«Por lo general, las personas no

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«Por lo general, las personas nomuestran lo terribles que son. Peroson como una vaca pastandotranquila que, de repente, levanta lacola y descarga un latigazo sobre eltábano. Basta que se dé la ocasiónpara que muestren su horrendanaturaleza. Recuerdo que se mellegaba a erizar el cabello de terroral pensar en que este carácterinnato es una condición esencialpara que el ser humano sobreviva.Al pensarlo, perdía cualquieresperanza sobre la humanidad».

Publicada por primera vez en 1948,

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Indigno de ser humano es una delas novelas más célebres de laliteratura japonesa contemporánea.Su polémico y brillante autor, OsamuDazai, incorporó numerososepisodios de su turbulenta vida a lostres cuadernos que conforman estanovela y que narran, en primerapersona y de forma descarnada, elprogresivo declive como ser humanode Yozo, joven estudiante deprovincias que lleva una vida disolutaen Tokio. Repudiado por su familiatras un intento de suicidio e incapazde vivir en armonía con sushipócritas semejantes, Yozo malvive

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como dibujante de historietas ysubsiste gracias a la ayuda demujeres que se enamoran de élpese a su alcoholismo y adicción ala morfina. Sin embargo, tras eldespiadado retrato que Yozo hacede su vida, Dazai cambiarepentinamente de punto de vista ynos muestra, mediante la voz de unade las mujeres con las que Yozoconvivió, una semblanza muy distintadel trágico protagonista de estaperturbadora historia.

Indigno de ser humano se haconvertido, con el paso de los años,en una de las obras más populares

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de la literatura japonesa, superandolos diez millones de ejemplaresvendidos desde su primerapublicación en 1948.

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Osamu Dazai

Indigno de serhumano

ePub r1.0Daruma 23.04.14

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Título original: 人間失格 (Ningenshikkaku)Osamu Dazai, 1948Traducción: Montse WatkinsRetoque de cubierta: Daruma

Editor digital: DarumaePub base r1.1

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Indigno de serhumano

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Vi tres fotografías de aquel hombre.La primera podría decirse que era de suinfancia, tendría unos diez años. Estabarodeado de un gran número de mujeres—imagino que serían sus hermanas yprimas—, de pie, a la orilla de unestanque de jardín, vestido con unhakama[1] de rayas ralas. Tenía lacabeza inclinada hacia la izquierda unostreinta grados y mostraba unadesagradable sonrisa. ¿Desagradable?Tal vez las personas poco sensibles alos asuntos de belleza comentarían conindiferencia: «¡Qué niño tan gracioso!».

Aunque, de hecho, erasuficientemente «gracioso» como para

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que este vago cumplido dirigido alrostro del niño no pareciera fuera delugar, alguien con sólo un poco desentido estético exclamaría: «¡Qué niñotan horrible!» a la primera mirada yquizá apartaría de un manotazo lafotografía con repugnancia, como quienahuyenta una oruga.

Desde luego, cuanto más se miraseel rostro sonriente del niño, másproducía una indescriptible impresiónsiniestra. En realidad, no era un rostrosonriente. El niño no sonreía enabsoluto. Una prueba era que tenía lospuños apretados. Nadie puede sonreírcon los puños cerrados con fuerza. Era

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un mono. El rostro sonriente de un mono,todo arrugado. Era un rostro tan raro quedaban ganas de exclamar: «¡Quéchiquillo tan arrugado!»; tan repugnanteque revolvía el estómago. Jamás hevisto a un niño con una expresión tanextraña.

El rostro en la segunda fotografía eratan diferente que causaba sorpresa. Erade la época de estudiante. No se podíaapreciar si de secundaria o ya estaba enla universidad, pero era un muchachoextraordinariamente apuesto. Mas, denuevo, acontecía algo extraño: no dabala impresión de tratarse de un ser vivo.Iba vestido con un uniforme, de cuyo

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bolsillo delantero asomaba un pañueloblanco, y estaba sentado en un sillón demimbre con las piernas cruzadas.También sonreía, pero esta vez no era elrostro arrugado de un mono sino quemostraba una sonrisa inteligente. Sinembargo, era distinta a la sonrisa de unser humano. ¿Cómo decirlo? Le faltabael peso de la sangre, la aspereza de lavida. No producía el efecto de tenersustancia; no tenía ni el peso de unpájaro, apenas el de una pluma. Era unasimple hoja de papel blanco con unasonrisa por completo artificial. Utilizarlos adjetivos pedante, frívolo, falso,sería poco. Y, por supuesto, tampoco

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servía el término dandismo. Noobstante, mirándolo bien, este guapoestudiante producía una sensaciónhorripilante, de mal agüero. Nunca hevisto a un muchacho tan bien parecidocon un aspecto tan peculiar.

La última fotografía era la máshorrible de todas. No se podía adivinarsu edad, aunque parecía tener algunascanas. Estaba en una habitación muydeteriorada; se veía con claridad que lapared se estaba desmoronando en treslugares. Esta vez no sonreía, ni tampocotenía expresión alguna. Sentado en unaesquina, se calentaba las manos en unpequeño brasero. La fotografía producía

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la impresión lúgubre de que estabamuriendo. Era espeluznante. Y no sóloesto. El tamaño del rostro en la imagenme permitió observar sus facciones condetalle; la frente era normal y susarrugas también, así como las cejas, losojos, la nariz y la barbilla. Aaah…, noera sólo que el rostro no tuvieraexpresión; tampoco producía ningún tipode impresión. No poseía característicaspropias. Al cerrar los ojos después dever la fotografía, el rostro desaparecíade mi memoria. Podía recordar la paredy el pequeño brasero; pero la impresióndel rostro se había borrado y no habíamanera de recordarla. Nunca podría

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pintarse un retrato de él. Tampocohacerse una caricatura. Ni siquieraexistiría la satisfacción de, al abrir losojos, poder exclamar: «¡Ah, era así elrostro!». Para expresarlo de la formamás extrema, al abrir los ojos yobservarlo de nuevo, tampoco conseguíareconocerlo. Me resultaba fastidioso,irritante hasta el punto de hacermeapartar la mirada.

Incluso una máscara de muerte seríamás expresiva y causa ría másimpresión. Me pregunté si el colocar lacabeza de un caballo de carga sobre uncuerpo humano produciría una sensacióntal. En fin, mirarlo me provocaba un

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escalofrío de repugnancia. Nunca hastaentonces había visto un rostro humanotan extraño.

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Primer cuaderno denotas

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Mi vida ha estado llena devergüenza. La verdad es que no tengo lamás remota idea de lo que es vivir comoun ser humano. Como nací enprovincias, en Tohoku, la primera vezque vi un tren ya era bastante mayor. Medediqué a subir y bajar, una y otra vez,el puente elevado de la estación, sin quese me ocurriera que lo habían construidopara cruzar las vías; me parecía que sufunción era dotar a la estación de unlugar de diversión de tipo occidental.Eso pensé durante mucho tiempo. Me lopasaba estupendamente subiendo ybajando el puente, que era para mí unadiversión de lo más elegante y el mejor

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servicio que ofrecía la compañía deferrocarriles. Cuando me enteré de queno era más que un medio para que losviajeros cruzaran al otro lado, mi interésse desvaneció.

También, cuando de pequeño habíavisto ilustraciones del metro, pensabaque era un juego la mar de entretenido yno me cabía en la cabeza que sólosirviera para transportar personas.

Yo era un niño enfermizo, que confrecuencia debía guardar cama. Cuandome tocaba estar acostado, solía pensaren lo aburridos que eran los estampadosde las fundas de los edredones y lasalmohadas. Hasta los veinte años no

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supe que estas fundas tenían sólo un usopráctico y me desmoralizó lo sombríaque era el alma humana.

Nunca pasé hambre. No quiero decircon esto que me criara en una familiapróspera; no tengo una intención tanestúpida. Me refiero a que nunca conocíla sensación de hambre. Parece unaexpresión un poco rara, pero aunquetuviera hambre no me daba cuenta.Cuando volvía del colegio, la gente decasa daba por supuesto que tendríamucho apetito. Ya de más mayor, en laescuela secundaria, recuerdo que meofrecían jalea de soja, bizcocho o pan,organizando un revuelo. Dejándome

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llevar por mi tendencia a complacer,balbuceaba que tenía hambre y metragaba diez dulces de jalea de soja,preguntándome sin entender cómo seríala sensación de tener hambre.

Por supuesto, como bastante; pero norecuerdo haberlo hecho nunca porhambre. Me gusta comer cosasespeciales y lujosas. Cuando estoyinvitado, me lo como casi todo, aunqueme cueste un esfuerzo. En realidad, depequeño los momentos más duros deldía eran las comidas.

En mi casa, en provincias, toda lafamilia —éramos unos diez— comíajunta, con nuestras mesillas individuales

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alineadas en dos hileras paralelas frentea frente. Como yo era el último hermano,me tocaba el asiento de menor rango.

En la semipenumbra de la sala y ensilencio total, almorzaban y hacían lasdemás comidas unas diez personas. Estosiempre me produjo una sensación defrío. Debido a que éramos una familiatradicional de campo, los platos deacompañamiento siempre eran de lo másaustero, y no cabía esperar nadaespecial ni lujoso.

Con el paso del tiempo, creció mihorror por las horas de las comidas.Sentado en el peor lugar de esahabitación oscura y temblando de frío,

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empujaba boca adentro un pequeñobocado tras otro mientras me preguntabapor qué las personas tenían que comertres veces al día.

Todos comían con la mayorseriedad. Llegué a pensar que era unaespecie de ceremonia familiar,celebrada tres veces al día: a la horadeterminada, nos reuníamos todos en lahabitación mal iluminada ante lasmesillas alineadas en orden y, con o singanas de comer, masticábamos losalimentos en silencio, quizá paraapaciguar a los espíritus que pululabanpor allí.

Suele decirse que si no se come, se

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muere; pero a mis oídos esto suenacomo una intimidación maligna. Estasuperstición —hasta ahora no he dejadode pensar que de eso se trate— siempreme produce inquietud y temor. Si laspersonas no comen, mueren; y por lotanto están obligadas a trabajar paracomer. Para mí, no había nada quesonase más difícil de entender y másamenazador que esas palabras.

Podría decirse que todavía no hecomprendido lo que mantiene vivo al serhumano. Por lo que parece, mi conceptode la felicidad está en completodesacuerdo con el del resto de laspersonas, y la intranquilidad que genera

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me hace dar vueltas y gemir por lasnoches en mi cama. Incluso ha llegado aafectarme la razón. Me pregunto si soyfeliz. Desde pequeño me han dichomuchas veces que soy afortunado; peromis recuerdos son de haber vivido en elinfierno. Esos que me tildaron dedichoso, al contrario, parecen habersido incomparablemente más felices,que yo.

He pasado por tantos infortunios queuno solo de ellos podría terminar másque de sobra con la vida de cualquiera.Hasta eso he llegado a pensar. Laverdad es que no puedo comprender niimaginar la índole o grado del

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sufrimiento de los demás. Quizá lossufrimientos de tipo práctico, quepuedan mitigarse con una comida, tienensolución y por eso mismo sean losmenos dolorosos. O puede tratarse de uninfierno eterno en llamas que supere milarga lista de sufrimientos; pero esto loshace todavía más incomprensibles paramí.

Mas, si pueden seguir viviendo sinmatar o volverse locos, interesados porlos partidos políticos y sin perder laesperanza, ¿se puede llamar a estosufrimiento? Con su egoísmo,convencidos de que así deben ser lascosas, sin haber dudado jamás de sí

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mismos. Si este es el caso, elsufrimiento es muy llevadero. Quizá asísea el ser humano, y esto es lo máximoque podamos esperar de él. No lo sé…

Después de dormir profundamente,supongo que se levantarán refrescados.¿Qué sueños tendrán? ¿Qué pensaráncuando caminan por la calle? ¿Endinero? ¡No puede ser sólo esto! Creorecordar haber oído la teoría de que elser humano vive para comer, pero nuncahe escuchado a nadie decir que vivierapara ganar dinero. Desde luego que no.Pero en ciertas circunstancias… No,tampoco lo entiendo. Cuanto más pienso,menos entiendo. Me persigue la

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inquietud y el miedo de sentirmediferente a todos. Casi no puedoconversar con los que me rodean. No séqué decir, ni cómo decirlo.

Así es cómo se me ocurrieron lasbufonadas. Era mi última posibilidad deganarme el afecto de las personas. Pesea que temía tanto a la gente, al parecerera incapaz de renunciar a ella. Y esasbufonadas fueron la única línea que meunía a los demás. Mientras que en lasuperficie mostraba siempre un rostrosonriente, por dentro mantenía una luchadesesperada, que no daba fruto más queen el uno por mil, para ofrecer eseagasajo.

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Desde pequeño, ni siquiera tenía lamenor idea de los sufrimientos de mipropia familia o de lo que pensaba. Sóloestaba bien al corriente de mis propiosmiedos y malestares. En algún momento,me convertí en un niño que nunca podíadecir la verdad. En las fotos familiares,todos ponían unas caras de lo másserias. Es extraño, tan sólo yo aparecíasonriente. Era una más de mis habitualesbufonadas infantiles.

Nunca respondí a ningunareprimenda de mi familia. Estabaconvencido de que era la voz de losdioses que me llegaba desde tiemposancestrales. Al escucharla, sentía que

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iba a perder la razón; y, por supuesto, noestaba en condiciones de contestar, nimucho menos. Esas voces me parecían«la verdad», procedente de muchossiglos atrás.

Y como yo no tenía la menor idea decómo actuar respecto a esa verdad,comencé a pensar que no me era posiblevivir con otros seres humanos. Por eso,no podía discutir ni defenderme. Cuandoalguien decía algo desagradable de mí,me parecía que estaba cometiendo uncraso error. Sin embargo, siemprerecibía esos ataques en silencio; aunque,por dentro, me sentía enloquecer depánico. Desde luego, a nadie le gusta

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que le critiquen o se enojen con él.Por lo general, las personas no

muestran lo terribles que son. Pero soncomo una vaca pastando tranquila que,de repente, levanta la cola y descarga unlatigazo sobre el tábano. Basta que se déla ocasión para que muestren suhorrenda naturaleza. Recuerdo que seme llegaba a erizar el cabello de terroral pensar en que este carácter innato esuna condición esencial para que el serhumano sobreviva. Al pensarlo, perdíacualquier esperanza sobre la humanidad.

Siempre me había dado miedo lagente y, debido a mi falta de confianzaen mi habilidad de hablar o actuar como

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un ser humano, mantuve mis agoníassolitarias encerradas en el pecho y mimelancolía e inquietud ocultas tras uningenuo optimismo. Y con el tiempo mefui perfeccionando en mi papel deextraño bufón.

No me importaba cómo; loimportante era conseguir que se rieran.De esta forma, quizá a los humanos noles importara que me mantuviera fuerade su vida diaria. Lo que debía evitar atoda costa era convertirme en un fastidiopara ellos. Debía ser como la nada, elviento, el cielo. En mi desesperación, nosólo me dedicaba a hacer reír a mifamilia sino también a los sirvientes,

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que temía aún más porque me resultabanincomprensibles.

Cierta vez, en pleno verano, mepaseé por los pasillos supuestamenteataviado con un suéter rojo bajo miligero kimono y todos se murieron derisa.

—Yochan[2], te sienta fatal —dijoentre carcajadas mi hermano mayor, quecasi nunca se reía, en un repelente tonocariñoso.

Incluso yo no soy tan insensible alfrío y al calor como para ponerme unsuéter en los d/as más calurosos. Mehabía puesto unas polainas de mihermana menor, de modo que asomasen

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por las mangas del kimono y parecieraque llevara un suéter.

Mi padre solía viajar a Tokio pornegocios con tal frecuencia que hastatenía una residencia en Sakuragicho, enel barrio de Ueno. Solía pasar más demedio mes en esa casa y cuandoregresaba traía un montón de regalospara la familia y los parientes. Era algoque le encantaba hacer.

Cierta noche, antes de partir a Tokio,nos reunió a todos los niños en la salade visitas y, entre sonrisas, nos preguntóa cada uno qué queríamos que nostrajera, anotándose la respuesta en laagenda. No era habitual que fuese tan

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afectuoso con nosotros.—¿Y tú Yozo? —preguntó.Yo me quedé balbuceando y no pude

responder.Como me preguntó de repente qué

quería, lo primero que se me ocurrió esque no quería nada. Me pasó por lacabeza que tanto daba; de todasmaneras, nada me causaría alegría. Pero,al mismo tiempo, no era capaz derechazar algo que me ofrecieran por máscontrario que fuese a mis propios gustos.Cuando algo no me gustaba, no podíadecirlo a las claras; y cuando algo megustaba, lo aceptaba con timidez, comosi fuera un ladrón, con expresión de

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disgusto, presa de un terrorindescriptible. En suma, que no podíaelegir entre dos alternativas. Esta fueuna de mis características que, másadelante, se convirtió en la principalcausa de mi vida vergonzosa.

Mientras estaba allí, callado yvacilante, mi padre pareció un pocodisgustado.

—Podría ser un libro, ¿no? O si nouna máscara de león, de las que se usanpara las danzas de Año Nuevo. En lastiendas de Asakusa venden unas paraniño a precios razonables. ¿No quieresuna?

Me preguntó si quería algo, mas no

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supe qué decir. Ni me salió ningunarespuesta graciosa. El bufón habíafracasado.

—Estaría bien un libro, ¿no? —intervino mi hermano con la expresiónseria.

—¿Ah, sí? —dijo mi padre con lailusión totalmente desvanecida delrostro y cerró bruscamente la agenda sintomarse la molestia de anotar nada.

Vaya desastre. Había causado que mipadre se enojara y seguro que debíatemer su venganza. Tenía que hacer algoantes de que fuese demasiado tarde. Esanoche, temblando bajo el edredón, medevané los sesos para encontrar una

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solución. Al final, me levanté, entré enla sala de visitas, abrí el cajón delescritorio donde mi padre guardaba laagenda, la abrí y pasé las páginas hastaencontrar donde tenía anotados lospedidos de regalos. Lamí la punta de unlápiz, anote «máscara de león» y volví ala cama.

De hecho, no deseaba en absoluto lamáscara para la danza del león; inclusohubiera preferido un libro. Pero mehabía dado cuenta de que mi padrequería comprarme una máscara de leóny, como quería que recuperase su buenhumor, me había aventurado en plenanoche a entrar subrepticiamente en la

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sala de visitas.Esta medida de emergencia resultó

recompensada por el éxito, tal comoesperaba. Cuando mi padre volvió deTokio, oí desde la habitación de losniños su vozarrón mientras se lo contabaa mi madre: «Estaba en una de lastiendas de juguetes de Asakusa y abrí laagenda; alguien había escrito “máscarade león”. Y no era mi letra. Me quedé delo más extrañado, aunque enseguida caíen la cuenta. Era una travesura de Yozo.Al volver, le pregunté y se quedócallado, riéndose nervioso. Seguro quese moría de ganas de tenerla. ¡Vayachiquillo más raro! Simula que no le

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interesa nada para después ir a escribircon toda claridad lo que quiere. Sideseaba tanto la máscara, ¿por qué nome lo dijo desde el principio? ¡Me pusea reír en medio de la tienda! Anda, dileque venga».

Cierta vez reuní a los sirvientes enla habitación occidental y pedí a uno delos criados que aporreara como leviniera en gana las teclas del piano —pese a que vivíamos en provincias,nuestra casa tenía las comodidadespropias de la ciudad— y, al ritmo de esamúsica, ejecuté una especie de danzaindia que hizo revolcarse de risa atodos. Uno de mis hermanos tomó una

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foto de mi representación. Cuando lavimos, resultó que entre los dospañuelos de hacer fardos de algodónblanco, que me había colocado a modode taparrabos, asomaba mi pequeñopene, lo que de nuevo fue causa de granregocijo. Podría decirse que esto fue unéxito muy por encima de misexpectativas.

Por aquel entonces, estaba suscrito auna decena de revistas infantilesmensuales y, además, solía encargar deTokio toda clase de libros. Me convertíen un entusiasta del doctorMencharakuchara[3] y del doctorNanjamonja[4] y conocí historias

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espeluznantes, aventuras, cuentoscómicos y cancioncillas de Edo[5], querepresentaba con la mayor seriedad,causando que todos en casa se murierande risa.

Pero ¿y la escuela? Parecía que meestaba ganando el respeto de todos.Aunque el hecho de que me respetaranme causaba un cierto pánico. Mi idea dealguien respetado consistía en unapersona que había logrado engañar casia la perfección a los demás pero que, alser visto por un ser omnisciente eomnipotente, era humillado en unavergüenza peor que la muerte. Incluso siengañase a los seres humanos para que

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me respetaran, alguno de ellos se daríacuenta; y cuando les contara a los demásel engaño, entonces la ira de loshumanos daría lugar a alguna horriblevenganza. Sólo de pensarlo se meponían los pelos de punta.

Esta fama en la escuela secundariaobedeció más que a ser hijo de unafamilia acomodada a que,supuestamente, tuviera talento. Depequeño era enfermizo, de manera quecon frecuencia perdía un mes o dos declases, o incluso un curso entero porestar en cama. Sin embargo, cuandoestaba convaleciente e iba a la escuelaen un rikisha[6] para hacer los exámenes

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de fin de año, siempre sacaba lasmejores notas.

Cuando me sentía bien, no estudiabaen absoluto. Me pasaba las clasesdibujando historietas, que en losdescansos explicaba a los compañerospara hacerles reír. En las composicionessólo escribía tonterías, por lo que losmaestros me llamaban la atención,aunque no conseguían enmendarme. Larazón es que yo sabía que, en secreto, selo pasaban de lo lindo leyendo esashistorias absurdas. Cierta vez escribíque mi madre me llevó a Tokio en tren y,por equivocación, oriné en una de lasescupideras del pasillo; no es que no

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supiera para qué servían lasescupideras, lo que ocurrió es que mehice el inocente. Sabía que el maestro loiba a encontrar divertidísimo, por lo quele seguí sigilosamente en su camino a lasala de profesores. Vi que sacaba micomposición entre las de varias clases yse la leía por el pasillo sin podercontener la risa. Al llegar a la sala deprofesores y terminar la lectura, estallóen tremendas carcajadas, poniéndosecolorado como un tomate, y se la pasó alos demás maestros. Me sentíasatisfecho a más no poder. ¡Quétravieso!

Había conseguido que me tomaran

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por un niño travieso. Había evitado conéxito que me respetaran. Siempre sacabasobresaliente en todo, excepto enconducta, donde no lograba más que unaprobado, lo que, a su vez, causaba granregocijo a mi familia.

