Petronila y Jéronimo, una historia de amor

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Jerónimo y Petronila Una Historia de Amor plasmada en un diario de vida.

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Una historia de amor Plasmada en puño y letra de doña Petronila Alcayaga. Extracto sacado del Libro “El Diario de Vida de Doña Petronila” del Escritor Osvaldo Oyarce Barraza.

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Jerónimo y Petronila

Una Historia de

Amor plasmada en un diario de vida.

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Presentación Una historia de amor Plasmada en puño y letra de doña Petronila Alcayaga. Extracto sacado del Libro “El Diario de Vida de Doña Petronila” del Escritor Osvaldo Oyarce Barraza. Osvaldo Oyarce Barraza, nació en la ciudad de La Serena y en su vida ha transitado por Diego de Almagro, (Pueblo Hundido), El Salvador, Barquito, y actualmente en Alto del Carmen. En este autor de cuentos y poesías, se ha dado claramente aquello que “nadie es profeta en su tierra”, logrando premios y reconocimientos en tierras foráneas que le han acogido y adoptado como uno más de los suyos. Entre sus obras destacan: Un Álamo al final de camino y otros cuentos (1985); Fuerza Garra y corazón Minero (1989); Un Álamo al final del camino, segunda parte (2009).

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AMOR A PRIMERA VISTA Petronila destacaba entre todas las que integraban el coro de la iglesia del pequeño poblado de La Unión. Un ramillete de mujeres de campo, que no ocultaban su origen detrás de las largas polleras de colores que abrazaban sus frágiles cuerpos. El señor cura daba los toques precisos en su letanía, que los feligreses en su mayoría escuchaban en silencio y con el mayor de los respetos. Entre sus ayudantes, jóvenes seminaristas llegados desde el Seminario Conciliar de La Serena en su etapa de preparación. Jerónimo era el más alto de todos y brillaban sus ojos verdes con el contraste de la luz del sol que se colaba por las rendijas del techo. Sus miradas ya se habían encontrado antes de iniciarse la misa de ese domingo, pero, su estricto pensamiento con Dios le había hecho huir de esa mirada que traspasó su alma de joven seminarista. Sin dudas eran dos historias y realidades muy distintas. Petronila había quedado viuda hacia poco tiempo y de ese amor frustrado por el destino había quedado Emelina, chiquita pecosa, juguetona y muy despierta, herencia del amor que le había regalado Rosendo Molina y del cual aún guardaba su imagen, reflejada en los ir y venir de su pequeña hija. Para solventar sus gastos propios de madre y mujer, oficiaba libremente de costurera del pueblo, a veces de ayudante en el Correo del lugar y también en los aseos y ornatos de la iglesia que constituía el lugar de cita para los pocos pobladores del lugar y de algunos que llegaban incluso en sus propios caballos, que amarraban en la entrada del templo para asistir a los oficios religiosos.

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Jerónimo, joven impetuoso, enérgico, inteligente, era sin lugar a dudas el mejor de la clase. En el viejo órgano de la capilla del Seminario había tecleado las primeras melodías de inspiración cristiana y su voz de tenor se acomodaba al tráfico de canciones que llegaban del Obispado, donde un centenar de jóvenes buscaban la vocación religiosa para convertirse en sacerdotes del clérigo serenense. Su madre doña XX, lo había mandado a estudiar al Seminario desde muy temprano, apenas iniciado sus estudios básicos en la pequeña escuelita de San Félix, un poblado al interior de Alto del Carmen, en la región de Atacama, lugar que marca su nacimiento y su bautizo católico. Eran los últimos días de un verano caluroso en el Valle del Elqui. Furtivas miradas y sonrisas cómplices habían marcado el inicio de algo que bruscamente cambiaría los destinos de estos seres, que por esos días transitaban por distintos caminos. En las paredes de esa vieja iglesia habían quedado grabadas las voces del coro femenino, los acordes del órgano, el incienso derramado por el señor cura en la cabeza y en las mentes de los feligreses y el tañar de las campanas que por causa del viento, viajaba de casa en casa del poblado agrícola, teñido de verde por los parronales, con sabor a duraznos priscos, la dulce mermelada de membrillos amarillos y el suave murmullo del agua que bañaba plácidamente cada rincón del lugar por donde pasaba y dejaba su estela de vida y sueños.

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El día más feliz de mi vida “3 de septiembre de 1887” Me casé en la iglesia de Paihuano con mi amado Jerónimo. Que hermosa se veía mi hija Emelina. Mis amigos y amigas fueron a acompañarnos y la iglesia estaba de boto en bote. Mis amigas del coro la habían arreglado con flores blancas que habían sacado del río y en el altar un ramillete de calas blancas nos esperaba junto al señor cura. La fiesta fue muy animada y hasta muy tarde. Con Jerónimo nos vinimos a caballo esa misma noche, a la pequeña pieza que la tenía al lado de la escuela. Los niños estaban de descanso, porque era fin de semana. Pasamos todo el día domingo junto. Mi comadre me cuidó a la Emelina, para que estuviéramos solos...” “Jerónimo me recitó unos poemas que me hicieron llorar.” “24 de Diciembre de 1887” Hoy hicimos dúo en la iglesia a petición del señor cura. Es la fiesta del nacimiento del Niño Dios. La misa del gallo como decimos por acá.

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Jerónimo se destacó con su varonil voz de barítono. Después nos fuimos a una fiesta en casa de la familia González. Nos pidieron varias veces que cantáramos juntos y la gente nos aplaudía muchísimo. Tú me dedicaste unos versos acompañado por tu guitarra. Todavía los guardo. – me cautivaste con tu hermosa voz – y el brillo de tus ojos de uvas frescas –el fuego del sol que abraza los parrones – no apagará nunca el amor que yo te tengo”. 28 de Febrero de 1888 – Había pasado el verano, el que pasamos juntos toda la familia. Salvo esporádicos visitantes que llegaban de tarde en tarde, tanto de mis familias del Valle, como familiares de Jerónimo que atravesaban desde el Huasco Alto a pasar sus vacaciones. Si bien me llevaba bien con todos los Godoy, sólo tu prima Ramona era la más cercana conmigo. Que decir de tu mamá que nunca nos visitó. Ella siempre guardó una real distancia quizás culpándome por el abandono de tu vocación de sacerdote, anhelo que ella abrazaba desde que tú eras muy pequeño. Doña Isabel, tu mamá, se conformaba y consolaba con el tiempo y con la vocación de tus hermanas que se convirtieron en religiosas. Tu prima Ramona siempre traía novedades de tu familia y las compartía conmigo. Fue un lindo verano. Hicimos muchos planes y tú me pedías insistentemente un hijo. Yo asumía mi edad y tenía miedo de ser madre.

