PRETENSIÓN DE SOMETER AL PODER CIVIL

Muy temprano en su emergencia histórica, la Iglesia sentó las bases de su

pretensión de poder omnímodo inventando la perícopa apócrifa de Mt 16.16-19, que

instituye el vicariato de Cristo en la persona de Pedro como fundamento de la

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306

ecclesia catholica, universalis, unam, sanctam y detentadora de las dos potestades universales

—sagrada y secular—, que el papa Gelasio, en el ocaso del siglo V, definiría

mediante la metáfora de las dos espadas: la espiritual, en manos del Pontífice, y la

temporal, en manos del príncipe por delegación del Vicaríus Christi, pero bajo el

control silencioso (ad nutum) de éste. Ante la cruda y áspera realidad de la civitas

Deí ¿n térra, la Iglesia, pese a considerarse como suprema institución unitaria de

poder, hubo de ceder amplias cuotas de potestad al soberano secular.

Primeramente al Imperium, luego a los Estados. No obstante, la sólida amalgama

de religión y política querida por Dios prefiguró ya en el despliegue

neotestamentario las alianzas históricas del Trono y el Altar como cimiento del

Derecho Público de la Iglesia. Los monoteísmos siempre han reclamado el poder.

Primero, en Israel, luego en la ecúmene grecorromana, después en el solar

romano-gótico, después en Arabia, finalmente en el ámbito germano-romano

de la cristiandad. Sin embargo, una sucesión de incidencias —cisma bizantino,

colapso del Imperio franco-teutónico, emergencia de las comunidades

burguesas y los principados territoriales, exilio aviñonense, gran cisma de

Occidente, crisis renacentista, protesta luterana, fragmentación confesional

protestante, y, seguidamente, absolutismo monárquico, jansenismo,

despotismo ilustrado, Revolución francesa...— dieron al traste con la pretensión

de catolicidad de la Sede romana en Occidente. La maquiavélica Compañía de

Jesús se puso en marcha para taponar las brechas..., pero eran muchas y abis-

males. El crepúsculo tenebroso de la ecclesia universalis como «institución de

poder» solamente podía ahora hacerla sobrevivir, muy recortada, a la sombra

benevolente de los reinos nacionales, quienes a su vez se cobijaban, para proteger

su frágil legitimidad, en el palio de la Iglesia.

Esta simbiótica cooperación de los dos poderes generaba intermitentemente

enojosas disputas por el mismo juguete, el poder, sobre todo en la pugna por la

clientela. En este terreno, la Iglesia combatía —y sigue combatiendo aunque cada

vez con menor receptividad— con ventaja, pues vendía una mercancía

inestimable por un precio exiguo: la salvación (de la muerte, se entiende) por la

obediencia. El caballo de batalla son las materias mixtas: las competencias

territoriales y jurisdiccionales de soberanía, las competencias en el ámbito de la educación y la

enseñanza, las reglas de la moral civil y la vida privada, el culto y símbolos públicos, la

estructura y regulación de la familia, la dominación del «ámbito de lo sagrado»

(concepción, sexo, nacimiento, matrimonio, suicidio, eutanasia, cementerios,

festividades, etc.), lapo-sesión de bienes institucionales y su uso, las exenciones

tributarias, etc. Comoquiera que la Iglesia se arroga la potestad universal sobre almas y

cuerpos, el solapamiento de sus pretensiones y las del Estado es ineludible y sus

confrontaciones son en principio inagotables. La potencia de la Iglesia, con su

ingente aparato sacerdotal, sacramental, pastoral, misional y dogmático, más

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307

su estructura monárquica absoluta, infalible, jerárquica, vertical, burocrática y

universal (difusión e información) la hace ser el primer poder de la Tierra, aún

hoy en sus horas bajas de descrédito y corrupción.

¿Cómo, entonces, se ha dado el naufragio de su desideratum y el declive

general de su influencia en la vida de los pueblos más civilizados y a la cabeza

del conocimiento científico?... Porque está construida sobre la codicia de poder y

sobre la ignorancia, la obediencia y el fanatismo ideológico de su masa de fieles. A estas

taras congénitas, apuntemos dos factores adventicios pero definitivos: la

deserción por pérdida de la fe en su dogmática —que es inverosímil— y en las leyendas

—infantiles o crueles— de la historia sagrada; y en contra de su hegemonía, la opción

por el ideal felicitario en las sociedades opulentas contemporáneas con su moral

hedonista, y una concepción racionalista del mundo.

Acerquémonos ahora algo más a la doctrina eclesiástica del poder a la que

hemos aludido, con el fin de comprender más nítidamente el anacronismo de las

pretensiones con las que tuvo que enfrentarse nuestra Segunda República.

Probablemente dos décadas antes del mencionado texto evangélico de Mateo,

la Epístola paulina a los Romanos (13.1-7), inspirada en las ideas de la unitas

m u n d i y de la plenitudo potestatis del Vicario del Hijo de Dios, permitió a la

Iglesia estructurar el ordo christianorum en perspectiva fuertemente vertical y

jerárquica, pero introduciendo con realismo un sesgo pragmatista plasmado en la

fórmula de la «unidad de poder y dualidad de funciones» como norma práctica

en la administración del «poder de las llaves». El texto de Pablo de Tarso, ciudadano

romano, da ya por sentado que «todos han de estar sometidos a las autoridades

superiores, pues no hay autoridad sino bajo Dios, y las que hay, por Dios han

sido establecidas, de suerte que quien resiste a la autoridad, resiste a la

disposición de Dios, y los que la resisten se atraen sobre sí la condenación».

Esta instrucción legitimante del poder civil, a la vez lo subordinaba al poder divino. Pero

estaba a años luz del mensaje escatológico de Jesús, que jamás fundó Iglesia

alguna. La plenitudo potestatis conferida por un Jesús apócrifo a Pedro y sus

sucesores era sólo una utopía, y los líderes eclesiásticos supieron muy bien que

había que recortarlo y ahormarlo en su aplicación, aunque debiera mantenerse

intangible como eficacísimo postulado para su pretensión de ocupar la cima del

poder. Sabían que de hecho solamente les serviría para ejercer una problemática

auctoritas, no para imponer una suprema potestas, aunque sin descartarla cuando

excepcionales circunstancias de tiempo y de lugar la hicieran factible. España

ofreció con frecuencia favorables coyunturas políticas para que la Iglesia dictase al poder

civil sus extremos y locos desiderata, que aún están rabiosamente vigentes h o y en este país.

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3. LA IGLESIA Y SU ARROGACIÓN DEL PODER ESPIRITUAL EN LA SOCIEDAD

Ambrosio de Milán y Agustín de Hipona, en el tránsito del siglo IV al siglo V,

formularon las líneas pastorales que seguiría la Iglesia en sus relaciones con el

Imperio: su responsabilidad básica consistiría en asegurar la salvación del alma del

Príncipe. El citado papa Gelasio escribió el célebre pasaje Dúo quippe en su carta

(494) al emperador Anastasio, que define el sentido que oficialmente reviste la

función tuitiva que pertenece a la acción política de la Iglesia: «hay dos, Augusto

emperador, por los cuales se rige el mundo, la sagrada autoridad (sacrata

auctoritas) de los pontífices y el poder regio (regalis potestas). De éstos, la carga de

los sacerdotes es tanto más pesada (tanto gravius est pondus) cuanto que ellos han

de responder por los reyes mismos en el juicio divino». Ahora bien, esta

supervisión sacerdotal se cumple sin que ellos manejen una espada temporal, sino vigilando

estrechamente cuanto hacen los emperadores en el manejo de ésta. Son muchos los medios

que poseía la Iglesia para imponerles su autoridad: desde la excomunión (que los

convierte en traidores a Dios) y el interdicto canónico (que exime de la obediencia

al Príncipe) hasta el mandato a otros príncipes o reyes para que dobleguen al reo mediante

la guerra; y en último término, la secreta inducción al magnicidio. En estos contextos,

la Iglesia y el Estado aparecían como dos instancias fundamentalmente distintas pero

fundamentalmente unidas, quedando el Estado legitimado ideológicamente por Dios a

través de la Iglesia. Contra lo que se ha propalado apologéticamente, esta ideología

realista del poder definida y practicada por la Iglesia nació con ella —y fue la semilla

de su corrupción desde muy temprano, y no como consecuencia contingente de la

llamada engañosamente «corrupción constantiniana»—. Pero esta construcción

político-religiosa cristalizó en dos versiones «teocráticas» sensiblemente distintas: el

«cesarismo bizantino», que, con las debidas cautelas, cabe describir como la

configuración histórica final de un dilatado proceso ideológico de unificación

político-religiosa incoada ya en el culto romano consagrado al emperador

como Divus Caesar—de fuerte tonalidad helenístico-asiática—; y la «teocracia

romana», en la cual la Iglesia se arroga la primacía universal en el seno de las

monarquías cristianas y, siguiendo el espíritu de lo que se designó como

agus-tinismo político (Arquilliére), demolía los cimientos teóricos naturalistas del Estado

como realidad política autónoma anterior a Cristo. No obstante, ambas formas

representaron la fusión de la religión y la política en el marco de una dogmática hasta

entonces desconocida en el orbe grecorromano. Esta dogmática cristiana equivalía

a una ideología del poder eclesiástico subordinando al poder civil (Roma pontificia); o,

viceversa, una ideología del poder civil subsumiendo al poder eclesiástico (Bizancio

imperial). Occidente versus Oriente. El futuro perteneció al primero,

sucumbiendo el segundo a los rigores de la mentalidad asiática.

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Las consecuencias del modelo teocrático romano para el destino de Europa

fueron inmensas, y siguen presentes en nuestra vida cotidiana como ciudadanos

en los estados llamados indebidamente «democráticos», en la medida en que

hayan renunciado a las tentaciones autocráti-cas del poder. Si bien es cierto que el

mencionado modelo romano posibilitó, por sus propias virtualidades, la

secularización progresiva pero lenta y traumática de los estados europeos, no es menos

cierto que el proceso de secularización sucesiva de todas las esferas de la vida se

hizo paradójicamente dentro de la Iglesia, pero contra la Iglesia. Primeramente, en las

pugnas del Pontificado y el Imperio —éste reclamando que su legitimidad

procedía directamente de Dios, y aquélla invocando su función mediadora de todo

poder temporal—; luego, en la Reforma gregoriana, reivindicando la libertas

ecclesiae; finalmente, en la crispación teocrática de Bonifacio VIII, que terminó en

una tragedia que inauguraba la supremacía de los Príncipes de los reinos nacionales

europeos. El crepúsculo casi simultáneo del Pontificado y del Imperio cambiaba las

realidades políticas, y también la escenografía del poder y las mentes de los

subditos. El debilitado duopolio de poder en favor de los Príncipes, ahora los

detentadores del poder temporal, iba a ir acompañado de transformaciones

sustanciales del Occidente europeo. La dinámica lanzada por la nueva economía

urbana y monetaria; por la recepción de las categorías racionalistas y privatistas del Derecho

romano —modelo del Derecho canónico—; por la expansión de las manufacturas;

por la revolución científica —inicialmente centrada en la cosmología,

seguidamente en la física y en la matemática—; por el incremento de la capacidad

productiva con las nuevas tecnologías, etc., impulsaron el cambio progresivo de la teoría del

poder jurídico-político y la concepción de la soberanía en sus varias dimensiones. Todo

ello, en confluencia, propició la paulatina sustitución de la perspectiva vertica-lista y

jerárquica de la sociedad por la horizontalista y autonomista, magno proceso al que he

aludido en algún pasaje de este libro. En mis obras Ideología e historia, ha formación

del cristianismo como fenómeno ideológico (1974, 8.a ed. de 2001), y Ve cristiana, Iglesia,

poder (1991, 4.a ed. de 2001), he estudiado analítica y sintéticamente esta te-

mática desde el punto de vista de la ambigüedad ideológica constitutiva del catolicismo,

en cuanto que es un híbrido de semitismo y helenismo.

4. LA IGLESIA ENTRE EL ABSOLUTISMO POLÍTICO Y EL DESPOTISMO

ILUSTRADO

La nueva perspectiva horizontal de la distribución del poder en el plano exterior de la

soberanía estatal generó un gran desarrollo del ius gentium, y la apertura de la clase

burguesa a las tareas del Estado en el plano interior, con el consiguiente reajuste en el

esquema estamental de la organización política mediante la incorporación de un tercer

estado, la burguesía, provisto de ideas nuevas y de la voluntad de promover sus intereses.

En este reparto, la Iglesia perdía peso en cuanto brazo eclesiástico de la monarquía,

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al mismo tiempo que cobraba una fuerza insólita la doctrina de la soberanía del

pueblo como fuente de la legitimidad del poder político, que ya no procedería de Dios sino, en

el mejor de los casos, de la soberanía divina a través del pueblo —el cual a partir de

entonces ya no se contentaría con tan modesto y problemático papel—.

Paulatinamente, la Iglesia se vería forzada a aceptar de facto recortes de sus

«derechos», cada día concebidos más como «prerrogativas» o «privilegios» muy

onerosos que como genuinos «atributos jurídicos del poder espiritual». Era la Iglesia

la que todavía aparecía como concediendo «regalías» a la monarquía cuando las

relaciones de poder favorecían claramente a esta última, lo que sucedía de modo

creciente. Las tensiones entre ambas potestades degeneraban a menudo en graves

conflictos que escindían el cuerpo social. Así empezaron a proliferar los

«concordatos», que para la Iglesia eran obligados paliativos del rechazo de la «suprema

potestas» que ella reclamaba para regir la vida espiritual del pueblo y las reglas de

su moral en el ámbito de las mencionadas «materias mixtas». El Estado se avenía

a concertar estos pactos de soberanía con mayor o menor condescendencia, según

fuera el grado de fuerza y de piedad del soberano —casi todos, temerosos de

Dios—, pero conscientes de que la doctrina del Derecho divino de los Reyes constituía

una inapreciable coartada para frustrar el talante levantisco del pueblo en las horas malas.

En consecuencia, ambos poderes administraban cautamente el nivel de su dependencia

mutua, y veían en la «forma republicana de gobierno» su común y verdadero enemigo potencial.

El Trono y el Altar, aunque connaturalmente y siempre en cierta tensión conflictual,

subordinaban sus egoístas apetencias invocando el «bien común» de su concordia, que no solía

coincidir con el «bien del común» —es decir, el pueblo.

El absolutismo monárquico y el subsiguiente despotismo ilustrado representaron

dos fases del regalismo en las que el proceso de rápido desmoronamiento de la doctrina

cristiana se hizo evidente aun para los más ciegos, pero fue la Revolución francesa, como

remate de la Ilustración, el fenómeno que transmutó radicalmente la relación del

Estado con la Iglesia, eliminando de la escena, al menos temporalmente, al Trono

como «partenaire» de la Iglesia. La República Francesa, en sus fases

intermitentes o sucesivas, encontró en el «laicismo», fundado en la «libertad de

conciencia», el factor determinante para fundamentar en su plenitud la soberanía popular en

la forma republicana de gobierno como expresión perfecta y coherente de la «secularización

radical» de la sociedad occidental (III República Francesa).

Entremos ahora en la evolución del periodo monárquico, preparatoria en la

España moderna del paso del Antiguo Régimen al Constitucionalismo contemporáneo,

contemplado desde la relación del Trono y el Altar. En su valioso libro Relaciones

diplomáticas entre España y la Santa Sede durante el siglo XIX (1908), Jerónimo Bécker

presenta con objetividad, pese a su talante conservador en sus valoraciones,

los principales momentos de las relaciones de la monarquía hispana con la

Sede romana. Además de otras lecturas o referencias, acudiré también con

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frecuencia al ensayo histórico-crítico de Javier Figuero titulado Si los frailes y

curas supieran... (2001), por su diáfana, certera y ordenada selección de datos y

su valoración. En muchos puntos sigo a estos autores. Por lo demás, soy el

responsable de la visión y documentación de este ensayo.

Los borbones son los grandes protagonistas de la cuestión religiosa entre la

Monarquía española y la Santa Sede desde 1713, en que la Paz de Utrecht

reconoce a Felipe V como Rey de España; hasta que Alfonso XIII abdica de

su trono en 1931. Con Felipe, la escuela regalista cobró grandes vuelos con los

concordatos, los cuales, sean o no pactos internacionales perfectos, «inauguran un

régimen de transacción» (Bécker). El primero es de 1717 y marca ya la voluntad

secularizadora del Rey al exigir en 1713 subvenciones al clero y someterlo

también al pago de los nuevos impuestos. Ante la actitud conciliadora de la

Santa Sede, aunque se opuso a las medidas, el Rey solicitó informe del Consejo

de Castilla, y fue el fiscal Melchor de Macanaz quien dictó en dicho año 1713 el

famoso Pedimento de los cincuenta y cinco párrafos, «ejemplo señero del regalismo

español del siglo XVIII» (Figuero), en el que se reafirmaban los derechos regios en los

asuntos temporales del Reino, negando al Papa el derecho a recaudar tributos en España, y

aconsejando suprimir los tribunales eclesiásticos; también se reclamaba que sólo el Rey

tenía capacidad para nombrar obispos. Después de numerosas vicisitudes, se

suscribió el Concordato, «eludiendo contraer compromiso alguno acerca de la

reforma eclesiástica». Para deshonor de Felipe, hay que recordar que no defendió

a su leal Macanaz de la ira pontificia, que lo acusó de hereje y apóstata,

teniendo que huir a Francia donde tomó órdenes menores, pues era un

católico ortodoxo. Este Concordato de 1717 aplazaba la solución de las

principales cuestiones, pero mantenía las posiciones regalistas de Macanaz y luego

de José Patino; si bien no resolvió el grave asunto del Patronato Regio (re-gium

exequátur) para el nombramiento de obispos, derecho que más tarde Gregorio

Mayans y Ciscar calificaría de «derecho indudable del Rey Católico» que ningún monarca

español puede ceder. Fue el secretario de Estado José de Carvajal quien logró el

Concordato de 1753, que reconocía el referido Patronato real en España y todos

sus dominios.

El siglo XIX presencia el «climax» de la cuestión religiosa como punto neurálgico de

las escisiones de la sociedad española. El 19 de marzo de 1812 se promulgó por el

Parlamento la Constitución elaborada por las Cortes de Cádiz. Su

encabezamiento decía así: «En nombre de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y

Espíritu Santo, Autor y Supremo legislador de la Sociedad...» y seguía el

artículo 12 que establecía que «la religión de la Nación española es y será

perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera, protegiéndola la nación

por leyes sabias y justas, prohibiendo el ejercicio de cualquier otra». Este monumento de

«ultramontanismo» asume el modelo de fanática intolerancia que caracteriza a la

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Iglesia. Pese a ello, las Cortes inician una campaña de revisionismo con cuatro

decretos de 1813: el primero abolió la Inquisición y nacionalizó sus bienes; sin

embargo, se restablecían las normas de la Ley 2.a, título 27, Partida VII, por la

que los Prelados recobraban sus facultades para entender en las causas de fe,

manteniéndose así la tradicional defensa de la religión; y se declaraba a la Nación

como sujeto de la soberanía, en detrimento del monarca; y también la libertad de

imprenta, y la extinción de los señoríos. A su regreso, Fernando VII el Deseado, en

abril de 1814, se apresuró a derogar todo lo legislado por las Cortes, a decretar el regreso

del Nuncio y a despojar a los compradores de bienes nacionales que en ese concepto se

hubieran adquirido; y a devolver los conventos a los regulares y a las religiosas, además

de restablecer en 1815 la Compañía de Jesús.

En 1835 accede al Gobierno J. Alvarez Mendizábal y presenta a la Reina

gobernadora un notable programa de reformas en el que destaca la fijación del

número máximo de corporaciones religiosas, pues estaban succionando gran parte de

la renta del país y al mismo tiempo mantenían improductiva una parte muy

grande de las propiedades del reino, conocidas como bienes en manos muertas.

Bécker estima que fue una reforma a la medida de un pensamiento

político-económico liberal y utilitario de carácter burgués. Mendizábal

acreditó realismo y coraje para algo que era urgente y necesario. Su radicalismo

significaba que había que suprimir las raíces de los males, y salir del tremedal de

parasitismo social y del atraso intelectual y económico. Pero Mendizábal cayó,

y la Santa Sede y sus protegidos dieron una vez más marcha atrás al reloj de los tiempos;

y ganó el entramado de creencias y privilegios que paralizaban el país. La Constitución de

1837 —después del Estatuto Real de 1834, parcheo del modelo estamental—

reconoció la soberanía nacional del pueblo, aunque la Reina se reservaba la facultad

de disolver el Parlamento bicameral; y el Estado se comprometía a sostener el culto y el

clero de la religión católica «que profesan los españoles»; lo cual podía leerse como que

el Estado no era confesional, una gran novedad, pero no se atrevió a introducir esa no

confesionalidad formal ni siquiera el frustrado Trienio Liberal (1820-1823), que, en

cambio, había tomado algunas medidas desamortizadoras contra instituciones

religiosas y restituido las libertades de las Cortes de Cádiz. Las Cortes de 1837

continuaron con normas desvinculadoras de bienes en manos muertas, en la tradición

dieciochesca, pero muy lejos de lo legislado en la breve etapa napoleónica; y se

atrevieron a nombrar una comisión que elaboró una ley por la que se decretaba

la supresión de las órdenes religiosas y las instituciones monásticas. Se abrió un periodo de

agitación social y religiosa que llevó a la Regencia del general Baldomcro

Espartero. Tras las insurrecciones de 1841 y 1842, y multitud de graves

incidencias, subió al poder el general Ramón María Narváez, el espadón deLoja,

en mayo de 1844, inaugurando un giro político fuertemente reaccionario,

especialmente para el proceso desamortizador y para la cuestión religiosa. J. S.

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Pérez Garzón, en su trabajo Los factores de desarrollo del republicanismo federal de

1808 a 1874, escribe este jugoso comentario:

Cuando la Constitución de 1845, hábilmente planteada como una reforma, a su vez, del texto de 1837 estableció la soberanía conjunta del Rey y de las Cor-tes, entonces la alternativa democrática no tuvo más recurso que enfrentarse directamente al poder monárquico, porque la monarquía se había convertido en sustancia constitucional y había distorsionado directa y gravemente el concepto de soberanía popular. Si a esto se agrega que las personas que ocuparon la primera magistratura del Estado —léase la Regente, la Reina y sus respectivas familias y camarillas— se dedicaron a especular con la riqueza pública y a amasar

fortunas de notoria ilegalidad, se comprenderá mejor esa dimensión tan vehementemente antimonárquica, y sobre todo antiborbónica, de la mayoría de los demócratas. Por eso, muy pronto, en 1854 se tuvo que votar en las Cortes el apoyo al «trono constitucional de doña Isabel II y de su dinastía», para evitar el auge del republicanismo que crecía por el escándalo de las riquezas acaparadas por M.a Cristina, en su condición de madre, y por su es-poso F. Muñoz.

