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PIEDRAS PRECIOSAS – Trilogía de Ol Sasha 2012

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P I E D R A S

P R E C I O S A S

Inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual de Madrid-ESPAÑA.

E:mail [email protected]

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“Encontrarse a sí mismo....

es encontrar durante el viaje,

toda la humanidad”.

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PIEDRAS PRECIOSAS – Trilogía de Ol Sasha 2012

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ÍNDICE

PRÓLOGO

A QUIÉN ENGAÑA

BAJO LA SOMBRA

MIEDO AL CAMBIO

ÚLTIMAS PALABRAS

UNA ESTRELLA PARA VOSOTROS

CARTA DESDE OMETEPE

PAPUCHY

UNA LEONA ES TODA LA ESPECIE

ESTÁ EN TI

EL PRÍNCIPE SOÑADOR

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P r ó l o g o

Para las personas adultas, un cuento, ¿es un alejarse de la realidad? Se trata quizás de

un refugio. O, tal vez constituye una invitación…

Es justo advertir que en mi caso, no puedo observar el mundo sin dejar de

adentrarme desde una visión idílica para compartir universos propios que palpitan en el

ahora mismo.

Hay una parte profunda e imaginativa de la mente... o del alma que no

abrazamos, que permite emerger la magia dentro del caos cotidiano. Creo que lo

“fantástico” y lo “real” son a menudo la misma cosa. Hay más verdad en un cuento que

en la vida que enmarañamos de artificio. Lo digo porque en una población española

cuyo nombre se asemeja a Castillo de Fe, viven una niña y un niño muy afortunados.

Sus abuelos no han perdido la costumbre de explicarles cuentos maravillosos.

Hay uno muy especial que todavía no tiene final, dice así:

Érase una vez un príncipe que interpretaba viejas inscripciones

talladas en madera y leía delicados pergaminos que desenrollaba con

cuidado. Además de cultivarse en disciplinas ancestrales, realizaba

ejercicios de memoria y practicaba actividades deportivas. Su preferida era

la maratón de la selva. También disfrutaba dando largos paseos por la orilla

de la playa mientras las olas le acariciaban los pies por las olas. Solía

sentarse en la roca más elevada con forma de trono para contemplar cómo el

cielo besa al mar en la lejanía.

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Le gustaba permanecer ensimismado intentando conversar con un

espíritu invisible. Roca de fuerza infinita... La inmensidad del mar en danza

perpetua…

— ¡Oh! viento, revélame los secretos del mundo y de la vida.

Un día, en la parte de la playa que se adentra al mar como una

lengua de arena, allí donde crece el bosque de pinos con troncos de conchas,

se quedó profundamente dormido.

El príncipe tuvo un sueño. Viajaba a un remoto lugar para

encontrar un fabuloso tesoro.

Cuando despertó, las ramas de los pinos se movían con tal gracia

que parecía que aplaudieran. Coreaban la alegría desde sus raíces que se

abrieron como un paraguas para extender sus puntas.

Corrió presuroso atravesando el bosque que se cerró como un puño.

Cruzó veloz sintiendo que dejaba tras de sí una estela de conchas en la

playa. Atravesó el pueblo como si fuera un vendaval. Alcanzó la muralla de

palacio. Cruzó la gran plaza y el pórtico flanqueado por dos guardias. Subió

de tres en tres los peldaños de la escalinata elevada que conducía a la alcoba

principal.

— Madre –exclamó ilusionado- he visto un extraño territorio

blanco pero... –en ese momento se percató.

La reina lo miraba detenida.

— ¿Cómo puedo ver algo que no existe?

La reina no respondió. No sabía a qué se refería. No comprendía

qué cosa le había sucedido a su hijo, y con el amor en sus ojos, lo abrazó

rogándole que relatara el incidente paso a paso y con detalle. Se sentaron a

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la luz de las velas en una confortable estancia plagada de gigantescos

cuadros, tupidas alfombras, estatuas enormes, candelabros oxidados,

cortinajes largos de tacto suave. Escuchaba mientras cosía.

El príncipe preguntó durante la cena a su padre. El rey miró

fijamente a su hijo. No dejaba de masticar y, a punto estuvo de atragantarse

con un pedazo de cordero, porque aunque era un hombre astuto y un eficaz

estratega para el combate, ante la visión del sueño, carecía de toda palabra

ingeniosa. Con un ademán que intentaba disimular el tropiezo, le dijo que

continuara. Estaba dispuesto a dejarse empapar bajo la cascada que chorrea

novedad. Pero dejó al príncipe sumido en la más absoluta confusión cuando

se puso a tartamudear. El rey se levantó bruscamente y abandonó la mesa.

Fue rápidamente a reunirse con el hechicero con el propósito de

contrarrestar un posible maleficio por parte de alguno de sus numerosos

enemigos.

Ni la madre ni el padre entendían el significado de lo relatado por

su hijo. Sus palabras acentuaron la turbación de los asesores del rey. Nadie

de la extensa corte conseguía descifrar el enigma.

Semanas más tarde, los rumores empezaron a corretear por los pasillos de

palacio como ratones excitados. Temían que al príncipe le afectara cualquier

suerte de oscura enfermedad maligna. Se preguntaban unos a otros si tal vez

era contagiosa.

Tampoco el consejo que se convocaba únicamente en casos de

extrema crisis, cuyos miembros secretos eran todos diestros en el

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planteamiento de los argumentos más dispares y originales lograron

entender la naturaleza del sueño y, mucho menos, explicar su potencia.

Todas las personas instruidas, incluso las más destacadas del reino,

no pudieron contestar a la insistente pregunta del príncipe que seguía

preguntando incansablemente a todos los habitantes del pueblo, incluso a los

habitantes de otros pueblos vecinos. Igualmente, habitantes y monarcas de

otros imperios estaban desconcertados. Ninguno podía interpretar lo

sucedido. Ni siquiera el adivino que habitaba el castillo encantado en la

cima de la montaña escarpada, con toda su erudición y lucidez, pudo

esclarecer el interrogante cuando lo visitó una mañana temprano, ansioso

por saber.

Pero el príncipe estaba decidido. Quería ahondar en tan fantástica

experiencia, porque todavía una vez más se repitió aquel misterioso suceso,

y, un año más tarde, revivió la visión cuando por primera vez en la historia

se helaron los ríos, la temperatura descendió, y una capa de blanco musgo

que se deshacía cubrió todo el reino. Esa fue la inequívoca señal. Por eso,

durante aquellas noches frías, acostado en su imponente cama de sangre

azul, antes de dormirse, rogó con sus ojos prietos para que pudiera volver a

soñar. Y soñó. Nuevamente viajaba a un remoto lugar de color blanco para

encontrar un fabuloso tesoro.

Con el sigilo de un gato entrometido, le ordenó su hermano mayor

en mitad de la noche que se levantara y lo acompañara hasta el balcón donde

lo arrinconó en una esquina. Le habló a la intemperie chispeando igual que

una hoguera. Nunca antes lo había hecho.

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Tres días más tarde, hondamente convencido y emocionado hasta la

médula, se encontraba en el puerto dispuesto a zarpar para adentrarse en el

mar que tanto había observado desde la roca más elevada con forma de

trono. A pesar de su contagioso entusiasmo, escuchó:

— No puedes abandonarnos, hijo –su madre lo recriminaba

visiblemente molesta.

— Claro que no puedes marcharte. Tienes obligaciones y

responsabilidades –advertía autoritariamente su padre-. Si te

vas… afronta luego las consecuencias –sentenció.

Sin embargo, tuvieron que dejarle partir, cuando el príncipe señaló,

pasándose la mano por la frente para retirarse los cabellos.

— Necesito saber. La aventura me reclama. No encontrar la voz del

viento equivale a morir. Tengo un espíritu inquieto… ¡Debo

explorar el mundo siguiéndole la pista a la vida!

Con lágrimas en los ojos lo despidió su hermano mayor, no sin

antes levantar su pulgar en el aire a modo de bendición.

Pasaron dos semanas. Y pasó una tercera semana surcando el mar inmenso

con su frágil velero. El príncipe seguía obstinado con su cometido como el

latido que no quiere cesar. Se alternaba el sol con las estrellas. Los días y las

noches se repetían una y otra vez y, nada. Solo agua. La inmensidad del

cielo.

Al cabo de siete semanas, desembarcó en una tierra que no figuraba

en los mapas. Abandonó el velero. Se adentró en el desconocido territorio

hasta tropezarse con un soberbio lago situado entre dos volcanes. La

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naturaleza tenía más color del que nunca hubiera imaginado. La tierra

desprendía una energía que percibía bajo las plantas de sus pies.

Ahí se detuvo para descansar. Se tendió boca arriba en la arena fina

junto al lago. Durmió apaciblemente bajo una luna que sonreía. Pero se

sobresaltó cuando el sol anunciaba su presencia desde el mismo centro del

lago.

El príncipe miró a derecha e izquierda por largo rato. Sus ojos nada

veían todavía, no obstante, notó el fuego abrasador. Su mismo esqueleto

estaba en llamas. De su pecho brotó una luz esclarecedora que fue

simultaneando los destellos dispares que zigzaguearon hasta componer una

extravagante forma.

Las plantas hicieron un coro a su alrededor y, delicadamente, las

rocas empezaron a dar piruetas mientras aquella forma se contorsionaba

hasta que pareció diseñar un mensaje precioso. Y el príncipe prosiguió su

camino a través de la jungla espesa de aquella tierra que no figuraba en los

mapas.

La dureza de sucesivas jornadas agotadoras intentaban hacerlo desistir,

sobre todo, cuando el territorio se tornó árido panorama carente de cualquier

muestra de vegetación, convirtiéndose en un blanco desierto interminable

que se extendía más allá del horizonte donde ni los animales querían vivir.

Abatido, exhausto, todavía osado, avanzaba el príncipe resbalando

y estornudando sin alimentos ni ropa de abrigo.

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Seguía adelante, aún cuando sus pies le pedían que desistiera. Le

rogaban las piernas que se detuviera. Su cuerpo entero lloraba, advirtiéndole

que todo había sido un chiste, alguna broma pesada del viento.

El príncipe continuaba resuelto a llegar al lugar desconocido que

había visto en su sueño, pero cada día era peor que el anterior. Desanimado,

enojado por haber abandonado a su madre y a su padre, a su hermano mayor

y a su región natal, se cuestionó:

— ¿Son posibles? ¿En verdad existen los sueños?... y, en caso de

que existan... ¿para qué sirven?

Luego de un largo silencio hueco, suspiró ante la nada, y justo

cuando estaba a punto de renunciar, tembló la tierra bajo sus pies. El suelo

empezó a resquebrajarse lentamente ante el príncipe. Como por arte de

magia, se abrió el territorio blanco para que brotara de sus entrañas un

inmenso cofre que dejó al descubierto miles de piedras preciosas que

brillaron graciosamente como si lo saludaran. ¡Así sucedió!

Increíble. Había una seductora melodía de fondo amenizando la

escena.

Durante los avatares de la aventura, el príncipe aprendió algunas cosas

valiosas, entre ellas, que la voz del viento está en los sueños; inapreciable

regalo, magnífico premio difícil de ignorar, y recordando las palabras de su

hermano mayor “… la necesidad de ser responsable con tu don… tendrás

que ser generoso…”, el príncipe quiso compartir el hallazgo.

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Lejos de quedarse con el tesoro para sí, durante el viaje de regreso

a su región natal, quiere entregar una piedra preciosa a toda persona con la

que se cruce en su trayecto.

Dice el cuento que el príncipe guarda las dos más bellas para

Milagros y Amador.

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A QUIÉN ENGAÑA...

Hoy, Meysi no anda con Sam. Se conocieron hace un año y medio, cuando sus miradas

se encontraron en la calle. A partir de entonces permanecieron juntos, hasta que Sam

decidió probar suerte en otro país. Quería mejorar su condición de peón de la sociedad.

Necesitaba ofrecerle un porvenir a la mujer que ama.

Y porque su lucha era tenaz y testaruda, su regreso se fue aplazando.

Al volver por sorpresa y sin avisar, Meysi lo recibió con cierta confusión y algo

de desgana, incluso con un rechazo hostil. Sam, llegaba sin fortuna bajo el brazo.

Le dijo que otro varón le procuraba estabilidad, y añadió:

—No lo amo, Sam, pero a veces, se es más feliz con alguien a quien se quiere, que no

con una persona a quien se ama, pero con quien se sufre.

En su ausencia, Meysi se había refugiado en el vehículo de un extranjero que

preguntaba por su embajada. Aparentemente encontró sosiego; se dejó cortejar.

Meysi sabía en lo más profundo de su sentir que el amor de Sam era un amor

verdadero, una especie de música de fondo que abraza la vida permanentemente. Un

amor dulce y tierno que fluye mansamente durante la mayor parte del tiempo. Pero

ansiaba una gran vivienda; casarse y criar hijos que jugaran en un jardín. Y Sam no

tenía solvencia económica. Solo disponía del mayor don que ofrecía con generosidad.

Insuficiente para Meysi que afirmaba que con amor no se compra leche ni pañales ni

tampoco medicamentos. Junto a Sam padeció una excesiva precariedad. Y las

circunstancias continuadas terminaron por ahogarla. Debía intentarlo. Existía otra

opción para ella.

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Meysi tenía el deber moral de remediar su angustia e insatisfacción, y decidió

terminar con Sam. Pensaba que así resolvería la incómoda situación que la amedrentaba.

Pasó un mes, durante el cual, Meysi no pudo dejar de llamar por teléfono a Sam un día

sí y al siguiente también. Se sentía responsable por causarle dolor. Sin embargo, ella

tenía derecho a buscar su felicidad. Su actitud era lícita y racional.

No había posibilidad de relación a menos que ambos la desearan, y Meysi, no

quería seguir con Sam, al que encontró recostado en el portón de su casa. Y cuando él le

preguntó:

—¿Cómo estás, amor? –con la suavidad de la espuma blanca que forman las olas al

acariciar la arena, ella respondió...

—Bien, cielo, estoy muy bien –y al abrazarse para despedirse, Meysi no pudo dejar de

estremecerse con el contacto de Sam.

Aquella noche, Sam consultó las estrellas. Preguntó si Meysi lo amaba

realmente. Apaciguó su respiración y, aguardó. Hasta que percibió una forma indefinida

que encabezaba la potente ráfaga de viento que lo invadía como un susurro estrepitoso.

—Tengo la llave que lanzó lejos mientras iniciaba un camino que no la conduce a

ninguna parte. Intenta una historia que le permita olvidar el amor que aún no se ha

extinguido. Se divierte con el extranjero viajando de aquí para allá. La novedad es

atractiva, pero detrás de la actividad social y la alegría de la fiesta se encuentra la

intimidad. Y sin el beso sincero del alma, difícilmente podrá unirse a nadie –lo percibió

Sam. Se trataba de un pájaro que no cerró el pico. No era un mirlo-. Nada determina

más que el lazo del amor; todo lo demás son simples detalles carentes de importancia –

aquella especie de pájaro difuso cerró el pico. No era un águila.

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Y pasaron dos meses. Y aunque Meysi deseaba liberarse, huir, apartar a Sam de su

pensamiento, el fin de semana se le antojaba un gigantesco pie descalzo que quería

aplastarla. A cada instante y en todo lugar estaba presente Sam. Intentaba sin éxito

reducir la intensidad del amor, incluso variar la perspectiva del sentimiento, pero no

lograba hacer desaparecer ese misterioso influjo que los unió. Y cuando Sam le

preguntó en el banco que solían sentarse en el parque:

—¿Cómo estás, amor? –con la generosidad de un corazón bondadoso interesado en su

bienestar, ella respondió...

—Bien, cielo, estoy muy bien –pero al rozarle las manos para estrechárselas mientras se

despedían, volvió a conmocionarse. Seguía latiéndole por dentro Sam.

Aquella noche, Sam se incorporó repentinamente al poco de dormirse. Se frotó

los ojos con las yemas de los dedos. Se levantó. Tenía sed. Su garganta recibió el agua

fresca en la cocina y, flotó hasta la cama para cubrirse con las sábanas igual que un

muerto se cubre con la lápida.

—La actual relación es superficial. Está vacía de contenido. Carece de significado.

¡Quiere al extranjero! Pero aunque lo quiera mucho, lo quiere como si se tratara de un

hermano. El extranjero jamás conseguirá llenarla lo suficiente. Y con el tiempo, Meysi

se volverá a angustiar.

Sam respiró hondamente. Se detuvo largo tiempo antes de volver a llenar los

pulmones de aire. Entonces pudo volver a escuchar...

—No puede repudiar la vida porque no le sonría. El desafío consiste en cabalgar el

potro salvaje del existir que no está exento de riesgo. El obstáculo de Meysi es que se

niega a cambiar de actitud. Debe crecer, comprender que la seguridad del alma no la

proporcionan los vestidos, ni los bolsos, ni los zapatos, ni las joyas, ni siquiera los viajes

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o un palacio con un país entero como jardín. Tú ya se lo habías dicho antes de partir en

busca de una oportunidad laboral.

Al día siguiente, Sam recordó lo sucedido. Le había dicho antes de partir

poniéndole las manos en sus mejillas.

—La paz interior no te la proporcionará ningún elemento externo, Meysi –le tembló la

voz cuando lo dijo. Y señaló justo antes de cruzar a nado la frontera.

—Mi amor lindo y precioso, no es la agresión que llega de fuera. Es el conflicto interno

lo que imposibilita la dicha. Por favor... te lo ruego... piensa en ello hasta que vuelva...

Y había gritado desde el agua helada arrastrado por las fuertes corrientes.

—Créeme cuando te digo que el mayor enemigo de uno No Es Otro Que Uno Mismo.

Desapareció bajo el agua. Apareció al poco en la otra orilla moviendo los brazos

empapado de alegría.

—Y créeme cuando te digo que el mejor amigo de unoooo... no es otro que unoooo

mismoooo.

Meysi no pudo escuchar sus palabras alejadas.

El que no era ni un mirlo ni una águila ni tampoco una garza ni un ruiseñor, lo

visitó nuevamente de madrugada, con seguridad, porque así lo reclama Sam.

—Querías saber si ella te ama realmente. En caso de que la respuesta sea ¡¡¡NO!!! Estás

a salvo. Si se ha desvanecido rápidamente el amor, no era amor, sino débil sentir. Ella

podrá iniciar cualquier relación de pareja. A ti no debe darte pesar, ni decepcionarte, no

te pongas triste, pues no merecía la pena. Pero en caso de que la respuesta sea ¡¡¡SÍ!!! Si

todavía palpita silenciosamente en su pecho un “Te amo Sam”... ¡ambos tenéis un grave

problema!

Sam fue abriendo la boca a trompicones. Bostezaba a cámara lenta.

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—La paz interior no la proporciona ningún elemento externo; ni material, ni humano.

La vida está sazonada de adversidad, pero ¿por qué pasar por la vida sin saborearla, sin

descubrir su majestuosidad? Pregúntaselo. El cambio a una mejor vida empieza en ella.

Tiene que ver con la voluntad. No lo impulsa más que uno mismo desde sus entrañas.

¿Por qué flaquea su fortaleza vital? ¿Por qué su innato sentimiento queda soterrado?

¿Por qué desconfía de sí misma? ¡No dejes de preguntárselo!

Y pasaron tres meses. Y Sam le preguntó en el restaurante donde la citó.

—¿Cómo estás, amor? –con la dulzura de un alma enamorada que anhela su propia luz,

ella respondió...

—Bien, cielo, estoy muy bien.

Al dejar a Sam atrás, volvió a derrumbarse. Ya no podía mirarlo a los ojos.

Cuando lo hacía, Meysi retrocedía. Su corazón traicionaba su intelecto empeñado en

decirle adiós para enterrarlo bajo tierra, cubriéndolo con piedras, lozas, montañas de

escombros y desperdicios y cajas de cartón. Excusas.

El sentimiento de Meysi por su acompañante oficial estaba definido. Lo estuvo

durante la ausencia de Sam, tanto como ahora. Quería al extranjero igual que se quiere a

un amigo.

Por mucho que lo disimulara, Meysi no estaba bien. Se le quebraba la voz cada

vez que conversaban, y a solas, suspiraba hondamente por Sam con la sensación de

haber perdido piernas y brazos, con la certeza de haber manchado su corazón con barro.

Se engañaba. Había sustituido una vida en color, con el estremecimiento de la

inseguridad a causa de una precariedad mal entendida, por otra vida en blanco y negro

con la seguridad del hastío perene e inmortal.

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Ya no tenía las viejas preocupaciones. El dato era incuestionable, pero se

equivocó al creer que alejando a Sam de su vida se desvanecería el amor. Intentó

encontrar tranquilidad en los besos del extranjero, pero extrañaba la pasión de Sam.

Intentó cobijarse en la rutina de su empleo, pero extrañaba colisionar con aquella

sonrisa iluminada que la estremecía en cada ocasión que cruzaba el umbral de salida de

la empresa donde trabajaba. Intentó distraerse asistiendo al gimnasio y a clases de

concina y reflexología. Incluso se inscribió en un taller de risoterapia, pero siempre

extrañaba la compañía entusiasta que la hacía vibrar desde los dedos de la planta de los

pies hasta el último cabello de la cabeza. Siguió intentando disfrazar la verdad después

de cada jornada laboral. Negándose a combatirse a sí misma.

Meysi encerró el amor en una caja fuerte. Lanzó la llave lo más alto que pudo...

¿para qué? ¿para que alguien la recogiera al vuelo?

Pensó que podría prescindir de Sam sin que un nudo le agarrotara el alma.

Sam se dio la vuelta en la cama con suma pereza. Un leve codazo en su costilla lo hizo

reaccionar. Quiso abrazar la almohada como si fuera Meysi. Deslizó el brazo

inconscientemente, hasta dejarlo caer de la cama. Tanteó con la punta de los dedos el

suelo frío hasta encontrar la almohada y se la colocó entre las piernas apretándola para

que no escapara.

—Explícale que no puede saberse qué es bonanza sin conocer la congoja. Cuando se

desconoce la fatalidad, se ignora el profundo significado del auténtico gozo. Si una

persona nunca ha estado apenada, al sentir júbilo, jamás podrá apreciarlo. La vida es

pluralidad y riqueza de matices, y son las emociones que impactan las que ayudan a

comprender la complejidad de la existencia humana.

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Sam se cubrió el hombro que había quedado al aire. Un pie quedó descubierto.

Lo estiró y la mitad de la pierna se quedó colgando fuera de la cama.

—Proponle construir juntos con sólidos cimientos, y acto seguido enmudece. La

decisión es suya, no está en otras manos de otro más que en las suyas. Recuerda sus

propias palabras “A veces uno es más feliz con una persona a quien se la quiere que con

otra a quien se ama, pero con quien se sufre”. Y tiene razón, pues es mujer que se niega

a pelear para defender algo bello que sólo le pertenece a ella. Desconfía de su corazón –

señaló-. Desconoce su propia habilidad. Su actitud puede complicar los futuros

acontecimientos si persiste en la falsa idea de que otro varón la va a curar.

Sentía la presencia. Sam escuchaba el zumbido en la oscuridad. Se incorporó

adormilado sin abrir los ojos.

—Las circunstancias varían, pero las virtudes de las personas no. Ella se enamoró de tu

gran corazón, ¿lo recuerdas?... ¡nunca le prometiste oro. Le prometiste amor

verdadero!”.

Sam profirió un –es cierto- plagado de convicción. Y se dejó caer hacia atrás

como si nada. Tranquilo.

—Con el pasar de los años no nace el sentimiento. Con el pasar de los años, únicamente

surge el afecto, porque el roce diario forja despacio el cariño, pero jamás el amor. El

amor explota al principio. Y se palpa en la mirada de los dos enamorados cuando al

encontrase estallan chispas de luz multicolor. Cada vez que vosotros dos os habéis

encontrado, en el cielo se ha celebrado una asamblea que inaugura el carnaval de los

destellos luminosos. Hacía siglos que no se reactivaban los planetas.

Y antes de que se desvaneciera el eco de la transmisión, oyó:

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—Con amor verdadero se supera cualquier obstáculo en la vida. No hay fruto sin

semilla. Y la mejor semilla de la vida es sin duda el amor. El amor franco. En primera

instancia, riguroso con uno mismo –así habló el inconmensurable pájaro de cielo.

