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Página | 1 POLÍTICA Y PODER: LA CONSTRUCCIÓN POLÍTICA DE LA REALIDAD MANUAL DE CIENCIA POLÍTICA Esquema de clases PREFACIO Los manuales de Ciencia Política tienen por objeto presentar una síntesis teórica y conceptual de las principales categorías de análisis de la disciplina, para explicar y comprender los procesos políticos. El objeto de la ciencia es la política -la politeia de los griegos, es decir, la comunidad politica- lo que significa que estudia las interacciones que se producen entre los individuos y otras unidades políticas en relación con el poder. A subrayar aquí el concepto de « producción de relaciones » en la medida en que los individuos, en cuanto sujetos a la vez individuales y sociales, producen constantemente sus relaciones políticas en el tiempo y en el espacio, y en un proceso a la vez material y simbólico.

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POLÍTICA Y PODER: LA CONSTRUCCIÓN POLÍTICA DE LA REALIDAD

MANUAL DE CIENCIA POLÍTICA

Esquema de clases

PREFACIO

Los manuales de Ciencia Política tienen por objeto presentar una síntesis teórica y conceptual de las principales

categorías de análisis de la disciplina, para explicar y comprender los procesos políticos.

El objeto de la ciencia es la política -la politeia de los griegos, es decir, la comunidad politica- lo que significa que estudia

las interacciones que se producen entre los individuos y otras unidades políticas en relación con el poder. A subrayar

aquí el concepto de « producción de relaciones » en la medida en que los individuos, en cuanto sujetos a la vez

individuales y sociales, producen constantemente sus relaciones políticas en el tiempo y en el espacio, y en un proceso

a la vez material y simbólico.

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El objeto « política » es entonces, como lo veremos en este texto, una forma de relación social que se articula en relación

y para el poder.

Ahora bien, la problemática política puede estudiarse en cuanto se manifiesta en la realidad social e histórica mediante

estructuras, sistemas, instituciones, normas, costumbres, creencias y valores que le son propios y característicos y cuya

especificidad reside precisamente en que se producen en relación con el poder y las modalidades como éste se ejerce.

En realidad, la « política » es una construcción intelectual, es un constructo conceptual y teórico que, para ser conocido

y re-conocido, necesita manifestarse, expresarse, cristalizar más o menos concretamente, en formas de relación social

y política cuya materialidad nos permita identificarlos y someterlos a análisis y crítica. Si no existieran las estructuras,

normas e instituciones en las que se « realiza » la vida política de una sociedad determinada, no tendríamos forma de

conocer de su existencia.

Desde sus orígenes la política ha surgido como un concepto y como un objeto de estudio caracterizado por su polisemia.

La idea de Política ha estado históricamente revestida de diversos significados.

La noción de política se origina en las palabras griegas «polis», «politeia», «politike», «politica».

La «polis» en su acepción original, nos remite a una realidad política específicamente griega pero de alcance universal:

la «polis» era una ciudad-Estado, es decir, un cierto tipo de ordenamiento político circunscrito al territorio de la ciudad

y sus alrededores inmediatos y dentro del cual se ejercía un conjunto de poderes independientes de las demás ciudades.

Pero además del « recinto urbano », la polis era la reunión de individuos que constituían la ciudad, es decir los

ciudadanos. La polis surgió y era una expresión de la multiplicidad de unidades políticas que caracterizaba a la Hélade

en la antiguedad.

A su vez, politeia», tiene significados mucho más precisos y más ricos para los fines de la Ciencia Política. Se refiere al

Estado, a la constitución de un Estado, al régimen político que gobierna una sociedad, y estos son objetos privilegiados

del estudio politológico, en la medida en que hace referencia a ciertos modos de organización del poder dentro de una

sociedad y en algún momento de su devenir histórico.

La palabra «politica» o mas bien «ta politica» (castellanizando el griego), es el plural neutro de «politikos», y significa

las cosas políticas, los asuntos cívicos, las cuestiones que se tratan en la esfera política de la sociedad.

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Y por último «e politike», se refiere al arte de la política, al arte de gobernar, de dirigir la sociedad y el Estado, y desde

este punto de vista, hace alusión a la «techné», es decir, a los medios y recursos técnicos de que nos valemos para

buscar, adquirir y ejercer el poder.

El encuentro de la Ciencia Política con las demás disciplinas de las Ciencias Sociales, a lo largo de los dos recientes siglos,

ha dado lugar a un diálogo enriquecedor y a una confrontación de conceptos y de metodologías, que debieran

conducirnos a completar y a hacer más integral la visión de nuestra disciplina frente a los hechos y procesos políticos.

Debemos reconocer que tres han sido las disciplinas desde las cuales han surgido los fundamentos originarios de la

Ciencia Política: la Filosofía, la Historia y el Derecho. Es decir, la Ciencia Política, como disciplina que surge en la

modernidad, presenta un carácter multidisciplinario y en especial, interdisciplinario, en el sentido que integra

conceptos, teorías y categorías de análisis provenientes de distintos universos conceptuales, pero les otorga una

definición y sentido propios, asociados al tópico del poder.

Buscamos entonces la interdisciplinariedad, centrando en la Ciencia Política la estructura conceptual que permite

avanzar en una comprensión más amplia y diversa de los fenómenos políticos, a la luz de su evolución contemporánea.

La construcción del conocimiento politológico requiere de una fuerte dosis de conocimientos históricos, tanto para los

efectos comparativos como para comprender los hechos políticos ocurridos en el pasado, como material empírico para

el análisis.

Además se presenta aquí una descripción crítica de los principales conceptos sobre la Política y el poder actualmente

vigentes desde la perspectiva del paradigma realista de la Ciencia Política. Los principales autores y escuelas de

pensamiento politológico y sociológico que sirven de ejes teórico-conceptuales de este texto son Hans Morgenthau y

Kenneth Waltz. La teoría de campos y de la representación política de Pierre Bourdieu es uno de los paradigmas claves

de la modernidad para entender la política.

*

El texto se divide en 8 capítulos, integrando los tópicos de los Programas de las asignaturas de Ciencia Política I y II,

Sistemas Políticos, Partidos Políticos y Sistemas Electorales:

PRIMERA PARTE

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I.- Los fundamentos de la política y el poder.

II.- El Estado.

III.- La política como campo de fuerzas.

IV.- La construcción institucional de la política.

SEGUNDA PARTE

V.- Los procesos políticos.

VI.- La construcción simbólica de la política y el poder.

TERCERA PARTE

VII.- Las políticas públicas. El Estado en acción.

VIII.- El campo de la política a escala global.

*

Este esquema ha sido construido sobre la base de los apuntes y esquemas de clases de las asignaturas de Ciencia Política

I y II, Sistemas Políticos, Partidos Políticos y Sistemas Electorales, del II, III y IV año de la carrera de Licenciatura en Ciencia

Política de la Universidad de Artes y Ciencias Sociales ARCIS, sede Punta Arenas.

Las materias contenidas en este esquema de clases, no sustituyen sino complementan los contenidos impartidos en el

aula.

Manuel Luis Rodríguez U.

2005

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PRIMERA PARTE

INTRODUCCION

El estudio de la Ciencia Política como disciplina científica reconoce que los orígenes de la Política como campo de

conocimientos se encuentra en la antigüedad clásica greco-romana con Platón, Aristóteles, Marco Tulio Cicerón, para

el mundo occidental, en Ibn Kaldhoun y Mahoma para el mundo árabe y en Confucio y Sun Tzu para el mundo oriental.

Es al interior de estas tradiciones intelectuales que se sitúa la aparición de la escuela realista del pensamiento

politológico, surgido inicialmente como reflexión acerca de las Relaciones Internacionales y a continuación involucrada

en el quehacer político.

La política en un cambio de época

Es un tópico frecuente e instalado en el imaginario intelectual moderno el que la sociedad contemporánea actualmente

vive un proceso de cambios. La afirmación fundamental aquí es que se trata no solamente de una época de cambios,

sino que más profundamente, estamos asistiendo a un cambio de época.

La naturaleza del cambio como sujeto teórico y conceptual, viene asociada a la noción que la sociedad es un fenómeno

estático que experimentaría momentos de aceleración o de cambio. La realidad sin embargo es otra.

El cambio fundamental que caracteriza a la sociedad contemporánea es el de una profunda y prolongada transición

desde una sociedad basada en el trabajo físico, el consumo de la energía no-renovable y una cultura tradicional, a una

sociedad basada en el conocimiento, la información al mismo tiempo que presenciamos la desestructuración de la

cultura moderna y post-moderna.

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Los cambios ocurren entonces simultáneamente en distintas esferas de la vida social y por ello, la dificultad que

enfrentan las Ciencias Sociales y la Ciencia Política en este estado latente y cambiante de cosas, es la de tratar de

entender, analizar y comprender los cambios mientras los cambios están sucediendo.

Una de las dimensiones que más cambios está experimentando como efecto de esta transformación profunda de la

sociedad, es la del campo de la Política y del poder.

Allí donde los individuos, los grupos, los movimientos, la sociedad civil, los partidos y las instituciones del Estado

convergen, para resolver sus demandas, para concertar las normas que regirán el sistema de gobierno, allí los cambios

que provienen de la esfera económica y cultural, están ocasionando disfunciones susceptibles de alterar todo el orden

político.

En síntesis, existe un orden político inherente a toda sociedad humana históricamente determinada, y se forma en torno

a él una dimensión cada vez más compleja de organizaciones e instituciones, de fuerzas y de procesos dinámicos, de

interacciones y fuerzas. Existe una construcción política de la realidad, así como existe una construcción social, cultural

o económica de la vida humana.

¿Por qué se afirma que existe “la construcción política de la realidad”?

Porque en la sociedad humana existe toda una amplia dimensión material y simbólica especialmente referida a lo

político, en la que se resuelven las cuestiones relativas al gobierno de dicha sociedad. La realidad es constantemente

construida y reconstruida –imaginaria y materialmente- desde la política, desde las prácticas políticas y de poder.

Una de las hipótesis de base que sustentan a este ensayo, es la afirmación de que existe una manera política de ver la

realidad, de comprenderla y de insertarse en ella, del mismo modo como la Política y quienes la realizan construyen

realidades (materiales e inmateriales o simbólicas) que contribuyen a enriquecer el quehacer social y el desarrollo de la

sociedad.

Así como las personas aprehenden la vida social y cotidiana como una realidad ordenada, del mismo modo, el actor

individual (persona, sujeto, ciudadano) percibe la realidad social como algo independiente de su propio conocimiento,

de modo que cada individuo se forma una idea de la Política y lo político, como una realidad exterior a cada uno.

Lo político se nos presenta entonces, como facticidad objetiva y como significado subjetivo.

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Esta dimensión política de la sociedad, sin embargo, está en crisis. Como se examina a continuación, podemos hablar

de una crisis de la Ciencia Política tradicional como lectura de los fenómenos políticos, y además, una crisis de la

actividad política misma.

La crisis de las lecturas tradicionales de la Ciencia Política

El paradigma tradicional de la Política, y de la Ciencia que la estudia, está en crisis.

No basta con declarar la crisis de la Política, sino que es necesario reconocer que los modelos explicativos que la

Politología se ha dado para encontrar y descifrar las causas de la crisis del fenómeno político en la sociedad moderna,

sino que el propio esfuerzo de interpretación científica de dichos fenómenos de cambio, aparece hoy insuficiente frente

a la emergencia de nuevos fenómenos.

Ya sea que se sitúe en la óptica estructuralista, de la dependencia, del cambio revolucionario o del desarrollismo, la

Ciencia Política enfocaba hasta hoy la problemática social y política, a partir de una lectura fuertemente dual o

polarizada de los sistemas de poder y dominación.

La Ciencia Política moderna ha oscilado sucesivamente, entre la escuela contextualista (que veía la política como

subordinada a fuerzas exógenas), como el enfoque reduccionista (que veía la política y sus instituciones como

determinando el quehacer individual), o la visión utilitaria (que reducía la política a una acción gobernada por decisiones

calculadas), o el enfoque instrumental (que otorgaba prioridad a los resultados de la acción), o la escuela funcionalista

(que aseguraba la eficiencia de la historia).

En cualquiera de estos enfoques, la Ciencia Política moderna ha intentado entender el fenómeno político como una

realidad totalizadora al interior de la sociedad y la cultura, desde la esfera de la teorización y de las elaboraciones

ideológicas, hasta las dimensiones prácticas y operacionales del ejercicio del poder. Hoy es necesario reconocer que

uno de los impactos más profundos de la modernidad y de la postmodernidad sobre la Política y sobre los paradigmas

que la explica, es la de una realidad fragmentada y desestructurada.

La práctica política pierde su centro, deja de ser la preocupación de la ciudadanía.

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Así, la sociedad y los sistemas políticos en particular, han sido percibidos tradicionalmente por las Ciencias Sociales en

general y la Ciencia Política en particular, como campos o arenas de confrontación entre clases, entre poderes

dicotómicos y contrapuestos, como si ciertas leyes científicas determinaran ineluctablemente el choque y el conflicto.

En la lectura tradicional y totalizante anterior, la Ciencia Política además tendía a entender el cambio social y los

procesos políticos de cambio, como coyunturas lineales, fluídas y de ruptura, cuyo contenido esencial era el paso

irreversible y pre-concebido desde una formación social a otra.

Se trataba entonces, de una forma de determinismo empírico e histórico, según el cual o las leyes del mercado, o ciertas

clases sociales serían portadores de una vocación y una voluntad de cambio, fuertemente condicionada por la

trayectoria estructural y la tendencia profunda de los acontecimientos históricos.

Está además, el problema del discurso político, o sea de la retórica y el de su doble relación: con la Ciencia Política en

tanto disciplina científica por un lado, y con la realidad por el otro, tema que se somete aquí a un análisis comunicacional

también realista y crítico.

Modernidad, política y realismo

En una perspectiva macro-social, la problemática de la modernidad en tanto paradigma y en tanto modo de organización

de la sociedad y la cultura, se encuentra en el centro del debate intelectual que hoy tiene lugar. Mientras hay quienes

hablan de una crisis de la Política moderna, otros enfatizan un cuestionamiento al propio paradigma moderno de la

Política, lo que no deja de traer consecuencias para la propia Ciencia Política. Es a este último aspecto, al que se referirá

este análisis.

Como se sabe, el paradigma de la modernidad (sea ésta ilustrada o instrumental), contiene una visión de la Política

entendida como una función reservada y especializada en manos de una elite profesional, y que propone la racionalidad

burocrática y territorial para la organización del Estado, se sustenta en la soberanía de la nación y en la primacía de la

Ley y el Derecho, y postula el desarrollo de la conciencia libre y activa de cada ciudadano, de manera de producir una

condición ciudadana involucrada y comprometida con la vida política.

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Con la modernidad, el Estado (en cualquiera de sus formas, modelos y regímenes) tiende gradualmente a sustituirse y

a sustituir a la Nación, en nombre de la eficiencia burocrática y centralizada, y de un poder político piramidal que

distribuye –o intenta distribuir- beneficios y sanciones.

Esta misma tendencia, conduce a hacer de la actividad política y partidaria un negocio cada vez más mediatizado, una

arena institucionalizada de confrontaciones virtuales y de acuerdos reales, un juego comunicacional de imágenes

superpuestas y de retóricas “light”, que se alejan de la vida real y de las preocupaciones cotidianas de los ciudadanos.

Bajo el paradigma de la modernidad, y dentro de la estructura socio-política de la Nación-Estado, que es uno de sus

rasgos característicos, lo que sucede en realidad es que la lógica de la Nación (que es horizontal, participativa, abierta y

dinámica) tiende a oponerse a la lógica del Estado (que es vertical, burocrático, poco permeable y lento). Y las lógicas

divergentes aquí, se acompañan a la configuración de intereses colectivos e individuales, que se contraponen en su

búsqueda de la hegemonía.

La crítica realista al paradigma político de la modernidad, tiende a subrayar los aspectos paradójicos y contradictorios

de una construcción política que termina por erigirse por encima de los sujetos a los que pretende representar. El

surgimiento y expansión contínua de un aparato estatal moderno y burocratizado, no es una constatación que pueden

arrogarse los ideólogos conservadores o liberales, sino que es un fenómeno histórico objetivo, resultante precisamente

de la propia formación del Estado-Nación, de la incorporación de criterios de eficiencia, racionalidad y rentabilidad en

la gestión pública.

La racionalidad moderna en la Política, tiende a producir una separación, una alienación del ser humano-ciudadano

respecto del poder y del Estado, en la medida en que éste se arroga la totalidad de la función política, y en la que ésta

se profesionaliza en manos de una elite especializada y tecnocrática.

El ciudadano común no solamente se desapega de la función pública, porque su opinión no informada importa sólo en

cuanto “demandas y aspiraciones”, sino que es invitado cada cierto tiempo a dar su opinión política, dejando el resto

del tiempo a la política y al poder político, en manos de los funcionarios, los gobernantes y los expertos.

Con la modernidad, la Política se desgaja en dos tiempos y en dos esferas: por un lado, el tiempo de “hacer política” en

que los ciudadanos –sometidos al imperio de las comunicaciones y las estrategias políticas- eligen a sus representantes,

para regresar después al “tiempo cotidiano” de sus actividades habituales; y por el otro, la esfera de la política como

acción, se separa entre la “clase política” que –con sus propios lenguajes, códigos, retóricas y ceremoniales- gobierna

desde el Estado, y la “sociedad civil” que –sumergida en el trabajo y la producción- parece permanecer fuera del Estado.

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Desde el punto de vista de la credibilidad pública, es necesario reconocer que en la Política moderna, el ciudadano

comienza creyendo y termina no creyendo.

De este modo, la crisis intelectual de la modernidad política se pone de manifiesto, cuando la apatía ciudadana se

extiende en los sistemas políticos, cuando los ciudadanos se des-solidarizan de la cosa pública y de la organización social,

cuando los lazos de cohesión comunitaria son reemplazados por la mercantilización clientelística de las relaciones

políticas, cuando se abre la brecha social y cultural entre la ciudadanía atomizada y la clase política y gobernante, cuando

el discurso político se separa de la realidad y deviene ininteligible para los ciudadanos: podría afirmarse que la

modernidad aliena a la Política de los ciudadanos.

La razón política moderna parece enfrentarse así a su propio discurso, a su propia retórica: la participación colectiva

que propugna, no puede llegar hasta sus últimas consecuencias institucionales; el individuo no puede realizarse ni como

ciudadano solo, ni como uno más en la multitud; el poder político tiende siempre a absorver, a complejizarse y a

dominar; el ciudadano –en primera y última instancia- parece tener que enfrentarse solo ante el Estado y el poder, si

no quiere ser anulado por las maquinarias políticas; el cambio termina siendo conservador y la conservación siempre

desencadena los cambios; la racionalidad política se hunde ante el azar y las pasiones; en nombre de la diosa Libertad,

del dios Estado, del dios partido o del dios Pueblo, se instalan las dictaduras más opresivas, se cometen las peores

atrocidades y se perpetran los peores crímenes e impunidades.

De este modo, la crisis de los paradigmas de la Ciencia Política, hace referencia, sin agotarse en ella, a la crisis misma de

la política, en cuanto práctica social.

Un aspecto relevante de la crisis en cuestión, es el debilitamiento del universo ideológico-linguístico de la política –en

cuanto lectura de la realidad y práctica social- ahora invadido por los lenguajes y códigos de la Estrategia, de las ciencias

de la Comunicación, de la Psicología, de la Administración, de la Cibernética...

A medida que asistimos a un momento en la que los “grandes relatos” parecen desacreditados, la forma epopéyica y

épica de la política y de la Ciencia que la estudia, crea una barrera epistemológica casi insalvable para referirse a la

contemporaneidad e incluso a la cotidianeidad. Una contemporaneidad que, por lo demás, abjura de las tradiciones,

que duda de sí misma, que se burla de la política y sus rituales ceremoniales, de sus valores y estructuras estereotipadas;

y una cotidianeidad que se escapa entre los dedos de una Política referida y centrada en instituciones, normas,

problemáticas complejas, retóricas alambicadas, juegos de poder e imágenes virtuales.

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Así también, mientras el discurso político se semantiza, y se convierte en complejos dispositivos semiológicos cargados

de ambiguedad y de significados equívocos, la Ciencia Política se enfrenta a la dificultad mayor de tener que operar con

conceptos cargados de ideología. (*)

La crisis moderna del fenómeno político

La Política, como práctica social y como universo simbólico, ha entrado en crisis, como una de las consecuencias de los

múltiples impactos provenientes de la modernización.

La percepción ciudadana respecto de la Política está cada vez más degradada y deslegitimada, y este es un fenómeno

que trasciende las fronteras nacionales para abarcar el conjunto de la sociedad y los sistemas políticos contemporáneos.