Sin embargo, mi verdadero carácterera completamente opuesto al de un niñotravieso. Por aquel entonces, los criadosya me habían enseñado algo lamentable;me habían hecho perder la castidad.Incluso ahora pienso que hacerle eso aun niño es el más perverso y cruel detodos los delitos. Pero no se lo conté anadie. Sonreí débilmente, pensando queesto me permitía conocer un nuevo

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aspecto del ser humano. Si hubieratenido la costumbre de contar las cosastal como eran, quizá me hubiese atrevidoa acusarles ante mis padres; pero locierto es que no los comprendía. Nopodía esperar que nadie me ayudara. Sise lo hubiera contado a mi padre, a mimadre, a la policía, a las autoridades o acualquiera que tuviese poder en elmundo, tal vez me hubieran abrumadocon excusas bien vistas por la sociedad.Está claro que existe el favoritismo, yestoy seguro de que acusar a los criadoshubiera sido en vano. Por eso, mantuveoculta la verdad y continué haciendo elbufón.

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«¿Eh, no tienes fe en el ser humano?Por cierto, ¿cuándo te hicistecristiano?», quizá alguien me pregunteburlándose. Pero no creo que ladesconfianza en el ser humano tenga quesurgir por motivos religiosos. ¿No escierto que estas personas, incluidas lasque se burlan de mí, viven tan tranquilasen la mutua desconfianza, sin que laexistencia de Dios se les pase por lacabeza?

Esto ocurrió cuando era pequeño. Unpolítico muy conocido del partido al quepertenecía mi padre vino a nuestrobarrio para pronunciar un discurso. Lossirvientes me acompañaron al teatro

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donde iba a celebrarse la reunión. Lasala estaba abarrotada, y la mayoría delos presentes, conocidos de mi padre,aplaudieron con entusiasmo. Cuandoterminó el discurso, los asistentessalieron en grupos de tres o cinco a lacalle nevada ya oscura echando pestes.Algunas voces eran de amigosparticularmente cercanos a mi padre.Comentaban que mi padre había sido delo más torpe al presentar al político yque no hubo modo de comprender eldiscurso de este. Sin embargo, una vezen la sala de visitas de nuestra casa,dijeron con genuina alegría en el rostroque el discurso había sido un auténtico

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éxito. Cuando mi madre preguntó a lossirvientes qué tal había sido esediscurso, repusieron con la mayorfrescura que había sido muy interesante;mientras que, en realidad, en el caminode vuelta no habían parado derefunfuñar, diciendo que lo más aburridoen el mundo era un discurso político.

Pero esto no es más que un pequeñoejemplo. Las personas se engañan unas aotras del modo más natural y,sorprendentemente, sin resultarlastimadas. Parecen no darse ni cuentade la superchería. Creo que su vida estállena de ejemplos nítidos, puros y clarosde desconfianza. No obstante, a nadie

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parece preocuparle este intercambio defalsedades. Yo mismo engaño a losdemás desde la mañana a la noche conmis bufonerías. No tengo el menorinterés en eso que los libros de textollaman moral. Me cuesta entender que elser humano viva o quiera vivir conpureza, claridad y felicidad en medio detoda esta mentira mutua. Nunca me hanexplicado la razón de esta habilidad. Silo hicieran, quizás me librarían delterror que siento por ellos o de misrepresentaciones desesperadas. O quizátambién de mi enfrentamiento con ellos ydel infierno que experimentaba todas lasnoches. En suma, no había evitado

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contar sobre el odioso delito de loscriados debido a la desconfianza en elser humano ni, por supuesto, alcristianismo. Creo que fue porque elloscerraron con firmeza la cascara de laconfianza a ese pequeño Yozo. Hastamis propios padres se comportaron deuna forma incomprensible para mí.

Años después, muchas mujeresfueron capaces de detectar el olor de lasoledad que nunca había mostrado anadie, y me da la impresión de que estafue la causa de que abusaran de mí. Dehecho, las mujeres me consideraron unhombre capaz de guardar un secreto deamor.

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Segundo cuaderno denotas

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A la orilla del mar, tan cerca quepodría parecer que allí mismo rompíanlas olas, crecía una hilera de más deveinte enormes cerezos silvestres detronco negruzco. Cada abril, cuandocomenzaba el curso, los cerezos abríansus espléndidas flores, junto con lashojas nuevas de color verde pardo yapariencia húmeda, que se recortabancontra el azul del mar. Después caían lospétalos como una tormenta de nieve, seesparcían sobre el agua, se quedabanflotando como pálidas incrustaciones denácar y volvían a la arena. Esa playa erala zona de recreo de la escuelasecundaria donde estudiaba, en la región

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de Tohoku. Pese a que no habíapreparado como era debido el examende ingreso, logré que me aceptaran. Lagorra y los botones del uniforme lucíancomo emblema una flor de cerezoestilizada.

Cerca de la escuela se encontraba lacasa de unos parientes lejanos. Esta fueuna de las razones por las que mi padrehabía elegido esta escuela de loscerezos junto al mar. Yo quedé a cargode esta familia, cuya casa estaba tanpróxima que, incluso saliendo despuésde oír la campana matinal, podía llegara tiempo a clase. Era un estudiantebastante perezoso; sin embargo, mi

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bufonería hizo que cayera bien a miscompañeros.

Por primera vez, vivía en un lugardistinto a mi vieja casa natal, y se mehacía mucho más agradable. Quizá enparte se debiera a que habíaperfeccionado mi bufonería y ya no mecostaba prácticamente esfuerzo alguno;pero también influía el cambio dehacerlo ante parientes o extraños, en elpropio lugar o en otro distinto. Ladiferencia de representar en amboslugares sería significativa hasta para ungenio o el propio Jesucristo. Para unactor, el escenario más duro es el teatrode su propia ciudad. Imagino que,

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incluso para alguien con talento, esimposible hacer una buena actuaciónante todos los parientes reunidos en unasala. Pero yo lo conseguí y, además, connotable éxito. Con tal experiencia, eraimposible fallar en un lugar ajeno.

Quizá, en el fondo de mi corazón, sehabía incrementado el miedo ante el serhumano, pero era capaz de representarel papel elegido con creciente soltura.En el aula, podía hacer que todos serieran en cualquier momento y, aunque elmaestro se quejaba de que sólo seríaposible dar una buena clase si yo noestuviera, lo cierto es que tenía quecolocarse la mano ante la boca para

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ocultar que se le escapaba la risa. Hastapodía hacer estallar en carcajadas alinstructor de prácticas militares, quetenía una estentórea voz de bárbaro.

Cuando ya empezaba a relajarme,convencido de haber logrado laidentidad deseada, recibí una puñaladapor la espalda. Como suele acontecer, elagresor era el más debilucho de la clase,de rostro pálido e hinchado, y vestidocon ropas tan holgadas como un antiguocortesano, prueba irrefutable de que lashabía heredado de su padre o de algúnhermano. Para redondear, era undesastre en todos los estudios y tan torpeen ejercicios militares o gimnasia que

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todos lo tenían casi por un perfectoidiota. Hasta yo no me di cuenta de lanecesidad de estar alerta contra él.

Cierto día, a la hora de gimnasia,ese muchacho —creo recordar que sellamaba Takeichi—, ese tal Takeichi,estaba observando cómo hacíamosejercicios en las barras. Con laexpresión de tratar de hacerlo lo mejorposible, me lancé a la barra con un grito.Pero pasé de largo y caí sentado en laarena con un sonoro golpetazo. Era unfallo premeditado, pero todos semurieron de risa y yo me levanté con unasonrisa compungida, sacudiéndome laarena de los pantalones. Fue entonces

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cuando Takeichi se me acercó por laespalda y me dijo en voz muy baja: «Lohas hecho a propósito».

Me quedé temblando. Si alguienhubiera podido darse cuenta de que falléa propósito, nunca se me hubieraocurrido que fuera Takeichi,precisamente. Durante unos momentos,me pareció que el mundo había quedadoenvuelto en las llamas del infierno ytuve que hacer un gran esfuerzo para nodar un grito enloquecido.

Pasé los días siguientes sumido en lainquietud y el miedo. En la superficiecontinuaba, como siempre, haciendo reírcon mi infeliz bufonería; pero, de

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repente, se me escapaban unos suspirossofocados. Hiciera lo que hiciese,Takeichi descubría mis intenciones;seguro que pronto me pondría enevidencia ante toda la escuela. Sólo depensarlo, se me cubría la frente de sudory me ponía a echar miradas a mialrededor con la extraña expresión de unloco. No me hubiera separado deTakeichi desde la mañana hasta lanoche, para asegurarme de que nodivulgara mi secreto. Pensé enconsagrarle mi tiempo, a fin deconvencerle de que mi bufonería no eraforzada sino genuina; si fueran las cosasbien, me convertiría en su mejor amigo;

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pero, si fuera imposible, no me quedaríamás remedio que rezar para que muriera.Por supuesto, no deseaba matarle. Entoda mi vida, muchas veces he deseadoser asesinado, aunque ni una sola hepensado en quitar la vida a nadie. Seráporque, al contrario, deseo hacer felicesa las demás personas.

Para ganarme a Takeichi, opté por laamable sonrisa cristiana, con el cuelloinclinado treinta grados a la izquierda, ypor rodearle levemente los escuálidoshombros hablándole con fingida dulzuracuando le invitaba a mi casa. Pero él sequedaba siempre callado, con unaexpresión indefinida. Cierto día, creo

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recordar que fue a principios de verano,comenzó a llover a cántaros después deque se terminaran las clases. Loscompañeros parecían no saber cómoarreglárselas para volver a casa. Comola mía estaba muy cerca, me dispuse allegar en una corrida. Entonces, junto ala estantería del calzado, vi a Takeichique estaba de pie con aspecto decaído yle propuse que me acompañara a casa,que le prestaría un paraguas. Comovacilaba, le tomé de la mano y salimoscorriendo bajo la lluvia. Al llegar, lepedí a mi tía que secase nuestraschaquetas y así logré llevármelo a mihabitación, en la primera planta.

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En esa casa vivían mi tía, que habíapasado de los cincuenta, una prima deunos treinta años, con gafas, alta y deaspecto enfermizo —se había casado,pero regresó a su hogar materno— y otraque había terminado la escuelasecundaria poco tiempo atrás. No separecía en nada a su hermana, ya que erabajita y con un rostro redondo. En laplanta baja de la casa había una pequeñapapelería, que también vendía algunosartículos de deporte. Sin embargo, lafuente principal de ingresos de lafamilia eran las rentas de seis viviendasque había dejado mi fallecido tío.

—Me duelen los oídos —dijo

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Takeichi, de pie en mi habitación.—¿Será porque te entró agua con la

lluvia?Cuando eché una mirada, ambas

orejas mostraban síntomas de unaespantosa otorrea. Tenían tanto pus queparecía estar a punto de desbordarse porlos lóbulos.

—¡Qué barbaridad! ¡Con razón teduele! —exclamé, exagerando apropósito, y añadí con palabrasbondadosas como las de una mujer—:Perdona que te haya arrastrado a venirbajo esa lluvia.

Bajé para buscar algodón y alcohol.Entonces acomodé la cabeza de Takeichi

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sobre mis rodillas y le desinfecté losoídos con esmero. Ni él se dio cuenta deque todo era un montaje hipócrita.

—Seguro que muchas mujeres seenamorarán de ti —dijo con la cabezaen mi regazo.

Fue un cumplido vacío, pero resultóuna profecía diabólica, como nuncahubiera podido imaginar ese Takeichi.Que se enamoraran de mí o que yo meenamorara de ellas… Qué impresión tanvulgar y burlesca me producían estaspalabras; mas, al mismo tiempo, cuántacomplacencia. Por más solemne quefuera el momento, al aparecer alguna deesas palabras, se desmoronaban los

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templos de la melancolía y quedaba unsentimiento de vacío. Aunque,curiosamente, si se reemplazara laexpresión «el problema de que seenamorasen de uno» por la más literariade «la inquietud de ser amado», lostemplos de la melancolía se podríanmantener a salvo.

Takeichi me obsequió con elestúpido elogio de que «muchas mujeresse enamorarían de mí» porque tuve laamabilidad de limpiar el pus de susoídos. En ese momento, me ruboricé yme limité a sonreír en silencio, aunqueya tenía una leve idea de que podríatener razón. Pero usar esa expresión

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causaba un efecto simplón de galancillode teatro, muy distinto de mispremoniciones.

A mí siempre me costó mucho menosentender a los hombres que a esa clasede ser humano llamado mujer. En micasa, las mujeres siempre fueron másnumerosas que los hombres; lo mismoocurría entre mis parientes cercanos, ytambién fue una mujer la sirvienta deldelito. Cuando era pequeño solía jugarsólo con niñas, pero no creo exagerar sidigo que me relacionaba con ellas con lacautela de quien anda sobre una finacapa de hielo. No podía entenderlas.Andaba totalmente a oscuras en lo que a

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ellas se refería y, a veces, como sihubiera pisado la cola de un tigre,terminaba con penosas heridas. Alcontrario de lo que sucede con lascausadas por el látigo de un hombre,esas heridas eran profundas y dolorosas,como si de una hemorragia interna setratase, y resultaban muy difíciles decurar.

Las mujeres me atraían hacia ellas,sólo para dejarme tirado después.Cuando había gente delante me tratabancon desprecio y frialdad, sólo paraabrazarme con pasión al quedarnossolos. También me di cuenta de que lasmujeres duermen con tanta profundidad

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como si estuvieran muertas; me preguntosi no viven para dormir. Estas y otrasobservaciones las hice siendo un niño,llegando a la conclusión de que parecenuna raza totalmente distinta de loshombres. Y lo más raro es que estosseres incomprensibles, con los que hayque andarse con tiento, siempre me hanprotegido. No he dicho «enamorarse demí» o «amarme». Esto no secorrespondería con la realidad. Quizásea más exacto decir que «me hanprotegido».

Además, me siento más cómodohaciendo las bufonerías ante mujeres.Los hombres no van a reír mucho tiempo

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de mis representaciones. Sé que, si conel entusiasmo del momento se me va lamano, la cosa terminará mal; por eso,pongo extremo cuidado con parar en elpunto justo. Pero las mujeres no conocenla moderación. Por más que prolonguemi bufonería, me piden más y más hastadejarme agotado. Hay que ver cómo seríen. Está claro que las mujeres sabendisfrutar de los placeres más que loshombres.

Las hermanas de la casa donde vivíacuando estudiaba secundaria solíanvisitarme a mi habitación en sus ratoslibres. Cada vez que llamaban me dabanun sobresalto considerable.

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—¿Estás estudiando?—No, qué va —decía con una

sonrisa, cerrando el libro—. ¿Sabéisqué? Hoy en la escuela, el maestro degeografía, apodado Kombo…

Y me lanzaba a contar historiasdivertidas, sin relación alguna con loque tenía en la mente.

Cierta noche, ambas vinieron a mihabitación y, después de hacermerepresentar mis bufonerías un buen rato,la menor me dijo:

—Yochan, pruébate las gafas.—¿Para qué?—Tanto da, pruébatelas. Anda, toma

las gafas de Anesa[7].

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Solían hablar con brusquedad, comosi dieran una orden. El bufón se pusodócilmente las gafas. Enseguida, las dosse comenzaron a morir de risa.

—¡Pero si es igualito a HaroldLloyd! ¡Idéntico!

En esa época, este actor extranjerotenía mucho éxito en Japón.

—Señoras y caballeros —comencé,levantándome y alzando una mano parasaludar—, quisiera agradecer a misadmiradores japoneses…

Las hermanas se desternillaban. Apartir de ese día, siempre que llegabauna película de Harold Lloyd al cinelocal la iba a ver y estudiaba en secreto

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sus expresiones.Una tarde de otoño, cuando estaba

leyendo en la cama, Anesa entró velozcomo un pájaro a mi habitación y sedejó caer llorando sobre el edredón.

—Me vas a ayudar, ¿verdad,Yochan? ¿A que sí? Nos marcharemosjuntos de esta casa, ¿vale? Ayúdame,ayúdame, por favor —dijo condesespero, poniéndose a llorar denuevo.

No era la primera vez que una mujerse mostraba así conmigo. Por eso, no measusté ante las palabras exaltadas deAnesa; más bien me aburrió su vacuidady falta de sustancia. Me levanté, tomé un

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caqui de encima del escritorio, lo pelé yle di un pedazo.

—¿No tienes algún libro interesantepara prestarme? —dijo, comiéndose elcaqui entre sollozos.

Saqué de mi estantería Soy un gato,de Natsume Soseki.

—Gracias por el caqui —dijo,sonriendo un poco avergonzada, y salióde la habitación.

No ha sido sólo con Anesa.Comprender los sentimientos decualquier mujer es más complicado ydesagradable que estudiar las emocionesde una lombriz. Según mi experiencia,que viene de cuando era niño, cuando

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una mujer se pone a llorar de repente, lomejor es ofrecerle algún dulce yenseguida mejora su humor.

Su hermana menor, Secchan, solíatraer a sus amigas a mi habitación y,como era mi costumbre, me ocupaba dedivertirlas a todas por igual. Cuando semarchaban, Secchan las criticaba sinfalta diciendo que no eran buenasmuchachas y que tuviera cuidado. Si eraasí, ¿por qué se molestaba en invitarlas?En todo caso, a causa de ella misvisitantes eran casi siempre mujeres.

Sin embargo, esto no significa que sehubiera comenzado a cumplir el elogiode Takeichi de que las mujeres se

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enamorarían de mí. Ni mucho menos. Yono era más que el Harold Lloyd deTohoku. Las palabras ignorantes deTakeichi, esa profecía horrible, todavíatardarían bastantes años en cumplirse,tomando vida de una formadesafortunada.

Takeichi me hizo otro regalovalioso.

—Mira, ¡el retrato de un fantasma!—exclamó un día, mostrándome unalámina de colores al entrar en mihabitación.

«¿Qué es esto?», pensé. En esemomento me estaba mostrando el caminode escape, como supe muchos años

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después. Yo conocía la imagen. No setrataba más que del conocidoautorretrato de Van Gogh. Cuando erapequeño, la escuela impresionistafrancesa estaba muy de moda en Japón.Nuestro aprendizaje de arte occidentalsolía comenzar por esos trabajos.Incluso una escuela secundaria deprovincias tenía reproducciones decuadros de Van Gogh, Gauguin, Cézanney Renoir, entre otros. Yo había vistomuchas de estas pinturas. Conocíabastantes obras de Van Gogh y recuerdohaber encontrado interesante el uso tanvivo de los colores; pero nunca se mepasó por la cabeza que fueran pinturas

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de fantasmas.—¿Qué te parecen estas? ¿También

son fantasmas? —dije, mostrándole unlibro de láminas de Modigliani, conmujeres desnudas de piel bronceada,que acababa de sacar de mi estantería.

Takeichi abrió los ojos admirado.—¡Anda! Parecen los caballos del

infierno.—Ya. O sea que fantasmas…—Me gustaría dibujar a fantasmas

como estos.Las personas que temen a otros seres

humanos desean ver espectros deapariencia todavía más horrible; las queson nerviosas y se asustan con facilidad,

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rezan para que la tormenta sea lo másviolenta posible; y ciertos pintores, quehan sufrido a causa de unos fantasmasllamados seres humanos, acabancreyendo en cosas fantásticas y viendoespectros en pleno día, en medio de lanaturaleza. Pero ellos no se dedican aengañar con bufonerías, se esfuerzan enpintar exactamente lo que vieron. Talcomo dijo Takeichi, pintaron «cuadrosde fantasmas», ni más ni menos.Entonces supe que esos fantasmas seríanmis amigos de ahora en adelante. Meexcité tanto que apenas pude contenerlas lágrimas.

—Yo también voy a pintar. Pintaré

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cuadros de fantasmas, de caballos delinfierno —dije a Takeichi, bajandomucho la voz sin saber por qué.

Desde la escuela primaria, me gustótanto pintar como mirar cuadros. Perolas pinturas nunca obtuvieron unreconocimiento similar al de mishistorietas. Lo cierto es que no tenía lamenor confianza en las opiniones de losseres humanos y, en lo que a mírespecta, las historietas eran una de misbufonadas para saludar al público. Tantoen la escuela primaria como en lasecundaria, los dibujos encantaban a mismaestros, pero a mí no me interesabanen absoluto.

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Sólo me esforcé con las pinturas —los dibujos eran otra cosa— e intentécrear mi propio estilo, por infantil quefuera. Los libros de la escuela condibujos para copiar eran de lo másaburrido; las pinturas de los maestros,desastrosas; y yo me vi obligado abuscar como pude una forma deexpresión.

Cuando comencé la escuelasecundaria, ya tenía los útiles necesariospara pintar al óleo. Intenté copiar lasobras impresionistas, pero el resultadofueron pinturas tan muertas como figurasrecortables, y me di cuenta de que seguirpor este camino sería un error. Vaya

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tontería y falta de criterio el intentarmostrar un objeto hermoso con esabelleza. Los maestros eran capaces deplasmar la belleza en objetos de lo mástrivial e incluso encontraban interesantedescribir algo tan feo que causaranáuseas por el puro placer deexpresarse, sin preocuparse de laopinión ajena. Después de que Takeichime iniciara de un modo tan primitivo enel secreto de la pintura, me dediqué apintar autorretratos, cuidando de que nolos vieran mis visitantes femeninas.

Mis cuadros eran tan lúgubres quecasi me dejaban helado a mí mismo. Enellos estaba plasmada mi verdadera

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naturaleza, que mantenía escondida en lomás profundo de mi corazón. En lasuperficie me reía alegremente y hacíareír a los demás; pero, en realidad, eraasí de sombrío. Como no había nada quehacer, en secreto afirmaba estanaturaleza. Sin embargo, aparte deTakeichi, no se los mostré a nadie. Sialguien descubriese mi lobreguez tras lamáscara de bufón, seguro quecomenzaría una estrecha vigilancia. Porotra parte, existía el peligro de que noreconocieran mi verdadera naturaleza ylo tomaran como una bufonada más, loque causaría grandes risotadas. Estosería lo más horrible que pudiera

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suceder. Y así, cada vez que terminabaun cuadro, me apresuraba a esconderloen el fondo del armario.

Desde luego, en la clase de dibujonunca mostré mi «estilo espectral» ycontinué pintando como hasta ahora lascosas bonitas como tales con lapertinente mediocridad.

Sólo podía mostrar a Takeichi, y lohacía como lo más natural, mi caráctersensible. Cuando vio mis primerosautorretratos, me elogió muchísimo. Almostrarle dos o tres de mis cuadros defantasmas, hizo su segunda profecía:«Serás un gran pintor».