Respecto de la nefanda corrupción del «concepto de soberanía popular» por la

contaminación del principio monárquico, conviene recordar que, en un intento

desesperado de sanar la manifiesta ilegitimidad de la monarquía de Juan Carlos I,

varios «ideólogos orgánicos» de la antidemocrática Transición se han atrevido

a resucitar anacrónicamente —y risiblemente— las bondades de la fórmula

feudal de «el Rey con las Cortes». ¡Qué socialistas!...

5. LA IGLESIA Y EL CONSTITUCIONALISMO MODERNO

Hagamos una breve reflexión sobre la política desamortizadora. La reforma de

Mendizábal adoleció de ostensibles errores técnicos y de aplicación. Ni

aliviaron las angustias del Tesoro Público y la Deuda, ni tampoco la endémica

miseria de las clases pobres, y acabó favoreciendo escandalosamente a la

aristocracia, a las clases altas y a la burguesía rampante. El historiador Josep

Fontana indagó magistralmente las causas profundas de este fracaso, en su

estudio Transformaciones agrarias y crecimiento económico en la España contemporánea

(1973). Distingue entre la reforma agraria revolucionaria y la reforma agraria liberal.

Esta última se propone la liquidación del régimen señorial, acabar con la

explotación comunal de la tierra y con la acumulación de bienes eclesiásticos

de carácter inmobiliario o de raíz, al tiempo que se maximiza el beneficio

privado de los nuevos propietarios compradores de la tierra, que fueron

precisamente los grandes o medianos terratenientes. A falta de eficaces

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medidas fiscales y jurídicas redistributivas, se agravó más la asfixiante situación

del pequeño campesinado y del peonaje o de la mano de obra asalariada. «Y

como el poder y la tierra —escribe Fontana— se encuentran en unas mismas

manos, una reforma agraria de este género no puede hacerse sin una profunda transfor-

mación social, donde los propios campesinos sean parte determinante. Son,

como dirá Soboul, reformas realizadas desde abajo.» Bécker señala

correctamente un «dualismo» en la entraña de las políticas liberales y

antieclesiásticas desde 1813 hasta 1837: un interés político y económico, y un

aspecto social, es decir, el problema de la propiedad, que en su día sólo comprendió

Antonio Flores de Lemus. En España, lo que no dice Bécker, todo ello se

agravaba por la existencia de un bloque económico-religioso altamente reaccionario

conformado ideológicamente por la Iglesia, la Corona, la aristocracia del latifundismo y la bur-

guesía de la especulación mercantil y monetaria. La Iglesia fue el cemento inexpugnable que

no existió, con esta radicalidad, en otros países europeos.

Desde 1844, reconocida Isabel II por la Santa Sede, primero L. González

Brabo como avanzadilla, que disolvió la Milicia Nacional y \& sustituyó por un

nuevo cuerpo de policía militar, la Guardia Civil, inaugurando la política del orden

de los propietarios; y luego su «jefe» Narváez, iniciaron sin escrúpulos la política

represiva y ultramontana, afines a la libido posesora de la Reina. Se anuló todo lo

legislado de signo liberal, y el gobierno inició afanosas negociaciones con la Sede apostólica

para redactar un nuevo concordato a partir de unas bases preliminares propuestas

por la Secretaría de Estado vaticana, orientadas a desandar lo ya andado. En las

Cortes se aprobaba una l e y de dotación del culto y clero, cifrada provisionalmente

en 159 millones de reales, sin especificar si se daban en concepto de renta o

como pago de salarios. La conducta ambigua de nuestro embajador José del

Castillo al prometer sin consulta previa la «sanación» de las rentas de bienes del

clero, asustó a Narváez —un ciclotímico—, que se negó a suscribir el texto del

Concordato. Las objeciones y reparos del cardenal Mastai-Ferretti, elevado al

Pontificado como Pío IX, de tan infausta memoria, demoraron el acuerdo; al

fin, el Gobierno Bravo Murillo promulgó, el 20 de mayo, el Concordato de 1851,

en vigor hasta 1931, cerrando así una agria pugna de dieciocho años entre las

dos potestades. Con un breve y viscoso prólogo, el artículo 1 dispuso que «la

Religión Católica, apostólica, romana, con exclusión de cualquier otro culto, continúa siendo

la única de la nación española, se conservará siempre en los dominios de S.M.C. con todos los

derechos y prerrogativas de que debe gozar según la ley de Dios y lo dispuesto por los Sagrados

Cánones». Cita Bécker un fundamentado juicio de un historiador cuyo nombre

no menciona, y que dice así: «El Concordato, celebrado en época de la mayor

reacción política en España por un Gobierno despótico y sumamente piadoso,

al menos en apariencia, contiene las concesiones más graves y trascendentales a la

Iglesia, en contra de la libertad individual y de los derechos del hombre. En él se obliga la

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potestad civil a cosas para las cuales no tiene jurisdicción; lo cual implica el em-

pleo de una fuerza arbitraria y tiránica a fin de que dichas cosas se castiguen en

el caso, más que posible, de que de grado no se consigan». Es un juicio justo, y

sorprende que Bécker pueda escribir que «bien o mal, los Ministerios de

Narváez y de Bravo Murillo dejaron en gran parte resuelta la cuestión religiosa;

pero su obra ha sido juzgada con tanto apasionamiento como ligereza». Bécker

debió decir, no que la cuestión fue resuelta, sino decidida en favor de los viejos poderes de la

reacción, la Iglesia a la cabeza.

Los 46 artículos del Concordato nada dejaron sin regular bajo el puño de

hierro que distingue a la Iglesia cuando calcula que ha llegado su hora de

revancha y de aplicar su aplastante poder. El anacrónico y extremo artículo 2

justificaría por sí solo el rigor mostrado ochenta y un años más tarde —cuando las ciencias

habían convertido la concepción católica del universo en una caricatura— por

la Segunda República en el artículo 26 de la Constitución de 1931. Decía así: «En

su consecuencia, la instrucción en las Universidades, colegios, seminarios y es-

cuelas públicas o privadas de cualquier clase será en todo conforme a la doctrina de la

misma religión católica; y a este fin, no se pondrá impedimento alguno a los Obispos y

demás Prelados diocesanos encargados por su ministerio de velar sobre la pureza

de la doctrina de la fe y de las costumbres, y sobre la educación religiosa de la juventud, en el

ejercicio de este cargo, aún en las escuelas públicas». La Iglesia había adquirido diáfana

consciencia de que la enseñanza y su aparato institucional—estatal, público, o

privado— era el dominio en que se jugaba la reproducción ideológica de su sistema y su

doctrina, y de que poseer sólidamente este dominio significaba tener la «clave» de su

perpetuación o de su ruina. Por ello, este precepto concordatario ocupó el segundo

lugar —de los 46— del texto. El artículo 3 remachaba este precepto al exigir a

las «autoridades del Reino» su ayuda a la Iglesia cuando haya de «oponerse a la

malignidad de los hombres que intenten pervertir los ánimos de los fieles y corromper sus

costumbres, o cuando hubiere de impedirse la publicación, introducción o circulación de libros

malos y nocivos». El tercer precepto del máximo interés para la Iglesia, en directa

conexión con la enseñanza católica, es el artículo 29, relativo a las órdenes

religiosas, poderosos instrumentos insustituibles en la vital tarea de secuestrar las

mentes de niños y jóvenes durante, sobre todo, el periodo de su formación. Aquí figuraba el

ambiguo compromiso de «el Gobierno de S.M.», después de haber refrendado los

centenares de las ya existentes que monopolizaban la docencia en nuestro país, de

que «tomará desde luego las disposiciones convenientes para que se establezcan [las órdenes

religiosas] donde sea necesario... y "otra Orden" de las aprobadas por la Santa Sede...».

Bécker, que no es sospechoso, opina que esa obligación hay que interpretarla

como «otra más» en todo el territorio nacional, y no otra más y diferente en cada diócesis; el

asunto era tan relevante para la perpetuación de la enseñanza religiosa, que la disputa

no se extinguió hasta que España abrogó el concordato en 1931 (!).

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El éxito eclesiástico del soñado Concordato de 1951 se enmarcaba en la

Constitución regresiva del 25 de mayo de 1845, que negaba la soberanía nacional

del pueblo y concedía a la Corona el derecho único de convocar Cortes, suprimiendo a la vez

el derecho de reunión y, en la práctica, el derecho de libertad de imprenta; el artículo 11

declaraba que «la religión de la nación española es la católica, apostólica y romana»,

dejando expresamente prohibida la práctica de otro culto. La Iglesia recuperaba el derecho

a poseer bienes, intervenir en la enseñanza y censurar publicaciones; y el Estado se

obligaba «a mantener el culto y sus ministros». Por leyes subsiguientes se devolvieron las

propiedades no vendidas de la Iglesia (a las órdenes religiosas femeninas y al clero

secular), se reguló la Dotación de Culto y Clero —como ya indiqué—, y se suspendió la

desamortización. El conjunto de estas medidas representó el apogeo del

ultramontanismo.

La revolución triunfante de 1854 abrió el Bienio Progresista, hasta 1856. En

noviembre de 1854 se inauguraron las Cortes constituyentes y Espartero

reanudó la legislación anticlerical y desamortizadora. Se nombró una comisión

que redactó unas bases, y en la segunda, muy polémica como siempre, se

dictaminó finalmente que «la Nación se obliga a mantener y proteger el culto y los

ministros de la religión católica que profesan los españoles [eco de 1837]; pero ningún

español ni extranjero podrá ser perseguido por sus opiniones y creencias

mientras no las manifieste por actos públicos contrarios a la religión». Añadida

a este proyecto la Ley de Desamortización General del ministro Pascual Madoz,

que también incluía la desamortización civil y de cualesquiera otros bienes de

manos muertas, no tardó en sentirse la irritación del Papa y los ultramontanos,

alegando violación flagrante del Concordato de 1851. El malestar creció hasta

que dimitió Espartero y regresó O'Donnell, que pronto fue reemplazado sólo

hasta 1857, tiempo suficiente para que dejase sin efecto el Acta Adicional,

liberal, a la Constitución de 1845. En aquel año 1857 se aprobó la Ley Moya-no

sobre reforma educativa, por la que se dio expreso reconocimiento a la facultad de la

Iglesia para supervisar la enseñanza y a mantener su deseo de controlarla plenamente, en

consonancia con el Concordato. Claudio Moyano se opuso a la abolición de la

esclavitud en los dominios hispánicos, y con motivo de esta nueva distensión

con la Corona, la Santa Sede se atrevió a solicitar de Isabel II, cada día más

entregada, que España renunciase al «pase real» (placitum regium) o derecho a

retener eventualmente el pase de documentos eclesiásticos romanos —en este

momento, las encíclicas Quanta cura y Syllabus—, o, al menos, que se

restringiese a ciertos documentos que la Sede católica estimaba

—hipócritamente— que eran de orden puramente «espiritual». El Gobierno

respondió que no podía renunciar a ese derecho sustancial, aunque accedió a

homologar esos textos. Pero en agosto de 1859, se firmó un convenio

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adicional al Concordato con nuevas concesiones, y el reconocimiento a la Iglesia del pleno

derecho de adquirir y conservar toda clase bienes. De nuevo, el ultramontanismo redivivo.

Aunque la inestabilidad de los gobiernos y las relaciones conflicti-vas del Estado y la

Iglesia, sometidas a los azares pendulares del poder, más los egoístas intereses

de la Corona y sus veleidades personales, más algún otro factor coadyuvante,

constituían un gran obstáculo al progreso y bienestar del país y sus ciudadanos, sin

embargo puede afirmarse en general que el marco jurídico-religioso de las dos

potestades quedó bastante definido hacia el año 1860. Es claro que las crisis de la

Gloriosa, la expulsión de la Reina, la Primera República, el reinado de

Amadeo de Saboya, el golpe pro alfonsino de Sagunto y la Restauración

borbónica comportaron indudablemente sangrientas convulsiones y agrios

enfrentamientos y contiendas en la arena religiosa. Pero la Constitución de 1876 se fraguó

en un clima de consenso resignado de los más notables contendientes, con un vencedor

oficial en la pugna entre religión y política: la Iglesia católica. Sin embargo, era

—como lo es hoy— un vencedor con los pies de barro y la cabeza rellena de paja. Su

descrédito era general, incluso dentro de sí misma, como se puso de

manifiesto en el seno del Concilio Vaticano de 1870, y a la vuelta de siglo con

el movimiento modernista sofocado con crueldad en 1910 por PíoX.

La Gloriosa Revolución de septiembre de 1868 tuvo como único hecho relevante

poner en la calle a Isabel II, ejemplo insuperable de frivolidad, beatería,

corrupción e incompetencia. Pío IX le rindió público homenaje personal al

concederle la Rosa de Oro. Pero la Revolución no pasó de ser un confuso

movimiento cívico-militar dirigido por unos figurones de la monarquía isabelina. El

8 de octubre, el general Serrano formó Gobierno. El destacado líder obrero

Fernando Garrido se apresuró a anticipar la verdad: «Ha caído un tirano que se

llamaba Isabel de Borbón; pero ese tirano no era más que el instrumento de

otro que aún queda en pie, y, como la culebra venenosa, empieza a enroscarse

a la naciente Revolución, para ahogarla entre sus asquerosos anillos [...]. Este

reptil astuto y repugnante es el Poder Negro, que tiene en Roma su caverna, y que se

conoce con los nombres de jesuitismo, clericalismo, y neocatolicismo; en una palabra,

el Pontificado romano». En el conglomerado revolucionario había republicanos sinceros

que llegaron a reclamar la separación de Iglesia y Estado, pero tras una serie de

incidentes y sorpresas —que pueden releerse como un relato de intrigas con

suspense—, la conspiración aterrizó en una Constitución anodina (1869), cuyo

artículo 21 establecía que «la Nación se obliga a mantener el culto y los ministros de la

religión católica. El ejercicio público y privado de cualquier otro culto queda

garantizado a todos los extranjeros residentes en España, sin más limitaciones

que las reglas universales de la moral y el derecho. Si algunos españoles profesasen

otra religión que la católica, es aplicable a los mismos todo lo dispuesto en el párrafo anterior».

Este cómico parto de los montes es una proeza; sin decirlo literalmente, su

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sentido es claro: los españoles normales son católicos, y su religión será

protegida y financiada por la Nación (incluidos los anticatólicos, agnósticos o

ateos); pero si existiesen españoles anormales, éstos serán tratados como extranjeros con

otra religión. Nunca se había llegado a tanto impudor y estulticia en el trato

constitucional de los españoles no católicos, que eran implícitamente catalogados

como subciudadanos o ciudadanos de segunda categoría jurídi-co-política,

asimilables a los no nacionales. Hoy, en 2007, se repite el mismo desprecio por los

increyentes, y la misma solapada discriminación entre los ciudadanos. En la votación del

artículo 21 de aquella Constitución, ¡la primera parte fue aprobada por 176

votos «revolucionarios» contra 76, y la segunda parte por 163 contra 40...!

La Primera República, cercada por todos los enemigos de la verdadera

libertad desde el primer día, nació muerta. Ni siquiera tuvo reposo y tiempo

para concluir la redacción de una nueva Constitución y hacerla aprobar. Algo

similar, en el fondo, puede decirse de la restauración de la monarquía en la digna

persona de Amadeo de Saboya, que se fue asqueado de los políticos españoles

y por propia decisión. Nacida de un simulacro de golpe militar en Sagunto (1874), y

preparada por un campeón de la Santa Iglesia disfrazado de liberal, Antonio Cánovas

del Castillo, la Restauración borbónica de 1875 alcanzó el triste honor de

sentarse sobre un cementerio de ruinas, para edificarse sobre el agotamiento y

el escepticismo de los españoles, y reeditar con nuevos ropajes la alianza del

Trono y el Altar. En diciembre de 1874, el pretendiente, muy pronto rey Alfonso

XII, emitió el Manifiesto de Sandhurst, concebido y redactado por Cánovas, su

valedor, donde el Príncipe declaraba que «sea lo que quiera mi suerte, no dejaré

de ser buen español, ni como mis antepasados buen católico, ni como hombre de mi

siglo, verdaderamente liberal». Sabiendo lo que nuestra historia decimonónica

hizo de esos tres términos, no puede engañarnos lo que significaba el «alarde

retórico de su mentor Cánovas» (Figuero), ni que un personaje de Galdós se

interrogase, «¿liberal y católico?». Don Antonio no quiso demorarse

demasiado en cubrir la fea desnudez de lo que desde el comienzo fue una

encubierta dictadura, e inició ya el 20 de mayo el proceso constitucional

nombrando «digitalmente» una Comisión de Notables —de cuyos nombres se

podría imaginar lo que saldría de ella— que redactase un proyecto

constitucional. Digamos, para abreviar, que la tónica de su color político la

daría la fórmula que arbitrase la regulación de la cuestión religiosa. Tras muchas dis-

quisiciones, se dictaminó el texto del artículo 11, que establecía que

«la Religión Católica, Apostólica, Romana es la del Estado. La Nación se

obliga a mantener el culto y sus ministros. Nadie será molestado en territorio

español por sus opiniones religiosas, ni por el ejercicio de su respectivo culto,

salvo el respeto a la moral cristiana».

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El espíritu regresivo del texto y su ambiguo margen de aplicación —que

Cánovas jamás aceptó precisar— configuraron inequívocamente a España

como Estado católico que elevaba la moral cristiana al máximo criterio ético al que

debía someterse el gobierno y sus órganos de decisión. Como el contenido

dogmático de la fe y la definición de la moral cristiana competía establecerlos a la Iglesia

y al Pontífice como intérpretes infalibles de la revelación divina —a su vez, ella

misma infalible—, los españoles sin excepción resultaban de nuevo transformados, por

juramento, en obedientes subditos de Roma. Esta aberración se erigía otra vez en límite

de las libertades que el moderantismo político admitiría como máxima concesión, que el

Congreso sancionó por 220 votos contra 63, y el Senado por 113 votos contra

40. La vigencia de esta Constitución de 30 de junio de 1876 inauguró un proceso de

luchas en el cual ya no contarían sólo las oligarquías de la nobleza de viejo y nuevo

cuño, y las clases burguesas en su compleja estratificación, sino también las masas

obreras agrarias y urbanas encuadradas por poderosos sindicatos que, finalmente,

rompieron la legalidad de una Constitución regresiva y miope que conducía ineluctablemente

al desastre, si bien lo lograron por la vía legal y pacífica del sufragio universal, en 1931.

6. LA IGLESIA Y LA EXACERBACIÓN DE LA CUESTIÓN RELIGIOSA HASTA LA

INSTAURACIÓN DE LA SEGUNDA REPÚBLICA

La cuestión religiosa no era, en el contexto de la dialéctica política, una mera

cuestión de creencias, sino en primer lugar una cuestión de poder. La Iglesia lo sabía,

pero su estrategia frente a la imparable ola de secularización, y su irrecuperable

papel de institución de poder predominante en la crisis del Antiguo Régimen, le

habían hecho perder las perspectivas de la nueva coyuntura histórica. Tardó unos dos

siglos en ver que no se trataba de una crisis circunstancial dentro de un

horizonte fundamentalmente estable, sino de una crisis de época. El triunfo de la

monarquía borbónica diseñada por Cánovas con fuertes trazos conservadores

encontró en la Santa Sede una benevolente comprensión, pese a algunas

quejas que no pasaban de ser verbalismos «obligados» ante su fanática

clientela. Expresó en seguida su confianza, declarando que, «al tenor de lo

prescrito por el Concordato de 1851, la enseñanza en las Universidades, en los

Colegios y en todas las Escuelas públicas y privadas será enteramente conforme a la

doctrina de la religión católica». Demostró así tener fino olfato para el valor

preeminente de la docencia católica como matriz generadora de creyentes cristianos; pecó de

irrealismo manifiesto al pensar que fuera posible evitar la filtración de la modernidad

por todos sus poros.

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La intolerancia doctrinal y práctica de la Iglesia se nutría de un dogmatismo

teológico construido con la fe ciega en unos relatos inconsistentes,

inverosímiles y anónimos plagados de contradicciones de todo orden,

recogidos en recopilaciones arbitrarias bajo el plural griego Biblia y que han

funcionado como «Revelación». Un Marcelino Menén-dez Pelayo,

reverenciado polígrafo, nos ofreció un fiel retrato del intolerante poseído por la fe

religiosa quizá más fanática de la Historia. He aquí su propio retrato:

Ley forzosa del entendimiento humano en estado de salud es la intolerancia. Impónese la

verdad con fuerza apodíctica a la inteligencia, y todo el que posee o cree poseer la verdad, trata de desarrollarla, de imponerla a los demás hombres y de apartar las tinieblas del error que les ofuscan. Y sucede, por la oculta relación y armonía que Dios puso entre nuestras facultades, que a esta intolerancia fatal del entendimiento sigue la intolerancia de la voluntad, y cuando ésta es firme y entera, y no se ha extinguido o marchitado el aliento viril en los pueblos, éstos combaten por una idea, a la vez que con las armas del razonamiento y de la lógica, con la espada y con la hoguera [...]. La llamada tolerancia es virtud fácil; digámoslo más claro: es la enfermedad de épocas de escepticismo o de fe nula. El que nada cree, ni espera en nada, ni se afana o acongoja por la salvación o perdición de las almas, fácilmente puede ser tolerante. Pero tal mansedumbre de carácter no depende sino de una debilidad o eunuquismo del entendimiento (Historia de los heterodoxos españoles, 1880-1882, Libro V, capítulo III, «Epílogo sobre la Inquisición»).

La lectura de textos como éste hace posible entender la ferocidad de las

«cruzadas» de la Iglesia católica y la idiosincrasia de una gran parte de sus fieles.