Sonó el despertador.

Frente al espejo del baño, con los ojos pegados por las legañas, todavía

inspirado, tenaz y testarudo a la vez, concentrado en la mujer que ama, su alma adopta

una forma indefinida para latir, exclamando desde el otro lado del espejo.

—Ella nunca entendió que aunque puede desplomarse el mundo entero, uno encontrará

en los brazos del ser amado los motivos para aceptar el desafío. En modo alguno estuvo

encadenada al sufrimiento. Aquel año y medio... no fue una consecución de situaciones

insoportables. No todo fue malo o feo.

Terminó de cepillarse los dientes.

—Meysi puede condenarse a sí misma, saboteando la posibilidad de acariciar los finos

tejidos de la dicha igual que antaño porque lo cierto es que no somos lo que las

circunstancias nos hacen. Somos lo que nosotros permitimos que las circunstancias nos

hagan. Lo que nos aflige no son las situaciones. Lo que nos aflige es la opinión que

tenemos acerca de las situaciones. No son las cosas que ocurren o la información y los

comentarios de la gente lo que nos afecta y determina el estado de ánimo. Es la

valoración que nosotros hacemos de estas cosas que pasan y están ahí, y permanecerán

aunque nos disgusten, molestando con descaro e inquietando sin descanso.

Terminó de embadurnarse el rostro de espuma de afeitar.

—Cada persona tiene la capacidad de perturbarse a sí misma a través de los

pensamientos o, también, tiene la oportunidad de liberarse de su telaraña al lidiar en

solitario la batalla que nada más uno puede librar: la del entendimiento de la propia

naturaleza en el seno de la comprensión individual.

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Terminó de afeitarse. Se mojó con agua fresca, secándose la cara con una toalla

de tacto suave y agradable olor a limpio.

—Como pareja, no existe posibilidad alguna a menos que ella decida luchar sola

consigo misma aniquilando prejuicios y falsos fantasmas al encuentro de la paz interior.

Pero para alcanzarla, para curar toda enfermedad, el primer paso es aceptarla, y Meysi

jamás aceptó su necesidad de crecer para sanar. La promesa de un hogar pleno de amor

debía ser un fuerte desencadenante para la acción.

Terminó de peinarse.

—Ciertamente, aún teniendo seguridad material, Meysi no está mejor que antes. Se

siente incompleta, estéril de emoción. Obvio que puede continuar viviendo a medias sin

apreciar la vida bajo su piel. Puede continuar por años enteros con una existencia hueca,

frívola, insulsa de vida, saciada por el lujo y la comodidad, permanentemente agasajada

por el confort y la posesión. Aunque también podría catar la experiencia de vivir la vida

hasta sus máximas consecuencias exprimiendo la última gota de aliento junto al único

hombre que la hace estremecer. Porque cuando se ama, se sufre, y cuando no se ama

todavía se sufre más, porque no hay nada más horrible que la ausencia de amor.

Terminó con un toque de colonia.

—Cuando se refugió en el vehículo del extranjero, cambiando de novio en vez de

actitud, continuaron las turbulencias. Quiso tener el control de su vida recuperando el

fluir espontáneo de su alegría, pero lo que halla es la verdadera dimensión del amor. Y a

pesar de reconocerlo, a pesar de saber quien habita su corazón, sigue manteniéndose

firme, negando el impulso de su alma enamorada noche tras noche, día tras día, un mes

detrás de otro con la negligencia de un profesional corrompido.

Sam apagó la luz del baño que se quedó a oscuras, coleando el remolino que se

quedó atrás, al final de la ráfaga de viento.

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El susurro que fuera estrepitoso, casi se volvió insonoro, pero apunta hoy, que

todavía es hoy: “El tiempo se encarga de poner las cosas en su lugar”.

Sam salía al nuevo día con el discurrir de su mente concentrada en armonía con

en el latir de su corazón

El tiempo, efectivamente, pero únicamente el tiempo no es suficiente. Uno debe

cooperar y actuar, ejerciendo su voluntad consciente para facilitarle las cosas al Destino.

¿A quién engaña Meysi?

¿Se puede vivir sin honestidad?

Y, en caso de que sí se pueda...

El resultado que se obtiene ¿puede llamarse vida auténtica?

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BAJO LA SOMBRA DE OTRA

Cuando es violento, el viento deshoja la margarita.

Esa semana concreta tenía que buscar cómo descansar, pero Janiva se había

extraviado en la oscuridad. En esa zona se dejaba atrapar por una ofuscación violenta

que la alcanzaba para oprimirle el corazón.

Se había enamorado perdidamente de un hombre treinta años mayor. Conocía su

pasado. Al principio no le importó que anteriormente hubiera estado casado. Llevaba en

su maleta los documentos de separación. La sentencia del divorcio quedaría muy pronto

inscrita en el registro civil. Pero Janiva se hundía en la desesperación de un pozo sin

fondo por el que caía desde hacía meses.

Serían marido y mujer, claro que sí, pero Janiva sentía que le quitaba el lugar a

otra. Tenía la sensación de que le arrebataba el hombre a otra mujer, ocupando una

posición que no le pertenecía. Se casarían, porque en cuanto se lo pidió, ella aceptó

encantada sin pensárselo dos veces. Enmarcó el día en rojo en el calendario. Pero Janiva

no podría vestirse de blanco. La situación le creaba un dilema moral del que no se podía

zafar.

No le gustaba que existiera un patrón de comparación. Ni que su futuro esposo

pudiera sentirse responsable de “la otra”. Y la posibilidad de que un día mirara atrás con

nostalgia, hacían que desfalleciera todavía más. Sentía que era un melocotón maduro al

que se estruja con fuerza abrupta. Resbalaba conforme se acercaba la fecha que juntos

fijaron.

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No de blanco. Segundo plato. Bajo la sombra de otra. Tres golpes calando

hondo. No conseguía encajar los porrazos que se le antojaban martillazos punzantes.

Había aguardado el gran día de su boda almacenando montañas de ilusión.

Quería ser la única en la vida del hombre elegido. Ansiaba ser la primera en darle todo

cuanto se puede dar. Vestirse de novia por derecho propio. ¡Eso quiso desde su

pubertad! Pronto estarían unidos el uno con el otro, pero Janiva no sería la esposa

legítima ante la sociedad. Una dominante madre soltera se había encargado de

convencerla de que no podía acceder a la felicidad sino era desde el altar, con la

bendición del sacerdote en una iglesia abarrotada de gente. Había escuchado más de mil

veces “La ceremonia debe unir para siempre, sin rupturas”. Janiva se persuadía a sí

misma de que sus vecinos la señalarían con el dedo frente a la puerta de su hogar.

Acusándola… ¿de qué?

Llegó a sentir que no lo merecía. Que ejercía una apropiación indebida. Un

comportamiento improcedente… indecente.

Janiva se había angustiado hasta el punto de sufrir una insatisfacción constante

que se manifestaba físicamente. Se le caía el cabello, se le pelaban las manos, sentía

nauseas, se agudizaba el insomnio, y perdió el apetito por completo. Llamaba la

atención las pronunciadas ojeras que sesgaban el atractivo de sus ojos almendrados.

Proporcionaban a su demacrado semblante un aspecto sombrío. Debía sosegarse,

abandonar la siniestra oscuridad.

El fin de semana almorzaría con Ruth, su amiga de la infancia que se marchó al

extranjero a estudiar una carrera universitaria. Almorzarían en el hotel donde antes se

ubicaba el barrio que las vio crecer. Visualizaba el chapuzón en la piscina rememorando

las competiciones realizadas de niñas cuando las dos afirmaban que sabían nadar bajo el

agua. Se trataba de un acontecimiento alegre durante el cual, no quería transmitir una

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imagen de fracaso. Se dio la vuelta en la cama pensando en si Ruth estaría igual de

flacucha que cuando se marchó. Las últimas fotografías que recibió en Navidad

revelaban que habría engordado. Apagó la luz presionando de un golpe seco el

interruptor. Cerró los ojos forzándolos para que la ayudaran a desconectar. Pero aquel

dañino tormento al no lograr el modo de ser feliz, el modo de convivir con la

circunstancia del hombre que amaba, el modo de salvaguardarse de su maldición.

—Amiga, ya me gustaría a mí que alguien me amara como te aman a ti. Eres

afortunada, ¡créeme! He salido con un montón de hombres de los estratos sociales más

diversos: casados, separados, divorciados, seductores irresistibles, eternos solteros,

hombres con mucho dinero y poder, artistas bohemios e intelectuales extremadamente

cultivados. También he salido con hombres de otras religiones y la verdad, al final de

cuentas, lo único que importa es el amor honesto del hombre que te hace estremecer.

Se movió con pereza, como si quisiera darle la espalda, lentamente, ¿lo

despreciaba? ¡No! Solo se había cansado de la posición. Todavía no sabía que estaba

susurrando.

—Sabes, Janiva, es mejor tener la certeza de que algo existió y terminó, que tener la

incógnita y el perpetuo miedo en el cuerpo de que tu hombre pueda marcharse mañana

si conoce una fruta más fresca y tierna. Deberías centrarte en valorar su fidelidad, que

viene del resultado de su experiencia, pues ahora entiende lo que necesita, y también

sabe lo que puede ofrecerle a su nueva esposa.

Brincó como brinca la inocente gacela a la que un hierbajo inesperado le roza

su pata. Fue un reflejo inconsciente. Como un tic.

—Sabes, Janiva, todas las mujeres que conozco se sienten defraudadas. Pasan seis

meses preparando “el gran día de la boda”. Pero transcurre tan velozmente que apenas

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lo saborean. La presión durante tanto tiempo por intentar complacer a ambas familias,

mucho más que a ellas mismas, suele provocar que tengan que retocar el vestido cada

vez que se lo prueban, pues los nervios las consumen a diario. Ninguna ha logrado

describirme las sensaciones que sintió, sino es la decepción que las embriagó por todo

lo que salió mal. Muchas expectativas... ¡eso no es bueno! Te digo que no recuerdan los

instantes sublimes del día, en cambio, no olvidan a aquellas personas que se

comprometieron y no cumplieron. Fíjate, al cabo de los años, ninguna de ellas es capaz

de mencionar a los presentes. No es sino en las fotografías o el vídeo que los descubren,

y a veces, llegan a preguntarse sorprendidas... pero, ¿estuvo en mi boda fulanito de tal?

Las dos manos se movieron a la vez para tocar la nuca y entrelazarse.

Demasiadas horas inmóvil en la profundidad en compañía de...

—Sabes, Janiva, deberías ser más objetiva. Cuando te conoció, ya no estaba con la otra.

Se había desvinculado totalmente de su vida anterior. Vendieron el patrimonio familiar.

Además, no hay hijos de por medio. Únicamente los une el afecto de sus años de

convivencia, estoy segura que no hay nada más. Tú nunca fuiste el motivo de la

separación, y, por el contrario, sí eres una oportunidad, una alegría de vida para ese

hombre. Eres el motor de su felicidad. ¡Tiene derecho a intentarlo otra vez! ... y no va a

ser tan absurdo de buscar similitudes para repetir una historia que salió mal. Sería una

estupidez no mirarte en toda tu dimensión.

De repente se rascó la nariz frenéticamente, como si un insecto le hubiera

mordisqueado la punta y no pudiera desembarazarse del cosquilleo.

—Y sabes otra cosa, deberías ser más práctica. Dime, ¿con quién vas a compartir tu

historia de amor? ... ¿con tus vecinos o con tu esposo? Deja que los demás piensen lo

que quieran y digan lo que se les antoje. Nada más escucha tu corazón, y déjate abrazar

por el hombre que amas, porque en sus brazos es donde encontrarás paz y bienestar.

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Llegado este punto roncaba profundamente haciendo retumbar las paredes. Su

mejilla fue besada con delicadeza y dulzura, suavemente, como el padre que da las

buenas noches a su pequeña hija.

—Amiga, la vida es demasiado difícil para que nosotros la compliquemos imaginando

demonios. No hay situaciones perfectas. Cada acontecimiento tiene ventajas e

inconvenientes. No inventes fantasmas que únicamente sirven para coartar tu libertad. Y

en caso de que en verdad exista una sombra... ¡que tu grandeza la ensombrezca a ella!

Aquel domingo Ruth había caminó pisando su añorado país, con cierto nerviosismo

hasta el hotel donde antes se ubicaba el barrio que las había visto nacer. En cuanto se

reconocieron entre la gente de la recepción del hotel, ambas corrieron para saltar la una

en los brazos de la otra sumergiéndose en la piscina de la amistad.

El largo abrazo pareció el fotograma congelado de una película en la que dos

cuerpos se funden en uno y es imposible averiguar cuál es cual. Retomaron de forma

inmediata la fertilidad de su conexión fraternal que perduraba a través de los años y a

pesar de los kilómetros y kilómetros de distancia. Europa está muy lejos.

Después del emocionante abrazo, se pusieron los bikinis y se tendieron al sol

para aplaudir los comentarios de rigor. Ruth desarrolló una actitud de sincera escucha

activa.

Después del almuerzo a base de abundante marisco y vino blanco, Janiva no

podía engañar a quien había escuchado con atención detrás de cada gesto percibiendo su

desesperación, y justo cuando sirvieron un licor de manzana helado en el lujoso salón de

exquisita decoración barroca, compartió con ella su tormento, se sinceró. Y como un

rayo de luz que atraviesa las nubes para acariciar el mar, habló su buena amiga recién

llegada de Italia con el estandarte del patrimonio de un sueño maravilloso. Ruth conocía

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perfectamente el mensaje que debía transmitirle a Janiva. Lo percibió desde la

profundidad vital de su ser generoso. Intuía la compañía, recordaba la sensación del

susurro, todavía saboreaba el beso. Su novio le había dicho tres días antes, un tanto

molesto “Te has pasado la noche hablando en voz alta, Ruth”. Había vislumbrado en ese

estado de conciencia un pájaro.

Y como un pájaro de cielo que agita sus alas resplandecieron las palabras que

rebotaron contra las paredes del lujoso salón igual que miles de traviesas pelotas de

goma. Ruth penetró en el pecho de Janiva para llegarle al alma de una manera sencilla,

repitiendo uno a uno los vocablos que albergaba en su propia alma. Supo cómo

pronunciarse para facilitar el mejor beso que fusiona lo divino con lo mundano, y así lo

recibió su amiga de la infancia: con delicadeza y mucha dulzura, suavemente. Sin

violencia.

Luego de aquel inolvidable día en compañía de Ruth, Janiva podía elegir arrinconar la

desesperación que amenazaba con desbaratarla. Podía olvidarse de angustiarse por toda

la carga de frustración acumulada. Podía ignorar las directrices de una dominante madre

que nunca asumió su condición de soltera. Podía centrarse en esa nueva luz

fluorescente, y, por la noche, conciliar el sueño sin ninguna dificultad. Podía descansar,

sosegada, soñando un mundo donde no hace falta vestirse de novia con velo y cola y

subirse a un altar frente a un sacerdote y mil testigos elegantes.

Tal vez Janiva consiga entender que un corazón fuerte elabora toda aspiración al

margen de la adversidad, al margen del comentario cretino del vecino que no se mira el

ombligo, al margen de cualquier acto cotidiano que se impone desde la cuna hasta

condicionar, obligando a una tradición en ocasiones absurda. Pero quizás prefiera

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revolcarse en el barro, lamer sus heridas, permanecer derrumbada negando la ocasión

del amor rodeada de autoinventada oscuridad negra y pegajosa.

Todavía puede ser la primera en darle un hijo al hombre que ama.

Janiva puede lograrlo, ¿lo hará?

¿Tendrá el coraje suficiente para trascender?

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MIEDO AL CAMBIO

Durante su niñez, su abuelo le contó un sin fin de veces:

Una niña lloraba en la orilla del lago.

— ¡Oh, miedo! ¿por qué me persigues?

El sol lucía radiante, impresionante.

— ¿Por qué me embistes como un toro encabritado?

La niña secó sus lágrimas.

— Me afliges, dime, ¿por qué insistes?

Su rostro se reflejaba ondulante en la mansa agua del lago

transparente.

— Qué me reprochas si fuiste tú quien me invitó.

Se expresaba relajada.

— De qué te quejas si fuiste tú quien decidiste que me

quedara.

Respondiéndose.

— Y de qué te lamentas ahora, si eres tú quien me

alimenta a diario para que sobreviva a tu lado, perezosa ¡Tú me has

inventado!

Le contaba la historia de la niña en el lago con la intención de que entendiera la

moraleja, pero ni siquiera el cálido tono del abuelo y su inconmensurable paciencia

conseguían apaciguar a la pequeña Betzaida que solía pasar el día en tensión, incluso

durante la noche, nerviosa, intranquila. Su temor la hacía vivir las veinticuatro horas

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encogida, retenida. No hablaba con la gente. No miraba a los profesores a los ojos. No

jugaba con sus amigos. No reía, ni anhelaba un pedazo de pizza. No sabía si quería ir al

cine. Permanecía frenada.

La víspera del décimo aniversario de Betzaida. El abuelo le hablaba a su nuera acerca de

su nieta preferida, a la que tildaba de pequeña incomprendida. Le decía a Magali

“Nuestra niñita no sabe que el miedo solamente afecta a quien se deja, y si bien actúa,

únicamente lo hace si se le consiente”. La madre de Betzaida no sabía si su hija dormía

plácidamente en la cama o estaba despierta en guardia ante una pesadilla.

Escuchaba al anciano que no se veía viejo, pese a un rostro surcado de arrugas y

la cabeza despejada de cabello que brillaba con el rebote de la luz. Habitaba la casa

desde hacía apenas tres meses, después de que falleciera la mujer con la que convivió

cincuenta y un años, felizmente, sin haberse casado con ella. Solía aguardarla despierto.

“La mayor joya es la vida posible que no puede encerrarse en casa por miedo a salir a la

calle –continuó diciéndole a Magali que dejaba el bolso y la cartera encima de la mesa

del comedor. Abrió la cartera. Hurgaba dentro-. El miedo es algo destructivo que limita

el crecimiento. Somos ideas ilimitadas capaces de alcanzar la eternidad”.

La madre de Betzaida pensaba que eran demasiadas ideas para hacérselas

entender a una niña de nueve años. Pero lejos de buscar un conflicto, contrastó sus

propios argumentos con su suegro.

—Hay que ser prudentes y sensatos –dijo Magali sin soltar los papeles que tenía en la

mano-. Hay que evaluar los acontecimientos y sus posteriores repercusiones, pero no

hay posibilidad de acción si permitimos que la energía se concentre en la nefasta palabra

miedo que no es más que ¡una palabra!

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El hombre sonrió, satisfecho de mantener una conversación con la esquiva mujer

que se exhibía constantemente ocupada.

—Una palabra que al pronunciarla, coarta de inmediato toda actividad, reprimiendo

nuestras acciones y saboteando la propia identidad, paralizándonos, inmovilizándonos

hasta llenarnos de angustia e insatisfacción.

Ambos estaban de acuerdo. Sin embargo, con pocas obligaciones domesticas que

desempeñar, el abuelo intentaba llegar a diario hasta la pequeña. Por el contrario, su

madre, estaba mucho más interesada en la fundación que presidía. No tenía espacio en

su apretada agenda para sentir compasión por su hija, a pesar de que su suegro la ponía

sobre aviso. Esa noche, Magali estaba concentrada en la elaboración de un discurso, en

la posterior rueda de prensa y en el impacto mediático que su testimonio causaría en

sociedad.

El murmullo del viento llegó como un enjambre de abejas hasta la almohada

mojada por el sudor “Niña mía, el miedo a una acción es peor que la acción misma. El

secreto para la serenidad reside en este simple acto: perderle el miedo al miedo”.

Alguien se había expresado, ¿había sido su madre desde el comedor? Se trataba de un

regalo de cumpleaños del abuelo o… ¿nada más era un sueño locuaz que aleteaba?

Tan pronto se levantó a la mañana siguiente, agarró el cuaderno del colegio y

arrancó unas páginas. Escribió por delante y por detrás una vez tras otra la palabra

MIEDO. Luego encendió un fósforo en el patio trasero. Hizo una enorme fogata con la

montaña de papeles arrugados. Siempre había tenido miedo al fuego. Prendió el fósforo

y lo lanzó. Observó como las llamas devastaban el papel y toda clase de enseres viejos

que aprovechó para quemar. Esperó a que se consumieran sus espantos y vio cómo se

desvanecían sus fantasmas como el humo, poco a poco, lentamente hacia arriba.

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Todavía esperó un rato. Luego barrió las cenizas, igual que barrió el absurdo

vocablo de sus labios. Y a partir de entonces, la pequeña Betzaida ya no fue más una

niña pequeña. Se convirtió en una mujercita. Había crecido dentro de su cuerpecito. Sus

miedos ya no existían. Por tal razón caminaba erguida, henchida de valor, segura de sí

misma, pues averiguó que el miedo no es más que una alucinación. Había cumplido a

raja tabla la petición que le hiciera... ¿quién? Estaba dormida o se hizo la dormida

mientras le susurró tiernos vocablos que culminó con un “Realiza aquello que más

temas y ganarás. Felicidades mi niña”... ¿Fue el abuelo? ¿Fue su madre? ¿Quién se

había expresado la víspera de su décimo aniversario?

El vestigio que nos deja un sueño no es menos real que la huella de la pisada en

la arena de la playa.

Veintitrés años más tarde, lejos quedaba aquel episodio culminante de su vida en que

tomó una decisión. Fue un proceso de iniciación que le cambió la manera de interpretar

el mundo “sin fin”, exclamaba siempre. Pero repentinamente, Betzaida volvía a

sucumbir ante el engaño.

Se dormía acurrucada en posición fetal mojando la almohada de sudor amarillo.

Figuraba en su quehacer diario el nerviosismo y la tensión. Había tropezado, caído, y no

lograba levantarse, se había vuelto a frenar- Estaba encogida, retenida por su pesar

infundado.

Amanecía con los ojos enrojecidos por haber gimoteado como lo hiciera antes de

cumplir diez años. Pero el cuento había quedado atrás. Su abuelo ya no estaba. Su

madre se había trasladado a Canadá. Tenía que volver a ese aprendizaje.

Aunque no solo tenía miedo. Le horrorizaba la posibilidad de equivocarse.

Repetía como un disco rayado “No puedo equivocarme. No puedo equivocarme. No

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puedo equivocarme. Reconozco mis debilidades: tengo un miedo inmenso a

equivocarme”.

La había solicitado en matrimonio un hombre con nacionalidad alemana cuya

madre era de Uruguay. Boris era un hombre bueno, íntegro, soltero, con un

deslumbrante futuro profesional al frente de una fábrica de aviones situada a 287

kilómetros de Berlín.

A raíz del ejemplo de vida que le proporcionaron sus abuelos durante tantos años

de feliz convivencia, Betzaida siempre había deseado casarse. Sin embargo, a medida

que se acercaba tal posibilidad, en vez de saltos de júbilo estaba aturdida. Y se

entristecía. No quería apartarse de la tierra centroamericana que tanto amaba, ni de las

costumbres y la comida de su país. No quería dejar atrás a los amigos y compañeros de

la oficina. Cabe destacar que se negaba a renunciar al mundo laboral que se había

labrado con esfuerzo y grandes dosis de dedicación extrema. El empleo que consiguió,

le había costado un duro proceso de selección que dejó atrás a dos varones, un éxito

rotundo en su país machista. Le agradaba cuanto era cotidiano y conocido, pero sobre

todo. No se atrevía a cortar el cordón umbilical que la unía a la casa que había habitado,

no concebía abandonar el único legado de su padre, arquitecto de profesión, fallecido un

mes antes de que naciera. En cada esquina estaba el afecto de papá, en la manera de

distribuir las estancias, en la situación de la cocina, en el diseño singular del jardín con

sus múltiples estatuas que moldeó con sus manos. Le gustaba evadirse de la rutina del

trabajo realizando esculturas.

