Politica Criminal Ciudadana

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UNIVERSIDAD RURAL DE GUATEMALA SEDE VILLA NUEVA CIENCIAS JURIDICAS MÉTODOS Y TÉCNICAS DE LA INVESTIGACION CRIMINAL LEMUEL LORENZO CHAVEZ LOPEZ NOVENO SEMESTRE PARTICIPACIÓN CIUDADANA EN LA POLITICA CRIMINAL Claudia Teresa Mejicano Roque 09-16-304 1

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UNIVERSIDAD RURAL DE GUATEMALASEDE VILLA NUEVACIENCIAS JURIDICASMÉTODOS Y TÉCNICAS DE LA INVESTIGACION CRIMINALLEMUEL LORENZO CHAVEZ LOPEZNOVENO SEMESTRE

PARTICIPACIÓN CIUDADANA ENLA POLITICA CRIMINAL

Claudia Teresa Mejicano Roque 09-16-304 Marzo de 2013

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Contenido

INDICE:

INTRODUCCION.........................................................................................................................3

POLÍTICA CRIMINAL Y SEGURIDAD CIUDADANA.............................................................4

LOS PRINCIPIOS DE LA POLÍTICA CRIMINAL ESTATAL................................................13

ACTORES PÚBLICOS Y PRIVADOS, ESTATALES Y DE LA SOCIEDAD CIVIL...........17

PARTICIPACIÓN DE LA COMUNIDAD EN LOS ASUNTOS DE LA SEGURIDAD........18

CONCLUSIÓN...........................................................................................................................21

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INTRODUCCION

A diario las noticias dan cuenta de altos niveles de violencia e inseguridad, y las

respuestas estatales otorgadas a estos problemas parecen ser simplemente

incapaces de incidir en esa dolorosa realidad y la sociedad se muestra agobiada

por la impunidad.

Lo cierto es que, no se percibe en la realidad un ejercicio sistemático y fundado

para la construcción de modelos o políticas de gestión de la conflictividad, como

procesos técnico políticos, es decir, que reúnan las características metodológicas

y técnicas de una política pública, basada en información y consenso. En la

problemática de la niñez y adolescencia tampoco se aprecia una política

coherente y sistemática de respuesta precisas que impacten la realidad social.

Muchas veces se considera que la política criminal es patrimonio exclusivo de

políticos o titulares de instituciones, sin embargo, si partimos de una concepción

de política pública, entonces, uno de los supuestos de su creación y gestión es

mediante la participación ciudadana activa y vigilante, esto, debido a que la

ciudadanía es la que vive en carne propia los problemas y es la que demanda

urgentemente soluciones efectivas, en las que su propia experiencia puede dar

buenas señales de cómo resolver.

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POLÍTICA CRIMINAL Y SEGURIDAD CIUDADANASi se concibe a la política criminal como una estrategia para enfrentar el fenómeno de la criminalidad, que como toda política pública se integra con presupuestos de los que se parte, objetivos que se pretenden alcanzar e instrumentos idóneos para conseguir estos últimos, fuerza sería concluir que a lo largo del siglo XX Latinoamérica no ha contado con una verdadera política criminal. Desde luego, no ha existido estrategia alguna coherente en esta materia, que partiendo de presupuestos criminológicos, dogmáticos y políticocriminales claros, se haya propuesto conseguir determinados objetivos mediante el diseño e implementación de los correspondientes instrumentos políticocriminales.

Una revisión de la legislación penal de la última centuria muestra que las modificaciones que se han introducido obedecen a la necesidad de dar respuesta a coyunturas determinadas relacionadas con el impacto que ciertos delitos producen en la opinión pública, lo que se ha traducido en el aumento de las penas de algunas infracciones y en general en la exacerbación del rigor penal, en lo que dice relación, en especial, con algunos delitos en contra de la propiedad cometidos por medios materiales –hurtos y robos-, de la libertad sexual y de la libertad personal.

La principal convicción políticocriminal del Estado pareciera ser la irracional confianza en la eficacia en el rigor penal del Estado. No deja de llamar la atención esta desvalorización sociocultural de la política criminal dentro del conjunto de las políticas públicas.

Mientras existen y han existido tradicionalmente - buenas o malas, que esa es otra cuestión políticas públicas en las restantes áreas del quehacer político-económico y sociocultural, ello no ha ocurrido, curiosamente con la política criminal.

Ha habido y hay política económica, de salud, educacional, agraria, minera, laboral, internacional, etc., pero nunca hemos contado con una política criminal. A nadie se le ocurriría, por ejemplo, legislar e implementar medidas de todo orden de carácter económico que no partieran de presupuestos técnicos determinados y persiguieran el logro de ciertos objetivos en coherencia con dichos presupuestos.

Sin embargo, tratándose de la política criminal pareciera que ello no es necesario, no se requerirían estudios técnicos de los entendidos (criminólogos, expertos en política criminal, penalistas, procesalistas) para realizar diagnósticos sobre la criminalidad y establecer objetivos a conseguir y prioridades, mediante instrumentos idóneos. Cualquiera sería capaz de hacerlo, para ello bastaría el sentido común, la intuición.