Todo lenguaje es y ha sido siempre ideológico, porque la semántica favorece o perjudica

intereses en las relaciones individuales o colectivas de poder. La labor del conocimiento y la

ciencia trabaja por depurar el lenguaje de sus hipotecas ideológicas. Pero el lenguaje religioso

opera dentro de parámetros lógicos y epistemológicos que generan un bloqueo

intelectivo y un blindaje emocional potentísimos que impiden suprimir o mitigar las

escisiones de más inhumanas consecuencias para los pueblos.

Pero mucho más trágico resultó para la Iglesia su persistencia en contemplar la

cuestión social—que mostraba ya sus fauces amenazantes por doquier— en los ya

caducos términos de beneficencia, caridad cristiana, paternalismo y resignación obediente. Los

desposeídos por los opulentos estaban pasándose con paso de gigante a las filas

de los in-creyentes, y encontraban en sus intelectuales e ideólogos una fundada

explicación racional de su infortunio y el aliento para emanciparse de la explotación de

clase y liberarse del secuestro mental en el que los mantenían los pulpitos y los

confesonarios. Sus «salvadores» muy pronto serían Marx, Bakunin, Sorel y sus

predecesores de la Ilustración.

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El insoluble problema para la Iglesia es que ésta arrastraba desde su nacimiento

como institución de poder universal sobre cuerpos y almas una rentable «vocación

interclasista» —aunque no pudiese emplear esta terminología, insustituible

legado del siglo XIX— en términos de proselitismo sin frontera alguna. Lo que fue

durante centenares y centenares de años un tesoro inestimable por su eficacia

conquistadora, se tornó en un breve lapso en un pesadísimo lastre, porque los

asalariados comenzaron a cobrar lúcida conciencia de que sus males no les venían

de causas de orden individual o familiar, sino de su inserción en una clase social que

se autorreproducía como clase desposeída al servicio de los poderosos, que los expropiaba

del sobreproducto de su trabajo. Por ello, las organizaciones obreras diseñaron su

estrategia como lucha de clases, en cuyo contexto la Iglesia, en primer lugar, y las

monarquías autocráticas o constitucionales, en segundo, se perfilaron como los

enemigos a batir. El Estado burgués sostenía a la Iglesia, y viceversa. Poco

importaba ya el regateo concordatario entre ambas potestades dirigido a extraer dinero

y a engrosar el número de sus siervos. La formal envoltura pseudodemocrática de la

pugna entre ellas pasó a segundo plano, porque la «espantosa amenaza» de las masas

del proletariado constituía ahora el enemigo común y un peligro mortal. El problema de la

propiedad, el problema de la explotación de los asalariados, el problema del ejército y la

policía, el problema colonial, el problema de las ideologias, el problema de la enseñanza se

articulaban inextricablemente entre sí y con el problema religioso. La Iglesia

mantenía en su mano la legitimación de la obediencia de los oprimidos a los opresores,

pero ésta, en otro tiempo incomparable y mágica mercancía, estaba ya pudriéndose en las

cámaras santas, y se hizo pronto inservible. La autoridad eclesiástica, acudiendo a la

ambigüedad constitutiva del credo cristiano, intentó inventar lo que ha llamado doctrina

social de la Iglesia, retórica verbalista y contradictoria que, en la práctica, sigue

descansando en la vieja exhortación a la caridad («caritas», amor del alma cristiana a

Jesús) y a la resignación ante la disposición divina de la sociedad. El sistema capitalista

encuentra en la negación eclesiástica del concepto de lucha de clases a su mejor aliado

ideológico. Y la Iglesia encuentra en las estructuras capitalistas de la sociedad el

mejor sostén del orden predicado por el mensaje cristiano del amor y el sacrificio.

Se trata de una legitimación recíproca para que todo quede como estaba. La condena

absoluta de la violencia es el soporte práctico y la premisa mayor del vano discurso

pastoral de la doctrina social de la Iglesia. Ambas instancias, la Iglesia católica y el

Estado neoliberal, han convenido en adjudicar la etiqueta de «terrorismo» a todo lo que

se agite en el corral. En España, hay que agregar a este panorama la invasión

creciente (a partir de 1870) —que acabó siendo masiva en el curso del reinado

de los dos últimos borbo-nes— de las congregaciones religiosas masculinas y

femeninas francesas en todo nuestro suelo, para impartir a todos los estratos

de la burguesía unas enseñanzas saturadas del integrismo dogmático de la

Iglesia, sazonadas, además, con las esencias del tradicionalismo político galo.

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Analicemos ahora la abdicación de Alfonso XIII y la subsiguiente

proclamación de la Segunda República española, consecuencias del desastre

largo tiempo enmascarado de una falsa democracia.

La acelerada erosión del bipartidismo de conservadores y liberales

—reproducido hoy por la Monarquía Parlamentaria— en el disfrute del poder

mediante el «turno en el Gobierno», formalizado por el Pacto del Pardo entre Cánovas

y Sagasta a la muerte de Alfonso XII, puso de manifiesto en la práctica las

lacras de la Constitución de 1876 y su legislación complementaria; la corrupción

de los partidos y de las instituciones se hizo desenfrenada e incompatible con la

urgente necesidad de habituar a los ciudadanos a cumplir honestamente las

reglas de la «democracia», aun en el espacio muy restringido del diseño

constitucional canovista. El amaño electoral escandaloso y permanente, la pro-

liferación de los negocios sucios de unos y de otros a la sombra de la granjeria de

políticos, caciques y mamporreros de toda laya, la explotación de los obreros y

asalariados en general, bajo la custodia de una Guardia Civil como cuerpo armado

de los terratenientes, la inhumana codicia de la burguesía mercantil o

empresarial, la succión de toda renta o beneficio posibles —fueran de dinero y

riqueza públicos o privados— por el clero o las corporaciones religiosas, y un

largo etcétera, estaban llevando al país a una peligrosa frustración y consiguiente

cris-pación ante la insoportable injusticia. Pero como indiqué en el anterior apartado,

los humillados y explotados habían, al fin, despertado con los estímulos

ideológicos y estratégicos llegados de los ámbitos urbanos o industriales, sobre todo del

exterior. Una España secularmente tutelada y gobernada por los patrones ideológicos de la

Iglesia catódica, con su inextricable red de poder religioso —desde el cura, el fraile o la

monja más insignificantes hasta la cúspide pontifical, pasando por los pro-

pietarios y los políticos bien respaldados desde los pulpitos— se encontró, casi con

inexplicable sorpresa, con que el idílico régimen canovista empezaba a verse agitado por el

ruido de los explosivos y de las pistolas. El último cuarto del siglo XIX y los dos

primeros decenios del XX presenciaron en nuestro país un espectáculo

impresionante, hasta entonces desconocido, en sus términos cuantitativos y

cualitativos: un proletariado puesto en pie a escala nacional con una nueva conciencia de su

fuerza potencial y dotado con los métodos asociativos y organizativos para hacerla valer con

coraje y sin vacilaciones. La Iglesia y sus asociados habían perdido súbitamente el

poder de su ideología dominante cimentada en la cultura clasista cristiana; y prácticamente

su sola respuesta fue la represión implacable y la violencia armada, con uniforme o sin él.

Aunque nacida de un pronunciamiento militar, la única virtud de la

Restauración, que había sido la de retirar al poder militar de la lucha política y

reintegrarlo a sus cuarteles —suprimiendo el caudillismo marcial nacido con la guerra

de la independencia contra los franceses—, entró en creciente crisis ante nuestro

belicismo como sola fórmula para resolver la insurrección de los últimos jirones de nuestro

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323

imperio; y a causa también de la incapacidad para consolidar nuestra ocupación

de la franja rifeña del territorio que las potencias nos reservaron en Marruecos.

Estimulados o consentidos sigilosamente por Alfonso XIII a partir de 1907,

los jefes del Ejército y la Marina ejecutaron absurdos planes de operaciones

con medios frágiles y escasos —pero onerosos para la nación— y tropas mal

preparadas. Estos sangrientos reveses militares irritaron a la ciudadanía en

general, pero muy particularmente a los reservistas y sus familias, salidos de la

clase baja. Se les pedía que salvasen una patria que no era madre sino madrastra —y

mala—. Complicados estos graves sucesos por su aprovechamiento por la

clase obrera, recrudecieron la fe de ésta en el recurso a la acción directa de las masas.

La luctuosa Semana Trágica de Barcelona (1909) fue un infortunado ejemplo. La

creación, por oficiales y jefes exaltados, de las Juntas Militares de Defensa, la

sanción de la Ley de Jurisdicciones —que rompía la unidad del poder judicial—, la

continuación de los desastres militares, el insensato protagonismo militar del

Rey, la miseria endémica del campesinado, los atentados constantes de los

sindicatos de vocación revolucionaria —especialmente los anarquistas—, más

las reiteradas crisis económicas —tras el respiro de la Gran Guerra— y el

irresponsable juego de políticos ambiciosos, incompetentes o venales,

condujeron a la Dictadura militar: el 13 de septiembre de 1923, el general Miguel

Primo de Rivera anunció en un comunicado al País y al Ejército, la «ruptura de la

legalidad» en la que, declaraba, «hubiéramos querido vivir siempre». Esta

alocada decisión, tomada en connivencia con la Corona, allanaba, antes o

después, el camino para la solución republicana por la deseada vía pacífica.

7. LA IGLESIA Y SU RETO A LA SEGUNDA REPÚBLICA

Permítase insertar aquí un cxcursus sobre el fondo de la cuestión religiosa.

Comencemos por el primer acto del drama: El reto de la Iglesia católica a la Segunda

República española, que pronto sería lanzado. Antes de continuar con el relato de

la instauración de la República, conviene adelantar mi juicio sobre el falso

estereotipo según el cual la Segunda República española fue destruida como consecuencia de

su incapacidad para gobernar y para proteger la seguridad personal de los ciudadanos y el

respecto de sus ideas o convicciones. La realidad histórica muestra que fueron los

postulados ideológicos sobre los que se fundó la acción política e institucional de la República

los que desde el instante mismo de su nacimiento sellaron la inviabilidad y el destino

de este magno proyecto colectivo de transformación nacional. La Iglesia desafió a la Segunda

República hasta acabar con ella.

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En efecto, todo proyecto de regeneración colectiva pasaba en un país como

España por la acertada solución de los dos grandes problemas de su historia

contemporánea, a saber, primeramente, la forma del Gobierno y la forma del Estado, y,

en segundo lugar, la relación del poder político con el poder religioso. El primer problema

quedó felizmente resuelto por el triunfo republicano en las elecciones municipales de 12

de abril de 1931.

El segundo problema sería de mucho más difícil solución, pues era

precisamente en él donde radicaba el factor determinante, en el plano

estrictamente ideológico, de la división y el enfrentamiento de los ciudadanos,

porque teñía decisivamente las contiendas políticas, sociales y culturales: era

absolutamente necesaria y urgente su solución para iniciar un proceso de

verdadera emancipación intelectual y moral de los españoles, haciéndoles

pasar realmente de la condición de subditos a la de ciudadanos libres e iguales.

Se trataba, en concreto, de diseñar e institucionalizar el espacio que legítimamente

puede ocupar en una democracia la Iglesia católica y su organización institucional. En este

sentido, la fe católica chocaba frontalmente con el ideario laicista que inspiraba al grueso del

republicanismo tanto de derechas como de izquierdas.

Desde el primer día del régimen republicano, la extensa minoría católico-monárquica

declaró inequívocamente su resuelta voluntad de destruir la República laica. Los

testimonios públicos conservados por la crónica de la época no dejan lugar a

dudas: si la insurrección militar del 18 de julio de 1936 no se produjo varios años antes se

debió al hecho bien patente de que la relación de fuerzas derecha/izquierda fue abiertamente

favorable a la República. Pero el encono del bloque católico contra ella se proclamó

con radicalidad, como lo manifestaron estos hechos, para los que sigo a J.

Figuero:

— Ángel Herrera, dirigente de la Asociación Católica Nacional de

Propagandistas (ACNP), lanzó en el mismo mes de abril de 1931 una

organización de «defensa social» contrarrevolucionaria (según el primer

manifiesto de 7 de mayo, redactado luego por Goicoechea, presidente

interino), llamada Acción Nacional, convertida al año siguiente por

imperativo legal en Acción Popular. Su lema era: «Religión, Familia,

Orden, Trabajo y Propiedad». El mismo Herrera presidirá desde 1933

la otra gran institución para el «apostolado social seglar», la Acción

Católica, que se pondría al servicio de la «recristianización de España». Una

de sus grandes campañas de propaganda se titularía expresivamente

Ecclesia et Patria, y ofrecería la formación espiritual de los sacerdotes de

su casa consiliaria a Josemaría Escriba, que cinco años antes había

fundado el Opus Dei.

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— El Cardenal Primado monseñor Segura formuló en su primera «sabatina»,

tras la huida del Rey, este deseo: «Que la ira de Dios caiga sobre España si

la República persevera»; y en carta al Vaticano descalificó al nuevo poder,

que «no representa la mayoría verdadera, ni responde a criterios de equidad

y justicia».

— A instancias del Pontífice, los obispos manifestaron en la Carta colectiva del

episcopado español, de 20 de diciembre, que los preceptos constitucionales en

materia confesional resultaban «una verdadera oposición agresiva», y

recomendaron «aumentar la devoción al Papa» y «trabajar para modificar las

leyes que imponen la enseñanza laica», reclamando su «derecho imprescriptible a una

reparación legislativa». La mano apaciguadora de Vidal i Barraquer aportó la

advertencia de León XIII de que se debía «acatar» la forma de gobierno elegida y

el diario católico El Debate declaraba el 16 de abril que «la Santa Sede es

indiferente a las formas de gobierno y está dispuesta a tratar con todos los poderes

constituidos que representan la mayoría verdadera y responden a criterios

de equidad». Debo añadir yo que la doctrina pontificia del llamado

«accidentalismo» en materia de formas de gobierno era eminentemente efectista y equívoca,

y ello por dos razones: a) porque lo que se discutía —por cierto,

amargamente— en esta coyuntura ideológica, no era exactamente una

cuestión constitucional y de orden académico sino algo muchísimo más

profundo y primordial para los españoles, a saber, el proyecto político de una

República laica específicamente constituida sobre el potente ideario republicano del

«laicismo», cuyo más claro precedente histórico eran las leyes de 1905 de la

Tercera República Francesa; y b) porque el sentir y la estrategia de la Iglesia

entendía el verdadero significado de sus palabras como un compás de espera en

el cual los católicos estarían alerta y velando sus armas, todas muy poderosas, aguardando

un cambio decisorio de la relación de fuerzas en las urnas o en los institutos armados.

— El diario El Debate definió ya su climax durante la redacción del segundo

borrador del texto constitucional, afirmando como portavoz de la Iglesia

que «la Constitución que se elabora... no es ni será nuestra, de los católicos». Y por los

mismos días el obispo catalán Isidro Goma —más tarde erigido en líder

del antirrepublicanismo militante— declaraba que la Constitución

equivalía a la «eliminación de Dios», verdadero sentimiento general en la

Iglesia, que resonaba el 29 de octubre en las palabras de Pío XI

refiriéndose a «la pobre y querida España» que en los últimos tiempos había

visto «desconsagrada la familia, desconsagrada la escuela: una verdadera desolación».

— En la Nota colectiva de los obispos de 25 de mayo de 1933 se denunciaba el

trato que se daba a la Iglesia «como un peligro de orden público», mientras que el 3 de

junio, en la encíclica «Di-lectissima nobis», el Papa pedía a sus fieles españoles que

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subordinasen «al bien común de la patria y de la religión todo otro ideal» con el fin de

alejar «los peligros que amenazan a la misma sociedad civil».

— El 12 de junio del mismo año, el cardenal I. Goma, Primado de España, publicó

su primera pastoral en la sede de Toledo, bajo el título Horas graves,

reclamando la unidad de los católicos para superarlas: «Si la nación —se

lee— dio el poder a quienes lo ejercen contra Dios, que se lo dé, cuando

pueda, a otros que legislen según la voluntad de Dios». El Cardenal no

escatimaba las viejas figuras hiperbólicas de la oratoria sagrada y decía que

la República había dejado «sueltos los siete pecados capitales para que

corrompan las conciencias y devasten las costumbres de nuestro

buenísimo pueblo».

— Ángel Herrera, hombre de Iglesia y de poder, toma la resolución de dotar

a los adversarios de la República laica de una fuerte estructura ideológica y

organizativa para luchar desde las instituciones, con el fin de minarlas y destruirlas

desde dentro. Crea en marzo de 1933 la Confederación Española de Derechas

Autónomas (CEDA), sobre la base de Acción Popular y sus juventudes (JAP) , la

Confederación Nacional Católico-Agraria, cuyo secretario, José María

Gil-Robles, representante político de Herrera, asumiría la presidencia, y

fundaba su mensaje de tinte corporativista sobre la defensa de la religión y la

propiedad privada, adquiriendo rápidamente el estilo de un caudillo que impulsaba

la disciplina, la educación paramilitar, el antiparlamentarismo, la jerarquización de la

sociedad, la negación de la democracia degenerada y la mística del jefe infalible. Junto a

este núcleo hegemónico fueron alineándose otras formaciones políticas y

sindicalistas, agrupadas todas bajo un techo político común constituido

sobre presupuestos antiliberales, católicos y monárquicos —o, al menos,

antirrepublicanos— (Figuero).

A mediados de octubre de 1933 se formó un frente único con participación de

Renovación Española, tradicionalistas, agrarios, cedistas y carlistas, que perseguía, sobre

todo, la unidad patria, la defensa de la propiedad y la revisión a fondo de la Constitución

laica y socializante. Su carácter contrarrevolucionario y veladamente fascista quedaba

al desnudo en la declaración que señalaba las metas de la inmediata contienda

electoral: «La candidatura de derechas —afirmó Gil-Robles— tendrá carácter de

coalición anti-marxista». Añadía que «la democracia no es para nosotros un fin, sino un

medio para ir a la conquista de un Estado nuevo»; y con la frase «Votemos para dejar de

votar algún día», la revista Acción Española sembraba un estremecimiento en el

corazón de todos cuantos conocieron el horror de la peste parda que comenzaba

a apoderarse de Europa. El 19 de noviembre, el centro-derecha barrió en las elecciones

—apoyado en el voto femenino, que acababa de establecer la República—, y el

hundimiento de la izquierda fue realmente espectacular. Empezaba lo que los

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historiadores identifican como el Bienio Negro de la Segunda República. A partir

de este momento, puede afirmarse sin exageración que el proyecto surgido en la mente

de los grandes estrategas de la demolición de la Constitución republicana de 1931,

sancionada y promulgada por las Cortes Constituyentes elegidas por sufragio

universal y compuestas por 397 diputados republicanos —de varias tendencias— y

40 diputados monárquicos, fue desarrollándose en las esferas política y militar. En esta

última, comenzó con un fiasco al fracasar el golpe militar dado por el general José

Sanjurjo el día 10 de agosto de 1932, cuyos escenarios fueron Madrid, Sevilla y Jerez

de la Frontera, con éxitos pasajeros y un brusco final al conocerse la

convocatoria de huelga general por la CNT. El cabeza del alzamiento militar

para restaurar la monarquía fue apresado en Huelva cuando intentaba cruzar la

línea fronteriza y condenado a muerte, conmutada por cadena perpetua. La

conspiración seguiría de modo intermitente, pero nunca desaparecida mientras los proyectos

iban creciendo en la órbita política en la forma que hemos apuntado, hasta llegar a la gran cita

electoral de 16 de febrero y 1 de marzo de 1936 con la clara victoria del Frente Popular por

266 escaños en las Cortes contra sólo 142 del gran Bloque católico-monárquico. Pero lo que

este último no logró en esas elecciones generales limpias, lo impuso por la fuerza

de las armas (de nuevo simbólicamente con Sanjurjo a la cabeza), pero solamente

tres años después de una cruenta guerra civil.

8. LA IGLESIA Y LA TRANSICIÓN PACÍFICA A LA REPÚBLICA DEMOCRÁTICA DE

1931

El general Dámaso Berenguer nombró en 1930 un gabinete para la

convocatoria de elecciones generales, pero su demora invalidó este plan de

normalización, con el que el Rey —que sólo podía contar con «la aristocracia

capitalista y el catolicismo tradicionalista» (Figuero)— especulaba para salvar su

trono. El 17 de agosto de ese año 1930, responsables de las organizaciones y

personalidades republicanas plasmaron un programa colectivo llamado Pacto

de San Sebastián. Se creó un Comité Revolucionario encargado de establecer

una República parlamentaria y laica. Junto a los católicos Aniceto Alcalá Zamora y

Miguel Maura, figuraban en él Alejandro Lerroux, Felipe Sánchez Román,

José Ortega y Gasset, Manuel Azaña y otros más (entre ellos Indalecio Prieto,

a título particular). Presidía Alcalá Zamora. El gabinete Berenguer/Aznar fue

sustituido el 14 de febrero de 1930 por otro encabezado por el almirante Juan

B. Aznar, que «concentró a los últimos interesados en mantener vivo el sistema

de la oligarquía y el caciquismo... Pero casi todo el mundo estaba ya en otra

cosa» (Figuero). El 15 de diciembre, Ortega había fijado la consigna en El Sol:

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«Delen-da est Monarchia!». Fransesc Cambó y el conde de Romanones apoyaron

la fórmula de celebrar, antes de las Constituyentes, elecciones municipales —con la

intención de garantizar para la monarquía ayuntamientos leales antes de la gran

consulta—; fórmula que prevaleció finalmente. Las elecciones municipales de 12

de abril de 1931 registraron el triunfo de las fuerzas de oposición en 41 de las 50

capitales españolas. «Por primera vez en España —resalta Figuero—, el go-

bierno era derrotado en unas elecciones.» Si bien en números absolutos los

concejales monárquicos superaron a los republicanos por el cómputo, aunque poco

fiable, en el espacio rural, ellos eran menos representativos de las metas políticas de

renovación y de progreso que exigía incluso la opinión más ilustrada e

independiente del «caciquismo». La lectura política mostraba que España quería ser

un país nuevo. Pese a la tentación alfonsina de golpe militar, aconsejado por Romano-nes el

rey abandonó finalmente Madrid. Aunque se habían anticipado ya varias ciudades,

la capital proclamó la República e izó su bandera en el Ealacio de Correos. Los miembros

del Comité Revolucionario formaron un gobierno provisional presidido por Alcalá

Zamora (Derecha Liberal Republicana), Maura, los radicales Lerroux y

Martínez Barrio, los socialistas Prieto, Fernando de los Ríos y Francisco Largo

Caballero, los radicalsocialistas Marcelino Domingo y Alvaro de Albornoz, el

catalanista Nicolau d'Olwer, el gallego Santiago Casares Quiroga y Manuel

Azaña (Acción Republicana). Este Gobierno inició sus tareas promulgando un

estatuto jurídico que proclamó la libertad de cultos, pero fue retirada en mayo por

decreto. Esquerra Republicana había proclamado la República Catalana el

mismo 14 de abril, pero luego se forzó la renuncia de Fransesc Maciá a la

secesión, y se transformó en Generalität de Cataluña.