Cuando me marché a Tokio, llevaba

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grabadas en la cabeza las dos profecíasdel bobalicón de Takeichi: que lasmujeres se enamorarían de mí y quesería un gran pintor.

Quería entrar en una escuela de arte,pero mi padre me puso en una escuelasuperior con la intención de convertirmeen un funcionario. Como ya estabadecidido y yo no estaba acostumbrado allevar la contraria, obedecí sinpreocuparme demasiado. Me habíaordenado que hiciera el examen en elcuarto año, uno antes de terminar elcolegio, y así lo hice. En realidad,estaba ya más que harto de mi escuelajunto al mar con los cerezos. Como

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aprobé, entré en la escuela de Tokio sinterminar el quinto año. Enseguida tuve laoportunidad de experimentar la vida enun dormitorio estudiantil, aunque lasuciedad y la violencia me resultaroninsoportables. Ahí no estaba la cosapara bufonerías. Conseguí que unmédico me diagnosticara una dolenciapulmonar y me trasladé a la residenciade mi padre en Sakuragicho, en el barriode Ueno. Tenía claro que nunca mehubiera podido acostumbrar a esa vida.Me causaba escalofríos oír acerca delardor y el orgullo de la juventud, y, encuanto al espíritu estudiantil, era algoque no iba conmigo en absoluto. Tanto

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las aulas como el dormitorio eranescenario de los deseos sexuales másretorcidos. Aquello era un vertederodonde no servían para nada mishabituales actuaciones de bufón.

Cuando no había sesiones en elparlamento, mi padre no pasaba más queuna o dos semanas al mes en la casa. Ensu ausencia, tan sólo quedábamos trespersonas en la gran residencia: unapareja de ancianos que se ocupaban detodo y yo.

Por mi parte, faltaba bastante aclase, aunque no porque me dedicara aconocer los lugares famosos de Tokio —parece que acabaré por no visitar nunca

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el santuario de Meiji, la estatua deMasashige Kusunoki o las tumbas de loscuarenta y siete samuráis—, sino que mepasaba el día entero en casa, leyendo opintando.

Cuando mi padre estaba en Tokio,cada mañana me apresuraba a laescuela, aunque a veces iba a una clasede pintura del maestro Shintaro Yasuda,en Sendagicho, del barrio de Hongo. Mesolía pasar hasta tres o cuatro horaspracticando dibujo. Lo cierto es que ibaa clase como simple oyente desde quedejé el dormitorio. Quizá se tratase tansólo de envidia, pero, en todo caso,nunca tuve un sentimiento definido de

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pertenecer al mundo estudiantil. Desdela escuela primaria y secundaria a lasuperior, jamás comprendí el amor porla propia escuela, y ni una sola vez metomé la molestia de aprenderme elhimno.

Al poco tiempo de estudiar pintura,uno de mis compañeros me hizo conocerel alcohol, el tabaco, las prostitutas, lascasas de empeño y el pensamiento deizquierda. Parece una combinación unpoco rara, pero así aconteció enrealidad.

Este compañero se llamaba MasaoHoriki. Había nacido en Shitamachi, lazona castiza de Tokio, y era seis años

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mayor que yo. Se había graduado en unaescuela de arte, pero como no teníataller en casa iba regularmente a la clasepara continuar aprendiendo pinturaoccidental.

Nos conocíamos de vista y nohabíamos hablado ni una sola vezcuando cierto día me dijo:

—Oye, ¿me prestas cinco yenes?Me quedé tan turbado que se los

pasé sin más.—¡Estupendo! Vamos a tomar una

copa. Hoy invito yo.No podía negarme. Me llevó a un

café en Horaicho, cerca del taller depintura. Este fue el principio de nuestra

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amistad.—Ya hace tiempo que me había

fijado en ti. Eso, eso. Esta sonrisatímida tuya es característica de losartistas prometedores. Bueno, vamos abrindar por nuestro encuentro. ¡Salud!Eh, Kinu —dijo, dirigiéndose a lacamarera—, ¿no te parece guapo elmuchacho? Pero no te vayas a enamorarde él. Desde que llegó al taller depintura, por desgracia he pasado a ser elsegundo más guapo de la clase.

Horiki tenía un rostro moreno defacciones regulares y, lo que era muypoco habitual en un estudiante depintura, vestía un traje muy decente con

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una corbata discreta, y llevaba fijadoren el cabello dividido en el centro poruna raya impecable.

Como el lugar no me era familiar, alprincipio no hacía más que cruzar ydescruzar los brazos, entre sonrisasciertamente tímidas, pero después dedos o tres vasos de cerveza comencé asentirme muy ligero, con una curiosasensación de liberación.

—¿Sabes? Había estado pensandoen matricularme en una escuela de artey… —comencé, pero él me cortóenseguida.

—¡Ni se te ocurra! No sirve paranada. Las escuelas son de lo más inútil.

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Nuestros maestros deben ser lanaturaleza y nuestros sentimientosrespecto a ella.

A decir verdad, sus opiniones no memerecieron ningún respeto. Se meocurrió que podría ser un imbécil y suscuadros una birria, pero sería un buencompañero de diversión. Era la primeravez en la vida que me topaba con unhabitante urbano de vida licenciosa.Aunque él y yo éramos completamentedistintos, nos parecíamos mucho en queestábamos muy alejados de la vidacotidiana de los seres humanos. Pero loque nos diferenciaba mucho era queHoriki no tenía conciencia de la farsa, ni

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se daba cuenta de la miseria queconllevaba.

Lo despreciaba porque sólo vivíapara divertirse, y sólo me relacionabacon él como compañero de diversión. Aveces me avergonzaba de su amistad,pero me dejé llevar por él y, al final,resulté derrotado.

Al principio pensaba que Horiki eraun buen tipo, un tipo fuera de lo común.Hasta yo, que tenía tanto miedo a lagente, pude relajarme por completo conese buen guía de Tokio, Lo cierto es queyendo solo cuando me subía al tranvíame daba miedo el cobrador, al entrar alteatro Kabukiza me atemorizaban las

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acomodadoras alineadas a ambos ladosde la escalera alfombrada de la entradaprincipal, si me encontraba en unrestaurante, me crispaban los nervios loscamareros que andaban por detrás demí, pendientes de llevarse los platosvacíos. Pero lo que más me horrorizabaera pagar alguna cuenta. Mi torpeza alentregar el dinero después de compraralgo no estaba causada por la tacañería.Me sentía tan nervioso y avergonzado yme entraba tal pánico que me marcaba,el mundo se oscurecía y me sentía medioa punto de perder la razón. Ni soñar enregatear si hasta me olvidaba de recogerel cambio y, con frecuencia, de llevarme

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lo que había comprado. Estaba claro queno podía moverme solo por Tokio, demodo que no me quedaba más remedioque pasarme días enteros holgazaneandoen casa.

Cuando entregaba mi monedero aHoriki y salíamos a pasear juntos, micompañero no sólo hacía gala de unagran habilidad para regatear, quizá comobuen aficionado a divertirse, sino quesabía sacar el máximo partido al mínimode dinero. Sin gastar en taxi, ideabacombinaciones de tren, autobús y hastabarcazas de vapor para llevarnos en muypoco tiempo a nuestro destino. Porejemplo, si después de pasar la noche

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con una prostituta nos deteníamos enalguna posada y, después de tomar unbuen baño, desayunábamos tofu hervidocon sake, con poco dinero podíamosdisfrutar de una sensación de lujo; estosupuso para mí una valiosa educaciónpráctica. También me enseñó que elarroz con carne o las brochetas de polloque vendían en los puestos callejeroseran una forma económica dealimentarse bien, y que paraemborracharse rápidamente lo mejor erael denkibran[8]. En suma, yo me sentíamuy tranquilo con él, convencido de queno tenía que preocuparme en absolutopor el importe de nuestras cuentas.

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Otra cosa que era de agradecer en larelación con Horiki era que le importabaun bledo lo que pensara su interlocutoral lanzarse en un torrente apasionado —aunque quizá su pasión real fuerahacerle caso omiso al otro— de charlasuperficial que podía continuar durantehoras; aunque, cuando nos invadía elcansancio después de andar juntos, porlo menos no existía el menor riesgo deque se produjeran silencios incómodos.Cuando trataba con la gente, le teníahorror a esos silencios. Yo era calladopor naturaleza, pero no me quedaba másremedio que recurrir al desesperadorecurso de mis bufonerías. Ahora, el

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imbécil de Horiki había adoptado elpapel de bufón sin darse cuenta, por loque yo me limitaba a escucharlo ensilencio, y de vez en cuando decía: «¡Nopuede ser!», riéndome.

Pronto comprendí que el alcohol, eltabaco y las prostitutas eran un métodoexcelente para librarme del miedo a losseres humanos, aunque fuese sólo por unmomento. Y llegué a la conclusión deque para conseguir esos momentosvaldría la pena vender hasta la última demis posesiones.

Las prostitutas no me parecíanpersonas ni mujeres, más bien me dabanla impresión de seres idiotas o locos;

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por eso, me sentía muy a salvo en sucompañía y podía dormirprofundamente. Daba hasta pena ver queno tenían ni un ápice de avaricia. Alparecer, sentían que tenía algo en comúncon ellas porque siempre me trataroncon una amabilidad espontánea que nome agobiaba. Una amabilidad sinsegundas intenciones, sin fines denegocio, hacia una persona que quizá novolverían a ver. En estas prostitutasidiotas o locas alguna noche vi unaaureola de Virgen María.

Pero iba allí para escapar del miedoa los seres humanos, para descansaraunque fuese sólo una noche y, mientras

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me divertía con esas prostitutas con lasque «tenía algo en común», antes de queme diera cuenta había adquirido uncierto aspecto repugnante del que nopodía librarme, una especie deinesperado fruto de mi forma de vivir,que poco a poco se hizo visible hastaque el propio Horiki me lo hizo notar,dejándome estupefacto y disgustado. Locierto es que había aprendido sobre lasmujeres a través de las prostitutas, elaprendizaje más duro pero también elmás efectivo, y desprendía un «olor deseductor». Las mujeres —no sólo lasprostitutas— lo olían instintivamente yse me acercaban. Este aire obsceno y

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poco honorable, era mucho más evidenteque el solaz que me había aportado laexperiencia.

Horiki me lo comentó como uncumplido a medias, pero a mí meprodujo una sensación opresiva. Porejemplo, recuerdo que la camarera de uncafé me envió una carta infantil;también, la hija veinteañera del generalque vivía junto a mi casa deSakuragicho, cada mañana, a la hora queiba a la escuela, aparecía toda arregladapor su portal, entrando y saliendo sinque pareciera que tuviera nada especialque hacer; cuando iba a comer carne,incluso sin que yo dijera una palabra, la

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mujer del restaurante…; y en el kioscodonde compraba tabaco, la muchachacolocó en la caja junto con el paquete…;y la mujer sentada a mi lado en el teatroKabukiza…; asimismo cierta noche quehabía bebido y me quedé dormido en eltranvía…; también la carta inesperadade aquella pariente en el camporevelando su obsesión…; o la muchachadesconocida que en mi ausencia me dejóuna muñeca cosida a mano… Mi actitudfue pasiva en extremo, de forma queestos fragmentos no se convirtieron enninguna historia. Pero no podía negarque era cierto, y no se trataba de unabroma absurda, que algo en mí

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despertaba en las mujeres el deseo deamar. Pero que me lo hiciera notaralguien como Horiki me produjo unmalestar parecido a la humillación y, almismo tiempo, me hizo perder derepente mi interés por las prostitutas.

Cierto día, Horiki, haciendoostentación de «modernidad» —tratándose de él no se podía pensar deotra forma—, me llevó a una reuniónsecreta del Partido Comunista; no lorecuerdo bien, pero creo que se llamaba«Asociación de Lectura». Para Horiki,quizá este encuentro clandestino nofuese más que uno de los sitios paraconocer en Tokio. Me presentaron a los

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compañeros y me obligaron a comprarun panfleto y después escuché laconferencia que dio un hombre joven,horriblemente feo, sobre economíamarxista. Me dio la impresión de quetodo lo que dijo era obvio; pero, inclusoestando de acuerdo, supe que algo másincomprensible y horrible se escondíaen el alma humana. No se trataba sólo deambición ni de vanidad, ni tampoco deuna mezcla de deseo sexual y avaricia;no lo entendía ni yo mismo; pero sentíaque la sociedad humana no era sóloeconomía, sino que en el fondo acechabaalgo misterioso. Esto me atemorizaba,pero aprobaba el materialismo con la

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misma naturalidad que el agua se nivela.Aunque este no me podía librar de mitemor por el ser humano y no meproducía la esperanzada alegría de unapersona ante la vista de las hojas queacababan de brotar.

Incluso así, continué participando enlas reuniones, en las que loscompañeros, con expresiones graves,discutían teorías tan elementales comoque uno más uno son dos. Me parecíanridículos a más no poder, de modo queme esforcé en hacer algunas de mishabituales bufonadas para que serelajasen un poco. Poco a poco, logrélibrarlas de su ambiente opresivo y me

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acabé convirtiendo en un miembro tanpopular que me llegaron a considerarimprescindible.

Quizás en su simplicidad creían queyo era tan simple como ellos: uncompañero optimista y alegre; pero, siasí lo pensaban, les estaba engañandopor completo. Para empezar, yo no erasu compañero. Sin embargo, no faltaba aninguna reunión y les obsequiaba con mibufonería. Lo hacía porque me caíanbien. Me eran simpáticos. Pero esto nosuponía que sintiera por ellos un afectonacido a través de Marx.

La irracionalidad… Me producía uncierto placer. Mejor dicho, me hacía

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sentir cómodo. El seguir las normasestablecidas me parecía mucho mástemible —me parecía que había en esoalgo tremendamente poderoso—, era unmecanismo incomprensible; no podíacontinuar sentado en esa habitación fríay sin ventanas. Fuera se extendía elocéano de la irracionalidad, y lanzarmea nadar en sus aguas hasta morir se mehacía más placentero.

Existe la palabra «marginados», quedenota a los infelices, a los fracasados ya los descarriados en la sociedadhumana; pero yo creo que lo soy desdeel momento en que nací. Por eso, cuandome cruzo con alguien calificado de

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«marginado», de inmediato siento afectopor él. Un afecto que llena todo micuerpo de un arrobamiento de ternura.

También existe el término«conciencia de delincuente». Al estar enla sociedad humana, toda la vida hesufrido de esta conciencia; pero ha sidomi fiel compañera, como una esposa entiempos de pobreza, y ambos hemoscompartido nuestras miserablesdiversiones. Puede que esta haya sidomi actitud en la vida.

Asimismo, la gente habla del«sentimiento de culpabilidad». En micaso, me poseyó desde que era un bebéy, con el tiempo, en lugar de curarse se

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hizo más profundo, penetrándome hastalos huesos. Pero, incluso si se podíadecir que mi sufrimiento por las nochesera el de un infierno de infinitas torturas,pronto se me hizo más querido que mipropia sangre y carne. Y me llegó aparecer la expresión de ese sentimientode culpabilidad vivo o quizá sumurmullo afectuoso.

Para un hombre en estascircunstancias, el ambiente de unmovimiento clandestino suponía unaextraña tranquilidad, una sensación debienestar; en suma, más que losobjetivos del grupo político, podríadecir que me atrajo su ambiente. Para

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Horiki, sólo se trató de una burlaestúpida, ya que asistió tan sólo a unareunión, aquella en que me llevó parapresentarme, escudándose en la torpeocurrencia de que el marxismo debíaestudiar no sólo el aspecto de laproducción sino también el del consumo.Y como nunca más se acercó a lasreuniones, acabamos compartiendo tansólo el aspecto del consumo.

Volviendo la vista atrás, recuerdoque había marxistas de todas clases.Algunos, como Horiki, seautocalificaban así para vanagloriarsede «modernidad», mientras que el olorde la irracionalidad atrajo a otros de los

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que nos sentábamos en las reuniones,como fue mi caso. Si los auténticosmarxistas hubiesen descubierto losmotivos de Horiki y míos, se hubieranenfurecido mucho y, tratándonos de vilestraidores, nos hubiesen echado sincontemplaciones.

Sin embargo, ninguno de los dos fueexpulsado y, yo en particular, me podíacomportar de una forma mucho más«saludable» en esa sociedad irracionalque entre caballeros racionales. Comome consideraban un compañeroprometedor, me encargaron diversas«misiones secretas», que más biendaban risa. Por mi parte, no rechacé

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hacerme cargo de ninguna de esasmisiones, aceptándolas con talnaturalidad que ni los «perros» —asíllamaban los compañeros a la policía—jamás sospecharon de mí ni se lesocurrió interrogarme. Riéndome yhaciendo reír a los demás, cumplí todoslos encargos al pie de la letra. Losparticipantes en ese movimiento eran tanprecavidos y pasaban tantos nervios queeran como una mala imitación de unanovela detectivesca. Las misiones queme encargaban eran de lo más anodino,pero ellos no cesaban de comentar sualto grado de peligro. En esos días,pensaba afiliarme al partido y no me

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preocupaba en lo más mínimo el riesgode acabar en la cárcel. Pensaba que esavida podría ser más llevadera que eltemor horrible que experimentaba en la«vida real» en la sociedad de loshombres, que me hacía pasar las nochesen un infierno de insomnio.

Incluso cuando mi padre seencontraba en la casa de Sakuragicho,debido a sus ocupaciones sociales o enel parlamento, solían pasar tres o cuatrodías sin que nos cruzásemos. Sinembargo, su presencia me resultabaopresiva y me producía temor, de formaque pensé en buscarme una pensión.Pero antes de que tuviera oportunidad de

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hablar sobre el asunto, el anciano que seocupaba de la casa me informó de quemi padre tenía intención de venderla.

Faltaba poco para que se completarasu periodo de posesión del escaño en elparlamento y, sin duda, por diversasrazones, no quería presentar de nuevo sucandidatura; además, pensaba construirun lugar de retiro en nuestra región.Como no le tenía apego alguno a Tokio,imagino que llegó a la conclusión de queno valía la pena mantener abierta unaresidencia de tal envergadura para mí,un simple estudiante. No sé qué pensaríami padre, el caso es que vendió la casaen un abrir y cerrar de ojos, y yo me

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tuve que instalar en una oscurahabitación de cierta pensión llamadaSenyukan, en Morikawa, en el barrio deHongo. Muy pronto comenzaron misapuros económicos.

Cada mes mi padre me daba unaasignación fija, que desaparecía en doso tres días; pero en casa siempre habíatabaco, sake, queso y fruta. En cuanto amaterial de escritorio y ropa,acostumbraba a comprar en las tiendasdel vecindario, donde mi padre eracliente y lo cargaban en su cuenta. Podíainvitar a Horiki a soba[9] o tendón[10] enlos restaurantes vecinos y marcharme sinuna palabra.

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De súbito, me encontré viviendosolo en una pensión, obligado aadaptarme a la asignación mensual. Vayaapuro. Pero, como era de esperar, eldinero desaparecía en dos o tres días, yyo me volvía loco de desesperación.Entonces tenía que enviar telegramaspara pedir dinero a mi padre, a mihermano mayor y a mi hermana mayorpor turnos; cartas detalladas —consistentes en pura ficción y bufonadas,ya que me parecía conveniente hacerreír a quien le pedía un favor— y,además, por mediación de Horiki mehice asiduo de las casas de empeños.Pese a todo, siempre andaba corto de

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dinero.Para colmo, no podía vivir en

aquella pensión lúgubre, donde noconocía a nadie. Si me quedaba allí solosentado, me embargaba el temor de quealguien me atacaría en cualquiermomento o me pegaría un tiro; de modoque salía rápidamente a la calle y me ibaa echar una mano en el movimientoclandestino o me juntaba con Horikipara hacer la ronda de locales queservían sake barato. Había abandonadocasi por completo la escuela y las clasesde pintura. Dos años más tarde intentésuicidarme con una mujer casada mayorque yo. Allí comenzaron las

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complicaciones.No asistía a clases ni abría un libro

pero, por alguna razón desconocida,siempre me las arreglaba de algún modoen los exámenes, de forma que pudeseguir engañando a mi familia. Sinembargo, mis faltas de asistenciamolestaron a la escuela, que envió uninforme confidencial a mi padre.Entonces, en lugar de mi padre, mihermano más mayor me escribió unacarta de amonestación muy larga ysevera. Pero a mí lo que me atormentabaera el dinero, además de las muchasmisiones difíciles que me estabaencargando el grupo clandestino, hasta

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el punto de que ya no me las podía tomarmedio en broma. Me habían nombradolíder del movimiento estudiantilmarxista de los distritos centrales deTokio —Hongo, Koishikawa, Shiraya yKanda— y debía correr de un lado paraotro para establecer «contactos» y,habiendo oído sobre la posibilidad deun levantamiento armado, llevaba en elbolsillo del impermeable una pequeñanavaja. Al recordarla, me parece queera tan frágil que no bastaba ni parasacarle punta a un lápiz.

Deseaba más que nada tomar sakehasta quedar profundamente dormido,pero no tenía dinero para hacerlo. El

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grupo —al que, creo recordar,llamábamos P en nuestro lenguajeclandestino, por ser la inicial de«partido»— me encargaba tantas tareasque no tenía tiempo ni de tomar unrespiro, lo que resultaba un verdaderoexceso para mi constitución físicaenfermiza. Al principio, ayudaba porqueme fascinaba su irracionalidad, pero misituación era una consecuenciaimprevista de mi broma. Cuando estabaagobiado de trabajo, sin poder reprimirmi irritación, me daban ganas de decirlea la gente del P que yo no tenía nada quever con todo eso y que se lo pidiesen auno de los suyos. Decidí escapar; pero,

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como no me parecía bien, opté pormatarme.

En aquel entonces, tres mujeresestaban particularmente interesadas pormí. Una de ellas era la hija del dueño dela pensión donde me alojaba. Cuandoregresaba exhausto de alguna tarea delmovimiento y me acostaba sin tener niánimos para comer, ella me visitaba sinfalta con papel de escribir y una plumaen la mano. «Con permiso, abajo mishermanos pequeños hacen mucho ruido yno me puedo concentrar», decía,sentándose a mi escritorio, donde sepasaba una hora o más escribiendo.

Podría haberle hecho caso omiso y

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dormirme, pero era evidente que lamuchacha esperaba que le hablase, demodo que, manifestándose mi habitualcostumbre de hacer un servicio y a pesarde no tener el menor deseo deconversación, me acostaba boca abajo yencendía un cigarrillo.

