Poeta y filósofo: Friedrich Schiller (1759-1805) Bicentenario de su muerte

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El primer número de Educacion Estetica consiste en la recopilación de una serie de escritos de estudiososde la obra de Friedrich Schiller (prolífico dramaturgo, poeta y estetaprerromántico alemán), que fueron leídos en el marco del coloquio que conmotivo del bicentenario de su muerte se celebró en la Universidad Nacional deColombia durante el mes de mayo de 2005.

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Revista EDUCACIÓN ESTÉTICA, núm 1: Poeta y filósofo: Friedrich Schiller (1759-1805), bicentenario de su muerteUniversidad Nacional de Colombia, sede BogotáDepartamento de Literatura

RevistaEDUCACIÓN ESTÉTICAAño 2005

RectorRamón Fayad

Vicerrector sede BogotáFernando Viviescas Monsalve

Decano Facultad de Ciencias HumanasGermán Meléndez Acuña

Vicedecana de Bienestar Facultad de Ciencias HumanasZulma Santos

Director Departamento de LiteraturaJorge Rojas Otálora

DirectorPablo Castellanos

Comité editorialAlexander CaroFernando UruetaCamila BordamaloWilliam BallénJulián Nossa

AgradecimientosMaría del Rosario Acosta, Departamento de Filosofía U. N.Antje Ruger, Departamento de Lenguas Extranjeras (Área de Alemán) U. N.

Diagramación y diseño portadaCésar David Martínez R. y María Victoria Jaramillo [email protected]

Grabados interiores de Caspar David Friedrich (1774-1840), pintor romántico alemán Grabado F. Schiller de H. B. HallEl arpista de Wilhelm Meister, grabado de “Los años de apredizaje de Wilhelm Meister” de Goethe, edición de 1837

ImpresiónSección Publicaciones Dirección Nacional de Divulgación Cultural.

CorrespondenciaRevista EDUCACIÓN ESTÉTICADepartamento de LiteraturaEdificio Manuel Ancizar oficina 3055Universidad Nacional de Colombia, sede BogotáTeléfono: 3165229e-mail: [email protected]

EDUCACIÓN ESTÉTICA es una revista de los estudiantes de la carrera de Estudios Literarios de la Universidad Nacional de Colombia. DERECHOS RESERVADOS. Queda prohibida su reproducción total o parcial sin autorización expresa de los editores y sin citar la fuente. Las opiniones de los autores no expresan necesariamente la posición de los editores. Distribución Gratuita.

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PRÓLOGO

Un prólogo -según Hegel- es una explicación “acerca del fin que el autor se ha propuesto en [su obra], así como acerca de sus motivos y de la relación en que cree estar respecto de otros modos, anteriores o contemporáneos, de tratar el mismo asunto”1; también, una indicación del contenido general y de los resulta-dos obtenidos en la obra.

Siguiendo la definición que da Hegel de prólogo, presentamos al lector una nueva publicación, Educación estética, la cual aspira permitir a los lectores acceder a la obra de destacados artistas, pensadores, teóricos y críticos, quienes con sus trabajos nos siguen convenciendo -de una u otra forma- de la importancia del arte en y para la vida de los hombres. He ahí la motivación que nos llevó a emprender tal empresa: un interés por el arte. De otro lado, el resultado que esperamos con Educación estética es poder contribuir en la formación (en materias de arte y a través del arte mismo) de los estudiantes de la Universidad Nacional de Colombia y de todo aquél que lea el presente trabajo. Hemos pensado que tal contribución podría ser considerada valiosa, en la medida en que son diversos los enfoques que se desea albergue la revista; creemos que perspectivas diversas en materia estética como las provenientes de la filosofía, la literatura, la historia, etc., desde donde se han venido contemplando las creaciones artísticas y, por ende, con-cibiendo los análisis sobre las mismas, harán que el lector construya un panorama de reflexiones amplio, que, seguramente, le permitirá agudizar más su sentido crítico e intervendrá en la formación de su gusto.

Es por ello que dedicaremos el segundo número de la revista a las reflexiones teóricas y críticas de Theodor W. Adorno sobre el arte.

El presente número consiste en la recopilación de una serie de escritos de estu-diosos de la obra de Friedrich Schiller (prolífico dramaturgo, poeta y esteta prerromántico alemán), que fueron leídos en el marco del coloquio que con motivo del bicentenario de su muerte se celebró en la Universidad Nacional de Colombia durante el mes de mayo de 2005.

Así es que este volumen pondrá en contacto al lector con la obra artística y reflexiva de Schiller.

En un primer momento tendremos el análisis -desde los estudios literarios- de dos importantes dramas del autor. El primero es trabajado desde la literatura com-parada por Patricia Simonson, en el ensayo: “El personaje trágico y la intertex-tualidad: Los ladrones de Schiller entre Shakespeare, Milton y los románticos

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ingleses”. El segundo drama es revisado por Marta Kovacsics, quien nos presenta una serie interesante de reflexiones acuñadas, a propósito de la pieza schilleriana, en el escrito: “Don Carlos. Traición y libertad”.

En un segundo momento leeremos el ensayo que lleva como título: “Providen-cia y nihilismo en el drama histórico”. Aquí, Alexander Caro se interesa en mostrar de qué manera las preocupaciones de Schiller en cuanto al estudio y la comprensión del decurso histórico europeo fueron asumidas por el autor en dramas anteriores a la pieza Wallenstein. A propósito de este drama, Roch Little se ocupa de él -desde una perspectiva histórica especial- en el texto intitulado: “La visión de la historia en Schiller desde la trilogía sobre Wallenstein”.

En un tercer momento contaremos con el escrito “Lo sublime y la visión trágica del mundo en los textos filosóficos schillerianos”, a cargo de María del Rosario Acosta, quien nos explica algunas categorías importantes en Schiller, como es el caso de “lo sublime” y su relación con el sentir humano. Asimismo, el ensayo de María desarrolla el concepto de tragedia en el autor, lo que, de paso, propicia -aunque indirectamente- que reflexionemos seriamente sobre el asunto, si tene-mos en cuenta que la concepción y las tareas que destina Schiller a lo trágico (señaladas por la ponente), difieren de relevantes teorías del siglo XX sobre el género, como la visión expuesta por George Steiner en La muerte de la tragedia.

Por último, dos ensayos de este número se concentrarán en los escritos sobre estética más conocidos de Schiller.

El primero de ellos, “Sobre poesía ingenua y poesía sentimental: una postura estética y política”, escrito por Ximena Gama, trata de uno de los aspectos que más interesó al artista, como lo fue (y que sirve, valga decirlo, como herramienta para establecer periodizaciones literarias) el establecer claras distinciones entre los poetas antiguos y los poetas modernos. Es así como la autora nos sigue ampliando el marco de las categorías schillerianas, para el caso, lo concerniente a “lo ingenuo” y a “lo sentimental”, conceptos éstos que hacen parte integral de la columna vertebral de las reflexiones de Schiller sobre la modernidad. Luego de ubicarnos en el contexto de la poesía moderna, la ponente se dedica a mostrar las problemáticas que encierra la propuesta del idilio, que, como forma privilegiada de la poesía sentimental, contendría en su trasfondo el proyecto político schilleriano.

El segundo de estos dos escritos, “Federico Schiller. La educación estética como condición para una buena política”, consiste en una profunda exégesis de las Cartas que el artista escribiera sobre la educación estética del hombre. Además, este ensayo de Carmenza Neira tiene como propósito hacernos ver por qué

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Schiller pone en la base de la formación de los seres humanos (posteriormente ciudadanos que decidirían u orientarían desde la política al pueblo) la educación estética, en donde son dos las facultades inseparables y dialécticamente mediadas que la conforman, a saber: la sensibilidad y la razón.

Para finalizar, quiero aprovechar este espacio para expresar nuestro agradecimiento a todos los autores que participaron en el presente número en homenaje a Schiller. De forma similar, dar las gracias a la Vicedecanatura de Bienestar de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional, como también a los departa-mentos de Literatura, Filosofía y Lenguas Extranjeras (Área de Alemán) por la ayuda y orientación.

Pablo Castellanos

1 Hegel, G. W. F. Fenomenología del espíritu. Prólogo (trad. Jorge Aurelio Díaz). Bogotá: Editorial el Búho.

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CONTENIDO

11 INTRODUCCIÓN

Schiller: filósofo y poeta 23 PATRICIA SIMONSON

El personaje trágico y la intertextualidad: Los ladrones de Schiller entre Shakespeare, Milton y los románticos ingleses 43 MARTA KOVACSICS

Don Carlos: traición y libertad

51 ALEXANDER CARO

Providencia y nihilismo en el drama histórico de Schiller

89 ROCH LITTLE

La visión de la historia en Schiller desde la trilogía sobre Wallenstein

103 MARÍA DEL ROSARIO ACOSTA

Lo sublime y la visión trágica del mundo en los textos filosóficos schillerianos

117 XIMENA GAMA CH. Sobre poesía ingenua y poesía sentimental: una postura estética y política

135 CARMENZA NEIRA F. Federico Schiller. La educación estética como condición para una buena política

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IntroducciónSchiller: poeta y filósofo*

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En aquel entonces, en la maravillosa aurora de las fuerzas espirituales, la sensibilidad y el espíritu no poseían aún campos de acción estrictamente diferenciados. La poesía no coqueteaba aún con el ingenio, y la especulación losóca todavía no se había envilecido con sosmas. En caso de necesidad, poesía y losofía podían intercambiar sus funciones, porque ambas, cada una a su manera, hacían honor a la verdad.

Cartas sobre la educación estética del hombre, “Carta sexta”.

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1. Vida y obra

Schiller nació el 10 de noviembre de 1759 en Marbach, Wurttemberg (Alemania). Su padre era cirujano militar del Duque de Wurttemberg, por lo que, a pesar de sus deseos de estudiar teología, tuvo que ingresar a la academia militar del duque, la Karlschule, para estudiar derecho, y luego viajar a Stuttgart a estudiar medicina. De sus estudios de medicina nos quedan su disertación sobre la Filosofía de la fisiología y su trabajo de grado Ensayo sobre la relación de la naturaleza animal con la naturaleza espiritual en el hombre. Ya allí, como en sus escritos filosóficos posteriores, Schiller comenzaría a mostrar su preocupación por comprender al hombre como una unidad de mente y cuerpo, pensamiento e inclinaciones, racionalidad y sensibilidad; preocupación que se transformaría en el motor de sus reflexiones estéticas y en el punto de partida de sus críticas a la Ilustración.

Desde joven, Schiller había empezado a escribir sus primeros intentos de dramas -el primero, de hecho, a los 13 años-, pero el primero en ser puesto en escena -convirtiéndose pronto, además, en un gran éxito- fue Los bandidos en 1781, a sus 22 años de edad. Le seguirían La conjuración de Fiesco, Intriga y amor (1783) y, el más importante de esta primera época de producción dramática, Don Carlos (1787), en el que Schiller se preocupaba por mostrar la tensión entre los ideales juveniles y las ansias de transformar el mundo, por un lado, y sugerir el peso agobiante de las instituciones políticas, por el otro. El Schiller maduro será crítico de ambas instancias. Tanto la acción irreflexiva como la ausencia completa de acción y la acogida sin más de la tradición, serán caminos que no conducirán al hombre, en opinión de Schiller, a la instauración de una verdadera cultura, es decir, aquella en la que los ciudadanos son libres por su propia voluntad, y donde la ley y la libertad no tienen que aparecer como imperativos. Por estas mismas razones, Schiller será un crítico profundo del peso de las instituciones en Alemania -como lo serían después todos los jóvenes de la generación romántica en su etapa de entusiasmo revolucionario- y uno de los primeros autores alemanes en criticar fuertemente a la Revolución francesa, la cual se le aparecería desde sus comienzos como el signo más claro de la barbarie moderna: la imposición violenta de las ideas sobre una realidad que no está lista para recibirlas. Podría decirse que Schiller inaugura en Alemania, en este sentido, un tipo de pen-samiento político reaccionario a la Revolución, pero no obstante defensor de una tradición liberal, al estilo de Burke en Inglaterra. Su ideal de una educación estética será el núcleo de esta propuesta alternativa schilleriana.

También desde temprano comenzó a escribir ensayos filosóficos. La más cono-cida de estas primeras reflexiones será La teosofía de Julius, también conocida

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como las Cartas filosóficas, en donde Schiller expresa una visión de la naturaleza muy cercana a la del Goethe de la época, y muy influida sobre todo por Shaftesbury, y por el expresionismo y el Sturm und Drang alemanes. La ontología de estas primeras reflexiones será, sin embargo, abandonada poco a poco a cambio de un giro progresivo hacia preocupaciones principalmente antropológicas y cada vez menos metafísicas. Tal giro se llevará a cabo en lo que constituye el cuerpo principal de sus escritos filosóficos, aquellos producidos entre 1791 y 1796, tras la lectura de las críticas kantianas, y coincidentes con los cursos sobre estética que dictaría en la Universidad de Jena desde finales de 1791. Estos textos, en su mayoría, responderán a la necesidad que Schiller sentirá de dejar de producir por algún tiempo y dedicarse a reflexionar sobre su propia tarea como artista dentro de una sociedad como la alemana del momento. Escribirá así (nombro aquí sólo algunos) las cartas a Körner sobre la analítica de la belleza -su primer borrador, nunca terminado, de un tratado sobre estética- y el ensayo Sobre la gracia y la dignidad (1792), en respuesta a la filosofía práctica kantiana, si bien a partir del desarrollo de muchos elementos de la Crítica del juicio. Le seguirán algunos escritos sobre la tragedia, Sobre lo patético (1793), Sobre lo sublime (1793) y Sobre la importancia del coro en la tragedia, entre otros. Vendrán finalmente las Cartas sobre la educación estética del hombre (1795) y Sobre poesía ingenua y poesía sentimental (1796), sus escritos filosóficos más conocidos.

Las reflexiones filosóficas schillerianas influirían de manera definitiva en el desarrollo de la filosofía alemana de finales de s. XVIII y principios del s. XIX. Los románticos e idealistas alemanes serán sus grandes admiradores. Hölderlin se lo manifestaría en una de las cartas a quien consideraba su maestro:

Usted hace feliz a un pueblo entero y probablemente raras veces repara en ello. Por este motivo, tal vez no le parecerá fútil del todo ver surgir, en alguien que le honra totalmente,

una nueva alegría de vivir.1

No sobra tampoco citar aquí lo que diría el Hegel de las Lecciones sobre estética acerca de Schiller, ya que resume muy bien el sentimiento que toda esta joven generación de pensadores y poetas alemanes profesaría por el dramaturgo:

Debe concedérsele a Schiller el gran mérito de haber quebrantado la subjetividad y la abstracción kantianas del pensamiento y, más allá de ellas, haberse atrevido a intentar comprender mediante el pensamiento la unidad y la reconciliación como lo verdadero, y a realizarlas efectivamente de modo artístico.2

La década anterior a su muerte -que hoy conmemoramos3- en 1805, la dedicó Schiller principalmente a sus últimos dramas, posteriores a, e influidos de manera definitiva por sus reflexiones filosóficas. En ellos, Schiller encarnará en

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personajes históricos las ideas que había deseado siempre ver realizadas en la historia. Hay, sin embargo, una discusión con respecto a la intención del autor en esta puesta en escena: están quienes creen que los últimos dramas schillerianos, al contrario de mostrar poéticamente las posibilidades de la realidad por venir, no hacen otra cosa que encarnar el desencanto producido en el autor por la constatación de la imposibilidad de realización del ideal. Esta actitud desencan-tada del Schiller tardío habría quedado muy bien resumida en uno de sus últimos versos: “la libertad no existe más que en el imperio de los sueños”. Sin embargo, y en medio de su escepticismo con respecto a las posibilidades que la realidad misma podía ofrecer, los dramas tardíos muestran también a ese Schiller de las Cartas sobre la educación estética del hombre, esperanzado en la posibilidad de una regeneración de la humanidad como un proyecto por realizar. Entre estos dramas tardíos se encuentran la trilogía de Wallenstein (1799), María Estuardo (1800), La Doncella de Orleáns (1801) y Guillermo Tell (1803).

Están también -aunque en general menos estudiados por la bibliografía secunda-ria- sus escritos sobre historia, producidos durante el tiempo en que fue profesor de historia en la Universidad de Jena (desde 1788): ¿Qué es y con qué fin debe estudiarse la historia universal?, Historia de la guerra de los treinta años e His-toria de la insurrección de los países bajos son los principales.

Cabe resaltar, por último, su relación con Goethe. Empezaría a mantener correspondencia con el poeta, a quien conocería personalmente en 1788, desde finales 1794, pero su relación más estrecha se daría a partir de 1795. Final-mente, en 1799, Schiller se mudaría a Weimar para estar cerca de él. Fueron grandes amigos, las ideas de cada uno influyeron de manera definitiva sobre el otro: Goethe fortalecería en Schiller el gusto por los Antiguos y algunas visiones ontológicas de la naturaleza entendida como el “alma del mundo”; Schiller, por su lado, llevaría a Goethe a reflexionar sobre el arte mismo de la poesía y a pensar en las posibilidades de la experiencia estética para la vida. Juntos escribirían las Xenien, epigramas atacando la pedantería literaria. Desde el punto de vista de la historia de la literatura, se les considera los dos grandes poetas y dramaturgos del Clasicismo de Weimar, y dos de los representantes del Sturm und Drang alemán.

2. El pensamiento de Schiller: sus preguntas y preocupaciones

Las preguntas que marcaron la búsqueda poética y filosófica de Schiller están presentes en todas sus producciones: las relaciones políticas entre los hombres, la situación del hombre moderno, la nostalgia por la Antigüedad y, por encima de todas ellas, como se lo diría Goethe a Eckermann en una de sus conversaciones, la instauración de la libertad. Tanto la poesía como la filosofía serían los

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espacios en los que Schiller dejaría desarrollado su pensamiento. Porque Schiller fue, ante todo, un filósofo poeta, un poeta filósofo. La unión entre ambos ámbitos del espíritu no se dio en él de manera casual: configuró una manera especial de transmitir sus ideas, tanto desde sus creaciones poéticas como desde sus reflexiones estéticas. Sus dramas y poesías no son así más que otra manera de pensar la realidad, y sus reflexiones filosóficas están escritas no con el talante del filósofo sistemático que busca fundar de manera definitiva su sistema completo, sino con la inspiración del poeta, que busca poner en conceptos lo que ya de alguna manera intuye en su obra artística. Para Schiller, la tarea del filósofo coin-cide con la del artista: ambos deben buscar transformar al hombre en el mundo, hacer del mundo un espacio en el que el hombre realice su libertad.

El Schiller poeta. La poesía temprana de Schiller está marcada por una nostalgia por la Antigüedad. Tal nostalgia, como la palabra misma lo denota, no es simple-mente anhelo de regreso a la patria perdida, sino conciencia de que esa pérdida es irrecuperable. El dolor de la pérdida queda expresado en algunos de sus mejores poemas:

Cuando aún gobernabais el bello universoestirpe sagrada, y conducíais hacia la alegríaa los ligeros caminantes,¡bellos seres del país legendario! […]¡qué distinto, qué distinto era todo entonces […]!

Cuando el velo encantado de la poesíaaún envolvía graciosamente a la verdad, por medio de la creación se desbordaba la plenitud de la viday sentía lo que nunca más habrá de sentir. […]Todo ofrecía a la mirada iniciada,todo, la huella de un dios.

Donde ahora, como dicen nuestros sabios, sólo gira una bola de fuego inanimada, conducía entonces su carruaje dorado Helios con serena majestad. […]

Hermoso mundo, ¿dónde estás? ¡Vuelve, amable apogeo de la naturaleza!Ay, sólo en el país encantado de la poesíahabita aún tu huella fabulosa.El campo despoblado se entristece, ninguna divinidad se ofrece a mi mirada,de aquella imagen cálida de vidasólo quedan las sombras.

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[…]Ociosos retornaron los dioses a su hogar, el país de la poesía, inútiles en un mundo que, crecido bajo su tutela, se mantiene por su propia inercia.

Sí, retornaron al hogar, y se llevaron consigotodo lo bello, todo lo grande,todos los colores, todos los tonos de la vida, y sólo nos quedó la palabra sin alma. Arrancados del curso del tiempo, flotana salvo en las alturas del Pindo; lo que ha de vivir inmortal en el canto, debe perecer en la vida.4

Esta nostalgia, nostalgia por la belleza, por la unidad representada por la cultura clásica -unidad entre sensibilidad y razón, entre naturaleza y libertad: tales serán las dicotomías características de la modernidad para Schiller-, será el impulso, por un lado, que configurará su pensamiento filosófico, y traerá consigo, por otro, la esperanza en la relación especial del arte -guardián de la belleza- con dicha verdadera unidad perdida en la historia. Para Schiller, el arte, en especial la poesía y el drama, tendrá una relación especial con la verdad:

“¡Tomad la tierra!”, gritó Zeus desde sus alturasa los hombres. “¡Tomadla, ha de ser vuestra!”Os la regalo en herencia y feudo perpetuo,mas repartíosla fraternalmente”.

Todo el que tenía manos se dispuso apresuradamente,jóvenes y viejos se movieron.El labrador cogió los frutos del campo,el hidalgo irrumpió en el bosque.

El comerciante tomó cuanto cabía en sus almacenes,el abad escogió el noble vino añejo,el rey cerró los puentes y las callesy dijo: “El diezmo es para mí”.

Muy tarde, cuando hacía tiempo el reparto había tenido lugar,volvió el poeta, que venía de muy lejos; ya no queda nada en ningún sitio,y todo tiene su señor.

“¡Ay de mí!, ¿he de ser yo el único olvidado,yo, tu hijo más fiel?”Así hizo resonar su grito de queja y se postró ante el trono de Jove.

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“Si te demoraste en el país de los sueños,respondió el dios, no te enojes conmigo.¿Dónde estabas cuando se repartió la tierra?”“Yo estaba, dijo el poeta, junto a ti.

Mi vista estaba pendiente de tu rostroy mi oído de la armonía de tu cielo. Perdona al espíritu que, extasiadoante tu luz, perdió lo terreno”.

“¿Qué hacer?”, dijo Zeus, “el mundo está ya entregado,la cosecha, la caza, el mercado ya no son míos. ¿Quieres vivir conmigo en mi cielo?:tantas veces como vengas, estará abierto para ti.” 5

Para el Schiller poeta, el arte es el continuador de la labor creadora de la natu-raleza; en él permanecen aún los destellos de la armonía encarnada en un pasado griego. El arte -sobre todo la poesía- es el encargado de salvaguardar, para el presente, la unidad contenida y representada en la belleza. Es capaz de hacer visible lo invisible, de llevar a cabo una representación de lo suprasensible, haciendo compatibles en el hombre la sensibilidad y la razón, y más allá de ello, haciendo compatibles la labor creadora del artista con la espontaneidad de la naturaleza, en el encuentro especial llevado a cabo entre ambas en la obra de arte. El arte hace posible aquello que pone en escena, le abre las posibilidades de lo real, al hacer visibles las ideas, al verlas realizadas en el ámbito de lo sensible. El espacio de lo estético, el lugar de la aparición de lo suprasensible en el mundo, contiene en sí mismo las posibilidades de lo real. La ilusión estética es el ámbito del juego, pero de un juego que termina dándole sentido a la realidad.

El Schiller filósofo. Schiller manifestaba cierta prevención frente a la filosofía metafísica, ocupada de ver el mundo solamente desde afuera, desde la imposición de los conceptos de la razón:

“¡Qué profundo yace el mundo a mis pies!Apenas veo cómo se agitan abajo los hombres minúsculos.

¡Cómo me eleva mi arte, la más bella de las artes,a la bóveda del cielo!”Así exclama desde la altura de su torreel pizarrero, así el pequeño gran hombreHans el metafísico, en su escritorio.Dime, pequeño gran hombre: la torre desde la que tan altivo divisas¿de qué está hecha? ¿sobre qué está construida?¿cómo has accedido a ella? Y su calva atalaya,

¿de qué te sirve, sino para mirar el valle? 6

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Pero su rechazo frente a un tipo de filosofía que se proclama, desde la razón, dueña y señora del mundo, al contrario de conducir al abandono absoluto de la filosofía y al refugio en la poesía, impulsó las más creativas reflexiones filosóficas. Schiller recuperará en sus escritos filosóficos la preocupación primor-dial de la filosofía: la pregunta por cómo debemos vivir, orientada, en su caso, a la pregunta por cómo el arte y la estética en general ayudan en esa tarea. Pretenderá, desde la filosofía, lo mismo que su poesía anunciaba en el canto: la presentación de la idea de un futuro en el que verdad y arte, naturaleza y libertad, vayan de la mano; la constatación de la posibilidad de instituir una nueva cultura que abra las puertas al hombre sensible tanto como al racional, y los conjugue en el ciu-dadano, libre en su estado estético, como lo propondrá finalmente en las Cartas sobre la educación estética del hombre.

Anunciando las preocupaciones del romanticismo por venir, y la fundación de una “nueva mitología” a través de la comunión del arte con la filosofía, los escri-tos de Schiller no sólo plantearán la pregunta por la relación entre ambos ámbi-tos del espíritu, poesía y filosofía, y se dedicarán a mostrar la pertinencia de la estética para la educación del hombre para lo político -tal y como lo reclamaba Platón-, sino que pondrán en escena la confluencia de ambas perspectivas: en sus escritos filosóficos se verá cómo el Schiller poeta se enfrenta una y otra vez, reacciona y busca conciliarse con el Schiller filósofo. El artista, el dramaturgo, aparece dialogando con el pensador crítico: la nostalgia impulsora de la crea-tividad del primero busca ser formulada a través de las reflexiones del segundo, haciendo de cada uno de los textos una búsqueda permanente de la resolución de un drama personal, y convirtiendo al lector en un espectador más de dicha representación dramática.

Todo esto se da, además, en un movimiento permanente de lo uno a lo otro, describiendo un proceso de pensamiento siempre en evolución. Los textos de Schiller no son nunca el resultado terminado de sus reflexiones. Son más bien la exposición del proceso completo, el ir y venir de la razón a la sensibilidad, y de la sensibilidad a la razón, el diálogo que establece consigo mismo un autor que está más preocupado por hacer evidentes las dificultades, que por dar soluciones definitivas a las preguntas planteadas. Schiller no es, en absoluto, un autor sis-temático. La mayoría de sus escritos son concebidos como ejercicios filosóficos, ensayos racionales llevados a cabo por un artista acostumbrado a utilizar el len-guaje desde su función poética antes que instrumental. Las palabras no describen el resultado de una experiencia: son la experiencia misma recreada, relatada para otros, puesta en movimiento en el proceso de su propia narración.

Dicha ambigüedad de los textos schillerianos explica la dificultad que se tiene

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algunas veces con su lectura, pero representa, a la vez, la riqueza de sus propósitos. Schiller entiende y aprecia los esfuerzos de la filosofía por buscar los fundamentos de la libertad del hombre y de sus relaciones con el mundo y con los otros, pero se resiente ante el papel secundario que en dicha labor se le atribuye al arte. Pero como artista, Schiller confía en el acceso del arte a la verdad -entendida ésta como acontecimiento, como desencubrimiento del mundo, más que como una verdad estática que espera ser descubierta- y en su capacidad de transformación, por ello reclama para él algo más allá del mero decoro, del mero formalismo al que parece condenarlo la estética kantiana.

El objetivo de Schiller fue así, siguiendo, como Goethe, la tradición del expre-sionismo alemán de mediados del s. XVIII y la influencia del Sturm und Drang y la Vereinigungsphilosophie, traer de vuelta al arte -a la perspectiva poética, a la sensibilidad- como parte integral y necesaria que es en nuestras relaciones con el mundo, como configuradora de nuestro pensamiento y comportamiento moral, y educadora de nuestra situación política. El Schiller dramaturgo, amigo de Goethe y poeta del clasicismo alemán, se combina de esta manera con el lector y admi-rador profundo de la filosofía kantiana, para dar lugar a una propuesta estética original, digna de ser estudiada, y precursora del idealismo y romanticismo ale-manes de finales del s. XVIII en Alemania.

María del Rosario Acosta López

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Notas

* El presente texto fue leído en la inauguración del coloquio celebrado en la Universidad Nacional de Colombia en homenaje a Friedrich Schiller a los 200 años de su muerte.1 (1990) “Hölderlin a Schiller, 2 de junio, 1802”. En: Correspondencia complet (trad. Helena Cortés Gabaudán). Madrid: Hiperión. 2 (1989) Lecciones sobre la estética (trad. Alfredo Brotons Muñoz). Madrid: Akal. 3 23 de mayo de 2005.4 (1998) Schiller, Friedrich. “Los dioses de Grecia”. En: Poesía filosófica (trad. Daniel Innerarity). Madrid: Hiperión.5 (1998) “La repartición de la tierra”. 6 (1998) “El metafísico”.

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El personaje trágico y la intertextualidad: Los ladrones de Schiller entre Shakespeare, Milton y los románticos

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Patricia Simonson

Nació en Estados Unidos (Chicago, III.). Muy temprano se radicó en Francia, donde hizo sus estu-dios secundarios y superiores. Tiene una Maestría en Traducción Literaria y un Doctorado en Literatura Norteamericana de la Universidad de París III. Está radicada en Colombia desde el año 1999, y es profesora asociada de tiempo completo en el Departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia, desde agosto de 2000. Ha publicado traducciones y artículos de crítica literaria en revistas internacionales. Realiza investigación en el área de la literatura anglosajona, principalmente del s. XIX, y últimamente en el área de la literatura comparada (en literatura inglesa, norteamericana y alemana).

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¿Por qué aceptar la propuesta de dictar una charla sobre un autor que no cabía directamente (o todavía no) dentro de mi área de investigación? Y ¿por qué aceptarla como una propuesta particularmente oportuna? Porque la reflexión pro-puesta sobre Schiller se presentaba como parte del inicio de un proyecto investi-gativo que se está formulando en el Departamento de Literatura, proyecto que busca explorar los problemas de la literatura comparada y la forma como esta última ilumina la historia literaria de los diferentes países e interroga la noción de literatura nacional. Así que el presente texto es menos una conferencia acabada que un avance de investigación que escoge enfocar una lectura de la primera pieza de Schiller, Los ladrones (1781), desde la literatura inglesa de los siglos XVI a XIX1 . Este enfoque tiene una pertinencia especial para el análisis de ese autor, así como Schiller tiene una pertinencia especial para la noción misma de literatura comparada, en tensión con las literaturas nacionales.

¿Por qué? Porque Schiller, históricamente, se encuentra en un cruce de caminos muy interesante entre épocas y literaturas “nacionales” o en proceso de volverse nacionales: son las ambigüedades de ese proceso lo que constituye una buena parte del interés que suscita este autor para mi tema. Estamos en plena formación de una conciencia europea (Dupront, 1996: 20-21), entre esos dos fenómenos culturales propiamente transnacionales que fueron la Ilustración y el Roman-ticismo. Al mismo tiempo, la coyuntura histórica de la Alemania de los años 1760-70 -políticamente fragmentada y todavía desprovista de una literatura que pudiera rivalizar con el prestigio del omnipresente clasicismo francés- exige de sus escritores una postura nacionalista, casi “proteccionista”, que va a contribuir, se supone, a crear una conciencia nacional alemana. Al menos así concibieron su papel los que dejaron huellas notables en las generaciones posteriores. Herder recoge las Voces del pueblo (alemán), anticipando el trabajo de los hermanos Grimm o de Arnim y Brentano a comienzos del siglo XIX. Lessing declara en el Laocoonte que es preciso liberar a la nación alemana de las influencias extran-jeras (Berlin, 1999)2 . En la práctica, sin embargo, las influencias “extranjeras” opresoras son las francesas, mientras que la salvación de la literatura alemana vendrá, no sólo de la tradición medieval germánica, sino del ejemplo griego (Laocoonte está saturado de referencias a Homero y a los trágicos griegos) (Lessing, 1934: 43-48)3 , y de modelos más cercanos en el tiempo como lo son Shakespeare y Milton, ambos mencionados (al lado de Klopstock y de la Medea griega) en el prefacio de Schiller a Los ladrones (Schiller, 1950: 5). Podemos citar también un texto de Schiller publicado en 1793, “Sobre lo patético”, en el cual hace eco a la crítica del teatro francés formulada por Lessing, contrapo-niendo de la misma manera a ese teatro las virtudes de la tragedia griega (1990: 66-68); más tarde en el mismo texto, menciona al Lucifer de Milton y a la Medea de los griegos como modelos de lo sublime en el arte (84).

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Quiero hablar aquí de la relación que Los ladrones de Schiller establece con la obra de Shakespeare, pero también del papel que juega en la pieza El paraíso perdido, que antes de volverse un texto fetiche para los románticos ingleses, le brinda a Schiller herramientas claves para la construcción de su personaje prin-cipal. Mi objetivo en esta charla no es simplemente describir las huellas de una influencia -ese concepto sugiere una postura demasiado sumisa- sino pregun-tarme cómo Schiller se apropia a esos autores pertenecientes a otra cultura y otro tiempo, reescribiéndolos para llevar a cabo un proyecto ético y estético específico de su momento histórico, y que queda como un hito en el nacimiento de la literatura alemana.

Examinaré ese proceso a partir del análisis de varios personajes shakesperianos (más específicamente Iago y Edmundo, de las tragedias Otello y El rey Lear), y en relación con los personajes de Satán, Adán y Cristo del Paraíso perdido de Milton: todas esas figuras contribuyen a la creación de Franz y Karl Moor, los hermanos enemigos de Los ladrones. Quiero proponer aquí una especie de semán-tica comparada del personaje, mostrando, al menos parcialmente, cómo los per-sonajes de las obras examinadas constituyen signos complejos, que son claves en la construcción del sistema simbólico e ideológico de esas obras; y cómo ciertos personajes desbordan la obra que los creó y reaparecen bajo formas nuevas, para cumplir funciones nuevas en autores y obras posteriores. Esto ocurre especialmente con personajes que podríamos llamar “fuertes”, que llevan una carga simbólica o ideológica especialmente densa, que muchas veces va más allá de la concepción inicial de su creador (como es el caso del Satán de Milton) 4.

Para desarrollar los temas que me interesan aquí, empezaré examinando breve-mente la noción de literatura comparada: es una noción problemática pero (o, tal vez, entonces) indispensable, y es el punto de partida de esta exposición. Luego, me preguntaré ¿qué es lo que Schiller (o el texto de Schiller) está haciendo aquí? ¿Cómo le va a servir el recurso a Shakespeare y a Milton? Para responder esa pregunta, intentaré un análisis del personaje de Franz Moor en relación con los dos personajes shakesperianos de Iago y Edmundo: veremos que allí precisamente donde Schiller está más cerca del gran modelo, le va peor, resultando un personaje a mi juicio poco convincente, y mucho menos interesante que los originales. Pero esto, probablemente, se debe en gran parte (y será mi último punto) al hecho de que el antagonista de ese personaje supera en mucho a los opositores de Iago y Edmundo en las dos tragedias de Shakespeare; además, es en ese antagonista que se van a expresar las tensiones plasmadas ante-riormente en personajes como Iago. Se puede decir también que la problemática que encarnaban las figuras shakespereanas -el surgimiento del individualismo

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en un mundo que no está listo para asumirlo, y lo percibe como amenaza- ha cambiado de forma después de casi dos siglos de protestantismo y de transfor-maciones sociales. El público ya está algo más preparado para ver en el papel, no del “malo”, sino del mismo héroe trágico, a una figura mucho más individual y subversiva que Iago o Edmundo, y que nace en parte de una obra posterior a Shakespeare: El paraíso perdido de Milton. De hecho, el personaje de Karl Moor es una fusión de Satán, Adán, y hasta de Cristo (en una relectura de Milton que pone en evidencia lo no dicho del texto inglés mucho antes de que los románti-cos ingleses tomen la figura de Satán como modelo), para desembocar en una creación nueva.

I. Pertinencia de la literatura comparada

¿Qué es lo que hace legítimo mirar a Schiller, por ejemplo, en relación con otros autores y otras obras pertenecientes a literaturas “nacionales” diferentes, y a veces a épocas diferentes? ¿Cuál es el beneficio que ese tipo de acercamiento puede aportarnos en una reflexión más general sobre la literatura? Primero, no sólo es legítimo explorar a un autor a la luz de otras literaturas y épocas; a menudo el texto exige tal lectura. Los ladrones, por ejemplo, es un texto donde la presencia de Shakespeare es insistente e imposible de ignorar, precisamente por el contexto ideológico del Sturm und Drang y su rechazo al neoclasicismo francés. Esto plantea preguntas importantes para el estudio de la literatura, pre-guntas como la naturaleza misma del proceso creativo, y la validez de la noción de literatura “nacional”5 . Tal vez la categoría “literatura comparada” no sea per-tinente: toda literatura sería por definición “comparada”, en el sentido en que la creación artística no está subordinada a las fronteras administrativas, y ningún artista puede crear en un vacío. Lo quiera o no, siempre tiene precursores de cuyas obras se alimenta y con las cuales dialoga, en términos más o menos cordiales.

