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PRESENTACIÓN¿Para qué escribir sobre cosas que nos duelen, sobre

recuerdos dolorosos? Esa pregunta es a todas luces pertinente cuando nos enfrentamos a un ejercicio de memoria, y mucho más, cuando este nos cuestiona sobre aquello que nos duele y que, con frecuencia, decidimos meter debajo del tapete y esconderlo en el sótano de la memoria, donde pensamos que por arte del olvido premeditado será disuelto hasta desaparecer sin dejar huella. Sin embargo, cuando abrimos esta caja de pandora que es la memoria y husmeamos en ella, nos sorprendemos rápidamente reviviendo los dolores, los miedos, las angustias, limpiando las lágrimas que salen sin ser invitadas. Entonces nos preguntamos con molestia, para qué nos hemos esforzado en recordar.

El olvido es la otra cara del recuerdo y ambas configuran eso que denominamos memoria, “todas las penas pueden soportarse si las ponemos en una historia o contamos una historia sobre ellas” dijo la escritora Isak Dinesen. Es claro que a través de la narración le damos forma y sentido a nuestras experiencias -cotidianas y extraordinarias-, permitiéndonos enfrentar los hechos para los cuales no tenemos explicación. Al construir un relato como estos, también lo sacamos de nosotros mismos para mostrarlo a los otros, con lo cual liberamos en algo nuestra vida. He allí una doble ventaja derivada de construir y compartir estas crónicas.

Hay otra ganancia que valoro mucho y que tiene que ver con el reencuentro libre y placentero con la escritura, una actividad que, a veces, se torna bastante esquiva y estéril. Este es un ejercicio que cada vez cobra mayor protagonismo en el curso de Problemas Rurales, gracias a la decisión y dedicación de muchos estudiantes que se arriesgan a buscar en sus memorias cómo les ha tocado la guerra, desde cualquiera de las muchas formas en que se concrete.

Flor Edilma Osorio Pérez

TABLA DE CONTENIDO

Diseño y diagramación Comunicación en Rexistencias

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¿Cómo nos toca la guerra? No.12

1El FECTO MARIPOSA

M i nombre es Manrique Manjarrés. Todavía me acuerdo del día que me sacaron de la finca para traerme a Bogotá e internarme ¿por qué lo hicieron? Decían que

los muchachos andaban por aquí con sus cuentos raros, yo los veía y la verdad quería ser uno de ellos.

Yo vivía con mi abuela Geña, en una finca de más o menos una hectárea, en un rancho de paja; por cierto, siempre vivía en el zarzo. Era el lugar donde me acomodaban todas las noches. No está de más aclarar que en esa época no había luz, ni agua (así le decimos al servicio de acueducto). Todo se hacía alrededor de la cocina, la cual estaba compuesta por una estufa de leña que llevaba un compartimento para calentar el agua, pero que nunca se utilizaba. Las paredes estaban negras, ya el humo se había encargado de ellas. Era pequeña y eso la hacía ver más oscura. La luz que entraba era de los espacios que dejaron como ventilación, huecos que le permitían a la Nona saber cuándo llegaba alguien, aunque ella ya lo sabía, pues siempre que iba a llegar alguien, según ella, bujía la candela o se metía una libélula.

Mi Geña era una persona muy buena como pocas. Era delgada, pelo negro largo, morena (lo que me confirma que tenía sangre indígena) y no tenía dientes; siempre se pedía la rabadilla para desmenuzarla con sus manos pequeñitas. No sé de dónde sacaba tantas fuerzas. Yo la acompañaba a coger yucas en un lote que tenía en aparcería y se templaba la gira en la cabeza, andaba descalza, siempre con su vestido lleno de retazos. Alguna vez le pregunté de dónde era. Me dijo que la violencia la sacó de Boyacá y que fue a parar a Santander con sus cuatro hijas. Nunca más le volví a preguntar nada sobre el tema, igual era muy pequeño y quizás ni entendería. Por supuesto, le tocó muy difícil. Se ganaba la vida cocinando en las moliendas, tarea que les heredaría a sus hijas (incluyendo mi mamá). Nunca fue a la escuela, lo sé porque no sabía leer. A veces cuando iba me pedía que le leyera la biblia. Se la leía sentado en una butaca o trozo de madera que era la silla. Nunca más le pregunte de su pasado, ni si tenía papá, abuelos, hermanos, primos, o demás. Siempre mi familia fueron mis tres tías, porque una de ellas se había ido y más nunca se supo de ella.

Mis recuerdos son muy vagos. Me dicen que era un terremoto, que dormía en el monte. Yo sólo me acuerdo que me gustaba andar descalzo y jugando a destruir los pozos que se hacían en el barro para hacer correr el agua. Los muchachos o guerreros, pasaban, saludaban y se iban; nunca supe que le hicieran daño a nadie.

Mi mamá consigue un puesto en el que trabajaban muchas mujeres en las veredas, se fue a una casa de familia. Allí puede tener a mi hermana, aunque no hay espacio para mí, pues no hay lugar en la pieza que tiene por dormitorio y sería una carga. A mi mamá le da miedo que yo me vaya con los muchachos y decide llevarme para Bogotá y me pone a estudiar para que sea “alguien”. Mi abuela se despide llorando, no sé por qué, pero ella sabe que me voy a demorar en volver. Siete años más tarde regresaría, esa cara de felicidad al verme todavía la recuerdo.

A los 7 años no comprendía qué era lo que pasaba. Llegamos a Bogotá. Qué frío tan “arrecho”, me asustaba tanta gente y era la primera vez que salía de mi pueblo. No había visto una ciudad tan grande, sentía temor pero no sabía por qué ¿Será que presagio que no va a ser tan grata mi estadía en la ciudad? El helado que me compran hace que el susto pase a un segundo plano. Por fin llegamos a la casa que va a ser mi hogar por un tiempito largo; mi mamá me dice que voy a estar bien, que ella me vendrá a visitar muy pronto. La casa se ve muy vieja, es una casa grande -de las antiguas- con un zaguán oscuro. Apenas entro empiezo a llorar, ya me empiezo a imaginar el encierro que me espera. Me dejan en un cuarto solo para que no distraiga a los demás. Me llaman para rezar, yo no sé nada de oraciones, ni nada. Todos los días se reza el rosario a las seis de la tarde, en fila en el patio. Me dicen que no puedo hablar cuando estoy rezando, comiendo, en la sala de estudio y menos cuando me vaya a dormir, que si tengo ganas de ir al baño alce la mano para pedir permiso, me presentan a los compañeros y me asignan el sitio donde voy a dormir y comer. Son puestos que si no respeto me castigarán. La época no es al azar, es comienzo de año y ya está todo planeado para que vaya a estudiar. Me alegra saber que voy a recibir clase afuera, ya me tienen cupo en La Inmaculada, otra casa vieja que está que se cae. Todos llegan con lo que tienen, la profesora ya es de edad y tiene su regla de palo, creí que era para enseñar,

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pero enseñar a quedarse sentado y en silencio, porque al que hable, tenga su reglazo en la mano. Ya me voy dando cuenta cómo es la cosa, tanto dentro como fuera del internado.

Hablando con mis compañeros me encuentro que hay de todos los lados del país. Muchos no tienen familia, a otros los han recogido y otros los dejaron pero no han vuelto a visitarlos. La mayoría son del campo como yo. La casa está dividida en cuartos gigantes, con decir que en un solo cuarto dormimos los aproximadamente treinta niños. Las camas tienen colchonetas cubiertas de plástico con figuras. La verdad, nada de la casa me gusta. En el dormitorio predomina el olor a miaos, donde guardamos la ropa son estante de madera, los baños son letrinas donde hay un espacio para colocar los pies nada más, el baño donde quedan las regaderas es grande, con lavamanos que, pensándolo bien ahora, parecen comederos para ganado, solo que todo está con una baldosa chiquitica de color azul claro. Lo que más me dio duro fue bañarme con agua fría, y cuando digo fría es verdaderamente helada, hay que pasar a paso rápido y dar la vuelta por debajo de los chorros, quedar

bien empapados y enjabonarnos, cuando estamos bien enjabonados pasamos por donde la “señorita”, que es la que nos cuida y ella da el visto bueno para pasar a la ducha a quitarnos el jabón.

A los que no visitan nunca les toca bañarse con jabón dado o jabón rey, el primero huele a física mierda, el otro es mejor sólo que se pega y se hacen grumos. Menos mal mi mamá me trajo lo de aseo, espero que me dure, porque si no, a lavarme con jabón dado, o el otro.

Otra sorpresa que me llevo, es que a mi mamá le dijeron que la primera visita era solo hasta que yo llevara dos meses. Esos meses se me han hecho larguísimos, no como ahora que el tiempo no me alcanza para nada, como dicen los profesores, es relativo. Ha pasado el tiempo. Ya jugamos yermis, garvinches, ponchados, esos son los mejores momentos, soy bueno en todo.

Desde que ingresé nos dan curso de canto, los domingos vamos a cantar a la catedral primada, somos el coro oficial y nos dijeron que pronto vamos a ir a Venezuela al concurso mundial de “puericantores”. No entiendo la palabra pero vamos a salir lejos.

Los días más esperados son los domingos, es el día de visita. Se me sale el corazón siempre que suena el timbre -ojala sea mi mamá-, espero que el próximo timbrazo sea ella pues ya necesito salir. Tampoco. Si antes de las doce no viene, pues no viene. Ya la rutina me tiene aburrido. Levantarse a las cuatro de la mañana, empelotarse, bañarse, fila al comedor, fila para ir a la escuela, fila para regresar, fila para la requisa de rutina, fila para almorzar, el esperado descanso, al estudio hasta las seis, al rezar el rosario en fila, a comer y a dormir en absoluto silencio. El sábado misa a la catedral, a veces vamos a la Luis Ángel Arango a la sala de música, allí me duermo escuchando a Mozart, Beethoven y demás. También es el día de hacer aseo y lavar la ropa con el famoso jabón Rey, jugar y ver TV toda la tarde. Los domingos, el que no tenga visita estará viendo televisión mucho rato en las sillas sin espaldar de madera en las que cabemos unos ocho sentados y como siempre en silencio.

Ya ha pasado mucho tiempo, ya estoy mamado de estar aquí encerrado, pero mi mamá está haciendo todo lo posible para salir adelante. Un día que iba por la calle le dije a una señora de una cafetería que si le podía colaborar los fines de semana y también le dije al negro que vende piña en la 17 con 4. A veces voy a uno u otro lado, ya tengo bastante tiempo aquí y me tienen confianza, lo malo es que apenas llego al internado me quitan la plata “pal ahorro”. No llevo cuentas de cuánto tengo, pero espero que la “señorita” no se quede con una parte como lo hace cuando mi mamá me trae onces. Ya todo me cansa, espero que esto no dure mucho. La mayoría de mis compañeros y amigos se han escapado.

Hay varios hechos que me acuerdo fueron relevantes.

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3 Una vez mataron una persona -que iba con un grupo de

scouts- en los cerros. Más adelante supe que habían cogido a Ricardo, él se había escapado hacía un tiempo; otro día me encontré con Bernardo, mal oliente, con una cobija y su frasco de pegante: estaba en la indigencia, lo convencieron de volver pero a los tres días estaba de nuevo en la calle, él venia del Tolima, donde los bombardeos hicieron que la familia lo trajera y lo dejara, para no volverlos a ver nunca.

Una de las misas que acolité era la de un personaje importante, a mí las misas importantes no me gustan porque los cirios son tres veces más grandes y pesados. Ese día me gané una “reverenda” vaciada, ya que como la multitud era demasiada, me hicieron caer el cirio encima del ataúd que por cierto se llenó de cera. Ese tipo muy importante era un Ministro llamado Rodrigo Lara Bonilla. Aunque no escuchábamos noticias sabíamos que el país estaba un poquito mal, ya se hablaban de “repúblicas independientes”, de narcotráfico y demás. Escuchaba mucho del EME, que luchaba por la gente y para la gente, que robaban camiones de víveres para repartirlos entre los más pobres.

El día que salí del internado sentí un gran alivio, pero así mismo mucho temor, no sabía cuál sería mi destino. Me fui vivir al 20 de Julio en un barrio en la loma, la casa en la que vivía era un inquilinato donde vivían todo tipo de personajes que viven al día y para vivir, debían desempeñar actividades diversas que ahora no describiré. Nombro mi estadía allí, porque un día saliendo del Camilo Torres en la décima con sexta había un caos completo, había trancón y todo parecía no tener pies ni cabeza, el ejército, la policía, etc. Cuando llegué a la casa, se veía salir humo del centro y todo mundo

era pegado al radio y la televisión, pues el M-19 se había tomado el palacio de justicia. A mí siempre me cayó bien el EME, pues repartían leche en la vecindad y tenían el apoyo de la gente. Después de un tiempo me fui a vivir con mi mamá y mi hermana, en varios lugares hasta llegar al centro. Ya en el 90 estaba terminando mis estudios, ya el EME había entrado en el proceso de paz y había firmado. Pensé: qué chévere que este país por fin tendrá un líder que gobernará “para el pueblo y con el pueblo”, pero qué desilusión, el gobierno lo mató. Por ahí leí que contrataron a un tipo que estaba en la cárcel para que saliera e hiciera el “trabajo” dentro de un avión. Ya los paracos

estaban haciendo de las suyas cuando volví a mi pueblo; yo tenía tendencia a la izquierda, me decían que hablara pasito “esas cosas” porque ellos eran los que mandaban en el pueblo y si alguien les caía mal, pues, PUM.

Me acuerdo que la fila para despedir al “comandante papito” -como le decían a Carlos Pizarro, comandante del EME- era larguísima; no creo que los que lo mataran esperaran esa respuesta de la gente, sin embargo no les importaría. Después vino el asesinato

de Bernardo Jaramillo Ossa, también fui, pero llegando al cementerio central nos dispersaron con chorros de agua con tinta, la que había quedado de las elecciones bipartidistas, donde los godos metían el dedo en el color azul y los liberales en el rojo.

Me metí a trabajar apenas salí del colegio, ya mi hermana se había casado y el esposo nos invitaba a pasar las fiestas con ellos y sus amigos; uno de ellos era un tipo excelente persona, era abogado defensor de los derechos humanos.

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La pasábamos con la esposa, el hijo y los demás amigos con sus respectivas familias, todo bajo un ambiente de cordialidad. En esos tiempos yo escuchaba ya mi música preferida por mucho tiempo (Silvio, Pablito, Mercedes, etc.).

Un día me contaron: Alirio había desaparecido. No se supo nada en el momento pero partes de su cuerpo aparecerían esparcidos vía la Calera. Corrió la suerte de muchos abogados defensores de los derechos humanos, tiempo después se sabría que fueron agentes del estado (F2).

Mi familia es de origen campesino, mi tía se fue para otro sitio, donde vivía con sus hijos, allí mi prima se casó con un muchacho que conoció y tuvieron 3 niños. Todo iba bien hasta que una tarde llegó un grupo armado y mataron al muchacho, él era del EPL; supuestamente otro grupo tenía en esa finca escondida una caleta y ésta desapareció. Por más explicaciones que dio, lo mataron. Mi tía volvió a la finca materna, duró unos tres años y se fue para Bucaramanga a buscar un mejor futuro. La finca de la que fueron expulsados ahora tiene nuevos dueños.

Ustedes se preguntarán qué tiene que ver todo lo anterior con la violencia. Pues fíjense que debido a la violencia estoy aquí, escribiendo un breve resumen de lo que ha sido una parte de mi vida. Yo le llamo el efecto mariposa, como la película, en donde un evento, puede cambiar todo. Debido a la violencia mi abuela llegó a Santander; debido a la violencia me trajeron a la ciudad; debido a la violencia no han podido salir adelante opciones políticas que hubieran podido darle otro rumbo al país y en las cuales yo creía y confiaba; muchos compañeros del internado estaban allí porque la violencia no había dejado más opción y no era casualidad que vinieran por motivos diferentes de todo el territorio nacional.

Después de las bombas de Pablo, de vivir cerca al cartucho, de pasar por la Universidad y ver por lo menos a un compañero caer por luchar contra el sistema, de ver como mataban a Jaime Garzón, a quien seguía y admiraba, -yo sé que la pregunta era cómo nos toca la violencia-, a veces pienso que nunca me ha tocado, simplemente es una compañera más, como la sombra, simplemente que se hace más oscura y aparece y desaparece dejando un rastro que

nunca quisiera seguir.

EN EL CORAZÓN DE LA TIERRA

E n el año 2.005, aburrida de mi vida en Bogotá, impactada por los hechos sociales que estaban afectando al país y con un fuerte deseo de ver desde más cerca la realidad

social, decidí abandonar mi universidad, una por cierto muy famosa en Colombia por haber graduado durante sus 259 años, funcionarios gubernamentales de alto rango, presidentes de la República (35 en total), magistrados, procuradores, ministros, politólogos, tratadistas, catedráticos, abogados y humanistas.

Abandoné mis estudios en Ciencia Política y Gobierno para estudiar en la Universidad del Magdalena, Antropología. Una carrera que me hacía soñar otra forma de ver el mundo, desde un lugar muy diferente al que me encontraba en Bogotá. Fue así como llegué a Santa Marta, llena de ilusiones y con muchas ganas de “untarme de pueblo”, así suene despectivo, pues consideraba que a mi formación le hacía falta mucho más contacto con la gente, con los lugares que habitaban y los problemas que en ellos se desarrollaban.

Sin embargo, mi idea de estudiar en Santa Marta estaba sustentada en un escenario poco favorable. A los 18 años no me imaginaba donde estaba parada, cuál era la ciudad donde ahora había decidido instalarme, ni alcanzaba a comprender todo lo que representaba.

Así las cosas, a los pocos días de iniciar mis clases en la UNIMAG ésta búsqueda de una buena dosis de realidad terminó convirtiéndose en miedo y autocensura. Me explico, cada vez que realizaba una intervención en una de mis clases de primer semestre preguntándome, criticando o cuestionando alguna falla del Estado, o de sus gobernantes en ese momento, era motivo para que uno de mis compañeros, casi siempre Alejandro, me llamara la atención por hablar de esos temas “prohibidos” y me advirtiera del peligro que corría al hacerlo. Por supuesto, las actuaciones del entonces presidente Álvaro Uribe hacían parte central de mis discusiones.

Al principio yo no entendía y acostumbrada a hablar en la caja de cristal de la que provenía, pretendí seguir haciéndolo. Por lo menos hasta aquel momento en el que me enteré del asesinato de varias personas vinculadas a la Universidad: el estudiante de economía Hugo Maduro en el año 2.000,

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5el Vicerrector Julio Alberto Otero en el 2.001, el Decano de Educación Roque Morelly Zárate en el 2.002 y el destacado profesor Alfredo Correa de Andreis en el 2.004, que trabajaba con comunidades desplazadas por el paramilitarismo.

Por supuesto, mis deseos de participar en las clases con mis -en ese momento “inoportunos”- comentarios sobre el contexto político en el que me encontraba se vieron censurados por el miedo de contar con la mala suerte de “oler a guerrilla”, o simplemente presentar una idea subversiva para el orden paraco en el que me encontraba. Sin duda, en la Universidad se había infiltrado el paramilitarismo.

La ahora evidente presencia del paramilitarismo en todas las estructuras del poder en Santa Marta, fue una de esas realidades que sentía no podía alcanzar a entender viviendo en Bogotá. Los noticieros, a pesar de sus treinta minutos de sangre y noticias desgarradoras sobre la violencia en Colombia, no alcanzaban a mostrar ni un diez por ciento de todo lo que significaba el paramilitarismo en la Costa Caribe, y mucho menos cómo este poder se estaba convirtiendo en algo normal, frente a lo cual, a los samarios no les quedaba otra cosa que resignarse.

La universidad a pesar de representar para mí un lugar de libre expresión, donde en común, estudiantes y profesores, compartíamos nuestras ideas sobre la sociedad que nos rodeaba, se transformó en una cárcel, la cual, si bien no era de cristal (como en Bogotá), estaba llena de barrotes que me atemorizaba traspasar.

Existía en ese momento también un fuerte debate respecto al narcotráfico y cómo su presencia en la zona debía ser combatida por un Estado, que bajo las órdenes del gobierno norteamericano, fumigaba a cocaleros, campesinos e indígenas sin discriminar. Fue así como empezó a tocarme el narcotráfico, escuchando sobre los efectos que el glifosato ocasionaba a las personas que bebían el agua de los ríos contaminados, sus alimentos sembrados morían al igual que sus animales al exponerse al químico (glifosato), y cómo niños recién nacidos se llenaban de brotes y otras enfermedades en la piel.

Me encontraba en una universidad penetrada por el paramilitarismo. Y en una sociedad totalmente sometida al miedo y la resignación, caminaba por el mercado sabiendo que “el patrón” lo controlaba todo, me montaba en autobuses cuyos

conductores indudablemente debían obedecer a este orden. También tenía que enfrentarme al hecho de que el Estado generaba tanta violencia con sus fumigaciones como lo hacía la insurgencia con sus asesinatos, ambos pasaban por encima de personas inocentes.

Cada fin de semana viajaba a las playas del Magdalena, sus hermosas aguas al mezclarse con las frías y transparentes que nacían en los nevados y desembocaban en el mar, creaban un escenario paradisíaco, rodeado de flora y fauna. La Sierra Nevada de Santa Marta no es declarada patrimonio de la humanidad por nada, quien la ha recorrido entiende muy bien esto y por qué los indígenas que viven en ella la llaman “el corazón de la tierra”. Nada se compara con este lugar del mundo.

Pensar que detrás de las montañas, a unos pocos metros del hermoso mar, se fumigaban familias indígenas y campesinas me ubicaba, sin embargo, en otra realidad. El narcotráfico, presente en la zona dese los años 80 con la bonanza marimbera y 20 años después con la cocalera, era una historia común que compartían todos los habientes de la Sierra. Muchos habían visto las lanchas cargadas de droga salir de la costa, otros conocían muy bien el oficio del raspachín de coca; todos sabían que en este territorio debían obedecer a la ley de “el patrón” y que desplazarse en lo más mínimo de esta lógica podría costarles la vida.

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Esta y muchas otras razones me hicieron volver a Bogotá y retomar mis estudios como politóloga en el Rosario. Simplemente no podía seguir viviendo en medio del conflicto que estaba desatado en ese momento. La presencia del paramilitarismo en la UNIMAG, las negociaciones entre el Estado y paramilitares para la desmovilización y el incremento de las fumigaciones con glifosato fueron algunos temas que no pude sacarme de la cabeza al regresar. Ya no me sentía encerrada ni en la caja de cristal –como si lo hacía al principio en Bogotá-, ni en la cárcel de barrotes de hierro en Santa Marta.

Viajar a este lugar me había abierto los ojos como una vez lo había deseado. Viví la realidad que anhelaba, la guerra me había tocado, por lo menos como observadora y de vuelta a la ciudad era mi deber seguir siendo consciente de ella y jamás olvidarla.

AQUÍ NO SE SABE QUIÉN ES QUIEN

C ómo nos toca la Guerra?... La verdad nunca me había hecho esta pregunta. Quizás es tan común ver, oír y sentir la guerra en el día a día que podemos decir que

hace parte de nosotros. ¿Cuántas veces hemos tenido cerca la muerte? Son tantas veces que han asesinado a familiares y conocidos y “con lista en mano”, como dice mi abuela.

Puedo decir que la guerra me ha tocado: cuando han amenazado a mi padre, cuando hemos sufrido por causa de paros armados que han incomunicado las vías del Chocó, dejándonos sin alimentos y combustible.

Creo que han sido muchas veces las que me ha tocado la guerra, pero sólo una vez me ha tocado tan de frente que la sentí en la piel.

En mi profesión, es normal recorrer muchos lugares del Chocó, haciendo visitas técnicas, talleres, caracterizaciones y consultas previas; sin embargo, para ir a cualquier zona, es importante llevar una lista donde se pueda dar a conocer quiénes somos, cuántos y a qué venimos.

