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Apuntes para una lectura comparativa entre “La decadencia de la mentira” de Oscar Wilde y “Belmonte, el trágico” de Abraham Valdelomar Por Jim Anchante Arias Sumilla: Estudio de literatura comparada entre textos de Oscar Wilde y Abraham Valdelomar. 1. Introducción Como sabemos, el dandismo de Abraham Valdelomar (Ica, 1888 – Ayacucho, 1919) estuvo inspirado, sobre todo, en la prédica vital y artística del escritor irlandés Oscar Wilde (Dublín, 1854 – París, 1900). Sin embargo, observamos con sorpresa que la bibliografía crítica comparativa sobre la vida y, en especial, sobre la obra entre ambos autores, discípulo y maestro respectivamente, es realmente escasa. Consideramos que semejante estudio es importantísimo para conocer a cabalidad la propuesta estética del autor de “El Caballero Carmelo”. En la presente ponencia quisiéramos contribuir preliminarmente a llenar este vacío elaborando algunos apuntes sobre las relaciones entre dos ensayos en que se desarrollan ideas fundamentales de los autores que nos competen: “La decadencia de la mentira” (1889) de Wilde y “Belmonte, el trágico” (1918) de Valdelomar. Y, a partir de ello, quisiéramos reflexionar sobre ciertos ejes temáticos fundamentales en ambos ensayos, tales como la noción de Naturaleza y la relación entre Vida y Arte, entre otros. 2. El diálogo ensayístico wildeano “La decadencia de la mentira” es un ensayo en que Wilde reflexiona sobre aspectos básicos de su visión y praxis estética. Formalmente, emplea una estrategia discursiva que también utiliza en otros ensayos y que le era bastante atractiva: el diálogo. Ello le permite

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Apuntes para una lectura comparativa entre “La decadencia de la mentira” de Oscar

Wilde y “Belmonte, el trágico” de Abraham Valdelomar

Por Jim Anchante Arias

Sumilla: Estudio de literatura comparada entre textos de Oscar Wilde y Abraham

Valdelomar.

1. Introducción

Como sabemos, el dandismo de Abraham Valdelomar (Ica, 1888 – Ayacucho, 1919)

estuvo inspirado, sobre todo, en la prédica vital y artística del escritor irlandés Oscar Wilde

(Dublín, 1854 – París, 1900). Sin embargo, observamos con sorpresa que la bibliografía

crítica comparativa sobre la vida y, en especial, sobre la obra entre ambos autores,

discípulo y maestro respectivamente, es realmente escasa. Consideramos que semejante

estudio es importantísimo para conocer a cabalidad la propuesta estética del autor de “El

Caballero Carmelo”.

En la presente ponencia quisiéramos contribuir preliminarmente a llenar este vacío

elaborando algunos apuntes sobre las relaciones entre dos ensayos en que se desarrollan

ideas fundamentales de los autores que nos competen: “La decadencia de la mentira”

(1889) de Wilde y “Belmonte, el trágico” (1918) de Valdelomar. Y, a partir de ello,

quisiéramos reflexionar sobre ciertos ejes temáticos fundamentales en ambos ensayos,

tales como la noción de Naturaleza y la relación entre Vida y Arte, entre otros.

2. El diálogo ensayístico wildeano

“La decadencia de la mentira” es un ensayo en que Wilde reflexiona sobre aspectos

básicos de su visión y praxis estética. Formalmente, emplea una estrategia discursiva que

también utiliza en otros ensayos y que le era bastante atractiva: el diálogo. Ello le permite

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eludir el matiz erudito que suele envolver esta práctica discursiva y con la que Wilde no se

sentía en absoluto identificado. Luis Martínez Victorio, en su introducción a una edición

bilingüe de El crítico como artista (1890), analiza la naturaleza de este ensayo dialógico

wildeano, equiparable con “La decadencia de la mentira:

“El ensayo se organiza en forma de diálogo mayéutico entre dos personajes. Uno –Gilbert–

lleva el peso de la filosofía wildeana; el otro –Ernest– se limita a formular preguntas y

plantear objeciones fácilmente desmontables por el interlocutor dominante, para acabar

asumiendo su punto de vista. Con esta estrategia, el autor probablemente perseguía varios

objetivos complementarios entre sí. Primero, que la improvisación propia del diálogo hiciera

más verosímil la contradicción y la ambigüedad con la que suele desenvolverse Wilde;

segundo, que las ideas expuestas no se pudieran atribuir directamente al autor, pues, como

señala Gilbert, el diálogo es una de las formas objetivas a las que el crítico puede recurrir;

tercero, dejar constancia del elitismo propio de los dandis, al presentar como una

conversación distendida entre los amigos lo que de hecho es una profunda propuesta

estética y filosófica, algo al alcance de muy pocos mortales; y cuarto, colocar la teoría en un

marco de frivolidad que evitase el estilo de la sesuda disquisición erudita, género poco

acorde con la personalidad de Wilde.” (Martínez Victorio 2001: 31-32)

En “La decadencia de la mentira” los interlocutores son Vivian y Cyril1, quienes

cumplen una función similar a las señaladas en “El crítico como artista”: Cyril es quien

realiza en general las preguntas y establece breves afirmaciones, mientras que Vivian

soporta la mayor parte del contenido del texto y actúa como un alter ego wildeano. En

pocas palabras, la reflexión gira en torno de la crisis del arte de su tiempo. El ensayo se

entiende así como una suerte de “protesta contra la decadencia de la imaginación

creadora” (Funke 1972: 111). Se inicia con una oposición entre Arte y Naturaleza, y se

afirma que la primera es definitivamente superior a la segunda:

1 Como nos recuerda Ricardo Baeza, Vivian y Cyril fueron los nombres de los hijos de Wilde, los cuales ya

habían nacido cuando se escribió este ensayo. (Wilde 1953: 23)

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“(…) mi propia experiencia me dice que, cuanto más estudiamos el Arte, menos nos importa

la Naturaleza. Lo que el Arte nos revela realmente es la falta de todo propósito en la

Naturaleza, sus singulares crudezas, su extraordinaria monotonía y su condición

absolutamente inconclusa. (…) Claro está que es una suerte para nosotros que la Naturaleza

sea tan imperfecta, pues de otro modo no habría arte alguno. El Arte es nuestra ardida

protesta, nuestra valerosa tentativa para enseñarle a la Naturaleza el puesto que le

corresponde.” (Wilde 1953: 23)

A continuación hay una suerte de identificación de la Naturaleza con la Verdad, y de

la Ficción (entendida como Arte) con la Mentira. Esta Ficción o Mentira es, para Wilde, eje

del Arte por excelencia y su decadencia (de ahí el motivo del título) es justamente causa

de la crisis estética de su tiempo, pues justamente esta Mentira se sostiene en una

actividad fundamental para el artista: la imaginación. Es así como se critica la corriente

realista o naturalista de su tiempo, la cual, a decir de Wilde, terminará por derrumbar al

verdadero Gran Arte: “(…) lo cierto es que como no se haga algo para impedir, o modificar

cuando menos, este culto monstruoso de los hechos que ha llegado a ser el nuestro, el

Arte quedará estéril y la Belleza desaparecerá de este mundo” (Wilde 1953: 27). Las

críticas negativas a autores como Maupassant o Zola, son ejemplificaciones de ese

“burdo” interés de representar la realidad “tal y como es”.