No vamos a abandonar el concepto de “literatura comparada”, por supuesto -ya existen departamentos de literatura comparada en las universidades, con presu-puestos y estudiantes, y ya hay asociaciones buscando afiliados y organizando coloquios-, pero es bueno que se aborde ese tipo de lectura con plena concien-cia de su carácter paradójico. También es sano que las literaturas nacionales (o los que indagan sobre ellas) recuerden que dichas literaturas no son islas separa-das del resto del mundo. El pensar la tensión entre las eventuales pretensiones “nacionales” de tal o cual autor y el carácter siempre supranacional del arte nos permite y nos obliga a reflexionar, no sobre “influencias” que un autor experi-mentaría pasivamente, sino sobre la literatura como un campo de fuerzas cruza-das donde la creación es un proceso dinámico, de reescritura y a veces lucha entre diferentes géneros y discursos.

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Un concepto relevante para pensar ese fenómeno sería el de la intertextualidad, noción inicialmente formulada por los semiólogos, pero que tiene numerosas posibilidades en el área comparatista. Como lo hace notar Julia Kristeva, el texto en tanto acto de comunicación basado en la puesta en contacto de enunciados múltiples, sincrónicos o anteriores, es ante todo una “productividad” (y no un producto), una intertextualidad o un entretejer de textos (Kristeva, 1969: 52). Según Wolfgang Iser, la literatura es por definición un constante proceso de cruce de fronteras cuyos actos recurrentes son la selección (de los elementos constitu-tivos del texto en áreas exteriores al texto), la combinación y la auto-revelación de sí misma (como literatura). El proceso de selección, en especial, provoca un fenómeno de “intertextualidad”, es decir, presencia en un texto de elementos de otros textos, lo que implica el surgimiento de relaciones nuevas y cambiantes, entre los textos apropiados y sus contextos iniciales, o entre esos textos y el con-texto nuevo al que han sido trasladados: “el texto [...] se vuelve una especie de cruce de caminos donde otros textos, normas y valores se encuentran y actúan los unos sobre los otros; como punto de intersección, su centro permanece virtual, y sólo al ser actualizado -por el receptor eventual- despliega su multivocidad.” (Iser, 1989: 270-271; trad. mía). Éste es el fenómeno que espero ilustrar en mi análisis de Los ladrones.

II. Objetivos del texto y pertinencia de Shakespeare y Milton

Para empezar, quisiera proponer una hipótesis acerca de lo que la pieza de Schiller está intentando lograr, para ver cómo le sirve para sus propósitos la apropiación de los personajes shakesperianos y miltonianos que mencioné arriba. A mi juicio, Los ladrones representa una etapa en la búsqueda compleja que se está dando en esas últimas décadas del siglo XVIII: la búsqueda de una nueva manera de concebir al individuo, su naturaleza, sus derechos y deberes, su relación con Dios y/o con la ley; es decir, la búsqueda de una nueva manera de pensar la libertad humana dentro del marco social. Vale la pena resaltar que este fenómeno empieza desde el Renacimiento (si no antes), y que tanto los per-sonajes de Shakespeare como los de Milton se pueden leer como momentos en el proceso (lo que podría explicar su fertilidad para los autores de finales del siglo XVIII, cuando el fenómeno parecería estar intensificándose). Podemos incluso arriesgarnos a decir que se trata de un solo largo movimiento de cambio en la sociedad, y la manera como la sociedad se concibe a sí misma, que desembocará en la Revolución francesa6 .

En este contexto, no es una casualidad que Los ladrones sea una obra obsesionada con nociones como la ley, la ilegalidad, la obediencia y desobediencia, la relación entre ley (social) y naturaleza, y, por fin, el problema clave de la libertad. Durante

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una buena parte de la obra, parecería que la libertad es la libertad de violar la ley, la libertad del individuo de afirmarse como tal en contra de las convenciones sociales. Esto es lo que sugiere la oposición entre Franz, el hermano malo -que encarna claramente cierta sociedad convencional, hipócrita, donde se utiliza la religión y la ley como instrumentos de ascenso social-, y el hermano “bueno” (a pesar de ser ladrón y asesino)7 , es decir Karl, el que rompe con esas conven-ciones y con los lazos familiares para volverse una especie de “héroe” solitario y problemático, por encima del Bien y del Mal.

Ésta, sin embargo, me parece una lectura superficial del texto. En realidad, nunca se está por encima, o más allá, del Bien y del Mal; al contrario, estas nociones están muy presentes a lo largo de la obra, y la búsqueda de pautas éticas para la acción constituye visiblemente una de sus preocupaciones centrales. Lo que se estaría buscando entonces es cuestionar unas ideas falsas de esas nociones de Bien y de Mal -las que impone la Iglesia y el Estado en tanto instituciones corruptas- para acceder a una concepción de esas ideas como ideales que guían la acción del ser humano, pero ideales no estáticos, sino en constante proceso de construcción, frutos de la reflexión y autodeterminación de un individuo real-mente individual y autónomo, y como tal, llamado a actuar moralmente como ser social.

La pieza parece llevarnos progresivamente de una definición demasiado sencilla de la libertad (como ruptura con todas las convenciones sociales) hacia una definición mucho más compleja, según la cual la libertad más alta es la muerte elegida a nombre de la justicia y del orden divino, como expiación de los crímenes cometi-dos bajo el dominio de la primera definición de libertad. En el primer acto de la pieza, escena II, vemos a Karl Moor en una jaula espiritual que mezcla la moral cristiana, la estética neoclásica y la ley social (Schiller, 1949: 42). Mientras tanto, y de manera menos metafórica, sus compañeros están en peligro de ir a la cárcel por sus deudas. En este contexto, la libertad es la huida a las montañas de Bohemia, el regreso al estado de naturaleza y el rechazo a la sociedad humana.

Claro, ya se está sugiriendo entre líneas que eso no es libertad: Karl Moor no toma su decisión libremente, sino que está siendo manipulado por su hermano Franz, a través de la carta en la que este último le miente sobre la actitud del viejo Moor. Los compañeros de Karl tampoco están libres, ya que están prisioneros de sus vicios; además, al aceptar la propuesta de volverse ladrones, propuesta hecha primero por su compañero Spiegelberg (cuyo nombre -montaña-espejo o espejismo- parece encapsular el dilema), aparecen como seres que venden sus almas al diablo (51). En otras palabras, la verdadera cárcel está adentro, y la espe-ranza de una liberación violenta y antisocial es una ilusión.

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En el acto II, escena III, los ochenta ladrones de Moor, acorralados en las montañas por setecientos soldados bohemios, están expuestos a una muerte casi segura. Reciben la visita de un religioso, emisario de las fuerzas gubernamen-tales, quien les trae la promesa de un indulto total a condición de entregar a su capitán. El mismo Moor, en una parodia de tentación diabólica, hace eco de la propuesta y les hace relucir todos los encantos de un regreso posible a la “liber-tad” (ante la ley) y la aceptación social. El resultado, sin embargo, es el rechazo total y unánime de la propuesta por parte de la banda, que decide luchar hasta la muerte para seguir fieles al capitán que ellos escogieron. La conclusión de Moor -“Ahora somos libres” (91)- suena como un eco de la decisión inicial, la de aban-donar la sociedad para volverse ladrones, pero no es una mera repetición de ésta: la reiteración se ubica a un nivel de complejidad mayor. Ya está claro que no se ha logrado la libertad por el mero rechazo a la sociedad, y que la vida de ladrón es simplemente una cárcel distinta. Además, esta vida reconstruye a su vez lazos sociales dentro de la banda y entre la banda y su capitán. Esta vez, se está afir-mando más claramente que si la cárcel está adentro, también lo está la verdadera libertad, en la facultad de cada uno de elegir, no su interés individual, sino un lazo social libremente aceptado (la lealtad al capitán), aunque le cueste la vida. Tam-bién aparece aquí, anticipando la última escena de la pieza, esa libertad absoluta -más allá de las obligaciones hacia cualquier grupo social- que da el hecho de asumir voluntariamente la propia muerte.

Finalmente, tenemos un tercer momento en ese proceso, que es la última escena de la obra (acto V, escena II): en esta escena, al descubrir que su novia Amalia le perdona sus crímenes y lo ama todavía, Karl cree un instante que va a poder reco-brar su inocencia y vivir feliz en compañía de su amada. Pero está cometiendo, a su manera, el mismo error que hubieran cometido sus compañeros, al final del segundo acto, al aceptar el indulto y regresar a la sociedad con sus crímenes “perdonados” (pero por el Estado, no por la justicia divina). Y los ladrones pre-cisamente se encargan de recordarle que al rechazar ese indulto, ellos lo han com-prado con sus vidas en los bosques de Bohemia, y que él ya no tiene el derecho de creerse libre o inocente (144-145). Hablan en ese instante como la voz de la propia conciencia de Moor, recordándole que las lecciones aprendidas con sus crímenes no se pueden desaprender, ni puede recobrarse la inocencia perdida. Es entonces que la pieza, y el personaje, dan un último paso. Al comienzo de la obra, eran las leyes artificiales y corruptas de la sociedad las que encerraban a los personajes, incitándolos a una primera, falsa liberación, con la huida al monte. Ahora, después de matar él mismo a su amada, cortando así todos los lazos afectivos y liberándose simbólicamente de todas las obligaciones humanas, tanto hacia su familia como hacia sus compañeros, el mismo Karl se vuelve la voz de la ley divina para enun-ciar lo que ha aprendido a través de sus crímenes y sufrimientos:

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¡Oh insensatos como yo, que presumía embellecer el mundo con horrores, y reformar las leyes con la ilegalidad! Yo llamaba derecho a la venganza... Yo me proponía, ¡oh Provi-dencia!, aguzar el filo de tu espada, y corregir tus obras parciales... pero... ¡oh vano y pueril intento!... al borde de una vida de crímenes, y a costa de ayes y de rechinamiento de dientes, averigüé tan solo que dos hombres como yo acabarían con todo el edificio del mundo moral. Gracia, gracia para el niño que te ha querido sobrepujar... La venganza es lo que sólo te pertenece. La mano del hombre es inútil para ti. Sin duda no depende ya de mí recobrar lo pasado; lo perdido, perdido queda; lo arruinado, no se levantará más... Pero algo me resta con que expiar la ofensa hecha a las leyes, y sanar la obra infausta del desorden. Exige una víctima... una víctima, que haga ostentarse ante la humanidad entera, su inviolable majestad... Yo mismo soy esta víctima. Yo mismo sufriré la muerte por ella.

(147)8

Parece un mensaje altamente conservador después de todo el despliegue ante-rior de discursos y hechos que parecían subversivos del orden social y moral tradicional. Sin embargo, algo esencial ha cambiado. No está hablando aquí la institución religiosa (criticada a lo largo de la pieza por su hipocresía), ni se está formulando una moral cristiana convencional. Pero la esencia del mensaje moral enunciado por Karl Moor no está en una supuesta originalidad de contenido, sino en el hecho de que es el fruto de un proceso de formación. Es una moral auto-construida y autoasumida, la culminación de la educación moral de un sujeto individual, que asume libremente la ley desde adentro, y se asume en consecuen-cia, desde la individualidad conquistada, como ser social: la majestad del orden divino debe “ostentarse ante la humanidad entera”, y Moor va a utilizar su sacri-ficio para dar la recompensa de mil luises a un pobre campesino que lucha por mantener a once hijos (148).

Si la pregunta por la relación entre individuo y sociedad se está volviendo tan central, es que ya desde el siglo XVI no aparece como algo dado; la búsqueda de un equilibrio nuevo, que pueda reemplazar la visión de mundo medieval, más colectivista y centrada en Dios, e integrar los cambios graduales en la autodefinición del sujeto (en gran parte causados por la Reforma y sus conse-cuencias), va a durar varios siglos9. En las piezas de Shakespeare, la posibilidad de que el individuo pueda dar prioridad a sus propios deseos sobre su deber social es percibida como un grave peligro para la sociedad, y da lugar a personajes como Macbeth, Iago, Edmundo, o Ricardo III. En El paraíso perdido, ese individualismo es todavía algo amenazante: su primer representante es el mismo Diablo, y es por sucumbir a la tentación de la autodeterminación que Adán y Eva experimentan la caída y se vuelven parecidos a Satán. Sin embargo, cierta evolución es ya perceptible en el hecho de que Satán es un personaje mucho más ambiguo que Macbeth o Iago: está construido como el malo de la obra, pero el texto deja tras-lucir elementos10 que lo construyen también como el verdadero protagonista y héroe épico del poema, aunque eso no sea coherente con la intención declarada

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del autor, ni con el sistema de valores que él comparte con la mayoría de sus lectores.

Los ladrones es una etapa más en esa evolución: la educación moral del protago-nista (y del lector) exige una reflexión crítica sobre las nociones de Bien y de Mal, y sobre el mismo sujeto. Esta reflexión va a ser alimentada por la reescritura que hace Schiller de sus precursores ingleses. Los ladrones retoma, a través de sus protagonistas, algunos de los personajes problemáticos plasmados por Shakespeare y Milton, para aprovechar los planteamientos de esos autores e ir más allá, reivindicando mucho más explícitamente los derechos del sujeto indi-vidual.

III. Los ecos de Otelo y El rey Lear

Tanto en Inglaterra como en la Alemania de finales del siglo XVIII, Shakespeare es la bandera del combate contra la literatura francesa. Atacado por los críticos neoclásicos por su no respeto a las unidades aristotélicas, se volverá un tema privi-legiado de la crítica literaria de autores románticos como Coleridge, De Quincey o Keats en su reflexión sobre el funcionamiento de la imaginación. Pero aun antes, ya se está proponiendo como un modelo para la naciente dramaturgia alemana con el panfleto de Lessing Dramaturgia de Hamburgo, que más tarde provocará el entu-siasmo de Goethe y del joven Wilhelm Meister, alter ego del autor en Los años de viaje. Schiller no podía empezar su carrera dramática sin rendir homenaje a ese ilustre precursor y, de hecho, el modelo shakespeareano está presente (tal vez demasiado presente) en Los ladrones, en la persona de Franz Moor, el hermano malvado. Este personaje aparece inspirado en al menos tres personajes shakespeareanos: Ricardo III (mencionado en el Prefacio del autor) (Schiller, 1950: 5)11, el diabólico Iago de la tragedia Otelo y Edmundo, el hermano traidor de El rey Lear. Aquí voy a ocuparme principalmente de estos dos últimos, por la importancia que asumen en una reflexión sobre las mutaciones del sujeto, y por la analogía que existe entre sus respectivas funciones dramáticas y la de Franz en Los ladrones.

Frente a los héroes trágicos que son Otelo y Lear, Iago y Edmundo son, como Franz Moor, figuras secundarias (aunque Iago, por su omnipresencia y su dominio sobre la intriga, es casi un segundo protagonista). Son también figuras claramente negativas: cada uno engaña y manipula a los demás personajes para lograr sus fines egoístas, causando muchas muertes, incluyendo la suya propia. Ambos encarnan así una individualidad anárquica y destructora, que representa de cierta manera un aspecto del sujeto renacentista y de su nueva autonomía, pero bajo la forma de los miedos que esa autonomía puede despertar en una sociedad todavía marcada por el ideal medieval de cohesión y jerarquía social. Al mismo

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tiempo, a través de sus monólogos, ambos constituyen en la obra de Shakespeare experimentos claves en la exploración de la interioridad del sujeto (esto es sobre todo el caso de Iago), y ambos se pueden leer como encarnaciones de la moder-nidad naciente, destinada a destruir a los personajes épicos que son sus antagonistas12.

Franz Moor está directamente inspirado en esos dos personajes. Esto se manifiesta a nivel de la intriga, por la manera en que es caracterizado y el papel que cumple en la pieza: su principal característica, que tiene en común a la vez con Edmundo y con Iago, es la envidia; su principal talento es el engaño, lo que le permite calumniar a su hermano mayor ante el padre a través de una carta falsa, como lo hace Edmundo en El rey Lear, para apropiarse la herencia paterna (Schiller, 1949: Los ladrones, acto I, escena 1). Luego, en la segunda escena, Karl recibe de él otra carta, que distorsiona la posición del padre frente al libertinaje de su hijo mayor, a fin de separarlos y tomar el control de los asuntos familiares. Logra su meta, ya que su hermano engañado, al desesperar por no recibir el perdón paterno, acepta volverse capitán de ladrones en los bosques de Bohemia.

Más allá de la acción de la pieza, la semejanza entre Franz, Edmundo y Iago es también perceptible a nivel de los monólogos; encontramos en los monólogos de Franz ecos explícitos (aunque no siempre completamente fieles) de los discursos de los dos personajes de Shakespeare. El primer monólogo de Franz, en la pri-mera escena del primer acto, recuerda el primer monólogo de Edmundo, en el que éste afirma que su diosa es la naturaleza, ya que la sociedad lo margina y le niega el acceso a la fortuna paterna por ser menor que su hermano Edgar y además ilegítimo. Declara que va a recurrir a su propia astucia para superar esos obstáculos artificiales y apropiarse de los bienes destinados a su hermano (Shakespeare, 1997: 2332-2333, I, 2, 1-22). En seguida empieza a poner en prác-tica sus planes, con una carta falsa en la cual Edgar supuestamente le propone asesinar al padre y dividir el patrimonio. El padre demasiado ingenuo cae en la trampa y manda a detener a su hijo mayor; Edmundo logra manipular a su her-mano y llevarlo a huir bajo sospecha de conspiración (I, 2; II, 2).

Franz, por su lado, empieza su primer monólogo declarando su intención de arrancar a su hermano del corazón del padre; protesta contra la injusticia de la naturaleza por haberlo hecho el menor y el más feo (Schiller, 1949: 39), pero en seguida reconoce que él está siendo injusto con ella: “nos dotó de inventiva, nos depositó desnudos y pobres en las orillas de este inmenso océano del mundo... ¡Que nade el que pueda, y el que no sepa, que se ahogue! [...] lo que yo quiera ser es sólo de cuenta mía; cada cual tiene igual derecho a lo máximo y a lo mínimo [...] El derecho pertenece al más poderoso, y nuestras leyes son los límites de nuestra pujanza” (40).

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Este discurso constituye también un lazo clave con el personaje de Iago, quien expresa en el primer acto de Otelo un oportunismo maquiavélico basado en una ley “natural” del triunfo del más fuerte (es decir, el más astuto). Schiller intenta también conferirle a Franz, al menos en la primera escena de Los ladrones, una función demiúrgica (y autocreadora) similar a la que asume Iago en la pieza de Shakespeare: es lo que sugiere al menos el largo monólogo del personaje schilleriano en esa primera escena, donde una serie de preguntas y respuestas dirigidas a sí mismo le permiten a la vez revelar su personalidad (¿o construirla?) y orientar sus acciones futuras, concluyendo con la exclamación, “¡A trabajar, por tanto, en mi obra sin tardanza!” (41). En la pieza de Shakespeare, el conjunto de los monólogos de Iago nos muestra al personaje construyendo, poco a poco, las motivaciones de sus actos, y elaborando el plan de acción que ha de llevar a cabo (Shakespeare, 1997: I, 1, II, 2, II, 3). En especial las últimas palabras de la primera escena (que constituyen el primero de los monólogos de Iago) represen-tan un elemento clave en este proceso: vemos al personaje buscando un plan para vengarse de Otelo y, una vez que lo ha encontrado, concluir con una especie de “¡Manos a la obra!” que recuerda, o prefigura, la declaración de Franz.

En realidad, Franz Moor nunca logra cobrar en la pieza de Schiller un interés dramático comparable al de Iago o Edmundo; constituye, a mi juicio, un punto débil de la obra, precisamente porque no tiene mucha existencia independiente de sus modelos13. Pero esto también tiene que ver con un cambio en la problemática que ilustraban Iago y Edmundo en las obras de Shakespeare: la fuerza de esos personajes venía en gran parte de la amenaza que representaban para el público, amenaza que en 1781 ya no se siente de la misma manera, lo que hace imposible reproducir esa función en un personaje secundario análogo. De hecho, el peso de la individualidad problemática se ha desplazado de estas figuras secundarias pero fuertes hacia un protagonista mucho más potente, que opaca completamente el personaje de Franz: se trata de su hermano Karl Moor, que ilustra el cambio en la percepción de la individualidad que se ha dado desde la época shakespeareana.

IV. Karl Moor y el Satán de Milton

En Otelo y El rey Lear el antagonista del individuo anárquico (Otelo, Edgar) es un personaje relativamente pasivo, sometido a los códigos morales que el enemigo está subvirtiendo y destinado a ser derrotado junto con ellos. En Los ladrones, Karl Moor es un personaje fuerte, prometeico; él es quien realmente está interrogando los códigos morales dominantes y, aunque la pieza termine anunciando su captura y su muerte, no se puede decir que él sea derrotado, ya que él mismo escoge su suerte: en ese sentido, su muerte es, al contrario, la demostración suprema de su libertad como individuo. Vemos aquí que la pieza

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nos propone ahora dos modelos opuestos de individualidad, uno puramente negativo (en los personajes profundamente hipócritas y oportunistas de Franz y Spiegelberg) y uno mucho más ambivalente, por la fusión paradójica de virtudes y vicios que representa Karl. Vamos a ver que este planteamiento, que se puede considerar un hito en la construcción del individuo romántico, le debe mucho a El paraíso perdido de Milton, y constituye una reescritura retroactiva de esta épica que anticipa las apropiaciones -a veces mejor conocidas- que harán de ella los románticos ingleses.

La manera como el personaje de Karl Moor se construye a lo largo de Los ladrones ilustra claramente el terreno que ha ganado la noción de individualidad desde el siglo XVI. Karl aparece desde el comienzo (e incluso en el discurso de su hermano, quien lo odia) como un personaje generoso, cálido, espontáneo, lleno de amor por los demás, y eso hasta en medio de su libertinaje. Y la actitud de los demás personajes de la obra indica la posición que el lector está invitado a adoptar hacia él. Los únicos personajes en la pieza que expresan sentimientos realmente negativos hacia Karl14 son las dos figuras más despreciables de la obra, Franz Moor y Spiegelberg. Los demás personajes, en especial la angelical Amalia, el fiel servidor Daniel y el padre de los dos hermanos, muestran constantemente amor y admiración por el carácter fuera de lo común de Karl, descrito en varias ocasiones, incluso por Franz, como un alma “celestial”, un “ángel” (Schiller, 1949: 65-71, 144), o incluso, en palabras de Amalia, un “reflejo de la divinidad” (118). No es precisamente una casualidad que ese personaje resulte también el portavoz del mismo autor en la protesta contra los valores (tanto éticos como estéticos) del neoclasicismo. Nuestro primer contacto con Karl es a través del discurso de Franz, quien describe las cualidades de su her-mano -”ardor”, “franqueza”, “compasión”, valentía- en contraste con su propio carácter: “el seco, el vulgar, el frío, el alma de cántaro, Franz” (35-36): parece una parábola de la oposición entre el naciente ideal romántico y la crítica román-tica al racionalismo ilustrado. Cuando Karl aparece por primera vez en carne y hueso, en la siguiente escena, su identificación con el rechazo al neoclasicismo es aún más explícita. En las primeras palabras que pronuncia en la obra protesta contra su época, que ha abandonado todos los valores heroicos: “¡Pobre siglo de superficiales cómicos, útil sólo para mascar los hechos de los tiempos pasados, rebajar con sus comentarios a los héroes de la antigüedad, y desfigurarlos en sus tragedias.” Acaba de evocar con desprecio a “un abad francés” y “un autor trágico francés”; se sobreentiende que ellos son quienes “aprisionan la sana natu-raleza en insípidas convenciones”. Esta opresión estética es indisociable de la corrupción social y política contra la cual el personaje protesta en las siguientes frases: “Condenan al saduceo que no visita la iglesia a menudo, y calculan junto al altar sus usuras ...” (podría estar hablando de Franz); “He de encerrar mi

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cuerpo en un corsé, y someter mi voluntad a la presión de la ley”, descrita como contraria a la libertad (41-43).

Todo este discurso es el preludio inmediato a la decisión que tomará el personaje de abandonar la sociedad y la legalidad; el texto sugiere que al hacerlo, se está identificando a sí mismo con los héroes antiguos que la Ilustración ha despreciado. Al mismo tiempo, esta decisión aparece claramente como una caída análoga a la de Satán en El paraíso perdido: en el Acto II, escena III, cuando el religioso viene a ofrecer el indulto a los ladrones rodeados, describe a Moor como “igual en todo al primer cabeza de motín, horrible y temeroso, que precipitó en el fuego rebelde a millares de legiones de ángeles inocentes, arrastrándolos consigo al profundo abismo de la eterna condenación” (Schiller, 1949: 86). El prefacio de Schiller a la edición alemana de 1781 ya nos ha preparado para reconocer la referencia: no se trata simplemente del diablo, sino del diablo como lo representó el poeta inglés. Sin embargo, la caída de Moor (y, por asociación, la de Lucifer) es reinterpretada como rebelión casi-legítima (en todo caso, provocada por la injusticia paterna, o lo que Karl cree serlo): eso retoma la versión que da el mismo Satán acerca de sus actos, en el texto de Milton (1986: 74-74, 79-80). Pero a diferencia del poema inglés, donde el autor se distancia de la postura de un personaje que no es de ninguna manera el protagonista oficial de la obra, en Los ladrones, este “descendiente” de Satán, para decirlo así, es claramente el protagonista, y es una figura heroica que aparece como un representante del autor15.

Algo que era implícito en el poema de Milton -el protagonismo subyacente del rebelde, a pesar de la ideología consciente del autor, quien nos presenta a Cristo como el personaje principal de la obra- aparece ahora explícito en la pieza de Schiller. Y la figura de Karl Moor es aún más compleja que la de Satán, y lleva más lejos la representación del sujeto que prefigura confusamente el texto de Milton. En Los ladrones, el individuo volcánico, a la vez destructor y prometeico, pecador y al final redentor de sí mismo, fusiona de cierta manera los tres personajes claves de El paraíso perdido: Satán, el rebelde, Adán, el hombre caído y redimido, y Cristo, el sacrificio redentor. O más bien, y esto prefigura la reinterpretación del cristianismo por el romanticismo, el hombre es Cristo, el mismo Adán es a la vez el rebelde heroico, y luego, después de un proceso de iniciación purificadora, su propio redentor, el sacrificio libremente hecho de sí mismo para reivindicar el orden y la justicia de Dios.

En realidad, las preguntas planteadas por Schiller en esta obra acerca de la responsabilidad y de la libertad humanas no son fundamentalmente distintas a las planteadas por Milton. Pero es un sujeto muy distinto -aunque en parte generado por las preguntas y respuestas, explícitas e implícitas, de Milton- quien las va

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a encarnar: ahora, el orden moral se funda en la rebelión inicial, que se vuelve, no un obstáculo por superar con el regreso del hombre a la perfecta obediencia, sino la condición misma de la educación moral del ser humano. Y la posición asumida por Moor al final de la pieza no es una posición sumisa: expresa menos la contrición que un inmenso orgullo, implícito en el acto de presentarse a sí mismo, por iniciativa propia, como la ofrenda expiatoria que va a salvar la dig-nidad de Dios ante la humanidad. Y, mientras tanto, no aparece ninguna huella directa de la presencia de Dios en la obra: la voz divina es la de este Prometeo auto-justificado.

Conclusiones provisionales: Karl Moor y el Satán del romanticismo inglés

Este último punto queda para las conclusiones ya que no pasa por ahora de ser un esbozo, el embrión de un trabajo futuro donde habrá que sacar conclusiones más elaboradas a partir de un hecho que sobresale de la lectura de Los ladrones: Schiller está adelantándose aquí, de manera magistral, a la apropiación del Satán de Milton por los escritores del romanticismo inglés, en especial Blake, Byron o Mary Shelley. En estos escritores posteriores encontramos múltiples relecturas de la obra de Milton, que implican interpretaciones diversas. Blake, por ejemplo, en Las bodas del cielo y del infierno y en un poema místico-épico posterior, titu-lado Milton, hace explícita la identificación entre Milton y Satán que quedaba como potencial en El paraíso perdido. En ese sentido, Satán se vuelve un modelo de energía creadora, cuya transgresión de la ley divina es una necesidad de la imaginación humana.

No hay indicaciones de que Blake hubiera leído a Schiller, y además la relación de Blake con El paraíso perdido es una de las más íntimas y complejas en la historia de la literatura inglesa; así que voy a dejarlo por ahora fuera del campo de esta investigación. Tratándose de Byron y Mary Shelley, en cambio, sus lec-turas tanto en Milton como en Schiller son conocidas, y el encuentro de los dos autores en un mismo espacio textual es aparente, implícita o explícitamente, en obras como Manfred de Byron o Frankenstein de Mary Shelley. Esto sugiere que la relectura romántica de Milton fue en parte posibilitada por los planteamientos axiológicos de Schiller. En este caso, se podría decir que Los ladrones constituye un eslabón en una genealogía interpretativa que lleva de Shakespeare y Milton a los románticos ingleses. Lo más interesante de esta hipótesis es que sería un eslabón perteneciente a otro contexto cultural, que vendría a funcionar aquí como una especie de prisma refractor en la recepción de los textos iniciales. En otras palabras, la recepción por los románticos ingleses de las obras clásicas de su propia lengua materna y su tradición literaria “nacional” no sería una transmisión directa y sencilla, sino que implicaría mediaciones transculturales.

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Las preguntas que esa idea plantea para la historia literaria son muy sugestivas; espero haberlas formulado al menos en parte, y sobre todo espero plantearlas más en detalle en un futuro próximo.

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Notas

1 Son muchos los cabos que todavía quedan sueltos al final de esta exposición. Falta por ejemplo una ver-dadera reflexión sobre la noción de personaje trágico; falta esa etapa muy importante de la investigación que es la lectura de los otros (muchos) críticos que ya han explorado las relaciones entre Schiller, los románticos ingleses, Shakespeare y Milton. El lector se dará cuenta también de que no cumplo la promesa de mi título: por imperativos de tiempo y extensión, el análisis de los románticos ingleses en relación con Schiller queda como el mero esbozo de una investigación futura.2 Sobre el nacimiento de una literatura alemana en las últimas décadas del siglo XVIII, ver especialmente el tercer ensayo (“The True Fathers of Romanticism”).3 Un ejemplo muy característico del rechazo a la influencia francesa por parte de alemanes como Lessing o Schiller se encuentra en la comparación que hace Lessing en Laocoonte entre el Filoctetes de Sófocles y la versión del dramaturgo francés Châteaubrun (hoy día merecidamente olvidado). Se lee: “¡Oh francés! ¡Cómo no has tenido inteligencia para comprender esto [el espíritu del texto griego] o corazón para sentirlo!, o si lo has tenido ¡cómo has sido tan bajo que has sacrificado todo ello al gusto mezquino de tu nación!”4 La construcción de una obra de ficción (dramática o narrativa) depende en gran medida de la manera como el lector construye los personajes de la obra, siguiendo la orientación dada por el texto, pero también por sus propias premisas culturales. Por ese motivo hablo aquí de una semántica, y no de una semiótica del personaje, a pesar de los aportes de la semiótica o semiología al análisis de los personajes. Pero este elemento literario no se puede reducir a una pura función estructural: el “efecto-personaje”, como prefiere llamarlo el crítico estructuralista Philippe Hamon (1977: 119), o la “casi-persona”, como lo llaman Ducrot y Schaeffer en el artículo “Personaje” de su Nueva enciclopedia de las ciencias del lenguaje (1995: 753), son la concretización de una multitud de significaciones y expectativas culturales, en parte acerca de la noción misma de sujeto (noción que tiende a cambiar de una época a otra). Antes de internarse en la selva de oposi-ciones binarias donde el estructuralista se siente en casa (y donde no nos interesa aventurarnos), Hamon reconoce que la “etiqueta semántica” del personaje es una construcción hecha a lo largo de la lectura, y que su contenido depende de todo un contexto, intra- y extra-textual, incluyendo la historia y la cultura (1977: 126). Por su lado, Ducrot y Schaeffer mencionan la forma como las obras se reinterpretan en función de los códigos culturales que predominan en cada época, códigos que se encarnan de manera cada vez diferente en los personajes ficticios. Además, hablando de las funciones meta-narrativas de los personajes, y citando un trabajo posterior de Hamon (“Personnage et Evaluation”, in Texte et Idéologie, París, 1984), subrayan que los personajes no se limitan a simples funciones estructurales, porque son los principales vehículos de las orientaciones axiológicas de la obra, en la medida en que no pueden existir normas sin la existencia de algún tipo de sujeto (1995: 756-757). Me parece que tales reflexiones justifican ampliamente la importancia que atribuyo aquí a los personajes como soporte del análisis comparativo.5 Para una reflexión más detallada sobre el problema de las literaturas “nacionales”, en especial en el momento de su surgimiento como tal, ver Claudio Guillén (1998). El capítulo 5 (“Mundos en formación: los comienzos de las literaturas nacionales”) es especialmente relevante, y contiene numerosas referencias a la situación alemana en la época de Goethe y Schiller (1998: 299-335).6 Encontramos estudios útiles sobre ese nacimiento del individuo en la sociedad occidental en Louis Dumont (1987), sobre todo en los capítulos 1, 2 y 4; y en Ian Watt (1996), sobre todo en el capítulo 5 (“Renaissance Individualism and the Counter-Reformation”).7 Esta combinación paradójica es ya una transgresión a los modelos éticos establecidos que hubiera sido inimaginable una generación antes, pero que fue preparada por Milton (muy a pesar suyo) con el personaje de Satán en El paraíso perdido.8 En ese punto la versión original de las últimas frases es mucho más clara que la traducción, que al sustituir la expresión “orden malherido” (misshandelte Ordnung) del texto alemán por “obra infausta del desorden”, deja poco claro qué o quién es el receptor de la ofrenda expiatoria: “Aber noch blieb mir etwas übrig, womit ich die beleidigte Gesetze versöhnen und die misshandelte Ordnung wiederum heilen kann... [literalmente, “Pero todavía me quedó algún resto con que expiar la ofensa hecha a las leyes y sanar el orden malherido.”] Sie bedarf eines Opfers, - eines Opfers, das ihre unvertletzbare Majestät vor der ganzen Menschheit entfaltet - dies Opfer bin ich selbst. Ich selbst muss für sie des Todes sterben.” (Schiller 1950: 129). La construcción sintáctica de esta última frase indica que el destinatario del sacrificio es el orden, cuya “inviolable majestad” es la majestad divina.9 Para una descripción de ese mundo medieval, y la forma como afecta la literatura de Shakespeare, ver E.

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M. W. Tillyard (1976).10 Es notable el simple hecho de que Satán sea el único personaje realmente apto para ser una figura épica en la obra de Milton; resulta así ser ipso facto el protagonista. Habría que mencionar también las curiosas analogías entre Satán y el mismo poeta: por ejemplo la descripción del poeta, al comienzo del libro III, como un ser alado “escapado” del infierno y volando hacia las esferas superiores, como Satán en el libro anterior (Milton, 1986: 128-129, 149).11 Franz Moor tiene varios puntos en común con Ricardo III: su fealdad y su utilización de ese rasgo como justificación de su naturaleza mala y de los métodos violentos que va a emplear para lograr sus metas. En Los Ladrones, al final del Acto I, escena 1, Franz se queja de la injusticia de la naturaleza, que lo ha hecho tan feo mientras hacía tan guapo a su hermano, y concluye que eso no le deja otro recurso que los métodos más bajos para ascender en la sociedad: “Arrancaré de raíz todos los obstáculos, que me impiden ser aquí el primero. Sí, lo seré por la violencia, ya que la amabilidad es inútil” (Schiller, 1949: 41). Esa escena recuerda el primer discurso de Ricardo, duque de Gloucester, en la primera escena de Ricardo III, cuando afirma que él es tan feo y deforme que hasta los perros le ladran; entonces, como no puede inspirar amor, va a vivir del odio, tejiendo una trama para crear enemistad entre sus dos hermanos, el rey Eduardo IV y George, duque de Clarence, y haciendo que

el rey crea que Clarence quiere asesinarlo y usurpar el trono. (Shakespeare, 1997: 516; I, 1, 14-40). 12 Ver al respecto la reflexión de Harold Bloom (2001), sobre todo el ensayo introductorio (“El universalismo de Shakespeare”).13 Es irónico que el comentario de Schiller acerca de ese personaje, en su Prefacio, sea, “A mi parecer, he logrado representar a la Naturaleza misma [en la figura de Franz]” (1950: 4; trad. mía). El autor alemán no sería el primero en confundir a la Naturaleza con el dramaturgo isabelino: podemos citar por ejemplo el segundo Prefacio de Horace Walpole al Castillo de Otranto, en que justifica sus personajes de domésticos caricaturescos, primero, porque son fieles a la Naturaleza, y segundo, porque los ha tomado prestados de Shakespeare... (1966: 22). Vale la pena mencionar que este pasaje precede un ataque virulento contra las convenciones neoclásicas en la persona de Voltaire (22-25); Walpole aquí está anticipando las posiciones de Lessing.14 Con la excepción del religioso en la escena en el monte. Pero ese personaje no tiene suficiente presencia en la pieza para afectar la actitud del lector.15 Es cierto que en el prefacio alemán Schiller adopta una actitud distante frente al personaje de Karl Moor. Empieza hablándonos de Franz y cuando menciona a Karl lo trata con más severidad de lo que haría esperar el retrato hecho del personaje en la misma obra, poniendo el acento en el efecto chocante que sin duda producirá en el público. Además, no lo trata como el protagonista de la pieza, sino como un personaje entre otros (1950: 5). Sin embargo, al confrontar este prefacio con la obra, parece muy probable que el primer texto no expresa realmente la posición del autor, sino un intento por hacer aceptar a un público burgués una obra moralmente ambigua. Schiller se está poniendo en el lugar de un lector poco preparado para identificarse con un ladrón y un asesino, y está fingiendo compartir sus escrúpulos para superarlos más eficazmente. Esta lectura encuentra un apoyo en un texto más tardío del autor (ya mencionado arriba), el ensayo “Sobre lo patético” (1990), donde Schiller retoma ciertas ideas ya esbozadas en su prefacio a Los ladrones (1949). Además, todo el contenido del ensayo demuestra que sigue sacando lecciones de esa obra temprana: formula aquí una reflexión sobre la moralidad y el placer estético como dos necesidades humanas opuestas (“El interés de la imaginación es [...] conservarse en el juego, libre de leyes. [...] un objeto perderá aptitud para un uso estético justo en el grado en que se cualifique para un uso moral”, (1990, 88, 91)), que ilustra muy bien, retroactivamente, su práctica en Los ladrones. Y la referencia al Satán de Milton hace eco directamente a la frase escrita más de diez años antes en el prefacio de su primera obra dramática: en el prefacio de Los ladrones decía: “Con un asombro lleno de terror seguimos al Satán de Milton a través del caos inexplorado” (1950: 5; trad. mía); en “Sobre lo patético” expresa una visión más positiva: “por esta fortaleza de ánimo el propio Lucifer de Milton nos deja admirados hasta lo más hondo de nuestro ser cuando recorre el infierno, su residencia futura, por primera vez” (1990: 84). Agrega además una de las citas de El paraíso Perdido que acabo de mencionar arriba (ver nota 15), y que muy seguramente está detrás del personaje de Karl Moor: se trata del pasaje del primer libro donde Satán exclama: “aquí al menos, tendremos libertad.” (1986: 80). Parecería que Schiller, ahora que está escribiendo un texto más teórico, y ahora que, además, tiene un público asegurado, se siente más libre de expresar su aprobación por el personaje de Milton.