Por lo tanto, la afirmación de que la Política, los partidos y la clase política han entrado en una prolongada crisis de

legitimidad y credibilidad en la sociedad actual, no es básicamente un “argumento ideológico sesgado” –aunque pueda

serlo en boca de ciertos políticos detractores de sus demás adversarios- sino que es un tópico respaldado por un cúmulo

creciente de indicadores, entre los cuales las encuestas de opinión pública no son más que un factor.

La política tradicional se ha hecho no creíble, y parece haber perdido la centralidad de su atractivo anterior.

La crisis de la Política es, a la vez, una crisis de la acción política, como una crisis de la percepción pública acerca de ella,

es decir, de la cultura política.

El creciente predominio del discurso y las prácticas individualistas, y la búsqueda del éxito y la realización personal, y la

notoria des-solidarización de los ciudadanos respecto de la sociedad en general y del sistema político en particular, son

manifestaciones exteriores de una tendencia profunda que tiene lugar en la época contemporánea: la tendencia hacia

la modernidad.

La modernidad –como tendencia estructural e ideológico-cultural dominante- se introduce en el sistema político,

generando un efecto disolvente y desarticulador, de manera que las fuerzas, partidos y actores políticos tradicionales

se ven enfrentados a la creciente tensión ocasionada por nuevos problemas y nuevas aspiraciones y demandas

provenientes de una sociedad civil cada vez más culturalmente diversa y socialmente movilizada.

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Probablemente, uno de los rasgos más significativos que denotan la crisis de los paradigmas políticos, y la propia crisis

de la Política (como práctica social), reside en la pérdida de su anterior centralidad en los procesos sociales y el

individualismo apolítico que parece instalarse en las sociedades moderna y postmodernas.

En efecto, la Política aún cuando continúa siendo uno de los procesos sociales y culturales relevantes que tienen lugar

en una sociedad histórica. Sin embargo, como efecto e impacto de la modernidad, ella ha perdido su centralidad siendo

aparentemente sustituída por otros liderazgos, otros intereses ciudadanos, otras formas organizativas y

comunicacionales, y se ha convertido gradualmente, en objeto de crecientes críticas generando una percepción social

negativa en torno suyo.

Probablemente lo más serio es que la Política, y por ende, la clase política, parecen dejar de ser el mecanismo único,

seguro y válido de resolución de los problemas y las demandas de la ciudadanía, siendo parcialmente reemplazada por

la Economía y la Administración.

Esta transposición da como resultado que la Política pierde su atractivo mediático ante las multitudes, así como su

capacidad de convocatoria social: los ídolos y líderes que atraen a los grandes colectivos modernos –cuando ellos existen

realmente- ya no son los dirigentes políticos, y los símbolos políticos e ideológicos dejan de tener un poder de evocación

y de representación simbólica significativa.

La Política –como forma de pensar la sociedad- parece desvanecerse en el universo mediático, sustituída o relativizada

por otros universos simbólicos y valóricos.

Tampoco resultaría científico atribuir éste fenómeno a la exclusiva responsabilidad de “los políticos”, por más que sobre

ellos cae una nebulosa de descrédito moral y de pérdida de legitimidad.

La crisis de la Política, es en realidad, la crisis de la política tradicional, y ella traduce en el plano de las instituciones y de

los procesos políticos la crisis general que acompaña a la transición desde una sociedad anteriormente basada en valores

y formas tradicionales de hacer política, hacia una sociedad en la que predominarían códigos, valores, modelos y formas

organizativas modernas.

Aquel paradigma tradicional que hacía de la Política una actividad a la vez, elitista y masiva, basada en el contacto

directo y paternalista entre el político y la ciudadanía, en grandes movilizaciones masivas evocadoras de la unidad de la

nación, la clase o el partido, que generaba relaciones de dependencia y cooptación entre la clase política –otorgadora

de bienes, servicios, favores y privilegios- y la ciudadanía –demandante y receptora de los beneficios que descendían

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desde las esferas políticas y del poder- en términos de clientelismo y caciquismo, ese paradigma está siendo

gradualmente barrido o superado por una Política moderna o con rasgos modernos y fuertemente ciudadana basada

principalmente en los efectos mediáticos y de imagen, en la capacidad individual del político para alcanzar cobertura y

presencia comunicacional, en la profesionalización de la actividad política y dirigente, en la ingeniería de escenarios

políticos virtuales, potenciados por la aceleración del tiempo, por el manejo de la comunicación y sus contenidos, y por

la circulación instantánea de la información, de manera que ésta última deviene el poder, pero también caracterizada

por la creciente autonomía y el protagonismo emergente de los movimientos sociales y socio-culturales respecto de los

referentes partidarios.

Lejos debe estar hoy el Cientista Político de anunciar el fin de la Política como arte y como ciencia ni menos como

práctica social profundamente arraigada. La Política no desaparecerá porque forma parte constitutiva de la realidad

social.

Una de las hipótesis centrales en que se sustenta este estudio, afirma que existe una manera política de ver y

aprehender la realidad, y que dicha manera política se traduce en formas de pensar y de actuar, que constituyen la

distinción o el rasgo característico del quehacer político en la sociedad.

Una perspectiva realista de la política

El paradigma realista de la ciencia política forma parte del patrimonio intelectual moderno, a lo menos en Occidente.

Dicho en otros términos la escuela realista del pensamiento politológico es un producto de la modernidad y de la

modernidad anglosajona en particular, desde que se sitúa el surgimiento de este paradigma desde los trabajos de

Morgenthau, Miglio, Spykman, Carr y Campi en los años treinta y cuarenta y de autores como Kaplan, Waltz, Aron,

Kennan y Kissinger en los años sesenta y setenta del siglo XX.

El realismo como escuela de pensamiento ha ido adoptando con el paso del tiempo, conceptos y perspectivas

provenientes de otros autores y pensadores. Hay quienes han extendido o pretendido extender los orígenes del

realismo hasta la antigüedad o el renacimiento atribuyendo nociones de realismo en la obra de Tucídides, Maquiavelo,

Hobbes, Spinoza, Bobbio y Schmitt. Esta es una materia para la Historia de las Ideas Políticas, pero aquí solo cabe

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subrayar que no hay pensamiento realista estructurado en ninguno de los autores señalados, e incluso ninguno de ellos

hace referencia a los demás, como para intuir la existencia de una escuela de pensamiento o un programa teórico-

conceptual que otorgue coherencia a sus distintos puntos de vista.

Ciertos pensadores de la estrategia teórica como Sun Tzu, Clausewitz o von Moltke podrían ser considerados como

autores que “incurren” en ideas de carácter realista o pragmático, fórmulas que incluso pueden ser citadas en el discurso

político, como la famosa frase clausewitziana que señala que “la guerra es la continuación de la política por otros

medios”.

Pero, hay que tener presente que el pensamiento estratégico, está dotado per-se de un pragmatismo inherente a la

naturaleza de las operaciones militares y al teatro de la guerra y la batalla, donde la consideración estricta y la evaluación

de las condiciones objetivas del contexto obligan al estratega a pensar la acción en términos de realismo.

Los vínculos conceptuales y teóricos entre el pensamiento político y el pensamiento militar y estratégico, evidentes a lo

largo del devenir histórico, son también materia de la Historia de las Ideas Políticas.

La política está regida por leyes objetivas que emanan de la propia naturaleza de la actividad política y esas leyes pueden

ser conocidas mediante el ejercicio de la razón.

El objetivo del poder

Para comprender la política como actividad social, se requiere establecer un concepto que permita estructurar el campo

de conocimientos y prácticas de la política y ese concepto es el del interés por el poder. Los actores políticos y todos

quienes se desplazan al interior del campo de la política se mueven prioritaria y fundamentalmente sobre la motivación

por el poder, por alcanzar, ejercer o preservar el poder.

Todo problema político es, en última instancia, un problema de poder.

En la práctica política existen -sin lugar a dudas- las motivaciones altruistas, los valores éticos como fundamento

motivacional, el sentido del deber cívico, la lógica de la solidaridad y la colaboración, de la lealtad y del compromiso tras

determinadas razones morales e ideas.

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En la actividad política intervienen también –como se analiza en otro lugar- los ideales, las ideologías, las utopías, las

doctrinas filosóficas y religiosas, pero esas fuerzas motivacionales constituyen el sustrato de un conjunto de prácticas y

conductas que en definitiva y en última instancia, se dirigen hacia el poder.

Pero estas motivaciones no se contradicen con el propósito fundamental de la actividad política: la rivalidad hegemónica

por el poder, es decir, por obtener, mantener y/o acrecentar la propia cuota de poder en una competencia con los

demás actores del escenario político.

Napoleón Bonaparte, cuando ya había abdicado a cargos y privilegios, definía la política con una fórmula que sintetizaba

su enfoque profundamente realista: “la política es cálculo y pronóstico”.

La fuerza de los hechos

Hay en esta perspectiva una lógica pragmática que ofrece una visión y una interpretación de la actividad política como

una práctica eficiente que se mide en función de los resultados obtenidos y de la correlación mayor o menor entre los

objetivos fijados, los recursos aplicados y los resultados alcanzados.

La política es una práctica cuyo estudio requiere del conocimiento y la comprensión de los hechos. En política son los

hechos los que cuentan, son las conductas concretas, los movimientos, desplazamientos, acciones y comportamientos

los que constituyen el “material” epistemológico fundamental y básico para comprender las motivaciones.

Los discursos, las declaraciones, la retórica, las formulaciones doctrinarias, los programas políticos e ideológicos, son

parte del complejo juego de la actividad política, pero en definitiva lo que permite entender y comprender la política,

no son esos recursos retóricos o comunicacionales, sino que son los hechos, las prácticas, las conductas políticas.

Los hechos políticos (parafraseando el concepto de hechos sociales de Durkheim)( ), se imponen al análisis de la política

y de las prácticas políticas, como el criterio fundamental para interpretar las motivaciones de los actores políticos, para

medir la eficacia de las decisiones, para determinar la trayectoria y la coherencia de las prácticas de los actores políticos.

Pero además, los hechos políticos de cada actor en el campo, no se comprenden o interpretan a la luz de su propia

trayectoria secuencial, sino en relación con las prácticas y hechos de los demás actores políticos. Cada actor político no

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actúa en el campo como un sujeto autónomo o aislado del contexto, la arena o el escenario donde tienen lugar las

prácticas políticas, sino como parte de un entramado secuencial complejo, donde entran en relación e interacción, en

tensión y en conflicto unos con otros.

La escena política puede leerse como un espacio dinámico y cambiante dentro del campo político, como una interacción

de fuerzas, estrategias, agendas, gestos y tomas de posición, donde los hechos políticos producidos por cada actor

ocurren en relación con los hechos producidos por los demás actores. Aquí se encuentra la matriz conceptual que

permite desarrollar el análisis político de coyuntura, una herramienta de la ciencia política para comprender el

entramado de los hechos políticos en un momento o corte temporal del proceso político.

Los hechos políticos, definidos como el conjunto de las prácticas concretas, conductas objetivas y observables, que

realizan los actores en el campo político.

Los hechos políticos son la medida de la racionalidad o irracionalidad de las conductas, actitudes y decisiones de los

actores políticos.

I.- LOS FUNDAMENTOS DE LA POLÍTICA Y EL PODER

La política y el poder constituyen el fundamento de la vida en sociedad y la materia prima de la Ciencia Política.

En la perspectiva realista la política y el poder actúan o funcionan en completa simbiosis: la política es la idea y el poder

es la práctica, la política es la concepción de un propósito, de un objetivo, de un ideal, de una utopía y el poder es la

herramienta para materializar dichos objetivos.

Desde este punto de vista, la política es una forma de acción que se materializa en un campo de fuerzas.

La política como campo de acción e influencia

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Siguiendo el paradigma de Bourdieu, la política se definiría como un campo, es decir, como un espacio social de acción

y de influencia en el que confluyen relaciones sociales y políticas determinadas, es una red de relaciones políticas

objetivas entre posiciones.

Estas posiciones se definen en su existencia y en las determinaciones que les imprimen a sus ocupantes por la situación

actual o potencial en la estructura de distribución de poder o capital, y por las relaciones objetivas con las demás

posiciones.

La noción de campo, en Bourdieu, implica pensar en términos de relaciones. Estas relaciones quedan definidas por la

posesión o producción de una forma específica de capital, propia del campo en cuestión, en este caso, de lo que

denominamos el capital político.

Cada campo es —en mayor o menor medida— autónomo; la posición dominante o dominada de los participantes en el

interior del campo depende en algún grado de las reglas específicas del mismo. El conjunto estructurado de los campos,

que incluye sus influencias recíprocas y las relaciones de dominación entre ellos, define la estructura social.

Bourdieu compara el campo con la imagen de juego, aunque lo diferencia, ya que el campo no es una creación

deliberada ni obedece a reglas que sean explicitadas. La jerarquía de las diferentes formas de capital se modifica en los

diferentes campos, su valor relativo varia incluso en estados sucesivos de un mismo campo. El valor de un capital

depende de que exista un campo en el que pueda utilizarse. El estado de las relaciones de fuerza entre los distintos

jugadores es lo que define la estructura del campo. El volumen global de la estructura del capital político de cada jugador

y su evolución en el tiempo, definen su fuerza relativa en el juego, su posición y sus estrategias.

Los jugadores presentan y manifiestan una creencia por el juego y las apuestas, reconociendo que dicho juego es digno

de ser jugado. Esto da lugar a la competición y sus conflictos. Existen también triunfos relacionados con cartas maestras

cuyo poder varía según el juego. De esta manera los diversos capitales presentan cambios en su valor en función del

campo en el que se encuentren.

El campo político es un espacio social de luchas por conservar o transformar como están configuradas las fuerzas

actuales y potenciales y también una lucha por definir las reglas que ordenan el campo político.

Por lo tanto en el campo político, al existir luchas, al existir rivalidad hegemónica, hay historia.

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De acuerdo a estas reglas se desarrolla la actividad en el campo, que funciona como un mercado en que los actores

compiten por los beneficios específicos del campo.

Al interior del campo político siempre se manifiestan relaciones de desigualdad y asimetrías. Estas diferencias se

constituyen en el fundamento de la competencia que mueve tras el poder a todos los actores políticos. Esa competencia

se denomina rivalidad hegemónica, en el sentido que significa que los actores políticos dentro y fuera del sistema,

compiten para lograr hegemonizar el propio campo.

La política es una rivalidad hegemónica constante, abierta o soterrada.

Esta competencia o rivalidad hegemónica define las relaciones objetivas entre los participantes, que están determinadas

por el volumen de capital que éstos aportan, por la trayectoria que han recorrido en el interior del campo y por su

capacidad para aplicar las reglas del campo. La capacidad de los individuos y actores políticos de hacer uso efectivo de

los recursos con los que cuentan, es una función de la adaptación de su habitus al campo político en cuestión; el habitus,

siempre siguiendo el paradigma sociológico de Bourdieu, se puede definir como el marco subjetivo de expectativas y

predisposiciones adquirido a través de las experiencias políticas previas del actor en el sistema.

El capital político operativo en cada campo es el conjunto de todo aquello que puede ser utilizado para obtener una

ventaja en el mismo; el capital, en consecuencia, es un producto del campo, y no existe fuera de él. Un capital político

es un factor eficiente en un campo determinado y permite, al que lo posee, ejercer un poder o una influencia, existir en

un campo dado. Las distintas especies de capital obran efectos en campos distintos; los campos están definidos por las

relaciones de fuerza que el capital ejerce, y por las acciones de los sujetos para conservar y adquirir capital político.

En determinadas condiciones el capital social puede convertirse en capital político.

El carácter sistemático de la estructura del campo se expresa en que los bienes que se ponen en juego en él no existen

sino por la existencia del campo (no hay, por ejemplo, tal cosa como el prestigio o el estatus fuera de una determinada

organización social). El campo preexiste, en un sentido lógico, a los individuos y actores que lo integran.

Los campos son sistemas de relaciones independientes de las poblaciones, por lo cual el verdadero objeto de la ciencia

política no es el individuo sino el propio campo.

Aunque todas las relaciones sociales se ejerzan en el interior de un campo —como por ejemplo el campo educativo, el

campo artístico o el campo económico— un campo no se identifica sin más con la red de relaciones en que los individuos

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participan, sino que se define estructural y formalmente por las relaciones objetivas entre las propiedades y las

trayectorias de los mismos. Así, individuos que no tienen contacto directo pueden estar objetivamente ubicados en

posiciones similares dentro de la estructura del campo.

No todos los campos se expresan en una institución visible para los que participan en él; existen campos donde el nivel

de institucionalización es bajo, mientras que otros, como el de la política, están fuertemente reglados.

En el campo político, el Estado como institución de instituciones ocupa un lugar central donde se concentran las

estructuras, protocolos y sistemas para la toma de decisiones que conciernen al conjunto de la sociedad.

Desde esta perspectiva la política es una práctica social especializada.

La política ocurre y se mueve en función del poder.

La política, el poder y la palabra

Uno de los aspectos esenciales de la política, como logos y como praxis, es la relación entre el poder y la palabra.

Hacer política es hablar, es tomar la palabra.

En la práctica política, la palabra ocupa un lugar central, crucial, desde que el quehacer político se produce en el espacio

público. La política y la práctica del poder ocurren en un ámbito de la actividad humana donde se deciden y se definen

las condiciones de vida de las personas, los grupos, los territorios y las comunidades y esas condiciones se expresan en

y por medio de la palabra.

Antes de ser acción, la política y el poder son palabras, ideas que se transforman en palabras que se transforman en

prácticas, en hechos.

Toda política es un acto de comunicación.

El poder es un acto comunicativo constante.

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El poder es un constante y continuo acto de comunicar. La política adopta una retórica de y para la toma de decisiones,

retórica asociada a medios y formas que le son únicas y particulares.

El orador, el tribuno, el mandatario, el representante, el representado, el ciudadano, el demandante, el líder, el

gobernante, todos “toman la palabra” (en el sentido de apropiación y afirmación de la propia razón) en el foro abierto

de la política y expresan y difunden sus ideas.

En el espacio político y en las prácticas de poder, la palabra es esencial, fundamental, desde que el discurso crea y

explica significados, hace realidad lo intangible, construye imaginarios, despliega memorias y olvidos, sugiere futuros.

El poder como capacidad de tomar decisiones

El poder es un atributo para tomar decisiones.

Gobernar es decidir, es decir, es adoptar decisiones entre una diversidad de opciones.

Desde esta perspectiva, el poder es un constructo social radicado en alguna forma organizacional, con la finalidad de

adoptar decisiones, dentro de un abanico siempre abierto de posibilidades o alternativas, en función del contexto y de

los recursos disponibles.

Ejercer el poder es tomar decisiones.

II.- EL ESTADO

El Estado existía antes que fuera concepto.

La Ciencia Política aparece en el universo intelectual moderno como ciencia, en paralelo al momento histórico en que

fue pensado el Estado por primera vez. Una extensa literatura ocupa a la Ciencia Política del problema del Estado, de

sus orígenes, de sus fundamentos, de su evolución histórica, de sus características.

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El Estado debe ser entendido como una relación social, como la estructura política que articula a un sistema de

dominación social históricamente determinado. Es en el Estado donde se condensan, se sintetizan, el poder político (y

otras formas de poder) y los recursos de la dominación y la hegemonía política.

El concepto de Estado, es también un producto de la modernidad, un elaborado constructo intelectual y político, de

carácter histórico que surge en el clima intelectual y político del Renacimiento europeo, por la vía de Nicolás Maquiavelo

y de los pensadores florentinos del siglo XV, como Leonardo Bruni, Pico de la Mirandola y Coluccio Salutati entre otros.

Sin embargo, los orígenes históricos del Estado como entidad política y de poder se encuentran en la Antigüedad, de

manera que surgieron Estados en la mayor parte de las sociedades históricas, entre las etapas finales del Neolítico y

principios del período esclavista.

El Estado es el soporte del poder político, encrucijada de la política, regulador de la dialéctica entre el orden y el

movimiento y aparato organizacional para la toma de decisiones que conciernen al conjunto de la sociedad y del sistema

político.

El Estado surge en la antigüedad: la mayor parte de las sociedades históricas antiguas se organizaron en Estados, desde

las sociedades asiáticas china, japonesa e hindú, hasta las sociedades azteca e inca en América previa a la invasión

europea, pasando por las sociedades medio orientales, mediterráneas y europeas.

En torno a los orígenes históricos del Estado

No deja de ser paradójico que nadie ha visto el Estado.

Solo sabemos de su existencia por las manifestaciones exteriores de su organos e instituciones.

La Historia alimenta las más diversas teorías acerca de cómo se fueron formando los Estados, y su aporte permite

interpretar los hechos históricos a la luz de una visión contemporánea respecto de cuáles fueron los factores que

hicieron posible su formación.

Todas las escuelas teóricas parecen coincidir que en la unidad familiar de las comunidades se encuentra el fundamento

de la formación del Estado, a lo menos en occidente. Conflictos territoriales, hegemonías no resueltas, contradicciones

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de clase, protección del poder de los gobernantes, intereses irreconciliables, cualquiera sea el o los factores que se

encuentren en los orígenes del Estado, la historia pone de relieve la íntima relación existente entre las condiciones

materiales y económicas, y el desarrollo de la guerra y los conflictos armados, como factores claves en el surgimiento

de la organización estatal.