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La explicación de esta disparidad de criterios para abordar, por una parte, la política criminal, y por la otra, el resto de las políticas públicas, podría quizás radicar en el hecho de que la política criminal dice relación con un aspecto de la realidad social especialmente sensible, a saber, la inseguridad ciudadana provocada por la criminalidad, entendida como el temor generalizado de la población de ser víctima de los delitos. Esta circunstancia determina –sobre todo en épocas de crisis de inseguridad ciudadana- que la respuesta más cómoda, siempre a la mano y posible, sea la del endurecimiento del tratamiento penal. Ante la opinión pública, el Estado aparece así preocupado de la materia, aunque su respuesta no constituya sino una receta probadamente fracasada, en Guatemala esta última experiencia la vivimos en el año noventa y seis con el incremento de la pena de 30 a 50 años máximos de prisión, y la de multa que para cierto tipo de ilícitos alcanza hasta un máximo de $625.00 (sujeto a la tasa cambiaria) contrariamente a lo que pareciera ser el sentir generalizado de nuestra población, lo que corroboraría una vez más que en materias penales no se cumple el adagio de que la voz del pueblo es la voz de Dios; el exceso de rigor penal no es un mecanismo eficaz en la lucha en contra de la delincuencia; investigaciones criminológicas realizadas en diferentes países muestran que no existe correspondencia entre, por una parte, los grados de represividad de los sistemas penales y por la otra, las tasas de criminalidad. No es efectivo que el aumento de la represividad produzca el efecto de disminuir la delincuencia. Países homogéneos socioeconómica y culturalmente que cuentan con distintos sistemas penales -unos más severos, otros más liberales-, ostentan similares niveles de delincuencia. Ello se explica porque el delito es la expresión aguda de conflictos personales y sociales complejos y el sistema penal –atendidas sus limitaciones- sólo capta una parte del conflicto, sin alcanzar el trasfondo social y personal, de tan variada naturaleza, que ha incidido en la comisión del delito. A lo que debe añadirse, como lo saben desde hace mucho tiempo los criminólogos y debieran tenerlo en cuenta los responsables de la política criminal, que el delincuente a lo que verdaderamente teme no es tanto a la pena (de la que espera escapar), sino a ser descubierto, esto es, a la eficacia del sistema penal. En un país donde solo el 1% de los homicidas van a juicio tal eficacia es del cero por ciento.

Que el exceso de rigor penal no consigue el fin perseguido lo muestra - paradigmáticamenteel tratamiento penal que tienen el hurto y el robo en nuestro país. En 1940 - en respuesta a una crisis de inseguridad ciudadana por el real o supuesto aumento de los robos con violencia o intimidación- se empezó a aplicar la denominada Ley Fuga del célebre Jorge Ubico, que constituía una ejecución extrajudicial aplaudida por los ciudadanos que todavía en estos tiempos recuerdan con añoranza la época en que se podía dejar la puerta abierta y los perros se amarraban con longanizas.

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¿Qué ha ocurrido con la frecuencia de los robos con violencia o intimidación en las personas, que son en el momento presente la principal causa de la inseguridad ciudadana originada en la delincuencia, durante los años transcurridos desde 1954 hasta la actualidad? La pena por robo va de 6 a 12 años de prisión, pero la criminalidad se han mantenido más o menos constantes y han experimentado en ciertas épocas incluso incrementos, como parece ser la situación que se vive en los últimos años. No puede sino resultar sorprendente, por lo tanto, la reacción de algunos sectores frente al aumento de los robos, en el sentido de pedir a las autoridades mano dura en contra de los delincuentes, elevando las penas. Ello revela ignorancia u olvido de nuestro derecho penal, pues las sanciones vigentes son durísimas y racionalmente no podrían ser aumentadas.

La errónea creencia en la eficacia del rigor penal produce diversos efectos humanos y sociales negativos, entre los que cabe destacar los siguientes:

- Sufrimientos inútiles, los que además, son distribuidos inequitativamente en la población, recayendo, en forma abrumadoramente mayoritaria, sobre los sectores más desprotegidos, que son los que resultan más vulnerables a la intervención del sistema penal;

- Se crea la ilusión -a la manera de un falso tranquilizante- de que la mayor represividad es un instrumento idóneo para controlar la criminalidad, confianza peligrosa en cuanto obstaculiza o dificulta la adopción de otras medidas de diverso orden que sí podrían contribuir a avanzar en la solución del problema; y, por último:

- El rigor penal excesivo del sistema penal tiene carácter criminógeno, es decir, contribuye a la generación y reproducción de la criminalidad, a este último respecto cabe observar que mediante los mecanismos de las detenciones policiales -la inmensa mayoría de las cuales afecta a sospechosos, muchas veces primerizosde infracciones sin mayor relevancia, como ebriedad o consumo de drogas; de la prisión preventiva, que se aplica en la práctica como la regla general a los procesados, a los que por otra parte se presume inocentes y el abuso de la pena de cárcel, prevista para toda clase de delitos y de autores, sin consideración a la gravedad de las infracciones y a las necesidades y características de los condenados, es el propio funcionamiento del sistema el que contribuye –al estigmatizar a los imputados de delitos como delincuentes y al ponerlos en contacto muchas veces innecesariamente con los establecimientos de detención y prisión, con el consiguiente riesgo de la desocialización y del contagio criminal- a que un porcentaje de estas personas alcanzadas por el sistema penal ingresen a la carrera criminal o refuercen su decisión de mantenerse en la misma.

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Los delitos afectan algunos de los más importantes derechos de las personas, cuya protección constituye un deber del Estado impuesto tanto por la Constitución como por los tratados internacionales sobre derechos humanos vigentes en el país, de ahí que surja a la vez el deber del estado de desarrollar una política criminal eficaz dirigida a la prevención y sanción de la criminalidad. Debe tenerse presente en primer lugar que el sistema penal es sólo uno de los instrumentos -de última ratio- de que disponen el estado y la sociedad para enfrentar el fenómeno de la criminalidad. Un instrumento que, por lo demás, llega demasiado tarde, por lo que el énfasis debe estar puesto en preventivo, relacionadas con las de capacitación, familiares, urbanas, fenómeno de la delincuencia, etc.

En lo que respecta al sistema penal debe tenerse claridad sobre sus posibilidades y limitaciones, con el fin de utilizarlo adecuadamente y no hacerse falsas expectativas a su respecto. En este sentido hay que destacar que el objetivo del sistema penal no es la erradicación o supresión de la delincuencia, sino que uno más modesto, su disminución o cuando menos, su control. El delito es un fenómeno inevitable como la enfermedad y la muerte, consecuencia como es de la imperfección de la sociedad y del ser humano. La sociedad debe, por tanto, acostumbrarse a vivir con una dosis inevitable de criminalidad, sin perjuicio, por cierto, de hacer los máximos esfuerzos –compatibles con las garantías penales propias de un estado de derecho para disminuirla en la medida de lo posible; (cabe observar a este respecto que la única doctrina que ha planteado como meta utópica la supresión de la delincuencia es el marxismo ortodoxo, por cuanto, de acuerdo con dicha posición, la ideal conformación de las relaciones sociales que se alcanzaría con el comunismo haría desaparecer las contradicciones que originan la delincuencia).