La idea principal de este ensayo es destacar la noción de ficción y/o mentira en la

naturaleza del Arte, por encima de la visión realista de la naturaleza y la verdad. Para

Wilde, no solo el Arte es superior a la vida, sino que además esta segunda es discípula de

la primera:

“El Arte, irrumpiendo en la cárcel del realismo, correrá a su encuentro y besará sus labios

mendaces y perfectos, sabiendo que sólo él está en posesión del gran secreto de todas las

manifestaciones artísticas, el secreto de que la Verdad es, en absoluto, una simple cuestión

de estilo; en tanto que la Vida –la mísera Vida, verosímil y sin interés– cansada de repetirse

en beneficio de Mr. Herbert Spencer, los historiadores científicos y los compiladores de

estadísticas en general, le seguirá dócilmente, tratando de reproducir, a su manera sencilla

e inexperta, algunas de las maravillas de que el Arte habla.” (Wilde 1953: 43-44)

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Hemos tratado de realizar una breve síntesis de las ideas estéticas de Wilde en el

ensayo que nos compete. A continuación, buscaremos hacer lo propio con el de

Valdelomar.

3. “Belmonte, el trágico” y el ritmo universal del arte

“Belmonte, el trágico” es, sin duda, el ensayo de más largo aliento de Valdelomar.

Ahora bien, estudiosos del escritor iqueño concuerdan en que, debido a su escasa

preparación filosófica, no plasmó en este ni en ningún otro texto un programa

sistematizado de estética. Al parecer, esa no fue tampoco su intención, como en el caso

de los ensayos dialogados de Wilde (considerando, como es obvio, las diferencias de

formación entre ambos escritores). Sobre “Belmonte, el trágico”, ensayo sobre el toreo

dividido en 9 capítulos, Luis Fabio Xammar afirma que

“Los primeros capítulos son los más débiles, porque pese a su excelente prosa, la

inexperiencia filosófica de Valdelomar, no le permitía desenvolverse con estricta solvencia

en el campo de la pura especulación. Así, sus consideraciones sobre el ritmo y sobre el

genio, son más literalmente audaces, que precisamente científicas. En cambio cuando

ingresa al campo emocional, que es el suyo propio, admiramos una vez más la violencia

afectiva que es la imagen inseparable de su vida.” (Xammar 1940: 64-65)

Luis Loayza, en concordancia con lo anterior, define “Belmonte, el trágico” como un

“largo ensayo de estética del toreo escrito por un muchacho de talento que no sabe gran

cosa de estética ni, según él mismo lo confiesa, de toros” (Loayza 1974: 155). Y eso lo lleva

a sopesar en términos negativos la propuesta estética de Valdelomar:

“Más grave es que una de sus últimas obras, Belmonte el trágico, esté malograda desde el

comienzo por esa falsa profundidad que podía impresionar a ciertos lectores pero que, al

final, sólo se hunde en la obra misma. Muchas de sus frases serían sin duda brillantes en una

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conversación del Palais, y el intento de hacer filosofía estética a partir del toreo puede ser

muy moderno, pero la literatura es algo más que eso. Si Valdelomar intentó un libro para el

que no estaba preparado fue porque reiteraba así su imagen de joven genial que se salva

por la intuición o por el estilo aun cuando tenga muy poco que decir: caía así en su propia

trampa, tomaba en serio a su personaje.” (Loayza 1974: 158)

Consideramos que hay mucho de cierto sobre la poca preparación del escritor para

llevar adelante un proyecto de semejante envergadura. Sin embargo, a pesar de ello logra

concretar una obra que, en palabras de Xammar, llega a presentar un “sentido

sistemático” en relación con el comentario hacia Belmonte. Sinteticemos en cierta medida

su propuesta.

La base del presente ensayo es una reflexión estética del toreo, el cual, en palabras

de Valdelomar, es el arte más completo, pues ninguno “dispone de más elementos

plásticos, expresivos y sugerentes. El arte de danzar ante la muerte resume en sí todos los

demás artes, por lo menos sustancialmente. Tiene, de la pintura, el color, la luz, la

armonía; tiene de la música el ritmo; tiene de la escultura, la línea, el relieve, la forma;

tiene de la arquitectura los planos” (Valdelomar 1988: 139). Y para realizar ello se centra

en un personaje paradigmático de esta expresión: Juan Belmonte (1892-1962), torero

sevillano que, a decir de los expertos, revolucionó el toreo de su tiempo al romper con el

“paradigma lagartijero”, el cual tenía que ver con antigua separación que había entre el

“espacio para el torero” y el espacio para el toro” en el ruedo. O, empleando dichos del

propio Belmonte, estableció el paso de “o te quitas tú o te quita el toro” a “no te quitas tú

ni te quita el toro si sabes torear”. Belmonte realizó algunas corridas en Lima en 1917 y

fue allí cuando se vuelve amigo de Valdelomar, el cual, según la nota preliminar del

ensayo, solo ha conversado de toros con “Belmonte y Gaona y no trataré con otros”

(Valdelomar 1988: 108).