Aquí presentamos una descripción general del modo de constitución y de organización del Estado en las sociedades

antiguas o esclavistas.

El Estado romano

Mommsen dice, respecto de la formación inicial del Estado romano: “Como el Estado reposa sobre el elemento de la

familia, tanto en el conjunto y en los detalles, éste adoptó las formas de organización familiar. La naturaleza ha dado

por jefe a la familia, el padre del cual ella procede y sin el cual no existiría familia.

Pero en la comunidad política, que no debe desaparecer, no existe jefe según las leyes de la naturaleza. La asociación

romana, entre todas, se formó con el concurso de las familias de los primitivos campesinos del Lacio, todos libres, todos

iguales, sin nobleza instituida por derecho divino. Se necesitaba por lo tanto alguien que la dirija, rex, alguien que dicte

las órdenes en caso de crisis o conflicto, dictator, un jefe del pueblo, magister populi, y la comunidad en asamblea,

senatus, eligió desde su seno a uno de ellos que sea el gran jefe de la familia romana.” (i)

De esta descripción resulta que el Estado, en su forma inicial de monarquía, se constituye a partir y alrededor de la

autoridad absoluta de un rey, dotado de facultades ejecutivas, políticas y judiciales, religiosas y militares.

El historiador Tito Livio fue mucho menos sofisticado para relatar los orígenes del Estado romano: “…Rómulo y Remo,

concurrieron a la idea de fundar una ciudad, en el lugar que testimoniaba de sus primeros peligros y logros alcanzados

desde su infancia. La multitud de habitantes de Alba y del Lacio, junto a numerosos campesinos y paisanos, esperaba

también naturalmente que la nueva ciudad eclipse a Alba y Lavinium. A estos proyectos de establecer una nueva ciudad

se sumaba también la sed de poder, mal hereditario entre ellos. Y como la polémica amenazaba con terminar mal y

puesto que ambos eran gemelos, decidieron someter a las divinidades tutelares designar a quién debería darle nombre

al lugar y a la ciudad. Ambos hermanos asentados en dos cerros distintos, fijan una muralla como límite de la nueva

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ciudad. Ambos se enfrentan y Remo muere, quedando Rómulo, desde la colina Palatina, dueño del campo y de cuyo

nombre la ciudad adquirió su denominación, Romulus, Rome.”

El relato del Tito Livio nos muestra una lucha violenta entre dos líderes tribales que, desde sus respectivas colinas se

disputan el poder de decidir la fundación de una nueva ciudad, se remiten a los dioses tutelares, disputan la delimitación

de la muralla circundante de la nueva urbe y el que sobrevive a la batalla, asume la tarea de definir el nombre de la

ciudad y de ejercer la primera magistratura.

En otras palabras la fundación de Roma y la formación del primer Estado romano es el resultado de una confrontación

militar: es el desenlace de una guerra tribal.

El Estado romano de la época monárquica, es un régimen autocrático unipersonal, durante la República Cónsules y

Senado comparten el poder y en el Imperio, Roma vuelve al régimen autocrático.

A su vez, en la época imperial del Estado romano, la figura central del emperador, sigue siendo un punto focal donde se

sintetizan tres formas de poder: el princeps (superior entre sus pares) y detentor del imperium, es al mismo tiempo,

conditor, fundador, en cuanto heredero de Romulus, es el pater patriae, padre de todos los ciudadanos (urbi et orbi) y

es el hijo de los emperadores consagrados, divi filius, autoridad religiosa que pretende la divinidad futura y que se

reviste de una sacralidad que lo sitúa por encima del populus romanus.

El Estado chino

En el caso de la formación del Estado chino, su formación sigue una trayectoria distinta. Entre el período de la dinastía

Zhou (entre el 1027 y el 403 AnE) y el período llamado de los Reinos Combatientes (entre el 403 y el 221 AnE) se produce

la construcción del primitivo Estado chino.

En el período Zhou la religión que profesaban estos pueblos se convirtió en religión del Estado y el emperador era el

intermediario entre el cielo y el pueblo. Las ceremonias religiosas no fueron atribuidas a sacerdotes, sino a los

integrantes de la casa real: la corte y su séquito de cortesanos letrados. La dinastía Zhou duró nueve siglos.

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“Con el nuevo gobierno empezó la expansión del país. Desde el oeste se dirigieron a la costa y después hacia el sur

hasta alcanzar el delta del Yangtse. El imperio de esa época no ha de considerarse como un único Estado fuerte y unido,

sino más bien la reunión de numerosos Estados grandes y pequeños, que casi tan solo tenían en común el

reconocimiento del mismo emperador como gobernante.”

Por lo tanto, la formación del Estado chino es un proceso donde a lo largo de nueve siglos se intenta unificar en un solo

aparato estatal, una diversidad de territorios, que se regían por sus gobernantes locales.

En el período de los Reinos Combatientes, la administración central desarrolla una burocracia letrada (el mandarinato),

levanta censos, organiza un ejército centralizado, desarrolla la geografía y la cartografía, las artes, la caligrafía y las

letras, despliega la recaudación de impuestos, impone un solo alfabeto ideográfico para las comunicaciones oficiales y

establece firmemente el concepto del mandato celeste: el cielo reina sobre todas las fuerzas naturales y sobrenaturales

y el monarca, denominado “hijo del cielo” es el intermediario entre el cielo y la tierra, a condición que este mediador

cumpla con el mandato de respetar y proteger al pueblo.

Durante aproximadamente 1300 años, desde el 605 AnE hasta 1905, los mandarines o funcionarios letrados de la

administración, eran seleccionados por su mérito mediante una serie de exámenes imperiales extremadamente

rigurosos.

Se sabe que por lo menos a partir de la dinastía Zhou, el Estado chino tuvo oficiales civiles. Sin embargo la mayoría de

los cargos de mayor importancia eran asignados a familiares del soberano y a la nobleza. No fue sino hasta la dinastía

Tang cuando el sistema de mandarin fue complementado con el reemplazo del sistema de nueve rangos. Los mandarines

fueron la estructura funcionaria básica del Estado chino.

Harry Gelber describe al respecto: “Este esquema correspondía a una teoría de gobierno basada en la conducta moral

del gobernante y en su actuación para proporcionar el bien a todo el pueblo, que siguió vigente en política durante

siglos y que contribuyó igualmente a configurar las relaciones con los países extranjeros y, con ello, a difundir una

profunda impresión de la superioridad de China.”

El Estado chino en sus inicios es una monarquía centralizada de derecho divino por mandato universal. Los

gobernadores provinciales son delegados del emperador, no representantes de los territorios ante el gobernante.

Diferente es el camino en la formación del estado árabe.

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La Umma, la Sharia y el califato

La existencia del mundo árabe es consecuencia de la conquista islámica a partir del año 622, primero de la Hégira. Los

árabes originales habitaban la península de Arabia y algunas regiones circundantes. Los conquistadores musulmanes

extendieron fundamentalmente su religión, el Islam y la lengua oficial del Estado islámico, el árabe. La implantación de

ambas en las zonas conquistadas fue variable a las poblaciones. Así, hubo poblaciones que adoptaron ambas cosas,

como son la mayoría de las que actualmente componen el mundo árabe, de religión predominantemente musulmana.

Como la mayoría de las religiones del mundo, el desarrollo histórico del islamismo ha tenido un impacto claro en la

historia política, económica y militar de las áreas dentro y fuera de lo que se considera sus principales zonas geográficas

de alcance. Como con el cristianismo, el concepto de un «mundo islámico» puede ser más o menos útil al ver diferentes

períodos de la historia.

Una corriente importante de la cultura islámica alienta la identificación con la comunidad. La historia del islam como

una religión está relacionada cercanamente a la historia política, económica y militar.

El islam surgió en Arabia en el siglo VI NE con la aparición del profeta Mahoma. Un siglo después de su muerte, el Islam

se extendía desde el océano Atlántico en el oeste hasta Asia Central en el este. Este imperio no se mantuvo unido por

mucho tiempo; el nuevo sistema de gobierno pronto derivó en una guerra civil conocida para los historiadores del islam

como la Fitna, y posteriormente afectada por una Segunda Fitna.

Después de esto, dinastías rivales reclamarían el califato, o liderazgo del mundo musulmán y muchos Estados e imperios

islámicos ofrecieron sólo una obediencia simbólica al califa, incapaz de unificar el mundo islámico.

Mahoma unifica a la multitud de tribus árabes en la península en el siglo VI, a partir de la extensión de la predicación

religiosa alrededor de la divinidad Allah. La Umma, que es la comunidad de los musulmanes, es el cemento unificador

de la organización política estatal.

En su fundamento sociológico, el Estado árabe se asienta en una estructura social de clanes y tribus. El clan es una

agrupación fundamentada en los vínculos de sangre. Estos clanes tenían una rígida estructura patriarcal, según la cual

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la descendencia provenía de la línea paterna. La tribu a pesar que considera que todos sus miembros tienen un

antepasado común, no se basa en el parentesco.

La sharia es la ley que procede de dios o del profeta y está formada por el Corán y por la Sunna o tradiciones del profeta.

Es la ley sagrada de los musulmanes y regula la comunidad islámica, partiendo de la idea de que es la expresión de la

guía y de la voluntad de dios. A partir de esta ley, el profeta constituyó un Estado y estableció un modelo de sociedad

en la que el Islam es la religión que sustenta el código de normas legales que sigue la sociedad islámica.

A similitud del Estado en Europa, resultante de la decadencia del Imperio Romano, el concepto del Estado árabe es el

de una monarquía religiosa y teológica centralizada, un régimen de poder que es primeramente religioso y en segundo

lugar es político.

En el estado árabe, la norma que rige primordialmente el funcionamiento de la organización política y de los poderes

es la religión musulmana sintetizada en el Corán.

No es un gobierno político que se rige por la religión: es un gobierno religioso que rige la política.

Bajo este concepto, la formación del Estado árabe es una derivación de la formación de las familias, bajo el imperio del

dios que confiere al padre de familia la totalidad de la autoridad política, económica, judicial. El concepto de califa y la

noción de califato evidencian esta idea de Estado dentro de la tradición árabe.

Califa o jalifa, del árabe jalifa, «representante», es el individuo que desempeña el cargo de sucesor y delegado del

profeta Mahoma en la dirección de la Umma, o comunidad musulmana, sin la condición de profeta de este. Algunas

veces es traducido como sucesor del profeta. Su cometido era ejercer la autoridad en la comunidad de creyentes de

acuerdo al modelo y los precedentes creados por Mahoma.

El califa es una autoridad masculina y político-religiosa absoluta, sobre la que recae el mando militar y el ejercicio de la

administración, y el califato es la organización estatal basada en el cumplimiento estricto e excluyente de la regla

coránica sobre todos los súbditos del Estado. Es un Estado religioso, centralizado y omnipotente que obedece a Allah,

a través de un gobernante autocrático llamado a cumplir el Corán.

A su vez, el concepto de califato, intenta integrar la noción de Estado en el mundo árabe; fue inicialmente liderado por

los discípulos de Mahoma como una continuación del sistema religioso establecido por el Profeta conocido como

'Califatos de Rashidun'. Un "califato" es también un Estado que implementa este tipo de sistema político.

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La rama sunita del Islam estipula que, como jefe de Estado, un califa debe ser elegido por los musulmanes o sus

representantes. Los seguidores del Islam chiíta, sin embargo, creen que un califa debe ser un Imam elegido por Dios de

Ahl al-Bayt (la "Familia de la Casa", los descendientes directos de Mahoma). En términos más simples, la mayoría suní

favorece las elecciones, mientras que la minoría chiíta prefiere la línea de la sangre.

En relación con los orígenes del Estado árabe, cabría subrayar que la propia noción de Estado es desconocida en la

tradición intelectual de esa parte del mundo. El concepto que mejor traduce la idea de Estado –que como sabemos es

de origen occidental- es la noción de Umma, es decir, comunidad de los musulmanes.

El Estado hebreo

La formación del Estado hebreo, se puede trazar a partir de los relatos históricos y religiosos del pueblo judío.

El núcleo de la sociedad hebrea era la familia patriarcal, en la cual el padre era la autoridad máxima. Al principio, los

hebreos vivían en grupos familiares o clanes dirigidos por el más anciano, el patriarca, que administraba justicia, dirigía

la guerra y los ritos religiosos.

El nuevo rey enfrentó a los enemigos, conquistó Jerusalén y la convirtió en capital del Estado.

En sus orígenes, tribus y clanes dispersos en la cuenca mediterránea se unifican por la guerra. Los líderes religiosos

David, Moises y Salomón reúnen alrededor suyo a una casta gobernante incipiente: religión y poder político se funden

en una sola forma de organización centralizada. Las doce tribus del pueblo hebreo forman el sustrato humano sobre

el cual se formará el nuevo Estado.

Las tribus de Israel inicialmente no formaron un solo Estado, pero en caso de peligro aceptaban el liderazgo de un único

jefe, llamado Juez, que generalmente se desempeñaba como caudillo de su pueblo. Este reunía poderes sobre las tribus

con considerable autoridad. Ellas formaron una especie de confederación que dio lugar al reino unido de Israel que tuvo

por reyes a Saúl, David y Salomón. Luego de la muerte de Salomón, en 941 a.C., tuvo lugar una fuerte rivalidad entre las

tribus que condujo a la división del reino en dos unidades políticas claramente separadas en 931 AnE.:

a) Las diez tribus del norte formaron el Reino de Israel, con capital en Samaria, 931-722 a.C.

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b) Las dos tribus del sur formaron el Reino de Judá, con capital en Jerusalén, 931-587 a.C.

Esta división llevó a un gradual deterioro en los planos político, económico y religioso de ambos reinos hebreos.

Al igual que en los inicios del Estado árabe, el Estado hebreo comienza como una organización que unifica ciudades y

clanes tribales en torno a un rey, dotado de un ejército y basado en las reglas religiosas. Es una monarquía religiosa

masculina o paternalista. La guerra, la conquista territorial y la defensa frente a las invasiones extranjeras, contribuyen

a solidificar una identidad y pertenencia a las diferentes tribus bajo el nuevo Estado.

Al igual que en el orden político árabe, la mujer no existe ni tiene lugar en el sistema de gobierno.

La centralidad de la religión judía en el naciente Estado hebreo se refleja en la influencia predominante de los

sacerdotes, una casta sacerdotal de profetas y de encargados de proteger el Templo y el arca de la alianza. La regla

fundamental es el Talmud y la Toráh, aquel como texto escrito y ésta como tradición oral sistematizada.

El Estado hebreo bíblico es un Estado religioso, una teocracia tribal, es una organización política que concentra la

autoridad administrativa, religiosa y militar en el rey – que es a la vez, sumo sacerdote religioso- y donde la casta

gobernante está constituida por los sacerdotes.

Demás está señalar que las monarquías religiosas absolutistas en el mundo medio oriental, encontraron también su

referente paralelo en los reinos monárquicos de la Edad media europea, el imperio carolingio y el Sacro Imperio Romano

de Occidente, tras el desmembramiento del Imperio Romano.

La Helade y la polis griega

En la antigüedad no hay un Estado griego, sino una multiplicidad de ciudades-Estados más o menos autónomas y

eventualmente coaligadas en confederaciones como alianzas militares transitorias.

En los tres siglos que duró este período se consolida la organización de las ciudades y se produjo la expansión colonial

y comercial, proceso que determinó la estructura social, política y económica de los griegos.

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El siglo VIII a. C. fue un periodo revolucionario para la formación de la civilización griega ya que se utiliza el alfabeto

fenicio para adaptarlo a la lengua griega, se mejoran también la metalurgia del hierro y las técnicas agrícolas. Esto

produjo como resultado el aumento de la población, lo cual, junto a que la mayor parte de las tierras cultivables se

hallaba en poder de la aristocracia, desembocó en la necesidad de emigrar y fundar colonias a lo largo de las costas e

islas del Mediterráneo y el mar Negro.

Estas colonias enviaban metales y alimentos a sus metrópolis e importaban a cambio productos ya terminados. Esta

prosperidad comercial, entre otros factores, condujo a la rápida fundación de las ciudades-Estado griegas en la costa

del Egeo y sus islas (a finales de ese siglo ya había más de setecientas ciudades-Estado).

Esta riqueza avivó cada vez más las ansias de independencia política de las colonias respecto a sus metrópolis, no

siempre por la vía pacífica, lo que originó la creación de ejércitos y técnicas militares perfeccionadas como la infantería

pesada: (los hoplitas) que reemplazaron a los anteriores ejércitos de caballería. De modo general puede decirse que

entre los siglos VIII y VI AnE., las polis griegas experimentaron la transición de un sistema de gobierno monárquico a

uno aristocrático.

Otros dos factores que formaron un papel fundamental en la formación de la civilización y de los Estados griegos fueron

la institución de unos juegos panhelénicos como los Juegos Olímpicos de los que tenemos noticia oficial desde el año

776 AnE. y que subrayan los rasgos comunes de los griegos, y las dos epopeyas de Homero, Ilíada y Odisea,

probablemente compuestas en el siglo VIII AnE.

En el curso de las crisis sociales de los siglos VII y VI AnE, el descontento de los sectores menos favorecidos con la antigua

aristocracia generó revueltas y luchas internas, dando origen a la tiranía como nueva forma de gobierno. Su duración

fue corta, pues en la mayoría de las Ciudades-Estado, los oligarcas restablecieron su poder, mientras que otros

evolucionaron hacia la democracia, como fue el caso de Atenas. Esparta, por su parte, siguió un curso distinto porque

conservó su doble monarquía (diarquía), y después de las Guerras Médicas desarrolló una organización militar con

fuerte influencia en el poder político.

El Tawantinsuyu

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Los orígenes del Estado inca se asocian con la cultura Tihuanaco, y se basa en el dominio militar alrededor del inca

Viracocha, hacia el 1200 de nuestra era.

Hacia el siglo XI de nuestra Era se formaban distintos reinos o curacas regidos por un gobernante propio: Sinchi Roca,

quien habría gobernado desde 1230 a 1260 sin conseguir una expansión significativa en el entonces reino cuzqueño;

Lloque Yupanqui, que culminaría su gobierno en 1290 con el mérito de llegar a concretar diversas alianzas con distintos

pueblos circundantes a los incas; Mayta Cápac reconocido por su victoria ante los acllahuiza y que culminaría su

gobierno alrededor de 1320; y Cápac Yupanqui, el primer conquistador, a quien se debe la victoria ante los condesuyo.

Este período habría durado aproximadamente 120 años, iniciándose aproximadamente en 1230 d. C. (año en que

comienza el gobierno de Sinchi Roca), hasta 1350 d. C. (año en que culmina el gobierno de Cápac Yupanqui).

Una visión etnohistórica más general de este período describe que los incas llegaron al Cuzco alrededor del siglo XIII d.

C. y, en el siglo siguiente, lograron imponerse a las poblaciones más cercanas al valle cuzqueño. Desde su llegada al

Cuzco, los incas se habrían mezclado con algunos de los pueblos que habitaban el lugar y expulsado a otros. Habrían

organizado su predominio al hacer alianzas con distintos curacas estableciendo relaciones de parentesco y al

enfrentarse en guerras. A estas prácticas, que continuaron, se sumaron otras como el acopio de excedentes y mano de

obra y la práctica de la redistribución. Para entender esta situación habría que considerar, además, que el prestigio

religioso que acompañó a los incas fue la piedra angular de la eficacia de todos los mecanismos de expansión que

emplearon en esta época.

Se considera preestatal a este período, porque en ningún momento surgió en sí una sólida idea de estado o nación

incaica; sino aún existía la idea andina de considerarse una macroetnia, si bien esto cambiaría al extenderse

significativamente el territorio de la etnia luego del gobierno de Cápac Yupanqui y sus diversas conquistas. El fin de este

periodo coincide con el fin de la dinastía de los gobernantes Urin Cuzco (Rurin Qusqu), quienes vieron en Cápac Yupanqui

a su último representante.

El Estado inca se forma como una monarquía masculina semi-religiosa hereditaria y absoluta basada en el poder militar

y en el sistema de recaudación de impuestos a los pueblos circundantes.

Desde el punto de vista territorial, el Estado inca, en la forma de imperio, se divide en cuatro territorios provinciales o

suyos: el Chinchay Suyu al norte, el Qulla Suyu en el sur, el Anti Suyu en el este y el Kunti Suyu en el oeste,

denominaciones geográficas en relación con la capital Cuzco.

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El Tawantinsuyu era una especie de Estado feudal atenuado, donde las distintas provincias son gobernadas desde el

centro geográfico del imperio (el Cuzco), mediante un sistema de rutas, tambos, mensajeros y cobradores de impuestos

y tributos, donde el poder local es ejercido por gobernadores que permiten el desarrollo autónomo de las culturas

locales. El Estado central posee su propio ejército, pero los pueblos y tribus sometidos mantienen también sus propios

hombres armados.