A continuación enunciare esquemáticamente las que nos parecen las principales bases de una política criminal eficaz a ser desarrollada por un estado democrático de derecho.

En primer lugar habría que destacar la necesidad de una fundamentación científica de la política criminal, que permita realizar diagnósticos adecuados, establecer prioridades y orientar adecuadamente la inversión y canalización de los escasos recursos del sistema penal, racionalizando su uso, de modo de obtener un óptimo aprovechamiento.

En segundo lugar debe crearse un eficiente sistema de investigación y persecución criminal, a fin de reducir los elevados índices de impunidad, que representan una de las mayores falencias del sistema, y contribuyen en importante medida a la inseguridad ciudadana. Un sistema eficiente cumple no sólo una función represiva sino que también preventiva, en cuanto lo que el delincuente

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teme –especialmente los más avezados- no es tanto a la sanción como a ser descubiertos y alcanzados efectivamente por el sistema penal.

En tercer lugar es preciso distinguir entre la criminalidad grave y la menos grave, diseñando en relación con ambas categorías diferentes instrumentos político criminales. En el ámbito penal sustantivo debiera descriminalizarse la criminalidad de bagatela y explorarse otras posibilidades de descriminalización de acuerdo con el carácter de última ratio que se reconoce al derecho penal; realizar una definición político criminal de la pena privativa de libertad, reservándola para el núcleo más duro de la criminalidad, estableciendo para el resto penas y medidas alternativas que se adecuen a la gravedad del hecho y a las características de los infractores; y en general, adecuar nuestra legislación penal a las exigencias de los derechos humanos (límites del ius puniendi).

En cuarto lugar, es preciso perfeccionar el funcionamiento del sistema penal con el fin de prevenir sus posibles efectos criminógenos. Mientras la actuación sobre los otros factores que influyen en la criminalidad –de índole económico-social- sólo podría en el mejor de los casos producir efectos positivos en el mediano y seguramente en el largo plazo, el mejoramiento y racionalización del sistema penal es un hecho cultural que depende de la voluntad política de la sociedad que no demanda mayores recursos y podría producir resultados a más corto plazo.

En quinto lugar es preciso regular separadamente –en los aspectos penales, procésales y penitenciarios- la responsabilidad penal juvenil, en términos coherentes con las normas internacionales sobre la materia, que le reconocen a los menores su condición de sujetos de derechos, titulares por tanto del conjunto de las garantías penales, y de otras adicionales acordes con su condición.

Finalmente, en conclusión debe enfatizarse la necesidad de proteger adecuadamente a la víctima –la gran olvidada del proceso penal moderno y en especial del inquisitivo- respetándole su dignidad (evitando en particular la victimización secundaria que sufre a manos del propio sistema), protegiéndola y asistiéndola efectivamente, informándola de sus derechos y de la marcha del proceso e incentivándola a cooperar con la investigación. En otro orden, deben facilitarse los acuerdos reparatorios entre autor y víctima, en el caso de la criminalidad leve y mediana que afecte sólo o principalmente los intereses de esta última, más interesada en la reparación que en el castigo. Por último, debiera ampliarse el espectro de los delitos de acción privada, permitiéndole a la víctima conducir la acción penal de una forma más acorde con sus verdaderos intereses.

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Por lo general, la actitud tradicional, que es la vigente en la estructura jurídico-penal sustantiva y procesal se pone de manifiesto, en la simple y aislada forma de abordar temas, aspectos, asuntos o capítulos; lo que determina el que se realicen enfoques unilaterales que terminan por ser arbitrarios.

Estamos acostumbrados a desarrollar temas, como por ejemplo el plagio, el narcotráfico, el homicidio, la corrupción; o, abordar aspectos como la oralidad, la celeridad en el trámite procesal, la prueba, los recursos, etc. Mientras que la naturaleza del área del conocimiento que se relaciona con la conducta humana, determina que para la efectividad y objetividad, deba ser un contexto el que constituya motivo de análisis, para en función de ese entorno ubicar cualquier singularidad. Nunca la parte puede ser concebida a través de sí misma, sino que es la expresión de realidades integrales.

La concepción jurídico-penal, en cualquier plano en que nos ubiquemos, está siempre alrededor de enfoques integrales; es lo que técnicamente se denomina "integración funcional", tanto con respecto a la diversidad de disciplinas ubicadas en la misma área, como a orientaciones ideológicas, generalmente concebidas dentro de tendencias universales.

Delmás - Marty manifiesta que "la política criminal es el conjunto de métodos, por medio de los cuales el cuerpo social, organiza las respuestas al fenómeno criminal". Criterio que permite el que la estructura legislativa en materia penal, sea la expresión de la política criminal de un Estado, constituyéndose en fundamento que permita una oportuna respuesta al fenómeno criminal.

El ubicarla dentro de tal nivel es lo que da lugar para que tal legislación sea al mismo tiempo la expresión de la realidad criminal, en un momento determinado; el fenómeno delictivo, en una sociedad, no es el mismo, puesto que va adquiriendo caracteres diversos de conformidad con las circunstancias históricas que se ponen de manifiesto.

Es la legislación penal la precisamente encargada de generar y ubicar al fenómeno criminal, puesto que es única y exclusivamente la ley penal la que señala a la conducta humana como delictiva, con lo cual, concomitantemente, responde la ley penal, a las características y proyecciones que tal fenómeno criminal adquiera en la sociedad.

En el derecho penal sustantivo se deben regular las teorías de la ley penal, del delito y de la pena; y, actualizar al fenómeno criminal al señalar las figuras delictivas que se van produciendo. Al mismo tiempo se precisa también la

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configuración de un sistema procesal, que a la vez que prevea un trámite ágil y eficiente, establezca los órganos de control social para la adecuada y oportuna investigación del delito y acertado juzgamiento.

Si se concibe a la política criminal como una estrategia para enfrentar el fenómeno de la criminalidad, que como toda política pública se integra con presupuestos de los que se parte, objetivos que se pretenden alcanzar e instrumentos idóneos para conseguir estos últimos, el Ecuador no ha contado con una verdadera política criminal.

