Posdata Edicion Febrero

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POSDATA 1

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Febrero 2011

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200 AÑOS

ORGULLOSAMENTE

MEXICANOS

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4 POSDATA

Yuri Herrera 5María BelMonte 7andreí Vázquez 8Juan Manuel roca 9Margaret randall 11 rogelio guedea 13Pedro de isla 15Bernardo arriaga 17rowena Bali 19salVador olguín 21 Héctor Hernández Montecinos 23edilBerto aldán 24sHuntaro tanikawa 27 / 47FaBio Víquez 30 Juan José rodríguez 32Paul HooVer 38antonio raMos 43luis FeliPe loMelí 46

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POSDATA es una publicación de divulgación cultural gratuita editada y distribuída por Buró Blanco, con oficinas en Urano 251, Col. Contry, Monterrey, N.L., México. CP 64860.Redacción y publicidad: 83 4938 52

Certificado de Licitud de Título y Contenido: No. 14788No. de Reservas de Derechos: 04-2009-091012562300-102

Año 9 / Número 2 / Febrero 2011 Los artículos firmados son responsabilidad de sus autores y no necesariamente reflejan la línea editorial de POSDATA.

Í n d i c e

R e m i t e n t e

Te e s c u r r e s , n o s é c ó m o , p o r e n t r e l o s d e d o s , c o m o l a s

a n g u i l a s o l a s c u l e b r a s

Luciano, Timón o el Misántropo

# 2

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Camino del trabajo vi por primera vez al hombre terrible: a tres patas sobre el suelo, la cuarta empuñaba una herra-mienta. No podía distinguir sus fac-ciones porque al fin del cuello emergía una cascada de barba y greña que ocul-taba su rostro y a la vez aquello sobre lo que se denodaba. Pasé de nuevo a su lado a la hora del almuerzo, el sol ya se dejaba venir en caída libre, mas el hombre persistía sin reparar en la delta de peatones a sus lados. Alcancé a mirarle un retazo de frente, sudaba.

A un costado de la plaza esta-ba la oficina a la que tuve que acudir a media tarde. Clara ya estaba ahí, estrujándose las falanges y sonriendo con una sonrisa pequeña y tembloro-sa. A última hora le habían entrado los nervios. Todo este tiempo había estado tranquila, desde que decidió hacerse ella también el examen el día que acompañó a una amiga con malos presagios, hasta que a las puertas del lugar finalmente se hizo la pregunta: ¿y si sí? ¿y si sí tenía de qué preocupar-se? ¿y si el examen salía positivo? ¿y si ésta era su hora?

Fue mi primera novia. La pri-mera con la que tuve sexo al menos. A mí no me había pasado por la cabeza que nada pudiera salir mal, así es que asumí el papel de hombre de mundo, sólido, imperturbable, experimentado, machín, y le dije:

—No te preocupes, cachito, mira, vamos a hacer memoria y ya ve-rás que no hay de qué preocuparse.

Me miró destanteada. A qué me refería.

—Acuérdate de la persona con la que estuviste —“o las personas” añadí como por mera formalidad, ge-

neroso—, piensa si hay algo que te sa-que de onda, seguro que no.

Me contempló de nuevo sor-prendida, parpadeando, y luego, sin mover los ojos, miró hacia adentro. Me volví hacia la plaza mientras Cla-ra consideraba su pretérito. El hombre terrible aplicaba su herramienta con golpes secos sobre un tronco. Pude advertir que tenía varios troncos más, gruesos y largos como un brazo, y que su herramienta era menos que un ha-cha, una especie de piedra afilada.

—A ver —dijo Clara—… Tal vez… No, mejor empiezo desde el principio.

Sacó de su bolso una pluma y extendió un periódico sobre la ban-ca en la que estábamos. Se veía tensa, Clara; le acaricié una mejilla y dije Tranquila, cachito.

—Bueno, primero, obviamen-te… —dijo, y anotó unas iniciales en un margen del periódico. ECJ.

Su primer novio. No sé por qué, pero me dio ternura.

Dubitativa, apuntó MAH de-bajo de aquellas, las tachó, escribió LCH y dijo sí. Se quedó pensando unos segundos, el extremo de la plu-ma entre los dientes, y luego apuntó, de un golpe:

ABSNCCDFTRCVJMPEscribió UMM al lado de la

tercera y la cuarta y dibujó un corche-te muy elegante para indicar que esas iniciales iban ahí, que era importante que fueran ahí. Así: UMM!}

Luego pareció olvidarse de

que yo la acompañaba; en realidad pareció olvidarse por completo del objetivo de aquel ejercicio de memoria porque la luz le volvió a la cara y em-pezó a divertirse. Decía:

—El de la fiesta de Imanol, el calvo ¿cómo se llamaba?... ah, sí —y escribía iniciales de vago aire extranje-ro: KW, o que espinosamente parecían coincidir con las de un conocido mío: LRB.

Y también:—Aquel del festival de reg-

gae, el apellido era… sí, ¿pero su nom-bre…? —y apuntaba: ¿D?R

En un par de ocasiones puso una sola letra con una acotación al lado, por ejemplo: A (el amigo de San-dra).

Al llegar a la inicial número veintitrés recordó que yo estaba ahí, levantó la pluma y dijo:

—Ay, me da pena contigo —ce-rró el periódico y lo guardó—, además no sé nada, mejor vamos a esperar.

Eso hicimos, en silencio. Yo quería decir algo pero no sabía qué podía opinar que no resultara patéti-co. Además, de súbito, me había en-trado una sensación de fragilidad que temía me derrumbara. Y esta imagen: mi cuerpo como una bomba, mis ve-nas un conducto de algún líquido mal-dito, yo todo una cosa de la que había que alejarse. Alfileres, agujas, pinchos reventándome. Una mano me comen-zó a temblar y la metí en el bolsillo del pantalón.

—Ya es la hora de mi cita —dijo Clara.

Respondí “Vamos”, lo inten-té al menos, entramos a la oficina, la acompañé hasta el consultorio donde

YURI HERRERALOS OTROS

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la aguardaban, pasó, me senté en la sala de espera; sin embar-go me resultó insoportable quedarme ahí, con todas esas otras bombas humanas, con todos esos muchachitos y muchachitas comiéndose las uñas. Huí a la plaza.

El hombre terrible estaba de rodillas pero con el cuerpo erguido. Había tallado los troncos con formas angulares y pro-fundas y los había unido en algo que era una tercia de cruces o un arsenal de estacas. Agarraba su objeto y lo golpeaba con fuerza contra el suelo para que embonaran los troncos. Jadeaba, rugía al azotarlo. Los caminantes seguían sin hacerle caso. Fi-nalmente dejó de esforzarse y recargó su frente en el objeto. Se puso de pie, trastabilleó y oteó a su alrededor. Pude verlo: tenía ojos casi transparentes y una mancha continental en el pómulo derecho. Detuvo su mirada en un punto en el que nada sucedía y se dirigió hacia allá. Antes de que alcanzara el filo de la plaza un auto se detuvo exactamente en ese lugar. Un sujeto de traje sastre y gafas oscuras se apeó y el hombre terrible se le acercó como si le fuera a entregar algo, pero en vez de eso levantó su objeto terrible y lo dejó caer sobre el cuello del sujeto.

—¿Todavía estás vivo? —escuché a mis espaldas. Clara. Clara con una sonrisa enorme y carnosa. —Por supuesto que no había nada de qué preocuparse,

tontito —dijo, y se me pegó—. ¿Qué pasa ahí?Un pequeño tumulto rodeaba el lugar donde se habían

encontrado el sujeto y el hombre. No se distinguía nada, pero aún alcancé a ver, por encima de las cabezas curiosas, el objeto del hombre terrible alzarse ensangrentado, el brillo rojo de sus puntas.

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PLaTO de cebOLLaS

A un plato de cebollas nos acercamos con la entrega completa del olfato La lengua olvida el cerdodispuesta a enloquecer por la liliácea Es la forma certera de que el cuerpo perfume con ansia los poros y con gozo dispute olores en la atmósfera Junto al plato de cebollas la zanahoria y el queso llenan el escenarioLa mente acuña obstinada todos los saboresy la matriz de los deseos evoca al finbesar el tiempo con vino y pan.

Cola de Caballo. Santiago, Nuevo León.

OTOñO A María SantiagoEn este otoño he tocado amparoUn diálogo entre mi historia y la hijaUn abrigo de sol y café los domingosUna estancia de frente a mi igual.

La narrativa aparece y al par la casa se abreEs la ofrenda que se hereda a voluntadUn resquicio de aliento y floresUna conversión entre viento y fuego.

La hermandad y la filia acarician y dueleUn golpe seco sin bondad es el reclamoUn blindaje de palabras que conducen al origenUna defensa del amor en la entrega a secas.

Hallazgo y encuentro del puerto, eso es la hija.

Octubre 2008, Monterrey.

MARÍA BELMONTE

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Siempre has dicho que los domingos son para aplastarte a ver la televisión. Hoy juega la selección nacional y no quieres ver el partido en un cuarto de hotel. Sabes que es imposible ir a casa y sentarte en tu antiguo sillón negro. Sabes que ya no es tu casa. Decides ir a alguna cantina, a un lugar donde haya mucha gente y gritos a mares, a donde la gente festeje los goles con exageración.

Sales del hotel y la calle está sola, el silbatazo inicial es inminente. Un mi-crobús casi vacío se acerca y subes sin pensarlo. No sabes dónde sentarte, es difícil decidir cuándo tienes muchas opciones enfrente. Optas por la última fila.

Una mujer entrada en años, y en carnes, con un entrecejo pronunciado. Un viejo con ojos de sonámbulo, lee la sección de empleo en el periódico. Una señora con cabellos húmedos sobre la cara, trae de la mano a su hija: una gorda enorme en uniforme de secundaria. Cada persona que sube te busca la mirada y tú la evades, volteas siempre hacia la calle. Imaginas que vives sus vidas y algo te inmoviliza. Te aterroriza la posibilidad de ser una de esas personas.

El microbús se detiene. Este semáforo lo conoces muy bien. Por esta ave-nida caminabas hacia casa después del trabajo. Imaginas que Mercedes ha aprovechado el juego para organizar una de esas reuniones que nunca le permitiste hacer. Seguramente está llena de esas detestables personas que trabajan con ella. No entiendes por qué Mercedes siempre quiere invitar a gente a nuestra casa. Tú no necesitabas nadie más, era demasiado estar con ella. Recuerdas el mundial pasado. Abrazados, en el sillón negro, bebiendo cerveza y comiendo pizza. Ella brincaba con los goles de cualquier país. Recuerdas sus carcajadas de nervios. Sus gritos de euforia. Recuerdas lo exagerada que es y te provoca una sonrisa. Te enorgulleces de haber vivido con una mujer que se divertía con el futbol. Quizás pudiste aceptar visitas en casa de vez en cuando. Estás a pocas cuadras todavía. Piensas que una cantina está llena de mugre, piensas que para tolerar a extraños sería mejor en casa de Mercedes. Decides ir hacia tu sillón negro.

Has caminado ocho cuadras hasta aquí. La puerta del edificio estaba abier-ta, como siempre que alguien tiene una reunión. El elevador está ocupado. Subes al cuarto piso por las escaleras. Huele a limpio, como nunca, piensas que ella paga a tiempo el mantenimiento. Desde el pasillo alcanzas a escu-char sus carcajadas. Tocas con miedo. Escuchas que Mercedes camina hacia la puerta, sus risas son cada vez más cercanas. Caminas de nuevo hacia las escaleras. Sabes muy bien que la selección va a perder como siempre.

ANDREI VÁZQUEZ

SeLección

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Hace algunos años, en abril de 2.000, buscaba un dato en internet acerca de Paul Gauguin, sobre algo que parece más leyenda que realidad, el supuesto hecho de que el pintor pudo ser nieto de Simón Bolívar y por supuesto de su legítima abuela, la legendaria y febril Flora Tristán.

Tal leyenda está construida en suposi-ciones y en vaguedades. Creo que el hecho de que en casa de los Tristán, en su “Petit Chateau” parisino fuera habitualmente recibido el Libertador, que la belleza y el talante libertario de Flora sumados al donjuanismo del jo-ven Bolívar, no alcanzan a conformar, ni remotamente, una prueba de ese singular y azaroso cruce de sangres. Ni el posterior viaje de Flora a Perú, ni que escribiera sus “Peregrinaciones de una Paria” hacia 1838, cinco años después de ese viaje por tierras boliva-rianas, sirven al aserto del parentesco con Bolívar. Parece ser un puro chisme histórico, una hermosa ficción.Lo que encontré sobre el tema no fue gran cosa pero tropecé con un artículo, un tanto atropellado, sobre una nieta franco-colombiana del pintor, Marie Uribe Gauguin, un mensaje que más bien parecía un aviso judicial o un cla-sificado. En él nos cuenta María Bradcock que el director de Artscape Gallery, Tony Martin, andaba tras la pesquisa de los descendientes de Gauguin que vivían (o viven aún) en regiones de Chile y de Colombia.

Bradcock se había puesto en contacto con una biznieta deGauguin llamada María, que por entonces vivía en Di-namarca, a fin de legitimar seis obras del pintor basándose en unas muestras de pelo adheridas a los cuadros, que el galerista presumía que no eran de un pincel alopécico sino de la melena del levantisco pintor. Para ello buscaba, como en una novela de Raymond Chandler, un cabello “de cualquier miembro del linaje maternal de la hermana de Gauguin”, pues su hermana Marie estuvo casada con un colombiano llamado Juan Uribe. Esto, afirmaba, con el fin de someter a prue-ba de DNA los supuestos cabellos del pintor en cotejo con los familiares. El dato cartesiano que da el autor del texto es que solo necesitaría de 4 o 5 cabellos de aproximadamente 5 o 6 centímetros de largo para la prueba. Hasta ahí la historia encontrada en el basural del internet. Lo singular del caso es que, poco después de leída esa pesquisa, entré con el poeta peruano Antonio Cisneros a la Iglesia de Santa Clara y en su sacristía encontré la urna con las cenizas de Marie, la hermana de Gauguin, cuyos restos precisamen-te habían reposado en el Cementerio Central que, otra vez Bolívar, había or-denado construir en 1830.

Quien lea el libro de Charles Chassé, “Gauguin sin leyendas”, se encontra-rá con más vecindades del pintor y de su hermana con Colombia. Cuando el pintor vino a Panamá, como lo hizo el

poeta manco Blaise Cendrars, atraídos ambos por la construcción del Canal, “fue fríamente recibido por el que menciona como el imbécil de mi cuña-do”, Juan Nepomuceno Uribe, que es descrito como un negociante en quina poco brillante. Gauguin se fue en ristre desde su agreste carácter al describir a su cu-ñado y confesar su pequeña e infantil venganza: “Era un perfecto ruin. Ra-bioso, le he cogido un traje de treinta y cinco francos, del que bien pueden sacarse quince”. Lo decía alguien que sabía de precios pues había trabajado en la Bolsa de Valores. Pero va más lejos el genio salvaje de quien ya intentaba seguir hacia Marti-nica, alguien que sabía que en las Islas Marquesas los frutos caídos son me-nos podridos que Occidente. Su repul-sa al cuñado Uribe la extendió a todos los colombianos “que transformaron la maravillosa isla de Taboga, donde antes se podría vivir de frutas, en un infierno en el que el menor terreno se vendía a precios altísimos”. Parecía identificar a ciertos colombianos que son grandes taladores de árboles pero que viven, eso sí, abonando su árbol genealógico de ubérrima manera.