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Don Carlos: traición y libertad

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Marta Kovacsics

Nació en Hungría y se educó en Austria. Estudió Historia del Arte y Germanística en la Universidad de Viena. Se especializó en Arte en Klimt, Schiele y Kokoschka y, por otro lado, en Literatura Aus-triaca de nales del siglo XIX (Schnitzler, Musil, Roth), así como también en Literatura Comparada. Es traductora especializada en losofía y literatura. Se han publicado sus traducciones de La metamorfosis y otros cuentos de Kafka, El anticristo de Nietzsche y Tonio Kröger de Thomas Mann. En la actualidad trabaja en la Ópera de Colombia como traductora y coordinadora musical de Escena. Finalmente, es colaboradora de la revista Pie de página, para la cual escribe artículos y reseñas literarias.

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“¡Veintitrés años y aún no he hecho nada para la inmortalidad!” exclama Don Carlos, y un par de semanas después está muerto. La inmortalidad le llega en forma de fracaso. Con él, muere también su amigo, su único amigo, el Marqués de Posa. La figura del héroe no es aplicable para ninguno de los dos. Por esta misma razón, se teje la telaraña, difícil de desenredar, entre los conceptos de libertad y traición. ¿Hasta qué punto están tan íntimamente ligadas? ¿Se puede llevar a cabo la una, sin tener que necesariamente utilizar la otra? ¿Se necesita de la libertad para poder traicionar, o se necesita de la traición para poder ser libre?

Friedrich Schiller también contaba con 23 años cuando, en el año de 1782, comienza a escribir Don Carlos. En mayo de ese mismo año, el Duque von Dahlberg le muestra a Schiller un cuento escrito entre los años 1669 y 1689 por el Abbé St. Real. Schiller se ocupa de aquel tema que logra envolverlo, pero del cual claramente quiere hacer un drama shakesperiano. Inicialmente, lo concibe como un texto narrativo, pero que poco a poco transforma en obra teatral, con una métrica específica. Finalmente, en el año 1787, se estrena la obra en Hamburgo.

La cercanía y el compromiso de Schiller frente a la libertad estaban fuertemente influidos por todo el estremecimiento que causó la Revolución francesa, y que se vivía en Europa en ese momento. Friedrich Schiller se entrega en cuerpo y alma a este tema y, auxiliado por su juventud e ímpetu, logra una obra maestra precisamente porque no la vuelve una historia entre buenos y malos, entre héroes y antihéroes, sino porque muestra cómo el ser humano siempre está expuesto a lo imprevisible (a lo cual tiene derecho), que es, a su vez, donde se encuentra el éxito o el fracaso. Schiller pone a caminar a sus protagonistas sobre el ineludible filo entre la libertad y la traición. ¿Pero cómo se manifiesta este malabarismo? Habría que ir primero a un simple recuento de la historia:

El Marqués de Posa vuelve después de una larga ausencia a España, y visita a su amigo Don Carlos, príncipe heredero e hijo del rey Felipe II de España. Su amistad profunda y sincera se remonta a sus años de infancia y juventud. En esa época, se juraron eterna amistad y luchar por la libertad. Posa vuelve de los Países Bajos, impregnado por los pensamientos de libertad y justicia, pero sobre todo por lo que se podría determinar como la virtud republicana. Él se siente escogido para librar esta batalla y busca precisamente a su amigo Carlos, porque lo cree fácil de convencer. Ve en él la salvación de Flandes. Pero en el fondo se equivoca: Carlos no está en capacidad de hacerlo. El está viviendo su propia pér-dida de identidad, su propia desolación personal. Don Carlos ama a su madrastra, Elizabeth, quien inicialmente era su prometida, pero quien, por razones políticas, se casa con su padre el rey Felipe. Posa trata con fuertes argumentos de convencer a Don Carlos de invertir todo su dolor en la justa causa de esa lucha por la

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libertad de Flandes. Carlos, efectivamente, se enfrenta a su padre, a quien teme, y no es capaz de sostenerle sus argumentos para ser nombrado Regente de los Países Bajos. A su vez, Elizabeth, quien también le teme al rey, lo insta a luchar por esa añorada España. Por su parte, la princesa Eboli, quien está enamorada de Don Carlos y es, a la vez, amante del rey, le pone una cita para entregarle una supuesta carta de la reina. En la cita, Don Carlos se da cuenta del engaño y la rechaza. La princesa desdeñada recurre al principal enemigo de Posa y de Don Carlos para intrigar contra él. Conjuntamente, alimentan las dudas del rey frente a la fidelidad de su esposa. El rey sabe que su hijo ama a la reina y, en un momento de profunda humanidad, se siente por todos abandonado. En su abso-luta soledad llama al Marqués de Posa para oírlo. Este se confronta con él. Su sin-ceridad y su lucha por los ideales enternecen al rey, quien lo hace su confidente, a pesar de las profundas diferencias ideológicas. Posa utiliza su nueva posición de poder para lograr sus fines: intriga, traiciona y no será transparente con Don Carlos. El rey se entera de esta “traición”, porque Posa, a pesar de no esconder lo que piensa, lo utiliza para sus fines. Felipe, profundamente decepcionado y auspiciado por Alba y el padre Domingo, digno representante de la Inquisición, lo manda matar. Carlos al enterarse de la muerte de su amigo trata de realizar el sueño imposible de la libertad, pero sin convencimiento y profundamente cansado sólo logra que su padre se entere de sus propósitos y lo entregue al Gran Inquisidor.

Lo que inicialmente se vería como el drama de un conflicto padre-hijo, es mucho más que eso. De lo que se trata es precisamente de la dualidad existente entre el poder y lo que éste permite hacer en nombre de la libertad. En este drama Schiller utilizará entonces, para demostrar lo vulnerable que es la línea entre la libertad y la tiranía, un esquema muy shakesperiano: el mostrar, a través de caracteriza-ciones específicas, las distintas posibilidades:

La personalidad de virtud fuerteLa personalidad maligna y muy fuerte

La personalidad llena de bondades, pero débil.

Los distintos conflictos y confrontaciones entre estas personalidades definen todo el desarrollo de la trama. Pero lo más evidente es que todos son, a su manera, perdedores que no saben distinguir el concepto real de la libertad. Esto es lo que los lleva irremediablemente al fracaso. El hilo conductor no es la libertad sino la traición. Todos, sin excepción, caen en ella, unos más que otros, llevados por el supuesto argumento de la libertad.

La princesa Eboli traiciona a su reina y a Don Carlos. Aquí la traición es llevada por sentimientos de venganza (Don Carlos la rechaza) y por sentimientos de

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poder (de pronto podría volverse la esposa del rey), en los que ella ve una posible liberación de su situación ambigua ante el rey. En cuanto al padre Domingo y al Duque de Alba, la traición es más bien una constante en aras de una libertad, resultante del acceso hacia el poder. El Marqués de Posa traiciona al rey y, en el fondo, también a Don Carlos, al no revelarle claramente sus propósitos en cuanto a su actuación frente el rey. En este caso, la traición se mueve en ese frágil límite de lo “comprensible”, porque, de una manera u otra, el argumento para usarla es la libertad. El rey traiciona a su esposa y también la amistad que tanto anhe-laba con el Marqués de Posa, debido a que, a pesar de saber y conocer sus pen-samientos, no es capaz de entenderlo y menos perdonarlo. Finalmente, ¿a quién traiciona Don Carlos?: a sí mismo. No logra asimilar la libertad como una reali-dad vivida. Teniendo en cuenta las tres personalidades antes mencionadas, es evi-dente que la tercera, es decir, la llena de bondades pero débil, es la de Don Carlos. El no logra ir más allá de lo deseado, no lo vive, no lo experimenta. No lucha por su amor ni por la liberación de Flandes, ni siquiera por la amistad de Posa. Esencialmente no vive ninguna de estas experiencias, realidad ésta que no lo hace acreedor de la libertad. Posa, el de las virtudes y el fuerte, naufraga cuando no es capaz de entender la libertad como consecuencia de lo imprevisible. Este hecho lo debilita y no le permite reaccionar frente a su propia experiencia. Posa no sabe cómo tratar la libertad política. Y sólo la halla al final, en su castigo, porque en él se encuentra también la libertad y, con ella, la dignidad, como dice Hegel al determinar que el castigo es un cumplido para el delincuente. Por último, el rey, aquél de la personalidad maligna y muy fuerte, no tiene acceso hacia lo imprevisible porque es cruel. La crueldad no lleva nunca a la libertad vivida. Sin embargo, también lo vemos sensible en su único momento honesto, cuando se siente infinitamente solo, cuando realiza que existen otros personajes, otros seres que no necesariamente deben seguir su misma ideología para que sea posible quererlos.

Para Schiller la libertad es una realidad vivida y, además, una exigencia, una norma. Tanto en su obra anterior Die Räuber (Los bandidos) como en las pos-teriores, como Wallenstein, él la postula. Habla de la realidad vivida, de sus vivencias y sus paradojas. Lo ambiguo en el sentimiento humano es el reto para Schiller. El escoge figuras que son tan libres, que amparan ambas posibilidades; aquél que es tirano y aquél que los libera de la tiranía. Schiller entiende que los caracteres definidos no existen en la realidad, son pura ficción. Es aquí donde Schiller teje su hilo conductor, y que hace de Don Carlos una obra maestra, porque lo imprevisible de la libre acción se vuelve un tema complejo, en el que la libertad y la traición estarán siempre entre ese peligroso margen del abismo. No hay una determinación suficiente para determinar con facilidad hacia donde se lanza el personaje: hacia la aventura de la libertad o de la traición. El misterio

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de la libertad se encuentra precisamente ahí, en ese vacío, en ese espacio de la cadena de las determinaciones suficientes. Dicho de otra manera, no se trata de cómo actuar sino cuál es la acción que se quiere; no se trata de lo que se debe querer, sino de los se quiere querer. Pero sólo se puede llegar a esta decisión después de haber actuado. Schiller es muy atrevido (en el mejor sentido de la palabra) y preciso porque destruye lo tradicional, según lo cual, la acción sólo se puede llevar a cabo después del autorreconocimiento. Según Schiller, sólo después del uso de su propia libertad es que se conoce a sí mismo el hombre. Siguiendo este pensamiento, Schiller muestra que la libertad es aquello que hace al hombre imprevisible, tanto para sí mismo como para los demás. Y finalmente, que la traición hace perder lo imprevisible y, por lo tanto, la libertad.

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Providencia y nihilismo en el drama histórico de Schiller

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Alexander Caro

Es egresado de la carrera de Estudios Literarios de la Universidad Nacional de Colombia. El trabajo monográco que presentó para graduarse se titula: Tentativa realista en Hyperión de Hölderlin.

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Introducción

En el primer clasicismo de Schiller, la admiración por lo griego crea en su poesía dos realidades totalmente opuestas e incompatibles. El poeta canta un tiempo ya ido en el que brilló la armonía entre el hombre y la naturaleza. Pero lo que antes fue un estado efectivo hoy es un ideal totalmente ajeno a la realidad de la socie-dad civil y sólo sirve para descubrir un desgarrador sentido de finitud. Así en su poema juvenil “Fantasía a Laura”:

¿Sonríes de la armonía?Yo por ella lloro.¿Pues acaso el imperio de la Nocheno socavó ya hace la base de la tierra?Los palacios que se alzan orgullosos,El brillo majestuoso de las ciudades,Descansan sobre huesos podridos.El dulce olor de sus claveles emergeDe lo que se descomponeY tus fuentes lloran desde el aljibe

De la tumba de un hombre. (Schiller; citado por Villacañas, 1990: 130)

En medio del reino de las ruinas de la historia, la poesía parece ser la única huella de ese ideal o el lugar donde éste se ha refugiado. Aun en un poema como “Los dioses de Grecia” se expresa una ambivalencia. El universo de los dioses es aquel en que “la poesía envolvía aún graciosamente la verdad” (Schiller, 1991a: 103). De ese universo sólo tenemos una idea que, sin embargo, tiene que decir lo que en Grecia fue una verdad efectiva. Por tanto, se trata de una aproximación alegórica en tono elegíaco que, en cuanto intenta convertir ideas filosóficas en intuiciones sensibles, termina recordando el adiós a esa época: “¿Quién quiere conformarse con imágenes de sombras / que encubren la realidad con una falsa apariencia / y anular la esperanza con una engañosa posesión?” (105). Es más, si la poesía y el arte son los lugares donde se refugia el ideal, entonces la contemplación de la belleza en la obra debe rebajar todas las cosas del mundo a la categoría inferior de apariencia, mientras el presente se marca por un nihilismo del mundo sensi-ble. Aquí se alza la interpretación de Marcuse sobre el clasicismo en su ensayo “Sobre el carácter afirmativo de la cultura”, cuando este autor habla del “carácter impúdico de la belleza” (Marcuse, 1970: 65). La reconciliación entre arte y vida sólo puede consistir en que el mundo, caracterizado como una procesión de ruinas sin sentido, sea redimido por un velo de apariencia que irradia la pleni-tud de la forma. Así se describe esta experiencia en el poema “Los dioses de Grecia”: “A las regiones serenas donde habitan las formas puras ya no se escucha la ofuscada tempestad de los lamentos, aquí el dolor ya no puede romper el alma” (1991a: 71). La abundancia de apariencia viene así acompañada por una conciencia

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de pobreza, y el instante de contemplación de la obra bella queda caracterizado como un intento de aniquilar la fugacidad del mundo en la Belleza. Como el instante lleva consigo la amargura de su desaparición, a cada instante se repite la promesa de felicidad del arte, al tiempo que se anuncia la muerte. El ámbito propio de este tipo de recepción es la historia, pues ésta se descubre como una serie procesiva de momentos que han perdido su relación inmediata con el ideal trascendente.

Todo este ambiente está en el poema “A los amigos”:

Amigos: hubo un tiempo más hermosoQue el presente, el caso no es dudoso,Y raza que a la nuestra fue mejor. Si la historia esto mismo no dijeraClaramente la tierra lo advirtieraEn mil piedras que saca al exterior.Mas de esas razas engendradorasVestigio alguno se puede ver.¡Aquí vivimos! ¡Nuestras las horas!¡Para nosotros es el poder!

Amigos: hay regiones más felices(Tú que mucho viajaste, así lo dices)Que esta nuestra vastísima región.Si aquí nos da la tierra algún suplicio, El arte se nos muestra asaz propicio, Y su fuego endurece al corazón. Si el lauro muere con este ambiente,Si no es el mirto nuestro adalid, Nos vive siempre y orna la frenteDe verdes pámpanas lozana vid.

[…]

Más fastuoso que el norte es el mendigoQue de porta degli angeli al abrigoMira a Roma, la eterna, la triunfal.Envuelto en resplandor halla su anheloY ve un segundo cielo bajo el cieloDe san Pedro en la vuelta colosal.Pero no es Roma con sus fulgores,Más que el sepulcro de lo que fue;Rápida vida de frescas flores

Que una hora sólo mostróse en pie.

Así en lo que es más grande y sin medida,Como en el cerco estrecho de la vida,

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Nada nuevo aparece bajo el sol.Se derrumban las grandes entidadesY, escaques de la Historia, las edadesAmenguan y disipan su arrebol.

La vía es siempre la misma y una;

La fantasía nos lanza a más,Lo que no vive en parte alguna

¡Esto y sólo esto muere jamás! (Schiller; citado por Koch, 1978: 98)

Esto es el arte para el hombre del norte, quien ejemplifica en mayor grado la escisión entre realidad e ideal: un artificio que sirve para la conservación del hombre y que se opone a lo natural, en el sentido de lo que es libre con respecto al sí mismo de la conciencia. Este estado de naturaleza, que en Rousseau cumple la función hipotética de perfilar los vicios y la ruindad del presente, no puede ser ya la verdad del poema, sino en cuanto él mismo se separa de la vida. “Lo que ha de vivir inmortal en el canto, debe perecer en la vida” (Schiller, 1991a: 65).

Aquél tiempo glorioso no se hace efectivo en el poema más que en la referencia de la primera estrofa en el saludo “amigos: hubo un mejor tiempo que el pre-sente”. Y en la última estrofa aparece como “lo que no vive en parte alguna”. Es lo que jamás perece y bajo los sellos de su omnipresencia se define la Historia en virtud de una pura negatividad. En este devenir, nada nuevo aparece y todo es eternamente lo mismo, mas sólo la fantasía nos envía a crear un nuevo mundo allí donde toda ilusión de grandeza se ha acabado. También aquí la oposición es doble, por cuanto lo que ha sido grande producto de la historia no guarda ningún mérito para el presente en ruinas, sino que pasa a formar parte de la galería de la descomposición de los trozos de la historia. A quien mira así el pasado histórico, todo lo que es grande, como los detalles de su concreción, le parecerá una serie aburrida de repeticiones. La fantasía es un reactivo contra este prema-turo envejecimiento del mundo en el que no aparece nada nuevo.

Pero Schiller, consciente de las paradojas de su arte, se pregunta con más fuerza por la posibilidad de un resurgimiento en el tiempo presente. Después de su adhesión al Sturm und Drang, el desarrollo del pensamiento de Schiller puede ser visto como una progresión en que el ideal y la vida buscan su unidad, sin evadir la realidad del presente y el carácter histórico de toda producción y recepción de obras, sino más bien contribuyendo a la afirmación de las propias tendencias creadoras del hombre moderno y, de allí, al cultivo de su sensibilidad. El arte es la potencia capaz de efectuar tal reconstrucción y, por ello, esta búsqueda es la raíz de utopías posteriores que exigen una reintegración del arte al mundo de la praxis; mas para ello se tiene que superar el clasicismo que, según Benjamin, “buscaba lo humano en cuanto la suprema ‘plenitud del ser’ y, movido por este

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anhelo, como no tenia más remedio que desdeñar la alegoría, sólo captó una imagen engañosa de lo simbólico” (Benjamin, 1990: 157). También aparece en este horizonte de creación y recepción de obras la exigencia de pensar la verdad del ideal no sólo desde su apariencia sensible, en la forma artística, sino también desde el potencial critico hacia el presente. Con la lectura de Kant, Schiller habría ahondado en la concepción de belleza como símbolo de la unidad entre lo que ahora eran los polos ideal moral de libertad y naturaleza. Kant habría determi-nado de una manera más rica cada uno de los polos de la separación y, por ello, haría ver con más facticidad la emergencia de su unidad, pero su filosofía dejaba entre ellos un abismo que debía ser saldado por medio de la estética. Belleza, diría Schiller por la época de las Cartas sobre la educación estética del hombre, es “libertad en la apariencia”, es decir, sensibilización de la idea de libertad. Sin embargo, Schiller encuentra a Kant como parte del desarrollo coherente de su propio pensamiento. Con el paso de los años, desde su adhesión al Sturm hasta su consolidación como Klasik en la corte de Weimar, Schiller se habría enfrentado con varios problemas artísticos y teóricos para abrir paso a dicha unidad. En esta expresión, la belleza, como veremos, encuentra un gran potencial crítico que deja de lado no sólo las críticas de Marcuse hacia lo que él llamó la “cultura afirma-tiva”, sino también las del propio Nietzsche cuando acusa a Schiller, hablando de la historia Monumental, de propiciar el fanatismo histórico.

Estas líneas se proponen registrar algunos de esos problemas en torno al proyecto de sensibilización de la idea de belleza en el ámbito específico de la evolución del drama histórico, donde se desplegaría la idea de realización de la libertad en la historia. Desde luego, no se trata de una lectura que arroje conclusiones definiti-vas. Comenzando por que si entendemos el arte en sentido amplio como uno de los polos mismos cuyo opuesto es la naturaleza, es todavía problemático ubicar el papel del arte en una secuencia genética que rinda cuenta de una evolución del drama histórico hacia la feliz consumación de dicho proyecto (la feliz unidad entre ideal y vida). La obra de Schiller no es sistemática como la de un filósofo. Las obras que trataré son Los bandidos, Don Carlos y Wallenstein. Contaré las tensiones de estos dramas que reflejan la evolución del proyecto de Schiller, y no concluiré más que con una idea del clasicismo de Schiller que es producto de un pensamiento profundamente trágico.

A mi modo de ver, siempre queda algo del primer Schiller hasta en sus obras de madurez. Parece que a medida que él piensa la idea de la unidad entre lo ideal y lo real, el artificio de la forma se apropia de tal unidad, de modo que al final la falsedad de la apariencia vuelve a romperla. Por ello la labor de construir la unidad significa limitar la artificialidad de la forma, su carácter “impúdico”, al tiempo que legitimarla, en tanto que arte, como potencia reconstructora de tal

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unidad. Como según la comprensión de Schiller arte es todo lo artificial (que con-tiene en sí el ideal supremo), entonces sustituiré en lo seguido la palabra forma por la palabra artificial o arte en general.

Se ha subrayado que la expectativa por esta unificación entre ideal y vida com-parte ciertas premisas con el romanticismo, entendido, en sentido amplio, como nostalgia del origen. Esto, debido a que tal anhelo de unificación viene asegurado por la posibilidad de un renacimiento, reforzado en la creencia de que tal estado de armonía fue efectivo en el pasado. En esta búsqueda, como Lukács dice del joven Hegel, “cuanto más cerca se cree de la ‘ansiada reconciliación’ con la reali-dad, tanto más profundamente descubre las contradicciones internas del mate-rial que trabaja con ese fin” (1963: 162). Y, en ello, Schiller es un antecesor directo de Hegel. El hombre capta su relación con el mundo desde el ideal, pero para plantear su verdadera unidad se necesitaría desdoblar el ideal y convertirlo en devenir contradictorio; en su teoría madura del drama, tal sería la crítica de Schiller al fanático, desde la relación que él plantea, en su Ensayo Sobre poesía ingenua y sentimental, entre el carácter idealista y el realista. Hegel dijo que una vez el hombre capta la realidad en el concepto, ésta se vuelve racional y, por tanto, deviene unidad con la idea en el proceso contradictorio de su realización. En tanto el concepto se descubre finalmente como fundamento último de todo lo real, existe una asimilación unilateral del proceso por la teoría, mientras, de otra parte, la idea de la unidad entre lo real y lo ideal viene a ser la parte positiva que critica toda unilateralidad. Así nace el problema hermenéutico de la moder-nidad: cómo en la explicación de todo proceso, su significación parece volcarse hacia un origen que se fundamenta en el concepto. Este fue el trabajo del joven Marx, quien pretendió desarrollar la idea de la unidad realidad-idealidad desple-gando una crítica a la unilateralidad del concepto, en medio de lo que se llamó la subversión del idealismo y que en su juventud habría sido una confrontación concreta con los postulados de Bruno Bauer, Feuerbach y Moses Hess (Dieter, 1994).

Esto mismo habría hecho Schiller con la unilateralidad del ideal, entendido como una potencia suprasensible que se habría secularizado luego y se habría com-prendido como producto de la historia, donde se configuraría en una perma-nente tensión entre idealismo y realismo. Antes de la emergencia marxiana de tal subversión, la época de que nos ocupamos ya intentaba sentar esta idea de unidad en una crítica al idealismo por medio de la estética y, por eso, Schiller ha sido tan caro a un pensador como Marcuse.

La crítica de Marx a Feuerbach dice que el hombre no tiene una esencia pre-existente que se pierde en una alineación en la conciencia religiosa, de la que

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éste se tendría que recuperar naturalizando nuevamente todas las pro-ducciones de su conciencia enajenada. Si bien Schelling, Hölderlin y Schiller encargaron al arte y a la poesía la realización de dicha naturalización, veremos que la contradicción de ese arte descansa precisamente en que, desde los térmi-nos de Schiller, es un arte sentimental que tiene como base de su proyecto la feliz unidad del arte ingenuo, unidad que ya está definitivamente perdida para nosotros1. Sólo Hölderlin y Schiller habrían ahondado, desde su comprensión mitopoética, en el significado profundo de tal pérdida, desarrollando las con-tradicciones estéticas sobre el encargo de “representar el ideal”. La idea Schilleriana al respecto puede resumirse de la siguiente manera:

Esta ruta que siguen los poetas modernos es, por lo demás, la misma que el hombre debe tomar siempre, tanto en lo particular como en lo general. La naturaleza lo pone de acuerdo consigo mismo; el arte lo divide y desgarra; por el ideal vuelve a la unidad, pero como el ideal es infinito, y el hombre cultivado nunca lo alcanza, tampoco puede nunca alcanzar la perfección dentro de su propia índole, mientras que el hombre natural sí lo puede, dentro de la suya...

Ahora bien: como el fin último de la humanidad no puede alcanzarse sino mediante este progreso, y como el hombre en estado natural no puede progresar de otro modo que cultivándose y pasando por consiguiente al otro estado, no puede haber duda sobre a cuál de los dos, en consideración a ese fin último, corresponde la preferencia. (Schiller, 1963a:

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Abrams, por su parte, hace un extenso estudio en su libro Romanticismo: tradición y revolución, donde descubre en la poesía romántica inglesa y alemana el tropo principal de estas poéticas como una especie de reedición significativa del mito central bíblico, la expulsión de Adán y Eva del paraíso. El paso que va de la Arcadia al Elíseo2 está en la permanente creación de mediaciones en las que intervienen constantes rupturas en los modos de conciencia del hombre (que son algo así como maneras en que el hombre se apropia de su mundo, tratando de configurarlo de acuerdo con sus propias posibilidades y limitaciones), y que funcionan a la manera de desengaños que tienden a reconstruir en su seno una nueva unidad. Este movimiento es llamado por Abrams “dialéctica romántica”: “esta conservación de los conceptos cristianos tradicionales y de la trama tradi-cional cristiana, pero desmitologizados y con la Providencia que todo lo controla convertida en una ‘lógica’ o dialéctica que controla todas las interacciones del sujeto y el objeto, da su carácter distintivo y su diseño a lo que llamamos ‘filosofía romántica’” (1969: 86).

El problema central del paso de Kant a Hegel es la unidad entre lo ideal y lo real, y el problema es postular tal unidad como cumplimiento de una potencia externa a la historia, la Providencia, o como comprensión realista de la historicidad de todo proyecto utópico. Y tal aventura parece entretejida como el argumento de

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una novela en la que la razón narrativa termina apropiándose del planteamiento del problema. Esto lo digo porque también en este desarrollo del pensamiento de Schiller se enfrentan el historiador, que asume su objeto como el campo en el que la libertad se hace posible, y el escritor, para quien la literatura es el ámbito en el que se ilumina tal idea. Esto ya plantea una alternancia entre ficción y documentación histórica, entre verosimilitud y fidelidad a los hechos, como otra de las expresiones opuestas que se van perfilando en el desarrollo del pensamiento de Schiller. Finalmente, drama es una parte de la verdad literaria e histórico es una parte de la verdad histórica. Desde la teoría madura de Schiller, frente a la posibilidad de sensibilización de la libertad en la obra, el problema es uno: el idilio no puede pretender elevar simplemente lo real a lo ideal en una sobreidealización vertida en cualquier materia y, sin embargo, la imaginación del poeta tiene que acudir a acrecentar la creencia del público en su posible realización. En el desplazamiento a la verosimilitud y la verdad poética de la obra se concentra todo el desarrollo anterior.

Apertura al drama histórico

Los bandidos es el primer drama de Schiller, publicado en 1782, y es la pregunta por la libertad en su dimensión absoluta. Karl Moor, el protagonista, irrumpe en la escena con un pathos característico del Sturm und Drang: “he de encerrar mi cuerpo en un corsé y someter mi voluntad a la presión de las leyes. La ley ha con-vertido en paso de tortuga lo que hubiera volado como el águila. La ley no ha for-mado ningún hombre grande, y sólo la libertad engendra colosos y cosas insólitas [...] Que me pongan a la cabeza de un ejército compuesto de hombres como yo, y Alemania sería una república junto a la cual Roma y Esparta parecerán conventos de monjas” (Schiller, 1913: 48).

Franz, motivado por un perverso resentimiento: no haber sido el hijo predilecto, falsifica el nombre de su hermano en una serie de cartas que llegan al viejo conde Moor. Según las cartas, Karl se ha vuelto un hombre que tiene cada vez más fuertes compromisos con la vida del placer y de la acción malhechora. Las cartas producen desasosiego al viejo Moor. Coaccionado por la lengua venenosa de Franz, el viejo conde Moor responde a las cartas falsas de Karl desheredándolo. Franz es franco y visible para el lector en sus intenciones: “tú, dolor, y tú, arre-pentimiento, Euménides infernales, serpientes ponzoñosas que rumiáis vuestra víctima y os llenáis con vuestra propia inmundicia, destruyendo y creando perpetuamente vuestro veneno” (43). Karl, herido por las duras y conmovedoras palabras que descubren el dolor de su padre, se llena de ira contra la sociedad y decide con-vertirse en un auténtico bandido. Su acción violenta consistirá en vengar la disolución de la familia. El objeto del castigo es la sociedad civil. Ciertamente,

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Moor se nos muestra parecido a Rousseau por su critica a la sociedad de su época, pero diferente en cuanto en Moor tal crítica adopta la posición del bandido que se refugia en los bosques, pero para planear con la fuerza de un ejército de maleantes su regreso a la sociedad. Finalmente, tras su autoinmolación, se nos plantea la relectura del drama desde la idea de moralidad en Kant.

Para Karl, el orden inocente remite a la familia. La familia es un pequeño cosmos que pertenece a un todo llamado naturaleza. Dentro del marco de la familia, la autoridad del viejo conde Moor, el padre, no significa un orden represivo feudal. Es más bien el orden inherente a ese cosmos, sustentado en el amor recíproco patriarcal del hijo y el padre. Naturaleza, como ha explicado Siegler, es una idea tomada del neoplatonismo de los místicos medievales que arraiga en el joven Schiller con un carácter monista muy parecido al de Lessing: los seres de la creación son distintos grados en los que Dios se piensa a sí mismo, por partes. Las criaturas, como hijas de una misma realidad, tienden a unificarse nuevamente impulsadas por una fuerza que se identifica con el amor y que en Schiller se construye en analogía con las leyes de gravitación de Newton.

En Los bandidos toda esta genealogía queda lúcidamente representada, haciendo una precisa referencia a las claves para entender las posteriores utopías de la naciente sociedad burguesa, en lo que respecta a la secularización de la Providen-cia con la idea de instaurar la libertad en el decurso histórico. A manos de Franz, el ocioso Caín, el orden idílico de la familia ha de romperse y Karl se convertirá en un auténtico bandido que alza su espada para latigar con fuego a la sociedad civil a causa de su infidelidad a la naturaleza. Adelantándose a los términos de su Ensayo Sobre poesía ingenua y sentimental, si el poeta se define en esencia por su relación con la naturaleza cuando la tenga o cuando la haya perdido, Karl tiene que verse como su testigo o como el vengador de la naturaleza. Esto último es lo que delinea su carácter sentimental, desde el que se convierte en la fuente de la anarquía y la destrucción de todo orden legal, con la convicción de que por su brazo habla una naturaleza opuesta a todo lo artificial que envicia la sociedad civil. Ese es el carácter de Karl, descrito por de Razmann. Karl “no mata por robar, como nosotros... poco le importa el dinero, por mucho que haya, y hasta la tercera parte del botín, que le corresponde por derecho, la gasta en niños huér-fanos [...]. Pero si se trata de despojar a algún gentil hombre campesino, que explota a sus colonos como animales... entonces se encuentra en su elemento natural, y ni el demonio lo iguala” (1913).

En contraposición a esta nueva versión del hombre natural, está Franz, represen-tante de la sociedad burguesa con todos sus vicios. Un fragmento del Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres sirve aquí como el mejor

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descriptor de la génesis de este personaje y su carácter:

He aquí todas las condiciones naturales puestas en acción, establecida la situación y suerte de cada hombre, no sólo por la cantidad de bienes y el poder de servir o dañar, sino sobre el espíritu, la belleza, la fuerza, la destreza, el mérito o el talento; y siendo estas cualidades las únicas que podrían atraer consideración, fue muy pronto necesario tenerlas o fingirlas; fue necesario para su provecho, parecer muy distinto de lo que en verdad se era. Ser y parecer llegaron a convertirse en cosas desde luego distintas, y de esta distinción salieron el imponente orgullo, la engañosa astucia y todos los vicios que forman su séquito (...) Por fin la voraz ambición, el ardor en acrecer su relativa fortuna, no tanto por verdadera necesidad como por colocarse encima de los demás, inspiró a los hombres la idea de perju-dicarse astutamente; secreta envidia, tanto más peligrosa cuanto que, para herir con mayor seguridad, adaptó frecuentemente la máscara de la benevolencia. (Rousseau, 1966: 82,

subrayado mío)

Eso mismo es Franz, un ser que tiene que fingir lo que la naturaleza no le dio y que, en su resentimiento, experimenta la apariencia como imposición de una valoración que emerge en su conciencia desgraciada; el saberse a sí mismo el más despreciado y, por lo mismo, aquél que tiene que dominar por medio de la fuerza del ingenio y el artificio: “ya veis que yo también puedo ser ingenioso” (Schiller, 1913: 39). Esto lo hace parecerse a Yago de Otelo, personaje caracterizado por las intrigas y maquinaciones perversas que se convierten en el hilo conductor del drama; pero estamos en el esquema de Rousseau para quien la falsedad de las apariencias y la propiedad privada es el origen tanto de la desigualdad como del mal. La dualidad que menciona este aparte de Rousseau, Ser-parecer, está en la base de la conciencia atávica de Franz. Pero en analogía con la dialéctica de Rousseau, sólo aquél quien sea víctima de esa apariencia es quien está en condición de desentrañar todo el artificio de la sociedad civil en la medida en que pretende justificar sus propios derechos. Franz muestra en la verdad de su resentimiento, la verdad que instaura la propiedad privada: ¿por qué Zeus antes de irse y repartir el mundo tuvo que haberle dejado precisamente sin nada? Y lo decía Rousseau: “el primero a quien, después de cercar un terreno, se le ocurrió decir, “esto es mío”, y halló personas bastante sencillas para creerle, ese fue el verdadero fundador de la sociedad civil” (1966). Franz, al intentar afirmarse en el orden social saboteando este sentido de propiedad privada, universaliza la crítica provocando la emergencia de una subversión de los valores. Si la fealdad es pro-ducto de semejante arbitrariedad, así mismo también lo es la belleza de Karl. Ante tal arbitrariedad no queda más que afirmarse en la sociedad acentuando el impulso en la consecución de riqueza, no por verdadera necesidad sino por estar encima de Karl. A diferencia de éste, Franz no opone la naturaleza a la apariencia sino el propio mecanismo del poder que ha propiciado su fealdad, para dirigirlo contra la naturaleza caprichosa en cuyo seno él creció como un hijo bastardo; por ello, Franz se vuelca contra la familia.