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20 de Mayo de 1888 - Es mi cumpleaños número 40 y me sorprendes con un regalo maravilloso. Que lindas esas rosas rojas que me trajiste y que tú mismo habías cortado del huerto de Doña Asunción. Eran hermosas. Su aroma de perfume de otoño, y sus colores en los pétalos que parecen sangrar y se han llenado de lágrimas mis ojos, al sentimiento de tu gran amor. Y que lindas palabras escribiste en la tarjeta: “Para la rosa más bella del mundo, con el amor de siempre.” Jerónimo. 7 de Julio de 1888 – Te esperé en la puerta sabiendo que vendrías después de tus clases en La Unión. Recuerdo claramente que llegabas montado en el brioso caballo blanco que tenías para trasladarte hasta la casa los fines de semana. Antes que traspasaras la puerta, te di la noticia que esperabas. Estaba embarazada, me lo había dicho la doña Misia María, vieja partera del pueblo, a la que había visitado por mis continuas jaquecas y vómitos. Tus ojos brillaron más intensos que el verde de la alfalfa que crecía al fondo del patio. Me tomaste entre tus brazos y me levantabas del suelo, sin soltarme y besarme. Dabas gracias a Dios por la bendición y por haber escuchado tus ruegos. No sé cuánto tiempo me tuviste en vilo, dándote vueltas como un loco, niño loco en un carrusel imaginario.

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Lo primero que hicimos fue ir hasta la iglesia a dar gracias a Dios. Estuviste largo rato arrodillado ante la imagen del Cristo crucificado y lloraste. Me mirabas y sonreías. Mirabas a Jesús y le agradecías. Sacaste unas flores del altar vecino y las depositaste a los pies de la Virgen María, que parecía bendecirnos con su mirada angelical. Caminamos juntos tomados de la mano de regreso a casa. Después estuvimos sentados bajo el parrón que lanzaba sus primeros y tímidos brotes e hicimos planes. Estabas loco de remate. Ya inventabas nombres si era niñito y cruzábamos apuestas si era niñita. Que sea lo que Dios quiera me dijiste y me abrazaste fuertemente entre tus brazos. 3 de marzo de 1889 – Jerónimo había salido muy contento en la mañana, pues debía retomar sus clases en la escuelita de La Unión, que dentro de una semana comenzaba a funcionar el nuevo año. Recuerdo que me dijiste que ansiabas volver a encontrarte con tus alumnos, querías ver si habían crecido, cuántos volverían a la escuela y no estarían esperándote pues su padre había salido con su familia al norte en busca de nuevos trabajos y mejores condiciones. Se parecía a ti don Alberto. Siempre andaba de pueblo en pueblo. De trabajo en trabajo y ahora había sentado cabeza y se había llevado también a su mujer y sus seis cabros chicos. Tres mujercitas y tres varones. Volviste muy triste. Estuve largo rato consolándote y levantándote el ánimo.

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El encargado de educación de Vicuña había subido personalmente a avisarte que no podías seguir haciendo clases porque unos apoderados te habían acusado de algunas faltas que reñían con los reglamentos de la educación y de la escuela. Me dijiste que no te había dado tiempo ni de defenderte. Se había iniciado una investigación y del resultado sabrían si volvías o te ibas para siempre de tu escuela. Y yo muy valiente, te levantaba el ánimo una y otra vez. Faltaban pocos días para que tuviera mi guagüita y tú quedabas sin trabajo. Ahogaste tus penas en alcohol y como pude te llevé a la cama para que durmieras. Dios mío ayúdanos, le dije al Cristo en la muralla antes de acostarme. 5 de Abril de 1889. Tu tristeza por no estar trabajando, la suplías con tu alegría del nacimiento de nuestro bebé, habías ocupado tu tiempo en la construcción de un hermoso jardín en el patio de la casa, donde decías nuestro hijo o nuestra hija se sentaría a jugar con el agua que regaría esa pileta y donde los pajarillos vendrían a refrescarse y beber, cada mañana y cada tarde. Rodeaste la muralla que daba a nuestra habitación con magnolias, rosas y juncos, algunos en flor a pesar del otoño y que habías traído de la casa de Ña Margarita. Estuviste muy pendiente de cómo estaba ya que ese día lo pasé acostada sin poder moverme y doña Josefa, la partera que teníamos de vecina, venía a cada rato a verme, porque tú se lo habías pedido. Recuerdo que me llevaste unas pasas y unos higos con nueces para que comiera.

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Te los habían recomendado según tú, para que nuestro bebé saliera inteligente. Me hacías reír con cada invento que concebías. Te sentaste a los pies de la cama y tocaste la guitarra suavemente, para que la espera fuera más tranquila, me decías. Yo estaba muy tranquila. El nervioso e intranquilo eras tú, mi amor. 7 de Abril de 1889 – Muy de madrugada me llegaron los dolores. Fue en un abrir y cerrar de ojos. No supe cómo y entre desmayada y despierta escuché el llanto de nuestra hija. Sabía que era niñita porque tú gritabas por la ventana a los amigos y vecinos que pasaban a esa hora para el campo. Al rato ya estabas con la guagua en brazos y sentado al lado de mi cama. Emelina me preparó ese día cazuela de gallina negra. Otros secreto del campo para tener harta leche. Te pusiste a cantar y a tomar con don Alberto que había llegado con una botella de aguardiente. Yo lo único que quería era silencio y tú a cada rato me despertabas con tu besos y abrazos. Y despertabas a la niña con el vozarrón y las risas de tus amigos. Apreté muy fuerte mi escapulario de la Virgen del Carmen y le di gracias a Dios. Mil gracias a Dios. Por el amor de Jerónimo, la bondad de mi hija Emelina y la nueva luz que alumbraba nuestro humilde hogar.