Desde luego, no ha existido estrategia alguna coherente en esta materia, que partiendo de presupuestos criminológicos, dogmáticos y político criminales claros, haya propuesto conseguir determinados objetivos mediante el diseño e implementación de los correspondientes instrumentos político criminales.

La errónea creencia en la eficacia del rigor penal produce diversos efectos humanos y sociales negativos, entre los que cabe destacar los siguientes:

Sufrimientos inútiles, los que, además, son distribuidos inequitativamente en la población, recayendo, en forma abrumadoramente mayoritaria, sobre los sectores más desprotegidos, que son los que resultan más vulnerables a la intervención del sistema penal;

Se crea la ilusión (a manera de un falso tranquilizante) de que la mayor represividad es un instrumento idóneo para controlar la criminalidad, confianza peligrosa que obstaculiza o dificulta la adopción de otras medidas de diverso orden que sí podrían contribuir a avanzar en la solución del problema; y, por último,

El rigor penal excesivo del sistema penal tiene carácter criminógeno, es decir, contribuye a la generación y reproducción de la criminalidad.

Los delitos afectan algunos de los más importantes derechos de las personas, cuya protección constituye un deber del estado impuesto tanto por la Constitución como por los tratados internacionales sobre derechos humanos vigentes en el país. De ahí que surja a la vez el deber del estado de desarrollar una política criminal eficaz dirigida a la prevención y sanción de la criminalidad.

Debe tenerse presente que el sistema penal es sólo uno de los instrumentos (de última ratio) de que disponen el estado y la sociedad para enfrentar el fenómeno de la criminalidad. Un instrumento que, por lo demás, llega demasiado tarde, por lo que el énfasis debe estar puesto en el diseño e implementación de políticas públicas de carácter preventivo relacionadas con las variadas áreas del quehacer

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social (económicas, educacionales, capacitación, familiares, urbanas, recreación, entre otras) que tienen incidencia en el fenómeno de la delincuencia.

El sistema penal posee limitaciones, por lo que habrá que utilizarlo adecuadamente y no hacerse falsas expectativas. En este sentido hay que destacar que el objetivo del sistema penal no es la erradicación o supresión de la delincuencia, sino que uno más modesto, su disminución, o cuando menos, su control.

El delito es un fenómeno inevitable como la enfermedad y la muerte, consecuencia de la imperfección de la sociedad y del ser humano. La sociedad debe, por tanto, acostumbrarse a vivir con una dosis inevitable de criminalidad, sin perjuicio, por cierto, de hacer los máximos esfuerzos compatibles con las garantías penales propias de un estado de derecho para disminuirla en la medida de lo posible. (Cabe observar a este respecto que la única doctrina que ha planteado como meta utópica la supresión de la delincuencia es el marxismo ortodoxo, por cuanto, de acuerdo con dicha posición, la ideal conformación de las relaciones sociales que se alcanzaría con el comunismo haría desaparecer las contradicciones que originan la delincuencia).

BASES DE UNA POLÍTICA CRIMINAL:

1. Fundamentar científicamente la política criminal, que permita realizar diagnósticos adecuados, establecer prioridades y orientar ordenadamente la inversión de los recursos del sistema penal, racionalizando su uso, a fin de obtener un óptimo aprovechamiento.

2. Realizar auditorías de personal, fortalecer y capacitar la Policía Judicial a fin de reducir los elevados índices de impunidad, que representan una de las mayores falencias del sistema, y contribuyen en importante medida a la inseguridad ciudadana. Una Policía Investigativa idónea, saneada internamente, cumple no sólo la función represiva sino una preventiva eficaz.

3. Acatar y cumplir con la unidad jurisdiccional, el sistema judicial policial debe ser administrado por la justicia común, sancionando los actos de corrupción, separando de la Institución Policial los malos elementos en todas las jerarquías.

4. Efectuar una reingeniería de la Policía Nacional, la que tendrá bajo su responsabilidad los servicios de: Antinarcóticos, Policía Judicial, Migración, Antisecuestros y Extorsión, Policía Comunitaria y el Grupo de Intervención y Rescate. Los servicios de tránsito y control del medio ambiente pasarán a responsabilidad de los Municipios, así como el control de cárceles a la Dirección Nacional de Rehabilitación Social.

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5. Perfeccionar y descentralizar el sistema judicial y penal, con el fin de prevenir sus posibles efectos criminógenos y sancionar con celeridad las infracciones y delitos, con trabajo comunitario o prisión, privilegiando la mediación en la solución de conflictos; la racionalización del sistema penal, depende de la voluntad política, la sociedad no demanda mayores normas sino resultados a más corto plazo.

6. Proteger adecuadamente a la víctima, respetándole su dignidad (evitando en particular la victimización secundaria que sufre a manos del propio sistema), asistiéndola efectivamente, informándola de sus derechos y de la marcha del proceso e incentivándola a cooperar con la investigación.

7. Establecer un modelo democrático racional y limitado, fundamentado en los principios de legalidad, certidumbre y respeto de la dignidad y derechos humanos.

La política criminal, que es una de las políticas del Estado, diseña el ejercicio de la violencia estatal, siendo el modo como el Estado haga uso del poder en este ámbito uno de los indicadores de la debilidad o de la profundidad del sistema democrático en una determinada sociedad y nos mostrará, o no, el grado de respeto a la dignidad de todas las personas y el grado de tolerancia a lo diverso, que es lo que caracteriza a una verdadera sociedad democrática.

En nuestro país, desde el advenimiento de la democracia no se ha formulado una verdadera política criminal para la democracia, existiendo en torno a las respuestas carentes de coherencia y que han consistido en actos espasmódicas frente a determinados sucesos, ante los cuales se ha respondido predominantemente con la hipertrofia del derecho penal, reformando las leyes penales o procesales aisladamente del conjunto del sistema, es decir, del proceso, de la ejecución de la pena y de la prevención.

Existen entonces, de modo general, dos enfoques frente al tema penal: uno de rasgos autoritarios, lo que se conoce como “mano dura”, que propugna dejar de lado las garantías constitucionales en aras de una supuesta “eficiencia” y que hace aparecer como si el tema de la seguridad se solucionara agravando penas y procedimientos, otorgando más facultades a la Policía.