Pero este ensayo empieza con una amplia reflexión sobre el “ritmo universal” en el

arte, como él mismo lo define, a partir de una anécdota del filósofo Pitágoras. Según

Valdelomar, Pitágoras descubre este “ritmo universal” a través del golpear isócrono de un

martillo sobre un yunque por parte de un forjador en un proceso que va del impulso a la

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fuerza y de allí al “ritmo sonoro y musical”. Es así como el griego tuvo el “alumbramiento

estupendo de la ley del ritmo universal”, que define todo lo existente, incluido el arte: “en

esta anécdota pitagórica se suman y concretan todos los sistemas, todas las leyes, todos

los procesos de la estética moderna y antigua, siendo el arte como se verá, por excelencia,

el fruto de la exaltación y perfección del ritmo” (Valdelomar 1988: 112). Afirmación sin

duda exagerada, pero que el escritor asume sin titubeos para tratar de demostrar la

superioridad del toreo por sobre las demás artes.

A continuación, establece una división entre dos tipos de ritmo: uno preexistente,

objetivo o natural, y otro por plasmarse o supremo. El primero subyace en lo ya existente,

tanto en el mundo como en el arte. Quienes lo dominan, a decir de Valdelomar, son

grandes artistas. En cambio, al segundo solo se puede acceder en condiciones

extrahumanas y divinas. Quienes logran dominar la “sinfonía de la Naturaleza” a través de

un ritmo intermedio (denominado “de la inteligencia”) y crear nuevos ritmos sobre lo ya

existentes, vale decir, alcanzar el ritmo supremo, son los artistas de genio. Es así como

Valdelomar clasifica a los artistas en grandes (Argensola, Murillo) y geniales (Goya y

Belmonte, entre otros). Los primeros son parte de una rica tradición; los segundos

(utilizando las palabras de Hugo a Baudelaire) traen un “estremecimiento nuevo”.

Valdelomar afirma que “el artista produce un sentimiento de admiración; el Genio

desconcierta” (Valdelomar 1988: 117).

Esta clasificación le sirve a nuestro autor para afirmar que lo que determina al arte

genial es el “efecto de lo trágico inmediato”, y que esta identificación con lo trágico no se

consigue más que con la contemplación de la muerte. Es allí donde destaca al toreo y en

particular al de Belmonte, que, como ya se dijo, define como “danza misma realizada ante

la muerte, exaltada y sutilizada ante el peligro, adquiriendo un nuevo valor trascendental

en el que interviene la más poderosa de las fuerzas humanas: el instinto” (Valdelomar

1988: 139). Asimismo, supone que esta lucha entre dos fuerzas (la del toro y la del

hombre), lucha heroica y trágica, llega a vencer a la muerte misma en una fiesta macabra

cuyo efecto catártico no tiene punto de comparación con las demás artes. Sobre Belmonte

dice lo siguiente:

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“Y es que este hombre singular y extraordinario vive envuelto en una atmósfera trágica. La

muerte, decepcionada ya, resignada y vencida, enamorada de él y por él rechazada, parece

que quisiera tener el consuelo macabro de estar a su lado y esperar así la hora que el

Destino y la ley natural le concedan para llevárselo. Y la muerte, ese sentido de lo trágico

permanente, le envuelve y llega hasta lo que podemos, en un momento dado, ponemos a

tono con el espíritu del artista”. (Valdelomar 1988: 117)