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10 de Abril de 1889 – Lucila, como llamabas a nuestra hija, había llegado con la marraqueta bajo el brazo, como decía mi comadre Eulalia. Ese día pasó por la casa el Encargado Educacional de Vicuña a darte la noticia que habías salido absuelto de las acusaciones y que inmediatamente debías irte a La Unión a retomar tus clases, que tus alumnos te estaban esperando. Entrabas y salías como un loco. Besabas a la niña, me abrazabas a mí, recogías tus cosas, arreglabas tu caja con cuadernos y libros y hasta le cambiaste una cuerda a tu guitarra, con unos crines que te había mandado Ño Alberto. Me dio pena verte partir. Pero, tenías que trabajar y ahora había una nueva responsabilidad. Tu hija. Nuestra hija. 22 de Junio de 1889 – Hoy ya hacen tres semanas que Jerónimo no viene a vernos. No tenemos noticias de ti. Salvo uno que otro cuento, que te han visto tomando, en esas fiestas de los González, en la cantina del pueblo y abrazados con mujeres. Confío en ti. Sé que estarás muy ocupado con tus clases y tus alumnos. Sé de tu dedicación para enseñar. Tengo la certeza que tu responsabilidad te hace alejarte de nosotras. Le pido a Dios que al menos te de un tiempito para que vengas un par de días. Echo de menos tus canciones, tu voz, tus caricias. La niña también

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Parece que te extraña. Cuando siente algún ruido abre sus ojitos como buscándote. Yo le leo el poema que le hiciste:

Duérmete Lucila Que el mundo está en calma.

Ni el cordero brinca Ni la oveja bala.

Duérmete Lucila

Que cuidan de vos En tu cuna un ángel Y en el cielo Dios.

Duérmete Lucila Ojitos de cielo

Mira que tu madre También tiene sueño.

Ángel de la guarda Házmela dormir

Para que a su madre No la haga sufrir.

Y como encanto la niña se queda dormida. Tu poema es un milagro Jerónimo. Cuando Lucila esté grandecita se lo mostraré, para que sienta orgullo de su padre.

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Me invade la tristeza, te echo de menos y quisiera estar contigo. Y que tú estuvieras con nosotras.

8 de abril de 1892 – llegaste un día después del cumpleaños número tres de Lucila. Venías con regalos para tu hija, me diste uno a mí para Emelina y ninguna explicación por tus años de ausencia. Pobre Jerónimo. La vida errante te había atrapado y sin más ni menos habías vuelto por unos días según dijiste en poco intercambio de palabras que tuvimos tras ese encuentro. Ya la llama de mi amor se había apagado completamente. Me daba lo mismo, qué hacías, dónde ibas, de dónde venías y para dónde se encaminaban tus pasos. Sólo me alegraba por la niña que jubilosa te abrazaba y te mimaba. Jugaba con tu bigote y cada vez que podía te alcanzaba las rodillas para sentarse en tu regazo. No me importó haberte preparado un cuarto que nunca usaste, porque te vimos sólo al llegar y al irte a los tres días siguientes. Me

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quedó el consuelo de la alegría de Lucila porque estuviste ese día en su cumpleaños. Emelina le había preparado una pequeña fiesta con los niños de los vecinos y yo había hecho una gran torta de nueces y manjar que tú apenas probaste. Al tercer día, de nuevo tu ausencia. Te dije que te si te ibas a ir, lo hicieras muy temprano para no despertar a la pequeña y verla llorar por la ausencia de su padre. Sólo Dios sabe cuándo volverás. A lo mejor nunca más. Sería lo mejor para todas nosotras. Ya nos habíamos acostumbrado a no tenerte y no saber de ti. Que Dios te cuide, te dije al verte salir esa mañana montado en el caballo blanco rumbo al sur. 14 de Agosto de 1892 – Hoy le he hablado de ti a nuestra hija. Le he contado de tus esfuerzos en la vida para convertirte en el mejor profesor y cómo quieres y amas a tus alumnos. Con sus ojitos inocentes parecía entender cada palabra que le iba diciendo. Si hasta la veía entusiasmada escuchándome cuando hablaba de ti. Que lejanos están nuestros mundos. Que grandes diferencias hay entre los dos, Jerónimo. Al escribir en este viejo cuaderno me parece estar conversando contigo. Conversación que hace mucho tiempo no tenemos. Parece que se ha levantado un gran hielo entre nuestros espíritus y nuestras almas. Pero, mi corazón me dice que no me he equivocado contigo. Sé que en su momento me amaste más allá de tus fuerzas y tu juventud loca y apasionada. Por eso digo que somos de mundos diferentes. 3 de Septiembre de 1892 – Hoy es una fecha que me rompe el alma. Es el día en que nos casamos y nos juramos amor eternamente.

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Que injusta es la vida. Estoy sola con mis hijas y del amor sólo quedan los recuerdos. Más malos que buenos. No podré seguir escribiendo hoy porque estoy llorando de pena y soledad. 18 de Septiembre de 1892 – ha llegado a casa doña Asunción, la vecina que tenías en la escuela de La Unión. Y no ha parado de contarme de tus andadas en estos días que estuviste por acá. Me ha roto aún más el corazón que se marchita con tantas historias de mujeres, aguardiente y guitarreos tuyos. Y le he creído, porque nunca llegaste a dormir en estos tres días pasados que nos visitaste. Y doña Asunción cuenta con pelos y señales. La he tenido que hacer callar. Y notó mi enojo y desazón porque enseguida me cambió el tema. Yo reía de tus aventuras, pero por dentro, mi alma se desangraba lentamente. Yo te conocía tan bien como tú conoces la palma de tu mano. Nunca cambiarás. Nunca pararás de volar de nido en nido, cual águila viajera. 25 de Diciembre de 1892 – Hemos vivido otra navidad solas las tres en la casa. El pesebre que hicimos juntas cerca de la chimenea le da una alegría especial a esta fiesta. Lucila no parado de preguntar por el niño Jesús. De su nacimiento, de sus padres, de su pobre casita y nos dio mucha pena con Emelina por sus preguntas, quizás mirándose ella misma al ver que la cama está vacía y el lugar donde te sentabas en la mesa no lo ocupa nadie desde el día en que te fuiste.