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Tengo derecho a estar enojado contra la naturaleza, y por mi honor que lo haré valer. [...] ¿Por qué tendría que cargarme el fardo de la fealdad? Precisamente a mí. [...] ¿Porqué actúo de manera tan parcial? Nada me ha concedido. Es asunto mío llegar a ser lo que quiere hacer de mí. Cada uno tiene el mismo derecho a lo grande y a lo pequeño: la exigencia se anula por la exigencia, el instinto con el instinto, la fuerza con la fuerza. El derecho vive con el vencedor, y los límites de nuestra fuerza son nuestras leyes. (1913:

43-45)

Aquí, Villacañas advierte un naturalismo en Schiller que hace una importante variación frente al Discurso sobre el origen de la desigualdad de Rousseau:

La conciencia del valor no es una anomalía; ni la naturaleza es opaca a la valoración. Antes bien, las diferencias valorativas son naturales, brotan del mismo juicio divino que son las diferencias naturales. Son diferencias que se dan en el seno de la familia y que brotan del juicio del padre. Y esta escisión que crea dicho juicio, expresado en la forma del amor y del desprecio, atraviesa para siempre la sustancia del individuo, determina el valor de sus

acciones y se extiende como un cáncer sobre toda la sociedad. (Villacañas, 1993: 67)

Según esta lectura, Franz cae en la malignidad de la apariencia, no por separarse de la naturaleza sino porque esta misma naturaleza, la que ha designado que el padre inclinara su afecto hacia su otro hijo, es la que lo ha puesto en carencia. La psicología de Franz se entiende como retroceso ante el planteamiento metodológico de Rousseau, el de no pintar el estado de naturaleza con los falsos conceptos del presente. Pero lo importante aquí son las consecuencias que se dan sobre toda esta serie de transposiciones psicológicas. Para Franz el mal no sólo emerge desde la apariencia sino desde el ser mismo, es decir, es constitutivo de una Providencia que rige al hombre y no se sabe más de ella que el momento de expulsión de ese paraíso; Dios mismo y su creación es despótica. El único valor de esta transposición psicológica de Franz se ve frente al presente del drama, ya que convierte la creencia en el buen hombre natural, en un juego donde el hombre burgués reconoce la fealdad y mezquindad constitutiva de su orden social en la propiedad privada, y, en contraposición, proyecta su propia imagen idealizada en la figura de Karl. Por eso parece ser Franz un personaje más dinámico y versátil.

Tenemos así la dualidad de la obra: Karl no reconoce la fealdad de su hermano y vierte toda su fuerza en su destrucción a nombre de una naturaleza pura, mien-tras que Franz ataca el orden civil, pero no su base, señalando que tal naturaleza merece igualmente ser juzgada por su arbitrariedad, destruyendo todo lo bello que ésta ha producido. Pero ¿no sería el mismo hombre mezquino y feo el que habrá producido la imagen de un tal Karl, para renegar de su propia situación a través de un entusiasmo que lo haría volcarse contra su propia miserableza? A través de la identificación con la furia destructiva de Karl, lo bajo se eleva a lo más alto y en este desplazamiento se revela el principio ilusorio en

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que se soportan las necesidades históricas de la utopía de una naturaleza supe-rior. Schiller se ha adelantado así a la crítica de la ideología alemana, cuando Engels habla del entusiasmo típicamente alemán desde el que ese país hizo la recepción de la Revolución Francesa, un entusiasmo teórico que negó su propia fragmentación y atraso material, pero que sembró esperanzas frente al presente con el concepto de libertad y la ocasión para producir el sujeto que a esta idea correspondiera.

La diferencia entre la valoración de los hermanos se determinará con los presu-puestos desde los que ambos reconozcan el mal civil y quieran actuar frente a este reconocimiento, terminando consecuentemente con sus muertes, cada una con un sentido distinto. Franz denuncia lo bello y lo feo, el ideal heroico de Karl y su bajeza ruin como producto de una naturaleza bruta, y a esa desigualdad pri-mordial él opone otra violencia invocando su perversidad. A este estado en el que el hombre sentimental opone la arbitrariedad de sus propias pasiones y afec-tos sensibles a la arbitrariedad de la naturaleza, Schiller lo llamará después el estado físico. También es el estado inicial de Karl. La génesis de este estado tiene que ver con las mismas condiciones en las que aparece la libertad. Estas condiciones vienen determinadas en las Cartas sobre la educación estética del hombre adecuando la naturaleza intermedia del hombre escindido entre la moral y los instintos a una división hipotética de las facultades del hombre acorde con la reconstrucción de una experiencia filosófica y estética. Si para Rousseau, en el hombre natural la inclinación pasional redunda en el bien es porque la naturaleza no le ha opuesto una fuerza tal que descompense su sistema económico animal. Mas el hombre se independizará de la naturaleza cuando el instinto se separe de lo inmediato por medio de la imaginación y así él sienta que todo cuanto ve tiene un fin en él. Este fin se descubrirá luego como la idea de felicidad que promete la razón y que no está sometida a la sensibilidad como tampoco depende de la materia. Así dice Schiller en sus Cartas sobre la educación estética del hombre: “pero mientras la imaginación y la facultad de forma lo manda a la imagen de lo infinito, su corazón no ha cesado aún de vivir en lo particular y de servir al instante transitorio. El impulso hacia lo absoluto sorprende al hombre en plena animalidad, y, en este estado nebuloso, todas sus aspiraciones se dirigen a lo material, a lo temporal y se ciñen al individuo” (1963b: 138). Así, el sacrificio de Karl en cuanto reconstrucción del desorden civil no sirve y es estéril, pues es el sacrificio de “una animalidad que tiende hacia lo absoluto”, pero desde el punto de vista de la entrega a la ley moral es el primer paso en la supresión del estado físico.

El final del drama pone ya algunas de las ideas posteriores de Schiller en su texto Sobre lo sublime y lo patético, donde se lee: “[en] la representación del

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sufrimiento […] tal sufrimiento no es nunca la finalidad del arte [...]. El fin último del arte es representar lo suprasensible, y el arte trágico, en particular, lo consigue haciéndonos sensible la independencia moral del hombre respecto a las leyes de la naturaleza, en un estado de pasión” (1992: 67, subrayado mío). Agrega Schiller en el mismo texto que tanto más la naturaleza se oponga al hombre, es decir, tanto más grande sea su pasión, entonces crece el momento sublime como posibilidad de manifestar la libertad moral. Así, cuando Karl se mata, su naturaleza sensible es vencida pero no su libertad espiritual y este es el núcleo de la diferencia con su hermano Franz, cuya libertad se ahoga con el despotismo de la ley física. Sobre este estoicismo, en el que no importa la derrota en el mundo físico pues queda la victoria en el mundo moral, Schiller se congra-cia con Kant y escribe su primer drama histórico. Histórico en cuanto abre las puertas a que la teodicea ahora se desarrolle sin la guía de la Providencia del Dios natural. De otra parte, al morir Karl, el drama no muestra una salida posi-tiva al mal sino sólo la denuncia de que el nuevo sujeto no puede venir de la naturaleza ni mucho menos del orden civil. Con las primeras lecturas de Kant, Schiller verá en la moralidad, que no se identifica con la ley civil, la nueva salida del hombre de su estado físico y la conquista de su humanidad perdida en la mejor organización racional para su autocultivo. Será tarea del drama histórico mostrar el nuevo camino, ese que hace de la ley moral la garantía de que el hombre es un ser histórico destinado para la libertad.

Como en Kant la moralidad no depende de ninguna ley que ella no pueda darse a sí misma, la libertad se deslinda de la naturaleza y entrambas se abre una brecha que hace que el hombre natural sienta la ley como un salvaje siente un mandamiento. Schiller quiere formar por medio de su teoría de la tra-gedia una conciliación entre libertad y naturaleza, es decir, pensar su unidad en la formación progresiva del héroe en el drama y, por ello, tanto el respecto antropológico como el histórico de la formación, este arte tiende a superar las antinomias de la filosofía de Kant. Pero tal formación se aparta de la idea de un arte moralizante que quiera dar la impresión de unidad entre moralidad y sensi-bilidad través de la alegoría. El artista no puede escoger una idea moral y luego inventarse un caso particular para representarla; el teatro de Schiller no busca la alegoría de la libertad sino su símbolo sensible. Esto es el concepto de belleza, que, en este sentido, consistiría en la representación de la libertad.

Otra conclusión se extraerá de Los bandidos para el proyecto del futuro drama histórico. En Los bandidos, el estudio de las disposiciones naturales del héroe no sirve para ajustar la ocasión en que éstas se despliegan a la Providencia. La pasión de Karl Moor no es ni buena ni mala en sí misma y por lo tanto de su fracaso no depende el fracaso de la libertad, sino más bien el comienzo de la

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utopía, en tanto la Providencia se seculariza y el problema de la realización del ideal de libertad se convierte en tensión histórica. Para Schiller, la personalidad de Karl Moor estudia más bien el mecanismo del mal. Pues siendo esta natu-raleza indiferente a cualquier valoración, lo único que muestra es que, cuando se la utiliza como principio reconstructor, se desata la fuerza autodestructiva del hombre. El mal, así, es el hombre prometeico contrapuesto a la creación de Dios, o como Kant dijera, “la historia de la naturaleza empieza con bien, pues es obra de Dios, la historia de la libertad con mal, pues es la obra del hombre” (1979: 35). El mal consiste no en el acto de dar un valor sino de intentar hacerlo naturaleza confiando en la potencia de la Divina Providencia. Ahora bien, Schiller acuña en su teoría del drama el término “fanatismo” para indicar un entusiasmo idealista cuya raíz se encuentra en su sensibilidad voluble y nos-tálgica. Para Schiller es claro que la corrección de las tendencias destructivas y la armonización del hombre físico con el moral tiene que darse al nivel de la reorganización de su pasionalidad, pues ésta es una dimensión constitutiva de la totalidad de su experiencia y su elemento determinante. Mas tal pasionalidad no es un impulso ahistórico sino, parafraseando a Villacañas, es la historia de lo que la historia ha hecho de la sensibilidad y en adelante, según la exigencia de superación de su estado corrupto, será la historia de lo que el arte y la filosofía harán nuevamente de ella, en una obra cuya perfección radique en que la inclinación del hombre pueda coincidir con los más altos principios de la ética.

Si esas son las conclusiones desde las que se puede leer el desarrollo del drama siguiendo Los bandidos, como el vengador de la naturaleza que se despide de su ideal de naturaleza abriendo paso a la historia, una lectura de sus dramas poste-riores consistiría en ver cómo este ideal se despliega en la forma de Providencia secularizada. También se podría leer esta progresión de la obra de Schiller como el avance hacia la feliz realización del idilio. Según tal lectura, Los bandidos, a través de la muerte de Karl, podrían ser la puerta de entrada a la idea de repre-sentar el idilio en el drama, idea que atravesaría múltiples rupturas que tienden a superar la unilateralidad de todo arte sentimental hasta que el proyecto se con-sumara felizmente con su última obra Guillermo Tell. Pero esta lectura tendría que tener en cuenta el movimiento inverso, según el cual cada nueva conquista de la estética es un nuevo desencanto de la realidad. Rudolf Malter se expresa con claridad sobre esta cuestión: frente al optimismo de sus primeros escritos sobre filosofía de la historia, aparece un pesimismo frente a las posibilidades reales de su presente. Por eso la necesidad de la mediación estética: “resulta difícil decidir si Schiller, también en los años posteriores a la redacción de las Cartas sobre la educación estética, continuó en general aferrado a la creencia del progreso, entendido como una humanización que se realiza política y moralmente en una dimensión histórico-universal. El peso que Wallenstein otorga al azar en la vida

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del hombre parece señalar una dirección distinta a la proseguida explícitamente en los escritos teóricos sobre filosofía de la historia y la cultura” (Schiller, 1991b: IX). Entre Schiller más se compromete con la estética como una potencia reconstructora, parece que el mundo más se le convierte en apariencia. Pienso que la lectura de la obra posterior de Schiller desarrolla este par de impulsos con-trarios planteados con lucidez en Los bandidos y determinados por las muertes de los hermanos Moor. Pues la muerte de Karl abre el futuro a la esperanza histórica abandonando toda confianza en una potencia exterior llamada naturaleza y por ello, dejando de lado al Dios personal de la Providencia. Pero es necesario tam-bién señalar el sentido de la muerte de Franz, con quien nos ha faltado saldar cuentas. Él tiene su propia forma de matar a Dios en su posición de la criatura más desgraciada de la creación. Tras esa muerte el lector no ve ninguna potencia reconstructora de la historia sino la nada. Justo antes de morir, Franz cuenta un sueño a Daniel. Es el juicio final y los pecados de la humanidad se sopesan en una balanza cuya bandeja crece como una montaña. Finalmente la humanidad logra salvarse y el plato de la salvación asciende hacia el cielo; ¡gloria!, una voz se voltea desde lo alto hacia Karl y sentencia: “Gracia, gracia para todos los peca-dores de la tierra y de lo profundo. ¡Más tú eres el único condenado!” (Schiller, 1913: 165).

En su eminente muerte, Franz busca al padre Moser sólo para llevar su conversación a las últimas consecuencias de la locura que ya le invade: “te he dicho con frecuencia, animado por el vino de borgoña, y con risa burlona “no hay ningún Dios”. Ahora que hablo formalmente contigo y te lo repito “no lo hay”” (167). El padre Moser predica un Dios de necesidad apelando a la idea de inmortalidad del alma, pero, en realidad, sacando el propio sentido cristiano de la nada: “¿creéis escapar al brazo enjuiciador, refugiándoos en el desierto imperio de la Nada? Si os dirigís al cielo, allí está. Si le rogáis en el infierno, también allí está. Si le decís a las tinieblas ¡amparadme!, las tinieblas se iluminarán a vuestro alrededor, y en torno al condenado la media noche se trocará en día” (169). La situación de Franz sólo puede ser salvada desde su voluntad de autoaniquilamiento: “yo no quiero ser inmortal, séalo quien lo dice, porque yo no me opongo. ¡Quiero obligarlo a que me aniquile, quiero excitar su ira, para que, vencido por ella, me aniquile [...] aniquilamiento, aniquilamiento” (169).

Sin embargo, los dos impulsos contrarios se desarrollan y se encuentran siempre en relación de unidad estimulándose mutuamente para el desarrollo del proyecto del drama. Karl es el espíritu prometeico que roba el fuego a los dioses a través de la lucha y abre la historia como el ámbito de la autoconciencia, el dominio y la utopía. Franz es el espíritu hecho historia que permanentemente se devora a sí mismo. Hegel lo verá después en su interpretación del mito de Cronos y su

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pelea con Júpiter. Desde la idea de una Providencia secularizada, es decir, desde el momento en que el mito ha pasado a ser logos, a explicarse por las leyes de la historia que pueden ser captadas por la razón, la historia a su vez se entiende desde un nuevo sentido mitológico: el mito del moderno Prometeo, el Dios que robó el fuego para llevarlo a los mortales. Pero este logos del moderno prometeo ha reemplazado a Dios por un concepto de Absoluto donde el sujeto encuentra su máximo sentido de libertad sustrayéndose a toda conducción de la naturaleza y de Dios, y donde las antinomias necesidad-libertad, sujeto-objeto, se dan por clausuradas. Estos son los terrenos propios de Schelling y los albores del ide-alismo3. Sin embargo, esta filosofía prometeica representa la conciencia de muerte de Franz Moor, pues el imperativo moral “anúlate a ti mismo” es el de una subje-tividad que, finalmente, tanto para el dogmático como para el idealista, se quiere entregar a lo Absoluto. Es la voluntad de afirmación prometeica en la historia en la que querer serlo todo es en su expresión práctica mera voluntad de autoaniqui-lamiento.

Ahora intentaremos revisar la manera en que los hermanos Moor se pelean entre sí y se congracian en la labor del drama schilleriano, desde el punto de vista de la escritura. Se trata de las tensiones que la tarea de representación del idilio deja a la propia teoría del escritor, en torno a la relación entre ficcionalidad e historia, en la búsqueda de escribir un auténtico drama histórico.

La ficción en torno al origen

Aún en medio de las señaladas distancias entre Schiller y Kant, el filósofo de Königsberg, como lector de Rousseau, adelantaría toda la labor de Schiller a partir de sus logros con Los bandidos. Dice Kant en su ensayo “Presunto comienzo de la historia humana” que la pregunta de Rousseau finalmente es “cómo tiene que proseguir la cultura para que se puedan desarrollar las disposi-ciones de la humanidad, considerada como especie moral, en forma congruente con su destino, de suerte que no se contradiga ya la especie natural” (1979: 80), y prosigue desarrollando el planteamiento de la pregunta:

Contradicción de la cual nacen todos los males que pesan sobre la vida humana y todos los vicios que la deshonran; habiéndose de tener presente que las incitaciones al vicio a las que se echa la culpa, son en sí mismas buenas y, como estas disposiciones estaban preparadas para el estado natural sufren violencia con el avance de la cultura, y ésta sufre con ellas, hasta que el arte perfecto se convierte en naturaleza; que es en lo que consiste la

meta final del destino moral de la especie humana. (80)

Las bases del proyecto del futuro drama histórico se desprenden del papel del arte perfecto como mediador entre naturaleza y cultura. Si el mal, como Kant lo

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describiera, consiste en la asimetría entre las fuerzas del estado natural y los fines racionales que la cultura impone a esas fuerzas, entonces la tarea del dramaturgo consistiría en mostrar en la obra la posibilidad de armonización de ambas poten-cias. Pero para ello, el artista no puede tomar como modelo a la naturaleza, pues ésta ya se ha ido y en reemplazo ha quedado el ideal, objeto del arte perfecto. En su Ensayo Sobre poesía ingenua y sentimental, Schiller dice que la realidad pre-senta tal incompatibilidad con el ideal que muchos escritores se imaginan el idilio como un estado efectivo anterior a la cultura. Los escritores sentimentales que toman su proyecto de idilio, copiando el modelo narrativo propio de un estado en el que no se conoce la necesidad ni la conciencia, entran en una ficción insosteni-ble. “No debes mirar hacia atrás sino hacia adelante” le dirá Schiller a Rousseau y a quienes escriben novelas pastoriles y algunas elegías enternecedo-ras. Sin embargo, los problemas con que Schiller se encontrará para concebir el idilio como proyecto del drama se desprenden igualmente de algunas antinomias al interior de la obra de Rousseau. Schiller no es rousseauniano, pero sólo en la medida en que él mismo funda una tradición de exégesis sobre la obra de Rousseau, que hoy en día podría ser cuestionada a través de una relectura que otorgue un nuevo status a los recursos ficcionales en la construcción del discurso y al valor del carácter propiamente figurativo del lenguaje (De Man, Hayden White). En este sentido, es productivo leer a Schiller con la misma cautela con que hay que tratar la obra del ginebrino. Atravesada por una nueva visión de la ficcionalidad, la dualidad ser-parecer sobre la que descansa el párrafo de Kant anteriormente citado, y la dualidad interna del espíritu prometeico, tiene unas provechosas consecuencias para el planteamiento de una estética moderna.

La sensibilización de la idea de libertad requiere inmediatamente la superación de lo que se ha llamado el ocasionalismo rousseauniano, por la cadena necesaria de acontecimientos que hacen de la historia un todo racional ajustado a la idea de que cualquier bien debe ser esfuerzo y mérito del hombre. Rousseau en su Dis-curso busca los orígenes de la desigualdad (que son los orígenes de la libertad). Ésta fue producto de la ocasión y las circunstancias en las que se desarrollaron las capacidades del hombre en un progreso en el que lo fortuito se convertía paso a paso en necesidad y cada avance positivo en un lamentable retroceso de dimen-siones criminales. La narración en la primera parte del Discurso es la historia de cómo la libertad irrumpe en los hombres a través de ese desarrollo fortuito, tejido con suposiciones a partir de un hipotético estado natural, reforzado con el poder figurativo y seductor del lenguaje. Pero este estado hipotético es funda-mental para juzgar las instituciones de la época. Por ello se pregunta De Man en su lectura del Discurso: “¿cómo es posible que una ficción pura y una narración que involucra realidades políticas tan concretas como la propiedad, el contrato y los modos de gobierno se unan para formar una historia genética que pretende

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descubrir cuales son los fundamentos de una historia humana?” (1990: 163).

En esta paradoja comienza a insinuarse la dualidad del espíritu prometeico. Una vez en la cultura, el hombre no puede encontrar la libertad como parte de un desarrollo fortuito. Por ello, la primera exigencia del escritor sentimental consiste en que nada en la obra sea producto del azar o de un favor de la naturaleza. Su segunda exigencia a la obra literaria consiste en una renuncia del escritor a la libre ficción basada en la conjetura de un hipotético estado natural, subsidiaria de una imitación natural del objeto. Precisamente, en un pasaje de su Ensayo Sobre poesía ingenua y sentimental, Schiller advertiría la diferencia entre ambas clases de poetas, describiendo las diferencias que habrían entre el relato de la vida pas-toril inocente y la idea que tiene él de un verdadero Idilio como realización plena del hombre en la armonía entre el ideal y la realidad:

El ingenuo no puede errar, pues, en el contenido, con tal que se atenga fielmente a la natu-raleza, que es siempre y en todo aspecto limitada [...] En cambio, al sentimental le estorba la naturaleza con su permanente limitación, pues ha de poner en su objeto un contenido absoluto. El sentimental, por lo tanto, no sabe aprovechar bien su ventaja cuando toma prestados del ingenuo sus objetos, que en sí mismos son por completo indiferentes y que sólo por la manera de ser tratados se vuelven poéticos. Se impone así, sin ninguna necesi-dad, los mismos límites que el ingenuo, pero sin tener la posibilidad de realizar plena-mente la limitación, ni competir con él en el carácter absolutamente determinado de la exposición, cuando debería más bien alejarse del poeta ingenuo en lo tocante al objetivo, ya que sólo mediante el objeto puede compensar las ventajas que el ingenuo le lleva en la forma. Si aplicamos ahora lo dicho al idilio pastoril de los poetas sentimentales, quedará aclarado por qué estos poemas, a pesar de todo su despliegue de genio y arte, no pueden satisfacer completamente al corazón y al espíritu [...] Persiguen el ideal hasta el punto justo en que la representación pierde en cuanto a su verdad individual, y por otro lado alcanzan tal grado de individualidad que el contenido real resulta perjudicado. (1963a:

124)

La narración de la realización de la libertad no se puede plegar a la naturaleza y, por ello, el verdadero sujeto de este desarrollo es el hombre y no una inteligen-cia que controle toda la interacción entre hombre y mundo, llamada supranatu-raleza. Pero ¿qué pasa con el hipotético estado natural? ¿Dónde puede ubicarse la ficción de ese estado como ámbito propio del mundo narrativo en el proyecto de la escritura del idilio?

En este punto, en torno al manejo de la escritura sentimental se sortea un problema filosófico. Con la irrupción de la libertad se presenta el problema de si ella estaba ya implícita en el estado natural, resguardada o “adormecida”, y si fue una poten-cia extraña a ella quien la activó y de la cual dependiera por encima de las leyes que se pudiera dar a sí misma. Esta potencia sería llamada Providencia y se iden-

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tificaría con la naturaleza; en el ocasionalismo rousseauniano sería azar y cadena natural de hechos, y en una “metafísica teleológica de la historia”, propia de la filosofía idealista, un plan divino para la redención del hombre. Pero si el arte ha de buscar la sensibilización de la idea de libertad, ésta no puede depender de la Providencia, ya que la moralidad no se puede ajustar espontáneamente a la natu-raleza como lo demostró Karl tras su acción, siendo así que la idea de libertad, que en el estado natural significó fidelidad al instinto, en la ficción del escritor debe llevar el artificio hasta sus últimas consecuencias, para deslindar su tarea del poeta ingenuo y componer por el arte lo que antes fue efectivo por naturaleza. El poeta sentimental ha experimentado la fuerza del artificio como una separación negativa porque representa una especie de enajenación, pero positiva en cuanto le da al poeta herramientas para representar la idea de libertad, razón por la que él debe ahondar en las contradicciones de la forma poética. En la ficción del estado natural se supone que los hechos son fortuitos y dados por la ocasión, que esa es una historia fundada en noticias fieles a la naturaleza, en el epos, pero que no hacen al hombre. A esta ficción se le contrapone el drama como el ámbito en el que se debe componer por vía del artificio lo que antes fue natural; él es el que verdaderamente puede configurar la idea de hombre, mas no la torna natural pues requiere que esa idea sea realización histórica.

En este movimiento la historia muestra cuánto de relato ficcional tiene cuando es comprendida como un todo a partir de la razón narrativa y dramática. Este es el doble movimiento del espíritu prometeico y, digamos, su contradicción interior. El drama es necesario por cuanto la historia natural (ocasionalismo) carece del verdadero sentido de libertad. Mas la idea de tal efectividad de la libertad sólo es pensable así por el drama, a cambio de que éste se autolímite permanentemente como artificio y ficción libre, en una progresión que llegase a mostrar finalmente la posibilidad real de unificación.

Esa “ficción pura” que resulta ser el estado natural, si bien no puede convertirse en la narración que cuente la historia de la realización de la libertad, es evidente que se torna un estado hipotético necesario para el proyecto de idilio del escritor sentimental, en tanto que la ficción es el elemento constitutivo de todo proyecto literario. También es cierto que la imaginación del artista no puede operar como un Deux ex machina que inyecte una solución exterior a la asimetría entre naturaleza y cultura, pero sólo la creencia en que el ideal fue efectivo de manera natural alguna vez sobre la faz de la tierra puede alimentar su proyecto. Aquí está la base de la idea de Schiller como historiador monumental. Si algo es posible en el futuro y se tiene la idea de ello, es porque ya alguna vez existió. Así también, lo que una vez fue posible puede volver a nacer y en ello se demuestra que ciertas cosas pueden repetirse en la historia.

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En esa medida, lo que realmente importa en la teoría del idilio consiste, primero, en la exigencia de que lo real se encuentre de manera efectiva con el ideal en el futuro idilio, algo que ya fue efectivo en el pasado y, en segundo término, en la conciencia schilleriana de la separación entre las dos clases de poetas, concien-cia que se funda sobre líneas argumentativas desarrolladas (aunque no por com-pleto) sobre la teoría del arte moderno, y a través de puntos concretos. Uno de estos últimos puntos, si se trata de distinguir el idilio ingenuo del verdadero idilio sentimental, es el papel de la ficcionalidad en la obra y su relación con la histo-ria, comprendida como un todo que articula sus partes con determinadas lógicas tanto en lo particular como en lo general. La idea de una posible repetición en la historia, paradójicamente, parece ser la que llama a Schiller a volverse un obser-vador introspectivo de los acontecimientos particulares en su nacimiento (los antecedentes de un acontecimiento) y su relación con los demás acontecimientos, con la idea de sustraer una ley general de desarrollo. Pues la idea de reconstruir el nuevo idilio lo llama a investigar cuidadosamente las condiciones de un renacimiento, a volverse un historiador que, como el Adamás del Hyperion de Hölderlin, husmea entre las ruinas del pasado buscando en el presente algún indicio, alguna huella que asegure una conexión con el espíritu de los antiguos. Lo particular así, en Schiller, se define en contraposición a una ley general que atenderá a la diferencia entre antiguos y modernos. Pero la ficción es la manera en que el artista que estu-dia la historia recompone por medio del propio juego del arte los acontecimientos en su particularidad, para que la idea del idilio pueda ser pensada como posible. Sólo en el arte lo particular atiende a una conexión tal con el todo que es capaz de iluminar ese destino, sacar de sí esa posibilidad, oscilando en el límite impreciso entre lo real y lo verosímil. Esto, porque la historia no es sólo lo que ocurrió sino también la manera en que se organiza en la forma para contarlo. Esta forma tiene su propia inteligencia y sus propias leyes, que son, de hecho, las de la narración y el drama. El autor no imita hechos sino que capta una ley interna que vincule el carácter del héroe con esos hechos y muestre, a través de la demanda interna de verosimilitud de la obra, la verdadera cadena de motivaciones que rigen la acción. En este punto, como comenta Villacañas sobre el legado de Lessing para Schiller, “el mundo real no es ontológicamente más real que el mundo posible de la escena, a condición de que éste sea propiamente mundo” (1993: 81).

Schiller recomienda sacar la situación general, la época, los personajes y sus caracteres del mero desarrollo espontáneo de la historia y ajustarlos a las necesidades literarias. Escoger un hecho histórico significa para él “idealizar lo real”, e inventar un argumento es para él “hacer real lo ideal”. El resultado es la representación en la que el pasado es traído al presente con el sentido de un “ajuste intelectual de cuentas con el presente”. El objetivo del drama consiste en que un hecho histórico desastroso para el ideal de la libertad ahora pueda

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ser interpretado hacia el futuro como algo positivo y posible, si se atiende a la inteligencia con que el drama crea la unidad interna de la acción y el carácter. Así se abre paso el proyecto del idilio, conservando la justa medida en la relación contenido individual (hechos históricos) y contenido ideal (invención del argu-mento). Aquí también, desde un punto de vista histórico, la búsqueda de la armonización entre libertad y necesidad en el drama exige superar el mero desarrollo natural de los hechos históricos, que parece ser azaroso y estar sujeto a toda clase de fortunas, en un movimiento inverso en el que ninguna empresa libertaria, con sus fracasos y aciertos, fuera objeto del azar.

Si en la tragedia clásica griega la Providencia eran los designios del hado y el dictado de los dioses, para el presente, la burguesía comprende que el triunfo de sus ideales depende de la apropiación de las condiciones concretas de la acción y del conocimiento de esas unidades con la historia en sentido unitario. Aquí se descubre un poder en el obrar y una voluntad en la lucha del que da cuenta la filosofía de Fichte, que no puede dominarse desde la normatividad de una Provi-dencia basada en los designios de la naturaleza. Por eso el poder del Papa o del Emperador como representantes de Dios en la tierra ya no es lo más preocupante. Y fue la primera comprensión de Schiller sobre el drama, inmediatamente poste-rior a Los bandidos, porque en esta nueva providencia el sujeto burgués voltea a mirar hacia el pasado con la intención pedagógica del drama, para apropiarse de esa fuerza que se despliega en el presente en sus circunstancias concretas. En este problema específico del drama, la dualidad de Prometeo, la lucha entre Karl y Franz Moor, se expresa en los siguientes pasos: 1) la libertad rechaza la Providen-cia; 2) la libertad entra en el mundo histórico como el ámbito en que se realiza; 3) la historia se comprende como un todo articulado que se puede estudiar para dominar la acción. Para el historiador que pregunta por las condiciones para la realización de la belleza, el problema es justamente preguntarse por aquello que se repite en la historia y si hay alguna ley que garantice la conexión interna entre el pasado y el presente; y 4) en la acción del héroe (si bien éste parte de una posición realista que implica el conocimiento de la historia como un todo), él siempre termina en inevitables fracasos y fanatismos que no reconocen la reali-dad; los héroes del drama se entregan a una pura ficción, a un destino trágico. Cuando se trata del drama histórico, ficción, así, es el destino del ideal una de las formas de sátira que limita la realización del idilio. Pero no solamente es esto. La manera como el ideal se torna en ficción siempre puede obedecer a un por qué, cuya explicación enviará al escritor a otra nueva introspección en la historia en la relación pasado-presente y acción-cadena de acontecimientos, lo que redunda en el conocimiento de esas leyes inherentes a toda ficcionalidad con las que, jus-tamente, se puede comprender la historia en su decurso.

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Don Carlos, entre la historiografía y la ficcionalidad

El drama de Schiller que concentrará la tensión entre historia y ficción es Don Carlos, aunque resuena con especial fuerza igualmente en el Wallenstein. La escritura de estos dramas está íntimamente ligada a los dos grandes trabajos de Schiller como historiador: Historia de la liberación de los países bajos e Historia de la guerra de los treinta años. Esta progresión de su pensamiento hace que la historia se aprehenda por medio de las categorías de la narración y del drama y que sólo allí se ilumine la posibilidad de la libertad como utopía histórica. Pero está implícito en esta progresión racional hacia la libertad, en el decurso del drama, el problema metodológico del historiador que, apegado a la filosofía de la historia Ilustrada, quiere ver en el cause de sus acontecimientos una teleología. ¿Pertenece esta teleología, este plan de la Providencia a la misma historia o es una mera representación del historiador? Y si fuese así ¿qué valor tiene entonces esta representación o qué significa eso de la mediación estética?

En el texto de 1791 ¿Qué significa y con qué fin se estudia la historia universal? Schiller reflexiona como historiador sobre la metodología para abordar su objeto y los fines con que se estudia la historia. El texto trae una posición ambivalente de Schiller, que contrastará con el desarrollo del drama. Mientras el escrito de filosofía sobre el tema “historia” se muestra optimista, ya la experiencia de Don Carlos unos años atrás había limitado drásticamente ese optimismo, y sin embargo ambos respectos de pensamiento se complementan en la conformación del drama. Metodológicamente, Schiller habla sobre la posibilidad de reconstrucción de los vacíos que la historia pasada deja al presente, ya por falta de documentos, ya por falta de testigos autorizados. Pero en el fondo se trata de la necesidad de una historia universal que viene a converger en la justificación ideológica de un pre-sente caracterizado por la confianza en el progreso racional. “¡Cuantas guerras tuvieron que ocurrir, cuántas uniones pactar, romper y de nuevo realizarse para llevar a Europa finalmente al principio de paz que posibilita estados y ciudadanos a dirigir su atención a ellos mismos y reunir sus fuerzas para un fin razonable!” (Schiller, 1991b: 12). Ese fin puede dotar al historiador de los principios de la filosofía para ser aplicados a su recomposición del pasado. Así se expresa Rudolf Malter sobre el texto mencionado: “como la inmutabilidad de las leyes que rigen de modo estricto la naturaleza garantiza la recurrencia regular de los acon-tecimientos, el entendimiento filosófico, en virtud de la unidad de la naturaleza y la subjetividad humana (establecida sin haber sido cuestionada), deduce a partir de la situación actual las causas que la han hecho posible” (XI).

Si la historia corre ininterrumpidamente de lo pasado hacia el presente, dejando lagunas y retos al pensamiento, el historiador va de lo presente al pasado y en

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cada vacío aplica la causalidad consecuente con los principios de la filosofía, para luego retornar a su época convirtiendo la historia en “un todo conforme y coherente con la razón” (XI). Esto implica, según Malter, dos pasos metodológicos: en primer lugar, esta intención atribuida a la historia existe sólo en la representación del autor, trayendo a colación el como sí kantiano que aparece en Idea para una historia universal en sentido cosmopolita, donde la idea de una intención oculta de la naturaleza en el curso azaroso de la historia tiene un sentido regulativo y crítico, aunque no funda alguna “metafísica teleológica de la historia”. A eso se refiere Schiller con su precepto “encadenar estos fragmentos a través de elemen-tos de unión artificiales”. Pero en un segundo paso, según Malter, Schiller se olvida del carácter regulativo de esta teleología y se la atribuye sin más a la natu-raleza, yendo más allá del como sí y del sentido de realismo kantiano. “Pronto le resulta difícil al historiador universal persuadirse de que esta secuencia de fenómenos que admitía en su representación tanta regularidad e intención, con-tradice estas propiedades de la realidad” (XII).

Don Carlos es un claro ejemplo de este movimiento en el cual la historia se hace inteligible sólo a partir de las categorías de la narración y el drama, a fuer de que Schiller pareciera aplicar los preceptos de ¿Qué significa y con qué fin se estudia la historia universal? en la construcción del drama. Para empezar, porque se ha dicho que el drama no tiene mucha fidelidad a la historia, que su argumento está influenciado por la llamada “leyenda negra” y que las desavenencias entre padre e hijo tenían que ver más con el carácter maleducado y enfermizo de don Carlos que con un conflicto de amor y de intereses ideológicos sobre la suerte de los Países Bajos. Parece que Schiller hubiera aplicado la idea de la causalidad en los espacios vacíos de la historia para lograr de allí cierta libertad con respecto a la verdad histórica. Sin embargo, en las Cartas sobre Don Carlos, Schiller habla de “fidelidad a los hechos”. En qué consiste esta fidelidad es algo que se puede entender sólo acudiendo a la verdad poética que enuncia lo universal por sobre la verdad histórica que se queda en lo particular. Si don Carlos es pintado con ideales de un hombre que no puede existir sino dos siglos después del tiempo que transcurre la acción y si Felipe II aparece como representante de las tenden-cias de su época, entonces la objetividad del poeta significa que los ideales de Don Carlos no tenían cabida en esa época. Para el presente de Schiller, cuando la burguesía todavía lucha contra el feudalismo, esto quiere decir algo importante: la obra comienza con un análisis del choque entre ideales burgueses y feudales, apoyado en un conocimiento de la posibilidad de su realización en medio del todo de las circunstancias y en el juego con la inclinación subjetiva. El resultado de ambas es la acción.