Según el testimonio de Cipriano Rivas Cherif (Retrato de un desconocido. Vida

de Manuel Azaña, Barcelona, 1980), el nuncio Tedeschini visitó a Lerroux en

noviembre de 1930 para preguntarle sobre las intenciones del Comité

Revolucionario respecto de la Iglesia. El radical le señaló que nada más que su

separación del Estado, siempre que acatase el nuevo orden. Tedeschini instruyó a

los obispos para que así lo hiciesen respetuosamente. Sin embargo, el de

Tarazona, Isidro Goma, lamentaba, en escrito al cardenal Fransesc Vidal i

Barraquer, la suerte de la monarquía: «ni me cabe en la cabeza la

monstruosidad cometida». En su espíritu agresivo y fanático, agregaba que la

«revolución» era promovida «por la masonería y el bolchevismo ruso», que se

servían de «los elementos sociales y políticos menos estimables». El clima

anticlerical republicano era lógicamente abrumador; como comenta Figuero,

«demasiado para una Iglesia acostumbrada al privilegio». El cardenal Segura

rugía tanto que la Santa Sede acabó por indicarle su salida del país, después de

la ola de quema de establecimientos religiosos. El 14 de junio en la frontera el

vicario Mágica fue detenido por llevar una circular de Segura a los Prelados con

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la autorización vaticana para enajenar bienes eclesiásticos; y un informe jurídico de Martín

Lázaro, activista de Acción Católica, por el cual se procedería al efecto a través

de personas interpuestas que colocarían el dinero capitalizado en bancos

extranjeros mediante títulos de la deuda pública de países solventes.

Entre las varias medidas adoptadas por el Gobierno en su razonable

programa reformista, sistemáticamente obstaculizado por los afectados y

boicoteado por las instituciones y la prensa católicas, figura la reforma democrática

decretada por Azaña para las fuerzas armadas, ma-yoritariamente comprometidas

con el régimen borbónico; y el plan educativo de la juventud española, con un

altísimo porcentaje de analfabetos. Impulsado por Marcelino Domingo, el

Ministerio de Instrucción Pública inició una labor de grandes vuelos entre

1931-1933 que dejaría unas diez mil escuelas modélicas y siete mil plazas de maestros,

cuyos sueldos aumentaron sensiblemente. Se creó además el Patronato de

Misiones Pedagógicas orientado hacia el ámbito rural; dirigido por Manuel B.

Cossío, de la Institución Libre de Enseñanza, crearía cinco mil bibliotecas rurales.

El destructivo Bienio Negro frenaría esta prometedora política, vital para

nuestro pueblo.

9. LA SEGUNDA REPÚBLICA Y LA INSTAURACIÓN DEL LAICISMO

Pero la cuestión más ardua y que exigía una urgente y eficaz solución, como

dijimos, se refería al estatuto jurídico de la Iglesia y sus múltiples y numerosísimas

instituciones que, con su tupida red, ahogaba la posibilidad de que los

españoles se emancipasen del secuestro eclesiástico de sus fuentes. En un estudio

ejemplar por su objetividad y mesura, «La Iglesia española en la II República»

(Arbor, 426-427', de junio-julio de 1981), el benedictino Hilario Raguer analiza

meticulosa y luminosamente este problema crucial. Comienza advirtiendo que

«hay que reconocer que la cuestión religiosa no se la inventó la República, sino

que era un problema que venía de m u y lejos, agravado por el retraso en afrontarlo», pues era «una hipoteca pendiente de liquidación». En plena primavera trágica de

1931, respondiendo a una intervención de Ventosa Calvell sobre las

alteraciones del orden público, decía Manuel Azaña:

Se admiraba el señor Ventosa de algunas cosas que ocurren en nuestro país y

que no suceden en naciones extranjeras [...]. Señor Ventosa: yo sé poco, pero tengo el atisbo de que en estos países han ocurrido antes muchas cosas que en España no han sucedido todavía [...]. Por múltiples causas. O por falta de una clase media suficientemente liberal y vigorosa para llevar adelante la revolu-

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ción liberal del siglo pasado; o por la miseria económica de la inmensa mayoría de los españoles [...]. Si en España se hubiera hecho, como en ellos, la re-volución liberal del siglo XIX, ahora los trabajadores estarían luchando aquí con una burguesía fuerte, potente, productora, que habría impulsado el pro-greso español por los caminos por donde los ha impulsado la gran burguesía en los países europeos. Aquí de eso no ha habido apenas nada, y hemos pasado del régimen feudal, señorial, de las grandes casas históricas españolas venidas a decadencia, sin haber perdido el poder político y económico hasta que ha venido la República; hemos pasado, digo, a las primeras manifestaciones revolucionarias del proletariado que empuja hacia el poder

político, cosa extraordinaria que no ha ocurrido en ningún país más que en el nuestro.

Al término de esta larga cita, Raguer hace un apunte sustancial: «Esta revolución pendiente afectaba a la Iglesia —escribe— de modo especialmente sensible. La Iglesia española tuvo que afrontar de golpe, en los años de la

República, la revolución liberal y la revolución socialista, que los principales

países europeos habían encajado ya a fines del siglo XVIII o a lo largo del XIX (y

todavía habría que añadir la revolución anarquista...)», ha República se enfrentaba a la política reaccionaria de la dictadura, en la cual la Iglesia «se había caracterizado por el especial entusiasmo» y su adhesión; y el nada sospechoso

canónigo asturiano Maximiliano Arboleya señalaba que «tanta adhesión de los

elementos militantes del "clericalismo" al Directorio no ha de quedar impune».

Le dolía, como lo transmite Raguer sucintamente, «que los capitostes del catolicismo social español, pasados en masa al Directorio, en vez de promover una

política social valiente, la frenaran, de modo que tenían que ser los socialistas

quienes, contra los católicos, impusieran las aspiraciones que la escuela social

católica teóricamente defendía». Arboleya se lamenta, en definitiva, de que la

Iglesia solamente se preocupaba egoístamente de ver satisfechos sus propios

intereses: «[...] ver a la Iglesia en el honor, y a sus pastores justamente

reverenciados [...], es cuanto hay que pedir y que apetecer [...]», decían los

obispos.

Este diagnóstico coincide con el de los sacerdotes Vilaplana y Carreras,

enviados a Roma medio año después de la caída de la monarquía por el nuncio

Tedeschini y el cardenal Vidal i Barraquer, para informar a la Secretaría de

Estado. En su informe fechado en Roma el 1 de noviembre de 1931, escribían:

El oficialismo católico de España durante la monarquía, a cambio de innegables ventajas para la Iglesia, impedía ver la realidad religiosa del país y daba a los di-rigentes de la vida social católica, y a los católicos en general, la sensación de hallarse en plena posesión de la mayoría efectiva, y convertía casi la misión y el

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deber del apostolado de conquista constante para el Reino de Dios, para mu-chos, en una sinecura, generalmente en un usufructo de una administración tranquila e indefectible. El esplendor de las grandes festividades y procesiones, la participación externa de los representantes del Estado en actos extraor-dinarios del culto, la seguridad de la protección legal para la Iglesia en la vida pública, el reconocimiento oficial de la jerarquía, etc., producían una sensación espectacular tan deslumbrante que hasta en los extranjeros originaba la ilusión de que España era el país más católico del mundo, y a muchos, nacionales y extranjeros, les hacía creer que continuaba aún vigente la tradición de la incomparable grandeza espiritual, teológica y ascética de los siglos de oro.

Leyendo estos testimonios, ¡puede pensarse que están describiendo la

situación religiosa de la España actual...! Vilaplana y Carreras concluyen su

informe así:

No obstante, los que con juicio más clarividente y observación profunda co-nocían la realidad no temían confesar que, bajo aquella grandeza aparente, España se empobrecía religiosamente, y que había que considerarla no tanto como una posesión segura y consciente de la fe, sino más bien como tierra de reconquista y de restauración social cristiana. La falta de religiosidad entre las élites, el alejamiento de las masas, la carencia de una verdadera estructura de instituciones militantes, el escaso influjo de la mentalidad cristiana en la vida pública eran signos que no permitían una confianza firme.

Subraya Raguer que apenas quince días antes de la fecha de este informe,

Azaña había dicho en las Cortes: «España ha dejado de ser católica», en su discurso

del debate de la cuestión religiosa, en la noche del 13 al 14 de octubre de 1931.

Escribe el fraile benedictino con evidente exactitud que, «desgajada de su

contexto, la frase expresaría no una constatación de hechos —como realmente es, al

menos en la intención de su autor—, sino un programa de descristianización. Así

entendida, la frase constituía una justificación de la "Cruzada" de 1936, y a su vez la

"Cruzada" venía a ser un mentís a la frase de Azaña». Aunque Raguer no enuncia

aquí expresamente la conclusión, ésta es, claramente, que la supuesta «Cruzada»

no fue ni una justificación ni un mentís, pues la insurrección militar fue el instrumento

sangriento del bloque político reaccionario de la ultraderecha española integrada por la

aristocracia y la burguesía capitalistas, los exponentes del fascismo español

—falangistas y jonsistas—, los monárquicos carlistas y borbór-nicos y la Iglesia

católica —clero y seglares— como aglutinante ideológico fundamental y eficaz cobertura

tradicional del mantenimiento de la estructura de clases de la sociedad de «desiguales»

dispuesta por el Creador.

Raguer define sagazmente la intención de la intervención de Azaña, que no fue

otra que «no prosperase el proyecto socialista, que hubiera resultado mucho peor para la

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Iglesia»; y «no para oponerse a las enmiendas de los diputados católicos —de

antemano condenadas al fracaso, pues de los 448 diputados sólo había 60

firmemente decididos a defender las tesis confesionales—». Gobierno e Iglesia

«se esforzaron por evitar un conflicto, que a nadie convenía [...]. El 20 de

agosto se celebró una importante reunión del Consejo de Ministros, en la que

con un solo voto en contra (Prieto) se acordó "buscar una fórmula de

conciliación para resolver el problema religioso en el proyecto consti-

tucional..." [...]. A tal efecto, el 14 de septiembre, un mes justo antes del

famoso discurso de Azaña en las Cortes, se reunieron privadamente, en casa

del Presidente Alcalá Zamora, éste y el Ministro de Justicia, Fernando de los

Ríos, de parte del Gobierno, y el nuncio Tedeschini y el cardenal Vidal i

Barraquer, de parte de la Iglesia. Se trataba de dar una respuesta a la petición de

la Iglesia (atendiendo a una Nota reservada transmitida desde Roma) de si el

Gobierno podía ofrecer garantías, y cuáles serían éstas; y para ello se

formularon unos Puntos de conciliación, que de haberse logrado que fueran

respetados ante las

Constituyentes hubieran establecido un cauce legal y pacífico para el problema

religioso». Tedeschini y Vidal i Barraquer renunciaban a la tesis católica del Estado

confesional y a ciertos privilegios, y todo su esfuerzo se concentró en salvaguardar la

libertad de la Iglesia para su actuación pastoral, que entonces tenía como

principales instrumentos el culto, las instituciones religiosas y la escuela confesional

(aún no subvencionada). Agrega Raguer que, en cuanto a las congregaciones reli-

giosas, «los representantes de la República advirtieron lealmente que, dado el

ambiente imperante, no creían que en las Cortes se pudiera salvar a la Compañía

de Jesús. Esta reserva, y otra análoga de Fernando de los Ríos sobre el divorcio, no

podían ser aceptadas teóricamente por la jerarquía católica, pero no fueron

óbice para el acuerdo pragmático». Anticipemos ahora que la línea doctrinaria del

laicismo, que inspiraba a Azaña y a la mayoría de los constituyentes, imponía

lógicamente más que lo que concedían ambos prelados. Sabían aquéllos por experiencia

que la estrategia eclesiástica ha consistido siempre en contener al adversario en su primer

envite, y luego aplicar el arte de ganar tiempo, como un buen «corredor de fondo» que

espera su ocasión en los últimos metros de una carrera de desgaste. Azaña vio

claro: ahora o nunca. La Iglesia es un enemigo «total» de la libertad. Unas cuantas pe-

queñas «rebajas» del programa laicista —consustancial a la democracia republicana— no

hubieran mitigado in pectore el encono antirrepublicano de la Iglesia española, ni

habrían influido en el desenlace del proceso político, complejo y parcialmente

azaroso, que llevó al mencionado bloque a conseguir la destrucción de la República por las

armas. Para realizar este obsesivo designio cruento, la Iglesia resultó ser indu-

dablemente un factor necesario y relevante en el contexto multifactorial de la reacción

política extrema dirigida a una segunda versión de la dictadura primorriverista, pero esta vez

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333

en un baño de sangre y con los rigores del fascismo a la española, con la Iglesia en cabeza. El

moderantismo, cuando funcionó disociado de los derechos del pueblo, ha

conducido siempre a la muerte de la libertad.

Al lado de los apasionados juicios derogatorios de Gil-Robles y de Alcalá

Zamora sobre el discurso de Azaña, el cardenal Vidal i Barraquer reconocía,

informando a Pacelli, que era «el lazo de unión de los partidos republicanos

hacia una fórmula no tan radical como el dictamen primitivo». Azaña

convenció a los suyos de Acción Republicana para que votaran la nueva

redacción conciliadora y no la enmienda socialista, o sea, el antiguo proyecto, «y luego

convenció a los mismos socialistas, con lo cual la enmienda dura sólo fue

sostenida por los radi-calsocialistas». Como señala Raguer, los puntos de conciliación no eran en absoluto un acuerdo concordatario, sino un compromiso moral que no obligaba a todos, sino la decisión de influir para llevarlos a buen fin.

Sin embargo, «el ambiente anticlerical empeoró, y la Comisión redac-tora,

presidida por Jiménez de Asúa, presentó un proyecto cuyo artículo 24 (que

finalmente sería el 26) era muy fuerte. Decía, entre otras cosas: "El Estado disolverá todas las órdenes religiosas y nacionalizará todos sus bienes"». Y todavía

hubo intentos «más sectarios». Por fin, la Comisión decidió por 11 votos

contra 8 modificar el artículo 24 en sentido conciliatorio, pero los socialistas

disintieron y presentaron el antiguo proyecto como enmienda particular, respaldada también por los radicalsocialistas. Fue precisamente cuando esta

enmienda parecía que iba a triunfar cuando intervino Azaña con su

memorable discurso en favor del laicismo de Estado:

La premisa de este problema, hoy religioso, la formulo yo de esta manera: Es-

paña ha dejado de ser católica; el problema político consiguiente es organizar el Estado en

forma tal que quede adecuado a esta fase nueva e histórica del pueblo español [...]. Para

afirmar que España ha dejado de ser católica tenemos las mismas razones, quiero

decir de la misma índole, que para afirmar que España era católica en los siglos XVI y XVII [...] España, en el momento del auge de su genio, cuando España era

un pueblo creador e inventor, creó un catolicismo a su imagen y semejanza, en

el cual, sobre todo, resplandecen los rasgos de su carácter, bien distinto, por

cierto, del catolicismo de otros países, del de otras potencias; bien distinto, por

ejemplo, del catolicismo francés, y entonces hubo un catolicismo español, por las

mismas razones de índole psicológica que crearon una novela y una pintura y una moral españolas, en las cuales también se palpa la impregnación religiosa

[...]. Pero ahora, señores diputados, la situación es exactamente la inversa. Durante

muchos siglos, la actividad especulativa del pensamiento europeo se hizo

dentro del cristianismo [...], pero también desde hace siglos el pensamiento y la

actividad especulativa de Europa han dejado, por lo menos, de ser católicos; todo

movimiento superior de la civilización se hace en contra de éstos y, en España,

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334

a pesar de nuestra menguada actividad mental, desde el siglo pasado el

catolicismo ha dejado de ser la expresión y el guía del pensamiento español. Que haya en

España millones de creyentes, yo no os lo discuto; pero lo que da el ser religioso de un

país, de un pueblo y de una sociedad no es la suma numérica de creencias o de creyentes, sino el esfuerzo creador de su mente, el rumbo que rige su cultura.

El padre M. Batllori dijo que el discurso fue «duro en el tono, pero de

mucho mayor moderación que el texto del artículo 24», y la mejor ayuda a la

Iglesia en una coyuntura muy crítica. Consiguió dejar a los radicalsocialistas

relativamente aislados en esta batalla. Naturalmente, para hacer fracasar la

enmienda más dura, Azaña «tuvo que añadir a la propuesta moderada dos puntos

gravemente lesivos de la libertad de la Iglesia, que él presentó a las Cortes

como una exigencia de "saludpública" de la República: la disolución inmediata de la

Compañía de Jesús y la prohibición a toda orden religiosa de dedicarse a la enseñanza». La

segunda decisión era en aquellos momentos muy acertada en sí misma, pues

solamente limitando esta facultad de enseñar una religión intolerante y gobernada por un

sujeto soberano dentro de la comunidad internacional resultaba posible retirar a las

congregaciones católicas el estatuto de derecho público del que indebidamente se

aprovechaban a costa de la situación de competencia desleal con el Estado toda vez que

eran escuelas de pago para clases medias y clases altas; es decir, el más lucrativo negocio

ejercido en detrimento de una institución laica al servicio de todos los ciudadanos y de carácter

gratuito. El «laicismo» lo exigía, y era el único camino de igualdad para todos.

Nombrado arzobispo de Toledo, Isidro Goma, temible personaje por su

ciego sectarismo, que atribuía a los otros, reconocía, a su modo, la verdad del discurso

de la «descatolización real» de los españoles, al declarar en la primera pastoral

mencionada, Horas graves, aludiendo a la frase de Azaña, que «nos atrevemos a

señalar como primera de ellas (causas internas de la ruina de la Iglesia

española) a la falta de convicciones religiosas de la gran masa del pueblo cristiano [...]. A la

roca viva de nuestra vieja fe ha sustituido la arena móvil de una religión de cre-

dulidad, de sentimiento, de rutina e inconsistencia». Y en la pastoral de la posguerra

—prohibida por el Gobierno—, Lecciones de la guerra y deberes de la paz, de 8 de

agosto de 1939, afirma que «es un hecho innegable que en España, en los últimos

tiempos, la cátedra y el libro han sido indiferentes u hostiles al pensamiento cristiano».

10. LA LEGITIMIDAD DEMOCRÁTICA DE LA SEGUNDA REPÚBLICA

Con más del 70 por ciento del censo, el 28 de junio de 1931, las elecciones para

Cortes Constituyentes dieron la victoria a la coalición republicano-socialista. El PSOE

obtuvo 116 diputados, los radicaIsocialistas con 56, los catalanes de Esquerra con

36, Acción Republicana con 26, los gallegos de ORGA con 15, la Agrupación al

Servicio de la República con 16, y los federales y los extremistas con 14, formando

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así una izquierda con 279 escaños; en el centro, los radicales con 90 diputados, la

Derecha Eiberal Republicana con 22, los Eiberal Demócratas con 4, y la Eliga

Regionalista con 2, totalizando un proteico grupo de 118 escaños; la llamada derecha

agraria totalizaba 26 escaños (cinco de Acción Nacional incluido Gil-Robles, y cuatro

sacerdotes), liderados por el ex canalejis-ta José Martínez de Velasco. La minoría

vasco-navarra sumó 14 escaños. Así, la mayoría total en favor de la República sumó

397 escaños, y los monárquicos sólo 45. La Cámara se inauguró el 14 de julio y

eligió a Julián Besteiro como presidente, y a Luis Jiménez de Asúa, de la

Comisión Constitucional. Se llamó a esas Cortes la República de los profesores (64

catedráticos y 47 escritores y periodistas figuraban en sus filas).

Hemos visto que el debate principal y más significativo se centró en las

relaciones entre la Iglesia y el Estado, y enseguida se hizo evidente que las

expectativas de los obispos de mantener sus trasnochados privilegios eran

muy poco realistas. La propuesta de un Estado laico resultó aplastante, pues

llegaba pasada de fecha y era inaplazable. El primer anteproyecto constitucional

fue inmediatamente rechazado por su moderación, y se elaboró otro más

radical. Desde su nacimiento, el catolicismo español —férreamente integrista y

superpapista—, anatematizó el régimen republicano y sus postulados. Fernando de los

Ríos, con su equivocado empeño de atemperar el justificado anticlericalismo

excitaba los ánimos de su partido, cuyos jóvenes difundieron pasquines como

este: «Si las Cortes Constituyentes no expulsan a las órdenes religiosas, la República

burguesa no habrá valido ñipara eso y habrá fracasado por completo». Y Alvaro de

Albornoz, como la voz del radicalsocialismo, definió en la Cámara a la Iglesia,

y con sobrada razón, como «el enemigo irreconciliable de nuestros sentimientos y nuestras

ideas». No obstante, como destaca Figuero, en un partido cada vez más reformista,

sólo contados radicales defendieron la disolución de las órdenes religiosas y la

incautación de sus bienes, y la Agrupación al Servicio de la República auspició

la simple separación entre la Iglesia y el Estado, y la laicidad de éste.

Conocemos ya el desarrollo de los eventos que cristalizaron en la fórmula

azañista, situada en la mediana entre los extremos, pero suficiente para calificarla de

laicista, como lo requería una Constitución genuinamente «republicana». «Con la

significativa inhibición de los radi-calsocialistas, insatisfechos por la

proposición; de varios diputados de la Agrupación al Servicio de la República,

escandalizados por su osadía, y de Lerroux, que se escabulló de la votación (no

así su segundo, Martínez Barrio, que se manifestó a favor), y la oposición de los

agrarios, vasconavarros y católicos liberales, como Alcalá Zamora, Maura, el

gallego Otero Pedrayo o el catalán de Unió, Carrasco i Fromiguera, educado

en los jesuítas como Gil-Robles, el día 14 de noviembre de 1931 se aprobó lo que

sería el artículo 26 de la ley fundamental» (Fi-guero). Dicho artículo establecía:

«Todas las confesiones religiosas serán consideradas como Asociaciones

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336

sometidas a una ley especial. El Estado, las regiones, las provincias y los

municipios no mantendrán, favorecerán ni auxiliarán económicamente a las

Iglesias, Asociaciones e Instituciones religiosas. Una ley especial regulará la

total extinción, en un plazo máximo de dos años, del presupuesto del clero.