En una de aquellas salidas de trabajo al Medio Baudó, mis compañeros y yo hicimos lo pertinente, pasamos el listado y dialogamos con el líder comunitario, explicándole las actividades que se llevarían a cabo durante los días que íbamos a estar en la comunidad. Él no tuvo objeción, simplemente dijo:

-Lo más importante es que informen cuándo van salir y cuándo llegan y que nos entreguen la lista de todos para prevenir… -y bajando la vista agregó- precisamente porque aquí nadie los conoce.

Después de eso y como es costumbre nos quedamos en una casa comunitaria y solicitamos colaboración para que algunas personas de la comunidad fuesen nuestros guías de campo y motorista. Llegó la noche y todo transcurrió normal. En aquel entonces, aunque para nosotros fue raro, era de esperarse que los habitantes de la zona nos miraran como extraños y estuviesen prevenidos.

En el segundo día, después de desayunar, salimos muy temprano, a las cinco de la mañana. Buscamos a nuestro guía, al motorista, y emprendimos la salida. Ya en medio de la selva y tras cinco horas de estar caminando, nos encontramos con un área despejada en el bosque, hecho que nos sorprendió, pues estábamos en una selva. Pero lo que nos encontramos al seguir caminando me impresionó mucho más, ¡era un área cultivada con coca! Para mí fue muy impresionante. Era la primera vez que veía una y sabía lo que podía significar estar en medio de ésta; así que mis compañeros y yo emprendimos la caminata a paso largo -como dicen los lugareños- para salir lo más pronto de allí. Más adelante, a unos metros nos estaban observando... desde lo alto de la montaña nos gritaron:

–¿Qué buscan allí? ¿Qué se les ha perdido?

Nos quedamos perplejos… Luego de reaccionar, uno de mis compañeros tomó la palabra y en voz alta dijo:

– ¡Somos investigadores de la universidad!

En ese momento, bajaron dos “señores” armados y sin presentarse nos preguntaron con voz fuerte y sosteniendo su fusil:

-¿Y qué clase de investigación es? ¿Quién les dio permiso para estar en estos predios? ¿Ustedes no saben que con sólo pasar por aquí les puede pasar algo?... ¡y luego nadie sabe quiénes son cuando los encuentren en el río!

Se me erizó la piel y pensé en mi familia. Justo en ese instante, se me vino a la mente que en el recorrido que hicimos para llegar al Medio Baudó, observamos algo que parecía ser un cuerpo flotando en el río; lo más extraño

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7fue que en el bote nadie dijo nada, solo algunos preferían mirar a otros lados o taparse los ojos, como lo hice yo.

Después de lanzar esas palabras, nos preguntaron:

-¿Y esos equipos qué? ¿Eso es un GPS?

Me puse más nerviosa y era de esperarse, pues yo tenía el equipo en las manos, ya que mi trabajo en esa salida era tomar datos de los cultivos que estuviesen en todo el recorrido. Así que me preguntaron si yo estaba tomando datos sobre este predio en particular. Saqué la cartografía y con voz entrecortada le pedí a uno de mis compañeros que la sostuviera; les explique los recorridos que haríamos y qué clases de sembrados eran los que evaluaría. Me acuerdo que exclamé:

-¡Sólo cultivos de pancoger!

Consecutivamente, uno de los hombres, con sonrisa en la cara, dijo:

– ¡Pueden pasar! Pero no quiero que vuelvan por estos lados porque para la próxima...

El silencio explicó lo demás.

Mis compañeros y yo proseguimos, pero nos resultó extraño que el guía se despidiera de ellos como si fuesen conocidos. Durante el resto del recorrido no dijimos ni una palabra sobre lo sucedido, no sólo por el miedo, sino porque pensábamos en nuestro guía.

Ese mismo día, cuando llegamos de campo, informamos al presidente del Consejo Comunitario; resultado de ello en las horas de la noche ya había una reunión con la comunidad a la cual

estábamos invitados. Así pues, cada uno de acuerdo a su función debía explicar qué iba a hacer y por qué zonas íbamos a pasar. Nuevamente fui cuestionada cuando uno de los asistentes a la reunión dijo:

-¡Ingeniera! ¿Y qué clase de cultivos son los que está evaluando?

Entendimos en ese momento que muchos agricultores de la comunidad cultivaban coca, pues toda la reunión giró en torno a ese tema. En los días siguientes regresamos a nuestras labores, un poco más tranquilos, pues ya estábamos identificados; sin embargo teníamos la zozobra por lo ocurrido.

Sabíamos que no podíamos hablar de lo que sucedía en la zona, ni siquiera cuando nos encontráramos en la casa pues las paredes tienen oídos –como dice mi abuela-.

Continuando con nuestras labores, en uno de los recorridos, el guía, con más confianza nos dijo:

-Aquí casi todo el mundo siembra o raspa, pero eso casi no da, a los que si les da es a los que la venden procesada…

Nosotros no dijimos nada. Pensé: ¿Será un informante? ¿Querrá saber que pensamos nosotros? Ya ni sabía con quién andábamos. Al escuchar esas palabras sólo nos miramos

y levantamos la ceja.

Jairo, como se llamaba o se llama el guía, siguió hablando:

-Los que siembran el Borojó lo hacen no para venderlo, sino para usarlo como camuflaje para transportar la coca, pues el olor del Borojó distrae a los perros en el puerto…

Además nos dijo que a veces raspaba coca para ganarse unos pesitos que

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necesitaba. Yo le pregunté cuántos años tenía. -¡Veintiuno!- Contestó. Creo que fue la única pregunta que rompió el hielo y al mismo tiempo cerró ese tema entre él y nosotros.

Continuamos con nuestro trabajo conservando la zozobra de saber que después de las seis de la tarde no se podía navegar por el río y que por las distancias del recorrido era mucho más largo el trayecto para regresar al sitio donde dormíamos. Recuerdo que un día cuando volvíamos al pueblo, alguien nos llamó desde la orilla, cuando nos acercamos nos dijo:

-¡Oiga ingenieros! ¿Me pueden llevar esto, más adelantico?

Yo pregunté:

-¿Y dónde?

El señor dice:

-Cuando los vean pasar… ellos ya saben y los llaman… y ustedes sólo les entregan.

No podíamos negarnos, si lo hacíamos era algo malo… pero si no, era aún peor. Así que llevamos la caja. ¿Qué era? ¡No sabemos! Pero podríamos imaginarnos. A pesar de todos los inconvenientes, pudimos en el día quince terminar nuestro trabajo y sentirnos aliviados de poder irnos a nuestras casas. Pero al mismo tiempo teníamos una leve tristeza -y lo digo en plural porque una vez llegamos a Quibdó, pudimos hablar sobre el tema- porque ya no podemos estar tranquilos haciendo nuestro trabajo, ya no podemos hablar con la gente, con los ancianos, jóvenes y niños que tienen tantas historias que contar y de las que nosotros podíamos aprender; pensábamos en la situación de nuestro guía, ¡Jairo! Tan joven y sin poder estudiar, con un camino poco prometedor.

Cuando se está acostumbrado a

llegar a las comunidades y compartir con la gente, es muy triste no poder sentirse a gusto con ellos. Porque como dice mi abuela: ¡Ya aquí no se sabe quién es quién!

EL SHOW SE PUEDE VER EN PRIMERA FILA SI UNO SE ACOMODA CERCA DEL RIO

L a frontera entre el departamento del Meta y Guaviare ha estado cubierta por extensas áreas de bosque natural –selva- hasta la actualidad. Esto lo hace escenario de

enfrentamiento militar entre grupos guerrilleros y paramilitares que se debaten por el control de este territorio y el de los latifundios ganaderos del Meta, Vichada y Caquetá, los cuales han sostenido la mayor parte de la economía regional en la

últimas décadas previas al crecimiento de la industria de hidrocarburos en los llanos orientales del país, en los últimos diez años.

En medio de este conflicto se ha tejido una cultura de guerra en la selva que se evidencia en las múltiples formas de adaptación de las pequeñas poblaciones asentadas a lo largo de los ríos, cuyas aguas fluyen hacia la cuenca Amazónica. Una de esas poblaciones es Puerto Alvira, localizada sobre la margen del río Siare en el departamento del Meta, a 47 Km de Mapiripán, escenario la masacre en 1.992. Será en Puerto Alvira el lugar donde se centra esta crónica.

Durante casi todo el año 2.010 el corregimiento de Puerto Alvira tuvo espectáculo de juegos pirotécnicos nocturnos. Eso decíamos los trabajadores de la empresa de exploración sísmica G2 Sesismic, que estuvimos allá durante febrero, marzo y abril de ese año. “Los juegos pirotécnicos” era el paliativo para no caer en pánico al referirse a las lucecitas amarillas que generan las ráfagas de ametralladora en la oscuridad del bosque y a las explosiones de cilindros de gas que provocaba el enfrentamiento entre el batallón del ejército No 11 y el frente guerrillero las

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9FARC No 39. Ese mismo frente guerrillero sostenía combate con un frente del ELN por el control territorial de la frontera entre Meta y Guaviare, un punto estratégico para los narcocultivos y la movilización de tropas de centro a sur del país.

-El show se puede ver en primera fila si uno se acomoda cerca del rio Siare a las 8 pm.

Esto lo solía decir el teniente que me acompañó varias veces a hacer los recorridos de valoración técnica para el aprovechamiento forestal en el área boscosa, donde estaban los campamentos más alejados.

En esta región del país los grupos insurgentes usan los ríos como línea de fuego, por lo que no es seguro transitarlos una vez cae la tarde. Los pobladores de las orillas del Siare lo sabían muy bien: después de las cinco de la tarde nadie salía de su casa, nadie se arriesgaba a ser baleado o a ser testigo de algún movimiento que implicara su persecución.

- ¡Ingeniero por ese camino no se meta, a esa gente no le responda nada! –Ingeniero, ¿ya vamos a terminar? Estoy cansado y por acá no es sano andar a esta hora.

Esto lo solía decir don Ferney García, un señor que venía de Mapiripán a trabajar en la sísmica y que había raspado hoja de coca en la zona por un par de meses, en espera de que se activara el proyecto.

Cuando se está trabajando en estos sectores del país para una empresa de exploración sísmica, se deben hacer recorridos muy extensos por tierra. Durante esos recorridos uno se pierde en la exuberancia del bosque mezclado con algunos potreros de mal pasto para cría de ganado criollo y algunas fincas perdidas entre la mata, como le llaman al bosque en ese sector. La parte dura del trabajo en campo venía cuando tocaba caminar varias horas por senderos señalizados por el equipo de avanzada militar. Esto era muy riesgoso porque significaba un punto preciso en el que las FARC podía colocar minas, hacer atentados o secuestrar trabajadores sin mucho esfuerzo para encontrarlos. Pese a esto, existía un margen de seguridad que reposaba en la conveniencia para las FARC de no generar un conflicto agudo con la empresa y con esto evitar la entrada de más pelotones del ejército nacional a la zona.

En marzo de 2.010 el grupo de ingenieros ambientales y forestales que hacíamos el manejo ambiental del proyecto, ya éramos conocidos por la gente del pueblo de Tres cuadras (Puerto Alvira). Del mismo modo, nosotros ya habíamos entendido algunas cosas de la dinámica del conflicto en la zona y del por qué estos grupos se peleaban el control del río Siare.

Parte de entender el conflicto consistía en saber cómo vivir con privación de la libertad en esa zona y eso, en definitiva, es la base de la cultura de la guerra, la cual había visto en la cara de los obreros de la sísmica al comienzo del proyecto y no entendía.

La gente en este rincón del país no tiene libertad de mejorar sus medios de vida a partir de los recursos de su tierra en medio del conflicto y, a la vez, está cautivo en su reputación de desplazado y pobre si decide marcharse a otras zonas del país.

En el mes de marzo de 2.010, el supuesto margen de seguridad conveniente se rompió. Habíamos avanzado muy adentro en la selva y nos acercamos a un punto importante de movilización de las FARC. Ese lunes en la mañana el jefe de grupo de la sísmica fue secuestrado en un campamento de selva donde hacía un intento de negociación económica con uno de los líderes del frente guerrillero. La alarma del suceso se encendió cuando desde la base de operaciones se sintió la explosión del helicóptero en el que el jefe se desplazó hacia el lugar.

Todos lo escuchamos, creímos que habían muerto. A los operarios de los taladros de exploración que estaban en el campamento del secuestro los amenazaron de muerte. Eran doce en total, siete emprendieron la marcha, pero a cinco de ellos los retuvieron -junto al jefe de grupo- por casi quince días, en un cambuche de las FARC. Todo el tiempo les dijeron que se iban a morir porque no pagarían nada por ellos y porque al ser de la región y no ser parte de la guerrilla, de seguro serían paramilitares, por lo cual sería más seguro matarlos para evitar fugas de información. Quince días después de tenerlos retenidos y sin certeza del por qué, los dejaron con vida. Los trabajadores de la sísmica fueron liberados con amenaza de retaliaciones contra todo el grupo, si la empresa no emprendía la retirada de la zona de exploración en menos de una semana.

Durante esos quince días la angustia y el desasosiego fueron extremos. Temíamos por la vida de la gente retenida

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en la selva y por las nuestras, al no saber si durante el desmonte del proyecto harían una avanzada a la base de operaciones con hostigamientos para asegurar nuestra salida.

La gente del pueblo ya sabía qué hacer; ellos se habían empezado a embarcar hacia Mapiripán días antes, no estaban dispuestos a quedarse y revivir una posible masacre como la que sucedió en la zona doce años atrás.

Cinco días a partir del secuestro, la mayor parte del grupo de ingenieros fue retirado del proyecto por razones de seguridad. En ese grupo estaba yo. Una vez regresé a mi casa en Bogotá me di cuenta del estrés en el que estuve durante tres meses seguidos; tenía casi cinco kilos menos de peso y treinta números de celulares de hombres y mujeres de Puerto Alvira, Mapiripán y Puerto Siare, quienes me habían pedido que los contactara si sabía de algún trabajo para ellos en Bogotá.

Eso me pareció más que irónico porque aunque hubiera podido encontrarles trabajos en la zona, no había señal de celular y la salida de Puerto Alvira por vía terrestre es casi imposible.

Todo eso fue producto de acciones desesperadas de la gente y el fiel reflejo de cómo las comunidades están profundamente fraccionadas a raíz del conflicto armado. Estas personas son judíos errantes en la región y en cualquier momento podían tener señal, yo podría llamarlos en realidad pero no me había percatado de eso al instante, ya que me había metido sólo un poco en la cultura de la guerra de la selva del país.

¿QUIÉN SABE DE GUERRA?

E s difícil sentir, pensar y opinar sobre lo que no se ha vivido. Desde pequeña escuché sobre los efectos de la guerra en el país, veía en noticieros y documentales a

los habitantes del campo que tenían que salir de sus fincas y llegaban a la cuidad sin nada, luego veía en los semáforos de Bogotá personas que a simple vista no eran citadinos, sostenían letreros -sin ortografía- anunciando que eran desplazados, sin duda llamando la atención de quienes leían el anuncio. En muchas ocasiones sintiendo lástima, compartía una moneda.

Los temas de la guerra eran, sin duda, algo importante de qué hablar en las instituciones educativas en que estudié;

opiniones iban y volvían, muchos puntos de vista se podían compartir; finalmente y sin sentir la guerra, terminaba teniendo un concepto sobre lo que todas estas fuentes expresaban.

Uno sabe que el conflicto está ahí y que a todos como colombianos nos afecta de alguna manera, pero jamás se imagina lo que pasa por la mente de quienes tienen las armas apuntando a su cabeza.

Hace algunos años, la necesidad de trabajo, me llevó a una lejana población ubicada en los llanos orientales de Colombia; para ese momento dicha población era catalogada como zona de conflicto. Era sabido que en ella se presentaban serios problemas de orden público; sin embargo, el temor no fue un obstáculo, hasta entonces no sentía la guerra; y así llegué a laborar después de dejar la capital.

Inicié labores en el campo y fue entonces donde empecé a entender la guerra. Los campesinos con los que tenía que conversar a diario parecían no encontrar otro tema diferente de qué hablar. Al parecer la confianza que yo les inspiraba por mi trabajo, resultaba cómoda para hablar y resultaban siempre contando cómo habían sobrevivido. Era evidente que todos tenían algo que contar. Algunos me llevaban a lugares y me explicaban con muchos detalles los sucesos por los que habían tenido que pasar.

-Aquí mataron a mi hijo, aquí a mi nuera y por este lado cayó una bomba, aquí era mi casa.

Se podía ver en sus ojos la desilusión por la vida. Otros contaban cómo tuvieron que salir corriendo de sus fincas sin poder llevar ninguna de las cosas que tenían.

En una ocasión, un grupo de campesinos me llevó a una casa grande en la curva de una carretera destapada. Llovía muy fuerte y ese era un buen resguardo; la vivienda estaba vacía pero se veía bien. Empecé a recorrerla. Llamó mucho mi atención y entonces pregunté por qué nadie vivía en ella.

Todos callaron por un momento; de pronto uno de ellos dijo que no podían, que ahí ya vivía mucha gente, me quede callada y sonreí. No entendí lo que quiso decir. Luego me dijo que en ese lugar habían torturado y asesinado a mucha gente y que muchos de ellos estaban enterrados aún ahí. Salió de la casa y tras unos minutos volvió con un hueso humano en

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11la mano. Simplemente no podía creerlo ¿Cómo hay huesos humanos por ahí en el campo y a nadie le importa? Terminaron la tarde contando historias sobre lo sucedido en aquel lugar.

Los días fueron pasando y entre más confianza inspiraba, más historias conocía. Fueron cientos de relatos y en muchos de ellos pude comprobar su veracidad sin estar buscándola. Empecé a sentir que pensaba diferente cuando salía de la casa, quizá todas las historias me hacían sentir miedo cuando estaba sola en el campo, pero al regresar a mi hogar la sensación era diferente, me sentía segura e inconscientemente olvidaba a quienes se quedaban en el campo pensando que ese podía ser el último día.

No había pasado mucho tiempo desde mi llegada a la población. Un día, al término de un trabajo, me dirigía nuevamente a casa, tomé un automóvil de servicio público. De pronto a lo largo de la carretera observé que un grupo de hombres armados detenían el tráfico; inicialmente creí que había sucedido algo y tendríamos que esperar. El conductor del auto intentó frenar pero ya era tarde. Lo mejor era seguir. Recuerdo que al llegar al sitio observé a unos diez o quince hombres armados, luego vi a tres hombres apuntando hacia al auto, pidiendo que todos los ocupantes bajáramos.

Recordé entonces que en uno de los muchos relatos escuchados me habían dicho que a estos hombres no les gusta que los miren a los ojos. Entonces agaché la cabeza y por el espejo en una de las puertas pude ver el desgaste físico que tenían estos hombres. Estaban delgados, se veían cansados, deshidratados, con los ojos perdidos, absolutamente descuidados y sí, tenían exactamente las características que había escuchado antes entre los campesinos, esas de las que nadie en la universidad habló, las caras que nunca vi en los noticieros,

las características de las que hablaban quienes verdaderamente vivían la guerra.

Pusieron sus armas en la cabeza de las cuatro personas que ocupábamos el auto. De pronto empecé a sentir algo que nunca había vivido. Antes había sentido el miedo que da la cercanía a la muerte, pero eso no era lo que sentía. Por primera

vez sentí lo que sienten los campesinos al ser desplazados, las familias al ser amenazadas, los hombres de uno o del otro lado cuando están bajo el poder de las armas. Empecé a sentirme el ser más pequeño, solo e inofensivo del mundo. Me sentía humillada, ofendida, impotente, doblegada, vencida, insultada, oprimida, aplastada, estaba bajo el poder de un arma fría sobre mi cabeza, sentía rabia y desesperación. Siempre pensé que al llegar un momento como este sentiría mucho miedo, pero no fue así. Lo que sentía era humillación, no miedo.

Pasó algún tiempo, no puedo decir cuánto fue, y al final nos quitaron todos los aparatos electrónicos y nos dejaron ir.

La situación se presentó igual en varias ocasiones y los encuentros jamás fueron gratos. He tenido que ver caer a los inocentes, niños, campesinos, indígenas y muchos más. He tenido que correr por mi vida y sentir cosas que muchos de quienes hablan de guerra jamás han visto, pero nunca pude sentir algo diferente a lo que sentí en esa primera ocasión. Desde ese momento entendí

el sentimiento de la guerra. Es difícil llegar a explicar un sentimiento, y más aún cuando llega tan profundo.

Ahora entiendo por qué los hombres luchan por libertad. No se trata de libertad física, es la libertad del alma, del pensamiento, la libertad que se pierde con la opresión de cualquier fuente, esa que no se consigue huyendo. No es

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tierra, no son amínales o cultivos, ni siquiera es por seres humanos. Es por la verdadera libertad del ser. Mientras viví en la ciudad creía que entendía o podía sentir la guerra, hoy me doy cuenta que no tenía ni la menor idea de lo que decía.

TE COMPARTO MI GUERRA

Q uién iba a imaginar que una pregunta personal fuese a la vez fácil y difícil de responder. Pero más allá, quién se iba a imaginar que alguien se preguntase

primero ¿qué es la guerra? para poder responder ¿cómo nos toca ella? Cuando por primera vez preguntaron ¿cómo nos toca la guerra?, mil pensamientos se posaron en tu cabeza, mil imágenes rondaron en tu memoria, mil cuestionamientos se adueñaron de tu mente...pero a la vez, mil pensamientos, mil imágenes y mil cuestionamientos se elevaron al viento.

“Te comparto mi guerra” nace de una iniciativa para replicar la pregunta en otras instancias que permitieran escribir la presente crónica. Fue un día de clase, con estudiantes de turismo, cuando la profesora pide a sus alumnos pensar en ¿cómo les había tocada la guerra?

Luego de un segundo de silencio, varios de ellos preguntaron: ¿pero la guerra cómo? ¿Cómo debo entender la guerra? Estas preguntas nunca habían sido contempladas por aquella docente, quien ingenua preguntó ¿cómo nos toca la guerra? pensando en ella como el conflicto armado que vive a diario el país.

De modo que, bajo la sorpresa de las preguntas de sus alumnos, ella les responde que piensen de manera libre ¿cómo les había tocado la guerra?; no importaba en qué sentido la estaban entendiendo. Fue allí, en ese instante, que ella comprendió que la guerra no encierra una sola idea.

Fue allí, en ese instante que, ella comprendió que estamos sesgados al conflicto armado de Colombia, cuando en realidad existen distintas maneras de ver e interpretar la guerra. Cuando existen distintas percepciones de ella.

Luego de reflexionar sobre las variadas maneras que pueden existir de ver la guerra, la profesora pidió a sus alumnos que compartieran con algún compañero su experiencia, para luego, en una mesa redonda, entre todos, compartir las distintas historias que tras la guerra se ocultaban.

“Te comparto mi guerra”… ¡Oh sorpresa! qué tan variadas percepciones tenemos de ella -la guerra- porque cuando no hemos sido víctimas directas de las imágenes que día a día nos muestran los marcos de comunicación, mi guerra, sin desconocer el conflicto armado por el que atraviesa nuestro país, se convierte en la lucha personal por sobrevivir en un mundo cargado de contrastes.

La guerra así se transforma en un mundo de colores; muchas veces de color negro oscuro, otras veces se cuentan a través de las tonalidades que existen entre el blanco y el negro, surgiendo así variedad de tonalidades color gris. Cuando se oyeron las voces, llenas de dolor, pero a la vez de esperanza, llenas de odio pero a la vez de perdón, llenas de malos recuerdos pero a la vez llenas de inspiración, se oyó una sola voz que decía: No importa cómo veamos la guerra, pues ella nos toca a todos de igual manera, a través de esa sensación que te eriza la piel, a través del deseo de la búsqueda de la paz, la tranquilidad y la buena convivencia, porque si en algo nos toca a todos de igual manera, son aquellas tristezas envueltas en lágrimas que nos permiten ver al vecino, compañero, amigo de

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13un modo diferente pero a la vez tan igual. Porque cuando comparto mi guerra, mil pensamientos, mil imágenes, y mil cuestionamientos ya no son elevados al viento.