Gauguin, que trabaja como obrero en Panamá, pinta allí unos cuantos retra-tos de emergencia y llega con su amigo Laval a Martinica donde escribe algu-nos de sus más bellos poemas: “Entre púrpura y oro, de amor embriagada la /tarde ha llegado. /Es la hora del fres-cor y de nuevo revive /El pueblo niño,

JUAN MANUEL ROCA

LaS cenizaS de La heRmana de GauGuin

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alegre ante la aventura de la noche”, dice en su poema “Atardecer”. Marie, que había quedado viuda y con dos hijos, María Elena y Pedro Uribe Gauguin, decide hacer contacto con sus parientes en Colombia, los Uribe Buenaventura, que la invitan a Santa Fe de Bogotá. El periplo en su viaje a Colombia arranca obviamente desde París, toca a Nueva York, pasa de largo por la injuriada Panamá de su hermano y llega al caluroso y bello Puerto Colombia, en Barranquilla. De la are-nosa baja por el río Magdalena en un barco de vapor hasta llegar a la próspera ciudad de Honda. Da gusto imaginar la escena. Marie Gauguin se desplaza por el trópico con rumbo a Bogotá, va de las tufaradas del Magdalena al frío de cuchi-llo de la capital. Ha dejado atrás un paisaje rumoroso y exuberante. Vie-ne con una recua de mulas que cargan sus enseres: tapices, gobelinos, cortinajes y otros bibelotsdel fasto parisino. Pero lo más importante y, como siguiendo el destino paria de su abue-la y de su hermano, hace una peculiar exposición itinerante de Gau-guin por tierras andinas: dos paisajes suyos ya no puestos en el lomo de un caballete sino de una mula, terca como su hermano, dos paisajes europeos que recorrieron entonces el bronco paisaje colombiano. Se dice que Marie vivió en esta ciudad muy cerca de San Agustín, que a su casa llegaban a tertuliar los bogotanos cultos, escritores, músicos, pintores, en una época en que los habitantes de la ciudad de José Asun-ción Silva habían hecho del aburrimiento una cimentada religión.Del Cementerio Central, del mausoleo familiar, salió en cenizas hasta el que hoy es el bello Museo de Santa Clara doña Marie Gauguin de Uribe. Entre dos ciriales, varios ángeles y un hermoso púlpito taraceado que se guardan en la sacristía, sus cenizas recuerdan el fuego y la pasión, tan propios de la estirpe de los Gauguin.

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nO SOn LOS eSPíRiTuS

No son los espíritus en su conjunto, comunidad,los que vivieron en este sitioy murieron aquídía tras díahasta que después de meses, después de años,la arquitectura breve del huesoarraigó viva en la sucesión generacional.

No plural sino singular: una mujerinclinada sobre el metate, empujando la mano de piedra,trabajando el granoy luego entregándoseloa otra junto a ellaque con una piedra más llanalo pulverizahasta que flotan las partículas.

O un hombre, colocando una filade piedras emparejadas,instalando el dintelencima del marco de la ventana,uniendo el espacio de la pared del nicho,ángulo a ángulo, a la terraza donde un niño pequeñoatisba el mundo y se pregunta dónde termina.

No plural sino separado. Cada vidamezclándose ahora con mis propios muertos:el amado padre,el poeta revolucionariocuyos hermanos no le permitieron vivir,el abuelo que tomó lo que no era suyo,la chica de ojos redondos que cayó del cielo.Arquitectos, cronistasde tiempo y espacioastutos o cariñosos.

MARGARET RANDALL

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Cocinera cuyos platillosnutren. Mujerque lleva el dolor del amadoentre las costillas.Pescador. Granjero. El que sanalo que está fuera de lugar.

Dakini, Danzante del Cielo,tú que vuelas llenando de aquí para allá esta albacon el sonido de relojes que caminan.Jalándome hacia el norte, el surpor desiertos, arriba en el cañónhasta el horizonte de la memoriapara luego descender en la vertiginosa espiralde mi miedo repelido.

(Traducción de María Vázquez Valdez)

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eL amOR que yO queRía cOnTaR

Esta quería ser una larga historia de amor, una historia de un hombre y una mujer que se conocieron un día en el centro comercial, mientras ella miraba con detenimiento unas zapatillas rojas y él, del otro lado del cristal, amorosamente, la miraba mirar. Esta quería ser la historia de un hombre y una mujer que toda su vida ensayaron sus pasos para poderse encontrar. Quería la historia que el hombre abordara a la mujer, la invitara a un café, a un salón de baile, la invitara a amar. Quería esta larga historia que nadie estuviera detrás: ni Dios, ni el diablo, ni el azar. Sólo la mujer y el hombre saliendo del brazo, amorosamente, del centro comercial. Después ven-drían los hijos, las promesas, las noches de frío, el té de las diez, los besos con sabor a lluvia. Después vendrían sus paseos por el jardín, el cine, las reuniones con amigos, las breves pero sustanciosas alegrías. Hubiera sido bellísimo que el hombre la invitara a amar, pero la mujer, inesperadamen-te, y sin advertir la larga historia de amor que yo quería contar, se dio la media vuelta y se perdió en los pasillos del nunca jamás.

FuTbOLiTO

Cuando mi hijo y yo empezamos a jugar futbolito, me puse como firme propósito dejarlo ganar de vez en cuando Pensé que dejándolo ganar hoy sí y mañana también se le arreciaría el interés. De manera que em-pezamos a jugar apenas regresaba de la escuela, un juego o dos, y a veces la revancha. No encuentro la forma de describir la expresión de su rostro cuando ganaba, sabiendo yo que en realidad lo había dejado ganar. Con-forme pasó el tiempo, empecé a darme cuenta de que cada vez era más fácil dejarlo ganar y más difícil hacerlo perder, hasta que llegó el momen-to en que ganarle se me hizo prácticamente imposible. Pasaron semanas o meses para que pudiera realmente adquirir la destreza que me permitiera darle la batalla. Sudaba mares para conseguir meterle un gol, pues sus defensas eran murallas infranqueables y sus medios tenían la habilidad de conectar muy bien con sus delanteros. Sin embargo, aproveché una debilidad en su portero para hacerme al triunfo, y fue entonces que las partidas empezaron a emparejarse y pude conseguir ganarle hoy sí y ma-ñana también. No encuentro la forma de describir la expresión de mi hijo cuando yo ganaba: levantaba ambas manos festejando mi triunfo y arro-jaba un espumarajo de felicidad por las narices, tal como si desde algún remoto día se hubiera puesto justamente como firme propósito dejarme ganar -nunca he sabido si por amor o por piedad- de vez en cuando.

ROGELIO GUEDEA

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aRS cRíTica

I

El otro día que me disponía a desayunar puse la cafetera y metí dos panes en el tostador. Lo hice mecánicamente, como siempre. Actos que uno va realizando mientras pien-sas en actividades que hiciste ayer o harás mañana o dentro de un rato. Pensamientos mecánicos como poner la cafetera o meter dos panes en el tostador. Mientras ponía sobre la estufilla la cazuela para freírme un par de salchichas, me di cuenta de que había una mosca parada en el quemador. Por primera vez en mi vida no tuve la intención de matarla. Otras veces sí: lo primero que hace uno es tener la intención de matarla. Pero esta vez no. Así que antes de encender la estufilla, decidí evitarle a la mosca la más mínima trage-dia. Entonces me incliné un poco y le di un tafitazo. Segu-ramente la mosca perdió el equilibrio de vuelo, trompeó en el aire y, segundos después, fue a caer justamente en las rejillas del tostador. Inmediatamente después, un chris de alas quemándose me anunciaba que cualquier intento por salvarla era inútil. Justo cuando cogí el sartén por el mango, recordé aquella fábula oriental que nos enseña que a veces es mejor no meterse donde no nos llaman porque si no nos pasa como aquel que fue por lana y regresó trasquilado.

II

Lo importante no es decir tal o cual cosa. Ni siquiera decirla de tal o cual manera. Lo importante es saber que si no de-cimos tal o cual cosa de tal o cual manera nadie más podría hacerlo.

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eSTRaTeGia[1]

La avanzada hizo una labor perfecta y debemos de reconocérsela: revisión y entendi-miento del terreno, mimetizarse con la población, detección de puntos débiles, bloqueo de rutas de escape, instalación de sistemas de comunicación simples y seguros, difusión de rumores apropiados al efecto, acopio de armas en sitios distribuidos por la ciudad y detección de almacenes con materiales inflamables. Lo hizo tal y como se describe en cualquier manual militar.

Después vino la operación de distracción.

Aprovecharon la fiesta anual del fin de la cosecha de granos para promover una forma alternativa al tradicional festejo: era más propio de una fiesta desfilar por las calles y los campos cercanos acompañados de bailarines, tambores y trompetas.

Siete días consecutivos de jolgorio con los que mostrarían su opulencia y gene-rosidad regalando una pequeña parte de los alimentos recolectados a quienes apenas si sobrevivían en su miseria.

Al principio, como era lógico, pocos se acercaron al evento, temerosos de alejarse de sus tradiciones. Era una reacción prevista en un manual de estrategia medianamente bueno.

Cada día, sin embargo, aumentaba el interés, principalmente entre los menos afortunados, quienes veían la oportunidad de alegrar un poco sus vidas y conseguir algunos alimentos gratis.

Quienes aún no acudían, al menos observaban el paseo desde las ventanas de sus casas o aglomerados en los pasillos sobre las murallas de la ciudad.

También llegaron muchos viajeros que parecían los más entusiasmados. Nadie notó su anormal y continuo arribo.

Para el séptimo día, media ciudad formaba parte del espectáculo más grande ocurrido en Jericó. También aparecieron grandes cantidades de licor.

Cuando las trompetas cambiaron su marcha festiva, los estandartes se convirtie-ron en lanzas, los viajeros en soldados armados y las catapultas destrozaron el viento.

Fueron dos años de estrategia. Empezamos mucho antes de que nuestro pueblo llegara al Jordán.

PEDRO DE ISLA

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RObO[2]

El rumor corre por el campamento y toma fuerza: Hubo un robo mientras llevaban el botín de Jericó a la tienda donde debía emplearse para la mayor gloria de Yahvé.

Josué está colérico.

Cierto o falso, el rumor se dispersa como el rocío y puede volverse una corriente de agua que arrase la moral de su ejército. Ayer se perdió una batalla y sabe que el creciente rumor puede afectar a la tropa en el siguiente ataque cananeo.

El rumor habla de muchas piezas de bronce, oro, plata y bellísimos mantos.

Josué reúne al pueblo y distribuye emisarios con la consigna de interrogar a todo hombre nervioso. Quien no les sostenga la mirada, comparecerá ante él.

Doscientos hombres se presentan. Algunos, turbados y conociendo el castigo, im-ploran justicia y acusan a otros, sobre todo ausentes.

El asunto se complica.

Josué manda callar sus lamentos y asegura que sólo uno es culpable, sólo uno ha tomado parte del hurto.

Las voces callan y siguen sus palabras como la oveja, asustada ante la proximidad de una tormenta, sigue la voz de su pastor sin dudarlo.

Uno sólo es el culpable, uno sólo pagará su osadía, repite Josué. Entonces les ordena a los doscientos hombres que tomen una piedra grande y pesada con su mano para dirigirla contra el culpable.

Así lo hacen y se preparan para lanzarla contra el ladrón.

Josué escoge a Acán, hijo de Carmi, hijo de Zabdi, hijo de Zera, de la tribu de Judá.

Doscientas piedras lo golpean de inmediato, incluida la de Josué. Bajo su tienda encuentran escondidas monedas y piezas de bronce.

Dos días después vencen a los cananeos.

Tras la batalla y durante setenta días, todas las mañanas aparecen nuevas piezas junto a la tienda del botín. Serán para la mayor gloria de Yahvé.

[1] Josué 6.

[2] Josué 7:11.

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LOS OjOS de mi PadRe

Me escondían la realidadel rumor del gris televisory el sol de los domingos.Cuando me sirvieron la sopalo pregunté y pasaron saliva.Nunca estuvieron las ventanastan abiertas como para contar los relámpagos del pasado.Así empecé el ritual no escritode esperarlo en la banqueta. A veces me dormía, hastiadode los ochentas y sus jóvenes,los autos, las hieleras y Kiss.Lo malo es que despertabaal día siguiente y los suspirosse volvían pájaros en la cabeza.Empecé a verlo en las carasde todos los viajeros,llegué a pensar que una tardedaría la vuelta en la esquinay me gustarían su cara y actitudes.Pero me cansaron las charcas gasolíneasy las raíces rompiendo las aceras.Hoy, el niño que fui llama a la puerta y el hombre que soy lo recibe: erosión.Ha sido lumbre cruzar la tierra sin él.No sé, sin embargo, a qué me hubiera asidotodos estos años de no ser por su ausencia,ancla y fábula errada que me apuntalanesta vida cansada, el alma dormida.Hoy, lo sé, de niño miraba mis manosy veía las de mi padre fraguando el tiempo.La piel de mis rodillas, pensaba, era la vejezacumulada en sus párpados.Y miraba la tarde, pensaba,quizá también la veía.Y llegaba la noche, imaginaba,

BERNARDO ARRIAGA

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su andar en camino desierto, buscándome.Si la lluvia caía, esperaba que estuviera resguardado.Si me sentía satisfecho, temía pasara hambres.Y aunque lo aguardaba, Gonzalo me dijo que él se tocaba los pulsos arterialespara escuchar a su madre recién muerta.Comencé a tocarme el cuello, las muñecas.Sabía, sin embargo, que él vivía.Sabía. Yo sabía que vivía, no creía.El tren me interrumpía y dejaba sospechas.Yo sabía que vivía, no creía.Aguardaba en mi banca de los siete años.la caída de la noche. Adjudicaba el retrasoa un trabajo urgente, a un viaje inesperadosu ausencia.Jamás vi su rostro. Sabía que mis ojos no eran los de mi madre,pero callaba, y asentía.Ahora, lo sé, no tengo duda:tanta fue la nube, tanto el azul;Tanta la montaña, el incendio.Lluvia era la lágrima. Los veía,por todas partes, me miraban.

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eL aLienTO

Estás empezando a desesperarme. Hace más de dos horas que estoy derramándome sobre ti sin recibir respuesta, nada pasa, nada. Sólo esta espera inmóvil fuera de mi turbulencia. Te arriesgas a que mis ojos de lupa terminen incendiándote. Quiero ver alguna señal de que este no es un acto solitario, algún rumor saliendo de ti, pero sólo veo absurdos y surgen de mí.Aquí en la antesala soy lo que quieres que sea: un paciente que espera tu voz mientras es-cribe. Al fin la recepcionista habla:

-Es su turno, señor.Te cierro de golpe, más tarde nos veremos, te sacaré una respuesta.Entro al consultorio y verifico las señales de vida. El doctor es un tipo extremada-

mente cortés cuyos ojos solemnes parecen habituados a un camino invariable: de la casa al consultorio. Su nariz puntiaguda aspira con una precisión matemática y sus labios, tensos e impávidos, ceden una apertura de siete milímetros a un conjunto de palabras breve, pausa-do, perfectamente coherente. Su cuello por el contrario, palpita con irregularidad y su piel pálida en el rostro, se sonroja ligeramente ahí, esto se debe a que el nudito de su corbata está más apretado de lo recomendable. Sus dedos ejecutan movimientos injustificados, incluso cuando escucha en silencio mis confesiones. En una escala de vitalidad del uno al cien, él alcanzaría una posición por encima del treinta, esto gracias a la notable puntuación que le aporta su nerviosismo dactilar.

