Pierre Rabhi Extracto

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Pierre Rabhi Extracto

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  • HACIA LA SOBRIEDAD FELIZPIERRE RABHI

    Traduccin de Marisa Morata Hurtado

  • primera edicin: marzo de 2013ttulo original: Vers la sobrit heureuse

    Actes Sud, 2010 de la traduccin, Marisa Morata Hurtado, 2013

    Errata naturae editores, 2013C/ Ro Uruguay, 7, bajo C

    28018 [email protected]

    isbn: 978-84-15217-43-5depsito legal: m-1838-2013

    cdigo bic: JFdiseo de portada e ilustraciones: David Snchez

    maquetacin: Natalia Morenoimpresin: Kadmos

    impreso en espaa printed in spain

    ndice

    Prlogo 11

    las semillas de la rebelin El canto del herrero 15La desilusin 23La decadencia del mundo campesino 27

    la modernidad, una impostura? El progreso: entre mito y realidad 39La subordinacin al lucro 47El cambio radical de las referencias universales 53

    la sobriedad, una sabidura ancestral Un pueblo africano 65Estamos en 1985 71Nada se crea, nada se pierde, todo se transforma 75El vnculo con el carcter sagrado de la vida 85

    hacia la sobriedad feliz La pobreza como valor de bienestar 91La autolimitacin voluntaria 99Un cambio humano 105Por una indignacin constructiva 119Sueos felices para sembrar los siglos 125

    Carta internacional por la Tierra y el Humanismo 127Les Amanins: nacimiento de un emplazamiento

    ecolgico, solidario y pedaggico 133Colibris: una plataforma de encuentro e intercambio 135La Ferme des Enfants y Le Hameau des Buis:

    construir el porvenir en el respeto a la vida 137

  • 9A partir de ahora, la mayor hazaa, la ms bella, que tendr que lle-var a cabo la humanidad ser la de responder a sus necesidades vitales con los medios ms simples y sanos. Cultivar un huerto o entregarse a cualquier actividad creadora de autonoma ser considerado un acto poltico, un acto de legtima resistencia a la dependencia y la esclavitud del ser humano.

    El Mapic: por una insurreccin de conciencias 139Le Mouvement des Oasis en Tous Lieux:

    una propuesta alternativa de modo de vida 141El Monasterio de Solan:

    la unin de la liturgia y el trabajo de la tierra 143Terre & Humanisme:

    transmitir la agroecologa aqu y en otros lugares 145Proyeccin y perspectivas de porvenir 147

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    prlogo

    Desde hace cuarenta y cinco aos he encauzado mi vida, con el apoyo y la connivencia de Michle y nuestra familia, por la va de la sobriedad. Por eso, en lugar de perderme en consideraciones y teoras generales, prefiero dar testimonio de las reflexiones, decisiones e iniciativas que esta eleccin deliberada me ha ins-pirado a lo largo de este camino. As, el principio de hacer lo que se dice y decir lo que se hace dar un poco de coherencia y, espero, de credibilidad, a mi modesto testimonio. Estas pa-labras tan slo aspiran a constituir una reflexin que aclare las decisiones que no podrn posponerse para siempre sin perjuicio grave del futuro inmediato, y ms an del medio y largo plazo. Sin embargo, sea cual sea la forma en la que se aborde la mode-racin como necesidad ineludible, existe una certeza: los lmi- tes que impone (por su propia constitucin) el planeta Tierra hacen irreal y absurdo el principio del crecimiento econmico infinito. Irreal, si aplicamos las herramientas de anlisis ms ele-mentales, tanto en el plano fsico como biolgico, a la organi-zacin de la vida como fenmeno. Absurdo, en cuanto que con ello recurrimos a la lgica sencilla de un pensamiento libre de toda manipulacin. El sistema dominante, que se jacta de sus