El Estado inca se forma como imperio, el imperio Tawantinsuyu, entre los siglos XV y XVI de nuestra era y puede ser

considerado, como un Estado pluricultural.

El Estado mexica o azteca

El Estado azteca, en la forma cómo se encuentra al momento de la invasión y conquista europea, es el resultado de un

proceso de conquista de los aztecas sobre los territorios vecinos. Conquista militar territorial y asimilación de los

pueblos sometidos, la mayoría de ellos en la etapa tribal, son los instrumentos del nuevo Estado.

Los altépetl sometidos por el pueblo mexica no formaban un sistema político unificado sino, mejor dicho, un sistema de

tributo a Tenochtitlan. Entre los pueblos nahuas, el dirigente más importante era llamado huey tlatoque ('gran jefe'),

también conocido como huey tlatoani ('el que habla').

Después de la formación de la Triple Alianza, el modelo político mexica se asentó definitivamente como una monarquía

electiva. Un consejo se encargaba de elegir al huey tlatoani, el cual, ya elegido, le daban facultades absolutas y sin

restricción.

Es destacable que factores religiosos y cosmogónicos incidan en la formación de un gobierno tripartita como el de la

Triple Alianza (donde México-Tenochtitlan llevaba el mayor poder y la mayor parte proporcional de tributos) luego de

la derrota del poderío tepaneca y el sometimiento del altepetl de Azcapotzalco, ya que no fue la primera vez en formarse

gobiernos de ese tipo.

Al momento de gobernar Moctezuma Xocoyotzin tributaban otros 38 altépetl, en donde el tributo era el elemento

central de sometimiento así como la cesión de tierras donde trabajaban labriegos de paga (mayeques) y el producto

obtenido iba directamente al tlatoani; la aceptación de la deidad principal mexica, el suministro de hombres a los

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contingentes militares, el avituallamiento de los mismos al paso hacia una campaña de conquista y dirimir asuntos

políticos y jurídicos en Tenochtitlan. Por ello es impreciso hablar de un imperio, dado que Tenochtitlan no buscaba una

extensión geográfica per se o una unidad estatal o nacional sino un mayor allegamiento de recursos y obediencia al

huey tlatoani. Fueron los más los altepetl que prefirieron tributar en lugar de recibir una expedición militar que quemara

su templo principal y arrojara su deidad por las escalinatas (símbolo incluso representado iconográficamente en los

códices de sometimiento de un altepetl).

En los altepetl más importantes residía además un calpixque o recaudador que centraba su actividad en la tributación.

Los altepetl que aceptaban de forma expresa el dominio mexica les era permitido mantener sus formas y organizaciones

administrativas y políticas así como deidades siempre y cuando fueran debajo de Huitzilopochtli. Solo en regiones

importantes, de contención a otras etnias o donde había una rebelión abierta residían funcionarios mexicas con

atribuciones de tlatoanis.

El dominio mexica adquirió la forma de imperio.

El Imperio azteca, denominado también Triple alianza, Imperio mexica o Imperio tenochca, era una entidad de control

territorial, político y económico que existió en la zona central del continente americano, durante el Posclásico Tardío,

antes de la invasión y conquista española. Formalmente, estaba integrada por los dominios de la denominada Triple

Alianza, Excan Tlahtoloyan «los tres lugares donde se dan órdenes», conformada por Texcoco, Tlacopan y México-

Tenochtitlan. En los hechos, la mayor parte de los territorios bajo el dominio de los altépetl coaligados pertenecían a

los mexicas.

El Estado mexica fue una teocracia encabezada por el huey-tlatoani, gobernante máximo electo por un consejo

integrado por representantes de los veinte grupos de personas emparentadas o clanes en que se dividía la sociedad.

Cuando el tlatoani debía tomar decisiones fundamentales, por ejemplo la declaración de la guerra, deliberaba con

algunos asesores. El más importante fue el Cihuacóatl, quien colaboraba con él en el gobierno y lo reemplazaba en caso

de ausencias. En los niveles inferiores había muchos funcionarios; entre ellos, los jueces encargados de vigilar el

cumplimiento de las normas y los guardianes de los depósitos de armas.

La figura política principal era el tlatoani, orador, una especie de monarca absoluto, religioso y militar hereditario, de

descendencia tolteca, que gobernaba con un consejo de nobles prominentes.

El Huey Tlatoani «gran orador» o Tlacatecutli «señor de los hombres», era el máximo gobernante. El nombre Huey

tlatoani es una expresión náhuatl usada para denominar a los gobernantes «orador» de México-Tenochtitlan, Texcoco

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y Tlacopan, que ejercían su poder sobre el valle de México. Según relata la tradición que a la muerte del caudillo Tenoch

los aztecas consideraron necesario emular en su organización política y social a los pueblos vecinos de linaje Tolteca y

rogaron al señor de Culhuacán que les diera un huey tlatoani Acamapichtli «el que empuña la caña», quien hacia el año

1375 NE se convirtió en el primer gobernante de México-Tenochtitlan.

Al Huey Tlatoani se le consideraba representante de los dioses, lo que resalta el carácter de teocracia del Estado mexica.

Otros altos cargos de poder en la cúspide del Estado azteca eran:

El Cihuacóatl era una especie de "co-emperador". Se encargaba de la administración tributaria, los asuntos religiosos y

las apelaciones judiciales.

El Tlacochcálcatl y el Tlacatécatl eran jefes del ejército.

El Huitzncahuatlailótlac y el Tizociahuácatl eran jueces principales.

Un Tlatoque (tlahtoqueh, «que tiene derecho a hablar/mandar») era gobernador de una provincia.

Un Tecutli (tēuctli, «señor») era el juez y supervisor del pago de tributos en las provincias.

Los aztecas y sus aliados establecieron su dominio sobre numerosos pueblos, especialmente en el centro de México, la

región de Guerrero y la costa del golfo de México, así como algunas zonas de Oaxaca. Poseían además enclaves en varias

posiciones estratégicas en la región de Tabasco (Xicalanco) y dominaban la ruta entre el corazón de América central y

la rica región del Xoconochco, ubicada en el sur del actual Estado mexicano de Chiapas, que era regida directamente

por los mexicas.

Los mexicas expandieron su control económico, principalmente mediante la tributación en especies, a través de una

amplia región del actual centro de México, con excepciones importantes de control político en altépetl disidentes o

fronterizos. Formalmente, se trataba de un conjunto de dominios inicialmente regidos de los tres estados integrantes

de la Triple Alianza —Texcoco, Tlacopan y México-Tenochtitlan—, aunque es verdad que los mexicas de Tenochtitlan

encabezaron esta confederación y fueron el estado más expansionista de los tres mencionados. Por otra parte, los

mexicas nunca establecieron un dominio directo sobre los pueblos conquistados.

Exactamente, la élite gobernante de la Triple Alianza se apropiaba de la producción de las otras culturas y pueblos

mediante la imposición de un tributo, que era fijado de acuerdo con la especialización económica y geográfica de los

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dominados y recolectado por un calpixque, o recaudador. Los dominadores no impusieron su religión ni su lengua a los

dominados. Aunque es cierto que los estados sometidos no tenían independencia política total, seguían gobernados

por grupos locales. Solo en algunos casos, los mexicas establecieron un control militar en ciertos puntos estratégicos de

sus dominios.

El modo en que los mexicas impusieron su dominio sobre otros pueblos originarios centroamericanos fue diverso, no

ajustándose a una estructura imperial tradicional conocida en otras culturas.

Aunque se suele señalar el carácter militar de varias conquistas mexicas, también establecieron una complicada red de

alianzas matrimoniales con las élites locales para asegurar la lealtad hacia el poder de México-Tenochtitlan. Tal fue el

caso, por ejemplo, de los zapotecos del istmo de Tehuantepec. El dominio del Estado mexica en Mesoamérica no fue

total. Varios estados centroamericanos fueron capaces de resistir el empuje de los tenochcas y sus aliados, entre ellos

los popolocas de Teotitlán del Camino, los tlapanecos de Yopitzinco, el señorío de Metztitlán (norte de Hidalgo), los

mixtecos de Tututepec, la confederación Tlaxcalteca y el estado tarasco de Michoacán. Se sabe además que los

tlaxcaltecas eran enemigos acérrimos de los mexicas, que les habían impuesto la obligación de participar de la

Xochiyáoyotl a cambio de su independencia. Tampoco debe dejar de mencionarse que los mexicas nunca pudieron

derrotar a los tarascos, y que la presencia de este pueblo impidió la expansión de sus dominios hacia el occidente.

El fin del régimen de dominio internacional de los mexicas y sus aliados en América central concluyó con la invasión y

conquista española de México-Tenochtitlan.

En este suceso histórico decisivo, que se considera como punto final del desarrollo independiente de las culturas

originarias centroamericanas, participaron no solo los expedicionarios europeos, sino, decisivamente, sus aliados

indígenas provenientes de numerosas naciones tributarias de la Triple Alianza que vieron en los recién llegados una

oportunidad de poner fin al dominio tenochca.

La forma imperial del Estado

Uno de los rasgos históricos más notorios en desarrollo del Estado en la sociedad humana, es la tendencia generalizada

a la constitución de imperios, en algún momento de la formación de esta organización política.

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Para los efectos de este estudio, se entiende como imperio a una organización política y territorial estructurada para el

dominio de una unidad política sobre otras, en condiciones de subordinación y de dependencia, una estructura

territorial hegemónica articulada por el uso del instrumento militar como medio principal de sometimiento.

Necesidad de expansión por razones económicas, acceso a recursos escasos, rivalidades hegemónicas, causas

geopolíticas e ideologías expansionistas, pueden ser las principales causas de la tendencia imperial de un Estado. En el

proceso histórico y en términos estratégicos y geopolíticos, ciertos Estados dotados de un instrumento militar potente

y de una voluntad política persistente, tienden gradualmente hacia la expansión imperial, tanto con fines defensivos

como ofensivos, para empujar las fronteras de la propia soberanía más allá del riesgo inminente, forman zonas tampón

como espacio estratégico para prevenir invasiones y ataques exteriores. Esas zonas tampón pueden constituirse en el

futuro en espacios de influencia y dominio imperial.

Todo imperio se funda en la pretensión del universalismo. Emmanuel Todd escribe: “una de las fuerzas esenciales de

los imperios, principio a la vez de dinamismo y de estabilidad, es el universalismo, la capacidad de tratar de manera

igualitaria a hombres y pueblos. Una tal actitud permite la extensión continua del sistema de poder, por la integración

al núcleo central, de pueblos e individuos conquistados. La base étnica inicial es superada. El tamaño del grupo humano

que se identifica con el sistema se extiende continuamente, porque éste autoriza a los dominados a redefinirse como

dominantes. En el espíritu de los pueblos sometidos, la violencia inicial del vencedor se transforma en generosidad.” (ii)

Los Estados se defienden y atacan en función de una necesidad más o menos urgente de preservar sus propios intereses

o de promover un programa geopolítico de dominación, influencia y hegemonía.

Arnold Toynbee en su “Estudio de la Historia” es uno de los primeros historiadores que pusieron el acento en el proceso

histórico de formación de los imperios desde la antigüedad.

La forma imperial del Estado se constituye sobre la base del ejercicio más o menos deliberado y abierto de influencia y

dominio, de la aplicación más o menos dosificada de presión diplomática, de predominio económico y tecnológico y de

poder militar, para transformar territorialmente las relaciones con los Estados o comunidades circundantes de un plano

de igualdad ficticia a un plano de desigualdad real, objetiva, pasando de la influencia a la dominación y la dependencia.

Toda relación imperial es una relación desigual y asimétrica, en términos de poder.

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Desde una perspectiva realista, puede afirmarse que un imperio es una estructura más o menos duradera en el tiempo

que consiste en una coalición de intereses desiguales entre distintos actores políticos internacionales a través del poder

militar y la guerra.

La estructura del Estado imperial reposa sobre el poder militar y sobre la aplicación constante del instrumento militar

mediante la guerra.

Los imperios constituyen en determinados períodos históricos los ejes geopolíticos en torno a los cuales se manifiesta

la rivalidad hegemónica, a escala regional, continental, intercontinental o mundial, en términos de multipolaridad,

bipolaridad o unipolaridad, según si la escena internacional está influenciada por una lucha entre varios polos

hegemónicos, dos polos o un solo actor estatal imperial que detenta la hegemonía en un momento determinado de la

Historia.

Existe así una relación estrecha entre imperio y guerra, en el sentido que los imperios surgen, se desarrollan, se

expanden, perduran y declinan a través de su participación en conflictos y guerras. No obstante el juego de intereses

económicos, culturales y políticos que subyacen en la formación de un imperio, su esencia constitutiva es la guerra.

Todo imperio es en primer lugar, una estructura territorial basada en el uso y despliegue de la fuerza militar imperial

para asegurar la cohesión, la defensa y la seguridad del conjunto.

Desde una perspectiva cronológica de largo plazo, los imperios atraviesan por grandes ciclos históricos de surgimiento,

desarrollo y apogeo, y de declinación.

El Estado en el Renacimiento europeo

El lento derrumbe del Imperio Romano en el mundo occidental, ocasionó un desmembramiento de la organización

política, provocando la formación de Estados a partir del poder comunal y de las ciudades.

El desarrollo del Estado en la Baja Edad Media y en los inicios de los tiempos modernos, se produce en el contexto del

período socio-cultural denominado del Renacimiento, y que se asocia con los orígenes del capitalismo.

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Entre el Quatrocento y el Cinquecento italiano (los siglos XIV y XV de nuestra era) en la que situamos la guerra de Cien

Años en Europa, donde se configuran las premisas para los primeros Estados modernos, al mismo tiempo, se manifiesta

el apogeo del Shogunado japonés (Kamakura y Ashikaga, 1333-1573), el historiador árabe Ibn Khaldoun desarrolla su

concepción histórica y se produce el despliegue del imperio de Tamerlán (1363), mientras en Africa se produce el apogeo

del reino musulmán de Mali, en América central se funda la ciudad de Tenochtitlán (1325), cuna del imperio mexica, y

la dinastía Ming (1368-1644) consolida la organización estatal e imperial china.

Las ciudades Estado desde las cuales se va a producir el Renacimiento abarcan toda la Europa occidental, pero resultan

paradigmáticas la Republica de Venecia y la República florentina.

En este período histórico, además los viajes de descubrimiento desarrollados por el Estado español y portugués, en

rivalidad con Inglaterra y las Provincias Unidas holandesas, van a producir un desplazamiento geopolítico mayor desde

el predominio en el mar Mediterráneo (el antiguo Mare Nostrum de los romanos) hacia la hegemonía política, comercial,

naval y marítima en el océano Atlántico.

Las ciudades portuarias del Mediterráneo, Venecia, Génova, Estambul, ciudades Estados organizadas como repúblicas

oligárquicas en manos de la clase comerciante y banquera mientras se enriquecen con el comercio hacia y desde el

Oriente y los puertos árabes, serán superadas por la hegemonía de Amsterdam, Londres, Hamburgo, Amberes y Le

Havre, abiertas al Atlántico.

Es en estas ciudades-Estado, donde se producen las primeras manifestaciones del capitalismo temprano, donde

banqueros judíos, comerciantes y armadores navieros desarrollan la circulación monetaria, financian el intercambio

comercial de ultramar y aportan impuestos y tributos cuantiosos para las arcas fiscales.

La República veneciana

La Serenisima República de Venecia se constituyó progresivamente como Estado durante la Edad Media y se convirtió

en una de las principales potencias económicas del mundo, ocupando un lugar preponderante en los intercambios

comerciales entre el Mediterráneo occidental y oriental. Además, con sus instituciones oligárquicas notablemente

estables durante casi un milenio, representó un papel político esencial.

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Después del año 1100 NE, Venecia era ya una gran potencia mediterránea en los planos económico, político y militar,

al punto que podía ofrecer sus servicios como flota naval al propio Imperio bizantino y ganar gracias a ello privilegios

comerciales excepcionales en Constantinopla, el mayor centro comercial de Europa en esos años, empleando para este

fin una combinación de diplomacia y poderío mercantil.

El rol intermediario de los venecianos les permitió ejercer un control casi completo sobre los intercambios comerciales

europeos con el Oriente Medio, mientras que los reinos musulmanes del Mediterráneo recurrían también a Venecia

como intercesor comercial con el resto de Europa. La República Veneciana, más interesada en la preservación del

comercio internacional que en la expansión religiosa o militar, aparecía como el intermediario mercantil ideal para los

reinos mediterráneos de cualquier religión a partir del siglo XII, lo cual le permitió a Venecia acumular grandes riquezas

y ganar ventajas comerciales.

Desde el primer momento la organización de la República de Venecia, se esforzó por evitar que un solo hombre reuniera

todo el poder político. De este modo, la función suprema que asumía el dux quedó enseguida sometida a la vigilancia

de varios consejos. El «Maggior Consiglio» (Consejo Mayor o Gran Consejo) elaboraba las leyes, el Senado se encargaba

de la política exterior y de los asuntos militares y económicos. Otro organismo, el «Consejo de los Diez» garantizaba la

seguridad del Estado y disponía de un cuerpo de policía así como de facultades amplísimas en materia de investigaciones

y castigos judiciales.

La organización política republicana se fue haciendo más compleja a medida que crecía la influencia económica y política

de Venecia en el mar Mediterráneo y tenía que enfrentarse a otras potencias comerciales. En los primeros años de la

República el sistema político de gobierno estaba constituido por una autocracia, con el dux como dictador casi absoluto.

Este título comenzó a utilizarse cuando la ciudad de Venecia estaba sujeta a la soberanía del Imperio bizantino,

haciéndose permanente después de que la ciudad alcanzara su independencia respecto de Constantinopla.

El dux era elegido de por vida para el cargo, a través de un complicado sistema de inspiración bizantina.

Tradicionalmente desde 697 cada dux había asociado a las funciones de gobierno a un hijo u otro familiar, pero

rápidamente tal costumbre fue prohibida por ley; en 1172 se estableció la elección del dux por un conjunto de 40

(después 41) ciudadanos, elegidos al azar.

En 1268 se fijó el sistema electoral vigente hasta la extinción de la República en 1797 que consistía en una serie de

cuatro elecciones, cada una de ellas era seguida de un sorteo entre los ciudadanos elegidos, eliminando sucesivamente

electores y designando otros nuevos, hasta que en el cuarto sorteo se formaba el grupo de 41 patricios que finalmente

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seleccionaban al dux. Tan complejo sistema buscaba evitar la influencia de las familias más adineradas e impedir que

alguna de ellas (aunque vigilada de cerca por otras familias de igual poder y riqueza) intentase copar el gobierno o crear

una dinastía.

A partir del siglo XVI experimentó una fase de declive político y territorial, aunque disimulado por un extraordinario

desarrollo artístico y cultural.

La República Florentina

La República de Florencia, o República florentina fue una ciudad estado establecida en la ciudad italiana de Florencia,

en la Toscana. La República fue fundada en 1115, cuando los florentinos derribaron la Marca de Toscana y formaron

una comuna a la muerte de la marquesa Matilde. La comuna era regida por un consejo conocido como la Signoria, que

era elegida por el confaloniero (gobernante titular de la ciudad), que a su vez era elegido por miembros de los gremios

florentinos.

Los gremios o corporaciones florentinas eran la clave del poder económico y político en Florencia.

El Estado ruso

Los vikingos, llamados "varegos" por los bizantinos, eran un pueblo dedicado tanto a la piratería como al comercio.

Empezaron a aventurarse remontando los ríos desde el mar Báltico al Este hacia a los mares Negro y Caspio. Los eslavos

de las inmediaciones de los ríos a menudo los contrataban como protectores. De acuerdo con la Crónica de Néstor, un

varego llamado Riúrik llegó a ser el príncipe de Nóvgorod alrededor de 860 antes de que sus sucesores se trasladaran al

Sur y extendieran su autoridad a Kiev. A finales del siglo IX, el gobernador varego de Kiev ya había establecido su

supremacía sobre una vasta zona que gradualmente vino a ser conocida como Rus (a diferencia del nombre de la actual

Rusia, Rossíya en ruso, establecido por Pedro el Grande).

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La Rus de Kiev, el primer Estado eslavo oriental, emergió en el siglo IX en las inmediaciones del valle del río Dniéper, a

partir de un grupo de pequeños principados interesados en mantener el comercio fluvial de la zona. La Rus de Kiev

controlaba el comercio de pieles, cera y esclavos entre Escandinavia y el Imperio Bizantino a través de la ruta

denominada de los varegos a los griegos. A finales del siglo X, la minoría escandinava ya se había mezclado con la

población eslava.

Entre las principales aportaciones de la Rus de Kiev está la introducción de la variante eslava del culto ortodoxo,

profundizando aún más la síntesis de culturas bizantina y eslava que definiría a la rusa durante los siguientes mil años.