—¿Sabes? Hay hombres quecalientan el agua del baño con las cartasde amor que les envían las mujeres —comencé.

—¡Qué horror! ¿Te refieres a timismo, verdad?

—Bueno, calenté la leche y me latomé.

—¡Qué honor para ella! Que te la

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tomaras…Pensando que por qué no se

marchaba de una vez, imaginé que sucarta estaría llena de letras sueltas sinsentido.

—Anda, ¡muéstramela! —le pedí,aunque, en realidad, no me interesabaverla ni aunque me fuera la vida en ello.

Mientras decía: «¡Ay, no! ¡Ay, no!»,su expresión satisfecha era tanhorripilante, que acabó con cualquierposible interés. Entonces se me ocurrióque le podía hacer un encargo.

—Perdona, ¿te podrías acercar a lafarmacia en la calle de la estación paracomprarme un frasco de Calmotín?

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Estoy agotado, con la cara ardiendo y novoy a conseguir dormirme. ¿Serías tanamable? En cuanto al dinero…

—Por eso, no te preocupes.Se levantó contenta. No hay que

andarse con remilgos en encargar algo auna mujer; al contrario, sé muy bien porexperiencia que les encanta que unhombre les pida alguna cosa.

La otra mujer era una «compañera»que estudiaba para maestra. Con ella,quisiera o no, por el asunto de lamilitancia tenía que encontrarme cadadía. Después de las reuniones, esa mujersiempre se me pegaba y, además, metraía regalos. «Quiero que me

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consideres como a tu verdadera hermanamayor», me decía. Yo le respondía:«Desde luego», con una leve sonrisa,temblando entero. Me daba miedocausar su enojo, de modo que hacía loposible para disimular; pero cada veztuve que complacer más a esa mujer feay desagradable. Aceptaba sus regalos —todos de pésimo gusto, de los que melibraba pasándoselos al viejo del puestode yakitori[11] y a otra gente— conexpresión contenta y le hacía algunabroma para que se riese. Cierta noche deverano, como no había forma desacármela de encima, le di un beso.Entonces ella, excitada de un modo

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vergonzoso, llamó un taxi y me llevó ala habitación que el movimientoalquilaba en secreto, un lugar estrechocon aspecto de oficina, y pasamos unashoras de locura hasta que amaneció.«Vaya una hermana mayor», me dije conuna sonrisa amarga.

Cada día era inevitable encontrarsecon la muchacha de la pensión y la«compañera», por lo que no podía usarel recurso de esquivarlas como habíahecho hasta ahora con otras mujeres. Sindarme cuenta y empujado por mihabitual inseguridad, acabé haciendo loposible para congraciarme con ambas,como si tuviera una deuda con ellas.

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En esa misma época, recibí losfavores de una camarera de uno de esosgrandes cafés de Ginza. Tras sólo unencuentro, me sentí tan agradecido a ellaque casi no podía moverme depreocupación y temores vacíos.Entonces ya podía tomar un tren o ir alteatro Kabukiza sin que me llevaraHoriki. Vestido con un kimono de sedachispeada, incluso me atrevía a entrarsolo a un café.

Hasta cierto punto, logréacostumbrarme a fingir descaro. En elfondo del corazón no había perdido niun ápice de miedo al aplomo y laviolencia de los humanos; mas, aunque

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sin dejar de sentir ese miedo y esesufrimiento, en la superficie me habíaacostumbrado poco a poco a saludarmirando a la cara… ¡No! ¡Esto no escierto! No podía hablar con alguien sinmostrar con dolorosas sonrisas labufonería de mi derrota.

Por lo menos, había adquirido lahabilidad de tartamudear algunas frasesconvencionales, ¿sería como resultadode mis actividades en el grupoclandestino? ¿O gracias a las mujeres?¿Quizá al alcohol? Pero me parece que,sobre todo, se debió a la falta de dinero.Fuera a donde fuese, me perseguía esasensación de temor. Se me ocurrió que si

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entrase en alguno de los grandes cafés,abarrotados de clientes bebidos,camareras y mozos, mezclándome conellos mi corazón perseguido sin treguapodría tranquilizarse.

De modo que me metí en un grancafé del elegante barrio de Ginza consólo diez yenes en el bolsillo. «Teadvierto que sólo llevo diez yenes», ledije sonriendo a la camarera que se meacercó. «No te preocupes», repuso conacento de Kansai[12]. A mí, que estabatemblando de miedo, estas palabras mecalmaron de una forma extraña. Y no eraporque ya no debía preocuparme por eldinero. Me dio la impresión de que

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estando junto a ella no había nada quetemer.

Mientras tomaba sake, me sentía tanrelajado que ni tenía que representar misbufonerías. Bebiendo en silencio, noocultaba mi verdadero carácter, calladoy sombrío. «¿Te apetece?» me preguntó,sirviéndome algunos aperitivos. Yonegué con la cabeza. «¿Sólo sake?Entonces yo también tomaré».

Era una noche fría de otoño. Talcomo me había propuesto Tsuneko —creo que así se llamaba, aunque misrecuerdos son vagos y no puedo estarseguro; soy capaz hasta de olvidar elnombre de alguien con quien hice un

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pacto de suicidio— la esperé en unpuesto callejero de sushi. Ese sushi eramalísimo. Es curioso que, aunque puedaolvidar el nombre de ella, recuerdo a laperfección lo repugnante que era elsushi, así como el rostro del hombre quelo preparaba, parecido al de unaserpiente aodaisho y con el cabellocortado al rape. El viejo no hacía másque volverse de acá para allá,intentando dar la engañosa impresión dedestreza en la preparación del sushi. Meparece verlo ahora mismo. Añosdespués, en unas tres ocasiones, vi en eltren un rostro que me resultaba familiary, después de romperme la cabeza,

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llegué a la conclusión de que se parecíaal hombre del puesto de sushi y sonreíamargamente. Mientras que me cuestarecordar el nombre y el rostro deaquella mujer, recuerdo tan bien el delhombre del puesto de sushi que lopodría dibujar. Sin duda, esto demuestralo horrible que era ese sushi, que meenfrió el cuerpo y me llenó de malestar.Incluso las veces que alguien me hallevado a un buen restaurante de sushi,nunca he comido realmente a gusto.Mientras la esperaba, me decía que labola de arroz era demasiado gruesa.¿Por qué no la hacía más o menos deltamaño de la medida del pulgar?

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Tsuneko tenía alquilada unahabitación en la primera planta de lacasa de un carpintero. Allí meencontraba tomando té, tendido en elsuelo de tatami, con la mejilla apoyadaen la palma de la mano como si medoliera una muda y sin disimular en lomás mínimo mi sombrío estado deánimo. Parecía que a ella no ledisgustaba mi actitud. Daba la sensaciónde estar completamente aislada, como unárbol seco azotado por el frío viento enel que danzaran las hojas muertas.

Mientras descansábamos, me contóque era dos años mayor que yo y quevenía de Hiroshima, donde su marido

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había trabajado de barbero. Sinembargo, en la primavera del añopasado huyeron a Tokio; pero el hombreno encontró trabajo y fue acusado deestafa, por lo que se encontraba en lacárcel. Hasta ahora le había ido a visitarcada día, pero no tenía intención de irmás. Me contó esto, entre otras cosas,aunque no presté demasiada atenciónporque las mujeres me aburren cuandocomienzan a hablar sobre sí mismas. Nosé si será debido a su poca habilidad alexpresarse, a que no aciertan a darénfasis en el punto debido, o a cualquierotra razón; la cuestión es que siempre hehecho oídos sordos a esas historias.

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Más que mil de esas palabras quedicen las mujeres, si alguien mesusurrase: «¡Qué tristeza!» seguro quepronto me solidarizaría con sussentimientos. Pero, hasta ahora, ningunamujer ha pronunciado ame mí estassimples palabras, lo que me parece muyextraño. Aunque esa mujer no dijo:«¡Qué tristeza!», su cuerpo estabaenvuelto en una profunda tristezasilenciosa, una corriente de miseria deunos tres centímetros que circulabasobre ella. Al acercarme a ella, micuerpo quedaba también envuelto en esacorriente, mezclándose con la de mipunzante melancolía «como una hoja

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muerta que se pudre en el fondo delagua». Por fin, me había librado delmiedo y la angustia.

Era muy diferente a dormirtranquilamente en los brazos de aquellasprostitutas idiotas; ellas eran alegres. Lanoche que pasé con la esposa de aqueldelincuente acusado de estafa fue muyfeliz y liberadora. Imagino que novolveré a usar en estos cuadernos unaspalabras tan decididas y sin vacilación.

Pero sólo duró una noche. Al abrirlos ojos por la mañana, me levanté de unsalto y volví a ser el bidón superficialde siempre. Los cobardes temen hasta lafelicidad. Pueden herirse incluso con el

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algodón. A veces, hasta la felicidad leshiere. Antes de resultar herido, meapresuré a separarme de ella, utilizandolas bufonerías como una cortina dehumo.

«Aquello de que el fin del dinero esel fin del amor puede interpretarse alrevés. No significa que cuando setermina el dinero la mujer abandone alhombre. Cuando se queda sin dinero elhombre se siente al fondo del abismo,sin el menor ánimo de reír, hundido en elpesimismo, y es él quien terminaabandonando a la mujer. El hombre sevuelve medio loco y no para de darsacudidas hasta que se libera de ella.

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Podrás encontrar la explicación delproverbio en el diccionarioKanazawa… Por mi parte, lo he vividoen carne propia».

Recuerdo que cuando me puse adecir esas tonterías, a Tsuneko le diorisa. Temiendo quedarme más rato,estaba dispuesto a marcharme sinlavarme la cara. Fue entonces cuandosolté sin pensar aquello de que el fin deldinero es el fin del amor, lo que despuésacarreó serias consecuencias.

Pasó un mes hasta que me encontrarade nuevo con la mujer que me otorgó susfavores esa noche. Después de dejarla,mi felicidad se fue borrando a medida

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que pasaban los días. Me horrorizabapensar que por una merced fugaz mehabía creado horribles vínculos eincluso llegó a pesarme que Tsunekohubiese pagado mi cuenta en el cafédonde trabajaba. Pese a la distancia, seacabó convirtiendo para mí en una mujeramenazadora, que me intimidaba sincesar, igual que la muchacha de lapensión o la «compañera» que estudiabapara maestra. Temía reaccionar con furiasi me encontrara de nuevo con la mujercon quien dormí, de modo que opté porno aparecer por Ginza. El que mefastidiara no se debía a la astucia. Lasmujeres tenían un comportamiento muy

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distinto al irse a la cama y al levantarseal día siguiente, sin la menor conexión,como si hubieran olvidado por completolo sucedido; era un fenómeno raro, comosi lo hubiesen dividido en dos mundos;algo que yo no podía digerir.

A finales de noviembre, estaba conHoriki tomando sake barato en un puestocallejero de Kanda. Apenas habíamossalido cuando este mal amigo ya estabainsistiendo en continuar bebiendo enotra parte, pese a que ya no teníamos uncéntimo en los bolsillos. Como yoestaba bastante bebido, me sentía muchomás lanzado de lo normal.

—Bueno, te voy a llevar a un país de

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sueños. Sake, mujeres… —propuse.—¿A un café?—Eso mismo.—¡Vamos!Una vez decidido esto, tomamos el

tranvía.—Esta noche estoy hambriento de

mujeres —dijo Horiki muy animado—.¿Se podrá besar a las camareras?

No me gustaba nada cuando Horikirepresentaba el papel de borracho. Él losabía, y por eso insistió.

—Ya sabes, ¿eh? ¡Voy a besarla! Laque se siente a mi lado no va a escaparsin un beso, ¿eh?

—Haz lo que te dé la gana.

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—¡Qué bien! Me muero de ganas deuna mujer.

Bajamos en la parada de GinzaYonchome y entramos en el gran café de«sake y mujeres». No me quedaba másque confiar en que estuviera Tsuneko yaque no tenía un céntimo. Nos sentamosen un reservado vacío y pronto seacercaron apresuradas Tsuneko y otrascamareras. Una de ellas se sentó a milado y Tsuneko se dejó caer junto aHoriki; me dio un sobresalto. Pronto labesaría.

No es que tuviera celos; nunca fuiposesivo. Es cierto que a veces hesentido pena al perder algo, pero nunca

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la suficiente tomo para enfrentarme a losdemás por este motivo, hasta el punto deque años después vi cómo violaban a miesposa sin hacer nada para evitarlo.

No quiero inmiscuirme en lasdesavenencias entre los seres humanos.Tengo miedo a caer en ese remolino. Larelación entre Tsuneko y yo fue sólo deuna noche. No era mía. No sería posiblesentir celos por ella. Pero, aún así, tuveun sobresalto.

Me daba pena que Tsuneko tuvieraque soportar los besos violentos deHoriki delante de mis ojos. Una vezmancillada por Horiki, no podría seguirconmigo. Pero mi voluntad no era tan

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fuerte como para retenerla. Aaah…, seiba a terminar todo. Ante la infelicidadde Tsuneko, sólo pude suspirar. Pero, almomento siguiente, me resignédejándome llevar por el flujo de losacontecimientos y, mirando ora a Horikiora a Tsuneko, sonreí como un bobo.

Sin embargo, inesperadamente lasituación tomó un mal rumbo.

—¡Se acabó! —exclamó Horiki conuna mueca—. Ni alguien como yo puedehacer eso a una mujer tan miserable…

Hablando entre dientes y con losbrazos cruzados me dirigí a Tsuneko.

—Quiero beber sake. Pero no tengodinero.

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Quería ahogarme en sake. A la vistade la gente, Tsuneko era una infeliz, conolor a pobreza, que no valía ni para elbeso de un borracho. De repente, estome golpeó como un rayo. Aquella nochebebí como nunca lo había hecho, y cadavez que mis ojos se encontraban con losde Tsuneko, intercambiábamos tristessonrisas. Mientras pensaba que era unamujer exhausta de aspecto pobre, nacióen mí una solidaridad por estacompañera en la pobreza; incluso ahorapienso que los enfrentamientos entrepobres y ricos es un tema que parececaduco, pero que siempre formará partede las tragedias. Empezó a brotar en mi

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interior la compasión por Tsuneko; y,junto a ella, un tenue sentimiento deamor.

Vomité. No sabía ni dónde estaba.Fue la primera vez que perdí totalmenteel sentido por los efectos de la bebida.Cuando abrí los ojos, Tsuneko estabasentada a mi cabecera. Al parecer, habíadormido en su habitación, en la primeraplanta de la casa del carpintero.

—El fin del dinero es el fin delamor… Pensé que lo decías en broma,pero ¿lo piensas en serio? Como noviniste nunca más… ¡Qué historias máscomplicadas! Puedo trabajar para losdos, ¿qué te parece?

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—Ni hablar.Entonces ella se acostó a mi lado.

Hacia el amanecer surgió de sus labios ypor primera vez la palabra «muerte».Tsuneko también parecía exhausta deexistir como un ser humano. Por miparte, pensando en mi temor por elmundo y sus complicaciones, el grupoclandestino, las mujeres, los estudios,parecía imposible seguir viviendo, y asíacepté su propuesta. Pero entoncestodavía no estaba resignado a morir. Enmi respuesta se ocultaba un cierto afánde aventura. Pasamos la mañanapaseando por Asakusa. Entramos en unacafetería y tomamos un vaso de leche.

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«Esta vez pagas tú», dijo Tsuneko.Cuando me levanté a pagar y abrí elmonedero, sólo había tres miserablesmonedas de cobre. Más que vergüenza,sentí horror.

En el acto me vino a la mente que enla habitación de la pensión sólo mequedaba el uniforme de la escuela y laropa de cama; ya no tenía nada más quepudiera ser empeñado en ese cuartodesolado. Sólo tenía lo que llevabapuesto: el kimono de seda chispeada y elabrigo. Supe con toda claridad que nopodía seguir viviendo.

Mientras me encontraba allí sinsaber qué hacer, la mujer echó una

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ojeada a mi monedero. «¿Eh? ¿No tienesmás que esto?», dijo con inocencia, peroyo sentí una punzada dolorosa, que sólopodía causarme la voz de la primeramujer que amaba. «¿Sólo esto? ¿Notienes más que esto? ¡Pero si tres sen[13]

de cobre no puede llamarse dinero!».Sentí una rara humillación, nuncaexperimentada hasta ahora. Unahumillación que no me permitía seguirviviendo; sería porque, al fin y al cabo,en aquel entonces aún no me habíalibrado de la identidad de hijo defamilia adinerada. Entonces tomé ladeterminación real de quitarme la vida.

Esa noche nos lanzamos al mar en

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Kamakura. Tsuneko se desató la faja delkimono, diciendo que la había tomadoprestada de una compañera de trabajo, yla dejó doblada sobre una roca. Yo mesaqué el abrigo y lo coloqué en elmismo lugar. Entonces entramos al agua.Ella murió y yo fracasé en el intento.

Como yo era sólo un estudiante y,además, el nombre de mi padre teníainterés informativo, la prensa localorganizó un alboroto con el incidente.Me ingresaron en un hospital junto a lacosta, y uno de mis parientes sedesplazó para ocuparse de las gestionesnecesarias. Antes de marcharse, me dijoque mi familia se había enfurecido tanto

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que incluso me podían desheredar. Peroa mí esto no me importaba; sentía tantanostalgia por Tsuneko que no podíaparar de llorar. Hasta hoy, nunca quise anadie más que a la miserable Tsuneko.

La muchacha de la pensión me envióuna larga carta que incluía unoscincuenta poemas breves tanka. Sí,cincuenta, y todos comenzaban con elverso «vive por mí». También lasenfermeras entraban a mi habitaciónalegremente para hacerme compañía, yalgunas hasta me tomaban la mano unmomento antes de marcharse.

Me favoreció mucho que en elhospital me diagnosticaran que tenía una

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dolencia en el pulmón derecho porque lapolicía me trató como a un enfermo y nocomo a un delincuente. Cuando mefueron a buscar para interrogarme porintento de suicidio, me colocaron en unacelda especial.

A altas horas de la noche, el policíade guardia, ya entrado en años,entreabrió la puerta y me llamó.

—¡Eh, tú! Ven para acá a calentarteun poco —dijo.

Entré con la cabeza gacha, fingiendodesaliento, me senté en una silla yacerqué las manos al brasero.

—Ya veo, echas de menos a la mujerque murió, ¿verdad?

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—Sí… —repuse con voz apagada.—Eso podría decirse que es parte

de la naturaleza humana —afirmó. Pocoa poco se había puesto a darseimportancia—. ¿Cómo empezaste a salircon esa mujer?

Su tono ya era casi como el de unjuez, tan presuntuoso se había hechocuando me preguntó. Tomándome por unniño y quizá con la idea de entretenerseen aquella noche de otoño, secomportaba como si fuese elresponsable de la investigación parahacerme confesar alguna historiaobscena. Enseguida me di cuenta y tuveque esforzarme por no soltar una

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risotada en su propia cara. Sabía que notenía ninguna obligación de responder aestas preguntas del policía, ajenas a lainvestigación oficial; pero, a fin dehacer más llevadera la larga nocheotoñal, adopté una actitud dócil; comosi, en realidad, creyese por completoque el policía fuese el responsable de lainvestigación y de él dependiera querecibiera una sentencia más o menossevera. De modo que hice una«declaración» a mi antojo para dejarlocontento.

—Mmm… Ya entendí más o menosde lo que se trata. Incluso nosotrostenemos en consideración cuando

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alguien es sincero.—Muchas gracias. Espero que así

sea.Mi representación fue de una

habilidad divina, aunque no sirvióabsolutamente de nada. Así queamaneció, me llamó el jefe de la policíapara comenzar la investigación deverdad. Enseguida que abrí la puerta yentré en su oficina dijo:

—¡Vaya, vaya! ¡Qué guapo! —ydirigiéndose a mí—: La culpa no es tuyasino de la madre que te hizo así.

El jefe de policía era todavía joven,de tez algo oscura y con aspecto dehaber estudiado. Al decirme esto, de

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repente me hizo sentir como una personadeformada, como si tuviera una marcade nacimiento en pleno rostro.

La investigación del oficial, queparecía practicar judo o kendo a juzgarpor su físico, fue simple y precisa;distinta como el día y la noche de la queme hizo la víspera ese policía entradoen años, furtiva y en busca de aspectosobscenos.

Cuando terminó el interrogatorio, eljefe de policía se puso a llenar unformulario para enviarlo a la fiscalía.

—No debes descuidar la salud. Hasescupido sangre, ¿no?

Por la mañana, había tenido una tos

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muy rara, y cada vez que tosía me cubríala boca con un pañuelo que tenía rastrosde sangre. Pero, en realidad, no habíasalido de mi garganta sino de un granobajo la oreja que me había reventado lavíspera. Pensé que me convenía más noaclarar la verdad.

—Sí… —repuse con los ojos bajos,haciéndome el bueno.

—No sé si serás procesado, porqueesto depende del fiscal —dijo cuandoacabó de rellenar los documentos—.Pero sería mejor que llamases porteléfono o pusieras un telegrama paraque venga alguien que te sirva deavalador. Tienes a alguien, ¿no?

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Me acordé de un hombre llamadoShibuta, un anticuario, que solía visitar ami padre. Era soltero, rechoncho, deunos cuarenta años, y me había avaladopara el ingreso en la escuela. Su rostro,en particular cerca de los ojos, tenía elaspecto de un lenguado; por eso, mipadre solía llamarle «El lenguado» y yotambién me acostumbré a ese apodo.

Busqué su número en el anuariotelefónico que me prestaron en lapolicía, lo llamé y le pedí que fuera a laoficina de policía de Yokohama. «Ellenguado» se mostró tan arrogante queparecía otro, pero terminó por aceptar.

—¡Eh! Que alguien desinfecte este

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teléfono inmediatamente. Ha escupidosangre —dijo el jefe de policía con vozpotente, que llegó con claridad hasta misoídos ya que estaba sentado en la celda.

Después del mediodía, me ataron lasmuñecas con una cuerda fina de esparto;aunque permitieron que ocultara lasmanos bajo el abrigo, y un joven policíasujetó el extremo de la cuerda confirmeza. Ambos tomamos el tren haciaYokohama.

Lo acontecido no me molestó enabsoluto; ni la celda de la policía, ni elagente entrado en años, ¿por qué sería?Cuando me ataron como a undelincuente, me sentí aliviado, de lo más

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tranquilo. Ahora, al escribir esto,recuerdo que me sentía muy bien,incluso alegre.