EL DÍA QUE NO SE PUDO DISFRUTAR DE SUS BELLOS ATARDECERES

C urillo, Caquetá, ha sido denominado como el municipio de los bellos atardeceres y sí que lo era….el súper plan consistía en sentarse sobre una de sus orillas y disfrutar

un atardecer con sus múltiples colores, ver como el sol se comenzaba a perder sobre el río y mientras esto ocurría disfrutar con el grupo de amigos de una buena charla una rica empanada y, en algunas ocasiones, soñar sobre cómo sería nuestro futuro, aunque a decir verdad, poco se tocaban estos temas.

Además de esto, para mí Curillo ha sido el municipio donde crecí, estudié e inicié mi familia, pero también fue donde conocí muchas de las formas de violencia que tiene azotado nuestro país. Donde me tocó vivirla de frente, donde me tocó despedir amigos, familiares y otras personas, por razones que hasta ahora me pregunto ¿por qué?

Hace trece años fue el día donde más sentí esta dura guerra sin sentido por la que atraviesa nuestro país y a la que no se le saca ningún resultado o por lo menos nosotros. Era el nueve de diciembre de 1.999, ocho días después de mi graduación como bachiller. A uno siempre le dicen que se les debe hacer caso a los papás. Es curioso pero hoy en día agradezco haber cumplido esa regla de oro y haberle hecho caso a mi madre. Eran casi las dos de la tarde. Recuerdo que tenía un entierro. Un gran amigo había fallecido. No entiendo por qué los jóvenes no ven lo bonito de la vida, tal vez en un pueblo como el nuestro no había muchas cosas bonitas. En fin, este gran amigo Jhon, “el Loco”, decidió que jugar a la ruleta rusa era una buena opción de entretenimiento tal vez, pero no fue así para él. A las dos de la tarde era la misa para su entierro y para poder asistir debía dejar arreglada la cocina de mi casa y quería no hacer caso y evadirlo como en otras ocasiones, pero antes de salir mi madre me dijo -Si no lo hace, no sale. Estaba renegando y tratando de hacerlo aprisa, cuando vi un grupo de “policías”, pensé en ese

momento que entraban y se acostaban sobre un área deshabitada y en dirección a la estación de policía. Recuerdo que le dije a mi madre, “mira ma’ los policías están como practicando por si algún día la guerrilla después de las muchas amenazas entra al pueblo”.

No terminaba de decir estas palabras cuando preciso sonó el ultimo campanazo de las iglesia invitando la misa y pensé, no voy alcanzar. Cuando escuché el ruido más ensordecedor que jamás había escuchado, eran disparos, explosiones, gritos de muchas partes y fue cuando entendí que no eran policías practicando, era la guerrilla cumpliendo con su amenaza, se estaban tomando el pueblo y lo estaban haciendo por todas sus entradas, por el río, por la carretera, hasta rodear la estación de policía que se encontraba en el centro de pueblo. Qué curioso ¿no?

Vi a mi madre paralizada y estática, creo que yo estuve así por un par de segundos, pero el miedo y la impresión de lo que ocurría, me condujeron a cerrar las puertas del patio y del frente, a cargar a mi sobrino de cuatro años, arrastrar los colchones de las camas, entrar un racimo de banano, el tetero de mi sobrino y el tarro del agua y casi que arrastrar a mi madre hacía una de las piezas que más seguras creía, teniendo en cuenta que la casa era de madera y estaba a una cuadra de la estación de policía. Sin embargo, fue a lo que llamé “la trinchera”, que aún me pregunto cómo y en qué momento lo hice, pero lo hice y yo creo que funcionó, al menos para darnos un poco de seguridad a mi madre, a mi sobrino y a mí.

Fue una tarde y una madrugada demasiado largas, la más larga que he vivido tal vez. En mi cabeza rondaba, sin decírselo a mi madre, “menos mal hice caso si no estaría en la iglesia muerta del susto y mi pobre madre sola”. Mi sobrino lloraba, mi madre estaba preocupada por mi hermana, pues hacía pocos minutos había salido hacia su trabajo que para colmo de males era en el hospital del pueblo y sabíamos por ella misma que cuando ocurrían estas situaciones la guerrilla sacaba de los hospitales el personal para que prestara ayuda a sus heridos. En ese entonces no teníamos celular para una llamada o un mensaje, así que trataba de consolar a mi madre diciéndole que ella estaba bien y que como no era enfermera y era una simple secretaria pues debía estar en el hospital sin que nada le pasara, como también trataba de consolar a mi sobrino pidiéndole que me cantara y diciéndole miles de mentiras sobre lo que pasaba.

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Era triste ver a mi madre. Nunca había visto una persona tan aterrada como ella. Yo creo que estaba asustada pero en mi trinchera me sentía segura y me pasé el tiempo tratando de tranquilizar a mi sobrino. Creo que nos tranquilizamos tanto mutuamente que recuerdo que hasta dormimos mientras mi madre sólo rezaba.

Además de la impresión y el susto de mi madre, recuerdo otras situaciones que fueron tal vez las que más me tocaron y que las he tenido muy presentes. Una de ellas fue cuando los cilindros bomba caían y muchos explotaron cerca. Lo pudimos verificar al otro día con los huecos que se habían hecho en la carretera. Nosotras nos veíamos, no decíamos nada pero lo pensábamos “cuando uno de esos caiga encima de nuestra casita”. Gracias a Dios no pasó así, pero los que cayeron en otros sitios hicieron lo suyo con los policías y con otros civiles que nada tenían que ver con lo que sucedía, sólo que estaban en el lugar equivocado.

Otra situación que recuerdo fue cuando sentimos que dañaban el solar de la casa y de las otras vecinas y se acomodaban a disparar hacia la estación policía desde esos sitios. Sólo pensábamos en qué momento llegan los aviones y disparan. Y sí llegaron los aviones y sí dispararon, pero nuevamente y gracias a Dios no nos pasó nada. En estos momentos creo que mi madre más rezaba y yo trataba de distraer a mi sobrino con juegos y canciones que también me distraían a mí.

Y otra situación fue escuchar cuando la guerrilla le gritaba a los policías -Entréguense que nosotros somos más que ustedes, el apoyo no va llegar porque estamos en la mitad del pueblo y hay civiles y además tenemos municiones para darles hasta el 31 de diciembre si quieren. Recuerdo que tenía algunos amigos policías y pensaba que tal vez ya no los volvería a ver y desafortunadamente fue así, no los volví a ver.

A la madrugada se escuchaban las canoas por el río Caquetá, las que en otras ocasiones sólo transportaban personas hacia sus

fincas o madera o tal vez plátano o maíz, esta vez transitaban policías como rehenes, algunos de los que su destino fue morir en cautiverio y otros que estuvieron internados en la selva por casi doce años como fue el caso de Luis Alberto Erazo.

Cuando amaneció recuerdo que mi madre no podía casi ni moverse, mi pobre sobrino estaba también traumatizado, cualquier ruido lo asustaba.

La tranquilidad nuestra fue cuando llegó mi hermana y otros familiares que estaban en otras partes del pueblo y que estaban muy preocupados por nosotras dada la ubicación de la casa y por lo insegura que era; creo que todos ellos vivieron esta experiencia tan dura de una forma diferente.

Nuestra curiosidad nos llevó a ver los restos de lo que fue la estación de policía, que quedó destrozada totalmente. Se veían cadáveres de policías calcinados, destrozados, se escuchaban las historias de la gente, quienes decían que habían muerto muchos civiles que estaban transitando

por las orillas del río, que se estaban desplazando por las calles, mi hermana nos mencionaba lo que vivió en el hospital, que efectivamente se habían llevado a los médicos, así que a ellos les tocó atender a los pocos heridos entre policías y civiles que lograron llegar al hospital.

Era una tensión grandísima. Se preguntaba la gente por qué nunca había llegado el ejército, solo los aviones fantasma y, claro, éstos poco hacían porque entre la policía y la guerrilla estaba la población civil…como siempre; nos preguntábamos por qué las esposas de los policías que vivían a dos casas de la estación de policía habían viajado dos días antes para Florencia. Es más. Todavía me lo pregunto ¿la policía sabía lo que iba a pasar? ¿Por qué no lo sabía el resto del pueblo? Preguntas que tal vez nunca se resolverán.

Lo que sí quedó claro fue que ese día no se pudo disfrutar de su atardecer y

Madre proletaria, David Alfaro Siqueiros

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15el color rojizo que da el sol al ocultarse. Por el contrario, este color fue dado por la cantidad de sangre que se derramó. Es más, creo que nunca se volvió a disfrutar de sus atardeceres, los puertos quedaron destrozados y siempre pensábamos en qué momento se escuchaban más disparos. Mucha gente, incluyéndonos nosotros, salimos al poco tiempo del pueblo, porque se vivió una época en la que gobernó el ejército, luego este se fue y llegó la guerrilla y luego la policía nuevamente pero con refuerzos de los paramilitares. Tras todos estos grupos vinieron muertes, destierros y pobreza.

Hoy cuando vuelvo, porque tengo familia allí, porque uno ama la tierra y la amará por siempre, y como dicen “la tierra llama”, me doy cuenta que la violencia hizo lo suyo o ha venido haciendo lo suyo por muchos años. Sólo que ahora lo entiendo más que antes. Ese municipio pujante, productor de maíz, madera, plátano, casa del Festival de Danzas del Caquetá, no es más que un triste pueblo que cada día se deteriora más, los habitantes no encuentran alternativas, muchos se van, los jóvenes quieren buscar mejores condiciones y de lo que era antes, poco o nada queda.

Y por último, a pesar de que los atardeceres siguen apareciendo todos los días ya no se disfrutan como antes. El temor a los continuos hostigamientos de la guerrilla ha hecho que todas sus orillas estén rodeadas de bultos de arena como protección para la policía y la población civil. Además del recuerdo de aquella experiencia hace que se piense en qué momento inician los disparos y por ello, a pesar de seguir siendo Curillo el municipio de los bellos atardeceres, ahora es sólo eso, un nombre.

DE CÓMO UNA IGUANA RECUPERA SU COLOR ORIGINAL

P or aquí no había llegado nunca una plaga más mala que esa - sentencia la seño mientras prepara el café- los paracos si fueron mucha plaga mala! Vinieron,

ocuparon, se posesionaron del pueblo y de todo el Cesar sin ser los dueños, por el terror que sembraron. Si les seguimos teniendo miedo, ellos vuelven y se adueñan de nosotros…

Un silencio tan compacto que casi puede tocarse, cubre entonces todo el patio de la casa. Parece que hasta las gallinas y los cerdos saben que el terror sigue merodeando en las esquinas, como las brujas en las historias de los mayores, y por eso callan. El terror sigue allí, aunque haya cambiado de nombre y de ropa. Pero ellos ya no son los mismos de ese entonces, y hoy, organizados, han decidido enfrentar el miedo. Recordar es el primer paso. Por eso, reunidos bajo el palo de mango, en medio de cardonales y tunas, la comunidad de Guacochito desanda el tiempo, hace memoria con los fragmentos de recuerdo y palabras que se resisten a seguir en el silencio.

El terror y la humillación llegan en jean y pasamontañas

-Ay hija ¡usted hubiera visto lo sabrosa que era la vida en este pueblo antes de que ellos llegaran!-empieza la seño - uno vivía de sus chivos, de su monte, tranquilo. Pero un día, sin saber por qué, todo cambió.

Era el 6 de abril de 1.997. Dicen que días antes habían rondado haciéndose pasar por vendedores, porque es bien sabido que “el que viene a hacer mal se disfraza y miente”. Estudiaron las entradas y salidas del caserío, las casas, las rutinas de la gente. Dicen que unos rodearon los corregimientos y otros se dedicaron a sacar a todo el mundo de sus casas. A las doce y media, todos los hombres, mujeres, niños y mayores estaban en la plaza.

-Hasta a una mujer recién parida la obligaron a ir a la plaza, dejando el bebé en la casa. Ella iba caminandito, de pasito en pasito, como arrastrando una pena. Esa crueldad es inolvidable –recuerda la comadre Evelia.

Ese día inició el ‘salvajismo’: dicen que el sol ardía en los ojos y en el cuerpo, que estaba inmóvil en el cielo porque el tiempo no pasaba. Dicen que ese día ni siquiera la brisa se atrevía a correr. Dicen que podía oírse el latir agitado de los corazones, que el pueblo olía a terror contenido.

-Aquí nunca habíamos visto algo así. Nos reunieron en la plaza y el miedo pasaba de mirada en mirada. Con lista en mano iban organizando filas y a los que iban apartando los

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obligaban a quitarse el suéter para ver si tenían señales de morral o de haber cargado peso en la espalda y los hombros, para acusarlos de guerrilleros. Aunque no sabíamos lo que venía, sentíamos que algo malo iba a pasar porque ya habían matado cerca –afirma Ramiro.

-Si al menos lo hubieran hecho en la noche -repite la comadre- si al menos hubiera sido de noche, uno no tendría ese recuerdo tan vivo que hasta en los sueños se aparece. La recogida de cédulas, el llamado a lista, las filas de miedo y confusión. Al fin los encontraron, porque un hombre de pasamontañas los señaló. Los sacaron a la fuerza de la fila, y ya los estaban subiendo al carro cuando todo el pueblo, en un impulso incontrolable se lanzó a proteger a quienes reconocían como líderes de la comunidad. Yo no sé cómo explicarle, eso fue como por instinto. Eso se vio como cuando se aparta un lote de ganao, todo el pueblo junto se abalanzó sobre ellos. Aquí nunca antes había sucedido eso, así que reaccionamos sin pensar. Sólo queríamos que no se los llevaran, que no les hicieran daño. Luego se escuchó una voz, gruesa como de comandante, que gritó ‘No disparen, no vamos a matar a toda esa gente, así no’. Y con el mismo impulso todo el mundo se echó pa’atrás, por miedo a las balas. Uno de los mayores de la comunidad dijo con firmeza ‘si han de matarlos y dejarlos por ahí botados pa’ tené nosotros que recogerlos, háganlo aquí.

Entonces los paracos hicieron un círculo, y los obligaron a arrodillarse en el medio, en toda la plaza. El padre de uno de ellos intentó llegar hasta allá, pero se lo impidieron con los fusiles. El otro muchacho se estaba despidiendo de su padre, de su familia, de su gente, al recibir la primera bala en la frente. Un grito agudo de dolor, de angustia y vacío inundó la plaza. Dicen que desde ese día le quitaron parte del alma a ese pueblo.

Dos meses después, los paramilitares hacen la segunda incursión y con ellos, llega de nuevo la muerte. Fue el 22 de Junio de 1.997, cuando asesinaron a los hermanos R. que aunque eran naturales de El Trébol, Banco –Magdalena-, vivían aca y trabajaban en una finca y uno de ellos tenía dos hijos acá -aclara “La Negra”.

-Recuerdo perfectamente ese día como sí hubiera sido ayer -añade Toño- reunieron a todo el pueblo en la plaza, y nos quitaron las cédulas. Con lista en mano revisaron una por una: parecía que cada cosa que hacían se tomaba una eternidad.

Cuando se dieron cuenta que los hermanos R. estaban al final de la fila, los apartaron y aunque se intentó interceder por ellos, de una gritaron: ‘quieto ahí’. Aquí el que se meta de abogado se muere con el sentenciado’.

Entonces hoy, reunidos en el patio de la casa todos callan como lo hicieran años atrás en esa reunión.

El “tío” se atreve a decir lo que cada cual está recordando en silencio.

-Estaban sentados ahí, seño, ahí en la plaza. Los iban a matar ahí mismo, todos sabíamos que los iban a matar. Pero los obligaron a irse con ellos y mientras caminaban despacio, como los sentenciados de las películas, uno de ellos preguntó al pueblo ‘¿van a dejar que nos maten?’ Ajá, pero ¿y qué podía hacer uno?.

Perfecta continúa el relato mientras su mirada se pierde, en el pasado:

-Ellos se abrazaban, hija, se abrazaban y temblaban. Y cuando iban caminando le dijeron a la difunta Omaira, ‘rece por nosotros mi tía, que nos llevan para matarnos’ La comadre los bendijo. Al día siguiente cada hermano apareció muerto en un lado distinto de la carretera. Nunca dijeron por qué lo hicieron; parece que uno se lo ganó por andarle peleando una mujer a un paraco. Otros dicen que esos hermanos eran guerrilleros. Nunca se supo.

Después, la vida giraba alrededor de la lista.

-Tenían una lista secreta que dizque de guerrilleros. Cada día había una noticia nueva, de alguien que habían sacado de los pueblos cercanos y se lo llevaban lejos para matarlo. Unas veces aparecían, otras no –comenta el profe Edgar y continúa- Sí, la vida era la lista: saber si el nombre de uno, de algún familiar o pariente aparecía ahí era un asunto de vida o muerte, y mientras tanto, los días y noches pasaban comentando en voz baja sobre quienes ya habían caído, soñando con ellos.

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Manifestación, Antonio Berdi.

El profe William continúa,

-Si al menos hubieran usado panfletos, no hubiéramos vivido con esa duda todo el tiempo. Con el panfleto uno sabe desde el principio quién está y quién no. Pero como usaban lista secreta…. Y vea seño, yo se lo digo así de claro: este pueblo nunca fue guerrillero. Uno sabía que ellos pasaban, pero por el monte o más allá en La Sierra, pero nada más. Este pueblo no conocía la violencia hasta que llegaron los paracos… -y tras un breve silencio continúa- Además a esta región la guerrilla la trajeron los mismos ricos, nosotros los pobres no. Eso todo el mundo lo sabe. Como ellos eran ricos, eran ‘señores’ y no un simple don fulanito, pensaban que esos grupos les iban a ser fieles a ellos, les iban a proteger sus bienes y ellos iban a tener manejo sobre la guerrilla. Y eso fue lo que no pasó, porque los grupos se les salieron de las manos y empezaron a atacarlos y por eso la cosa se puso más templada. Las familias de la Plaza, los ricos, pues, pensaban que podían atropellar al indefenso, al pobre y no fue así. Y así empezaron los cobros de la guerrilla, que se cogían ganado y plata y vaina de los mismos ricos.

Todo el mundo lo sabe pero no aparece en la historia oficial, ni en los documentos de la Comisión de Memoria Histórica, ni siquiera en los informes de derechos humanos: la verdad se ha quedado enterrada en los baúles del Movimiento Revolucionario Liberal, en el que militaran activamente los Araujo e incluso los Molina, por allá en los años sesenta, agitando las banderas de Salud, Educación, Techo y Tierra (SETT). Movimiento que

compartieron con quienes, sin tener el peso de los apellidos del Valle, se unieron al Ejército de Liberación Nacional (ELN) para hacer la revolución “a lo Cuba”. Verdad que se comenta pero no se escribe para no evidenciar el apoyo que las familias de la Plaza Alfonso López dieran al lanzamiento oficial de la Unión Patriótica el 16 de Junio de 1.985 en Pueblo Bello, o las reuniones con los comandantes de las FARC en el monte, o las parrandas vallenatas que compartieran, o el compadrazgo de

ganaderos como Santos González con ‘Fabián’, comandante del Frente 6 de Diciembre del ELN.

Verdad incómoda de otros tiempos, que desafía las lecturas mecánicas de la guerra y del poder, y que ha sido reemplazada por discursos lastimeros sobre las extorsiones y los secuestros, para intentar justificar lo que sencillamente no tiene justificación: el matrimonio de los ricos con la muerte que llegó vestida de jean y pasamontañas.

-Pues este pueblo nunca fue guerrillero. Pero como los paracos no gustaban de guerrilla, la veían en todo lado. Lo presionaban a uno para que dijera dónde estaban los que ayudaban a la guerrilla y sabiendo que esa gente primero mataba y después preguntaba ¿qué tal alguien

mal informara y uno estuviera en esas listas? Entonces, el pueblo empezó a encerrarse en su propio miedo: la angustia era del color de la noche, la cena se convirtió en la hora en la que los perros ladraban distinto por la llegada de ellos y los caminos de toda la vida como se habían convertido en un cementerio. Y ni siquiera teníamos el derecho a saber por qué. Los paracos decían, ‘cuando aparezca un muerto por ahí, no pregunten. Nosotros al que matamos sabemos por qué lo

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matamos’. Hasta el día de hoy, yo no sé por qué pasó todo este salvajismo en mi pueblo -dice la comadre, bajando la cabeza y respirando profundo.

Con las listas llegó la requisa de las casas. Un día, “pusieron este pueblo al revés”, quitando los revólveres y escopetas que la gente guardaba para la cacería en el monte. “Ya sabían quién tenía revólveres y cuántos. Pero no sólo nos desarmaron, quitándonos la posibilidad de conseguir la comida que uno acostumbra, sino que nos robaron: sacaron la ropa de los escaparates y se robaron todo lo de valor que encontraron, joyas, plata, todo. Como unos simples cuatreros…”

Cuatreros, ladrones, eso eran:

-Robaban las tiendas, las fincas. Si llegaban a una casa y querían un chivo, una gallina, se la llevaban y dejaban las casas todas desmigajadas. Quedaba uno muerto del miedo, sin sus cosas y hasta sin puerta. Empezaron a cobrar vacunas:

todo el mundo tenía que pagarles, hasta el que no tuviera con qué. Primero la vacuna y luego sí resolver la comida de uno y de la familia -dice el tío, con un asomo de vergüenza en el rostro.

Se cruzan miradas y silencios, hasta que Henry, con tono de confesión dice,

-Bueno, ellos gustaban de robar, pero ¿por qué tenían que obligarlo a uno a hacerlo? Uno siempre estuvo correcto en sus cosas, porque así le enseñaron en la casa ¿se imagina lo que sentía uno cada vez que lo obligaban a ir al río a ayudarles a sacar los carros robados que se les atoyaban? Eso era como una ofensa terrible.

La vida transcurría así, entre la amenaza y pequeños espacios de tranquilidad arrebatados al terror. “Nosotros estuvimos sometidos por unas personas sin saber por qué, nos tocó correr base sin deberle nada a nadie. Cuando decían que había reunión todo el mundo quería huir, meterse en el hueco, volarse la cerca del patio: por eso, cuando uno lograba no asistir a la reunión se sentía como que había triunfado. Cuando uno estaba en el monte pescando y de regreso se encontraba con algún compañero que le decía a uno que la gente esa había estado aquí, y ya había pasado la reunión, se sentía un alivio. Era “como ganarles algo” hacer lo que se deseaba, evitar lo que no se quería, poder llevar a cabo una decisión por más cotidiana que fuera: ese era el terreno en que se daban las pequeñas batallas diarias. A veces se ganaba, y eso mantenía viva la esperanza”.

Como cuando empezaron a darse las primeras reuniones de la Asociación.

-Cuando el conflicto entró fuerte a nosotros nos tocó salir del territorio. Pero ya habían pasado dos años, era 1.999, sabíamos que ellos no se iban a ir pronto. Y regresamos a hacer la labor de la organización: nos tocó cambiar el discurso, nos tocó cambiar todo. Pero cuando nos reuníamos a hablar de Ley 70, de nuestra identidad como comunidad negra, la gente venía y sentía como un descanso: aunque los “paracos” a veces participaban, allí había un momento de libertad nuestra –recuerda Javi.

Angustia, David Alfaro Siqueiros

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19Mientras tanto había que sobrevivir. Ya se había visto lo

que hacían con gente inocente, ¿qué no harían con los que desobedecieran? Se decía que hasta violaban mujeres… se sabía que lo hacían. Por eso, para sobrevivir, lo que había que tener era humildad e inteligencia: “Sí uno se ponía a hacerse señas la llevaba perdida. Lo único que había que hacer era tener cooperación en lo que ellos dictaran. Porque ellos en lugar de tener persecución de la ley, tenían era apoyo. Hubo casos de personas que se atrevieron a denunciar y antes de llegar a la casa ya venían atrás de ellos persiguiéndolos. Lo que hacíamos era humillarnos todo el tiempo, para salvar la vida”.

Humillación: esa es la palabra que expresa lo que el pueblo de Guacochito vivió en esos años, lo que dicen sus voces y rostros cada vez que lo recuerdan.

-Era humillante cuando nos obligaban a barrer las calles y arreglarles las trochas en pleno sol. Ellos necesitaban tener los caminos despejados para ver si alguien extraño se acercaba, y nosotros teníamos que hacerles el trabajo -Aury hace una pausa, y continúa- nos tocaba encerrar o destruir los animales: los chivos, los cerdos, todo eso había que erradicarlo. Los burros se los robaban y después se los vendían a uno con la cadena puesta.