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    grandes hazaas, sirve sobre todo para disimular su ineficacia. Una ineficacia que un simple balance, especialmente en lo re-lativo a la energa, pondra en evidencia. Este examen revelara igualmente las contradicciones internas de un modelo que no puede producir sin destruir y, por lo tanto, porta en s mismo el germen de su propia destruccin. Parece que ha llegado el mo- mento de instaurar una poltica de civilizacin fundada en el po-der de la sobriedad. Se pone en marcha una apasionante cons-truccin que invita a todo el mundo a lograr la mayor hazaa creadora: satisfacer nuestras necesidades vitales con los medios ms simples y sanos. Esta opcin liberadora constituye un acto poltico, un acto de resistencia a lo que, bajo el pretexto del pro-greso, arruina el planeta y aliena al ser humano. Y es la belleza de la naturaleza, de la vida y de la obra del hombre en su dimen-sin creadora lo que deber inspirarnos a lo largo del nuevo ca-mino que vamos a emprender.

    las semillas de la rebelin

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    el canto del herrero

    Un hombre sencillo, que vive en un pequeo oasis del sur de Ar-gelia, atiende cada da a sus ocupaciones de padre nutricio. Abre la puerta de su fragua, enciende el fuego y mientras dure el da trabajar el metal. Se encarga del mantenimiento de las herra-mientas de los labradores, repara los modestos objetos cotidia-nos. Este pequeo Vulcano del desierto hace cantar su yunque todo el da, aprendiz que tira de la cuerda del fuelle de la fragua para atizar las llamas. Chispas incandescentes nacen del martillo del artesano en un torbellino de estrellas fugaces y, durante su trabajo, l permanece como ausente del mundo.

    Un nio silencioso lo mira y lo admira, se siente profunda-mente orgulloso. De vez en cuando, el hombre, de expresin vo- luntariosa, asctica, chorreando sudor, se detiene, recibe a sus clientes, responde a sus peticiones. A veces, un grupo de hom-bres se rene de forma espontnea delante de la fragua. Compar- ten, beben t, bromean, ren, hablan tambin de temas serios, agachados sobre una estera de fibra de palma.

    No muy lejos de la fragua se encuentra una plaza cuadrada, bastante grande, rodeada de tiendas (colmados, carniceras, de vendedores de telas, etc.) y de los talleres de los sastres, zapate-ros, carpinteros, orfebres Todos los das se escapan melodas

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    de estos talleres como aderezo de la serenidad y se propagan por la atmsfera tibia o sofocante, segn la estacin. Del lado oeste se encuentra un espacio desnudo, abierto, consagrado al mer- cado. Una especie de caravasar sin paredes donde se mezclan los chillones dromedarios con los corderos, las cabras, los burros y los caballos, desprendiendo fuertes olores. Nmadas silenciosos van y vienen. Otros permanecen agachados sobre sacos de lo-na dura, llenos de cereales. Gavillas de madera seca trasladan la imaginacin al gran desierto en el que fueron espigadas. Se ofre-cen dtiles compactados para la conservacin y a veces, en tem-porada, trufas del desierto para quien quiera adquirirlas. Todo esto produce una especie de tumulto sordo, acentuado por las agudas voces de los vendedores que llaman a los clientes. A ve-ces, cuentacuentos o acrbatas exponen ante un pblico fasci-nado que se coloca en crculo en torno a ellos sus proezas o sus sueos. Callejones en sombra recorren la ciudad, entre las casas de tierra ocre imbricadas unas en las otras, coronadas por terra-zas y que rodean un minarete blanco como un viga que escru-tara los cuatro horizontes. De esta masa de arcilla surgen aqu y all las palmeras. Algunas hacen las veces de parasol, sombrean-do los huertos de una comarca en la que el sol clava sus ardientes rayos como si fueran ascuas. Fuera de la ciudad slo hay un de-sierto de arena y guijarros, contenido tras una montaa que se extiende de un horizonte al otro, como una muralla infinita. En el seno del inhspito desierto, la vida sabe a milagro.

    El ambiente est tomado por la frugalidad. La miseria extre-ma apenas alcanza a las personas de esta cultura de la limosna y la hospitalidad, que los preceptos del islam recuerdan constan-temente como deberes principales. Las estaciones y las constela-ciones dan ritmo al tiempo. La presencia del mausoleo, protec-tor y secular, del fundador de la ciudad, que durante toda su vida predic la no violencia, instaura desde hace tiempo un clima de espiritualidad propicio al sosiego, a la concordia.