Había anhelado con fuerza conocer Europa, pero cuando ya se trataba de una

realidad... sentía un pavor absoluto y descontrolado. Viajar a otro país, descubrir otra

cultura, aprender un idioma nuevo; eran cosas que la estimulaban, y a su vez, la

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alteraban hasta el abismo del horror. Quería ser madre. Quería llevar un hogar con sus

propias normas. Quería mejorar su condición. ¡Estaba hecha un lío!

Betzaida presionaba frenéticamente el botón. Ninguno de los cuatro ascensores

del edificio de oficinas acudía. Lo reclamaba como quien clama auxilio tendida junto al

cuerpo de un ciclista en la carretera, hasta que finalmente una puerta se abrió, y entró,

avanzando hasta sí misma. Se observó frente al espejo mientras descendía hacía abajo.

Reconoció el rostro angelical de la niña que todavía era, y se dijo: “Estoy sola. Esta vez

me toca trabajar desde adentro”. A Magali no había quien pudiera contactarla; ni su

secretaria conseguía avisarla del cambio de hora de una reunión.

La incertidumbre de los futuros acontecimientos dilapidaba su presente. Era

complejo decidirse, pero decidirse no es más que el acto de resolver una cuestión, y,

“Cariño”… no tienes más remedio que afrontar la situación. Eso mismo le hubiera dicho

su madre. Todas las decisiones que se toman marcan la vida de una persona, y esta

decisión, probablemente más que cualquier otra, marcará el resto de tu existir. Por lo

tanto, deberías perseguir una necesidad, y nunca un deseo o una aspiración. Y para

obtener garantías, debes reunir toda la información “Mi niña”.

Antes de que se abrieran las puertas del ascensor, sintió que su abuelo se

acercaba a la niña para sentarla en su regazo y susurrarle al oído las palabras que

transcribieron sus labios de mujer adulta: “En la vida, nada es más permanente que el

cambio. Todo está en constante evolución. El mundo avanza, se mueve, varía, y de

pronto, gira bruscamente cuando menos te lo esperas”.

Salió del ascensor que la había llevado al parking con ritmo acelerado, como si

la acosara un asesino de la noche. Subió a su automóvil para conducir hasta el barrio

periférico donde se encontraba el único legado de su padre. “Solamente hay una manera

de eliminar las decisiones equivocadas, y es asegurarse de llevar a cabo la decisión más

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correcta –dijo conmovido por la oportunidad que se le presentaba a Betzaida-. Pero no

es posible aplicar el sentido común ni la objetividad si nos empeñamos en caminar

como un vehículo que avanza con el freno de mano arriba. ¡Así no se marcha!”.

Betzaida tuvo que dejar el carril izquierdo para colocarse en la cuneta. Miró el asiento

del acompañante. Estaba vacío. Y sin embargo...

Claramente escuchaba la voz ¿del padre que se manifestaba desde el otro

mundo? “Una manera de lidiar con las circunstancias es preverlas, anticiparse a los

hechos que se producirán –exclamó con un tono de conferencia-. La forma de conocer

el peligro antes que el peligro llegue, es adelantarse a las repercusiones de la nueva

actividad”. Y llegaría el peligro, porque no hay situaciones perfectas.

Eran instantes de raciocinio antes de contestarle a Boris que aguardaba

impaciente en la puerta de la casa que simbolizaba la presencia del padre. Andaba de un

lado a otro de la calle con los billetes de avión en el bolsillo, los visados de la embajada

en una mano y en la otra, el boceto para las invitaciones de boda. Su corazón en un

puño, interrumpido, suspendido todo él... y una palabra enredada en su lengua...

rosaleda... ¿por qué rosaleda? Tal vez por el jardín que visualizaron Boris y Betzaida en

su futuro hogar durante las últimas conversaciones imaginándose ya en Alemania. Pero

la imaginación puede traicionarnos si dejamos que se eleve en exceso, pensó Boris.

La luna estaba gorda como si la hubiera embarazado el sol. El viento danzaba

entre las palmeras como indios alrededor de una hoguera clamando lluvia o guerra o

rosa... bela. Una dócil brisa arrullaba el rostro enamorado de Boris haciéndole rebotar el

flequillo sobre la frente, y en la esquina de la calle, una fiesta alegraba la noche con las

risas que se perdían para regresar como ecos de ejércitos en clave de batalla. Lo hacían

con sonora pesadez, al paso de un redoble que lo aturdía, mientras Betzaida metió con

rapidez el automóvil en el garaje sin saludarlo, refugiándose en el interior de la casa

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perfecta. Rápidamente se situó en un rincón de su habitación en cuclillas, tapándose el

rostro con las dos manos, apoyando su espalda contra la pared. La pared de su padre…

¿papá?... ¡socorro!

Dibujaba en su mente las cosas buenas que podían suceder, como si proyectara

una película. Si conseguía sentirse satisfecha al verse al otro lado del océano siendo la

esposa de Boris, nada tenía que temer. Podía contestarle afirmativamente y abrir una

nueva etapa de su vida. Y se preguntó... ¿estoy siendo honesta conmigo misma? En ese

instante ignoró las dudas y el miedo se desvaneció. Algo se arrimó a ella con el sabor de

la verdad. ¡Valió la pena esperar al instante de luz!

Diecinueve años más tarde, en una ciudad alemana, en una gran casa de tres pisos con

techos de tres metros y arcos en las puertas y en las ventanas, el hijo adolescente de

Betzaida y Boris al que inicialmente pensaron llamar Erich, y luego Hermman, para

ponerle finalmente Nazik en honor a un héroe de leyenda, escuchaba tendido en el

salón-biblioteca en cuyo centro se levanta una imponente chimenea redonda.

—Sólo con la bondad no basta –dijo su madre después de remover el fuego.

—Sólo con la fuerza, tampoco –le explicó su padre lanzando una piña seca a las llamas-

. Con la bondad y la fuerza, hay muchas probabilidades, pero falta algo más: la

intuición; esa inspiración divina que llega en ciertas ocasiones contadas–. Boris miró

tiernamente a su esposa, y a su amor le nacieron patitas que caminaron hasta hundirse

en el corazón de Betzaida que sonreía.

—Y si encontramos el sendero que nos pertenece a cada uno –afirmó Betzaida con una

repentina mirada de zorro astuto que agudiza el ingenio-, otros encuentran el suyo. Y

sucede que el camino que no puede oírse ¡resuena en tu voz Nazik!

—Y las palabras que no puedan escucharse, tú las escribirás –añadió Boris.

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Los padres estaban orgullosos por la meta del joven que disfrutaba recostándose

encima de la piel de jaguar a escasos centímetros del fuego.

—Y esto ocurrirá cuando hayas visto el rostro del miedo desvanecerse ante ti –le

explicó Betzaida-. Entonces comprobarás que ese espacio está lleno de colores, de

posibilidades, y no oculta el tesoro... un tesoro que no es más que una sencilla lección

de amor a la vida. Y si tu alma permanece abierta la sentirás decirte: “Soy la antesala de

la plenitud”. Hijo mío, ve, y cruza tú sólo el puente hacia la aventura. Recórrelo con

suficiente ímpetu. Y cuando se termine… seguro que no es final. Llega al otro lado,

porque mejorar el carácter es mejorar el destino. Y luego, cuenta a los demás tu

vivencia con la poesía de tu sensible corazón iluminado.

Boris y Betzaida se fueron a acostar dejando a Nazik solo en el salón-biblioteca.

Era la manera que tenían de alentarlo a reflexionar. La noche lluviosa derretía la nieve

en el exterior. Lentamente se desdibujaba el muñeco que habían realizado en familia

durante la tarde dejando al descubierto el esqueleto de madera que lo sostenía. Nazik

apoyaba su cabeza encima de la cabeza del animal convertido en alfombra, permitiendo

que su mirada se perdiera en el alto techo formado por con cornisas de madera de nogal.

Nazik quería ser escritor. Sentía la necesidad de contar historias. Y era un joven

prematuro que no quería únicamente entretener. Quería aportar algo a la sociedad.

Cuando entregaba textos a sus amigos, a los profesores del instituto, a los

compañeros del equipo de baloncesto, la mayoría solían decirle “Está bien”. Pero no le

decían el motivo por el cual afirmaban que aquel texto estaba bien. Se cansaba de

solicitar opiniones que no llegaban. Se notaba que únicamente querían ser corteses o

agradarlo con lisonjas rastreras. Tal vez no querían desmoralizarlo o herirlo y callaban

su sentir, aunque también era bastante probable que no tuvieran ningún criterio literario.

Tal vez fueran incapaces de realizar observaciones constructivas.

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Hasta que la sustituta del profesor de historia, Rosabela, una italiana tan grande

como un armario, soltera, de cincuenta y tres años, objeto de burla por parte de la

mayoría de los estudiantes, leyó durante la corrección del examen la parte trasera de un

folio en el que había unas notas ocasionales de Nazik. Quedó impresionada por la

sensibilidad y la profundidad de las frases manuscritas que hacían alarde de una

hermosura descomunal.

Lo citó un viernes después de clase para preguntarle si pertenecían a su genio o

simplemente las había copiado de algún libro que ella desconocía. Tras el asentimiento

tímido de Nazik, apostilló: “Has conseguido conmoverme”. Y la profesora Rosabela se

sentó encima de la mesa del escritorio, algo totalmente fuera de lugar para una profesora

de su edad, y el tamaño de un tanque. Se puso a balancear sus piernas gruesas con la

gracia de una colegiala. Estaba presta a iniciar una relación.

Era una relación que consistía en animar a Nazik a soltar todo cuanto se aferraba

en su interior para juntos, después de permitir al texto reposar unos días, ordenar las

unidades de información a fin de acentuar las situaciones, crear personajes más

complejos con detalles acerca de sus rasgos más característicos y su manera de hablar,

evitando los argumentos injustificados donde se veía demasiado la presencia del autor.

La formación empezó con una sencilla lección: “Una cosa es lo que tú quieres

decir. Otra cosa es lo que escribes. Y otra cosa muy distinta, es lo que interpretan los

lectores”. Rosabela impulsó toda su energía reprimida a favor de Nazik. Canalizó sus

conocimientos durante las tardes de los viernes tras finalizar las clases. Era una mujer

con un desafío que le activaba la sangre. “Porque hay vida después de los cincuenta y

no únicamente pensamientos de jubilación”, necesitaba un trabajo creativo en un mundo

donde los estudiantes no quieren aprender. “En un mundo donde los padres no

supervisan a sus hijos, y donde a los maestros ya no nos motiva enseñar. La mayoría de

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los profesores europeos hemos perdido el interés ante la frivolidad y la falta de respeto

de los alumnos y ya no nos implicamos, nos da igual, cumplimos con el temario

impuesto sin aportes personales, sin los anécdotas de mis comienzos que tanto me

gustaba compartir”. Así lo había reconocido en numerosas tertulias y reuniones de

profesores. Pero era la única que exponía su opinión.

Conseguir que Nazik publicara colmaría de sublime dicha a Rosabela. Pensaba:

“Una sociedad como la actual, no puede quedar indiferente ante sus palabras”. Día a día

se convertía en su mayor admiradora disimulando su papel de mentor, decidida a

establecerse como su agente literaria y representante. Estaba comprometida con el

desafío de su éxito. Pero el joven tenía dudas. Desconfiaba de su potencial. Y no tenía

ningún interés en vender libros. Alegaba que su obra todavía estaba sucia. Necesitaba

pulirse. “Debo limpiarla y reducir el grosor de la novela... la extensión de los relatos...

los cuentos son demasiado largos. Tú me lo has dicho en repetidas ocasiones Rosabela...

Lo bueno, si es breve, es dos veces bueno”.

Los mensajes que latían en las arterias de Berlín; en las terrazas de los edificios

donde vigías invisibles son faros que avisan; junto a los semáforos, cuyas señales no se

terminan de interpretar por las prisas. Estos mensajes que solo unos pocos ven, Nazik

los captaba con nitidez, en el metro, en las plazas, en los parques. Y se dedicaba a

recopilarlos como escriba de su generación. Asomaba un tesoro reluciente que nada

tenía que ver con el oro o las joyas. Su alma se desplegaba dispuesta a mejorar el mismo

destino de la nación.

Nazik hallaba el sendero que le pertenecía, y como el agua que se encauza quería

llegar al mar.

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Se había vencido la madre a sí misma años atrás. Y Betzaida lo había logrado, porque

en aquel instante mágico de su vida en que Boris la animó a forjar un hogar en

Alemania, pudo elegir el camino del miedo y sin embargo, optó por abrir la puerta de la

confianza y entrar en la habitación de la experiencia de la aventura alentada por...

Encontró su grandeza en el alma que no se desconoce, donde la fuerza en la

intensidad del amor y la razón se dan un abrazo fraternal. De ahí nace el chispazo de

luz, en ese lugar donde habita la conciencia que equivale a escribir en rojo y en

mayúsculas. Y su don le llega a Nazik para que fluya en libertad. Así estaba escrito,

tenía que nacer en un lugar donde el frío y la nieve permitieran el recogimiento y como

carambola, conociera a Rosabela tal y como predijo la luna y subrayó el viento

componiendo la palabra que alcanzó el oído despierto de Boris. Nazik estaba

predestinado a ser grande. Era el resultado de un cúmulo de circunstancias. Pero la

última vuelta de tuerca le pertenecía exclusivamente a él.

Podía sentir tremendo pavor ante la posibilidad de equivocarse, o recordar ante la

flaqueza el candor inconfundible de su madre entendiendo lo que Betzaida nunca le

había explicado. Nunca se lo dijo literalmente, pero sabía Nazik leer entre líneas y en la

honda mirada y la sonrisa de su madre. Descifró los silencios en los que el parpadear de

los avispados ojos del alma materna afinaba el instrumento para la melodía mágica que

tarareaba.

"Aunque te proporcione el destino idóneo escenario, diseñándote

maravillosos decorados, ofreciéndote condiciones favorables, la acción última, la

más valerosa y arriesgada es la tuya, hijo mío. La voluntad consciente depende

enteramente de cada persona. No hay plenitud sin la debida correlación de fuerzas

entre circunstancias y libre albedrío. Mantener la armonía y no desviarse en el

complejo sendero de la vida te será cosa imposible si el miedo anida en tu alma.

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Nadie puede dejar de evolucionar. Cumple la profecía que tú mismo dibujas en tu

interior. Adelante, brinca, salta, y desvanécete a continuación”.

Si Nazik logra traspasar el abismo del miedo a publicar, el miedo ante la incógnita

de si será capaz de conectar con el público, en definitiva: el miedo a promocionar su

filosofía para vender libros; si lo hace, accederá a su función en la vida convirtiéndose

en un prestigioso escritor refinado y exquisito de reconocido talento a nivel universal.

El retoño de Betzaida y Boris ama el oficio que ha escogido para llevar su mundo

al mundo. Es una buena forma de compartir, de contribuir a construir algo de lo que

sentirse satisfecho, pues el resultado no es otra cosa que un pedazo de sí mismo. La

expresión de su alma en la eternidad.

Al cabo de tres años, Nazik no temía mostrar sus ideas y cada sentimiento íntimo. No

esperaba críticas favorables por sus textos. Aceptaba la soledad del escritor. Tenía una

intuición: llegaría el aplauso del público después de arduo trabajo.

Había atendido las señales como regalos de cumpleaños. No solo el incondicional

aliento maternal, cuya mayor significación se ocultaba en los silencios. No solo el

permanente ejemplo paternal de quien es capaz de dar saltos mortales para aterrizar de

pies juntos en la gran plaza de toros. No solo la sutil perspectiva de Rosabela que lo

instaba a concentrarse en la estructura de su obra tal y como la sentía, al margen de los

convencionalismos y la tradición o la técnica de los clásicos. También percibió el

sigiloso batir de unas alas extrañas, probablemente de un pájaro... ¿de cielo?

Decidido a cultivar la creatividad, tanto como la simpatía y la inteligencia para

ayudarse a crecer y ser, constantemente auténtico, Nazik escribió las últimas frases del

epílogo de su primera novela de madrugada en el salón-biblioteca junto a la danza de

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unas graciosas llamas. Entendió que la tarea le obligaba a salir a la intemperie para

avanzar con dificultad hundiendo los pies en la nieve hasta el mismo centro de la Tierra.

Disponía el hijo de Betzaida y Boris de salud y coraje y de un propósito digno.

Y es sabedor del poder de las palabras. Escritas. Impresas. Publicadas.

Intuye que una palabra equivocada puede desatar el conflicto, y que una palabra

cruel puede encender el odio, pero las palabras que existen en las yemas de sus dedos,

en las pupilas de sus ojos, en la textura de su alma, no son de esas palabras brutales y

asesinas que matan y desatan contienda. Son palabras amables que alivian las entrañas.

Una palabra bien dicha honra a quien la obsequia, enriquece a quien la recibe, y

las palabras de Nazik, atrapan. Están bañadas de genuino amor al prójimo. Están

sazonadas con el propósito de bendecir. La esencia de su masa es la intención de sanar a

las personas atormentadas. Tal es el cometido del joven escritor que acecha a los

intrépidos como jaguar entre la maleza dispuesto a saltar para mostrar su cósmica piel

de hechizo infinito.

Betzaida educó a Nazik, no para huir, ¡sino para explorar!

Y al igual que su madre dio un paso decisivo sin el cual Nazik jamás hubiera

percibido la luz, le tocaba a él batir las alas al viento y elevarse para flirtear en un cielo

abierto expectante de curiosidad. Y Nazik se ha trasladado a vivir a Berlín. Ha

emprendido la nueva etapa valorándose como ser humano conocedor de su

individualidad; inmerso en la propia hazaña, envuelto en su intenso palpitar. Hoy abraza

la vida sin asfixiarla.

Y Betzaida murmura cada noche tras cortar el cordón umbilical: ¿cómo será su

existir?... ¿alcanzará el elixir?

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ÚLTIMAS PALABRAS

En su lecho de muerte, le dijo un padre a su hijo al inicio de la primavera:

—Presta atención a cuanto te voy a decir. Y no pierdas el significado que albergan mis

palabras. Grábatelas en la mente, pero sobre todo, que mis palabras reposen

plácidamente en tu corazón. ¿Qué por qué te lo digo?... Otorgan paz y salud a quien las

practica. Guardan la vida que merece la pena ser vivida. Atiende, son éstas...

El moribundo inspiró una bocanada de aire al tiempo que tendía su mano abierta

al hijo buscando la fuerza para continuar. Hacía pocos minutos que había solicitado a

los presentes que vestían de un negro impecable que los dejaran a solas. Era la hora de

la gran verdad.

—Niega la falsedad. La honestidad es la base donde asentar tu templo. Avanza. Pero

fíjate bien donde pones los pies. Debes pisar en terreno firme. Las arenas movedizas se

camuflan para arrebatarte la dicha. No te desvíes de tu propósito, jamás, y... ¡arriésgate!

–esto último lo dijo con una mueca que mostró su aliento final.

Treinta y tres años más tarde se repetía la escena. Exactamente las mismas palabras,

también en primavera. Pero además, quiso decirle el padre a su hijo llegado el momento

de estar a solas en el mismo lecho de madera de roble cuyo cabezal tocaba la ventana:

—El ser humano es capaz de apreciar la sabiduría cuando reconoce, asume, y defiende,

valores en su vida. Has crecido seguro, confiado. Has sabido enfrentarte al reto de vivir

la vida con entereza –se detuvo para pensar lo que diría a continuación, mientras en la

habitación contigua aguardaba el resto de la familia y toda la gente que conocía al

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inminente difunto. Le hizo un gesto para que acercara el oído-. ¿Cómo se logra sembrar

valores en las almas inquietas?...

Aquel hombre a punto de fallecer estaba realmente preocupado por su hijo.

Era habitual en esa época escuchar el término crisis de valores; en las escuelas y

las iglesias, lo refrendaban las noticias de los telediarios. Una forma imprecisa

semejante a un pájaro penetró por la ventana para sobrevolar al grupo y posarse a los

pies de la puerta de entrada donde se despedían padre e hijo y, sentenció “Un valor es

un principio que puede mojarse en el café con leche. Es una idea arraigada en el alma

que sirve para enjabonarse cada mañana. Una convicción libre, potente, que viste el

cuerpo como un atuendo distinguido. Es un fundamento que brota de pensamientos

claros, de sentimientos limpios, como promesa de actos nobles”.

Únicamente el hijo del agonizante hombre atendió la revelación. Lo hizo por lo

perspicaz de su intuición particular. Al padre, casi se le había desprendido la vida del

cuerpo.

Abrió el cajón de la cómoda. Extrajo el diario de su padre para anotar: “Los

valores determinan el estilo de vida de una persona. Disponer de valores es un estar

seguro de lo que se es, de lo que se quiere, de lo que se hace, de lo que se siente. Son

herramientas para desplegar la actividad que demanda la propia naturaleza”. No se

había cuestionado esa locución imprecisa que captó al vuelo.

El padre sabía que sin valores no puede regirse una saludable existencia. Incluso

lo sabía el hijo, nieto del anciano fallecido al inicio de la primavera treinta y tres años

atrás.

Tiró de las sábanas para cobijarle los hombros, reflexionando sobre las palabras

pronunciadas por su progenitor dispuesto a poder expresarse lúcidamente cuando le

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llegara su turno para ese adiós obligado. Se dijo a sí mismo que los valores no pueden

inventarse “Deben surgir de nuestras entrañas, papá, Lo sé”.

Dio unos ligeros saltitos desde la puerta a la cama y de un salto se colocó en el

cabezal de roble. Una discreta lágrima gruesa como un cacahuete recorrió la mejilla

hasta el cuello de la camisa. “Exponerse abiertamente para que se conozcan, para que

cada quien se identifique con aquellos que prefiera”. Así concluía el hijo.

Los dos coincidían en que los valores no se imponen, movía su cola “Los valores

se encuentran. Cada uno los moldea, los adapta, y posteriormente los desarrolla”.

—Así es, papá –señaló el hijo con una simpática mueca.

—Los valores se fortalecen y se multiplican, pero sólo cuando se han elegido a

conciencia.

Generación tras generación, demuestra la historia que se nos recuerda en función

del legado que ofrecemos a nuestros semejantes. La huella que hombres y mujeres dejan

en las personas de su entorno por su actitud, por la conducta que a veces emociona e

inspira, hace que penetre sutilmente el comportamiento observado en el proceder de

algunos, y también en el acontecer de posteriores generaciones.

Se había interesado el abuelo por el bien. También estuvo interesado el padre. Y

su hijo, el nieto, lo estaba, pero en su adolescencia anduvo perdido. El joven no quería

ser una copia más, ni tampoco un reflejo de los capitanes de la familia. Necesitaba

encontrar sus propios valores. Quería investigar.

Le agradó un contacto frecuente con “ese modelo” sin terminar de convencerlo.

Tuvo una relación de amor y respeto para con su abuelo. Una relación de amor y

admiración para con su padre. Pero tenía una relación más intensa todavía con su amada

madre a la que le gustaba acompañar en sus largos paseos por la montaña. A ella le

confesó el vacío que no tenía prisa en llenar.

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—Pero ahí está, mamá. Tentándome con su misterio.

—No eludas la cita. Ve allí donde tu alma prefiere estar.

Había escudriñado el modelo familiar en diversas ocasiones, pero quiso

establecer un comportamiento consecuente con las convicciones abrazadas, declaraba en

silencio que aunque acertada, aquella costumbre le era del todo insuficiente, lo cual

desalentaría sobremanera a la familia al amenazar la continuidad de la tradición, pero la

madre no lo hizo público.

—Aquí está tu madre para alentarte a volar. Expande tu alma en el horizonte –abrió la

ventana de par en par y asomó un amanecer encendido de un anaranjado atípico.

Después de la muerte del abuelo, el padre intentó instruirlo por medio de

explicaciones del porqué del modelo y de las razones de sus ventajas. Había evidencias

suficientes. Había una claridad meridiana. Había tanta coherencia que se podía detener

un tren en marcha. Y eran amenos los conceptos, interesantes, muy convenientes en un

momento histórico en que había sido la unidad familiar agredida por una maligna

avalancha de situaciones dañinas. La sociedad estaba enferma. Más que nunca era

preciso rescatar un código mediante el cual regir la conducta. Existía una

descoordinación moral que reinaba desde hacía varias décadas en multitud de ciudades

del planeta. Amenazaba la podredumbre con derramarse como un volcán que vomita

por doquier para sepultar toda la hermosura de la vida.