Pero entre los recuerdos agradablesde esa ocasión, nunca olvidaré en lavida una lamentable metedura de pata,que incluso hoy me produce sudoresfríos. Me encontraba en la oficinaoscura, respondiendo a un interrogatoriosimple del fiscal. Era un hombretranquilo, de unos cuarenta años. Si enmi caso se me pudiera calificar deguapo, sería una belleza obscena,mientras que la suya era honrada yemanaba una tranquila sagacidad. Eratan reposado que hasta yo bajé la

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guardia mientras hacía mi declaración.De repente, me dio uno de esos ataquesde tos, saqué el pañuelo del escote delkimono y, al ver la sangre, me pasó porla cabeza que podía sacar algún partidoa la tos. Por eso añadí al final de la tosreal dos veces de propina y, con la bocacubierta aún por el pañuelo, miré alfiscal.

—¿Es de verdad esa tos? —preguntócon una leve sonrisa.

Sólo de recordarlo me producemucho más que un sudor frío; no puedoevitar el revolverme de inquietud. Sidijera que fue más chocante que cuandoaquel idiota de Takeichi de la escuela

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secundaria me aguijoneó la espalda conun dedo y, diciendo: «Lo has hecho apropósito», me hizo caer a los infiernos,no sería ninguna exageración. Estas dosrepresentaciones fueron los peoresfracasos de toda mi existencia. A vecesincluso pienso que hubiese sidopreferible ser condenado a diez años decárcel que sufrir el tranquilo despreciodel fiscal.

Anularon mi acusación, pero esto nome produjo la menor alegría; me quedésentado en un banco de la sala de esperade la oficina del fiscal y me quedéesperando a que viniese a buscarme «Ellenguado».

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A través de los altos ventanalessituados detrás del banco, se veía elcielo rojizo del atardecer. Las gaviotasvolaban dibujando en el cielo una curvaque parecía una silueta femenina.

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Tercer cuaderno denotas

Primera parte

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De las predicciones de Takeichi, unase cumplió y la otra no. La pocogloriosa de que las mujeres seenamorarían de mí resultó cierta, perono la venturosa de que me convertiría enun pintor de renombre. No logré llegar aser más que un mal dibujante parapublicaciones de pésima calidad.

A causa de lo acontecido enKamakura, me expulsaron de la escuelay acabé viviendo en una minúsculahabitación de tres tatami en la primeraplanta de la casa de «El lenguado». Alparecer, llegaban cada mes de mi lugarnatal pequeñas sumas de dinero para mimanutención, aunque iban directamente a

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manos de «El lenguado». Además,procedían de mis hermanos que lasenviaban a escondidas de mi padre. Misrelaciones con la familia se cortaron y,para colmo, «El lenguado» siempreestaba de mal humor; aunque le sonriera,nunca me correspondía. Me parecióasombroso —mejor dicho, cómico—cómo el ser humano podía cambiarradicalmente con la misma facilidad quese le daba vuelta a la mano.

No hacía más que repetirme: «Nadade salir, ¿eh? Nada de salir». No mequitaba los ojos de encima, como sitemiera que, de nuevo, intentarasuicidarme tirándome al mar para seguir

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los pasos de la mujer muerta. En suma,tenía terminantemente prohibido ponerlos pies en la calle. No podía tomar sakeni fumar, y me pasaba desde la mañanahasta la noche encerrado en lahabitación de tres tatami de la plantaalta, leyendo viejas revistas como unperfecto idiota; incluso había perdidolos ánimos de matarme.

La casa de «El lenguado» seencontraba cerca de la escuela demedicina de Okubo. El cartel de sutienda, que ponía ANTIGÜEDADES ELJARDÍN DEL DRAGÓN VERDE, teníabastantes pretensiones. Pero, enrealidad, tenía la tienda y la vivienda

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juntas; una de las dos puertas era laestrecha entrada de la tienda, llena depolvo y de todo tipo de trastos viejos.Aunque no se ganaba la vida con esenegocio sino con transferencias depropiedades entre uno y otro clientepara evadir impuestos.

Lo cierto es que apenas pasabatiempo en la tienda. Ya de mañana, salíadisparado con el ceño fruncido, dejandoa un aprendiz de diecisiete o dieciochoaños a cargo de la tienda. Pero, como notenía mucho que hacer, así que sedesocupaba se ponía a jugar a pelotacon los chicos del barrio. Además,seguro que consideraba al habitante de

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la planta alta como un demente, porqueme llegaba con sermones en tono deadulto; aunque yo, con mi carácter deevitar enfrentamientos con cualquiera,escuchaba dócilmente con expresión decansancio o de interés.

Al parecer, el aprendiz era un hijoilegítimo de Shibuta, aunque no setrataban como padre e hijo. Como «Ellenguado» era soltero, tiene que habertenido algún motivo para eso, según elrumor que escuché entre mis familiares.Pero a mí no me interesan en absolutolos asuntos ajenos, de modo que no mepreocupé de enterarme de mucho más.Aunque, fijándose bien, los ojos del

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aprendiz tenían un peculiar aire depescado, por lo que quizá lashabladurías no andaban tandesencaminadas. Si fuera así, qué vidamás poco animada llevaban. A veces, aaltas horas de la noche y sin invitarme amí, pedían que les llevasen soba o algúnotro plato de un restaurante delvecindario, que comían en completosilencio.

En casa de «El lenguado», elaprendiz siempre preparaba la comida y,en una bandeja aparte, se la llevaba alparásito de la primera planta tres vecesal día. Ellos comían en una habitaciónhúmeda de cuatro tatami, donde sólo se

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escuchaba el movimiento afanoso de lospalillos contra la vajilla.

Una noche de finales de marzo, seríaporque había tenido gananciasinesperadas o por alguna estratagemaque le pasó por la mente —pudieronhaber existido muchas otras razones, queno alcanzaba ni a concebir miimaginación—, me invitóexcepcionalmente a su mesa, en la quehabía delicadezas tan poco habitualescomo sashimi[14] de atún; sorprendieronaun al propio anfitrión, quien se sintióinclinado a ofrecer hasta sake a esteocioso alojado.

—¿Qué piensas hacer de ahora en

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adelante? —preguntó en cierto momento.No respondí enseguida, sino que

tomé un bocado del plato detatamiiwashi[15] y, contemplando losojos plateados de los pececillos, medejé llevar por los ligeros efectos delsake. Echaba de menos los días pasadosde juerga y hasta a Horiki, y deseé másque nada recuperar esa libertad; derepente, me sentí tan triste que estuve apunto de echarme a llorar.

Desde que llegué a esta casa, nohabía tenido ningún motivo para hacerbufonadas; tan sólo había vivido tiradosin hacer nada, ante las miradas dedesprecio de «El lenguado» y el

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aprendiz. El hombre no parecía muyamigo de largas conversaciones, y, pormi parte, no tenía el menor deseo de irlecon quejas; de forma que me limitaba avivir de gorra con cara de estúpido.

—Parece que han suspendido lasentencia y no te causará antecedentespenales. En fin, que si quieres podrásrehacer tu vida. En caso de que teplantees algo en serio y me lo cuentes,voy a hacer lo que pueda por ayudarte.

La forma de hablar de «Ellenguado», mejor dicho, de todos loshumanos, era tan complicada y confusaque no había forma de saber hacia dóndeiban esos extraños vericuetos. Siempre

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me han desconcertado esas precaucionesinútiles aunque estrictas, así como lasincontables pequeñas maniobrasimplícitas. Harto de ellas, he optado porrecurrir a mis bufonadas o inclinado lacabeza en silencio con la actitud delvencido.

Años más tarde pensé que si «Ellenguado» me hubiera dicho las cosasclaras y simples, me hubiese ido muchomejor. Pero su innecesaria cautela,mejor dicho, las aparienciasincomprensibles de la sociedad, meobligaron a pasar por toda una serie deexperiencias amargas.

Hubiese sido mucho mejor si «El

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lenguado» me dijera: «A partir de abril,debes comenzar el curso en una escuela,sea pública o privada. Cuando empiecesa estudiar, de tu casa te enviarán unacantidad apropiada para tu sustento».

Sólo mucho después supe que, enrealidad, eso era lo que esperaban demí, y sin duda hubiera obedecido. Perola forma cautelosa y complicada deexpresarse de «El lenguado» acabó porcambiar completamente el rumbo de mivida.

—Si no estás dispuesto a confiarmelo que piensas en serio, no iremos nadabien —dijo.

—Confiar, ¿el qué?

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No tenía ni la menor idea de a qué serefería.

—Pues, lo que te preocupa, ¿no?—¿Por ejemplo?—¿Cómo que «por ejemplo»? Desde

luego, lo que tienes intención de hacer.—Será mejor que busque un trabajo,

¿no?—No te digo eso. Lo que quiero

saber es qué quieres hacer.—Sí aunque quiera volver a la

escuela…—Cuesta dinero, por supuesto. Pero

el problema no es el dinero sino lo quetú quieras hacer.

¿Por qué no me dijo que mi familia

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enviaría el dinero necesario? Con sólohacerlo yo hubiera podido tomarenseguida la decisión de estudiar; perose limitó a dejarme a oscuras.

—¿Qué me dices? ¿Tienes algún tipode aspiración para el futuro? La personaa quien uno ayuda no se puede niimaginar lo difícil que es la tarea.

—Lo siento…—Para que lo sepas, me preocupas.

Como he aceptado ocuparme de ti, noquiero verte con una actitud superficialsino con la intención firme de conseguiruna existencia respetable. Si vinieras enserio para discutir tus planes para elfuturo, te ayudaría en lo posible, pese a

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que a este pobre «Lenguado» no le sobrade nada, de modo que ni sueñes convivir con lujos pasados. Pero si mecuentas tus intenciones, intentaré echarteuna mano, aunque sea poco a poco.¿Entendiste? Esto es lo que me parece amí. Por lo que más quieras, ¿qué piensashacer?

—Si no me deja estar en lahabitación de la planta alta, voy atrabajar…

—¿Lo dices en serio? ¿No sabes queen estos tiempos hasta los graduados dela Universidad Imperial…?

—No me refiero a un trabajo deoficina.

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—¿Entonces?—Quiero ser pintor —dije con la

mayor convicción.—¿Cómo?Nunca olvidaré la expresión de «El

lenguado», riéndose con el cuelloinclinado a un lado y una sombra deastucia en el rostro. Parecía desprecio;pero no, era diferente. En el mundo,igual que en el mar, existían lugares deprofundidad inmensa, y esa sombraextraña quizá se pudiera descubrir en sufondo. Y esa risa me mostró hasta elfondo lo más bajo de la existencia de losadultos.

Me dijo que no servía de nada

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hablar sobre el asunto, que mi actitud noera firme en absoluto y que me pasara lanoche reflexionando. De modo que,como si me persiguieran, me refugié enmi habitación y me acosté, aunque no seme ocurrió en qué reflexionar. Alamanecer me marché de casa de «Ellenguado».

«Volveré sin falta por la noche. Voya casa de un amigo, cuya direcciónincluyo, para discutir mis planes para elfuturo. Le ruego que no se preocupe enabsoluto», dejé escrito en un papel congrandes caracteres a lápiz. Entoncesanoté la dirección de Masao Horiki enAsakusa y me fui sigilosamente.

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No es que me marchase martirizadopor el sermón de «El lenguado». Dehecho, tal como decía él, mi actitud erasuperficial y no tenía la menor idea dequé hacer de ahí en adelante. Además,me daba pena ser un parásito en su casay, en el caso poco probable de quetuviera alguna inspiración, le tocaría alpobre «El lenguado» aportar el capitalpara rehacer mi vida.

Sin embargo, cuando me marché desu casa no tenía la menor intención de ira consultar sobre «mis planes futuros» agente de la ralea de Horiki. Lo habíadicho para tranquilizar a «El lenguado».No escribí la nota para conseguir tiempo

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para huir lo más lejos posible, como side una novela de detectives se tratara —aunque un poco de eso había—, sino quesería más exacto decir que temía elalboroto que se organizaría con el sustoque le iba a dar. Por supuesto, teníaclaro que acabaría por descubrirse laverdad, pero era una lamentable parte demi carácter el adornarla de algún modo.Esto ha causado que en la sociedad medespreciaran como a un mentiroso; noobstante, no actué en beneficio propiosino que temía estropear el ambiente y,aunque supiese que esto me acabaríaperjudicando, no podía controlar miinclinación desesperada a complacer a

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la gente. Este comportamiento, repetidoinnumerables veces, podría interpretarsecomo un síntoma de mi debilidad yestupidez, pero las personas «honradas»de la sociedad se aprovecharonconsiderablemente de él. Fue por esoque entonces me surgió del fondo de lamemoria el nombre y el domicilio deHoriki.

Tras dejar la casa de «El lenguado»,caminé hasta Shinjuku, vendí unos librosque llevaba en los bolsillos y, tal comoera de esperar, me quedé sin saber quéhacer. Pese a que siempre he sidoamable con los demás, nunca heexperimentado la sensación de amistad.

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Excepto en el caso de compañeros dediversión como Horiki, no tengo másque recuerdos amargos de misrelaciones; y para librarme de ellas medediqué a hacer el bufón con toda mialma, lo que me consumió las fuerzas. Sillego a encontrarme con un rostroconocido, o que le guarde ciertasemejanza, tengo un tremendo sobresaltoy me entra tal sensación de pánico que,durante unos momentos, me sientototalmente mareado. Sé que le caigobien a la gente, pero imagino quecarezco de la facultad de querer a losdemás. Aunque, en el caso de los demás,me pregunto hasta qué punto son capaces

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de hacerlo. Siendo de este modo, no meextraña que no fuera capaz de sentir unaprofunda amistad; para colmo, inclusono tenía ni la habilidad para «hacervisitas». El portal de entrada de unacasa ajena me producía una sensaciónpeor que las puertas del infierno; y no esuna exageración decir que tras el portaladivinaba el hedor de un horribledragón. No tenía amigos ni tampoco adónde ir. Entonces pensé en Horiki.

Lo dicho en broma se convirtió enrealidad. Tal como había dejado escritoen esa nota, decidí visitar a Horiki enAsakusa. Nunca había estado en su casaporque siempre que había querido verlo

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lo invitaba a la mía por telegrama. Pero,en mis actuales circunstancias, hasta elcoste de un telegrama era mucho y, porotra parte, no tenía la seguridad de queHoriki respondiera a mi llamada. Pese ami nula habilidad para hacer visitas,tomé el tranvía entre suspiros con laconciencia de que él era mi últimaesperanza, lo que me atemorizaba hastael punto de causarme una sensación defrío en la espalda.

Horiki estaba en casa. Moraba enuna vivienda de dos plantas en una suciacallejuela; la habitación de Horiki, deseis tatami, se encontraba en la plantaalta, mientras que en la baja vivían su

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anciana madre y un artesano quefabricaba correas para sandalias demadera.

Ese día Horiki me mostró una nuevafaceta de su vida de habitante de lacapital. Era de un egoísmo astuto y fríoque hizo abrir los ojos de asombro a unprovinciano como yo. Era muy distinto amí, que me dejaba llevar por lacorriente.

—¡Vaya sorpresa verte! ¿Ya te haperdonado tu padre? ¿Todavía no?

No pude decirle que me habíaescapado. Intenté disimular, tal como erami costumbre. Pero estaba seguro de quepronto Horiki se daría cuenta de lo

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acontecido.—Eso ya se arreglará.—Oye, no es para tomárselo a risa.

Hazme caso, debes parar ahora mismode hacer tonterías. Me vas a tener quedisculpar, pero hoy tengo cosas quehacer. Últimamente estoy bastanteocupado.

—¿Ocupado? ¿Con qué?—Eh, eh, no arranques el hilo del

cojín.Mientras hablaba, sin darme cuenta

había estado jugueteando con uno de loscordones que remataban cada esquinadel cojín, dándole algún tirón. Sin elmenor embarazo y lanzándome miradas

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furibundas, Horiki mostraba hacia losobjetos de su casa una posesividad quealcanzaba hasta los cordones del cojín.Pensándolo después, a Horiki no lehabía costado ni un céntimo el divertirseconmigo.

Su anciana madre apareció con dosplatitos de jalea en una bandeja.

—¿Eh, qué nos traes? —dijo Horikicon afecto filial, haciendo el papel de unhijo modelo y hablando en un lenguajetan respetuoso que me parecía muyextraño en él—. ¿Jalea? ¡Qué maravilla!Por favor, no debías haberte tomado lamolestia. Voy a salir pronto. Pero,bueno, ya que se trata de la jalea que

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preparas tan bien, seria una lástimadejarla —y dirigiéndose a mí—. Anda,sírvete. Mi madre la ha preparado. ¡Quésabrosa! ¡Ya verás que es una delicia!

No parecía estar haciendo comediamientras se la comía contentísimo con elmayor deleite. La probé, pero eradesabrida y cuando llegué a la tortaglutinosa de arroz del fondo, no era tortasino algo que no podía identificar. No esque despreciara su pobreza, ni muchomenos. Entonces no me pareció tan malala jalea y me conmovió la amabilidad desu madre. Pese a que temía la pobreza,no creo que nunca la llegase amenospreciar.

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Viendo la alegría con que Horiki secomía su jalea, me di cuenta de lafrugalidad de la gente urbana y de laenorme diferencia entre su vida en casay fuera. Por mi parte, cual idiota enperpetua huida de la sociedad humana,no diferenciaba ambas, de modo que medio la impresión de que hasta Horiki mehabía dejado de lado. Mientras comía lajalea con unos palillos de lacadescascarillada, me invadió unainsoportable tristeza.

—Perdona, pero hoy tengo cosas quehacer —dijo Horiki levantándose yponiéndose la chaqueta—. Con tupermiso, me marcho.

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Entonces llegó una visitante, y esocambió por completo mi fortuna. Horikipareció muy animado de repente.

—Pensaba ir a verte, pero él llegósin avisar. No, qué va, no molestas enabsoluto… Pasa, por favor.

Se apresuró a ofrecerle mi cojín, yal entregárselo le di la vuelta; pero él logiró de nuevo antes de ofrecérselo a lamujer. Además del cojín de Horiki, en lahabitación había tan sólo uno paravisitantes.

La mujer era delgada y alta. Dejandoel cojín a un lado, se sentó sobre lostalones en la esquina próxima a laentrada. Me quedé escuchando

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abstraídamente la conversación entreambos. Al parecer, ella era empleada deuna revista y había venido a recoger unailustración que le había encargado.

—Acontece que estamos con unpoco de prisa…

—Ya está lista. La terminé contiempo. Aquí está.

Entonces llegó un telegrama.Mientras lo leía, el buen humor en elrostro de Horiki desapareció.

—¡Eh!, ¿se puede saber qué hapasado? —me dijo. Era un telegrama de«El lenguado».

—Bueno, debes volver enseguida.Tendría que acompañarte a casa yo

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mismo, pero no tengo tiempo. ¿Cómopuedes andar tan tranquilo después dehaberte escapado de casa?

—¿Dónde vives? —me preguntó lamujer.

—En Okubo —repuseespontáneamente.

—Entonces es cerca de mi oficina.La mujer había nacido en Koshu y

tenía veintiocho años. Hacía tres que sehabía quedado viuda y vivía en unapartamento en Koenji con su hija decinco años.

—Parece que hayas tenido una niñezmuy dura. Me he dado cuenta enseguida,¡pobrecillo!

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Desde ese día me convertí en unhombre que vivía de una mujer. CuandoShizuko —así es como se llamabaaquella periodista— salía a trabajar a laoficina de su revista en Shinjuku, su hijade cinco años y yo nos quedábamosdócilmente en casa. Hasta que yollegara, Shigeko se había quedadojugando en casa del administrador de losapartamentos, por lo que estuvo muycontenta de contar con la compañía deun «tío».

Pasé una semana abstraído en esemodo de vida. Por la ventana se veíauna cometa atrapada entre los cableseléctricos, azotada y rasgada por el

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viento polvoriento de primavera; y aúnasí parecía aferrarse a los cables,agitándose como en movimientosafirmativos. Cada vez que la veía nopodía evitar sonrojarme con una sonrisaamarga. Incluso se me aparecía entresueños.

—Quiero dinero…—¿Cuánto?—Bastante. Cuando dicen que el fin

del dinero es el fin del amor, tienen todala razón.

—¡Vaya tontería! Cómo se te ocurrenesos proverbios anticuados…

—¿Ah, sí? Tú no lo entiendes. Sisigo así, quizá termine marchándome.

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—¿De verdad? ¿Quién te crees queestá más necesitado? ¿Y quién se va amarchar? Déjate de bobadas…

—Quiero ganarme la vida y tenercon qué comprarme sake y tabaco. Paraque lo sepas, yo me considero más hábildibujando que ese Horiki.

Entonces recordé mis autorretratosdurante la escuela secundaria, aquellosque Takeichi calificó de «fantasmas».Obras maestras perdidas para siempre.Habían desaparecido en alguno de mistraslados, pero tenía la idea de queaquellas sí que eran pinturas que valíanla pena. Después hice otras muchas,pero siempre sentí que se encontraban

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muy, muy por debajo, dejando mi almavacía una y otra vez.

La copa de absenta nunca apurada.Este sentido de pérdida que jamás meabandonaría comenzó a tomar formapaulatinamente. Cada vez que hablabade pintura, surgía ante mi vista la copade absenta nunca apurada. «¡Cómo megustaría mostrarle esas pinturas!», medecía con impaciencia, pensando que silas viera por fin creería en mi talento.

—¡No me digas! Cuando hacesbromas con tanta seriedad eres de lomás gracioso.

Por supuesto, no era broma. Era laverdad. Si sólo le hubiera podido

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mostrar mis pinturas. Pero me resigné y,cambiando de ánimo, le dije:

—Me refiero a tiras cómicas.Seguro que en esto soy mejor queHoriki, por lo menos.

Estas palabras, una bufonada más, selas tomó sorprendentemente en serio.

—Es cierto. Quedé impresionada alver las historietas que siempre dibujaspara Shigeko; hasta a mí me hicieronreír. ¿Qué te parece si lo intentas? Puedoproponérselo al editor jefe de mirevista.

Su empresa publicaba también unarevista mensual infantil, no muyconocida.

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«Sólo con verte, a cualquier mujer leentran deseos irreprimibles de haceralgo por ti…». «Pese a que siempre erestan tímido, resultas de lo másgracioso…». «Aunque a veces parecestan solo y deprimido, así todavía teganas más el corazón de las mujeres…».Shizuko me halagaba con estos y otroscomentarios que yo, como correspondíaa un hombre mantenido, aceptaba condocilidad.