Cuando el lector intenta saber por qué los ideales del Marqués Posa, en un primer

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momento pintados con mucha naturalidad, se convierten después en fanáticos, encontramos nuevamente la dimensión pasional de Don Carlos en quien se ha centrado la expectativa por la liberación de los Países Bajos y su carácter ligado indisolublemente a la cadena de hechos. Se da allí una contraposición entre el amor incestuoso hacia su madrastra y el ideal de amistad, estructura que Hölderlin tomaría para su Hyperion. El ideal republicano, representado en el ideal de amistad entre Don Carlos y el Marqués Posa, se contrapone a la pasión amorosa hacia Isabel de Valois, quien parece ser el único personaje incapaz de volverse fanático a causa de su gracia o su alma bella, por lo que luego tendrá que morir. Es en la mentalidad ingeniosa de Posa que la liberación de los Países Bajos comienza a trabajar planeando cada uno de los detalles que han cifrado su atención en Don Carlos. Para ello, Don Carlos debe sobreponerse a su propia pasión y dirigir su mirada hacia la república. Así el Marqués lo reprende: “sí, antes era completamente distinto. Tú eras tan rico, tan cálido. ¡Todo el mundo tenía sitio en el amplio espacio de tu pecho! Todo eso ha desaparecido, devorado por un mezquino amor propio, por una pasión” (Schiller, 1999: 72). Posa se ve a sí mismo como la razón operante detrás del proceso de emancipación de los Países Bajos: “y nunca olvides Carlos que un plan engendrado por una razón superior y que urge en vista de los sufrimientos de la humanidad, aunque fra-casara diez mil veces, no puede ser abandonado nunca” (73).

Posa debe dominar el entramado de situaciones y acciones en las que cobra sen-tido la acción revolucionaria desde el punto de vista del todo. El héroe, Don Carlos, debe seguir esta relación con el todo: la producción de su carácter, el momento en que asume los ideales de Posa, debe captar cada parte anteponiendo los fines y analizando los medios con respecto a las posibilidades que lo acer-quen a su meta libertaria. Pero en ese seguimiento de la posibilidad del ideal, la traición de Posa sobre el Rey se ha revelado como un mecanismo no apto para conseguir el ideal republicano; es un medio de acción que se ha separado del desarrollo consecuente de su plan. El mismo Posa parece un fanático porque incluso su amigo Carlos se convirtió para él en una pieza más. Paulus Stelingis, en su análisis de la obra, dice que el drama centra su acción así en la expectativa sobre la edificación de un héroe-caudillo: “aunque (Posa) representa el ideal humano de libertad, busca poder y corre el peligro de endiosarse a sí mismo y caer en las redes de la intriga” (1967: 108). Frente a la concatenación de la intriga, aquí se muestra en Schiller la idea de que es indiferente si la narración en sí misma tiene verdad histórica o no. Pero la teleología, el arreglo de los detalles con fin orgánico e inteligible, tiene una función regulativa porque es la mediación del arte entre el pasado y el presente y también, para el presente, entre los ideales y la realidad.

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Justo aquí Schiller construye su teoría de la mediación: “los motivos morales, que son tomados de un ideal de excelencia que hay que alcanzar, no residen en el corazón del hombre de manera natural, y precisamente por esto, porque han sido implantados en el mismo por el arte, no son siempre activos de una manera favorable, sino que a menudo están expuestos a un lamentable abuso por una muy humana transición” (Schiller, citado por Villacañas, 1993: 249). Esta observación de Schiller quiere decir que ni en la moral ni en la pasión se encuentra la imagen que asegure una conexión práctica con la idea de libertad, y que es trabajo del arte configurar esta imagen desde el carácter de un hombre que supere la escisión entre individualidad y generalidad. Así continúa Schiller cuando explica su drama:

El hombre debe ser guiado en su actuar moral por medio de leyes prácticas y no por medio de partos artificiales de la razón teorética. Ya nada más esto, que cada ideal moral o construcción artística no es más que una idea que, igual que todas las demás ideas, forma parte del limitado punto de vista del individuo al que pertenece, y en su aplicación, tam-poco es capaz de la generalización en la que el hombre se cuida de usarla; ya nada más esto -digo yo-, debería convertir tal idea en un instrumento extremadamente peligroso en sus manos: pero aun más peligrosa se vuelve cuando entra rápidamente en relación con ciertas pasiones, que se encuentran más o menos en todos los corazones humanos: afán de dominio -pienso yo-, vanidad y orgullo, que la capturan momentáneamente y se mezclan

inseparablemente con ella4.

Por eso, antes de exponer un ideal existente de por sí, el drama muestra el sujeto que lleva ese ideal entrando en conflicto con la pasión. Este conflicto debe ser resuelto a favor de la creación artificial del carácter. Y en verdad, antes de la escena final, vemos a un Carlos transformado, en quien ha convergido felizmente la idea de amistad con el vínculo del amor en su mutua complementariedad como resorte de un nuevo sujeto: “por fin comprendo que hay un bien más alto, más deseable que poseerte... Una breve noche ha dado alas al curso indolente de mis años, me ha madurado prematuramente y me ha hecho un hombre... Ahora desafío cualquier destino mortal. Os he tenido en mis brazos y no he vacilado” (Schiller, 1999: 163). Sin embargo, al definir la idea de representación de la libertad en la obra Schiller dice, en las cartas que escribe para justificar su drama ante las críticas que recibió, que se trata de “la expansión de la humanidad más pura y limpia sobre la más alta posible libertad del individuo con el más alto florecimiento del Estado, en breve, sobre la situación de la humanidad más per-fecta” (Schiller; citado por Villacañas, 1993: 246). El proyecto de Don Carlos, con el fracaso final de la empresa libertaria, se queda así a mitad de camino y Schiller es consciente de su propia intención, pues dice en las cartas:

Se trató de mostrar a ese príncipe, de hacer dominante en él, a través de una acción, un estado de ánimo determinado, y de elevar su posibilidad subjetiva a un alto grado de

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probabilidad, sin importar si la suerte o el azar quieren realizarla5 .

El arte pone en escena los ideales desde una subjetividad afectada por la pasión. Pero como el arte ha sido catalogado previamente como algo artificial en virtud de su sentido regulativo, entonces estos motivos no son naturalizados por el mismo fundamento de lo artístico. El fundamento del arte, así entendido, no natu-raliza el ideal sino sólo sirve para analizar la pasionalidad del héroe, concebir la posibilidad de un sujeto que pueda albergar un ideal de libertad, pues este sujeto no se puede dejar a la obra del curso espontáneo de la historia. En otras palabras, el arte muestra el surgimiento del fanatismo y de la abstracción desmedida y sólo sirve en tanto ésta pueda ser criticada. Así, toda teleología se pone en función de analizar desde un fundamento casi antropológico la subjetividad del héroe y en ello muestra su sentido regulativo, en fidelidad al sentido de la filosofía crítica kantiana. Schiller agrega en las Cartas sobre Don Carlos: “no me parece inútil el ensayo de traer al ámbito de las bellas artes verdades que tienen que ser las más sagradas para cualquiera que tenga una buena opinión del género humano, y que hasta ahora eran propiedad de las ciencias, animarlas con luz y calor, e, implantarlas con motivos vivos activos en el corazón humano, mostrarlas en una lucha poderosa con la pasión” (249). Y, por su parte, señala Stelingis una impor-tante variación frente a Los bandidos: “en esta obra empieza la lucha por la libertad en la obra dramática: no con la destructiva negación de todo lo establecido, sino con la conquista de su propio corazón para los ideales más altos de la vida, que son aquí la liberación de Flandes y la subordinación de los sentimientos al deber” (1967: 103).

Por ello, ante la falta de una humanidad noble, el arte tiene que fabricar al hombre. En su estado físico, un hombre que tiene grandes ideales puede con-vertirse fácilmente en un Karl Moor y Schiller vio esos ejemplos en la Francia de la época del Terror. Este proyecto de formación se cristaliza con las Cartas sobre la educación estética del hombre, y aunque en este espacio no podemos desarrollarlas es importante subrayar que el hecho de que Schiller no sustrajera su material poético del presente en la Revolución Francesa quiere decir algo importante. Este acontecimiento trajo la idea de una organización racional en el Estado, pero el diagnóstico del poeta dice que ni en la idea de moralidad, que para el hombre físico es todavía una ley positiva, ni en la naturaleza degenerada de los hombres fragmentados, existen las bases para tal libertad. Sin la mediación del arte, aquélla sucumbiría nuevamente ante la fuerza despótica del fanatismo. Y esto no ocurre porque el arte sea una potencia exterior a la propia naturaleza humana, sino porque en él los abusos y la acción pueden ser orientados hacia la belleza. Este diagnóstico ya se había hecho dos años antes al estallido de la Revolución con Don Carlos, cuando en una de las Cartas sobre Don Carlos

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escribió que la abstracción desmedida puede convertirse en “el más arbitrario despotismo”. De allí el diagnóstico que Schiller hace de su época: “los corrom-pidos fundamentos del Estado natural ceden y parece dada la posibilidad física para exaltar la ley en su trono, para respetar finalmente al hombre como fin en sí mismo y fundar la sociedad política sobre la verdadera libertad. Pero falta la posibilidad moral y el momento generoso encuentra una generación inaccesible a sus dádivas” (Sobre la gracia y la dignidad).

Desde la genuina mentalidad dramatúrgica, los ideales de libertad no tienen un sujeto que los encarne y es menester del arte fabricarlos. Por eso dice Villacañas que el drama es histórico; y en nuestra exposición en un segundo sentido, porque habla de grandes hechos cuando estos ya no son admitidos por un presente caracterizado por la mediocridad. De allí que sea necesario volver al pasado en los instantes en que la libertad de Europa se ha puesto en juego, para avivar la llama del presente, en un movimiento en el que además se estudiara la dimensión humana del obrar en la historia. En esa vuelta al pasado se proyecta la propuesta educativa del drama histórico hacia la tarea de naturalizar el ideal, limitando el fanatismo y aumentando el entusiasmo por lo moral, allí donde está en falta. La tarea de la realización de la libertad en el drama consistiría en no olvidar la tensión entre lo ideal y lo real y su mutua determinación, lo que redunda en una idea de educación a través del drama. En su sentido antropológico, es educación de la sensibilidad del héroe para hacer coincidir por medio del arte la inclinación con la moralidad. Y para el lector, es una educación sobre el carácter histórico de todo ideal.

Si una obra habla sobre la libertad, incorporando hechos históricos pasados en su argumento, es porque tal libertad ya había muerto en su posibilidad histórico-real. Sin embargo, la obra revive la expectativa por la libertad, mostrando los motivos que habitaron en el héroe como situaciones verosímiles que mantienen su posibili-dad si se entienden las tendencias objetivas de cada época y la concatenación inte-rior del drama. La historia del pasado que terminó en la derrota del héroe es fruto de la necesidad; está condicionada por múltiples fuerzas, no distingue la virtud del azar y hace depender la acción de los hombres de condiciones que no tienen un sentido autónomo y moral. Pero cuando el escritor revive estos hechos surge una dialéctica entre la ocasión y el carácter sublime del personaje en la que se muestra la cadena de hechos íntimamente ligada con la evolución de los motivos del héroe. Pero esta fidelidad a la historia no consiste en soportar el argumento de la narración en fuentes documentales precisas. Ser fiel a la historia significa que ningún motivo de libertad en el héroe y ningún obstáculo en su realización sea introducido en la obra por el azar, sino por el conocimiento cada vez mayor de las necesidades literarias en virtud de las cuales se representa la acción. El ocasionalismo debe

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dejar su acción a lo necesario y dar paso a esa teleología de que nos habla Schiller historiador, en un movimiento en el que esa teleología se niega continuamente a sí misma. Esto último, el hecho de devorar permanentemente sus productos para configurar cada vez un todo más ajustado al proyecto del Idilio, es lo que da su verdadera historicidad al proyecto del drama histórico.

Wallenstein

El proyecto del drama histórico oscila ahora entre la posibilidad subjetiva y la objetiva. No sólo se trata de fabricar el sujeto sino de construir, desde el punto de vista del todo, el entramado de circunstancias en las que el ideal puede realizarse, renunciando a la ficción libre. Schiller no muestra el extravío de los personajes en la aplicación práctica de su noble ideal, para dejar luego al lector un mensaje de renuncia a todo ideal. En sus Cartas sobre Don Carlos, Schiller dice que “nada que no sea natural conduce a lo bueno”. La frase analiza las efusiones idealistas de los héroes, pero también deja ver ya el problema de la realización practica del ideal; esta se tiene que dar de manera natural. En este punto, el problema de la validez de la teleología interna en el fin moral de la historia tiene que ser nueva-mente encarado, para pensar qué significa la objetividad de la acción. Schiller ahora analiza la historia como un todo que es concreto e individual en la medida en que es la síntesis de muchas abstracciones; se convierte en el dramaturgo que analiza las posibilidades de un resurgimiento en la Europa moderna, guiado por las categorías del drama de tiempo, lugar, carácter y acción.

La objetividad, aquello que da autonomía a lo real con respecto al pensamiento, tendrá que ser pensado en medio de una penosa crisis en el contexto de la consolidación de los Estados-nación en Europa. Al reaparecer Schiller en la escena después de 10 años sin componer un drama, parece que el optimismo de su filosofía de la historia ha cambiado porque el presente que ha provocado la escritura de Wallenstein amenaza con romper la paz y la unidad que siglo y medio atrás se hubiera conquistado tras la guerra de los treinta años. Schiller hace una introducción en verso donde cuenta lo que motivó la escritura del drama y el papel del arte frente a la nueva tensión del presente histórico. También aparece el tema de la guerra como el ambiente más adecuado para expresar en esta ocasión la vida del hombre como ser histórico en busca de su libertad.

Ahora, al término de nuestro siglo, en que lo real es poesía, y hay lucha de naturalezas poderosas, teniendo ante los ojos propósitos elevados y lidiándose por alcanzarlos, sin perderse de vista lo que constituye la aspiración suprema humana, el afán de libertad y de poder; ahora el arte también ha de levantarse de la tierra con vuelo más potente, y debe

hacerlo, aunque no sea por otra causa, por no avergonzarse a su vez del teatro de la vida.

Inerte contemplamos hoy la forma antigua y vigorosa, que, ha ciento cincuenta años,

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dio a los pueblos de Europa una ansiada paz, fruto a mucha costa comprado de treinta años de guerra deplorable. Otra vez se atreve la fantasía del poeta a presentaros una época tenebrosa, para que miréis más gozosos lo presente, y penetréis en lo venidero, fecundo en

esperanzas. (Schiller, 1913: 197)

A mi juicio, aquí Schiller enuncia la expectativa de una respuesta que el arte debe dar a los requerimientos de la época en el problema que el idealismo alemán ha captado como el más crucial de todos, a saber, la pregunta por la esencia del hombre como un ser destinado para la libertad. Napoleón ya se ve cabalgando por toda Europa y la guerra permanente aparece en una roja alborada como único medio para restablecer la paz. Si el arte presenta una época tenebrosa para traer esperanza en lo venidero es porque la visión de lo tenebroso sin la mediación del arte es fatalista. A lo que tiene que responder el arte es a una fuerza que cuestiona la esencia del hombre como ser destinado para la libertad y que, de todos modos, sólo se puede captar desde cierto sentido de la dimensión histórica de todas las utopías de los hombres. El problema del determinismo y el fatalismo de la histo-ria es el nuevo rival de la libertad. Esa es la importancia del arte y de que Schiller reaparezca para el público en la escena.

Si con el descubrimiento de la Providencia secularizada el dominio del rey pierde efectividad en tanto representante de Dios, ahora el Kaiser retoma cierto poder porque las fuerzas azarosas de la historia y cierto sentido de fatalidad se ponen de su lado. El ejecutor de esta fatalidad es Octavio Picolomini, quien, quitándose la parte de responsabilidad que le corresponde, describe la muerte de Wallenstein como causa de la “mala estrella” que le acompaña, como un designio de los astros a los cuales el mismo Wallenstein había comprometido su prometeísmo.

Wallenstein ve en el ejército del Kaiser la posibilidad de instaurar la paz, utili-zando la misma fuerza militar del imperio con la ilusión de legitimarla a favor de su idea de libertad. El gran caudillo confía así la realización de la idea al poder del ejército y desde este momento el poder y la libertad quedan aliados. Pero el poder se presenta aquí como una potencia autónoma que no negocia con nin-guna intención moral y el problema de Wallenstein consistirá en legitimarlo para que sea medio del fin llamado “paz”. Pero la lógica del poder se inscribe en la dialéctica ocasión-sujeto, que ya se esbozaba en Don Carlos, llevándola al extremo, mostrando la radical incompatibilidad entre fines y medios. Así lo define Villacañas en torno a la dualidad interior de Wallenstein: “los pensamien-tos por sí mismos fuerzan a la acción tan pronto se han encarnado en la palabra. Pero esa acción cambia de medio, abandona el pensamiento y pasa a jugar en el ambiente denso de la acción histórica describiendo otros rumbos. En este sen-tido, toda tragedia muestra la autonomía de la objetividad frente al pensamiento” (1993: 313). La objetividad, en este sentido, puede homologarse al sentido de

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fidelidad a la historia con que Schiller escribió su Don Carlos, el realismo literario desde el que el autor quiere mostrar el choque entre el idealista y el realista en la tarea de la consecución de la libertad y, por ello, este sentido de objetividad termina con la ilusión de legitimar el poder desde los planes del cau-dillo. Si bien en Wallenstein esta objetividad cuestiona el problema de la libertad humana en torno a su decisión de traicionar al Kaiser pactando con los suecos. “En vano piensa el hombre realizar actos libres. Sólo es el juguete de fuerzas ciegas que convierten rápidamente su propia opción en obra de una pavo-rosa necesidad”. Aquí, Wallenstein llama necesidad al azar, pero también a la significación del mecanismo por el cual él mismo ha decidido voltear su fe hacia las estrellas y su curso. Cuando la idea de libertad quiere interpelar al mundo real “éste se muestra como un sedimento de acciones guiadas por la astucia, por las componendas, por la lucha. Y estas acciones generan siempre acciones del mismo tipo, ya sea para contrarrestarlas, ya para mantenerlas” (1993).

La realidad misma se convierte a fuer de su mencionada objetividad en un entra-mado de fuerzas que ya no se puede distinguir con el artificio de la obra y, por ello, el autor de este entramado no es plenamente Schiller. En el drama parece identificarse la razón extrema del historiador que arma artificialmente un todo tras la rigurosa concatenación de las acciones para encontrar la libertad y el azar con que él mismo se tropieza como descubrimiento de la historicidad de toda acción humana. Esto es lo que Hegel llamó la historia de la toma de una decisión y la reacción que provoca. Así escribió Hegel sobre Wallenstein en 1800: “la impresión inmediata que deja la lectura del Wallenstein es de triste silencio por la caída de un hombre poderoso bajo un destino sordo y muerto. Al acabar el drama se ha acabado todo; el reino de la nada, de la muerte ha triunfado. No es un final de teodicea” (1978: 435). La lectura de Hegel expresa una situación general del pensamiento alemán de finales de siglo XVIII, donde el prometeísmo se las ha de ver de frente con la nada, como el punto más álgido en su intento de independen-cia de toda conducción ajena.

Hegel concede al azar el protagonismo en la caída de Wallenstein, y en eso descubre una dimensión no racional del devenir histórico con la que se confron-tará durante el desarrollo de su sistema. Por su parte, para Schiller este taller de experimentación llamado drama histórico se convierte en la captación de una crueldad inherente al mundo y se complace, también como el Dionisos de Nietzsche, del orden de creación/ destrucción, porque lo artificial, en tanto que arte, es la única base propia que imita y, en cierto sentido, gobierna la ley del devenir. Tal como expresa Germán Meléndez en su ensayo “La justificación estética del mal en el joven Nietzsche”: “experimentando el horror del desgarramiento (como captación de la unidad fundamental que subyace a lo múltiple) el hombre

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dionisiaco logra, no obstante, mantenerse en el desocultamiento de lo Uno con-tradictorio al lograr una compenetración ya no con lo individual sino con el deve-nir eterno en cuanto actividad en la que se funden en una unidad creación y destrucción” (2001: 112).

Conclusiones

El papel de Schiller como literato no debe entenderse únicamente desde su cercanía a la filosofía, sino también desde su rol como historiador y profesor de historia en la universidad de Jena. Como historiador debió desarrollar una metodología a través de la que se muestre la concatenación de los acontecimien-tos que narra y una inteligencia sobre su estructura que permita dar juicios sobre lo que pertenece al reino del azar y lo que es del reino de la necesidad, sobre las relaciones causa-efecto, cuando éstas tengan algún sentido, y sobre una unidad estructural de la historia que haga posible entender el desarrollo dialéctico del cambio. Pero más allá de una cuestión meramente metodológica se sortea el problema de la necesidad del historizar y la del historiador. Y en ello Schiller es un abanderado de la historia Monumental, como lo afirmaría Nietzsche en su ter-cera intempestiva, haciendo suya una exigencia de la conciencia burguesa en su periodo clásico, donde se pone de relieve que la utilidad o inutilidad de la historia para la vida estriba finalmente en que algo se enseñe activando todas las fuerzas del individuo. Pero en la posición de historiador de Schiller el intelectual es un ser vital y presta su servicio a la conservación de lo que es grande y la cuidadosa labor de investigar las condiciones de un renacimiento.

Nietzsche ha dicho por qué el historiador Monumental no espera nada del azar. Puesto que este historiador está en la certeza de que el pasado fue realmente grandioso, aumenta la creencia en el futuro renacimiento de todo lo grande con la idea de que lo que una vez fue efectivo podrá repetirse. Aunque para ello debe haber una conexión interior, un espíritu atemporal que permita encarnar una y otra vez lo universal en lo particular. Pero para Nietzsche esto se logra sólo a costa de aniquilar la particularidad de cada época y abstraer una fuerza general que inyecta poder y voluntad a los héroes construidos así artificialmente. Este historiador “atenúa las diferencias entre los motivos e intenciones con el fin de, y a costa de las causae, presentar los efectos de forma monumental, esto es, de manera ejemplar y digna de imitación”. Pero quien viera la presencia del azar en la historia se llevaría muy otra lección: “esto es lo que impide a los ambiciosos dormir, esto es lo que los héroes emprendedores llevan como un amuleto en su corazón, pero éste no es el verdadero conexus histórico de causas y efectos, que, si fuera conocido en su conjunto, sólo demostraría que nunca puede salir del juego de dados del porvenir y del azar nada absolutamente idéntico” (Nietzsche, 1945: 22).

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Cuando la historia Monumental domina sobre la Anticuaria y la Crítica, los enlaces de unión artificiales tienen un fin moral capaz de lanzar una cruel ironía al mundo: “la historia monumental engaña por analogías. Por seductoras asimilaciones, lanza al hombre valeroso a empresas temerarias; al entusiasta, al fanatismo. Y si imaginamos esta clase de historia en manos y cabezas de bien dotados egoístas, de fanáticos maléficos, los imperios serán destruidos, los príncipes asesinados; las guerras y las revoluciones, fomentadas” (23).

Obviando el conservadurismo que demuestran estas líneas de Nietzsche, en Schiller lo artificial a ultranza deviene más bien cierto sentido de finitud y fidelidad al mundo. El problema de fondo sería la interpretación de la idea de idilio, desde la cual se puede entender la posibilidad o imposibilidad de su proyecto.

La adecuación de la idea de libertad al mundo real en el drama histórico da una nueva relevancia al acontecimiento. Si bien Schiller historiador formula unas leyes generales para el decurso histórico (antecedentes del acontecimiento, su regularidad en la historia y su intelección conforme a un fin), y si bien el acontecimiento en su drama se perfila en tanto se concreta en la oposición generalidad-particularidad, su propuesta dramática no termina en una propuesta predictiva de la historia; antes bien, muestra el carácter abierto de la experiencia histórica. Ante esta relación en que ninguna expectativa puede ser derivada ya del horizonte limitado de una experiencia (cf. Koselleck), el lector ve la necesidad de rechazar un idilio ilusorio y un mundo trascendente que redima el presente. El lector entra así en la concepción trágica que critica a las filosofías de lo abso-luto.

Esta crítica hace que el ideal se configure como tensión inmanente en la historia y que se trasponga la creencia en un paraíso primigenio en una refracción ideológica del presente de la burguesía, lo que sería el indicio para hallar una lúcida conciencia de las contradicciones de la época. Sin embargo, tal crítica no centra su acción en argumentos filosóficos o logicistas sino, principalmente, en argumentos psicológicos, casi antropológicos, sobre la evolución de los per-sonajes. El hecho de que el Dios personal de la teodicea haya sido reemplazado por la historia, se concreta en el drama en que el nacimiento y la muerte de Dios sean evidenciados por medio de ese entramado de relaciones psicológicas en que el azar se convierte en lo necesario y en el que se sustituyen permanentemente, por analogía con las figuras de dicción del lenguaje, las causas por los efectos y viceversa. Para Schiller el lugar de esta actividad destructivo-creativa del hombre es la historia, pero ésta sólo puede ser entendida como un todo a partir de la razón narrativa.

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La razón narrativa se adelanta a la historia y la complementa. Para los ojos del escritor, la historia se despoja del saludo redentor del concepto y descubre al hombre como un ser sin fundamento. Cuando Georg Büchner comenzó a estudiar la Revolución Francesa para escribir su drama La muerte de Danton, escribió:

Me he sentido aplastado por el atroz fatalismo de la historia. Veo una horrible igualdad en la naturaleza humana, en las condiciones de los hombres, una violencia ineluctable, con-ferida a todos y a nadie. El individuo no es sino mera espuma de olas, la grandeza, mero azar, la preponderancia del genio, un teatro de marionetas, una lucha irrisoria contra una ley de hierro, conocerla es lo más que se puede alcanzar, dominarla es imposible. (1992:

15)

Tal vez eso que se llamó clasicismo consistió en contemplar con la mirada del Laocoonte el fondo propio en que vive el hombre y expresarlo con palabra clara y tranquila, escribiendo con sangre la palabra llama al hombre a mirar el fondo en que vive. “¡Oye! El bárbaro ataca las murallas, cíñeme, pues, la espada y deja el llanto; mi amor no morirá ni en el Leteo”. Así se despedía Héctor de Andrómaca antes de salir a enfrentar a Aquiles, o lo que quiera que el León significara.

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Notas

1 Para Schiller, el poeta ingenuo está en unidad con la naturaleza. Naturaleza aquí connota un acuerdo entre la palabra y la cosa; en este momento el poeta ingenuo todavía no ha sentido la irrupción de la dualidad conciencia- objeto, característica de la filosofía moderna. Pero esto último es precisamente lo que define al poeta sentimental, quien ha roto su acuerdo con la naturaleza. El problema es saber si la naturaleza, para el pensamiento moderno, significa una unidad anterior a la dualidad conciencia-objeto, de la cual ambos términos habrían brotado y a la cual aspirarían a reintegrarse nuevamente. Esta interpretación, común desde M.H. Abrams con su libro Romanticismo: tradición y revolución, sólo hace justicia para plantear la contro-versia sobre panteísmo surgida en la antesala del idealismo alemán en el primer Schelling, Jacobi y Fichte, a su vez una reedición del problema entre Jacobi y Lessing, pero no para pensar el desarrollo de la poética de un escritor como Hölderlin, quien, precisamente construyó su más alto sentido de elegía superando el spinosismo, un tanto a la manera como lo haría más tarde Hegel en la Fenomenología, cuando él dice que la sustancia tiene que ser pensada igualmente como sujeto y que el verdadero absoluto no es la unidad primigenia sino el Espíritu. El arte que esté anclado en estas filosofías de lo absoluto intentaría así imitar al artista ingenuo, pero condenándose a una mala concepción de lo infinito y de la naturaleza. La afirmación de la naturaleza por el poeta sentimental se tiene que dar, no al margen de la historia, sino por medio de ella. Naturalmente, esta diferenciación entre la manera de observar la naturaleza como anhelo, reincide directa-mente en la forma en que se interprete la tragedia como género y las grandes tragedias de la historia. Lo trágico en Schiller es la manera como él descubre la historicidad de todo ideal, mostrando el choque entre ideal y realidad y uniendo ambos términos en un proyecto educativo que será el del drama histórico.2 Schiller distingue dos maneras de conciliación entre el hombre y la naturaleza llamada idilio. Pero según el idilio esté situado en el pasado o en el futuro, recibe distinto nombre. Arcadia es el idilio que fue efectivo en el pasado del esplendor helénico. El Elíseo es la nueva unidad entre hombre y naturaleza que el poeta sentimental vislumbra en su canto.3 Así escribe Schelling a Hegel en 1795: “para mí el supremo principio de toda filosofía es el Yo puro, absoluto, es decir, el Yo en cuanto mero Yo, todavía sin condicionar por ningún objeto, sino puesto por la libertad. El A y O de toda filosofía es Libertad” (Hegel, Escritos de juventud, p. 59). Schelling exige echar abajo el ámbito de la conciencia como conciencia limitada frente al objeto: “destrucción de la finitud, nos conduce así al mundo suprasensible” (Ibid). Desde este punto de vista la suprema libertad para la conciencia es igual a la nada, pues para el Yo absoluto-Dios de Schelling “no hay objeto ninguno, pues si no dejaría de ser absoluto” (Ibid, p. 60).4 Traducción inédita de Camila Bordamalo (2005), estudiante de Filología (Alemán) de la Universidad Nacional de Colombia. 5 Ibid.

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La visión de la historia en Schiller desde la trilogía sobre Wallenstein

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Ph.D. en Historia de la Universidad Laval (Québec, Canadá). Es profesor del Departamento de Historia de la Universidad Nacional de Colombia sede Bogotá, desde 1996. Se dedica a la enseñanza de la historia europea de los siglos XIX y XX. Su campo de interés investigativo se relaciona con la losofía de la historia, con un énfasis especial en los problemas narrativos. En los últimos años, ha publicado artículos sobre temas relacionados con el discurso histórico, la novela histórica y las relaciones entre literatura e historia.

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Preludio sobre la vida de Wallenstein

Preludio No. 1: el personaje

Albrecht von Waldstein, conocido en la historia como Wallenstein (1583-1634), nació en el seno de la nobleza protestante bohemia. Cuando estalla la rebelión contra los Habsburgo, en 1618, se convirtió al catolicismo, respaldando así las pre-tensiones de Fernando II (1578-1637) al trono de Bohemia, y en contra del elector palatino Federico V (1596-1632), elegido rey por la Dieta después de la muerte de Mateo II (1557-1619)1.

Preludio No. 2: Wallenstein entra en escena

La batalla de la Montaña Blanca (1620) puso un fin trágico a esta rebelión nacional checa2. Enardecido por este éxito, Fernando ambicionó extirpar el protestantismo de la faz del imperio alemán. Había que castigar a los príncipes protestantes que habían osado apoyar al palatino, usurpador de la corona bohemia. Apoyándose en los ejércitos de la Santa Liga3, al mando de Johann T’Serclaes -conde de Tilly (1559-1632)-, general belga éste al servicio del elec-tor de Baviera Maximiliano I (1573-1651), Fernando extendió la guerra a los estados protestantes del norte de Alemania, provocando así un conflicto a escala europea. Entonces el rey de Dinamarca, Cristián IV (1577-1648), considerando a sí mismo como el adalid de los protestantes alemanes, y siendo príncipe alemán por la posesión del ducado de Holstein y de algunos principados eclesiásticos, decide intervenir en el conflicto, apoyado por subsidios ingleses, franceses y holandeses.

Con la intervención danesa entra en escena Wallenstein como generalísimo de Fernando II. Éste, incomodado por la dependencia hacia los ejércitos de la Liga, cuyo campo de acción se limitaba al imperio alemán4, acogió la propuesta de Wallenstein (ahora duque de Friedland, título que recibió en recompensa de sus servicios) de formar un ejército imperial, es decir, un ejército dependiente únicamente de la voluntad del emperador. Otro argumento seductor sería que este ejército no constituiría ninguna carga para las arcas del soberano Habsburgo; su mantenimiento y la paga de los soldados se efectuaría a expensas de los países conquistados o atravesados (Rovan, 1998: 349).

Preludio No. 3: éxitos y primera caída

Las victorias sonríen al “generalísimo”. En 1626 vence en Dessau a Ernst de Mansfeld (1580-1626), general de la Unión Evangélica. Poco tiempo después,

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obliga a las tropas danesas a retirarse hasta el Jutlandia, es decir, profundamente al interior de su propio país, lo que forzaría a su soberano a firmar -en 1629- la paz de Lübeck y a retirarse del conflicto. Mientras tanto, somete el Brandenburgo y la Pomerania en 1628. Tales serán los éxitos que, reunidos en la asamblea de Ratisbona, los príncipes electores, tanto católicos como protestantes, temerosos de sus triunfos, y la corte imperial, envidiosa de los mismos, convencen al emperador de deshacerse de Wallenstein.

Sin embargo, la arrogancia de Fernando II ante la victoria provoca, dos años más tarde, una nueva intervención extranjera5. Aparece un nuevo defensor de la causa protestante en la persona del rey de Suecia Gustavo II Adolfo (1594-1632). Frente a este nuevo peligro, Wallenstein es llamado, logrando éste restablecer de nuevo la situación militar en favor de Viena. Pero nuevamente será objeto de los temores de los príncipes y de la envidia de la corte de Viena, con la diferencia esta vez que tales temores y envidias no sólo propiciarían su caída, sino que también provocaron su muerte.

Preludio No. 4: segunda caída y muerte de Wallenstein

Después de la batalla de Lützen en 1632, el comportamiento de Wallenstein empieza a suscitar muchas inquietudes, pues, encerrado en un completo mutismo, desobedece órdenes, huye del combate y termina atrincherándose en sus cuar-teles en Pilsen. Allí, una extraña ceremonia de juramento, conducida por algunos de sus oficiales, suena a traición, impresión reforzada por los rumores de posibles conversaciones entre Wallenstein y comandantes suecos y sajones. Entonces, el emperador decide eliminar a su incómodo generalísimo a través una conspiración que, liderada por sus propios oficiales, lo obliga a huir de Pilsen a Egen, lugar en donde será asesinado6. Así murió este singular personaje, considerado por más de uno como el más grande jefe militar de la Guerra de los Treinta Años7.

Estudios sobre la trilogía de Schiller

Estudio No. 1: concepción de la Historia en Schiller

La concepción de la historia de Schiller se nutrió, por un lado, de los principios de la filosofía kantiana de la historia y, por el otro, de los preceptos de los poetas del Sturm und Drang en materia histórica. Durante toda su vida, Schiller siempre mantuvo un gran interés por la historia, a tal punto, que se dedicaría a enseñarla en Jena entre los años 1789 y 1799. Por esta razón, fue considerado en los estándares de la época un historiador “profesional”. Pero Schiller también era un poeta talentoso, y en su poesía transpiraba continuamente su concepción de

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la historia. Sus fuentes de inspiración fueron los poetas épicos de la antigüedad grecorromana, como Homero y Virgilio, al igual que los trágicos modernos, como Shakespeare.

De esta manera logró profesar una concepción original de la historia, la cual, en su opinión, no podía reducirse a una simple enumeración de hechos, como lo hacían los historiadores de su tiempo8, ni tampoco librarse a través de una especulación de alto vuelo sobre el sentido de los procesos históricos, a la manera de Rousseau o de Kant. Más bien, los dos enfoques debían complementarse, si bien tal complementación podía sólo darse a partir de una actitud poética frente a la historia, así como las tragedias históricas de Shakespeare. En efecto, una actitud poética hacia la historia sería lo que permitiría “simpatizar” con los personajes y resaltar su verdadera dimensión histórica; tal actitud posibili-taría el “adentrase” en los hechos, para exponer así la historia como un proceso (Collingwood, 1952: 109-110).

Estudio No. 2: el Wallenstein como drama histórico

Para Schiller, el personaje de Wallenstein constituye sin lugar a dudas el perfecto ejemplo de una historia que necesita aprehenderse desde un ángulo poético. En efecto, con la vida de este famoso general de la Guerra de los Treinta Años se despliega un destino, un destino que, por ser precisamente digno de un relato histórico, contiene todos los elementos de un drama. Como Schiller lo declama en el Rezitativ, Wallenstein, figura heroica par excellence, fue uno de esos per-sonajes capaces de suscitar tanta controversia, que su valoración diverge diametral-mente según la perspectiva desde la cual se examine su vida.

En la Semblanza de Wallenstein, escrito en el cual Schiller hace la labor de “his-toriador”, el retrato de Wallenstein está pintado en blanco y negro: el hombre es ambicioso, calculador y, sobre todo, vengativo; el perfecto perfil de un “traidor” consumado. En esta obra histórica, Wallenstein es objeto de una condena sin posibilidad de apelación. Ahora bien, vista como drama histórico, la vida de Wallenstein adquiere otra dimensión. Los blancos y los negros se matizan en una multitud de grises, mostrando, por un lado, la sempiterna y triste historia de la desmesura humana, una desmesura nutrida por la ambición, y, por el otro, la puesta en escena de la tragedia de un héroe que confiaba ciegamente en su “buena estrella”. Así, filtrado a través del prisma del arte, el personaje aparece en su dimensión humana. Esta dimensión humana se aprecia bellamente desde la siguiente cita, extraída del “Prólogo recitativo”, que es un resumen de toda la concepción de la historia de Schiller mencionada antes:

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Por el favor y el odio trastornado de los partidossu figura oscila en las historiaspero el arte ahora a vuestros ojos y vuestro corazón debe acercarlohumanizando su figura, que él todo lo limita y ataa la Naturaleza lo restituye, de la vida en el ímpetuVe al hombre y una larga mitad de su culpa a su mala estrella atribuye.