El joven decidió viajar. Y viajó como un hombre total. Siguieron reuniéndose después

que falleciera el abuelo. Padre e hijo no dejaron de dialogar en el curso de aquellos años

en que brincaba de país en país, de ciudad en ciudad, de anécdota en anécdota. Se

mantuvieron en contacto; por teléfono, gracias al chat y el correo electrónico, sin que

faltaran las postales manuscritas en el buzón una vez al mes. Hasta que llegó la hora.

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Lo hizo llamar para que se sentara a los pies de su lecho de muerte como un

hombre total. Quiso que su hijo le tomara la mano mientras se despedía de igual forma a

como lo hiciera antes su padre. Estaba preocupado por cómo lograr sembrar valores en

las almas inquietas y, sin duda, su hijo era una alma de las más inquietas. El tiempo se

agotaba. Tosió. Las sábanas quedaron salpicadas de gotitas de sangre. Le pidió que

abriera la ventana para que entrara aire fresco. Llenó los pulmones cuanto pudo antes de

hablar, y decir:

—Para que los hijos sepan cómo afrontar la vida, debe haber congruencia entre las

enseñanzas y los actos de sus progenitores. Debe existir una convivencia que inspire

confianza. Y con paciencia, debe dedicarse el tiempo necesario, pero hijo, se me ha

terminado el mío. Es hora de partir.

Y por primera vez, en lugar de solamente escuchar, quien se quedaba entre los

vivos no esperó a expresarse lúcidamente cuando le llegara su turno. Gorjeó igual que

un pájaro de cielo que agita sus alas al viento extendiendo sus puntas.

—Gracias, padre, porque jamás intentaste manipular mi manera de existir. No me

sometiste. Y así me mostraste el mejor camino, el mismo camino en libertad. A mi paso,

seguro de mí mismo, fue cómo muy lentamente, poco a poco, a través de sensaciones y

de mis más intimas meditaciones, se me han revelado los misterios uno a uno con

suavidad.

Y se reafirma todo porque, luego de verlo con mis propios ojos, de sentirlo en

mis propios huesos y bajo la piel, gracias a que he podido tocarlo con mis propias

manos, confirmo que se trata de lo que es justo y adecuado y mi razón de ser.

He aprendido que es muy difícil determinar dónde fijar el límite entre no herir

los sentimientos de otras personas y defender lo que considero propio; propio para mi

equilibrio personal en armonía con mi alma. He hallado madurez en este sendero de

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vanguardia. Sí, padre mío. Esa madurez que no es otra cosa que la destreza de obtener el

espacio suficiente entre pensamiento y sentimiento para obrar con voluntad serena.

Porque madurez es paciencia. Es saber aplazar el inmediato placer en favor de un mayor

logro. Y madurez es tenacidad para no desviarse del propósito a pesar de los

impedimentos. Madurez es la habilidad de acceder a la decisión adecuada, reteniéndola

delicadamente con la punta de los dedos. Únicamente las personas inmaduras pierden su

vida a la caza de una posibilidad tras otra sin hacer nada concreto con la energía vital

que administran. No finalizan ninguno de sus proyectos. La felicidad es un asunto de

coraje. Deprimirse, desesperarse, cerrar los ojos y abandonarse a la oscuridad, es

demasiado fácil. Incluso cómodo al fin y al cabo. Rinde una extraña paz al sentirse una

víctima.

También he aprendido en mis viajes, padre, que la felicidad tiene mucho que ver

con la actitud. Y la actitud es lo único que nos pertenece a cada uno por entero. No

somos felices, en tanto no nos decidimos a serlo. No hay otra verdad más cierta que

ésta.

Gracias padre. Gracias por tu espontaneidad natural. Tú me has mostrado que el

amor es el arte que toda persona guarda en el cofre de su naturaleza. Y no hay duda

ninguna, el amor es el supremo tesoro que no se oxida.

Los valores, son la convicción que rige la manera de obrar de cada persona, pero

te voy a contar antes de tu marcha cuál ha sido mi descubrimiento. Por encima de los

valores están los principios. ¿Qué dónde radica la diferencia?... ya te lo expongo, antes

bebe un poco de agua, ¿sí?

Padre, Los principios son leyes naturales que no se pueden quebrantar. Son

directrices para la conducta humana que han demostrado ser dignas y de un valor

imperecedero. Son, esencialmente, indiscutibles. Evidentes. Inalterables.

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Sabes una cosa, padre querido, yo he elegido mis principios desde una voluntad

consciente, en absoluta libertad. Agradecido le estoy al abuelo por la educción que te

dio, por el ejemplo que me dio en sus últimos años, por la manera en que abandonó este

mundo. Gracias por no imponerme las cosas. Muchas gracias por no atosigarme a través

de consigas. Pudiste aprovechar tu poder de influencia sobre mí, y sin embargo, jamás

lo hiciste. Me respetaste.

Vuestras propuestas fueron muy válidas, pero además de las tuyas y las de él, las

de madre, que también cuenta en mi proceso de crecimiento personal, pude elegir entre

muchas otras diversas alternativas que existen más allá de las fronteras, lejos de este

valle conocido por vosotros. Y los principios elegidos de honestidad, dignidad,

integridad, responsabilidad, gratitud y alegría, son el resultado de estudiar, reflexionar

creativamente y meditar a menudo. Ahora me pertenecen, porque pude sentirlos muy

adentro. Los siento míos y tuyos y también del abuelo y de mamá. Vosotros me

llevasteis al lugar que habito. Formáis parte de esta dimensión de la vida rica y plena.

Reposa tranquilo, padre, márchate ya. Es tu hora para el sueño grande. Vete a

descansar tranquilamente igual como descansa el abuelo. La cadena no se ha roto. Sabré

defender los principios con firmeza y honor. Sabré difundirlos con delicadeza y

rotundidad al mismo tiempo. Los repetiré con sigilo y cautela al ritmo de una pegadiza

canción pop. Voy a declararlos públicamente como himno, pero será la manera de vivir,

y no en función de mis palabras, que terminarán por confirmarse como legítimos y

necesarios para esta comunidad nuestra que se precipita al abismo del caos del lado

oscuro… ¡sálvala!

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El padre se llevó el mensaje donde descansan los antepasados. Hubo una celebración

inmensa en la ciudad de los sueños. Y felicitaciones porque tuvo el vigor para decir la

última palabra.

Después de algunos años, le contó a su propio hijo cuando ocupó el lecho de

muerte tras reclamar la necesaria intimidad.

—Los hijos buscan, y no todos encuentran. Algunos únicamente heredan. Pero todos

parten de un modelo que pueden duplicar, y es bueno que el patrón sea instructivo.

Nadie es ajeno a una guía que inspire la vida que merece la pena ser vivida; ese

referente a modo de amigo solidario que orienta y consuela ante los avatares de la

vida…

El que gorjeaba como un auténtico pájaro de cielo, tiene la certeza de que los

principios no son simples apreciaciones de una persona o de un determinado grupo

social en el que el individuo se hace presente. Tiene muy claro que deben materializarse

en cada uno particularmente, lo había comprobado por sí mismo.

—Deben ser objetivos y de utilidad; ideales que los padres deben transmitir en forma

positiva a sus hijos, a la familia, a la sociedad.

Para su sorpresa, tal y como hiciera él mismo, su propio hijo no sólo escuchó

con pasividad. Solicitó cantos gregorianos. Plantó un trípode frente a él sin previo aviso.

Ajustó la cámara y se pudo a aplaudir como si el espectáculo hubiera llegado a su fin.

Los que vestían de impecable negro y murmuraban, como escondiéndose de la

situación, acudieron presurosos a la reunión que se convocaba.

Sentado en el lecho de muerte, poniendo la mano encima de la frente de su

progenitor, invitó a todos a rodearle y prestar atención. Iba a inmortalizar el acto.

—Los principios ayudan cuando todo se derrumba. Nos dan aliento cuando la debilidad

amenaza con tumbarnos. Son el brazo que nos sostiene cuando creemos que ya no

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podemos dar un paso más –miró a su padre-. Tengo coraje. Sabré salir adelante. No te

preocupes por mí, padre. Descansa en paz –así le sorprendió su propio hijo al padre, y a

todos los presentes que vitorearon ahogando los cantos gregorianos.

Es responsabilidad de los padres despertar en sus hijos los valores

ennoblecedores de bien, amor, respeto, y aquel hombre que estaba sentado en el lecho

de muerte de su padre, estaba totalmente despierto, y ni siquiera había tenido que viajar.

De niño aprendió a explorar sin alejarse del valle conocido.

En el salón se suscitó una tertulia.

—La mayor dificultad para los niños, es captar los valores y darles funcionalidad.

—Sobre todo para los adolescentes.

—Un valor indispensable en el seno de cualquier sociedad es el respeto.

—Y el respeto se inicia en las casas.

—Padre, las cosas marchan bien si en la familia existe respeto, más no temor. Si todo en

la sociedad se hace por miedo o por desconocimiento, nuestra civilización va de cabeza

al fracaso. Podría darse el caso si el valor del respeto a los principios más elementales

no ha sido bien cimentado en el hogar.

Ya se había marchado. Murió para vivir más allá del cuerpo y la tierra.

El que es ahora la encarnación del pájaro de cielo que agita sus alas auténticas,

igual que su predecesor, dispuesto a gorjear, trabaja a lo largo de su trayectoria vital por

dondequiera que sea precisa su alabanza ¡Conseguido! Está en sintonía con la vida y

con la muerte.

Así prosiguen en el árbol genealógico, dando curso a la cadena ininterrumpida que pasó

del discurso al diálogo, del monólogo a la conversación y a la canción que entonan las

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almas alegres, donde el último soplo de vida no se lo observa como tragedia, sino como

la oportunidad de pasar el testigo honrando lo inusual.

Y pasarán muchos años más. Llegarán y se marcharán infinidad de primaveras con ricos

colores inigualables y aromas de flores vivas inconfundibles. Los hijos seguirán la

costumbre. No asumirán con resignación el patrón señalado como única bandera

posible, cada uno aportará su ciencia y su genio.

Y todos los descendientes de esta peculiar estirpe serán amados y sabrán amar,

porque como hijos, aprendieron a escuchar y razonar en la intimidad. Fueron

estimulados a experimentar y descubrir y, como padres, permiten el espacio para que los

hijos se expresen siendo enteramente ellos en libertad. Son abuelos y padres amados,

porque saben amar gracias al modelo de referencia que no admite fisuras, pues parte de

la autonomía del alma que se manifiesta.

—Amarse uno mismo y amar la propia manera de existir, sin dejar de amar a “mi gente”

con incondicional generosidad, esta es la conquista –así reza la canción de moda de una

generación comprometida con otro mundo posible.

En algunas universidades se escuchan conferencias acerca de la necesidad de Un

Mundo Mejor.

—La enseñanza, puede ser atendida una vez analizada, y a menudo puede ser

desarrollada durante los actos cotidianos, pero los valores no surgen simplemente

mediante el acto del conocimiento a raíz de la práctica reiterada: surgen a raíz de su

comprensión, y, sólo, si son de su utilidad y causan bienestar.

En algunos organismos internacionales atienden sus explicaciones.

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—En ningún otro lugar que no sea en el hogar da comienzo una singular fiesta, donde se

manifiesta lo que el individuo como persona está en capacidad de transmitir a sus

semejantes para el futuro desarrollo social.

Los clubs sociales de élite de su país se pelean por tenerlo como orador.

—Los valores, son lo que de nuestros padres y madres hemos aprendido; cosas nobles y

bellas que hemos dejado penetrar en nuestro interior hasta hacerlas nuestras, propias,

meritorias. Así forjamos nuestra personalidad, pero sólo si comprendemos que no es

obligación continuar la tradición familiar. Se trata de un acto voluntario y consciente de

perpetuar todo cuanto es bueno y digno para el bien de la comunidad.

Una prestigiosa asociación de padres organizó su congreso europeo número

veintinueve que se inauguró con éstas palabras:

—Todo sería absurdo si no sembráramos en el corazón de nuestros vástagos la bondad

del alma. Como padres, el máximo anhelo no será otro que la posibilidad de dar

continuidad a la sabiduría.

La edición de la entrega de los premios a los mejores temas del panorama del

pop del año, inició con esta afirmación:

—Permitamos que la tradición familiar sea cuestionada. Permitamos que se la mire a la

cara y que se la defienda luego, una vez convencidos al mejorarla porque las cosas

deben cambiar, aunque luego todo siga igual. Es un primer paso para evolucionar.

En el discurso de toma de posesión del presidente que se retransmitió vía satélite

a 178 países del mundo, sorprendió a la audiencia al plantear el desafío.

—Seamos radicales cada uno de nosotros. No ignoremos a nuestros padres y madres, a

nuestros abuelos y abuelas, a todos nuestros antepasados en la historia. No

menospreciemos a nuestros hijos y a sus hijos, incluso a los nietos no nacidos. Estamos

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en medio de todo y somos un eslabón, tal vez la pieza clave para la continuidad de la

raza humana.

Un mensaje cifrado que los científicos expertos en comunicaciones

extraterrestres consiguieron decodificaron, decía lo siguiente:

—Una puerta separa el mundo de los sueños de la realidad; una puerta delgada que un

golpe de viento puede abrir sin pestañear.

En ese instante, en la sala precintada y custodiada por agentes del orden, situada

en el desierto, en un hangar bajo tierra, in cling estridente logró el sobresalto unánime.

En el suelo se encontraba una llave reluciente. La llave tenía una etiqueta. En la etiqueta

se podía leer en perfecto castellano:

—Añadid vuestro aporte a la cadena interminable para que no se rompa, para que el

círculo de lo justo se convierta en infinito espiral, ¿Se apunta la humanidad?

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UNA ESTRELLA PARA VOSOTROS

Había una vez un niño escondido en el cuerpo de un hombre. A sus cuarenta y siete

años, todavía le gustaba escuchar cuentos, jugar y reír con otros niños, soñar en voz alta

universos insólitos. Contemplaba la naturaleza con asombro y cantaba, ilusionado, con

los pájaros. Escribía obras de teatro que dirigía y estrenaba, obteniendo buenas críticas y

aplausos. Pero también se pasaba horas frente a su ordenador desarrollando un

procedimiento para la innovación social. Inauguró una plataforma en Internet.

Denunciaba los abusos y la explotación, las injusticias y los comportamientos

indecentes. Creía que una vez jura el cargo, un político debía destinar su energía al bien

común y no para su beneficio particular. Publicó escándalos escandalosos y fraudes

muy fraudulentos. Todo noticias de interés. Incitaba a la población, concretamente, a la

comunidad de los indignados, invitándoles a pasar de la queja a la propuesta como

solución. Su lema era de la calle a la web, la gente tenemos el poder. Le interesaba la

verdad, la libertad y la justicia social y, por ser fiel a sus ideales, tuvo que marcharse

muy lejos acosado por los poderes facticos. Se había convertido en un individuo muy

incómodo para ciertas personas sin virtud.

Un día que Alma Esmeralda dormía plácidamente en su cama, una luz intensa traspasó

la ventana. Ella despertó. Se acomodó perezosamente. Se levantó para asomarse con

mucha prudencia y, cuál fue su sorpresa al ver que una estrella había bajado del cielo.

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Se quedó observando la estrella largo rato con la nariz y sus dos manos pegadas al

cristal. Le gustaba toda esa emocionante luz. Pero no quiso salir al jardín porque

brillaba demasiado, y ondulaban sus formas. Volvió a la cama. Se durmió.

Al día siguiente en la escuela habló con sus amigos:

—A que no adivináis qué tengo en mi casa.

Ninguno lo adivinó, y cuando les contó de lo que se trataba, gritaron todos...

–No seas absurda, Alma Esmeralda, ¡no puedes tener una estrella!

No la creyeron, y ella se puso triste. No eran sólo compañeros de clase. Se trataba

de sus amigos. Ellos la habían menospreciado.

Al llegar a casa por la tarde, la estrella había desaparecido. No estaba en el jardín,

junto a la ventana de su habitación. Se acostó todavía más triste. Soñó con la estrella

que la emocionó, hasta que vino nuevamente a visitarla con su luz vibrante y con todo el

resplandor ondulante de sus formas. Tras admirarla, regresó a su cama relajada y

renovada. Satisfecha porque existía la estrella.

Al día siguiente en la escuela, Alma Esmeralda insistió:

—Amigos, tengo una estrella que vive en mi jardín –sus ojos destellaban calor como

dos soles a mediodía-. Duerme junto a mi ventana –agregó con certera convicción.

—¡Es imposible! ...¿por qué quieres engañarnos?

Nadie quiso estar a su lado en la clase. Ninguno de sus amigos quería jugar con

ella durante el recreo. Alma Esmeralda se afligió bastante.

Entonces, quiso explicárselo a su profesora. Pero estuvo todo el tiempo ocupada.

Al salir del colegio, camino de casa, conversó con Leonardo Alexander. Más que un

león, parecía un hermoso gato persa de pelo blanco. Le gustaba subirse a los árboles y

pasearse por las ramas. Él sí la escuchó con atención, ronroneando. Y cuando terminó

su relato, maulló pletórico de alegría moviendo su cola convertida en serpiente. Luego

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saltó de azotea en azotea como si fueran camas elásticas, y, por encima de los tejados,

bordeando las esquinas como lo hace el viento hasta desaparecer detrás del tubo de una

vieja chimenea, por la que se introdujo como Papá Nöel.

Por la noche, después de que Alma Esmeralda se lavara los dientes, aquella luz se

intensificó otra vez. La estrella permanecía en el jardín, mientras su madre acostaba a su

hermano en la habitación contigua. Alma Esmeralda sonrió satisfecha. Pero no dijo

nada. Simplemente, levantó una ceja de manera coqueta.

Entró feliz en el sueño, hasta que escuchó su voz.

—Tengo hambre. Tengo hambre –y lo dijo una tercera vez-. Tengo hambre.

La estrella se quejaba. Lo hacía con una voz temblorosa rogando auxilio.

Más triste que nunca, Alma Esmeralda intentó dormirse pensando cómo podría

ayudar a la estrella de su jardín, la que dormía junto a su ventana, la que se quejaba,

hambrienta.

Al despertar por la mañana, reunió todos sus ahorros.

Después del colegio, Alma Esmeralda fue a comprar al supermercado.

—¡Quiero comida para estrellas!

Pero el dependiente la miró muy sorprendido, y respondió:

—Niña, no existe la comida para estrellas.

Ni sus amigos, ni su profesora, ni aquel señor del supermercado querían hacerle

caso. Al llegar a casa, Alma Esmeralda comenzó a sollozar desconsoladamente hasta

que su madre comprendió que algo importante le sucedía a su hija.

Lydia conversó con Alma Esmeralda, que habló sin miedo, con franqueza,

envuelta en el coraje que su padre le había infundido desde que nació. Podía plantear las

cosas en un clima de diálogo positivo. La madre sugirió una idea.

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—Podemos celebrar una gran fiesta con todos tus amigos, con globos, y canciones, y un

enorme pastel de frambuesa... ¡para que puedas presentarles a tu estrella!

El padre había plantado la propuesta a modo de semilla. Daba cosecha.

La madre confiaba en Alma Esmeralda. En ningún momento dudó de su historia.

Lydia la apoyaba en su exploración de la aventura. Certeros en su convicción.

Una semana más tarde, todos los compañeros del colegio se reunieron en el jardín de la

casa de Alma Esmeralda, pero no encontraron ninguna estrella. Y la molestaron.

—Lo ves como no existe tu estrella. ¡Mentirosa!

Niños y niñas iban a pasar la noche en su casa, junto a la ventana. Habían venido

a divertirse y, sobre todo, a burlarse de Alma Esmeralda. Ninguno de sus compañeros

de clase se creía la historia. Querían ridiculizarla, para contárselo después a la profesora

y a los compañeros de los cursos superiores.

Únicamente su hermano Leonardo Alexander le otorgaba el voto de confianza

que otorgan las horas de juegos fraternales y la pizza de los viernes frente al televisor,

los baños largos con globos y burbujas de jabón, los paseos de la mano hasta el parque

de los patos. El cariño constante en un hogar donde la violencia consiste en las batallas

de cojines, donde el intercambio de bicicletas y chucherías es se celebra con

generosidad, donde las disputas por la bicicleta se resuelven presentándolas a papá, para

que dictamine como el rey Salomón, se instaura la comunicación que respeta al otro,

fluyendo además, la confianza recíproca.

Montaron las tiendas de campaña en el jardín. Luego cantaron las canciones

del colegio, también las aprendidas en inglés. Jugaron a todos los juegos que conocían.

Y comieron pastel de frambuesa murmurando a las espaldas de Alma Esmeralda.

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Y cuando llegó la hora de dormir, Alma Esmeralda se alejó del grupo

discretamente para situarse junto a la ventana de su habitación. Los niños y las niñas se

miraron unos a otros. Se preguntaban qué cosa estaba haciendo. Alma Esmeralda

hablaba sola. Gesticulaba. Parecía mantener una conversación muy amena. Leonardo

Alexander sonreía, y señalaba con su dedo índice en dirección a las primeras formas

ondulantes de vibrante luz.

Poco a poco apareció la estrella.

Todos los niños y las niñas se quedaron con la boca abierta, porque al

oscurecer, pudieron contemplar el destello incandescente. Pero no fue hasta escucharla

que reaccionaron de verdad, justo cuando la estrella dijo:

—Gracias, mis amigos. Ya no tengo hambre.

Lo que no sabían los niños y las niñas presentes en el jardín es que debían esperar

a que llegara la noche para conocerla. Al igual que Alma Esmeralda y Leonardo

Alexander, debían tener fe y esperanza. La Estrella se alimenta con la fe y la esperanza

que alumbra la vida.

Todos los niños y las niñas compañeros del colegio de Alma Esmeralda, ahora,

creen en su amiga, a quien negaron y menospreciaron. Tenían confianza en la

incuestionable estrella. Había conseguido emocionarlos hasta la médula. Estaban

seguros de su resplandor cuando, mágicamente, sin avisar, comenzó a levantarse,

ascendiendo, lentamente, para regresar al cielo ocupando su posición.

Desde aquel día, cada noche, la estrella primera, la que más brilla en el

firmamento, esa, es la Estrella de Alma Esmeralda y Leonardo Alexander, que nos

recuerda que hay que tener fe y esperanza. Fe en lo que todavía no se ve, pero existe, y

esperanza en que antes o después será, se verá. Igual que existe el amor entre Alma

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Esmeralda y Leonardo Alexander y el niño grande que se marchó lejos sin poder

despedirse.

Días más tarde, confesó su madre:

—Vuestro papito lindo os extraña muchísimo. Por eso os mandó la estrella. Para que lo

recordéis. Y para que tengáis presente todos los abrazos y los besos, y todas las

indicaciones que os dio. Nadie podrá borrar nunca todas aquellas tardes en que jugasteis

y reísteis juntos. El amor es algo que permanece a pesar de los años y la distancia.

Alma Esmeralda y Leonardo Alexander entendieron que aún y no poder abrazar a

su padre, su amor no se desvanece. No puede verse el amor. Pero existe.

A veces, se sientan por la mañana y aguardan todo el día impacientes, con la fe

entre las manos y la esperanza en los ojos.

En ocasiones, se detienen durante el día y alzan la mirada al cielo para rebuscar

entre las nubes. Todavía no está, se dicen… ¡pero lo sienten!

Durante las noches que consiguen jugar y reír con su padre. Aunque no distinguen

si ha sido durante el sueño profundo.

—Soñar es maravilloso. Es la promesa de una realidad. Solo hace falta no dejar de

confiar en el amor genuino.