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La pequeña abraza feliz la muñeca de trapo que le hice con algunos recortes y sobras de mis trabajos de costura. Más que pobreza, en nuestra casa, el amor lo inunda en la inocencia de Lucila que crece en un mundo que quizás qué destino le tiene preparado. Dios quiera que sea lo mejor para ella. Lo presiento y lucharé para que sus sueños se puedan convertir algún día en realidad. 23 de mayo de 1898 - Nadie ha pasado a saludarme. Estoy cumpliendo cincuenta años y estoy cansada. Veo crecer a mi hija que hace un mes atrás ya cumplió los nueve años. Cómo ha crecido esta muchacha. En porte y en inteligencia. Que bendito es Dios que me regaló a Emelina. Mi muchacha ha sabido llevar el hogar con su mísero sueldo de maestro. Ha sabido inculcar en Lucila los valores de la vida. La libertad de las palabras y el don del saber. A Jerónimo sólo me lo recuerda el verde de los ojos que le traspasó a Lucila. Estoy cansada y triste. Cansada por los años vividos y sufridos, que se notan en la curvatura de mi espalda que año a año se dobla con el paso del tiempo. Y los achaques que me acompañan diariamente y me obligan a mi tranco más lento e inseguro. Mis manos ya no esgrimen las agujas cual espada en cada puntada entre sus hilos de colores. Gracias a Dios la salud aun me acompaña a pesar de los achaques. La valentía y la entereza de Emelina me dan fuerzas y la imaginación inagotable de Lucila ilumina mis años. ¡Qué importa tener cincuenta años! Si somos felices en la pobreza franciscana de nuestros días.

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29 de Junio de 1898 – Hoy estuve en la iglesia y no sé por qué me paré a rezar ante la imagen de san Pedro que lucía adornado al celebrar su día. Es una imagen santa muy especial. Somos un pueblo agrícola y siempre nuestras mujeres y vecinas se han esmerado en arreglarlo para estos días. Seguramente añoran sus días en el puerto de Coquimbo donde muchas de ellas nacieron y donde sus padres seguramente les inculcaron el amor a este venerable anciano. Estuve largamente admirándolo y recordando su compañía y fidelidad hacia Jesús. Me lo había leído más de una vez Emelina en sus relatos que rescataba de sus viejas revistas que repartía la iglesia a los niños y jóvenes del lugar. Un día 29 de Junio había nacido mi padre. Esa era la respuesta que buscaba. El santo me lo había señalado. Bendito hombre que amó a mi madre hasta su último suspiro. Lo recuerdo abatido por el tiempo y por la partida de mi madre que dejaba este mundo y él tomado de su mano la acompañó hasta el último minuto con filial y eterno amor. Que hermosos que son esos amores. Cada día y hasta siempre. 13 de Agosto de 1889 – Hemos conversado largamente con Emelina sobre el futuro de Lucila. Y juntas hemos tomado la decisión de enviarla a vivir donde su abuela paterna. Doña Isabel estará feliz de tenerla en su casa. Siempre lo ha manifestado en las pocas cartas que nos envía. La señora no olvida ni perdona. Nunca me ha podido perdonar que Jerónimo haya dejado el sacerdocio por

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mi culpa, según ella. Yo he sido y seré siempre la culpable de haberle robado la vocación a su hijo para el cual siempre luchó por verlo con sotanas y oficiando misas. Solo el consuelo de ver a sus hijas convertidas en monjas le ha hecho más llevadero este calvario, prédica que siempre transmite cuando puede y que indirectamente me manda a decir con sus amigas y otros familiares de Jerónimo que se dejan caer por la casa en algún verano. 03 de Septiembre de 1899 – Le hemos contando a Lucila que lo mejor para ella y para que siga sus estudios es que se vaya por un tiempo a la vivir con su abuela Isabel en La Serena. Si bien mostró un poco de tristeza, su alegría la comparte por la esperanza de ver nuevos mundos. De abrir su alma a nuevas enseñanzas. Está ávida de conocer un poco más de Montegrande y Vicuña. Sueña también el encontrar a su padre en la casa de su abuela. Sueña y sueña. Ha sido su horizonte en estos últimos años. Soñar y soñar. Y esos sueños los traduce en algunos escritos que impresa en sus cuadernos y que más de algún mal rato le han hecho pasar con sus maestros en la escuela. Le he pillado algunos escritos y versos, quizás llevada de la mano del espíritu de su padre, poeta y errante, cantor y enamorado. Lucila sueña ser igual que él y que su hermana. Maestra para enseñar a los niños más pobres. Sólo Dios sabe qué le prepara el altísimo para el mañana.

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17 de Enero de 1900 – Emelina fue a dejar a Lucila a La Serena ha contado que su abuela la ha recibido en la seriedad y beatísimo que le es característico. Huraña y desconfiada me dijo Emelina. Pero también ha estado contenta por ver a la hija de su hijo. Siempre le había mantenido un cuarto preparado para el regreso de Jerónimo, y que ha dispuesto para que lo ocupe Lucila. Hasta que vuelva tu padre, le había dicho la anciana, con la esperanza de ver el regreso de su hijo algún día a casa. También le ha contado a Emelina que hace mucho tiempo que no sabe de Jerónimo. La última vez que lo vio fue cuando iba de regreso al Valle del Huasco, a la tierra de sus padres, a su tierra natal, según le había dicho. Y de eso hacen muchos años. Decidí no acompañar a Lucila porque las fuerzas me iban a traicionar. Sufro mucho al saber que mi hija está lejos de mí. Otro pedazo de mi corazón se ha desprendido de su carne. Sólo me conforma que su abuela la cuidará bien y que es lo mejor para ella. Voy a dejar de escribir porque mi alma se parte de dolor. Recién se ha ido y ya la extraño.

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03 de Febrero de 1900 – Lucila me ha escrito su primera carta. ¡Qué alegría más grande, Dios mío...! me cuenta que está bien. Que su abuela Isabel le enseña diariamente los más hermosos pasajes de la Biblia. Que ha mandado unos poemas a un diario y que no sabe si los han publicado. Me indica que le pida al señor cura la Biblia de la iglesia y que lea los salmos. Mi niña...mi pequeña Lucila. ¡Qué maravilloso es leer una y otra vez su cartita… que gran alegría le has dado a mi viejo y cansado corazón al escribir estas cosas tan hermosas!. Se han ido mis achaques por milagro. ¡Gracias una vez más mi Dios, todopoderoso...! 20 de mayo de 1901 – Intencionalmente mi hija Emelina y Juan han elegido el día de mi cumpleaños 53 para casarse por el civil y por la Iglesia. Y tengo la certeza que le hemos doblado la mano al destino, reflejado en ese viejo refrán que dice que “no hay mal que dure cien años...” Hoy también ha llegado mi pequeña Lucila, para estar presente en la boda de su hermana. Lucila tiene ya doce años y se ha convertido en una hermosa muchacha, media huraña, intranquila y reservada, quizás por la cercanía con su abuela… Pero, qué importan los detalles. Lo que importa es este día tan especial para mi hija mayor. Está radiante y su alegría brota por cada poro de su cuerpo. Se lo merece. Ha sacrificado los mejores y jóvenes años de su vida para sacar adelante la casa, a su hermana por quien profesa un gran