Quedan disueltas aquellas Qrdenes religiosas que estatutariamente impongan,

además de los tres votos canónicos, otro especial de obediencia a autoridad

distinta de la legítima del Estado [Compañía de Jesús]. Sus bienes serán

nacionalizados y afectados a fines benéficos y docentes». Para las demás órdenes

religiosas disponía la redacción de una ley especial votada por estas mismas

Cortes Constituyentes y ajustada a las siguientes bases:

1.a Disolución de las que, por sus actividades, constituyan un peligro para

la seguridad del Estado.

2.a Inscripción de las que deban subsistir, en un Registro especial

dependiente del Ministerio de Justicia.

3 .a Incapacidad de adquirir y conservar, por sí o por persona inter-

puesta, más bienes que los que, previa justificación, se destinen a su

vivienda o al cumplimiento directo de sus fines privativos.

4 .a Prohibición de ejercer la industria, el comercio o la enseñanza. 5.a

Sumisión a todas las leyes tributarias del país.

6.a Obligación de rendir anualmente cuentas al Estado de la inversión de

sus bienes en relación con los fines de la Asociación. Los bienes de

las órdenes religiosas podrán ser nacionalizados.

Todo lo dicho ha sido ineludible para comprender correctamente y legitimar el

riguroso estatuto jurídico diseñado para las órdenes e instituciones religiosas por la

Constitución, y las causas y las finalidades de tal rigor, que están en dependencia íntima

con la amarga y peculiarísi-ma experiencia histórica de su nociva función en la

malformación mental, psicológica e ideológica de los españoles, derivada de la intolerancia y el

dogmatismo que caracterizan la naturaleza teórica y práctica de la fe católica y de su Iglesia.

La idea originaria de esta Iglesia como institución creada por el único Dios

«verdadero», e investida, como su representante en la Tierra, de la suprema

potestas y de plenos poderes (plenitudo potestatis) al servicio de la difusión universal de la

Verdad absoluta, infalible y definitiva —como expliqué en los apartados 1 y 2—

condujo a esa inquebrantable voluntad de dominación y de proselitismo. Las

particularidades de la Historia de España han permitido a la Iglesia subsumir siempre

al Estado en su espacio de poder, en toda la medida de sus posibilidades, y, en ciertas

épocas, subordinarlo completamente. En todo el curso de esa infortunada historia

peninsular, la Iglesia española, hasta hoy mismo, ha actuado como un gigantesco

cefalópodo con innumerables y poderosos brazos tentaculares, a saber, sus

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337

órdenes, congregaciones y demás instituciones religiosas —desde el Papado hasta el cura

de la última parroquia—, posesionándose así de la enseñanza general y del

adoctrinamiento ideológico de la juventud. Esta estructura envolvente de toda la población en

todos sus niveles sólo podía romperse, para emancipar a los ciudadanos,

mediante medidas muy drásticas del poder político. La República pudo hacerlo, y ganó

así la permanente gratitud de los españoles amantes de la libertad. La prohibición

que se impone a las órdenes o congregaciones religiosas respecto de la

población en general, y fuera de sus cenobios o sus templos, era, y sigue

siendo, una decisión previa, sabia e indispensable para acceder a una situación efectiva de

laicismo genuino, que es mucho más que lo que expresa el concepto de laicado o

laicidad que utiliza hoy la Iglesia, a la desesperada, para confundir las mentes y

mantener su dominación con nuevas y fraudulentas estrategias.

El artículo 26 se inserta en un nítido contexto laicista. El artículo 3 declara

que el Estado español «no tiene religión oficial», disposición clara, pero que

sería más adecuada si se suprimiese el adjetivo «oficial», pues las personas

jurídicas privadas ontológicamente de «conciencia», no pueden tener religión

alguna. El artículo 25 dice que «no podrán ser fundamento de privilegio

jurídico: la naturaleza, la filiación, el sexo, la clase social, la riqueza, las ideas

políticas, ni las creencias religiosas. El Estado no reconoce distinciones y

títulos nobiliarios». El artículo 27 establece «la libertad de conciencia y el

derecho de profesar y practicar libremente cualquier religión en el territorio

español, salvo el respeto debido a las exigencias de la moral pública [...]. Todas

las confesiones podrán ejercer sus cultos privadamente. Las manifestaciones

públicas del culto habrán de ser, en cada caso, autorizadas por el Gobierno».

El artículo 34 dispone que «toda persona tiene derecho a emitir libremente sus

ideas y opiniones, valiéndose de cualquier medio de difusión, sin sujetarse a la

previa censura...». El artículo 38 dice que «queda reconocido el derecho de

reunirse pacíficamente y sin armas. Una ley especial regulará el derecho de

reunión al aire libre y el de manifestación». Por el artículo 39, «los españoles

podrán asociarse o sindicarse libremente para los distintos fines de la vida

humana, conforme a las leyes del Estado...». El importante artículo 48 enuncia

principios y reglas precisas para asegurar la democracia laicista: «El servicio de la

cultura es atribución esencial del Estado, y lo prestará mediante instituciones

educativas enlazadas por el sistema de la escuela unificada. La enseñanza

primaria será gratuita y obligatoria. Los maestros, profesores y catedráticos de

la enseñanza oficial son funcionarios públicos. La libertad de cátedra queda

reconocida y garantizada. La República legislará en el sentido de facilitar a los

españoles económicamente necesitados el acceso a todos los grados de en-

señanza, a fin de que no se hallen condicionados más que por la aptitud y la

vocación. La enseñanza será laica, hará del trabajo el eje de su actividad

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338

metodológica y se inspirará en ideales de solidaridad humana. Se reconoce a las Iglesias el derecho, sujeto a inspección del Estado, de enseñar sus respectivas doctrinas en sus propios establecimientos». Estos principios y reglas se completan con una

norma fundamental para la garantía y funcionamiento de un sistema jurídico laico de neutralidad ideológica que permita a todos los ciudadanos su plena libertad de conciencia y su ejercicio apoyándose, como soporte fundamental, en el libre uso

de la razón. El artículo 49 estatuye que «la expedición de títulos académicos y

profesionales corresponde exclusivamente al Estado, que establecerá las

pruebas y requisitos necesarios para obtenerlos aun en los casos en que los

certificados de estudios procedan de centros de enseñanza de regiones

autónomas. Una ley de Instrucción Pública determinará la edad escolar para

cada grado, la duración de los periodos de escolaridad, el contenido de los

planes pedagógicos y las condiciones en que se podrá autorizar la enseñanza

en los establecimientos privados». La Constitución republicana fue sancionada en su

totalidad el 9 de diciembre de 1931.

Al mismo tiempo que Alcalá Zamora ocupaba la Presidencia de la

República, el poder ejecutivo fue encabezado por Azaña, que se había

convertido en la primera figura política del nuevo régimen y el mejor

intérprete del carácter y fines de la República laica y democrática. Sobrepasa la

intención y obligado límite de mi trabajo describir el desarrollo de la vida

política de la República. La conspiración latente de la jerarquía eclesiástica y de la

ultraderecha española para derribarla y restaurar una monarquía católica autoritaria

encontró en ciertos errores de gestión del republicanismo y, sobre todo, en las grandes

dificultades de articular una «revolución burguesa» con una «revolución social avanzada»,

una situación propicia para conspirar, concertar y ejecutar una cruenta insurrección

militar contra el régimen constitucional republicano, el cual, en una ardiente campaña

para elegir unas nuevas Cortes generales, el 16 de febrero y el 1 de marzo de

1936, fue refrendado masivamente con la pública afirmación de la legalidad republicana.

Como escribe Javier Figuero: «con gran sorpresa de los católicos, cuyo

Primado pidió el voto para los contrarrevolucionarios, el resultado electoral

volvió del revés la situación política. El frente Popular lograba 266 escaños, de los

que 87 eran para los socialistas, 81 para Izquierda Republicana [Azaña], 35

para Unión Republicana, 20 para Esquerra y 15 para los comunistas, que

afianzados en lo institucional iniciarían un crecimiento espectacular. De uno u

otro modo todos los partidos habían hecho campaña anticlerical y ridiculizado

el confesionalismo de derechas». La derecha se quedó con un total de 142 escaños.

Falange no tuvo representación. El Centro Democrático de Pórtela Valladares

obtuvo 25 diputados, la Lliga sólo 11, el PNV 9, y los radicales 8. Pero con sus

cañones, sus fusiles y sus bayonetas, los enemigos de la libertad y la igualdad, y de sus garantías

en una República laicista, acabarían suprimiendo por las armas, con la bendición de la Iglesia

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339

católica, apostólica, romana, a los ciudadanos leales a la Constitución. La derrota de

febrero-marzo de 1936 fue respondida por los antirrepublicanos de todos los

colores con la insurrección militar y la Guerra Civil.

La gran derecha española percibió inmediatamente la envergadura política

y la autoridad moral de Manuel Azaña, cualidades que ya se manifestaron con

brillo en la fórmula de relativo compromiso —sin exceder los límites de

concesión que podían consentir los postulados de la concepción genuina del

sistema laicista que él conocía como nadie— del artículo 26 y concordantes del

texto constitucional; y, con la habitual ingratitud que la caracteriza, la Iglesia se

puso a la cabeza de la campaña de descrédito lanzada contra él incluso por un

no escaso número de republicanos —entre ellos, bastantes de los firmantes del

histórico Pacto de San Sebastián, José Ortega y Gasset de modo conspicuo—.

Se alegó que era jacobino y déspota, olvidando que la República tuvo enfrente

desde el primer día a todo el entramado tiránico que mantuvo a España

sometida a la autocracia monárquica, militarista, golpista, oligárquica, clasista y

ultramontana, que sólo esperaba el momento propicio para darle la vuelta

enteramente a la situación. Los pretextos para esta repelente campaña fueron

la supuesta dureza de la indispensable L e y para la Defensa de la República y el

confuso y sangriento incidente de Casas Viejas. Pero lo que latía en el fondo

era la proverbial envidia o despecho que ha generado el ancestral cainismo

hispánico. La situación exigía la mano firme de un político con su temple y

excepcional lucidez. El sinuoso y acomplejado Alcalá Zamora apartó al

insustituible Azaña, abriendo la puerta en 1932 a un político marrullero y

moralmente indeseable, Alejandro Lerroux, y seguidamente a ese vasallo del

Altar —Duce frustrado— que se llamaba José María Gil-Robles. Entre los tres

personajes se inició, en el curso del Bienio Negro que siguió, la metódica demolición de la

República.

Pero hablemos concisamente del laicismo. En 1838, el pensador helvético

Alexandre Vinet, epígono de la línea teológica que va de Schleiermacher a

Sabatier, formuló en su Essai sur la manifestation des convictions lo que yo llamo

teorema del laicismo: sólo los individuos humanos poseen consciencia, y por

consiguiente pueden pensar, reflexionar, creer, amar, tener sentimientos

religiosos o no tenerlos. Las colectividades o las sociedades no tienen, como tales,

ideas, creencias o sentimientos religiosos o de cualquier otra naturaleza, pues

no poseen consciencia. Si las sociedades tienen religión propia, no podrán tenerla

los individuos, y lo mismo sucederá a la inversa. Sólo son imputables jurídicamente o

moralmente los individuos, porque sólo ellos son, en cuanto conscientes, sujetos de deberes o de

derechos. Las sociedades son el producto convencional de una fictio iuris, fundada

en una fictio mentís, de tal modo que son en último término los individuos los sujetos

auténticos de los derechos o deberes atribuidos a las sociedades. El locus naturalis de la

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consciencia —en los seres humanos llamada auto-consciencia en su nivel

reflexivo más alto—, por la cual nos constituimos con exclusividad como

individuos humanos, es la sede de la libertad; y, en consecuencia, la «libertad de

consciencia» (ontológicamente, psicológicamente, cognitivamente y

moralmente) es la raíz y fundamento natural de todos los derechos humanos —y ningún

otro referente o instancia de orden trasnatural—. Los sentimientos o creencias

de orden religioso o, de su contrario, de orden irreligioso, nacen en el ámbito íntimo

de la consciencia, es decir, pertenecen constitutivamente al ámbito de la privacidad, que es

intangible por exigencia ontológica (res privata). Por el contrario, las ideas,

creencias o sentimientos de orden convivencial, social, civil o público (res

publica) nacen y pertenecen, por vía secundaria, indirecta y convencional, al ámbito de lo

colectivo. El principio filosófico-jurídico axial del laicismo es el postulado de se-

paración estricta entre el «ámbito de lo privado» y el «ámbito público», y su regla básica, la

rigurosa no interferencia de la acción de un ámbito en la acción del otro, y la de éste en la de

aquél.

El concepto y la función del laicismo son el fruto maduro de una

civilización, la civilización occidental—originalmente europea, más tarde

transatlántica— en el curso de la cual la cuestión de las libertades se convirtió —por la

acción conjunta de factores peculiares de nuestro continente, de orden

económico, social, político, religioso, ideológico— en el eje de su dinámica histórica

orientada hacia la liberación de los subditos en su paulatina conversión en ciudadanos.

Mientras los pueblos del mundo iban estructurando su vida histórica en unas

cuantas unidades políticas y culturales en las que su respectiva religión constituía una

dimensión esencial de las mismas, el poder era un fenómeno eminentemente homogéneo

y unitario que no ofrecía resquicios para significativas escisiones ideológicas, y

los individuos no se constituyeron desde su propia particularidad y como tales

en protagonistas históricos del progreso de sus pueblos. Las insurrecciones,

sublevaciones, revoluciones sólo eran —en sus escasas emergencias— fiebres

pasajeras de su permanente y normal sujeción. Marx habló ocasionalmente del

modo asiático de producción —suscitando serias polémicas teóricas sobre esta

categoría, no sólo socioeconómica sino también ideológica— para entender

estas grandes entidades civilizadoras eminentemente «orientales», si bien se

dieron también en la América del cordón andino precolombino. Con la ruptura

ideológica helénica y su subsiguiente expansión en el mundo romano, el destino histórico de

Europa comenzó a tomar un nuevo rumbo, inicialmente con las novedades de

la polis, y luego de la civitas. Sus ciudadanos empezaron a reclamar sus libertades

sobre el suelo firme del trabajo de esclavos. Ni las religiones de las ciudades-estado

pasaban de ser sino mitificaciones po-tenciadoras de su respectiva unidad

interna, ni funcionaron jamás como intolerantes formulaciones dogmáticas de los

misterios de un mundo divino y sobrenatural. Solamente la irrupción en el orbe imperial

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romano de un híbrido religioso de semitismo y helenismo llamado Iglesia católica alteró

radicalmente los fundamentos del poder: desde entonces, un fanatismo dogmático

como expresión de una extraña Revelación de un Dios celoso superior a todos los dioses y que

habitaba en un trasmundo incognoscible, fue predicado como autor de un novísimo mensaje

universal codificado en un Libro sagrado que explicaba los misterios de su Creación, incluida

la especie humana. Cuando un emperador romano en riesgo de perder su mando

decidió asumir ese mensaje religioso y asociarlo a su poder, el futuro de

Europa quedó tímida y silenciosamente predeterminado por el arranque de una

nueva era en la historia mundial. La fusión teocrática de religión y política destruyó los

fundamentos del paganismo. Aunque la Iglesia reclamó la suprema unidad de poder,

la tradición doctrinal grecorromana y la práctica política en la Antigüedad clásica

impidieron esa arrogación eclesiástica. La Iglesia hubo de contentarse con la

retórica moral de las dos espadas y la dualidad de poderes. El Medievo presenció las

luchas del Pontificado con los Príncipes cristianos que, palmo a palmo,

conquistaron su poder efectivo, relegando progresivamente al olvido la idea del

derecho divino de los reyes, y, en el campo de la Reforma, el lema cuius regio ejus religio.

El absolutismo monárquico aún se sirvió de estas ficciones, pero el vendaval de la

Ilustración convirtió esas reliquias teológicas en piezas de museo. El

democratismo de la Revolución francesa, el liberalismo de la Revolución inglesa,

los grandes promotores del individualismo filosófico y político, y la fibra romántica de

la teología alemana del sentimiento, fueron los grandes propulsores de la noción de

libertad de la conciencia individual como núcleo filosófico del liberalismo del que

nació y se nutrió el concepto teórico y la práctica del laicismo como conjunto de

postulados indisociables del crecimiento de una consciencia libre, requisito sine

qua non de todas las libertades del individuo. Esta decisiva conquista intelectual y

política definida como supremacía de la «libertad de conciencia» sobre todo otro

poder es el signo y la nota distintiva de Occidente como cuna de la doctrina de los

derechos humanos, en cuanto baluarte de la rigurosa igualdad y libertad individual

en la res publica que exige nuestro tiempo. Lo demás es oscurantismo y discriminación.

El postulado de estricta no interferencia de lo privado en lo público, y viceversa, requiere

que el Estado, o cualquier poder político, debe irrenunciablemente emanar de

la voluntad de los ciudadanos en cuanto individuos, y abstenerse rigurosamente, y

sin excepción, de financiar, subvencionar o ayudar a las asociaciones religiosas confesionales

—que no otra cosa son las Iglesias y demás congregaciones religiosas—, desviando el

dinero público hacia fines privados; y que a estas «asociaciones de creyentes» no se

les permita que invadan los poderes y competencias del Estado en su beneficio

particular. Al mismo tiempo, que no se atribuya a esas asociaciones de creyentes

más que el «estatuto jurídico civil de derecho común», sin competencia ninguna de derecho

público, sin privilegios, concesiones o discriminaciones de ningún tipo. La separación entre las

Iglesias o congregaciones religiosas y el Estado no admite que cualquiera de

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342

ellas pueda recabar u obtener ninguna forma de cooperación. El Estado deberá

limitarse a protegerlas en su existencia legal, como lo hace con cualesquiera otras

asociaciones civiles de derecho privado. El laicismo no es enemigo de ninguna religión,

sino que las ampara a todas por igual, dentro de su propio ámbito jurídico común. La Iglesia

católica es la única religión inconciliable con el «laicismo», por dos motivos: porque

invoca su pretensión arbitraria de haber sido instituida por Cristo, Hijo de

Dios, como sociedad perfecta, infalible y soberana, superior a todos los Estados en los

asuntos espirituales; y porque es la heredera y continuadora de la soberanía del sucesor de

Pedro reconocida por la comunidad de sujetos soberanos de las naciones. Este título histórico

de reconocida soberanía de la Santa Sede no podría serle arrebatado por

ningún poder terreno, pues es divino. En consecuencia, sus órganos de acción

en todo el mundo (di-casterios y tribunales vaticanos, diócesis episcopales,

parroquias, órdenes o congregaciones religiosas) son entes de Derecho Público

cuyas competencias tendrían que reconocerlas los Estados. La enseñanza, en

general, y la docencia del depósito de la fe revelada en particular serían derechos

inalienables. Precisamente por el grave peligro que estas infundadas pretensiones

representan para la libertad de conciencia de sus ciudadanos, ningún Estado

democrático y justo podrá jamás aceptarlas en las sociedades libres y secularizadas. La

Constitución republicana de 1931 y la Ley de Congregaciones Religiosas de 17 de mayo de

1933 representan un paradigma del laicismo, que fue la primera víctima de la barbarie

franquista; y que la fraudulenta Monarquía Parlamentaria de 19'/7 8 ha repudiado al

seguir acatando el Concordato franquista de 1953, anticonstitucionalmente acomodado al

gusto de la Iglesia en virtud de los Acuerdos de 1976 y 1979, más la Ley de Libertad

Religiosa de 1980, cínicamente inconstitucional también. Remito al lector a mis análisis

en «Fundamentalismo, Laicismo y Tolerancia» (capítulo 6 de Ateísmo y

religiosidad, 1997); «El laicismo, principio indisociable de la democracia»

(capítulo 22 de La andadura del saber, 2003); y «Del confesionalis-mo al

criptoconfesionalismo. Una nueva forma de hegemonía de la Iglesia» (capítulo

26 de Elogio del ateísmo, 1995).

11. LA EXTINCIÓN DE LA DICTADURA FRANQUISTA Y LA SEDICENTE

«TRANSICIÓN A LA DEMOCRACIA»

Instaurada una dictadura militar, y transcurridos «mentalmente» cuarenta años

de dominación incontestada de la derecha más dura en simbiótica alianza con

la Iglesia católica, llega al fin la muerte del dictador. Agotada toda posibilidad

de prolongar aquel régimen político escandalosamente antidemocrático, se

planteó el problema de su sucesión. ¿El alumbramiento de un Estado de nueva planta y de

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343

raíz genuinamente democrática y popular, o un heredero investido ante mortem por el dictador,

previo escalofriante y solemne juramento de lealtad al muerto y de fidelidad al edificio

institucional de la dictadura, incluido el nacionalcatolicismo?... En esta crucial

coyuntura nacional, todos los ciudadanos alineados en posiciones

antifranquistas e inequívocamente democráticas asistimos expectantes y

convencidos de que si las organizaciones y los partidos políticos se mantenían firmes en

sus principios y compromisos con sus seguidores, dentro y fuera de la militancia, y no los

traicionaban, la instauración de un Estado democrático con sus mecanismos y en sus genuinos

fundamentos sería, no solamente factible, sino imparable y segura, porque se trataba sólo de

una cuestión de paciencia, honestidad política y unión. La opinión pública adversa al

franquismo así lo exigía.

Los pasos inmediatos y exigibles resultaban de incuestionable evidencia: devolver

la soberanía política al pueblo y su ejercicio directo mediante las instituciones umversalmente

consagradas por la unánime doctrina jurídica y por la práctica general (Alemania, Italia,

Grecia, Portugal); restaurar la legalidad republicana de 1931, para nombrar un Gobierno

Provisional de juristas y políticos de prestigio e indubitables convicciones democráticas,

encargado de preparar y convocar una consulta popular y vinculante con una pregunta sobre

la opción República o Monarquía; legalizar y garantizar la legitimidad de los partidos

políticos con el fin de poder asegurar su competencia democrática, antes de iniciar la campaña

conducente a la expresión de la ciudadanía en la subsiguiente consulta plebiscitaria sobre la

forma de gobierno; y la apertura de todos los medios de comunicación pública para todas las

organizaciones sociales y políticas que previamente aceptaran dicha consulta.