Así, frente al fenómeno criminal, postula una supuesta mayor “eficiencia” y se hace aparecer al sistema penal y a las garantías y principios constitucionales como causantes de “ineficacia” en la respuesta frente al delito. Propugnando el endurecimiento de las penas y realizando operativos policiales de impacto en contra de las personas utilizadas para el comercio ilegal de lo sustraído, identificando como causa de la inseguridad ciudadana al sistema penal, olvidando

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negligentemente la prevención, responsabilidad de la Policía Nacional, impulsando medidas claramente desequilibradas en un sentido punitivo y que la experiencia ha demostrado que no han dado los resultados que se le asignan, y que más contribuyen al debilitamiento del Estado de Derecho.

Los hechos delictivos se manifiestan de muchas formas, desde la delincuencia común tradicional compuesta principalmente por delitos contra el patrimonio, contra la vida y contra la integridad personal, pasando por algunas formas organizadas de delincuencia común, entre ellas determinadas actividades de las pandillas juveniles y algunas bandas delictivas dedicadas en mayor medida al robo y otros delitos patrimoniales, a ello se añadiría verdaderas formas de crimen organizado como el hurto y robo de vehículos, el contrabando, el narcotráfico, las grandes defraudaciones financieras, la corrupción y los secuestros.

A pesar de la complejidad y profundidad de esta problemática, hasta la fecha nuestro país no cuenta con medidas sistemáticas, coherentes, sostenibles y eficientes para enfrentarla. No existen políticas públicas claramente definidas para abordar la violencia y la criminalidad. Más bien las respuestas estatales se han caracterizado por ser reactivas, dispersas, contradictorias y vinculadas más a intereses de marketing político que a la búsqueda de soluciones eficientes.

En consecuencia, es imperativo profundizar espacios de participación ciudadana en los asuntos de la seguridad ciudadana y la política criminal, para que su diseño, ejecución, control y evaluación no sean patrimonio exclusivo de los gobernantes y de los sectores sociales económicamente poderosos, sino también de la sociedad en general y de organizaciones sociales en particular, con el fin de que se puedan propuestas de solución alternativas a la criminalidad, basadas en el respeto de los principios del Estado Constitucional de Derecho y los derechos humanos.

LOS PRINCIPIOS DE LA POLÍTICA CRIMINAL ESTATAL Los principios que toda política criminal debe considerar, de acuerdo a nuestro marco normativo, retoman los principios desarrollados en el documento: “Bases para la Discusión sobre Política Criminal Democrática”, al cual ya hemos hecho referencia, sin embargo destacamos los siguientes:

a. Principio de legalidad: los actos de las instituciones estatales deben estar sujetas a la ley, entendiendo dentro de éstas la Constitución, las normas de Derechos Humanos y la legislación secundaria. Dicho funcionamiento debe ser congruente con el cúmulo de instrumentos mencionados teniendo en primacía a la Constitución y los Convenios de Derechos Humanos.

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b. Principio de dignidad humana: con ello se dota de sentido los actos del estado, a fin de considerar su actividad a la luz del máximo respeto de la persona y de las condiciones que le permitan desarrollar su personalidad.

c. Principio de subsidiariedad:

la política criminal es una herramienta de tratamiento de la conflictividad que solo puede ser usada una vez agotadas las formas de tratamiento por vías no penales. La necesidad de reconocer las formas alternativas de resolución de conflictos, más que una opción se convierte en una necesidad de actuación en el especial ámbito de la niñez y la adolescencia.

d. Principio de mínima intervención y reducción del daño: como consecuencia de lo anterior, la política criminal solo intervendrá en los casos más graves y tratará de construir salidas alternativas y restaurativas para los conflictos menores. En este sentido, esta política estará orientada hacia sus consecuencias, de tal manera que la intervención del sistema penal no sea un factor más del conflicto original.

e. Principio de eficiencia y racionalidad: la política criminal supone una toma de decisiones sobre la base de ciertos límites normativos y ciertos límites materiales (en especial los presupuestarios). Esto supone que para el logro de los fines, la política criminal debe tener criterios racionales para obtener los mejores resultados con la mejor inversión posible de los recursos. Esto solamente se logra a través de mecanismos de planificación y evaluación. Ello supone que la toma de decisiones se encuentra basada en procesos de decisión empíricamente fundamentados en necesidades reales.

f. Principio de transparencia y rendición de cuentas: en un estado republicano, los actos del gobierno y sus decisiones pertenecen a la cosa pública, por lo tanto, sus contenidos, fines, resultados y actores están sujetos al escrutinio del público. Esto supone una apertura al derecho de acceso a la información por parte de los ciudadanos así como al establecimiento de mecanismos de control o instancias de evaluación.

g. Principio de participación ciudadana: como derivación de la republicaneidad del sistema político, los ciudadanos tienen el derecho a participar de aquello que es público, no solo como testigos, sino como actores con poder de decisión. Esto supone un involucramiento de los ciudadanos en aquellas decisiones que pueden terminar afectándolos, tales como las relativas al funcionamiento del sistema penal.

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h. Principio de igualdad social, Según este principio, el derecho penal debe estar orientado hacia la protección de los derechos humanos y de los sectores más afectados por las decisiones y acciones de los sectores económicos y políticos dominantes que afectan directamente sus derechos. El principio de igualdad social o materia presupone una actuación correctiva sobra la distribución inicial de recursos existentes en la sociedad, a modo de reconocimiento de las desigualdades sociales de las personas y ser tratados conforme a ellas.

i. Principio de acción multiagencial: una política criminal reúne a diversos actores que en la práctica funcionan de manera más o menos autónoma, regidos por diversidad de intereses y lógicas. En este sentido, la política criminal debe ser comprensiva de esta circunstancia y establecer una regla de coordinación en atención a fines, sin que cada institución pierda su específica función dentro de la sociedad.

POLÍTICA PROGRESISTA EN SEGURIDAD CIUDADANA

Es una responsabilidad política ineludible que las fuerzas progresistas asuman una 48 preocupación por los problemas de la seguridad ciudadana y formulen iniciativas que permitan resolver, gradual pero sostenidamente; los elevados niveles de intranquilidad y temor que presenta la población guatemalteca.