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amor y por esta vieja, que sólo le pide a Dios la alegría de estar viva y ver corretear por la casa y por el patio a mis nietos o nietas. 21 de Mayo de 1901 – Lucila me ha mostrado unos recortes de un diario en La serena que ha publicado algunos de sus versos. Me he quedado boquiabierta por la destreza de sus pensamientos, la defensa de la vida que encara en cada uno de sus escritos y la fragilidad de su pluma en cada eslabón con los que construye sus escritos, que según me cuenta, le piden insistentemente desde el periódico para publicarlos. También me ha contado que estos versos le han valido más de algún reto y tirón de oreja de su abuela. Pero que al final la apoya me dice, porque son el reflejo de lo que escribía su padre cuando era niño y estudiaba en el seminario. Emelina se nos fue por algunos días después de la boda, para estar sola con su amado. Dios los bendiga a ambos.

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22 de Mayo de 1901 – He vuelto a quedarme sola. Mi pequeña Lucila ha debido regresar a sus clases. Me ha contado que aspira a entrar a las humanidades de la escuela Normal en La Serena. Es su sueño ser maestra. He sonreído frente a mi hija al verla partir, para que no descubra mi dolor de madre al alejarse de nuevo de mi lado. Quizás cuánto tiempo pasará antes de volver a verla. Mañana regresa Emelina a buscar sus cosas para vivir en el campo de su esposo. Me quedare más sola, pero, Emelina me dijo antes de partir que vendría todos los días a verme, porque su nueva casa queda a la pasada de la nuestra. Se vienen nuevos días. 07 de Enero de 1903 – Hoy escribo con mucha alegría en mi corazón. Dios nos ha regalado una nueva luz en nuestras vidas. Ha nacido mi primera nieta. Hija de Emelina. Se llamará Graciela Amalia. José nos ha traído la buena nueva después de regresar del hospital de Vicuña. Le he mandado unas frutas a Lucila y le he contado de esta noticia. Ella también me ha escrito algunas líneas contándome de su abuela, de sus estudios y noto tristeza en sus palabras. Me envía unas hojas del Diario de La serena donde ha escrito algunos poemas, pero no quiere decir su nombre. Me cuenta también de algunas amigas que le están consiguiendo un trabajo de ayudante de profesora, en una escuelita de la Compañía Baja. Me invita a que me vaya con ella para que no esté tan sola. Me gusta la idea de estar junto a mi pequeña.

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No le he dicho ni que si ni que no. Esperaré como llega Emelina con su guagua. Están sonando las campanas de la iglesia, iré a rezar por mis muchachas. 12 de Marzo de 1903 – Ha pasado el verano y mi nieta está hermosa. Cada fin de semana Emelina me la trae para que esté con ella. Su llanto pidiendo la papa nos mantiene alerta. Lucila no ha venido para vacaciones, se quedó en La Serena con su abuela que la lleva a misa casi todos los días. Dice que doña Isabel le ha cambiado hasta el peinado y las ropas, por que ir a la iglesia según ella, exige respeto, hasta en la forma de peinarse y vestirse. No tengo tiempo de escribir mucho y mi salud tampoco me acompaña. Mis manos se encrespan por la artritis y mis dolores de huesos son más intensos. No les cuento a mis niñas para que no se preocupen. Estoy tomando unos montes que me regaló doña Emeteria. 7 de Abril 1903. Hoy Lucila cumple 14 años. Le hemos mandado con Emelina unas cositas que le pueden servir. Unos jabones, una colonia inglesa y algunas mermeladas hechas en casa con mis propias manos. Hacen días que no sabemos nada de ella. Debe estar muy ocupada con sus estudios. Media ingrata me ha salido mi pequeña. No tiene a quien salir, me ha dicho el señor cura con quien he conversado esta mañana.

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Las palabras del señor cura me han traído a la memoria a Jerónimo - ¿Qué será de este hombre...? ¿Dónde andará con su guitarra y sus cantos...? Ya no lo recuerdo como antes. Mi corazón ha cerrado las heridas y solo quedan cicatrices del pasado. No le guardo rencor. Y si bien en este pueblo siempre se cuentan historias, una que otra ha llegado a mis oídos y no le doy mayor importancia. Así lo quiso Dios, le digo a mi compadre que siempre pregunta si sé algo de su amigo. Es tarde y ya no veo bien estos escritos. Hasta me estoy quedando corta de vista. Debe ser la edad, me digo a mi misma y me sonrío. 24 de Mayo 1903 – Lucila estuvo en casa para mi cumpleaños. Mi pequeña como puede se las arregla para estar conmigo. He cumplido ya 55 años y me ha traído de regalo un chaleco que ha tejido ella misma me cuenta muy alegre. Emelina ha preparado el almuerzo y con José y la Gracielita han estado todo el día en mi casa. Lucila estará algunos días conmigo y eso me alegra profundamente. Se ha preocupado mi niña por mis manos, mi vista y mi cojera. Estas viejas piernas que no quieren ayudarme. Dice que me llevara a La Serena a vivir con ella. Le he dicho que sí, para que esté tranquila. Han sido días muy hermosos a pesar de las primeras lluvias de otoño que han dejado un barrial inmenso en el patio. Mis gallinas y los

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patos los tuvimos que cambiar al cuarto que hace de bodega. José, un gran muchacho se ha empapado entero trabajando en estos quehaceres. Hacía falta un hombre en la casa. José es un gran muchacho. Y como quiere a Emelina y su guagüita que tanto se le parece. Iremos a misa con Lucila. Quiere ver al señor cura que siempre reza por ella. Y de paso le mostrará algunos escritos que dice anda trayendo. Mi muchacha sueña e imagina. Escribe y escribe, puras tonteras le digo. Y se me enoja. Frunce el ceño y me abraza. Mi Lucila. Mi niña que se hace jovencita.