Cuando pensaba en mi situación mesentía hundido, sabiendo que pararecuperar la vitalidad más que una mujerme hacía falta dinero. Quería huir deShizuko y ganarme la vida. Pero cuanto

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más pensaba en esto más dependienteme volvía de ella. Esta mujer fuerte dela región de Shinshu se ocupaba de todo,empezando por los trámites pararesolver mi huida de casa, lo que causóque acabase adoptando una actitud demayor timidez todavía.

Gracias a las gestiones de Shizuko,se organizó un encuentro entre ella, «Ellenguado» y Horiki, decidiéndose que secortaban las relaciones con mi familia yque viviría con ella. También por suintervención, mis tiras cómicascomenzaron a producir más dinero delque podía esperar; por fin pude comprarmi sake y mi tabaco, pero cada vez me

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sentía más desamparado y solitario.Sentía hundirme más y más. Cuandodibujaba la tira cómica en serie Lasaventuras de Kinta y Ota, me acordabade repente de mi casa natal y me entrabatal tristeza que mi pluma se resistía amoverse y, con la cabeza gacha, nopodía contener las lágrimas.

En esas ocasiones, Shigeko meayudaba. Para entonces, ya me llamaba«papá» como si fuera lo más natural delmundo.

—Papá, ¿es cierto que si rezo Diosme concederá lo que le pida?

Entonces se me ocurrió que yopodría hacer una plegaria así: «Dame,

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por favor, una voluntad gélida.Muéstrame la naturaleza del ser humano.¿No es un pecado que las personasvivan rechazándose unas a otras?Concédeme, por favor, una máscara deira».

—Claro. Dios concederá aShigechan todo lo que quiera, pero apapá quizá no.

Hasta Dios me daba miedo. Nopodía creer en su amor, sino sólo en sucastigo. La fe… Me parecía que esoequivalía a colocarse ante un tribunal,dispuesto a recibir el castigo divino.Creía en el infierno, pero me costabamucho creer en el cielo.

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—¿Por qué a ti no?—Porque no obedecí a mis padres.—Pero todos dicen que papá es muy

buena persona…Porque los engañaba. Era cierto que

toda la gente en este pequeño edificio deapartamentos era amable conmigo, perono podía explicar a Shigeko el miedoque me inspiraban todos, ni cómo cuantomás les temiera más bien les caía, y quesu amabilidad sólo aumentaba mi temor,lo que me empujaba a huir de todos.

—Dime, Shigechan, ¿qué quieresque Dios te conceda? —le preguntédespreocupado.

—Quiero que vuelva mi verdadero

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papá.Me dio un vuelco el corazón y me

sentí mareado. Un enemigo… ¿Era yo elenemigo de Shigeko, o ella era el mío?En todo caso, aquí tenía a un adulto paraaterrorizarme. Un extraño, un extrañoincomprensible, un extraño lleno desecretos… De pronto, así se meapareció el rostro de Shigeko. Me habíaengañado pensando en que Shigeko eradiferente, pero no. También ella eracomo la vaca que da un latigazofulminante e inesperado con la cola paramatar a un tábano. Entonces supe que, apartir de ese momento, debería sertímido incluso con aquella niña.

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—¡Eh! ¿Está el sátiro en casa?Era Horiki, que había decidido

visitarme de nuevo. Pese a que me habíatratado con tanta frialdad el día que memarché de casa, no podía rechazarlo ysalí a recibirlo con una leve sonrisa.

—Ya he visto que tus tiras cómicasse han vuelto muy populares, ¿no? Nohay nada que hacer contra losaficionados; no tienen miedo a nada.Pero no te confíes. Tus dibujos todavíano valen mucho.

Tuvo la desfachatez de hablarme entono de maestro. Pensé en la cara quepondría si le mostrara mis pinturas de«fantasmas».

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—No digas eso, que se me escapanlos lamentos —repuse, revolviéndomeen el vacío tal como era mi costumbre.

Horiki parecía más satisfechotodavía.

—No tienes más talento que el justopara salir adelante. Tarde o tempranoquedarás en evidencia.

El talento para salir adelante… Nopodía más que mostrar una sonrisaamarga. ¡Tener yo el talento para seguiradelante! Alguien como yo, que teníamiedo a los seres humanos y lesesquivaba y engañaba, podía en lasuperficie ser como el que cree enproverbios como «El dios desconocido

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no castiga». ¿Será posible que los sereshumanos no se comprendan? ¿Que dosamigos se equivoquen por completo aljuzgarse el uno al otro? Después dehaber pasado una vida entera sin darsecuenta de la verdad, se percatan de suerror y lloran al leer sobre la muerte delotro en el periódico.

Horiki contribuyó a resolver todo elasunto de mi huida, aunque sólo de malgrado y porque se lo pidió coninsistencia Shizuko; y ahora secomportaba como si le debiese habertenido una segunda oportunidad en lavida o me hubiera arreglado elcasamiento. De cuando en cuando, se

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dedicaba a soltarme algún sermón conexpresión grave. Algunas veces sepresentaba en plena nochecompletamente bebido y se quedaba adormir, y otras venía a pedirmeprestados cinco yenes. Siempre esacantidad exacta.

«Debes parar de divertirte conmujeres; la sociedad no te lo va apermitir…», me aconsejó. ¿Y quédiablos era esta «sociedad»? ¿Acaso elplural de «seres humanos»? ¿Cuál era laesencia de eso llamado «sociedad»?Había vivido en esta sociedad a la quesiempre había tenido por poderosa,severa, temible… Pero al escuchar las

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palabras de Horiki tuve en la punta de lalengua la pregunta: «¿Con lo de“sociedad”, te estás refiriendo a timismo?». Sin embargo, no queríahacerle enojar, de modo que me quedécallado.

«La sociedad no te lo va a permitir.Pero no es la sociedad, ¿acaso no serástú? Si te comportas así, la sociedad teva a castigar. Mas no será la sociedad,serás tú, ¿verdad? La sociedad teenterrará en el olvido. No la sociedad,tú lo harás».

Me vinieron a la mente pensamientoscomo «¡Conoce tu propia vileza, astuciay malas artes!». Pero me limité a

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secarme el sudor del rostro con unpañuelo y dije sonriendo:

—Mira, ¡sudor frío! ¡Sudor frío!A partir de entonces me convencí de

que la llamada sociedad es el individuo.Y con esta idea, fui capaz decomportarme más de acuerdo con mipropia voluntad. Según Shizuko, mevolví un poco caprichoso y perdí latimidez; Horiki opinó que me habíaposeído una extraña tacañería; y aShigeko le daba la impresión de que nola trataba con tanto cariño como antes.

En silencio y sin una sonrisa, mepasaba los días cuidando de Shigeko ydibujando historias de Las aventuras de

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Kinta y Ota, El monje optimista o Elatolondrado Pin, que ni yo mismocomprendía, y se publicaban en lasrevistas de mala muerte que me lasencargaban. Además de la revista deShizuko, me habían pedido trabajo otras,a cual peor.

Dibujaba con un ánimo sombrío ymuy lentamente, sólo para ganar con quécomprar sake. Cuando Shizukoregresaba del trabajo parareemplazarme en el cuidado de la niña,salía disparado hacia la estación deKoenji, donde había unos bares dondeservían bebida barata y fuerte. Al cabode un rato, ya más animado, volvía al

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apartamento.—Cuanto más te miro más rara me

parece tu cara —le dije un día a Shizuko—. ¿Sabes una cosa? El monjeoptimista se me ocurrió al vertedurmiendo.

—Pues mira, tu cara al dormirparece de lo más envejecida. Aparentascuarenta años, por lo menos.

—Es culpa tuya. Tú has absorbidomi vitalidad. El hombre es como unacorriente de agua. ¿Para quéinquietarse? Un sauce a la orilla delrío…

—Déjate de charlas y vete a dormir.¿O vas a cenar? —dijo tan tranquila, sin

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tomarme en serio.—Si hubiera sake, lo tomaría con

mucho gusto. El hombre es como unacorriente de agua… La corriente delhombre… ¡no, no!… El agua corre, lavida corre…

Mientras yo canturreaba, Shizuko mehabía desvestido y yo me quedé dormidocon la cabeza apoyada en su pecho.Cada día terminaba igual.

Y mañana, vuelta a empezarcumpliendo la misma regla que la

víspera,huyendo de grandes alegrías y

pesares,como un sapo que evita una piedra

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en el camino…

Cuando leí por primera vez latraducción de este poema de un tal GuyCharles Cros, me sonrojé violentamentepese a encontrarme solo. Un sapo. Esoera yo. Lo de menos era que la sociedadme aceptara o no, que me enterrara en elolvido o no. Era un animal inferior a unperro o un gato. Un sapo. Lo único quehacía era moverme lentamente.

Cada vez bebía más. Ya no melimitaba a las cercanías de la estaciónde Koenji, sino que iba hasta Shinjuku oGinza. Algunas noches no regresaba acasa. A propósito, hacía cualquier cosa

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contraria a lo convencional, besabaindiscriminadamente a las camareras delos bares, y bebía de una forma muchomás salvaje que antes del intento desuicidio. Como necesitaba más dinerodel que ganaba me dediqué a empeñarlos kimonos de Shizuko.

Había pasado un año desde quesonreí tristemente al ver la cometa rotaatrapada entre los cables. Estaban apunto de salir las hojas de los cerezoscuando llevé las fajas de kimono y loskimonos interiores de Shizuko a la casade empeños. Con el dinero que medieron me fui directo a Ginza y me pasédos días sin volver a casa. A la tercera

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noche me entró cierto arrepentimiento,volví al apartamento y entrésigilosamente. Al llegar ante la puertadel dormitorio de Shizuko, oí que madree hija conversaban.

—¿Por qué bebe sake?—Papá no bebe porque le guste. Lo

hace porque es demasiado bueno…—Entonces, ¿todas las personas

buenas beben?—No necesariamente, pero…—Seguro que papá tendrá una

sorpresa.—Pero quizá no le guste. ¡Anda! ¡Se

ha escapado de la caja!—Se parece a El atolondrado Pin.

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—Es verdad.Oí que Shizuko se reía suavemente,

como si estuviera contenta. Abrí lapuerta en silencio y eché una mirada:había un conejito blanco correteandopor toda la habitación, y ambas loestaban persiguiendo.

«Las dos viven felices», pensé. «Hesido un idiota metiéndome entre ellas ycausándoles sinsabores. ¡Qué humildefelicidad la suya! Son buenas… Diosmío, si puedes escuchar la plegaria dealguien como yo, concédeme lafelicidad, aunque sea una sola vez en lavida». Sentí el impulso de ponerme derodillas y juntar las manos. Cerré la

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puerta con cuidado y me marché denuevo a Ginza, para nunca más regresara esa casa.

Mi segunda experiencia comohombre mantenido tuvo lugar en laplanta alta de un bar cerca de la estaciónde Kyobashi, donde me dediqué aholgazanear.

La sociedad. Para entonces hasta yoestaba empezando a tener una ligera ideade qué se trataba. O sea, una lucha entreindividuos. Y una lucha que el ganarla losupone todo. El ser humano no obedecea nadie. Hasta los esclavos llevan acabo entre ellos mismos sus venganzasmezquinas. Los seres humanos no

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pueden relacionarse más allá de larivalidad entre ganar y perder. A pesarde que colocan a sus esfuerzos etiquetascon nombres grandilocuentes, al final suobjetivo es exclusivamente individual y,una vez logrado, de nuevo sólo queda elindividuo. La incomprensibilidad de lasociedad es la del individuo. Y elocéano no es la sociedad sino losindividuos que la forman. Y yo, quevivía atemorizado por el océanollamado «sociedad», logré liberarme deese miedo. Aprendí a actuar de unaforma descarada, olvidándome de misinterminables preocupaciones,respondiendo a las necesidades

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inmediatas.«Me separé», dije tan sólo. Pero eso

fue suficiente. Yo había decidido lavencedora y la vencida. A partir de esanoche me instalé sin cumplimientos en laprimera planta, encima del bar. Además,la sociedad que se suponía me iba acastigar no me hizo el menor daño y,desde luego, yo no ofrecí ningunaexplicación. Como la patrona no pusoningún inconveniente, todo iba a pedirde boca.

En el bar me trataban como a uncliente, al dueño, al mozo de los recadoso a un pariente de la patrona; lo cierto esque debía haber dado la impresión de

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una existencia enigmática, pero la«sociedad» no parecía encontrar en mínada sospechoso. Es más, los clienteshabituales me llamaban «Yochan» conuna amabilidad espantosa y me invitabana tomar algo.

Poco a poco, deje atrás mi actitudcautelosa hacia el mundo. Incluso lleguéa convencerme de que no era un lugartan horrible. Mi terror pasó aconfundirse con el que sentía por loscientos de miles de microbios queesparce una tos, los que amenazan losojos en los baños públicos o los queinfectan las barberías causando calvicie,la sarna que pulula en las correas de los

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tranvías, quizá las larvas de insectos ohuevos de la solitaria que se ocultan enel pescado crudo y la carne mal cocida,o el caminar descalzo a riesgo de pisarun vidrio y que la astilla circule por micuerpo hasta alcanzar el ojo y dejarmeciego, según cuentan por ahí las«supersticiones científicas». Porsupuesto, imaginaba que era cierto esode que había cientos de miles debacterias flotando y nadando por todaspartes. Pero, al mismo tiempo, me dicuenta de que si no les hiciera el menorcaso, se rompería cualquier relación conellas y entonces no serían para mí másque «fantasmas científicos». Me

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atemorizaron tanto con las estadísticas—si dejaba en mi fiambrera delalmuerzo tres granos de arroz, y cadadía diez millones de personas hicieranlo mismo, cuántos sacos de arroz sedespilfarrarían; y también que si cadadía estos diez millones de personasgastaran un pañuelo de papel menos, lacantidad de pulpa que se ahorraría—que cuando me dejaba un grano de arrozo me sonaba sentía que contribuía aldesperdicio de montañas de arroz o depulpa y me invadía una angustia como sihubiese cometido un horrible delito.Pero todo esto son mentiras de laciencia, la estadística y las matemáticas,

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ya que no es posible ir recogiendo elarroz de tres en tres granos. En el casode las multiplicaciones y divisiones, queson problemas de lo más simple, sededican a calcular las probabilidades deque alguien entre al servicio con la luzapagada y tropiece con la taza y secaiga, o de que un pasajero ponga el pieen el espacio entre el vagón del metro yel andén, entre otras tonterías. Porsupuesto, todo puede acontecer, peronunca he oído de nadie herido por haberpuesto el pie en la taza del inodoro. Medio pena de mí mismo recordar quehasta poco tiempo atrás, cuando meenseñaron estos «hechos científicos»,

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me los creí ciegamente y meatemorizaron.

Me entraron ganas de reír con sólopensar cómo iba conociendo poco apoco de qué se trataba el mundo.

Pese a todo, los seres humanos meinspiraban temor; y no podíaencontrarme con los clientes del bar sinhaberme tomado un vaso de sake. Teníamiedo y, no obstante, iba al bar, igualque un niño que tiene un poco de miedoa su mascota y, por eso, la aprieta conmás fuerza entre sus manos. Bajo losefectos del alcohol, me acostumbré aprodigar ante los clientes torpes teoríassobre el arte.

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Un dibujante de historietas anónimo,que no conocía ni grandes alegrías nigrandes tristezas. Deseaba que mellegara alguna inmensa felicidad, aunquedespués le siguiera la desgracia másprofunda; pero entonces mi único placerera charlar trivialidades con los clientesy beberme su sake.

Ya llevaba un año en esta fútil vidaen Kyobashi. Mis historietas ya no sólose limitaban a revistas infantiles sinoque también aparecían en publicacionesobscenas que vendían en los kioscos delas estaciones. Bajo el absurdoseudónimo de Ikita Joshi[16], dibujabadesnudos lascivos a los que añadía

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versos del Rubaiyat[17].Sin embargo, en aquella época una

doncella se empeñó en que dejara debeber. «No puede ser que beba desde lamañana día tras día», decía. Era unamuchacha de unos diecisiete o dieciochoaños que trabajaba en un pequeñoestanco frente al bar. Yoshichan erapálida y tenía los dientes mal alineados.Cada vez que iba a comprar tabaco mesonreía y me repetía el consejo.

—¿Qué tiene de malo? «Bebe, quees el tiempo enemigo implacable y no esfácil que goces de otro día tan tuyo».Muchos años atrás hubo un poetapersa… Bueno, dejémoslo. «En el

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corazón exhausto por las penas, renacerála esperanza con la leve ebriedad quetrae el cáliz…». ¿Entendiste?

—No entendí nada.—¡Qué chica! Te voy a besar.—Adelante —dijo, sin enfadarse lo

más mínimo, sacando el labio inferior.—Vaya con la niña tonta y su casta

resignación…Pero algo en la expresión de

Yoshichan indicaba que era virgen,todavía no mancillada por nadie.

Cierta noche de frío terrible pocodespués del Año Nuevo, salíconsiderablemente bebido a comprartabaco y, justo frente al estanco, me caí

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dentro de una alcantarilla. «¡Yoshichan,ayúdame!», grité. Ella me sacó de allí yme curó el brazo derecho.

—Bebes demasiado —sentenció consentimiento y sin una sonrisa.

No me importa morir, pero no quieroni pensar en lo que puede ser quedarseinválido. Mientras Yoshichan me curaba,se me ocurrió que podía dejar de beber.

—No voy a tomar más. A partir demañana no probaré ni una gota.

—¿En serio?—De verdad, lo dejo. Pero, si

cumplo mi propósito, ¿te querrás casarconmigo? —dije, aunque lo de hacerlami esposa era en broma.

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—Por supu.Por supu significaba «por

supuesto»; una de las frecuentesabreviaciones que estaban de modaentre los jóvenes.

—Muy bien. Vamos a enlazar losmeñiques para prometerlo. Dejo labebida, de verdad.

Al día siguiente, al mediodía, yaestaba bebiendo. Cuando al atardecersalí con paso inseguro, me quedé de pieante el estanco.

—Perdona, Yoshichan. He estadobebiendo.

—¡No puede ser! Seguro que fingesestar bebido —dijo sobresaltada. Su

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actitud me despejó en el acto.—He bebido, de verdad. No estoy

fingiendo en absoluto.—No te burles de mí. ¡Mira que eres

malo! —dijo sin sospechar nada.—Salta a la vista. He estado

bebiendo desde mediodía. Perdóname.—¡Qué bien haces comedia!—No es comedia. ¡Qué tonta eres!

Te voy a besar.—Adelante.—No, no tengo derecho. Voy a tener

que sacarme de la cabeza el casarmecontigo. Mírame la cara, estoy rojo,¿verdad? Porque he estado bebiendo.

—Pareces rojo por la luz del

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atardecer. No trates de engañarme. ¿Nointercambiamos promesas ayer?Entonces, no puede ser que hayasbebido. Entrelazamos los meñiques,¿verdad? Por lo tanto, eso de quebebiste es falso, falso, falso.

El rostro pálido de Yoshichan,sentada en la mal iluminada tienda, mepareció venerable como el de unavirgen. Hasta entonces, nunca me habíaacostado con una mujer más joven y,además, virgen. Quise casarme con ella,conocer una felicidad inmensa aunquedespués llegara un enorme sufrimiento.Había pensado que la belleza de lavirginidad no se trataba más que de

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ilusiones dulzonas y sentimentales de lospoetas, pero lo cierto es que existía eneste mundo. Nos casaríamos y, al llegarla primavera, saldríamos en bicicletapara ver las cascadas entre las hojasnuevas. Lo decidí en el acto, eracuestión de ganar o perder, y yo mepropuse robar esa flor.

Al cabo de un tiempo nos casamos.No experimentamos esa felicidadinmensa, aunque decir que el sufrimientoque vino después fue horrible esquedarse corto, ya que alcanzó extremosinimaginables. En realidad, el mundocontinuaba siendo para mí un lugar dehorror insondable. No se trataba de un

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lugar fácil en el que todo se decidierasimplemente entre ganar o perder.

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Tercer cuaderno denotas

Segunda parte

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Horiki y yo. Nos relacionábamosdespreciándonos mutuamente yvolviéndonos cada vez más triviales; siesto es lo que el mundo llama«amistad», entonces no hay duda de queeramos amigos.

Por mi parte, me aferraba a lamagnanimidad de la dueña del bar deKyobashi. Parece un poco extrañohablar de magnanimidad en una mujer,pero según mi experiencia, por lo menosen Tokio, las mujeres poseen estacualidad en mucho mayor grado que loshombres. Por lo general, los hombresson mezquinos y temerosos de lasapariencias.

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Cuando llegó la hora de casarme conla muchacha del estanco, gracias a ladueña del bar pude alquilar unahabitación en un edificio deapartamentos de madera de dos plantasen Tsukiji, cerca del río Sumida. Dejépor completo la bebida y me dediqué delleno a mi trabajo de dibujar historietas.Después de cenar, salíamos los dos alcine y luego tomábamos algo en unacafetería o comprábamos alguna macetacon flores. Pero más que esto megustaba escuchar lo que decía uobservar el comportamiento de estajoven esposa que confiaba en mítotalmente. Llegó a calentárseme el

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corazón con los dulces pensamientos deque quizá, poco a poco, me convirtieraen un ser humano normal y no tuvieraque morir de una forma trágica.Entonces apareció de nuevo Horiki.

—¡Hola, seductor! ¿Eh? ¿Qué esesta expresión de prudencia? He venidoa traerte un recado de la Koenji —comenzó, aunque de repente bajó la voz.Señaló con la barbilla a Yoshiko, queestaba preparando el té en la cocina,como preguntando: «¿Puedo hablar?».

—No te preocupes. Puedes decirmelo que sea —repuse de lo más tranquilo.

Se podía decir que Yoshiko era ungenio de la confianza. Pese a que le

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conté sobre la patraña del bar deKyobashi y sobre lo acontecido enKamakura con Tsuneko, no le dio mayorimportancia. No es que yo fuese un hábilmentiroso; es más, pese a que a veces lecontaba las cosas sin tapujos, parecíaque se las tomase a broma.

—Como siempre, derrochandoaplomo. No es nada importante; sólo meencargó que te dijera que la visites devez en cuando.

El pájaro de mal agüero se habíaacercado batiendo sus alas y abriendolas heridas de la memoria con el pico.Enseguida se mostraron ante mis ojostodas y cada una de las vergüenzas y

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culpas pasadas; sentí un miedo tal quecasi grité. Ya no podía quedarmesentado.

—¿Tomamos un trago? —propuse.—Bueno —aceptó Horiki.Yo y Horiki. Incluso podíamos haber

parecido dos seres humanos iguales alos demás. Aunque, por supuesto, sólomientras íbamos de un lado a otrotomando sake barato. Al mirarnos a lacara, en un abrir y cerrar de ojos nostransformábamos en dos perros deidéntica forma e igual pelaje que salíana deambular por las calles cubiertas denieve recién caída.