El problema no era barrer, limpiar el pueblo o mantener encerrados los animales para que no deambularan por las calles. Es que es humillante que otro, de afuera, venga a decirle a uno qué debe hacer y cómo debe vivir, solamente porque anda armado. Saber que pase lo que pase, hay que hacer lo que ellos digan es como sentirse un pelado de nuevo, como si uno fuera el hijo y no pudiera contradecirlos en nada.

Javi agrega:

-Perdimos la autoridad en el territorio. Teníamos animales y no sabíamos si eran nuestros o no, porque en cualquier momento nos los quitaban. Nos obligaron a vender cosas y animales que eran importantes para nosotros, con los que teníamos apego, porque hacen parte de nuestra cultura, de nuestra forma de vivir como comunidad negra. Y trataron de imponer un imaginario cultural de otros pueblos, obligándonos a pintar el marco de las puertas, de las ventanas, a cercar jardines y encerrar los animales. Parecen cosas simples, pero eso no hacía parte de nuestra mentalidad. ¿Cómo en estos

pueblos no iban a haber burros y chivos por las calles, si eso hace parte de nuestra cultura, de la esencia de nuestra realidad como pueblo? Pero como para los paramilitares eso no es tan bien y nos obligaban a encerrarlos o desaparecerlos.

Así, los paramilitares que llegaron en jean, franela y pasamontañas se uniformaron y se volvieron la ley.

Los paracos no estaban al margen de la ley, ellos eran la ley

-Ya en el año 2.000 nos habíamos hecho a la idea: ellos estaban aquí, habían llegado para quedarse -recuerda Rafael mientras bebe la segunda taza de café, en el patio de la seño, y continúa- En esa época, habían pocas opciones: Uno aceptaba la ley de los paracos o lo mataban, o si le iba bien, tenía que desocupar el pueblo. Si uno lo que más conoce es aquí en Guacochito, lo más lejos Guacoche ¿para dónde iba a agarrar uno? Entonces así fue que nos fuimos adaptando.

Una adaptación sutil como la de las iguanas, que sólo la gente “que sabe del monte” puede ver. A diferencia del camaleón que puede cambiar instantáneamente para camuflarse, las iguanas se oscurecen con el paso de los años y logran cambiar poco a poco de color a fuerza de tiempo y pena: cuando un cazador las acecha mucho tiempo, empiezan a oscurecerse y a veces, puede que se les olvide regresar a su color original.

Eso fue lo que hizo en el pueblo: se fue adaptando a fuerza de tiempo y costumbre a salir o entrar al caserío los días y horas que les eran permitidas, a encerrarse en sus casas antes de las seis para tratar de dormir “como las gallinas” con la caída de la tarde y a parrandear sólo los fines de semana hasta la una de la mañana cuando todas las cantinas cerraban de un solo tajo, y el pueblo quedaba sumido en un silencio instantáneo. Todo pasaba por sus manos y por sus fusiles: “Ellos se adueñaron de todo: hasta las peleas de marido y mujer pasaban por ellos. Las habladoras, las chismosas también eran castigadas por ellos. Los paracos eran la ley, y si uno hacía algo que no debía lo que castigaban: lo amarraban o lo ponían a barrer a pleno sol!”.

-Vea seño, es que hasta los niños, –dice Dora- se adueñaron hasta de los juegos de los niños, que andaban con palos y

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cartones jugando a matarse entre ellos a ser paracos, para ser los que mandaban en el juego. Uno los reprendía, pero ¿qué más podían hacer si eso era lo que veían todos los días?.

Esa ley del fusil determinaba la vida entera, hasta en los aspectos más esenciales de las maneras de ser y hacer.

-Ya en esos años, tenían todo avanzado -dice Oscar, siguiendo el relato- nos tenían prohibido pescar con atarraya, con trasmallo, no se podía agarrar iguana ni conejo. Ya prácticamente no teníamos animales para criar en los patios, porque el que se saliera a la calle ya lo mataban. Si uno quería salir al monte a buscar algún animal, tampoco se podía porque era prohibido, le daban rejo a uno con la iguana o con el conejo, o lo amenazaban diciendo que sí uno quería que le pegaran un tiro como al conejo. Yo pasé por eso con el hermano mío, y nos sujetaron como a las iguanas. Entonces hasta en la comida mandaban, y eso cambió la vida porque a nosotros los pueblerinos nos gusta eso, que si queremos comer pescado vamos y lo agarramos, lo mismo con la iguana y los animales del monte. Por esas cosas a uno no le gusta irse al Valle, porque ¿qué va a ir a hacer una iguana al valle? ¡Nos tocaba vivir de espagueti!!.

La imagen genera una risa colectiva en el patio de la casa, al recordar todos esos años en que ahuyentaron el hambre y el miedo con pasta en todas las preparaciones posibles, e imaginarse una iguana en Valledupar! Oscar también sonríe satisfecho con la risa provocada en medio de una reunión con tanto silencio y recuerdo que se hace suspiro profundo.

Los paramilitares eran la ley no sólo porque mandaran en el pueblo, sino porque actuaban conjuntamente con las instancias del Estado en toda la región. En los informes oficiales sólo se ha reconocido la alianza entre el ejército y los paramilitares desde el 2.002, cuando el Coronel Hernán Mejía Gutiérrez crea el Grupo Zarpazo del Batallón La Popa, con el cual transfiere armamento, información y aumenta las ejecuciones extrajudiciales que le hacen merecedor de una medalla de honor. Aunque sólo eso digan los informes, es un secreto a voces, que desde el principio, el ejército y los paracos han sido “familia”:

-El gobierno dio el aval para que ellos llegaran. Los paracos no estaban al margen de la ley, ellos eran la ley. En el 97, llamaron al último contingente que salió del Batallón La

Popa, y les hicieron la oferta de conformar las filas de las autodefensas, unos aceptaron y otro no. Pero bastante gente salió de ahí mismito del ejército. Es que no hubieran podido tener ese poder de la noche a la mañana si no hubiera sido con apoyo de los ricos del gobierno -dice alguien al fondo, casi llegando al patio de la vecina.

¿De qué otro modo se explica que por tanto años los paramilitares tuvieran base en El Alto, se quedaran en el pueblo, tuvieran retén permanente, cuando quedaba tan cerca de Valledupar, la capital del Departamento? No valía la pena denunciar algo que todo el mundo sabía:

-Estos pueblos se habían convertido en una tierra ‘paraca.’ Las pocas veces que uno salía del pueblo, no podía decir que era nacido en Guacochito porque inmediatamente te decían paraco. Uno no sabía a qué entidad acercarse para pedir ayuda, porque no había ninguna entidad que no fuera de ellos. ¿Qué podíamos hacer? Someternos a lo que ellos dijeran, más nada. Por eso cuando hoy sale en las noticias que detienen a un político, congresista, porque estaba con las AUC, uno dice, ‘¡vaya hazaña!, si es que era todo el gobierno el que estaba involucrado con ellos, completamente involucrado. Lo peor es cuando los declaran inocentes… -dice el tío con la serenidad de quien se sabe en lo cierto.

Eran los años en que la Fiscalía de Valledupar estaba completamente infiltrada: desde la Directora hasta los fiscales seccionales Lucas Socarras y Alberto Aroca, pasando por Tirso Maya -hermano del ex Procurador General de la Nación y de Ángel Maya, ex director del Hospital Rosario Pumarejo -fiscal delegado ante el Tribunal de Valledupar; todos trabajaban para “39”. Eran los años del segundo mandato de Lucas Gnecco en la Gobernación; miembro de la clase política vallenata, socio de Jorge Hernández ‘Boliche’- narco al servicio de “Jorge 40”- y primo de Jorge Gnecco quien junto a los Molina, los Castro y también los Araujo promovieron y financiaron la expansión paramilitar en el Cesar. Eran los años en que Lucas Gnecco era destituido e investigado nuevamente por corrupción y constreñimiento al elector durante su primer periodo y Valledupar estaba a cargo de Jhonny Pérez que tiempo después sería encarcelado por corrupción con diversos contratos entre ellos, el del lote del Parque de la Leyenda Vallenata cedido irregularmente a la Fundación del Festival, propiedad de los Molina-Araujo.

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Cándido Portinari

Adaptarse para sobrevivir también hace que el recuerdo cambie de forma y de tono, y que poco a poco los horrores de la primera época se vayan sellando en la piel, en el alma, como una gran cicatriz que pareciera una simple huella del dolor que ya no está.

-Sobrevivimos porque las mujeres empezaron a andar con los paracos, a salir, a ser sus esposas, sus novias, sus amantes, entonces ya ellos se fueron amansando, se portaban bien para tener un refugio aquí y que la gente no los rechazara tanto. Y después ya había gente del pueblo que no podía vivir sin ellos aquí -dice Jaime con naturalidad, y continúa- Sí, claro seño, las mujeres se estaban con ellos voluntariamente porque el olor del camuflado les gustaba… por eso es que hoy los paracos grandes ya se fueron, pero todavía andan los ‘paraquitos’ que dejaron…aquí las mujeres eran más de vacilón, pero allá sí hicieron más familia.

Un silencio tan cómplice como tortuoso invade el patio, y el ambiente de la reunión se enrarece. Algunas mujeres se esconden en una necesidad repentina de lavar la olleta del café, las tasas y “los chismes” que ya estaban limpios, y otras clavan su mirada en el piso, y acallan tanto la respiración que por momentos no parecen estar allí. Ninguna de ellas dice nada, y es inevitable pensar ¿qué tan voluntario puede ser cuando el hombre que te busca tiene un fusil al hombro, y le has visto asesinar a parientes, amigos, a gentes de otros pueblos?, ¿qué pasa cuando una forma aguda y contundente de violencia es interpretada como un ‘gusto por el olor de un camuflado’, que es el del miedo y la sangre? y si hay un “gusto” ¿de dónde viene, qué significa?, ¿qué implica crecer siendo ‘un paraquito’ para la comunidad en la que naces y creces? Es inevitable pensarlo y es imposible decirlo porque hay una especie de consenso forzado, de explicación fácil que ve una cicatriz donde hay una herida abierta, profunda y dolorosa. Sigue siendo una historia de hombres, interpretada por hombres y de silencio para las mujeres.

El recuerdo sigue distorsionándose.

-Hubo cosas que sí eran favorables, no podemos decir que todo era malo: cuando ellos aparecieron la violencia se acabó, porque el que peleaba lo castigaban. Los hijos obedecían más, no como ahora, y es que el que no hiciera caso lo ajuiciaban. Y también fue bueno que el pueblo se embelleciera, fue a la fuerza, pero se vio el cambio con los jardines y las calles limpias. A uno ya no se le perdían los animales a menos que los cogieran ellos: al menos sólo robaban ellos, no dejaban que nadie más robara. Como en abril que nos robaron 100 reses que eran de la comunidad, pero ya uno sabía que eran los paracos -dice compae’ Martín, y la gente asiente levemente.

Es un salto prodigioso de la memoria: al recordar 1.997 se resiente el robo, la humillación, la injusticia. Y los mismos hechos,

recordando el 2.000, se empiezan a valorar positivamente. La violencia encarnada, la imagen misma del ‘salvajismo’ y la crueldad se van convirtiendo en sinónimo de orden, seguridad, incluso de paz. El salto no se resuelve fácilmente, emitiendo un juicio de lugar común sobre “el grado de incorporación de la cultura paramilitar en la Costa”, o peor aún, como una justificación por parte del pueblo. Es el cambio tenue y sutil de la iguana, que de tanto adaptarse a veces necesita encontrar el camino de regreso a su color original. Y el camino se hace con la memoria y la palabra sobre lo que aún está por decir.

De cómo los muertos eligieron presidente

y otros mecanismos de control

-“Ay prima, esta es la tierra más democrática del mundo. Aquí hasta los muertos votan, y votan por Uribe! -ríe Richy con esa habilidad heredada para resumir con humor una verdad- En

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el 2.002, el comandante 39’ reunió a la gente de Guacochito y dejó muy claro que todo el mundo debía votar por Uribe, porque ‘era el de ellos’. Lo que no imaginamos es que todo el mundo incluía a los muertos, a los desplazados y hasta los ausentes que andaban por Venezuela por toda la guerra que aquí se vivía. ¡En esas elecciones sí que hubo fila! -y ríe de nuevo.

Aquí sucedió algo extraño. El día de las votaciones, la escuela estaba sola y parecía que un milagro podría ocurrir: tener la posibilidad de decidir si votar o no, y por quién. Así que para las ocho y media de la mañana, ya las urnas contaban con 85 votos para Serpa, o mejor dicho, en contra de Uribe y del régimen de terror que él representaba.

-Será que ese día se durmieron los paracos o no sé qué sería, pero llegaron apurados casi a las nueve de la mañana, con sus fusiles y revólveres. Nos ordenaron abrir las urnas y al ver que todos los votos eran de Serpa, enfurecieron. “Este pueblo no aprende, ¿cómo van a votar por ese guerrillero de Serpa? Aquí gana Uribe, porque este pueblo es nuestro”. Nos reunieron en el salón y yo le juro, seño, que pensé que nos iban a matar a todos. Nos gritaron y a empujones nos obligaron a desmigajar todos los votos y a quemarlos -dice el profe que en ese momento fue jurado de votación, y continúa,

-Yo pensaba para entre mí, esto no lo hago porque yo quiera, yo no estoy cometiendo un delito porque lo hago a la fuerza. Así que respiré y lo hice. Después, el paraco que más ‘guapo’ estaba, más rabioso, se sentó en el patio de la escuela, justo en el centro de los salones de votación, con el fusil terciado y las piernas bien abiertas y a los que venían a votar les mostraba el arma y decía: Uribe, Uribe.

-Yo recuerdo ese día -añade la comadre- yo ya me había alistado para ir a la escuela a votar. Pero la comadre Josefa me dijo que ahí andaban los paracos, entonces me quedé en la casa. Mucha gente prefirió no ir, porque ¿qué iba a ir uno para allá, sino a buscarse problemas?

-Y por eso fue que al final de la tarde habían muy pocos votos -retoma el profe, con la sonrisa apenas insinuada, la misma que hace cuando va a contar una anécdota- Entonces, el paraco ese dijo ‘no necesitamos que vengan a votar, así se hace la política’. Y obligó a todos los jurados, con lista

de la Registraduría en mano, a marcar los votos para Uribe y depositarlos en la urna. Yo andaba en esas, ya hasta pensando en otras cosas, cuando en la lista reconozco el número de cédula de mi papá. ‘¡Ve, y ahora mi papá salió Uribista, después de 14 años de muerto!’.

Hay un estallido de risa colectiva, y animado el profe sigue:

-Eso, si fue de risa. Entonces, a los pocos días fui a la Registraduría y le dije al funcionario que estaba allí ‘Mire, quiero que saque a mi papá del listado, porque en las elecciones que acaban de pasar andaba votando por Uribe, y él ya está fallecido hace 14 años. Así que ya estuvo bueno de desorden! Es hora de que el viejo Chema descanse en paz!’ Y el funcionario ni siquiera se sorprendió, hizo el trámite y ya. Es que hasta la Registraduría la controlaban!.

En las elecciones legislativas fue la misma historia. Los paracos reunieron al pueblo en la plaza y ordenaron quién iba a votar por quién: Por tratarse de la zona norte del Departamento estaban autorizados Mauricio Pimiento al Senado y Alfredo Cuello Baute a la Cámara.

Carlos Barberena

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23-Los políticos siempre han sido iguales -dice con desdén La Negra- lo único que hacían los paracos era repartir la torta entre los Gnecco y los Araujo, pero eso era un ‘gana-gana’ para los de siempre. A veces se peleaban, y por eso “Jorge 40” termina matando a Jorge Gnecco, quien le había presentado a Mancuso…Así es, y por eso contralaron la gasolina.

Y sí, “los políticos” siempre han sido los mismos con las mismas:

-Todo el que venía aquí a hacer política y por quienes nos obligaban a votar, todo el que haya ganado en esa época tenía nexos con los paracos. Y hoy día algunos de ellos están todavía haciendo política: todavía son “señores” y “hay que respetarlos”. Todo el que sacó votos aquí tenía vínculos con los paramilitares, creo que fueron tres periodos electorales, así que no son tan honestos los tales “doctores de la Plaza”. Están manchados con sangre… -sentencia Javi con exactitud.

En esas elecciones no había sorpresas, ya se sabía cuántos votos iba a tener cada político. Por eso, la gente recuerda más la chiva que les robaron los paracos ese día, y que la comunidad había destinado para la comida que tradicionalmente se comparte después de las elecciones: “Nunca nos devolvieron esa chivita…”

-Es que ese año, el cobro de vacuna se ‘apretó’ -dice el “tío” y replica- eso ya se venía dando desde que llegaron, pero con el tiempo la cuota iba aumentando. Todo el que tuviera un pedacito de tierra, cantina, tienda y a los que teníamos carro de pasajeros, nos cobraban 12 mil pesos. El que tenía gana’o dizque debía donar una parte, que eso era ‘prestado’. Y el resto de la comunidad a barrer!

-Como ya tenían el control total, empezaron a ‘llenarse los bolsillos’. Ellos siempre han sido cuatreros desde que llegaron. Pero con el tiempo ya no sólo le robaban a uno las moneditas de la casa, sino que se quedaban con porcentajes de los contratos de la Alcaldía y la Gobernación. Yo recuerdo que en ese año, en el 2.002, llegó la partida del mejoramiento del acueducto que alcanzaron a ser dos mil millones de pesos que se cogieron. Y también la de un proyecto de vivienda en el que cogieron el 10%: todo eso era directamente manejado por “Salomón” que era el comandante que dirigía las finanzas de los paracos en esta zona -afirma Manuel.

Al año siguiente, nuevamente elecciones. Pero esta vez, los paramilitares no iban a esperar a negociar con los políticos de turno, iban a tomarse directamente la Gobernación. Así el comandante “35”, más conocido como Hernando Molina, llegó a la Gobernación en una elección cuyo único contendor era el voto en blanco porque los demás candidatos se retiraron amenazados. Una protesta silenciosa se expresó 70.000 veces por el voto en blanco en todo el Cesar, pero este 40% no alcanzó para derrotar la avanzada paramilitar en las instituciones estatales.

De nuevo, la memoria se trastoca y los pueblos sometidos llegan incluso a añorar que “Nandito” hubiera terminado su periodo antes que lo detuvieran por parapolítica: “Nandito Molina si fue bueno, él si se veía con las obras que estos pueblos necesitaban. Además era humilde, cuando venía por acá uno se sentía hablando con un compadre de toda la vida. Lástima que no alcanzó a terminar su mandato” –afirmaciones similares se escucha una y otra vez. Es la ruptura, el ‘corto-circuito’ que impuso la necesidad imperiosa de sobrevivir, que distorsiona y separa los efectos de sus causas: “en cualquier caso, todos los políticos estaban de parte de los paracos ¿o no? Entonces hay que compararlos por otras cosas…”.

A un año de la Gobernación de Molina, los paramilitares controlaban los contratos de las más diversas entidades, transporte, salud, obras… Tenían varios negocios en los que el dinero regresaba a sus bolsillos multiplicado: por ejemplo, controlaban MERCABASTOS, el mercado de Valledupar que además de las altas sumas de dinero que recaudaba diariamente, suministraba los alimentos para que sus empresas fachada, ABASTECEMOS, FUNDESCOM y FUNDEBI entregaran los alimentos en los hogares infantiles del ICBF por lo cual tenían un contrato de un valor exorbitante. Sin contar con que en dicho contrato, los alimentos de los hogares estaban sobrevalorados en $2.500 por cada niño: multiplicando por cientos y miles, ese dinero iba directamente a las finanzas del Bloque Norte. Ello en complicidad con el Director Regional del ICBF, la Asesora de Paz de la Gobernación y varios contratistas.

-Vea, usté seño, por eso fue que para ese tiempo la comandante que llamaba “Patricia” nos obligó a construir un centro comunitario para atender a todos los niños que hasta entonces eran atendidos directamente en las casas de las madres comunitarias… para controlar el negocio de los

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alimentos -dice la comadre, con cierto entusiasmo por haber descifrado una pregunta largamente formulada.

-Ese año también empezó lo del río -añade el profe- en las fincas de la parte norte, cortaron mucha madera y eso terminó desviando el río en ese sector, o sea en su parte media. Y usted sabe que del río viven todos estos pueblos de por aquí, para la siembra y las casas…

La violencia paramilitar cambió tanto el curso de la vida en el pueblo, que hasta desvió el caudal del río. Y luego, llegan los años de la ‘desmovilización’.

-Marchamos dizque por la paz en Valledupar, obligados. Eso fue en el 2.005: como el mismo “Jorge 40” había matado el año anterior a “39” por andar de ‘abusivo’ cobrando mucha vacuna, el comandante ahora era “El Paisa”. Ese puso tres buses para que fuéramos a Valledupar, a marchar –Manuel hace una breve pausa, y continúa- pero nos llevaron obligados y engañados, porque nos dijeron que la marcha era para exigirle al Gobierno que si los paracos se iban a desmovilizar debían poner el ejército aquí. Pero allá nos entregaron unas pancartas que decían: ¡’apoyamos las Autodefensas’! Guacochito presente con las AUC. Eso fue una caminata desde La Ceiba hasta la Plaza con esas pancartas.

Oscar interrumpe ansioso por darle un toque de humor al recuerdo:

-Eso fue hasta de risa, con esa fama que teníamos de paracos sólo por ser nacidos y criados aquí, ahora andando con una pancarta que apoyaba a los paracos por todo el Valle… ahí si quedamos de remate! Y lo peor es que los que más llevaban esas pancartas eran los mayores y adultos que no sabían leer, porque los que sí sabemos al ver esas pancartas las enrollamos y las botamos en la calle…

Esos fueron los rostros que aparecieron en la prensa y los noticieros, que en el centro del país generaron un gesto condescendiente y un juicio tan simplista como falso: “esos costeños, todos paracos! Ha de ser tanto vallenato, machista y mafioso, que los vuelve así…”

Y así, caminando con pancartas sin saber lo que decían, muchos jóvenes del departamento se hicieron paracos una

semana antes de la desmovilización. “Nos hicieron una propuesta y era que nosotros nos inscribiéramos como si estuviéramos en las filas de ellos: ¡los que se iban a desmovilizar éramos nosotros! Ellos lo aconsejaban porque a nosotros nos iban a estar pagando una mensualidad como de quinientos mil pesos, y tendríamos acceso a salud. Es que, hija, ellos reportaron una cantidad de paracos y no querían desmovilizar a todos, entonces era como un reclutamiento. Uno tenía que ponerse un alias y el que estuviera sucio de ellos, ese era el alias que le iban a poner a uno”.

Algunos jóvenes, por la necesidad, por la ilusión, por la ceguera del que creció mirando hacia el piso aceptaron el trato. “Aquí no ocurrió, pero en otras partes fueron una cantidad: como los paracos tenían base ahí, los peladitos y jóvenes que antes le decían ‘papá’ a “39” terminaron haciéndose pasar por paracos, sin serlo… ellos se aprovecharon de los pueblos para quedar libres”.

Así, el 10 de Marzo del 2.006 en el corregimiento de La Mesa, cientos de jóvenes campesinos, hijos de la guerra, del sometimiento, del terror paramilitar sin ser ‘paracos’ se entregaron: hacían parte de los 2.545 que se desmovilizaron con “Jorge 40”. Y ahí seguía el pueblo, a la fuerza, viendo cómo en la finca “El Mamón” se hacía una obra de teatro, con máscaras y farsas, mientras la estructura de muerte y terror seguía intacta al mando de “101” y “Cocoliso”. Comandantes que seguían las órdenes de “Jorge 40”, manteniendo el control de los territorios y las vidas, de las vacunas y los ‘negocios’ del Bloque Norte. Cambiaron de nombre, pero son los mismos.