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06 de febrero de 1904 – Esta tarde hemos llegado a La Serena. Una amiga de Lucila nos ha venido a buscar a la estación de trenes. Nos ha traído a una casa en la Compañía Baja que Lucila ha arrendado para que vivamos juntas. Mi pequeña ha conseguido que la reciban de ayudante en una escuela del lugar y comenzara a trabajar muy pronto, apenas comiencen las clases. Es una vieja casona patronal que se empina sobre la colina que da a las casas vecinas, todas muy pobres pero de gente muy sencilla que nos saludaron al pasar. Parecen buenos vecinos y como Lucila ya ha estado en este lugar hace unos meses atrás la reconocen los niños y las niñas que la abrazan y se cuelgan de sus polleras largas. Emelina se ha quedado en Paihuano con José y mi nieta Graciela que ya tiene dos añitos, próximos a cumplir. Nos visitará nos dijo antes que termine el verano, pues también ella debe volver a su trabajo. 27 de Febrero de 1904 – Nos hemos ocupado de arreglar la casa. Don Venancio nuestro vecino y el hombre que vende leche en la población nos ha ayudado en parchar el techo y clavar puertas y ventanas que estaban medias desvencijadas por el tiempo. Si hasta mis achaques han desaparecido con la alegría de estar al lado de mi pequeña que a pesar de su seriedad y ceño fruncido de todos los días, ha reído conmigo en las tardes que nos sentamos a mirar las estrellas y el jugar de los niños hasta tarde en la calle del vecindario. Hasta me olvido a veces de tomarme mis montes que insistió doña Emeteria que debían andar conmigo y me los había echado en la maleta, escondido entre mis ropas. Hoy hemos terminado de pintar con cal el cuarto de Lucila que tenía los adobes a la vista y más de alguna cucaracha se asomaba entre los huecos de

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sus juntas y arañitas que colgaban del techo con sus vigas al aire y que le daban un estilo de casa de campo muy especial. Un par de mates y a la cama porque el día ha sido largo. 17 de Julio de 1904 – El invierno se ha ensañado con nuestra pobre casa. Si parece que estamos en el patio. Las viejas calaminas gotean el líquido incipiente que cae del cielo y hemos tenido que correr nuestras camas al rincón donde cae menos agua. Ha llorado Lucila al ver sus libros y cuadernos maltratados por el agua y cuyas letras chorrean sus escritos buscando un escape. Mi pequeña los ha puesto cerca del brasero para que se sequen. Yo he llorado también en esta pobreza, pero más me apena al ver sus ojos tristes y llenos de lágrimas. Poco y nada ha rescatado de este aluvión que ha durado ya tres días y no para de llover. ¡Dios mío socórrenos ¡ le he suplicado implorando a la imagen que parece mirarnos piadosamente desde su cruz colgada a la entrada de la casa, vigilante en la puerta que da a la calle. Dormiremos juntas esta noche para abrazarnos a la pobreza. La poca luz de la vela que se acaba, me obliga a terminar por esta noche. 19 de Julio de 1904 – Lucila se ha ido a su trabajo y me quedo entre el barro y el agua tratando de limpiar algunas cosas. Ha llegado Emelina, José y la pequeña Graciela. Pienso muy dentro de mí que Dios ha escuchado mis súplicas y estas jóvenes manos me han ayudado a salvar aquellas cosas que no se mojaron. En la noche anterior ha parado la lluvia y el arco iris atraviesa el poblado iluminando nuestras esperanzas. El sol bendito

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ha salido y algunas pilchas cuelgan del alambre tratando de secarse. Me preocupa la humedad que no le vaya a ser mal a mi nieta. Yo he agarrado una tos pesada que no me deja ayudar. Emelina me ha ordenado recostarme y se hará cargo del almuerzo. José se ha subido a techo a tapar goteras, porque dicen que el invierno será lluvioso este año. Por la tarde Lucila se ha hecho acompañar por algunos de sus alumnos, jóvenes mocetones que han desplegado algunos plásticos sobre el otro cuarto que está techado con viejas fonolitas que crujen al secarse con el sol que las abraza lentamente. Un par de churrascas y algunos mates, nos han hecho olvidar nuestras penurias de la lluvia y nos hemos reído con las gracias de la pequeña Graciela que nos cuentan sus orgullosos padres. La niña ya tiende a caminar y se roba el interés de todos con su risa inocentes y esos pequeños dientes blancos que comienzan a adornar su boquita. Que hermoso regalo de Dios son los niños. Su presencia hace olvidar las tristezas, la pobreza, los dolores y las angustias terrenales. ¡Benditos ángeles del cielo! 3 de Septiembre de 1904 – Lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Jerónimo de impecable terno oscuro y yo de blanco, con el vestido que yo misma me había hecho. Entrando tomados de la mano y coro de la iglesia cantando el Ave María y rodeados por nuestros amigos y vecinos. Yo llevaba en la mano un ramo de frescas ilusiones blancas, que me había regalado

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doña Beatriz, mi compañera en el coro, que las había arrancado de su jardín esa misma mañana. Si parece que fue ayer no más. Y han pasado 17 años que nos casamos con Jerónimo, el joven atrevido que no quiso escucharme cuando le dije que esto era un imposible. Y el tiempo me ha dado la razón. No lo he vuelto a ver desde hace más o menos unos catorce o quince años. Ya perdí la cuenta de mi olvido y de su olvido. Con el tiempo no he podido descifrar los designios de su destino. No he podido juzgarlo por el abandono de su hija, esa hija, que decía que tanto quería. Y me he preguntado sin rencor ¿qué será de su vida? ¿En qué brazos estará musitando bellas palabras de amor que salían como agua fresca de su boca? ¿Qué amores le harían olvidar su propia sangre y ese amor eterno que un día nos juramos ante Dios? Estoy sola, achacada por mis años y estoy llorando de nuevo. Y han pasado 17 años desde aquel entonces y todavía resuenan en mis oídos y en mi corazón la marcha nupcial que se escapaba con finas melodías del viejo órgano de la iglesia allá en La Unión. 26 de Diciembre de 1904 – Lucila ha tomado vacaciones, mientras se prepara para su examen para ingresar a la escuela Normal de La Serena y hemos regresado a pasar la navidad en Montegrande. Apenas arrastro mis cansados pies y mi viejo cuerpo, que ya denuncia mis 56 años a cuestas. Si hasta estoy un poco curca, como me lo dijo ese día mi comadre Mireya cuando me entregó su regalo de Navidad. Y me convenció que me estaba doblando por los años. ¡Qué importa el cuerpo, si lo