Es una verdad que la madre de los niños sabe. Ella conoce los verdaderos motivos

de su marcha. También sabe que era imposible alimentar al pájaro de cielo que brotaba

de su pecho cada madrugada, liberándose del cuerpo, igual que él tuvo que poner tierra

de por medio. Tiene claro que necesitaba liberarse de un país que impone leyes absurdas

con las que él no estaba de acuerdo. En silencio, aplaudía el valor de proteger sus

principios, pues hablamos de un hombre en cuyo templo, la mala praxis no tiene cabida,

donde la impunidad no tiene sentido, donde no hay palabras para definir el engaño o la

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mentira, el odio o la codicia, el abuso o la manipulación, y, donde la virtud, es un verbo

activo, justo el lugar donde asentar el trono.

El padre conoce el idioma secreto de los pájaros.

Los pájaros de cielo son los encargados de canturrear al oído de los niños que

crecen en los cuerpos de hombres y mujeres adultos, para que no olviden la fantasía del

reino de los sueños. Por eso emigran todos los años, para llevar el mensaje a otro país. Y

por eso el padre de Alma Esmeralda y Leonardo Alexander se encuentra en Nicaragua,

donde canta, ríe, juega con otros niños, y a todos les hablaba de sus dos hijos que están

al otro lado del mundo.

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CARTA DESDE OMETEPE

Padre, me hubiera gustado que me preguntaras, ¿y cómo te encuentras?... Te hubiera

explicado que es mi aspiración aprender a desarrollar la facultad de amar. Sabes, he

aprendido a reconocer mis emociones y sus efectos secundarios. Sé exactamente lo que

siento, incluso el por qué lo siento y cómo esto incide en mi vida. Comprendo ahora

mejor que nunca los vínculos existentes entre mis sentimientos, mis pensamientos, mis

palabras y mis actos, porque tengo un conocimiento pleno de mi escala de valores y lo

más importante: he aprendido a ser honesto conmigo mismo.

Hoy más que nunca soy consciente de mis virtudes, padre, y también de mis

debilidades. Y reflexiono con amor sobre las virtudes y las debilidades, aprendiendo de

las experiencias pasadas. En este presente de mi existir, las cosas se ponen en su lugar,

igual que una ciudad que vuelve a levantarse después de un huracán.

No hay intromisión en mí, ni reproche alguno, ni juicio desmedido a las personas

que me rodean, padre. La calma y el amor me llenan. Me doy cuenta de que no tengo

por qué juzgar las razones ni por qué interpretar los comportamientos de mis

semejantes. No necesito decidir quién es bueno y quién es malo, ni quién recibe un

premio o un castigo. Hay sosiego en mis ojos.

No me da vergüenza manifestar en voz alta la confianza que deposito en mi

persona, padre. Puedo expresar puntos de vista impopulares y defender lo que considero

correcto sin apoyo de nadie, como siempre lo hiciera, pero no me asalta la ambición de

antaño. A nadie pretendo convencer. Ni me asalta el deseo insaciable de reconocimiento

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público. No me preocupan las apariencias. Ya no quiero parecer un héroe. Yo no soy

perfecto. Nada tengo que justificar. Nada tengo que demostrar. He recuperado mi

equilibrio, y toda mi alegría que desde siempre fue innata y, los años y la sociedad,

pretendieron robarme.

Ahora, más que nunca, mi identidad permanece inalterable. Después de hallar

una traslúcida fuerza que habitaba mi interior como la energía más pura y vital del

universo, pienso con claridad renovada, con luz resplandeciente en mi alma.

Francamente, creo que mis palabras las atienden quienes pueden viajar del

infinito al centro mismo del alma enamorada con un simple chasquido de los dedos. Son

ellos mismos quienes me animan a continuar por este sendero de iniciación.

Sigo teniendo fe en la vida a través del amor, padre, y sí! Creo en el amor.

Porque cada vez que oigo la sonrisa pulcra de un niño, cada vez que acaricio la corteza

de un árbol, cada vez que huelo la tierra mojada, cada vez que veo el horizonte

encendido, entonces sé por qué yo creo en el amor, y al gozarlo, comprendo porque amo

con amor verdadero.

He aprendido mucho en este idílico paraje. He atendido un modo distinto de vivir, de

bailar con la vida, de abrazar la existencia humana. El temperamento hospitalario de los

nativos me ha permitido una proximidad que antes rehuía. No les importa quién eres o

qué tienes o a qué te dedicas... solamente les interesa tu calidez, el afecto. No me

encuentro solo. No me tratan como forastero. No me consideran un extranjero. Soy uno

más entre esta gente sencilla y humilde, pobre, pero feliz.

También la Naturaleza se expresa aquí de manera peculiar. Los temblores, me

recuerdan que la Tierra es un gigantesco organismo vivo, como vivo está todo mi

mundo interior.

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He llegado a estas conclusiones fruto de la continuada reflexión. Pero nada es

gratis, padre. Todo tiene su precio. Ninguna situación es perfecta. En todas hay ventajas

e inconvenientes. No puede saberse qué es la alegría, sin el conocimiento de la tristeza.

No puede comprenderse qué es la plenitud, sin la carencia de las necesidades básicas. Ni

puede saborearse la dicha, sin antes haber descubierto el auténtico sufrimiento. El día...

no sería claridad sin la oscuridad de la noche. El sufrimiento forma parte del

crecimiento humano y tú pensarás “Mi hijo es un masoquista. ¿Por qué ha regresado a

ese lugar?”. Pero lo importante no es lo que realizo, sino... si lo que realizo es aquello

que considero apropiado y en lo que creo. El apego a las cosas está basado en el miedo

y la inseguridad. He descubierto que la necesidad de seguridad, se basa en la falta del

conocimiento de uno mismo. El apego al dinero, siempre nos producirá inseguridad por

el temor a perderlo, inventando una ansiedad crónica que degrada el espíritu. Por el

contrario, el desapego es la conciencia pura. Una actitud inteligente. Sana.

Vuelvo a estar aquí, y me faltan un montón de cosas. Cierto. En el orden práctico añoro

esas cosas que ayudan a hacer la vida más agradable. Cosas sencillas; una bañera llena

de agua caliente, los embutidos acompañados por un vaso de vino tinto, el aceite de

oliva, sábanas limpias, toallas suaves, un retrete con tapa y papel higiénico; la música

clásica, el cine, el teatro, los documentales en DVD. No terminaría nunca.

La precariedad que me rodea, fue justamente el factor que me hizo decidirme a

dejar España nuevamente en diciembre del 2000. Mi viaje espiritual no había concluido.

Además, hay tantas piezas que mover en este lado del mundo. Aquí no hay

pobreza, padre. En el 80 % del territorio, lo que hay es una miseria extrema y la

impotencia de unas personas carecen de oportunidades, condenadas a aceptar su destino

con resignación. En esta tierra, uno aprende a valorar pequeños detalles que se hacen

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inmensos. Aprende a descubrir el verdadero significado de la palabra necesidad. La

ausencia de publicidad y materialismo, me invita al íntimo diálogo. Así es como

encuentro paz. No existe la fiebre por consumir, tener, acumular. No existe el deseo

material, ni el ansia de almacenar, ni la obligación de un ocio para escapar. No hay nada

que empuje a la esclavitud del trabajo a favor de la propiedad. Consigo alejarme de la

frivolidad de los sistemas productivos del mundo capitalista. Nunca quise ser un

individuo de plástico, pero me convertí en un ejecutivo agresivo y voraz cuya meta era

ser el primero, el más grande, el único. En el Occidente sin piedad, egoísta e

inconsciente, donde impera la soledad que se camufla, es imposible ser autentico. Me

refiero a dar sentido a la propia naturaleza, para que no se adormezca hasta la muerte.

Aunque aquí he estado muy golpeado durante los últimos treinta meses, jamás

he permanecido largo tiempo derrumbado. Me levanto con facilidad, renovado el

entusiasmo, limpio de corazón, serenos mis pensamientos, optimista mi actitud. Puedo

reconstruirme ensamblando mis piezas.

Siempre me ha gustado la adversidad. Considero que sus enseñanzas son regalos

impagables. La vida es apasionante si decides enriquecerte con el acontecer. Si, padre,

continuo siendo aquel emprendedor con capacidad para asumir retos. Afronto mis

decisiones a pesar de la incertidumbre. Asumo la responsabilidad de mis actos y

aprendo. Disfrutando durante el proceso.

Soy un hombre inmensamente rico, y puedo decirte con agrado que me he vencido. No

me he dado por vencido, padre, sino que me he vencido a mí mismo completamente, y

estoy satisfecho. Esta es la recompensa que he obtenido: ya no quiero participar de la

agresiva competencia profesional o de la lucha por el poder. Mis propósitos son mucho

más espirituales. Ahora soy una persona más flexible, ya no un ser radical y categórico

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obsesionado por encumbrarse hasta la cima de los privilegiados. Estoy preparado para

aprovechar cualquier oportunidad que se me presente. Toda esta claridad, no podía

obtenerla en España, ni ningún otro país de Europa. Ningún rostro puede verse reflejado

en un lago agitado. Son muchas las personas que sueñan con la libertad mientras le

sacan brillo a sus grilletes. Yo necesitaba divorciarme del mundo y aquí estoy, en el país

de las sonrisas y las lágrimas, lejos del país del estrés y la depresión. Un paraje hostil,

maravilloso.

Esta etapa forma parte de mi vida, de mi trayectoria humana. Estoy inmerso en

un crecimiento personal sin precedentes. Así lo entiendo. Intento que el sufrimiento no

me mortifique; aunque no es fácil, lo compruebo, lo acepto, hace más placentero el

logro.

Veo demasiadas situaciones desagradables que no puedo cambiar. Pero he

aprendido a amar, de una manera superior a como lo hacía antes. Amo con el alma

abierta. Y por eso puedo decirte, padre: “Cada gota de lluvia que cae alberga una flor

que luchará por mantener su fragancia natural. Cuando alguien yerra el camino, otro

viene para indicárselo, mostrándole que puede ser linda mariposa y no solamente un

gusano. Y en algún lugar donde la oscuridad es más negra, todavía hoy titila una

candela a modo de estrella. Por tal razón, incluso durante la agresiva tormenta, la más

pequeña plegaria puede escucharse si nace del corazón”.

Me hubieras hecho sentir bien de haber ido a recogerme al aeropuerto. Si me

hubieras llevado a tu casa... si me hubieras dedicado un poco de tu tiempo durante el

verano... y si me hubieras preguntado: ¿cómo te encuentras, hijo? Ay...

Pero no te interesaste por mi estado. Y me duele tener que reconocer que no

puede haber futuro para nosotros si no existe el presente. No puede haber amistad si no

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quieres que seamos amigos, si te asusta el acercamiento, si temes mi proximidad, si te

disgusta la conversación profunda y el diálogo limpio.

Te estarás preguntando por qué he escrito esta carta. Por qué la he metido en un sobre y

la he enviado para que sobrevuele el océano hasta tu perta. Por qué te obligo a recuperar

el trazo de mis palabras… El anciano de la aldea cuenta historias a los niños cuando

anochece. Yo me siento a sus pies como un niño más. Ayer mantenía una de esas

tertulias con sus admiradores y, decía...

—Una gran pelea está celebrándose en la llanura. Entre dos feroces coyotes de afiladas

garras y largos colmillos. Uno de los coyotes representa la maldad, el dolor, el rencor, el

odio. El otro coyote representa la bondad, la generosidad, la benevolencia, la

compasión. Esta misma pelea transcurre en mi interior. Y está ocurriendo en el interior

de ustedes, dentro de todos los seres humanos en la Tierra.

Los niños quedaron absortos al igual que yo. Los grillos silbaban su melodía

inconfundible. Las estrellas salpicaban de vida la oscuridad. Una culebra se arrastraba

hasta enroscarse en la pata de una silla.

No tratamos de adivinar si el anciano era un chamán o un pájaro de cielo. Nos

centramos en su historia, cuando el más pequeño de los niños se levantó para preguntar.

—¿Cuál de los dos coyotes ganará?

El anciano respondió con el canto del alma en la punta de sus gruesos labios.

—El que tú alimentes.

Eso me hizo reflexionar. Me levanté. Estuve un rato paseando cerca de los

establos. Caminé hasta una loma desde donde se divida claramente la majestuosidad del

lago. Me di cuenta durante mi juventud, que los compañeros y los vecinos no siempre

escuchaban lo que tenía que decir porque a menudo, mi exposición les resultaba

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compleja o el mensaje los sonaba ridículo. Con los años, pocos son los amigos que han

escuchado lo que les decía, pero algunos lo han hecho, sí, pero un padre... un padre debe

escuchar lo que su hijo dice, incluso lo que calla. Aunque yo no quería callar, callé.

Callé durante la infancia, callé durante la adolescencia, y regresé en mi madurez

emocional sólo para que nosotros dos pudiéramos reencontrarnos. Quise decirte tantas

cosas... ¿Sabías que las tres palabras más difíciles de pronunciar son: Te amo, Perdón, y,

Ayúdame...?

No te preocupes, padre, que yo te ayudaré a ti. Porque yo sé que las personas

que más necesitan ayuda son las que no la solicitan. Las personas que parecen muy

fuertes, son en realidad las más débiles. Me conozco bien. Y ahora te conozco mejor a

ti. Y otra cosa más… tal vez fue la brisa… lo entendí!

Era mi momento. No era tu momento. Todavía no estabas preparado.

Es más fácil decir lo que sientes si lo escribes, que si se lo dices a la persona

directamente. Claro que, tiene más valor si dices cuanto tienes que decir mirando a la

persona a los ojos, desde el corazón abierto. Y tiene mucho más valor todavía, si dices

aquello que te cuesta decir. A mí me costó pedirte que me recogieras en el aeropuerto.

Me hubiera puesto muy nervioso a la hora de pronunciar las palabras te amo

volcándome en tus ojos. Pero eso exactamente quería hacer. Y sin embargo, no pude

hacerlo... No pude decirte lo mucho que significas para mí. Quizás sea yo quien tenga

que arrancarte tu canción del corazón, porque a ti se te ha olvidado la letra y el tono.

¿Es un sueño recobrar nuestra extraviada relación?..

Un sueño es como correr detrás del viento. Pero el viento te abraza también

desde atrás, te envuelve, igual que un sueño.

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Verás, padre, también quiero decirte que si la vida me arrebataran en este

preciso instante, una vez en el cielo, te protegería. Si por alguna razón no volvemos a

vernos, padre, te he escrito esta carta para que sepas que te amo.

Inicio nuevas actividades. Pensé que sería bueno que tú lo supieras.

Es la profundidad del océano quien alberga los tesoros más fabulosos, pero

hay quienes se niegan a bucear, ¿verdad, padre?

No todos tenemos el coraje para expresarnos... y la libertad interna para actuar

sin remordimientos. En tres ocasiones envió el hijo la carta al padre, ene l año 2001, en

el año 2003, y una vez más en el año 2005. Y en tres ocasiones, el hombre que niega su

alma, negó el alma del hijo, ignorándolo, mudo de amor, exento del vibrar de la vida,

inmerso en su oscuridad.

La voz del alma grita... y la voz del padre... en silencio se agita, luchando por

abrirse camino entre los altos muros que fabrica. Devastándose.

Hasta que partió de la vida sin avisar. Dejó el mundo sin ni siquiera estornudar.

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PAPUCHY

El pequeño Toni había realizado los deberes que entregaría al día siguiente a la

profesora. Se había divertido jugando con el vecino, y a su hora, se había acostado. Pero

mantenía un ojo abierto y los oídos en alerta, atento al tintineo de las llaves y la puerta.

Nicolás llegaba a casa como cada noche: derrotado, con el aburrimiento en los

ojos y los brazos caídos, descomponiéndose como un vehículo viejo al que se

desmantela en el desguace. No se le reactivaba la sangre por el hecho de tener un hogar

al que llegar después del trabajo.

Cuando saltó de la cama y corrió por el pasillo para recibirlo con un cariñoso

beso, Nicolás no se conmovió. Se desembarazó del hijo que le colgaba del cuello.

El padre se derrumbó en el sofá como a un edificio al que le hacen la zancadilla.

Puso los pies encima de la mesa pequeña sin quitarse los zapatos. Encendió el televisor

con el mando a distancia. Sintonizó el canal de los deportes, ignorando al pequeño de

once años que se sentó a su lado agarrándolo por el brazo sin apretar ni tirar de él

demasiado. No quería alterarlo. Pero quería evitar que se escapara.

Al poco llegó a sus manos una bandeja con la cena, una lata de cerveza y una

servilleta de tela bien doblada. También había un platito con aceitunas, y otro más

pequeño para los huesos de las aceitunas.

—Papuchy... ¿cuánto dinero ganas en un día de trabajo?

—¡Vaya pregunta! –Nicolás habló con la boca llena.

—¡¡¡Hay cosas que ni tu madre sabe!!!

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Aparentemente se enojó, no por la pregunta. Su hijo le interrumpía el partido de

fútbol. El tono severo de la respuesta cortaba toda posibilidad de una conversación

agradable y distendida No había comunicación entre padre e hijo. Nicolás, hacía tiempo

que no encendía la sinergia. Negaba el ambiente positivo que permite que las personas

bajen su guardia y se descubran mutuamente. No se implicaba más allá de vitorear a su

equipo de fútbol preferido.

Desagradables situaciones similares a ésta se repetían con frecuencia.

El estado perfecto para Nicolás, consistía en que su hijo estuviera dormido y su

esposa en la cocina, y él, solo, auscultando la pantalla del televisor.

Toni se acurrucó encima de su pecho para abrazarlo como si fuera un enorme

oso de peluche, empujando sin querer con su rodilla la bandeja de la cena que se resbaló

y cayó, rebotando en el suelo.

La madre salió de la cocina, alterada, gritando “sacrilegio” con la mirada.

—¡No molestes a tu padre que llega cansado del trabajo!

Pero el niño también estaba cansado, y sin embargo, quiso aguardar la llegada de

su padre. También había asistido a su puesto de trabajo desempeñando su jornada en el

colegio; pero en sus ojos latía la alegría del encuentro y en sus brazos, existía el anhelo

del abrazo, y a sus piernas no le faltaron entusiasmo para saltar de la cama y correr por

el pasillo.

Mientras la madre se agachaba y recogía la bandeja, las aceitunas y los huesos y

los pedazos de cerámica que antes formaban el plato, el padre elevaba el volumen del

televisor para constatar que no se le permitía escuchar lo que se decía en el campo. El

árbitro había pitado falta cuando el jugador ya estaba fuera de juego.

Al rato, cuando la calma parecía restablecida, durante el intermedio del partido,

al cortarse la retransmisión para dar paso a la publicidad, Toni insistió.

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—Papuchy... ¿Has cobrado ya?

Ante el mutismo de su padre, continuó.

—Estoy preocupado...¿cuánto dinero ganas en un día de trabajo?

—¿Quieres averiguar mi sueldo? –rompió secamente el silencio apretando el mando del

televisor.

—¿Vas a poder pagar las facturas?... –Toni balbuceaba-. He oído no sé qué de una

crisis.

—¡Dirás a tus amigos que tenemos deudas! ¿Quieres avergonzarme?

Nicolás lo taladró con la mirada de un asesino sorprendido que se tapa la cara,

molesto y turbado por la reiterada interrupción del partido que se reanudaba.

—Será que quieres pedirme dinero –había cierta rabia en la voz del hombre-. ¿Eso es?...

Eh! Vete al cuarto inmediatamente, malcriado. ¡Deberías estar durmiendo!

—Pero, papuchy... si soy malcriado, será porque tú no me educas bien…

La sonora bofetada hizo que el niño de once años se empotrara contra el suelo.

—Estoy cansado. He trabajado todo el día. Quiero ver el partido. Vete al cuarto y

mañana te quedas sin jugar con el vecino, ¿oíste mama?... ¡Está castigado!

—Sí, cielo, lo que tú digas. El niño está castigado sin jugar con el vecino mañana.

Colores encendidos por los potentes focos que acentúan a los futbolistas convirtiéndolos

en estrellas de cine. El locutor ensalza la tensión del conflicto que se sirve con un

redoble de tambor. La incertidumbre del resultado promueve quinielas en una sociedad

donde solo caben buenos y malos, ganadores y perdedores, tontos y listos, fracasados y

triunfadores.

En el fondo lo sabía. Nicolás sabía que se trataba de puro espectáculo, de un

entretenimiento que aturde, una especie de circo romano moderno destinado a la plebe,

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para que no piense y permanezca obtusa. Al apagar el televisor musitó “Me gustaría

estar correteando detrás del balón hasta alcanzar la portería y marcar gol. Poder dar

volteretas por el campo escuchando el pulso de la victoria. Y acudir después a la fiesta

donde se exhiben las modelos y las presentadoras y todas las aspirantes a la fama”.

Nicolás entró en la habitación de matrimonio y se puso el pijama. Su esposa, que

había terminado de arreglar la cocina y planchar su camisa para mañana, le señaló al

tiempo que se metía en la cama:

—A lo mejor el niño necesitaba algo.

La mirada de María lo decía todo.

—Fui descortés con mi hijo –reconoció más sosegado el padre-. Nunca lo atiendo.

Demasiadas veces lo maltrato.

El padre, nunca le explicó a su hijo su necesidad de “Desconectar del trabajo”.

No le contó que cuando tenía su edad, soñaba con jugar en los campeonatos

profesionales de futbol. Jamás le advirtió que su carácter, de repente reaccionaba con

violencia cuando se sentía amenazado, y que era mejor no decirle nada cuando estaba

frente al televisor concentrado en un evento deportivo, argumentándole “Necesito mi

espacio de vez en cuando para no volverme loco, hijo”. La ira incipiente y la tremenda

sensación de frustración por desempeñar una actividad laboral que le desagradaba

sobremanera, con el pasar de los años, lo convirtieron en un hombre taciturno y parco

en palabras. Las pocas veces que hablaba, era para realizar peticiones a base de

coacciones, chantajes, amenazas, intimidaciones, castigos.

—Llevaba dos horas esperándote –dijo María-. Ah! Me he cruzado con el director del

banco cuando volvía de recoger al niño del colegio. Me ha preguntado cuando te vas a

poner al día con la hipoteca.

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Hubo un tiempo en que Nicolás estimulaba los afectos de Toni interesándose por

sus aficiones y sus gustos. Cada vez que su hijo pronunciaba una palabra nueva, lo

celebró aplaudiendo; sonreía orgulloso y le obsequiaba con un helado que a Toni le

gustaba comerse sentado en su mesita de cuarenta y siete centímetros de altura. Y

cuando su lectura comenzó a ser fluida, le ayudó a leer textos, a comprenderlos,

preguntándole acerca de los personajes y sus acciones. Le explicaba el significado del

mensaje, hablándole de las parábolas, de las frases con doble sentido, de los finales

cerrados y los finales abiertos, y, juntos, escribían otro posible final o la continuación de

la historia que podía expandirse, porque había detectado su gran caudal de imaginación

y su gusto por el debate. Alabó a su hijo la primera vez que se subió a una bicicleta

vociferándole entusiasmado: “Andar en bicicleta es como en la vida... si dejas de

pedalear, te caes, hijo”.

Nicolás fue al cuarto de Toni. Por la puerta entreabierta, comprobó que todavía

estaba despierto. El niño lloraba desconsoladamente apretando su almohada. El padre

regresó a la habitación, apesadumbrado a la habitación recorriendo el pasillo de

puntillas y con suaves saltitos de discreción.

Su esposa leía en la cama Amor verdadero. Su matrimonio no terminaba de

funcionar. Con los años, se había quedado en vía muerta. Pero María era consciente de

que el amor tiene una multiplicidad de sentimientos. Indagaba sin desfallecer, buscando

respuestas incluso en la literatura. Los matices del amor, habían empañado ese color

rosa tan estereotipado al que se adhirió en su juventud, cuando solía decir: “El amor,

difícilmente es ajeno a otros aspectos de la personalidad”.

Se había impuesto rutinas. Se perpetuó la estima, los afectos por la fuerza de la

costumbre, la comodidad, el simple lazo del matrimonio... Complejos, autoestima,

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errores fatales injustificables... Decepciones. Aspiraciones frustradas. Realidades que no

se corresponden al ideal forjado. ¡La idealización de la familia!

Tenía dos amigas solteras. Su mejor amiga era una mujer recién separada con

“toda una vida por delante”. Lo afirmaba como si le hubieran inyectado adrenalina,

desafiando a María a separarse para terminar con el aburrimiento y el hastío.