La región adoptó el cristianismo en 988 en el acto oficial de bautismo público de los habitantes de Kiev por el príncipe

Vladímir I. Algunos años más tarde se introdujo el primer código de leyes, la Justicia de la Rus (Rúskaya Pravda). En

adelante, los príncipes de Kiev seguirían el ejemplo bizantino y mantendrían la Iglesia directamente dependiente de

ellos, incluso en ingresos, de manera que la Iglesia y el Estado estuvieran permanentemente unidos.

Los Principados de la Rus de Kiev (1054-1132). Durante el siglo XI, particularmente durante el reinado de Yaroslav I el

Sabio, la Rus de Kiev alardeaba de una economía y unos logros en arquitectura y literatura superiores a los que existían

entonces en el occidente europeo. Comparado con los lenguajes de la cristiandad europea, el ruso estuvo muy poco

influido por el griego y el latín de las antiguas escrituras cristianas. Esto se debió al hecho de que se usara el eslavo

eclesiástico para la liturgia en su lugar.

La tribu túrquica de los kipchakos substituyó los pechenegos como fuerza dominante en las regiones del sur de la estepa

vecinas a Rus en el final del siglo XI y fundó un estado nómada en las estepas a lo largo del mar Negro (Desht-e-Kipchak).

El rechazo de sus ataques regulares, especialmente contra Kiev, era una carga pesada para las áreas meridionales de

Rus. Las incursiones nómadas causaron una afluencia masiva de la población eslava a regiones más seguras,

fuertemente boscosas del norte, particularmente al área conocida como Zalesie.

La Rus de Kiev acabó desintegrándose como estado a causa las disputas armadas entre los miembros de la familia

principesca, que colectivamente detentaban el poder, siendo la cabeza de ellos, el mayor y rotándose en los puestos

secundarios según la edad. El Gran príncipe de Kiev Vladímir II Monómaco es considerado el último gobernante de la

Rus de Kiev unificada. Tras la desintegración de la Rus de Kiev, tanto Vladímir, ciudad que él fundó, como Súzdal (que

posteriormente formarían el Principado de Vladímir-Súzdal) y la República de Nóvgorod al Norte y el Principado de

Hálych-Volynia al Suroeste ganarían poder e independencia.

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La conquista por el Imperio mongol llevada mediante una política expansionista por Genghis Khan, en el siglo XIII fue el

momento final, quedando el sur bajo dominio mongol y el norte sometido a vasallaje. La división entre los príncipes

locales hizo fácil y corta la conquista. Kiev sería arrasada, la zona occidental será absorbida por la Mancomunidad

Polaco-Lituana y el norte caería bajo la influencia sueca. La región de Súzdal, dominada por los mongoles, y la

independiente ciudad báltica de Nóvgorod, estrechamente unida a las redes comerciales alemanas y suecas,

establecerían las bases para la formación del Estado Ruso moderna.

Los mongoles dominaron Rusia desde su capital occidental de Sarai, en la ribera del Volga, cerca de la actual ciudad de

Volgogrado. Los príncipes de la Rusia meridional y oriental tuvieron que pagar tributo a los mongoles, o tártaros, o la

Horda Dorada. A cambio recibían un documento, el yarlyk, que los certificaba como gobernantes en representación del

Kan. Por lo general, los príncipes gozaban de una considerable libertad para gobernar a su antojo. Uno de ellos,

Aleksandr Nevski, príncipe de Vladímir, alcanzó fama legendaria en la mitad del siglo XIII, como resultado de sus victorias

sobre los caballeros teutones, los suecos y los lituanos. Para la Iglesia ortodoxa y casi todos los príncipes, los occidentales

significaban un mayor peligro para su estilo de vida que los mongoles. Nevski obtuvo protección y asistencia mongola

en su lucha contra los invasores del Oeste que intentaron aprovecharse de un supuesto colapso ruso para ganar tierras.

Asimismo, gracias al apoyo mongol logró afianzarse en el dominio de la entonces secundaria ciudad de Moscú, que los

mongoles entregarían a su descendencia. Pese a todo, los sucesores de Nevski desafiarían más tarde el poder tártaro.

En los orígenes históricos del Estado ruso la guerra y la religión, ocuparon un lugar central.

Los mongoles no solo exigían pesados tributos de los distintos y disgregados principados rusos, sino que a menudo los

invadían, saqueándolos y haciendo esclavos. Por ejemplo, las invasiones de 1252 y 1293 significaron prácticamente la

ruina, al igual que la invasión de Batu Kan en los años 1237-1241.

Los mongoles dejaron su huella entre los rusos en ciertos campos como las tácticas militares y el desarrollo de rutas

comerciales. Bajo la ocupación mongola, Moscovia también desarrolló un sistema postal por carretera, el censo,

recaudación de impuestos y una organización militar. La influencia oriental permaneció viva hasta bien entrado el siglo

XVIII, cuando los mandatarios rusos llevaron a cabo un esfuerzo para occidentalizar su país.

El Estado ruso se consolida desde la edad media como un imperio.

Durante el siglo catorce, los grandes príncipes de Moscovia empezaron a adquirir tierras rusas para incrementar la

población y la riqueza bajo su poder. Quien mejor puso en práctica esta estrategia fue Iván III el Grande (1462–1505),

quien estableció los cimientos para un nuevo estado ruso. Contemporáneo de los Tudor y otros "nuevos monarcas" en

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la Europa Occidental, Iván duplicó las tierras bajo su mandato y proclamó su soberanía absoluta sobre todos los príncipes

y nobles rusos. Tras negarse a pagar más tributos a los mongoles, Iván emprendió una serie de ataques que abrieron el

camino a la completa derrota de la Horda de Oro, ahora dividida en diversos kanatos. También impuso su autoridad a

las ciudades de Pskov y Nóvgorod hasta entonces semiindependientes.

Durante el reinado de Iván III, que había contraído matrimonio con Sofía Paleóloga, comenzó a gestarse la idea de la

Tercera Roma. Sofía era sobrina de Constantino XI, el último Emperador bizantino e Iván podía reclamar ser el heredero

del derrumbado Imperio Romano de Oriente (Imperio bizantino). Iván compitió con su poderoso rival noroccidental

Lituania por el control de algunos de los principados semiindependientes que formaron la Rus de Kiev en el Dniéper

superior y las llanuras del río Donéts. El abandono de algunos príncipes, las escaramuzas fronterizas y una larga e

interminable guerra con Lituania que acabaría en 1503 permitieron a Iván III extender al Oeste sus dominios, que se

triplicaron durante todo su reinado.

La consolidación interna se complementó con la expansión territorial del Estado ruso.

Probablemente uno de los atributos principales del Estado ruso era el territorio sometido a su soberanía y las

posibilidades que existían para extender aun más sus dominios.

Durante el siglo XV, los gobernantes de Moscú consideraron todo el territorio ruso como su propiedad. Algunos

principados semiindependientes todavía reivindicaban ciertos territorios, pero Iván III forzó a los menos poderosos a

aceptar al gran príncipe de Moscovia y sus descendientes como líderes indiscutidos con competencias sobre asuntos

militares, judiciales y diplomáticos. Gradualmente, el mandatario moscovita emergió como un líder poderoso y

autocrático: un zar.

Durante el reinado de su hijo, Basilio III, Rusia sufría de las incursiones regulares de los tártaros de Crimea y los tártaros

de Kazán. Las invasiones más peligrosas ocurrieron en 1517, 1521, 1537, 1538.

La expansión territorial histórica del Estado ruso, alcanzó en dos siglos hasta la extremidad oriental de Siberia, hasta el

mar Negro y el mar Báltico, de manera que se formó un Estado imperial.

La amenaza de las incursiones tártaras no permitía al pueblo ruso asimilar las regiones del sur con el suelo fértil. Las

decenas de miles de milicianos y los nobles protegieron los límites del sur que eran la carga pesada para el estado y

disminuía también su desarrollo económico y social. Durante la disputa con Pskov en 1510, el monje Filoféi escribió una

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carta a Basilio III, hijo de Iván III, en la que profetizaba que este reino se iría a convertir en la Tercera Roma, cristalizando

así el sentimiento ruso de herencia con respecto a los bizantinos.

Rusia ha sido históricamente un Estado autocrático y de gobierno unipersonal desde el siglo XV hasta el siglo XX.

Y cuando la antigua Rusia devino en 1917-1920 en el Estado central de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas,

continuó siendo un Estado autocrático multinacional de gobierno unipersonal (y de partido único, como se analiza en

otro capítulo), bajo el modelo ideológico de la “dictadura del proletariado”.

El Estado en América Latina

Se analizan en este subcapítulo, la formación y evolución del Estado en América Latina, un proceso histórico que abarca

varios decenios desde la segunda década del siglo XIX. La principal dificultad teórica y conceptual que aquí se presenta

es la posibilidad de generalizar como concepto “el Estado en América Latina” una diversidad de casos nacionales, una

cambiante forma de organizaciones estatales cuya trayectoria histórica escapa a todo esfuerzo de síntesis.

Para la Ciencia Política cada Estado nacional latinoamericano es un caso específico, desde el punto de vista del modo

de formación del Estado, de las fuerzas sociales y políticas que le dieron origen y forma en el curso del siglo XIX y de las

estructuras y procesos a través de los cuales se fueron consolidando.

Por tanto, este subcapítulo aborda algunos lineamientos generales o rasgos comunes que es posible analizar en los

Estados latinoamericanos.

La mayor parte de los Estados latinoamericanos surgen en el siglo XIX producto de la guerra: guerras de liberación

nacional, guerras de conquista territorial, guerras civiles entre las distintas facciones de la naciente oligarquía

dominante, guerras de ocupación y a veces de exterminio contra los pueblos originarios, guerras interestatales para

terminar de definir las fronteras nacionales.

El único Estado latinoamericano cuya formación y evolución inicial difiere de los demás casos nacionales es el de Brasil,

como se analiza más adelante.

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Para comprender el contexto del proceso de formación del Estado en América Latina es clave entender que las

monarquías imperiales de España y Portugal crearon en los siglos XVII y XVIII una organización estatal subordinada,

radial y centrífuga a su favor, y por lo tanto, cada unidad política colonial fue organizada sin interdependencia ni

integración geográfica y económica con las demás colonias, las cuales durante su mandato van a estar relativamente

unidas por unas estructuras políticas y administrativas impuestas. Una vez emancipadas va a predominar la situación

de fragmentación, la cual, al reaparecer en un contexto de tendencias centrífugas y divergentes, va a facilitar una

relación de tipo dependiente y subordinado con las nuevas metrópolis. Esta relación, que cuenta con un decidido apoyo

interno, va a definir hacia la mitad del siglo XIX el carácter y la orientación del desarrollo de los Estados latinoamericanos.

Un segundo aspecto relevante es la conformación del núcleo hegemónico que desarrolla las guerras de liberación o

independencia.

En estos procesos político-militares, los movimientos emancipadores tienden a estar promovidos por las élites

socioeconómicas y políticas nativas sin contar con una participación activa del pueblo o de las clases populares.

Inicialmente, una vez consumados los procesos de independencia, se va a dar en enfrentamiento entre las élites urbanas

y la aristocracia rural, y grupos medios y populares, los cuales se van a traducir en propuestas políticas contradictorias

y conflictivas que hacia mediados del siglo XIX van a tender a unificarse en entorno a los intereses de una oligarquía

vinculada al comercio internacional.

En el plano cultural e ideológico de la formación estatal, cabe subrayar que a partir de la independencia las élites

latinoamericanas se mostraron ávidas de recibir las más variadas e incluso contradictorias influencias europeas; así se

sostenía que mientras en Europa se repudiaban creencias irracionales y se avanzaba por los caminos de la ciencia a

partir de la duda metódica (filosofía racionalista), a los hispanoamericanos se los había mantenido atados en el cultivo

de un escolasticismo sin contenidos, y en la más ciega de las supersticiones. Había, sin embargo, una tensión inevitable

entre el fervor con que se adoptaban las nuevas instituciones y el conservadurismo social; esta condición fue

determinante en la formación política de estas sociedades y del Estado.

Los Estados surgieron atados a la religión, y a la influencia social y política de la iglesia católica.

El origen del proceso de formación de los estados nacionales en Latinoamérica se puede situar entre las décadas de

1820 y 1880, según los países. Los rasgos históricos comunes que presenta este proceso son la culminación de las

guerras de independencia, la crisis de organización política y gobernabilidad en que las sumió las guerras de caudillos

que expresaron los intentos hegemónicos sociales y las contradicciones no resueltas luego en la etapa colonial y la

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inserción paulatina en el sistema económico internacional capitalista dentro del esquema de la división internacional

del trabajo.

La formación de ejércitos nacionales implica por un lado el fin de las guerras de caudillismos regionales, base necesaria

para la consolidación de una organización política moderna, y por otro lado la captura de territorio apto para la

explotación agropecuaria extensiva sustento de la integración dinámica de los pases latinoamericanos al

internacionalizarse el sistema económico, esta estrecha relación de intereses económicos. Pero al mismo tiempo, los

ejércitos recién formados, entrenados por especialistas franceses o prusianos, terminaron funcionando como tropa al

servicio de caudillos políticos y de los intereses oligárquicos en pugna y con altos niveles de participación e

involucramiento en los procesos políticos.

Un rasgo fundamental en la formación de los Estados nacionales de América Latina, es la ausencia de Nación en el

momento fundacional del Estado. En la mayor parte de las sociedades latinoamericanas, primero se organizó el Estado

y más tarde se constituyó la nación.

La preminencia del Estado y el retardo histórico de la formación y cristalización se origina en la primera mitad del siglo

XIX cuando las guerras de la independencia sorprenden a los pueblos del continente en una fase de integración y

mestizaje entre las poblaciones originarias y los conquistadores europeos, al tiempo que el desarrollo capitalista

incipiente recién estaba constituyendo una clase burguesa, una oligarquía propietaria de la tierra y comerciante.

La formación de las naciones se va a producir en la segunda mitad del siglo XIX, cuando los Estados han alcanzado un

cierto desarrollo institucional y burocrático, con la consolidación del ejército y la formación de la burocracia

administrativa en el territorio.

Denominamos “momento fundacional” del Estado en América Latina, a un período histórico entre la primera y la cuarta

década del siglo XIX (1810-1840).

En la mayor parte de los Estados naciones de América Latina, la independencia del imperio español, fue el resultado de

cruentas guerras ocurridas en las primeras décadas del siglo XIX, salvo en Brasil, donde la evolución política y la crisis

política en Portugal por la intervención napoleónica, va a inducir el traslado de la sede de la monarquía portuguesa a

territorio americano, de donde su independencia será más bien un proceso político de negociación y acuerdo entre

realistas e independentistas.

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En América Latina, el Estado surgió de la guerra, un conflicto que tuvo rasgos de guerras civiles y de guerra exterior,

donde la iglesia católica desempeñó un rol institucional de apoyo al dominio de los reyes españoles, con escasas

excepciones de sacerdotes favorables a la independencia y donde los actores fundamentales fueron la oligarquía

terrateniente, comerciante o minera, el bajo pueblo utilizado como tropa en los ejércitos libertadores y el poder imperial

español. En muchos casos, las guerras de independencia tuvieron rasgos de guerra civil, desde que la oligarquía

dominante se dividió entre realistas y patriotas.

Es importante observar que durante el período colonial anterior, la iglesia católica fue el soporte institucional,

educacional e ideológico del poder monárquico y del Estado colonial, a través del Tribunal de la Inquisición, frente a una

masonería que desarrolló una política subrepticia de infiltración intelectual en los países sometidos. En los siglos XVIII y

XIX ambas instituciones se disputaron la formación y la educación de las elites de cada país.

Los nuevos Estados en América Latina dieron rienda suelta a la formación del capitalismo.

El nuevo Estado en proceso de formación permitió la utilización de excedentes los cuales fueron volcados a la

modernización del aparato estatal, desarrollando la infraestructura, al fortalecimiento de los poderes (jurídico, policial,

militar) y obras de infraestructura (transportes, correos, aduanas, servicios urbanos) y culturales (arquitectura , teatros

y edificios públicos) los países más desarrollados fueron Argentina, Chile, Uruguay y Brasil. Desde sus orígenes en los

mismos Estados se podía encontrar una estrecha relación entre el Estado y los sectores económicos hegemónicos cuya

lógica de acumulación no se contradecía con el funcionamiento propio y autónomo del capitalismo originario. En sus

inicios, el Estado en América Latina era el Estado de la oligarquía dominante.

El soporte social de los nuevos Estados fueron las clases burguesas, la oligarquía comerciante, minera y latifundiaria.

En el plano de las ideas, los libertadores de la primera hora defienden el proyecto de una nación latinoamericana y se

van a inspirar para sus modelos políticos en las ideas de Estados Unidos y Francia. Aunque éstas van a permanecer en

la atmósfera cultural a lo largo del siglo, la conciencia nacional y latinoamericana va a desaparecer paulatinamente a

medida que se desarrolla una nueva oligarquía conformada por los grupos altos y medios aliados a las empresas

extranjeras, proceso que, por otra parte, margina progresivamente a los campesinos, trabajadores urbanos e indígenas

del desarrollo social y económico. Hacia mediados de siglo esta oligarquía se beneficia ya ampliamente de un tipo de

crecimiento “hacia fuera” el cual promueve el progreso de las áreas agroexportadoras, mineras y de la agricultura

organizada en haciendas.

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El Estado generaba una burocracia dirigida por los sectores sociales dominantes, pero que respondían en su rol

burocrático, al interés del Estado y a su dominación social.

Esta situación no era obviamente similar en todos los países latinoamericanos en muchos de ellos Perú, Colombia,

Venezuela, Ecuador, México donde se podía ver una menor movilidad social por contar con un sistema de dominación

patrimonial-feudal, que se constituía desde los dueños de la tierra y los gobernantes autoritarios con un carácter

excluyente, de representación de los intereses exportadores con poca integración y ocupación política del espacio

territorial.

Las marcadas diferencias sociales y la debilidad de las instituciones políticas al momento de la formación del Estado, y

la herencia autoritaria del imperio español en el período colonial, facilitaron el surgimiento de caudillismos militares,

que marcan la historia de América Latina durante el siglo XIX.

Los Estados modernos o Estados nación

La diferencia fundamental entre los Estados de la antigüedad y los Estados modernos, es que éstos últimos se forman a

partir de una manifestación más o menos expresa y colectiva de instituir una organización política, aprovechando la

tradición, el legado cultural y el patrimonio intelectual del pueblo o nación del cual surge.

En el caso del Estado estadounidense y francés, ambos son el resultado de la aplicación política de una tradición

intelectual proveniente de la Ilustración europea y de pensadores liberales. Ambos Estados intentan materializar

nociones innovadoras como ciudadanía, soberanía y nación y el principio de la representación.

El Estado estadounidense

La revolución americana de las 13 colonias británicas contra el dominio inglés en el siglo XVIII, es el punto de partida de

este inédito ensayo de república presidencial denominado Estados Unidos.

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El Estado estadounidense surge de una guerra y este factor militar pesará a lo largo de toda la historia moderna.

Todo el conjunto institucional del Estado estadounidense se basa en normas legales escritas, elaboradas en la forma de

una Constitución e inspirada en la naciente ideología liberal dentro de la Ilustración.

Se organizó desde un principio como una república presidencial y constitucional, con tres poderes distintos, separados

y en equilibrio (Ejecutivo, legislativo bicameral y Judicial), a escala nacional y conforme al sistema federal, cada uno de

los Estados que componen la federación posee su propio Ejecutivo (Gobernador), su congreso estadual y sus tribunales

locales.

El Estado francés

La revolución francesa de 1789 y que duró diez años, es el punto de partida del Estado francés moderno.

El Estado francés moderno surge de una guerra civil y de varias guerras exteriores. Pero este origen bélico no produjo

como resultado un Estado militarista.

Pero, a diferencia del Estado estadounidense que es una construcción política y jurídica literalmente comenzada desde

cero, el Estado francés de 1789, es una arquitectura republicana innovadora elaborada desde las ruinas del estado

monárquico y absolutista, pero que durante la experiencia imperial napoleónica demostrará haber conservado

poderosas raíces de la monarquía anteriormente destruida.

Los orígenes lejanos del Estado francés de 1789 se podrían encontrar en el Estado franco que resultó desde el derrumbe

final del Imperio Romano de occidente, hacia los siglos VI y VII de nuestra era.

Un rasgo central del Estado francés, que se encuentra también en el Estado estadounidense, es que ambas entidades

se organizan a través de normas legales y constitucionales escritas y emanadas desde asambleas legislativas, dejando

atrás la legislación consuetudinaria del Estado inglés y de la Francia medieval.

Desde 1789 el nuevo Estado francés –especialmente durante el decenio napoleónico- construye un solo Ejército

nacional subordinado y sometido estrictamente a la autoridad política, unifica el territorio a través de un sistema

educacional estatal, universal y laico, establece el francés como idioma único y oficial en todo el territorio, configura

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una red de caminos y un sistema de correos, aprovecha las recientes tecnologías del telégrafo y el ferrocarril para

conectar y comunicar a todo el país con la capital y establece un funcionariado cada vez más complejo y profesional.