    Sin embargo, esta tranquila ciudad no es el Edn. Aqu, como en otros lugares, los hombres se ven afligidos por sus tormen-tos. Lo mejor y lo peor habitan el mismo espacio. A los valores de la convivencia se unen las disensiones, los celos y una condi-cin de la mujer que a menudo hiere el sentido y el corazn. Sin embargo, una obstinada moderacin trata, a pesar de todo, de mantener la paz. Una especie de alegra omnipresente supera la precariedad, utiliza todos los pretextos para manifestarse en fiestas improvisadas. Aqu la existencia se siente de forma tangi- ble. El mnimo trago de agua, la mnima cucharada de comida le dan a la vida, sobre el fondo de una paciencia que se renueva constantemente, un sabor real. Todos estn preparados para la sa- tisfaccin y la gratitud una vez garantizado lo esencial, como si cada da vivido fuera un privilegio, una prrroga. La muerte es familiar, pero no es una tragedia. Cuando arrebata a los nios es cruel, pero la conviccin de que el Creador, para preservar su inocencia, los arranca de las vilezas del mundo para privilegiar-los en cierto modo aligera la pena. La muerte es la administra-dora de una finitud para la que todos estn preparados. La muer-te es una evidencia y poco le importa el rango social, el prestigio o las riquezas. Se ocupa de su oficio, imprevisible, y devuelve a Dios las almas cuando l lo decide. La resignacin a lo que est escrito propicia el sosiego, ya que el destino es el juguete de cau-sas contra las que la voluntad humana es impotente. Nada pue-de ocurrir sin la voluntad de Dios.

    En el seno de este complejo mundo es donde el herrero hace cantar su yunque todos los das. l mismo es cantor, poeta, y hace de su arte una ofrenda. Acompaando su voz de un ins- trumento de cuerda, provoca el jbilo de un pblico numeroso y alborozado, a menudo cercano a un trance compartido, bajo una bveda celeste casi invariablemente constelada por estre- llas: un resplandor incomparable. Si bien este mundo, entre el ensueo y la poesa, no estaba exento de tormentos, s era un

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    fruto que haba madurado durante mucho tiempo en el rbol del destino. Como en otros lugares del mundo, los hombres in-tentaron en l la armona, sin alcanzarla de forma perfecta. La perfeccin no les pertenece.

    el fin de un mundo secular

    Entonces, insidiosamente, lentamente, todo empieza a cambiar en el seno de este mundo secular. La tristeza se aduea del he- rrero. Est preocupado, absorto en extraos pensamientos. Ya no vuelve a casa a la hora del crepsculo como un cazador libre, que regresa a veces con las manos vacas pero que la mayora del tiempo viene cargado con una cesta colmada de vveres que s- lo debe a su mrito, su talento y su valenta, as como a la bon-dad divina, para que su familia viva. Los encargos comienzan peligrosamente a escasear para el herrero. Los ocupantes fran-ceses han descubierto la hulla y proponen un trabajo asalariado a todos los hombres vlidos. La ciudad se transforma. Se acab el tiempo que saba a eternidad. Ha llegado la hora de los relo-jes, hasta entonces desconocidos; ha llegado con sus minutos, sus segundos Esta nueva poca tiene como propsito abolir toda prdida de tiempo y, en el reino del ensueo tranquilo, la indolencia se toma por pereza. Ahora hay que ser serio, tra-bajar mucho. Cada maana, lmpara de acetileno en mano, hay que adentrarse en las entraas oscuras de la tierra para exhu-mar una materia negra que esconde un fuego dormido desde tiempos inmemoriales, como a la espera de un despertar que le permitiera cambiar el orden del mundo. Cada tarde, los hom-bres salen con el rostro manchado del extrao termitero al que se han consagrado durante el da. Apenas se les reconoce hasta que las abluciones liberan su rostro de la mscara oscura de hu- lla y polvo que lo cubre. Un aro negro persiste alrededor de los

    ojos, emblema de la nueva cofrada de los mineros. El reloj de pulsera adorna cada vez ms muecas, para ir ms rpido se multiplican las bicicletas, el dinero se introduce en todas las ra-mificaciones de la comunidad. Las tradiciones adquieren un perfume anticuado, pasado. Ahora hay que ponerse al da de la nueva civilizacin.