Empieza cuestionando mi egocentrismo, mis repeticiones constantes de la palabra yo. Me pregunta si hice el ejercicio que me dejó la sesión pasada, le digo que no, que estuve ocupado, que no puedo perder el tiempo en contar cuantas veces digo la palabra yo, que no puedo hablar de otro que no sea yo, y que no conozco un tema de conversación más vasto que yo. Me cuestiona sobre la realidad de los otros: le digo que mi realidad se impacta frecuentemente contra sí misma y que, por cierto, mis yos han sufrido serios descalabros. Le digo que no soy un ególatra, que también amo otras cosas y que de hecho, nunca me he amado más que a ellas.

Entonces contra ataca.-Hábleme de su vida amorosa.Es un tipo listo, me ha hecho esa petición muchas veces, sabe que oculto algo. Trato

de escapar, emprendo mi huida hasta el diván, me concentro en su superficie gris y descu-bro cierto brillo vital ahí y entonces tallo y tallo y antes de conseguir que la felpa me respon-da con sus múltiples saludos eréctiles. El doctor me pide cortésmente que deje de hacerlo y que proceda a hablar sobre mi vida amorosa. Para darle por su lado comienzo por repetirle la historia de mi padre, de mi madre, de mi hermano, de mi abuela, de la regadera. Pero antes de dejarme continuar me embosca.

-¿Estableció usted relaciones amorosas con algún miembro de su familia?-No. -¿No? Hábleme sobre su vida amorosa. Tengo entonces que confesar, débilmente, que el amor es una de mis más derren-

gadas obsesiones, que me he visto atormentado por la pérdida de libertad que conlleva en todos los sentidos; si amo a una mujer tengo que ser extremadamente delicado, renun-

ROWENA BALI

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ciar a mi naturaleza de animal enfermo, esa es la actitud más apropiada. Introducir un miembro en la vagina de una mujer ha sido el acto más brutal que he cometido. Muchas veces, lleno de culpas, después de hacer eso con una mujer, solía imaginarla con otra, en su estado ideal, introduciendo sus dedos en una entrepierna más que reconocible, reme-morando las noches en que, antes de mi absurda intromi-sión, se procuraba el placer más puro de su vida. Pero su tonta heterosexualidad la había llevado a desear mi burda compañía, a consentir que le rompiera la carne.

Si amo a un hombre puedo ser todo lo brutal que desee, aunque nunca he deseado serlo demasiado, actuar sin remordimientos, hacer y dejar hacer en un acto equili-brado. El amor homosexual es, dentro de una habitación, un acto perfectamente justo. Más si salgo a la calle y en un acto de complacencia agorafóbica nuestras caderas, mór-bidamente masculinas, se juntan y vemos a otros amantes; piezas que encajan en la ortodoxia y la epidermis, distintas a nosotros que siempre atentamos en coplas sobradas de es-pacio y de rebabas...

El doctor irrumpe: -Pensé que el problema de su homosexualidad estaba re-suelto. Mi mente sufre un tormento terrible en ese instante; tres preguntas me agujeran el seso. ¿Es un problema que, como todo hombre, quiera dibujar mi ira en el cuerpo de otro hombre? ¿es necesario redimir a la mujer de ese mi-lenario empacho de manzanas? ¿es un asunto de vida o muerte amarla?

Mis problemas empezaron el día en que empecé a enamorarme del jabón y terminé eliminándolo en el baño más caliente que me he dado en la vida, y se hicieron mayo-res cuando me enamoré del retrete y, después de emborra-charme y vomitarle todo lo que podía darle mi corazón al suyo, me envió una cruel corriente que llevó mis entrañas al inframundo. Luego me enamoré de la cuadra de enfren-te, de sus altas banquetas arboladas, fui su fiel novio indi-gente hasta que una fálica mole de dieciocho pisos y medio me suplantó y tuve que cruzar la calle y mirar su obsceno cortejo hasta que otros amores igualmente imposibles me distrajeron.

Es terriblemente desgastante susurrarle palabras de amor a una cosa que jamás nos retribuirá, que permanecerá inmutable ante nuestro derretimiento y además, ¿qué tal si la cosa sí quiere corresponder? ¿es posible imaginar la injus-ticia de un amor sitiado en la no existencia?

No puedo seguir, no puedo, no sé hasta donde han llegado mis palabras; a estas alturas seguramente el doctor

me ha descubierto, sabe quién soy, pero ¿quién soy?Una voz desde la recepción me lo recuerda: -Su tiempo terminó: soy un paciente que sale del

consultorio, que aprieta la mano del médico mientras dice hasta luego y piensa, piensa que todos están equivocados y se pregunta: ¿porqué el doctor con tanta contundencia afir-ma que es un síntoma esquizofrénico pasar por la calle y esperar que ésta se queje, que dé vuelta al frente, que dé una respuesta? ¿por qué el doctor dice que los muros, los enva-ses de plástico o los cuadernos no pueden gritar, romper al unísono su silencio mitómano? Seguramente porque está equivocado; es incapaz, como todas las cosas, de darme una respuesta satisfactoria, una respuesta que no se desfonde con el peso de una manzana. Entonces, en esa euforia cas-trada por el altavoz, vuelvo a ti, a nuestro devastado tálamo de papel. Lo siento, he sido duro contigo, pero tienes que entender: sólo te quedan algunas páginas para vivir, estoy empezando a desesperarme, si me dijeras algo yo conocería el significado de la vida, dejaría de pensar. Pero te callas, dejas que mi sudor se derrame sobre ti. Amigo, responde, ¡que respondas!, se te están acabando las entrañas, ¡grita!, ¡que grites! Haz algo por el amor de dios, aprovecha esta oportunidad.

Entonces, en la jaculatoria gráfica de la última pági-na, irrumpe tu voz carrasposa, tal como la imaginé; voz de papel, esa voz me transforma en lo que tú y el doctor que-rían que fuera: un hombre feliz. Me detengo bruscamente para escucharte.

-Señor, está usted rasguñándome la espalda con su pluma, por favor deje de escribir.

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dOS

Lo difícil no es escribir. Lo difíciles que llames por teléfono y me digasque el bebé se despertó a las tres de la mañanay te estaba mirando. Quieto, en silencio, sin llorarni pedir leche. Nada más mirándotea las tres de la mañana

TReS

La artemia no esun animal. Es una palabra. Las artemiasson las palabras del agua. Tú no crees que las palabrassean objetos o personas,por eso no te importa cómo suenan, a qué saben,lo que sienten, y las usasde manera irresponsable

Tú sí sabes escribir porque no escribes. Prefieres dibujar para lamerla orilla de las cosas y quizámeter la puntade la lengua por el orificio y penetrar,pincel o lápiz hache be. Definitivamente eres machistaporque elijes penetrar,pero también te escurres por las cosascuando cantas mientras pintas y acaricias, mientes, no penetras:deslizas tu pincel sobre las cosas son palabras. Las cosas no son cosas:son palabras. Nada más

Lo único real es el bebé. Mirándome,mirándote a las tres de la mañana

Vida

La máquina inteligente es una forma de vidasemejante a la fotografía

A pesar de tener voces muy distintasla imagen, la palabra y la máquina inteligenteson especies emparentadas

SALVADOR OLGUÍNPremio de Poesía del Noreste Carmen Alardín 2010

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FanTaSma

Una máquina del pasado consigue proyectarsu mirada hacia el futuro. Lo que veson fantasmas, engranes y cables

Es un mito que las máquinas posean espíritu:una mezcla de miedo y esperanza. Miedode la sombra, miedo de la posibilidadde que la máquina sí tenga alma,y decida destruirnos. Esperanzade que, a fin de cuentas,dentro de la máquina habite tal vezuna sustancia tan trivialcomo un espíritu, un fantasma

Pero un fantasma no esuna sustancia trivial

auTómaTa

La vida de todos los autómatasestá plagada de recuerdosde una época anterior,una era en la que los autómatasnecesitaban aire, electricidad,resortes u operarios humanosa fin de ser capaces de moverse

Es por esta razón que a los autómatasles gustan los relojes;ambas criaturas compartenun ancestro común, una especieperdida en el tiempo,un eslabón perdido

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Hijo mío, sal. Pasa por el Portal y entra

en el Camino. Realiza tu trabajo y vuelve a mí,

relatando el hecho.

1. No hay nada a lo lejos dicen los que no pueden ver más allá. Nada hay después de este mar congelado más que una mujer que sale del océano junto a una foca agonizando. Más adelante un hombre de pie y vestido con pieles hace un hoyo en el hielo. A garrotazos rompe la transparencia fría. Encuentra tierra. Es el primero del grupo en hacerlo y se siente satisfecho. No hay brazos tan enormes y más hermosos que los de él. Son cientos de brazos. Quizá miles. Un poco más allá una pila de focas muertas hiede. Eran blancas y sangran sus cuerpos. Algunas aún respiran un vaho cálido que desaparece entre las partículas de hielo. La mujer deja al animal junto a los otros. Retorna al mar. La mujer se llama Casiopea y es una constelación.

2. Es la sala de un teatro o algo así. Se sabe que es de noche por la escasa luz de la habitación. Brillan tenues las lunas a lo lejos. No hay nadie. Sólo un hombre vestido como un rey o un héroe. Lleva un traje de piel de foca adornado de hematita y diamante y una corona que bri-lla por última vez. Tiene un libro en la mano que lee en silencio y luego cierra sus ojos con parsimonia. A sus pies una espada de plástico y un astrolabio. El lugar está lleno de siglos. Siglos que no existen. De uno de esos siglos salta un espermatozoide que se arrastra por el suelo. Es de un cordero. De un buitre. De un perro. Es del espíritu que ha de reencarnarse.

3. Ella está sentada en un trono y tiene entre sus manos cruzadas una fotografía. Mira por la ventana. Respira por los pies. Allí se ve a un hombre y se reconoce fácilmente en qué país está. Es posiblemente un jinete que va hacia un ejército enemigo. Lleva el casco más grande del mundo y tiene alas en vez de piernas. Ella le pide que la mire. Él desenvaina su espada y le corta la cabeza. Es mucho más que un exceso de representación. La cabeza rueda por el suelo y es una máscara de un solo ojo. Un relámpago eterniza la escena.

4. Dentro del bosque hay un camino que sigue a los rayos del sol. Flores, plantas, árboles abundan, exhalan esporas, respiran, hablan despacio. Un hombre gira su cabeza hacia el cielo y cierra sus ojos. Uno a uno. Tiene una dalia azul en la mano. Hacia él viene otro hom-bre idéntico. Quizá es su doble. Luego caminan juntos y con el atardecer de fondo parecen un pavo real devorado por un rapaz lobo.

HÉCTOR HERNÁNDEZ MONTESINOS

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deSTinOS de auRORa

Mi madre ha muerto, queda el revolo-teo de su voz, sus frases punzando en mi cabeza, un recuerdo que me toma por sorpresa, cuestiona si estoy ha-ciendo lo indicado y empuja a tomar decisiones para las que no sé si estoy preparado. En su departamento vacío sigo escuchándola decir “hubiera sido tan feliz” sin entender del todo qué secreto quiso compartir, dónde está la puerta que abre esa llave. No encuen-tro otra forma de explicar porque no he de volver a casa

Quisiera creer que las palabras no hacen daño y es posible volver in-tacto de una frase como esa, “hubiera sido tan feliz”, haber atendido la ad-vertencia: “no abras puertas que lle-van a ninguna parte”, pero a fuerza de repetir la sentencia ya no tenía efecto alguno; ¿quién podría prever que se refería a este momento? Siempre pen-sé que era una fórmula para invitar a que siguiera preguntando.

Por el contrario, cada vez que ella mencionaba esas puertas falsas, yo insistía, goloso, dispuesto a escucharla, sin importar cuántas veces lo hubiera contado, lo que deseaba era verla hilar sus historias, bordar un nuevo detalle a través de la repetición.

Una vez a la semana presen-ciaba los prodigios de su don, en una mesa junto a la ventana, miraba ocu-rrir el mundo a través de sus crónicas, atender el relato que lo hacía todo po-sible, incluso asomarse hacia la calle y observar cómo transformaba el tiempo con tan sólo enunciarlo.

La ceremonia semanal de mi visita comenzaba preparando café, mientras ella iba el aparato de sonido y a las Variaciones Goldberg. Ahí está tu disco, me decía. Lo mío sigue siendo el bolero, reclamaba. Me gusta el pia-nito, pero sigo sin entender esa música tuya, nomás te la pongo porque sé que tiene fantasma.

Fantasma, siempre me reí de esa forma de describir la voz de Glenn Gould que se escucha por encima de la pieza, cuando murmura ensimismado, sin ocuparse de si su pasión al inter-pretar hallaba un sitio en la grabación y la ensuciaba con su canturreo.

Más de una vez intenté disua-dirla de la imagen sobrenatural con-tándole la historia de las Variaciones, comentando que su nombre original era Aria con diversas variaciones para el clavicémbalo con 2 manuales, escrita por Bach a solicitud de un conde insomne que encargó la pieza para consolar sus desvelos, para buscar el sueño mien-tras el joven Johann Gottlieb Goldberg la interpretaba; que muchos años des-pués otro insomne, Glenn Gould, la ensayó obsesivamente hasta conver-tirla en un medio para mostrar su vir-tuosismo.

Antes de que me anunciara su aburrimiento con un movimiento enér-gico de la mano, intentaba compartir la emoción que despierta escuchar a Gould por encima de las notas del pia-no, el fantasma, porque justamente ahí era posible percibir la concentración al interpretarla, sentirlo vivo, sin impor-tar que esté sucediendo afuera, si hace frío o llueve, si a nosotros nos lleva la tristeza o nos trae el placer, invariable-

mente se puede regresar el instante en que el pianista se inclinó arrebatado de pasión sobre el piano para murmu-rarse.

Ella detenía el intento de ex-plicación con el agitar de la mano y desbarataba mis argumentos diciendo con los ojos sosegados por la tristeza: “qué ganas de convocar muertos, qué ganas de escuchar fantasmas, no vale la pena darle vuelta una y otra vez a las cosas, porque nada ha de cambiar, tu pianista siempre va estar murmu-rando lo mismo”. Lo decía con tal de-terminación que por momentos creía que la conversación era sobre otra cosa y no el disco de Glenn Gould.

En el fondo sí disfrutaba la vuelta al pasado, a pesar de las quejas sobre el disco, no perdía oportunidad de desplegar sus dotes de narradora, llenaba con detalles luminosos su ver-sión de los hechos.

Alimentaba mi memoria con las historias que empezaban con frases como Cuando murió tu padre, El día que aprendiste a andar en bicicleta, La noche del accidente de tu hermano o La primera vez que te rompiste el bra-zo.

Su relato duraba siempre más que las Variaciones. Mi interés no de-jaba que sus palabras rozaran el suelo, las reunía en un sorbo que saboreaba sin recato, eran contadas las ocasiones en que la interrumpía, sólo para insis-tir en cuánto me interesaban los de-talles, sin importar si se apartaba del camino, si en el instante en que recor-daba aquella cena en que mi hermano me volvió a dirigir la palabra tras seis meses de castigo se detenía para des-

EDILBERTO ALDÁN

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cribir la forma en que había elaborado la salsa de nuez que cubría los chiles en nogada; la invitaba a la dispersión con la certeza de que más tarde que temprano regresaría al sendero princi-pal del relato.

Con el tiempo, las conversacio-nes se fueron transformando en largos paseos por vericuetos, fácilmente se perdía en las anécdotas secundarias, los accidentes de la memoria le resta-ban habilidad, mas la pasión por escu-charla, por recuperar ese tiempo, me impedían cualquier reclamo.