Sólo en este aspecto, hay que subrayar que la formación de los funcionarios del Estado francés naciente, constituye una

herencia del funcionariado existente a lo menos desde el siglo X y en particular, desde la época de los primeros ministros

Richelieu y Mazarino (siglo XVI), quienes fijaron las reglas para organizar la administración estatal y los procedimientos

de postulación, concurso e ingreso, prácticamente al modo del mandarinado chino de 10 siglos antes.

El Estado itálico

La formación de un Estado italiano en la época moderna que integrara la mayor parte de los pueblos pertenecientes a

la “nación italiana” fue el resultado de diferentes dinámicas sociales que en lo cultural tuvieron su máxima

representación entre los años de 1820 hasta 1848, representada básicamente por las invasiones napoleónicas las cuales

conjuraban y llamaban a una unidad para poder sobrevivir del conquistador y aun mas las agitaciones revolucionarias

venecianas mazziniana y posteriormente a la primera guerra de independencia en 1849; todas estas agitaciones sociales

tuvieron repercusiones en la búsqueda de un nuevo modelo que sirviera para unificar y para crear identidad en los

pueblos itálicos.

En cuanto a lo constitucional y jurídico el resultado de las ya mencionadas agitaciones fueron las unificaciones del reino

de Cerdeña integrado por Piamonte y la Liguria, además, en noviembre de 1859 por medio del tratado de Zúrich se

constituyó la anexión de Lombardía pero a la vez por ese mismo tratado se despojo de Niza y de una de sus más

importantes ciudades Saboya.

En 1860 se produjo una serie de plebiscitos los cuales tomaron una decisión y mostraron un favor amplio a la unificación

y por medio de ellos también quedaron unificados otros territorios como la Emilia-Romaña, Marche y Umbría,

expropiadas a los Estados de propiedad de la iglesia católica, y también las regiones pertenecientes y abandonadas por

el gran ducado como la Toscana y las dos Sicilia.

Otros eventos importantes dentro de la conformación del Estado italiano fueron por ejemplo la confirmación en el

poder de Manuel II como rey italiano, proclamado no por supuestos divinos si no “por la gracia de DIOS y la voluntad

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de la nación “, dando así un carácter sumamente relevante a las disposiciones del pueblo; también tuvieron función

importante dentro de la unificación del territorio la anexión del Véneto (la provincia veneciana) por medio del tratado

de paz de Viena en 1866, al igual que Lacio estimulada por la caída del papado por la guerra de 1870 y también la

entrada de la Venecia julia por el tratado de Saint-Germain en 1919, además la fusión de Roma en 1924 y en 1929 la

conformación de la ciudad del vaticano como uso exclusivo de los órganos centrales de la iglesia católica.

El Estado español

A lo largo de la historia, diversos Estados y multitud de pueblos asentaron en la península ibérica sus instituciones

políticas. Dado que algunos desaparecieron y otros evolucionaron, no existe consenso historiográfico a la hora de

precisar en qué momento temporal se puede situar el origen o fundación de España como Estado y como Estado nación,

hasta el punto de que incluso se baraja la posibilidad de que tal momento no se pueda precisar, por entender que

España es el fruto de un proceso evolutivo.

Existen cinco momentos históricos principales para situar el momento a partir del cual se puede hablar de España como

país y como Estado: el período de los llamados reinos visigodos; la unión de Coronas de Castilla y Aragón a partir de los

Reyes Católicos en 1492; la proclamación de un primer monarca común, Carlos I en el siglo XVI; el cambio organizativo

y político con el centralismo borbónico de Felipe V en el siglo XVII; y la promulgación de la Constitución de Cádiz en los

inicios del siglo XIX.

Desde el punto de vista de la estructuración territorial y administrativa del Estado español pre-moderno, tanto la

unificación de los reinos de Castilla y Aragón puede situarse como un momento histórico decisivo en el inicio del proceso

de construcción de la unidad territorial hispana y el descubrimiento y conquista de América como el punto de partida

de la forma imperial.

El Imperio español fue uno de los primeros imperios mundiales modernos y uno de los mayores imperios de la historia,

siendo considerado el primer imperio global, ya que por primera vez un imperio abarcaba posesiones en todos los

continentes (menos Antártida), las cuales, a diferencia de lo que ocurría en el Imperio romano, en el Imperio carolingio

o en el mongol, no se comunicaban por tierra las unas con las otras.

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En el siglo XV, la corona española buscaba la apertura de nuevas rutas comerciales a través de los mares y océanos. En

1492 los Reyes Católicos financiaron el proyecto del navegante Cristóbal Colón en la búsqueda de una nueva ruta

comercial con Asia a través del océano Atlántico. La invasión y posterior conquista de América forjaron la creación del

Imperio.

Durante el siglo XVI España sería la principal potencia del mundo occidental y primera potencia de la época, si bien hacia

1650 estaría en decadencia siendo superada por la rivalidad hegemónica con Inglaterra, Holanda y Francia. Los

conquistadores españoles invadieron y ocuparon numerosos territorios pertenecientes a diferentes culturas en América

y otros territorios de Asia, África y Oceanía. La incorporación del Reino de Portugal en 1580 supuso el momento de

máxima extensión formal del Imperio hispano.

Con Carlos I comienza el reinado de la dinastía de los Habsburgo o Casa de Austria, con la que España conocerá su mayor

expansión territorial gracias a la conquista de extensos territorios en América y otras colonias de ultramar. El Estado

español se constituye en un imperio de vastas dimensiones a escala mundial. Además, el rey Carlos I fue coronado

Emperador del Sacro Imperio como Carlos V, lo que añadió extensos territorios europeos al Estado español;

posteriormente, Felipe II, aumenta sus territorios en América y ciñe la corona de Portugal con sus territorios de

Ultramar, iniciando un periodo (1580-1640) en el que los dominios del monarca católico pasaron a ser la mayor potencia

económica y militar del mundo.

En todo este período, el Estado español era un imperio monárquico centralizado, con un poder dinástico basado en el

“derecho divino” católico, con ministerios y servicios, sistema de correos y un ejército y armada, y territorialmente

organizado en virreinatos y capitanías generales.

Tras la Guerra de Sucesión España perdió la preponderancia militar en Europa, aunque siguió siendo la mayor potencia

económica del mundo y conservó el dominio de los mares hasta fines del XVIII.

El área de influencia de España se expandió, constituyéndose en la mayor potencia económica del mundo durante el

siglo XVI, el comercio floreció a través del Atlántico entre la península ibérica y las Américas, y en el Pacífico desde Asia

del Este y las Filipinas hasta México, y en el aspecto militar, durante varios siglos el Imperio español dominó los mares

y océanos con la armada y los campos de batallas con la infantería de los tercios. Aunque a partir del siglo XVII su poder

e influencia en el centro de Europa e Italia se vio ampliamente contestado.

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El Estado militar

El concepto de Estado militar alude a una forma de organización estatal en la que los militares, como casta o como

institución encargada de la defensa y de la guerra, ocupan las posiciones clave en el aparato estatal para ejercer o influir

decisivamente en el gobierno.

Desde la Grecia antigua, en la polis de Esparta o en los inicios del imperio Romano, a través de la influencia de la Guardia

Pretoriana y del Ejército, el fenómeno del militarismo se manifiesta a lo largo de la historia de los Estados. No se trata

de la influencia e intervención de la fuerza armada en las decisiones durante las guerras, ya que existen numerosos

ejemplos donde la guerra entre dos o más Estados no conduce necesariamente a una hegemonía castrense dentro del

respectivo gobierno.

El Estado militar y el militarismo estatal son fenómenos históricos concomitantes.

El militarismo estatal hace referencia a una concepción ideológica y una forma de organización del poder político, en

que la jerarquía militar se impone como clase gobernante y se convierte en la elite a cargo del ejercicio directo del poder

en el Estado.

Su forma histórica más cercana en la historia contemporánea fueron el Shogunado japonés y Estado prusiano en el siglo

XIX, el Estado imperial japonés, los Estados nazi y fascista de los años 30 y 40, las dictaduras militares en Turquía y en

América Latina durante gran parte de la década de los años setenta del siglo XX.

En la historia de América Latina, además a lo largo de gran parte de la segunda mitad del siglo XIX y del siglo XX, la

frecuencia de los golpes de Estado realizados por militares y de gobiernos militares en la mayoría de los países de la

región, se refiere sin embargo, a una debilidad estructural del Estado y de la hegemonía de la clase política, y a un

conjunto de intereses de clase de la oligarquía socio-económica dominante, en que el ejercicio del poder por los

militares se constituye en una necesidad histórica y en una forma normal y legítima de resolver las contradicciones y

conflictos sociales y políticos.

Como lo subraya Joseph Comblin, para las dictaduras militares de América Latina, los Estados militares poseen su propia

ideología política (en este caso, la ideología de la seguridad nacional creada en Estados Unidos en los años 50) y su

propia organización institucional.

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En la estructura organizativa del Estado militar, desaparece o se vuelve superflua la clásica división de los tres poderes,

con un Ejecutivo que predomina en el ejercicio del poder, con un Legislativo que se vuelve decorativo y una mera

asamblea de notables designados para registrar y legislar por y para la dictadura y con un poder Judicial sometido y

subordinado al poder del gobierno.

Las dictaduras militares de fines del siglo XX (como en Brasil, Chile, Argentina, Turquía, Uruguay y Grecia) se caracterizan

además, porque se produce en su interior un conflicto estructural de intereses entre la elite económica o corporativa

que domina los ejes del poder económico y financiero, y la elite castrense, es decir, la alta oficialidad de las fuerzas

armadas, respecto de quiénes tienen los resortes fundamentales del Estado para el ejercicio del poder.

La estructura de poder del Estado militar está constituida por los altos mandos –el generalato- de las ramas de las

fuerzas armadas implicadas en el gobierno, quienes asumen la gran mayoría de los cargos en el poder Ejecutivo, en el

remedo de poder Legislativo y en la administración pública. Las fuerzas armadas ocupan la totalidad del Estado y de la

administración y sus oficiales se diseminan en todos los cargos, teniendo a los civiles en posiciones subalternas y

subordinadas.

No deja de ser paradójico que en estos Estados se exacerba el tamaño del alto mando o generalato en una relación no

proporcional con el total de tropas de cada rama castrense. En síntesis hay un exceso del número de oficiales y altos

mandos respecto del total de efectivos de cada institución.

Al interior del Estado militar se manifiestan varias contradicciones.

Una de ellas es el dilema de la dualidad entre el mando militar y el poder político en manos de los mandos militares.

Puesto que los mandos militares han sido formados en las escuelas y academias castrenses para ejercer el mando de

tropas y dirigir la guerra y, por tanto, carecen de formación o preparación especializada para el ejercicio del poder

político, se produce dentro del Estado militar una dualidad cada vez más conflictiva entre los mandos que siguen sus

carreras dentro de la institución militar y aquellos que salen del mando militar y pasan a la jerarquía de autoridades

políticas y de gobierno. Esta diferencia de trayectoria y de acceso a granjerías y beneficios materiales –asociados al

poder político total y absoluto en el Estado y en el gobierno- genera tensiones y conflictos entre ambas cohortes de

oficiales y altos mandos.

Por otra parte, mientras la elite corporativa o empresarial empuja reformas y medidas económicas que correspondan

con el catecismo ideológico neoliberal y que significan debilitar al Estado, la elite militar tiende a impulsar medidas para

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fortalecer al Estado sobre todo en el ámbito de la seguridad. Esta contradicción no resuelta, termina absorbiendo las

pugnas de poder internas en el Estado militar.

Otra fuente de tensiones internas en este tipo de Estado es la distribución proporcional de los cargos de poder –una

especie de cuoteo castrense- en la que se disputan posiciones y porciones del aparato estatal las tres ramas

tradicionales, el ejército, la marina y la fuerza aérea. Esta división interna se zanja generalmente según el poder de

fuego de cada una de las tres ramas y en esa distribución o cuoteo, generalmente los cargos principales recaen en los

altos mandos del ejército de tierra.

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Como lo subraya Burdeau, el origen histórico del Estado se produce allí donde las jefaturas tribales se organizan en

coaliciones con el propósito de controlar el territorio de sus respectivas comunidades.

Engels, por su parte, a partir de los hallazgos de Lewis Morgan, pone el acento en las contradicciones sociales y en la

importancia de la propiedad privada como factor que origina la necesidad de un aparato estatal, pero desde sus orígenes

se constituye con una autoridad política absoluta y centralizada, un ejército, una casta dominante (sacerdotal

generalmente) y una estructura somera de funcionarios para la recaudación de impuestos.

Pero, los Estados se forman desde la diversidad de culturas y de jefaturas locales y, algunos autores subrayan que la

guerra y la recaudación de tributos, fueron los factores concomitantes que impulsaron la centralización del poder y la

organización de una estructura burocrática para controlar territorios y fronteras.

Autoridad política, ejército, casta dominante y sistema de tributos, constituyen históricamente las bases primarias para

la constitución de los primeros Estados, como es el caso –por ejemplo- del período de los reinos combatientes en China,

el Estado egipcio, el Estado azteca en América central o la organización estatal de Sumeria y Mesopotamia en Asia

occidental.

Cabe subrayar que la formación del Estado en cada sociedad histórica no es el resultado de un hecho o acontecimiento

situado en el tiempo, sino que es un proceso gradual de construcción organizacional. No son Estados que surgen en un

momento histórico, son Estados que se forman en el tiempo, proceso donde las guerras y la conquista de territorios, la

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formación de una casta gobernante (sacerdotes, familia real y cortesanos) y el desarrollo de una burocracia o

funcionariado son progresivos en el tiempo.

Como en el caso de la formación del Estado chino, desde la dinastía de los Zhou, los soberanos gobernantes justifican

su poder y la transferencia familiar de su mandato sobre la base de una creencia religiosa que les atribuye ser “hijos del

cielo” es decir, de un poder derivado de un mandato celestial. La justificación religiosa o el principio del mandato

divino, es uno de los fundamentos ideológicos más duraderos de las monarquías y de los Estados primitivos. En los

orígenes del Estado en las sociedades árabes (desde el siglo VII de nuestra era), como en los Estados antiguos del Medio

Oriente y de Europa mediterránea, prevaleció también similar justificación del poder político monárquico.

Estas organizaciones estatales necesitaban al mismo tiempo, recaudar impuestos y asegurar la obediencia de los

territorios sometidos a su dominio (en términos de vasallaje), sobre la base de un poder político autocrático y

unipersonal radicado en un rey, sátrapa, emperador, visir, rodeado de una casta sacerdotal y cortesana.

El poder político en los primeros Estados era la concentración en un solo individuo de los resortes de control y ejercicio

del poder militar (el ejército), el poder judicial, el poder religioso y simbólico (casta sacerdotal y creencias y

supersticiones religiosas), y el poder financiero y económico (mediante la recaudación de los tributos y la asignación de

recursos para las provincias o territorios dependientes).

El predominio de la economía basada en el trabajo esclavo, va a favorecer que el Estado disponga en todo su territorio

de mano de obra de muy bajo costo, para las tareas de construcción que decide el gobernante.

El Estado antiguo, bajo estas bases organizacionales, despliega un esfuerzo de designación de delegados del poder

central y de construcción de rutas desde la capital hacia los territorios sometidos a su dominio: esas rutas permitirán al

mismo tiempo, el acceso de los ejércitos para defender las fronteras y sofocar las tentativas de rebelión interna, la

recaudación de tributos y la circulación de información hacia y desde la capital.

Un concepto fundamental para entender el proceso de formación del Estado es la noción de institucionalización, que

plantea Burdeau en su Tratado de Ciencia Política: “la separación entre el poder y su personalización, orienta a los

espíritus hacia una visión menos personal, y por tanto más depurada y durable, de la autoridad. Es entonces que los

hombres comienzan a pensar en la institución para convertirla en el titular del poder que un jefe, por más prestigioso y

poderoso pueda ser, no pueda asumir. Que es una institución, sino una empresa al servicio de una idea y organizada de

tal manera que la idea queda incorporada en la empresa y la que dispone de una potencia y de una duración superior a

la de los individuos por medio de los cuales ella actúa.”

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Cuando la autoridad política gradualmente pasa desde un poder individual carismático y basado en supersticiones y

creencias religiosas, a un poder radicado en instituciones regladas por normas comunes, reconocidas y conocidas, la

organización política se acerca al rango de Estado.

El Estado y la política de la razón de Estado

Uno de los componentes conceptuales básicos del paradigma realista de la Política, se encuentra en la Política de la

Razón de Estado.

La Ciencia Política moderna parece haber eludido un examen minucioso en torno a uno de los mecanismos políticos

más importantes y decisivos para asegurar la permanencia y continuidad del Estado.

La doctrina de la Razón de Estado encuentra sus fundamentos históricos en las profundas mutaciones intelectuales y

culturales que se manifiestan en el Renacimiento europeo en los siglos XV y XVI.

La Razón de Estado es una creación política –o un descubrimiento intelectual- propio del Renacimiento europeo. En el

clima político y cultural inquieto de las ciudades italianas del siglo XV y XVI, autores humanistas como F. Guichiardinni,

C. Salutati, Leonardo Bruni entre otros, influyeron para que N. Maquiavelo y G. Botero elaboraran una primera

formulación doctrinal, poniendo al desnudo la realidad del poder del Estado, y fijando los principios para que éste

naciente aparato de poder y de gobierno, pudiera perpetuarse en el tiempo y trascender a sus funcionarios. Mientras

Maquiavelo fue el primero en separar la Política de las religiones y teorías idealistas, Giovanni Botero comprendió que

la Razón de Estado era la propia manera de funcionar del Estado.

Según la nueva doctrina, la Política es un arte pragmático y positivo, es una práctica racional que recoge y sintetiza en

sus cálculos, los datos de la realidad concreta y de la experiencia. Posteriormente, J. Bodin, T. Hobbes, así como las

experiencias de gobierno del Cardenal de Richelieu y del propio M. Robespierre en el siglo XVIII, vinieron a confirmar

sus alcances y límites.

La doctrina de la Razón de Estado es el punto de convergencia de la modernidad y del poder, del realismo en política y

de la búsqueda de una racionalidad en los actos humanos.

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Más allá de la retórica o del silencio que rodea al tema de la Razón de Estado, todo Estado moderno está dotado de una

doctrina inmanente cuya función fundamental consiste en justificar su existencia, de manera de otorgarle cohesión

doctrinal a su funcionamiento como institución de instituciones.

La Razón de Estado podría entenderse, en un primer sentido, como el conjunto de las decisiones y actos políticos cuya

legitimidad y legalidad son problemáticas, y mediante las cuales un Estado soberano asegura su realización, sin perjuicio

de los recursos internos o externos que permitan garantizar tales prácticas. Sin embargo, la Razón de Estado no se

confunde pura y simplemente con una política de transgresión de las normas ético-jurídicas bajo los efectos de una

afirmación de hecho del poder coercitivo del Estado.

Es necesario reconocer que la conservación de un Estado o el crecimiento de su poder y potencia, deben ser

incorporadas durante una larga tradición política e intelectual, dentro del ámbito de los fines legítimos que se proponen

los gobernantes y los funcionarios del Estado.

En última instancia, es el interés del Estado en el sentido amplio del concepto, el objetivo, la guía y la justificación de

los gobernantes, cualquiera sea el régimen político donde aquel tenga lugar.

El interés del Estado, no necesariamente coincide con el interés de la Nación, y ambos tampoco pueden necesariamente

asociarse con el interés general, aunque estas tres dimensiones tienden a ser confundidas, labor que resulta

precisamente del funcionamiento o de los mecanismos de la razón de Estado.

La Razón de Estado es la doctrina inmanente de la maquinaria estatal, que se orienta a preservar y asegurar su

estabilidad, su permanencia y su continuidad en el tiempo, por encima de las variaciones coyunturales, y que trasciende

a los individuos que ejercen el poder.

Los mecanismos de la Razón de Estado

El gobierno y la política de la Razón de Estado son inseparables de la realización de un conjunto de actos y operaciones

políticas, a través de las cuales el Estado o alguna de sus instituciones fundamentales intentan preservar la continuidad

esencial de la “maquinaria estatal”.

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Cuatro son los mecanismos principales a través de los cuales se manifiesta el principio de la razón de Estado, en las

organizaciones estatales modernas, a saber:

a) Las políticas de silenciamiento de la acción estatal o de sus decisiones.

b) Las políticas comunicacionales sistemáticas, en cuanto son conducentes a establecer una verdad oficial.

c) Las técnicas de golpe de Estado.

d) Las políticas de seguridad del Estado.

Veamos cada uno de estos mecanismos.

Se definen como políticas de silenciamiento al conjunto de procedimientos políticos y burocrático-administrativos

destinados a ocultar los mecanismos y el proceso de toma de decisiones de las autoridades e instituciones del Estado.