Pues bien, nada de esto se hizo, sino radicalmente lo contrario: comenzaron unos

y otros a conspirar, amparados por los resortes de la impunidad política

gubernamental y el secreto de los despachos, siempre de espaldas al pueblo y a

la opinión pública, para pactar, entre los que ya lo tenían y los que querían entrar

en el disfrute del poder, fórmulas de su reparto secuestrando una vez más la voluntad

popular de decidir libre y democráticamente su destino. A este incalificable despojo de la

soberanía política de la ciudadanía se ha llamado «proceso de transición a la democracia»,

como si lo que comienza antidemocráticamente y se prolonga del mismo

modo pudiera jamás conducir a lo que se empieza negando: la democracia política

y su sistema jurídico de garantías de la representación popular directa por sufragio universal

entre iguales y libres. En mi ensayo sobre esta «transición», titulado, por razón de

la forma en la que vio la luz, «Del confesionalismo al cripto-confesionalismo.

Una nueva forma de hegemonía de la Iglesia» (en la obra colectiva La influencia

de la religión en la sociedad española, Madrid, 1994, pp. 81-146; y reeditado en mi

libro Elogio del ateísmo, 1995, pp. 330-392) están las líneas básicas de mi crítica

de esta operación política. Ahora deseo ahondar en algunos puntos de este asunto

«enorme» (en el sentido original de «perverso, torpe», DRAE).

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344

12. DE NUEVO LA MONARQUÍA BORBÓNICA: EL VIAJE DE LA ILEGALIDAD A

LA ILEGITIMIDAD

La instauración de la pseudodemocracia que hoy padecemos en este país careció,

hablando con rigor teórico y jurídico —lo que falsean quienes nos

gobiernan—, de un «proceso constituyente democrático» en cuanto que conditio sine qua non

de un auténtico sistema de representación democrática de la soberanía popular, por ejemplo,

como el que condujo rigurosamente a la Constitución de 1931 que inauguró la

Segunda República española. La Ley de Reforma Política (LRP) de 1976, en su

fundamento y su forma, fue una «carta otorgada» por el Rey franquista y negociada con

caciques políticos al amparo del poder regio, unos ya instalados en los mandos del gobierno y

otros ansiando compartirlos de la manera más beneficiosa posible para sus intereses y los de sus

respectivos séquitos. Podo se hizo clandestinamente en el secreto de los despachos o en los

reservados de restaurantes y cafeterías, en la más absoluta lejanía de la opinión pública, en

términos de calculada simulación de los cánones de la germina representación política ciudada-

na, y en la ignorancia de lo que se estaba urdiendo en los arcanos del poder. Y se ofreció

como un «o esto o nada».

Los protagonistas reales o formales de este atropello político fueron el rey

Juan Carlos, los procuradores en Cortes y los consejeros nacionales del

Movimiento, los miembros de los Consejos del Reino y de Regencia, así como

los caciques políticos de partidos de derecha o izquierda, que no ostentaban la

auténtica representatividad democrática de los mismos. Y también, last but no

least, la Iglesia católica y sus obispos. Ausentes, los muchos millones de ciudadanos,

convenientemente dormidos, adormilados o atemorizados por todos los medios de comunicación

de alcance nacional y sus colaboradores regionales. Los ciudadanos, inermes contra el engaño

y la mentira. Desde el punto de vista formal, la LRP descansa en una flagrante

«ilegalidad» perpetrada por la violación abierta de los respectivos juramentos de lealtad y

fidelidad al entramado institucional vigente, del que derivaban sus correspondientes títulos,

tanto para el monarca como para los representantes de la dictadura franquista. Veamos

algunas dimensiones de esta inhabilitante ilegalidad.

Para seguir la génesis del perjurio silencioso, Figuero nos recuerda

oportunamente que «obligado a hacer concesiones [añado yo, ante el clamor

popular], el gobierno consiguió ese mes [mayo de 1976] el visto bueno de las

Cortes a la Ley Reguladora del Derecho de Reunión [una norma fundamental y

clave], que exigía autorización oficial para convocatorias abiertas y

comunicación a las autoridades para las cerradas, y en junio, a la Ley del Derecho

de Asociación, que permitía su legalización en Gobernación, fuera, pues, del

ámbito del Movimiento. Defendida en el hemiciclo por Suárez, ésta hubiera

Page 345: Puente Ojea - Vivir en La Realidad

345

exigido de una reforma previa del Código Venal que "descriminalizase" (sic) la libre afilia-

ción política, pero el ejecutivo retiró el proyecto por temor al rechazo de los

Procuradores» (p. 483). Como puede verse, cada uno aún se tentaba la ropa. Pero

«ante el Parlamento de Estados Unidos, Juan Carlos hizo en el mismo mes de

junio en Washington una apuesta inequívoca por la democracia. Poco antes

había utilizado la revista norteamericana Newsweek para tachar de "an unmitigated

disaster" (un desastre evidente) a su primer ministro [Arias Navarro, éste sí

insobornable], que dimitió el 1 de julio» (ibidem). Pocos días más duró la

incorruptibi-lidad política de los demás concernidos, lo cual permitió «el primer éxito en

el interior de Suárez» —se entiende, del monarca—, y éste «fue la aprobación por

las Cortes de la Reforma del Código Penal, que descriminalizaba la libertad de reunión,

manifestación y asociación, y de la amnistía anunciada el 31 de julio, que excluyó

delitos de sangre» (p. 484). El Rey y los Procuradores habían cruzado así el Rubicán.

«El 8 de septiembre el mandatario se reunió con los altos mandos del ejército y

les expresó sus planes de reforma, que pasaban por la legalización de los

partidos, con exclusión del PCE y de los sindicatos a su izquierda, y por la

negociación con los sindicatos clandestinos. Incapaz de asimilar el cambio, el

21 dimitió el vicepresidente militar, general De Santiago, sustituido por el

liberal del mismo grado Gutiérrez Mellado. A partir de agosto, el presidente se

encontró de manera discreta con líderes de la oposición [es un decir, pues casi

todos escribían ya al dictado de los Estados Unidos, del Reino Unido y de la

RFA] como los socialistas González y Tierno, el democristiano Ruiz Jiménez o

el nacionalista Pujol, e inició contactos interpuestos con el comunista Carrillo»

(ibidem). El perjurio quedaba consumado.

Para comprender bien la magnitud, el significado y las consecuencias jurídicas y

morales del perjurio perpetrado por el monarca y por los procuradores en

Cortes y los consejeros del Movimiento Nacional, es menester reflexionar sobre

los rasgos de esa violación del juramento tanto en el plano del Derecho Constitucional

como en el plano del Derecho Penal, aunque esas gravísimas responsabilidades no

hubieran sido depuradas en los correspondientes Tribunales de Justicia. Como es

incuestionablemente axiomático que la superposición de dos perjurios cruzados y

referidos al mismo deber de respetar y hacer cumplir todas las Leyes Fundamentales de la

nación y todos los principios del Movimiento no podía convalidar la traición que implicaba su

violación abierta y esencial, resulta a todas luces afrentosa e inadmisible la pretensión del autor

de la fórmula propuesta al Rey y aceptada expresamente por éste —me refiero al profesor

y mandatario Torcuato Fernández Miranda cuando describía el cambio

radical, salvo la Corona, como un limpio tránsito «desde la ley a la ley»— para cometer

esta felonía política. Se trata de un ejemplo estremecedor de hasta dónde puede

llegar la opacidad de la conciencia de un catedrático de filosofía y de un

monarca metidos a enmascarar una imposible operación política ilegítima e ilegal

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346

dentro del exigente espacio jurídico en vigor. No cabe argumentar honesta-

mente que el fin justificaba los medios, y esto por dos razones incuestionables: a)

porque si el Rey pensaba que la salud pública de la nación requería un cambio

fundamental de las instituciones de las que derivaba su título regio, entonces

debió someterlo a la previa decisión plebiscitaria popular por sufragio universal que, cu

primerísimo lugar, votase o bien por la devolución de la legalidad republicana a la ciudadanía,

o bien por la confirmación de la Corona en la cabeza de Juan Carlos para que éste quedase

legitimado para iniciar un proceso constituyente con todas las garantías democráticas, pues el

pueblo no necesita tutores para el ejercicio de su soberanía; b) porque su título de

Rey estaba incurablemente invalidado por tener como único origen la voluntad personal de un

dictador. El lo sabía, como también sabía de la manifiesta improbabilidad de que un

plebiscito preparado y celebrado con plenas garantías democráticas, y sin la

intromisión de gobiernos extranjeros, pudiera serle favorable.

Pero el monarca no quiso ajustar su conducta a ninguna de esas dos

evidencias políticas, y esa conducta no llegó a sorprenderme porque conocía,

por mi circunstancial trato personal con él en Atenas después de su boda, que

carecía de convicción y sensibilidad democráticas, lo cual no obsta para que yo

experimentase una extraña sensación en los dos momentos claves de su

carrera de pretendiente al trono: su solemne juramento de lealtad y fidelidad al

edificio institucional producido por el dictador, con resonancias de

admiración política y de afección personal al Caudillo que me parecieron

innecesarias, en la sesión extraordinaria conjunta del cuerpo legislativo de julio

de 1969 para investirlo como Príncipe de España y sucesor en la Jefatura del

Estado a título de Rey (atado y bien atado); y su fría violación de ese juramento en

el curso de la primavera y verano de 1976.

Desde el instante mismo de consumar el perjurio, tanto el monarca como los

procuradores de las Cortes del Reino, elegidos ambos en el marco de las

instituciones franquistas y con arreglo a sus leyes y rituales, quedaban en rigor

automáticamente decaídos de sus cargos y funciones, en plena desnudez jurídico-política, y en

total intemperie de ilegalidad, es decir, arrojados conjuntamente a un vacío absoluto no sólo

de legitimidad material sino también de legalidad formal; o sea, el uno y los otros

quedaban como the man in the street, según la gráfica expresión inglesa, pues

tanto la legitimidad como la legalidad deben serlo de «origen» y no pueden subsanarse, como

pretenden los logreros de la política como «asalto al poder», con el mero «ejercicio» práctico de

éste. Todo lo actuado en el curso del año 1976 a partir de la primavera de este

mismo año fue nulo y sin efectos, porque se había roto el tracto de la genuina legalidad

franquista con la que habían sido investidos. Se creó así un abismal vacío jurídico en

el cual Juan Carlos, en términos estrictamente constitucionales, podía aparecer

como un usurpador de la soberanía política ab origine del pueblo español, al que

corresponde indiscutiblemente, entonces y siempre, la soberanía nacional

Page 347: Puente Ojea - Vivir en La Realidad

347

democrática. Las supuestas «convalidaciones pseudodemocráticas» ulteriores han sufrido

de una evidente carencia de validez jurídica porque el marco legal al que se

acogieron rompía absolutamente la legitimidad que únicamente puede otorgar el

acatamiento previo a las regías universales que garantizan la naturaleza automáticamente

democrática de la «repre-sentatividad de la soberanía política popular» —enunciadas en el

apartado 11— que la famosa Ley de Reforma Política del 10 de septiembre de

1976 no podía conferir. Como escribe Figuero sucintamente, «una ponencia

poco sospechosa (sic) en la que figuraba Miguel Primo de Rivera, sobrino de el

ausente (sic), la defendió en las Cortes bajo procedimiento de urgencia. Seducidos

o amenazados por el entorno de confianza del primer ministro, la vieja guardia (sic), con

marcada dependencia de las empresas públicas y de las prebendas administrativas, se hizo el

famoso "harakiri" que acabó con el franquismo político en cuya defensa pareció conjurada.

De los 59 votos que se contaron en contra, 15 fueron de militares [...]. Con

posible representación de las entidades territoriales, la ley anunciaba un

Parlamento bicameral elegido por el pueblo a salvo de un máximo de un

quinto de su composición que podría designar el rey» (ibidem). Esto significaba

que mientras el primer paso que la Segunda República tuvo que dar fue la

salida del Rey del territorio nacional, superando así el mayor obstáculo para

instaurar una democracia en España, el proyecto de los dos grandes partidos políticos

(UCD y PSOE) había comenzado, contra lo previsible y lógico, por «atornillar» la monarquía

al «destino nacional». Pero no sólo esto —que no era poco—, sino también

«atornillar» la Iglesia católica a ese mismo «destino», en un asunto que la Segunda

República había valorado certeramente como el gran escollo para instaurar una

auténtica democracia. En efecto, en el mismo año de gracia de 1976, 19 de

agosto, se firmó y ratificó un Acuerdo entre España y la Santa Sede para mantener

«una sana colaboración entre ambas», y reajustar el sistema de privilegios y

prerrogativas sancionadas por el Concordato de 1953 —que había batido el

«récord» de la subordinación de un Estado a una Iglesia— a la nueva situación.

De tal modo que así como el artículo 1.3 de la Constitución de 1978 culminó la

arrogación regia de Juan Carlos de Borbón en virtud de la Ley de Reforma

Política, así también los cuatro Acuerdos entre España y la Santa Sede de 3 de enero

de 1979 fueron negociados en 1977-1978 como parte integrante del vigente,

aún hoy, Concordato de 1953. El artículo 16.3 dispone que «los poderes públicos

tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y

mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y

las demás confesiones religiosas». Como escribe Joaquín Navarro, «era una

"Constitución religiosa" (sic), el regreso "de facto" al nacional-catolicismo» (25 años sin

Constitución, 2003, p. 128); y añade que «aún caliente, la Constitución fue

reformada "de facto", en honor de Dios y de su santa madre». Al final de mi

trabajo analizaré el dislate jurídico y político que representa este anti-

Page 348: Puente Ojea - Vivir en La Realidad

348

democrático precepto. El año 1976 selló de este modo la entraña antidemocrática

de la célebre Transición.

La Constitución de 1978, tanto en su origen como en su aplicación,

equivale a un rechazo de la esencia de la democracia representativa. Antonio

García-Trevijano ha escrito, en síntesis magistral, lo siguiente: «Nadie me

discutirá que las tres propiedades típicas de la democracia, aquellas que la hacen

ser lo que es y no otra cosa parecida —el principio representativo en la sociedad

política, el principio electivo en el gobierno, y el principio divisorio del poder en el

Estado—, tienen por finalidad preservar la libertad política y los derechos funda-

mentales de la persona y de los grupos de personas, haciendo posible que los

gobernados elijan, depongan y controlen en todo momento a los gobernantes. Sin esos tres

principios distintivos de la democracia, aunque tengamos todas las libertades públicas y civiles,

no es posible que exista libertad política» (Frente a la gran mentira, 1996, p. 31). En con-

secuencia, «la Gran Mentira evidencia su falsedad en los mismos fundamentos

intelectuales que han querido legitimarla. Vero la demostración científica de que "esto

no es democracia ', sino una infamante oligarquía de partidos, no basta por si sida para

movilizar las voluntades hacia la conquista de la libertad política» (p. 46).

A la sombra y con el blindaje que las leyes constitucionales han regalado a los

grandes partidos políticos, se ha construido una poderosa, cuasi-omnímoda, «gran clase

política», en estricto sentido técnico, que está sólidamente unida en los privilegios y en

los intereses comunes derivados del usufructo del poder mediante una mecánica de

alternancia en el gobierno y de permanencia en el disfrute de esos privilegios e intereses

corporativos. El elemento distintivo en relación con tiempos pasados —incluso

en el curso del proceso de burocratización de los partidos políticos que tan

sagazmente investigó Robert Michels con específica referencia a la

socialdemocracia alemana— consiste en que el «régimen de oligarquía de partidos» ha

llegado a contar con una elaborada doctrina «constitucional» que consagra

como paradigmático ese régimen pseudodemocrático característico de la fase de corrupción

teórica y fácti-ca de la democracia política. La razonable función política mediadora

entre los electores y los poderes públicos que ejercían originalmente los

modernos partidos políticos ha ido degenerando al mismo ritmo que se

corrompían las prácticas de los sistemas nominalmente «demooráticos», y a

medida que crecía su influencia en las estructuras económicas, financieras, y

culturales, así como en la manipulación mediática del cuerpo ciudadano. Es

necesario repetir, con García-Trevijano, que «la libertad de acción, como libertad

colectiva, es la libertad fundamental. No la tiene el Estado hacia la sociedad» (p.

343). Esta libertad política no podrá alcanzarse, al menos en este país, con el

modelo actual de la partidocracia, que los políticos españoles han querido

vender a propios y extraños, pues es un monumental engaño impuesto compulsi-

vamente por la gran dase política. García-Trevijano lo describe así:

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349

En el Estado de partidos no hay una sola persona informada, sea en la sociedad gobernante o en la gobernada, que no esté del todo convencida de la necesidad de mantener la mentira para sostener al sistema. La necesidad o la conveniencia de mentir es el único fundamento de la «democracia de partidos». Y la mentira política, la falsedad institucional del Estado de partidos, es la madre y el motor originario de todas las corrupciones. Si queréis acabar con el crimen de Estado, con la prevaricación de las autoridades y con la corrupción general de la clase gobernante, no esperéis nada de sus beneficiarios, los partidos estatales, y para empezar, acabad con la mentira en los medios de comunicación (p. 348).

Referida esta lamentable situación como el legado natural del

planteamiento y desarrollo del mendaz proyecto de Transición a la democracia

protagonizado por un monarca sin títulos, el fino analista y fiable politólogo Joan E.

Garcés resume así lo ocurrido:

Un presupuesto básico de la reforma postfranquista ha sido sustraer a la sociedad decisiones políticas fundamentales en pro de hechos consumados, derivados de pactos ocultados incluso a los órganos de representación de los propios partidos políticos que se limitaron cuando más a dar el «enterado». Los ciudadanos han sido utilizados como referencia formal en elecciones periódicas, cuyo alcance y límites desde antes de la extinción de Franco estaban previamente convenidos por los núcleos cooptados para la ocasión. Esta necesaria marginarían de la ciudadanía —e inevitablemente, de las bases militantes de los partidos—, imposibilitó su participación efectiva en las instituciones del posfranquismo. Aquí ha radicado una de las principales limitaciones del sistema reformado (Soberanos e intervenidos, 1996, pp. 219-220).

Esta forma de dictadura regia con disfraz parlamentario que empezó a

gestarse ya nítidamente con la pronta ausencia del PSOE en la

Platajunta —la cual fue, a su vez, una «fórmula de apariencias» de una

inexistente unidad de la oposición cuando el PSOE saboteó el esperan-zador

programa de la Junta Democrática— solamente habría podido ser frenada por un

PSOE de vocación genuinamente republicana, laica y democrática y dispuesto a servir, con

fidelidad a su tradición histórica, de plataforma aglutinadora dirigida a hacer

prevalecer un proceso con las condiciones descritas por mí en el apartado 11.

Pero para entonces el PSOE ya había cambiado enteramente de piel como resultado

del ingreso en su militancia de sucesivas avalanchas de ex curas, seminaristas,

miembros de congregaciones y asociaciones católicas, así como también de ex

sindicalistas franquistas, burgueses oportunistas que buscaban un acomodo

político en un partido muy probablemente ganador en la carrera de la sucesión

política franquista. El cambio generacional durante cuatro decenios terminó con el sentido

de la «libertad política» y de su rol fundamental en la sociedad, y pasó a ser olvidada y

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350

sustituida por el ansia del bienestar material y económico, el consumo y el adocenamiento

egoísta de la vida familiar y abrumadora-mente privada. Añádase el sermón de la

despolitización y de la necesidad de anular la memoria histórica, que condujeron a que

los jóvenes expulsaran la vida pública de sus vidas y se confinasen en su vida

privada. El PSOE se convirtió en una «máquina de partido» orientada al éxito

individual de una exigua minoría de beneficiarios. Con su excelente pluma, Navarro

describe las palabras del Rey en la sesión solemne de las Cortes, de 22 de julio

de 1977, celebrando lo que definió como el «reconocimiento de la soberanía

del pueblo español» en virtud de las elecciones del día 15 de junio. En el

momento en que escribe el texto que sigue, él, excepcional testigo de la

«transición», ya había abandonado las filas del PSOE, y podía glosar con

autoridad la declaración regia:

Toda una síntesis de lo que no era. No existía reconocimiento alguno de la soberanía del pueblo español, que continuaba gobernado por el neofranquismo. Los herederos del general habían decidido todo según les plugo y continuaban en el poder. Sorprendentemente, el Rey no se refirió a la apertura de un proceso constituyente que estaba a la vuelta de la esquina y que ya había anunciado la Ley de Reforma Política. La Corona se presentaba como tutora y promotora del proceso y, por supuesto, como elemento imprescindible. Nadie tendría que decidir si la quería o no, si prefería esa u otra forma de Estado. Se partía de un principio sagrado. La sucesión del régimen franquista era la Monarquía repre-

sentada en la persona de Juan Carlos, designadas ambas realidades por el general (pp.

30-31).

Pero es que el día 18 de julio de 1978, cuando ya había sido perfilado el

texto de la Constitución que aprobarían las Cortes en la sesión plenaria de 31

de octubre, la Casa Real emitió la siguiente declaración ensalzando el golpe

militar franquista de 1936, que expresaba los sentimientos del monarca:

Hoy se conmemora el aniversario del alzamiento nacional, que dio a España la victoria contra el odio y la miseria, la victoria contra la anarquía, la victoria para llevar la paz y el bienestar a todos los españoles.

Surgió el ejército, escuela de virtudes nacionales y a su cabeza el generalí-simo Franco, forjador de la gran obra de regeneración.