Ese año, Uribe es reelegido como presidente, ‘será porque a los muertos les quedó el gusto de votar…’

Recordar para componer el camino

-¿Qué cómo le afecta a uno la guerra?, Ay, hija! -suspira la seño- Eso es como si a uno le marcaran el alma, como al ganao’…

Marcas de la ausencia de un familiar, de un líder comunitario, de una comadre: marcas de terror y miedo, de dolor por la vida y los cuerpos que violentaron: marcas por los huérfanos que dejaron, por los hijos de la guerra que andan con sus crímenes a cuestas: marcas por lo que se llevaron… Se llevaron la

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25autonomía, la dignidad propia, la confianza.

-Yo ni siquiera creo que aquí haya habido guerra, hija -dice el tío- porque en una guerra hay dos que se enfrentan, con armas… Pero aquí lo que hubo fue una invasión sobre un pueblo, una suplantación. Ellos hablaban por nosotros, definían qué hacíamos y que no hacíamos, cuándo limpiábamos y cuando no, cuándo pintábamos y cuándo no, por quién se votaba y por quién no se podía votar. Los paracos pensaron por nosotros durante una década…

Más bien, intentaron llevarse todo, pero no pudieron. Ellos están aquí, hoy, vivos y en su pueblo, organizados, buscando que se reconozca su legítimo derecho sobre las sabanas comunales que fueron heredadas por los ancestros, recuperando la autonomía sobre la vida…

Pasa la tarde, y se oyen los chivos que regresan de la sabana entre japeos, berreos y cientos de patas sobre los caminos polvorientos. Andan libres por el pueblo, como en la época de antes del terror…”Hemos visto al Diablo a la cara, y no volveremos a agachar la cabeza, ya está bueno de mirar al piso! Hay que componer el camino”.

Sin más, los asistentes a la reunión se van despidiendo. Mañana es un día largo: el Consejo Comunitario ha convocado la primera jornada de limpieza para despejar el camino que conduce a la Isla, en las sabanas comunales. Nadie los ha obligado o castigado: esta vez es una decisión como gobierno propio. En la tarde habrá que reunirse nuevamente para analizar qué hacer con los panfletos amenazantes que han

empezado a circular. El terror sigue, pero ya no son los mismos y la iguana empieza a recuperar su color original.

POR FUERA DE LA PANTALLA CHICA

N ací una noche fría de 1.984 en un hogar promedio de la capital Colombiana –hago

una claridad al decir promedio y al hablar de capital colombiana, ya que gracias a esta crónica me doy cuenta que un hogar promedio de la capital está muy por encima de un hogar promedio a nivel del resto del país. El día en que nací el grupo revolucionario conocido como M-19 se tomaba -entre muchas acciones que rodearon ese año– el Colegio

Técnico Industrial Piloto, ubicado a pocas cuadras de donde viví toda mi vida. Crecí con

las costumbres típicas de una familia conservadora, siempre vi que la vida era una sola y común para las personas con las que me relacionaba, estudié en colegios privados, confesionales y nunca vi otra realidad. A pesar de ver imágenes televisivas de la realidad en la que nací, un conflicto armado que a la luz de la capital parecía una extensión más de aquella serie llamada Misión del Deber, noticias de bombas, secuestros, muertes, asesinatos, la constituyente, en fin, noticias que muestran un caso aterrador que esbozaron una realidad que ya me parecía normal vista desde la pantalla chica.

Mi familia paterna típica de la tendencia goda politiquera tenía una gran influencia en su región natal, conocida como la región del Guavio, poco conocida aunque no muy alejada de la realidad nacional. Entre su gran belleza paisajística se cocinaban unos problemas de orden público no mayores a los de otras zonas del país. En el año de 1.992 entró en operación una de las hidroeléctricas más grandes del país, hecho que al día de hoy no ha dejado ver un progreso

El descubrimiento de la tierra, Cándido Portinari

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diferente en la región, que no es conocida por nada, pero si le da un nombre a la hidroeléctrica del Guavio.

Este escenario paisajístico olvidado e industrial está rodeado por una extensa cobertura de páramos que se riegan por toda la cordillera oriental, en los cuales se empezaron a ver células de los frentes 51 y 54 de las FARC. Ya que entre sus actividades “revolucionarias” les parecía muy apetecible el volar torres de energía y sobretodo la intención de sabotear la hidroeléctrica principal; aunque nunca fue efectivo en su andada atacaron algunas subestaciones alternas ubicadas en la región. Mis vacaciones y ratos de entretenimiento siempre se daban en los campos de esa hermosa región donde parcialmente crecí y aunque no nací en esa tierra, tengo un gran sentido de pertenencia y de identidad con dicha región.

La realidad para mí siempre fue la misma, todo ese mundo de violencia era algo de prensa y televisión, de charlas de café entre mis tíos y conversaciones telefónicas. Todo era tranquilidad. Mi padre empezó a ser concejal municipal para el año de 1.994 en uno de los municipios que componen la región mencionada y los viajes empezaron a ser más seguidos. Recuerdo muy bien que para el año de 1.995 en las vacaciones de mitad de año yo viajaba para la finca. Ese día, 4 de julio, habíamos salido temprano de Bogotá, tomamos camino cerca de las seis o siete de la mañana. Como es habitual, después de pasar el municipio de Guasca se empieza a recorrer un páramo que, para esa época, estaba cubierto de una niebla mucho más espesa que en estos días.

En el sitio conocido como “el alto” existe una caseta y un altar a la virgen delCarmen donde siempre se enciende una veladora; ese día había más fe o preocupación pues se escuchaba que bajando de ese lugar la guerrilla hacían retenes. Afortunadamente todo salió normal; siempre llegábamos a un corregimiento llamado Sueva, un pueblito muy chiquito el cual era el primer caserío donde parábamos a tomar alguna merienda en una cafetería y donde empezaba el actuar político de la familia, compartiendo con amigos, se hablaba de los problemas y necesidades de la región. Esa mañana no era un día común y corriente, pues a la medianoche la guerrilla de las FARC se había tomado ese corregimiento, destruyeron la estación de policía, asesinaron con sevicia a tres policías y todo el sector estaba destruido. Era algo que no me podía imaginar. El sector estaba acordonado por el ejército de

Gachetá, municipio que está ubicado a unos diez minutos de este corregimiento. Las imágenes eran aterradoras y el miedo se sentía; era la primera vez que veía esa realidad de frente, los agujeros de balas, las paredes destruidas, la sangre, los casquetes, en fin todos los estragos que se pueden evidenciar después de una toma. Ese día no se paró en el sitio sino se tomó el desvío y se continuó el camino.

Esos años fueron de preocupación. La guerrilla iba a las casas a realizar sus labores de pedir “colaboración” y abastecerse. Mi padre recibió amenazas, mis tíos también, por tanto nos ausentamos de la región y trajeron a mi abuelo -que ya tenía problemas de salud- a vivir a Bogotá. De todas maneras se siguió visitando la región ya con un concepto más político que de recreación. A este fenómeno de las FARC también se sumó el de los paramilitares que llegaron a ampliar el conflicto; esto provocó un desplazamiento enorme de muchos campesinos a la capital y el desarrollo agropecuario al día de hoy no es significativo. Mi padre continuó siendo concejal; solo se ausentó un periodo, el que se considera más crucial para el orden público de esa época. Actualmente, varias casas están abandonadas en algunas zonas y tierras improductivas dejadas a la naturaleza.

Mural , David Alfaro Siqueiros

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27Al preguntarme cómo me afecta la guerra, recuerdo los

hechos mencionados y recuerdo los pasos por mi pregrado que, afortunadamente, se realizó en la universidad pública. Las arengas en las aulas de clase, las vías de hecho que nunca compartí, las marchas pacíficas, los pasquines, etc. Puedo hacer una lectura de algo que no es muy común, de algo que a pesar de conocer los sucesos que describí con anterioridad, para muchos sigue siendo ficción. Recuerdo los cursos cancelados por falta de presupuesto, recuerdo todo los derechos que a la orden del día se han convertido en un servicio por el cual se debe pagar para alcanzar su acceso, veo con preocupación todas esas caras de jóvenes sin oportunidades haciendo la cola para entrar a un instituto de mi barrio con la esperanza de titularse en algo para tener un mejor futuro, algunos sólo porque no hay más que hacer o para enlistarse en algún distrito militar. Veo las políticas públicas enmarcadas en la existencia del conflicto, la ayuda internacional y de la sociedad civil intentando resarcir los efectos de esta guerra sin sentido, veo como la guerra nos quita las oportunidades y derechos, cómo se lleva el presupuesto y nos deja la salud y la educación en condiciones precarias y eso sin hablar de la cultura, el deporte y otros aspectos los cuales en este país no tienen una gran relevancia.

Veo como nos toca la guerra como ciudadanos, profesionales, empresarios, individuos; como colombianos ante las embajadas, en los aeropuertos. También veo cómo nos toca, dejándonos ciegos, mostrándonos solo parte del conflicto, dejando que otros se aprovechen de nuestros recursos, de nuestro territorio, del capital intelectual, mostrándonos una guerra que en realidad existe para vendernos una seguridad necesaria, claro está. En síntesis, soy un privilegiado al que la guerra no ha tocado más que a otros. Sin embargo, con todo lo mencionado, la guerra nos toca a todos, a cada uno, al trabajador, al estudiante, a la ama de casa, al gerente, así nos vendan una seguridad democrática que hace creer que para poder ir a la finca de veraneo sin que lo pare la guerrilla, es que no nos toca.

CUANDO PICAR ME RECUERDA LA FRUTA

H ace tiempo PICAR me recordaba la fruta, los mangos con sal en el solar de mi casa. Hoy picar puede ser muchas cosas pero en Colombia es sinónimo de terror,

incluso si lo oyes en la novela, te mueres de pánico, creo que muy pocos escapan a esa sensación…

Un día abrí los ojos y lo escuché, me dijo:

-La vamos a picar.

Dicen que cuando se va a morir pasa por la mente toda una vida de recuerdos. Yo no pensaba en otra cosa. Recordé que hacía un par de meses, un joven de a penas 19 o 20 años llegó a mi pequeña oficina en el palacio municipal donde ejercía mi primer cargo público como personera municipal. El joven llegó desde Medellín, donde se encontraba bajo protección de Acción Social por ser víctima y testigo de una masacre ocurrida en Vegachí. Los “paracos”, como se les llamaba a las Autodefensas Unidas de Colombia, habían pasado varias horas en el pueblo sacando a la gente de sus casas para subirlas en una volqueta. Cuando llegaron a su casa, donde se encontraba con sus padres y tres hermanos menores, su papá se negó a salir, entraron por la fuerza y lo mataron frente a todos y se llevaron a su madre. Al día siguiente los cuerpos de las personas que se llevaron empezaron a aparecer por toda la carretera que de Vegachí conduce a Medellín. Un camino largo. El joven me contaba la historia para llenar el formato de hechos atribuibles al conflicto armado que le permitiría reclamar un auxilio del estado:

-Mi madre, doctora, no aparecía por ninguna parte. A mis hermanos y a mi nos llevaron para Medellín a un hogar de paso, hasta allí llegó la fiscalía por mi por que al parecer sabían donde estaba mi madre. Cuando llegamos al sitio en una vereda de Yalí, yo los miraba a todos incrédulo, me señalaban un hueco de no más de 50 centímetros, ¿cómo podía estar mi madre allí? –Sus ojos se inundaron de lágrimas- El hueco era profundo. Sacaron primero los brazos, luego las piernas… y el resto. La confusión no me dejaba ver pero yo sabía que era mi madre.

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ASÍ QUERAMOS, NO PODEMOS

T ratando de dar respuesta al interrogante ¿Cómo nos afecta la guerra?, encontré que a pesar de haber crecido en un municipio con serios problemas de orden público

en el que se mantenía la constante zozobra de una toma armada por parte de las fuerzas al margen de la ley, hoy puedo decir que soy una de las personas afortunadas que se ha salvado de experimentar de cerca el miedo, el pánico, el horror, el sufrimiento, la pérdida de un ser querido o la agresión corporal de un hecho violento entre tantos otros efectos que genera la guerra en un país como Colombia, que vive en conflicto hace tantos años. Sin embargo, hablando con

Volví al cuarto oscuro, ahora el hombre hablaba con voz menos grave, parece que me decía:

-Quien la mandó a proteger guerrilleros.

-Cuales guerrilleros -le pregunté.

-Esos que mandó pa Medellín, desmovilizados familiares del que matamos en la plaza el domingo.

Ese domingo una anciana y tres de sus hijos junto con sus nietos me buscaron porque los paramilitares acababan de matar a uno de sus hijos en la plaza e iban por sus otros hijos. Yo seguí el protocolo de protección a población desplazada y me comuniqué con Acción Social para que vinieran por ellos. Entonces le dije al sujeto:

-No son desmovilizados, son desplazados.

-La misma cosa –respondió el sujeto con un dejo despectivo.

-No es lo mismo –le expliqué– si ustedes pretenden sustituir al estado tienen que actuar como el estado o mejor que el estado. Deben investigar antes de ejecutar.

¿Qué estaba diciendo? Sólo hablaba, no pensaba, estaba loca, este sujeto esta armado frente a mí, con órdenes de “picarme” y tirarme al río y yo le estoy diciendo qué hacer. El sujetó se sorprendió y me dijo:

-Sí, nos equivocamos, el guerrillero no era ese sino el otro.

No se cuánto tiempo pasó. No se si fueron horas que parecieron días o días que parecieron horas. Por alguna razón sólo recuerdo que ese lunes llegaron a mi oficina unos hombres vestidos con camuflado y me dijeron:

-Vaya, despídase de su hija y su mamá. La esperamos diez minutos si no sale la matamos delante de ellas.

Mi mamá lloraba y rezaba (siempre he creído en los rezos de mi madre). Besé a mi hija y me fui. Yo sabía que jamás volvería a verlas. Estaba imaginando sus rostros, como el de aquel joven, si me encontraban en pedazos; cuando volví a escuchar la voz:

-Váyase, que hablaron por usted. Mi comandante la va a buscar en estos días.

Caminé y caminé, mi padre todavía me esperaba, nunca dejó de esperarme. Meses después, mi compañero, personero también, fue asesinado en su casa. En Caracol dijeron que sicarios le propinaron seis balazos. Muchos personeros fueron asesinados y amenazados ese año. Yo me fui a Bogotá y aquí estoy haciendo una crónica de algo que preferiría fuera un cuento. Pero a veces abro los ojos y ya no lo escucho, y vuelvo a recordar la fruta picada.

El Desfi le , Fernando Botero

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29conocidos y amigos advierto que ese no es el caso de una joven antropóloga que actualmente trabaja en la elaboración de estudios de impacto ambiental y de quien a continuación cuento su historia.

En la búsqueda de comunidades interesadas en hacer parte de un proyecto para evitar la deforestación de la selva chocoana, sus compañeros y ella emprendieron un viaje por varios de los municipios de este departamento. El primero de ellos fue el Cantón de San Pablo ubicado a algo más de una hora de Quibdó. Con la esperanza de lograr los primeros acuerdos para el desarrollo del proyecto, se reunieron con los representantes de los Concejos Comunitarios afro de este municipio con quienes ya habían establecido contacto previo. El acercamiento con ellos fue infructuoso, debido a las presiones ejercidas por los actores al margen de la ley que tienen injerencia en este territorio (guerrilla, paramilitares y bacrim). Efectivamente, el territorio tradicional dejó hace mucho tiempo de pertenecer a las comunidades afro del Chocó, encontrándose bajo el dominio absoluto de los actores de la guerra. Estas grandes extensiones de tierra se encuentran entonces al servicio del narcotráfico y de la minería ilegal. Por ello, a este equipo de trabajo se les fueron cerrando todas las puertas y a cuanto municipio visitaban la respuesta más recurrente de las autoridades locales era: “Así queramos, no podemos”.

Cuando todas las esperanzas estaban perdidas y estaban planeando su regreso a Bogotá, el gobernador de uno de los resguardos indígenas Emberá del municipio del Alto Baudó se contactó con ellos y les expresó su interés en el proyecto. Sin embargo, les advirtió que para poder ingresar necesitarían el permiso del comandante del bloque guerrillero que controlaba esta parte del río Baudó y para ello era necesario celebrar una asamblea. Con el fin de llevar a cabo la dichosa asamblea, solicitaron una buena suma de dinero para comprar gasolina y comida para dar y convidar. La asamblea duró tres días y después de esta larga incertidumbre recibieron la noticia de que podían entrar. Llegaron a Puerto Meluk, para embarcarse en una “voladora”, nueve horas Baudó arriba para llegar al resguardo donde se desarrollaría la reunión. Después de un viaje agotador pero a la vez excitante por la majestuosidad de la Serranía que lleva el mismo nombre, llegaron a su destino hacia el final de la tarde.

La comunidad entera los esperaba a la orilla del río; las mujeres con sus pechos al aire, su pelo negro y largo, sus coloridas faldas y collares parecían ser las más emocionadas con su llegada. Con la ayuda de los jóvenes se instalaron y ante la necesidad de avisar en sus casas que se encontraban a salvo, subieron a llamar desde el único punto del resguardo donde entraba la señal. Era la escuela que se encontraba unos cien metros arriba del poblado y desde donde se podía contemplar todo el paisaje. Al llegar, sus compañeros y ella quedaron atónitos con tanta exuberancia. Al poco tiempo de encontrase allí, llegó una lancha con unos uniformados y aunque el primer reflejo de todos fue pensar que se trataba del ejército, pronto se dieron cuenta que no, era la guerrilla.

Entre hombres y mujeres no sumaban más de treinta. Comenzaron descargar cajas, dirigiéndose hacia donde ellos estaban. El resto del equipo comenzó a llamarlos desesperadamente para que bajaran. Algo horrorizados comenzaron a bajar cruzándose con ellos. No podían ver el rostro de ninguno porque siempre miraban hacia el piso. En su lugar de habitación, la coordinadora del proyecto estaba reunida con su guía y un uniformado. Lo único que se podía ver, a la tenue luz de una linterna que sostenía en su mano alumbrando hacia abajo, era su tez blanca y el pelo negro que le llegaba un poquito más debajo de los hombros. Al ver al grupo, preguntó que si venían con ella, refiriéndose a la coordinadora y les pidió que esperaran afuera. Entre tanto, la cena estuvo lista. Todos comieron en completo silencio esperando a que la reunión se acabara, mientras que los demás guerrilleros terminaban de instalarse.

Al cabo de media hora sus compañeros llegaron con la noticia que sus vidas iban a ser respetadas pese a que habían entrado a su territorio sin autorización. Se dieron cuenta entonces que habían sido engañados, que la famosa asamblea para la que les habían pedido tanto dinero nunca se había hecho. Sin embargo, podían realizar la actividad que tenían prevista, pero al día siguiente tenían que devolverse. Entre la rabia, el desconcierto y el miedo se fueron a dormir. Sin embargo, por el cansancio nadie lo logró.

Antes de que amaneciera ellos se fueron y el grupo comenzó desde muy temprano a preparar la actividad. Convocaron a toda la comunidad para comenzar un poco antes de las ocho de la mañana. Al medio día un terrible

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dolor de cabeza la invadió y al finalizar la jornada de trabajo estaba ardiendo en fiebre. Bajó y se acostó en una hamaca tratando de dormir, pero al poco tiempo sintió un ruido de motor y después unos pasos que se acercaban. Eran ellos otra vez. Alcanzó a escuchar a un hombre decirle al guía que había bajado con ella: prepárese que esta noche va a ser larga.

Inevitablemente entraron en pánico, pensaron que se los iban a llevar. Era tanto el malestar, que ella no tenía fuerzas para llorar. Cuando se acabó la reunión, bajaron sus compañeros a decirles que los indígenas estaban diciendo que había fiesta en la orilla del río y que la guerrilla había traído viche. Al poco tiempo la música comenzó a sonar a todo volumen y las carcajadas resonaban en todas partes. Para ese momento ella estaba muy enferma y la fiebre no le bajaba; sus compañeros estaban muy preocupados por lo que se quedaron despiertos toda la noche. La idea de estar en medio de la nada, en medio de un montón de guerrilleros borrachos, les resultaba un poco más que escalofriante. ¿En qué momento matan a todo el grupo o la violarían? Sin lugar a dudas fue la peor noche de su vida.

Al amanecer la fiesta continuaba, pero la guerrilla ya se había ido. Les habían dejado el mensaje que tenían que irse antes de que volvieran. Casi todos los indígenas estaban borrachos y comenzaron a ponerse sus chalecos salvavidas y a jugar con sus demás pertenencias. Un poco aturdida por la fiebre y la deshidratación y con la ayuda de sus compañeros logró recoger sus cosas y salir corriendo mientras las mujeres indígenas les gritaban en un tono de preocupación: ¡guerrilla va a llevar! La verdad no recuerda mucho cómo fue el viaje de regreso a Puerto Meluk, solo supo que durmió mucho. Cuando llegaron a Quibdó y después de haber tomado como media docena de botellas de Gatorade ella ya se sentía mucho mejor.

Al otro día tomaron el primer vuelo a Bogotá con el sinsabor de no haber podido concretar el proyecto pero con el alivio de estar vivos.

DE PÁJAROS A PARAMILITARES

Q uienes madrugaban a trabajar en los arrozales, en las fincas o para viajar a la ciudad ya lo habían dicho: Aquí en las madrugadas anda gente muy extraña y estamos

seguros que no es gente de por aquí. Esos eran los rumores

que circulaban en mi pueblo. Éste era un lugar que siempre había gozado de tranquilidad, por eso nadie le paraba bolas a estos rumores. Vaya que mi pueblo era un remanso de paz; los pocos muertos que se habían registrado de manera violenta, habían sido producto de las riñas entre borrachos o por rencillas callejeras, pero no más.

Recuerdo que cuando yo era pequeña en este corregimiento, se respiraba un ambiente de tranquilidad inigualable; eran tiempos de paz, pero ante todo, de una pacífica convivencia. Aún me parece oír a mis padres, mis abuelos, mis tíos y a los viejos del pueblo decir, que allí la gente dormía casi con las puertas abiertas, sin necesidad de poner cerraduras. Mi papá suele repetir con mucha frecuencia: aquí uno dormía con las puertas abiertas, mija, y nada de lo que se quedara por fuera de la casa se perdía.

Escuchar las historias de mi papá cuando yo era pequeña, me emocionaban mucho, me parecían interesantes. Lo que más me encantaba de sus historias, era cuando hablaba de duendes y espantos nocturnos, pero me fascinaba escuchar atenta cuando narraba sucesos de los tiempos de la violencia. Así se referían los viejos cuando hablaban de la guerra que se generó por el poder político entre liberales y conservadores a mediados del Siglo XX.

Yo la veía tan lejana a mi realidad, esa historia de un caudillo liberal asesinado en Bogotá y por lo que había escuchado, entendía que eso era lo que había causado la violencia de la que hablaban los viejos del pueblo. Para mí no era claro el contexto político de nuestro país. Aún recuerdo que en mi pueblo -que era eminentemente liberal- se votaba por el trapo rojo, el azul era cosa de los paisas recién llegados, la cuestión, era cosa de colores y de filiación política; en las elecciones la gente se enorgullecida de llevar la camiseta roja, del gamonal o candidato de turno y mostraban con orgullo la tinta roja en el dedo índice, ésta tinta certificaba que ya había ejercido un derecho como ciudadano, votar.

Hoy puedo entender a que se refería mi papá cuando hablaba de la violencia que se había vivido en el Valle del Cauca, cuando el aún era muy joven, quienes la vivieron decían que por fortuna en el sur del Valle, la arremetida de los violentos no fue tan fuerte como en el resto del departamento. Él se refería a ese período violento que se dio entre 1.946 y

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311.965 aproximadamente, donde se generó una guerra civil que enfrentó a liberales y conservadores por el poder. Esta guerra sin sentido, dejó más de doscientas mil víctimas, en su mayoría campesinos; que estoy segura luchaban sin una consciencia política real, lo importante era defender el partido, el color y seguir orientaciones de gamonales y caciques de turno.

La muerte de Jorge Eliécer Gaitán en 1.948, parece que aceleró la quema del polvorín y el país se sumió en un periodo de violencia que tuvo implicaciones políticas y económico-sociales, por la devastación de parte del campo colombiano y el abandono del mismo en los lugares donde se recrudeció más el enfrentamiento. Se hablaba especialmente de Boyacá y Valle del Cauca.