El Estado tiende espontáneamente a ocultar de la opinión pública y del escrutinio ciudadano, los procesos de toma de

decisiones especialmente aquellos que se sitúan institucionalmente en las esferas superiores de las estructuras de

poder.

Los ciudadanos en definitiva, aún cuando cuenten con la acción vigilante de la opinión pública, sólo conocen las

decisiones cuando éstas han sido adoptadas y son comunicadas o ejecutadas por la burocracia.

Las políticas comunicacionales, son operaciones sistemáticas de orientación de la información y del flujo de las

comunicaciones estatales, a fin de presentar una verdad oficial.

Forma parte de los mecanismos normales de ejercicio de la razón de Estado, el que la maquinaria estatal tienda a

elaborar, procesar, difundir y defender una verdad oficial, la que se configura en un conjunto –más o menos coherente-

de afirmaciones, puntos de vista, interpretaciones y percepciones acerca de la realidad.

La verdad oficial es la interpretación que el Estado y/o sus autoridades dan a los eventos de la vida política, social,

económica y cultural de la sociedad; se trata ciertamente de un punto de vista, de un enfoque diferente e incluso de un

enfoque ideológicamente sesgado y dirigido.

Pero, además se trata de un conjunto de técnicas de elaboración y manipulación de los hechos y de la información, de

manera de producir un determinado efecto comunicacional y político.

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La técnica del golpe de Estado constituye una operación político-militar de irrupción violenta y de copamiento de las

fuentes físico-geográficas de poder y de las instituciones fundamentales del Estado, a fin de satisfacer determinados

intereses políticos.

En cuanto operación político militar, todo golpe de Estado supone la intervención –más o menos planificada- de fuerzas

armadas o militares, sean éstas regulares o irregulares.

Todo golpe de Estado supone, al mismo tiempo, el doble objetivo de paralizar el funcionamiento de la maquinaria

decisional y burocrática de las instituciones fundamentales del Estado (en particular de los poderes ejecutivo y

legislativo); y poner en marcha nuevas estructuras, autoridades y/o procesos políticos decisionales. Desde ésta

perspectiva procedimental, la operación del golpe supone siempre tres tiempos, a saber: un primer tiempo, de

preparación y creación de clima; un segundo tiempo, de ejecución de la operación y de instalación del nuevo poder; y

un tercer tiempo, de consolidación del nuevo poder.

En una perspectiva política general, el golpe de Estado puede ser el punto de partida o el momento culminante de una

crisis política o institucional prolongada, o de una coyuntura insurrecional.

Desde el punto de vista de los motivos y sus ejecutores, se distinguen el golpe de Estado como una operación en la que

intervienen militares y políticos; y el golpe militar en cuanto operación en la que intervienen solamente militares.

Desde el punto de vista de su operatoria, se distingue el golpe de Estado propiamente tal, rompiendo la legalidad

vigente, y el golpe blanco que consiste en la ocupación política y militar del poder, dentro de los límites de la legalidad.

Desde el punto de vista de sus consecuencias físicas y humanas, se distingue el golpe cruento que implica daños

materiales y bajas en vidas humanas, y el golpe incruento en el que la operación de toma del poder resulta tan súbita

que las bajas son mínimas o inexistentes.

Las políticas de seguridad del Estado consisten en orientaciones generales de acción, dirigidas a prevenir y preservar la

integridad física y material de las instituciones y autoridades del Estado, frente a amenazas internas y externas.

De este modo, todas decisiones y actos de los funcionarios y autoridades que operan desde el Estado tienden a

impregnarse de una justificación oculta y silenciosa, cuya finalidad es la realización objetiva, impersonal y sistemática

de tres condiciones o requisitos, esenciales para asegurar el funcionamiento del Estado:

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a) su estabilidad (poniéndolo a resguardo de cambios, de desequilibrios, crisis o quiebres institucionales, que

puedan arriesgar su ordenamiento jurídico básico);

b) su permanencia (en cuanto conjunto de instituciones instaladas en un espacio físico, geográfico y político propio

y jurisdiccional, y en las que las autoridades y funcionarios son siempre transitorios); y

c) su continuidad (es decir, que se asegura su existencia en el tiempo, trascendiendo a los individuos que operan

en él).

Al revelar la existencia de la doctrina de la Razón de Estado, queda en evidencia que la política y el poder son realidades

objetivas, profundamente humanas, marcadas por el sesgo del conflicto, por la disparidad básica e incluso la

confrontación de ideas, de fuerzas y de intereses.

La política de la Razón de Estado, se manifiesta en todas aquellas decisiones y actos de la autoridad política, tendientes

a preservar el interés superior de la Nación o del propio Estado, a asegurar por cualquier medio (especialmente por

medios legales, pero sin descartar los medios no-legales o ilegales) la permanencia y unidad del Estado y de sus

instituciones básicas, la estabilidad de dichas instituciones o su continuidad en el tiempo, así como su estatura política,

diplomática y estratégica en el campo internacional. Se trata en la práctica política, de medidas de carácter riguroso,

no siempre populares ni del agrado de la opinión pública, y por ello, frecuentemente incomprendidas y criticadas.

Lo que realiza la idea de la Razón de Estado, es que introduce el desvelamiento del logos de la política, del poder y del

Estado.

Desde esta perspectiva profundamente realista, el Estado no es una fuerza ideal y superior que se impone sobre el

espíritu de los hombres, sino que ahora, al ponerse en evidencia la existencia de la Razón de Estado, queda al desnudo

que el Estado es, en primera y última instancia, una maquinaria organizada de poder y de mando, que funciona dentro

de la esfera política de la sociedad, dominada por los intereses, por las estrategias, los cálculos y los juegos de poder y

de guerra de quienes ejercen el poder.

En la práctica política, la Razón de Estado se realiza permanente y cotidianamente, cada vez que el poder político es

ejercido por una autoridad o funcionario, por cuanto a través de sus decisiones y actos de poder, ambos están

cumpliendo con sus propias metas y objetivos y están contribuyendo a realizar en el presente, los fines de permanencia

y continuidad del Estado al que sirven.

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De este modo, el poder político del Estado moderno encuentra en la Razón de Estado una lógica propia, una racionalidad

explicativa que le da coherencia en el tiempo y en el espacio. El poder político no podría ejercerse en el Estado y aún

mediante los instrumentos de poder que le son inherentes (tribunales, ejército, policía), si quién ejerce tal poder no

tuviera la certeza que sus decisiones serán cumplidas y ejecutadas por una cadena de funcionarios, y que a través de

dicha cadena orgánica de individuos, el Estado se asegura su permanencia y su continuidad. Es como si el Estado,

adquiriendo una personalidad propia, se reprodujera a sí mismo, asegurándose de paso su propia permanencia.

La Razón de Estado, de este modo, no es el deber ser del Estado como aparato político o de la Política como forma de

relación para organizar el gobierno de la sociedad, sino que es el Estado y la Política tal como son en la realidad objetiva.

Por ello se afirma que la política de la Razón de Estado no es solamente el realismo político en su estado más puro, sino

también es la propia Política de Estado, en su forma más objetiva, en sus finalidades más amplias y prospectivas, en sus

manifestaciones más pragmáticas y eficaces.

Para la política enfocada, pensada y realizada desde esta perspectiva, lo que cuenta es el poder, lo que importa son los

hechos concretos, lo determinante son las fuerzas, capacidades y recursos de que dispone realmente cada actor, y no

las intenciones, las retóricas o las declaraciones de principios. Lo esencial es la preservación de la unidad del Estado –

como territorio y como jurisdicción soberana- y todo lo que la altere o ponga en riesgo, choca con una razón de Estado

que vigila su cohesión esencial.

Aquí, a diferencia de otras perspectivas doctrinales o ideológicas, lo central es la capacidad objetiva de actuar con

eficacia, con capacidad de realización.

La política de la Razón de Estado es la política del poder, un poder completamente desnudado de toda pretensión

idealista, de toda veleidad imaginaria, de toda intención discursiva: los hechos y los hechos políticos tal como son, y no

como uno quisiera que fueran. Más que “una moral en acción”, ésta forma de hacer Política es “la acción moral y

pragmática”.

Cuando el político se guía por estos criterios pragmáticos, se aleja de la posibilidad de confundir sus deseos con la

realidad, y pone su capacidad de influencia, de acción y de realización, al servicio de una idea superior (e incluso de una

utopía) que le puede permitir sobrevivir a los avatares de la política cotidiana y a las cambiantes coyunturas, situándose

en una perspectiva de largo plazo. La Política no es lo que parece, sino lo que es en realidad: un juego dinámico y

cambiante de decisiones y actos motivados por intereses, en el que cada actor calcula sus estrategias, movimientos y

retóricas para ganar posiciones en cada arena política, y lograr en definitiva influir y predominar.

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En la política de la Razón de Estado, la fuerza está al servicio de la razón, es decir, de la Política como función superior

y gobernante. De aquí se desprende que la compulsión o la coerción, que son el resultado inmediato de la fuerza,

funcionan siempre en la lógica de que la fuerza es un instrumento racional al servicio de una Política pragmática y eficaz:

la Política siempre es la idea y la fuerza es el instrumento.

Esto no quiere decir que la Razón de Estado carezca de ideales o de moral, como le atribuyen sus detractores. Por el

contrario, el ideal aquí es el pragmatismo irrecusable de los hechos, es el logro objetivo de las realizaciones, es el

cumplimiento irrestricto de las promesas, es la política de las obras antes que de las promesas, es el Hacer más que el

Decir: un ideal utilitario, funcional y eficaz, que se opone a la política tradicional de anuncios y proclamas, sustentándose

en una ética incorruptible de la eficiencia, de la verdad, de la justicia y del deber cívico.

La doctrina de la Razón de Estado, aunque ha desaparecido como tema de interés para los pensadores y hombres de

acción, ha pasado a incorporarse en el funcionamiento normal de todos los Estados, y aparece frecuentemente puesta

de relieve tanto en la política interna, como en las Relaciones Internacionales, en las esferas de la Política, la Diplomacia

y la Estrategia.

Territorio y Estado

La forma territorial del Estado

El territorio es uno de los componentes materiales del Estado, en cuanto constituye el soporte físico sobre el cual se

extiende el ejercicio de la soberanía y del poder.

Y como el Estado es una organización histórico-geográfica, es decir, que posee una trayectoria en el tiempo, donde su

forma territorial obedece a una concepción del poder y del propio Estado que se inscribe en la cultura política de la

sociedad de la que forma parte.

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Estados unitarios y Estados federales. La forma territorial del Estado se desplaza entre distintas modalidades y

gradaciones de centralización y de descentralización según los dictados de la historia, la cultura política y los intereses

de las elites del poder, a fin de garantizar la eficiencia de la gestión pública.

Los Estados unitarios se organizan conforme a una lógica de centralización de los procesos de toma de decisiones y de

asignación de recursos desde los órganos del Estado radicados territorialmente en la capital del país y donde solo existen

3 poderes del Estado, también centralizados en la metrópoli.

A su vez, los Estados federales se organizan conforme a una lógica de descentralización de los poderes del Estado en

cada unidad territorial, de manera que en cada zona o provincia hay un poder ejecutivo, poder legislativo y poder judicial

estadual, sin perjuicio de la existencia de poderes públicos nacionales.

El carácter unitario o federal de un Estado es una función que depende del tipo de relaciones y correlaciones de fuerza

y de poder entre las elites gobernantes territoriales y la capital, así como del poder de los territorios para resolver la

distribución del poder de decisión y la distribución proporcional de recursos.

Históricamente en aquellos Estados modernos que en sus orígenes existían regiones, provincias o territorios con altos

niveles de poder político y económico en relación con la elite de la capital, resultaron sistema federales, mientras que

allí donde el balance de poder se centralizaba en la capital, se formaron Estados unitarios.

Territorio, fronteras y Estado

La especie humana, puede ser considerada como la especie viva más territorial de la tierra.

La relación del ser humano y sus organizaciones básicas, familias, tribus, clanes con el territorio se manifiesta en el

esfuerzo constante por delimitar el espacio físico, señalarle límites, establecer fronteras. El moderno concepto de límite,

proviene del concepto romano de limes.

Una de las características distintivas del Estado, como organización histórico-geográfica es la recurrente necesidad de

delimitar el ámbito de su jurisdicción soberana, a fin de otorgar certeza y continuidad a la propia existencia.

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La permanencia y continuidad del Estado depende, entre otros factores estructurales, de la permanencia y continuidad

de sus fronteras en relación con los demás Estados realmente existentes. Las fronteras, resultado de guerras y acuerdos

diplomáticos, fijan de un modo más o menos estable, el ámbito jurisdiccional soberano de cada Estado, de cada unidad

política, a través de tratados.

Las fronteras o límites entre los Estados son constructos jurídicos, políticos y jurídicos cuyo propósito fundamental es

delimitar los respectivos ámbitos de jurisdicción de cada Estado, generando un espacio o zona limítrofe donde ambas

soberanías o dominios se encuentran en su diversidad.

Todo tratado, conforme a las reglas del derecho internacional, constituye un instrumento político-diplomático que

estatuye y define las fronteras divisorias de la jurisdicción de cada Estado signatario, lo que otorga a su vez certeza

jurídica a las relaciones entre los Estados. La intangibilidad de los tratados –entre otros- es un principio básico de las

relaciones internacionales en tanto en cuanto aseguran que los límites o fronteras allí acordados y establecidos,

continúan vigentes mientras rigen los tratados.

A través de la ratificación formal de los tratados internacionales, los Estados signatarios y los gobiernos respectivos se

comprometen a adoptar medidas y leyes internas compatibles con las obligaciones y deberes dimanantes de los

tratados.

El Estado moderno necesita de la certeza jurídica derivada de la intangibilidad de los tratados, tanto para otorgar

legitimidad moral y política a la diplomacia, como para garantizar que las fronteras serán también intangibles mientras

dichos instrumentos sigan vigentes.

Despliegue territorial del Estado

Para que alcance un funcionamiento eficaz el Estado se despliega en el territorio de su jurisdicción, mediante órganos

estatales o servicios dotados de atribuciones, facultades y recursos y que actúan según la lógica centralizada o

descentralizada.

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Cada territorio jurisdiccional se constituye en un espacio político y de gestión que el Estado administra o gobierna en

busca de la unicidad de la gestión pública y de la eficiencia de los servicios para responder a las necesidades de la

ciudadanía.

Los servicios públicos de la administración actúan en el territorio en la aplicación de las políticas públicas, estableciendo

la relación directa, cotidiana e inmediata entre la ciudadanía y la función pública.

III.- LA POLÍTICA COMO CAMPO DE FUERZAS

Desde una perspectiva realista, la política es un campo de fuerzas (campo en el sentido de Burdieu), es un espacio donde

distintos actores se despliegan y disputan la toma de decisiones del poder.

Correlativamente, el poder y en particular, el poder político sería voluntad y la capacidad para tomar decisiones que

conciernen a un colectivo regido por instituciones y normas.

IV.- LA CONSTRUCCION INSTITUCIONAL DE LA POLITICA

La política es una práctica social, es una forma de relación social y un campo de fuerzas que surge desde la ciudadanía

y “concluye” materializándose en instituciones.

La institucionalización de la política es una de las garantías de la estabilidad del Estado y del orden político.

El sistema político

El conjunto de las instituciones y normas que constituyen el orden político en una sociedad se sintetiza en el concepto

de sistema político.

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El sistema político no coincide exactamente con el Estado.

El sistema político es el Estado y un conjunto de entidades, organizaciones y fuerzas que actúan en el espacio político,

como un gran campo de fuerzas en disputa por la toma de decisiones del poder político.

Para comprenderlo integralmente, desde una perspectiva macro-sociológica, el sistema político es una configuración

compleja y un constructo sociocultural en el que deben ser considerados los siguientes elementos estructurales y

funcionales: el Estado, es decir, el conjunto articulado de instituciones y normas que gobiernan la sociedad; las

relaciones institucionales entre el Estado y la sociedad, es decir, el régimen político, es decir, el modo histórico

determinado cómo se organiza el funcionamiento político de la sociedad; los actores que intervienen en el proceso

político, entendiendo por tales a aquellos sujetos históricos colectivos, portadores de determinados proyectos o

programas, entre los que se pueden señalar principalmente, a los partidos políticos, los movimientos sociales y las

organizaciones de la sociedad civil; y la cultura política o cívica, es decir, el conjunto de representaciones simbólicas,

significados, costumbres, códigos, tradiciones y lenguajes, que constituyen el estilo histórico y específico como una

sociedad determinada manifiesta y articula los elementos del sistema político.

A su vez, desde el punto de vista institucional, el sistema político se compone de los siguientes elementos

interrelacionados:

Un sistema de normas, que constituyen en sí mismas las ideas, aspiraciones y regulaciones que la sociedad en general

y la clase gobernante en particular, han definido para la regulación social y política.

Un sistema de instituciones de poder, que, en la forma de un Estado, constituyen el núcleo de dominación, hegemonía

y poder dentro del sistema político.

Un sistema de selección de los gobernantes, el cual consiste en un conjunto de normas, procedimientos e instituciones

social y políticamente aceptadas para designar a las autoridades dentro del sistema de instituciones de poder.

Un sistema de expresión y representación, que consiste en aquellos mecanismos e instituciones a través de las cuales

se expresa la opinión y la participación política, así como los intereses sociales, económicos y culturales de los distintos

sectores de la sociedad.

La perspectiva sistémica, permite describir al Estado y a las instituciones políticas modernas, tomando en cuenta

factores tales como su complejidad, su interpenetración, sus relaciones con el entorno social, cultural y económico de

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la sociedad, los elementos de condicionamiento que operan entre el sistema político y su entorno, su condición

autorreferente, y la poderosa incidencia que tiene el factor “tiempo” en su funcionamiento como conjunto de

instituciones.

El sistema democrático

La democracia es un logro y patrimonio de los sistemas políticos de Occidente. Los primeros atisbos de sistema

democrático se encuentran en la experiencia de la Atenas clásica.

En la sociedad actual la democracia es al mismo tiempo, una posibilidad a alcanzar, un logro obtenido y una perspectiva

para mejorar el modo cómo se organiza y elige a los gobernantes.

La definición de democracia presenta la mayor complejidad intelectual dada la considerable literatura y las diversas

escuelas de pensamiento que han intentado definirla.

Para los efectos de este ensayo, y en el marco de la Ciencia Política, puede definirse la democracia como el régimen

político donde la ciudadanía participa en la elección pluralista de las autoridades políticas, en el marco de las reglas de

un Estado de derecho.

Esta definición limita el campo de significado del concepto a la forma o modalidad de democracia representativa

prevaleciente en la mayor parte de los países del mundo, ya que reside el fundamento del régimen político en

procedimientos electorales de carácter libre y pluralista, para la elección de las autoridades políticas, todo lo cual

funciona al interior de un régimen jurídico de Estado de Derecho.

En términos conceptuales, la democracia se asocia con los principios del pluralismo, el ejercicio activo de las libertades

cívicas, el protagonismo de la ciudadanía, la responsabilidad o accountability de las autoridades y representantes y la

alternancia en el poder.

El fundamento de la democracia representativa, a lo menos en la experiencia de las naciones de Occidente, es la teoría

de la representación surgida inicialmente en la revolución americana de 1776 y en la revolución francesa de 1789

inspirada en los autores liberales de la Ilustración.

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La representación se funda en la idea que los ciudadanos, por la naturaleza de sus actividades cotidianas no pueden

dedicarse completamente al ejercicio de los asuntos públicos, motivo por el cual deben delegar un mandato a

representantes suyos para que ejerzan la soberanía y el poder en su nombre.

La teoría de la representación sin embargo, no altera el principio de la soberanía nacional. Cuando los ciudadanos o la

nación asumen que sus mandatarios no están representando sus intereses, entonces ejercen el derecho al sufragio y

puedan cambiar a sus representantes o asumir directamente el ejercicio de la soberanía, en situaciones excepcionales

de carácter constituyente.

De este concepto surge la idea de la revocación de mandato, como mecanismo mediante el cual la soberanía vuelve a

la ciudadanía o a la nación, para que ésta elija a un nuevo representante.

Interesa describir aquí la propuesta teórica de Robert Dahl sobre las poliarquías.

La poliarquía es un sistema creado en el siglo veinte, aunque algunas de las instituciones que la definen aparecieran en

el siglo diecinueve en un pequeño número de países. Despues de todo, solo una minoría de los países de la Tierra están

regidos actualmente por poliarquías. En Poliarchy. Participation and Opposition (1971) oponía el concepto de

hegemonía al de poliarquía e identificaba la democratización con al menos dos dimensiones, el debate público y el

derecho a participar. En Democracy and its critics (1989), Dahl apunta cuales son las instituciones que deben estar

presentes de una manera efectiva para que un orden político pueda ser clasificado como poliarquico:

1.- Cargos electivos para el control de las decisiones políticas.