Al regresar a casa, para cancelar el trámite del porqué de mi tardanza bastaba con un informe breve sobre el estado de salud de mi madre, bas-taba ser un marido que cumplía con su deber de hijo; por eso ahora que ha muerto no he tenido que explicar los motivos que me regresan a este depar-tamento vacío.

Ahora que ha muerto, los ritua-les que ayudan a sobrellevar el luto justifican el tiempo que paso aquí, me-jor, todavía no soy capaz de justificar la constancia del regreso, la obsesión por repetir la mecánica de mis visitas preparando café, bebiendo en la mis-ma silla, ante la misma mesa, oyendo sin atender el juego de las Variaciones; con la mirada fija en la ventana, en es-pera de que Gould murmure algo dis-tinto a las otras veces.

¿Cómo explicar ese placer? Sólo confesándome culpable de soberbia, sólo si admito que las visitas a mi ma-dre eran para obtener la dosis de evo-cación exacta para no pensar más en lo que no fui, para colmar mi cuota de recuerdos a grado tal que no se apa-garan algunas esperanzas en ese que pude ser y ella recordaba tan bien, con su forma de darle brillo a un instante inocuo a fuerza de tallar la memoria.

Resueltos sus pendientes, todo

se redujo a una sencilla urna funeraria, sólo quedo yo y este recordar absurdo, “hubiera sido tan feliz”, el aroma de sus palabras, los tallos espinosos de una sacudida que estremece e instalan en mi cuerpo esa frase.

En sus últimos días, cada vez más difícil la lucidez, cada vez más largas las ausencias, me preguntó la edad de Glenn Gould cuando gra-bó las Variaciones. Tardé en hallar la conexión entre su duda y lo que nos rodeaba, creyendo que la podría traer de vuelta, regresarla a la fluidez con que conversábamos antes, le dije que la versión que escuchábamos la había grabado a los 23 años; me interrumpió su murmullo, toque su brazo como si el contacto sirviera para entender el balbuceo.

Cuando al fin entendí sus pala-bras, la frase que me persigue, intenté comprobarle que yo era feliz, me inte-rrumpió con un gesto de la mano, con una claridad que ya había olvidado sentenció: “Aurora, Aurora hubiera sido tan feliz”, y no habló más. El resto de la tarde se nos fue en escuchar los ruidos de la calle nublando el murmu-llo y las notas del piano.

La siguiente visita fue cuando la encontré muerta, sentada ante una taza de café y, como si esa hubiera sido la intención, recordé cuando tuve 23 años, recordé a Aurora. 23 años y mis días, todos mis días, uno detrás del otro, eran una fiebre constante, cual-quier pretexto me llevaba a la tienda donde Aurora atendía tras el mostra-dor. Ahí estuve, al acecho de ese tiem-po en que sin palabras que ofrecer me hacía el aparecido para ayudarle a bajar la cortina metálica del local, al menos tener la oportunidad de rozar su mano. Tenía 23 años y lo único que sabía hacer con la pasión era murmu-rarla.

En el silencio estuvo la conde-na, a pesar del largo asedio, un día cualquiera, Aurora simplemente des-apareció. Después supe que se había escapado de casa.

Enfermo de tantas palabras no dichas, confié a mi madre la recupe-ración, ella no me haría los reproches con los que yo mismo me flagelaba, ni siquiera necesité contarle la historia, no requirió de referencia alguna para entender cuánto me dolió Aurora, se dedicó a restañar las heridas con in-sinuaciones que poco a poco se tor-naron certezas, inventó destinos para Aurora, ella creaba rumbos posibles a su fuga, en ocasiones un pueblo sin salida al mar, otras la frontera, incluso el extranjero, la más de las veces una ciudad peor que esta, siempre una suerte fatal, todos los caminos guia-ban a la desesperanza, al abandono, en nuestras bocas su tristeza llegó a ser inmensa.

Tendría que haber explicado a mi madre que Aurora nunca supo nada, todo encuentro, cada intento por acercarme, era posible resumirlo en un prolongado balbuceo en el que no transmitía ninguna intención. Tendría que haber explicado que el dolor se acumuló por impotencia, no por des-pecho, y Aurora nunca fue culpable de nada pero, cobarde, preferí disfru-tar de los destinos terribles de Aurora, era gratificante presenciar la forma en que mi madre manipulaba el porvenir, cómo untaba de amargura a quien me abandonó, siempre al gusto de mi nos-talgia, en respuesta a la necesidad de mi pesadumbre.

Engolosinado por la cura, los destinos para Aurora se fueron sofis-ticando, no bastó con desearla lejana y pobre, inmisericorde tejió tramas plenas en tristezas, a las que siempre había oportunidad de agregar una

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nueva pena, un motivo más para la desdicha.

Fui feliz. Hasta que un día dejó de importar. El tiempo fue borrando esa falsa herida. Aprendí a transfor-mar el murmullo en palabras, en ges-tos, en una acción distinta a la de sim-plemente esperar. Crecí. Abandoné la casa, estas calles y al tiempo que perdí el contacto diario con los sitios que me recordaban a Aurora se fue diluyendo de nuestras conversaciones.

Hasta la tarde en que antes del café o los primeros acordes de las Va-riaciones, me preguntó que cómo esta-ba Aurora. No necesité otra referencia, como una sola memoria regresaron todos los finales trágicos, traicionados por su regreso, las convicciones for-jadas a fuerza de palabras, se venían abajo y en medio del derrumbe Auro-ra que había sobrevivido a todo

Al entrar a la tienda, Aurora me reconoció de inmediato, como si nunca hubiera escapado de casa, me bromeó felicitándome porque ya hablaba, con apenas unas cuantas frases sobrepuso el que fui a uno que en ese momento compraba una cajetilla de cigarros, su-brayó los cambios: cómo se ensancha-ron los hombros, el brote de algunas canas, la marca de una cicatriz en la barbilla que se quedó ahí para siempre y el abanico negro de las ojeras.

Es otra y la misma, le dije sin mirarla, al tiempo que colocaba el disco de Glenn Gould, de la que ha-blamos no volverá del todo, y bebí el primer sorbo de café. No hubo más comentarios, la conversación de aquel día fue, aunque no lo quisiéramos, el intercambio de susurros de quienes asisten a un velorio, por la forma en que apareció en nuestra conversación intuí que ella sabía algo más y no esta-ba dispuesta a contarme.

Al ceremonial agregué la cos-

tumbre de pasar por la tienda y salu-dar a Aurora, en un intento inútil por corregir los murmullos, tratando de saldar una cuenta de la que me sabía deudor pero era incapaz de explicar, volví al balbuceo al sentirme obligado a constatar qué de los destinos inven-tados se había hecho realidad.

Oculté las visitas a la tienda, los breves encuentros antes de llegar a casa de mi madre en los que, siempre inoportuno, preguntaba por su pasa-do como si el destino que le habíamos inventado hubiera sido posible. Es-condí mis conversaciones con Aurora porque no quise compartir la sensa-ción de poder, el efecto adictivo de ir descubriendo que el maquillaje no le ocultaba la tristeza, una pesadumbre real, no hecha de palabras, que a pe-sar de la atención que dedicaba a cada uno de los clientes, algo del pasado no la dejaba del todo, los cambios físicos, muchos de ellos, inevitables, eran las marcas de los destinos que le había-mos forjado.

La fantasía es generosa, agrega habitaciones a la casa de nuestros de-seos, atrás de una de esas puertas la tristeza crónica de Aurora buscaba mi consuelo. Siempre me alejaba de ahí pleno, exaltado por la creencia de que mi presente era mejor gracias a que ella había escapado y, quizá peor, con la certeza de que el suyo habría sido mejor de haberse quedado, si tan sólo se hubiera permitido el tiempo nece-sario para tornar mis murmullos en palabras, si tan solo hubiera esperado.

¿Hubiéramos sido felices, tan felices? Con más deseo que certeza he abierto esa puerta, posiblemente no conduzca a ningún lado, sé que mi ma-dre me advertiría de ello, sin embargo, lo único que puedo pensar es que sólo recorriendo este camino puedo saber qué hay en esa habitación, con la es-

peranza de que un fantasma sea algo más que la repetición incesante de un hecho que el tiempo ha transformado en rutina mecánica.

“Hubiera sido tan feliz”, revolo-tea el augurio de su voz con la persis-tencia del pianista enfebrecido a quien la audiencia escucha sin comprender la razón de ese mensaje y decido: no volveré a casa. No podría vivir con la duda.

Escucho atento, es posible, así lo creo, que el pianista murmure algo distinto en esta ocasión.

Iré a la tienda a comprar una cajetilla de cigarros. Antes que Auro-ra sonría, he de entregarle las palabras acumuladas, como quien tiende una ofrenda, para sanar las heridas que le impuse cuando en venganza permití que le inventaran un destino amargo.

Para Lourdes Ahedo, siempre, porque ve fantasmas en la noche de trasluz.

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dOS miL miLLOneS de añOS Luz de SOLedad

La raza humana, sobre una pequeña esfera,soñolienta se levanta y se va a trabajar.De vez en cuando, los humanos ansían tener amigos en el planeta Marte.

Los marcianos, sobre una pequeña esfera,Qué es lo que hacen Yo no lo sé.(acaso hagan el neriri, su kiruru o el harara…)Sea lo que sea, de vez en cuando, ansían tener amigos en la tierra.Eso sí, con certeza.

La fuerza de gravitaciónes la fuerza de las soledades que se atraen y que se encuentran.

El universo se está estirandoy por ello todos han de encontrarse.El universo - rápido- se va expandiendoy por ello todos se inquietan.A dos mil millones de años luz de soledadsúbitamente estornudo.

-Del libro “Nijyūokukōnen no kodoku (Dos mil millones de años luz de soledad)”, 1952.

二十億光年の孤独

人類は小さな球の上で 眠り起きそして働きときどき火星に仲間を欲しがったりする

火星人は小さな球の上で何をしているか 僕は知らない(或はネリリし キルルし ハララしているか)しかしときどき地球に仲間を欲しがったりする それはまったくたしかなことだ

万有引力とはひき合う孤独の力である

宇宙はひずんでいるそれ故みんなはもとめ合う宇宙はどんどん膨らんでゆく それ故みんなは不安である二十億光年の孤独に僕は思わずくしゃみをした

SHUNTARO TANIkAWA: POESÍA JAPONESA CONTEMPORÁNEA

Traducción por Cristina Rascón.

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aceRca deL amOR

yo soy el yo que contemploel yo de quien se sospechael yo que veo cuando me vuelvoel yo que he perdido de vistay no soy el amor

soy la carne que ha huido al centro del corazónel pie que no conoce la tierrala mano que no puede arrojar al corazónel globo ocular que observa ese corazóny no soy el amor

soy el mediodía donde el sol terminóla obra que ha sido coreografiadala conversación de una pareja en su cama, conversación a la que se le ha puesto un nombreuna oscuridad a la que hay costumbre de más y no soy el amor

soy la tristeza que no se vesoy una alegría ruidosa y hambrientaun huérfano que escoge a qué enlazarsela desfelicidad que existe por fuera de la felicidady no soy el amor

soy la mirada más profunda de cariñosoy tanta comprensión que no se qué hacer con ellasoy un erected penissoy un deseo constante y sin finaly es que yo no soy el amor

- Del libro “Ai ni tsuite (Acerca del Amor)”, 1955.

愛について

私はみつめられる私私は疑わせる私私はふりむかせる私私は見失われた私そして私は愛ではない

私は心の中に逃げた肉地を知らぬ足心を投げられぬ手心にみつめられた眼そして私は愛ではない

私は陽の終わった真昼振り付けられた劇名づけられた睦言狎れすぎた暗闇そして私は愛ではない

私は見知らぬ悲しみ餓えている歓び  むすばれるものを選ぶ孤り幸せの外の不幸せそして私は愛ではない

私は最もやさしい眼差私はありあまる理解 私はerected penis私は絶えない憧れ そして私は愛ではないのだ

地球へのピクニック

ここで一緒になわとびをしよう ここでここで一緒におにぎりをたべようここでおまえを愛そうおまえの眼は空の青をうつし   おまえの背中はよもぎの緑に染まるだろう  ここで一緒に星座の名前を覚えよう

ここにいてすべての遠いものを夢見ようここで潮干狩をしようあけがたの空の海から小さなひとでをとって来よう 朝御飯にはそれを捨て夜をひくにまかせよう ここでただいまを云い続けよう おまえがお帰りなさいをくり返す間ここへ何度でも帰って来ようここで熱いお茶を飲もうここで一緒に座ってしばらくの間涼しい風に吹かれよう

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POSDATA 29

soy la tristeza que no se vesoy una alegría ruidosa y hambrientaun huérfano que escoge a qué enlazarsela desfelicidad que existe por fuera de la felicidady no soy el amor

soy la mirada más profunda de cariñosoy tanta comprensión que no se qué hacer con ellasoy un erected penissoy un deseo constante y sin finaly es que yo no soy el amor

- Del libro “Ai ni tsuite (Acerca del Amor)”, 1955.

地球へのピクニック

ここで一緒になわとびをしよう ここでここで一緒におにぎりをたべようここでおまえを愛そうおまえの眼は空の青をうつし   おまえの背中はよもぎの緑に染まるだろう  ここで一緒に星座の名前を覚えよう

ここにいてすべての遠いものを夢見ようここで潮干狩をしようあけがたの空の海から小さなひとでをとって来よう 朝御飯にはそれを捨て夜をひくにまかせよう ここでただいまを云い続けよう おまえがお帰りなさいをくり返す間ここへ何度でも帰って来ようここで熱いお茶を飲もうここで一緒に座ってしばらくの間涼しい風に吹かれよう

PICNIC EN EL PLANETA TIERRA

Aquí, juntos, saltemos la cuerda Aquí Aquí, juntos, comamos pasteles de arrozAquí, como que te puedo amar…Tus ojos duplican el azul del cieloTu espalda tal vez se matice de verde artemisaAquí, juntos, aprendamos el nombre de cada constelación

En este lugar soñemos con cosas lejanasVayamos a recoger caracolesDesde el mar del cielo del amanecerTraigamos un pequeño pez asteroideQue no sirva de desayunoY dejémonos llevar por el halar de la noche

Aquí digamos continuamente “ya llegué”Mientras tu repites “¿cómo te fue?” Una y otra vez, aquí, regresemos a casaBebamos té caliente, aquíSentémonos un rato, juntos, aquí, Y dejemos que nos arrastre el viento fresco

- Del libro “Ai ni tsuite (Acerca del amor)”, 1955

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Primero un paso profundo y seguro, como un abismo, como el golpe seco, sordo de un gigante a un tambor del tamaño de una ciudad. Después el si-lencio, amplio, oscuro, como una ca-verna inmensa y una gran vibración, solitaria, inminente, como un tsuna-mi. Cinco, diez, treinta segundos de silencio y quietud. Y otro paso similar, intenso, profundo, vasto y la vibra-ción constante, intensa por un segun-do, como un anillo concéntrico en la quietud de un lago. Inmediatamente el silencio, la quietud y esa sensación de caminar entre un campo cubier-to de flores de manzanilla, un día de cielo azul o la paz de volar un papa-lote cuando se es niño y únicamente importa mirar el cielo y correr con el viento para que se eleve. Otro paso, pero éste es diferente, no tan contunde, no tan profundo, sino más bien como que se desgrana, des-pilfarrándose en partes más peque-ñas sobre la superficie. E inmedia-tamente las partículas se van soltando una a una, chocando contra el pavi-mento, mientras el sonido es amplifi-cado. La calma se desvanece y lo que va quedando, lo que va naciendo es como un gabán que flota misterioso en una calle cubierta de neblina y que avanza. Es el estado de alerta, de pre-caución, como cuando alguien o algo te acecha en la oscuridad. Segundos más tarde, ya no es uno, sino cientos, ya no son cientos sino miles, los pasos que son cortina, que son el torrente de un ejército que camina velozmente. Es el motor de los aviones. Mientras vos

y yo, y los otros comienzan a correr, a escapar en todas direcciones, como ra-tones de un cartoon noventero. Pero lo que importa, quien importa, sos vos y que logrés escapar de los motores en el aire, destruyendo los papalotes con sus hélices de tiburón blanco y los campos de manzanilla y los bosques tropicales y los nidos de oropéndola, con sus bombas de piel humana, cayendo. Y los aviones te si-guen, dibujando sombras en forma de cruz sobre el piso, que se multiplican cuando avanzan como la rosa de los vientos. Entonces vas sobre una moto color vino níquel, a cien kilómetros por hora, serpenteando una montaña, con el viento acariciándote el rostro vio-lentamente y tus ojos chinos que la-grimean. Acelerás, acelerás y la moto vibra y se le quieren saltar los pernos y acelerás, y vas por pendientes que parecen dibujos y líneas muy picadas que forman la columna vertebral de un animal tendido. Cuando crees que has dejado atrás al ejército y estás se-guro por un momento, emergen en el horizonte dos cazas, como puntos te-rribles que se acercan llenos de certe-zas. Hasta que dos sombras en forma de cruz se posesionan, una a cada lado tuyo sobre la carretera. Y ya no impor-ta si vas a ochenta o a cien kilómetros, ahí están y no te dejan. Sólo es cuestión de tiempo para que algo suceda.