En los últimos años, es posible observar una creciente presencia de variados grupos de reflexión política y académica sobre la problemática de seguridad ciudadana. Al mismo tiempo, se aprecian experiencias locales, que han sido eficaces en reducir la intranquilidad de sus poblaciones y en varios países se ha ido configurando una capacidad técnica básica en asuntos de seguridad.

En suma, existen bases significativas de una masa crítica de conocimiento, gestión y experiencias entre los civiles que hacen posible un adecuado manejo profesional de los campos de la seguridad.

Para ello, se ha señalado que las fuerzas progresistas y democráticas de la región tienen que estimular la conformación de una política de seguridad ciudadana, cuyo eje central permita transitar desde una perspectiva y orientación, basada en la mera represión de la criminalidad y la excesiva penalización, hacia un paradigma conceptual en cuyo centro se ubica a los ciudadanos en el ejercicio de sus derechos democráticos, junto con la responsabilidad del Estado por entregar seguridad a la población, con el uso legítimo de los recursos institucionales y con apego irrestricto de los derechos humanos fundamentales en toda convivencia democrática.

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Es fundamental coincidir con la afirmación que sostiene que una diferencia sustantiva entre los sectores progresistas y las fuerzas conservadoras es, precisamente; contar con una política pública en materia de seguridad ciudadana.

Denis Martínez, señala que: “Las fuerzas progresistas deben acometer el desafío de dotarse de una política de seguridad ciudadana, que emerja de un proceso de planificación estratégico a mediano y largo plazo, elaborada en base a principios técnicos sólidos, con la incorporación y participación de todos los actores involucrados en el problema; que provengan del aparato estatal y del seno de la sociedad civil. Las políticas públicas, tienen que ser objeto de escrutinio social y evaluación permanente a sus avances y resultados”.

Estas características nada tienen que ver con las posturas de mano dura, lo que en muchas ocasiones implica afectar claramente los derechos humanos de importantes sectores de la población, en especial de los jóvenes, los marginados; los pobres o las minorías étnicas.

Las fuerzas progresistas y de izquierda cuentan con un capital ético indesmentible, en cuyo centro está el respeto irrestricto de los derechos humanos; en la aplicación de las medidas propias para una gestión democrática de la seguridad ciudadana.

La despreocupación del progresismo por hacerse cargo y gobernar los asuntos de la seguridad pública, así como por liderar las definiciones doctrinarias de las policías; no hace más que alentar el discurso autoritario de la derecha. Dicho de otra forma, si las fuerzas progresistas logran conformar una eficiente y eficaz política pública para resolver o al menos reducir la intranquilidad de la ciudadanía; ello tendrá un impacto central en la calidad de vida democrática de la población.

Por tanto, para la vida de los guatemaltecos no es lo mismo si su tranquilidad, personal, familiar y comunitaria está en manos de los sectores conservadores o si esa política es conducida y liderada por las fuerzas progresistas.

La autoridad, la legitimidad, y la legalidad no se expresan de igual manera, ni tienen los mismos efectos, cuando corresponden a un ejercicio autoritario o a uno humanista.

Del mismo modo, una visión progresista de la seguridad ciudadana debe fomentar y promover discursos pedagógicos ante la ciudadanía, contextualizando en toda su complejidad el fenómeno social de la delincuencia y desenmascarando a aquellas posiciones facilistas y populistas que en ocasiones, cada vez más frecuente, se observan en la sociedad guatemalteca.

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En Guatemala, dentro de los diferentes procesos de recuperación democrática, se puede observar una tendencia a entregar y delegar en las agencias policiales un monopolio para administrar la seguridad.

Cuando las instituciones uniformadas, entre ellas la policía, no es conducida ni liderada por la estructura política, ocurre que esas organizaciones tienden a generar sus propios marcos doctrinarios, una conceptualización autónoma de la seguridad y, más complicado aún; definen la forma en que enfrentarán al crimen y la intranquilidad de la ciudadanía.

Si el Estado no sabe o no puede responder a la demanda social de seguridad, lo que podría estar en juego es la potestad estatal del monopolio de la fuerza; condición básica de todo estado de derecho.

La participación social como responsabilidad de todos los habitantes de la República de Guatemala

La importancia de la seguridad ciudadana es ampliamente difundida en diversos foros políticos y académicos. Tiene que ser entendida como un punto de partida para la generación de cualquier política pública en materia de seguridad ciudadana.

En cualquier sociedad, el manejo de todo los recursos para la aplicación de una política pública, que pretenda responder a una demanda ciudadana no corresponde exclusivamente a la gestión de un solo actor; en este caso el gobierno. Se amplía a la participación de varios actores, ya sean públicos, políticos, privados, de la sociedad civil; de sus organizaciones y sus representantes.

ACTORES PÚBLICOS Y PRIVADOS, ESTATALES Y DE LA SOCIEDAD CIVIL Actualmente las tareas de seguridad ciudadana no son sólo responsabilidad de las instituciones públicas y se han ampliado a otros actores: comunidad, privados, organizaciones no gubernamentales, académicos y especialistas; entre otros.

En otras palabras, la responsabilidad del problema del crimen se ha trasladado desde la esfera gubernamental al ámbito público. Sin embargo, es necesario hacer una precisión. Si bien la ampliación de responsabilidades más allá del aparato estatal en los asuntos de la seguridad es efectiva y también necesaria, ello no puede ser pretexto para que se diluya la indelegable responsabilidad política, que le corresponde al aparato gubernamental, en reportar a la ciudadanía un bien social que, es esencialmente público. Puede utilizarse, en la participación comunitaria, como un mecanismo de desplazamiento de la responsabilidad del Estado en la solución de problemas relacionados con la seguridad pública.

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PARTICIPACIÓN DE LA COMUNIDAD EN LOS ASUNTOS DE LA SEGURIDAD Existen avances relevantes en materia de reducción de la inseguridad, cuando se ha incorporado la participación de la comunidad en dichas iniciativas. Resulta evidente que la inseguridad pública es uno de los principales problemas que aqueja a la comunidad, siendo un factor importante a la hora de definir e implementar políticas públicas para prevenir y reducir la violencia y el delito.

