Posici n Iglesia Frente Eutanasia

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POSICIÓN DE LA IGLESIA CATÓLICA FRENTE A LA EUTANASIA En diversas oportunidades, con ocasión del trámite de algún proyecto de ley, la Conferencia Episcopal ha venido concurriendo a este recinto de la democracia, consciente del derecho que tenemos todos los ciudadanos de este país a participar activamente en la adopción de decisiones que conciernen al interés general de la sociedad y del grave deber, que llevamos como Pastores Católicos, de proclamar -con oportunidad o sin ella- los principios morales sobre el orden jurídico y, en general, sobre lo social, en cuanto lo exige la dignidad de la persona humana, sus derechos y deberes fundamentales. Hoy, más que nunca, el hombre se encuentra ante el misterio de la muerte. Hoy, debido a los progresos de la medicina y en un contexto

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POSICIÓN DE LA IGLESIA CATÓLICAFRENTE A LA EUTANASIA

En diversas oportunidades, con ocasión del trámite de algún proyecto de ley, la Conferencia Episcopal ha venido concurriendo a este recinto de la democracia, consciente del derecho que tenemos todos los ciudadanos de este país a participar activamente en la adopción de decisiones que conciernen al interés general de la sociedad y del grave deber, que llevamos como Pastores Católicos, de proclamar -con oportunidad o sin ella- los principios morales sobre el orden jurídico y, en general, sobre lo social, en cuanto lo exige la dignidad de la persona humana, sus derechos y deberes fundamentales.

Hoy, más que nunca, el hombre se encuentra ante el misterio de la muerte. Hoy, debido a los progresos de la medicina y en un contexto cultural con frecuencia cerrado a la trascendencia, la experiencia de la muerte se presenta con algunas características nuevas. En efecto, cuando prevalece la tendencia a apreciar la vida sólo en la medida en que da placer y bienestar, el sufrimiento aparece como una amenaza insoportable, de la que es preciso librarse a toda costa. La muerte, considerada «absurda» cuando interrumpe por sorpresa una vida todavía abierta a un futuro rico de posibles experiencias interesantes, se convierte por el contrario en una « liberación reivindicada » cuando se considera que la existencia carece ya de sentido por estar sumergida en el dolor e inexorablemente condenada a un sufrimiento posterior más agudo.

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En semejante contexto es cada vez más fuerte la tentación a la eutanasia, esto es, adueñarse de la muerte, procurándola de modo anticipado y poniendo así fin «dulcemente» a la propia vida o a la de otros . En realidad, lo que podría parecer lógico y humano, al considerarlo en profundidad se presenta absurdo e inhumano. Estamos aquí ante uno de los síntomas más alarmantes de la «cultura de la muerte», que avanza sobre todo en las sociedades del bienestar, caracterizadas por una mentalidad eficientista que presenta el creciente número de personas ancianas y debilitadas como algo demasiado gravoso e insoportable. Muy a menudo, éstas se ven aisladas por la familia y la sociedad, organizadas casi exclusivamente sobre la base de criterios de eficiencia productiva, según los cuales una vida irremediablemente inhábil no tiene ya valor alguno.

Para un correcto juicio moral sobre la eutanasia, es necesario ante todo definirla con claridad. Por eutanasia, en sentido verdadero y propio, se debe entender una acción o una omisión que por su naturaleza y en la intención causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor.

De ella debe distinguirse la decisión de renunciar al llamado «ensañamiento terapéutico», o sea, ciertas intervenciones médicas ya no adecuadas a la situación real del enfermo, por ser desproporcionadas a los resultados que se podrían esperar o, bien, por ser demasiado gravosas para él o su familia. En estas situaciones, cuando la muerte se prevé inminente e inevitable, se puede en conciencia «renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir sin embargo las curas normales debidas al enfermo en casos similares». Ciertamente existe la obligación moral de curarse y hacerse curar, pero esta obligación se debe valorar según las situaciones concretas; es decir, hay que examinar si los medios terapéuticos a disposición son objetivamente proporcionados a las perspectivas de mejoría. La renuncia a medios extraordinarios o

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desproporcionados no equivale al suicidio o a la eutanasia, expresa más bien la aceptación de la condición humana ante la muerte.