Un hombre joven camina por un jar-dín tropical, lleno de plantas exu-berantes, algunas están en plena flo-ración; lágrimas de colores, sobre todo rojas y blancas, colgando de enredade-ras brillantes, enormes, que crecen so-bre arbustos en una perfecta relación simbiótica. También hay almendros y palmeras que han crecido desorde-nadamente en el jardín. El jardín está ubicado junto a una barrera de coral natural que forma parte del mar Ca-ribe, que golpea sus voces y lanza sus velos de espuma blanca, ruge a la vez salvaje, terrible e inofensivo. Sobre el coral hay una mujer joven, delgada, morena, con el cabello suelto, un ves-tido de rayas que apenas le cubre la parte superior de los muslos. El viento la abraza sensualmente y descubre la silueta de sus senos pequeños, pun-tiagudos, su abdomen plano y la re-dondez de sus caderas. Su mirada se pierde en el mar, deja que sus voces blancas la acaricien por completo. Por eso su piel se eriza, su interior se con-trae, sus grandes ojos de niña captu-ran cada instante, como una fotogra-fía, documentándolo todo, para luego, cuando llegue el momento, usarlo en la novela que está escribiendo. Todo está tan lleno de poesía, de sensua-lidad, de exuberancia, dice al verlo emerger del jardín. Él se acerca silencioso, se abrazan de manera que sus caderas quedan muy cerca y se besan. Los aviones comienzan a descender, a acercarse cada vez más, las cruces

FABIO VÍQUEZ

LaS POSTaLeS exTRaViadaS de La Vida de aLGuien máS

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sobre el asfalto se hacen más grandes, preparan sus metralletas y disparan sus ráfagas de fuego. Ya no hay donde ocultarse, no hay montañas que sirvan de morada. Las balas silban en el aire canciones nefastas. Se da el siguiente momento. El momento en que el hombre suda su vida, suda sangre, suda a quien ama, suda a quienes lo aman, la verdad, sus mentiras; suda a su dios, su falta de creencias, su miseria, lo que fue, suda edificios, suda clavos, sentimientos, suda rostros, se suda así mismo y cae.

Cuando recobra el sentido, está tirado en el piso, escondido en una esquina, junto a un ventilador que suena como un avión, como un ejército de máquinas en la habitación de un hotel pequeño. Está sumido en un estado de enajenación del que no se recupera, se niega a aceptar la realidad. Junto a él están tiradas las postales extravia-das de la vida de alguien más.

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1.- Hacer literatura es lo más parecido a soñar des-pierto. Al momento de escribir una historia, esbozar un poe-ma o leer un buen libro, nos posamos en una nube ionizada cuyo blindaje depende de nuestra capacidad de abstracción o misantropía. Se viaja sobre un entorno irreal; campo mi-nado capaz de desvanecerse ante un ruido imprevisto… cualquier abrasiva irrupción de alta realidad le insufla el fin del hechizo y su deslumbramiento. Este teatro sobre el vien-to armado, sostenido a lo largo de varias décadas, a veces puede volverse el huracán que mantiene en movimiento la rueda de nuestra vida. Incluso, si ese acercamiento al fuego es breve o tan candente que aleje al osado, también es capaz de mantener una brasa encendida en el alma de quienes la vida relegó a oficinistas, artesanos manuales o administradores de un matrimonio con la persona equivocada.2.- Digo hacer literatura porque el sólo acto de escribir no garantiza que el producto sea un ente literario. Dejemos de lado las cuestiones sobre calidad o edición del manuscri-to… una pieza literaria existe en si al momento de crearse; aunque considero parte de ese mismo proceso la acción de concebirla, tomar apuntes si es el caso, redactarla por pri-mera vez en un acto de iluminación, más las consabidas co-rrecciones y relecturas que el autor asume, fincadas en el diálogo con los lectores previos y posteriores, amén de la difusión del objeto artístico impreso. Todo esto es hacer literatura.Ese intenso tren de sensaciones no es exclusivo para los es-critores: un lector avezado puede acercarse a estas revela-ciones y procesos a base de sola introspección… los vacíos entre uno y otro escenario pueden llenarse con la encadena-ción de todos estos actos, convertidos en una útil comparsa para el oficio de hacer la literatura.3- Hacer en el sentido que le agradaba Borges: hacedor, que proviene del inglés the maker. En castellano empleamos “fabricante” para el artesano o el obrero fabril; mientras que el artífice puede ser “creador”, “artesano” o “artista”. Hacedor queda demasiado en los laberintos de Borges, del mismo modo que los espejos, sus tigres y máscaras. Pense-mos en escritores encerrados en una gran mansión derrui-

da, como José Lezama Lima, rodeado de los objetos de su vida cotidiana y los elementos invisibles de su literatura, puliendo a diario sus escritos como un ágata preciosa.4.-Pessoa recomendaba no apuntar todo lo que nos sucede. Hay que dejar varias cosas sin escribirlas, para que el olvido las cubra y luego emerjan al momento preciso. El escritor no deber ser sólo un notario de lo acontecido. Un pararrayos capaz de funcionar en el cielo despejado de la normalidad cotidiana,Un Escritor puede dejar escribir un texto varios días, varios meses, varias noches. Eso es vano, pero tampoco es en vano: el texto seguirá tomando forma en sus sueños.Es menester dejarle al destino cumplir con su papel para que el verso atrapado en la química del cerebro se vuelva flor-y-canto, palabra compuesta y tallada por los aztecas para definir el arcano de la poesía. El poema debe salir vivo como el corazón sacrificado en lo alto del teocalli al que traspasa un puñal de reluciente obsidiana. 5.- El acto de crear una pieza literaria comienza con una rutina donde las ideas deben flotar, conscientemente, en la psique del demiurgo. Hay quienes toman notas; otro nos piensan en nada: el subconsciente les permite irse im-pregnando durante semanas, meses o años, de ideas sueltas que luego asumirán corporeidad en la página escrita. Cierta ocasión, un joven le pregunto a Borges su dilema, a su vez lugar común de los escritores: “Maestro, yo quisiera pedirle un consejo, ¿Qué hago?: todas las mañanas me sien-to ante la página en blanco y no se me ocurre nada”. La res-puesta de Borges es sentido común puro: “¿Y no sería más interesante que usted esperara hasta que le ocurriera algo y después se sentara frente a la página en blanco? Porque si uno se sienta frente a la página en blanco y no sabe lo que va a decir, no va a salir nada de allí”. . 6.- Truman Capote dijo “Acabar un libro es como sacar un niño fuera y pegarle un tiro”. Hemingway opinaba que un libro acabado es un león muerto. “Entender el ru-gido del tigre” era el llamado formulado por Aimé Césaire desde su isla de La Martinica. Ver misterios en la punta de un alfiler es labor del escritor, según Ricardo Garibay.Buscar la sombra de los significados en los hechos diarios, o

JUAN JOSÉ RODRÍGUEZ

¿POR qué eScRibimOS?

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en la revelación repentina personal, es una tarea que puede ser más apta para el sicoanalista o los semiólogos. Además de la frialdad de un análisis estructural a los doce barrotes dorados de un soneto donde palpita, presa en laurel, la ins-piración fugitiva. No me parece descabellado realizar una gráfica sobre las palabras que son repetidas siete veces en ciertos capítulos del Evangelio de Juan; el enigma de la literatura exige este tipo de herramientas para comenzar a destejerse. Hay algo de esoterismo en percibir ecos de infancia propia en una página de Chejov, Kadaré o Neruda. La frase de José Juan Tablada que dice: “El loro es un gajo de follaje con un poco de sol en la mollera” puede remitir al lector a una mascota mimada de la abuela o a un texto de Flaubert, si acaso se vive en un sitio frío donde no es común ver a un loro en persona.En México se dice que todo hombre en la vida debe sem-brar un árbol, escribir un libro y engendrar a un niño para cumplir su misión en la vida. Un compañero de parranda piensa distinto y dice que todo hombre debe de escribir en un árbol, sembrar un niño y engendrar un libro.7.- El acto de leer es literatura. La mente pone en movimien-to circuitos interiores que chispean con el tráfico de informa-ción y activan la memoria. También significa ser literatura. El libro se vuelve parte de nosotros y nosotros nunca sere-mos los mismos después de esa experiencia. Cada anciano que muere es una biblioteca que se incendia, suelen decir los africanos. Cada libro que abrimos nos permite tener una amena conversación con los muertos, tal como dijo – y lo sigue diciendo en su penumbra– el venerable Virgilio.*

Hay dos maneras de emprender, aprender y aprehender la literatura: gozándola o sufriéndola. Los dos caminos son válidos y valientes. He aquí el anverso, reverso y lo adverso de esa moneda lanzada al invisible aire.

Escribir en estado de gracia, ¿por qué no?Existen mitos que nunca son destronados: su imperio es más opresivo que el de la simpleza de quienes creen que lo mejor de la existencia es fincar un patrimonio, mantener un oficio y luego pasarse el resto la vida pagando mensualida-des o añadiéndole cifras a un capital.Esa gente, por lo general, cree que el artista es un loco ofren-dando su vida a algo que nunca le dejara dinero y debe su-frir por ello. Todos los que no son productivos deben pagar su desobediencia al canon de la normalidad.

(Usé deliberadamente la palabra “simpleza”, concepto que en el argot popular equivale a lo dicho y hecho de manera inútil, solo para reír o molestar... Pues bien, para eso sirve el arte: para reír y hacer pensar a la gente, aunque sea a través de la molestia. Nada como el arte moderno para levantar ámpula… y ámpula es sinónimo de ampolla). Condenado de antemano a entregarse a las adicciones, a la incomprensión y a la tragedia – las dos primeras cosas en sí, ya son una tragedia – el artista, en este caso el escritor, por lo general crece en una sociedad donde se espera de él sufrimientos, fracasos y un curioso anecdotario que a veces sobrevive más que la obra misma. El artista hasta marcha resignado a ese destino agridulce. No hay mayor falacia que ésta.Cierto: los dramas personales o colectivos son los demiur-gos y los demonios de la obra maestra. Millares de hom-bres combatieron a Napoleón: sólo uno escribió La guerra y la paz. Los rusos beben bastante, especialmente en tiempo de frío: nada más uno de esos millones de ociosos escribió “Crimen y Castigo”. El alcoholismo fulminó a Malcolm Lowry; pero está com-probado que en grandes periodos de sobriedad esculpió cada una de sus novelas. Y aunque se diga que, merced lo breve de su vida e inacabado de su obra, Lowry sea “autor de un solo libro”, fueron necesarios las inmersiones en Os-curo como la tumba donde yace mi amigo o Ultramarina para llegar a la fragua donde se templó, a golpes de marro y de tarro, la epopeya íntima de Bajo el volcán.El alambique – palabra acuñada por los alquimistas árabes – necesita a veces de la combustión de una vida para su-blimar su espíritu o entregarnos la piedra filosofal de una noble pieza literaria. Tampoco eso es regla.Para ser escritor, es necesario darlo todo, sacrificarse conti-nuamente, pero no es menester arrojarse al vacío. Los aca-démicos encerrados en la cátedra o los vagabundos que tro-taron por diversos mundos no siempre entregan una Mona Lisa o ya de pérdida un Guernica. “Para escribir una obra maestra, primero tu vida tiene que ser una obra maestra”, dijo Antoine de Saint-Exupéry. Nada como pasarse la exis-tencia haciéndole al cuento en busca de tener una vida de novela. La literatura puede ser tu vida paralela, pero nun-ca debe ser el centro de tu vida, salvo que ya seas un gran maestro o tu familia no necesite quien la mantenga o la en-tretenga. Y aún así, a nadie le interesa lo que escribe alguien atrapado en una realidad abstracta o resentida. Hay edito-riales en España que, para correr a un autor, suelen pregun-

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tarle: “Si este libro que trae con usted trata sobre su vida, mejor lléveselo de vuelta: su vida a nadie le interesa, caba-llero”.Gran mérito de los rusos fue que escribieron sobre gente real: jugadores de casino, campesinos normales o príncipes idiotas que aparecieron llenos de vida y de furia en sus pá-ginas, sin olvidar a los humillados y a los ofendidos. La Torre de Marfil es el mejor mausoleo para la literatura. La vida cotidiana, la constante presencia del autor ante el río del mundo, hace a los verdaderos escritores. Volver a la vida cotidiana un gran acontecimiento sólo puede lograrlo alguien lleno de energía, reconciliado con la vida y con el arte a cada momento.Ser novelista es amar al mundo, acariciarlo con palabras, dijo el escritor turco Orhan Pamuk. Para serle fiel a un cre-do, para renovarse siempre en esa aventura del pensamien-to, no hay más que vivir, convivir y revivir con el mundo en permanente estado de gracia.

Territorio literario, nación de letras.Conversar con un poeta a través de sus libros es conversar con uno mismo: conversar con un novelista es conversar con el mundo. La imaginación es el único territorio donde el hombre pue-de ser libre. Frase de Luis Buñuel. La literatura es la única nación donde el hombre es libre. Digo nación como noción de un espacio con fronteras, con leyes propias; terreno ya explorado por otros, medido, legislado y en vigilancia. Te-rritorio es un lugar aún sin colonizarse y sin sociedades organizadas. Hay mapas antiguos donde África muestra espacios en blanco y solo hay frases como “Territorio Man-dingo”, referencia equivalente al “Aquí hay dragones” de la cartografía medieval. Todavía en el Siglo XIX el mapa de Es-tados Unidos mostraba espacios como “Territorio de Utah”, “Territorio Comanche” o “Gran Desierto Americano”. Mis libros de primaria mostraba a México con dos territorios: Baja California Sur y Quintana Roo. Uno era la vegetación salvaje; el otro, un desierto.Hay algo más primigenio en decir que la imaginación es territorial: como una fiera que merodea un espacio en bus-ca de caza, paseándose impune, hasta que la destruye una fuerza mayor, orinando donde le viene en gana para mar-car su sitio, su existencia, su presencia. Decir: “De aquí soy. Aquí estuve. Esto soy”. En esto creo, como Carlos Fuentes.La imaginación del país de la literatura se pasea por un sitio ya pacificado que tampoco es el paraíso. Un continente que ya posee red de caminos y cuyas principales áreas panta-nosas han sido drenadas: así estaba la desorientada Europa

Medieval luego de la caída del Imperio Romano. Se acabó la hegemonía de los Césares, pero quedaron los caminos de piedra; los puertos fluviales y los ríos domesticados por ca-nales, acueductos y puentes de reglamentario arco romano; el idioma latín como lengua para hablarse con inmediatez y franqueza. En el entorno de las epidemias, reinos com-batientes, intolerancia religiosa, fulguraron los sonetos de Petrarca y las grandes catedrales. Pero en ese territorio, que aun no era nación ni comunidad de naciones, ya se tem-plaban la lira y se reemplazaba el arco por la ballestas. La pólvora se usaba para derribar murallas y cauterizar heri-das. Y de villa en villa, de señorío en señorío, los trovadores cantaban e intercomunicaban a los nobles y a los villanos... Nacieron el romance caballeresco y la poesía provenzal amorosa. Nació otro mundo: una nación, patria, bandera y un himno para reconocerlas.