En esta perspectiva, han sido dos los aspectos desde los cuales se entiende la búsqueda de una mayor participación de la comunidad en los asuntos de la seguridad ciudadana. Primero, la incorporación de la comunidad en el diseño; elaboración e implementación de propuestas para enfrentar la intranquilidad y el delito.

Segundo, establecer mecanismos y fórmulas para configurar un vínculo entre las instituciones policiales y la comunidad.

La comunidad ha adquirido un papel preponderante en las políticas dirigidas a disminuir la violencia y la criminalidad, como se observa en varias iniciativas desarrolladas, especialmente; en el plano local y municipal. Allí se ha buscado incorporar a la ciudadanía organizada en las soluciones de los asuntos de la seguridad o de expresiones de violencia que afectan a Guatemala. Se ha logrado reducir en grados importantes la intranquilidad ciudadana como ha ocurrido, con experiencias de prevención del delito.

Es fundamental incorporar la presencia activa de la comunidad en todas las fases de esos proyectos de intervención, diagnóstico, elaboración; implementación y evaluación. No obstante, existen claros matices en la seriedad con que se intenta incorporar a la comunidad en los esfuerzos por reducir el delito y la violencia. En algunos casos, la relevancia de participación comunitaria ha quedado reducida solo a promesas electorales o de impacto mediático, tanto de actores políticos como gubernamentales.

El autor Denis Martínez, señala que: “El involucramiento comunitario se reduce a una participación artificial y totalmente administrativa. Esto parece ocurrir con la proliferación de plebiscitos y consultas ciudadanas, en las cuales se pide la opinión de la comunidad ante determinadas iniciativas, proyectos o inversiones en materia de seguridad. Ello no es más que un tipo de actividad local, que pretende otorgar un supuesto ambiente democrático y participativo a la gestión de ciertos representantes locales”.

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La participación ciudadana se reduce a mecanismos que sólo pretenden capturar la cooperación de la población para hacer más eficiente el poder de punición del estado.

En Guatemala, la creación de comisiones de seguridad ha ido transformándose en expresiones de exclusivo corte burocrático. Si bien en su origen significaron espacios nuevos de participación de diversos agentes locales y administradores públicos y privados que pretendían ampliar las visiones y la comprensión del problema de inseguridad en el plano local, desafortunadamente estas experiencias asumieron un curso formal y reglamentario, porque había que crear estas instancias; sin tener claras las razones ni el marco político que orientara su funcionamiento.

Ello ha generado, en muchos casos; una suerte de deslegitimación social y local de estas comisiones de seguridad ciudadana barriales o municipales. No obstante, se tiene que rescatar que, en muchos otros casos, la participación ciudadana y la gestión local en los asuntos de la seguridad es indispensable; y muchas iniciativas han mostrado ser eficaces.

El concepto de comunidad se ha transformado en uno de los más utilizados en política pública. En seguridad ciudadana se ha centrado en el ámbito de las tareas de prevención del delito y de la violencia, en cuyo contexto la participación comunitaria tiene que ejercer un rol crucial. Existe una evidente relación entre delito y comunidad.

Una comunidad con buenos niveles de organización y participación estará en mejores condiciones de prevenir crímenes y violencia entre sus miembros y reducir las oportunidades para cometer delitos. Comunidades que promueven espacios sociales homogéneos, con culturas de diálogo y solución pacífica de los conflictos; obviamente podrán reportar ambientes de mayor tranquilidad y convivencia ciudadana entre sus miembros.

La participación comunitaria en la gestión del bien público seguridad se torna más evidente en tanto se refiere a la administración de los gobiernos de las ciudades.

Al comprender que gobernar una ciudad implica, necesariamente, dirigir sus niveles sociales de vivilidad, es indispensable asumir que toda acción política de esa administración debe incorporar la producción material y simbólica de seguridad.

Un gobierno local que gestiona el espacio de la ciudad, tiene que abordar especialmente tareas de carácter preventivo de la criminalidad y la violencia. A ello colaboran las iniciativas de descentralización de las competencias administrativas

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y que la autoridad radique en la gestión local para otorgar seguridad urbana a la población.

Un conjunto de iniciativas que privilegian la prevención en una multiplicidad de ámbitos sociales evitan, o al menos reducen, la aplicación de medidas de corte penal y represivo y de mano dura; propias de los sectores conservadores de la sociedad.

Entre estas iniciativas se pueden considerar: adecuados planes de urbanización, habilitación y uso de los espacios públicos, iluminación de zonas de riesgo, actividades recreativas y culturales con amplio acceso; campañas para limitar el uso abusivo de alcohol y prevención del uso de las drogas.

Una visión progresista de la seguridad tiene que impulsar la participación ciudadana en los múltiples y variados ámbitos que involucran la seguridad. Este involucramiento se potencia cuando emerge de la comunidad organizada y se suma a líderes y actores comunitarios. Las amenazas y riesgos presentes en un determinado territorio sólo pueden ser diagnosticados con la comunidad.

Son las personas que habitan allí, sus organizaciones y líderes los que mejor conocen dichos riesgos y la forma de resolverlos desde una perspectiva preventiva. Por último, una participación comunitaria en la búsqueda de soluciones a la intranquilidad e inseguridad de la ciudadanía va aparejada con el incremento en los niveles de descentralización de la gestión en seguridad ciudadana. Ello implica fortalecer y consolidar mayores atribuciones y poder de los gobiernos locales, para resolver sus problemas específicos, entre ellos los de inseguridad. Son los ciudadanos, sus organizaciones, sus líderes y representantes locales quienes mejor entienden los problemas de su comunidad y, por tanto; quiénes mejor pueden colaborar para iniciativas integrales de prevención de la violencia y el delito.

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CONCLUSIÓNHasta la fecha nuestro país no cuenta con medidas sistemáticas, coherentes,

sostenibles y eficientes para enfrentar la violencia a la que estamos sumergidos,

No existen políticas públicas claramente definidas para abordar la violencia y la

criminalidad. Más bien las respuestas estatales se han caracterizado por ser

reactivas, dispersas, contradictorias y vinculadas más a intereses políticos que a la

búsqueda de soluciones eficientes. Sin embargo, en los últimos años se ha

tomado conciencia de este vacío y cada vez más las autoridades reconocen la

necesidad de definir e impulsar una eficiente política criminal, así como también la

necesidad de una mayor participación ciudadana en el diseño e implementación

de dicha política.