4. Naturaleza / Vida como dependientes y/o creaciones del Arte

Hasta aquí pareciera que no hay mayor relación entre uno y otro ensayo. Sin

embargo, la exaltación desmesurada con que ambos autores representan al arte y al

artista, genera que en ellos se observe una suerte de caracterización estética que excede

los límites humanos y que sea entendida en términos divinos. Recordemos la visión

intrínseca que Wilde da del arte, y que en cierta medida puede ser entendida como

precursora de propuestas estéticas futuras como el Creacionismo de Huidobro (para quien

el poeta es un “pequeño Dios”):

“El Arte encuentra su propia perfección dentro, y no fuera, de sí mismo. No debe ser

juzgado con arreglo a ningún patrón externo de semejanza. (…) Suyas son las formas más

reales que los hombres vivientes, y suyos los grandes arquetipos, en comparación de los

cuales las cosas existentes no son sino copias inconclusas. La Naturaleza, a los ojos del Arte,

no tiene leyes, ni uniformidad. (…) El Arte puede llevar a cabo milagros, con sólo desearlo

así, y cuando llama a los monstruos de las profundidades, éstos acuden a su llamamiento. El

Arte puede hacer florecer el almendro en invierno, y enviar la nieve sobre el trigal en sazón.

A su conjuro, la escarcha posa su dedo de plata sobre la boca ardiente de junio, y los

crinados leones se deslizan rampando fuera de los roquedales de las montañas lidias.”

(Wilde 1953: 45)

Valdelomar, por su parte, señala que no hay nadie más cercano a Dios que el artista

genial cuando, sobre la base de la los ritmos preexistentes de la Naturaleza, crea unos

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nuevos y con ello no solo modifica, sino configura una Realidad nueva, estremecedora y

trágica:

“La Naturaleza que va siempre, en el camino más perfecto, caminando sobre estos puntos

culminantes son como cumbres sobre las cuales marcha el espíritu de la Humanidad hacia

su estado perfecto, hacia un ritmo supremo para confundirse con aquel ritmo preexistente,

para integrarse en la gran Unidad rítmica que es Dios. Los artistas, los héroes, los genios, los

que aportan la mayor perfección rítmica son los que más se acercan a Dios.” (Valdelomar

1988: 113).

Sin embargo, esta alusión a lo divino no quiere decir que ambas propuestas deban

ser entendidas a partir de una perspectiva cristiana. Al contrario, consideramos que son

producto de los cambios que se dieron en el siglo XIX con los avances de la ciencia, así

como con la problemática religiosa a partir de científicos como Darwin, filósofos como

Nietzsche, movimientos literarios como el Realismo, entre otros. Recordemos que, en un

periodo en que se puso en tela de juicio la creencia en lo divino, escritores como Flaubert

ascendían al arte a la categoría de religión. Wilde fue un producto de ese mal del fin de

siglo tan estudiado y que, frente a los ideales de progreso y de ciencia, pero también de

resistencia de la moral y la fe cristianas, optaba por una tercera opción: el arte. Un arte

sutil, elitista y decadente, que les hiciera recordar la vulgaridad de una época marcada por

una visión realista y, por ende, simplificada del mundo. Y es allí cuando se plasma la visión

wildeana de la supremacía del arte por sobre la vida, y de cómo la segunda imita más a la

primera y no al revés, tal y como nos enseñara la noción aristotélica de la mímesis. Es la

supremacía de la Mentira o Ficción por sobre la Verdad o Naturaleza:

“la Vida imita al Arte mucho más de lo que el Arte imita a la Vida. Esto proviene no sólo del

instinto imitativo de la Vida, sino de que el fin consciente de la Vida es el encontrar

expresión y de que el Arte le ofrece ciertas formas bellas por medio de las cuales puede

llevar a cabo ese impulso. (…) Ese es el secreto del encanto de la Naturaleza, así como la

explicación de su flaqueza.