Se sumergía en el prefacio del libro. Le encantaba. No tenía nada que ver con la

típica y tópica estructura familiar.

Nicolás apareció con el semblante compungido. Estaba aturdido, nervioso. No sabía

cómo proceder. Había tomado conciencia de su deplorable actitud, y sabía en su fuero

interno que no podía culpar al empleo que desempeñaba, a los clientes o a su jefe, a la

coyuntura económica o al gobierno. Desde que tuvo que cambiar de trabajo, su

comportamiento varió, pero eso no era una excusa que pudiera mantenerse, nada

justificaba que fuera torpe y arisco, mucho menos que golpeara a su hijo.

—Habla con él –sugirió María con un ademán que lo invitaba a visitar la habitación de

Toni al final del pasillo.

Podía leerse en el epílogo del libro que el amor es la poesía que se hace gesto.

María intuía que la felicidad no depende de cuanto ocurre alrededor de cada persona,

sino de lo que ocurre en el interior de cada ser que, humano, es al mismo tiempo ángel y

demonio. Un personaje decía que se mide la felicidad por el espíritu con el que se

enfrenta cada uno a los retos de la vida. La esposa sabía que Nicolás, era una persona

difícil al que debían decirse las cosas con sumo cuidado, en los momentos oportunos en

que estaba receptivo, y con una buena argumentación. María estaba convencida de que

no hay matrimonio feliz sin madurez intelectual y espiritual. Faltaba un buen trecho

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para que la felicidad estuviera presente en el seno de aquella familia. O un incidente

mágico que escenificara el principio de causa y efecto.

La puerta del cuarto del hijo fue golpeada con los nudillos un par de veces.

—¿Puedo entrar? –preguntó Nicolás.

—Sí, papuchy, entra, ¡te lo ruego! –canturreó con alegría el niño secándose las

lágrimas.

Cruzó el umbral avanzando hasta la mesita de vehículo de fórmula uno situada al

lado de la cama mientras Toni se incorporaba.

—Aquí te dejo cinco monedas para que te compres lo que quieras.

El padre se sentó en la cama para hablarle pausadamente.

—Toni, me has preguntado cuánto gano. Gano quince monedas como estas por cada

hora –su tono era completamente dócil-. Cuéntame para qué necesitas el dinero, ¿sí?

El niño sonrió. Se levantó de la cama de un salto. Se dirigió al armario, abrió el

último cajón, rebuscó entre la ropa y volvió veloz, para meterse en la cama igual como

si jugara con las olas entrando en el mar.

—¿Será suficiente, papuchy!... –había sacado un dibujo que pintó en el colegio-. La

maestra me ha dicho que mi dibujo vale mucho. Toma, te lo regalo. Es tuyo. Quiero

ayudarte a pagar la hipoteca al señor del banco.

De repente, vino a la mente de Nicolás la confesión que hiciera su jefe en la

pasada convención. Su jefe afirmó durante la clausura que es bueno trabajar, pero que

no es bueno sólo trabajar. Detalló a los presentes una anécdota que le ocurrió tiempo

atrás. Contó a todos, la mayoría padres de familia, que se había detenido con su

automóvil ante un semáforo, que ansioso porque el semáforo no cambiaba el disco, a

punto de arrancar, contempló a una señora que arrullaba en sus brazos a un pequeño,

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quedando por instantes largos totalmente paralizado. Junto a la señora había un hombre

que tomaba de la mano a su hijo de aproximadamente diez años. Ambos estaban

tranquilos. Se miraban, conversaban, se sonreían mutuamente. Eran las cinco de la

tarde. Padre e hijo iban al parque que se encontraba al otro lado de la calzada mientras

él se desplazaba de una reunión a otra reunión, cuando al presionar con el pie el

acelerador, un pensamiento recorrió su mente: “Qué bueno que se disfrutan”. Las

palabras sobrevolaron la gran sala de convenciones del lujoso hotel. El jefe continuó

“Fue durante ese momento extraño que tomé conciencia de que yo no veía crecer a mis

hijos. Pero saben ustedes lo peor del caso, salí con mi automóvil apresuradamente ese

día, como lo hacía todos los días, siempre deprisa de arriba abajo y al llegar a la oficina,

después de negociar un contrato importante en el despacho del abogado de la empresa,

sonó el teléfono, atendí a un cliente, luego a un proveedor y a otro, y luego le dicté unas

cartas a mi secretaria y le pedí que enviara unos correos electrónicos a nuestros

colaboradores de Australia. Me distraje. No fue hasta hace unas semanas, cuando asistí

a la boda del mayor de mis hijos que recordé... Recordé lo que ocurrió hace trece años!

Vinieron a mi mente aquel padre y su hijo que se miraban, y conversaban sonriéndose

mutuamente. Hasta entonces no había podido detenerme. Y ya digo, han pasado trece

años. Me he dado cuenta demasiado tarde. La luz verde se encendió trece años atrás,

pero no supe interpretar su mensaje. Les confieso que estoy arrepentido de no haber

atendido esa percepción fulminante cuando debía hacerlo. Por tal razón he decidido

dedicarle más tiempo a nuestro hijo menor, porque demasiadas veces le había dicho a su

hermano “… más tarde, ahora no puedo, lo haremos el fin de semana”. Y el fin de

semana estaba demasiado cansado para ocuparme de mi hijo. ¡Imbécil! Fui un auténtico

idiota. Trabajen... soy el primero que lo desea porque soy el jefe. Pero no desatiendan a

sus hijos. Yo también soy padre, y soy un hombre comprensivo”. Pero también Nicolás

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se había distraído después de la convención. Y su pasión primera era el deporte, el

fútbol, el televisor, el escapismo robotizado que anula los sentidos y la percepción. Y

las jornadas laborales agotadoras, insustanciales, amargas, molestas, repetitivas,

desalentadoras, conseguían que cuando entraba en su casa solo esperara encontrar el

sofá y la bandeja de la cena en sus manos y un buen partido de fútbol o de lo que fuera,

cualquier deporte valía. Necesitaba desconectar de una vida vacía de contenido.

Todavía resonaba en la habitación la frase que pronunciara su hijo... Toma, te lo regalo,

es tuyo... Ayudarte a pagar... Toni quería ayudarlo y Nicolás ni siquiera le ofrecía lo

que por derecho le era propio: un poco de cálida atención, un elogio cuando realizaba

una buena acción, el aplauso frente a la iniciativa y el mimo, después de una caída, en

los brazos protectores de papá.

Y por primera vez en muchos años, no se irritó con su hijo. No fue grosero ni

abrupto. Lo observó como el adolescente que asomaba, y decidió no tratarlo más como

a un niño pequeño. De los labios de Nicolás brotaron flores. Todavía sentado en la

cama, puso su mano en el pecho de Toni, a la altura del corazón.

—En este momento de tu vida, hijo mío, decido estar contigo. Vislumbro que se trata de

un momento importante para ti. Adelante, te escucho. Dime lo que tienes que decirme

sin ninguna contemplación. Toni, te escucho.

—¡Papuchy! ¡Papuchy!

El niño no se creía lo que sucedía. Miró de reojo las cinco monedas. Un instante

después, se las devolvió a su padre y puso en su mano libre el dibujo repitiendo su

sonrisa majestuosa.

—Si no quiero lo que tú quieres que yo quiera, papuchy, por favor, no me digas que lo

que yo quiero está mal. O si lo que yo creo es diferente a lo que tú crees, papuchy, por

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favor, piénsalo un poco antes de corregirme con esos modos tuyos que a veces me dan

miedo. O si actúo de un modo distinto a tus indicaciones, papuchy, por favor, respeta mi

actuación. No me regañes ni me riñas ni te enfades. Déjame encontrar aquello que es

más adecuado por mí mismo, pero sin dejar de orientarme en la vida, yo sé que tú sabes

más que yo. Recuerdo cuanto me agradaban tus sugerencias cuando escribíamos juntos

aquellas historias interminables durante las tardes de los domingos, antes de comprar el

enorme televisor de pantalla plana y suscribirte al Canal Deporte.

A Nicolás no le desilusionaron las palabras del niño. Miraba embelesado a Toni.

Escuchaba con el corazón generoso que se permitía recuperar. Atendía con el alma

abierta de par en par. Otra vez era él.

—Papuchy, no te pido que me entiendas hoy. Quizás puedas entenderme con el paso del

tiempo. Tal vez nunca me entiendas. Pero será más fácil si dejas de intentar convertirme

en una copia exacta de ti. O en aquello que tú querías ser y no pudiste conseguir.

Papuchy... yo soy yo, y quiero experimentar la vida a mi manera, descubrir mis propios

sentimientos, forjar mis creencias, realizar mis sueños inverosímiles para un adulto.

Cuando me aceptes tal como soy... te prometo que yo no intentaré que adoptes mis

ideas, papuchy, ni que te comportes como yo... ni que repitas mi manera de vivir.

¡Jamás te obligaré que dibujes con mi estilo!

El padre se había empeñado durante el último trimestre en que jugara al fútbol.

Lo había inscrito en el polideportivo municipal, y cada domingo lo obligaba a jugar

sobornando al entrenador. Nicolás se obstinaba tercamente para resolver su frustración a

través del hijo. No averiguaba sus cualidades que se detallaban en los informes del

colegio. Desconocía sus habilidades con el barro y su destreza con el dibujo. Había

ignorado las palabras de su tutora: “Sería muy recomendable que inscribieran a Toni en

una escuela superior de dibujo. Tiene aptitudes. Diría más... su hijo dispone de una

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potencialidad excepcional”. Pero Nicolás olvidó el elogio de la señora con el primer gol

de la temporada que necesitaba como necesita un drogadicto su dosis diaria.

La aparente desobediencia de Toni fascinó a Nicolás. Y sintiéndolo como un ser

humano libre, pensó “Tienes capacidad para sentir como te plazca”.

Toni lo leyó en su mirada que llegaba con los ojos del alma que se desembaraza

del velo.

Padre e hijo se abrazaron fundiéndose en lo que pareció un chispazo de jazmín.

Al regresar junto a su esposa, la miró como mira la primavera al jardín. Y le habló con

un sentimiento desconocido hasta la fecha. Su voz retumbaba desde las mismas entrañas

del hombre que nace nuevo. Dejó que las flores en sus labios desprendieran el aroma de

jazmín.

—Desechar cualquier situación desagradable. Bucear. Encontrar un punto común en el

seno de la unidad familiar, sin olvidar que toda relación se nutre del amor; de la

integración de la dignidad de cada miembro. Y en verdad te digo, mujer... que desde

hoy, concretamente en este hogar, existe el propósito de permanecer unidos –estaba

sorprendido por lo que acababa de expresar. Tuvo que pellizcarse.

María lo observaba encontrando la luz que siempre buscó en sus ojos.

Nicolás se acostó a su lado. Ella se le acercó despacio al oído para susurrarle:

—El mejor legado de un padre a su hijo es un poco de su tiempo cada día.

Después, posó sus labios dulcemente en la frente de su esposo y a continuación,

hicieron el amor con la misma intensidad que al inicio de su romance en el instituto.

De madrugada, Nicolás se levantó para asomarse por la ventana. Apartó las cortinas que

había tejido María con alegría en la máquina de coser que le regaló la primera Navidad.

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Se deleitó ante el firmamento plagado de estrellas. Unas nubes cruzaron la luna llena de

izquierda a derecha, como partiéndola en dos, seccionándola con un escalpelo afilado.

Entonces entendió que había una parte oculta que no había permitido que se expresara,

y que existía otra parte que debía desprenderse de su ser hasta desaparecer. Porque una

vez apartadas las cortinas, igual que el velo de los ojos del alma... habló el cielo: “No

puede eliminarse el viento, pues su misma esencia es el aire, pero pueden construirse

molinos para aprovechar su potencia inmensa”.

Podía convertirse en una persona a la que no se puede dejar de amar,

simplemente por el hecho de estar ahí, cercano, presente, activo. “Toni me amará

porque yo soy su padre; pero no un padre cualquiera que se impone por la fuerza del

apellido. A pesar de mi conducta pasada, hoy, soy libre para actuar, y lo hago con

mayor conocimiento que ayer”.

Y cuando las nubes formaron con gracia la silueta del cuerpo de un pájaro

inconmensurable, Nicolás se hizo una solemne promesa: “En esta casa, la unidad

familiar será siempre lo primero. No habrá obstáculos que impidan que nos disfrutemos

los unos a los otros un buen rato cada día. Me comprometo a no obligar por la fuerza a

mi hijo a nada. Me comprometo a no ser un hombre machista. Día tras día he convertido

a María en una mujer invisible o, peor aún, en mi empleada. Perdóname...”. Bajó la

mirada hasta el suelo, mordiéndose el labio inferior en señal de arrepentimiento.

Ahora pasan largos ratos juntos reunidos los tres en el salón con el televisor apagado.

Algunas noches, Nicolás consigue llegar más temprano y cenan con candelas y música

clásica mientras conversan animadamente. Y los días que se retrasa a causa de las horas

extras, entra directamente al cuarto del hijo para dormirlo con cuentos maravillosos

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mientras la madre se sienta a los pies de la cama rememorando las sensaciones de

cuando era niña junto a su padre inmortal.

Y serán muchos los domingos que se tirarán los tres al suelo para jugar con

pinturas y cartulinas y esculturas de barro, y todo gracias a esa noche singular en que

Nicolás supo decir: “Adelante, te escucho, hijo mío, te escucho con el corazón abierto”.

Su alma se abrió de par en par, y después de aquel fortuito abrazo, pudo captar el olor a

jazmín y mirar con ojos nuevos a su abnegada esposa, para hacerle el amor con la

pasión que ponía antes al futbol. La magia actuó.

Actuó a partir del incidente... el dibujo del niño desencadenó los sentimientos

encontrados. Representaba una casa en cuyo interior había un fuego que rodeaban tres

figuras con sus respectivos nombres: Nicolás, María, Toni. Fue un impacto. Enmarcó y

colgó aquel dibujo en el cabezal de la cama del matrimonio. Encarnaba el símbolo que

lo cambió todo en aquella casa.

Con el tiempo, repasando el dibujo con lupa, descubrió un televisor arrinconado

al que se había estrellado contra la pantalla algún objeto contundente. También había un

balón de fútbol deshinchado. Y sobre columnas de tipo romano, cuadros en blanco.

Si pudiéramos preguntar directamente a un pájaro de cielo, tranquilamente nos

explicaría: “El alma, jamás es incompetente, y sus milagros, son implacables”.

Cada día después de la muerte de Nicolás, y de la muerte de María, pocos meses

después, a causa de tanta pena. Toni recuerda su amor a la vida gracias a las miles de

veces que sus miradas se cruzaron silenciosas gritándose mutuamente: te amo.

La capacidad de sentir está en proporción directa a la nobleza de los

sentimientos. De igual forma, a medida que uno se esfuerza para compartir, crece y se

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ennoblece el ser interior que maniobra para hacernos mejores personas, con garantías de

obtener una existencia de calidad humana. Y de felicidad sin fin.

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UNA LEONA ES TODA LA ESPECIE

Un hombre entró en una concurrida cafetería a las once de la mañana. Depositó su

agenda encima de la barra de madera, y las llaves. Pidió un poleo menta al camarero.

Ojeaba el periódico de pie, mientras en la zona donde estaban dispuestas las mesas de

forma ordenada, un grupo de mujeres conversaba animadamente. El hombre se bebió el

poleo menta muy despacio, pagó la consumición al camarero, y se marchó

tranquilamente. Una de las mujeres se acercó a la barra, ladeó la cabeza, dejando caer a

un lado su larga cabellera castaña que tapaba parcialmente su rostro. Un rostro hermoso

que sin embargo, denotaba un rictus destemplado. Se dirigió al camarero con el

monedero entre las manos.

—¿Cuánto es...?

—Uno con veinte.

—No, todo. Cóbramelo todo, Andrés.

En el exterior, frente a la puerta del automóvil rojo, el hombre metió la mano en el

bolsillo derecho de su pantalón, luego en el izquierdo, y rápidamente volvió sobre sus

pasos a la cafetería. Salían por la puerta el grupo de mujeres animadas que lo

envolvieron como una ola gigantesca. Le dijo la más alegre de las mujeres que había

pagado la cuenta moviendo, un billete de 20 Euros en el aire con la mano levantada.

—¡Tómalo!

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Intentando atravesar el grupo para entrar en el bar, el hombre sugirió con una

sonrisa amable.

—¡Dámelo a mí!

La mujer de larga cabellera castaña cogió el billete que su amiga hacía oscilar en

el aire y se detuvo. El grupo de mujeres siguió hacia adelante sin ella. El hombre

también se quedó quieto como una estaca. Ambos se observaban minuciosamente.

—¿Y qué harías con este billete? –preguntó ella.

—Guardarlo en recuerdo de este momento –respondió él.

—¿Por qué? ¿Qué tiene de especial el día de hoy?

—Todo... ¿no te das cuenta? ¡Lo llaman presente! Porque el ahora es un regalo.

Desde la esquina, rodeando el semáforo, antes de cruzar, las mujeres coreaban:

¡Marina! ¡Marina! Nos vamos...

Marina miró a sus amigas que cruzaban por el paso de peatones. A continuación

miró al hombre que la había desconcertado con aquel comentario, dejándola por

instantes inerte.

El hombre dejó atrás a Marina y entró en la cafetería. Al poco salió de la

cafetería con su agenda y las llaves del automóvil.

—¿Te llevo a alguna parte? –lo preguntó con una amabilidad que coronaba con otra

sonrisa brillante.

—¿A dónde me quieres llevar? –indagaba Marina algo aturdida.

—Ven y lo sabrás. Ven, y te contaré por qué hoy es un día especial.

Marina viajaba en un automóvil limpio y cómodo. Durante el trayecto, no pensó que

fuera a pasarle nada malo. No la intimidaba el hombre, más bien al contrario. La hacía

sentir bien. Era educado, bien parecido, alto. Iba bien vestido. Llevaba los zapatos

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relucientes. Conducía respetando las señales de tráfico. Le transmitía una confianza

poco habitual. Y formulaba indiscretas preguntas como esta:

—Dime cómo eres... ¿cómo sientes?...

Marina le hablaba como si lo conociera desde hacía muchísimo tiempo.

—Verás, yo procuro vivir a lo largo del día algo que me haga feliz, procuro ser yo

siempre, y procuro ser capaz de admirar la belleza en cada detalle –se sorprendió por la

valentía de tanta sinceridad-. Soy feliz con la gente, me gusta conocer gente –no se

detuvo-. Soy curiosa por naturaleza. También soy feliz estando sola, caminando, en

silencio, con mis pensamientos, respirando profundamente. Cada parte de mí está llena

de vida, de planes, de ganas, de risa, y soy feliz en la felicidad ajena.

—Por tal motivo estás aquí. No me he equivocado. Puedo leerte...

Marina no dejaba de mirar hacia delante. Y las calles conocidas fueron

desapareciendo. Estaban en las afueras de la ciudad.

Llegaron a un descampado donde el hombre detuvo el automóvil rojo. La miró

brevemente, y con un simpático ademán, la invitó a descender.

Dejaron atrás el automóvil. Caminaron campo abierto, y al tiempo que

caminaban, conversaban. Le dijo el hombre a Marina.

—Envejecer no es feo...

—¿Por qué lo dices?

—Hacerse mayor incorrectamente te hace feo. Pero puede envejecerse de manera

atractiva. La arruga es bella, delata la experiencia de la vida.

Marina se quedó mirando al hombre de reojo sin despegar los labios.

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—Contéstame, ¿te gustan los animales?... ¿Has ido al circo? ¿Qué opinas de los

leones?...

Marina no respondió. Apenas recordaba el aspecto de los leones. Ni siquiera

recordaba si alguna vez fue al circo cuando era una niña. No tenía conciencia de haber

estado cerca de un león. Únicamente sabía con certeza que la leona es la que caza.

—Los leones del circo despliegan su descomunal fuerza mediante su impresionante

rugido... en ese momento se sienten “el rey de la selva” ante el público que aplaude.

¿Qué los mantiene haciendo equilibrios sobre un taburete cuando el domador agita el

látigo? ¿Por qué no escapan? ¿Por qué después de la exhibición, y hasta justo antes de

volver a la carpa para una nueva función, quedan mansamente resignados a su ridículo

existir entre barrotes en un diminuto cubículo?

Transcurrieron largos segundos hasta completar un minuto y medio. No hubo

respuesta. Marina mantenía el entrecejo fruncido mirando al suelo mientras avanzaba

por el valle junto a un hombre que le agradaba plantear reflexiones. Pero, precavida,

encendió el piloto de alerta. Empezaba a preguntarse quién era ese desconocido y a

dónde la llevaba. Paseaban muy lejos de todo. Nadie estaba cerca.

—No lo sé. Dímelo tú –intentó mostrarse sosegada.

—Si te pregunto por qué el león capaz de devorar al domador de un bocado no escapa,

¿qué me contestas, Marina...?

—Nada. Porque yo no sé por qué no escapa. ¿Y tú cómo sabes mi nombre?...

—El león no escapa porque está domado. No escapa, porque nació en cautividad y lo

amaestraron desde muy pequeño. Siendo una cría, el domador lo premió con el

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alimento. Encerrado no pudo aprender a cazar. Creció con la idea de que no podía saltar

sobre el domador que lo premiaba con doble ración si subía a un taburete. Le enseñaron

a traicionar su impulso innato para sobrevivir. Inventaron una marioneta que desempeña

un comportamiento que sería absurdo en su hábitat natural. Vivimos con el engaño de

que no se pueden hacer “ciertas cosas”, anestesiados, coartando nuestra libertad,

asumiendo la carencia que no existe. ¡Es mentira! ¡Se puede! Pero el sistema que hemos

inventado se empeña en engañarnos, en manipularnos, nos contamina. El leoncito

aceptó, resignado, su condición y destino, porque se conformó con permanecer junto al

domador. Y ya no hubo necesidad de amarrarlo con gruesas cadenas temiendo que se

fugara. Por eso el león mayor y temible no escapa, porque todavía piensa que no puede,

incapaz de imaginar un mundo distinto.

Marina y el hombre se adentraron todavía más en el valle, hasta que a lo lejos,

un frondoso árbol de una belleza indescriptible, poco a poco fue cobrando su

desmesurado tamaño el ceibo milenario. Sin que existiera un stop explícito, algo

indicaba que el trayecto llegaba a su fin.

Una persona estaba sentada en una de las dos sillas, cuyos respaldos se tocaban.

Miraban en dirección opuesta. El hombre le pidió a Marina que ocupara la otra silla.

Marina se quedó de espaldas a la figura. El hombre se puso delante de la otra persona,

de manera que Marina tampoco podía verlo a él. Solamente escuchaba decir, como un

eco en las montañas:

—El Tribunal Supremo de Nigeria ha ratificado la condena a muerte por lapidación de

Amina. Se ha pospuesto la aplicación de la condena durante un par de meses por

"permiso de lactancia". Después, la enterrarán hasta el cuello y la matarán a pedradas.

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Ese día concretamente, Marina se había enfurecido hasta dibujar un rictus

destemplado en su rostro. Cortaron el suministro de agua mientras se duchaba, y cuando

se peinaba, se encontró una cana. Se topó con la mayoría de los semáforos en rojo

camino a la oficina, y habían ocupado su plaza de aparcamiento en el garaje. Antes de

entrar en el edificio de la empresa, quiso comprar su champú favorito en el

supermercado de la esquina, pero la fila en la caja era larga y sonaba por los altavoces la

canción que la unió en la pista de baile a su amado, recordándole sin piedad, que no

había llegado al apartamento para hacerle el amor. Estaba malhumorada porque además,

antes de salir de casa, le fue imposible encontrar sus pendientes preferidos. Sólo le faltó

tener que escuchar que una mujer iba a ser asesinada brutalmente. Marina se sobresaltó

en la silla, levantándose de golpe para darse la vuelta como un trueno que explota.

El hombre ya no estaba. Únicamente permanecía la persona sentada en la otra

silla. Marina se movió hasta poder verla mejor. Se trataba de una mujer. Estaba inmóvil.