    El herrero, igual que el maestro Cornille de Alphonse Dau-det que sufre por el honor burlado de su molino de viento (respiracin del buen Dios) por la competencia de los molinos de vapor (invencin del diablo), resiste como puede a estas grandes transformaciones. Sin embargo, debe rendirse a la evi-dencia: los clientes son cada vez ms escasos y alimentar a su familia pertenece desde ahora al campo del milagro. Tan slo le queda convertirse l tambin en termita Debido a sus ap- titudes naturales, se le destina a la conduccin de un locotrac- tor, que remolca una larga oruga de vagones llenos de la mate- ria mgica, esencialmente destinada a ser exportada a Francia. Los grandes trenes con potentes locomotoras transportarn la materia negra como un botn. As es como el Progreso ha irrumpido en este orden secular.

    El nio se siente perturbado al ver al herrero volver cada da, como todos los dems, manchado. El dolo ha sido profanado. El taller se ha convertido en una cscara silenciosa, ahora ya con la puerta cerrada, por encima de esos recuerdos con sabor a de- suso de un tiempo inmemorial que ha pasado tan bruscamente. El yunque ya no canta. La civilizacin ha llegado, con algunos de sus atributos, su complejidad y su inmenso poder de seduc-cin, sin que l pueda comprenderla, y an menos explicarla. El lector habr adivinado ya que el herrero, poeta y msico tan admirado por el nio, no es sino mi propio padre, y que el nio no soy sino yo mismo.

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    el silencio del yunque

    La servidumbre de su padre inflige en el nio una extraa heri-da. Toda la poblacin siente que algo importante se acerca insi-diosamente, sin saber en realidad de qu se trata. La era del tra-bajo como razn de ser tiene como corolario la inmoderacin apuntalada por el dinero y las nuevas cosas que se pueden com-prar. Como en un ltimo arranque de libertad, tan pronto como recibieron su primer salario, algunos mineros no volvieron al trabajo. Cuando volvieron a aparecer tras un mes o dos, los em-pleadores, descontentos, les preguntaron por qu no haban vuel- to antes al trabajo. Ellos respondieron entonces con inocencia que si no haban terminado de gastar su dinero, por qu habran de trabajar? Sin saberlo, estaban planteando una cuestin que se ha evitado cuidadosamente, pero que hoy algunos conside- ran esencial, y a la que habr que responder en estos tiempos de descalabro que obligan a reconsiderar la condicin humana: trabajamos para vivir o vivimos para trabajar? En cuanto a esos individuos ingenuos e indisciplinados, imaginamos que la com-paa hullera les dej las cosas bien claras.

    Yo entend bastante ms tarde que al herrero la modernidad arrogante y totalitaria le haba causado, como a innumerables seres humanos tanto del Norte como del Sur, una especie de obli-teracin por negacin de su identidad y su persona. Peor an: haba reducido, con el pretexto de mejorarla, la condicin de to- dos a una forma moderna de esclavitud, no slo produciendo capital financiero sin tener en consideracin alguna la equidad, sino tambin instaurando, con el simple hecho de tomar el dine-ro como medida de riqueza, la peor desigualdad planetaria po-sible. La explotacin y la esclavitud del hombre por el hombre y de la mujer por el hombre siempre han sido una perversin, una especie de fatalidad que confiere a la historia humana la feal-dad que todos conocemos, pero a diferencia de esta perversin

    espontnea, por as decirlo, la modernidad, que supuestamen-te haba de ponerle fin con sus revoluciones, la ha perpetuado bajo el estandarte de las ms bellas proclamaciones morales: de-mocracia, libertad, igualdad, fraternidad, derechos del hombre, abolicin de privilegios Puede que la intencin fuera sincera, pero ya ha llegado el momento de reconocer que los intentos ms obstinados de instaurar un orden igualitario han fracasado debido a la naturaleza profunda del ser humano.

    El yunque nunca ha resonado en m con tanta fuerza como en su silencio, un silencio irrevocable, como si estuviera inscri- to en una partitura inacabada cuya meloda se hubiera interrum-pido para siempre. Ms tarde me di cuenta de que este silencio haba inoculado en m el germen de una rebelin que termin por eclosionar a finales de los aos cincuenta. Entonces yo tena veinte aos y la modernidad se me presentaba como una inmen-sa impostura.