No hay nación perfecta, ni siquiera la de la literatura. Pero vale la pena soñarla despierto. Héctor Bianciotti, autor que decidió morir para el español y escribir en lengua francesa, opina lo siguiente.

Un libro no se dirige a los vivos, aún menos a las generacio-nes por venir; se propone consolar a los muertos, hacerles justicia, acordarles una dignidad y un consuelo a su vida. La muchedumbre difunta que llega por todas partes, nos rodea, se nos presenta, y una vez en nosotros, procede a li-brarnos de la redundancia, y va en busca de las palabras justas y una cadencia para que por fin se entienda eso que tenían que decir. Escribir es seguir su paso, sin trazo, darles la palabra, convertirse en su escritor público. Los muertos lo necesitan, para que se pierdan sin término en un sueño más grande que la noche.

Del dolor al escribir Existe una literatura que nace del dolor: mana de una herida abierta que vuelve tinta y oración todo lo surgi-do de su fuego interno. La escritura nacida de una búsqueda interior, nece-sariamente, aterriza en los puntos más débiles o febriles de un alma en pugna. Hallazgos que no son simples partes de guerra o control de daños del espíritu. Aquello que duele, templa y fortalece. Escribir, aun-que sea para uno mismo, puede ayudar a ver las cosas con claridad o darlas por concluidas. Si no es así, auxilia a pasar a la siguiente página. Antes del hallazgo del psicoanálisis o los grupos de ayuda, el ser humano tenía como recursos la evasión, la re-

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ligión o la escritura. Todavía Jung en el siglo XX proponía que la verdadera terapia era aquella que se acercaba a lo sagrado.Cito a Dostoievski: “El verdadero dolor, el que nos hace su-frir profundamente, hace a veces serio y constante hasta al hombre irreflexivo; incluso los pobres de espíritu se vuel-ven más inteligentes después de un gran dolor”. Quien sabe si Dostoievski, dotado de un psicoana-lista y medicamentos apropiados, hubiera podido escribir sus grandes novelas. No recuerdo que escritor francés decía que “la enfermedad es el viaje de los pobres”. La tribula-ción, por supuesto, no puede ser el entretenimiento más de-seado para los desvalidos. Poemas como “Algo sobre la muerte del Mayor Sa-bines” de Jaime Sabines o “Nocturno a mi madre” de Carlos Pellicer son un grito ahogado ante la muerte, su misterio inexplicable y el dolorido gemir que se vuelve música de palabras. Hace poco leí el libro “Cenizas de mi padre” del cineasta Claudio Isaac. Narra algunos episodios de la vida de su progenitor e inclusa realiza un viaje a Akron, Ohio, a donde fue su padre como concursante de un certamen in-ternacional de natación. Un notable escritor reseñó con justicia el libro y al final concluyó que pudo haber sido una excelente novela. Bueno, aquí me detengo, ¿tiene que ser novela un libro para qué sea bueno? ¿Por qué en México la literatura confesional se considera un subgénero sentimental? En Francia, nación rigurosamente cartesiana, incluso se han dado best sellers de ese tipo como “L’Amant” de Margue-rite Duras, para citar a uno muy conocido. Lutecia también es la patria de los grandes diaristas. El rechazo a leer libros “deprimentes” es producto de una negación. Al compartir un dolor, terminamos sin-tiéndolo y por esos muchos se niegan a ir a la casa del due-lo o al libro donde un alma se desgaja en fragmentos. Para dramas ya tengo los míos, suelen decir. Pero algo nuevo hay en la gente que la impele a verse reflejada en ese espejo de máscara de obsidiana. Qué libros tan duros como “Las cenizas de Ángela” hayan obte-nido imbatibles índices de venta nos habla de la necesidad viva de cierto sector de encarar las furias enfrentadas por la otredad. La literatura, aunque a veces desfallezca, puede no sólo sal-var una vida si no también darle un sentido. Y es capaz de ser la imagen más perdurable de una sociedad perdida, in-cluso más que una fotografía o una producción fílmica. Si usted no desea leer el drama ajeno, pero desea

sublimar el suyo, la escritura puede darle sosiego. No tema hacerlo mal: una manera de soltar la pluma es escribir una especie de carta a los hijos o a los padres y así las ideas flu-yen más libremente. Y esas palabras, muy seguramente, ja-más se las lleva el viento. La tinta es más gruesa que la san-gre y a veces deja surcos más indelebles que las lágrimas.

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unO

La conflagración comenzó en el cuarto de máquinas. Eran las seis cuarenta y tres de aquella mañana fría; la niebla flotaba sobre la superficie del río y la borrasca del noreste amenazaba convertirse en tormenta. Sin que nadie pudiera evitarlo, las pavesas que escapaban del fogón de la caldera, abierta por los cabeceos de la embarcación, fueron a caer sobre una estopa impregnada de aceite. El fuego hizo presa de las fibras de algodón y se extendió sobre el piso cubier-to con el aserrín que utilizaban para controlar los derrames del querosén, el combustible del quemador primario con que iniciaban el carbón mineral. El peón de calderas, un muchacho recién embarcado, se retorcía en la borda de la primera cubierta en un vuelco gástrico interminable, y no había nadie que echara mano de las cubetas de arena prepa-radas para sofocar el incendio. En pocos minutos el cuarto de calderas se convirtió en un infierno sin control que ya envolvía con sus llamas el depósito principal del combusti-ble. El incendio acabó con el oxígeno del cuarto y las llamas se sofocaron, pero la temperatura era tan alta que un golpe de aire fresco sería suficiente para detonar con violencia los gases acumulados. La humareda subía por los tubos de in-tercomunicación a través de la torreta de servicio y hasta el puente de mando. La presencia de aquel humo negro en la cabina distrajo al capitán del transbordador; dejó el timón al segundo en funciones y bajó de inmediato al nivel de má-quinas para averiguar lo que estaba sucediendo. Aislados de la torre que albergaba las escaleras de la tripulación, los pasajeros permanecían alertas a la tormenta vecina, aten-tos a las mangas de agua salada que las rachas de viento arrancaban al encabritado río, empecinado en terminar con el viaje de la pesada chalana antes de que llegara a su ter-minal. El humo ya escapaba por las ventanillas del puente de mando; la densa neblina lo ocultaba a la vista de los pa-sajeros y los olores que emanaba no eran diferentes de los que despedía por la chimenea. Cuando el capitán llegó a

la puerta del cuarto de calderas, la atmósfera cargada de humo amenazó con sofocarlo. Apretó contra su cara el pa-ñuelo que llevaba atado al cuello para secarse el sudor y jaló el pasador de la cerradura. La temperatura del metal lo hizo soltarla. De inmediato se sacó los faldones de la camisa y de nuevo intentó abrir. Detrás de la puerta lo esperaba un ambiente saturado de monóxido de carbono a muy alta temperatura. De un jalón corrió el pasador y, empujando con el hombro, la abrió. Lo último que el capitán vio en vida fue un intenso fogonazo que lo envolvió cuando explotaron los gases recalentados al contacto con el oxígeno. La deto-nación fue muy violenta, la onda expansiva destruyó la cá-mara y mandó como arietes al capitán y a la puerta a través de la pared de madera que los separaba de las oscuras bode-gas del casco. Aquel lóbrego barracón aguantó el repentino embate de la marea de fuego, y terminó por reventarse en su punto más débil: la cubierta de desembarco, una retícula de madera para ventilación. La explosión sacudió al trans-bordador y una columna de fuego y metralla de madera iluminó con su furia naranja los rostros espantados de los pasajeros. A partir de ese momento todo fue desconcierto. Una segunda explosión acabó con el tanque de combusti-ble, destruyó los forros de la torreta de tripulación y dejó expuesto el puente de mando en lo alto de una estructura envuelta en llamas. El segundo de abordo quedó malheri-do luego de que un barrote de madera perforó el piso y lo dejó inconsciente, atrapado contra el cuerpo del timón. Las astillas incendiadas, el querosén encendido y los maderos reventados por la segunda explosión caían sobre cubierta agrediendo a quien estuviera en trayectoria. Lo que empe-zó como un viaje de rutina se transformó en un transbor-do endemoniado. La nave seguía avanzando al garete en las aguas turbulentas. La tormenta anunciada por la fuerte ventisca se desató con estrépito entre la niebla cerrada de aquella mañana de noviembre, y la luz danzante de las lla-maradas que iluminaban aquel amanecer oscuro provocaba horrendas visiones de sombras que deambulaban por las

JORGE RODRÍGUEZ

La dama de bohemia (Adelanto

de novela inédita)

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cubiertas tratando de escapar del voraz incendio. El hedor de la carne quemada de gente atrapada entre los despojos del Athenas destacaba sobre la peste de los humos, y los gri-tos aterrados de los que ardían en vida eran suficientes para destemplar al más pagado. Algunos de los que saltaron a las aguas lograron alcanzar la otra orilla, distante no más de ciento cincuenta metros; ellos fueron los que dispararon la alarma entre la autoridad portuaria y los operadores del ser-vicio de transbordadores. Otros pasajeros no corrieron con suerte y murieron ahogados, atrapados por los remolinos que el bote formaba con su avance, y destrozados por las enormes palas giratorias impulsadas por los estertores de la caldera. Los muertos ya sumaban decenas y no había quien pudiera auxiliar o hacer cabeza en aquel maremágnum in-candescente. Las llamas y el humo atrapaban todo entre sus violentos acosos: no había mucho que hacer. El tráfico en esa sección del río era intenso a esas horas de la madrugada y el transbordador fuera de ruta no tardó en colisionar con una barcaza cargada de animales que cruzaba en sentido contrario. La colisión perforó los cascos de las dos naves y el flujo de agua en sus cámaras de flotación los hizo es-corar. El incendio se propagó con rapidez inusitada en la cubierta del carguero, repleta de pacas de forraje y anima-les encorralados a todo lo largo de su estructura. Siguiendo su instinto, el capitán alcanzó a sonar con desesperación el silbato de vapor para advertir a otros barcos en tránsito: su potente reclamo trataba en vano de atraer el auxilio, de apa-bullar la dimensión de la tragedia o de celebrar la victoria del infortunio. Cualquiera que fuera su intención, clama-ba a destiempo. La niebla se fue disipando y la magnitud de la catástrofe quedó expuesta a los ojos aterrados de la gente que abarrotaba el puerto. Atrapados entre las vigas y tablones de los transbordadores que aún gemían su ago-nía, y calados hasta los huesos por las furiosas mangas de la tormenta, algunos pasajeros gritaban con desesperación pidiendo ayuda, abrumados por el inminente hundimiento de las dos naves. Las reses reventaron sus corrales espanta-das por el fuego y el macabro vaivén de la barcaza; corrían en tropel por la cubierta en llamas hasta alcanzar la borda y se detenían aterradas. La estampida provocó que más de la mitad de los animales cayeran al agua, berreando sus mu-gidos bestiales mientras trataban de alcanzar la orilla. Un remolcador que cruzaba a escasos cincuenta metros desvió su ruta y de inmediato dirigió sus cañones de agua recalen-tada al transbordador, en un esfuerzo tardío por sofocar el incendio, ya mermado por la tormenta. Las aguas hicieron lo suyo: en menos de media hora sólo quedaban restos de maderas calcinadas flotando sobre la superficie, cadáveres

irreconocibles y sobrevivientes ateridos. La turbulencia de las aguas dificultaba las labores de rescate, y ponía en riesgo de colisión a las naves rescatistas, a sus tripulantes y a los náufragos agotados y en choque por la experiencia sufrida. Las frías aguas del otoño estuvieron a punto de cobrar más vidas, mientras el peligro se conjuraba con el auxilio de vo-luntarios que esperaban pacientes el arribo del bote. Obre-ros, oficinistas, dependientes, comerciantes y campesinos; cada quien con su esperanza y su angustia, cada quien con sus instintos y sus demonios.

Era el Brooklyn de mediados del siglo diecinueve, una época de hombres bragados, de inmigrantes ávidos de oportunidades, orgullosos de su quehacer, tan turbulentos como las aguas que los separaban de la gran ciudad. El East River no era un río, era un estrecho incontrolable al arbitrio de las mareas; el cuerpo de agua salada de más tráfico en toda la tierra, la ruta obligada para miles de residentes de la ribera oriente que a diario cruzaban sus aguas para trabajar en los distritos portuarios, residenciales y comerciales de la isla de Manhattan. Las temibles borrascas que azotaban desde el norte encrespaban sus aguas, abarrotaban por ho-ras las terminales portuarias a ambos lados del estrecho y hacían del cabotaje una labor de riesgo.

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(infante en la entrada)

casi se han ido las palabras señales caen de la vozla voz cae de la mente el ruido nunca está solocómo puedes escuchar algo si no hay una nota madre

las viejas leyes todavía se sostienen nuestras huellas son hechas por el hombrehay un camino corto para el sol por un oscuro bosque

un pensamiento tan cerca de la vida tiene su propia palidezalgo está quieto en el niño y algo envejeceel resto es “soñar por adelantado” la vida sin costuras

[infant at the entrance ]

words are nearly gone print falls from voicevoice falls from mind noise is never alonehow can you hear a thing if there’s no mother note the ancient laws still hold our footsteps are man-madethere’s a short-cut to the sun through a dark wood a thought so close to life it has its pallorsomething’s quiet in the child and something agesthe rest is ‘forward dreaming’

life without the seams

PAUL HOOVER (Traducción de María Baranda)

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(señala un brillo infinito)

un carámbano al sol es suficiente para la gracialo que no puede verse todavía puede escucharseel color de la instrucción es lodo entre los dientes

algo está sin sentido pero no rotola imagen materna: árbol nuestro refugio es el futuropronto se sentirán unidos sin tocar nada

en un tiempo destituido la vida se retira prontoel otro mundo nos tolera la vida es circunstancial

[its sign for infinity shining]

an icicle in the sun is just enough for gracewhat can’t be seen can still be heardthe color of instruction is mud between the teeth

something’s past knowing but not past breakingthe mother image: tree our refuge is the futureyou soon feel altogether past touching anything

in a destitute time life retires earlythe other world endures us life is circumstantial

¿por qué los niños son crueles?

sublima la doble vida de compra y llevadolor y placer el hombre es la respuesta de la natura-

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lezalas palabras se meten en tus ojos

dulce mundo sufriente por favor atardecetu trabajo es poco remunerado la muerte es lo que necesitas

la vida no hace ni un arreglo su presencia es suficienteenseñarnos de rodillas atardeceres serenos pasan rápidoni una sola silla ardiendo

[why are children cruel?]

sublime the double life of cash and carrypain and pleasure man is nature’s answerwords get in your eyes

sweet suffering world please come to eveningyour work is so little rewarded death is what you need

life makes no preparations its presence is enoughto teach us on our knees serene evenings pass quicklynot a single chair on fire

(alguien te sostiene ahora)

¿cómo se enlazaron las manos? como si murieran en pensamientocomo si una canción rugiera la lluvia se olvidó de llover¿qué punto en el espacio nos divide cuál nos mantiene unidos?

paredes diáfanas casi transparentessentir es fracasar la envidia de venus, el gemido filial

agua y campana

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POSDATA 41

sonando en cada ondaun trabajo de vastedad demasiado lúcido para la mente¿detrás de qué muro está el propio sacrificio?