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REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS

BARATA. La política criminal y el derecho penal de la constitución, nuevas reflexiones sobre el modelo integrado de las ciencias penales. T. I. Guatemala: 1999.

BINDER, Alberto. Política criminal, derecho penal y sociedad democrática. ed. Especial; Guatemala: 2000.

BINDER, Alberto. Política criminal de la formulación a la praxis. 3ª. ed.; Buenos Aires, Argentinas: 1997.

CIAFARDINI, Mariano. El abolicionismo y la solución a la cuestión criminal, en no hay derecho, 1ª. ed.; Buenos Aires, Argentina: 1999.

DELMAS – MARTY, Marc Ancel. Modelos actuales de política criminal. 1ª. ed.; Guatemala: 1986.

Constitución Política de la República de Guatemala, asamblea nacional constituyente 1986, y sus reformas por el congreso de la república de Guatemala, 2003.

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RESUMEN

El tema de la participación ciudadana en la toma de decisiones es la esencia de la democracia. Sin ánimo de realizar un análisis sobre el tema, se quiere resaltar que es a partir de las últimas décadas que éste ha estado en inmerso en las políticas criminales, especialmente en América, a raíz de las crisis de sus sistemas políticos.

En Guatemala, cualquier discusión política actual pasa por tomar en cuenta la participación ciudadana. Esto puede ser motivado por varias circunstancias: el tema es una necesidad y convicción política real, puede ser también una moda seudo intelectual para algunos o simplemente una forma de hacer proselitismo. Lo cierto es que la Constitución de la República consagra este derecho en distintos ámbitos (artículos: 1, 140, 154). La participación de la ciudadanía en el área de la seguridad ciudadana y la administración de justicia encuentran su base constitucional en los artículos 1, 140, 154.

El Estado utiliza una variedad de políticas para poder desarrollar de una mejor manera sus funciones dentro de la sociedad, entre las cuales encontramos la política criminal, con la cual se trata de dar respuesta y solución al fenómeno criminal, utilizando para ello un conjunto de instrumentos, reglas indicaciones y ciencias que tratan de resolver y dar una respuesta positiva a dicho fenómeno criminal.

La seguridad ciudadana se define, de una manera amplia, como la preocupación por la calidad de vida y la dignidad humana en términos de libertad, acceso al mercado y oportunidades sociales. La pobreza y la falta de oportunidades, el desempleo, el hambre, el deterioro ambiental, la represión política, la violencia, la criminalidad y la drogadicción pueden constituir amenazas a la seguridad ciudadana (ILPES, 1997, p.5).

La seguridad ciudadana demanda la creación de condiciones económicas, políticas y sociales adecuadas para el desarrollo de un país (Piñeyro y Barajas, 1995) contribuyendo de esta forma a evitar la ruptura de la cohesión social. En este sentido, la pobreza, especialmente la pobreza relativa, se convierte en un problema de seguridad no porque ser pobre convierta a las personas en delincuentes, sino porque puede producir fragmentación social y convertirse en un obstáculo para el desarrollo.

Una política de defensa corresponde a la expresión de una política de Estado, o sea, una política pública que es representativa de los intereses nacionales y es consistente a su vez de la idea de seguridad nacional del país.

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Con una adecuada política de defensa, se marcan claramente las élites de los gobernantes en relación a los objetivos que Guatemala desea alcanzar en el futuro y que son traducidos en los intereses nacionales como metas determinantes y específicas a cumplir o superar en el mediano o corto plazo.

También, la correlación que tiene que existir entre la política de defensa y la seguridad nacional, se soporta con la idea relativa al desarrollo de Guatemala. En dicho contexto, se tiene que la seguridad consiste en una condición que permite y asegura el desarrollo.

En una aproximación práctica, la política de defensa consiste en una parte fundamental del Estado de Guatemala y es referente a la forma en la cual el Estado estructura y organiza, mediante el Gobierno, la defensa nacional del país, o cual abarca una definición de lo que la sociedad guatemalteca necesita en términos de seguridad externa; en seguridad interior y en acciones frente a condiciones extremas como catástrofes.

La política de defensa nacional al lado de una política exterior, son constitutivas de dos pilares fundamentales para la concreción de la seguridad y para el desarrollo de la sociedad guatemalteca.

“La política de defensa constituye una decisión política del más alto nivel dentro del Estado, la cual involucra una voluntad política para el logro del consenso necesario.

Este consenso involucra a todos los actores políticos relevantes de la sociedad. La voluntad política, supone la capacidad y disposición de negociación para llegar a acuerdos respecto a lo que se desea alcanzar”.

Si el Estado no sabe o no puede responder a la demanda social de seguridad, lo que podría estar en juego es la potestad estatal del monopolio de la fuerza; condición básica de todo estado de derecho.

La participación social como responsabilidad de todos los habitantes de la República de Guatemala

La importancia de la seguridad ciudadana es ampliamente difundida en diversos foros políticos y académicos. Tiene que ser entendida como un punto de partida para la generación de cualquier política pública en materia de seguridad ciudadana.

En cualquier sociedad, el manejo de todo los recursos para la aplicación de una política pública, que pretenda responder a una demanda ciudadana no corresponde exclusivamente a la gestión de un solo actor; en este caso el

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gobierno. Se amplía a la participación de varios actores, ya sean públicos, políticos, privados, de la sociedad civil; de sus organizaciones y sus representantes.

Una comunidad con buenos niveles de organización y participación estará en mejores condiciones de prevenir crímenes y violencia entre sus miembros y reducir las oportunidades para cometer delitos. Comunidades que promueven espacios sociales homogéneos, con culturas de diálogo y solución pacífica de los conflictos; obviamente podrán reportar ambientes de mayor tranquilidad y convivencia ciudadana entre sus miembros.

La participación comunitaria en la gestión del bien público seguridad se torna más evidente en tanto se refiere a la administración de los gobiernos de las ciudades.

Al comprender que gobernar una ciudad implica, necesariamente, dirigir sus niveles sociales de vivilidad, es indispensable asumir que toda acción política de esa administración debe incorporar la producción material y simbólica de seguridad.

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