A partir de ese día, se volvió a

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avivar nuestra amistad. Comenzamos air juntos al pequeño bar de Kyobashi y,poco después, ya nos presentábamos devez en cuando borrachos como unascubas en el apartamento de Shizuko, enKoenji, y ni se nos ocurría volver a casaa dormir.

Nunca olvidaré cierta noche deverano calurosa y húmeda. Horiki sepresentó hacia el atardecer en mi casa,ataviado con un kimono de algodón muyraído, contándome que, debido a unapuro, se había visto obligado aempeñar su traje de verano y le dabapena que su madre se enterase, de modoque necesitaba dinero para redimirlo.

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Por desgracia, en mi casa no habíaun céntimo. Pero, tal comoacostumbraba a hacer, le pedí a Yoshikoque llevase algunos de sus kimonos a lacasa de empeños. Le entregué el dineronecesario a Horiki y, como habíasobrado un poco, la envié a quecomprara shotchu[18]. Para celebrarnuestra miserable fiesta, subimos altejado de la casa, donde de vez encuando llegaban soplos de viento conolor a cloaca del rio Sumida.

Nos pusimos a jugar a adivinarnombres cómicos y trágicos. Esteentretenimiento, que yo mismo inventé,estaba basado en la idea de que, al

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mismo tiempo que los nombres sedividían en masculinos, femeninos yneutros, también se podían clasificar encómicos y trágicos. Por ejemplo, elbarco y la locomotora de vapor erannombres trágicos, mientras que eltranvía y el autobús eran cómicos. Laspersonas que no entendiesen la razón noestaban capacitadas para discutir sobrearte; y el guionista de teatro queincluyese tan sólo un nombre trágico enuna comedia, sólo por esto ya se podíaconsiderar un fracasado. Lo mismoocurriría en sentido inverso para unautor de tragedias.

—¿Estás listo? ¿El tabaco? —

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pregunté.—Trágico —repuso Horiki en el

acto.—¿Y los medicamentos?—¿En polvo o en tabletas?—Las inyecciones.—Trágicas.—No sé… También hay inyecciones

de hormonas.—Trágicas, sin lugar a dudas. ¿No

son las agujas de lo más trágico?—Bueno, tú ganas. Pero ¿no te

parece sorprendente que las medicinas ylos médicos sean cómicos? ¿Y lamuerte?

—Cómica. Tanto en el caso del

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cristianismo como del budismo.—¡Muy bien! Entonces, la vida es

trágica.—No, también es cómica.—No puede ser. A este paso todo va

a ser cómico. Bueno, te preguntaré unomás, ¿y los dibujantes de historietas? Nodirás que son trágicos, ¿verdad?

—Trágicos, trágicos. Es un nombremuy trágico.

—¿Qué dices? ¡Tú sí que erestrágico a más no poder!

Habíamos llegado a estos absurdosjuegos de palabras sin ninguna gracia,pero estábamos muy satisfechos con unadiversión tan refinada, desconocida en

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los salones sociales del mundo.También había inventado un

entretenimiento parecido. Era eladivinar antónimos. El antónimo denegro es blanco; pero el de blanco esrojo; y el de rojo, negro.

—¿Cuál es el antónimo de flor?—Hmmm… Como había un

restaurante llamado Hanatsuki[19], seráluna, ¿no?

—No, esto no es un antónimo; másbien se trata de un sinónimo. ¿No ocurrelo mismo con estrella y violeta? Sonsinónimos, no antónimos.

—Ya veo. Entonces, la abeja.—¿La abeja?

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—En las peonías… ¿No hayhormigas?

—No, esto es el tema de una pintura.¡Déjate de subterfugios!

—¡Ya está! Una masa de nubes sobrelas flores…

—Querrás decir sobre la luna…—Eso, eso. Las flores al viento. Es

el viento. El antónimo de las flores es elviento.

—No vamos bien. Esto parecesalido de una balada naniwabushi[20].Se nota de donde vienes.

—Bien, entonces un laúd.—Peor aún. Para encontrar el

antónimo de flor… debes buscar lo más

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distinto a una flor que haya en el mundo.—A ver… Espera. ¡Una mujer!—Entonces, ¿cuál es el antónimo de

mujer?—Entrañas.—No tienes mucho sentido poético,

¿eh? Bueno, ¿y el antónimo de entrañas?—Leche de vaca.—Esta estuvo bien. Probemos una

vez más. ¿Cuál es el antónimo devergüenza?

—La sinvergonzura. Un dibujantepopular llamado Ikita Joshi.

—¿Y qué me dices de un tal MasaoHoriki?

A medida que seguíamos el juego,

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cada vez nos reíamos menos y nosestaba enerando ese peculiar estado deánimo sombrío, como si tuviéramos elcráneo lleno de vidrios rotos, propio dela embriaguez con shotchu.

—Déjate de desfachateces. Yo no hepasado por el deshonor de que mellevaran atado con una cuerda.

Tuve un sobresalto. En el fondo,Horiki no me trataba como a un serhumano sino como a un deshonrado queescapó a la muerte, un fantasma imbécil,un cadáver viviente; y su amistad sóloconsistía en utilizarme al máximo parasus placeres. Por supuesto, estospensamientos no fueron nada agradables;

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pero, pensándolo bien, era comprensibleque Horiki me viese de esa manera, yaque desde niño era indigno de serhumano, y quizá fuera muy razonable quehasta él me despreciara.

—Delito. ¿Cuál es el antónimo? Estaes difícil, ¿eh? —pregunté, aparentandocalma.

—La ley —repuso tan tranquilo.Miré de nuevo el rostro de Horiki.

Estaba iluminado de rojo por el neónparpadeante de un edificio cercano ytenía la siniestra dignidad de un policíadiabólico que me fulminó.

—No es cierto.¡A quien se le ocurría decir que la

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ley era el antónimo del delito! Pero laspersonas pensaban de una forma así desimple, por eso podían seguir viviendo.Dicen que los delitos pululan donde nohay policías.

—Entonces, ¿qué es? ¿Dios? Si yame parecía que olías a curilla cristiano.¡Qué desagradable!

—No te salgas por la tangente.Busquémoslo entre los dos. ¿No teparece un tema interesante? Me da laimpresión de que se puede conocer aalguien sólo por la respuesta que dé.

—No creo… El antónimo de delitoes bondad. Digamos que un ciudadanobondadoso como yo.

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—¡Déjate de bromas! Pero bondades el antónimo de maldad, no el dedelito.

—¿Son diferentes maldad y delito?—Creo que sí. La bondad y la

maldad son conceptos inventados por elser humano, palabras de una moralidadque se fabricó a su gusto.

—¡Qué pesado eres! Pues entoncesserá Dios. ¡Dios! ¡Dios! Si dices que elde cualquier cosa es Dios, seguro que nofalla. Oye, tengo hambre.

—Ahora Yoshiko está cociendo unasalubias ahí abajo.

—¡Qué bien! Me gustan las alubias.Horiki estaba tirado en el suelo, con

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la cabeza apoyada en las manos.—Parece que no estás muy

interesado en el delito.—Desde luego, porque no soy un

delincuente como tú. No causo la muertede las mujeres ni me apropio de sudinero, aunque me guste divertirme.

Estuve a punto de decir condesespero que yo no causaba su muerteni me apropiaba de su dinero con vozdisfrazada de broma; pero enseguidarecordé mí propia maldad y cambié deidea.

No hay forma de que pueda discutircon alguien cara a cara. Estaba luchandocontra mi estado de ánimo, más áspero a

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cada momento que pasaba debido a losefectos depresivos del shotchu.

—No son delitos sólo las accionescastigadas con la cárcel —murmurécomo para mí mismo—. Encontrar elantónimo de delito, creo que podríaayudar a conocer su esencia. Dios…salvación… amor… luz… El antónimode Dios es Satanás; el de salvaciónpodría ser agonía; el de amor, odio; elde luz, oscuridad; el de bondad, maldad.Delito y oración, delito yarrepentimiento, delito y confesión,delito y… ¡Aaah…! Todos sonsinónimos. ¿Cuál será el antónimo dedelito?

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—El antónimo de delito es miel[21].Tan dulce. Bueno, ya no aguanto más dehambre. ¿Por qué no traes algo decomer?

—¿Por qué no lo traes tú?Por primera vez en la vida, hablé

con una voz desbordante de ira.—Bueno, bajaré y voy a cometer un

delito con Yoshichan. Vale más un hechoreal que tantas discusiones. El antónimode deliro es miel, alubias… No,¡habas[22]!

Estaba tan bebido que no podía niarticular bien las palabras.

—¡Haz lo que te dé la gana ypiérdete de vista de una maldita vez!

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—Delito y un estómago vacío, unestómago vacío y habas… Ah, no. Sonsinónimos… —murmurabaincoherencias mientras se levantabatambaleante.

Crimen y castigo. Dostoievski. Estaspalabras pasaron fugazmente por unrincón de mi cerebro, causándome unsobresalto. ¿No sería que Dostoievskihabía colocado juntas estas palabras nocomo sinónimos sino como antónimos?Crimen y castigo, dos palabrasabsolutamente incompatibles, tandiferentes como el hielo y el carbón. Mepareció comprender el lago turbio ypestilente, el fondo del caos de

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Dostoievski, que había pensado encrimen y castigo como antónimos. Estospensamientos cruzaron mi mente comocaballos al galope.

—¡Eh! ¡Tremendas habas! ¡Ven!La voz y el color de Horiki habían

cambiado. No hacía ni un momento quese había levantado tambaleante a más nopoder y ya estaba aquí de nuevo.

—¿Qué diablos quieres?Con una extraña sensación, ambos

bajamos del tejado al primer piso, y yanos disponíamos a bajar a la planta bajacuando Horiki se detuvo de repente.

—¡Mira! —dijo en voz baja,señalando algo con el dedo.

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La pequeña ventana de mi habitaciónestaba abierta, y desde el lugar en el queestábamos se divisaba el interior, dondela luz encendida permitía ver dosanimales.

—Así son los seres humanos. Nohay nada de qué extrañarse —susurrécon la cabeza dándome vueltas y larespiración agitada. Olvidándome de loque le estaba aconteciendo a Yoshiko,me quedé inmóvil, de pie, en laescalera.

Horiki se aclaró ruidosamente lagarganta. Subí de nuevo al tejado,corriendo como si huyera de alguien, yme dejé caer al suelo. Levantando la

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vista al cielo oscuro, cubierto de nubesde lluvia, no sentí ira ni repugnancia, nitampoco tristeza; sólo un miedohorrible. No era el temor que podríaninspirar los fantasmas de un cementeriosino más bien el de encontrarse con undios vestido de blanco en el bosque decipreses de un santuario sintoísta; uno delos terribles miedos ancestrales que nopueden describirse con pocas palabras.A partir de esa noche, me salieron lasprimeras canas prematuras. Perdí porcompleto la seguridad en mí mismo,aumentaron mis sospechas hacia el serhumano hasta profundidadesinconmensurables, y se destruyeron

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todas las esperanzas, toda la alegría ytoda la simpatía hacia las personas parasiempre jamás. De hecho, lo acontecidoaquella noche fue decisivo en mi vida.Se me había abierto un tajo entre lascejas, y, a partir de entonces, esta heridame dolía cada vez que tenía que tratarcon un ser humano.

—Lo siento por ti. Aunque esperoque te sirva de lección. No volveré máspor aquí. Este lugar es un verdaderoinfierno… Pero debes perdonar aYoshichan. Además, tampoco es que túseas una maravilla. Bueno, me marcho.

Horiki no era tan idiota como paraquedarse remoloneando en una situación

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tan incómoda.Subí de nuevo al tejado. Me serví

más shotchu y me puse a llorar a voces.Podía haberme pasado el resto de lavida en llanto. En algún momento, llegóYoshiko con un plato repleto de alubiasy se quedó allí de pie, sin saber quéhacer.

—Dijo que no me haría nada…—Está bien. No digas nada. Tú no

sabías desconfiar de la gente. Anda,siéntate y comamos estas alubias.

Nos las comimos sentados uno juntoal otro. Aaah… ¿será un delito laconfianza en los demás? A veces, elhombre me había pedido que le dibujara

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historietas, pero siempre andaba contacañerías por los pocos céntimos que lecobraba. Era un tendero ignorante, deunos treinta años y bajo de estatura.

Por supuesto, el tendero no apareciónunca más. Pero más que a él odiaba aHoriki, que, en lugar de aclararse lagarganta para ahuyentarlo cuando lo viola primera vez, me fue a buscar altejado. Contra Horiki sí que sentía talodio e ira que me hacía gemir en nochesde insomnio.

Ni la perdoné ni la dejé de perdonar.Yoshiko era un genio a la hora deconfiar en los demás. Nunca pensabamal de nadie. Por eso, lo acontecido

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parecía aún más trágico.Por mi parte, el que Yoshiko hubiese

sido mancillada fue menos grave que elque su confianza en los demás serompiera, pues esto causó un largocalvario que hizo mi vida insoportable.Para alguien tan tímido como yo, cuyaconfianza en los demás tenía unaprofunda grieta, la confianza sin tacha deYoshiko parecía tan refrescante comouna cascada entre las hojas nuevas. Unanoche bastó para enturbiar de lodoamarillento esas aguas puras.

A partir de entonces, Yoshiko seinquietó por el menor de mis gestos.Cuando la llamaba, tenía un sobresalto y

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parecía no saber a dónde mirar. Por másque intentase hacerla reír con misbufonadas, parecía asustada y nerviosay, para colmo, se acostumbró a usarconmigo un lenguaje muy formal.¿Podría ser la confianza pura una fuentede delito?

Me dediqué a buscar y leer librossobre mujeres casadas mancilladas.Pero no encontré ninguna historia sobreuna que hubiese sido deshonrada de unaforma tan trágica. Lo ocurrido conYoshiko no se podía convertir ni en unrelato. Si, por lo menos, entre ella y eltendero hubiese habido algúnsentimiento parecido al amor, me

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sentiría mejor. Pero, una noche deverano, Yoshiko no desconfió yaconteció aquello; yo terminé con untajo entre las cejas, mi voz se hizoáspera y me salieron canas prematuras; yella quedó condenada a vivir asustada elresto de sus días.

Por lo general, las mujeres de loslibros que leí se enfrentaban a lasituación de si el esposo perdonaba o no«el acto». Pero a mí me pareció que noera un problema tan complicado. Penséque el hombre que tuviese en sus manosel poder de perdonar o no eraafortunado; si pensara que no podíaperdonar, en lugar de organizar tanto

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alboroto, lo mejor sería que se separaseenseguida de su esposa y se buscaseotra; y si no quisiese tomar esta medida,que tuviera paciencia con lo acontecidoy la perdonase. De todos modos, todo sepodía solucionar de acuerdo con lossentimientos del hombre. Sin duda, unacosa así es un tremendo golpe para unesposo, pero es distinto a unainterminable sucesión de olas que nocesan de golpear. En fin, me dio laimpresión de que era un problema quese solucionaba con la ira del esposo conderecho sobre ella. Pero, en mi caso, yono tenía derecho ninguno y se me ocurrióque todo pasó por mi culpa. Por eso, en

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lugar de sentir indignación, ni se meocurriría quejarme ya que mi esposa fuemancillada a causa de una valiosacualidad; la insoportablemente lastimosade su confianza sin tacha.

Al dudar de esta cualidad de la quehabía dependido, me sentí confuso y nome quedaba más refugio que el alcohol.Mi expresión se hizo dura y, como bebíashotchu desde la mañana, se mecomenzaron a caer los dientes. Mishistorietas rozaban la indecencia. No,voy a decir las cosas claras. Mededicaba a copiar obras eróticas quevendía clandestinamente. Quería dineropara comprar shotchu.

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Cuando veía a Yoshiko desviarme lamirada, me venía a la cabeza que por sucostumbre de confiar en todo el mundo,¿no habría tenido relaciones con eltendero más de una vez? ¿O con Horiki?¿O quizá con algún hombre que yo noconociera? Mis dudas aumentaban, perocomo no tenía el valor de preguntarle,escapaba bebiendo shotchu. A veces,cuando ya estaba bebido, le hacíamalintencionadas preguntas capciosas ymi ánimo oscilaba entre la alegría y latristeza según la respuesta; aunque en lasuperficie mostraba sólo mis constantesbufonerías. Después, le hacía a Yoshikounas caricias surgidas del infierno y caía

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en un sueño fulminante.Cierta noche, hacia final de año,

regresé a casa con una borracheramortal. Me apetecía tomar un vaso deagua con azúcar y, como Yoshiko estabadormida, fui yo mismo a la cocina abuscar el azucarero. Cuando abrí latapa, en lugar de azúcar había una cajitanegra alargada. La tomé sin darleimportancia, pero, al ver lo que estabaescrito en ella, me quedé atónito. Másde la mitad de las letras en japonéshabían sido borradas rascando con lauña, pero quedaban las occidentales quese podían leer con toda claridad. Estabaescrito dial.

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Dial… En esos tiempos me limitabaexclusivamente al shotchu, de modo queno tomaba somníferos. Pero como solíasufrir de insomnio, conocía bastantebien este tipo de medicamentos. Unacaja de este Dial era más que suficientepara causar la muerte. Todavía estabasellada; sin duda, después de haberborrado las letras en japonés, la debíguardar aquí tiempo atrás pensando enque algún día tal vez la necesitase.Como la pobrecilla de Yoshiko no podíaleer la escritura occidental, me pareciósuficiente borrar sólo la japonesa. «Notienes culpa de nada», pensé.

Sin hacer el menor ruido, llené un

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vaso de agua, abrí la caja y me tométodo su contenido de una vez,Debiéndome después el agua con calma.Apagué la luz y me acosté.

Al parecer, pasé tres días sinrecuperar el conocimiento. El médicome hizo el favor de considerarlo unerror en la dosis y no informó a lapolicía. Según me contaron después, loprimero que hice al despertar fue gemir:«Me voy a casa». No tengo idea de aqué lugar me refería, pero, después dedecir esto, me eché a llorardesconsoladamente.

Poco a poco, se despejó la niebla yvi a «El lenguado» sentado junto a mi

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cabecera con expresión malhumorada.—La vez pasada también fue hacia

final de año. Elige, precisamente, laépoca de más trabajo para hacer estetipo de cosas. Me va a matar adisgustos.

Su interlocutora era la patrona delbar de Kyobashi.

—Patrona… —llamé.—¿Eh? ¿Cómo? ¿Ya estás despierto?

—dijo sonriente, inclinando su rostrosobre el mío.

—Líbrame de Yoshiko… —pedí,llorando a lágrima viva.

Estas palabras me sorprendieronhasta a mí mismo. La patrona se levantó,

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emitiendo un leve suspiro.Y también, sin pensar, se me escapó

una bufonada absolutamente idiota.—Quiero ir a donde no haya

mujeres.«El lenguado» estalló en risotadas, y

la patrona se rio con discreción. Hastayo, entre las lágrimas, me sonrojé ysonreí con amargura.

—Eso mismo. Creo que será lomejor —se mostró de acuerdo «Ellenguado», y continuó entre risas—:Debes ir a un lugar donde no hayamujeres. Para ti, donde haya mujeres hayproblemas. Es una buena idea un lugarsin mujeres.

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Un lugar sin mujeres. Lo peor es quelo dicho en mi delirio idiota se convirtióen una realidad muy trágica.

A Yoshiko se le metió en la cabezaque me quise envenenar para expiar loacontecido con ella, por lo que semostraba hacia mí mucho más turbadaque antes. Dijera lo que dijese, no habíaforma de hacerla sonreír ni de sacarlade su silencio. Estar en casa meresultaba insoportable, de modo que,como antes, salía a tomar sake barato.

Después del asunto del Dial,adelgacé bastante, me pesaban losbrazos y las piernas, y me daba perezadibujar historietas. Cierta vez que «El

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lenguado» me visitó, me entregó algo dedinero, diciendo que era un regalo,como si hubiese salido de su propiobolsillo; aunque seguro que procedía demis hermanos. Esta vez, al contrario decuando me marché de su casa, pudepercibir entre brumas este teatro dedarse importancia; sin embargo, simuleno darme cuenta y le di las graciasdócilmente. Pero me causó una extrañaimpresión, como si entendiera y, almismo tiempo, no pudiera entender porqué la gente como «El lenguado» teníaque inventar unas artimañas tancomplicadas.

Con el dinero se me ocurrió de

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repente ir a tomar las aguas termales enun balneario al sur de la península deIzu. Pero yo no era el tipo de personaque disfruta yendo de una fuente termal aotra y, al pensar en Yoshiko, me entróuna enorme tristeza que me impidiódisfrutar contemplando con calma elpaisaje montañoso por la ventana de laposada. Sin cambiarme a la ropaconfortable que ofrecía ni molestarme entomar las aguas, salí con prisas a lacalle y me pasé el resto del tiempo encasas de té medio destartaladas, dondebebí tanto shotchu que hubiese bastadopara tomar un baño. Regrese a Tokiosintiéndome bastante peor que antes de

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marcharme.La noche que llegué a Tokio estaba

nevando copiosamente. Bebido comoestaba, me dediqué a pasear por lascallejuelas de Ginza canturreando sincesar el estribillo: «De aquí a mi tierranatal, ¿cuántos cientos de ri[23]?»,mientras lanzaba puntapiés a la nieveque se acumulaba. De repente, vomité.Era la primera vez que vomitaba sangre.La mancha roja sobre la nieve parecióuna gran bandera del Sol Naciente. Mepuse en cuclillas y, llenándome lasmanos de nieve limpia, me la restreguépor el rostro lleno de lágrimas.

«¿A dónde va este sendero? ¿A

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dónde va este sendero?», escuché comouna alucinación la voz triste de una niñacantando, que parecía llegar de muylejos. La infelicidad. En este mundo haymuchos tipos de gente infeliz… Mejordicho, no exageraría si dijese que elmundo está formado por personasdesgraciadas. Pero estas personas sequejan a la sociedad de sus desventurasy la sociedad las trata con benevolenciay comprensión. Sin embargo, miinfelicidad procedía por completo demis pecados y no tenía cómo reclamar anadie. Si se me ocurriese pronunciar,aunque fuera entre dientes, una solapalabra de protesta, no sólo «El

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lenguado» sino toda la sociedad seescandalizarían de mi desfachatez. Quésoy, ¿un egoísta? ¿O quizás, al contrario,demasiado débil? No lo sé, pero comosoy un pecador redomado, estoycondenado a ser cada vez más infeliz sinsaber cómo evitarlo.