Estudio No. 3: finalidades del drama

El poema dramático Wallenstein (Schiller, 1963) está compuesto por tres dramas escritos entre 1794 y 1798. Estos son: “El campamento de Wallenstein”, “Los Piccolomini” y “La muerte de Wallenstein”.

El primer drama sucede en un campamento militar, en la cotidianidad de la vida del soldado raso de la Guerra de los Treinta Años. La acción, históricamente hablando, se sitúa en el invierno de 1633 a 1634 (aunque el autor no lo mencione explícitamente). El hilo conductor de esta obra es la opinión del soldado hacia Wallenstein. En ella encontramos que los soldados le dedican un verdadero culto, describiéndolo como el jefe de guerra por excelencia. Si Wallenstein recibe tan grata calificación, se debe a que el friedlandés es un jefe de guerra que com-prende más que cualquier otra persona el ideal del soldado de la época: la libertad. El soldado aquí es un ser libre, libre, ante todo, de las ataduras de las servidum-bres de la vida campesina. Vive en cambio una vida llena de aventuras, lejos de la rutina de los trabajos agobiantes del campo.

Esta ansia de libertad del soldado sirve a Schiller de tela de fondo para pin-tarnos retratos históricos de los ejércitos implicados en esta devastadora guerra de religión. Los suecos hacen la guerra en nombre de principios religiosos y morales, razón por la cual en el ejército prevalece la disciplina. Los suecos se involucraron en este conflicto llamados por una misión trascendental: la de socorrer a los protestantes alemanes. Los sajones comparten con los suecos la voluntad de regirse por una estricta disciplina militar. En estos ejércitos el sol-dado es astringido a obediencia ciega e incondicional a sus jefes, es decir, está sujeto a una especie de vida ascética, similar a la vida militar de nuestros ejércitos nacionales contemporáneos. Ahora bien, como estas dos filosofías castrenses son incompatibles con la aspiración a la libertad dibujada antes, los soldados protago-nistas del drama confiesan -sin remordimientos- haber sido desertores de esos ejércitos.

Con los ejércitos de la Santa Liga las cosas serían diferentes: su general Tilly es el protagonista característico de la guerre en dentelles, practicada por la nobleza del siglo XVII: para él, la guerra es un juego, lo cual constituye una ocasión para

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que los soldados disfruten de una “buena vida”. Desgraciadamente, Tilly muere en Ingolstadt en la batalla del río Lech.

Por último, tenemos el ejército de Wallenstein, en donde la vida del soldado representa la realización de un ideal. En este ejército, el soldado es dichoso porque su comandante entiende, más que nadie, que la guerra sirve para satis-facer los apetitos y las ambiciones humanas. Con Wallenstein, la guerra adquiere una dimensión pura. Y es en esta dimensión de guerra pura, de guerra por la guerra, en donde el soldado vive la quintaesencia de la libertad.

En el segundo drama, “Los Piccolomini”, Schiller pone en escena la envidia y la desconfianza que suscitan los éxitos militares de Wallenstein en la corte de Viena. A raíz de tales éxitos, la corte lo ve como un peligro, y Maximiliano de Baviera, jefe de la Liga, lo cree una amenaza. La popularidad que ha conseguido dentro de la soldadesca hace que Wallenstein sea percibido entonces como un hombre con demasiado poder, poder proveniente de su imagen como “salvador” de la causa imperial. Y es precisamente, al parecer, porque se ha vuelto muy indispen-sable para la causa imperial que se independiza de ella. Ahora, nutrirá sus propias ambiciones y tendrá sus propios planes. Por lo tanto se convierte en una persona incómoda y peligrosa, y más aún cuando el genial soldado, según parece, ha caído en la megalomanía: se cree el caudillo de la paz y el salvador de Alemania, lo cual es ir demasiado lejos. Tan incómodo personaje tiene que ser eliminado.

El último drama, que termina, como lo indica su título, con la muerte de Wallenstein, constituye el desenlace de un destino. En él se asiste a la tra-gedia de un ser completamente cegado por el orgullo y la certeza de su buena estrella, ceguera que se manifiesta -sobre todo- en la confianza hacia uno de sus generales, Octavio Piccolomini, que será el artífice de su caída. En esta tercera parte también observamos a un Wallenstein que justifica con múltiples malaba-rismos retóricos la traición que se prepara a cometer contra Fernando II. Pero ante ello se dirá que, primero, sus ambiciones no constituyen una traición sino solamente el cumplimiento de su destino heroico, y, segundo, que sus acciones no pueden ser calificadas de traición, y más cuando el verdadero traidor es la corte de Viena con su lote de celosos, envidiosos y mezquinos. Si bien el generalísimo del emperador Habsburgo reconoce estar devorado por la ambición, la justifica dentro de una lógica de guerra y no política; luego no estaría cometiendo una traición. En consecuencia, no puede ser objeto de censura. Por el contrario, es más bien el imperio de los Habsburgo el que debe ser objeto de las críticas, por carecer de una cultura unificada. Finalmente, solo, abandonado por sus soldados y traicionado por sus oficiales, Wallenstein es asesinado, muriendo dignamente como suele hacerlo un personaje de tragedia.

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Variaciones: los personajes en su intimidad

Variación No. 1: Wallenstein

En la obra de Schiller, la figura de Wallenstein es la de un auténtico personaje de tragedia. Genio de la guerra, figura demiúrgica, es sobre todo un hombre ator-mentado, inmerso en sus contradicciones. Calculador frío, es una persona inquieta, a la merced de las predicciones de Bautista Seni, su astrólogo. También es un ser orgulloso, muy orgulloso. Este orgullo se manifiesta hasta alcanzar niveles de inconsciencia. De otro lado, aunque considera que obtuvo su inmenso poderío del Kaiser (tiene claro que sólo trabaja para él), no lo sirve. Sólo sirve a sus ambi-ciones, a un punto tal, que es devorado por ellas; Wallenstein hasta llega a creerse el igual de Fernando II, o como él mismo lo dice: el rey de su ejército, en donde ejercerá un poder absoluto.

El punto de partida para la realización de las ambiciones de Wallenstein (por las que morirá si es necesario), como la restitución del esplendor en el Reino de Bohemia y la obtención del poder absoluto en Alemania para lograr la paz (tan anhelada por un pueblo agobiado por el conflicto confesional), es precisamente este poder contar el general con el respeto y la confianza de sus soldados.

Wallenstein cuenta con la admiración de sus soldados. Tiene el respeto de ellos por respetar su libertad. Tolerante, lo único que le interesa es que ellos sean buenos combatientes. Es así como se explica el que, siendo defensor de la causa católica, sus tropas estén compuestas tanto por católicos como por protestantes; siempre y cuando los soldados combatan bien, la confesión religiosa que pro-fesen poco le importa. La guerra no tiene otro fin que la guerra misma. Es un negocio para amasar riquezas (Wallenstein sacaría de la guerra su inmensa for-tuna). Generoso, es considerado por su ejército como un padre. Comandar hom-bres es su segunda naturaleza. Objeto de respeto, sabe mantener la disciplina y el orden en un ejército compuesto por mercenarios ávidos y sin escrúpulos. Por estas razones Wallenstein es definitivamente -a los ojos de Schiller- el guerrero innato.

Variación No. 2: los Piccolomini

Octavio Piccolomini (1599-1656) encarna al típico hidalgo. Nacido italiano, un tiempo al servicio de la corona de España, pasa luego al servicio del Imperio, lo que lo lleva al servicio de Wallenstein. Es el carrerista par excellence. Hábil manipulador, mañoso cortesano, es el artesano de la traición al duque de Friedland. Ambicioso como éste, es sin embargo su némesis en términos de

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carácter. Al contrario de Wallenstein, es un ser prudente y modesto en sus deseos. Parte de los happy few que entran en el círculo de los íntimos del friedlandés, y beneficiario de su confianza es también el oído de Fernando II. A través de él es que Viena sabe lo que Wallenstein trama en contra.

Traicionero, Octavio Piccolomini sabe que lo es. Lo asume plenamente y tam-bién lo justifica. Su justificación se fundamenta en la fidelidad profesada hacia el emperador, su señor y amo. Entonces, Wallenstein, por traicionar a Fernando II, será traicionado asimismo por su general: el traidor termina traicionado. Es absuelta la traición cuando se traiciona al traidor, lo que es confirmado por el destino pues -al final del drama- el emperador lo nombra príncipe.

Max Piccolomini, su hijo, es un personaje cuyo comportamiento obedece al patrón del héroe romántico. Es un ser puro e inocente, profundamente enamorado de Tecla, la hija de Wallenstein, por lo que guardará hacia éste una admiración y confianza sin límites. Su fidelidad al duque de Friedland está dictada por una fogosa pasión, lo que hace que se cierre completamente a la exhortación de su padre cuando le dice que Wallenstein no es más que un personaje ambicioso y traidor. Es más, cuando Octavio revela sus propios planes de traición, Max rompe con su padre, desobedeciendo las reglas más indiscutibles del respeto filial, por seguir los sentimientos dictados por su corazón. Es así como Max Piccolomini se dirige hacia un destino trágico, característico del héroe romántico: cuando es frustrado su amor (por el mismo Wallenstein, quien tiene a su hija como instru-mento para sus ambiciones de grandeza), y se da cuenta de que su padre tenía razón, Max se refugia en la muerte, preservando su honor y llevando intacto a la tumba su amor hacia Tecla.

Variación No. 3: los oficiales del ejército de Wallenstein

Como se ha mencionado atrás, los soldados del ejército de Wallenstein son mer-cenarios que lo respetan y veneran, claro, siempre y cuando la paga sea buena y llegue a tiempo. Pero por tener personalidades primarias, su fidelidad es más sólida que la de los oficiales porque, además de riquezas, éstos persiguen sus propios sueños de gloria y poderío. No obstante, los oficiales que componen el séquito de Wallenstein se dividen en dos grupos: los que están atados a su destino como Terzky, Illo e Isolani, y los que lo siguen en los azares de la fortuna, como sus capitanes Buttler, Gordon, MacDonald y Deveroux.

El conde Terzky, general bohemio, está ligado íntimamente a Wallenstein por estar casado con su hermana. El conde Illo, su mariscal de campo y hombre de confianza, e Isolani, general croata, son partes del círculo de los íntimos

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del duque de Friedland y, hasta cierto punto, los alter ego del friedlandés en la medida en que nutren una ambición igual a la suya. Pero ahí termina la comparación, ya que carecen de la astucia y la inteligencia de Wallenstein. Son más bien personas torpes y ruines, y ejecutan acciones en nombre de Wallenstein que no harán sino precipitar su caída, por ejemplo: en el asunto del banquete del juramento. Ellos perecerán como Wallenstein, aunque sin honor.

Los capitanes Buttler, Gordon, MacDonald y Deveroux son mercenarios irlandeses, y los esbirros que toman por iniciativa propia la decisión de asesinar a Terzky, Illo e Isolani y, también, llevarán a cabo el magnicidio. Son típicos soldiers of fortune, individuos de doble moral; su lealtad va hasta donde lleguen sus intereses. Participantes del banquete del juramento, prometen fidelidad a Wallenstein, si bien, primero que todo, son soldados contratados por el empera-dor al servicio del friedlandés. Es por esta razón que no vacilan en cambiar de campo cuando la estrella de Wallenstein se apaga, pues de seguir reconociéndolo como el soldado de genio, su traición pondría sus propios intereses en peligro. Así que, en lo único que dudan es en escoger la forma más vil para eliminar a un personaje ahora embarazoso.

Variación No. 4: retratos femeninos

El drama del Wallenstein tiene personajes femeninos representativos, como la condesa Terzky (hermana de Wallenstein y esposa del general bohemio), la duquesa de Friedland (esposa de Wallenstein) y Tecla (princesa de Friedland), su hija. La condesa es la versión femenina de Wallenstein. Ambiciosa como él, actúa como la conciencia (la mala conciencia) de éste, motivándolo constantemente a perseguir sus sueños de grandeza, aun cuando es cada vez más evidente que la fortuna lo ha abandonado. En el drama, cumple la función arquetípica de Eva: es la tentadora que precipita a Wallenstein hacia su caída. Por otra parte, la duquesa de Friedland, en cambio, juega en el drama un papel pasivo: típica víctima de un matrimonio por conveniencia, no es más que un juguete en manos de la ambición de su marido. Ingenua, ignora todo lo que se trama a sus alrededores y hace poco por enterarse. Su felicidad radica en la ignorancia. Finalmente, Tecla, quien es el complemento femenino de Max Piccolomini, persona a la que le comparte su amor. Ella es una joven mujer de carácter, una hija rebelde que se niega a ser el instrumento de la política de su padre, lo que se constata en la reacción que tiene cuando le llega la noticia de la muerte de su amante, una reacción -por cierto- característica de la mujer romántica que se hunde en llanto eterno ante la tumba del amado.

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Epílogo

El drama Wallenstein presenta una versión poética de un episodio histórico. La pretensión de Schiller es mostrar la dimensión humana de un monumento de la historia como lo es el duque de Friedland. La finalidad de la pieza Wallenstein es la de sublimar, a través de la prosa literaria, las controversias históricas en torno a este personaje. Schiller logra de esta manera trascender la mera crónica (como lo hace en la Semblanza de Wallenstein), resaltando así las implicaciones filosóficas de un periodo histórico con la ayuda de la poesía.

Las implicaciones filosóficas se relacionan con los perjuicios de la guerra para la vitalidad de una nación. Pero las implicaciones poéticas son aun más ricas, pues restituyen -como lo dice el propio Schiller- la dimensión humana a un personaje atascado por la controversia; la misma dimensión poética pone de relieve lo que Nietzsche (quien admiraba a Schiller9) llamó lo “suprahistórico” en la vida de Wallenstein: en ella se encuentra el drama intempestivo de la ambición, lo que da a esta historia su valor trágico más allá del bien y del mal (de la época), más allá de tantas reflexiones que, precisamente, son las que limitan y hasta impiden una reflexión de índole específicamente histórica. Según esto, pareciera que para Schiller la reflexión histórica stricto sensu resulta insuficiente, paradójicamente insuficiente para captar lo esencialmente histórico de las figuras del pasado, para nuestro caso, de Albrecht von Wallenstein.

El drama poético Wallenstein puede leerse como la propuesta de Schiller sobre el conocimiento histórico, presentada, a su vez, como una alternativa a la grisalla del quehacer histórico de su tiempo. Sin embargo, es desde el momento en que se subordina la práctica de la historia a los imperativos de la ciencia, que la pro-puesta de Schiller cobra vigencia, y más que nunca hoy en día.

De esta manera, Schiller nos invita a explorar un sendero hacia una forma espe-cial de hacer historia, acto éste que, a nuestro modo de ver, ha perdido su esencia en cuanto conocimiento, es decir: en cuanto saber y reflexión con fines estéticos, en fin de cuetas: en cuanto historia al servicio de la vida.

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Notas

1 La corona de Bohemia había sido ceñida por los Habsburgos desde 1526 con Rodolfo I. Con la muerte de Mateo, la corona debía pasar a su primo Fernando, pero éste, al contrario de su predecesor, es un católico que une la piedad a la intolerancia, razón por la cual la nobleza checa no ratificó su elección, escogiendo en cambio al elector palatino, líder de la Unión Evangélica, asociación de estados protestantes del Imperio Germánico. 2 Las medidas represivas tomadas por Viena acabaron con la élite nacional checa, y provocaron: la germanización de la sociedad, la persecución religiosa que condujo a 150.000 personas al exilio (los hermanos Moravos, por ejemplo), la expropiación de más de la mitad de la nobleza terrateniente protestante a favor de católicos (Wallenstein fue uno de los grandes beneficiarios), alemanes o croatas. Fue el fin del Reino de Bohemia, que de ahora en adelante sería posesión hereditaria de los Habsburgo y dentro del cual comenzarían a ejercer un poder absoluto.3 Fundada en 1609, la Liga era una asociación de estados católicos del Imperio Germánico.4 Situación bastante incomoda, en efecto, por tener que enfrentarse a una rebelión en Transilvania, donde era jurídica-mente imposible que la Liga interviniera.5 En 1629, impulsado por sus consejeros espirituales jesuitas, Fernando proclama el “Edicto de Restitución”, el cual obliga a restituir todos los bienes a la Iglesia católica, que habían sido secularizados después de la Paz de Augsburgo (1555).6 Actualmente la ciudad de Cheb en la República Checa.7 Es la opinión particular, por un lado, de Rovan, quién lo califica de “jefe de guerra genial”, y, por otro, de Golo Mann, quién -hijo del ilustre escritor Thomas Mann- se encarga de rehabilitar su figura en la magistral y clásica biografía que escribiese sobre Wallenstein.8 Punto de vista desarrollado en la Semblanza de Wallenstein, estudio del autor complementario a su obra dramática.9 Las ideas sobre historia que Nietzsche desarrolla en la “Segunda consideración intempestiva” se inspiraron de manera importante en la concepción de la historia cultivada por Schiller. Véase “De la utilidad y perjuicio de la historia para la

vida”.

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Bibliografía

Collingwood, Robin George.(1952) La idea de la historia. México: Fondo de cultura económica.

Rovan, Joseph.(1998) Histoire de l’Allemaqne. París: Seuil.

Schiller, Friedrich.(1963) Wallenstein (trad. Rafael Cansinos Assens). Madrid: Editorial Aguilar.

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Lo sublime y la visión trágica del mundo en los textos filosóficos schillerianos

PorMARÍA DEL ROSARIO ACOSTA LÓPEZ

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María del Rosario Acosta

Es lósofa de la Universidad de los Andes, y en el presente es candidata al Doctorado en Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia. Las áreas principales en que ha centrado su trabajo son la estética y la losofía política en la losofía moderna y contemporánea. Su tesis doctoral será justamente acerca de Schiller, y tiene como tema: la relación entre losofía de la historia y estética.

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Introducción

Hablar de lo trágico en Schiller implica hablar de algo que va más allá de las meras consideraciones sobre la tragedia como género poético. En esto, Schiller ejercerá una gran influencia sobre muchos de los autores del idealismo y roman-ticismo alemanes, que convertirán a la tragedia en punto de partida para pensar las relaciones del hombre con el mundo; e incluso, como sucederá en el joven Hegel, para pensar la estructura misma de la historia y del pensamiento. Algo de todo esto ya está en Schiller. En el corto tiempo que tengo hoy ante ustedes, me gustaría poder explicar, a grandes rasgos, cómo es que la tragedia, en Schiller, se convierte en el marco conceptual adecuado para entender, por un lado, y enfrentarse, por el otro, a la situación del hombre moderno, a su relación con la naturaleza y a la lucha entre su racionalidad y su sensibilidad. Esta lucha será justamente lo que, para Schiller, caracteriza al hombre moderno a diferencia del hombre antiguo, de los griegos. La lectura que Schiller realizará de la moderni-dad estará siempre mediada por -y tomará siempre como punto de partida- su mirada y comprensión de la Antigüedad, influida sobre todo por el neoclasicismo de Winckelmann y la visión poética de Goethe.

La tragedia, en los textos filosóficos schillerianos, será a la vez la ejemplificación de la situación de escisión moderna, configurada como destino, y la posibilidad de su resolución: en su puesta en escena, y en sus efectos (el sentimiento de lo sublime), la tragedia se muestra como el conjuro frente al destino moderno, como el lugar de encuentro de la libertad con la naturaleza, de lo racional con la sensi-bilidad: allí donde la amenaza de la distancia se hace más profunda, donde las escisiones llegan a los extremos y el destino se fortalece, allí también se hace posible el más sublime reconocimiento de la idea de humanidad, donde la unidad y la separación, lo bello y lo sublime, la libertad y la naturaleza, serán sólo las dos caras de la misma moneda.

La comprensión de esta función de lo trágico y del elemento de lo sublime se dará a lo largo de cinco años de reflexión filosófica. Esta reflexión será, en todo caso, la continuación de las intuiciones que quedaron expresadas en su producción poética y dramática anterior, la cual habría empezado ya, mucho tiempo atrás, con la composición de Los Bandidos en 1781, pasando por sus primeros dramas y sus primeros poemas (conocidos como la Gedankenlyrik -poesía filosófica). En 1791, Schiller decide dejar de escribir literatura y dedicarse exclusivamente, hasta 1796, a la reflexión sobre la tarea del poeta y la función de la estética como punto de partida para la educación de la humanidad. La decisión coincide con la lectura de la Crítica del juicio de Kant -obra determinante para comprender la perspectiva que tiene Schiller, no sólo de la estética, sino de la filosofía política

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y la moral- y con unos cursos de estética que dictaría en la Universidad de Jena desde finales de 17911. A lo largo de estos años, se puede leer un proceso en la obra schilleriana, que pasa de entender la condición del hombre moderno desde la desgracia de la escisión, a comprenderla como el punto de partida adecuado para la recuperación de una unidad, unidad superior a cualquiera alcanzada más atrás, en la historia, por la ingenuidad clásica. Y la tragedia estará a lo largo del camino configurando la reflexión, introduciendo, inicialmente, la conciencia de la distancia, para servir después como marco conceptual para comprender lo propio de la situación trágica moderna y las posibilidades de reconciliación que ésta trae consigo.

1. La tragedia como introducción de la escisión: imagen de la situación del hombre moderno

El papel que jugarán inicialmente en Schiller las reflexiones sobre la tragedia y sobre el sentimiento de lo sublime, será el de introducir conscientemente, desde la teoría, la distancia característica del hombre moderno. Es decir, utilizando los términos del propio Schiller en Sobre poesía ingenua y poesía sentimental, la tragedia hará de un Schiller inicialmente ingenuo, uno sentimental. Es impor-tante aclarar aquí, sin embargo, que no es que el Schiller de los primeros textos filosóficos fuera, sin más, un autor ingenuo. Para él ya estaba claro, desde sus reflexiones sobre historia de finales de la década de 1780, que la situación de armonía propia de la Antigüedad estaba perdida para siempre. Schiller pertenece a una generación en Alemania para la que la querelle de los antiguos y los modernos, llevada a cabo en Francia a finales del s. XVII, ya había adquirido otras dimen-siones: la historia (gracias sobre todo al historicismo de Herder) ya se había intro-ducido en el debate como una realidad que no podía ser simplemente negada2. No obstante, a lo que me refiero aquí como el paso de Schiller a lo sentimental, es al hecho de que sus primeras reflexiones filosóficas son un tanto ingenuas en lo que se refiere a la facilidad con la que cree poder plantear la reconciliación entre las escisiones propias de la modernidad, y que él ve representadas en la filosofía kantiana. La tragedia, como quisiera al menos dejar señalado aquí, cumple un papel fundamental en el resquebrajamiento de esta ingenuidad inicial.

Es diciente, en primer lugar, que los primeros escritos schillerianos sobre estética hayan estado dedicados sobre todo a la belleza. En sus cartas a Körner, conocidas como Kallias, y en la primera parte del ensayo Sobre la gracia y la dignidad (ambos escritos en la primera mitad de 1793), Schiller se dedicará a mostrar cómo la reflexión kantiana en la Crítica del juicio será el punto de partida adecuado para entender la función del arte en particular y de la experiencia estética en general: la belleza es el lugar de encuentro entre el hombre y el mundo, donde

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toda escisión es superada. En nuestra experiencia de la belleza de la naturaleza, de la belleza artística y en nuestro comportamiento bello frente al mundo (lo que Schiller llamará “gracia”), las leyes de la naturaleza y las de nuestra libertad aparecen concordando armónicamente.

Pero quien lea escritos posteriores de Schiller, encontrará en este tipo de descrip-ciones las características que Schiller le atribuiría posteriormente sólo al hombre ingenuo y al momento de la Antigüedad griega en la historia. Para el Schiller de estos primeros ensayos, la Arcadia perdida en la historia se ha conservado en el arte; el Elíseo está más cerca de lo que se cree: las reconciliaciones para la modernidad se encuentran aún en el santuario del arte, de la poesía, de la experiencia estética, que ha logrado conservarlas a lo largo de la historia. Así lo expresaba Schiller en su poema “Los Artistas” de 1788:

Cuanto más disfrute de la súbita visión,cuanto más elevados y más bellos órdenes sobrevueleel espíritu en una encantadora alianza,y los abrace con un inmenso placer,cuanto más se hayan abierto las ideas y los sentimientosal espléndido juego de las armonías; al abundante torrente de la belleza; […]más rico será el mundo que él abarca, más débil será el ciego poder del destino […]

Así le conduce la guía florida de la poesíasilenciosamente en un curso imperceptiblea través de formas y sonidos cada vez más puros, de alturas cada vez más altas y bellezas cada vez más bellas.Por último, en el maduro fin de los tiempos,todavía un feliz entusiasmo,el ímpetu poético de la generación más jovenacabará en los brazos de la verdad.

La magia sagrada de la poesía sirve a un sabio plan del universo, silenciosamente conduce al océano de la gran armonía. Rechazada por su época, refúgiese la austera verdad en la poesíay encuentre protección en el coro de las musas […]

Hijos libres de la madre más libre, elevaos con rostro imperturbable al trono luminoso de la sublime belleza, no ambicionéis otras coronas. lo que las almas bellas consideran belloha de ser perfecto y excelente. Alzaos con audaz vuelo por encima de vuestro tiempo;refléjese ya en vosotros el siglo venidero. Por los miles de enredados senderos de la rica diversidadsalid al encuentro unos de otros

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hacia el trono de la suprema unidad. Como se rompe graciosamente la blanca luzen siete dulces rayos,como se funden en la blanca luz

los siete rayos del arco iris:multiplicad así vuestro juego de claridaden torno a la mirada fascinada, retornad así al vínculo de la verdad

al único torrente de la luz. (Schiller, 1998)

Esta idea de que el arte preservará para la modernidad las posibilidades de conciliación (“Rechazada por su época, refúgiese la austera verdad en la poesía”), es una idea que no se perderá en las reflexiones schillerianas. Aparecerá nueva-mente, por ejemplo, con toda claridad, en las Cartas sobre la educación estética del hombre3. Sin embargo, a partir de la introducción de la tragedia, las relaciones se harán más complejas y las reconciliaciones posibilitadas por la experiencia estética tendrán que pasar primero, o mejor, tendrán que complementarse con un momento de radical escisión. En efecto, muy pronto, a partir de sus primeras reflexiones sobre la tragedia y de la profundización en el sentimiento de lo sublime -también retomado de la elaboración que Kant realiza en la Crítica del juicio- la unidad introducida por la belleza (aquel “espléndido juego de las armonías” del que habla el poema) aparecerá sólo como un lado de la relación del hombre con el mundo. Para el hombre moderno, descubrirá Schiller (aunque sus dramas tempranos ya lo expre-saban así), la belleza no es suficiente, porque la razón y la naturaleza se encuen-tran en él en pugna. Sólo en la negación de sus inclinaciones naturales, puede el hombre aparentemente recobrar su dignidad, hacer posible su libertad. Y todo ello se pone en escena y es característico del verdadero conflicto trágico.

La tragedia pasa a ser, entonces, en su estructura y contenido, la ejemplificación de la situación del hombre moderno: la lucha de nuestras fuerzas racionales contra nuestra sensibilidad, la pasión y el sufrimiento. En su puesta en escena, la tragedia es la configuración de la relación del hombre con la naturaleza, una naturaleza de la que, a diferencia de los ingenuos griegos, se encuentra escin-dido, separado: el hombre moderno se enfrenta, en su condición histórica, a la necesidad de entablar una lucha con todo aquello que se opone a su subjetividad racional para poder llevar a cabo su libertad. Ni siquiera el arte puede salvarlo de este conflicto. Por ello los griegos, había afirmado Schiller ya en uno de sus primeros ensayos, Sobre la tragedia (1791), no pudieron construir verdaderas tragedias, en la medida en que para ellos era imposible la seriedad del destino: los griegos no veían la necesidad de oponer su autonomía, su racionalidad, a la

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necesidad, a la voluntad de los dioses y de las fuerzas de la naturaleza, en la medida en que aún eran uno con ella, en que aún no la sentían como ajena4.

La verdadera tragedia, insistirá Schiller, aparece allí donde la ingenuidad se ha perdido: en medio de las disonancias típicas de la modernidad, del hombre senti-mental, cuyo destino es anhelar la unidad perdida para siempre, en una tendencia infinita a la búsqueda de la realización de su propia libertad. Tal es, en efecto, el drama de Karl Moor en Los bandidos: alejado del hogar paterno, creyendo para siempre haber perdido ese amor, se introduce en el exilio permanente:

Mi inocencia, mi inocencia […] [-exclama Moor-] ¡Ojalá que yo pudiera volver al seno maternal! […] ¡Escenas del Elíseo de mi niñez! ¡Jamás volveréis! ¡Jamás, con vuestro soplo vivificante, aliviaréis el ardor de mi pecho! ¡Llora conmigo, Naturaleza! ¡Perdidas, perdidas para siempre!5

El drama del hombre moderno queda expresado en el exilio al que la razón parece haberlo condenado. Nuevamente, en palabras de Moor: “Es tan divina la armonía que reina en la naturaleza inanimada, ¿por qué debe haber tal desacuerdo en los dominios de la razón?”6. Y, sin embargo, antes que imitar a la naturaleza, es la razón la que debe imponerse, porque es la única manera de asegurar la digni-dad. La tragedia moderna termina, en todo caso -y así sucede en los primeros dramas schillerianos7- con la imposición de la razón sobre la naturaleza: es la única manera como puede terminar la lucha: lo moral debe imponerse sobre lo instintivo; el héroe trágico moderno, Moor, se entrega a la ley dejando de lado lo que había creído como su libertad, pero que no era otra cosa que la condena a la vida en el exilio, en la naturaleza, en la barbarie.

Después de sus intentos por conciliar dicho desacuerdo a partir de la experiencia de la belleza en sus primeros escritos estéticos (principalmente en Kallias), Schiller se da cuenta entonces de que la sospecha expresada en sus primeros dramas y en sus poesías nostálgicas, es un hecho que no puede superarse sin más. Si la reconciliación es posible, ésta no podrá llevarse a cabo dejando de lado las sepa-raciones. Lo sublime, la distancia, la situación trágica, tendrán que ser, también, parte del proceso; tendrán que ser tomados seriamente como destino, para no perder la posibilidad de la libertad. “Sin lo sublime, dirá Schiller en Sobre lo sublime (1794-6), la belleza nos haría olvidar nuestra dignidad”; “sólo cuando lo sublime se desposa con lo bello […] somos ciudadanos consumados del mundo de la naturaleza, sin convertirnos en sus esclavos, y sin perder por ello nuestra ciudadanía en el mundo inteligible” (Schiller, 1991: 236a)8.

Lo bello tendrá que unirse a lo sublime, si se quiere alcanzar la realización de la idea de humanidad, donde el conflicto trágico, al contrario de desaparecer, sea

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el que configure las relaciones del hombre con la naturaleza, permitiendo, en la puesta en escena sensible de la libertad, en una especial relación entre razón y sensibilidad en el sentimiento de lo sublime, la afirmación de la dignidad del hombre en medio de, y no dejando de lado, el reconocimiento de la naturaleza y la sensibilidad.

2. La tragedia y lo sublime como puesta en escena y realización efectiva de la libertad

Schiller descubre así, gracias a la tragedia, y en el movimiento trágico mismo, un proceso que se hará característico del sentimiento romántico de finales del s. XVIII y de la estructura filosófica del idealismo alemán: lo negativo debe ser tomado seriamente como parte del proceso, si se quiere llegar a una verdadera reconciliación de las fuerzas contrarias puestas en juego. La verdadera armonía, como lo expresará Hölderlin por la misma época -y evidentemente influido por el Schiller de las Cartas sobre la educación estética del hombre- es aquella que se da en medio de la disonancia. La verdadera reconciliación, dirá también el joven Hegel, es aquella que se da como resultado de una lucha de los contrarios, de un reconocimiento de los derechos de lo negativo tanto como de lo positivo, de un fortalecimiento del combate. Si el combate no es justo, si las dos fuerzas no están en igualdad de condiciones, no habrá verdadera reconciliación trágica9. El ideal de humanidad, el estado estético, como diría Schiller en las Cartas, no puede ser sino el equilibrio de las fuerzas constitutivas del hombre, donde cada una se expresa en su más alta potencialidad, donde ninguna, ni la sensibilidad, ni la razón, es debilitada, donde cada una ve reconocidos sus derechos y puede alcan-zar su más alta expresión.

¿Cómo es posible la llegada a esta armonía en la disonancia? ¿Cuál es ese proceso que le permite a Schiller formular ese ideal de humanidad que resalta en las Cartas? Es el proceso de lo trágico mismo, estudiado por Schiller en sus escritos Sobre lo patético, Sobre lo sublime y Sobre el papel del coro en la tra-gedia, por nombrar algunos. El fin del arte en general, pero de la tragedia en par-ticular -y por ello es el arte por excelencia-, dirá Schiller en Sobre lo patético, es la puesta en escena de lo suprasensible (1991: 65b)10. La tragedia logra, en la puesta en escena del conflicto trágico, hacer visibles las ideas de la razón, hacer visible la libertad; asimismo, combinar, en la representación, aquellos dos ámbi-tos que se oponen desde cualquier otra perspectiva: la razón y la sensibilidad.

El proceso es descrito por Schiller en Sobre lo patético a partir de la explicación de las leyes del arte trágico:

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(i) La primera ley del arte trágico, dice Schiller, es la representación de la natu-raleza en su padecer. El pathos del héroe -y por consiguiente, el del espectador, en la medida en que Schiller está pensando, al estilo de la catarsis aristotélica, en una reproducción como efecto sobre el espectador de lo que el héroe padece en escena- es pues “la primera e ineludible exigencia para el artista trágico” (1991: 62b)11. La naturaleza debe ser representada en todo su poder, como destino. Sólo así la resistencia del héroe tendrá a su vez un carácter verdaderamente trágico.

(ii) La segunda ley es, por consiguiente, la capacidad del héroe para resistirse a dicho poder -éste es el sentimiento de lo sublime, tal y como Kant lo describe-. En su resistencia, en medio de la lucha, al destino, el héroe descubre -y también así el espectador- su capacidad de resistencia moral frente al padecimiento, su independencia racional. Este es el sentimiento de lo sublime kantiano, que en Schiller, sin embargo, encuentra un desarrollo diferente. Lo sublime debe com-binarse con lo bello. Lo sublime, como emoción de lo trágico, se interpreta de una manera sutilmente distinta; pero esta sutileza introduce la diferencia en la interpretación schilleriana.

(iii) Porque para Schiller tal independencia racional tiene una característica espe-cial en medio del sentimiento estético que pone en escena y despierta la trage-dia en el espectador: lo que se da aquí no es una imposición de la razón sobre la voluntad, sino el descubrimiento de que el querer mismo puede ser racional, de que el hombre, cuando siente, “siente racionalmente” (1991: 68b)12, y que su razón sólo es posible en la medida en que está inmerso en su sensibilidad, en un conflicto permanente con la naturaleza como la otra parte esencial de sí mismo. Así, dice Schiller, la dimensión ética (así llama Schiller en este ensayo la dimensión despertada por la conciencia de racionalidad que lo sublime trae con-sigo) se hace posible, y ello se hace explícito justamente en lo trágico, gracias y solamente gracias a la dimensión estética. La distancia racional sólo es posible gracias al padecimiento, y la libertad sólo se hace visible -y por lo tanto, dirá Schiller, realizable- gracias a su conexión con la sensibilidad. Gracias, pues, a esta puesta en escena, gracias a la manifestación en todo su esplendor de la lucha entre la naturaleza y la libertad, se crea en el espectador el sentimiento estético resultado de lo trágico, combinación de la conciencia de la distancia frente a la naturaleza y de la afirmación de la libertad racional, con un descubrimiento de que todo ello se da sólo en y gracias a la inmersión en nuestra sensibilidad: en el efecto que la tragedia ejerce sobre el espectador -reproducción del efecto que se lleva a cabo en el escenario en el héroe trágico mismo- el hombre se hace realmente libre por primera vez, no negando su sensibilidad y

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sus inclinaciones, sino dejándose conducir por ellas en una armonía disarmónica entre las leyes de la naturaleza, que se nos imponen en todo su poder y esplendor, y las leyes de la libertad, que descubren, gracias a las primeras, y sólo gracias a ellas -insiste Schiller- el espacio de su dominio.