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que vale es el alma! Me dije a mi misma, riéndome de mis canas que ya golpeaban mi espalda. Mi nieta balbucea sus primeras palabras y me llama ¡guela!, eso se lo enseñó José para hacerme rabiar. Emelina le enseña que me diga mamita… Cosas de niños, inocencia de niñita. Hermosa navidad hemos vivido todos juntos. 01 de Enero de 1905 – Ha llegado a saludarme Patricia, prima lejana de Jerónimo que por estos días se vino con toda su familia desde san Félix de vacaciones al Valle del Elqui. Sin preguntarle me ha contado cosas de Jerónimo. Que lo vieron haciendo clases en Vallenar, que después supieron que estaba por Freirina en una escuelita de mineros. Que lo habían visto por Huasco. Unos días en el valle de Alto del Carmen. Y que seguía igual. Con su guitarra a cuestas, sus canciones, sus amores por doquier y arrastrando su vida gitana debajo de enseñanzas, como libro al viento, hojas que dejaba caer a sus improvisados alumnos y alumnas que iban floreciendo en su camino errante y trasnochado de veladas interminables. La Patty dejó de contar las peripecias de Jerónimo justo antes que entrara Lucila que nos miró con cara extrañada al haber cortado de improviso la conversación. Era mejor para mi pequeña que no supiera de su padre. Era mejor que mantuviera el recuerdo limpio que yo ayudaba a mantener de él en presencia de su hija. ¡Dios me castigue si alguna vez hablé mal de Jerónimo delante de ella! Hemos pasado en familia la llegada de un nuevo año y Lucila tiene pocos días de descanso ya que ha recibido una invitación para hacer clases en la Cantera, un lugar muy chiquito que está creciendo

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fuerte. Es a la salida de La Serena rumbo a Ovalle... Por lo que vive mucha gente dedicada a la agricultura y la pesca, esto último porque está muy cerca de Coquimbo también. 7 de Enero de 1906 – Tres años ha cumplido mi nieta Graciela y está cada día más hermosa sus versos y sus payas a flor de piel. También supe que se había enredado con mujeres que le sacaban lo poco y nada que ganaba. Que sus amigos lo aplaudían hasta que se le acababa la plata y que iba de pueblo en pueblo repartiendo enseñanzas, como libro al viento, hojas que dejaba caer a sus improvisados alumnos y alumnas que iban floreciendo en su camino errante y trasnochado de veladas interminables. La Patty dejó de contar las peripecias de Jerónimo justo antes que entrara Lucila que nos miró con cara extrañada al haber cortado de improviso la conversación. Era mejor para mi pequeña que no supiera de su padre. Era mejor que mantuviera el recuerdo limpio que yo ayudaba a mantener de él en presencia de su hija. ¡Dios me castigue si alguna vez hablé mal de Jerónimo delante de ella! Hemos pasado en familia la llegada de un nuevo año y Lucila tiene pocos días de descanso ya que ha recibido una invitación para hacer clases en la Cantera, un lugar muy chiquito que está creciendo fuerte. Es a la salida de La Serena rumbo a Ovalle... Por lo que vive mucha gente dedicada a la agricultura y la pesca, esto último porque está muy cerca de Coquimbo también.

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7 de Enero de 1906 – Tres años ha cumplido mi nieta Graciela y está cada día más hermosa y muy despierta. Estando en casa me acompaña muy feliz a misa. Le gusta preguntar de una y otra cosa. Muy inquieta y quiere saberlo todo. Emelina y José hacen planes para un niñito. José dice que necesita un ayudante en el campo para cuando él esté viejito. Son sueños de jóvenes muchachos que llevan muy bien su amor. ¡Qué bueno por mi hija! Se merece lo mejor y José la ama. No he podido estar con mi nieta en la tarde porque me ha vuelto este fuerte dolor de huesos, aunque dicen que los huesos no duelen. Pero, yo siento estas intensas clavadas en mis rodillas y en mis manos. ¡Es la vejez Petronila ¡me convenzo para mis adentros. 1 de marzo de 1906 – Hemos vuelto con Lucila a La Serena. La he notado muy extraña este verano que termina. Mi comadre dice que a lo mejor la ha picado el bichito del amor. No le creo. Mi hija, con su timidez y si hasta su nombre le costaba pronunciarlo y su empeño de convertirse en maestra, igual a su padre y a su hermana, no le dejan tiempo para otras cosas. Su único afán es estar escribiendo y escribiendo. Se lo pasa tardes enteras en el jardín, y si hasta la he pillado conversando con los pájaros y las flores. Y me ha confidenciado que sabe que ellos la entienden. Mi niña tiene su mundo muy distinto a otros niños. Y este año cumplirá los 17. Ya su juventud no camina con ella a su lado.

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Tiene otros planes y sabe lo que hace. Eso me hace feliz, verla feliz con lo que hace. Nada más. Emelina me dice que no me complique, que Lucila está destinada para otras cosas mayores. ¡Dios la oiga y Dios la guíe por siempre...! 2 de Julio 1906 – Hace tiempo que no escribo en este cuaderno. Mis manos ya no me ayudan. Escasamente puedo hacer los quehaceres de la casa y Lucila me ha traído una jovencita para que me ayude. La muchacha es muy despierta. Hija de campesinos que no tiene donde estudiar. Le hemos arreglado un cuarto chiquito, pero muy limpio y ella también lo mantiene muy aseado. Le estoy enseñando algunas costuras y también a bordar. La cocina parece que no le gusta mucho, porque me rehúye algunos trabajos que me gustaría que hiciéramos juntas. Le insisto que cuando sea mayor y se case, parte de la felicidad de un matrimonio está en la cocina. A los hombres les gusta ser bien atendidos. Y les gusta la buena mesa. Lucila está muy atareada con sus obligaciones y nuevas responsabilidades que le han encomendado en la Escuelita de La Cantera. Se le ve muy entusiasta. No sé si alcanzaré a escribir de nuevo. Mi vista y mis manos ya no me acompañan como antes. Han sido mis cómplices de estas hojas amarillentas y donde he guardado mis íntimos secretos de mujer. Solo estas hojas saben de mis tristezas y alegrías. 3 de Septiembre de 1906 – Lucila me ha comentado que hace planes para pasar las fiestas patrias en Vicuña en la casa de sus padrinos que la han invitado y quieren vernos a las dos.