En otro lugar, Navarro concluye: «Lo obtenido con los pactos de la Transición no

podía ser democrático, que sólo es producto de libertad, sino pura oligarquía de partidos. Lo

que hizo no lo hizo por amor a la libertad, sino por codicia de poder. Su obra no

fue producto ni de su voluntad ni de su inteligencia, sino ejecución de un diseño

extranjero elaborado por Kissinger y Brandt. Todo se hizo de arriba abajo, al modo autoritario

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DE LA RELIGIÓN DE ESTADO A LA RELIGIÓN PRO! EGIDA

351

de la dictadura. Todo se basó en la fuerza del secreto y en la eficacia corruptora de los pactos

de reparto con los partidos» (p. 43). Las tres autoridades que he citado, de un valor

intelectual y de una sinceridad ejemplar coinciden sustancialmente, cada uno con su

propia personalidad, con las líneas básicas de mi diseño interpretativo de la «transición»

que he trazado en mi ensayo de 1994. Podría decirse que los cuatro coincidimos en que el

«consenso constitucional» fue el consenso para la gran traición, y ala vez el Gran Mito Político

de la generosidad, la tolerancia y el buen sentido ciudadanos.

13. LA MONARQUÍA PARLAMENTARIA Y LA PROTECCIÓN PÚBLICA

PREFERENTE DE LA IGLESIA

Estas reflexiones quedarían demasiado incompletas si no ofrecieran

un breve análisis del infamante atropello del «principio de libertad de conciencia» que nos legó

la Constitución de 1931, el único principio que puede garantizar una democracia de libertad

y de igualdad de todos los ciudadanos sin discriminaciones. La restauración de la democracia

en este país exigía la inmediata solución de dos cuestiones igualmente graves: la

permanencia de la monarquía y de todos los afrentosos privilegios de la Iglesia católica. Como

hemos visto, la autodenominada «transición democrática modélica» nos trajo

más de lo mismo, ha «deserción» del PSOE lo hace el responsable eminente de estos dos

atropellos: ni República ni laicismo. Una vez más, España volvería a transitar por los

enlodados caminos de la discriminación política y la discriminación ideológica.

Esperando que haya sido debidamente justificada esta conclusión a lo

largo de este libro, voy a centrarme aquí en el examen de un caso «enorme» —en el

reiterado significado propio de «desmesurado, perverso, torpe»— de

«inconstitucionalidad» de la propia Constitución. Me refiero a la financiación por los

poderes públicos de la Iglesia y de la enseñanza de la religión católica, en el contexto de

la doctrina de la comunidad internacional sobre los Derechos Humanos.

El artículo 10.2 de la Constitución Española establece que «Las normas

relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución

reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos

Humanos (DUDH) y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias,

ratificados por España». Estas normas constituyen en sí mismas preceptos de directa

aplicación, y no son meras intenciones o declaraciones programáticas, desde 1948.

La DUDH dispone en su artículo 2.1 que «Toda persona tiene todos los

derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza,

color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen

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EL MITO POLÍTICO

352

nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición». El

artículo 18 establece que «Toda persona tiene derecho a la libertad de conciencia, de

pensamiento y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de

creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y

colectivamente tanto en público como en privado, por la enseñanza, la

práctica, el culto y la observancia». El artículo 26 declara que «1. Toda persona tiene

derecho a la educación. La educación debe ser gratuita, al menos en lo concerniente

a la instrucción elemental y fundamental. La instrucción elemental será obligatoria. La

instrucción técnica y profesional habrá de ser generalizada; el acceso a los estudios

superiores será igual para todos, en función de los méritos respectivos. 2. La

educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana y el

fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales; favorecerá la

comprensión, la tolerancia y la amistad entre las naciones y todos los grupos

étnicos o religiosos; y promoverá el desarrollo de las Naciones Unidas para el

mantenimiento de la paz. 3. Los padres tendrán derecho preferente a escoger

el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos». El articules 14 <k.W

Constitución Española es concordante con el artículo 2.1 de la DUDH y dispone

taxativamente que «los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer

discriminación alguna por razón de nacimiento, raza,, sexo, religión, opinión o

cualquier otra condición o circunstancia».

Es de la mayor importancia entender correctamente este último precepto,

dentro del contexto global de todo el artículo transcrito, el cual se estructura

diáfanamente en dos planos, a saber: A) La proclamación de la libertad de la conciencia

individual, con sus contenidos materiales (pensamiento, convicciones, creencias, credos

religiosos o cosmovisiones irreligiosas y no religiosas, tradiciones culturales,

etc.), como principio jurídico y ético prioritario de la DUDH, incluida la obligatoriedad general de la

enseñanza para todos, padres e hijos, de impartir y de recibir una educación gratuita en los niveles

que se indican, en cuanto plataforma básica de una ciudadanía libre y protegida

frente a las grandes instancias de la dominación ideológica; B) La conveniencia

de proteger la unidad familiar, durante el periodo educativo elemental de los ciudadanos, de la

invasión de instancias del poder público que podría poner en riesgo los

derechos y libertades de los individuos sin discriminaciones, llevó a los estados a

aceptar esta restricción excepcional del artículo 26 a la doctrina esencial que ofrece el artículo 18 como

norma general prioritaria de la DUDH. Se trata de una excepción cuyo alcance debe

aplicarse e interpretarse en los límites estrictos que exige la mencionada «regla de

oro» de los artículos 2.1 y 18. Es más que discutible la pertinencia de esta

excepción, que consagra y perpetúa las tradiciones religiosas de los países

Page 353: Puente Ojea - Vivir en La Realidad

DE LA RELIGIÓN DE ESTADO A LA RELIGIÓN PROTEGIDA

353

—incluidos los llamados «desarrollados»— que arrastran todavía fuertes

reminiscencias de una menta-

Las palabras escritas en letra cursiva que aparecen en los articulados son mías si no se

advierte otra cosa.

lidad animista y patriarcal, la del «padre padrone», y que siempre ha representado

el mayor obstáculo para la implantación de un sistema genuinamente

democrático y laicista. Pero como aquí no estoy argumentando de lege ferenda

sino de lex positiva, el punto 3 del artículo 26 debe ser asumido, al menos en el

nivel de la instrucción elemental, que es el que regula específicamente este

precepto, y en el que se plantea la cuestión de la «catequesis confesional» de

una Iglesia que exige y que tiene un estatuto de Derecho Público y que ha sido

inagotable fuente de conflicto ciudadano en este país.

Sin embargo, obsérvese que esa ruptura del principio de igualdad rigurosa y de no

discriminación de las conciencias de los ciudadanos se circunscribe al ejercicio de la «libertad

de conciencia de los padres», y no admite de ningún modo que haya intromisión

alguna de las Iglesias en la órbita soberana de las funciones propias y privativas de

los estados. Los privilegios otorgados por el Estado español a la Iglesia católica

en materia fiscal y financiera convirtieron la DUDH en una doncella cruelmente

violada por un patriarca brutal. El punto 3 del artículo 26 nada sabe de una supuesta

obligación del Estado de crear, dotar de profesorado, escuelas o colegios privados costeados con

dinero público, ni tampoco —pues sería igualmente escandaloso— de financiar con su

presupuesto fiscal centros docentes privados que permitieran a los padres ejercitar, a cuenta del

cuerpo ciudadano, su personal «libertad de conciencia». Pero esta situación intolerable

—una verdadera irrisión— es la que sufre hoy el pueblo español. La concesión

que le hacen los estados a las Iglesias se limita estrictamente a la exención de los padres

de someterse a la «obligatoriedad» de que sus hijos cumplan con el deber de su educación

elemental o primaria en escuelas o colegios que no ajusten su docencia ala fe y a los

mandamientos de sus convicciones, y ello se supone que con cargo íntegro a sus bolsillos, sin

pretender que los estados les otorguen ayudas o subvenciones económicas de ningún tipo. Todo

ello sería inaudito en el modelo estándar de Naciones Unidas.

El conjunto normativo de la DUDH y sus complementos posteriores

configuran de forma inequívoca un modelo de Estado laico inspirado en el principio

supremo y universal de la libertad de conciencia de los individuos en pie de estricta igualdad

ante la ley, en cuanto que premisa mayor de los derechos y libertades de la

genuina democracia política. Es decir, fundado en el ideario teórico y práctico del

laicismo.

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EL MITO POLÍTICO

354

Este modelo es corroborado y reasumido por el Pacto Internacional de Derechos

Civiles y Políticos (PIDCP) y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y

Culturales (PIDESC), ambos de 1966 y ratificados también por España. El artículo

18.4 del PIDCP es especialmente cuidadoso, como lo fue el artículo 26.3 de la

DUDH, de descartar la prevalencia de cualquiera de las dos cosmovisiones antagónicas posibles

—religiosa o irreligiosa— en la redacción que confiere a los padres un derecho

preferente de opción respecto de sus hijos, limitándose al compromiso de «respetar la

libertad de los padres y, en su caso de los tutores legales, para garantizar que los

hijos reciban la educación religiosa [o irreligiosa] y moral que esté de acuerdo

con sus propias convicciones». Se dice sólo «respetar» y no «ejecutar» o «implementar»

ese derecho preferente. Tampoco se acota la pluralidad de convicciones posibles, ni

se afirma dónde ni cómo se realizará esa educación particular. El precepto es

deliberadamente de extrema parquedad. El artículo 13.3 del PIDESC se ocupa

someramente de esas dos especificaciones cuando declara que los padres y

tutores legales pueden escoger para ejercer su derecho «escuelas distintas de las creadas

por las autoridades públicas, siempre que aquéllas satisfagan las normas mínimas que el

Estado prescriba o apruebe en materia de enseñanza». La especificación «escuelas

distintas de las creadas por las autoridades públicas» significa que no están

obligados a enviar a sus hijos a la escuela pública. Esta explicitación de la naturaleza

laicista y condicional del precepto es valiosísima para restringir aún más el alcance del

punto 3 del artículo 26 de la DUDH, en cuanto a derechos y obligaciones de una y

otra parte se refiere.

Vistas las fuentes jurídicas supranacionales o internacionales, con-

sideremos ahora los preceptos correspondientes de la Constitución Española.

Para evitar repeticiones de los preceptos en los que se recogen las pautas del

modelo «estándar» de Estado laico adoptado por Naciones Unidas y que ya ha

sido analizado, debe decirse que la Constitución Española asume el citado

modelo laico, además de lo dispuesto taxativamente por el artículo 14, en sus

artículos 9.2; 16.1 y 2; 27.1 al 8; y 53.1 y 2, pese a que su redacción literal no sigue el

principio jurídico de economía, ni emplea la técnica enunciativa adecuada para evitar la

tentación de que algunos comentaristas, guiados por prejuicios ideológicos de

procedencia confesional, se lancen a adulterar o tergiversar el sentido verdadero

de cada precepto per se y también a la luz de la doctrina ofrecida por la DUDH de 1948

y sus complementos del PICP y del PlDESC de 1966. Es decir, la Constitución Española se

estructura igualmente en los dos planos definidos como A y B en el apartado 1 de este trabajo,

el primero y principal estableciendo el ideario laicista de la universalidad del principio

de la igualdad formal y material de todas las conciencias como sede de las convicciones

de cualquier tipo; y el segundo y subordinado estipulando una excepción en favor de la

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DE LA RELIGIÓN DE ESTADO A LA RELIGIÓN PROTEGIDA

355

libertad de conciencia personal de los padres y tutores para escoger aquella

educación para sus hijos que se ajuste a sus propias convicciones. Después de

que el lector haga el recorrido de los mencionados artículos en su totalidad,

percibirá inmediatamente que la Constitución Española abre una profunda brecha

en la consistencia sistemática del modelo laico de Estado diseñado por la doctrina de Naciones

Unidas, y que el «locus» de la «violación» del modelo se sitúa exactamente en el segundo

párrafo del artículo 16.3 («Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas

de la sociedad española, y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia

Católica y las demás confesiones»), en virtud del cual se vuelve al viejo modelo

vaticano de la «armoniosa cooperación entre la Iglesia y el Estado»; y en la

concreción práctica del artículo 27.9 («Los poderes públicos ayudarán a los centros docentes

que reúnan los requisitos que la ley establezca»), por el que se alcanza la ansiada

meta de la financiación estatal (ayuda) tanto del aparato eclesiástico como de la catcquesis

religiosa en la enseñanza pública y en la privada. El párrafo primero del artículo 16.3

debilita ya la laicidad del Estado al abstenerse de declararla literalmente y optar

por una fórmula manipulable («Ninguna confesión tendrá carácter estatal»), de tal

modo que el golpe de mano «inconstitucional» que destruye el modelo laico consiste en

implantar un lenguaje vergonzante y calculadamente ambiguo, un «criptoconfesionalismo»

que transmuta el concepto angular de «libertad de conciencia» en el concepto ideológico y

discriminador de «libertad religiosa», operación de alquimia política materializada en la

Ley Orgánica de la Libertad Religiosa, de 1980, votada por todos los Partidos, lo mismo

que la Constitución. Como expliqué con detalle en mi ensayo de 1994, el

criptoconfesionalismo permitió la simbiosis circular y permanente de los Acuerdos de 1979

(3 de enero) y el texto constitucional y sus desarrollos especiales, en un crescendo

nacional-católico que sólo cambia levemente el ropaje jurídico para conservar toda

la sustancia franquista del todavía vigente Concordato de 1953. El PSOE, a partir

de 1983, inundó el escenario educativo español con el fabuloso invento de la

financiación pública de los centros docentes «concertados» —en su inmensa mayoría

católicos o asimilados— al mismo tiempo que la escuela pública se desintegra lo mismo

que sus contenidos laicistas, y el nivel de rendimiento pedagógico de la enseñanza

orientada católicamente en nuestro país va hundiéndose hasta tocar cotas

inquietantes de deterioro intelectual del alumnado, como demuestran no sólo las

estadísticas internacionales sino también, como síntoma mortal para una

cultura, el patente empobrecimiento del lenguaje escrito y hablado que nos conducirá a

su destrucción total. La instrucción de un pueblo se mide en primer lugar por el

dominio de su idioma propio.

Volviendo a la «voladura controlada» del modelo laico de la parte noble de la

Constitución de 1978 por el golpe innoble perpetrado contra sí misma, señalemos la

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EL MITO POLÍTICO

356

perfidia política de los llamados «padres constitucionales» en su trabajo

clandestino, después de haber sido digitalmente designados por la voluntad

regia, todo ello en el marco de una Legislatura Ordinaria de Procuradores

franquistas que se erigieron en Cortes «pseudoconstituyentes» (LRP) sin ninguna

representativi-dad democrática auténtica.

En suma, se trata de una Constitución ya «inconstitucional» antes de nacer, una

Constitución urdida de consuno por un Estado oligárquico y una Iglesia disfrazada de

campeón de las libertades... Una Constitución que recurre a un lenguaje

vergonzante: «tener en cuenta» (¿cómo y qué?), «creencias religiosas de la sociedad española»

(¿cuáles y de quienes?), «relaciones de cooperación» (¿cuáles?, ¿para qué?)... Una Cons-

titución que se ha vendido como «modélica» por los grandes partidos y sus

gobiernos —incluido el actual—, hecha de espaldas a los ciudadanos... Una

Constitución que ha homologado fraudulentamente, y sin las garantías de un

plebiscito sobre la forma de Gobierno, una monarquía instituida por un

dictador beneficiario de un golpe militar contra una Constitución política y

jurídicamente ejemplar... Una Constitución impuesta mediante la manipulación de la

totalidad del aparato mediático público y privado, en el mejor estilo fascista...

14. LA NUEVA HEGEMONÍA DE LA IGLESIA Y SU

INCONSTITUCIONALIDAD

Repitamos una vez más que la Monarquía Parlamentaria fabricada por los

procuradores de las Cortes franquistas, en colusión encubierta con las oligarquías de los

partidos políticos sedicentes «democráticos», es una carta otorgada en su origen y

desarrollo por el soberano nombrado por Franco, y se hizo suplantando la

soberanía popular y con la pública inspiración y adhesión de la misma Iglesia católica que

vivió durante cuarenta años en íntima simbiosis institucional con la dictadura

nacida de un golpe militar contra la legalidad constitucional inaugurada en 1931

por la Segunda República Española apoyada por una aplastante mayoría

popular en elecciones limpias y ejemplares. Hay que devolver a la República el poder

que le fue arrebatado por las armas.

El instrumento que hizo imposible esa devolución, frustrando así una

transición democrática genuina, fue el pacto entre oligarquías partidarias y, en

primerísimo lugar, un PSOE de nueva planta que traicionó sucesivamente los

grandes principios democráticos del socialismo y de la República laica.

A la muerte de Franco se le planteaban a España dos cuestiones prioritarias, a

saber, la cuestión de la forma de gobierno y la cuestión religiosa. Es decir, la relativa a la

opción entre Monarquía o República, y la relativa a continuar con el régimen concordatario

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DE LA RELIGIÓN DE ESTADO A LA RELIGIÓN PROTEGIDA

357

de privilegios a la Iglesia reconocida como ente de Derecho Público, o restaurar los postulados

del laicismo que defendió la República de 1931 y que reducía el reconocimiento de esa

Iglesia sólo como una mera «asociación de creyentes» en el marco del Derecho Civil o común. En

ambas opciones el PSOE asumió la condición de «partido dinástico» y de «partido

concordatario». Quedaban así irresueltas aquellas dos cuestiones prioritarias, y se

aseguraba la continuidad del sistema franquista en lo que se refiere al funcionamiento

monárquico y católico de aquella Dictadura militar.

Los republicanos no podemos olvidar, y jamás olvidaremos, que el asesinato

del «republicanismo» y del «laicismo» marcó la involución social y política que ha retrotraído

a España a la coyuntura que requirió la acción instauradora de la República

laica. Pero hoy estamos más lejos que nunca de esta restitución institucional, pues

el gobierno de Rodríguez Zapatero y su partido nos están llevando a niveles de

máxima violación de las exigencias de igualdad y libertad «sin discriminación alguna» que demandaba literalmente el artículo 14 de la Constitución, precepto que

debe ser la piedra de toque de la verdadera democracia. Este político de

ademanes caudillistas dijo ascender al Poder para «profundizar la democracia»;

sin embargo, la está destruyendo en el corazón mismo de la igualdad política: un Rey por encima de los ciudadanos e inmune ante el delito, y los ciudadanos fieles a una confesión religiosa por encima de los demás. En

cuanto al primer agravio he dicho lo bastante y no deseo añadir connotaciones

sobre la persona del soberano, pero sí quiero hacer algunos comentarios sobre

la política religiosa de Rodríguez Zapatero y sobre su política general.

Con las medidas legales y administrativas hasta el día de hoy, 15 de febrero

de 2007, este Gobierno del PSOE ha hecho más concesiones a la Iglesia Católica

y sus órdenes religiosas que ningún otro desde 1976. Treinta años de sistemática

desigualdad ideológica e institucional han sido culminados por Rodríguez

Zapatero y sus ministros en los asuntos siguientes:

1. Blindaje definitivo de la financiación del sostenimiento y actividades de

la Iglesia católica y su red institucional mediante nuevos acuerdos con

la Santa Sede a través de la Conferencia Episcopal Española, que

incrementan los ya escandalosos y exorbitantes privilegios y

prerrogativas otorgados por los Acuerdos de 3 de enero de 1979,

preconstitucionales además de inconstitucionales, y que suponen una

carga todavía más onerosa y odiosa para el resto de los ciudadanos no

católicos. El Gobierno se ha atrevido a mentir al intentar hacer creer a los españoles que a partir del nuevo acuerdo de 2006 los católicos financiarían íntegramente de sus propios bolsillos particulares la

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EL MITO POLÍTICO

358

existencia de la Iglesia católica, detrayendo de la masa tributaria total

del ingreso por el IRPF el porcentaje del 0,7 por ciento que cubrirá

totalmente esa financiación. Tendría sentido esta afirmación, como

sucede, por ejemplo, en la RFA, si ese porcentaje procediese del incremento equivalente de la cuota del IRPF que cada católico debe pagar al fisco. Pero éste no es el caso, porque los católicos no ven

aumentadas sus respectivas cuotas en dicho porcentaje, de tal modo

que seguiremos siendo todos los ciudadanos, creyentes y no creyentes,

los que continuaremos cargando nuestras espaldas con esa arbitraria y

vejatoria financiación que favorece sólo a los fieles —si lo son—.

Obsérvese que lo que se entrega a la Iglesia es un «donativo» que pesa sobre

los ciudadanos que tenemos que soportarlo pues el fisco, es decir, todos nosotros

continuaremos financiando con la misma suma restante todos los servicios

públicos, más lo entregado a la Iglesia. La culminación de la

inconstitucionalidad y del atropello del «aconfesionalismo» (artículo

16.3a) se ha alcanzado por el Gobierno de Rodríguez Zapatero al

solemnizar mediante un Canje de Notas diplomáticas (= un tratado

internacional) entre el Estado y la Santa Sede la financiación pública del

sostenimiento de la Iglesia católica, con el silencio del PP ¡ y contraviniendo

las normas constitucionales para la negociación de tratados...! 2. La

Ley Orgánica de Educación ha transformado en ley estatal interna el contenido

de los Acuerdos de 1979 en materia educativa y cultural, de modo que

cierra la puerta a la denuncia de dichos acuerdos por el Estado, como viene

justamente reclamando la mayoría los españoles. Esta decisión

representa la voluntad abusiva de un gobierno de seguir violando descaradamente

la Constitución y de mantener, incrementándola con exorbitantes fondos

presupuestarios, la enseñanza pública y «concertada» de la religión católica, de oferta

obligatoria en todos los centros, y optativa para los padres o tutores que asi lo de-

cidan, al mismo tiempo que se impone, a quienes no deseen cursar esta «catcquesis»,

una asignatura alternativa obligatoria en el mismo horario lectivo sobre Historia de

las Religiones, inaudito y brutal procedimiento de hacer pasar a los

jóvenes por las horcas de la religión, pero no de su crítica racional y científi-

ca como justo contrapunto.

Como decíamos, hoy estamos más lejos que nunca de esta restitución del

laicismo en las instituciones públicas. Mientras Rodríguez Zapatero reafirma la

dominación de la Iglesia católica en España por la vía del Boletín Oficial del

Estado, no descuida su amparo mediático por la Radiotelevisión pública en

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DE LA RELIGIÓN DE ESTADO A LA RELIGIÓN PROTEGIDA

359

dosis que incluso mejoran lo conocido hasta la fecha, que ciertamente no eran

escasas. Para mantener entretenido al auditorio, el señor Rodríguez Zapatero

ha exhibido una vez más su adicción al funambulismo político al lanzar la piedra

filosofal de la Diplomacia a escala universal: la Alianza de Civilizaciones. Después

de un tiempo de expectante perplejidad, al fin los ciudadanos recibimos la

noticia de cuál es la clave de este inesperado truco de ilusionismo ideológico: «la

Alianza de Religiones sin prejuicios», al unísono con los señores Erdogan y Kofí

Anan.