La oleada de violencia en el Valle del Cauca estuvo a cargo de los “Pájaros” como se les llamaba a los grupos de hombres armados o guerrillas campesinas protegidas por poderosos políticos conservadores. Ellos a través de la violencia y el miedo ejercieron el control político y hasta religioso de gran parte del departamento. El centro del Valle y más exactamente la ciudad de Tuluá, fue el lugar desde donde se planeaban las operaciones de las arremetidas violentas que se hacían contra los liberales en todo el departamento.

Cuenta mi papá que mi pueblo se salvó de la arremetida violenta de los Pájaros, porque a pesar de que el corregimiento había sido fundado en un valle ribereño del río Cauca, éste fue ubicado en la parte más alta, para evitar que cuando el río se saliera, inundara el pueblo. Dice la gente que el río durante una parte del año se desbordaba y esto evitó que estas guerrillas campesinas hicieran incursiones violentas contra los pobladores, en su

gran mayoría liberales; pues el corregimiento estaba rodeado de agua y no podían ingresar.

Las pocas veces que lo lograron, cuentan ellos, que a los hombres les tocaba subirse a los techos de las casas, tirarse

al río para resguardarse o vestirse de mujer para huir a los montes o a los solares de las casas, ayudados por sus mujeres para no ser asesinados. Pero bien dice el viejo adagio: no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista. Con el cese de la violencia vino también la tranquilidad a los campos. Un acuerdo entre liberales y conservadores puso fin a la confrontación violenta entre los campesinos que se mataban en nombre de los partidos. La clase política perteneciente a la burguesía del país, de los que no se mataban en enfrentamientos violentos, habían decidido hacer un pacto político, alternarse la presidencia y repartirse la nación como una gran torta.

Después de este período, tal parece que por varias décadas, no hubo situaciones violentas que les quitara el sueño a los habitantes de mi pueblo. Pero los tiempos han cambiado y el contexto también, aunque yo no vivo hace veintiún años en mi corregimiento, suelo ir con frecuencia y sé por lo que me cuenta la gente y por lo que se ve, que de aquel lugar tranquilo en el que se podía dormir con las puertas abiertas ya no queda nada, reina la inseguridad, la zozobra y la intranquilidad.

Los rumores de que en el corregimiento andaba gente extraña a la madrugada se convirtieron en un hecho. Me cuentan que una tarde, llegó un camión lleno de personas armadas y al estilo de una película hollywoodense, se

Masacre del 9 de abril, Débora Arango

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bajaron de manera rápida en el parque que queda ubicado en el centro del corregimiento. Dicen quienes estaban en el lugar y los que -desde las casas que quedan alrededor del parque- husmeaban por las ventanas, que se asombraron y hasta tuvieron miedo, pues no era frecuente ver personas armadas por allí y más cuando el corregimiento hacía más de tres décadas no tenía policía; se había tomado la decisión de levantar el puesto de policía, porque en ese pueblo aparte de las peleas entre vecinos y las riñas ocasionadas por los borrachitos los fines de semana, no pasaba nada más.

Estos señores que habían llegado en el camión, se desplazaron por todo el pueblo y fueron de casa en casa a citar a la gente a una reunión en el parque y, les advirtieron que todos debían asistir. Cuentan que como a eso de las seis de la tarde ya toda la gente estaba alrededor de la tarima a un lado del parque, los hombres armados se identificaron como las Autodefensas Unidas de Colombia, y le manifestaron a la gente su intención. Las palabras del comandante fueron claras y contundentes.

Dice un amigo, nos dijeron a los allí presente, que a partir de ese momento ellos tomarían los destinos de la comunidad, que iban a imponer el orden y a limpiar el corregimiento de viciosos, ladrones y de expendedores; desde ese momento dice un habitante las cosas fueron a otro precio; a partir de ese día el miedo y el terror cumplieron su objetivo, la gente salía y no se quedaba en el parque ni en la calle hasta altas horas de la noche; el corregimiento adquirió otra dinámica, casi que se cambiaron las costumbres de la gente.

Los pobladores que acostumbraban a salir a rumbear ya lo hacían poco y si lo hacían iban con miedo, esta gente alquiló algunas casas de la comunidad y se quedaron a vivir allí como única autoridad; empezaron a controlar todo, como se debían vestir las mujeres y hasta dirimían los problemas en las relaciones de pareja.

El pueblo se sumió en el miedo, pues la gente tenía que ver como tiraban al río personas que asesinaban allí o en otros lados, este se convirtió como muchos ríos del país, en el cementerio de cuerpos de personas sin identidad y que quizás nadie lloraría ni reclamaría. Dicen los campesinos que tenían fincas en la ribera del río, que era habitual ver entre las aguas, como en el día desfilaban no uno, sino varios muñecos, como ellos llamaban a los cadáveres.

Cuentan que un viernes en la tarde, en el parque, a plena luz del día y aprovechando que tenían suficientes espectadores, los integrantes de las UAC hicieron efectiva sus amenazas, mataron a su primera víctima en el corregimiento; del señor asesinado, se sabía que era drogadicto y robaba en las fincas. Dicen que varios de los paramilitares, lo invitaron a tomar aguardiente con ellos y mientras departían con él ante el asombro y el terror de los que allí se encontraban lo ultimaron a tiros, advirtiéndoles a los drogadictos y ladrones que esa sería su destino si no dejaban de delinquir.

Fueron casi cuatro años de terror y miedo, la gente ya no se quedaba hasta tarde en el parque, decían que las calles a las nueve de la noche ya estaban solas; quienes vivían por fuera ya casi no iban a visitar a sus familiares. Tras de su primera víctima, vinieron otras, no solo de ahí sino que se decía que también los traían de otras partes. El pueblo ya no era el mismo, la gente vivía nerviosa, ya poco salían a departir con los demás, hombres armados andaban por todo el corregimiento, ellos eran la autoridad. Dicen que la gente se quejaba con ellos cuando tenían algún problema con el vecino y ellos inmediatamente intervenían.

Don Jesús Antonio, a quien llamaban también don Chucho, por muchos años fue uno de los tenderos más reconocidos. En su tienda, que se llamaba la “cooperativa”, hacían mercado gran parte de la gente del corregimiento. Le iba muy bien en el negocio, hasta que empezaron a llegar los paisas -se les llamaba así porque venían del eje cafetero o de algún municipio de Antioquia- y se convirtieron en sus competidores más fuertes, la quiebra era inminente; otro factor que influyó para que quebrara su negocio, era que la gente ya se iba a hacer mercado a la cabecera municipal. A partir de ese momento se dedicó de nuevo a la agricultura, labor que había ejercido antes de ser tendero. Don Chucho se convirtió en una de las víctimas de las AUC y sin dispararle una sola bala, murió de un paro cardiaco; desde hacía meses venía sufriendo una crisis nerviosa, causado por la presencia de los paramilitares en el corregimiento. Muchas de las personas de la tercera edad, preferían no salir de sus casas por el temor que les generaban estas personas armadas.

La situación era tensa. Era común escuchar disparos, a veces cualquier carro o moto que no fuera conocida, era vista como sospechosa; muchos de los que los paramilitares

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33llamaban ladrones, expendedores y viciosos fueron asesinados, otros se fueron del pueblo. El mayor temor de las familias era que los jóvenes fueran reclutados, y ese temor se hizo una realidad. Algunos de los jóvenes empezaron a sentir atracción por el poder ejercido a través de la violencia y las armas. Querían ser como los paracos, por eso algunos chicos fueron reclutados para el bloque que operaba en la zona.

Mi corregimiento se convirtió por casi cuatro años en el veraneadero de algunos de los integrantes de las AUC. Fueron años difíciles, pues muchas cosas cambiaron y aunque los muertos que hubo que llorar fueron pocos en comparación con las masacres y los genocidios cometidos en otras zonas del país por este grupo al margen de la ley, quedaron secuelas en la población. De aquel pueblo pacífico de mi infancia donde se podía jugar en los patíos sin fronteras y en los solares extensos bajo una luna inmensa que colgaba del cielo alumbrando nuestra infancia y nuestra inocencia, no queda nada.

Hoy en día cualquiera que llegue al pueblo y no sea conocido, genera sospecha. Hay desconfianza y paranoia. Parece que en aquel lugar donde la tranquilidad y la convivencia pacífica reinaban, también lo tocó la guerra.

EL ROBO

L a guerra nos ha tocado en distintos grados a todos los colombianos. La guerra que yo viví, es en definitiva muy distinta a aquella que ha existido para las personas que

viven en el campo, o la que se vive en las ciudades y sus calles, pues esta guerra nos toca en distintos lugares, y los golpes que recibimos tienen una intensidad de dolor que varía dependiendo de qué tan bajo o que tan alto sean los porrazos. Son guerras determinadas por los grupos sociales a las que una persona se identifique, y es a partir de la posición que uno tome que se va viviendo.

Así es que la guerra me ha tocado a mí en distintos lados; por ejemplo en la frente, pues uno podría pensar que la guerra se vive de frente y al enemigo se le da la cara, que para que haya guerra se necesitan dos que no quieren ceder, y así uno se da duro contra el mundo -porque le quitaron, porque le cogieron, porque le hicieron, porque si no hay venganza entonces no hay de otra, porque me la

lleva él o me la llevo yo, porque fue sin querer queriendo- y después pareciera que a lo mejor no valió la pena, que hay algo que ya quedó en el olvido, y uno que sigue, siente una pugna por renacer, algo que hace mención de formas menos agresivas para llegar a acuerdos, pues es que si es para abajo, nos hundimos juntos, pero si es pa’rriba entonces a lo mejor y podemos negociar, -aunque, bien ha dicho Cortázar arriba y abajo no quieren decir gran cosa cuando ya no se sabe dónde se está.

Esto sin siquiera contar lo que se ha sacrificado. Pero en realidad uno no se da cuenta hasta qué punto hay dolor de cabeza por un antiguo golpe de una causa ya olvidada, o cuasi olvidada, dependiendo de la situación. Eso sí, hay dolores de dolores, unos que pueden ser tolerados y se trata de convivir con ellos -bien es sabido que existe cualquier clase de medicina que puede curar los múltiples dolores de cabeza- pero creo que por lo general no hay quien carezca de dolor de cabeza. Debe haber una constante, una idea permeada de que todos hemos pasado por algo que no se sabe muy bien que es, pero le llamamos guerra. En el fondo, más que la toma de armas o de darse en la jeta, creo que se trata de un dolor.

Ricardo “El Mono” Cohen ( Rocambole)

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Un dolor que necesita ser expresado, que siendo este controlado o por lo menos teniendo conciencia de la existencia de un dolor como causa de toma de decisiones violentas, se puede comenzar a generar un cambio, esperablemente positivo para la sociedad

Comprendo que por haber vivido en Colombia he recibido una información que en otras partes se narra de manera diferente. Inclusive se podría poner en entredicho si la información que narran los medios de comunicación es objetiva con las poblaciones más vulnerables –tanto económicamente como expuestas a la guerra- pues no se sabe hasta qué punto las historias que se conocen en la capital son iguales o similares a las que se narran en otros lugares del país. Así mismo, comprendo que por haber tenido la experiencia de vivir en Colombia, conozco por mis ojos los procesos sociales en los que no se podía salir de la capital, encontrando poblaciones desplazadas en las carreteras, retenes y peligros que no se viven en viajes ajenos a este país. Y así es como poco a poco uno se va dando cuenta que hemos vivido en un país en guerra.

Al preparar este ejercicio, me doy cuenta que la guerra mía ha sido tan distinta y tan liviana en comparación a la guerra que se ha vivido en el campo. Es difícil de expresar cómo es que los campesinos han logrado sobrellevar todas las situaciones y cómo se viven circunstancias que poco puedo entender, pero creo que mi guerra no es tan mortal como la que se vive en el campo, que hay situaciones más complicadas y que difícilmente puedo expresar.

Sinceramente no creo tener un contacto directo y permanente con la guerra. Pero sí me ha tocado. Una noche común y corriente después de haber llegado del colegio, se entraron un grupo de ladrones, apropiándose a la fuerza no ya de los objetos, sino de nosotros mismos. Todo quedó congelado de miedo y no sé si fue una hora o si fueron diez minutos, pero lo que recuerdo es que el tiempo pasaba lento, y que sentía cómo cualquier cosa podría alterar más el desorden de la realidad y ponernos en una situación menos deseada a mi familia y a mí. Recuerdo mis gritos. Recuerdo cómo fue que quedó entredicha la posibilidad de un secuestro, la posibilidad de un tiro, la posibilidad de decir un número de cuenta bancaria. Recuerdo cosas que a medida que voy narrando había dejado voluntariamente en el olvido y que me pregunto por qué razón debería seguir escribiendo si esto es un ejercicio académico.

¿Para qué leer de dolor y expresarlo, si al fin y al cabo me vuelve a hacer daño? ¿Para qué expongo mi vulnerabilidad? Pues es que no sé si expresándolo, demuestro cómo es que he vivido por las duras y las maduras y aquí me encuentro completica, pero que pensando que esto es apenas un poquitico cercano a nada del dolor que han vivido una cantidad de colombianos que les ha tocado la guerra por muchas partes o también es posible que realmente exponga mi fragilidad –quien sabe porqué. No sé. Total que a todos los colombianos nos han robado alguna vez, y si no, pues también se le tiene porque hasta el mar nos lo robaron.

Al final de esta historia, los ladrones se llevaron muchas cosas. Entre otras algo mío, algo que ya no sé cómo se siente, pero también trajeron algo nuevo. La mayoría de los electrodomésticos se les llevaron, así como también se llevaron alguna sensación íntimamente mía; recuerdo buscando sus caras en las calles durante un largo tiempo. Después del robo los policías inspeccionaron todo el despelote de la casa, estaban viendo tal cual detective con su lupa los cuchillos de la cocina que horas antes los ladrones habían sacado para amenazarnos –no debería ser así- pero recuerdo que dicha imagen daba una sensación irremediable de utilidad ante la autoridad que deberían de representarme en aquel entonces y también de una sensación ofuscada de protección.

Seguramente los hombres que entraron esa noche a la casa tienen más de una razón por la cual estar haciendo lo que hicieron. Sin tratar de justificar la violencia me pregunto por qué una persona decide tomar una acción indudablemente agresiva sin reconsiderar otras opciones. ¿Si se cambian las situaciones en las que se encuentran dichos victimarios entonces se acabaría la violencia? Me pregunto cuál es el rol de la policía que cumple su labor. También comprendo que este es solamente un caso de miles que suceden en Colombia, no sólo a manera de robos, sino de acosos violentos, crueles y que implican torturas. Sin embargo, no es el único caso que habla sobre los robos y nos fuimos enterando después que por esa época en el vecindario se venían viviendo robos por varias casas.

El caso de un robo no es equivalente a la guerra, pues en este caso las víctimas no se estaban defendiendo con las mismas armas que utilizaron los victimarios y tampoco hubo en ningún momento la decisión de enfrentamiento. A mi familia y a mí nos tocó vivir el robo y asumir una

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35serie de consecuencias impulsadas por el miedo y la violencia, como el aumento de la seguridad en la casa y la prohibición de las salidas a la calle de día y de noche.

UNA GUAJIRA EN EL MAGDALENA MEDIO

U na noche obscura de un 17 de noviembre de 1.973 en medio de los gritos de mi madre, una partera con mucho afán logra sacarme de

sus entrañas; en esa choza, agobiada por el dolor, mi madre abre sus ojos y exclama: una mujer más llega a sufrir en este mundo.

Viví en una hermosa población de la Guajira, Palomino. Aún no se encuentra en el mapa pues más tarde descubrí que es un corregimiento de Dibulla. Lo que más recuerdo de niña es el hermoso mar que rodea a Palomino y el río de aguas cristalinas que lleva su mismo nombre, río que cinco años después fue bañado en sangre por las masacres perpetuadas por quienes en ese entonces tenían el control de la marimba en la Guajira. Viví de cerca -en esa zona aledaña a Maicao- cómo se acababan familias enteras tan sólo por tener el control del contrabando. Mi madre, una humilde profesora de una escuela rural y mi padre, el inspector de policía del corregimiento, decidieron que teníamos que dejar nuestra casa e irnos a otro lado, pues la cosa estaba caliente -como decía mi papá -y no quería que su familia viviera los horrores de la guerra que no era nuestra, era de los mismos bandidos que querían apoderarse del territorio.

Entonces tenía cinco años y mi hermanito mayor seis. Ambos llorábamos desconsoladamente porque nos marchábamos; yo no quería dejar mi columpio colgado del árbol de mango, no quería dejar de correr por el patio e intentar subirme a la palmera de coco. Me encantaba ir a acompañar a mi madre a lavar al río pues ese era el pretexto para ir a jugar, ir a la finca y tomar leche de vaca re cien ordeñada era mi pasatiempo, sentía que mi vida se desparramaba, que no volvería a ese hermoso lugar. Ya

de grande comprendí por qué tuvimos que irnos. En el patio de nuestra casa habían tirado un muerto por la cerca y era uno de los guajiros más peligros en ese entonces en la región. Mis padres por temor a que tomaran represarías con ellos decidieron que era mejor irnos a vivir a Santa Marta donde vivían mis abuelos paternos. Fue difícil adaptarnos, pues veníamos del campo y Santa Marta en ese entonces era el municipio más grande que yo había conocido; mis padres no lograron conseguir trabajo allí y decidieron probar suerte en Chiriguaná, Cesar, donde se encontraba mi familia materna.

Yo añoraba volver a mi pueblo y crecí con mucho dolor en mi corazón porque perdimos lo que con tanto esfuerzo logró

construir mi madre. Bueno, pero se preguntarán cómo llegué a Barrancabermeja, pues aquí va. Mi madre a través de la ayuda de un político consiguió el nombramiento como maestra de una escuela rural en el municipio de Barrancabermeja y tiempo después mi padre inició a trabajar como temporal en Ecopetrol. Salimos de la guerra de la marimba a las guerrillas

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urbanas de Barrancabermeja; esto no fue nada diferente, pero al contrario de lo anterior, no salimos corriendo, nos quedamos y aguantamos. Vivimos en la famosa comuna seis de la capital petrolera de Colombia, zona a donde no todos los barranqueños tenían acceso. En esa ciudad nacieron mis tres hermanos menores, me formé como bachiller y como profesional. Viví nuevamente de cerca el conflicto viendo como ajusticiaban a la gente por considerarlos sapos. Una niña de mi barrio se enamoró de un policía y esto le costó la vida a ella y a toda su familia, viví con miedo mucho tiempo y cada vez que sonaba una ráfaga a cualquier hora del día me metía debajo de mi cama y mis hermanos se burlaban.

Mi madre siempre nos inculcó que no debíamos dejarnos influenciar por la guerrilla existente en la comuna, pues en ese entonces convencían a los jóvenes de pertenecer a sus filas y éstos por cargar un arma maduraban en la organización. De estos jóvenes que les cuento, hoy los visito en el cementerio cuando tengo la oportunidad de estar en Barrancabermeja, bueno, sólo aquellos que lograron tener un entierro digno.

La guerrilla de las FARC bañó de sangre Barrancabermeja, en especial las comunas 5, 6 y 7. Recuerdo tanto el día en que desaparecieron a todas esas personas del barrio el Campin. Hoy aún no se sabe nada de ellos, pero lo que se escucha entre la gente del común es que los llevaron al patio de excedentes de Ecopetrol por Termo Barranca, los amarraron a tubos de hierro, les dieron el tiro de gracia y los tiraron al río y, lo más triste, es que sus madres aún tienen la esperanza de que aparezcan. En mi barrio no se podía caminar pues cuando menos lo esperaba mataban a alguna persona a tu lado.

El día que marcó mi vida tenía 18 años de edad y estaba en mi casa preparándome para ir a la universidad. Sobra decir que soy la segunda entre 5 hermanos y por regla me tocaba cuidarlos en el día. Ese día 20 de abril, llegó a mi casa un niño de tan solo 11 años, la edad en ese entonces de uno de mis hermanos. Recuerdo que me dijo: Negra ¿tienes pintura blanca? Es que quiero pintar mis zapatos, porque me voy a vivir con mi mamá que está en Bucaramanga.

Recuerdo que era un niño muy pobre, vivía de la caridad de las personas del barrio, su madre era prostituta, pero él vivía con su abuela una señora de avanzada edad y para colmo ciega. Se llamaba Nelson y como andaba a veces tan sucio le decían

guerrillero. Ese fue el último día que lo vi, porque al salir de mi casa lo estaban esperando dos muchachos cuyo promedio en edad era de 14 años; se fue con ellos hasta la esquina.

Al frente de mi casa había una ceiba y unas llantas que había colocado la junta de acción comunal; allí estaba mi hermano menor con unos amigos. Cuando de pronto viene Nelson corriendo de la esquina y sus amigos que lo esperaban fuera de mi casa le estaban disparando hasta que cayó y lo remataron; mi hermano salió corriendo y entró en la casa, cerró la puerta y llorando por la ventana decía, ¿por qué lo mataron si es un niño igual que yo?. Esto me puso a pensar que para lograr salir de ese infierno tenía que estudiar, para poder ofrecerle una mejor oportunidad a mi familia, sentía que yo -por ser la hermana mayor- tenía la obligación, no quería ver que mis hermanos terminaran como Nelson un niño inocente que por no colaborar con la guerrilla le cegaron su vida.

Después llegaron las autodefensas quienes cambiaron la modalidad de muertos a desaparecidos, como les conté anteriormente en el Campin. Hoy por hoy en Barrancabermeja se siente una tensa calma, como una bomba de tiempo a punto de estallar. Ya no vivo allí, pero trabajé 13 años en esa región del Magdalena Medio a la cual me gustaría volver para aportar a su desarrollo. Mis hermanos, hoy ya profesionales, recuerdan esos días de niños y no quieren que sus hijos repitan la misma historia.

CUANDO EL MIEDO LLEGA

E xisten momentos en la vida, que al mirarlos en perspectiva, fueron determinantes o marcaron un nuevo rumbo. Algunos pueden ser la representación del final

de una etapa, otros simplemente son el recuerdo de algo que se rompió o de algo que no se recuperará. Lo particular, es que al momento de recordar, es inevitable pensar en lo que habría pasado al pronunciar una frase, tomado una decisión o simplemente se hubiese dicho no.

Con la energía y el entusiasmo del que hace algo por primera vez, prestaba atención al coordinador de las actividades que parecía repitiendo un discurso de memoria a medida que me entregaba las obligaciones: este es su GPS, ya tiene cargado los datos, cuídelo porque es último modelo… este es el plano

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general que tiene que cotejar… este es el formato para el conteo de plantas… este es el formato de evaluación de las vacas… Convirtiéndose en un reto para mí concentración y memoria.

Al calor de un tinto y de una manera desparpajada me comentó lo último pero muy importante: tenía que pasar por zonas donde estarían distintos grupos y que eventualmente me podrían poner “problema”, a lo cual él mismo afirmó: igual no va a ser la primera ni la última vez, además eso pasa en todas partes, sea lo que sea, cójala suave.

Durante una semana la novedad de los paisajes era enriquecida con las diferentes historias que contaban los trabajadores acerca de serpientes, tigres y peces de gran tamaño, las épocas en que había bonanza, las brujerías y artimañas que practicaban y algunas veces sufrían. Sin embargo, había relatos que se contaban con otro tono, con algo de miedo, de revancha, como si al decirlo con palabras funcionara como la terapia de un enfermo que espera cambiar la historia de su dolor y todo esto se enmarcaba con el humor y la exageración propia de los habitantes de la región.

Tiempo después, acabado el trabajo, y a dos días de volver a estar en mi casa, era momento de recoger los materiales. En esa época se presentaba un invierno muy fuerte, lo que hacía necesario tomar otras vías, diferentes a las tradicionales, para poder llegar a un carreteable que llegara al pueblo. Desafortunadamente, ese día uno de los trabajadores tuvo un accidente, siendo necesario el traslado al centro de salud del pueblo, para lo cual se dispuso que se fuera en la parte de atrás del campero en el que íbamos a viajar y que el resto de nosotros nos fuéramos en dos motos.