Ahora bien, en la medicina existen los llamados «cuidados paliativos», destinados a hacer más soportable el sufrimiento en la fase final de la enfermedad y, al mismo tiempo, asegurar al paciente un acompañamiento humano adecuado. En este contexto aparece, entre otros, el problema de la licitud del recurso a los diversos tipos de analgésicos y sedantes para aliviar el dolor del enfermo, cuando esto comporta el riesgo de acortarle la vida. Sin embargo, Pío XII afirmó que es lícito suprimir el dolor por medio de narcóticos, a pesar de tener como consecuencia limitar la conciencia y abreviar la vida, pues en este caso no se quiere ni se busca la muerte, aunque por motivos razonables se corra ese riesgo, simplemente se pretende mitigar el dolor de manera eficaz, recurriendo a los analgésicos puestos a disposición por la medicina.

Hechas estas distinciones, se confirma que la eutanasia es una grave violación de la Ley en cuanto eliminación deliberada de una persona humana y por tanto moralmente inaceptable. La eutanasia, aunque no esté motivada por el rechazo egoísta de hacerse cargo de la existencia del que sufre, debe considerarse como una falsa piedad, más aún, como una preocupante «perversión» de la misma. En efecto, la verdadera «compasión» hace solidarios con el dolor de los demás, y no elimina a la persona cuyo sufrimiento no se puede soportar. El gesto de la eutanasia aparece aún más perverso si es realizado por quienes --como los familiares-- deberían asistir con paciencia y amor a su allegado, o por cuantos --como los médicos--, por su profesión específica, deberían cuidar al enfermo incluso en las condiciones terminales más penosas.

La opción de la eutanasia es más grave cuando se configura como un homicidio que otros practican en una persona que no la pidió de ningún modo y que nunca dio su consentimiento. Se llega además al colmo del

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arbitrio y de la injusticia cuando algunos, médicos o legisladores, se arrojan el poder de decidir sobre quién debe vivir o morir. De este modo, la vida del más débil queda en manos del más fuerte, se pierde el sentido de la justicia en la sociedad y se mina en su misma raíz la confianza recíproca, fundamento de toda relación auténtica entre las personas.

El respeto absoluto de toda vida humana inocente exige también ejercer la objeción de conciencia ante la eutanasia. La objeción de conciencia pueden ejercerla los honorables legisladores dando su voto negativo a todo intento de legalizar la llamada eutanasia activa y reglamentando sólo los principios relativos a la ortotanasia.

El Episcopado solicita al Congreso de la República la debida protección a los pacientes mediante leyes que fomenten una medicina paliativa. Más que regular la muerte digna con el perverso sentido que adquirió este término, los animamos a emprender con la debida asesoría científica, en el marco constitucional de una ley estatutaria, a la luz de los principios morales y de valiosos aportes del derecho comparado, la elaboración de una ley que busque la humanización del proceso de la muerte con todo un conjunto de medios y atenciones.

La experiencia y la sabiduría humanas, entienden, por lo general, que la vida pertenece a la clase de bienes intocables que no podemos negociar con nadie, ni siquiera con nosotros mismos: esos bienes que tienden a identificarse con el misterio mismo de la existencia y de la dignidad humana. Con justa razón nuestra Constitución es clara, tajante y contundente en su artículo 11: “La vida es un derecho inviolable. No habrá pena de muerte”. La vida no es negociable. Si la libertad, el honor, la educación, etc. son bienes irrenunciables, con más razón todavía lo es la vida, raíz primordial de todos esos bienes y primero y fundamental de todos los derechos. En efecto si nadie puede privarse de su libertad, enajenándola por medio de un contrato de esclavitud, nadie puede

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tampoco privarse de la vida, que está menos aún a nuestra disposición que la libertad misma: la vida se nos presenta como algo previo y envolvente, que es más que nosotros mismos. Por esos, en el interior del ser humano resuena una voz que nos dice: “No mates, no te quites la vida; escoge siempre vivir, que te sorprenderás de nuevo de sus insospechadas imposibilidades. Es muy preocupante que esta voz interior a favor de la vida no sea hoy percibida y más grave aún pretenda ser opacada con leyes que buscan establecer una cultura de muerte”.

Bogotá D.C., 29 de marzo de 2007

+ Fabián Marulanda LópezObispo - Secretario General

de la Conferencia Episcopal de Colombia

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