[someone holds you now]

hands joined how? as if in thought dyingas if a song roared the rain forgot to pourwhat point in space divides us which one holds us close?

sheerest of walls almost transparentto feel is to fail venus envy, filial wail

water and bell ringing with each wavea work of vastness too lucid for the mindbehind what wall is the private sacrifice?

(la ventana ondula como el agua)

al centro de la sensación sin una orillala maquinaria de la arena permanece nada expuesto al viento duerme

no puedes usar un sombrero demasiado adentro de tu cabezadespués de la guillotina lo imperceptible se sientemás largo de lo que él es

el hombre nació para morir el doblez lo sostiene bienla vida es tiempo pasado “las palabras no son la palabra”la memoria es un sabio que brilla desde el pozo

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42 POSDATA

[the window shakes like water]

at the center of sensation which has no edgethe sand mechanic stands nothing windswept sleeps

you can’t wear a hat too far inside your headafter the guillotine the impercipient feelsmuch larger than he is

man is born to die the fold holds him welllife is past time ‘words are not the word’memory’s a savant shining from its well

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POSDATA 43

PicOTa

La mancha. Turbia, verdosa, húmeda, sobre sus zapatos. Y la música de la cantina a sus espaldas, golpeándolo, metién-dosele entre las costillas, lamiéndole la borrachera, porque sí. Sentía la boca desinflada, con una sed confusa, como si el alcohol le hubiera resecado los labios, dejándoselos con grietas, y los dientes pesados, afiladas las encías, los dientes a punto de caérsele. Picota se frotó los ojos. Guió la mirada a tientas hasta la puerta que estaba detrás de él, entretu-vo un poco la mirada en el cielo borroso que parecía caerse sobre el patio. Una música pegajosa, de rocola, metálica y gris iba y venía desde la puerta trasera de la cantina, iba y venía como el frío que ahora se había adherido no sólo a los barrobloques de la pared sino también a su verga empeque-ñecida, arrugada entre su mano, apenas un despojo entre el cierre del pantalón.

Picota repasó el pulgar y el meñique sobre su miem-bro y se descubrió apretándolo delicadamente, encontrán-dolo esponjoso, mojado en la punta, mientras descubría de nueva cuenta la mancha a sus pies, como una plasta oscura y sanguinolenta. Se cerró el pantalón al tiempo que pensa-ba: Acabo de vomitar. Y la frase le llegó con claridad entre la bruma de la borrachera. Se chupó los labios por la sed y escupió, pero el escupitajo le salió seco, como evaporado; al carraspear reconoció en el paladar también ese otro sabor de la sangre, casi metálico y rabiosamente fuerte. Ahí esta-ba. No era mentira. Tenía la boca llena de sangre. Hundió la lengua en el hueco donde había estado su diente, varias veces hundió la punta de la lengua sobre la piel babosa de las encías e hizo amagos de escupir, como si buscara en la garganta una saliva nueva a la par que la sangre se le aden-saba en el paladar.

En la oscuridad sólo podía oler su vómito y transpi-rar el frío que llegaba con señas de leña quemada y drenaje que venían detrás del muro. De la colonia emergía un frío que también venía a caer sobre el patio, escuchó los ladridos estridentes de una banda de perros que llegaban arañando el muro, sin compás, sin melodía. Alzó la mirada para ver más allá del muro y encontró un foco amarillento de luz mercurial, percudida, y tras ella cables de luz apelmazados como una inmensa telaraña que parecía caer sobre la calle. Luego oyó voces atrás de él y la puerta a sus espaldas se abrió. Un hombre muy delgado avanzó a paso tembloroso y se le acercó, hombro con hombro, mientras la música de la

rocola entraba desde la cantina. Lo escuchó mear, luego le encontró una risilla burlona y por un momento se quedaron viendo y el flaco seguía riéndose, burlándose de ebriedad y después le dijo que se apurara, que su amigo lo estaba buscando, que lo esperaban, que dónde se había visto un trío de una sola persona. Y entonces adentro, se apagó la música.

La puerta chirrió cuando el flaco se fue; Picota per-cibió que no sólo rechinaba la puerta sino también algo al fondo del patio y por la ansiedad y el miedo que se enfila-ba desde los resquicios de la puerta ahora callada: altanera, burlona. Quiso vomitar pero se contuvo, mientras le llegaba con claridad la imagen del Virolo, su amigo, hundido entre las mesas, con el violín sobre la mesa, peleándole lugar a las botellas. Y ahora el silencio. Impenetrable.

Y la sangre seguía ahí. No se le iba con el vómito ni con la sensación de pronto nueva, de un golpe en la cara, un golpe que ahora le ardía. Pues, chingados, se dijo y se llevó la mano a la nariz y no sintió sorpresa cuando se palpó la carne en firme, la herida, aquella piel levantada y pegajosa por la sangre. Pues, qué jodidos... se dijo mientras intentaba dejar el punto de apoyo que era la pared y le llegaba el ma-reo y de nuevo la sangre y sentía un hilo de baba acumular-se peligrosamente en la comisura de sus labios.

Las piernas le fallaban. Era como si recién hubiera terminado de correr un maratón. Intentó no resbalar mien-tras el olor a humedad del patio y de los orines llegaba con más precisión, tomando forma, liándose unos con otros en una amalgama amarillenta, casi testicular. Picota apretó los dientes, cerró las manos, manoteó en el aire para no dar de bruces. Volvió el rostro hacia atrás mientras sentía cómo el aire iba alborotándole aún más la borrachera.

Se palpó la herida, sorprendiéndose de la carne abierta. Sólo se filtraba una pequeña luz por la puerta de la cantina junto ese silencio de pronto roto por el rasgueo chillón del violín temeroso, acompañada por la voz de su amigo: “Ahí llegó Chito Cano, para cobrarse un pendiente, se vengara ojo por ojo, lo mismo diente por diente.” Picota tarareó la canción, se sabía la letra, procuró aferrarse a ella mientras la voz delgada de su amigo lo hendía, que la le-tra le recordara dónde estaba, qué estaba haciendo. Intentó seguir la música y el compás mientras las piernas seguían enteleridas. La nariz era un ardor. “No piensen que está aca-bado, él es un hombre valiente.” Ya me madrearon, recordó, y le empezó a surgir un dolor en la espalda, trepándosele

ANTONIO RAMOS

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44 POSDATA

igual que la borrachera. De pronto quiso soltarse a llorar. ¿Por qué chingados me dejé madrear? Siguió la letra de la canción: “Por ahí viene Chito Cano, siempre un hombre va-liente y bragado”.

Por un momento quiso ser como ese hombre. Las piernas se le doblaron en cuanto pensó eso pero el recuerdo del vómito a sus pies lo hizo aguantar la caída. Arriba, la noche estaba nublada, no podía ver más que la espesura de las nubes, una contra la otra apelotonadas, como si estuvie-ran vivas, como un inmenso animal que respiraba sobre él, a punto de lanzarle una dentellada en la oscuridad. Buscó un punto de apoyo en el patio pero no encontró nada, sólo era un patio amurallado, como si fuera el fin del mundo, adobes, un arbusto mediano y pelón, como puesto a la fuer-za, un barreño blanco y dentro del barreño botellas de ca-guamas, huacales con periódicos. Nada más.

Volvió a tocarse la nariz. Estaba rota. Oyó su res-piración afilada, bronquial. Se sentía ahogado. Jadeó. La voz le sonó ronca. Como nunca antes. Y entonces, mientras escuchaba los acordes finales del corrido, intentó repasar la escena. Virolo. El Virolo. ¿No habían ido los dos, juntos hasta ahí? ¿No le había dicho Virolo que buscaran otros ca-minos, otras cantinas? Para huir del pinche frío, le dijo, para huir de la pinche hambre, agregó, para huir de nosotros, carnal, vámonos de aquí, vamos con doña Eladia, a lo mejor ahí se arma bueno el ambiente, a lo mejor ahí se pone sabro-so y a lo mejor ahí necesitan de nosotros. Y entonces le vino el recuerdo claro de doña Eladia: una mujer flaca, de huesos apretados, alta, con canas prematuras aunque doña Eladia aún no tendría ni los cuarenta años. Recordó la casa en la periferia, donde siempre daban buenas propinas, con su puerta delantera y los gatos. Y el trasiego para llegar a ella.

Picota se recargó en la pared, con la música de otro corrido saliendo de la puerta y de la voz temblorosa de Vi-rolo, uno que hablaba sobre la maestra Laura Garza que había asesinado a su novio. Empezó a recordar el viaje, él con su tololoche a la espalda como un hijo muerto, el Virolo bien sencillo, con su violín. Habían salido de las desiertas cantinas del centro a causa de los últimos asesinatos. En el Lontananza habían asesinado a un cantante. En el Indio Siux a un par de clientes. Afuera del Zacatecas habían ti-rado a una mujer, una bailarina de ahí mismo. Ya nadie se metía en el Venadito. Ya nadie les pedía corridos de rurales ni de Piporro en el Bar de Max. En las cantinas del centro ya no se respiraba bien, recordó, todos andaban con el miedo entreverado. La vida buena volvió a las orillas, compadre, le dijo el Virolo.

Se fueron enfilando hacia la orilla de la ciudad,

subieron a un camión nuevo, con aire acondicionado tibio aunque notaban el aire helado afuera raspando paredes, personas y animales. Bajaron muy lejos de casa de Eladia, pero fueron metiéndose entre las callejuelas hasta salir a las calles de terracería. Virolo iba contento. Tocaba su violín y salían los niños que aún a esas horas de la noche andaba ca-lentando la pelota en las calles. Eran unos niños casi desma-dejados, flacos, con sus ropas ajadas. Ahí iban los cantantes. Hay que calentar a la raza, Picota, le había dicho el Virolo, tócales algo para niños. Y Picota se quedó, ¿cómo quieres, pinche Virolo?, ni madres que ande con el tololoche cami-nándolo también.

Cuando llegaron con doña Eladia ya se había arma-do el jolgorio. Cantaron primero “Pacas de a kilo”, después “Camelia la Texana”, después “El corrido de Juan Amaya”. Los parroquianos les peleaban las canciones a los músicos y los alifuses a las meseras. Les gritaban desde el fondo del lugar, vénganse para acá los músicos. Y cantaron. Todo un resto lo que cantaron. “La mesera”, “Una botella”, “El co-rrido de Mojado fracasado”, incluso se aventaron hasta “La última muñeca”. La voz se les agrietó, la refrescaron, se les volvió a agrietar. Le vino con claridad aquella imagen de él bebiéndose toda la cerveza del lugar, con el Virolo junto a él, quejándose del infeliz del Ramiro. Ramiro y su impuntuali-dad. El Ramiro mal tercio. ¿Dónde se había visto un trío de norteño sin acordeón?

Luego le vino de nuevo la arcada. Quiso contener-la. Quiso retenerla en la boca, tragársela de nuevo pero le supo a hiel y Picota la echó hacia afuera. Y después de eso lo vio. Como adrede. Como si estuviera buscándose el lu-gar, el momento, el acorde, pues. Vio el bulto. Al fondo del patio, como echado de lado junto a un par de huacales con periódicos. Un chingada madre le explotó en la cara. Se le paralizó la sangre del coraje al recordarlo. Le dejó de do-ler el cuerpo, la herida, la sangre en la boca se volvió nada. Aguzó los ojos, los oídos mientras se encaminaba hasta la esquina y revisaba el bulto.

El tololoche estaba de lado, en el fango, tenía roto el punto de apoyo. Lo levantó con ansiedad, le palpó los costados, lo golpeó ligeramente para escuchar la resonancia y la acústica, no lo escuchó mal, después revisó el cordal, encontró una rota, buscó el clavijero, lo palpó cuidadosa-mente y después vio el hueco. No supo por qué no lo había encontrado. Se habían sonado al tololoche, de una patada. No supo si quiso llorar o mentarle la madre al Virolo por llevarlo hasta allá. Y recordó bien a los hombres, cuando lo sacaron al patio y lanzaron su instrumento entre la basura.

Atrás de la puerta seguía escuchándose aquel co-

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rrido valiente de Laura Garza en la voz cada vez más com-pungida de Virolo. Recordó por momentos que ese corrido le gustaba, sí señor, el corrido de una mujer valiente, de una señora de las de acá, ¿no había empezado a cantar preci-samente, por eso, porque no sólo era cantar, sino recordar, recordar el mundo, recordar cuando los valientes sí mata-ban y cuando los valientes no se dejaban? La imagen de su abuelo, ya perdida en los años, le vino de golpe, con ese tololoche que ahora estaba roto junto a él, mientras el corri-do de Laura Garza daba paso a otro que también reconoció, uno del mero rey del corrido, uno del gran Beto Quintanilla, “venía renqueando la yegua, traía la carga ladeada”.

Escuchó la canción sin dejar de acariciar el tololo-che herido. Le tembló el pulso de la rabia, de un coraje que desaparecía el ardor de la herida y el regusto ferroso de la sangre en la boca. Sintió de nuevo un temblor en el cuerpo que no era a causa del frío, ni de la herida. Pensó en Ramiro y su acordeón. El buen acordeón del Ramiro. Qué lumbre era con él. Qué lumbre fina era aquella música que salía de aquel fuelleo como si le dieran ataques. Quiso recordar más, quiso saber si después de terminar esa canción, el Virolo se volvería a arrancar o si lo dejarían.

Dio unos pasos hacia atrás y la música se disolvió ahora en los murmullos que salían tras la puerta. Virolo se había callado. Apretó los dientes mientras la luz de la luna empezaba ahora sí a iluminar bien el contorno sucio del patio. Buscó el cielo y lo encontró ahora despejado, como si todo empezara a dar rienda suelta a lo que de verdad ocurría. Picota se recargó en la pared, una barrera fría. No quería preguntarse nada, pero ya la pregunta le empezaba a arder en el paladar, ya el pensamiento era más rápido inclu-so a pesar del mareo y del silencio que sólo podía significar miedo. El corazón le latió con la misma fuerza con la que entonaba los corridos, las canciones que luego le pedía la gente, “Manuel e Isabel”, “Flor de Capomo”, “El viejo trai-lero”, “La Muerte de un Coleadero”.

Fue entonces que escuchó pasos que venían detrás de la puerta. Apareció un hombre. Después otro. Al final terció el flaco de momentos atrás. No tenían cara de ser de por estos lados, y pensó que era absurdo saber de dónde era la gente sólo con verle el rostro. Sí, eran fuereños. Los escuchó hablarle. No, no eran de ahí, venían de otras tierras, imposible no reconocerlo en ese otro estilo de hablar nortea-do, un poco más cantadito, un poco más huevón.