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La revelación final es que la Mentira, el cuento de cosas bellas inexactas, es el fin propio del

Arte.” (Wilde 1953: 62-63)

La visión de Valdelomar sobre lo divino y su vínculo con lo estético es, a nuestro

parecer, menos pesimista pero más conflictiva. El artista genial es una suerte de dios que

es capaz de crear una nueva Realidad al componer nuevos ritmos sobre la base de los

preexistentes. Ello nos permite afirmar que en el mundo del arte son varios, y no solo

Uno, los dioses que al crear transforman, al conocer la Realidad y Naturaleza modelan una

nueva, en la exacta dimensión de su tragicidad y angustia:

“Para el Genio no hay ritmo preexistente. Para el hombre genial la Naturaleza es una vasta

sinfonía, una conjunción de ritmos parciales orquestando la unidad Esencial y Única. Él verá

y constatará todos los ritmos existentes y entre ellos tendrá aquella trágica angustia que se

traduce siempre en una sed perpetua de algo nuevo, en una perpetua ansia, querrá

establecer con los valores existentes, nuevas proporciones; y querrá fijar las leyes

inmutables de los ritmos nacientes. Poseerá la facultad de los dioses y será creador.”

(Valdelomar 1988: 117).

Tanto para Wilde como para Valdelomar hay una supremacía del Arte por sobre la

Vida y la Realidad. Para el escritor irlandés es la Mentira o Ficción lo que determina al Arte

bello, por encima de la expresión realista o naturalista, vulgar e imitativa. El arte no debe

imitar a la naturaleza, pues esta es imperfecta, sino al contrario: la realidad debe ser

moldeada a partir de las características de un arte bello. Ahora bien, aunque Wilde, en el

ensayo que nos compete, se base sobre todo en la literatura, no deja de sugerir, como nos

recuerda Martínez Victorio, que la perfección artística no puede lograrse más que en la

música:

“(…) la música simboliza una esfera que está por encima y antes de toda apariencia y sólo

gracias al espíritu de la música comprendemos la alegría por la aniquilación del individuo.

Wilde, por boca de Gilbert, también nos dice que la música es el tipo perfecto de arte”, ya

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que “nunca puede revelar su secreto último. Y en la vivencia de la música, como en la de la

herencia, se derrumban los muros de contención del propio yo…” (Martínez Victorio 2001:

26)

Valdelomar, si bien coloca al toreo por sobre las demás artes, no deja de insistir en

el ritmo sonoro que el artista genial debe alcanzar para crear la Obra genial, aquella que

tiene como base los ritmos de la Naturaleza existentes, y sobre los cuales logra crear un

Ritmo supremo, trágico y angustioso: melodía, movimiento y danza que hermanados

configuran la contemplación de la muerte. He ahí la genialidad del artista, de aquel que

pone al Arte por sobre su vida misma, hasta casi ocupar su lugar. Wilde y Valdelomar,

maestro y discípulo, podrían atestiguar ello.

Bibliografía

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1972 FUNKE, Peter. “Arte y crítica”. En: Oscar Wilde. Madrid: Alianza Editorial. pp. 106-

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1974 LOAYZA, Luis. “El joven Valdelomar”. En: El sol de Lima. Lima: Mosca Azul Editores.

pp. 147-166.

2001 MARTÍNEZ VICTORIO, Luis. “Introducción: Así habló el fin de siglo”. En: Wilde,

Oscar. El crítico como artista (edición bilingüe). Madrid: Langre. pp. 9-37.

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Abraham Valdelomar”. En: Studium Veritatis, Año 9, Nº 15, pp. 313-328.

1988 VALDELOMAR, Abraham. “Belmonte el trágico: ensayo de una estética futura, a

través de un arte nuevo”. En: Valdelomar. Obras (II). Lima: Edubanco. Edición de

Luis Alberto Sánchez. pp. 105-182.

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Buenos Aires: El Ateneo. Edición y traducción de Ricardo Baeza. pp. 19-63.

1940 XAMMAR, Luis Fabio. “Una interpretación emocional del toreo”. En: Valdelomar:

signo. Lima: Sphinx. pp. 63-66.