La tragedia consigue, tanto en la representación del destino del héroe, como en los efectos que esto causa sobre el espectador, “dejar que la naturaleza misma despliegue en el hombre su libertad” (Schiller, 1991: 66-67)13. En esto, reconoce Schiller, es en lo que debemos admirar a los griegos, y acercarnos a ellos tanto como sea posible: “El griego nunca se avergüenza de la naturaleza, respeta los plenos derechos de la sensibilidad” (1991: 67)14. Esto, por supuesto, en la medida en que está seguro de que nunca será subyugado por ella. El moderno, en cambio, siente lo último como un profundo temor: por ello se ve obligado a poner a la razón por encima de su sensibilidad, para evitar perderse a sí mismo y a su liber-tad (1991)15. Sin embargo, dirá el Schiller de las Cartas -y ya lo insinuaba desde Sobre la gracia y la dignidad- esto es igual de bárbaro a lo primero. Ir en contra de la naturaleza es tan bárbaro como ir en contra de la racionalidad. El hombre es tanto lo uno como lo otro:

Si a su naturaleza puramente racional le ha sido añadida una naturaleza sensible, no es para arrojarla de sí como una carga o para quitársela como una burda envoltura; no, sino para unirla hasta lo más íntimo con su yo superior. La naturaleza, ya al hacerlo ente sensi-ble y racional a la vez, es decir, al hacerlo hombre, le impuso la obligación de no separar lo que ella había unido […] Sólo cuando su carácter moral brota de su humanidad entera como efecto conjunto de ambos principios y se ha hecho en él naturaleza, es cuando está asegurado; pues mientras el espíritu moral sigue empleando la violencia, el instinto natural ha de tener aún una fuerza que oponerle. El enemigo simplemente derribado puede volver

a erguirse, sólo el reconciliado queda de veras vencido. (Schiller, 1985: 41-42)16

Tal será justamente, en pocas palabras, la lógica de la tragedia. La naturaleza, como enemigo, debe ser honrada como destino serio del hombre moderno. La lucha no puede ser sin más suprimida en una especie de heroísmo moral tras-cendental, que derrote a las pasiones e imponga el dominio de la razón. En la lucha misma, las fuerzas puestas en juego deben ser igualmente reconocidas, y lo que logra el movimiento trágico mismo, es este mutuo reconocimiento. La reconciliación, que parecía ser justamente aquello negado en el conflicto mismo, es, en últimas, el resultado de lo que se pone en escena17. El efecto de la trage-dia en el espectador es este mutuo reconocimiento de su doble naturaleza, y el descubrimiento de que, en la experiencia estética (que en Schiller ya no es sólo sublime, sino que -ya muy cercano al romanticismo- es bella en medio de su sublimidad), el hombre se hace efectivamente libre en y gracias a su sensibilidad.

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Lo suprasensible se hace visible, la libertad se ve realizada en y a través de su puesta en escena, y el arte alcanza su máximo cometido. Dicho cometido queda expresado por Schiller en lo que se convertiría posteriormente en el prólogo a su drama, La novia de Mesina, estrenado en 1803:

El arte verdadero no ha puesto la mira en un simple juego pasajero; lo que busca no es sumir al hombre en el sueño de un instante de libertad; su seriedad consiste en hacerle libre efectivamente y de hecho, despertando, ejercitando y formando una fuerza en él que

lo transforme en una obra libre de nuestro espíritu. (Schiller, 1991: 240c)

Tal será el programa de la educación estética. La reflexión sobre la tragedia, lo sublime, y la relación que todo ello muestra entre la sensibilidad y la libertad con-ducirán a Schiller a pensar en una trascendencia del espacio de lo estético hacia el espacio de lo histórico y de lo político. Una trascendencia que será desarrollada en las Cartas, a partir de cierta reflexión sobre la naturaleza del hombre y su desarrollo histórico, y de un análisis de la belleza (esa armonía disarmónica que incluirá ya el paso por lo sublime) como condición de posibilidad de la humanidad.

La tragedia le abre las puertas a Schiller para pensar, más allá del género trágico como poesía, en un movimiento general que le permitirá leer la historia misma como un proceso (interminable y, por consiguiente, perpetuo) hacia la reconciliación de las dualidades abiertas por la modernidad. La tragedia en Schiller se extiende por eso a una visión trágica del mundo y orienta un estilo de pensamiento que tendrá su mayor influencia y encontrará sus ecos más exitosos en la filosofía del romanticismo e idealismo alemanes. Lo que pide Schiller, a lo largo de sus escritos, en medio de su búsqueda estética, o en sus dramas posteriores, es no olvidar que la tragedia del hombre moderno trae consigo, al menos en su representación, las posibilidades de su reconciliación; y que la dig-nidad humana no será instaurada en el mundo hasta que la cultura, la sociedad y la política no le permitan al hombre reconocer, en su tragedia, las posibilidades mismas de su superación.

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Notas 1 Los apuntes para estos cursos, recogidos por la Nationalausgabe, tomo XXI, reflejan ya, de manera pre-liminar, el tipo de lectura y de interpretación de la obra kantiana que Schiller desarrollaría a lo largo de sus años de reflexión en textos como Kallias, Sobre la gracia y la dignidad y las Cartas sobre la educación estética del hombre -por mencionar los más conocidos. 2 Esto queda muy bien presentado por Jauss (2000), y por Peter Szondi (1992). 3 “La humanidad había perdido su dignidad, pero el arte la salvó y la conservó en piedras cargadas de significación; la verdad pervive en el engaño, y la imagen originaria habrá de recomponerse a partir de una copia […] Antes de que la verdad ilumine con su luz victoriosa las profundidades del corazón, la fuerza poética capta ya sus destellos, y las cumbres de la humanidad resplandecen, mientras en los valles reinan aún las tinieblas de la noche” (Schiller, 1990: 175, Carta IX). (De la edición alemana [en adelante HA]: 463). 4 Aquí es interesante destacar una diferencia radical entre las reflexiones schillerianas sobre la tragedia y la tradición de una filosofía de la tragedia que éstas inauguraron entre los autores posteriores (Schelling, Hölderlin, el joven Hegel). Mientras estos últimos se concentrarán en rescatar ya no sólo el movimiento de lo trágico, sino la tragedia griega, como modelo de reconciliación, Schiller insistirá en que es la tragedia moderna la que puede y debe llevar a cabo esta función. 5 “Meine Unschuld! Meine Unschuld! Dass ich wiederkehren dürfte in meiner Mutter Leib! [...] O all ihr Elyseumszenen meiner Kindheit! - Werdet ihr nimmer zurückkehren - nimmer mit köstlichen Säuseln meinen brennenden Busen kühlen? - Traure mit mir, Natur - Dahin! Dahin! Unwiederbringlich! -” (HA: Tomo I, 113). 6 “Es ist doch ein so göttliche Harmonie in der seelenlose Natur, warum sollte dieser Missklang in der vernünftigen sein? “ (HA: Tomo I, 134). 7 La diferencia entre los primeros dramas schillerianos, anteriores a sus reflexiones filosóficas, y aquellos que seguirán a sus escritos sobre estética a partir de 1796, es una cuestión que habría que discutir en el marco de la producción poética de Schiller. Es interesante ver hasta qué punto las reflexiones schillerianas sobre la producción poética determinan una tendencia distinta en dramas como Wallenstein y Guillermo Tell. Si en los primeros dramas todavía puede verse claramente lo que Innerarity denomina el “heroísmo trascendental kantiano”, donde la razón termina imponiéndose sobre cualquier otra fuerza natural (cf. Innerarity, D. (1991) “Las disonancias de la libertad”, Anuario filosófico, 24: 2, 256), en los últimos la resolución del conflicto será mucho más compleja. El trabajo de José Luis Villacañas (1993) es muy iluminador a este respecto, pero es una discusión que no está en absoluto saldada. 8 Citado con algunas variaciones de la traducción de Ma. José Vallejo Hernanz y Jesús González Fisac. (HA: Tomo II, 618). 9 Estoy pensando aquí, sobre todo, en algunas de las versiones previas de Hiperión de Hölderlin, donde el poeta menciona varias veces esta cuestión de la armonía en la disonancia, así como también en el Funda-mento para el Empédocles. En el caso del joven Hegel, el desarrollo del concepto de tragedia y de destino trágico se da principalmente en El espíritu del cristianismo y su destino, y en la manera como el autor com-para el movimiento de la eticidad con Las Euménides de Esquilo en el ensayo Sobre las maneras de tratar científicamente el derecho natural. 10 (HA: Tomo II, 425). 11 (Ibid). 12 (Ibid, 427). 13 (Ibid, 426). 14 (Ibid). 15 Es en este sentido justamente que Schiller justifica a Kant (1985), después de haberlo calificado de “rigo-rista moral”. Kant se vio en la necesidad de serlo, dice Schiller, “por las circunstancias de la época […] dirigió la mayor fuerza de sus razones hacia donde más declarado era el peligro y más urgente la reforma, y se impuso como ley perseguir sin cuartel la sensorialidad, tanto allí donde con frente atrevida escarnece al sentimiento moral, como en la impotente envoltura de los fines moralmente loables en que sabe ocultarla especialmente cierto entusiasta espíritu de comunidad. […] Fue el Dracón de su época, porque consideró que no era aún digna de un Solón ni estaba en disposición de acogerlo. Del sagrario de la razón pura trajo la ley moral, extraña y sin embargo tan conocida; la expuso en toda su santidad ante el siglo deshonrado, y poco se preocupó de si hay ojos que no pueden soportar su resplandor” (43). (HA: Tomo II, 407).

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16 (HA: Tomo II, 406). 17 El concepto de reconciliación aquí trae consigo, como sucederá también en las Cartas, una ambigüedad difícil de resolver: puede entenderse, al menos, en el contexto de los ensayos sobre la tragedia, como mutuo reconocimiento, como conciliación de las fuerzas puestas en juego o como puesta en equilibrio de las fuer-zas contrarias. Hay un encuentro, en el sentimiento de lo sublime, entre la parte racional y la parte sensible del hombre, y dicho encuentro despliega un espacio particular de conciliación entre ambas.

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Bibliografía

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Schiller, Friedrich. (1990) “Carta IX”, Cartas sobre la educación estética del hombre (trad. Jaime Feijoo. De las edición de las obras de Schiller en alemán Hanser Ausgabe. Tomos I y II). Barcelona: Anthropos. (1998) Poesía filosófica (trad. Daniel Innerarity). Madrid: Hiperión.(1985) Sobre la gracia y la dignidad (trad. Juan Probst y Raimundo Lida). Barcelona: Icaria, 43.(1991) “Sobre lo sublime” (a); “Sobre lo patético” (b); “Sobre el uso del coro en la tragedia” (c). En: Escritos sobre estética (trad. Ma. José Vallejo Hernanz y Jesús González Fisac). Madrid: Tecnos.

Szondi, Peter (1992) “Antigüedad clásica y Modernidad en la estética de la época de Goethe”. En: Poética y filosofía de la historia. Madrid: Visor.

Villacañas, José Luis. (1993) Tragedia y teodicea de la historia: el destino de los ideales en Lessing

y Schiller. Madrid: Visor.

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Sobre poesía ingenua y poesía sentimental: una postura estética y política

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Ximena Gama

Cursa décimo semestre de Filosofía en la Universidad Nacional de Colombia. En la actualidad se encuentra trabajando en su monografía, la cual estará dedicada a la relación existente entre la nostalgia y la libertad en las Cartas sobre la educación estética del hombre y en Sobre poesía ingenua y poesía sentimental de Friedrich Schiller.

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Introducción

Para qué poetas en tiempos de miseria.

[De: Pan y vino]

Empezar con un verso de Hölderlin puede ser un tanto extraño, si tenemos en cuenta que nos encontramos en el marco de un coloquio sobre Schiller. Sin embargo, citar a Hölderlin cumple un propósito específico: mostrar cómo, a pesar de la cercanía que mantuvieron estos dos poetas (no sólo por la época en que vivieron, plena Revolución francesa, sino por muchos otros factores como la influencia de Winckelmann y Kant, entre otros) en tanto que predecesores del Romanticismo, difieren, desde mi punto de vista, en una cosa: Schiller no niega la función, utilidad o beneficio del poeta en tiempos de penuria. Por el contrario, lo que el autor de las Cartas sobre la educación estética del hombre pudiese haber afirmado sería: ¿para qué poetas en tiempos de idilio o de felicidad?; ¿para qué poetas cuando se ha obtenido la libertad?

Para Schiller la poesía debe ser el camino, en tanto que testigo y reflejo de la his-toria, para conseguir la libertad y la felicidad humanas, el Elíseo o lugar en el que se manifestará la humanidad completa. Así queda declarado en las cartas, aunque se haría más evidente en un escrito posterior a ellas: Sobre poesía ingenua y poesía sentimental, texto del cual me ocuparé de aquí en adelante.

El propósito de mi escrito consistirá en evidenciar -desde tal ensayo- la propuesta política que se encuentra detrás de la descripción (histórica casi por completo) del modo cómo se ha generado el arte, específicamente hablando, los géneros poéticos, lo que se verá a la luz de las categorías schillerianas: ingenuo/sentimental, antiguo/moderno.

Antes de iniciar con la exposición, será importante aclarar que la discusión que atraviesa a Sobre poesía ingenua y poesía sentimental es la consecuencia de la querelle de los antiguos y los modernos, que desembocó en Francia -luego del gran período clasicista- a finales del siglo XVII. No es posible entender a caba-lidad este último ensayo filosófico de Schiller, sin antes contextualizarlo en tal discusión, razón ésta por la que me tomaré unos minutos para explicar los ante-cedentes por los cuales el autor lo escribió.

La Querelle des anciens et des modernes

La querella de los antiguos y los modernos tuvo lugar en Francia a finales del s. XVII y principios del s. XVIII, marcando el cambio del Clasicismo a la

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Ilustración. Esta discusión, que emergió básicamente de la pregunta sobre el canon perfecto de lo bello (una preocupación de la estética clasicista1), quedó sal-dada por una solución de tipo historicista, que reconoció las diferencias existentes entre la época antigua y la época moderna, punto de vista éste bajo el cual se determinó que tanto las obras de arte modernas y como las antiguas eran produc-tos de etapas distintas y, por ende, incomparables entre sí (Jauss, 2000: 68). La emergencia de esta postura hizo que la polémica encontrara su término, y que la discusión que se había dado a través de preguntas como: en materias de arte ¿son mejores los antiguos o los modernos?, encontrara solución. Desde ese momento, la mirada historicista no intentaría establecer puntos comparativos de valoración entre cada una de las épocas, sino que los análisis se basarían en el modo “correcto” de mirar la antigüedad, para comprender (relacionar y/o distinguir) la creación artística de los modernos y las obras clásicas. Diremos entonces que la querella que heredó Alemania (sobre todo en autores como Schiller o Hölderlin) recibiría el influjo de las posturas herderianas2 y de la Revolución francesa3, mas no de los puntos de vista caracterizados por la pregunta por el canon de lo per-fecto o modelo absoluto de belleza.

Schiller: lo estético en función de lo político

Schiller, como moderno (heredero de las posturas historicistas que emergieron a raíz de la querella), es consciente de su propia temporalidad y reconoce las peculiaridades propias de su época y cultura, las cuales no sólo serían diferentes de la época y cultura antiguas, sino -considera el autor- mejores y más perfectas. Aun así Schiller, que retoma la posición de Herder, consideraría que por estar determinado teleológicamente el decurso histórico, es decir, dirigido hacia una finalidad específica, los modernos, en tanto que más cercanos a esa meta o estado, serían mejores que sus predecesores, los antiguos.

Schiller puede ser considerado como uno de los primeros pensadores que sometió los análisis estéticos en razón de una postura política o, al menos, del esta-blecimiento de un proyecto como tal. Ensayos suyos sobre arte como Sobre poesía ingenua y poesía sentimental tienen constantes alusiones y críticas a hechos como la Revolución francesa, el liberalismo y el utilitarismo, haciendo evidente que toda manifestación artística va de la mano de un hecho político, cultural o social, y en vista de que no sólo refleja sino que también representa el espíritu de su época, en el caso específico de los modernos, el espíritu moral.

A su vez, en las primeras Cartas sobre la educación estética del hombre, el autor afirma que el arte debe ser el instrumento que genere una reforma política, pues es el único medio a través del cual se puede ennoblecer el carácter degenerado

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del hombre, y la única manera de posibilitar el arribo al estado ideal o, lo que se llamaría posteriormente, estado estético. Al respecto, dice Schiller: “convenceros de que para resolver en la experiencia este problema político hay que tomar por la vía estética, porque es a través de ella como se llega a la libertad” (1990: 2a carta).

De esta manera, un análisis basado en los últimos tratados filosóficos de Schiller, especialmente en Sobre poesía ingenua y poesía sentimental, deberá girar en torno a dos ejes: 1. a la manera cómo se plantea la relación entre arte e historia, a través de las categorías ingenuo/antiguo y moderno/sentimental, y 2. al hecho de establecer (a partir de la dicotomía de esas dos parejas) a lo antiguo como representante del estado natural, y a lo moderno como representante del estado moral. La conjunción de lo antiguo y lo moderno generará el estado estético o estado que dará lugar al ideal de humanidad. 1. Categorías estéticas: antiguo/ingenuo y moderno/sentimental

Schiller poseía una conciencia de su ser histórico, a saber: su condición de moderno. Esta conciencia le permitió ver a Grecia como una época pasada e irrecuperable, lo que le produjo en un principio un sentimiento de nostalgia (tris-teza), generado por la pérdida de la antigua Grecia.

Escribe en Los dioses de Grecia:

Hermoso mundo, ¿dónde estás? ¡Vuelve,amable apogeo de la naturaleza!Ay, sólo en el país encantado de la poesíahabita aún tu huella fabulosa.El campo despoblado se entristece,ninguna divinidad se ofrece a mi mirada,de aquella imagen cálida de vida

sólo quedan las sombras. (1998)

Sin embargo, Schiller no se estanca en este sentimiento, e inicia un análisis sobre lo griego, encontrando las condiciones y las características por las que este pueblo había sido considerado (por mucho tiempo) el modelo de la perfección. En Sobre poesía ingenua y poesía sentimental, lo moderno es caracterizado como aquello que no es antiguo, aunque, a la vez, está determinado por ello. Las diferencias principales entre lo antiguo y lo moderno se configuran con base en un único aspecto: la relación del sentimiento que el sujeto guarda para con la naturaleza: en la antigüedad, el hombre era uno con ella, no había ninguna escisión entre sujeto y objeto (categorías que sólo llegarían con la epistemología

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moderna); el hombre antiguo era naturaleza, y como tal, todo su ser estaba regido por ella. Por el contrario, lo moderno es la distancia entre la naturaleza y el sujeto. Para el hombre moderno, el mundo ya no es experiencia sino que es objeto de reflexión, lo que los convierte a él y a su producción en artificio, es decir, en aquello que sólo es objeto del pensamiento.

Leemos en Schiller:

Ellos [los antiguos] sentían naturalmente; nosotros sentimos lo natural. [...] Nuestro modo de conmovernos ante la naturaleza se parece a la sensación que el enfermo tiene de la salud. Así como la naturaleza fue poco a poco desapareciendo de la vida humana en cuanto experiencia y en cuanto sujeto (sujeto que obra y siente), así la vemos surgir en el mundo

de los poetas como idea y como objeto. (1985: 85)

Los griegos al mantener una unidad con la naturaleza, y los modernos al ser aquellos que buscan tal unidad, encarnan, respectivamente, lo que Schiller ha categorizado como ingenuo y sentimental: lo ingenuo está mediado por la expe-riencia; lo sentimental está mediado por la reflexión. Si bien estas categorías son empleadas por Schiller para distinguir las creaciones poéticas de su época de las de los antiguos, paralelamente, el autor no excluye que la poesía ingenua pueda darse en la modernidad, ni tampoco que la poesía de algunos poetas antiguos haya sido sentimental. Lo que es evidente, es que para Schiller cada poeta es hijo de su época, ya sea la antigua natural (ingenua) o la moderna artificial (sentimental).

Todo poeta [-declara-], si lo es de verdad, pertenecerá -según la condición de la época en que florezca o las circunstancias accidentales que hayan influido en su formación general y en su estado de ánimo transitorio- sea a los ingenuos, sea a los sentimentales.

(1985: 86)

Para Schiller, la creación poética (y, por lo tanto, el artista) está determinada por la naturaleza. “La naturaleza es la única llama que nutre al genio poético”. Entonces el poeta “o es naturaleza o la buscará” (1985: 90), convirtiéndose así en testigo o vengador de ella.

Por estar determinado el temperamento poético por la relación que tiene el sujeto con el mundo, es que Schiller manifiesta que, en el caso de la poesía ingenua, las acciones nobles y dignas de una naturaleza verdadera son consideradas, no sola-mente algo cotidiano sino también una expresión necesaria de la misma natu-raleza. Es decir: es normal que en los cantos griegos las acciones “morales” o, mejor, aquellos actos considerados por un griego moralmente dignos fuesen naturales en todo el sentido de la palabra. Toda acción hermosa es determinada

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necesariamente por una naturaleza hermosa, naturaleza que siempre se reflejará en su época.

Escribe Schiller:

La estructura de toda su vida social [la de los griegos] se basaba en la sensibilidad, no en una hechura del arte [como artificio]; su mitología misma era inspiración de un sen-timiento ingenuo [...]. No habiendo perdido el griego, pues, la naturaleza en la humanidad, tampoco podía asombrarse de ella fuera de la humanidad ni sentir tan urgente necesidad de objetos donde volver a encontrarla. Acorde consigo mismo y feliz en el sentimiento de su humanidad, debía detenerse en ella como en su destino supremo y esforzarse en acercarle

toda otra cosa […]. (1985: 85)

Pero por el contrario, los modernos jamás podrían tener una poesía de esa clase (sólo en la medida en que un espíritu esté lo suficientemente resagado de las determinaciones de su propia cultura es posible ver la ingenuidad del poeta moderno), pues la relación entre el sujeto y la naturaleza se encuentra determi-nada ya no por la libre necesidad de ésta, sino por el sentimiento frente a la cultura de aquél, en últimas, por el artificio. Ante esta situación, la poesía sen-timental intentaría no recuperar, pero sí entablar una relación con la naturaleza (distinta a la de la poesía ingenua, claro está) y con el pasado, relación que, como ya se dijo, estaría fijada a través del anhelo y de la nostalgia.

Se declara entonces que la única forma de encontrar la armonía perdida con la naturaleza es a través de lo inerte, a través del testimonio de las obras de arte, ya que el poeta moderno jamás se someterá de manera ingenua a su realidad (ya escindida) sino que, como espectador de la naturaleza verdadera (que se le muestra desde la poesía antigua), y gracias a la libertad de su intelecto, de su imaginación, hará de tal naturaleza su ideal. En otras palabras: el poeta dirigirá la mirada en otra dirección: hacia la humanidad completa.

Armonía ingenua, la expresión más alta de la humanidad de los antiguos

La armonía ingenua se entiende como la eterna unidad del hombre consigo mismo, y como la correlación inmanente existente entre la naturaleza y el sujeto. Allí no existe ninguna posibilidad de diferenciarlos, es más -afirma Schiller-, es un momento en donde el objeto poseía por entero al sujeto, y éste era obra suya.

Como tal unidad difiere en muchos elementos del temperamento y de la creación del sentimental, aquí no se podrá referir a conceptos como libertad y reflexión. El hombre antiguo, al ser uno con la naturaleza, se somete a sus reglas. El -como ser natural que era- no podía desafiar lo objetivo; al no poseer voluntad ni tener la

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capacidad de decidir sobre sus acciones, se encontraba sometido al ritmo propio de las leyes naturales. Por ello, tanto el tema como el lenguaje usado por los poetas antiguos nacía y se generaba de su realidad; para ellos nada podía ser inventado ni mucho menos contingente; la más pequeña de las calamidades era producto de la necesidad y -declara Schiller- todo, absolutamente todo (desde la mitología hasta su sentido social y político) estaba determinado a partir de la necesidad del espíritu natural, espíritu que compartía el hombre. En tanto que la naturaleza no era objeto del hombre sino el hombre mismo, su realidad, es evidente el hecho de que en la antigüedad no existió la posibilidad de la reflexión del sujeto ante el objeto ni ante sí mismo. Como el hombre antiguo era de por sí un ser completo, en tanto regido por una naturaleza necesaria y real, no manifestó ningún impulso hacia el cuestionamiento. Pero esto último no quiere decir que el hombre tuviera un espíritu servil hacia la naturaleza (si bien intentaba imitarla en tanto perfecta), todo lo contrario: el hombre era de por sí naturaleza; estaba tan imbuido en ella, que no había espacio alguno para la reflexión ni para su separación de ella. Tanto el hombre como la naturaleza antiguos fueron perfectos, constituyeron de manera natural el absoluto, sin divisarse aún un interés por el progreso: todo radicó en la experiencia de la realidad perfecta, de la naturaleza verdadera.

Temperamento sentimental: un ideal por alcanzar

El temperamento sentimental, expresión ésta de la humanidad o la unidad más alta, no es un hecho sino un ideal.

La diferencia radical entre ingenuos y sentimentales se generó a raíz del nacimiento de la cultura como acontecimiento artificial, un hecho que traería consigo la escisión del hombre y la naturaleza. Esta separación se llevó a cabo gracias, por un lado, a la conciencia que adquirió el individuo de sí mismo, y que lo hizo distinguirse de lo natural, y, por otro, a la transformación de un espíritu natural y sensorial en un espíritu moral, y que Schiller describe en los siguientes términos:

La naturaleza [...] no radica en otra cosa que en ser espontáneamente, en subsistir las cosas por sí mismas, en existir según leyes propias e invariables. Es indispensable que admitamos tal concepción si hemos de tomar interés en seme-jantes fenómenos. Aunque a una flor artificial pudiera dársele la más acabada y engañosa apariencia de naturaleza, aunque la ilusión de lo ingenuo en las costumbres pudiera llevarse hasta el máximo grado, al descubrir que era una imitación quedaría sin embargo anulado el sentimiento a que nos referimos. De esto se desprende que tal manera de complacencia en la naturaleza [es] moral; porque no es producida directamente por la contemplación, sino por el intermedio de una idea.

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Tampoco se rige de ninguna manera por la belleza de las formas. ¿Pues qué tendría por sí misma de tan agradable una insignificante flor, una fuente, una piedra cubierta de musgo, el piar de los pájaros, el zumbido de las abejas...? No son esos objetos mismos, es una idea representada por los objetos lo que amamos en ellos. Amamos en ellos la serena vida creadora, el silencioso obrar por sí solo, la existencia según leyes propias, la necesidad

interior, la unidad eterna consigo mismo. (1985: 68)

Aunque a lo largo del texto Schiller no da una definición exacta de lo que es lo moral, de la anterior cita se puede deducir que: lo moral es la complacencia producida por una idea y ya no por la naturaleza. En pocas palabras: lo moral es la complacencia directa por la idea. Pareciera aquí, en un principio, que esa complacencia jamás puede estar referida al objeto real de la misma manera a como sucedía en la armonía ingenua, pues allí el sujeto se complacía en la contemplación del objeto, determinada por un espíritu sensorial.

Es precisamente la carencia de ese espíritu natural lo que se aprecia en la descripción que hace Schiller del temperamento sentimental, una carencia a partir de la cual, pareciera, entra el autor a determinar el espíritu moderno. Escribe:

[...] siempre vemos en ellos aquello de que carecemos, pero por lo que somos impulsa-dos a luchar, y a lo cual, aunque nunca lo alcancemos, debemos esperar acercarnos, sin embargo, en progreso infinito. Vemos en nosotros una ventaja que a ellos les falta, y de la cual no pueden participar nunca (así en el caso de los irracionales) a lo sumo (como en el caso de los niños) no de otro modo que siguiendo nuestro propio camino. Nos procuran

por lo tanto el más dulce goce de nuestra humanidad como idea [...]. (1985: 69)

Y luego, continúa afirmando que, a diferencia de lo antiguo, lo moderno:

[...] tiene grados y progreso, el valor relativo del hombre en estado de cultura, tomado en general, no es nunca determinable, aunque, considero individualmente, se encuentra en necesaria desventaja con respecto a aquel en que la naturaleza obra en toda su perfección. Ahora bien: como el fin último de la humanidad no puede alcanzarse sino mediante este progreso, y como el hombre en estado natural no puede progresar de otro modo que cul-tivándose y pasando por consiguiente al otro estado, no puede haber duda sobre a cuál de

los dos, en consideración a ese fin último, corresponde la preferencia. (1985: 92)

Esta idea de progreso infinito, generada por la reflexión propia del hombre moderno ante lo ingenuo, tiene una importancia mayor dentro de las posiciones schillerianas. En este punto, se ve cómo la nostalgia, categoría por completo moderna, no es el único sentimiento que determina el temperamento sentimental. A partir de la tristeza por la naturaleza perdida, el deber del poeta sentimental es entablar una relación con aquella pérdida, construyendo un ideal de armonía desde el que se intentará alcanzar (no recuperar) aquella unidad. El mismo ideal, generado por la reflexión infinita, será el que estimule al hombre para que se

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dirija constante y progresivamente hacia aquél.

El estado de progreso infinito es el que configura el estado moral del hombre moderno, y únicamente la poesía sentimental puede expresarlo. En otros térmi-nos, diríamos que el hombre moderno es infinito por mor de un ideal infinito, mediado, a su vez, por el uso de la razón y la imaginación, facultades que se hicieron latentes en el estado de cultura, una etapa también corrupta y artificiosa.

[El poeta sentimental, escribe Schiller] medita en la impresión que le producen los objetos, y sólo en ese meditar se funda la emoción en que el poeta mismo se sume y en que nos sume a nosotros. El objeto es referido aquí a una idea, y su fuerza poética se basa únicamente en esa relación. Así el poeta sentimental tiene siempre que vérselas con dos representaciones y sentimientos en pugna, con la realidad como límite y con su idea como lo infinito, y la emoción mixta que provoca dará siempre testimonio de esa doble fuente.

(1985: 95)

El poeta sentimental siempre va a tener como referencia el ideal de esa humani-dad perdida, y que está por completar. Su obra (o las formas poéticas) se configurará a través de ese ideal, y el efecto que tenga su poesía, ya sea de belleza, sublimidad o dolor, va a ser en acuerdo al modo como transponga ese ideal frente a la realidad imperfecta e inacabada en la que vive. Así surgen los dos géneros sentimentales: la sátira (festiva y patética), la elegía y el idilio.

El análisis que se hará a continuación estará dirigido a mostrar cómo el idilio confirma y conforma el ideal de humanidad, cumpliendo así con el propósito político de Schiller.

2. Función política

La armonía entre su sentir y su pensar [Schiller se refiere aquí al “hombre que ha entrado en la etapa de la cultura”], que en el primer estado se cumplía realmente, ahora sólo existe idealmente ya que no está en él, sino fuera de él; como un pensamiento por realizarse, no ya como un hecho positivo de su vida. Ahora bien, si se aplica a uno y otro estado el concepto de poesía, que no es otro que el de dar a la humanidad su expresión más completa, resulta que allí, en el estado de sencillez natural -en que el hombre todavía obra con todas sus fuerzas a la vez, como unidad armónica en que, por lo tanto, la totali-dad de su naturaleza se expresa plenamente en la realidad-, lo que hace al poeta debe ser la imitación, lo más acabado posible, de la realidad; mientras que aquí, en el estado de cultura, en que esa colaboración armónica de toda su naturaleza no es más que una idea, lo que hace al poeta debe ser el elevar la realidad a ideal o, en otras palabras, la representación del ideal. Y son precisamente ésas las dos únicas formas que pueda exte-riorizarse el genio poético. Son, como se ve, en extremo diversas; pero hay un concepto más alto que las abraza a ambas, y no tiene nada de extraño el que ese concepto coincida

con la idea de humanidad. (1985: 91)

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Estas son las primeras líneas que concede Schiller a lo largo del ensayo para establecer lo que yo llamaré función política, altamente arraigada en la creación estética. En la cita, el autor afirma básicamente que las dos únicas creaciones poéticas posibles -la ingenua y la sentimental- deben dar al hombre la expresión más completa de su humanidad. ¿Qué quiere decir Schiller exactamente con ello? Parece que tanto la poesía ingenua como la poesía sentimental deben situar al hombre en armonía, aunque, obviamente, por su misma relación con la natu-raleza, tal armonía tenga que ser distinta: en el hombre moderno se trata de una armonía que expresa una unidad moral; en el hombre antiguo se trató de una unidad que era natural o real, positiva.

A continuación explicaré por qué la conjunción entre esas dos unidades formará el ideal de humanidad, ideal que configurará, de paso, todo el proyecto político de Schiller.

Representación estética de un proyecto político: el idilio

El idilio es un tipo de poesía sentimental (al igual que la sátira y la elegía) y se refiere a una idea; es decir, en él se aplica la idea a lo real, transponiéndolo a otro plano. El idilio, aunque parece referirse a lo ideal como tal, se centra ya no en la pérdida ni en la inalcanzabilidad de lo perdido (como sí lo hace la elegía), sino en la expresión del ideal como una verdad: en el idilio se representa como real todo aquello que es ideal. De manera que, al mostrar la idea como algo realizable, se transporta la humanidad a ese estado perfecto y verdadero. Su finalidad no será otra pues que “representar al hombre en estado de inocencia, es decir, en una situación de armonía y de paz consigo mismo y con lo exterior” (1985: 121).

La importancia de este género poético radica en que el hombre moderno en estado de cultura y con temperamento sentimental necesita saber o tener con-fianza en la realización de ese ideal, confianza que le dará esta forma poética. Llevar a cabo el ideal en pro del progreso es lo único que puede reconciliar al hombre y salvarlo de todos los males a los que está sometido por la corrupción de su cultura o estado real de humanidad. Para ello, el idilio intentará -a través de la voz poética- hacer no sólo visible sino también posible tal realización, llevando al hombre/lector a la armonía entre aquello infinito que le conferirá su razón y la corporeidad o confirmación sensorial de ese estado. Con el idilio se representa poética y realmente el ideal de humanidad propuesto por Schiller.

La armonía entre esa infinitud (el ideal) y la limitación sensorial (la realidad de ese mundo sensible) se confirma en el siguiente pasaje:

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El concepto de […] idilio es el de un conflicto plenamente resuelto tanto en el individuo como en la sociedad, el de una libre amalgama de las inclinaciones con la ley, el de una naturaleza purificada y elevada a suprema dignidad moral; en pocas palabras, no es otro que el ideal de la belleza aplicado a la vida real. Su carácter consiste, pues, en que toda oposición entre la realidad y el ideal, que había proporcionado materia a la poesía satírica y a la elegíaca, aparezca completamente resuelta y cese también con ella toda pugna de sentimientos. (1985: 126)

El idilio logra aquello que la sátira y la elegía no podían. Estas lo que hacen es poner en evidencia el estado real de las cosas en contraposición a un ideal. El poeta satírico y el elegíaco nunca resuelven lo uno ni lo otro; por el contra-rio, alejan más el ideal de la realidad y, por tal motivo, la armonía deseada (la reconciliación entre lo exterior limitado y lo interior ilimitado) se convierte en algo inalcanzable. El idilio en cambio, al reconciliar la naturaleza con lo moral y representar el ideal como algo real, no sólo se aparta de la poesía sentimental (posibilitando una nueva etapa), sino que permite que esa posibilidad se haga visible ante los ojos de los hombres. He allí su importancia política.

De todas formas, Schiller era consciente de que el idilio es una dramatización, y que, en tanto ficción, puede alejarse de la realidad, convirtiendo el ideal ya no en algo posible sino en algo absurdo. Es decir: que el poeta, en pro del impulso de su imaginación y de su moral, es factible se aleje a tal punto de la realidad verdadera, que convierte a aquél en una ficción, en cierta forma, irrealizable.

Apéndice u otros problemas sobre la lectura

En esta última parte del texto se desarrollarán tres puntos que se pueden des-prender de la lectura del ensayo de Schiller, y que desembocan en la teoría política schilleriana.

El primero punto no es distinto de lo que se ha venido afirmando: que el idilio es la representación poética del estado estético, lo que también se plantea en las Cartas sobre la educación estética del hombre. Por haberse profundizado en esto, sólo será necesario añadir algunas cosas más. El segundo punto (luego de hacer una lectura antropológica, como muchos intérpretes de Schiller lo han efectuado) consistirá en poner más en evidencia que el autor está concibiendo la historia como dirigida hacia un fin y transcurrida en tres estados: Grecia sería un primer estado, la modernidad un segundo y, un tercer estado (que estaría por venir), el estado estético, que en las Cartas se plantea como la reconciliación entre los dos espíritus de los estados anteriores.

Ante este hecho se desprenderán varios problemas que se formularán aquí.

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Por último, tendremos un tercer punto desde donde, y a partir del anterior análi-sis, se establecerá lo que se ha considerado la mayor paradoja en el pensamiento de Schiller, a saber: ¿es el arte el medio para alcanzar la meta del estado estético?, o ¿él mismo es el fin? Y asimismo: ¿el estado estético es condición para un verda-dero estado moral?; ¿cómo puede ser esto, si el estado moral es anterior al estado estético? Aunque este último punto se tendría que desarrollar mejor a partir de la lectura exhaustiva de las cartas, en Sobre poesía ingenua y poesía sentimental se aprecia claramente el problema, que desemboca, desde mi punto de vista, en el fracaso de la propuesta política de Schiller.