Recorriendo un camino tapizado por barro pegajoso y resbaladizo, continuas patinadas del campero, tres caídas de la moto, y luego de una hora de trayecto (recorrido que tomaba 20 minutos en época de verano), nos encontramos con cuatro personas armadas y “de civil” que nos detuvieron para revisar nuestros documentos y hacernos unas preguntas. Me llamó la atención el rostro pálido de los trabajadores que iban con nosotros, incluso el herido (quién afortunadamente ya no sangraba tanto) que se venía quejando, prefirió callar y responder con movimientos de cabeza y lloriqueos. Volví a ver esa mirada, el mismo miedo que se reflejaba cuando contaban sus historias de violencia, de dolor y supervivencia, ese mismo miedo y silencio que le hace entender a uno que es mejor no hablar y que en cualquier momento todo puede empeorar.

Aún así, los señores “de civil” nos dejaron pasar, llamándome la atención que uno de ellos hizo una señal con los dedos como si fuera una pistola que se dispara. Quince minutos después de recorrido nos encontramos con un grupo de hombres, esta vez armados, con uniforme y una actitud un poco más agresiva. A los rostros de miedo de mis compañeros se les sumó una actitud de silencio sumiso. Con una mirada entendí que estábamos en riesgo,

Nueva Democracia, David Alfaro Siqueiros

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que estos hombres tenían que ver con los otros hombres de civil, que eran muchos más de los que se veían y que traer un herido en un pie nos ponía en una situación de riesgo.

Los siguientes minutos, los cuales se sintieron como horas, estuve arrodillado con un fusil en mi cabeza, escuchando una serie acusaciones sobre todos. En mi caso, me quitaron la maleta para requisarla, esparcieron la ropa por el barro, me quitaron los pocos cigarrillos que quedaban, revisaron los documentos de trabajo, el GPS, mientras me acusaban de ser un infiltrado, que no tenía aspecto de ser un profesional agropecuario o se me acusaba de ser instructor o profesor (actividades de alto riesgo). Estas suposiciones y acusaciones se mezclaron con las ofensas contra el pobre herido, justificando su herida, suponiendo la forma, modo y lugar en que ocurrió, y ante toda esa andanada de odio, ignorancia, resentimiento y miedo (porque sólo se puede dar de lo que tiene) el administrador de las fincas respondía con explicaciones y justificaciones, que sonaban a la súplica desesperada de un niño a punto de ser castigado.

A medida que se incrementaban las acusaciones, la ira, el odio, las justificaciones, el miedo, uno de los armados más jóvenes empezó a preguntarnos si nos gustaba y queríamos vivir en medio de golpes, gritos, insultos que hacían referencia a animales y partes del cuerpo humano; segundos después nos hicieron tender en una cuneta donde supuestamente nos iban a dejar. Ya a lo lejos, el tono del administrador era más tranquilo, le habían permitido hacer algunas llamadas para confirmar datos, pagos, recomendaciones, autorizaciones, certificaciones…

Una vez en el pueblo y después de pasar por el puesto de salud, me encontraba sentado en un andén, sintiendo dolores incipientes, tomando una coca-cola y fumando un cigarrillo, lugar donde me encontró el coordinador y me hizo una extensa explicación de las tensiones, los porqués y la situación en general, al final me dijo que si me portaba bien y no les alegaba, no me pasaría nada, que me tenía que preocupar más por un cáncer por tanta coca-cola y cigarrillo.

Con la distancia que dan los años transcurridos entendí que cada situación adquiere un significado para la persona que lo vive, y que cada uno le da el sentido que cree conveniente. Es así que ahora veo lo que pasó como una situación casi teatral para demostrar fuerza e inspirar temor; reconozco al miedo

como una semilla del acostumbramiento y de la indiferencia, que a veces es el origen de una decisión y que al final ese miedo, en ocasiones, transforma la realidad en narraciones casi fantásticas que permiten sobrellevar lo vivido a cuestas.

EL PESCADOR DE PIÑUÑA: UNA MUERTE EN TIERRA FIRME

N ací en 1-982 en el departamento del Putumayo y me ha tocado la guerra desde siempre. Por lo tanto, en mis recuerdos están constantemente palabras fuertes

como: guerra, guerrilla, paracos, bandidos, masetos, traquetos, coca, patrón, explosiones, muerte, entre otras. En efecto, las voces de asombro e incomprensión de las víctimas y sus familias reaparecen hoy en mi mente mientras intento escribir estas líneas.

En el año 2.012 un evento trágico tocó profundamente mi vida y me dio la fuerza para tomar la decisión de continuar mis estudios académicos con el fin de encontrar las herramientas que me permitieran llevar apoyo a mis comunidades rurales que han sufrido una guerra desmedida y ajena durante muchos años.

Por este motivo, hoy escribo lo que le sucedió a don Hernando Castillo Tovar, un afrodescendiente de 73 años que decidió huir de la violencia que se presentó en Puerto Asís en los años 90. En busca de un pedazo de tierra para establecer a su familia y sus pocas pertenencias, don Hernando decidió embarcarse en un bote mercante aguas abajo hasta la vereda Piñuña Negro, en el municipio de Puerto Leguízamo, donde logró ubicarse en terrenos baldíos a orillas del majestuoso Rio Putumayo. Junto con su familia toman la decisión de hacer lo que mejor sabían, vivir de la tierra. Empiezan a tumbar monte para sembrar maíz, plátano y yuca, productos que después venderían en el caserío los fines de semana para comprar sal, azúcar, algunos alimentos y herramientas para poder trabajar y construir esa nueva vida que don Hernando empezaba a encontrar al lado del río Putumayo.

Frente a la necesidad de ganar más dinero para mejorar las condiciones de vida de su esposa e hijos, don Hernando logró conseguir un trabajo como aserrador de madera en la vereda, gracias a que en ese momento la construcción de casas y embarcaciones era importante debido al incremento considerable de personas y cultivos de coca.

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39Allí descubrió una conexión especial que existía entre el

rio y él. Dicen sus hijas: él llegaba a la casa y podía durar horas y horas echando baño y pescando en ese bendito río. En efecto, logró convertir la pesca en la actividad principal de ingresos de su familia y esto lo motivó a conseguir todos los implementos para poder ejecutar bien esta actividad; compró anzuelos, nylon, boyas y hasta construyó una canoa de madera para poder salir a entrampar y lamparear en las noches oscuras.

La tarde del día 14 de octubre de 2.012, mientras el sol se ocultaba en el horizonte y contrastaba en una explosión de colores rojos y naranjas cálidos con el exuberante verde de la selva, don Hernando decidió salir hasta la platanera que tenía como a diez minutos más abajo -a orillas del rio- en búsqueda de lombrices capitanas, que son unos gusanos grandes que crecen en las fértiles tierras de vega, para colocarlas como carnada en sus anzuelos, porque así era segura la captura del bagre pintadillo.

Daniela e Ingrith de 14 y 24 años de edad, hijas de don Hernando vivían con él en la humilde casa a orillas del río. Ellas se encontraban en la vereda compartiendo con amigos que salían los fines de semana de sus fincas a vender la coca y de paso a beber cerveza y escuchar música; esa tarde estaban tranquilas pues su madre se encontraba en Puerto Asís visitando algunos familiares y su padre en la finca dedicado a sus oficios rutinarios de la pesca. Esa noche rumbeamos hasta tarde, recuerda Ingrith.

En la mañana del 15 de octubre, muy temprano, las mujeres Castillo emprenden su retorno a la finca en el bote línea que

hacía el recorrido diario por todas las veredas rivereñas del sector de los Piñunas. Al llegar a la orilla de su casa son recibidas por los perros con colas ondulantes que evidenciaban la alegría y la paz de la casa, una paz que se convertiría en la última de sus vidas.

Al notar la extraña ausencia de su padre en la orilla del río decidieron ingresar a la humilde casa donde un fogón apagado y frío causó una profunda preocupación por el viejo, porque sabían que don Hernando era un fiel consumidor de café en las mañanas frías que caracterizaban la casa de los Castillo. Su intuición las llevó inmediatamente a pensar en la posibilidad que don Hernando hubiese sufrido un infarto o en el peor de los casos la mordedura de una Matiguaja, que es una serpiente venenosa

común en las riveras de los ríos de la región de la amazonia. Por eso emprendieron su búsqueda hasta la platanera donde don Hernando iba a buscar sus carnadas siempre.

Un machete ondeante despejaba las hojas de platanillo y malezas del camino a las jóvenes que pronunciaban fuertemente el llamado a don Hernando en unísono, de repente, ¡Apá...! -grito Ingrith- mientras divisaba a don Hernando moribundo y ensangrentado, con sus piernas convertidas en hilachas de carne y pedacillos de huesos, que al escuchar a sus niñas intentaba balbucear sus nombres en medio de sonidos de dolor pretendiendo alejarlas del peligro.

Un gran estruendo ensordeció a Ingrith y Daniela. Vi muchas luces y luego caí de lo alto al suelo, afirma Ingrith. Temblorosa y con la visión distorsionada por el humo y la sangre en su rostro, ella trata de localizar a su hermana de quien solo escuchaba

Castro Emma, (2013), dibujo “El pescador valiente”

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el rechinar de sus dientes por el dolor. A tan sólo cuatro metros de su padre que moría desangrado, logra entrever a Daniela sin su pierna izquierda empapada en sangre y convertida en pedazos de carne calcinada, apretando en sus manos a la tierra donde su padre le había enseñado a sembrar plátano y buscar lombrices capitanas para pescar, donde jamás se imaginó que pudiera sembrarse terror y muerte, donde nunca imaginó que se extinguirían los últimos sueños de un pescador que se ahogaba en tierra firme a su lado.

Ingrith cayó al suelo. No comprendía si el dolor de ver a su familia convertida en pedazos de carne o si el sangrado imparable de su rostro y brazos debilitaba su voz y sus fuerzas de querer levantar a Daniela y a su padre. Mis ojos se fueron durmiendo con mi corazón. Ingrith pierde la conciencia por la gran pérdida de sangre que las heridas ocasionadas por las esquirlas estaban generando; éstas habían arrancado parcialmente su ojo izquierdo y causado laceraciones profundas en sus brazos.

La explosión se había escuchado hasta otra finca vecina, quienes aterrados por el estruendo emprendieron el viaje hasta la platanera de los Castillo. Al ver el color rojo profundo de la sangre sobre las hojas verdes de las matas de plátano, deciden no avanzar más y llaman de inmediato a conocidos de la vereda para que informaran a las patrullas del ejército que permanecían por esa zona. Daniela e Ingrith son aeromovilizadas en helicópteros del ejército hasta la ciudad de Mocoa, donde les prestan los primeros auxilios y más tarde son trasladadas a un hospital de tercer nivel. Don Hernando fallece en la platanera y el CTI se desplaza hasta la vereda Piñuña Negro para realizar el levantamiento del cuerpo mutilado; concluyen que la muerte se produjo por pérdida masiva de sangre.

Actualmente Daniela, Ingrith y su madre viven en Nariño; son desplazadas por la violencia y no quieren volver al Putumayo. Jamás volverán a ver el sol ocultarse en la inmensidad del río y a su padre don Hernando sumergirse de alegría en las aguas que le dieron la forma de vivir en un mundo que al parecer no quiere sino la muerte.

La historia de don Hernando marcó profundamente mi vida debido a que gran parte de mi trabajo se desarrolla en áreas de alto riesgo de las minas antipersonales, MAP. Inclusive, recorrí profundamente la vereda Piñuña días antes de este incidente y a pesar de las genuinas oraciones que mi esposa e hija realizan pidiendo la protección de cada uno de mis

pasos, hoy siento miedo de recorrer una región que emana vida y esperanza, pero que algunos colombianos decidieron convertirla en un paraíso sembrado de muerte y dolor.

Las minas antipersonales, MAP, han ocasionado en el Putumayo 16 muertes de las 97 que se han presentado en Colombia durante el año 2013 (Accion contra minas, 2013)

NO HAY CAMINO PARA LA PAZ, LA PAZ ES EL CAMINO

En memoria de los asesinados y desaparecidos.

A las esperanzas de lucha que nunca se deben extinguir.

A todos aquellos que han luchado por transformar su realidad.

L levo días preguntándome ¿cómo me toca la guerra? Gracias a Dios la guerra me toca, me toca en las fibras más delgadas de mi alma, en donde nacen todos los

esfuerzos por construir nuevas realidades, no solamente para que se acabe, sino para que otros como yo, sean tocados por ella. Como bien lo decía la negra, sólo le pido a Dios que la guerra no me sea indiferente.

Nací en una familia tradicional tolimense, al son de bambuco y sanjuanero. Una familia que fue desplazada de Cajamarca en la época de la “Violencia”. Sin embargo, con sus costumbres y verraquera empezaron una nueva historia, aquí, en esta gran ciudad, que como dice mi abuelo, es fría y gris a toda hora.

A finales de la década de los 80, bajo un panorama desolador, producto de la intensidad del conflicto armado interno, nazco yo. En medio del boom del narcotráfico, las guerras de guerrillas y por supuesto, la expansión paramilitar, una época violenta, que se encargó de cobrar la vida de miles de inocentes. El 18 de enero de 1.989, quince funcionarios judiciales llegaron al corregimiento de La Rochela, en Simacota Santander, para investigar los asesinatos y desapariciones que estaban sucediendo, no lograron cumplir su misión, doce de ellos fueron masacrados por un grupo paramilitar al mando de alías Vladimir, uno de ellos, Yul Germán Monroy de 27 años era el esposo de mi tía.

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¿Cómo nos toca la guerra? No.12

41Y aunque, no sufrí en carne propia la masacre, el

sufrimiento de mi familia y de todas las familias colombianas a las que les han asesinado o desparecido a sus familiares, dejó una huella imborrable en mi conciencia. Pasé muchos años de mi vida preguntándome ¿Por qué la gente se mata? Y venía de inmediato a mi cabeza el genocidio en Ruanda, el holocausto Nazi, el exterminio de la Unión Patriótica y todas aquellas guerras que han sido desatadas bajo discursos irracionales de poder y ambición. Pensaba, si sería mejor ser de izquierda o de derecha, liberal o conservador, guerrillero o militar, pasaba el tiempo tratando de comprender el motivo de sus luchas, y fue así como me interesé en la historia política. Cada vez me cuestionaba más sobre cuál debería ser mi papel en la sociedad, de qué manera podía aportar algo de mí a la solución de este conflicto tan prolongado. Y así, con el pasar de los años decidí estudiar Ciencia Política, con la firme convicción de ser politóloga y no política.

Con la firma de la revolución en mi ser, comprendí que la revolución no se hace con fusiles, sino con ideas. Fueron la academia y la experiencia las que me hicieron entender que la cuestión del “conflicto” no se trata de partidos políticos sino de seres humanos. Y desde allí, es desde donde me he parado como profesional y como individuo, para hacerle entender a quienes me rodean, que la guerra es asunto de todos, no sólo de aquellos que la han vivido directamente, sino de todos los que anhelamos que se termine, mi esperanza para esta sociedad es buscar la cura para la terrible enfermedad que nos aqueja: la indiferencia, ya que “no quiero ver un día manifestando por la paz en el mundo a los animales, como me reiría ese loco día, ellos manifestándose por la vida y nosotros apenas sobreviviendo”.

MIS VERSOS NO HABLAN DE GUERRA

E sta es una forma diferente de mostrar la guerra, a través del arte. El pacífico colombiano, tanto en sus contextos rurales como urbanos, no ha estado exento

de los diferentes conflictos y situaciones de violencia que se han recrudecido en las últimas décadas, expresándose más dolorosamente entre los años 2.006 y 2.009 en ciudades como Tumaco y Buenaventura, convirtiendo a esta última en una de las principales expulsoras y receptoras de la población en situación de desplazamiento en Colombia. En ese marco,

desde el sentir de sus habitantes, también se han dado expresiones de rechazo hacia este flagelo, manifestaciones políticas de resistencia y defensa del territorio.

Son muchos los momentos donde se ha evidenciado las acciones y los consecuentes efectos de la guerra: incursiones armadas, masacres, expropiación territorial, desplazamientos, desapariciones forzosas, etc. Y la música, la teatralidad, la danza, la poesía, entre otras expresiones, han permitido contar en un lenguaje más sutil, más autóctono, brindando cierto margen de protección a sus denunciantes, en un contexto social donde se ha legitimado la política del silencio y el ocultamiento de los sucesos vergonzosos de la guerra, que jamás son trasmitidos por los canales públicos o privados en el contexto nacional colombiano.

La transformación intencional del lenguaje de guerra buscando cómo contar los sucesos, cómo hablar de nuestros muertos, cómo consolar a nuestros dolientes, pero también cómo decirle a quienes provocan la guerra, aquí estamos y aquí no quedaremos, para defender nuestro territorio.

Estas son dos formas artísticas de expresar el sentir de la guerra en nuestro contexto pacífico urbano y rural, a través de un lenguaje que más allá de las cifras y el conteo estadístico de las víctimas, muestra el dolor de las almas pacíficas y la resistencia a dejar de ser, pero sobre todo a perder la esencia de la negrura pacífica que sólo se mantiene, fortalece y trasmite generacionalmente, a través del espacio donde se recrea la cultura: el territorio.

Una, a manera de poesía tradicional del pacífico titulada Mis Versos no hablan de guerra de mi autoría, la cual expresa las situaciones de expropiación territorial a la cual se han visto abocada las comunidades urbana de las zonas que son consideradas de expansión portuaria –comunas 3 y 4- y que han sido circunscritas en el marco del macroproyecto zona de malecón. La otra es una canción titulada Aquí me quedo…aquí me muero de la autoría de Eliana Sofía Angulo, las cual expone la postura política de resistencia en los contextos rurales.

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42¿Cómo nos toca la guerra? No.12

MIS VERSOS NO HABLAN DE GUERRA

Autora: Bárbara Rentería.

Dedicado a Misael Mina, 2012

nos mezclaron con los otros

y nos atrapó la guerra.

No sea tan exagerada…..

la guerra nunca llegó.

Nunca estuvo en estas tierras,

Eso se lo digo yo

La zona de bajamar rellenada

con basura.

Y ahora dice la DIMAR, que toda

esa tierra es suya.

Todita la tierra es suya

y tiene usted la razón;

representando al estado

y generando represión.

Represiones con la muerte,

sólo sangre y gran terror

si usted quiere yo le cuento

cuántos muerto ya dejó.

Estoy tan desconcertada

que ya no pueden pensar

con cualquier arma en sus manos

se siente un militar.

La conciencia de mi pueblo

ya se empezó a confundir.

Desde mar afuera vengo,

reconquistando estas tierras

con una bandera blanca

porque yo no estoy en guerra.

Muchachos por qué nos matan

preguntó al sepulturero.

Mi madre anda llorando

porque mañana es mi entierro.

Entierran un muerto vivo

lo mató la indiferencia

y hoy los niños se preguntan

Qué será de nuestras tierras.

Nuestras tierras son sagradas

y nos quieren “reubicar”

usando el bajo pretexto

que somos de “bajamar”.

Yo nací en la bajamar,

mirando siempre las olas

y hoy me quieren “reubicar”

que negro matando negro

eso no me deja dormir.

Mis sueños se han extraviado

y se confunde en dolor

de ver mí pueblo querido

sangrado y sin razón.

La razón nunca existió

solo unos cuantos magnates

que se hicieron a pensar

cómo mi gente matarse.

La hermandad casi no existe

le mandó a decir la paz

de camino hacia mi puerto

la guerra me hizo gritar.

Gritar de tremendo susto,

así me dijo la paz

en cambio que la violencia

se viste de militar.

Escuchar el gran cununo,

la marimba y el guasa

Llegaron los militares

y los hicieron callar.

Callaron a la marimba,

a mirar postes y rocas.

Con esto quiero mostrarles

lo bello del bajamar,

metida entre verdes olas

que protegen el manglar.

En el fondo del manglar

solo se escuchan las olas

y al mirar a sus mujeres

no se observan cuando lloran.

Lloramos por nuestros muertos

los hijos, primos y nietos….

lloramos por nuestras tierras

herencia de mis ancestros.

Y así, toditos mis versos

describen el despertar

Llegan los macro proyectos

y nos sacan del manglar.

Nos quieren sacar de aquí

usando gran estrategia

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¿Cómo nos toca la guerra? No.12

43el cununo y el guasa,

callaron a los poetas

y a las bailarinas más.

Más que un verso para mí

la guerra me dañó todo

de ser mujer de manglar

y la gran novia del bombo,

hoy solo puedo decir :

la guerra se llevó todo.

Esta si se llevó todo,

o pregunte por los muertos,

muchos desaparecidos

los busco y no los encuentros.

Velorios con alabaos

cuerpos que nunca aparecen,

y en chiste dice mi abuelo:

velorio con cuerpo ausente.

Yo sigo siendo manglar

muy negra de corazón

aunque la guerra llegó

y mi hermano me quitó.

Me quitó a mi hermanito

Y me llenó de dolor,

Hoy comparto con las viudas

este terrible dolor.

Aunque el mío, yo enterré…

y sé dónde está su cuerpo,

a la guerra le pregunto

¿Qué hizo para estar muerto?

Yo sueño que no hizo nada

solo que fue muy ingenuo

creía que el mundo era paz

y se le olvidó lo violento.

Ya me cansé de escribir…

porque no quiero llorar,

¿Qué cómo me toca la guerra?

Prefiero mejor cantar.

Yo no le temo a la guerra

Porque a mí ya me tocó,

Pero le temo a la paz

La que Uribe me dejó.

Me dejó la paz más falsa

Llena de puro dolor

Con grandes terratenientes

Ya sin tierras nos dejó.

Pues hablaré de la guerra

Mentiras diría yo.

Pues esta vino tan puesta

Que a todos nos expropió.

Sin manos para la tierra….

…de que tierras hablo yo:

Las tierras que me quitaron

O la muerta sería yo.

Me ganó con tantos muertos…

y nunca quise ser yo

por eso es que ahora les cuento:

Le guerra si me tocó.

Me toco tan fuertemente

Sin amigos me dejó,

Toditos muertos, muerticos

Qué más puedo contar yo.

Decirles que escribo versos

que reflejan mi dolor

Decirle que escribo letras

Que cuentan lo que pasó.

Lo que paso allá en mi pueblo

El más grande diría yo

Empieza desde Nariño

y se recorre el Chocó.

Cuando pasó por el Cauca

Hasta el Valle lo citó

y no bastando con eso

en mi pueblo se quedó.

Guerra por el territorio

Que usted señor conservó

Lo trataban de ignorante

Y hoy le dicen ladrón.

Cuando escribo de pobreza,

no hablo de aquel gran poder…

Hablo que en medio de ella,

era feliz y vivía bien.

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AQUÍ ME QUEDO… AQUÍ ME MUERO

Autora: Eliana Sofía Angulo.

Música: Alí Cuama Valencia

Aquí me quedo… aquí me muero, en esta tierra, en este cielo… Porque es la tierra de mis ancestros… porque es la tierra de mis abuelos… (Alabao)

Aquí donde corre el río, aquí donde crece el mar…

Aquí donde yo he nacido, aquí bello litoral…

Aquí donde yo he vivido en esta tierra de paz… aquí donde me han parido… Aquí bello litoral.

Mañana me voy pa l bajo a ayudar a mi mamá, atrapar unos cangrejos….en este verde manglar…

A llená un canasto ‘e piangüa en este negro barrial…

Ayer por la madrugada, los vieron en el estero… doscientos fantasmas de hombres, en medio del aguacero… doscientos fantasmas de hombres, llegaron sembrando miedo… en mi tierra campesina, llegaron robando sueños…

Los sobrinos de Justina, lloraban por su papá…

Porque la muerte fantasma, se lo acaba de llevar… con gritos de metralletas, lo acaban de matar…

y su sangre derramada, volvía rojo el verde mar…

Mi prima Juana corría y se embarcaba en el río….