UN BALANCE A MODO DE EPÍLOGO

He querido presentar, a la luz de los recientes y substanciales conocimientos

que ofrece actualmente la Ciencia en numerosas áraes del saber, el panorama

retrospectivo y prospectivo del empeño de la mente reflexiva de nuestra especie

biológica en desvelar las estructuras anto-lógicas y epistemológicas

fundamentales del sujeto humano y de las experiencias históricas determinantes

de su destino colectivo. En el curso de la producción de las primitivas

herramientas de la industria lítica, los humanos prehistóricos comenzaron ya a

interrogarse sobre la naturaleza de sus experiencias vitales en la ardua e incesante

lucha por la supervivencia, tanto en el plano de sus actividades utilitarias como

en el plano del conocimiento, del pensamiento y de la explicación de los

fenómenos que marcaban su existencia individual y de grupo. La estructura causalista y finalista de su sistema nervioso los condujo naturalmente a un

progresivo dominio de sus actividades ordinarias, sin apenas solución de

continuidad respecto de sus próximos antepasados los homínidos más

aventajados en el arte de la subsistencia individual y de la reproducción del

grupo. Pero el atributo de la reflexividad mental como nota formalmente

definitoria de su nueva condición antropológica de homo rationalis, en el

sentido propio de esta expresión, llevó a los humanos al exigente esfuerzo de

dar cuenta del significado plausible de una serie de fenómenos extraordinarios y

enigmáticos generados en el seno de «estados alterados de conciencia», entre los que las

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EL MITO POLÍTICO

360

fantasías oníricas, las visiones y alucinaciones en estados de vigilia, los trances y las

catalepsias ocupaban un lugar especialmente problemático y dramático para la

economía de las mentes de los primitivos.

Fue en el contexto vital de esta coyuntura excepcional cuando nuestros

congéneres prehistóricos protagonizaron un ominoso acontecimiento que

marcaría durante milenios el destino de la especie humana y del que sólo muy

lentamente comienza ahora a despertarse de su embrujo: la invención de almas o espíritus como actores privilegia-

dos de sus vidas. La fantasía animista, producto de un intenso esfuerzo de concentración

mental de orden introspectivo, lanzó a los humanos a un sostenido proceso de autognosis

de dirección dualista en la percepción de su propia condición antropológica,

primeramente, y de la condición cosmológica de su mundo circundante,

inmediatamente después. La hipótesis animista, aunque falsa, racionalizaba las formas

enigmáticas de la conciencia otorgándoles un modesto nivel de coherencia mediante el

artificio de imaginar la existencia de un doble mundo de cuerpos y almas que creaba las

condiciones de posibilidad para acceder a las formas primarias de la religiosidad en

cuanto primordium de las formas desarrolladas del mito religioso propiamente

dicho como el gran motor de la actividad mitopoiética de los humanos en el decurso de

la historia. Se trataba de la instauración de una pseudorracionalidad según la cual los

problemas reales de la vida y de la muerte alcanzaban una solución especulativa e irreal

mediante el juego dialéctico de dos instancias contradistintas —la corporal y la

espiritual— que permitían acomodarlas mentalmente en el contexto de la escisión

de la realidad unitaria del mundo. Desde entonces, los humanos fueron

desarrollando y formalizando una abigarrada fenomenología religiosa apoyada

en estructuras intelectivas fuertemente espiritualistas e idealistas, con la consiguiente

relegación de la materia como categorización de la negati-vidad frente a la plenitud

del ser.

El filósofo y matemático Rene Descartes acuñaría de modo extremo la

conceptualización dualista del mundo y de las sociedades animis-tas mediante su ontología

de las dos sustancias como constitutivas del ser humano, a saber, la res extensa y la

res cogitans. Esta posición le planteó problemas que nunca supo resolver en los

contextos de una psicología y una epistemología postuladas desde interacciones

entre espíritu y materia teóricamente imposibles. Sin embargo, este espiritualista

irredimible provocó paradójicamente una brecha profunda en la tradición

escolástica al reformular la condición mecanicista de la materia, así como el sustrato

cerebral del sujeto cogitante: «Aunque el alma humana da forma a la totalidad del cuerpo

—escribe en Principes de la philosophie (1640-1645)— su principal asiento (siége)

está en el cerebro; es allí solamente donde realiza, no sólo la intelección y la ima-

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UN BALANCE A MODO DE EPÍLOGO

361

ginación, sino incluso la sensación». Trescientos cincuenta años más tarde, un

importante filósofo y científico, Paul Churchland, apoyándose en relevantes

resultados de las ciencias, ha podido escribir un libro de réplica implícita al

cartesianismo redivivo, titulado The Engine of Keason, the Seat of the Soul (1995), en

el que explica por qué «la idea de que la cognición humana reside en una

sustancia inmaterial: un alma o mente» que «sobrevive a la muerte del

cuerpo-físico es difícil de cuadrar con la teoría emergente de los procesos cognitivos y con

los resultados experimentales de varias neurociencias. La doctrina de un alma inmaterial

parece, digámoslo francamente, otro mito exactamente, no justamente en los

bordes, sino en el centro» (p. 17). Las investigaciones sobre el cerebro y los

llamados estados mentales en las cuatro últimas décadas han aportado resultados

concluyentes sobre su verdadera naturaleza en cuanto que estados y formas de la

energía/materia; y es en este terreno donde la Ciencia ha desalojado definitivamente el

mito religioso del alma espiritual e indestructible —para quienquiera entender—. La

impugnación radical de este mito fundacional ya no tiene su sede en las caducas

argumentaciones metafísicas y silogísticas en el marco de la tradición

platónico-aristotélica bautizada por Tomás de Aquino, sino en el severo dominio

de las ciencias empíricas, y en particular de todas las neurociencias. A la luz de las

investigaciones sobre la naturaleza y las funciones delsNC (sistema nervioso central), y

acerca de la estructura de la subjetividad humana, se descarta en términos estrictamente

derogatorios el «mito cartesiano» del yo pensante, cognoscente, significante y transparente, y

único motor y regidor de la voluntad y de la existencia real del sujeto metafísico y moralmente

encarnado en un cuerpo instrumental rigurosamente sometido a los dictados trascendentes de

una sustancia espiritual creada por Dios o un Gran Espíritu. Los lectores que hayan

leído atentamente los estudios de Llinás, Dennett y Dawkins, que he

presentado en forma muy simplificada por ineludibles razones de espacio,

apreciarán la novedad de este libro en el marco de los debates retóricos y

«humanistas» —sólo en el sentido peyorativo de este adjetivo, por lo demás

nobilísimo— que todavía hoy ( ! ) siguen practicándose para beneficio de los

poderes religiosos, culturales, sociales, políticos o mediáticos que promueven las

virtudes de la sumisión y la obediencia en aras de la desinformación y la ignorancia de

los pueblos.

Desarticulado el Gran Mito, el mito religioso, como generador o fecundador

de los demás, he insertado mi interpretación crítica de otros dos grandes mitos

que han nacido, en el espacio de las sociedades del tronco occidental, al calor de

las Iglesias cristianas —con dimensión eminente, de la Iglesia católica—, a

saber, el mito cristiano o bíblico —del que remodelo mis tesis expuestas en varios

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UN BALANCE A MODO DE EPÍLOGO

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libros precedentes, pero con un perfil más exigente— y el mito político —la sumi-

sión por mandato divino del poder civil al poder religioso, y del que presenté el

ejemplo elocuente del caso español—. Vivir en la realidad es liberarse de la

falsedad en sus diversas manifestaciones metafísicas, religiosas, psicológicas,

políticas.... Y, para abandonar definitivamente el dominio de lo mítico y

regresar al reino de la realidad, es decir, a lo que realmente existe, debemos

depurar el lenguaje ordinario suprimiendo el falso dualismo ontológico del

saber que representarían supuestamente las «ciencias del espíritu»

(Geisteswissenschaften) ver sus las «ciencias de la naturaleza» (Naturwissenschaften),

con el fin de asentar la unidad de la ciencia sobre el estudio riguroso de la

Naturaleza como totalidad ontológica de lo que hay en su múltiple manifesta-

ción fenomenológica; y, de paso, sustituir lo que aún se conoce

tradi-cionalmente por psicología como disciplina académica —tributaria del

ilusorio concepto de «alma» (psyché)— por el estudio y la investigación científica

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ÍNDICE DE NOMBRES

Agustín de Hipona, 355 Albornoz,

Á. de, 380, 388 Alcalá Zamora, A.,

379-380, 384385,389,392-393

Alfonso XII, rey, 372 Alfonso XIII,

rey, 359, 368, 372-373 Alvarez

Mendizábal, J., 361 Amadeo de

Saboya, 367-368 Ambrosio de Milán,

33, 355 Amenophis 1,26 Amón, dios,

26 Anán, K.,417 Anastasio,

emperador, 33 Arboleya,M., 382-383

Argyle, A.W.,339 Arias Navarro, C,

400 Aristóteles, 14,79,92

Arquilliére,H.X.,356 Asvaghosa, 82

Azaña, M., 379-382, 384-387, 392-

393

Aznar, J. B., almirante, 379

Bakunin, M.,371

Baldwin, J. M., 210-211, 214, 216,

219,251

Bammel,E.,316,333

Banks, 121

Bareau, A., 61,62,64,66-67,69,71-73

Barrabás, 331

Batllori,M.,387

Baur,Ch.,318

Bavink,B.,258

Becker, J., 359,361,363-365

Becker, E., 52

Benini, 121

Page 370: Puente Ojea - Vivir en La Realidad

370

Berenguer, D., general, 379

Besteiro, J.,388

Bloch, E., 97

Boden, M. A., 290-292

Bonhême, M. A., 26

Bonifacio VIII, papa, 357

Borbón, M.a Cristina de, 362

Boring, M. E., 340

Bornkamm, G., 295, 304

Brandon, S. G. E, 26, 27, 28, 33,

317,322,332-333,337,341 Brandt,

W., 407 Bravo MurilloJ., 363-364

Breasted J. H., 24 Brower, M., 279

Brown, G., 98,103 Buddha, 61,

62,66-77 Bueno, G., 94,320

Bultmann, R, 288,295,316-318,340

Bunge, M., 44-45, 48, 85, 88, 91, 93,

95,293

Burkhardt, J., 352

Caifas, 308,312 Caillât,

C, 61,78 Calvin, W.,

167,205

Gambo, E, 379

Qtaovas dd Castillo, A., 368-369, 372

Careaga, I., 14

Carrasco i Fromiguera, LI., 389

Carreras, sacerdote, 383 Carvajal, J.

de, 360 Casares Quiroga, S., 380

Casey, M., 313 Cassirer, E., 13, 15

Castillo, J. del, 363

Catchpoìe,D.R.,3l6 Chalmers, A.,

121, 125 Changeaux,J. P., 110

Chissholm, R., 236 Chomsky, N..

132 Churchland, P. S., 121,420

Conzelmann,H.,295,298 Cope, 127

Copernico, N., 246 Coponio, 334

Cossio, Manuel B., 381 Crick, E, 110

Cristo, 18, 19, 27, 28, 33, 62, 286287,

302, 316-318, 322-323, 323,

333,338,347,353,356,396

Crook, J., 122

Cullmann, O., 324

DAquili,E.,90

D'Olwer, N.. 380

Darwin, Ch., 195-199, 202-206, 210,

214,216,219-220,230-231 David,

rey de Israel, 322 Da Vinci, L., 246

Davis, S. T., 122

Dawkins, R, 35, 170, 187, 195, 210-

214, 219, 226, 229-250, 264, 279,

421

De Santiago, general, 400

DeluisJ.,240

Dennett, D. C, 35, 125, 133, 140-

229,246-269,274-275,421 Denté, D.,

121 Derek, 274

Descartes, R., 50, 79, 142, 157-161,

164-165,255,264,420

Dibelius, M., 339 Dilthey,

W., 44 DobzhanskyTh.,

196 Dodd,Ch.,302

Domingo, M., 380-381

Donald, M., 222

Durkheim, E., 41

EcclesJ. C, 157 Edelman,

G.M., 110 Edwards,P,

255-256 Eigen,M.,220,225

Einstein, A., 197 Elsasser,

W.,223 Epicuro, 75

Erdogan,R.T.,417 Erman,

A., 24 Escriba, J., 376

Espartero, B., 361,365-366

Estrabón, 26

Estratón de Lampsaco, 93

Feinberg, G., 121

Felipe V, rey, 359-360

Fernando Vil el Deseado, rey, 360

Fernéndez Miranda, T., 401

Feuerbach, L., 53-56, 195

Figuero, J., 359, 368, 375, 378-379,

Page 371: Puente Ojea - Vivir en La Realidad

371

381,388,392,400,403 Flavio

Josefo, 305-306, 334-335, 337 Flores

de Lemus, A., 363 Floro, G., 335

FodorJ., 227-228 Fontana, J.,

362-363 Forgeau, A., 26

Franco, F. (el Caudillo), 402,414

Frankfort, H., 22,23,24,26,27 Freud,

S., 84

Gadamer, H.G., 44,286,288

Galambos, R., 115 Galilei, G. 19,198

GarcésJ.E.,405 García de

Haro,E,34,89 García-Trevijano, A.,

404-405 Garrido, E, 367

Gautama, Siddhartha, 61, 62, 76

Gelasio I, papa, 33, 353,355

Gil-Robles, J. M., 378, 385, 388-389,

393

Goguel, M. 305 Goicoechea, A., 375

Goma, I., 377, 380,387 González

Bravo, L., 363 González, E, 401

Goodman, N., 168-169,334

Gregory, R, 121,205 GreigJ. C.G.,

313-314 Guthrie, W.K.C., 19

Gutiérrez Mellado, M., 400

Hamilton, W„ 264

Harris, 101

Hawking, S., 268-271,273

Hazard, P., 186,352 Hegel,

W. E, 55 Heidegger, M., 90,

93,288 Heitmüller,

W.,294,297 Hengel,M.,332

Herodes, rey, 305

Heródoto, 19 Herrera, Á.,

375,377-378 Hinton,G.,214

Hoffmann, P., 340

Horus,23,24,27 Hubbard,

121 Hubel, D., 106,158

HuizingaJ., 352 Hume,D.,

197,252,259 Humphrey, N.

K., 239-240 Husserl, E.,

159 Huxley, J., 196

Isabel II, 362-363, 366-367 Isis, 27

Jackendoff, R, 184

James, W., 98,163, 176,180,256

Janasena, 83

Jaspers, K., 52

JaynesJ., 183

Jeremías,!., 295

Jesús de Nazaret, 28, 30-32, 62, 283-

284, 295-326, 329-347, 355, 372

Jiménez de Asúa, L., 386, 388 Joazar,

sumo sacerdote, 334, 337 Jonge, M.

de, 322 Joyce, J., 176

Juan Carlos I, rey, 362,399-403 Juan

el Bautista, 302-306, 308, 311,

316,320, 323,332 Judas de

Gamala, 334,335, 345 Judas

Iscariote, 332 Jülicher, A.,339

Kant,E., 16,106,256 Kàsemann, E.,

295 KeatsJ., 216-217 Kees,H.,24

Kelber,W.,340 Kissinger, H., 407

KloppenborgJ. S., 339-340 Koch,C,

110 Koester, H, 340

Koestler, A., 157,296

Kümmel, W., 302 Küppers,

B. O., 223

Lamark,J.B.,213 Land,E., 158 Largo Caballero, E,

380 Leeds, 121

Leibniz,G. W.,90, 93 León

I Magno, 33

Lerroux, A., 379-380, 388-389, 393

Lessing, G. E., 318

Levelt,W.J.M., 181

Lewis, Ch., 253

Lincoln, A., 181

Page 372: Puente Ojea - Vivir en La Realidad

372

Lindars,B.,313

Llinás, R., 17, 35, 94-140, 195, 201,

208,222,421

Locke, J., 225

Loisy, A.,330

Longair,M.,268

Lucas, apóstol, 284, 308, 316, 329,

338-339,344,346

Lüdemann, G., 316-318

Lührmann, D., 339

Macanaz, M. de, 359-360

Maccoby,H.,317,345

MacDorman, K. E, 121

Maciá,F.,380 Mackie,J.,259

Madoz, R, 366 Mahavira,

78 Marconi, G., 246

Marcos, apóstol, 32, 283-284, 288,

292,297-301,305-306,310-311,

313-314,316, 325, 330, 339, 341,

347

Marenko, 99

Marett,R.,58,59

Margulis, L., 187 Martín Lázaro, R.,

381 Martínez Barrio, D., 380,389

Martínez de Velasco, J., 388 Marx,

K., 371,395 Mastai-Ferreti, cardenal

(papa Pío IX), 363

Mateo, apóstol, 284, 308, 316, 329,

339,355 Maura, M.,

379-380,389 Mayans y

Ciscar, G., 360 Mayr,E.,

196 McCulloch.W., 139

McGinn,C, 191 Mendel,G.,

196,202 MendizábalJ.

A.,362 Menéndez Pelayo,

M., 370 Míchels, R., 404

Michie,D.,291 Millar, E,

334 Mirlos, 138

Moisés, 21,286,300,315

Monodjacques, 170,201,223

Montserrat Torrens, J., 243 Morgan,

C.LL, 210,214

Moule,C.F.D.,316,333 Mountcastle,

V., 110 Moyano, C, 366 Múgica,

M.,381 Muñoz, A. E, 362

Nagat, X, 162

Narváez,R.M., 361,363-364

Navarro,J., 403,406-407 Nelson, W.,

279 Newton, I. 197-198

Nowland,SJ.,214

0'Donnell,L.,366 Ortega y Gasset, J.,

379,393

Osborn,H.F.,210 Osiris,

23-29 Otero

Pedrayo,R.,389 Otto, R., 59

Pablo de Tarso, 321, 330, 339, 347,

353

Pablo, apóstol, 28, 32, 33, 300-301,

309,325 Pacelli,

cardenal, 385 Panteu,

115 Paré, 115,116

Patino, J., 360

Pedro, apóstol, 33, 306-309, 332-

333,353,355 Pellionisz, A., 100, 102,

105 Penfield, W., 111 Penrose, R,

189,268 Pérez Galdós,B.,268 Pérez

Garzón, J. S., 361 Perrin,J.,258

Perrin,N., 284,295-296 Pike, K.,42

Pilato, Poncio, 33, 305, 308, 312,

323,337,341,346

Pinker,S.,222 Pío IX,

papa, 367 Pío X, papa,

367 Pío XI, papa, 377

Place, U. T, 86

Planck,M.,43 Platón,

79,248 Plutarco, 27

Plutón, 24 Póppel, 165

Popper, K., 88, 94, 157,222 Pórtela

Valladares, M., 392 Prieto, I.,

Page 373: Puente Ojea - Vivir en La Realidad

373

379-380, 384 Primo de Rivera, M.,

374,403 Pujol, J., 401

Quine, W., 121

Quirino,334,337

Raguer,H., 381-382, 384, 386

Rahner,K.,285 Ramachandran, 106

Ramón y Cajal, S., 111 Ranke, 24

Ravera,S.B.,239

Reimarus, H. S., 317-318, 320, 322

RibaryU., 115

Ricciotti,G.,341

Richards, R.J., 172,211,214

Ríos, F. de los, 380, 384-385, 388

Rivas Cherif, C, 380

Robinson, J. M.,340

Rodríguez Zapatero, [. L., 414-416

Romanones, conde de, 379

Rougíer,L.,286,324,325

Rubia, F.J., 89 Ruiz Jiménez, J., 401

Ryle,G.50, 154, 157, 195,246

Sabatier, P.,393 SádabaJ.,59,76,81

Sagasta,P.M.,372 Sánchez Román,

F., 379 Sanders, E.P., 318 Sanjurjo,

J., general, 378-379 Santiago,

apóstol, 332 Sartre,J.P.,256 Schäfer,

101

Schleiermacher, F. D. E., 286-288,

393

Schlick, M., 92-93 Schmitt,

C, 326 SchullJ., 172

Schürer, E., 334,335,341

Schveitzer, M. N.,312

Schweitzer, A., 318

SearleJ., 121, 162, 191-192,227

Segundo, J. L., 21

Segura, monseñor (cardenal prima-

do), 376, 381 Sellars, W., 151

Serrano, general, 367 Shakespeare,

W„ 269 Shelley, P.B., 216-217

Sherk,H., 106 Shermer, M., 27

Sherrington, C, 17 Simón el Zelota,

332 Sjóberg, E., 313 Skinner, B.E,

266 Smart, N., 72-74, 83, 86,121

Soboul, A., 363 Sócrates, 246

Sommerhoff, G., 121 Sorel, G.E.,

371 Spalding, D., 210 Spinoza, B., 79

Steriade, M., 115 Strauss, D.E, 288,

318 Streeter,B. H.,339 Stryker,M.P.,

106 Suárez, A., 400

Taylor, B., 102

Tedeschini, nuncio, 380, 383-384

Thompson, D'A., 170 Thrower, J.,

82 Tierno Galván, E., 401 Tomás,

apóstol, 340 Tomás de Aquino

Troeltsch, E.,31 Truman, H., 187

Turing, A., 104,175-176 Tylor, E. B., 12,13,22,23, 45,50,58-

60,76,81,83, 102, 115, 186, 195,

241-242

Van der Leeuw, G., 41 Van In

wagen, P, 256 Vardhamana (Jina y

Mahavira), 76, 78

Vendler,Z., 157 VentosaCalvellJ.,382

Vermes,G., 313,322-323,334 Veyne,

P, 20

Vidal i Barraquer, E, 376, 380, 383-

385

Vilaplana, sacerdote, 383 Vinet, A.,

393 Von Harnack, A., 318, 339 Von

Neumann, J., 174-178 Vorgrimler,

H.,285

Wartofsky, M.W, 55 Weber, M., 22, 23, 29-32, 44, 58, 59

Wegner, D., 259,261-262

Weiss, J., 318

Wellhausen, J., 339

Wernle,P.,339

Wertheimer, M., 167

Page 374: Puente Ojea - Vivir en La Realidad

374

Wiener, N., 265

Wiesel, T, 106, 158

Williams, G.G., 234,246

Wrede, W., 298, 309, 311-315, 318

WrightJ.,210

YoungJ.Z., 138

Zaddok, 334-335,345