De nuevo el idilio

¡Alegría, hija del Elíseo!Tu hechizo vuelve a unirlo que el mundo había separadotodos los hombres se vuelven hermanosallí donde se posa tu ala suave.¡Abrazaos, criaturas innumerables!¡Que ese beso alcance al mundo entero!¡Hermanos!, sobre la bóveda estrelladatiene que vivir un Padre amoroso.¡Alegría, hermosa chispa de los dioses,

hija del Elíseo!”. (Schiller, 1998)

Una de las estrofa del himno a la alegría, escrito por Schiller alrededor del año 1785, y uno de sus primeros temas de juventud, evidencia cómo a través de la reconciliación de aquello que está separado (naturaleza/moralidad, sujeto/objeto) se llega a ese paraíso anhelado que es el Elíseo, lugar no sólo de la reconciliación sino también de la hermandad, en últimas, de los dioses. Aquí, como nos recuerda Schiller en la carta 27, únicamente la belleza es capaz de hacernos felices, porque es a través de ella que se llega a la libertad (1990: 377).

En la figura del idilio es en donde se hace más evidente la relación existente entre el arte (la poesía) y política. Para Schiller, la poesía tiene un estatuto de verdad; gracias a ella el ideal se hace realizable en la medida en que lo convierte en una posibilidad.

En la lectura de Sobre poesía ingenua y poesía sentimental se ve cómo Schiller, en la figura del idilio o tercer género poético, postula su proyecto político. Este proyecto no es más que un anhelo de humanidad, que reconcilia los dos tipos de espíritu que él consideraba grandiosos: el ingenuo, que encarnaron los griegos, y el sentimental, encarnado por los modernos. Sin embargo, el problema que no deja de estar en esta lectura, y que el mismo Schiller reconoce, es el de encontrar

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-a través del idilio- no tanto la posibilidad como sí una realidad efectiva; en otras palabras, hacer que la realidad de ese tercer estado (donde los espíritus se conju-gan para formar una armonía o una unidad moral-natural) sea la misma que el hombre experimente. Pero ¿cómo se hace realizable lo que el idilio propone, en tanto ficción que es? Este es uno de los puntos que quedan abiertos, y que, sin embargo, Schiller intentó solucionar en las cartas.

El mundo que está por venir

No sólo en las cartas se hace presente el pensamiento de Schiller sobre la histo-ria, sino que en Sobre poesía ingenua y poesía sentimental se observa cómo el autor estaba pensando en la historia en términos de progreso. El hombre se está dirigiendo hacía una perfección denominada estética.

Luego de haber descrito los tres estados por los cuales ha transcurrido la historia (ya se vio que el primero fue el griego, ingenuo, y el segundo fue el moderno, sentimental), diremos que al tercer estado se llega a partir de la reconciliación del espíritu moderno con el espíritu natural, es decir, de lo moral con lo natural. Y como la poesía es la representación de cada uno de los espíritus (es testigo, en tanto reflejo de la época), también poseerá un sentido teleológico. No obstante, la pregunta que es válido hacerse, y que Schiller tampoco pasó por alto, es si es posible hacer efectivo tal estado, si es posible el idilio.

Las primeras cartas afirman que el arte (el impulso formal y material) es el medio por el cual se debe educar al hombre para lograr su reconciliación interna, y en donde éste pueda ser libre a través de la razón y la ‘sensación’. Sin embargo, en las últimas cartas Schiller afirma que la belleza es, en últimas, la unidad reconciliada del hombre (la forma viva). Ahora bien: ¿cómo entender el hecho de que lo estético sea tanto medio como fin? En pocas palabras: ¿cómo resolver la paradoja de la belleza como condición misma para la belleza? Tal paradoja sería resuelta en el ensayo de Schiller en cuestión, si bien no positivamente porque el ideal no se hace efectivo, sino que, por el contrario, se lo deja en el mero plano de la posibilidad. Es precisamente a esto último a lo que me refiero cuando hablo del posible fracaso de la teoría política de Schiller.

El fracaso del idilio en cuanto realidad

A lo largo de este ensayo se ha dicho que los géneros poéticos son el reflejo de la historia, y también se ha manifestado que el idilio es la representación poética del estado estético. Pero no hay que olvidar que este último género es también un hijo de la poesía sentimental, y aunque represente el ideal como real, lo hace

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desde un plano simbólico, únicamente como posibilidad.

Al final de Sobre poesía ingenua y poesía sentimental Schiller afirma que el único deber del idilio es guiar al hombre hasta el Elíseo, ya que no se puede volver a la Arcadia. El idilio debe conciliar poéticamente al hombre, haciéndole ver hacia dónde hay que dirigirse. Esto será considerado como educación. Simul-táneamente, Schiller declara que esta representación es la única posible -por el momento- para hacer tangible el ideal. Es por ello que el estado estético sólo puede mostrarse desde su posibilidad, en este caso, poética. Sólo así se resuelve la paradoja y entendiendo que el estado estético es una idea regulativa, en donde lo dicho por Fichte: “el perfeccionamiento es el camino, no la perfección”, nos sirve para expresarla.

Por último, si estoy equivocada y la teoría de Schiller no fracasa, o sea, si el idilio puede hacerse real efectivamente, sólo me queda preguntar: ¿qué tipo de poesía se produciría en ese estado? Si el deber del arte es educar y guiar los impulsos del hombre, ¿para qué poesía en época de idilio y de felicidad? ¿Para qué poetas cuando se obtiene la libertad?

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Notas

1 La estética clasicista creyó encontrar el paradigma de lo bello en las representaciones artísticas de la cul-tura griega, razón por la cual la impuso como canon de imitacion. Por otro lado, tal postura caracterizó la belleza desde una concepción que, como se dijo, basada en el estudio del arte antiguo, fue instaurada como único criterio posible para juzgar el arte de todos los tiempos. 2 Se puede manifestar que la influencia de Herder tuvo dos matices: primero, fue el concebir a la antigüedad y a la modernidad como dos épocas distintas y, por lo tanto, con juicios de valoración diferentes. Segundo, fue el hecho de querer establecer leyes universales de la historia, con el fin de evidenciar una meta en espe-cífico. Estas podrían ser las primeras manifestaciones de una teleología de la historia, lo que posteriormente influiría los desarrollos en la filosofía de la historia de Schiller.3 Para Rosario Assunto (1990) los ideales de la Revolución francesa renacieron en el momento en que se intentó recuperar la antigüedad perdida, para configurarla como proyecto para una historia del futuro. En pocas palabras, el intento fue el de configurar una nación (ideal de la Revolución) a través del renacimiento o de la encarnación de Grecia en un nuevo pueblo alemán. Es así como “el ideal estético se transforma en modelo de la polis ideal, en la que el presente renueva en sí a la antigüedad” (106). Esta posición sería discutible, sobre todo en autores como Schiller y Hölderlin.

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Bibliografía

Assunto, Rosario. (1990) La antigüedad como futuro. Barcelona: Visor.

Jauss, H.R. (2000) “La réplica de la ‘Querelle des anciens et des modernes’ en Schlegel y Schiller”. En: La historia de la literatura como provocación. Madird: Península.

Schiller, Friedrich. (1985) Sobre poesía ingenua y poesía sentimental (trad. J. Probst y R. Lida). Barcelona: Icaria. (1990) Cartas sobre la educación estética del hombre (trad. J. Feijoo). Barcelona: Anthropos. (1998) Poesía filosófica (trad. Daniel Innerarity). Madrid: Hiperión.

Szondi, P. (1992) Poética y filosofía de la historia I. Madrid: Visor.

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Federico Schiller.La educación estética como condición para una buena

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PorCARMEN NEIRA FERNÁNDEZ

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Carmen Neira Fernández

Realizó estudios de Postgrado en Filosofía y Filología Románica en la Universidad de Barcelona (España). Es Licenciada en Ciencias de la Educación, con Especialidad en Filología Española, y Doctora en Filosofía de la Ponticia Universidad Javeriana de Bogotá. Fue profesora de losofía en la Universidad Javeriana, así como también profesora de literatura greco-latina y medieval en la Universidad Nacional de Colombia, entre los años 1987 y 2000. Actualmente es la Direc-tora de la Maestría en Filosofía Latinoamericana en la Universidad Santo Tomás. Sus trabajos investigativos se han concentrado, principalmente, en la poesía de la Bogotá del s. XX, en el poeta alemán Goethe y, asimismo, en lo concerniente al lenguaje poético.

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1. Introducción: presentación de Schiller en el contexto de la Ilustración alemana del s. XVIII2. Presentación de las Cartas Estéticas3. Tesis de Schiller4. Analítica de oposiciones dialécticas5. Antropología subyacente6. Dinámica: la voluntad como facultad de la belleza y de la libertad7. El temple estético y sus etapas8. Propuesta para una educación estética y sus consecuencias morales y políticas

1. Introducción

Nuestro acercamiento, en esta ocasión, al pensamiento de Federico Schiller, poeta, dramaturgo, historiador y filósofo, privilegia la perspectiva filosófica.

Sabemos que Schiller es uno de los grandes representantes -junto con Goethe- de la llamada segunda generación de la Ilustración alemana. En su obra Vida y poesía Dilthey, después de describir el ideario de los representantes de la primera generación: Lessing, Wieland, Klopstock y Winkelmann, afirma: “una nueva onda trajo dos hombres destinados a desarrollar este ideal de la vida y esta visión del mundo: Goethe y Schiller” (Dilthey, 1963: 352). Este ideal de vida, según Dilthey, consiste “en una concepción en la cual este nuestro yo se imagina una totalidad valiosa y que le satisface”. En esa época despuntó, y no sólo en algunas personalidades destacadas sino en las clases cultas de la nación, el afán por plas-mar este nuevo ideal de vida, de interrogarse por el destino del hombre, por el contenido de una vida verdaderamente valiosa, de buscar una educación auténtica (349).

Goethe, refiriéndose al encuentro con Schiller, afirmaba: “fue para mí una dicha tener a Schiller. Pues aunque nuestras naturalezas fueran distintas, nuestras aspiraciones coincidían, lo que hizo tan íntima nuestra amistad, que el uno no podía vivir sin el otro” (Eckermann: 517-518).

En ellos encontró expresión el sentimiento vital de una segunda generación. Esta generación se formó con Klopstock y Lessing. Había recibido en los años deci-sivos de la juventud la enorme impresión de Juan Jacobo Rousseau y habían sen-tido también la fuerza del estudio creciente de la naturaleza.

También Hauser, al tratar sobre el contexto ideológico de la Alemania del s. XVIII, indica que el movimiento de Herder, Goethe y Schiller se distingue de

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todos los movimientos semejantes de fuera de Alemania porque “viven en un frenesí de cultura y educación que no tiene igual en ninguna otra generación de escritores desde el Humanismo, y consideran a la sociedad civilizada, no al individuo aventajado, como la auténtica portadora de la cultura” (Hauser, 1993: 293).

La razón de estas características se puede encontrar en las condiciones históricas de Alemania en esa época.

Dilthey describe a la Alemania de entonces como un país disgregado, con gran-deza guerrera únicamente en Prusia, con Federico. Amplitud de cultura en las clases medias, lo que les otorgaba un señorío espiritual, mientras se veían descar-tadas de la dirección del Estado. Y diagnostica: todo el ímpetu de su vida, toda la energía se orientó hacia dentro: sus ideales fueron la formación personal, la distinción espiritual, y se expresaron a través del arte y de la literatura.

Las conmociones de la Revolución francesa impactaron en Alemania que, aunque compartía las ideas de la Ilustración francesa, se separó de la acción violenta del pueblo y, con la labor sobria y callada de sus intelectuales, buscó la superación de los estados de opresión por los caminos del educar para alcanzar con libertad un verdadero estado de derecho que superara los regímenes de los estados de naturaleza, basados en el poder de la fuerza más que en el poder de la ley. A este grupo de intelectuales perteneció Federico Schiller.

Conocemos el debate que se dio ante la pregunta ¿qué es la Ilustración?, y que conmovió a la Alemania de entonces. Conocemos la respuesta de Kant:

La ilustración es la salida del hombre de su condición de menor de edad de la cual él mismo es culpable. La minoría de edad es la incapacidad de servirse de su propio entendimiento sin la dirección de otro. […] La pereza y la cobardía son las causas de que la mayoría de los hombres, después que la naturaleza los ha librado desde tiempo atrás de conducción ajena (naturaliter majorennes), permanezcan con gusto como menores de edad a lo largo de su vida, por lo cual le es muy fácil a otros el erigirse en tutores. ¡Es tan cómodo ser menor de edad! (Kant,

2002: 5)

Schiller, cercano al sistema kantiano, se aparta de él en algunos aspectos, por ejemplo: no acepta la oposición radical entre naturaleza y libertad. Más cercano a Goethe en su concepción de naturaleza, no ve en ella sólo el aspecto físico, sino la manifestación del orden del todo. Amigo de la contemplación de los paisajes, en Jena, su casa tenía una buhardilla que permitía una vista espléndida, según testimonio de Eckermann:

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Subí a la buhardilla, y desde las ventanas de Schiller gocé de la más espléndida vista. Miraba hacia el mediodía, de manera que podía seguirse, a varias horas de distancia, la hermosa corriente del río, interrumpida a veces por el boscaje y las curvas. Se domi-naba un horizonte muy amplio. Se podía observar muy bien la salida y puesta de los planetas, y había que confesar que el sitio no podía ser más adecuado para inspirar la parte astronómica y astrológica del Wallenstein. (522)

Conocedor de los avances de las ciencias de la naturaleza, participa del cambio de paradigma mecanicista por el organicista. Acepta que la historia es progreso, maneja la analogía del desarrollo de los pueblos con el desarrollo orgánico del individuo; utiliza metáforas como la de la semilla, la minoría de edad y el edificio en ruinas.

En sus Cartas estéticas, intenta construir un nuevo concepto de libertad. Es en cierto modo deudor del “conatus spinozista” y de su concepción de libertad como “la afirmación en el ser”. Pedagógicamente, describe tres tipos de sujetos humanos: el sujeto físico, el sujeto estético y el sujeto moral que corresponden a su vez a tres etapas del desarrollo de la humanidad: la física, la estética y la moral. Esta última es la etapa de la filosofía práctica, pero no sólo de los hallazgos de una ética individual, sino de la noción de Estado como construido por un sujeto colectivo que, al alcanzar la mayoría de edad, es el sujeto de lo que él denomina estado de derecho.

2. Las Cartas sobre la educación estética del hombre

Estas Cartas fueron escritas por Schiller al Duque Federico Cristian de Schleswig-Holstein-Augustenburgo y publicadas en 1876. He utilizado para este análisis la edición de la Revista de Occidente, con traducción y prólogo de García Morente. Son 27 cartas, en 163 páginas, octavillas, “resultado de mis investiga-ciones sobre lo bello y el arte”, como afirma el mismo Schiller.

En la introducción de la Carta I, plantea la tesis de un instinto moral que la sabia naturaleza ha dado de tutor al hombre, hasta que el conocimiento claro lo emancipe. La naturaleza suple con el instinto la carencia de ilustración.

3. Tesis

Desde el comienzo plantea que la obra de arte más perfecta es “el establecimiento de una libertad política” (Schiller, 1920: Carta II, 12). Y formula su tesis en estos términos: “para resolver en la experiencia el problema político, es preciso tomar el camino de lo estético, porque a la libertad se llega por la belleza” (14).

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4-. Análisis de las oposiciones: a partir del estado natural vs. estado de derecho

El discurso de las Cartas estéticas es dialéctico y está construido sobre juegos de oposiciones, por ejemplo: naturaleza vs. razón; estado natural vs. estado de derecho, impulso sensible vs. impulso formal.

Trataremos de clarificar primero la oposición estado natural vs. estado de dere-cho.

La característica del hombre es que no permanece en el estado en que lo puso la natu-raleza, sino que posee la capacidad de desandar, por medio de la razón, los pasos que la naturaleza anticipó; de transformar en obra de su libre albedrío la obra de la férrea constricción y de tornar la necesidad física en necesidad moral.

Despierta el hombre de un sueño de los sentidos; se conoce como hombre, mira a su alrededor y se encuentra con… el Estado. […]

El Estado empieza rigiéndose por simples leyes naturales, antes que gobernarse por leyes racionales. Pero este Estado, hijo de la necesidad, nacido de la determinación natural y dispuesto para ella, no podía, ni puede satisfacer las exigencias de la personalidad moral

humana. (Schiller, 1920: Carta III, 15)

Viene la comparación con el desarrollo individual hasta cuando se alcanza la mayoría de edad, y concluye:

A partir de este momento, procede como si comenzara una nueva vida y como si, con claras luces y libre voluntad, trocara el estado de la dependencia por un Estado de mutuos contratos. Tal es el origen y justificación del ensayo que hace un pueblo consciente de sí mismo, de transformar su estado natural en un Estado moral. (Carta III, 15)

Continúa Schiller:

El estado natural -que así puede llamarse todo cuerpo político que no se deriva en su origen de leyes, sino de fuerzas- es ciertamente, contrario al hombre moral, para quien la legalidad debe ser ley, pero es suficiente para el hombre físico, que se recibe leyes para someterse a la fuerza. (16)

Esta oposición de estado natural, el que se instaura por la fuerza versus estado de derecho, el que se instaura por medio de contratos y leyes, permite a Schiller hacer alusión a la contradicción tan grande de la revolución francesa, que en nombre de la Ilustración cae en la imprudencia y el inmediatismo de querer imponer por la fuerza un estado donde se respeten los derechos del pueblo.

Estos son sus argumentos: el hombre físico, empero, es real, y el hombre moral es sólo problemático. Si la razón destruye el estado natural, arriesga al hombre

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físico real por un hombre moral problemático; arriesga la existencia de la socie-dad por un ideal de sociedad meramente posible, aun cuando moralmente necesario.

La gran dificultad consiste en que la sociedad física no debe cesar un solo momento en el tiempo mientras la sociedad moral se forma en la idea, no es lícito poner en peligro la existencia del hombre por respeto a la dignidad del hombre. Y aquí, magistralmente nos ilustra con la metáfora del reloj.

El reloj viviente de un estado no puede suspender su marcha, hay que componerlo, sin

pararlo y cambiar la rueda sin interrumpir el movimiento de la rotación. (Carta III, 17)

La oposición naturaleza vs. razón está expresada en la metáfora de minoría y mayoría de edad. En la Carta V, hace una descripción de la minoría de edad, correspondiente al estado de naturaleza en que vivía la Alemania de esa época. Aquí utiliza otra metáfora: la del edificio en ruinas:

Cuartéase el edificio del estado natural; sus débiles cimientos flaquean y parece ofrecerse una posibilidad física de sentar en el trono la ley, de honrar al hombre como fin propio, de instaurar en libertad los fundamentos de la unión política. ¡Vana esperanza! Falta la posi-bilidad moral. El instante generoso cae sobre una humanidad incapaz de acogerlo. En sus hazañas se pinta el hombre. ¡Y qué figuras se ven en el retablo de los tiempos presentes! ¡Salvajismo por un lado, molicie por el otro, los dos extremos de la miseria humana en una misma época! La cultura lejos da darnos la libertad, desarrolla en nosotros, con cada nueva potencia que evoca, una nueva necesidad, los lazos de la constricción física nos oprimen cada vez más amenazadores; el miedo de perder nos oprime cada vez más amenazadores; el miedo de perder apaga el ardiente deseo de mejorar, y la máxima de la obediencia pasiva se convierte en suprema sabiduría de la vida. (Carta V, 24-27)

En esto coincide con Kant, quien en el texto ya citado, diagnostica que Alemania está en una etapa de Ilustración todavía bajo tutores, y por eso no puede califi-carla de etapa ilustrada.

Hasta aquí hemos seguido el pensamiento de Schiller, en cuanto propone un estado de derecho que supere el estado natural, y para el cual postula un sujeto del estado de derecho, colectivo, constituido por sujetos individuales que han superado la etapa puramente natural y física y que son realmente sujetos morales, capaces de hacer contratos, delegar poderes, establecer y obedecer leyes sin perder su sensibilidad, ni su libertad.

Schiller tiene un presupuesto: “todo intento de modificar el estado es quimérico, mientras el hombre siga dividido interiormente” (Cartas VII y VIII). Por lo tanto, la tarea es educar. Pero para educar se requiere saber cuáles son las condiciones y las posibilidades de las personas que se van a educar para alcanzar lo que Schiller llama

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“el sujeto” moral, y poder proponer y alcanzar el estado de derecho.

5. Una antropología subyacente

Hay en Schiller una antropología subyacente, que fundamenta su propuesta pedagógica, estética y política.

Parte del hombre como individuo. Opone en él lo que permanece ante lo mudable, el yo a sus determinaciones.

A lo que permanece, al yo, lo llama persona.

A lo que cambia, lo llama condición o “situación”, o “estado”. Prefiero utilizar el término condición en castellano, para no confundirlo con el término “estado”, que prefiero reservar para la Institución política. La condición humana cambia, es devenir en el tiempo, sucede, es sensible. Por el contrario, la persona encierra su fundamento en la afirmación en el ser, en su libertad. Pero estos dos opuestos en la abstracción se dan necesariamente juntos en la existencia real: “sólo porque cambia existe el hombre; sólo porque permanece inalterable, es él quien existe” (Carta XI, 60).

Trata esta oposición también desde las categorías de materia y forma. La forma es la impronta de la persona y la materia es la experiencia sensible de la sucesión en el tiempo. Con persona alude a la interioridad, y con materia a la exterioridad. La tarea que propone Schiller es neutralizar la una con la otra.

Hay en el hombre dos exigencias opuestas.

La primera aspira a la absoluta realidad: el hombre debe transformar en mundo todo lo que es mera forma, debe manifestar en experiencia todas sus disposiciones. La segunda aspira a la absoluta formalidad: el hombre debe extirpar en sí todo lo que es mundo, debe introducir coincidencia en todos sus cambios […] Debe exteriorizar todo lo interno y dar

forma a todo lo externo. (Carta XI, 62)1

Al expresar en otros términos esta misma oposición, Schiller trata de dos fuerzas contrarias que coexisten, en donde no puede la una anular a la otra: la fuerza de la sensibilidad y la fuerza de la razón. La relación de estas dos fuerzas genera una tercera: la del impulso del juego, la que crea la libertad, la que hace del hombre físico un hombre estético. Es como la chispa de fuego que surge del choque de dos pedernales. Si no se logra esta chispa, no hay manera de convertir al hombre físico, natural en un sujeto moral. Solamente a través de la síntesis de la expe-riencia estética, logra el hombre físico acceder a lo universal y constituirse en

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sujeto moral, y no solamente en sujeto racional insensible.

Schiller expone esta dialéctica en las Cartas XII y XIII, con los siguientes argu-mentos: el impulso sensible parte de la existencia física del hombre, es su misma naturaleza sensible, está situado dentro de las limitaciones del tiempo. Lo llama también materia o sensación2.

Como está limitado por la sucesión del tiempo, al actuar, excluye las otras posi-bilidades. Es pertinente la comparación con el sonido de un instrumento: si un instrumento produce un sonido, es éste, de todos los sonidos posibles, el único real. Esto lleva a una conclusión: si es el impulso sensible el que actúa exclusi-vamente, nos hallamos ante la máxima limitación; es tal el extremo que queda suprimida la personalidad mientras la sensación domina. Tanto que en lenguaje ordinario decimos: “está fuera de sí”.

Por otra parte, el impulso formal o racional busca la armonía en la diversidad y busca afirmar la persona frente a los cambios. Cuando domina el impulso formal, pero sin anular la sensibilidad ponemos en acto la libertad.

El hombre, antes preso en las trabas de la sensación mezquina, se torna unidad ideal, que comprende en sí el reino de todos los fenómenos. Al hacer esta operación no estamos en el tiempo, es el tiempo el que está en nosotros. Ya no somos individuos, somos especie;

nuestro acto es la decisión de todos los corazones. (Carta XII, 66)

Esta última afirmación es importantísima, porque en ella Schiller explicita la superación del individualismo y la puesta en acto del hombre estético, de la capacidad de actuar como especie. Hoy diríamos como colectivo, como comuni-dad política. Al superar la experiencia sensible, sin anularla, al iluminarla con los ideales de la razón, se alcanza el grado de universalidad indispensable para formular, comprender y respetar la ley. Esta dimensión universal la denomina Schiller la idea de humanidad.

Esta concepción del hombre como un topos, donde se da un juego dialéctico de fuerzas, tiene consecuencias en la realización de la persona. Si se deja dominar sólo por el impulso sensible, pierde la libertad. Si se deja llevar sólo por la razón, pierde la noción de realidad y de limitación, pierde el polo a tierra. Pero si logra dejar surgir el impulso de juego, el hombre recobra su libertad tanto física como moralmente, sin perder su capacidad de goce y admiración en su existencia real.

En conclusión: para la educación es necesario tener en cuenta que de la acción recíproca de los dos impulsos surge el equilibrio entre lo real y lo formal. Este equilibrio es lo que Schiller llama experiencia de lo bello.

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Y ya estamos entrando en el terreno estético. Lo bello tiene dos efectos: distiende, para man-tener la existencia en el límite, e intensifica, para conservar en cada impulso su fuerza.

En la experiencia encontramos una belleza tierna y otra enérgica. Lograr un equi-librio entre estas dos bellezas es el problema de la educación estética. Pero esto no es nada fácil, porque una cosa es tener el ideal y otra realizarlo en la vida cotidiana, en el tiempo. Incluso en la forma de acoger las condiciones para vivir en estados estéticos hay degradaciones. Por ejemplo, oigamos cómo describe Schiller la degeneración de la belleza tierna en épocas refinadas: “la blandura degenera en afeminamiento; la tersura en trivialidad; la abundancia en capricho; la destreza en frivolidad; el reposo en apatía” (Carta XVI, 88).

Si la perfección humana consiste en la coincidencia de la energía de las dos fuer-zas, fallará ese equilibrio cuando falte la coincidencia o cuando falte la energía. Al hombre real lo hallamos o en estado de excitación o en estado de depresión. Ambas limitaciones pueden ser superadas por la emergencia de la experiencia de lo bello, que restablece en los hombres sobrexcitados la armonía y en los deprimi-dos la energía. Esta experiencia permite al hombre vivir su existencia completa. 6. Una concepción diferente de la voluntad, como facultad de la belleza y de la libertad

Hemos visto dos impulsos contrapuestos: el impulso sensible, que se origina en nuestra experiencia del espacio y del tiempo, y el impulso formal, que se origina en nuestra razón. Hemos visto aflorar en la contraposición de estos dos impul-sos un tercero, el impulso de juego. Schiller se pregunta: ¿dónde se origina esta fuerza que nos permite superar sin anular las otras dos? Es la manifestación de esa fuerza la que nos lleva a afirmarnos en el ser propio de la humanidad. Y esa fuerza se llama voluntad, fuente de goce estético, de libertad y de ley.

Pero ¿cómo se va a dar el tránsito entre el sentir y el pensar, si entre los dos hay un abismo infinito? La manifestación de la acción inmediata de la voluntad es ocasionada por los sentidos, pero esa manifestación no depende de la sensi-bilidad sino que se anuncia como contraposición, como libertad ante sus deter-minaciones, como posibilidad de actuar con leyes propias, más universales y no solamente respuestas de la sensibilidad. “Es pues, la voluntad la que se conduce frente a los dos impulsos, como una fuerza, pero ninguno de los dos impulsos puede por sí conducirse como una fuerza frente al otro” (Carta XIX, 99-102).

Schiller trae a colación un ejemplo:

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El déspota violento podrá estar lleno de los mayores deseos de justicia; ello no impedirá que cometa la injusticia. El hombre de ánimo bien templado, aunque sienta las más vivas tentaciones de goce, no quebrará por ello la rigidez de sus principios. En el hombre no hay otra fuerza que se imponga, sino la voluntad. Sólo aquello que anula al hombre, la muerte

o la pérdida de la conciencia, puede suprimir la libertad interior. (Carta XIX, 102)

7. El temple estético

Ya hemos indicado que Schiller trata paralelamente las etapas del desarrollo del individuo y las etapas del desarrollo de la humanidad. Entonces distingue tres momentos diferentes o grados de la evolución que “no sólo el hombre aislado, sino la especie entera tienen que recorrer necesariamente en determinado orden, si han de cerrar por completo el círculo de su destino” (Carta XXIV, 125). La primera etapa la natural o física; la segunda la estética; y la tercera la moral y política.

El diagnóstico de Schiller es que el hombre no puede pasar directamente de la etapa física a la moral. Es necesario que pase por la estética, que le da la expe-riencia del juego y de la libertad y le ayuda a tener conciencia de especie y no sólo de individuo. Y afirma que es más fácil el paso de la experiencia estética a la moral, que el de la experiencia física a la estética.

El espíritu va, pues, de la sensación al pensamiento, pasando por un temple intermedio, en el cual la sensibilidad y la razón son a la vez activas y por eso anulan recíprocamente su fuerza determinante. Este temple intermedio habrá que llamarlo estético. (Carta XX,

106)3

En la Carta XXIII vuelve a insistir sobre lo mismo:

El tránsito del estado pasivo de la sensación al activo del pensamiento y la voluntad, se verifica, pues, pasando por un estado intermedio de libertad estética; y aunque este estado por sí mismo nada decide ni para nuestros conocimientos, ni para nuestra conciencia es sin embargo la condición necesaria para poder alcanzar un conocimiento y una conciencia. En una palabra: no hay otro camino para que el hombre pase de la vida sensible a la racional

que darle primero una vida estética. (Carta XXIII, 119)

Schiller describe las características de la existencia de cada uno de estos tipos de hombre.

El hombre físico

Es egoísta, sin poseerse a sí mismo; está desasido de todo, sin ser libre; vive esclavo sin servir a una regla. El mundo es para él azar, ni siquiera objeto. Toda variación es para él una creación del ahora, porque junto a lo necesario en él, le falta la necesidad fuera de él.

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En vano la naturaleza hace desfilar ante sus sentidos la rica muchedumbre de las cosas; él no ve nada más que el propio botín. Presa del deseo se precipita sobre las cosas y se empeña en apropiárselas; o arrebatado de aversión las empuja lejos de sí. En ambos casos su relación con el mundo es una relación de contacto inmediato. Aterrado sin cesar por la acometida del mundo, atormentado sin tregua por las necesidades, nunca encuentra la paz si no es en el cansancio, y no encuentra límites sino en el agotado deseo. No ve a los demás en sí mismo, sino a sí mismo en los demás, y se siente oprimido por la sociedad. Incluso en los hombres más refinados, no faltan instantes que recuerden este estado sombrío de la naturaleza. (Carta XXIV, 126-127)

El hombre racional

La razón se da a conocer en el hombre como una exigencia de absoluto -lo fun-dado y necesario en sí mismo- la cual no viéndose satisfecha en la vida física, obliga al hombre a pasar de la realidad limitada a las ideas.

Pero sin estética esta razón se puede desviar, el hombre se puede equivocar.

Sobre las alas de la imaginación abandona el hombre los estrechos límites del presente y se lanza a la conquista de un ilimitado futuro. Mientras en su imaginación se alza la imagen de lo infinito, su corazón sigue viviendo en lo particular y no cesa de servir al instante

transitorio. (Carta XXIV, 129)

Fruto de esta equivocación son los sistemas absolutos que basan la moralidad en el miedo y los cuidados. Así el hombre no gana, sino que pierde hasta la felicidad de la bestia. En este estado el hombre siente solo las cadenas de la ley y no la infinita liberación que la ley otorga.

El hombre estético

La necesidad de la naturaleza, que lo dominaba en el estado de la mera sensación, se aparta de él en la reflexión. En los sentidos se establece la paz, al reflejarse en el fondo perecedero una imagen del infinito. Tan pronto como en su ser íntimo nace la paz, depone la tormenta.

Al afirmar su independencia frente a la naturaleza, la ve como un fenómeno y le impone la legalidad; al mismo tiempo que va tomando conciencia de su dignidad y va reconociendo también a los demás. Tanto así, que enfrenta hasta a los dioses. En el goce de la unidad estética, se verifica la unión real de la materia y la forma, la pasividad y la actividad, lo finito y lo infinito, la sensibilidad y la razón. La belleza nos presenta el estado en el que el hombre, como espíritu, no necesita huir de la materia.

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El problema está en saber cómo ir educando para que el hombre se abra camino desde una realidad ordinaria a una realidad estética.

8. Propuesta para una educación estética y sus consecuencias morales y políticas

El germen de la belleza necesita condiciones y tiene sus manifestaciones. Para que se cultive es necesario un alto grado de cultura. La educación estética no puede esperarse en el ambiente de los trogloditas, aislados en sus cuevas, ni en el de los nómadas, sin espacios propios, condenados a moverse en rebaños humanos. Sólo podrá desarrollarse cuando el hombre tenga “su cabaña propia, donde converse consigo mismo y al salir pueda dialogar con sus semejantes” (Carta XXVI, 141).

Hay tres fenómenos que anuncian la presencia de la humanidad en la naturaleza del hombre: el goce de la apariencia, la capacidad de juego y la tendencia al adorno.

Cuando habla de la apariencia Schiller insiste en que es la apariencia estética y sustancial. Aquella que hace que apreciemos los objetos. Es un defecto, una ceguera, querer buscar sólo lo real sin fijarnos en la apariencia, porque al fijarnos en ella valoramos no sólo lo necesario y lo útil. “La realidad de las cosas es obra de la naturaleza. La apariencia de las cosas es obra del hombre” (Carta XXVI, 143). El espíritu se alimenta de la apariencia, porque no se regocija sólo en lo que recibe, sino en su propio acto de valorar. Nos gusta este tipo de cuaderno, este tipo de casa, este lápiz.

El juego es una experiencia de movimiento libre. Jugamos con la libre asociación de ideas, jugamos con nuestra imaginación, jugamos proyectando posibles esce-narios. Por el instinto de juego se abre la posibilidad de la experiencia estética, aunque en un principio se confunda con la sensibilidad. Es interesante la descripción que hace Schiller de este tránsito.

El gusto grosero se precipita sobre lo nuevo, lo abigarrado, lo aventurero, lo extraño, lo violento y salvaje, mientras que huye de la sencillez y el reposo. Finge figuras grotescas, formas exuberantes, contrastes duros, luces chillonas, cantos patéticos. Llama bello, en esta etapa, a todo cuanto le excita. […] Pero en la forma de sus juicios se ha verificado una notable transformación: busca tales objetos, no porque le den algo que reciba pasiva-mente, sino porque le excitan a la acción. Le placen, no porque satisfagan una necesidad, sino porque dan cumplimiento a una ley, que aunque quedo, habla ya en su pecho. (Carta XXVI, 156)

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En este juego de formas se manifiesta ya el estado estético.

Pero al hombre no le basta con tener satisfechas las necesidades naturales, ni que las cosas le agraden, quiere agradar él mismo. No contento con añadir a lo necesario una estética superfluidad, el hombre se adorna.

El libre placer entra a formar parte de sus necesidades, y lo innecesario llega pronto a ser la mejor parte de sus alegrías. Poco a poco ha ido la forma acercándose desde fuera y con-quistando su habitación, los útiles domésticos, el traje; comienza por fin a adueñarse de sí mismo y a transformarse: primero en lo externo; luego también en lo íntimo. […] Además, cuanto posee debe reflejar el ingenioso entendimiento que lo pensó, la mano amorosa que

lo labró, el alegre y libre espíritu que lo eligió. (Carta XXVII, 157)

No sólo sus cosas, él mismo, su forma de arreglarse, sus gestos. El salto se torna danza; los ademanes se tornan lenguaje. Hasta el amor y el odio se transforman. Libre de los hierros que el apetito impone, el alma bulle en el alma y en lugar de un egoísta trueque de placeres, nace un magnánimo cambio de aficiones. “El odio mismo escucha atentamente la voz del honor y hace que la espada del victorioso perdone al enemigo desarmado, y un hogar hospitalario caliente al extranjero extraviado en lejanas comarcas. Se abre un tercer reino, el reino alegre del juego y la apariencia bella” (Carta XXVII, 158).

En síntesis, para alcanzar un estado de derecho y libertad, donde los sujetos seamos capaces de dar y obedecer la ley y de convivir como especie humana, se requiere previamente haber alcanzado cierto grado de cultura, cierta madurez de los individuos que no actúen solamente para satisfacer sus necesidades físi-cas e imponerse por la fuerza, sino que hayan logrado en sí mismos la síntesis del impulso sensible y del impulso racional, de tal manera que sean una fuente de armonía. Personas que estimen los detalles, que aprecien las formas de las cosas, que valoren el lenguaje del arte. En una palabra, personas con educación estética.

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Notas

1 Por mundo, Schiller entiende el contenido de la experiencia sensible informe en el tiempo. Por formali-dad, Schiller entiende “la manifestación de la libertad, como afirmación desde sí mismo”.2 “Por materia, entiendo aquí no más que cambio, realidad que ocupa tiempo; este impulso exige que haya variación, que el tiempo tenga un contenido. Ese estado del tiempo lleno, ocupado, llámase sensación y él es quien da fe de la existencia física” (Carta XII, 63).3 Para los lectores que no estén familiarizados con la significación de esta palabra: estético, explicaré su sentido. Todas las cosas que pueden presentarse en la experiencia, caben en cuatro relaciones diferentes:1.referidas a nuestro estado sensible; esta es su cualidad física.2. referidas al intelecto; esta es su cualidad lógica.3. referidas a nuestra voluntad, como objetos de elección; esta es su cualidad moral4. referidas al conjunto total de nuestras diferentes potencias, sin ser objeto determinado para ninguna; esta es su cualidad estética.

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Bibliografía

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