Gritaba mi abuela Pacha y los nietos de María… La mujer de don Antonio y los hijos de Sofía, que alumbrados por la luna, buscaban salvar sus vidas…

que alumbrados por la luna buscaban salva sus vidas…

Corra…corra… corra primo José…

Corra…corra, corra hermano Manuel…

Llévese a sus muchachitos, porque ya va a amanecer… y mientras dure la luna, el sol vuelve a florecer…

En mi tierra campesina, la vida va a renacer, en mi tierra campesina la vida va a renacer…

CORO

Yo no me voy, yo no me voy,

Porque es mi tierra mi alma y sol…

Yo no me voy, yo no me voy,

Porque es mi tierra mi alma y sol…

Mi tierra india tierra del sol… MI tierra negra tierra de Dios…

Yo no me voy, me quedo aquí…

Esta es mi tierra aquí soy feliz…

Yo no me voy, me quedo aquí… esta es mi tierra, aquí soy feliz…

Mi tierra india yo aquí nací… Mi tierra india por ti viví…

Mi tierra india yo aquí nací… Mi tierra india por ti viví…

….Aquí me quedo…aquí me muero…

Carlos Barbarena

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¿Cómo nos toca la guerra? No.12

45LO INJUSTO DE LA GUERRA

C uando comienzo a preguntarme en qué me ha tocado la guerra, pienso en que no sé como definir el sentimiento que me invade al querer responder esta pregunta: si

soy afortunada porque no me ha tocado directamente o por no haber tenido que vivir de cerca la realidad de este país, ó, más bien tristeza y frustración porque aún no logro entender las razones por las cuales de manera primitiva algunos deciden matar a los otros -por intereses que se presentan como colectivos cuando son individuales- que son habitantes de esta tierra, que son nuestros hermanos de país, de departamento, de ciudad, de barrios; y que realmente es poco -muy poco ante este gran monstruo- lo que puedo hacer para que cambie esta realidad.

Recuerdo cuando en la universidad debí leer sobre los inicios, motivaciones e ideología de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Ejército del Pueblo FARC-EP) y según la historia, en sus comienzos querían ser los “Robin Hood” de este país; y si mi memoria no me falla, alcancé a pensar: “si hubiera nacido en ese tiempo y en ese lugar, seguramente, me habría vinculado por la reivindicación de los derechos”; pero hoy agradezco no haber nacido ni en ese tiempo, ni es ese espacio, y que ese sólo fuera un pensamiento y no una realidad en mi vida, porque hoy y creo que nunca, han sido ningunos Robin Hoods, más bien son uno de los verdugos de este país… y es en este momento cuando ya no hay para mí, ninguna lógica de la guerra, ¿cuál es la reivindicación de derechos que pelean? Cuando se han encargado de demostrar que ya no hay posibilidad de tener derechos.

Y ocurren cosas aún más dolorosas: nos hemos acostumbrado, y hace parte de nuestra cotidianidad la guerra, hemos entendido que todos los días vamos a encontrar en los noticieros de prime time alguna noticia que nos habla de la guerra: matanzas, bombas, secuestros, extorsiones. Y tenemos dos opciones: ver la noticia y sentir compasión por los otros ó ignorar la realidad viendo el noticiero, cambiando el canal o apagando el televisor para que no nos deprimamos, porque “hoy tuvimos un día muy pesado y es mejor no pensar en lo malo”.

Y si pienso más en mi sentimiento al hablar de la guerra, recuerdo como hace unos meses, cuando le preguntaba a una de mis compañeras de trabajo, que creció y vive en una de las

zonas en donde la guerra desafortunadamente no hace parte de lo que nuestro ministro de defensa y presidente muestran con optimismo en cuanto a la seguridad del país, por un suceso en el Caquetá, la escuchaba decir: “a dos kilómetros de la cabecera municipal de Solita, detonaron unas cargas de bajo impacto, pero no pasó a mayores, algo normal, no fue nada”, y recuerdo que sentí angustia por pensar que para ella eso era normal, lo que para mí no.

Es a partir de esto, cuando deseo que mi sueño de país se haga realidad, en el que “el pan de cada día” no sea la guerra, sino el admirar y valorar los esfuerzos de las personas por salir adelante, la pujanza, lo echados pa lante que somos los colombianos; no permitiendo que la injusta guerra se vuelva nuestro único destino.

LOS EFECTOS DE UN SECUESTRO

V arios días pasaron después de pedirle que me contara su historia. En tres ocasiones incumplí con las llamadas que me solicitó para poder arreglar nuestro encuentro.

Pero el día definitivo, en su casa, ya con su pijama puesta, con su esposa correteando a sus hijos para que se fueran a dormir, logré tener el momento esperado. Por fin entendería cómo la guerra afectó su vida y, en parte, entendería también cómo me afectó a mí.

-¿Necesitas algo para anotar?, me preguntó.

-No, gracias. Prefiero grabar, para que fluya como una conversación. Bueno, si a ti no te importa.

Inquieto, y tras un silencio, me explicó que para él la cosa no sería posible de esa manera, que no fluiría, que sería raro y se sentiría incómodo. Así que sin insistir, accedí simplemente a poner a prueba mi memoria y tomar nota de esa catártica conversación, de la que él y yo sacaríamos reflexiones que nos acompañan hasta hoy.

Era el año 1.991. Yo estaba trabajando para una compañía petrolera en Tibú, Norte de Santander, con tres norteamericanos y otro colombiano, instalando unos equipos especiales para Ecopetrol. Estuvimos durante seis meses entrando y saliendo del pozo, instalando los equipos, y nunca fuimos conscientes

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del riesgo. Los viernes salíamos juntos y tomábamos cerveza en la plaza del pueblo: nos tomábamos dos o tres cervezas y volvíamos al campamento. Pero nos tenían “chequeados” y a las diez y media de la mañana de ese día, estando en el campo, que era a doce o trece kilómetros del pueblo, justo a la salida del pozo, decidieron echarnos mano.

Se subieron cuatro guerrilleros armados a nuestro carro y desde que nos cogieron se identificaron. Al colombiano lo devolvieron y, antes de soltarlo, le dijeron que la unión camilista del ELN nos había capturado. Que nos habían “retenido”, es que le dicen ellos. No dijeron por qué, ni a cambio de qué ni tampoco hasta cuándo. Solo le dijeron que fuera a llevar el mensaje.

Caminamos toda la tarde por la selva del Catatumbo y nos internamos por la serranía de los motilones. Ahí nos tuvieron todo el tiempo. Cada quince días nos cambiaban de campamento, o cada mes, y una vez estuvimos tres meses en el mismo sitio. Las caminatas eran largas, de noche y en las condiciones de la selva. Al principio nos tenían confinados. Nunca nos llegaron a amarrar, pero no podíamos ir solos al baño. Con el tiempo nos fuimos ganando la confianza de los tipos y empezamos a tener cierta libertad por los lugares donde nos movíamos.

Inicialmente, no pensé que fuera a durar mucho tiempo y, de alguna manera, me gocé la experiencia. Me parecía algo diferente. Algo que no le pasaba a todo el mundo en esa época, pero ahora le ocurre a cualquiera.

Eran diez personas armadas todo el tiempo. No pensé que nos fueran a matar. Pero después empecé a darme cuenta de otras cosas. Entre otras, que ellos no tenían ningún fin político ni patriótico, sino que eran simplemente ladrones, bandoleros, como los que han existido en el país desde siempre, que aprovechan la ignorancia en la que mantienen al pueblo para darle un ideal falso de que van a liberar un país que no tiene de qué liberarse. Sólo debe liberarse de su clase política corrupta. Pero su ideal es lucrarse y por eso, el fin de nuestro secuestro fue económico, no un fin anti-imperialista. Eso lo entendí después de hablar mucho con ellos. También empecé a entender la gran farsa del gobierno. Después de un año, por radio escuchábamos que se estaban desarrollando las conversaciones de paz en Caracas y nosotros teníamos

cierta ilusión de que eso terminara en algo y que forzara nuestra liberación. Pero eso nunca pasó. Las negociaciones eran con las FARC, pues el ELN no era tan fuerte. Y con esos diálogos me di cuenta de que al Gobierno no le interesaba realmente la paz, que el negocio de la guerra promueve la corrupción y que los únicos sacrificados son los campesinos y la gente más desfavorecida. Son la carne del cañón para que ambos bandos se enriquezcan.

Ellos no me enseñaron nada. Los muchachos no sabían dónde estaban parados. Cuando les preguntamos qué harían cuando se tomaran el poder, decían ellos que no sabían, que la organización lo definiría. Aunque no eran autómatas, porque se preocupaban por nosotros, a nosotros nos iban a matar cuando les tocara. Así como uno mata los pollos en navidad, ellos tenían el cerebro lavado para eso. Pero la verdad es que ellos estaban insatisfechos allí.

Están secuestrados con uno: el trato no es bueno, no están aprendiendo, ni estudiando, ni haciendo su futuro. Solo son idiotas útiles. Mirando lo que ellos eran empecé a entender todo lo que pasaba allí.

Nos daban cuadernos, lápices y cosas para que nos entretuviéramos. Yo llevaba un diario con lo que hacíamos, actualizado día a día o semana a semana, con las cosas más relevantes. También con lo que pensaba, lo que descubría e iba entendiendo: lo difícil que es vivir sin libertad, lo aberrante y limitante que es la impotencia, sentirse inerme y no ser capaz de matar a esta gente para escapar. Entender que esto es porque, simplemente, uno no lo tiene codificado. De pronto, si hubiera sido militar o si mi inteligencia hubiera sido militar, lo habría podido hacer. Pero habría sido traicionar lo que yo soy. Yo no puedo matar a nadie y lo constaté. A menos que sea en defensa propia o para defender a mis hijos. O, la verdad, no lo sé. Pero, sobre todo, viendo que esos muchachos no tenían la culpa de lo que les estaba pasando, viendo lo que eran.

Al final me sentía ubicado en la zona y tenía maneras de orientarme: advertí una ruta de escape al ver que se iba cumpliendo el año, momento en el que creía que todo iba a terminar mal. Yo me acerqué a los estadounidenses para despedirme, pues estaban seguros de que iban a pagar por su rescate. En mi caso, pensé que no iban a dar nada por mi liberación y así fue. Yo estaba con una compañía colombiana

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47que también los representaba a ellos y cuando fueron a mi compañía, dijeron que no iban a pagar nada. Lo supe, primero, porque el cabecilla me lo contó y después, porque me lo contaron los americanos.

Y me contaron cómo manejaron la plata entre ellos, cómo lo manejaron entre los jefes guerrilleros cuando los americanos buscaron la liberación de sus personas y finalmente pagaron. En cambio, mi compañía nunca estuvo dispuesta a pagar ni a negociar nada.

Eso me abrió mucho los ojos. Me hizo madurar y ver la pocilga en la que vivimos. Que siempre está primero el interés de mantener la solidez económica y el dinero. Aunque lo puedo entender. Creo que es la única manera de acabar con ese flagelo que es el secuestro. Y yo lo puedo decir porque salí de allá vivo. Con el secuestro, yo creo que la gente se acaba acostumbrando a estar sin uno. Se sufre casi como cuando una persona muere y después la gente se acostumbra, porque es una cualidad del ser humano. Se acostumbran al hecho de que hay algo que no está bien, que hay un dolor allá en el fondo, pero al final la vida sigue. La persona secuestrada sufre porque cree que los demás están realmente preocupados, que no tienen sosiego y que sufren mucho, pero no creo que eso sea tan demoledor para ellos. Quizás en un principio, pero después, las personas lo superan. Y eso creo que pasó conmigo.

Después de eso, uno madura muchísimo, porque aprende a valorar sobre todo la libertad, las bondades y la delicia que

es ir a donde uno quiera y cuando uno quiera, si hace una cosa o la otra, etc… Una Coca-Cola puede volverse un lujo tenaz en un momento de la vida. Piensa uno en la gente que quiere, en lo que uno ha hecho y en lo que uno ha dejado de hacer. El encierro me cambió la vida porque tuve claro lo que quería hacer en la

vida y hasta ahora lo he hecho. Creo que las cosas me han salido como las pensé estando allá adentro. No tengo ni menos ni más de lo que pensé. Sí le cambia a uno la forma como se divierte. Porque ya no es uno tan confiado, como que las cosas ya se vuelven más trascendentales. Ya no hay tiempo para desperdiciar.

O, no sé, las cosas con las que uno goza se vuelven sumamente más simples y más personales. Uno pierde el gusto frente a lo que les gusta a los demás y frente al hecho de estar con mucha gente. Para reírme, no me río de lo que todo el mundo se ríe. Yo nunca fui demasiado sociable. Pero después de esto me volví todavía menos. Es como ser parte de ese cambio que lo vuelve a uno más crítico de todas las cosas. Como que uno ya no se traga entero nada. Y ya no se divierte uno tan fácil. No hay esa misma frescura para gozarse las cosas que antes eran buenas razones para hacerlo, por tontas que parecieran. Ya es más trascendental todo. Tiene que enriquecerlo o servirle en algo. No puede ser algo paladín. Entonces uno empieza a cuestionar el estilo de vida de algunas personas: como se divierten, como tienen excesos, como siguen modelos sociales, lo que

pintan los medios y la moda.

Yo era un desperdicio antes de mi secuestro. No tenía nada claro en la vida: no tenía misión, no tenía razón de ser. Me divertía con todas esas cosas que te digo y que, después,

Carlos Barbarena

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ya no me divertían. Es en ese sentido que tuve un año para pensar que antes era un desperdicio. Y no significa que haya salido mejor ni peor. Pero sí sale uno diferente. Piensa uno mucho más las cosas.

Ahora trato de dar ejemplo. Trato de vivir con convicciones, respetarlas, respetar a las personas y sobre todo respetarme a mí mismo. No digo que sea una gran persona ni que haga mucho por la humanidad. Solo que no me meto precisamente por eso, por respeto a la gente, no tomo partido en las causas que no son mías, y yo opino de las cosas como todo el mundo pero sin mucha vehemencia y esperando que al final cada uno haga de su vida lo que quiere y tratando de ser feliz.

Tuve una encrucijada: fue que quise vivir del diario que escribí. Esa fue la primera intención que tuve para decirle al mundo lo que había pasado. Pero cuando me lo impidieron, porque me lo quitaron, me tocó cerrar la puerta y mirar atrás con los aprendizajes que he tenido a pesar de esa experiencia.

Hablar de esto no me pone frío ni caliente. La ignorancia y el abandono en que tenemos a la gente, a los campesinos y a la gente humilde, no han cambiado. Eso es un pecado. No le veo solución a corto plazo, a menos que bajemos a la gente que tiene el poder y las riendas. Y creo que eso ha empeorado de esa época para acá. Creo que la gente es todavía más bandida. Es un tema que va a durar largo tiempo, pues llevamos 60 años, o quizás toda nuestra historia. Hasta que no pase algo realmente como un cambio profundo, intelectual, o una debacle que nos haga cambiar nuestros modelos.

Pero al final mi vida no cambió mucho. La familia es lo que tuve antes de y hoy tengo, al final de cuentas. Ese es el compromiso que tengo con la vida. Lo que yo le puedo y le quiero dar a la vida. Mis hijos. No soy un samaritano ni un sacrificado que está pendiente de darle la mano a todo el mundo. Creo que cada cual tiene que cargar lo suyo y responder por lo suyo, pero eso no significa que uno no pueda ayudar o que por ende, no deba ayudar. No me considero nadie tan especial como para entender y estar encima de la gente para ver qué necesitan. No, simplemente con lo que uno tiene es suficiente.

Después de eso no quería casarme ni nada. Pero al final me casé y fue porque, de pronto, tuve la imperiosa necesidad de hacerlo. No puedo decir que fue un efecto del secuestro, sino que se lo atribuyo a algo biológico.

Los cambios que tuve físicamente, se debían a que no había quién lo peluqueara a uno. Eso era otro lujo. Pudo ser también una manera de demostrar que algo me pasaba. Cuando uno está allá en la selva está al natural para qué se afeita y se cambia uno. Yo me bañaba porque solo teníamos una muda de ropa y en realidad lo hacíamos porque era parte del plan.

Mi relación con el exterior en realidad no cambió mucho. Mi forma de hacer el trabajo no ha cambiado en nada porque son formas en las que hago mi trabajo desde siempre. Me vestía de corbata y lo sigo haciendo. Ahora, con más medios trata uno de cumplir unos sueños tontos o materiales, como quieran, pero al fin y al cabo son los sueños de uno.

Cuando uno está allá metido uno se da cuenta de todas estas cosas. Y después de salir, uno tiene dos opciones: luchar porque esto no siga ocurriendo, la primera, y la otra, es cerrarle la puerta y olvidarse de lo que pasó.

Después de tantos años solo sé que me secuestraron. A mí, una persona del común, que no tiene líos con nadie. Entendí que esto no debía afectarme porque eso sería quedarme ahí. Pero, frente a los bandidos que están en el poder y del otro lado, yo decidí no sacrificarme. Y después de ese año, decidí ser feliz pero con un sentido. No solo riendo a carcajadas, pero sin ningún fondo.

CUANDO ME SUPE ARRANCAR EL MIEDO

S i mi patria es libre, yo seré feliz, y lo serán también mis compatriotas; pero si el cielo dilata todavía este momento de nuestra mayor gloria; si he de tener el

dolor de verla todavía esclava de tiranos o hecha el juguete de hombres ambiciosos, huiré de ella, abandonaré el país en que comencé a respirar, los lugares en donde me educaron, los sepulcros de mis mayores, los amigos y compañeros de mi juventud, para ir a buscar una patria donde encuentre un asilo y en donde pueda olvidar las desgracias de la mía, escribió Camilo Torres en el memorial de agravios. Nada peor

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49estamos hoy cuando para merecer algo del estado hay que pedirlo protestando.

Entonces, a los que no nos tocaba la guerra, ahora también nos toca. Cada día más colombianos tienen que vivir las causas y las consecuencias de la irracionalidad de la guerra. No solamente de esa guerra que comienza en los planes de combate o en los odios entre los ejércitos que los enfrenta con fusiles en los campos de batalla, sino también la que empieza primero con las prácticas comunes de desigualdad e injusticia humana, en la pobreza y el hambre, en la corrupción y la opresión, situación en la que tienen que vivir pueblos enteros, que hasta se ven impedidos de toda iniciativa propia y responsabilidad.

Esta idea un día me supo arrancar el miedo que a veces nos asalta y esa especie de respeto humano que nos impide ser solidarios, y fui a meterme entre aquellos campesinos boyacenses cultivadores de papa, victimas del desamparo que padece el sector rural colombiano por parte del gobierno, para escuchar de sus propios labios, la razón que los mantenía involucrados en una protesta de esa clase. Parecen que no tenían salida, el Ministro de Agricultura Y Desarrollo Rural les había dicho que se dedicaran a otra cosa y los policías los mantenían arrinconados a un lado y otro de la carretera, como signo de la extrema situación que esta gente vive en el país, donde la vida se pone en peligro, la educación no está capacitando al individuo para dirigir su propio destino y persisten los grandes obstáculos para la promoción cultural y la participación política y social.

Era en el puente de Boyacá, en la vía que conduce de Tunja a Bogotá, en el mismo lugar de la batalla que en 1.819 le otorgó la independencia a Colombia, en una lucha cuerpo a acuerpo entre dos ejércitos. Esta vez se trataba de unos 250 campesinos boyacenses, en espera de una respuesta alentadora del gobierno, que armados no más que de un palo, y de una ruana y un sombrero hacían frente a numerosos policías provistos de armas y un traje que los asemejaba a esos monstruos que ven los niños por televisión. Solo que estos con su sola presencia y su actitud violenta asustaban a cualquiera. No sin razón los manifestantes permanecían alrededor de la vía, como espantados por esas extrañas criaturas.

Lucha por la emancipación, David Alfaro Siqueiros

Paradójicamente, comentaban los campesinos, estos no pertenecían a las familias ricas del país sino que, seguramente eran hijos de otros colombianos campesinos que sufrían situaciones similares. Eso lo comprobé cuando acercándome a un policía vestido de otra forma, me dijo en voz baja que su padre era un caficultor santandereano.

La desobediencia civil, la resistencia y la rebelión son alternativas de los pueblos que no ven que sus necesidades mínimas sean atendidas. ¿Qué hace un campesino con la leche de sus vacas sino venderla al precio que le ofrezcan y qué hace con la cosecha que lleva a la plaza sino dejársela al mejor intermediario para regresarse pronto a su parcela? La situación de explotación y de injusticia son los nombres modernos de la violencia y de la guerra. Si el papa Pablo VI dijo que la justicia es el nuevo nombre de la paz, yo creo que la corrupción es el nuevo nombre de la guerra.

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El Reto, David Alfaro Siqueiros

Los campesinos productores de papa, cebolla y otros cultivos de la región, cansados del abandono del gobierno, de los bajos precios de la papa y los altos costos de los insumos, sumado a las importaciones de países donde los gobiernos subsidian el campo y la terrible desventaja de los TLC, y la escasa participación ciudadana y la corrupción gubernamental, tenían suficientes fuerzas para resistir al clima y a las arremetidas de la fuerza pública. El día 7 de mayo de 2013, habían tomado la decisión de obstaculizar el tráfico en la vía. Nosotros no nos retiramos de aquí hasta que el gobierno no nos de alguna solución, decían los campesinos.

El frío de la tarde propio del clima donde se produce la papa y la intensa lluvia parecían el ingrediente perfecto para la confusión y el caos que se percibía en el lugar. Era notorio el desconcierto y la rabia de unos cuantos grupos de campesinos que parecían dispersos por los alrededores. No era para menos. El día anterior la fuerza pública los había hecho retirar del lugar usando tanquetas y gases lacrimógenos. Habían pasado por encima de sus carpas y hecho a un lado sus carros y sus tractores.

La presencia de los manifestantes parecía reducirse y a policía le interesaba dividirlos para vencerlos y no permitirles acercarse a la vía. La nota de humor la puso un atento campesino cuando ante la orden de un comandante a uno de sus grupos de policías para retirarse a comer, desde el anonimato les gritaba que seguramente no era otra cosa que papa con lo que se estaban alimentando.

De pronto, tuve que salir corriendo para librarme de algún disparo de esos gases de los que un campesino decía que le habían vuelto %*& sus narices y sus ojos. Hubo un intento de detener el tráfico pero entre el humo y los disparos los carros que pasaban se esfumaban, mientras que unos campesinos apostados en una loma lanzaban piedras y eran objeto de disparos por parte de los policías. Parecía una batalla campal semejante a la de hace 200 años, entonces para liberarse de la colonia española.

Cuando todo se calmó, caminé por entre unos y otros que se cruzaban palabras que no quiero escribir, pero sí puedo decir de un campesino que le dijo al policía que era valiente en desiguales condiciones, que fuera a combatir con la guerrilla, a lo cual le respondieron que si era guerrillero, se pusiera el uniforme. Otro campesino enfurecido le dijo que se quitara

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51ese %*& traje y que fuera a “peliar” de hombre a hombre, a mano limpia, si era verraco. Una voz de mando ordenó que no hablaran más y yo me acerque a conversar con unos campesinos.

Después de dos días de paro las negociaciones seguían con el gobierno; los campesinos ya habían abandonado sus acciones de protesta y el lugar donde se encontraban, pero no su decisión de continuar exigiéndole al estado una política que los ayude a salir de su pobreza. Seguían esperando la respuesta a sus peticiones.

Esta clase de violencia la vemos todos los días en las ciudades y en los campos porque las clases que desde siempre mantienen el poder se han corrompido a tal extremo que se quedan con los recursos de los pobres, cobran más impuestos y hacen menos inversiones, muy pocos trabajan y luchan por el bien común. Nos gobierna el miedo y el engaño, la ley no se respeta.

El político no es el más sabio y capacitado, sino el más astuto y avispado. Los servidores públicos se hacen elegir a como dé lugar y lo que menos les interesa es el servicio público; sus obras no trascienden las fronteras de lo personal. Se volvió costumbre la trampa y la deshonestidad, el engaño y la impunidad. Los carteles que arruinan hoy al país se llaman contrataciones, favoritismos y corrupción política. Estas son las guerras que desencadena la guerra, donde resulta más delito una protesta que el enriquecimiento ilícito de un político.

Duele esta injusticia que nos condena a la miseria, duele ver la patria amenazada por hombres ambiciosos que sacan provecho de la guerra. En este país se amplían cárceles y se reducen escuelas. Y donde se acaba la educación se acaba la humanidad y florece el salvajismo. Imperará la ley del más fuerte y estaremos más cerca de la ruina y lejos de la civilización. ¿Dónde encontraremos líderes capaces de arriesgar hasta su propia vida para transformar nuestra nación?