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Me gustaría darme una vuelta por mis tierras. La Serena me ahoga. Tenemos muy cerca una pequeña capilla y en el centro hay muchas iglesias, pero, me quedan lejos y ya no estoy para estas caminatas y los fríos con garúa que me hacen mal para los huesos. Me vuelven a doler mucho mis manos y no puedo seguir escribiendo. Me quedo mirándolas y lloro. 03 de Septiembre de 1911 – Ha pasado mucho tiempo desde aquel 3 de septiembre del año 1906, que coincidentemente he tomado este viejo cuaderno para derramar en estas hojas, mi dolor y mi angustia. Han pasado largos cinco años. Y vuelvo a abrirlo. Y no es casual. Lo he tenido que buscar en algún cajón olvidado. Yo ya me había hecho la idea que lo había guardado para siempre .Y no es casual. Estoy llorando, sola en esta habitación. Mi comadre Natalia, amiga desde siempre, pues soy la madrina de su hijo Manuel me ha traído la triste noticia. Hacía tiempo que no nos veíamos y eso me extrañó al verla llegar esta mañana. Me ha roto el alma y me ha echado mil años encima. Su marido, mi compadre, que es camionero le trajo a ella la noticia y vino especialmente para compartirla conmigo. Jerónimo ha muerto me dijo. Así simplemente, con estas tres palabras. Tres palabras que me han partido el alma. Tres palabras que me han hecho viajar por el tiempo. Una extraña sensación y escalofrío ha recorrido mi frágil cuerpo y mis piernas apenas han sostenido este temblor que me sacude entera. Y he llorado toda la tarde. Sin nadie a mi lado con quien compartir este profundo dolor. Jerónimo era la otra mitad de mi vida.

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No me ha dado detalles. Sólo que mi compadre ha ido a su tumba y le ha puesto un rojo clavel que recogió de una tumba cercana. Porque él tampoco creía que era verdad. Lo supo por e lcuidador del cementerio, que en su horas libres le ayudaba a descargar el camión en la verdulería cercana al Camposanto, infidente y casualmente le había comentado de la muerte de un profesor que lo único que sabía había era que había sido profesor de La Unión, la misma tierra de mi compadre. Y por su nombre y señales que le dio el hombre, había concluido que era Jerónimo. Me cuesta escribir, aparte del dolor de mis manos y la artritis que cada día me atrapan y me curvan mis dedos y mis lágrimas que manchan estas hojas amarillentas y que no puedo contener porque es más fuerte como escapan de mis ojos buscando la libertad del alma destrozada. ¿Cómo le contaré a Lucila? ¿Tendré fuerzas, Dios mío, para desgarrar su joven corazón? Mi pequeña también ha tomado el rumbo de la vida errante de su padre. Después de La Cantera, fue recibida como funcionaria educacional en el Liceo de La Serena. Ha publicado sus poemas en una Antología que hizo un viejo amigo nuestro, don Carlos Soto Ayala. Después de dar su examen exitosamente en la escuela Normal en Santiago, la han destinado a Rancagua como profesora. Lucila ha emprendido el vuelo. Ya tiene 22 años y yo me he quedado viviendo en esta casa de la Compañía Alta, donde me acompaña Emelina con mi nieta. Ya tengo 63 años y mis pocas fuerzas apenas me alcanzan para levantarme en la mañana y tomar un poco de sol en el jardín del patio y debajo de

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la higuera que ha crecido fuerte, igual como ha crecido mi pequeña Graciela que ya tiene 8 años y va a la escuela cercana a nuestra casa. Mi poca vista me traiciona y sólo veo borrones de estas letras que se disparan libremente de mi corazón y quedan impresas en estas líneas que se manchan y se borran con mis lágrimas. ¡Cómo no recordarte Jerónimo! – Si fuiste mi amor, mi esposo y mi amante. Si fuiste el padre de nuestra hija Lucila. ¡Cómo recordar tus horas y horas contemplando a Lucila, absorto al ver cumplido tus sueños en esta muchacha que te robaba el poco tiempo que la tuviste entre tus brazos! ¡Cómo olvidar tu voz cuando me cantabas viejas canciones de amor! Por Dios, Jerónimo, ¿Qué debo hacer para olvidarte desde este instante? Se agota mi cansado y viejo corazón. Ese mismo corazón que se partió tras tu ausencia, tu desamor y tu olvido. Y hoy vuelves en espíritu moribundo, para verte parado en el umbral de la puerta. En la ventana de nuestra casa. En el patio bajo el nogal con tu guitarra. Me niego a cerrar los ojos porque se dibuja tu imagen en mi oscuridad. En los ojos verdes, de Lucila, igual a los tuyos, te veré hasta el día de mi muerte. 07 de Julio de 1929 – Estoy en el umbral de mi muerte. Dios ya me ha llamado y en pocos segundos más dejaré este mundo. Lucila viaja por el mundo siguiendo los pasos de su padre. Estoy cierta que no alcanzaré a ver el brillo de sus letras y no veré al mundo postrado de rodillas ante sus poemas. Jerónimo lo había intuido y lo propagó por las tierras donde errante vivió y murió.

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Mis ojos se cierran lentamente y veo la luz divina de mi Dios que me alumbra el camino para reencontrarme con mis padres, para reencontrarme con Jerónimo y hablar de esas cosas que nunca nos dijimos en vida. Le contaré de Lucila, su pequeña, su luz, esa hija que le nublaba la mente y lo hacía volver al mundo del cual escapaba inadmisiblemente. Ya estoy en los brazos de mi gran Dios. Que me bendijo con mis 81 años. Que me regaló el amor tormentoso de Jerónimo una tarde de domingo en el coro de la iglesia. Que me rodeó del amor de mis hijas Emelina y Lucila y mi nieta Graciela. Ese Dios que me heredó mi tierra y mi gente. Mis amigos y enemigos. El amor y el desamor. El Dios que me dio la vida y que me recoge esta mañana con la alegría del viaje a la eternidad. Padre nuestro, que estás en el cielo, Santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu reino Y hágase tu voluntad Aquí en la tierra como en el cielo…

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Lo ven, pero, no lo miran... Muchos pasan por la plaza y ahí está... mirando a su cielo azul y sus entornos verdes de paltos, higueras, duraznos y viejas casonas repartidas al azar. Como mudo testigo de su pertenencia al lugar que lo vio nacer, donde vivió sus primeras correrías y donde quizás, enhebró las primeras cuerdas de su guitarra y tarareó sus primeros versos, sus coplas y sus payas... que le salían del alma.

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Detrás de la fría lápida de mármol, aún viven inciertas las historias vividas por Jerónimo. Historias que los lugareños después convierten en leyendas... para bien o para mal. Este testigo impasible del recuerdo, se puede encontrar en la plaza de San Félix. Quizás dibujando fantasmalmente la presencia del hijo de esta tierra...

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