Recordó lo que se decía en el centro, en las cantinas y entre los otros viejos que se sentaban a esperar clientes en la avenida Cuauhtémoc, mientras las putitas recogían cha-macos y se los llevaban al hotel de la esquina, mientras pa-

saban los fuereños rumbo a la central de autobuses e iban y venían las patrullas de federales y simples chotas, detenién-dose lentamente en la avenida, como oliéndolo todo nada más para ver qué pescaban. Este norte se nos está acabando, amigo, les había dicho uno, mientras esperaban afuera del billar, una noche atrás. Ahorita hay una guerra para saber cuál es el bueno. Si éste, que siempre ha sido el mandón, o el otro, que viene con aire de mar y otros requiebres. Y no-sotros, pues qué somos, pinches músicos de rancho que sólo pueden cantar lo que hace el valiente.

—Órale huevón —rugió la voz del flaco—, tu ami-go te espera y ya no andes con pendejadas.

Picota empezó a recordar entonces todo, un poco, más claramente mientras veía a aquellos fuereños, cinco hombres, todos con las pistolas piteadas, todos con hambre. Y empezaron a pedirles corridos de hombres de otras tie-rras, de valientes que nadie conocía por estos lados, ni sus músicas, ni sus modos, y cómo empezaron a impacientarse hasta que se armó la jarana y…

—Ustedes me jodieron mi tololoche, así no puedo —alcanzó a defenderse Picota mientras el otro lo invitaba con la pistola al aire a que entrara a la cantina.

—Pues entonces con las palmas, cabrón, que el jefe ya llegó.

Y entonces, casi llevado a la fuerza, entró. Vio al Vi-rolo entre las mesas, flaco, desfajado, con el violín casi como extensión de un brazo y el arco en la otra mano, parecía como un tejón a punto de morir ante uno de los viejos halco-nes que tiempo atrás se veían planeando por toda esa zona. Doña Eladia no dijo nada, se limitó a esconder la mirada en la hoja donde apuntaba las cuentas, las mujeres se habían orillado a la pared y en los parroquianos que antes cantaban y festejaban se había impuesto un siseo medroso. A ver qué norte gana, recordó de nuevo las palabras del viejo mientras miraba su tololoche herido, una cuerda rota, y al Virolo lo llevaban a donde estaba él, los dos juntos, solos, frente a los cinco pistoleros que sonreían burlonamente y pedían cerve-za y alguna mujer para calentar las piernas mientras el jefe, con la mirada perdida y aburrida, apenas si alzó una mano para rascarse una oreja. Uno de los pistoleros les dijo.

—Toque una sinaloense, pal patrón.Y mientras uno de los matones levantaba la pistola

se echaron a cantar, Virolo una, él otra, a capela, desento-nados. Picota sólo pensaba en las cantinas desiertas de la ciudad, en los otros valientes y los descabezados: pensaba en el otro norte que también a ellos se les había ido como una mancha turbia, verdosa y húmeda.

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eL FanTaSma de mOcTezuma bORRachO POR LaS caLLeS

A la hora de llamar espectros, personajes como Len-non, Marilyn Monroe y Gengis Khan eran los favoritos. La publicidad decía otra cosa. Decía, por ejemplo, cursilerías como: “¿Nunca le dijo a su madre que la amaba?: Ahora tiene la oportunidad de traer su presencia y decirle todo eso que no pudo en vida”. Y sí, había huérfanos que mandaban llamar a sus padres para conocerlos, amantes que traían a su difunta esposa para pedirle perdón por no haber cerrado la llave del gas, o mujeres que invocaban a su niño abortado nomás para ver si había salido bonito. Todo al alcance de la mano. Pero a quien más se mandaba llamar era a próceres de la historia para recibir algún consejo. Las adolescentes pedían a las supermodelos muertas que les enseñaran cómo seducir a chicos y a grandes. Los terroristas le preguntaban al Ché Guevara y a los mujaidines cómo combatir al Im-perio. Los deportistas buscaban a otros deportistas: a ver, pinche Pelé, cómo le pegaste a la bola para hacer el olímpico. El dispositivo era una maravilla. Pero sucedían tres asuntos que no se habían toma-do en cuenta antes de lanzarlo al mercado. Primero resul-tó que los espíritus eran como los hologramas y se podían dividir, manteniendo toda su “información”, cuantas veces fueran invocados. De modo que si un político italiano y un sudafricano llamaban al mismo tiempo a Maquiavelo, éste se dividía y aparecía tanto en Roma como en Pretoria. Por otro lado, si bien las almas no podían ignorar el llamado, ellas decidían cómo hacerse presentes; de modo que hubo innumerables decepciones y fue famoso el caso del general que imploró por Napoleón y se le apareció un mocoso de dos años. Pero lo más complicado fue que el dispositivo no tenía forma de volver a los espectros a la invisibilidad. Así que una vez llamados a hacer acto de presencia, no había manera de hacerlos desaparecer de nuevo. Algunos se en-cariñaban con ellos: el general se convirtió en un maravi-lloso padre soltero de un Napoleoncito fantasma (el cual, cuando murió el general, consiguió que alguien lo invocara para seguir la relación por los siglos de los siglos). Pero en la mayoría de los casos sucedió que la gente se hartaba de ellos –los hijos de los padres, los nietos de sus abuelos, los

amantes cambiaban a su pareja por una de carne y hueso, etcétera--. Entonces se comercializaron productos para ahu-yentar espíritus y las calles, las plazas, y los vagones del metro se llenaron de ellos. Así continúa hasta ahora. El Zócalo de Ciudad de México está lleno de cientos de Benitos Juárez vagabundos y el fantasma de Moctezuma anda borracho por las calles. Los guerrilleros organizan huelgas espirituales en las uni-versidades y las pocas selvas remanentes son tan populosas como los edificios. Mientras tanto el inventor del dispositivo, tan des-conocido como el inventor del microondas o el del celular, se compró una isla con las ganancias y ahí vive, feliz, igno-rando que los espectros ya llevan tiempo planeando hacerle una visita.

LUIS FELIPE LOMELÍ

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POSDATA 47

eL exTRañO hOmbRe-POeSía

Vi a un hombre alto. El hombre alto era delgado y estaba, además, llanamente desnudo. Su piel era arrugada como piel de elefante, su miembro apuntaba como una flecha hacia el piso. En su rostro, en lugar de ojos tenía dos nueces. Y con eso como que podía ver los árboles, las mujeres y las rocas. En su mirada había un sabor como de viento seco. Yo, de pie, en medio de él y del bosque, engullí esa mirada. El hombre alto, con voz baja y cansada expresó: “La verdad es que… yo… soy hombre-poesía”. Por detrás del hombre alto, en su espalda gris, había letras escritas, aglomeradas. Parecían pequeñas heridas de navaja pero no pude leer con juicio esa cuestión. Lo único que pude hacer fue lamer con la lengua una línea de sangre que brotaba de dos o tres letras nuevas y que corría rumbo a sus nalgas.

- Del libro “21”, 1962.

見知らぬ詩男

背の高い男を見た。背の高い男は、やせていて、素裸だった。彼の皮膚は象の皮膚のように皺だらけであり、男根は矢印のように地面を指していた。顔には、眼がなくて、その代わりに胡桃の美が二つ、なっていた。彼はそれで、樹々や岩や女を見るらしかった。視線には乾いた風のような味があり、私は森と彼との間に立って、その視線を飲み干した。背の高い男は、低い疲れたような声で、「実は俺は時男なんだ」と伝えた。背の高い男後を向くと、その灰色の背中には、びっしりと字が書いてあった。その字はみなごく小さい突傷らしかったが、私はそれを判読することができなかった。ただ、まだ新しい二三の字から尻の方へ流れ出している僅かな血を、舌でなめてやることができただけだ。

SHUNTARO TANIkAWA: POESÍA JAPONESA CONTEMPORÁNEA

Traducción por Cristina Rascón.

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48 POSDATA

黄いろい詩人

黄いろい詩人は、 白い便器の上に置き忘れられたままだった。別に揺れたりもせずに、そのまま座りつづけていたが、死んでいるのは誰の眼にもあきらかだった。何故なら心臓は規則正しく一分間七十五回打っていたし、呼吸は米飯とジンのひどいにおいがしていたからだ。

肉体にはKOされた痕跡はなかったけれど、頭蓋の中にはいつのまにか、ピンポンのボールがつまっていて、それが彼の霊感の動力源だったらしい。私は彼の背中をつつついて、ひとことふたこと友人めいたことばをかけてやったが、彼はトイレットペーパーを読むのに夢中で、私には何も答えなかった。

私がでていってしばらくすると、水を流す大きな音がして、のぞいてみると黄いろい詩人はもういなかった。あやまって、大変計画的

に自分を流してしまったらしい。(さっぱりしたいい奴だったが)

まもなく三時の時報だろう。窓の外には五月の微風が吹いている。世界は非常にそつけない。

eL POeTa amaRiLLO

Sobre un sanitario blanco, sin más, estaba olvidado el poeta amarillo. Sin temblar o algo parecido, continuaba imperturbablemente sentado pero era claro, para cualquier par de ojos, que estaba muerto. Porque su corazón latía con la regla precisa de setenta y cinco golpes por minuto y su respiración era de un olor espantoso a ginebra y arroz cocido.

No había huella de que su cuerpo hubiera sido eliminado, pero el interior de su cráneo, sin saber cómo, estaba sofocado con pelotas de pin pong. Dicen que de ahí nacía la fuente de su poder de inspiración. Le piqué la espalda encajando una o dos palabras amigables pero él, fascinado con la lectura del rollo de papel, no me contestó absolutamente nada.

Al poco rato que salí, sobrevino un fuerte sonido de correr de agua. Cuando me asomé, vi que el poeta amarillo no estaba más. Parece que por accidente, muy planificadamente, jaló la palanca para arrastrarse a sí mismo (era un buen tipo, limpiecito…).

Creo que, según la radio, pronto serán las tres. Fuera de la ventana sopla la brisa de Mayo. El mundo es extremadamente árido.

- Del libro “21”, 1962.

襤褸

夜明け前に詩が来た

むさくるしい言葉をまとって

恵むものはなにもない恵まれるだけ

綻びからちらっと見えた裸身を

またしても私の繕う襤褸

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POSDATA 49

黄いろい詩人

黄いろい詩人は、 白い便器の上に置き忘れられたままだった。別に揺れたりもせずに、そのまま座りつづけていたが、死んでいるのは誰の眼にもあきらかだった。何故なら心臓は規則正しく一分間七十五回打っていたし、呼吸は米飯とジンのひどいにおいがしていたからだ。

肉体にはKOされた痕跡はなかったけれど、頭蓋の中にはいつのまにか、ピンポンのボールがつまっていて、それが彼の霊感の動力源だったらしい。私は彼の背中をつつついて、ひとことふたこと友人めいたことばをかけてやったが、彼はトイレットペーパーを読むのに夢中で、私には何も答えなかった。

私がでていってしばらくすると、水を流す大きな音がして、のぞいてみると黄いろい詩人はもういなかった。あやまって、大変計画的

に自分を流してしまったらしい。(さっぱりしたいい奴だったが)

まもなく三時の時報だろう。窓の外には五月の微風が吹いている。世界は非常にそつけない。

eL POeTa amaRiLLO

Sobre un sanitario blanco, sin más, estaba olvidado el poeta amarillo. Sin temblar o algo parecido, continuaba imperturbablemente sentado pero era claro, para cualquier par de ojos, que estaba muerto. Porque su corazón latía con la regla precisa de setenta y cinco golpes por minuto y su respiración era de un olor espantoso a ginebra y arroz cocido.

No había huella de que su cuerpo hubiera sido eliminado, pero el interior de su cráneo, sin saber cómo, estaba sofocado con pelotas de pin pong. Dicen que de ahí nacía la fuente de su poder de inspiración. Le piqué la espalda encajando una o dos palabras amigables pero él, fascinado con la lectura del rollo de papel, no me contestó absolutamente nada.

Al poco rato que salí, sobrevino un fuerte sonido de correr de agua. Cuando me asomé, vi que el poeta amarillo no estaba más. Parece que por accidente, muy planificadamente, jaló la palanca para arrastrarse a sí mismo (era un buen tipo, limpiecito…).

Creo que, según la radio, pronto serán las tres. Fuera de la ventana sopla la brisa de Mayo. El mundo es extremadamente árido.

- Del libro “21”, 1962.

襤褸

夜明け前に詩が来た

むさくるしい言葉をまとって

恵むものはなにもない恵まれるだけ

綻びからちらっと見えた裸身を

またしても私の繕う襤褸

jiROneS

antes del alballególa poesía

arropada en palabrasdesaliñadas

lo que yo puedo darleno es nada;en cambio me es dado

-por entre desgarraduras,se asoma-el cuerpo desnudo

una vez más,mi hilvanarde jirones

Page 50: Posdata Edicion Febrero

50 POSDATA

RechazaR

la montaña no rechaza al poema

ni la nube ni el agua ni las estrellas

quien rechaza es siempre el Hombre

con miedo con odio con verborragia

-Del libro “Minimal”, 2002.

拒む

山は詩歌を拒まない

雲も水も星々も

拒むのはいつもヒト

恐怖で憎しみで饒舌で

Page 51: Posdata Edicion Febrero

POSDATA 51

SHUNTARO TANIKAWA (Tokio, 1931-…) es poeta, traductor y dramaturgo, así como guionista para cine, radio y televisión. Ha recibido casi todos los premios nacionales de literatura en Japón, como el premio Noma, el premio Shogakkan, el Hana-Tsubaki y el Yomiuri, además del premio Saida Takashi por dramaturgia. Es uno de los tres autores catalogados por la UNESCO como prioritarios en su traducción, siendo su obra traducida a más de quince idiomas. El grupo Diva, de estilo similar al jazz, interpreta sus poemas en vivo en bares de Tokio y sus discos alcanzan buen nivel de ventas. Sus libros de poesía más reconocidos son Nijyūokukōnen no kodoku (Dos mil millones de años luz de soledad), 1952; Ai ni tsuite (Acerca del Amor), 1955; 21, 1962; Hibi no chizu (El mapa de los días), 1982; Ichinensei (Un año de edad), 1988; Sekenshirazu (El ingenuo), 1993; Tabi (Viajes), 1995 y Minimal, 2002. En español su única obra publicada es Sin conocer al mundo (Plan C Editores, 2007), traducido por Cristina Rascón, originalmente titulado Sekenshirazu. Se encuentra en proceso de publicación el libro Dos mil millones de años luz de soledad, por la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM, México), de la misma traductora.

Cristina Rascón Castro (Sonora, México, 1976) es escritora y traductora literaria. Licenciada en Economía por el ITESM Campus Monterrey y maestra en Política Pública por la Universidad de Osaka, Japón. Ha sido becaria en varias ocasiones por el FECAS (Sonora), FONCA, entre otras instituciones. Autora de Hanami (Tierra Adentro, 2009), Premio Latinoaméricano de cuento Benemérito de América; El agua está helada (Instituto Sonorense de Cultura, 2006), Premio Libro Sonorense y Puede que un Sahuaro seas tú (Instituto Sudcaliforniano de La Paz, 2009), Premio Regional de Literatura, Para entender la economía del arte (Nostra, 2009), entre otros. Sus poemas, cuentos, haikus y microrrelatos han sido traducidos a varios idiomas y antologados a nivel internacional. Ha publicado para diversos medios traducciones de poetas japoneses contemporáneos como Tawara Machi, Mitsuo Aida e Ishigakirin. Tradujo de Shuntaro Tanikawa el libro Sin conocer el mundo (Plan C Editores, 2007), con el apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Es consultora para las Naciones Unidas en Viena, Austria.

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