2.-Elecciones libres, periódicas e imparciales.

3.-Sufragio universal, secreto e inclusivo.

4.-Derecho a ocupar cargos públicos en el gobierno.

5.-Libertad de expresión.

6. Existencia y protección por ley de variedad de fuentes de información.

7.- Derecho a constituir asociaciones u organizaciones autónomas, partidos políticos y grupos de intereses.

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Las instituciones citadas son la condición necesaria, pero no suficiente, para la instauración plena del proceso

democrático en el gobierno de un país. Como señalamos, R. Dahl define la democracia moderna como el resultado del

paso de un sistema oligárquico competitivo a un sistema poliárquico inclusivo, centrando la atención en las paradojas y

en las contradicciones que se desarrollan entre la universalidad de sus normas y la multiplicidad de sus diferencias.

En la lógica de Georges Burdeau, el sistema democrático se equilibra y evoluciona a través del tiempo histórico desde

una democracia gobernante a una democracia gobernada, y viceversa.

Regímenes autocráticos y autoritarios

En el otro extremo del abanico de sistemas políticos se encuentran los regímenes autocráticos y autoritarios.

En los regímenes autocráticos, aquellos caracterizados por la organización centralizada y unipersonal de la cúspide del

poder (emperador, sátrapa, califa, rey, fuhrer, presidente, secretario general), el Estado se estructura como una forma

piramidal de entidades de gobierno que funcionan bajo la hegemonía del gobernante.

En los regímenes autocráticos, el poder político es ejercido por un individuo, generalmente autodesignado o nombrado

por sucesión dinástica –como ocurre por ejemplo con las monarquías árabes o la monarquía inglesa y española- con la

diferencia que en ciertos regímenes el sistema de sucesión está reglado por un conjunto de normas escritas conocidas,

incluso de rango constitucional, y en otros, el procedimiento obedece a una tradición en el tiempo.

En los regímenes de partido único, en cambio, la totalidad del poder recae en una estructura en la que el centro de la

organización estatal es el partido, y es éste partido el que procede al nombramiento y a organizar la sucesión de los

gobernantes. El régimen nazi en Alemania desde 1933, el régimen soviético desde 1917, el régimen chino desde 1949

y el régimen fascista desde 1922 en Italia, se consideran como prototipos de este régimen político.

Los regímenes de partido único se acercan a la forma de régimen autoritario, cuando prohíben la existencia de otros

partidos políticos en el sistema, de manera que el órgano legislativo se convierte en una asamblea unicolor de carácter

consultivo, cualquiera sea el procedimiento de elección y de distribución territorial de sus escaños.

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En algún momento de la historia, además, los regímenes de partido único se han constituido como Estados militares,

como es el caso de la dictadura hitleriana en Alemania, la monarquía imperial japonesa en los años 30 y la dictadura

mussoliniana en Italia. En estos casos, las fuerzas armadas ocupan un lugar preeminente en la estructura de poder y en

la toma de decisiones.

El partido y el ejército comparten del poder.

Los regímenes de partido único de inspiración marxista, en cambio, como al Estado soviético (1917-1989) y el Estado

chino moderno (1949 hasta el presente), el partido gobierna la totalidad del Estado y el ejército no constituye un poder

militar aparte sino que se somete completamente al poder del partido en el Estado.

Los regímenes autocráticos, autoritarios y de partido único se definen como dictaduras, en el sentido que organizan el

Estado bajo una forma de autoridad política o político-militar de poder absoluto, centralizado y personalizado,

cualquiera sea la forma de designar al gobernante.

En estos regímenes no democráticos la clave del poder del Estado y de su sucesión, no es la alternancia, sino alguna

forma estructurada de traspaso del poder supremo a través de un consejo de Estado designado, de los jefes militares

en ejercicio, de una sucesión familiar padre-hijo o de una decisión de la cúspide del partido o la fuerza militar que ejerce

el poder.

Presidencialismo y parlamentarismo

En el Estado y en las sociedades modernas, los regímenes políticos más importantes son el presidencialismo y el

parlamentarismo y sus respectivas variantes y combinaciones.

En el régimen presidencial la autoridad presidencial está revestida de la mayor cantidad de atribuciones y facultades en

términos que determina el funcionamiento del Estado y la administración, quedando el poder legislativo en una posición

más o menos subordinada.

Se define como república presidencialista o sistema presidencial a aquella forma de gobierno en la que, una vez

constituida una República, la Constitución establece una división de poderes entre el poder Ejecutivo, el poder

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Legislativo, poder Judicial, y el Jefe de Estado, además de ostentar la representación formal del país, es también parte

activa del poder ejecutivo, como Jefe de Gobierno, ejerciendo así una doble función, porque le corresponden facultades

propias del Gobierno, siendo elegido de forma directa por los votantes y no por el Congreso o Parlamento.

El concepto de separación de poderes que da origen al presidencialismo fue consagrado en la Constitución de los

Estados Unidos de América, de 1787, con la creación del cargo de Presidente de los Estados Unidos y, a la vez, del

Congreso de los Estados Unidos, sistema donde el presidente era el jefe de Estado y jefe del Gobierno, elegido mediante

sufragio ciudadano.

El presidente es el órgano que ostenta el poder ejecutivo, mientras que el poder legislativo lo suele concentrar el

congreso, sin perjuicio de las facultades que en materia legislativa posee el presidente.

A su vez, el parlamentarismo, también conocido como sistema parlamentario o democracia parlamentaria, es un

sistema de gobierno en el que la elección del gobierno (poder ejecutivo) emana del parlamento (poder legislativo) y es

responsable políticamente ante éste. Modernamente los sistemas parlamentarios son en su mayoría bien monarquías

parlamentarias, o bien repúblicas parlamentarias. En los sistemas políticos parlamentarios el jefe de Estado es un órgano

del Estado distinto del jefe de gobierno.

En el caso del sistema parlamentario, la separación o división de poderes se encuentra atenuada, implantándose un

régimen de colaboración entre poderes. En este caso, las facultades de control se encuentran muy desarrolladas, y los

poderes del Estado se pueden afectar mutuamente. Inclusive, y bajo circunstancias determinadas, alguno de los órganos

del Estado puede revocar el mandato de otro: Así por ejemplo, el poder ejecutivo puede disolver al Parlamento o éste

puede censurar a miembros del Ejecutivo y obligarlo a renunciar.

Estas facultades buscan generar el mismo efecto en el sentido de evitar la hegemonía de un órgano sobre los otros y

conseguir el equilibrio de poderes.

El caso de sistema de gobierno al que hacemos mención se da en regímenes parlamentarios o con tendencia

parlamentaria, los cuales incluyen rasgos que también podemos encontrar en los llamados regímenes de naturaleza

mixta, como el caso del semi-presidencialismo francés.

Conceptualmente, se reconocen como características básicas de todo régimen parlamentario o con tendencia

parlamentaria a las siguientes:

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a) Un Ejecutivo dual, en el cual coexisten, en primer término, un jefe de Estado quien cuenta con atribuciones

puntuales y en general muy restringidas, y obra como "árbitro" o “mediador” de los problemas políticos; y un

Jefe de Gobierno, que funciona a través de un órgano colegiado llamado Gabinete o Consejo de Ministros a

cuya cabeza se encuentra el llamado Primer Ministro, quien es el funcionario que efectivamente dirige la política

interna de la Nación.

b) Marcada dependencia entre los órganos Ejecutivo y legislativo. En realidad el Gobierno surge del Parlamento,

el cual es, en principio, el único órgano elegido por voluntad popular. También pueden existir sistemas como

los de órganos colegiados denominados supremos, que, con el pretexto de mantener la gobernabilidad,

suprimen derechos de los ciudadanos y obligaciones del gobierno.

c) Un Parlamento, que es, por lo menos teóricamente, el sustento de la labor gubernamental, tal que puede

destituir ministros mediante la censura o la negación de la confianza. A la vez, el Jefe de Estado o el Presidente

del Gobierno pueden ordenar la disolución del Parlamento en casos en los que se manifiesten controversias en

las cuales puedan estar en riesgo la gobernabilidad de la Nación o la legitimidad de la dirigencia de su clase

política.

Entre ambas fórmulas existen los regímenes semi-parlamentarios.

Los sistemas políticos semi-parlamentarios confieren un carácter bicéfalo (dos cabezas) al poder ejecutivo, debiendo el

Presidente de la República y el primer ministro necesitarse mutuamente para la administración del Estado. Aun así, esta

condición dual puede practicarse de manera asimétrica, u ocasionalmente, puede reflejarse de un modo meramente

formal en el derecho.

En algunos semi-presidencialismos, como en Taiwán o Finlandia, la relevancia del primer ministro en la toma de

decisiones dentro del Gabinete de ministros se ve disminuida cuando el jefe de estado alcanza una amplia mayoría

considerable en la Asamblea nacional. Este fenómeno, que sucede en la mayoría de los regímenes semi-presidenciales,

otorga un mayor carácter presidencial a las instituciones durante dicha legislatura. En un sentido opuesto, cuando el

presidente ve mermado su apoyo en el legislativo, el primer ministro alcanza, si bien de manera limitada, un mayor

protagonismo que el Presidente en la actividad política. A pesar de esto, en ambos casos tanto el primer ministro como

el presidente mantienen un alto grado de relevancia político-administrativa.

Además, hay que señalar que en algunos semi-presidencialismos, en los que se destaca por ejemplo la actual Federación

Rusa, el Presidente no puede ejercer jurídicamente el poder ejecutivo ni tampoco presidir el gabinete ministerial. En

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esta circunstancia, la predominancia y participación del Jefe de Estado en el gobierno se realiza de manera indirecta o

de facto, perdiendo así el jefe de estado, la neutralidad que le señala la constitución para el ejercicio de sus funciones.

Cabe advertir, que en diversas ocasiones sucede el fenómeno contrario al de Rusia, es decir, el Jefe de Estado, llamado

constitucionalmente a ejercer el poder ejecutivo, no lo lleva a la práctica, dejando al primer ministro como el jefe de

gobierno de facto de dicho Estado. Estos países, sin embargo, son calificados dentro de los estados bajo sistemas

parlamentarios.

Instituciones

Las prácticas políticas tienen lugar en el tiempo y en espacio en relación con determinados intereses y objetivos y en

torno a determinadas estructuras desde donde se ejerce el poder. Esas estructuras –por su permanencia y continuidad

en el tiempo- se transforman en instituciones.

El rasgo más característico de la Política en la sociedad moderna, y del cual la Ciencia Política da cuenta primordialmente,

es que el poder político tiende a cristalizar en ciertas organizaciones altamente estructuradas.

Incluso, cuando se analiza la historia de la formación de la institución Estado, se comprende que ella emana de una

situación de la colectividad humana, que se funda en la existencia objetiva de lazos políticos, y que responde a la

necesidad –colectivamente sentida y cristalizada- de establecer entre los individuos un orden que asegure la cohesión

social.

Para la Ciencia Política las estructuras y las organizaciones del Estado y de la administración, por su permanencia y

continuidad en el tiempo, tienden a devenir en instituciones.

Este orden político, es el fundamento del fenómeno institucional en el que se configura el Estado, hasta el punto de

llegar a encarnarlo completamente.

En la sociedad moderna, la política y sus manifestaciones más reales y objetivas, se centran, se ordenan y cristalizan

siempre en instituciones, de manera que éstas constituyen el núcleo duro y fundamental del conocimiento politológico,

y de la propia realidad política.

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En términos objetivos, la Ciencia Política no se centra tanto en las relaciones que se establecen entre los individuos

como consecuencia del poder y de la Política (vocación especial que pueden abordar también la Sociología general y la

Sociología Política en particular), sino que se concentra en el estudio de un tipo especial de realidad política,

fuertemente cristalizada y estructurada, dotada de una gran capacidad de permanencia y continuidad en el tiempo: las

instituciones.

Como resulta de la realidad de su funcionamiento, las instituciones políticas son algo más que los individuos que las

componen y dirigen. Desde el momento en que alcanzan un cierto grado de integración y de complejidad, y sus

integrantes alcanzan un cierto grado de identidad corporativa, la organización deja de ser un mero “agregado de

individuos”, para adquirir una suerte de “personalidad” o estatura material y simbólica propia: se convierte en

institución.

Los romanos, fuertemente inclinados al saber y las prácticas jurídicas, habían distinguido claramente el corpus, forma

de organización que trasciende a los individuos que lo integran (de manera que éstos pasan y se suceden unos a otros,

sin que se sienta afectada la existencia de la organización), y la societas que constituye un agrupamiento personal y

transitorio de individualidades que contratan entre sí.

La institución adquiere así un sentido impersonal o supra-personal, casi trascendente, de manera que ella continúa,

cualquiera sea el grupo humano que la integra y la gobierna. En su interior se establecen complejas redes relacionales

e interacciones, que ligan entre sí a sus integrantes por múltiples razones, pero la institución conserva un sentido propio,

desarrolla una cultura corporativa, una arquitectura organizativa y una inteligencia organizacional que tiende a la

permanencia y a la estabilidad y que va más allá de los funcionarios y directivos, aún dentro de la división del trabajo y

de los roles específicos que cada uno desempeña.

Los fenómenos institucionales implican siempre, un cierto grado de influencia y de determinación de la totalidad

institucional sobre las partes componentes, de manera que existe un cierto grado de cohesión e integración, los que

contribuye a hacer posible la continuidad y la existencia de la institución. La institución, adquiere personalidad propia,

mientras que las voluntades individuales parecieran desaparecer bajo la voluntad colectiva o institucional, los hombres

ejercen interiormente el poder de decidir sobre la institución y, para hablar en nombre de ella ejerciendo su

representación. Los individuos así, pasan a actuar en nombre y bajo el sello distintivo de la institución a la que

pertenecen.

Los atributos mencionados se manifiestan especialmente en la institución de las instituciones: el Estado.

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El Estado domina el campo de las instituciones políticas, aunque éstas no se resumen en aquel, especialmente porque

se trata de un sistema articulado de instituciones, que se expresa mediante individuos dotados del poder y la autoridad

para decidir en su nombre, los que son también instituciones.

De manera que así como sólo hay Estado allí donde la autoridad está institucionalizada, también la existencia de

instituciones refleja un determinado grado de organización política.

En todo orden político moderno, el Estado preside el conjunto del sistema político e institucional. El Estado, desde esta

perspectiva realista, es la estructuración más coherente del orden político, es un conjunto de instituciones

permanentes, fundadas en los vínculos políticos que unen a los individuos, para ordenar su vida colectiva conforme a

ciertas normas. El Estado resulta así, una exteriorización del orden político, una institución de instituciones regidas por

el Derecho.

En la percepción individual del ciudadano y en el propio imaginario colectivo las instituciones –y en particular las

instituciones del Estado- se asocian básicamente con lo sólido, lo estable, lo permanente, y con ciertas significaciones

subjetivas de distancia inalcanzable, lo que constituye una representación simbólica significativa de una influencia

decisiva en la materialización de la Razón de Estado, y en las actitudes y comportamientos de los ciudadanos frente al

poder y la autoridad. En el Estado se integran y sintetizan dos condiciones esenciales del orden político: la necesidad

de un ordenamiento jurídico que le dé cohesión a la sociedad en su conjunto, y la necesidad de una fuerza coactiva, que

deba concurrir a obligar a los individuos, para imponer la ley.

El modelo explicativo básico del sistema político en su configuración moderna, es el de una articulación de fuerzas que

da orígen, a su vez, a una matriz histórica de relación, es decir, a un modelo de relación que explica, racionaliza y hace

posible el funcionamiento y la evolución del sistema.

El sistema político puede ser descrito y definido como una malla articulada y estable de poderes, instituciones y normas

que rigen la sociedad en su conjunto y organizan el Estado y el ejercicio de la soberanía y del poder político.

Una institución es un arreglo organizacional históricamente determinado, basado en normas, costumbres y formas de

funcionamiento que constituyen la sede de determinadas atribuciones y facultades para la toma de decisiones.

Las instituciones se caracterizan por la permanencia, estabilidad y continuidad en el tiempo y por constituir el

fundamento formal de la autoridad y del poder. El poder se radica en instituciones, cuando el sistema político

estructura el proceso político en normas y formas organizacionales estables.

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El poder legislativo

El poder legislativo es aquel que crea las leyes y también las modifica, la facultad que implica la posibilidad de regular

en nombre del pueblo, los derechos y las obligaciones de sus habitantes en consonancia con las disposiciones

constitucionales.[cita requerida] Para ejercer dicha facultad está investida de una incuestionable autoridad que le

otorga la representación de la voluntad.

Las figuras presentes más importantes son el senado y los diputados. Montesquieu propuso, en su célebre libro El

espíritu de las leyes, que era necesario que las funciones del Estado se dividieran entre distintos poderes (legislativo,

ejecutivo y judicial), para que mediante los arreglos de las características el poder se autocontrole, a fin de evitar la

tiranía.

En la tradición política de Occidente, y durante la Edad Media se creó un sistema que consistía en convocar a las clases

política o "estamentos" o "Estados Generales" (como se los llamó en Francia), para consultarlos sobre la creación de

nuevos impuestos o el aumento de los existentes, los que debían ser consentidos por los contribuyentes o sus

constituyentes

La Carta Magna (sancionada por Juan I en Londres el 15 de junio de 1215) es uno de los antecedentes de los regímenes

políticos modernos, en los cuales el poder del monarca o presidente se ve acotado o limitado por un consejo, senado,

congreso, parlamento o asamblea. Lo que pide la carta magna es una limitación de poder por parte de los normandos.

El Parlamento británico fue consecuencia de la Carta Magna de 1215 y durante mucho tiempo no tuvo otra misión que

limitar el poder de la monarquía y vigilar sus acciones.

Sin embargo, como se ha visto, en otros regímenes políticos incluso autocráticos y autoritarios han existido asambleas

o consejos con funciones legislativas, como es el caso de los Consejos de Estado.

En el contexto de Estados donde se produce una división de poderes, surgen también los órganos legislativos

constituyentes. Las primeras asambleas legislativas constituyentes, se originaron en la Francia revolucionaria después

de 1789. La convención o la constituyente de 1790 en Francia fue un órgano legislativo elegido exclusivamente para la

elaboración de una Constitución escrita para la República.

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Una asamblea o convención constituyente o constitucional es una reunión nacional de representantes populares que

asumen el objetivo específico de dictar las reglas que, en el futuro, regirán la relación entre gobernantes, gobernados,

el funcionamiento, distribución del poder y fundamento de su sistema político y social.

Una asamblea o congreso constituyente es un organismo de representantes colegiado que tiene como función redactar

la nueva constitución, dotado para ello de plenos poderes o poder constituyente al que deben someterse todas las

instituciones públicas. Se suele definir, por algunos textos de ciencias políticas y sociales, como la "reunión de personas,

que simbolizan el pueblo ejerciendo su autoridad de mandatario, que tienen a su cargo ejercer la facultad de legislar,

para editar una nueva ley fundamental y las nuevas líneas de la organización de un Estado, que modificarán los

prototipos ya existentes".

Por su naturaleza específica, los cuerpos legislativos constituyentes se autolimitan en sus funciones legisladoras y se

ocupan exclusivamente de la deliberación para producir un nuevo texto constitucional.

En este entendido, la asamblea constituyente se constituye en un mecanismo popular y democrático legitimado por su

origen en el sufragio universal, para la configuración de un nuevo modelo de legislación constitucional y de organización

institucional del Estado.

No se trata de generar enmiendas constitucionales propias de las funciones de los parlamentos, sino de

transformaciones radicales, orientadas al cambio de sus estructuras básicas.

La toma de decisiones: la clave de la política y el poder

Dime cuál es la esfera dentro de la cual puedes tomar decisiones y yo te diré qué lugar ocupas en la sociedad.

No es fácil encontrar autores que se hayan ocupado de esta dimensión de la práctica políticas y del poder, pero puede

postularse que en definitiva, la clave de la política y del poder reside en la toma de decisiones que implica su ejercicio.

Más específicamente y en las condiciones del Estado moderno, la toma de decisiones es un proceso –más o menos

institucionalizado y normado- en el que intervienen distintos órganos, servicios y estructuras del sistema político, en

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una secuencia –que llamamos “secuencia decisional”- de pasos sucesivos, cada uno de los cuales es requisito para el

siguiente y cuyo protocolo en conjunto, produce como resultado una acción pública o política.

Como lo veremos más adelante en el capítulo de las Políticas Públicas, el carácter secuencial de la toma de decisiones

responde al modo como está estructurado y compartimentado el aparato estatal y la administración en órganos (o

servicios) especializados.

En general, la toma de decisiones se refiere a adoptar un criterio para la distribución más o menos eficaz de beneficios,

sanciones y recursos.

FUENTES Y REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS Y DOCUMENTALES

Las fuentes y referencias aquí presentadas no constituyen una bibliografía completa de la Ciencia Política ni de las

asignaturas que cubre este Esquema de Clases, sino solo los textos que fueron citados y consultados para su elaboración.

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