Llevaba un turbante que ocultaba su rostro y una túnica larga hasta los tobillos. Iba

descalza. Elevó su mano tatuada y, lentamente se quitó el turbante. La mujer descubrió

su rostro, el rostro hermoso de Marina, quien escuchó en los labios de la mujer su propia

voz que decía “Y cuando siento que el flujo de alegría disminuye me detengo, reviso

todo, y arranco de nuevo, con más ganas, con mayor seguridad... Si la felicidad ajena no

existe ¡me enfurezco!”.

Esa mañana Marina se encontró atrapada en medio del tráfico, y se desesperó

cuando hay gente que debe someterse a los horarios del transporte público y

conformarse con viajar de pie. Empezaba mal ese día de trabajo sin pensar que hay

quienes pasan durante años sin poder obtener un puesto laboral estable, y eso, en

cambio, lo ignoró. Estaba descorazonada porque faltó la visita de su amado, pero no

tuvo en cuenta a todos aquellos que no saben lo que es el amor, y a todas aquellas

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personas que nunca han sido amadas. Ese día se había levantado con el pie izquierdo

desde que se encontró una cana. Todo hubiera sido distinto si hubiera pensado en los

enfermos de cáncer sin cabellos por los efectos de la quimioterapia, los cuales desearían

tener su larga cabellera castaña aunque estuviera llena de canas.

Entre las delgadas ramas del frondoso árbol de belleza indescriptible, se había

enredado un pedazo de cielo.

—Cuando las cosas nos van mal, es porque algo anda mal en el mundo. Pero de nada

sirve enfurecerse si nada vas a hacer a continuación.

Tal vez lo que estaba enredado era un pájaro.

—Si únicamente te enfureces para descargar tu ira contra los que te rodean, tienes un

problema. La cólera te activa la sangre, pero luego hay que hacer algo positivo con ese

caudal de energía, no conformándose con el malestar de un enojo.

Cada frase era un golpe seco de fuerte ventisca.

—El diálogo interno nos concede gran cantidad de premios. Es la llave del amanecer, y

el cerrojo del atardecer durante el crepúsculo de una plegaria.

Marina se arrodilló junto al ceibo milenario. Bajó la vista.

—Yo tengo fortuna, ¿por qué otras personas no la tienen? ¿Dónde está la igualdad?

Dispongo de fuerza, necesito más fuerza... para combinarla con la lucidez y contagiarla

como si fuera un repetidor de señal. Vivir algo que me haga feliz... que me haga

sentirme útil, ¿dónde está el mundo perfecto? Pero si a mí me encanta el desafío, ¿qué

estoy haciendo? ¿Por qué me cruzo de brazos? ¿Por qué miro a otro lado? ¿Por qué me

conformo? Por qué no digo basta!!! Si extraviara la fuerza, al menos podré quedarme

con mi dignidad y la nobleza de mis actos. Agradezco la esperanza que nadie me puede

arrebatar, porque puedo ser yo siempre, y todavía puedo admirar la incógnita del mundo

que aguarda, como un reto, como una oportunidad, como un certamen.

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Al levantar la vista, el hombre estaba frente a Marina con la sonrisa amable que

resuena entre la lluvia que todo lo encharca.

Empuñaba una espada. Era una espada invisible, pero era una espada. Una

espada afilada, mágica, forjada en hierro vital. El hombre levantó la espada y la dejó

caer encima de su cabeza hasta el final. Inmediatamente sonrió y, desapareció, mientras

Marina se dividía en dos y una parte de ella se desplomaba contra el suelo. Esa parte de

ella tocó el suelo. Se quedó tendida como ropa gastada dispuesta para la fogata.

El pájaro alzó el vuelo y se metió por una pequeña grieta del cielo con un lazo

rojo.

Empezó a llover torrencialmente.

Marina no se cobijó bajo el gigantesco árbol. Observó detenidamente cómo la

imagen de la mujer de la túnica se deshacía igual que el barro, hasta confundirse con la

tierra. Solo sus enormes ojos negros parpadeaban entre la hierba mojada en el mismo

sitio donde una parte de ella se desplomó.

Las gotas eran cada vez más gruesas y cada vez más enormes. Las gotas tenían

piernas diminutas. Brazos. Empezaron a llover colegialas del cielo. Descendían

lentamente del cielo niñas con sus faldas cortas, zapatos de charol y calcetines de

colores hasta las rodillas. Susurraban frases claras desde sus redondas caras con trenzas

a los lados.

Una gota dijo: “Pensaste que la tristeza sería eterna, pero conociste a esa amiga

que te hizo reír”. Y se derramó en el suelo. Otra gota dijo: “Pensaste que el amor no lo

era todo después del terrible desengaño, pero volviste a sorprenderte cuando apareció

esa persona a quien no puedes dejar de amar”. Y se derramó en el suelo.

El valle comenzó a inundarse. Había tanta agua que el suelo se convirtió en mar,

dulce, sin peces. Miles de colegialas flotaban alrededor de Marina.

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Otra gota dijo: “Pensaste que nadie podía comprenderte, y te quedaste

boquiabierta cuando una persona te leyó el corazón”. Acto seguido la gota tocó el mar

que abría la boca para tragársela. Y una última gota dijo: “Así como hubo momentos en

que la concepción de la vida cambió de repente, jamás olvides que todavía existen

instantes milagrosos en los que es posible realizar un sueño”. Después, se fusionó con el

mar que se cubrió de sal. Y la voz del hombre en la panza del viento resonaba así:

“Nunca dejes de soñar... cada sueño es el principio de una realidad”.

Marina cerró los ojos. Los apretó fuertemente y, al abrirlos, sus labios están

diciendo a Andrés:

—¿Cuánto es...?

Después de cruzar el umbral de la cafetería, todavía con el sobresalto visible en su

rostro, Marina es otra mujer diferente que se acentúa. Caminan animadamente, habla a

sus amigas con la voz sedosa del lazo rojo.

—La vida no siempre es como quisiéramos que fuera. A veces somos traicionadas por

personas a quienes amamos. A veces somos juzgadas de manera injusta. A veces nos

suceden cosas crueles que consideramos no merecer. La vida trae consigo momentos

difíciles; llanto, angustia, sufrimiento, dolor. Podemos llorar, pero no debemos

amargarnos. Podemos sufrir, pero no endurecernos. Podemos vivir íntimamente días

sumamente dolorosos, mas no debemos, ni ablandarnos demasiado, ni tampoco

hacernos inmunes al dolor de otras personas. No somos piedras. Y en modo alguno

somos impotentes, mis amigas.

Las alegres mujeres habían enmudecido ante la repentina elocuencia de Marina.

Avanzan a su lado empujándose entre sí para estar un poco más cerca de su amiga, cuyo

hermoso rostro irradia una luz multicolor que viene de atrás de sus ojos, silbando desde

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el certero espacio que existe entre las paredes del corazón que guarda la esencia del

elixir.

—Hace tiempo que no cuestionamos seriamente nuestra potencia. Cada una de nosotras

somos leonas: vamos por el mundo pensando que no somos autónomas, cuando en la

selva es la leona la que dispone de habilidad suficiente para atrapar a la presa, y esta

falta de confianza en nosotras nos resta movilidad y nos hace aceptar costumbres

absurdas. Vivimos pensando que no podemos hacer un montón de cosas, simplemente,

porque una vez las intentamos y nada conseguimos. Grabamos en nuestra memoria un

determinante “no puedo” y, efectivamente, así nos dejamos vencer todas permitiendo

que nos domen en la mayoría de ocasiones. Nos imponemos a nosotras mismas mil cien

limitaciones. La única manera de saber es después de intentarlo.

El grupo de mujeres rodea el semáforo. Cruzan por el paso de peatones. Entran

todas en el lujoso edificio de oficinas. Continúan hasta escasos metros de la entrada de

mármol, donde los tacones repiquetean como gotas de lluvia afiladas que al caer se

cosen al tejido más íntimo de la tierra o del suelo de mármol.

—Todo es cuestión de mantener la mente inquieta, la columna vertebral recta, hombros

hacia atrás, barbilla levantada, y mirada al frente con el alma sosegada.

Mientras esperan el ascensor, Marina informa a sus amigas que en vez de la

publicidad para la corporación de empresas asociadas como cliente preferente, tan

pronto suban a la oficina, van a utilizar todos sus medios y habilidades para emprender

una cruzada en defensa de otro crimen atroz. “Amina lo merece” sentencia con brío.

Pregunta entusiasmada a sus compañeras y amigas rodeando la mesa de juntas.

—Hoy es un día fantástico, ¿sabéis por qué?

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Pero no hay respuesta. Únicamente un silencio inmenso lleno de respeto a un ser

que encarna la luz especial e inconfundible del horizonte cuando emerge el amanecer

extendiendo sus alas.

—Hoy es un día fantástico… porque es lo único que tenemos, el hoy… el ahora mismo,

¡a trabajar! Las gotas se hacen mar… y elixir que se alcanza.

A través de campañas de recogida de firmas, se consiguió que las autoridades nigerianas

recapacitaran en favor de Amina, y después, salvaron a Safiya, también de ser lapidada

en Nigeria. Ninguna mujer podía quedar impasible. Podía intentarse poniendo al frente

la convicción. Lograrán salvar a muchas otras. Marina transmite la fuerza de toda la

selva.

Sin embargo, aquel día pasó entero sin que el amante de Marina la llamara por

teléfono. No la esperó a la salida de la oficina. Ni se presentó en su apartamento con

flores y una botella de vino por la noche. Tampoco llegó al día siguiente para hacerle el

amor temprano, como había sido su costumbre durante los últimos meses. Pero a

Marina no le importó este desenlace, porque ahora sintoniza la frecuencia del pájaro de

cielo en el viento que danza con dificultad en una ciudad sin árboles donde solo hay

edificios de hierro y cristal. Pero donde llueve. Y puede contar cada gota, distinguiendo

a unas de otras.

Las personas que defienden a los demás, son las personas que más necesitan que

se las defienda. Ellas lo saben, que también necesitan ayuda, pero están demasiado

entretenidas ayudando a los demás. Es el síndrome del elixir.

El efecto de la vida en la vida.

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ESTÁ EN TI

Cámaras de televisión de cadenas nacionales e internacionales, largas pértigas con

micrófonos en la punta, brazos extendidos con grabadoras, teléfonos móviles

sintonizando en directo con las emisoras de radio. Multitud de periodistas realizando a

voces la misma pregunta al hombre octogenario.

—¿Cómo se siente?... ¡díganos! ¿Cómo se siente usted?

Nada hace por escapar de la vorágine que lo va arrinconando. Los fotógrafos

disparan sus máquinas automáticas dándose empujones y codazos unos a otros. Una

cantidad grande de curiosos se asoman a la cita. El coro reclama el secreto más grande

del mundo jamás contado hasta la fecha.

—¡Todo está en ti! –dice en medio de la confusión y el escándalo.

—Todo está en ti. Y está… ¿eso es todo? –exclama un periodista en primera fila.

Se limita a decir eso. Todo está en ti. Y luego, una especie de elipsis, mientras

el anciano piensa “¿por qué tanta prisa? ¿Por qué la velocidad de nuestros días?

¿Realmente les interesa lo que yo pueda decirles?...”.

Decepción entre los presentes al ver que se sume en un mutismo absoluto.

Siguen apuntándole las cámaras y los micrófonos cerrando el círculo entorno a

él, insistiendo, presionando, obligándolo a retroceder hasta que su espalda toca el muro.

Todo ese remolino de gente espera las palabras del hombre de aspecto frágil y

enfermizo al que los años han extirpado su vigor. Esperan capturar el mensaje.

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El desconcierto es total. La gente necesita algún tipo de explicación. Su

testimonio es crucial. Y al intuirlo, el anciano recapitula su existir para mayor gloria de

todas las personas que lo rodean con suma expectación. Cuenta lo siguiente:

—Durante tres veranos, me fui solo a la playa con mi juventud. Visitaba mi lugar

predilecto; el acantilado donde brota el peñón ovalado al que denominan la espalda del

indio. Durante tres veranos me acerqué hasta la punta de la roca y, al observar la

magnitud del precipicio, de inmediato me retiraba. Yo era consciente que debía saltar,

era la única forma de arrancarme del pecho este terror mío a las alturas.

Recuerdo haberme dicho la primera vez que lo intenté, rondándome el vértigo

“Si antes de empezar me siento vencido, lo estoy. Si pienso que me gustaría hacerlo,

pero por alguna extraña razón, no puedo... con seguridad no lo haré. Pero si intuyo que

toda acción se inicia con la voluntad de llevarla a cabo...”.

Mi tono era insondable. Sugería una dimensión de hechizo. Sin embargo no

salté. Regresé por donde había venido enojado conmigo. Esta es la verdad, señoras y

señores... como un perro con la cola entre las piernas, entré en casa y me encerré en mi

habitación sin hablarle a nadie. Aquella noche no cené.

Quiero decirles a ustedes que recuerdo bien lo que me dije en la segunda

ocasión que me acerqué a la punta del peñón ovalado al que denominan la espalda del

indio “Si pienso que no me atrevo, nunca saltaré. Si siento que perderé otra vez, aunque

todavía desconozco el resultado, no conseguiré mi propósito. Pero si intuyo que toda

resolución está en la voluntad continuada...”.

Sin embargo, tampoco salté ese día en cuestión. Regresé por donde había

venido. Cuando al entrar en casa me preguntaron si me bañé, con vergüenza admití que

no. No mentí, pero no salté. Y me afligí porque nuevamente postergaba la cita conmigo

mismo.

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También recuerdo lo sucedido durante la siguiente cita en la que de algún

modo, me estaba dando un rotundo ultimátum. “Hoy –me dije solemne-, por tercera vez

consecutiva estoy aquí, rozando en voz alta el filo del precipicio mientras me hablo y

contemplo cómo las olas golpean los arrecifes. El mar está inquieto, no más que yo. Y

me repito con los ojos cerrados, empujando el cuerpo hacia delante... todo depende de

mi actitud. Esta posición interior puede derivar en sabio comportamiento –señalé con

cierto grado de euforia-. Ya percibo la agradable sensación del agua fría alrededor de mi

cuerpo, allá, abajo. Pero todavía estoy aquí, amarrado a la roca en vez de saltar... y

volar, trenzando mis piernas como si se tratara de raíces que penetran la tierra”.

El anciano se detuvo. En ese instante, un veterano de la comunicación, soltó en

voz baja una observación al cámara que filmaba a su lado.

—¿Habéis oído su tono?... ¡Ego que te cagas!

El anciano realizó una mirada circular que replegaba a todas las personas que lo

escuchaban con atención en los ojos y sus almas separadas del cuerpo. Y los vio como a

sus discípulos, igual que lo fuera él, discípulo de su abuelo y su padre, igual que lo era

también de sus propios hijos. Explicó...

Le había oído decir más de mil treinta y siete veces a mi abuelo la frase que

presentaba como una ofrenda: “Muchas carreras se han perdido antes de haberse

corrido”. Tal afirmación era un regalo que yo había sabido guardar.

A mi padre, le había oído decir en varias ocasiones en las que

establecíamos una comunicación digna de elogios: “Todos los cobardes fracasan.

Fracasan porque jamás inician el trabajo”.

¡Rememorando a mis ancestros es que yo salté! Y mientras caía, distinguía

una verdad inconmensurable que me era susurrada por diversos pedazos de cielo a

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los que atravesaba en mi caída: “En la batalla de la vida no gana el más fuerte –dijo

un pedazo de cielo-, ni el más ágil –dijo otro pedazo de cielo-, ni el más rápido –

añadió un tercer pedazo de cielo-. Gana aquel que es consciente, el que sabe lo que

necesita y se lanza a por ello –apostilló el último pedazo de cielo que completaba

una difusa figura que tenía cuerpo-. Sobre todo en el caso de un terror inventado”.

Yo tenía diecinueve años y toda la vida por delante.

El mismo veterano de la comunicación le dijo al ayudante que lo acompañaba:

—¿Nadie le ha enseñado humildad a este tío?

—Debería hablarle a los saltamontes del camino –añadió el cámara intentando hacerse

el gracioso.

Aquél octogenario seguía exponiendo su peculiar odisea.

Algunos años más tarde, pude decir a mis tres hijos pleno de satisfacción,

comprendiendo que aquellos pedazos de cielo componían la figura de un pájaro.

“Piensa en grande. Tus éxitos crecerán. Si piensas en pequeño te quedarás

atrás. Nunca crecerás ni avanzarás si no dejas florecerte las alas de cielo”. Helena

me sonreía desde la cuna con esa cara de vieja que tienen los niños que no han

cumplido un año.

“Si sientes que puedes, podrás. Conseguirás hacer cualquier cosa.

Averigua qué sabes hacer y practica la actividad hasta convertirla en un arte.

Disfrútala, y serás dichoso como el niño que chapotea en la orilla del mar”. Ramiro

daba sus primeros pasos con dificultad, mientras mantenía mis manos abiertas cerca

de su cuerpecito para retenerlo si se desequilibraba.

“Gana quien intuye que es ganador, quien cree en sí mismo y confía

en su virtud. Solamente presa de semejante estado es que puedes comprobar quién

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eres en realidad y hasta dónde eres capaz de llegar sin desfallecer en el intento”. Le

enjabonaba la cabeza a Gabriel mientras sumergía el camión de bomberos bajo el

agua.

Conforme fueron pasando los años, aprendí observando a cada uno de mis

tres hijos, que no es recomendable compararse con aquellos logros que alcanzan

otras personas. Es más conveniente abordar las actividades que mejor pueda realizar

cada uno, centrándose en uno mismo, desarrollándolas con elegancia y refinamiento

sin precisar ninguna clase de aprobación externa. Sepan ustedes, señoras y señores,

que mis tres hijos todavía estaban pequeños para comprender, pero aquello que su

alma me transmitía en un código singular con el que ellos no sintonizaban aún, yo

debía retransmitirlo, y por ello no callaba, matizaba, por ejemplo en Navidad:

“Aquello que se realiza a diario, y que no es otra cosa que superarse uno mismo en

cualquiera de los campos, ya sea cultura, deporte o en la ciencia del saber vivir...”.

Y luego no sabía bien como terminar la frase. Sonreía aguardando a que los tres me

respondieran. Luego llevábamos flores al panteón donde vivía mamá. A veces le

cantábamos villancicos. Otras veces, por turnos, leíamos poesías o versos

manuscritos en pedacitos de papel. En una ocasión nos pusimos a llorar los cuatro

cogidos de la mano.

—¡Qué bochorno! –fue un alarido que pudo escucharse entre la gente.

—El tipo se vanagloria a sí mismo –lo secundó el conductor de la furgoneta de la

cadena de televisión.

—¡Todos los demás tienen que aprender de mí!... Será capullo el viejo!! ¿Eso está

diciendo?

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A pesar del negativo murmullo que crecía como ola, el ser de aspecto frágil y

enfermizo, demostraba albergar todo su vigor en el espacio de vida que existe entre cada

palabra. Continuó, a pesar de las voces discordantes que sobresalían.

En fin... a lo que íbamos, quiero decirles a ustedes que me siento dichoso

cuando mi hija ha dicho al subirse al podium para recibir el premio “Debes saberte

vencedor antes de empezar. Y debes competir contigo mismo, jamás contra los

demás. Aprendí de la obstinada determinación de mi padre. ¡Te amo, papá!”.

Y me siento dichoso cuando mi hijo ha dicho al subirse al podium para

recoger el trofeo “No perseguía ser mejor que nadie, sino realizar un descubrimiento

digno, y me enfrenté a mi persona, a mi debilidad, a mi haraganería y mi desanimo

hasta que me vencí totalmente. No solamente tenía el tedio. Yo no era un holgazán.

Ahí estaba al alcance de mi mano una voluntad firme como la de mi padre. Te amo

papá!”.

Y me siento dichoso cuando mi hijo menor ha dicho a los pies del podium

al tomar su merecido galardón: “Me he superado por mi habilidad a encarar los

disgustos y los impedimentos y todas las incomodidades sin quejas ni abatimientos

y, la verdad, no me siento minusválido. No soy un discapacitado. Puedo hacer cosas

que la mayoría de gente no puede, por ejemplo, ser alegre y generoso, a pesar de mi

circunstancia”.

—Así que ahora resulta que alguien, es alguien... ¿por sus hijos?

—¿Y si no tienes hijos?... ¡Vete a la mierda, hombre!

—Si no tienes hijos no puedes ser nadie según el viejo –concluyó un fotógrafo

mascando chicle, dejando al descubierto sus dientes amarillos.

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Tal vez el anciano se estaba excediendo en su explicación sin terminar de centrarse para

profundizar en alguna idea concreta. Quizás ninguna de las ideas tenía una

trascendencia relevante. Pero era evidente que no trataba de imponer ninguna doctrina,

aunque algunos se sentían intimidados o aleccionados. Se limitaba a relatar la

experiencia de su vida. Sin embargo, para bastantes de los presentes, solo le faltaba la

sotana y el púlpito para completar el cuadro. Era como una homilía.

Amable audiencia –prosiguió con luz en los ojos el hombre de aspecto

arrugado-. Ahora mis hijos tienen dinero. Pueden adquirir lujosos automóviles y

casas majestuosas. Pero fíjense en algo curioso: no pueden comprarse un sueño. El

sueño lo llevaban dentro. Lo han hecho realidad sin tener que comprar nada. Y si

necesitan cualquier otro logro... tendrán que volver a soñar.

Los libros y los títulos universitarios no son la posesión de la cultura, como

los adornos no son la hermosura, ni la diversión la felicidad. Ellos tienen

conocimientos, pero lo más importante es que mis tres hijos tienen la certeza de lo

que son, porque fueron “a la caza de ellos mismos”, y se conquistaron. A

continuación miraron la vida con gallardía desde lo alto de la cima. Y con todos sus

premios, trofeos, galardones, no adquirirán joyas. Ni se perderán en un recreo

continuado de ocio y entretenimiento. La fama y el prestigio obtenido lo usarán para

ser un ejemplo a seguir para nosotros, principalmente para mí. Pero de acuerdo,

ustedes dirán y con razón, señoras y señores, que yo me estoy aventurando al hablar

por ellos y no debo hacerlo. Pero me he atrevido porque...

Porque recuerdo que en el momento de plantearse los retos, durante el

sacrificio del entrenamiento y ante la dureza de la incertidumbre diaria, algo

monstruoso los hacía desistir con esa grotesca mano que aplasta las ilusiones. Pero

ahí estaba yo para gritarles una y otra vez; la vida no consiste en hacer siempre lo

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que quieras sino en amar todo lo que haces. ¿Resultado? Al día siguiente

reanudaban la lucha con renovada energía hasta someter al maligno monstruo al que

habían amputado no solo las manos, sino también la cola y la cabeza.

Y desde atrás, surgió un voz tersa:

—Sí, padre, la dicha nace de poner el corazón en el trabajo.

La gente se apartó para que su hija pudiera circular libremente hasta el anciano

al que abrazó.

—Lo entendí al despuntar el alba, después de aquella conversación en la que me hiciste

llorar, ¿recuerdas?... Tus palabras consiguieron que realizara el trabajo que yo misma

me impuse con todo mi entusiasmo. Y continué así un día sí y el otro también... hasta

hoy.

Junto a Helena y el anciano octogenario se colocó Ramiro.

—Y durante un crepúsculo inolvidable, también yo reconocí el valor de tus enseñanzas.

Cierto es que la dicha no tiene recetas, no tiene más que el empeño. Y mi empeño fue

superarme. Con dificultad y mucho sacrificio, lo estaba consiguiendo –miró a su padre

con afecto y respeto-. Y haz memoria, te dije que al finalizar las Olimpiadas podrías

enorgullecerte de mí.

—Y recuerdo que ya en ese instante me sentía orgulloso de ti, hijo, y te lo dije con aquel

fabuloso abrazo de diez minutos ¿recuerdas?

Con aquellos dos testigos de excepción, ya no se trataba de un panfleto a modo

de tesis para el rápido acceso a una existencia elevada.

La rueda de prensa se había alargado. Había cansancio entre los profesionales, sin

embargo, ni siquiera los curiosos se habían marchado a sus casas. Se habían

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acostumbrado al tono y a la sinceridad singular del viejo que seguía hablando frente al

numeroso grupo que aumentaba.