Me levanté con la idea de conseguiralguna medicina apropiada. Entré en unafarmacia cercana y, la dueña, en elmismo instante que se cruzaron nuestrasmiradas, se quedó muy derecha, con lacabeza levantada y una expresiónfascinada en los ojos como si lehubieran disparado un flash en plenorostro. Pero en su mirada no había

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alarma o desagrado sino más bien undeseo de ser salvada, una sombra deafecto. Ah, sin duda también era infeliz;una persona que sufre es sensible alsufrimiento ajeno. Entonces me di cuentade que la mujer se levantaba condificultad, apoyada en un par de muletas.Reprimí el impulso de acercarmecorriendo a ella y, sin poder apartar lamirada de la suya, se me comenzaron acaer las lágrimas. También de losgrandes ojos de la mujer comenzaron acaer en abundancia.

No pasó nada más. Sin decir unapalabra, salí de la farmacia y regresé acasa con pasos vacilantes. Pedí a

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Yoshiko que me preparase un vaso deagua con sal y me dormí sin decir unapalabra más. Al día siguiente me quedéen cama con el pretexto de que sentíaque iba a resfriarme. Por la noche,preocupado a más no poder por lasangre de la víspera, me levanté y medirigí a aquella farmacia. Esta vez, conuna sonrisa, le conté a la dueña consinceridad todo lo acontecido y le pedíconsejo.

—Debe dejar de beber.Daba la impresión de que fuésemos

parientes.—Quizá sea alcohólico, porque

incluso ahora tengo ganas de beber.

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—No puede beber. Mi esposo bebíamucho pese a sufrir tuberculosis,diciendo que el salte mataba losmicrobios. Él mismo acortó su vida.

—No puedo soportar la inquietud, elmiedo. No puedo pasar sin beber.

—Le daré una medicina; pero, por lomenos, deje la bebida.

La dueña de la farmacia era viudacon un hijo que había entrado en unaescuela de medicina en algún lugar deChiba, pero enseguida tuvo que dejar deestudiar por haber contraído la mismaenfermedad que su padre y seencontraba hospitalizado. Además, susuegro estaba en casa inválido, y ella

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misma tenía una pierna completamenteparalizada desde los cinco años debidoa una poliomielitis. Apoyándose en lasmuletas, buscó en las estanteríasdistintos medicamentos para mí.

«Esto es para reforzar la sangre.Esto, una inyección de vitaminas; aquíestá la jeringuilla. Esto son unas tabletasde calcio, y esto es diastasa para que notenga molestias de estómago». Mientrasme explicaba qué era esto o lo otro,unos seis medicamentos en total, su vozestaba llena de afecto. «Y esto es paracuando no pueda resistir sin beber»,dijo, envolviéndolo enseguida en papely guardándolo en una cajita. Era

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morfina.La señora dijo que no era más

perjudicial que el alcohol, y yo la creí.Había empezado a sentir la sordidez deembriagarme; por eso, me alegré depoder escapar del diablo del alcoholdespués de mucho tiempo. Sin dudar enabsoluto, me inyecté la morfina en elbrazo. En el acto desaparecieron porcompleto la impaciencia, la irritación yla timidez, dando paso a la animación yla elocuencia. Las inyecciones mehacían olvidar la debilidad de micuerpo, de modo que me pude dedicar adibujar de nuevo; e incluso sentía talentusiasmo que, a veces, me echaba a

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reír en pleno trabajo.Pensaba usar una inyección al día,

pero pronto pasaron a ser dos, y cuandose convirtieron en cuatro ya no podíatrabajar sin ellas. La dueña de lafarmacia me había advertido: «No puedeseguir así. Si se convirtiera en adictosería terrible», pero me parece queentonces ya me había convertido en unadicto considerable. Soy muysusceptible a las sugerencias de la gente.Si me advierten que no gaste ciertodinero, aunque tratándose de mí no cabealbergar muchas esperanzas, me pareceque sería indebido no gastarlo y lo hagoenseguida. La preocupación de

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convertirme en adicto me hizo ir en posde la droga.

—Una caja más, ¡por favor! Leprometo que le pagaré la cuentapendiente a final de mes.

—La cuenta puede saldarla cuandole vaya bien. El problema es que lapolicía es muy estricta con estos asuntos—explicó.

Siempre me persigue un aura deoscura turbiedad, de marginadosospechoso.

—Haga algo para desviarsospechas, se lo suplico. Le voy a dar unbeso.

La mujer se sonrojó violentamente.

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—Sin la medicina, mi trabajo noavanza nada —insistí—. Para mí, escomo una fuente de energía.

—Bueno, entonces vamos a probarcon inyecciones de hormonas.

—No me tome el pelo. O el alcoholo la medicina; sin uno de los dos, nopuedo trabajar.

—No debe beber.—¿Verdad que no? Desde que

comencé a tomar la medicina no hebebido ni una gota. Por suerte, me sientomuy bien. No pienso seguir toda la vidadibujando torpes historietas. Sin labebida, mi salud se recuperará.Estudiaré y trataré de convertirme en un

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gran pintor. Ahora es un momentoimportante. Por eso… ¡Vamos, porfavor! ¿Quiere que le dé un beso?

—¡Qué problema! —dijo la mujerriendo—. Si se convierte en un adicto,no quiero saber nada.

Haciendo sonar las muletas alcaminar, fue a buscar el medicamento ala estantería.

—No le puedo dar una caja entera,que la terminará enseguida. Sólo lamitad, ¿eh?

—¡Qué tacaña se ha vuelto! Bueno,qué le vamos a hacer.

De vuelta a casa, lo primero quehice fue inyectarme una dosis.

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—¿No te duele? —preguntó contimidez Yoshiko al verme.

—Claro que sí. Pero para trabajarmejor debo hacerlo, aunque duela.Últimamente tengo mucha vitalidad, ¿nocrees? —y añadí en tono juguetón—:Bueno, ¡a trabajar se ha dicho! ¡Atrabajar, a trabajar!

En cierta ocasión, a altas horas de lanoche, llamé a la puerta de la farmacia.La dueña salió en camisón, haciendosonar sus muletas, y yo la abracé derepente y la besé, simulando quelloraba. Me entregó una caja entera sindecir una palabra.

Cuando me di cuenta de que la droga

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era tan horriblemente sucia como elshotchu —no, más aún—, ya me habíaconvertido en un completo adicto. Habíallegado al extremo de perdercompletamente la vergüenza. Paracomprar la droga, me dediqué a copiar yvender dibujos eróticos e incluso meenredé en una relación fea, literalmente,con la mujer lisiada.

Pensé: «Quiero morir, ahora, másque nunca, quiero morir, mi vida notiene arreglo posible, haga lo que haga,sólo sirve para ir de mal en peor; unacapa más de vergüenza. Eso de ir enbicicleta para ver una cascada entre lashojas nuevas es una esperanza vana para

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mí que sólo vivo acumulando pecadosinmundos y deplorables, fuente de unsufrimiento cada vez más profundo.Quiero morir, porque el vivir sólo causapecado». Pese a todo, no hacía más queir, medio loco, entre mi casa y lafarmacia.

Cuanto más trabajaba, másmedicamento necesitaba. Mi deuda conla farmacia alcanzó una cifra enorme.Cada vez que la dueña me miraba, se lecaían las lágrimas; y lo mismo acontecíaconmigo.

Un infierno. Había llegado a laconclusión de que la única forma deescapar era escribir una larga carta a mi

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padre; era mi última esperanza, si notendría que ahorcarme en una decisiónque era como apostar a la existencia deDios. En la carta le confesaba condetalle mi situación, con excepción, porsupuesto, de las relaciones con mujeres.

Pero aconteció lo peor. La respuestaque esperaba ansiosamente no llegó, y laansiedad causó que mi consumo dedroga aumentara todavía más.

El día en que ya me había resignadoa inyectarme diez dosis por la noche ytirarme al río, por la tarde apareció enmi casa «El lenguado», que quizáhubiera olido con sus poderes maléficosmis intenciones, acompañado de Horiki.

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—Estás escupiendo sangre,¿verdad? —preguntó Horiki, sentadoante mí con las piernas cruzadas y unasonrisa afectuosa que nunca había vistoen él. Me sentí tan agradecido, tancontento con esta sonrisa, que no pudemás que desviar el rostro y echarme allorar. La sonrisa de Horiki me venció,me enterró en el olvido.

Me subieron a un coche,informándome de que tenía que ingresaren un hospital y que el resto lo dejara ensus manos, eso es lo que me dijo «Ellenguado» en un tono apacible queparecía lleno de compasión. Como sifuera un hombre desprovisto de la

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capacidad de decidir, juzgar y todo lodemás, y llorando a lágrima viva, melimité a obedecer lo que me indicabanmis acompañantes. Incluyendo aYoshiko, éramos cuatro en el coche, quenos llevó traqueteando y, cuando yaempezaba a oscurecer, nos dejó en ungran hospital en medio del bosque. En laentrada, pensé: «Esto es un sanatorio».

—Tendrá que quedarse aquí duranteun tiempo —dijo un medico joven conuna sonrisa tímida, después de unexamen llevado a cabo con irritantedelicadeza.

«El lenguado», Horiki y Yoshiko sedisponían a marcharse dejándome ahí

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cuando ella me entregó un fardo conropa de muda y, en silencio, se sacó dela faja del kimono una jeringuilla y loque restaba del medicamento.

Sin duda pensaba que, realmente, erauna fuente de energía.

—Llévatelo, ya no lo necesito.Esto fue excepcional, la única vez en

mi vida que rechazaba algo. Miinfelicidad era del tipo que no mepermitía negarme a nada. Si rechazasealgo que me ofreciesen, temía que seabriese una enorme grieta quepermanecería para la eternidad entre sucorazón y el mío. Pero aquella vez fuicapaz de rechazar la morfina, que había

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deseado hasta el borde de la locura.Quizá me golpeó la «divina ignorancia»de Yoshiko. Creo que en ese precisoinstante dejé de ser adicto.

Enseguida, aquel medico de sonrisatímida me condujo a un pabellón y cerróla puerta con llave. Aquello era unmanicomio.

Lo que dije en mi estúpido deliriodespués de tomar Dial, de que memarcharía a un lugar donde no hubiesenmujeres, se hizo realidad de una formaextraña. En ese pabellón había sólolocos y enfermeros; todos hombres, niuna sola mujer.

Ya no era más un delincuente, me

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había transformado en un loco. Pero no,no estaba trastornado ni lo había estadoun solo instante. Aunque, aaah, todos loslocos piensan eso de sí mismos… Por lovisto, toda la diferencia es que los queestamos aquí encerrados somos locos, ylos que están fuera son normales. Diosmío, respóndeme, ¿es un delito no ponerresistencia?

Había llorado ante aquella rara yhermosa sonrisa de Horiki, y subido alcoche olvidándome de decidir y resistir;así me encerraron y me convertí en unloco. Aunque llegue a salir, llevarésiempre clavado en la frente el cartel deloco; mejor dicho, de muerto viviente.

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Indigno de ser humano. Dejé porcompleto de ser una persona.

Llegué allí a principios de verano. Através de la ventana de barrotes, veía elpequeño estanque del jardín, dondeflorecían los nenúfares de color rosaoscuro. Pasaron tres meses y los cosmosya habían empezado a florecer. Entoncesse presentó mi hermano mayor con «Ellenguado» para sacarme de allí; mipadre había fallecido a finales del mespasado de una úlcera gástrica. Dijeronque no me iban a pedir cuentas por mipasado y que no debía preocuparme porla subsistencia; no tenía que hacer nada,sólo marcharme enseguida de Tokio.

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Podía recuperarme en el campo sinpreocuparme de nada ya que «Ellenguado» se ocuparía de resolver todosmis asuntos, concluyó con la mayorseriedad. Me pareció ver las montañas ylos ríos de mi tierra natal, y asentílevemente. Ni más ni menos que unmuerto viviente.

Cuando supe sobre la muerte de mipadre, me sentí aún más deshecho. «Yano está», pensé, recordando connostalgia esa presencia que nunca dejóde atemorizarme; «Ya no está», y me dicuenta de que la urna de missufrimientos se había vaciado. Se meocurrió que mi padre había sido el

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culpable del tremendo peso de esa urnade dolor. Perdí las ganas de luchar eincluso la capacidad de sufrir.

Mi hermano mayor cumplióescrupulosamente lo prometido. Compróuna casa para mí en las afueras de unpueblo, unas cuatro o cinco horas en trenal sur de mi lugar natal. Era un balneariode aguas termales en la costa, un lugarbastante cálido para tratarse de aquellazona. La vivienda, con techo de paja,tenía cinco habitaciones y era tan viejaque las paredes estabandescascarilladas y los pilares roídos porlos insectos hasta el punto de que ya nopodía pensarse en repararla. Para que se

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ocupara de mí, contrató a una mujer deunos sesenta años, feísima y con elcabello requemado que había tomado untono rojizo.

Desde entonces ya pasaron tresaños. La mujer, llamada Tetsu, me haforzado de una extraña forma en variasocasiones. De vez en cuando, peleamoscomo un matrimonio, mi enfermedad delpecho empeora y mejoraalternativamente, y a veces escuposangre.

Ayer envié a Tetsu a comprarCalmotín a la farmacia del pueblo, ytrajo una caja con aspecto diferente. Nole di mucha importancia, y antes de

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dormir me tomé diez tabletas. Mientrasme preguntaba cómo era posible que nome entrara sueño, me dieron unostremendos retortijones de estómago ytuve que salir corriendo al retrete; teníauna diarrea espantosa. Estos viajes serepitieron tres veces. Extrañado, me fijébien en la caja. El medicamento sellamaba Henomotín y era un laxante.

Tendido boca arriba en la cama conuna bolsa de agua caliente sobre elvientre, pensé en reprender a Tetsu. Lediría: «Eh, tú, lo que trajiste no esCalmotín sino Henomotín», pero alpensarlo me puse a reír. «Cadáverviviente» era un nombre de lo más

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cómico; y, para colmo, me había tomadoun laxante para poder dormir.

En mi existencia ya no existe lafelicidad o el sufrimiento. Todo pasa.Esa es la única verdad en toda mi vida,transcurrida en el interminable infiernode la sociedad humana. Todo pasa. Esteaño cumpliré veintisiete. Tengo ya tantascanas que aparento haber pasado loscuarenta.

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Epílogo

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Nunca me encontré con el loco queescribió estos cuadernos. Pero conozcoun poco a alguien que parece ser lapatraña del bar de Kyobashi. Depequeña estatura, pálida, de ojosestrechos y muy rasgados, y la narizprominente; más que una mujer hermosada la impresión de un joven apuesto.Parece que lo relatado en los cuadernosaconteció en Tokio entre 1930 y 1932,pero no fui a ese bar hasta 1935, cuandolos militares empezaron a alborotar porlas calles. Estuve con mis amigostomando whisky con soda, aunque nuncame crucé con el hombre que escribió loscuadernos.

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Pero, en febrero de este año, tuveque viajar a Funabashi, en la provinciade Chiba, para visitar a un amigo quehabía sido evacuado allí durante losbombardeos. Este amigo de la época dela universidad era profesor en unauniversidad femenina. Como tenía que irpara encargarle que mediara en arreglarla boda de uno de mis familiares, se meocurrió que podría aprovechar paracomprar pescado fresco para mi familia.De modo que me eché una mochila a laespalda y partí.

Funabashi era una ciudad bastantegrande que se extendía frente a un marlodoso. Como mi amigo llevaba poco

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tiempo viviendo allí, cuando preguntépor su casa, incluso con la informacióndel nombre de la calle y el númerocorrectos, nadie supo indicarme el lugar.Además de hacer frío, me dolía laespalda por la mochila. Entonces,atraído por el sonido de un disco conmúsica de violín que salía de un café,empujé la puerta y entré.

La patrona me resultaba conocida y,cuando le pregunté, resultó ser,precisamente, la misma persona del barde Kyobashi al que fui diez años atrás.Pareció que la mujer enseguida mereconoció y, después de organizarambos un pequeño alboroto y reírnos,

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nos pusimos a hablar de lo que erahabitual en aquellos días, es decir, lapropia experiencia durante losbombardeos.

—Pero usted no ha cambiado nada—dije.

—¡Qué va, ya soy vieja! El cuerpoya no me responde como antes. Usted síque está joven.

—Ni hablar. ¡Ya tengo tres hijos!Había pensado en comprarles algunacosa, aprovechando el viaje…

Después de intercambiar los saludospropios de personas que no se han vistoen mucho tiempo, le pregunté sobreviejos conocidos; y, de repente,

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cambiándole la expresión, la mujer mepreguntó si había llegado a conocer aYochan. Cuando le repuse que no, fue ala trastienda y volvió con tres cuadernosy tres fotos de él.

—Quizá sean un buen material paraescribir una novela —dijo,entregándomelos.

No puedo escribir cuando la genteme obliga a aceptar un material. Medisponía a devolverlo todo en el actocuando las foros de Yozo —ya mencioneen el prólogo sobre su expresiónmisteriosa— me llamaron la atención ydecidí quedarme con los cuadernos.

Después de decirle a la mujer que

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pasaría antes de regresar a Tokio, lepregunté por fulano de tal, que vivía ental parte y era profesor de la universidadfemenina, y resultó que lo conocía.Además, era cliente del café y su casaestaba muy cerca.

Aquella noche, después deintercambiar algunas copas de sake conmi amigo, acepté su ofrecimiento dedormir en su casa. Me puse a leer loscuadernos y no pegué ojo hasta que losterminé, ya de madrugada.

Lo que estaba escrito pertenecía alpasado, pero estaba seguro de queresultaría interesante para las personasde ahora. Pensé que, más que hacer yo

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torpes modificaciones, lo mejor seríaofrecerlo a alguna revista que lopublicase tal como estaba.

Compré pescado seco de regalo paramis hijos. Después de contarle a miamigo lo acontecido, me cargué lamochila medio vacía a la espalda y meacerque al café.

—Gracias por todo lo de ayer —comencé, y enseguida fui al grano—. Mepregunto si podría prestarme loscuadernos un tiempo.

—Desde luego. Por favor…—¿Todavía está vivo?—No tengo la menor idea. Diez años

atrás llegó un paquete con los cuadernos

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y las fotos al bar de Kyobashi. No tengola menor duda de que lo envió Yochan,aunque no figuraba el remitente. Durantelos bombardeos se traspapeló entreotras cosas; pero, sorprendentemente,apareció de nuevo sano y salvo. Hacepoco me leí todo lo que estaba escritoen los cuadernos…

—¿La hizo llorar?—No… Más que llorar, me hizo

pensaren que cuando una persona llega aesa situación… Aaah, ya no hay nadaque hacer.

—Como pasaron diez años, tal vezhaya muerto. Quizá se los hizo llegarcomo muestra de agradecimiento. Puede

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ser que haya exagerado un poco, peroseguro que la hizo sufrir mucho,¿verdad? Si todo lo que escribió fueracierto y yo hubiese sido su amigo,imagino que también hubiera queridointernarlo en un manicomio.

—Toda la culpa fue de su padre —dijo con la mayor naturalidad—. ElYochan que conocí era muy dulce eingenioso. Si no hubiese bebido tanto…No, incluso bebiendo de ese modo eracomo un ángel, un muchacho excelente.

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OSAMU DAZAI (Kanagi, 1909 - Tokio,1948), seudónimo de Tsushima Shuji, esuno de los escritores modernos másapreciados en Japón. Décimo hijo deuna familia acomodada del norte deJapón, Dazai estudió literatura francesaen la universidad de Tokio, aunque sejactaba de no haber asistido jamás a una

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clase. En la década de los treinta, y trasabandonar la universidad, militó en elincipiente movimiento comunistaclandestino, motivo por el cual fueencarcelado y torturado por el régimenmilitar. Auténtico enfant terrible de lasletras japonesas, fue candidato alPremio Akutagawa en 1935 y 1936.Desheredado por su padre a causa deuna relación con una geisha de bajorango y acuciado por su adicción a lamorfina y el alcohol, Dazai intentósuicidarse en cuatro ocasiones. Autor devarios libros de relatos y dos novelas, elreconocimiento no le llegaría hasta lapublicación, tras la segunda guerra

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mundial, de Indigno de ser humano y Elocaso. En 1948, pocos meses despuésde la publicación de Indigno de serhumano y una semana antes de cumplircuarenta años, se suicidó con su amanteen Tokio arrojándose a un canal del ríoTama.

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Notas

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[1] Especie de falda pantalón largautilizada con el kimono en ocasionesformales. (Todas las notas a pie depágina son de la traductora). <<

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[2] Diminutivo familiar de Yozo. <<

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[3] Nombre con la connotación de unapersona atolondrada y caótica. <<

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[4] Nombre con la connotación de unapersona sabelotodo. <<

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[5] Nombre de Tokio hasta 1868, año dela Restauración Meiji. <<

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[6] Carrito para transportar personastirado por un hombre. <<

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[7] Forma familiar que significa«.hermana mayor». <<

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[8] Literalmente, «brandy eléctrico». Setrata de una mezcla de diversos licores,que nació en el barrio castizo tokiota deAsakusa. <<

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[9] Fideos fabricados con harina dealforfón, que suelen tomarse en sopa. <<

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[10] Cuenco de arroz sobre el que sirvenverduras o pescado rebozados. <<

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[11] Brochetas de pollo asado. <<

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[12] Región que comprende Kioto, Kobey Osaka. <<

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[13] Unidad monetaria equivalente a lacentésima parte de un yen. <<

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[14] Pescado crudo, cortado en finaslonchas, que se consume aderezado consalsa de soja y otros condimentos. <<

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[15] Sardinas minúsculas prensadas comosi fueran una hoja de papel. <<

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[16] En un juego de palabras, que utilizados combinaciones de ideogramas de lamisma pronunciación, el nombretambién podría significar «el quesobrevivió a un pacto de suicidio». <<

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[17] Colección de poemas de OmarKhayyam, poeta persa del siglo XII,caracterizados por la libertad depensamiento, el nihilismo, el desafío alos dioses y el amor por la bebida. <<

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[18] Aguardiente de barata o trigo. <<

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[19] Literalmente, «Flor de luna». <<

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[20] Canciones populares en la Era Edo,que se acompañaban con música deshamisen, instrumento tradicional detres cuerdas. <<

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[21] Juego de palabras basado en invertirlas sílabas. En japonés, delito se dicetsumi y miel mitsu. <<

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[22] Este termino, en lenguaje vulgar,hace referencia al sexo femenino. <<

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[23] Antigua medida de longitudequivalente a unos cuatro kilómetros. <<