—Y se lo digo a ustedes, ya entonces me sentía orgulloso y no menos orgulloso que

hoy, aunque hoy, mi hijo sea el campeón del mundo.

Y quiero que sepan, señores y señoras... ¡jamás lo había mencionado antes!

Y no es hasta ahora mismo que quiero decirlo, repetirlas...

De pronto, la gente comenzó a dejar espacio suficiente para que avanzara por entre la

multitud la silla de ruedas.

Sigue con un nudo en la garganta.

—Repetir, cada una de las palabras que rugieron en los labios de mi hijo cuando supo

que nunca más volvería a caminar: “Papá... no te aflijas. Ha sido culpa mía”.

—El accidente lo he provocado yo. Ha sido por mi inconsciencia. Sólo yo debo asumir

mi desgracia y, ¿sabes una cosa? ¡Fantástica! Un pájaro de cielo me ha susurrado.

—Inmediatamente recordé mi caída al precipicio, y como también a mí me dijo cosas,

aunque necesité varios años para componer los pedazos de cielo hasta visualizar la

imagen del gran pájaro entero.

—Estoy convencido que siempre estuvo ahí. Anidaba en mí –el hijo miró al padre con

devoción y un cariño inmenso que venía cabalgando desde el alma-. Pero le había

amordazado el pico, distraído con demasiadas trivialidades.

—De no ser por la tragedia, quizás nunca lo hubieras conocido –señaló el padre a

Gabriel.

—Tuvo que suceder para que oyera, nota a nota, una sinfonía ingeniosa. Como no podía

moverme ni escapar –agarró fuertemente los hierros de la silla y la hizo tambalear-. Me

obligué a reflexionar a todas horas y sin cesar, hasta caer en la cuenta que lo podía

liberar.

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—Le pregunté –explicó el anciano a la atenta audiencia-. ¿Cómo fue hijo?

—Lo vi extender sus inmensas alas transparentes frente a mí para envolverme como en

un abrazo, le correspondí –repetía con el mismo énfasis que en aquel entonces. Lo

apreté tanto contra mi pecho que al abrir los brazos ya no estaba... bueno, sí estaba...

Dentro de mí. Moviendo graciosamente su cabeza, su cuerpo, luego la cola. Y me

cuento el encuentro de distintas maneras... Diciéndome desde adentro que la dicha no es

una posada al final del camino... Nunca podrás llegar andando a la posada ¡gorgojea sin

parar!

Gabriel le habla directamente al padre, como si estuvieran solos en una

habitación iluminada únicamente por una chimenea encendida con el fuego azul.

—Pero sabes una cosa, padre, yo nunca hubiera conseguido alcanzar la posada tiempo

atrás, porque siempre se hubiera alejado de mí. La posada se hubiera mudado de un

lugar a otro constantemente. Jamás me quedaba satisfecho. Yo siempre quería más, una

posada tras otra. Pero lo entendí. Tuve mi oportunidad, padre... estuve recapacitando

acerca de la forma de avanzar y crecer en la vida hasta que lo entendí. La dicha es la

consecuencia de la actitud durante el trayecto a lo largo del camino. No es la promesa

de una posada, ni la misma posada situada al final del trayecto. Tal como sientes, eso

eres a cada instante. ¿Cuál es el secreto de la felicidad? ¡Empezar por pensar que ya eres

feliz! Nunca faltan motivos, si estás lúcido, y eres honesto.

Continuó el anciano reincorporando a todas las personas que pasaban por ahí,

con un simpático ademán, los invitaba a compartir la conversación con Helena, Ramiro

y Gabriel.

—Quien iba a decirme a mí que la vida todavía me enseñaría cosas grandes... en materia

de amor, demasiado es todavía muy poco. El apego a las cosas... que absurda tontería

exclusiva para lerdos.

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Los hijos abrazaron al padre que los correspondió, besando por último la

frente a su hijo minusválido. Decidió concluir.

—¡Ay, si supieran ustedes cómo amo a mis hijos! Tan imposible como avivar las llamas

con nieve es apagar la lumbre de este amor mío por los tres, señoras y señores. Y

ustedes, todavía me preguntan hasta arrinconarme contra la pared cómo me siento. Así

es cómo me siento. Dichoso. Tres veces dichoso. Dichoso por haberme atrevido a saltar

por el acantilado, dichoso por haber sabido educar a tres personas maravillosas, dichoso

porque los tres han conseguido armonizar sus inquietudes con la manera de existir en su

época. Son un referente para su generación. No puedo sentirme de otra forma.

¡Alégrense por mí!

Los periodistas que lo escucharon entre empujones y comentarios mordaces, unificaron

la noticia redactándola así: “El padre de las tres celebridades sufría vértigo en su

juventud. Averiguó a sus diecinueve años que cuanto necesitaba estaba en su interior.

Estimuló a sus hijos a pensar en grande, a comprobar que podían hacer cosas y ganar si

confiaban en su virtud. Mencionó que sus tres hijos tenían un sueño, un sueño que cada

uno ha hecho realidad. Y así, su hija, que se supo vencedora antes del premio, puso el

corazón en su trabajo diario; y su hijo, que desarrolló una voluntad firme para obtener el

trofeo, lo consiguió a fuerza de empeñarse por superarse; y su hijo menor, afirma no ser

un minusválido, dijo sentirse feliz, al tiempo que se movía con gran agilidad entre el

público, ajeno a la silla de ruedas. El mayor sueño de este anciano es que sus tres hijos

sean un ejemplo a seguir por la sociedad más joven”.

Pero este reducido texto quedó encajonado entre varias noticias en la única

página que no tenía fotografías, en la parte final de los periódicos, y apenas hubo un

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comentario en los telediarios que enseguida dieron paso a la publicidad de productos

para el consumo masivo.

Al día siguiente se publicaron más periódicos con otras noticias. La historia de

este anciano, ¿pasó desapercibida?... quién sabe. ¡Para mí no! Quizás fuera porque yo

estaba allí cuando habló y conseguí abrazar mi alma y pegármela al cuerpo. Aunque...

probablemente esto no sea más que una intuición. O un sueño. Probablemente, sólo el

viento sabe la verdad.

Días más tarde, se produjo un debate en una emisora de radio local de un municipio

pequeño que había transmitido en directo el testimonio completo del anciano. Sus

palabras suscitaron llamadas. Hubo diversas preguntas por parte de los oyentes en

relación al hijo que justamente, por su condición de inválido, logró conversar con un

pájaro de cielo. El director de la emisora organizó un debate en directo para el siguiente

domingo al mediodía. Amas de casa, fontaneros y carpinteros, enfermeras, mecánicos,

maestros, encargadas de áreas técnicas del ayuntamiento, la mayoría coincidían en

realizar la misma pregunta. El tema central del programa convocado a instancias de la

audiencia planteaba la pregunta que a lo largo de la semana se repitió sin cesar: ¿quién

es el pájaro de cielo?

Después de horas de conversación en la que intervinieron el director de la

emisora, que también participó en la mesa redonda junto al alcalde, el jefe de policía, un

médico retirado, el notario del pueblo, la dueña de la pastelería de la plaza central y una

mujer de avanzada edad que ese día cumplía ciento tres años, el moderador del debate

que terminó exhausto, resumió las conclusiones finales. Fueron éstas: “Señoras y

señores, distinguido público, para cualquier persona adulta, el pájaro de cielo es un

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misterio. Para el niño, el pájaro de cielo es otro niño con alas. Para el loco, el pájaro de

cielo no es otra cosa que él mismo”. ¡Tachaaannn!...

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EL PRÍNCIPE SOÑADOR

Extrajo con cuidado el pastel de chocolate del interior del frigorífico. Se metió las

manos en los bolsillos, y de cada bolsillo sacó una cajita redonda que puso en el centro

del pastel, formando la figura de un ocho. Colocó muchas velas. Le temblaba el pulso

mientras las encendía. Cerró los ojos y, recordó lo que le había dicho su hermano mayor

cuando lo arrinconó en el balcón en mitad de la noche.

“Roca de fuerza infinita, donde las olas golpean insaciables movidas por la

inmensidad de un mar revuelto. Tú en tu grandeza resistes los golpes, pues sabes que el

mar es duro y peligroso cuando se enfada, pero cuando se calma, te muestra su

esplendor y su dignidad. Tú lo amas porque forma parte de ti mismo y sabes que sin él,

no existirías. Y yo me pregunto: ¿por qué te ha tocado ser roca?... o es que tú lo eres

todo, mar y roca al mismo tiempo. Inmenso mar, mundo con vida propia y desconocida.

¡Así eres tú!”.

Se conocieron cuando lo socorrió, al introducirle por primera vez el chupete en

la boca. Desde entonces lo observaba en la cuna. Le pareció que su hermano menor era

un héroe de leyenda, un rey de tierras lejanas y extrañas, un príncipe aventurero

sediento de verdad.

Su hermano mayor percibió lo que ni su padre ni su madre percibía. Nadie que

estuviera a su alrededor imaginaba o suponía, salvo aquella mirada aguda, sensible,

curiosa, fraternal. Descubrió con el tiempo a un ser peculiar rodeado de misterio y de

incomprensión, alguien que merecía una oportunidad. Por tal razón no censuró su

marcha cuando los demás se llevaron las manos a la cabeza. Aquella marcha estaba

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escrita en su trayectoria vital, de lo contrario, amenazaba en disiparse y desvanecerse

lentamente hasta desaparecer, igual como lo hace el humo.

Y dejó atrás España cruzando el océano Atlántico en tres ocasiones.

La primera vez para encontrarse a sí mismo, consciente de que una etapa de su

vida había concluido. En su interior, había luz; una luz luminosa. Intuía que no toda su

vida permanecía acabada.

Luego viajó para descubrir que todo cuanto es cierto para la voluntad, también lo

es para el pensamiento y la emoción, y en tanto más consciente sea la voluntad, más

crítico y creativo será el pensamiento y más sensible y generosa será la emoción. Se le

ensanchó el alma. Progresaba en la medida que era cada vez más activa y manifiesta.

La tercera vez que viajó lo hizo porque en ese idílico paraje jugaba, y mientras

jugaba, podía ver la vida como un juego y gozar mientras jugaba. Consiguió

concentrarse, y luego olvidar todo pensamiento y sentir, desde las mismas entrañas, que

era la pelota, el bate, la canasta... sentir que era el mismo juego... Y jugó para ganarse y

nunca para vencer a otra persona. Empezó a formar parte de todo. Y cuando se forma

parte de Todo, se halla el propio lugar en el terreno de juego, la posición correcta en el

campo de la vida.

A partir de entonces no creyó en la maldad. Creía en la torpeza de algunas

personas. Torpeza para descifrar el milagro de la vida, torpeza para descubrir los

propios dones, torpeza para desplegar su hondo sentir, torpeza para influir en los demás

de manera favorable, torpeza para construir un mundo mejor. Torpeza. Nada más

torpeza.

Y ahí está él como siempre quiso estar, cercano a la verdad y a la belleza, junto a

la Naturaleza, en libertad, ajeno al ser pragmático que fue. Absolutamente convencido

que el alma existe allí donde nace el viento, y que es en el alma donde se revelan los

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pájaros de cielo. ¡Existe como ser espiritual! Averiguó que la mente puede imaginar...

pero solamente cree lo que ve. En cambio el alma… sabe lo que no ve. Sabe incluso lo

que todavía no ha sucedido.

En un sueño de pocos segundos, puede vivirse durante horas, semanas, años. Se puede

avanzar o retroceder en el tiempo. Podemos encontrarnos con nosotros mismos a otras

edades, incluso ver nuestro nacimiento o nuestro funeral o nadar junto a las ballenas en

el Ártico. Las paredes ceden al tocarlas. Las escaleras se vuelven de arena. Los animales

hablan perfectamente nuestro idioma. Y los seres humanos pueden convertirse en

paraísos anticipados. Y si somos capaces de que el sueño habite en la mente y en el

corazón al mismo tiempo, la deliciosa imagen que elijamos, puede concebirse tal y

como proclama el viento. “Imposible a través de otras personas. No valen

intermediarios. Solo uno, por sí mismo, puede vivir el propio sueño y realizarlo”.

Él soñó en voz alta. Y comprendió que soñar es la mayor expresión de libertad.

Y que esta clase de libertad posible, supera toda ley del hombre, sobrevuela cualquier

frontera unificando los idiomas, mostrando así que la vida guarda una peculiar melodía

universal.

Con agrado vivía soñando de igual modo a como el pintor dispone las masas de

colores y las figuras que van a componer su cuadro. Pero soñaba con orden, igual que

ordena el músico las notas, los ritmos y los acordes de su pieza musical. Soñaba

sumergiéndose en los abismos de la vida para rescatar sus tesoros. Quería descifrar

todos los misterios. Hasta que un día se planteó si podría soñar en cualquier lugar.

Se sentaba en la mecedora con una taza de té, descalzo y sin afeitar. Su mirada

profunda se metía en el cielo para escudriñarlo como si sus pestañas fueran escavadoras

y en sus puntas hubiera brazos con largos tentáculos.

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Vivía aguardando una respuesta. Deseaba verla acercarse con sus alas abiertas.

Y pensó “No hay que pedirle a una estrella que llore, pues su misión es iluminar la

noche. No hay que pedirle al viento que no sople con su tremenda voz, pues si no lo

hiciera dejaría de ser viento. Y no puede pedírsele a un espíritu inquieto que se calme.

Hay que permitirle que siga explorando la vida”. Se hablaba a sí mismo.

Otro día que caminaba despacio por la orilla del río pensó “Sabes, me gustará

respetar tus actos, fruto de tu genuino modo de proceder, y me gustará que tus opiniones

me ayuden a razonar, también con tus ideas. Voy a ofrecerte mi intimidad, como el

mejor mensaje de unidad”. Le hablaba a la vida.

Y otro día señaló “Quien tiene iniciativa, cuando logra mirar con la luz brillante

del alma ve más allá. Y cuando consigue vivir en el amor, intuye lo más profundo del

mundo”. Así clausuró el diálogo frente al arco iris, después de una tormenta que parecía

que arrasaría con todo “Aquí o allá, dotar a la implacable jornada, de veinticuatro horas

dignas de su transcurso. La existencia humana es aquello que sucede mientras haces un

plan tras otro sin llevar a cabo ninguno entretenido con el siguiente plan”. Pero se turbó

repentinamente como cristal que se quiebra de una pedrada certera. Y brincó de la

mecedora para preguntarse: ¿cuál es el sentido de la vida?...

Inmediatamente se respondió: ¡encontrarlo! Hallar significado. Dotar al existir

de un contenido útil, porque la vida es en verdad oscuridad, salvo cuando existe un

anhelo, y, todo anhelo es vano, salvo cuando existe amor. Y él se amaba... Amaba. Y

estaba dispuesto a trabajar. ¡Tenía que hacer algo concreto con aquel tesoro!

Definitivamente se convenció, porque decir que la vida es insulsa, es negarle la

posibilidad de llenarla de motivos honorables. Saboreaba la fuerza de la inteligencia

invisible que habita en el viento. ¿Qué misterioso vínculo hay entre el alma y el viento...

Mar... Roca...? ¡Y descubrió que también era el viento!

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Lo descubrió porque marchó obstinado a través de la jungla espesa de sí mismo,

enfrentándose al espíritu inquieto que suplicaba por conocer los secretos del mundo y la

vida hasta que se topó con su intimidad.

Mas ahora que ha descubierto que también es el viento que apaga las velas y

aviva las hogueras, deja que la vida le viva en vez de intentar organizarla. No impone

condicionamientos ni exigencias. No prohíbe ni rechaza. Ya no necesita el control de las

situaciones, nada quiere dominar y, por consiguiente, a nadie intenta manipular.

Se conoce la influencia del viento afrontándolo, y él luchó contra el viento.

Nunca quiso ser de esa clase de personas que cambian de parecer según sopla, de esas

que carecen de vida propia cuando no sopla y reaccionan en función de la presión

externa. Y fue categórico, incluso radical, pero jamás una veleta. Se comportó de

manera dogmática en vez de ser uno con el viento. Hasta que comprendió que él,

también es el viento, y que es absurdo seguir luchando contra uno mismo cuando te has

vencido al conseguirte desde adentro, pues detrás del viento danzan los pájaros que

componen el mayor pájaro que somos de la completa fusión con el cielo. Fluir con la

balada del viento, participando, en vez de simplemente dejarse llevar, empujar.

Quiso avanzar con otro ritmo y como una cometa se elevó. En ese preciso

instante, el hombre que se abrazó por dentro ¡el hombre hecho cielo! decidió regresar.

Con prudencia, con respeto ante el reto, decidió regresar para gozar de plenitud

allí donde está situado su hogar, donde reside su familia. Y esto es lo primero que le

dirá a su hermano mayor:

“Estoy aquí para favorecer la oportunidad del encuentro espiritual, lejos de lo

superficial, de lo frívolo, de lo banal, y próximo a la comunión de las almas. Quiero

amar, todavía más, mucho mejor que antes”.

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Y tras descender por la escalera del avión, ha dicho al poner el primer pie en el

suelo de su país “Si yo he faltado a alguien... tengo el valor para disculparme, y, si

fueran otras personas las que me faltaron a mí, dispongo de amor suficiente para

perdonar”. Se pasó la mano por la frente para retirarse los cabellos.

Y susurró mientras recorría los pasillos hasta el punto donde se recogen las

maletas “Solamente los necios buscan la felicidad. Los demás la encontramos en la

vida; en cada momento, en cada detalle, en cualquier lugar. Todo es una oportunidad

para aprender, para enriquecerse, para ser”. Y tomando sus pesadas maletas llenas de

vivencias, se dirigió a la salida con una amplia sonrisa en los ojos, seguro, convencido,

satisfecho, avanzando por el aeropuerto del Prat de Llobregat.

Y justo antes de que se abrieran las puertas y saliera a la zona de tránsito donde

aguardan las bienvenidas y los abrazos, la alegría y los besos, se ha dicho “Voy a

cumplir cincuenta años... tengo una vida plena de significado porque tengo un

propósito. ¡Soy un despertador de almas! La vida es bella cuando empiezas a buscarle

las imperfecciones, generosa cuando consigues mejorarla, eterna cuando compruebas

que la buena vida se clona a sí misma dejando huella en la raza humana”.

Días más tarde, en Castelldefels, estaban reunidos en el gran salón el abuelo y la abuela

con sus dos nietos, y su hijo, el primogénito. Los niños preguntan.

—¿Cuándo vais a terminar el cuento?...

Los abuelos solían encontrar tiempo para contarles historias maravillosas. Entre

todas aquellas historias, había una de muy especial. Nunca llegaban al final.

Tanto la niña como el niño se habían ido impacientando con los años. Consideran

que ya son mayores para conocer el desenlace.

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PIEDRAS PRECIOSAS – Trilogía de Ol Sasha 2012

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—¿Cuál fue el mensaje que concibió aquella forma zigzagueante de múltiples

destellos? –preguntó Milagros, dibujando en su imaginación las complicadas

contorsiones de los colores que componían la extravagante forma, mientras las rocas

daban piruetas en el aire.

—¿Por qué el príncipe avanzó a través de la jungla espesa seguro de encontrar un

tesoro? –preguntó Amador, sin haber entendido nunca el motivo que impulsó al

príncipe a someterse a la dureza de jornadas agotadoras en las que sus piernas le

rogaban que se detuviera y su cuerpo entero lloraba.

Se produce un silencio rotundo tan grande como un agujero.

Sólo se escucha el crepitar del fuego en la chimenea redonda.

Al rato interviene el padre de Milagros y Amador.

—Aquella luz esclarecedora que brotó del pecho del príncipe con la sinfonía de una

orquesta maravillosa, explicaba que debía llegar hasta el final, crecer ante la adversidad

sin desfallecer, satisfecho por la oportunidad del desafío.

—Pero... –ambos hermanos cuestionaron a su padre-. ¿Por qué?

—El príncipe se había atrevido a soñar, y durante el trayecto del viaje, se había

descubierto al explorar sus misterios más recónditos, sin negar la experiencia que se

vestía de calamidad, sin asegurar haber sufrido una alucinación que hubiera evitado

afrontar su dilema. Es por eso que lo aguardaba, seguro, el fabuloso tesoro bajo sus

pies.

Milagros y Amador atienden las palabras con suma devoción.

—El príncipe entendió que si se depositan las piedras en el lugar mágico donde las

plantas se muevan haciendo coro a su alrededor, dibujando a un pájaro que extienda sus

alas hasta hacer coincidir las puntas con ambos horizontes, ocurrirá un hecho

sorprendente.... extraordinario…

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PIEDRAS PRECIOSAS – Trilogía de Ol Sasha 2012

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Amador y Milagros saltan de alegría. Se abrazan completamente emocionados y

caen los dos en la gruesa alfombra envueltos en carcajadas, hasta que ambos se miran

cómplices de su curiosidad. Estaban dispuestos a gritar hasta quedarse afónicos.

—¿Qué?... –pregunta Amador-. ¿Qué es eso tan sorprendente que tiene que pasar?

—¿Cuál es ese extraordinario suceso? –añade quisquillosamente Milagros.

Responde el abuelo, al tiempo que dejaba la taza de café vacía encima de la

mesa con parsimonia.

—Uno de los posibles finales, cuenta que vosotros aceptáis las dos últimas piedras, las

dos más bellas, pero no os las quedáis. Vosotros sabéis que existe un lugar mágico...

¿os acordáis del riachuelo de plata en medio del claro del bosque en forma de palma de

mano abierta?

La abuela se sienta en la punta del sofá para acercarse a sus nietos que están

tendidos en la alfombra.

—Si conmovidos hasta la médula –mira fijamente a Amador-, sonriendo desde el

centro de vuestro corazón –mira fijamente a Milagros-, los dos –el entusiasmo surca

por las rendijas de su rostro arrugado-, a la vez –acentúa el tono realizando un gesto con

sus puños cerrados-, apretáis fuertemente las piedras en vuestras manos con los ojos

cerrados imaginando la posibilidad de un fabuloso mundo... al lanzarlas al riachuelo,

sobrevendrá.

En ese instante mágico entra al gran salón el tío de Milagros y Amador que

estaba en la cocina adornando con velas el pastel de chocolate, en cuyo centro están dos

pequeñas cajitas cuidadosamente depositadas. Le guiñó el ojo a su hermano mayor,

quien levanta su pulgar en el aire mientras vuelve a su tierna infancia para observarlo

cariñosamente como el Ave Fénix en la cuna.

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—¡El viento sabe la verdad! –dice a sus sobrinos el príncipe soñador-. Sabe que desde

el momento exacto que las piedras viajen por el riachuelo, todos aquellos sueños que

tengan los habitantes de cualquier parte del planeta se cumplirán. Soltando las dos

piedras preciosas en el riachuelo de plata del claro del bosque, allí donde descansa el

nido de todos los pájaros de cielo, se abrirán las compuertas de un mundo mejor que

como presa excitada de agua bendita revienta –deja el pastel encima de la mesa-. Si los

sueños han dibujado acontecimientos que guardan las almas enamoradas de la vida y

del amor, de la paz y el bien, de la fortaleza y la muerte –sonríe desde lo más hondo de

sí mismo-, proyectos, aspiraciones, anhelos, esperanzas, todo se cumplirá sin reserva

cuando las piedras lleguen al mar abierto. Incluso habrá sueños que avisarán de los

peligros, y así, juntos, entre todos, escribiremos la historia más hermosa del mundo.

La niña y el niño se apresuran en abrir cada uno su cajita y, dentro de cada

cajita, encuentran ¡una piedra preciosa!

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PIEDRAS PRECIOSAS – Trilogía de Ol Sasha 2012

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CONTRAPORTADA DEL LIBRO:

¿Qué responderías si te dijeran? “¡Atrévete a soñar!”.

“Atrévete a explorar tus misterios”.

“Atrévete a ser tú mismo”.

Y, ¿cómo reaccionarías si quien te hablara fuera un pájaro agitando las alas a veinte centímetros de tu nariz? Si te instara a compartir tus tesoros con las personas con las que te cruzas a diario... ¿Qué harías?